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LAWRENCE
LAWRENCE / ROSS /
SHAW
Un escritor sin laureles
S. G. Fernández-Corugedo
La actitud vital de T. E. Lawrence y su comportamiento como escritor siempre han constituido para mí un importante factor de desconcierto desde que su
aura mágica de rey sin corona de un país de cuentos apareció vía Hollywood en nuestra mitología juvenil junto a Robin Hood, La Pimpinela Escarlata, Los Lanceros Bengalíes, Toro Sentado, Pancho Villa y tantos otros héroes queridos. Algunos hemos tenido la desvirtuada tendencia de identificar a este curioso personaje con el héroe clásico de las tragedias griegas y con el representante moderno de lo exótico en el siglo XX: tras la apertura de América en el siglo XVIII y de Africa en el XIX, Lawrence redescubre Arabia en el XX. Y además hay, creo, pocos ejemplos comparables a Lawrence en este siglo. También abundaremos en el tema al decir que es además un ejemplo sumamente inquietante de biografía real y literaria: nos hallamos prontamente ante una especie de monje-soldado más propio, y desde luego típico, de la Edad Media que de las atrabiliarias décadas que inauguran esa época apasionante que constituyen las dos primeras décadas de los mil novecientos, y hoy que tan traída y llevada está la idea de modernidad, volver a Lawrence es, por suerte, un asomo al pozo del pasado. Claro que temo que también Lawrence se trazase desde sus años mozos ese ideal de abandono mundano, y que no fuese mera consecuencia de lo inevitable. Su repentina y voluntaria renuncia a las pompas mundanas, su autonegación prácticamente masoquista, repito, me resulta muy desconcertante.
Lawrence, hasta que cumple veintiseis años en el año en el que se inicia la gran guerra, lleva una vida típica dentro del sistema británico: una educación rígida en colegios de abundante y sazonada disciplina que culmina en la dorada libertad de Oxford. Tras licenciarse en Historia, se va a Mesopotamia y a Egipto a efectuar excavaciones protohistóricas. Además, una curiosa tesis doctoral sobre la arquitectura militar de los Templarios en Palestina puede proporcionarnos una serie de claves de comportamiento posteriores. Al estallar la guerra, Lawrence sigue un recorrido iniciático que le lleva de una oficina de inteligencia y del trabajo relativamente burocratizado a convertirse en un caudillo tribal, en un astuto jefe militar y político al servicio de su majestad británica primero, y cada vez más hacia el convencimiento mesiánico de desarrollar la idea feudal de una monarquía panárabe. Su evolución y cambio de ambiente que le lleva de la civilización hacia lo exótico es a mi entender la historia que nos cuenta en Los Siete Pi-
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lares de la Sabiduría. Haciendo una nota explicativa, esta obra trata de la revuelta o alzamiento de los pueblos árabes contra la dominación turca. Pero leyendo la obra comprobamos que se trata más de un auténtico tratado filosófico que de una novela o diario de las campañas de Arabia y Palestina. Los Siete Pilares ... es un tratado que además choca frecuentemente con la opinión generalizada que en su amada Inglaterra había sobre la curiosa historia de aquel lejano capítulo de una guerra tan cercana. Además, Lawrence es uno de los escritores más profundamente nacionales de la literatura inglesa moderna, y por esa razón uno de los más relegados. Verdad es que lo propio le ha ocurrido a R. Kipling y al conjunto de quienes escribieron para exaltar la grandeza de los hombres de Inglaterra; es este un fenómeno hoy bastante extendido en casi todas las literaturas.
Así que Lawrence se mueve en el extremo opuesto a Joyce, a Forster, a Eliot, y otros variopintos nombres de silva de varia lección. En cambio, siempre me ha resultado especialmente gratificante efectuar comparaciones entre los polos de estos extremos, tratar de, mediante un vistazo más bien rápido, escoger aquellos nombres y obras concretas que más distantes se encuentran en apariencia para tratar de comprobar que, en realidad, sus esquemas suelen diferir mucho menos de lo que aparece como obvio. Así que para evitar susceptibilidades y anatemas tempranos, podemos poner frente a frente El Troquel de Lawrence y el Retrato del Artista Adolescente de Joyce. Es más que fácil comparar dos visiones tan fundamental y radicalmente diferentes del espíritu que anima a cierta intelectualidad inglesa en los años veinte, y constatar, en cambio, la similitud del esquema elegido. Joyce en el Retrato ... trata de explicar básicamente el proceso de formación del espíritu artístico. Lawrence, en cambio, se dirige hacia un proceso de destrucción intelectual absoluta, de aniquilación total del pensamiento, en una extraña búsqueda permanente del camino más corto hacia la indolencia y la renuncia. Que este fenómeno simultáneo haya ocurrido en los años veinte europeos parece una muestra reveladora
del estado de postración y desánimo en el que se asienta muy buena parte de las grandes obras de las letras inglesas. Tanto el Retrato ... como El Troquel son manifestaciones magníficas de la introspección psicológica y de la relación impropia que debe existir entre un individuo y un entorno que le es molesto. Joyce refleja el ambiente familiar y escolar cristalizando su visión mediante las opiniones particulares; Lawrence, sin embargo, concentra en sí mismo la experiencia al máximo, sin permitirse extrapolaciones ni descripciones ajenas. Y por continuar con la odiosa comparación entre Lawrence y Joyce, las magnas obras, Los Siete Pilares de la Sabiduría y Ulises constituyen ejemplos del viaje iniciático que no pueden ser más opuestos en su apariencia: una autobiografía novelesca de movimiento continuo y viajes perennes en la geografía y en el pensamiento, frente a la cuidada y minuciosa descripción de lo real y lo psicológico en una puntual detención del tiempo en un solo lugar. Ambos libros son la idea del viaje, solamente que para Lawrence ese viaje ·ocurre en su interior mientras va de un sitio aotro, mientras que Joyce viaja también sin abandonar Dublín. La experiencia biográfica de los dosautores es también de quiasmo: Lawrence escribirá cuando apacigüe su movilidad; Joyce, encambio, escribe cuando viaja. Y a la vez los escenarios opuestos: lo exótico frente a lo cotidiano.
A pesar de todo es Joyce quien se lleva la fama,aunque póstuma en lo literario, mientras que Lawrence, héroe en vida, cruza las aguas del Leteo ydesaparece. Las páginas correspondientes de losmanuales de literatura, los congresos, citas, críticos maniáticos e idólatras son para Joyce, mientras que Lawrence es estigmatizado y suspendidoa divinis como escritor, y queda descrito normalmente con un par de líneas perdidas entre las dedicadas a los raros, curiosos, eruditos y notables.Y nada le habría gustado más a un hombre que tanafanosamente trató de aniquilarse. Ni siquiera tenía un buen concepto de su propia forma de escribir, aunque hay que decir aquí que son pocosquienes lo tienen. En realidad, el vicio cada vezmás extendido del autobombo tiene más que ver
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con los derechos de autor y los dividendos que con la soberbia. Y Lawrence está en el Caribdis de esta Escila. Tras fracasar en sus intentos políticos con los Arabes, manifiestamente apoyados por los especialistas del servicio diplomático inglés y manifiestamente contrarios a la política del gobierno sensatamente imperialista de premiar a los buenos y castigar a los malos, se sintió moralmente empujado a renunciar a honores y cargos con los que se pretendía comprar su conciencia y callar sus lamentos. Y esto resulta raro en Lawrence, pues nunca había tenido una vida cómoda económicamente hablando; espiritualmente mucho menos, claro. Así que en lugar de rendirse y claudicar se rebela en silencio buscando hundirse en el anonimato más profundo.
Nace entonces Ross, un extraño soldadito de aviación perseguido en su mansedumbre por los sargentos destinados a hacerle la vida imposible, y se trata de una transformación que a mí me parece absolutamente masoquista, aunque también es de justicia reconocer que la vida en un cuartel permite la gran comodidad de desaparecer y anular la voluntad para someterse a la arbitrariedad ajena, de morir en vida al transformarse en otra persona. Sin embargo, el nuevo Lawrence / Ross mantiene las virtudes fundamentales del héroe: disciplina, valor, compasión y generosidad. Paradoja fundamental de su vida es que el laureado de Oxford, el coronado por la amistad de los emires de arabia, y quien se había convertido en ojo derecho de un Winston Churchill lleno de ambages de imperio, se transforma por voluntad propia en mi cero a la izquierda, y encima en un cero pero que muy a la izquierda de la infinitud decimal, en su búsqueda ritualizada de la nada. Pero Lawrence / Ross rrjuere pronto: en 1923 es reconocido y su historia salta de nuevo a los titulares de prensa y radio, dando origen a las especulaciones más absurdas y fascinantes por parte del público irredento. La influencia de sus numerosos amigos y admiradores, y parece ser que la de George Bernard Shaw esta vez, consiguió devolverle a las fuerzas aéreas y mantenerle así en aquel remanso de vida dejada que tan ansiosa e infructuosamente deseaba Law-
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rence. Así que muerto Lawrence / Ross, nace Lawrence / Shaw, aunque sigue como soldado. Habrá aún otro breve episodio similar a la historia de 1923, cuando su unidad está destinada en el norte de la India en 1928. Shaw tiene que ser repatriado para poder conservar su anonimato. Solamente a partir de entonces conseguirá apartarse del morboso interés de sus conciudadanos hasta que un último viaje sobre la veloz Boanerges, su motocicleta Brough, le lleve definitivamente al sosiego que tanto parecía apetecer.
La velocidad era su única pasión pública, los vicios privados en cambio hay que rastrearlos en sus obras. Así T. E. Lawrence muere de exceso de vitalidad, una curiosa característica que siempre nos ha puesto en aprietos a sus lectores, que al tratar de acercarnos levemente a su desconcertante vida tal como aparece en sus obras de hierro, indestructibles en su áureo clasicismo y su estilo lleno de fuerza y personalidad, chocamos también contra la arboleda espesa del misterio. Tengo la impresión de que la virtud fundamental de Lawrence como escritor es no haber sido fiel a Lawrence / Ross / Shaw, porque como escritor nunca renegó de la fama y de ser un personaje público. Naturalmente contribuye a tal manifestación el hecho de que los cauces de distribución de Los Siete Pilares y de El Troquel fuesen más bien minoritarios y destinados en primer término a conocidos, amigos, fámulos y simpatizantes. Pero en 1927 saca a la luz una versión abreviada y destinada a la venta masiva de Los Siete Pilares, que se titula Rebelión en el desierto. Lawrence intenta infructuosamente explicar cómo tanto él como sus amigos árabes habían sido utilizados y traicionados conscientemente, para mayor sufrimiento suyo, por sus compatriotas, amén de ciertos jefes militares como Allenby, quien había dirigido la campaña de Mesopotamia y Palestina de 1917. El desdén le había llevado así a buscar la rutina y la seguridad que representa en la vida militar el cumplir día a día con las actividades del servicio. Del esplendor lingüístico de las páginas de Los Siete Pilares, pasamos a la vibrante trivialidad de Rebelión en el desierto, para acabar en El Troquel, verdadera historia de la forja de hombres, aunque más supuesta que auténtica, que representa la fuerza aérea británica. El Troquel explica convenientemente el despojamiento intelectual de Lawrence, le engrandece al tratar de anularse, y en esa obra explica su vía mística hacia el sosiego y la calma que le produce el anonimato de su número de identificación. Lo hasta ahora dicho me lleva a pensar, si tal es posible, que la vida de Lawrence es sencillamente la historia de un fracaso, del íntimo resquemor producido por su paso desde la comodidad académica del discípulo brillante, quizás llamado a convertirse en un adocenado profesor, hasta su conversión en guía de hombres de nobleza antigua henchidos del orgullo de sus tradiciones, de manejar y distribuir dinero, impedimenta y medios a su gusto y con escaso
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control y limitaciones. Lawrence llega a ser el jefe victorioso de un pueblo ajeno para inmediatamente ser humillado por la cortedad de visión de los directores del contubernio político internacional. Es probablemente ese choque violento con sus propias limitaciones lo que impulsa a Lawrence hacia la nada. Es un ejemplo de la extraña parábola del rico que abandona sus bienes materiales en pro de los espirituales, porque en Lawrence / Ross / Shaw estos_ últimos están demasiado hondamente enraizados en la tradición cultural en la que fue educado para renunciar totalmente a manifestar de manera fugaz una chispa de su propio ser, de escribir para contar, por lo menos a los amigos, la íntima experiencia de la amargura, de la gloria, y del absurdo interés que lo insólito despierta en lo cotidiano. Hay así algo en Lawrence del monje y del soldado, un sentimiento de extrañar el respeto ajeno ante el abandono del propio, de ser respetable y sentirse seguro en la íntima satisfacción que produce la autodegradación, y frente a ella, y simultáneamente, proseguir la lucha simple y diaria por sobrellevar la existen-cía.
Esa diferenciación hace las delicias del crítico frente a la obra. Porque, además, Lawrence no ha gozado de buena salud literaria tras el paso del tiempo, a pesar de haber dado inspiración a una buena parte de la cosecha de películas de temática orientalizante, y buenamente vamos a recordar a vuela pluma el furor de El Cadí y El hijo del Cadí, por no hablar de la propia Lawrence de Arabia. Tengo la vaga sensación de que la parafernalia cinematográfica se asienta sobre alguno de los siete pilares de la tienda de la sabiduría y a los escenarios Stevensonianos de las mil y una noches .. Las luchas románticas de la pantalla son una transliteración, y hasta cierto punto una translación de paradigma, de la última de las guerras románticas, esa singular lucha de «liberación» de los árabes frente a la Sublime Puerta, una historieta poco comercial en la que el camello acaba por mezclarse con el aeroplano sobre el fondo arenoso del desierto. En realidad esa es la historia, dukificada claro, de Los Siete Pilares de la Sabiduría, la his-
toria de una rebelión, al igual que El Troquel es la historia de un aviador de tierra. El reduccionismo es cosa fácil, y tanto que Lawrence, sujeto de una relativa corta estatura, gustaba de él hasta el punto de que era llamado a petición propia TE, con un maligno juego de palabras: TE=té. Hasta en eso el afán de trivialización se manifiesta y es tan paradójicamente atrayente. Esa atracción que ya sufrió el cine por el exotismo arábigo es una sensación más personalizada al acercarnos a una de las claves ocultas de la personalidad de Lawrence. Lo que va a seguir es una opinión a mano alzada, pero sería muy interesante efectuar una lectura de Lawrence es vía la homosexualidad, al menos manifiestamente literaria, que a veces se confunde con la real que manifiesta entre líneas. En El Troquel, por ejemplo, toda la primera parte, situada en el campamento, con la jovialidad y el temor del recluta, son frecuentes las referencias a otros compañeros en términos de cierta dudosa exaltación. Este tipo de efusiones también están de grado en Los Siete Pilares. Ahora bien, exculpatoriamente habrá que decir que se trata de un sentimiento de manifiesta inspiración platónica que aparece en casi todos los autores de educación Oxoniana, así en E. M. Forster, en E. Waugh, etc. Es relativamente lógico que en la obra de un soldado que escribe sobre soldados esté ausente el personaje femenino, y que cuando la mujer haga su aparición sea una irrupción atípica: en la ordenada disciplina sólo pueden darle efusiones en la libertad ajena al cuartel. El desierto de los árabes le había dado a Lawrence la posibilidad de dominar la tierra sin fronteras; su propia Inglaterra en cambio le ayuda a comprender las limitaciones de la civilización.
En realidad la trayectoria de escritor en Lawrence le lleva de un extremo puramente físico a un término profundamente espiritual. Aunque semejante opinión pueda constituir aparentemente un raro quiasmo expositivo, tengo la impresión de que se trata sencillamente de una continuación bastante lógica en el proceso de formación del individuo, con la salvedad de que en el caso Lawrence / Ross / Shaw se trata de un proceso de
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transmigración filosófica que le impone su atormentado pensamiento. Ante la imposibilidad de considerarse satisfecho, el escritor Lawrence se desdobla completamente en la persona Lawrence / Ross / Shaw, en una esquizofrenia muy productiva, pues tales modos y maneras le permiten mantener una objetividad de artista donde es imposible conservar una inmutable pasividad como persona; sus siete pilares se reducen progresivamente hacia el sentimiento de aniquilación paulatina que le produce la existencia. En otra época histórica, quizás más grata para él, habría buscado ese anonimato en la quietud del claustro. En el siglo XX, el servicio a sus hermanos humanos ha sustituido el elemento místico preponderante, y en definitiva ha convertido el sentimiento clásico de filantropía teológica en un esquema moderno de abandono espiritual. La comodidad de la obediencia no es más que un intento de engañar al fracaso personal, un refinado autocastigo para un crimen nunca cometido; una página más del abigarrado li- �bro que explica las eternas posiciones de � � «el vicio inglés». �