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La niña educada dentro de los decimonónicos preceptos del patri- ciado liberal rioplatense, que encontró en Francia y en Inglaterra a sus clásicos —desde Montaigne hasta Baudelaire, desde Shakespeare hasta John Ruskin— también ejercitó su imaginación con los libros de Julio Verne y de Rider Haggard, de Edgar Allan Poe y de Arthur Conan Doyle, algunos de los cuales conservaría durante toda su vida. Así, al enumerar en una carta a José Bianco los estragos causados por el incendio que había destruido uno de los cuartos de Villa Ocampo en 1947, la fun- dadora de Sur mencionará la pérdida de “todos los libros de mi padre y parte de los míos” y de colecciones de revistas literarias —“Mesure, Commerce, la N.R.F., la Revista de Occidente”—, para luego agregar, con melancolía: “Pero son los Jules Verne los que más lamento y las Enciclopedias”. La aventura como conocimiento y el conocimiento como aventura: para los niños de los siglos XIX y comienzos del XX, la enciclopedia será la Gran Novela del Mundo, el inventario de todos los saberes humanos que se lee, y en ocasiones también se escribe, como ficción. Y esa colec- ción de persecuciones infinitas por tierras exóticas, de enfrentamientos con el Mal en todas sus formas, de héroes y doncellas que atraviesan indemnes los peligros más atroces, y de enigmas delictivos resueltos con implacable elegancia silogística, será la continuación de la enciclopedia por otros medios. Como si las entradas correspondientes a “Coraje”, “Ingenio”, “Lógica” incluyeran, para regocijo e ilustración del lector infantil, una novela de Verne, de Rider Haggard o de Conan Doyle. Al igual que Borges, Victoria Ocampo siempre guardó fidelidad a las lecturas de su infancia. Además del placer que le habían proporcionado ciertos libros, y de la evocación de lugares y situaciones asociadas a ellos, les atribuía el haber colocado la piedra fundacional de su credo literario pero también ético: Lecturas iniciáticas TESTIMONIOS DE VILLA OCAMPO / 10 Los clásicos franceses e ingleses, las novelas de Conan Doyle y de Julio Verne, fueron las primeras pasiones literarias de Victoria Ocampo, a las que sería fiel durante el resto de su vida. TEXTO ERNESTO MONTEQUIN 1. Victoria y su hermana Silvina en el jardín de Villa Ocampo, c.1907. 2. Victoria en la azotea del Hotel Majestic (París), c. 1910. 3. Edición de Las fábulas de La Fontaine, con anotaciones y dibujos de las hermanas Ocampo. 4. Edición de las obras completas de Edgar Allan Poe, que perte- neció a Manuel Ocampo, padre de Victoria. 1 2 3 4

Lecturas de la infancia

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Los clásicos franceses e ingleses, las novelas de Conan Doyle y de Julio Verne, fueron las primeras pasiones literarias de Victoria Ocampo, a las que sería fiel durante el resto de su vida.

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La niña educada dentro de los decimonónicos preceptos del patri-ciado liberal rioplatense, que encontró en Francia y en Inglaterra a sus clásicos —desde Montaigne hasta Baudelaire, desde Shakespeare hasta John Ruskin— también ejercitó su imaginación con los libros de Julio Verne y de Rider Haggard, de Edgar Allan Poe y de Arthur Conan Doyle, algunos de los cuales conservaría durante toda su vida. Así, al enumerar en una carta a José Bianco los estragos causados por el incendio que había destruido uno de los cuartos de Villa Ocampo en 1947, la fun-dadora de Sur mencionará la pérdida de “todos los libros de mi padre y parte de los míos” y de colecciones de revistas literarias —“Mesure, Commerce, la N.R.F., la Revista de Occidente”—, para luego agregar, con melancolía: “Pero son los Jules Verne los que más lamento y las Enciclopedias”.

La aventura como conocimiento y el conocimiento como aventura: para los niños de los siglos XIX y comienzos del XX, la enciclopedia será la Gran Novela del Mundo, el inventario de todos los saberes humanos que se lee, y en ocasiones también se escribe, como ficción. Y esa colec-ción de persecuciones infinitas por tierras exóticas, de enfrentamientos con el Mal en todas sus formas, de héroes y doncellas que atraviesan indemnes los peligros más atroces, y de enigmas delictivos resueltos con implacable elegancia silogística, será la continuación de la enciclopedia por otros medios. Como si las entradas correspondientes a “Coraje”, “Ingenio”, “Lógica” incluyeran, para regocijo e ilustración del lector infantil, una novela de Verne, de Rider Haggard o de Conan Doyle.

Al igual que Borges, Victoria Ocampo siempre guardó fidelidad a las lecturas de su infancia. Además del placer que le habían proporcionado ciertos libros, y de la evocación de lugares y situaciones asociadas a ellos, les atribuía el haber colocado la piedra fundacional de su credo literario pero también ético:

Lecturas iniciáticas

TEST IMONIOS DE V I LLA OCAMPO / 10

Los clásicos franceses e ingleses, las novelas de Conan Doyley de Julio Verne, fueron las primeras pasiones literarias de Victoria Ocampo, a las que sería fiel durante el resto de su vida.

TEXTO ERNESTO MONTEQUIN

1. Victoria y su hermana Silvina en el jardín de Villa Ocampo, c.1907. 2. Victoria en la azotea del Hotel Majestic (París), c. 1910. 3. Edición de Las fábulas de La Fontaine, con anotaciones y dibujos de las hermanas Ocampo. 4. Edición de las obras completas de Edgar Allan Poe, que perte-neció a Manuel Ocampo, padre de Victoria.

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Victoria en el jardín de Villa Ocampo, c.1907.

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La fascinación que en mi produjo mi primer encuentro con Sherlock Holmes en su carácter de súper detective, obsesionado por su oficio, indiferente al bello sexo, incansable e insaciable descubridor de mis-teriosos crímenes, ascético aunque de vez en cuando morfinómano, amante del violín y de la química, fue precedido por otro obcecado con características parecidas. Su quehacer era muy distinto, pero tenía una idea fija, era ascético, flaco, indiferente al bello sexo y enamorado únicamente del Polo Norte: el capitán Hatteras. Capaz de sacrificarlo todo al ideal de plantar la bandera inglesa en el Polo Norte, heroicamente.

En los personajes de Conan Doyle y de Verne, encuentra una expli-cación para el origen de su confesado culto a los héroes, que tendría en Lawrence de Arabia el objeto de su mayor devoción:

Esos dos hombres, dedicados a tareas distintas, aunque gemelos en mi imaginación, me llevaron de la mano, o tal vez de la nariz, a T.E. Lawrence, muchos años más tarde.

Catálogo de audacias, de renuncias a la pompa y circunstancia del mundo, repertorio de lecciones de elegancia moral y de proezas menta-les y físicas, esas primeras lecturas eran el inicio de un largo romance con héroes humanos, más que humanos, fascinaban por sus juegos de imaginación razonada y por su encanto narrativo. Otros libros, como las novelas de la Condesa de Ségur, aportaban compensaciones más do-mésticas que permitían una identificación inmediata, siempre amparada en la eficaz pedagogía de premios y castigos que regían la vida infantil. Recuerda Victoria Ocampo en “Lecturas de infancia”:

En los libros de la Biblioteca Rosa en que hemos seguido con aten-ción apasionada las idas y venidas de los niños de nuestra edad, todos hemos adorado, creo, aquellos personajes que agregaban a su bondad radical un grano de malicia, el amor a la independencia y buena dosis de travesura. [...] La mentira y la maldad, la envidia y el egoísmo sistemáticos nos parecían odiosos apenas se encarnaban […] Nos gustaba ver en sus páginas a los amigos fieles a la palabra

empeñada e incapaces de deserción, a los orgullosos humillados, a los mentirosos caídos en la trampa de sus propias mentiras […].

A esos textos tan sólo edificantes, se sobreponían otros que no exigían la corrección moral como único criterio de valor, porque requerían de una incipiente conciencia estética para ser disfrutados. “¿En qué momento había entrado lo bien escrito en el orbe de mis preocupaciones”, se pregunta la autora de Testimonios, y esboza una respuesta:

Libros de calidad como David Copperfield o Telémaco (sin contar las tiradas de Racine, de Corneille y de Shakespeare), leídos en alta voz durante las lecciones de inglés y de francés, empezaron a despuntar en el horizonte de mi conciencia literaria a eso de los doce años. Ya fuese que esos volúmenes estuvieran destinados a las personas mayores, o bien a las horas de clase, yo sentía, de todos modos, que pertenecían a otra categoría de libros. Me acercaba a ellos sin reverencia, pero con menos familiaridades. Eran, en relación a las obras que leía fuera de clase, algo así como el domingo con relación a los días de la semana. No porque me produjeran mayor placer, a imagen de ese asueto periódico, sino porque me ofrecían una oca-sión de ponerme el vestido más lindo desde la mañana, hasta para jugar. Lo corriente es jugar de delantal. Entretenerse en clase con un libro era un lujo desusado.

El inicio de su libre albedrío como lectora la expone a la censura paterna y materna, pero también al estremecimiento nuevo que propicia un salto hacia la revelación psicológica:

Lo que me seducía en Poe no era el lado detectivesco del Doble crimen de la calle Morgue ni el del Escarabajo de oro —únicos cuen-tos que me autorizaban a leer—, sino la tristeza siniestra de la casa

1. Edición de David Copperfield, que perteneció a las hermanas Ocampo.2. Ejemplar del De Profundis, de Wilde, que Victoria leía clandestinamente en su adolescencia. 3. Victoria, Rosa, Francisca, Clara y Silvina Ocampo, junto a sus primos en las escaleras de Villa Ocampo, c. 1907.

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TESTIMONIOS DE VILLA OCAMPO

Nº 10 - LECTURAS INICIÁTICAS. V1, enero 2011.

Las tareas de investigación y puesta en valor de la Biblioteca de Villa Ocampo

son posibles gracias a la generosa contribución de la Sra. Cristina Khallouf.

BIBLIOGRAFÍA

DISEÑO: SERGIO MANELA / HERNÁN TURINA

Ocampo, Victoria; “Historia de mi amistad con los libros ingleses”, Testimonios.

Segunda serie, Buenos Aires: Editorial Sur, 1941.

Ocampo, Victoria; “Lecturas de infancia” en Testimonios. Tercera serie.

Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1946.

Ocampo, Victoria; “Malandanzas de una autodidacta”, Testimonios.

Quinta serie, Buenos Aires: Editorial Sur, 1957.

Ocampo, Victoria; “Influencia de la lectura sobre nuestra infancia (encuesta)”,

Testimonios. Novena serie, Buenos Aires: Editorial Sur, 1975.

Ocampo, Victoria; Autobiografía II. El imperio insular, Buenos Aires:

Ediciones Revista Sur, 1980.

Ocampo, Victoria; “Carta a José Bianco”, Sur nº 347, julio-diciembre de 1980.

Usher —lectura de contrabando—, sus muros grises, su estanque negruzco, sus lúgubres personajes, sus ruidos sobrenaturales, todo lo que contribuía a crear para mí “en me dépaysant” una atmósfera de terror nuevo, desconocido, que se resumía en estas palabras con que se anuncia la aparición de Madeline Usher envuelta en un su-dario: “¡Insensato! ¡Os digo que ella está ahora detrás de la puerta!” Roderick Usher, víctima de terrores anticipados, me reveló que lo que los sucesos pueden tener de más insoportable radica sobre todo en la idea que previamente nos formamos de ellos. Y que si juzga-mos que algo que nos sucede es “peor de lo que imaginábamos”, es porque no nos obsesionaba.

La relación con los libros irá haciéndose cada vez más íntima con la entrada en la adolescencia. Durante la segunda estadía de la familia en París, entre 1908 y 1911, Victoria se adueñará paulatinamente de su destino intelectual. Muy pronto, su voracidad literaria la enfrentará con

los límites de la tolerancia familiar y la obligará a ejercer una clandestini-dad ritual, como la de tantos lectores primerizos antes y después de ella:

Muchísimos libros estaban en el Index casero. Algunos de manera incomprensible, puesto que no se trataba de pasiones amorosas (tema vedado cuando los amoríos no eran del estilo “Mon oncle ert mon curé” y no terminaban en matrimonio). Ejemplo de esta censura sin motivos aparentes fue el secuestro de mi ejemplar de De Profundis (Oscar Wilde) encontrado por mi madre debajo de mi colchón, en el Hotel Majestic (París). Yo tenía diecinueve años. Por supuesto que hubo una escena memorable en que yo declaré que así no seguiría viviendo y que estaba dispuesta a tirarme por la ven-tana. Mi madre no se dejó inmutar por la amenaza, no me devolvió el libro y salió de mi cuarto diciendo que yo no tenía compostura. Le di inmediatamente la razón, tirando medias por la ventana. Fue un acto simbólico, muy festejado por los chauffeurs que estaban en la Avenue Kléber y se divertían como locos.

El drama se disuelve en la comicidad. Pero la incautación del libro por parte de la madre no era menos simbólica que la amenaza de la hija. La presencia del volumen de Wilde debajo de la cama del Hotel Majes-tic no era un hecho aislado. Ni un misterio para Sherlock Holmes. Para entonces, la adolescente ya había empezado a frecuentar de incógnito las librerías parisienses y se asomaba por iniciativa propia al “ambiente espiritual del 900”: asistía a los cursos de filosofía de Henri Bergson en el Collège de France, devoraba los textos de Anatole France y de la condesa de Noailles, y había descubierto, en traducciones francesas, a Nietzsche y a Schopenhauer. La lectura interrumpida de esa crónica trágica de un amor que no se atreve a decir su nombre se había cobrado revancha: su vehemente lectora ya se atrevía a escribir el suyo en las páginas de los volúmenes comprados, a escondidas, en ese viaje. Ya eran parte del equipaje que la acompañaría el resto de su vida. •