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Cuadernillo de lecturas obligatoria s 1º año- Esc. Ernesto Sábato nº 4-139

Lecturas Obligatorias 1ero Año

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Lecturas del canon propuesto para ESO 2016

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Cuadernillo de lecturas

obligatorias1º año- Esc. Ernesto Sábato nº 4-139

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CUENTOS

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La inspiración de Pablo de SantisEl poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su habitación. El médico de la corte decretó que la muerte había sido provocada por alguna substancia que le había manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos hallados en su habitación había huellas de veneno.

El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la resolución de varios enigmas —entre ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados "crímenes del dragón"— Feng vestía como un campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto.

Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de pelo de mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar sus composiciones.

—Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles —dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi sin usar?

—Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el momento de conseguirla, algo lo mató.

Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre el papel.

—Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del emperador —dijo Feng apenas despertó—. ¿Tenía Siao enemigos?

El consejero imperial demoró en contestar.

—La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer en él. Pero en el pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque ambos coincidieron en la comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido contra Ding, quien se llama a sí mismo "el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en los últimos días.

—¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?

—La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el emperador le envió a uno de sus médicos para que se ocupara de él. En cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha:

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levantaba una cometa en el campo. Había varios jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno de sus poemas en la cometa.

—¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?

Si, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de Ding tal vez no respeten ninguna de nuestras antiguas reglas, pero no creo que alcancen a matar a la distancia. ¡Además, la cometa estaba en llamas!

—¿Un rayo?

—Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng, tengo un gusto anticuado, y no puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del palacio.

Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche anunció que tenía una respuesta. El consejero imperial se reunió con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se sentó frente a la hoja de bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.

—"Cometa en llamas" —leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao recuperar la inspiración?

—Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se detiene el rumor de las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y con la suficiente anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos los que usan pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los restos del veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue una de las armas de Ding.

—Imagino que la otra fue la cometa —dijo el consejero.

—Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la inspiración volvería al viejo Siao.

Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:

Una cometa en llamas sube al cielo negro.

Brilla un momento y se apaga.

Así la injusta fama del mediocre Ding.

—Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema que hubiera elegido Siao —Feng limpió con cuidado el pincel—. Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como asesino acepta las simetrías. Para matar a un poeta eligió la poesía.

En: http://www.imaginaria.com.ar/10/3/desantis2.htm

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Disputa por señas de Juan Ruiz Arcipreste de Hita

Sucedió una vez, que los romanos, que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los griegos, que sí las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas porque no podrían entenderlas ya que su saber era muy escaso.

Ante la insistencia de los romanos, los griegos declararon que si querían conocer y usar estas leyes debían antes disputar con sus sabios para comprobar si las entendían y merecían llevarlas.

Respondieron los romanos que aceptaban, pero como no conocían el lenguaje de los sabios, se acordó que disputasen por señas y fijaron el día para su realización pública.

Los romanos quedaron preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran cultos y temían no comprender a los sabios doctores griegos, hasta que un ciudadano sugirió que eligieran para competir a un rústico y que hiciera con las manos las señas que Dios le diese a entender.

Buscaron a un joven rústico, astuto y pícaro y le dijeron: “tenemos una disputa con los griegos, es por señas, si ganas serás recompensado.

Lo vistieron con ropas de gran valor como si fuera doctor en filosofía y al subirse al estrado dijo fanfarrón “¡ Que vengan los griegos con toda su sabiduría ¡”.

Al estrado opuesto subió un doctor sobresaliente, muy culto y prudente y elegido por todos los griegos.

Ante todo el pueblo reunido comenzó el diálogo con señas como se había acordado.

Se levantó el griego majestuoso, sereno, sosegado y mostró sólo un dedo, el que está al lado del pulgar y luego se sentó con toda calma.

Se levantó el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró tres dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos en forma de arpón y se sentó muy satisfecho.

Se levantó el griego y tendió su palma llana y luego se sentó plácidamente.

Se levantó el rústico romano, con actitud desafiante mostró su puño cerrado cargado de amenazas.

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A todos los de Grecia dijo el sabio: “los romanos merecen las leyes, no se las niego” y todos se levantaron en paz.

Preguntaron al sabio qué fue lo que dijera por señas al romano y qué le respondió éste.

El sabio respondió: “yo dije que hay un Dios, el romano dijo que era uno en tres personas e hizo la seña. Yo dije que estaba bajo su voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo gran verdad. Cuando vi que entendían y creían en la Trinidad, supe que merecían las leyes”.

También los romanos preguntaron al joven rústico cuál había sido el significado de las señas: “me dijo que con un dedo me rompería un ojo, esto me enfureció y le respondí que yo le rompería delante de todos con dos dedos los ojos y con el pulgar los dientes. Esto no le gustó, entonces, insolente me dijo que me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí que le daría tal trompada que en toda su vida no llegaría a vengarse. Cuando vio la pelea tan despareja porque yo era el más fuerte, dejó de amenazar y no me negó nada”.

Por eso dice la sabia vieja: “no hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es bien dicha si fue bien entendida”.

En: https://huellasliterariasyalgomas.wordpress.com/2013/03/24/disputa-por-senas/

La pesquisa de don Frutos de Velmiro Ayala Gauna

Don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué, entró a su desmantelada oficina haciendo sonar las espuelas, saludó cordialmente a sus subalternos y se acomodó en una vieja silla de paja, cerca de la puerta a esperar el mate que uno de los agentes empezó a cebar con pachorrienta solicitud.

Cuando tuvo el recipiente en sus manos, aspiró con fruición por la bombilla y gustó el áspero sabor del brebaje en silenciosa deleitación.

―Ta güenazo… ―dijo dirigiéndose al agente―; vo no servirás pa melico porque so más lerdo que tatú-carreta, pero pa cebar los verdes sos de mi flor…

―No me halaguée, comesario, que no soy denguna china… respondió el soldado íntimamente complacido.

Al recibir el segundo mate lo tendió cordial hacia el oficial sumariante que leía con toda atención, junto a la única y desvencijada mesa del recinto.

―¿Gusta un amargo?

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―Gracias… ―respondió el otro―. Sólo tomo dulce.

―Aquí sólo toman dulces las mujeres… ―terció el cabo Leiva con completo olvido de la disciplina.

―Cuando quiera su opinión se la solicitaré ―respondió fríamente el sumariante.

―Ta bien, mi ufisial ―respondió el cabo y continuó perezosamente apoyado contra el marco de la puerta.

Luis Arzásola, que hacía cinco días apenas que había llegado de la capital correntina a hacerse cargo de su puesto, en ese abandonado pueblecito, se revolvió molesto en su asiento, conteniendo a duras penas sus deseos de sacar carpiendo al insolente, pero don Frutos regía a sus subordinados con paternal condescendencia sin reparar en graduaciones y no quería saber de más reglamentos que su omnímoda voluntad.

Cuando él ya, en ese breve tiempo, le hubo expuesto en repetidas ocasiones sus quejas por lo que consideraba excesiva confianza o indisciplina del personal, sólo obtuvo como única respuesta:

―No se haga mala sangre m΄hijo… No lo hacen con mala intención sino de bruto que son nomá… Ya se irá acostumbrando con el tiempo.

Para olvidar su disgusto siguió leyendo en su preciado libro de Psicología y efectuando apuntes en un cuaderno que tenía a su lado, pero la mesa, que tenía una pata más corta que la otra, se inclinaba hacia un costado y hacía peligrar la estabilidad del tintero, que se iba corriendo lentamente y amenazaba terminar en el suelo. Para evitarlo tomó un diario, lo dobló repetidas veces y lo colocó para nivelar el mueble, debajo del sostén defectuoso. Luego siguió con la lectura interrumpida.

―¿Qué pa está aprendiendo, che oficial? ―preguntó el agente mientras esperaba el mate de manos del comisario.

―Psicología.

―¿Y eso pa qué sirve?

―Para conocer a la gente. Es la ciencia del conocimiento del alma humana.

El milico recibió el mate, meditó unos segundos y concluyó sentenciosamente:

―Pa mi ver eso no se estudea en lo libro. Pa conocer a la gente hay…

Vaciló un momento y afirmó:

―…hay que estudear a la gente.

Después se acercó al brasero que ardía en un rincón y empezó a llenar la calabaza cuidando que el agua no se derramara y que formara una espuma consistente.

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En eso estaban cuando Aniceto, el mozo de la carnicería, entró espantado.

―¡Don Frutos!… ¡Don Frutos!…

―¿Qué te ocurre, hombre? ―contestó el aludido y empezó a levantarse.

―Al tuerto Méndez…

―¿Sí?

―Lo han achurao sin asco… Ricién cuando le jui a llevar un matambre que había encargado ayer, dentré a su rancho y ¡ánima bendita santa! lo encontré tendido n΄el suelo, boca abajo y lleno ΄e sangre…

―¿Seguro pa que estaba muerto, chamigo?

―Seguro nicó don Frutos. Duro, frío y hasta medio jediendo con la calor que hace.

―Güeno, gracias, Aniceto. Andate nomá.

―¡Hasta luego, don Frutos!

―¡Hasta luego, Aniceto! ―respondió el funcionario y volvió a sentarse cómodamente.

El oficial, que había dejado el libro, se plantó frente a su superior.

―¿Qué pa le pasa, m΄hijo?

―¿No vamos al lugar del hecho, comisario?

―Sí, enseguidita.

―Pero… ¡es que hay un muerto, señor!

―¿Y qué?… ―contestó el viejo ya con absoluta familiaridad―. ¿Acaso tené miedo que se dispare?… Dejame que tome cuatro o cinco matecitos más, o de no, se me van a desteñir las tripas.

Cuando, después de una buena media hora, arribaron al rancho de las afueras donde había ocurrido el suceso, ya el oficial había redactado in mente el informe que elevaría a las autoridades sobre la inoperancia del comisario, sus arbitrarios procedimientos y su inhabilidad para el cargo. Creía que era llegada la ocasión propicia para su particular lucimiento y para apabullar con sus mayores conocimientos los métodos simples y arcaicos del funcionario campesino. Lo único que lamentaba era haber olvidado en la ciudad una poderosa lupa, que le hubiera servido de maravilloso auxiliar para la búsqueda de huellas.

Apenas a unos pasos de la puerta estaba el extinto de bruces contra el suelo.

―¡Andá! ―ordenó el comisario al cabo Leiva―. Abrí bien la ventana pa que dentre la luz.

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Éste lo hizo así y el resplandeciente sol tropical entró a raudales en la reducida habitación.

Don Frutos se inclinó sobre el cadáver y observó en la espalda las marcas sangrientas de tres puñaladas que teñían de rojo la negra blusa del caído.

―Forastero… ―gruñó.

Luego buscó un palito y lo introdujo en las heridas. Finalmente lo dejó en una de ellas y aseveró:

―Gringo.

Se irguió buscando algo con la mirada y, al no encontrarlo, dijo al cabo:

―Andá, sacale laj rienda al rosillo qu΄es mansito y traémelas…

Cuando al cabo de un momento las tuvo en sus manos, midió con una distancia de los pies del difunto hasta la herida y luego, transportándola sobre el cuerpo de Leiva, alzó un brazo y lo bajó. No quedó satisfecho, al parecer, y, poniéndose en puntas de pie, repitió la operación.

―¡Ajá! ―dijo―. Es más alto que yo, debe medir un metro y ochenta má o meno.

Inmediatamente se volvió al cabo y lo interrogó:

―¿Estuvo ayer el Tuerto en las carreras?

―Sí, pero él pasó la tarde jugando a la taba.

―¿Y le jue bien?

―¡Y de no! ¡Si era como nu hay otra pa clavarla ΄e güelta y media! ¡Dios lo tenga en su santa gloria!… Ganó una ponchada de pesos. Al capatá΄e la estancia, a ese que le dicen Mister, lo dejó sin nada y hasta le ganó tres esterlinas que tenía ΄e recuerdo; el Ñato Cáceres perdió ochenta pesos y el anillo ΄e compromiso…

―Güeno, revisalo a ver si le encontrás la plata…

El cabo obedeció. Dio vueltas al cadáver y le metió las manos en los bolsillos, hurgó en su amplio cinturón y le tanteó las ropas.

―Ni un vainte, comesario.

―A ver… Vamoj a buscar en la pieza, puede que lo haiga escuendido.

―Pero, comisario ―saltó impaciente el oficial―. Así van a borrar todas las huellas del culpable.

―¿Qué güellas, m΄hijo?

―Las impresiones dactilares…

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―Acá no usamo d΄eso, m΄hijo… Tuito lo hacemo a lo que te criaste nomá…

Y ayudado por el cabo y el agente, empezó a buscar en cajones, debajo del colchón y en cuanto posible escondite imaginaron.

Arzásola, entretanto, seguía acumulando elementos con criterio científico, pero se encontraba un poco desconcertado. En la ciudad, sobre un piso encerado, un cabello puede ser un indicio valioso, pero en el sucio piso de tierra de un rancho hay miles de cosas mezcladas con el polvo; cabellos, recortes de uñas, llaves de lata de sardina, botones, semillas, huesecillos, etcétera. Desorientado y después de haber llenado sus bolsillos con los objetos más heterogéneos que encontró a su paso, dirigió en otro sentido sus investigaciones. Junto a la puerta y cerca de la ventana encontró una serie de pisadas y, entre ellas, la huella casi perfecta de un pie.

―¡Comisario! ―gritó―. Hay que buscar un poco de yeso…

―¿Pa qué, m΄hijo?

―Para sacarle el molde a esta pisada. El asesino estuvo parado aquí y dejó su marca.

―¿Y pa qué va a servir el molde?

―Porque gracias a una ciencia que se llama Antropometría ―respondió despectivamente y como dando una lección―, de esa huella se puede deducir la talla de su dueño y otros datos…

―No te aflijás por eso. El creminal es un gringo, má o meno una cuarta más alto que yo y dejuro que ha d΄estar entre la peonada ΄e la estancia ΄e los ingleses…

―¡Pero!… ―se asombró el oficial.

―Ya te explicaré más tarde, m΄hijo. Toy siguro qu΄el tipo estuvo en la cancha ΄e taba y vido cómo el Tuerto se llenaba ΄e plata, dispué se adelantó y lo estuvo esperando n΄el rancho. Quedó un rato vichando el camino, desde la ventana se puso detrá ΄e la puerta. Cuando el pobre dentró l΄encajó una puñalada y en seguida do más cuando lo vido caído.

―Así es, don Fruto… ―asintió el cabo―. Se ve clarito por las pisadas.

―Al verlo muerto le revisó loj bolsillo, le sacó tuitas las ganancias y se jue… Pero, ya loj vamoj a agarrar sin la Jometría esa que decís.

En seguida, dirigiéndose al agente que lo acompañaba, ordenó:

―Andate a lo del carnicero y decile que te dea un cuero ΄e vaca y te emprieste ΄l carro. Lo traés al Aniceto pa que te ayude, lo envuelven al finao, lo cargan y lo llevan a enterrar… El pobre no tiene a naides que lo llore. Cuando venga el Pai Marcelo pa la Navidá le haremos decir una misa…

―Ta bien, comesario.

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Inmediatamente se volvió al oficial y al cabo Leiva y les dijo:

―Aura vamoj pa l΄estancia… Si me hace qu΄el infiel que ha hecho esta fechoría debe d΄estar allí…

La estancia de los ingleses se encontraba más o menos a media legua del pueblo. Además del habitual personal de servicio y peones, había en ella unas dos docenas de obreros trabajando en la ampliación de unas alas del edificio.

Interiorizado el administrador del propósito que los llevaba hizo reunir, frente a una de las galerías, a todo el personal. Hombres de todas clases y con los más diversos atavíos se encontraban allí. Algunos con el torso desnudo brillante de sudor porque el sol ya empezaba a hacerse sentir, otros en camiseta, blusas, camisas de colores chillones, un inglés con breeches, un español con boina, un italiano con saco de pana, etc.

―Poné a un lado a los gringos y a loj otros dejalos dir ―dijo don Frutos al oficial, después de pasar su mirada por el grupo, y se sentó con el dueño de casa a saborear un vaso de whisky.

Arzásola, a su vez, transmitió la orden:

―Los extranjeros que avancen dos pasos al frente.

Una decena de hombres se destacó de la masa.

El oficial, entonces, dirigiéndose a los otros, exclamó:

―Ustedes pueden retirarse.

Correntinos, misioneros, formoseños y de algunas otras provincias del norte se alejaron murmurando entre dientes o contentos de verse libres de la curiosidad policial.

De pronto el cabo Leiva se adelantó hacia un mocetón de pelo hirsuto y tez cobriza que había quedado con los demás.

―¿Y vo, Gorgonio, qué hacés aquí?

―L΄ofisial dijo nicó que se quedásemo lo estranjero, pué.

―¡Qué pa a ser estranjero vo! Usté so paraguallo como yo, chamigo. Estranjero son lo gringo, lo de las Uropas… ¡Andá de acá y no quedrás darte corte!

Y así diciendo lo sacó a empellones de la fila.

Don Frutos, entonces, se acercó a los restantes y después de observarlos, dijo:

―Lo do petiso ΄e la esquina y ese otro ΄e boina… váyanse nomá…

Frente a él quedaron el inglés, un par de italianos, algunos españoles y un polaco.

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―A ver… ―continuó―. Muestren la cartera o plata que tengan…

En las callosas manos aparecieron carteras grasientas o pesos arrugados.

El inglés sin inmutarse, advirtió:

―Mi no tener una moneda.

Al oírlo, Arzásola se acercó a don Frutos y le dijo suavemente:

―Está mintiendo, me parece. Debe ser él y seguro ha escondido lo robado. Lo habrá hecho para recobrar sus esterlinas.

―No ―le respondió el superior―. Ese no puede ser… Mirale los pieses…

El inglés permanecía firme y estático, mientras los otros, inquietos, se asentaban, ora sobre un pie, ora sobre el otro.

―¿Ves, m΄hijo?… El mister puede estar mucho tiempo sin moverse mientras el que estuvo allá dejó el suelo como pisadero p΄hacer lagrillos.

Se acercó a los hombres silenciosos y les revisó el dinero sin decir palabra.

Se retiró unos pasos atrás y dijo al oficial:

―El polaco, el italiano pelo ΄e choclo y lo doj gallego no han estado en la tabeada.

―¿Cómo lo puede asegurar?

―¿No viste que la plata d΄esos estaba limpia y lisa? La de esoj otro estaba arrugada y sucia ΄e tierra. Cuando podás observar una partidita vaj a ver como los tabeadores estrujan los billetes, loj hacen bollitos, los dueblan y loj sostienen entre lo dedo, loj tiran al suelo, loj pisan, loj arrugan, etc. Uno de eso do debe ser. Se acercó de nuevo a la fila y, pasándose el pañuelo por la cara, dijo:

―¿Ta apretando la calor, no?

Miró al italiano de saco de pana y le aconsejó paternal:

―Ponete cómodo… Sacate el saco.

―Estoy bien, gracias.

―Sacate el saco te he dicho ―ordenó, y luego siguió con tono protector―: Te va a embromar la calor si no lo hacés…

A regañadientes obedeció el otro.

Apenas lo hubo hecho, cuando don Frutos ordenó al cabo:

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―¡Metelo preso! Éste es el criminal…

Dando un rugido de rabia, el indicado llevó la mano a la cintura y la sacó empuñando un pequeño y agudo cuchillo, pero el cabo, con rapidez felina, se lanzó sobre él y lo encerró entre sus fuertes brazos, mientras el oficial, prendiéndosele de la mano, se la retorció hasta hacerle caer el arma. En seguida, ayudado por los otros peones, le ataron las manos a la espalda y lo arrojaron sobre un carro que le facilitó el administrador para llevarlo al pueblo. Don Frutos recogió el saco, lo estrujó poco a poco como buscando algo y, luego, con el mismo cuchillo del detenido lo descosió a la altura del hombro y allí, entre el relleno, encontró escondidas las monedas de oro y el anillo. Después volvió a la mesa a terminar el whisky y agradecer al dueño de casa su colaboración, terminado lo cual la comisión montó a caballo y emprendió el regreso.

Una vez que el preso quedó bien seguro en el calabozo, el comisario y el oficial se acomodaron en la oficina.

Arzásola, impaciente, preguntó:

―Perdón, comisario, ¿pero cómo hizo para descubrir al asesino?

―Muy fácil m΄hijo… Apenas vi laj herida del muerto supe qu΄el culpable era forastero.

―¿Por qué?

―Porque las heridas eran pequeñas y aquí naides usa cuchillo que no tenga, por lo menos, unos treinta centímetros ΄e hoja. Aquí el cuchillo es un instrumento ΄e trabajo y sirve pa carnear, pa cortar yuyos, pa abrir picadas n΄el monte y ande clave deja un aujero como pa mirar al otro lao y no unoj ojalito como loj que tenía el Tuerto. Dispué cuando le metí el palito adentro supe, por la posición, qu΄el golpe había venido de arriba p΄abajo y me dije: Gringo…

―Cierto, yo lo oí… ¿pero cómo pudo saberlo?

―¡Pero m΄hijo! porque el criollo agarra ΄l cuchillo ΄e otra manera y ensarta de abajo p΄arriba como pa levantarlo n΄el aire, pues.

―¡Ah!

―Dispué medí la distancia de los pieses a l΄herida y la marqué ΄en l΄espalda ΄l cabo, alcé el brazo y lo bajé, pero daba más abajo. Entonces me puse en punta ΄e pie y me dio maj omeno. Por eso supe qu΄el asesino era como cuatro dedos más alto que yo y como mi medida, asigún la papeleta es uno y setenta, le calculé uno y ochenta.

―Sí, pero, ¿cómo adivinó que había escondido las monedas y el anillo en el saco?

―Porque con la calor que hacía no se lo sacaba d΄encima. Pensé que debía ΄e tener algo ΄e valor pa cuidarlo tanto y má me convencí cuando empezó a sacárselo y le vi la camiseta pegada ΄l cuerpo por el sudor…

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El agente entró con el mate y don Frutos se lo alargó al oficial.

―Servite m΄hijo. Aquí vaj a tener que aprender a tomarlo cimarrón.

Arzásola lo aceptó y dijo:

―Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más.

Lo vació de tres o cuatro enérgicos sorbos y lo devolvió al milico, luego como la mesa empezaba a tambalearse nuevamente, tomó el libro de psicología y lo puso debajo de la pata renga.

En: http://llevatetodo.com/la-pesquisa-de-don-frutos/

Caso Gaspar de Elsa Bornemann

Aburrido de recorrer la ciudad con su valija a cuestas para vender —por lo menos— doce manteles diarios, harto de gastar suelas, cansado de usar los pies, Gaspar decidió caminar sobre las manos. Desde ese momento, todos los feriados del mes se los pasó encerrado en el altillo de su casa, practicando posturas frente al espejo. Al principio, le costó bastante esfuerzo mantenerse en equilibrio con las piernas para arriba, pero al cabo de reiteradas pruebas el buen muchacho logró marchar del revés con asombrosa habilidad. Una vez conseguido esto, dedicó todo su empeño para desplazarse sosteniendo la valija con cualquiera de sus pies descalzos. Pronto pudo hacerlo y su destreza lo alentó.

—¡Desde hoy, basta de zapatos! ¡Saldré a vender mis manteles caminando sobre las manos! —exclamó Gaspar una mañana, mientras desayunaba. Y —dicho y hecho— se dispuso a iniciar esa jornada de trabajo andando sobre las manos.

Su vecina barría la vereda cuando lo vio salir. Gaspar la saludó al pasar, quitándose caballerosamente la galera: —Buenos días, doña Ramona. ¿Qué tal los canarios?

Pero como la señora permaneció boquiabierta, el muchacho volvió a colocarse la galera y dobló la esquina. Para no fatigarse, colgaba un rato de su pie izquierdo y otro del derecho la valija con los manteles, mientras hacía complicadas contorsiones a fin de alcanzar los timbres de las casas sin ponerse de pie.

Lamentablemente, a pesar de su entusiasmo, esa mañana no vendió ni siquiera un mantel. ¡Ninguna persona confiaba en ese vendedor domiciliario que se presentaba caminando sobre las manos!

—Me rechazan porque soy el primero que se atreve a cambiar la costumbre de marchar sobre las piernas... Si supieran qué distinto se ve el mundo de esta manera, me imitarían...Paciencia... Ya

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impondré la moda de caminar sobre las manos... —pensó Gaspar, y se aprestó a cruzar una amplia avenida.

Nunca lo hubiera hecho: ya era el mediodía... los autos circulaban casi pegados unos contra otros. Cientos de personas transitaban apuradas de aquí para allá.

—¡Cuidado! ¡Un loco suelto! —gritaron a coro al ver a Gaspar. El muchacho las escuchó divertido y siguió atravesando la avenida sobre sus manos, lo más campante.

—¿Loco yo? Bah, opiniones...

Pero la gente se aglomeró de inmediato a su alrededor y los vehículos lo aturdieron con sus bocinazos, tratando de deshacer el atascamiento que había provocado con su singular manera de caminar. En un instante, tres vigilantes lo rodearon.

—Está detenido —aseguró uno de ellos, tomándolo de las rodillas, mientras los otros dos se comunicaban por radioteléfono con el Departamento Central de Policía. ¡Pobre Gaspar! Un camión celular lo condujo a la comisaría más próxima, y allí fue interrogado por innumerables policías:

—¿Por qué camina con las manos? ¡Es muy sospechoso! ¿Qué oculta en esos guantes? ¡Confiese! ¡Hable!

Ese día, los ladrones de la ciudad asaltaron los bancos con absoluta tranquilidad: toda la policía estaba ocupadísima con el "Caso Gaspar—sujeto sospechoso que marcha sobre las manos".

A pesar de que no sabía qué hacer para salir de esa difícil situación, el muchacho mantenía la calma y —¡sorprendente!— continuaba haciendo equilibrio sobre sus manos ante la furiosa mirada de tantos vigilantes. Finalmente se le ocurrió preguntar:

—¿Está prohibido caminar sobre las manos?

El jefe de policía tragó saliva y le repitió la pregunta al comisario número 1, el comisario número 1 se la transmitió al número 2, el número 2 al número 3, el número 3 al número 4... En un momento, todo el Departamento Central de Policía se preguntaba: ¿Está PROHIBIDO CAMINAR SOBRE LAS MANOS? Y por más que buscaron en pilas de libros durante varias horas, esa prohibición no apareció. No, señor. ¡No existía ninguna ley que prohibiera marchar sobre las manos ni tampoco otra que obligara a usar exclusivamente los pies!

Así fue como Gaspar recobró la libertad de hacer lo que se le antojara, siempre que no molestara a los demás con su conducta. Radiante, volvió a salir a la calle andando sobre las manos. Y por la

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calle debe encontrarse en este momento, con sus guantes, su galera y su valija, ofreciendo manteles a domicilio... ¡Y caminando sobre las manos!

En: http://bibliopequeitinerante.blogspot.com/2013/06/cuento-caso-gaspar-de-elsa-bornemann.html

El almohadón de plumas de Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

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-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre.

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Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

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Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

En: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/el_almohadon_de_plumas.htm

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POEMAS

Agua Canto de Claudio Brachetta/Gustavo Machado

Agua del canto, Canta mi Tierra, canto queeleva coplas de arena.De cara al cielo, soles y fraguas, con elsonido claro del agua.Agua del canto, sones del Tiempo del

Pueblo Huarpe que lleva adentro.Digo los siglos, digo la historia, el aguacanta por la memoria.Escúcheme usted compadre: soy elTomero que trae el agua desde la

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montaña,por los olivos, por los viñales, por losdistintos cuadros frutales.Las alamedas, los jarillales, líquidas ramasde los sauzales.Puma, guanaco, cóndor del Andes, toda lavida viene a implorarte.Rezan tu nombre de Diosa-Madre,pequeños pueblos, grandes ciudades.Agua del canto, trago de vida, agüitanuestra, agua de todos,anda en las uvas tu melodía, nuestro

tesoro.ESTRIBILLOAgua que fluye en eterno viaje dame elsonido de tus paisajespaz con trabajo y sueños altos, son elsonido del Agua Canto.Agua del canto, canta mi tierra, alma deacequia piel de arena.Duende mojado de forma extraña, cuentode nieve de la montaña.

Domingos por la tarde de L. García Montero

A veces las infancias escapan de sí mismasy corren por la lluvia como en fuera de juegosin oír las sirenas de los árbitros.Es verdad que son mares en un vaso de agua,pero hay olas que tienen esa espumade las alineaciones,paraísos que aguardan los despachosdel último minutoo días que amanecencon la tranquilidad de un tres a cero,de un cinco a cero en punto de la tarde.

Por lo demás también hay labiosen el extremo izquierda del domingo,lesiones en las dudas del mañana,pasados que regresan

igual que una llamada de teléfono.- ¿Y lo de ayer? Sonríe la memoria, cuando parece amiga del equipo contrario.

Las verdades del áreason rectas de dudosa geometría,como ardientes amores de ficciónen manos de un penalti.Por eso saben muchode la felicidad y la belleza.

No conviene que demos a estas cosasun valor excesivo.Son noventa minutos en un vaso de agua.Pero a mí me han quitado muchas veces la sed.

En: http://www.gradacurva.com/2014/03/domingos-por-la-tarde-futbol-con-prosa.html

La caricia perdida de Alfonsina Storni

Se me va de los dedos la caricia sin causa,se me va de los dedos... En el viento, al

pasar,la caricia que vaga sin destino ni objeto,

la caricia perdida ¿quién la recogerá?

Pude amar esta noche con piedad infinita,pude amar al primero que acertara a llegar.

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Nadie llega. Están solos los floridos senderos.La caricia perdida, rodará... rodará...

Si en los ojos te besan esta noche, viajero,si estremece las ramas un dulce suspirar,si te oprime los dedos una mano pequeña

que te toma y te deja, que te logra y se va.

Si no ves esa mano, ni esa boca que besa,si es el aire quien teje la ilusión de besar,

oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,en el viento fundida, ¿me reconocerás?

En: http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/ha/storni/la_caricia_perdida.htm

Qué les queda a los jóvenes de Mario Benedetti

¿Qué les queda por probar a los jóvenesen este mundo de paciencia y asco?¿sólo grafitti? ¿rock? ¿escepticismo?también les queda no decir aménno dejar que les maten el amorrecuperar el habla y la utopíaser jóvenes sin prisa y con memoriasituarse en una historia que es la suyano convertirse en viejos prematuros

¿qué les queda por probar a los jóvenesen este mundo de rutina y ruina?¿cocaína? ¿cerveza? ¿barras bravas?les queda respirar / abrir los ojosdescubrir las raíces del horrorinventar paz así sea a ponchazos

entenderse con la naturalezay con la lluvia y los relámpagosy con el sentimiento y con la muerteesa loca de atar y desatar

¿qué les queda por probar a los jóvenesen este mundo de consumo y humo?¿vértigo? ¿asaltos? ¿discotecas?también les queda discutir con diostanto si existe como si no existetender manos que ayudan / abrir puertasentre el corazón propio y el ajeno /sobre todo les queda hacer futuroa pesar de los ruines de pasadoy los sabios granujas del presente.

En: http://www.poemas-del-alma.com/mario-benedetti-que-les-queda-a-los-jovenes.htm

La niña de Guatemala de José Martí

Quiero, a la sombra de un ala,Contar este cuento en flor:La niña de Guatemala,

La que se murió de amor.

Eran de lirios los ramos,

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Y las orlas de resedaY de jazmín: la enterramosEn una caja de seda.

...Ella dio al desmemoriadoUna almohadilla de olor:El volvió, volvió casado:Ella se murió de amor.

Iban cargándola en andasObispos y embajadores:Detrás iba el pueblo en tandas,Todo cargado de flores.

...Ella, por volverlo a ver,Salió a verlo al mirador:El volvió con su mujer:Ella se murió de amor.

Como de bronce candenteAl beso de despedidaEra su frente ¡la frenteQue más he amado en mi vida!

...Se entró de tarde en el río,La sacó muerta el doctor:Dicen que murió de frío:Yo sé que murió de amor.

Allí, en la bóveda helada,La pusieron en dos bancos:Besé su mano afilada,Besé sus zapatos blancos.

Callado, al oscurecer,Me llamó el enterrador:¡Nunca más he vuelto a verA la que murió de amor!

En: http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/ha/marti/la_nina_de_guatemala.htm

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ContenidoCUENTOS............................................................................................................................................1

La inspiración de Pablo de Santis...................................................................................................2

Disputa por señas de Juan Ruiz Arcipreste de Hita.......................................................................4

La pesquisa de don Frutos de Velmiro Ayala Gauna......................................................................5

Caso Gaspar de Elsa Bornemann.................................................................................................13

El almohadón de plumas de Horacio Quiroga.............................................................................15

POEMAS...........................................................................................................................................19

Agua Canto de Claudio Brachetta/Gustavo Machado..................................................................20

Domingos por la tarde de L. García Montero..............................................................................20

La caricia perdida de Alfonsina Storni...........................................................................................1

Qué les queda a los jóvenes de Mario Benedetti...........................................................................1

La niña de Guatemala de José Martí.............................................................................................1