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1 LECTURAS PRIMER PARCIAL DE SOCIOLOGIA DE LA EDUCACION. LECTURA 1: ELOGIO DE LA DIFICULTAD . La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y por tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos fortunadamente inexistentes. Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica. Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas. Introducimos también en el ideal tonto de la seguridad garantizada de las reconciliaciones totales de las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos , sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala - cuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo,

Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

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LECTURAS PRIMER PARCIAL DE

SOCIOLOGIA DE LA EDUCACION.

LECTURA 1: ELOGIO DE LA DIFICULTAD .

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se

manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de

imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar

paraísos, islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin

riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y

por tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de

mermelada sagrada, una eternidad de aburrición.

Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos fortunadamente

inexistentes.

Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera

porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida

práctica.

Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más

acá del reino de las mentiras eternas.

Introducimos también en el ideal tonto de la seguridad

garantizada de las reconciliaciones totales de las soluciones

definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste

solamente ni principalmente en que seamos capaces de

conquistar lo que nos proponemos , sino en aquello que nos

proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la

frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de

desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana

inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra

capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio

sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en

última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una

sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar

arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades,

deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala -

cuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear

una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos

poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo,

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revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos

que desgraciadamente sí han existido.

Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos

liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos

regresar a él.

Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un

reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la

Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen

entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta

absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por

la gracia - por la desgracia- de alguna revelación. El estudio de

la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se

encuentran una de otro la idealización y el terror. La

idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que

procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan

de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una

concepción paranoide de la verdad; en un sistema de

pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo

quedan inmediatamente sometidos a la interpretación

totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente

síntomas de una naturaleza dañada o bien máscara s de

malignos propósitos. En lugar de discutir un razonamiento se le

reduce a un juicio de pertenencia al otro -y el otro es, en este

sistema, sinónimo de enemigo -, o se procede a un juicio de

intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta

el punto en que

Ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda

diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no

está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay,

según Kant, un verdadero abismo de la Acción, que consiste en

la exigencia de una entrega total a la ―causa‖ absoluta y

concibe toda duda y toda crítica como tradición o como

agresión.

Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo

de la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad

no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado

o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y

técnico; que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus

efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una

eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente

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elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra

el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica

paranoide que afirma un discurso particular - todos lo son- como

la designación misma de la realidad y los otros como ceguera o

mentira.

El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que

se embriagan con la promesa de una comunidad humana no

problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que

suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí

mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por

participación, separan un interior bueno - el grupo- y un exterior

amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se

distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo

propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande

simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando

digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este

tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita

capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y

desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio.

Facilidad , sin embargo, porque lo que el hombre teme por

encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que

tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la

necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y

la crítica, el amor y el respeto.

Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías

proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su

lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el

descrédito en que cae el concepto de respeto. No se quiere

saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia

de normas universales. Estos valores aparecen más bien como

males menores propios de un resignado escepticismo, como

signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas.

Porque el respeto y las

normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el

entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden

aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto

es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí

donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una

comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una

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fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro

tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus

consecuencias, ejercer sobre él una crítica, válida también en

principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la

verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra

boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser

error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra

verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se

requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y

toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo

peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses.

Desde la concepción apocalíptica de la historia las normas y las

leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado

abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y

de encarnar la Promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se

valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.

Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no

es generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que

tan alegremente se había desechado estimado sólo

negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es

una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo

cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad injusta,

basada en la explotación y en la dominación de clase, era

fundamentalmente correcta y que el combate por una

organización social racional e igualitaria sigue siendo necesario

y urgente. A la desidealización sucede el arribismo

individualista que además piensa que ha superado toda moral

por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una

vida cualitativamente superior.

Lo más difícil, lo más importante. lo más necesario, lo que a

todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de

luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación

paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es

valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal

menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida

e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual

una imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno

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hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran

signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente

sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la

predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna

superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar

nuestras posibilidades.

Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos

otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva,

la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad

lógica; es decir el empleo de un método explicativo

completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los

problemas, los fracasados y los errores propios y los del otro

cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso

del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha

pasado es una manifestación de su ser más profundo; en

nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que

aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias

adversas, por alguna desgraciada coyuntura. El es así; yo me vi

obligado. El cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar

este resultado. El discurso del otro no es más que de su

neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple

constatación de los hechos y una deducción lógica de sus

consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por

los propósitos y la adversaria por los resultados.

Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no

reciprocidad lógica que es siempre una doble falsificación, no

sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos,

puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso

que estamos viviendo.

La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico

a nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que

consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los

intereses de las personas, los partidos, las clases y las

naciones en conflicto. Significa por el contrario que tenemos

suficiente confianza en la superioridad de la causa que

defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le

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conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría

defenderse cualquier cosa.

En el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo

tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx

que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de

situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la

humanidad.

Dostoievski nos enseño a mirar hasta donde van las tentaciones

de tener una fácil relación interhumana: van sólo en el sentido

de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad

respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro

llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo

de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere

de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un

sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la

dificultad de

nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas.

Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos

evitan la angustia de la razón.

Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue

desarrollando el pensamiento histórico, el psicoanálisis, la

antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del

pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios

que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni

con automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnífica

de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a

cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección

desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino

que se les ha fabricado.

Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:

―También esta noche, Tierra, permaneciste firme.

Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.

Y alientas otra vez en mi

la aspiración de luchar sin descanso

Por una altísima existencia‖.

Estanislao Zuleta.

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LECTURA 2: DIAGNOSTICO COLOMBIA.

LUIS GILDARDO RIVERA GALINDO

Profesor titular UTP.

Coinciden varios estudiosos nacionales en el sentido de que

estudiar la historia de Colombia es desalentador. Es difícil

encontrar un par de décadas continuas que hayan sido no sólo

de paz duradera sino de construcción de un país con el

propósito de legárselo a la siguiente generación, con buenas

condiciones. Eso muestra un fracaso grande en la construcción

de nuestro país. Y, sin embargo, es evidente que se han hecho

muchos esfuerzos, pero algo muy esencial ha fallado.

Para William Ospina 1

dichos obstáculos hacia la convivencia y

el estado de bienestar son entre otros:

1. Colombia es un país muy difícil, donde no es fácil

reprochar a los intelectuales el no pronunciarse de una manera

más abierta sobre las cosas que pasan, porque aquí hay mucha

intolerancia. No es un país democrático en el sentido clásico de

la palabra, donde se respete realmente la opinión de los demás.

A los intelectuales se los deja mientras no estorben y no

lesionen intereses. Y la verdad es que los sacrificios en

Colombia, hasta ahora, han valido de muy poco para transformar

la realidad. El que la gente asuma riesgos denunciando la

situación nacional, o que se pronuncie respecto a algún hecho

preciso de nuestra vida política, casi siempre supone una

audacia enorme por parte de las personas. Porque en nuestro

país cada cual está muy solo. Y en esa medida, la única

solución verdadera a los problemas de Colombia es la conquista

de una solidaridad real. Sólo cuando hayamos conquistado esa

solidaridad real, ese sentido de nación, ese sentido de

comunidad, será posible exigirle a cada individuo esa expresión

1 Ver: Ospina William. Artículo citado. Y “ Es tarde para el hombre” y “Contra el viento del olvido”,

“Colombia en la encrucijada” Ed grupo editorial Norma. Bogotá. 1999.

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destacada de su voz, porque habrá una comunidad dispuesta a

respaldarlo, a defenderlo, a protegerlo, y no una inercia tal

como la que hoy se respira.

El autor citado considera que, la principal labor que hoy

deberían cumplir por igual los intelectuales, los profesionales,

los centros de saber, los centros de orientación de la opinión

pública, es la construcción urgente de una conciencia nacional

solidaria, que nos haga sentirnos verdaderamente parte de una

comunidad dispuesta a caminar juntos a la conquista de algún

propósito.

―aquí todos tenemos responsabilidades en la reconstrucción

del país y en la reconstrucción social del tejido del país.

Quería decir con eso que hay deberes políticos para los

arquitectos, para los ingenieros, para los ideólogos, para los

músicos, para los matemáticos, para los astrónomos, para

todos los miembros de la comunidad, y el principal deber

político es el de construir, desde su disciplina particular, una

conciencia de y una conciencia de comunidad‖.

2. A pesar de la llamada globalización, comenta el autor, esta

no puede reducirse a la opresión, estilos de vida o corporación

de comunicaciones extendidas por todo el planeta. Él analiza y

ve la globalización como un esfuerzo del cospolitanismo con el

que soñaron los filósofos, el esfuerzo por que las muchas

culturas que hay en el mundo se respeten de un modo

recíproco, dialoguen entre sí, y produzcan nuevas fusiones,

nuevos resultados a partir de esos diálogos. El autor no cree en

que pueda haber una mundialización o una cultura internacional

simplemente borrando y aplastando las culturas locales, las

memorias locales y las tradiciones. Solo puede haber una

cultura mundial si todas esas tradiciones del mundo dialogan

entre sí respetuosamente, sin que se piense que porque un país

tiene trescientos millones de habitantes y otro no tiene sino

diez millones, el que tiene trescientos es superior culturalmente

al otro. Esa perversión de lo cuantitativo es un error.

Lo anterior es de decidida importancia para nosotros, ya que

ello supone que las naciones tienen todavía razón de ser. Y el

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problema colombiano es el problema de definir qué es una

nación. Aquí una nación no se define por la lengua ni por una

etnia ni por una religión, en el sentido estricto de qué nos

diferencia, por ejemplo, de los países vecinos. Si nos

preguntamos qué nos diferencia de ellos, qué nos hace ser un

solo país, ahí comienza la verdadera dificultad; porque no

somos Venezolanos, Ecuatorianos sino Colombianos; pero qué

es esto realmente? ¿ que es lo que verdaderamente nos une a la

vez que permite que nos veamos unos a otros como

conciudadanos?.

Las definiciones de lo Colombiano parecen haber fracasado. En

este momento no existe una verdadera solidaridad nacional,

como tampoco una conciencia de comunidad. Y sin embargo,

hay un anhelo de ser Colombiano, no una certeza, ni siquiera

una memoria compartida. Nuestra conciencia de la historia

nacional es bastante tenue. Lo cierto es que incluso los

intelectuales, para no hablar de la comunidad, el conocimiento

de la historia aquí, la presencia de la historia en nuestra vida

cotidiana, es muy tenue. Pero, claro, tampoco se necesitan, y

más vale que no sea así, grandes afinidades étnicas, religiosas,

lingüísticas, para construir una nación.

Lo que Colombia está viviendo es una dificultad de definirse,

sobre todo porque todas las definiciones tradicionales que se

hicieron del país han resultado insuficientes para lo que hemos

descubierto en las últimas décadas que es el país. Nuestro país

es más que lo que decía la Constitución del 86, es más que lo

que pensaba Miguel Antonio Caro, es más que lo que pensaba

Rafael Nuñez, es más que lo que pensaban los gobiernos de la

hegemonía conservadora y los gobiernos liberales de la primera

mitad del siglo. El país es mucho más que lo que pensaba el

Frente Nacional.

Así que necesitamos una definición de país, unas instituciones y

un universo mental que se parezca a lo que somos, a lo que nos

ha revelado la historia más reciente que somos. Cuando

tengamos esa concepción y ese proyecto de un país en el que

quepan todas esas singularidades recién descubiertas, esas

complejidades culturales, geográficas, etcétera, habremos

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rediseñado un país que se parezca al país verdadero, que ya no

esté encerrado en la camisa de fuerza de esos pequeños

dogmas que preparan estas grandes explosiones de indignación

y de insatisfacción.

3. Colombia necesita hacer la paz. La única condición para

que Colombia logre encontrarle una solución mínima a sus

problemas, a mediano plazo, es que se dé esa negociación con

todos los actores de la guerra y que se dé un armisticio entre

los ejércitos que tienen una cabeza, un poder de decisión, que

son casi todos esos ejércitos. Además de la guerra, de la

terrible guerra entre ejércitos que sacude los campos de

Colombia, los ciudadanos estamos metidos en una guerra aun

más incierta que es la de la delincuencia, todos estamos en

poder de la delincuencia. Y el Estado tiene que consagrar toda

su energía y todos sus recursos a esa otra guerra política, por lo

que nos tiene completamente desamparados.

4. No existe un proceso serio de formación de una

ciudadanía. Ser ciudadano no puede ser votar cada cuatro años

y después dedicarse a leer el periódico a ver qué pasó. Ser

ciudadano es tener una conciencia mucho más continua, un

criterio más definido de la valoración de lo que pasa y una

mayor capacidad de incidir en los asuntos públicos.

No somos realmente ciudadanos. No sentimos que nuestra

participación pudiera cambiar en algo la historia. Y eso es

dramático. No puede haber democracia sin demócratas, y no

puede haber un país democrático sin ciudadanos. Pero tampoco

puede haber una ciudadanía sin algunas condiciones que, por

ejemplo, en Europa se cumplen y aquí muy difícilmente. Sin

lectura, por ejemplo. Un país que no tiene memoria histórica,

que no tiene una tradición como por ejemplo la que tenían los

pueblos indígenas pues ellos conservan una mitología que se

transmite de generación en generación. Nosotros necesitamos

los libros. Esos pueblos indígenas no necesitan libros porque

están incorporados en un orden de memoria colectiva. Pero

cuando uno pertenece, se supone, a una nación occidental,

tendría que tener posibilidades de acceder al pensamiento, a la

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reflexión, a la formación de una ética individual; cosas sin las

cuales la democracia es imposible.

5. Hay que reconstruir muchas cosas. Pero la paz es

condición para que muchas de esas cosas puedan ser

reconstruidas. Si no se logra dar esa negociación, cosa que

sería muy triste y muy dramática, y si no se logra avanzar por el

camino del armisticio, pues no habrá otro camino sino una

agudización de la guerra, y no sólo una intensificación de la

guerra en los campos sino una gradual invasión de la guerra en

nuestra vida cotidiana.

6. Colombia es un país muy complejo y así como hay guerra,

desamparo, delincuencia, una situación social catastrófica y

una situación de irresponsabilidad estatal que hace que cada

ciudadano esté solo, lo que produce, por supuesto, mucho

desorden, Aquí casi nadie reconoce realmente un principio de

autoridad, un principio de legitimidad. Hay un gran naufragio de

la legalidad, del derecho, de la justicia, que debería ser

estudiado desesperadamente por las universidades, por los

centros de enseñanza, y por todo el mundo.

El autor citado considera que, la principal labor que hoy

deberían cumplir por igual los intelectuales, los profesionales,

los centros de saber, los centros de orientación de la opinión

pública, es la construcción urgente de una conciencia nacional

solidaria, que nos haga sentirnos verdaderamente parte de una

comunidad dispuesta a caminar juntos a la conquista de algún

propósito.

Según :LUIS JORGE GARAY.2

Para avanzar en el análisis de la

crisis de la sociedad Colombiana, es necesario determinar las

expresiones más determinantes en el campo de las relaciones

sociales y en aquellas anomalías o problemas endémicos que

germinan y reproducen dinámicas perversas en el

ordenamiento social, y en las esferas económicas y políticas.

Procede luego el autor a caracterizar los frentes de la crisis.

Ellos serían:

2 Garay, Jorge Luis.” Construcción de una nueva sociedad”. Ed tercer mundo editores. Bogotá 1999.

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1.SUBORDINACIÓN DE LO PÚBLICO.

En la búsqueda de la democracia como ordenamiento social en

el mundo, y el avance del proceso de globalización capitalista,

un problema de la sociedad Colombiana es la subordinación de

lo público a favor de intereses privilegiados y excluyentes, que

han adquirido poder político, económico, cultural y social de

manera tanto legitima como ilegitima.

El autor subraya que: la ausencia del sentido de lo público, ha

ido permeando la forma de proceder, el comportamiento y la

conducta de los ciudadanos, privilegiando intereses individuales

sobre el llamada ―Bien común‖.

2. DESLIGITIMACION DEL ESTADO.

La precaria legalidad del estado Colombiano ha favorecido el

resquebrajamiento de funciones y responsabilidades básicas e

inalienables de un estado democrático, como son: garantizar el

respeto de la democracia, los derechos humanos, asegurar la

irrestricta prevalencia de la ley en derecho y el monopolio en la

aplicación de la justicia, y la preservación del orden político y

social, así como la integridad territorial.

―En Colombia la desinstitucionalidad del estado ha llevado

a su paulatina sustitución por parte de grupos e intereses

privados poderosos en el arbitrio de relaciones políticas,

económicas ,culturales y sociales, relegándose el imperio

del ―bien común‖ a favor de propósitos individualistas o

grupales que no necesariamente reflejan el interés

colectivo perdurable‖.

3. PERDIDA DE CONVIVENCIA CIUDADANA.

Sin la prevalencia de la ley en derecho, se crean condiciones

propicias para el desarreglo social profundo al romperse las

reglas básicas de ―convivencia ciudadana‖. Esta convivencia

se ha de regir por un tipo de normas rectoras en derecho, de

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índole persuasiva aunque también coactiva, acordadas por

mutuo entendimiento a través de un ―contrato social‖ entre

los miembros de la sociedad.

Otros elementos importantes tenidos en cuenta en el

desarrollo del presente programa académico en lo

referente a la convivencia fueron:

Con el avance de la erosión de la convivencia

ciudadana se va germinando y enraizando una

aculturación de la violencia, con la creciente utilización

del uso de la fuerza o la coacción o el poder de

influencia de grupos poderosos sobre otros grupos de la

población, para el logro de sus propósitos individuales,

egoístas e incluso, en ocasiones en contra de la

estabilidad social y de los intereses de carácter

público.

La enraizada fragmentación del tejido social, la

desligitimación del estado y la perdida de convivencia

ciudadana, se manifiestan en el deterioro de conductas

ciudadanas, al hacerlas proclives de lo que se puede

denominar: ―aculturación de la ilegalidad‖.

4.CONFLICTO ARMADO.

Otro problema adicional a los anteriores, es el conflicto armado,

el cual hoy es inclusive relacionado con actividades ilegales

como el narcotráfico ahondando más la crisis nacional.

El autor expone como nació el movimiento armado Colombiano:

inicialmente por la problemática del campo colombiano la

confrontación de los dos sistemas mundiales en el contexto de

la guerra fría, logrando con el tiempo consolidar su poder en

extensos territorios y desplazar el estado. Recientemente el

movimiento armado Colombiano ha sido erosionado por ― la

cultura de la ilegalidad mafiosa‖.

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5. ILEGALIDAD Y NARCOTRAFICO.

El narcotráfico se desarrolla en nuestro país, tomando provecho

para su beneficio de las ventajas geográficas y estratégicas,

incidiendo de manera determinante en la fragmentación del

tejido social y generando graves problemas entre los cuales

sobresalen:

La falta de presencia territorial y la perdida de legitimidad

del estado.

El debilitamiento del imperio de la ley.

El rentismo. Relacionado con la reproducción del

clientelismo, la corrupción y la impunidad.

La crisis de representación política, al instaurarse una forma

de que hacer político a través de la intimidación y el uso de

la fuerza para asegurar lealtades partidistas.

En referencia a lo anterior, es necesario aclarar que la

ilegalidad no tiene como causa única al narcotráfico, ya que;

esta tiene raíces históricas en el país que no han sido resueltas

tales como: El contrabando, posesión ilegal de tierras, compra

de votos, adquisición privada de riquezas o bienes colectivos

etc, pero el narcotráfico se erige como un gran depredador

social al generar propuestas de vida que permiten corromper

axiológicamente al hombre Colombiano a la vez que genera una

nociva posibilidad de tomar decisiones y ejercer soluciones ―por

encima del estado y las leyes‖.

5. EL RENTISMO.

El cual consiste en la reproducción de prácticas impuestas de

facto por poderosos grupos en beneficio de su privilegiada

posición en la estructura política y económica del país, para la

satisfacción egoísta y excluyente de intereses propios a costa

de los intereses del resto de la población. Esta ―aculturación del

rentismo‖ trae graves problemas al funcionamiento de la

sociedad en el sentido que: propicia en actores clave del

sistema, la reproducción de valores, comportamientos y formas

de proceder contrarios a la legitimación e institucionalización

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del estado, al perfeccionamiento de un ―verdadero‖ régimen de

mercado, a la instauración y representatividad de partidos

políticos voceros de pertenencias ideológicas de sus miembros

y actuantes como colectividad en procesos sociales bajo un

sistema democrático.

―Así, dicha aculturación resulta progresivamente contraria

al desarrollo de la cultura cívica – como contenido moral

de terminadas creencias acerca de la sociabilidad humana

y reconocimiento moral del individuo - , al fortalecimiento

del tejido social y a la prevalencia del ―bien común‖ y de lo

público sobre intereses individuales, egoístas y

excluyentes. Esta es una razón – aunque no la única – por

la cual un país como Colombia no ha podido alcanzar la

instauración de un estado social de derecho‖. 3

En la aculturación ―rentista‖ se encuentran concentrados los

elementos que permiten lo que Victoria Camps denomina: ―el

malestar de la vida pública‖ , ya que la corrupción , el

clientelismo, el caciquismo permiten que el ciudadano se

encuentre solo y en estado de indefensión frente a la sociedad y

frente a un estado débil que no le brinda ninguna posibilidad de

garantías.

1.1.4 PROBLEMAS ETICOS Y SOCIEDAD EN COLOMBIA.

Se trata aquí de desarrollar las violaciones a la ética ciudadana

que cotidianamente efectuamos los Colombianos los cuales, de

hecho permitirán a la escuela de ciencias sociales cimentar una

propuesta de formación ciudadana y democrática que permita

responder a las necesidades de la sociedad, en el largo proceso

de recuperación del ―estado social de bienestar‖ que tanto

anhelamos para nuestro país.

Tenemos desde los problemas más graves, como el problema de

la violencia, hasta los problemas más elementales de la vida

cotidiana, y las formas de reaccionar éticamente que hemos

3 Ver Garay, Luis Jorge. Op.cit:pags 10-15

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inconscientemente incorporado los Colombianos. Muchos de

ellos provienen de situaciones internacionales, de cambios en

los valores con los cuales se orienta la vida de las personas en

el mundo actual, y esos cambios se promueven a través de los

medios de comunicación, o a través de otros mecanismos de

socialización, con los cuales convivimos y compartimos.

Tenemos también una gran cantidad de aportes nativos a las

dificultades en las que vivimos y eso explica de todas maneras

el hecho de que en los indicadores más bruscos el nivel de

desorden de la convivencia en Colombia sea mucho más grande

que en otras sociedades. Todos sabemos finalmente, en

términos de indicadores, que somos uno de los países más

violentos del mundo, probablemente el país más violento del

mundo en términos de una situación en la que esa violencia no

es el producto de una guerra abierta. Obviamente hay

momentos en que hay sociedades que han tenido un número

mucho mayor de homicidios que Colombia. Pero si nosotros

revisamos los últimos 15, 20 años y sumamos los homicidios,

hemos tenido muchos más homicidios que en la guerra de

Bosnia – Herzegovina y los países Balcánicos. Tuvimos muchos

más muertos que muchas guerras abiertas europeas, y una

ciudad como Medellín, de todas maneras todavía hoy, en una

semana normal, tiene muchos más homicidios que países

afectados por situaciones terroristas como por ejemplo Irlanda

o los muertos que genera la guerra de los vascos en España a lo

largo de un año.

De manera que tenemos unas situaciones muy especiales. Y

fuera de eso, esas situaciones se dan en condiciones en las que

uno de los factores explicativos existen también en otras

sociedades. Por ejemplo, la sociedad colombiana es una

sociedad con una gran cantidad de iniquidades sociales en la

cual hay elementos de discriminación y de exclusión social muy

fuertes, pero que no son mucho más fuertes que por ejemplo los

que existen en el Brasil. Y Colombia, que tiene la quinta parte

de la población del Brasil, produce más muertos anuales que

Brasil. En realidad son cifras muy similares. Una sociedad tan

llena también de iniquidades en muchos aspectos como los

Estados Unidos, produce al año un número de homicidios que es

Page 17: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

17

inferior al colombiano a pesar de que tiene una población más o

menos de unas ocho veces la población colombiana.

Hay algo especial que ha hecho que los niveles de violencia

sean tan grandes, y que también en la vida cotidiana, nuestra

ruptura con las normas tradicionales de convivencia sean tan

fuerte.

Entro los argumentos de la ética Kantiana que continuamente

violamos los Colombianos podemos citar los siguientes:4

1. ―Todo lo que yo hago debe ser posible generalizarlo sin

que la convivencia se destruya‖. Frente a este principio,

hay muchas personas que actúan en forma utilitarista, es

decir que calculan el beneficio y ajustan su actitud ética a

ello.

Lo anterior se expresa en:

Negar el resultado positivo siempre y cuando los demás

ciudadanos obtengan el mismo resultado.

―la culpa la tiene el otro‖

Si me perjudico yo, nos perjudicamos todos‖.

La doble moral frente al contrabando

La evasión de impuestos.

La compra de productos robados.

2. Nuestra ética no respalda la sanción de las personas y la

aplicación de la ley. En esto nos diferenciamos de otras

sociedades. Esto se expresa en:

La impunidad.

El convertir la generalización del incidente en argumento

para no castigar.

3. El principio Kantiano de no utilizar al otro como medio, de

no convertir al hombre en un objeto manipulable es

4 Ver: Melo, Jorge Orlando. Etica y sociedad en Colombia. Conferencia en Ateneo Porfirio Barba Jacob.

Medellín septiembre de 1998.

Ver: Rivera Gildardo. “ Reconstrucción axiológica como perspectiva de formación ciudadana hacia el

siglo XXI. Trabajo de año sabático UTP.

Page 18: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

18

sistemáticamente violada en Colombia. Ej:– el secuestro -

.

El Doctor: HERNANDO GOMEZ BUENDIA.5

Ve como rasgo más

chocante de la ―personalidad Colombiana‖ el que trata de

nuestra asombrosa incapacidad para resolver conflictos. Ni en

la vida diaria ni – sobre todo – en la vida pública, hemos logrado

adoptar las tres premisas para manejar adecuadamente las

desavenencias que siempre surgirán entre los individuos o los

grupos. Estas premisas obviamente son retomadas de los

principios de racionalidad Kantiana :

1. reconocer la legitimidad del otro y de sus intereses.

2. Someterse a unas reglas preestablecidas.

3. Contar con un arbitro eficaz en caso de desacuerdo.

Continua el profesor Buendía:

― La falta del primer requisito es la raíz de nuestra intolerancia,

nuestra manía de negar al otro y nuestra agresividad

generalizada. La falta del segundo, explica tanto la violación

extendida de la ley, como el cambio de leyes (para ajustarlas a

uno u otro bando). La ausencia de árbitros se resume en el

hecho apabullante de que nuestro sistema de justicia no

funciona.

Estos tres hechos no son accidentales. Son el reflejo obligado

de nuestro modo de organización social, cuya clave consiste en

premiar la viveza individual por encima de la racionalidad

colectiva. Este modo de organización social debilita las tres

premisas necesarias parra tramitar el conflicto en tanto que:

El otro no es una contraparte legitima sino un estorbo para

nuestros propios fines..

Hay una regla suprema – ― aproveche cada vez que pueda‖ – y

suspenda y contradiga todas las reglas.

5 Gómez,Buendía Hernando. “ El lío de Colombia” ¿por qué no logramos salir de la crisis? . ed TM .

Bogotá. Octubre de 2000.

Page 19: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

19

Los árbitros también siguen su propia lógica de formalismos

jurídicos e intereses gremiales que les impiden aplicar

justicia‖.

Coincide el autor antes mencionado, con Victoria Camps al

anotar que: Somos un país postmoderno que no lo sabe.

Saltamos del medioevo a la postmodernidad sin hacer escala en

la modernidad, y aquí llega el detalle fatal: la modernidad de

occidente consistió nada menos que en construir una esfera de

verdad compartida, una verdad pública y una ética pública,

donde convergen y desde donde son posibles las verdades

distintas y las distintas moralidades que coexisten en las

sociedades postmodernas.

Page 20: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

20

LECTURA 3: EL APRENDIZAJE HUMANO.

En alguna parte dice Graham Greene que «ser humano es

también un deber». Se refería probablemente a esos atributos

como la compasión por el prójimo, la solidaridad o la

benevolencia hacia los demás que suelen considerarse rasgos

propios de las personas «muy humanas», es decir aquellas que

han saboreado «la leche de la humana ternura», según la

hermosa expresión shakespeariana. Es un deber moral,

entiende Greene, llegar a ser humano de tal modo. Y si es un

deber cabe inferir que no se trata de algo fatal o necesario (no

diríamos que morir es un «deber», puesto que a todos

irremediablemente nos ocurre): habrá pues quien ni siquiera

intente ser humano o quien lo intente y no lo logre, junto a los

que triunfen en ese noble empeño. Es curioso este uso del

adjetivo «humano», que convierte en objetivo lo que diríamos

que es inevitable punto de partida. Nacemos humanos pero eso

no basta: tenemos también que llegar a Serlo. ¡Y se da por

supuesto que podemos fracasar en el intento o rechazar la

ocasión misma de intentarlo! Recordemos que Píndaro, el gran

poeta griego, recomendó enigmáticamente: «Llega a ser el que

eres.»

Desde luego, en la cita de Graham Greene y en el uso común

valorativo de la palabra se emplea «humano» como una especie

de ideal y no sencillamente como la denominación específica de

una clase de mamíferos parientes de los gorilas y los

chimpancés. Pero hay una importante verdad antropológica

insinuada en ese empleo de la voz «humano»: los humanos

nacemos siéndolo ya pero no lo somos del todo hasta después.

Aunque no concedamos a la noción de «humano» ninguna

especial relevancia moral, aunque aceptemos que también la

cruel lady Macbeth era humana —pese a serle extraña o

repugnante la leche de la humana amabilidad— y que son

humanos y hasta demasiado humanos los tiranos, los asesinos,

los violadores brutales y los torturadores de niños... sigue

siendo cierto que la humanidad plena no es simplemente algo

biológico, una determinación genéticamente programada como

la que hace alcachofas a las alcachofas y pulpos a los pulpos.

Page 21: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

21

Los demás seres vivos nacen ya siendo lo que definitivamente

son, lo que irremediablemente van a ser pase lo que pase,

mientras que de los humanos lo más que parece prudente decir

es que nacemos para la humanidad. Nuestra humanidad

biológica necesita una confirmación posterior, algo así como un

segundo nacimiento en el que por medio de nuestro propio

esfuerzo y de la relación con otros humanos se confirme

definitivamente el primero. Hay que nacer para humano, pero

sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos

contagian su humanidad a propósito... y con nuestra

complicidad. La condición humana es en parte espontaneidad

natural pero también deliberación artificial: llegar a ser humano

del todo —sea humano bueno o humano malo— es siempre un

arte.

A este proceso peculiar los antropólogos lo llaman neotenia.

Esta palabreja quiere indicar que los humanos nacemos

aparentemente demasiado pronto, sin cuajar del todo: somos

como esos condumios precocinados que para hacerse

plenamente comestibles necesitan todavía diez minutos en el

microondas o un cuarto de hora al baño María tras salir del

paquete... Todos los nacimientos humanos son en cierto modo

prematuros: nacemos demasiado pequeños hasta para ser crías

de mamífero respetables. Comparemos un niño y un chimpancé

recién nacidos. Al principio, el contraste es evidente entre las

incipientes habilidades del monito y el completo desamparo del

bebé. La cría de chimpancé pronto es capaz de agarrarse al

pelo de la madre para ser transportado de un lado a otro,

mientras que el retoño humano prefiere llorar o sonreír para que

le cojan en brazos: depende absolutamente de la atención que

se le preste. Según va creciendo, el pequeño antropoide

multiplica rápidamente su destreza y en comparación el niño

resulta lentísimo en la superación de su invalidez originaria. El

mono está programado para arreglárselas sólito como buen

mono cuanto antes —es decir, para hacerse pronto adulto—,

pero el bebé en cambio parece diseñado para mantenerse

infantil y minusválido el mayor tiempo posible: cuanto más

tiempo dependa vitalmente de su enlace orgánico con los otros,

mejor. Incluso su propio aspecto físico refuerza esta diferencia,

al seguir lampiño y rosado junto al monito cada vez más velludo:

como dice el título famoso del libro de Desmond Morris, es un

Page 22: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

22

«mono desnudo», es decir un mono inmaduro, perpetuamente

infantilizado, un antropoide impúber junto al chimpancé que

pronto diríase que necesita un buen afeitado...

Sin embargo, paulatina pero inexorablemente los recursos

del niño se multiplican en tanto que el mono empieza a

repetirse. El chimpancé hace pronto bien lo que tiene que

hacer, pero no tarda demasiado en completar su repertorio. Por

supuesto, sigue esporádicamente aprendiendo algo (sobre todo

si está en cautividad y se lo enseña un humano) pero ya

proporciona pocas sorpresas, sobre todo al lado de la

aparentemente inacabable disposición para aprender todo tipo

de mañas, desde las más sencillas a las más sofisticadas, que

desarrolla el niño mientras crece. Sucede de vez en cuando que

algún entusiasta se admira ante la habilidad de un chimpancé y

lo proclama «más inteligente que los humanos», olvidando

desde luego que si un humano mostrase la misma destreza

pasaría inadvertido y si no mostrase destrezas mayores sería

tomado por imbécil irrecuperable. En una palabra, el chimpancé

—como otros mamíferos superiores— madura antes que el niño

humano pero también envejece mucho antes con la más

irreversible de las ancianidades: no ser ya capaz de aprender

nada nuevo. En cambio, los individuos de nuestra especie

permanecen hasta el final de sus días inmaduros, tanteantes y

falibles pero siempre en cierto sentido juveniles, es decir,

abiertos a nuevos saberes. Al médico que le recomendaba

cuidarse si no quería morir joven, Robert Louis Stevenson le

repuso: «¡Ay, doctor, todos los hombres mueren jóvenes!» Es

una profunda y poética verdad.

Neotenia significa pues «plasticidad o disponibilidad juvenil»

(los pedagogos hablan de educabilidad) pero también implica

una trama de relaciones necesarias con otros seres humanos.

El niño pasa por dos gestaciones: la primera en el útero materno

según determinismos biológicos y la segunda en la matriz social

en que se cría, sometido a variadísimas determinaciones

simbólicas —el lenguaje la primera de todas— y a usos rituales

y técnicos propios de su cultura. La posibilidad de ser humano

sólo se realiza efectivamente por medio de los demás, de los

semejantes, es decir de aquellos a los que el niño hará

Page 23: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

23

enseguida todo lo posible por parecerse. Esta disposición

mimética, la voluntad de imitar a los congéneres, también

existe en los antropoides pero está multiplicada enormemente

en el mono humano: somos ante todo monos de imitación y es

por medio de la imitación por lo que llegamos a ser algo más

que monos. Lo específico de la sociedad humana es que sus

miembros no se convierten en modelos para los más jóvenes de

modo accidental, inadvertidamente, sino de forma intencional y

conspicua. Los jóvenes chimpancés se fijan en lo que hacen sus

mayores; los niños son obligados por los mayores a fijarse en lo

que hay que hacer. Los adultos humanos reclaman la atención

de sus crías y escenifican ante ellos las maneras de la

humanidad, para que las aprendan. De hecho, por medio de los

estímulos de placer o de dolor, prácticamente todo en la

sociedad humana tiene una intención decididamente

pedagógica. La comunidad en la que el niño nace implica que se

verá obligado a aprender y también las peculiaridades de ese

aprendizaje. Hace casi ochenta años, en su artículo «The

Superorganic» aparecido en American Anthropologist, lo expuso

Alfred L. Kroeber: «La distinción que cuenta entre el animal y el

hombre no es la que se da entre lo físico y lo mental, que no es

más que de grado relativo, sino la que hay entre lo orgánico y lo

social... Bach, nacido en el Congo en lugar de en Sajonia, no

habría producido ni el menor fragmento de una coral o una

sonata, aunque podemos confiar en que hubiera superado a sus

compatriotas en alguna otra forma de música.»

Hay otra diferencia importante entre la imitación ocasional

que practican los antropoides respecto a los adultos de su

grupo —por la que aprenden ciertas destrezas necesarias— y la

que podríamos llamar imitación forzosa a la que los retoños

humanos se ven socialmente compelidos. Estriba en algo

decisivo que sólo se da al parecer entre los humanos: la

constatación de la ignorancia. Los miembros de la sociedad

humana no sólo saben lo que saben, sino que también perciben

y persiguen corregir la ignorancia de los que aún no saben o de

quienes creen saber erróneamente algo. Como señala Jerome

Bruner, un destacado psicólogo americano que ha prestado

especial interés al tema educativo, «la incapacidad de los

primates no humanos para adscribir ignorancia o falsas

Page 24: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

24

creencias a sus jóvenes puede explicar su ausencia de

esfuerzos pedagógicos, porque sólo cuando se reconocen esos

estados se intenta corregir la deficiencia por medio de la

demostración, la explicación o la discusión. Incluso los más

"culturizados" chimpancés muestran poco o nada de esta

atribución que conduce a la actividad educativa». Y concluye:

«Si no hay atribución de ignorancia, tampoco habrá esfuerzo por

enseñar.» Es decir que para rentabilizar de modo

pedagógicamente estimulante lo que uno sabe hay que

comprender también que otro no lo sabe... y que consideramos

deseable que lo sepa. La enseñanza voluntaria y decidida no se

origina en la constatación de conocimientos compartidos sino

en la evidencia de que hay semejantes que aún no los

comparten.

Por medio de los procesos educativos el grupo social intenta

remediar la ignorancia amnésica (Platón dixit) con la que

naturalmente todos venimos al mundo. Donde se da por

descontado que todo el mundo sabe, o que cada cual sabrá lo

que le conviene, o que da lo mismo saber que ignorar, no puede

haber educación... ni por tanto verdadera humanidad. Ser

humano consiste en la vocación de compartir lo que ya

sabemos entre todos, enseñando a los recién llegados al grupo

cuanto deben conocer para hacerse socialmente válidos.

Enseñar es siempre enseñar al que no sabe y quien no indaga,

constata y deplora la ignorancia ajena no puede ser maestro,

por mucho que sepa. Repito: tan crucial en la dialéctica del

aprendizaje es lo que saben los que enseñan como lo que aún

no saben los que deben aprender. Éste es un punto importante

que debemos tener en cuenta cuando más adelante tratemos de

los exámenes y de otras pruebas a menudo plausiblemente

denostadas que pretenden establecer el nivel de conocimientos

de los aprendices.

El proceso educativo puede ser informal (a través de los

padres o de cualquier adulto dispuesto a dar lecciones) o

formal, es decir efectuado por una persona o grupo de personas

socialmente designadas para ello. La primera titulación

requerida para poder enseñar, formal o informalmente y en

cualquier tipo de sociedad, es haber vivido: la veteranía siempre

Page 25: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

25

es un grado. De aquí proviene sin duda la indudable presión

evolutiva hacia la supervivencia de ancianos en las sociedades

humanas. Los grupos con mayor índice de supervivencia

siempre han debido ser los más capaces de educar y preparar

bien a sus miembros jóvenes: estos grupos han tenido que

contar con ancianos (¿treinta, cincuenta años?) que conviviesen

el mayor tiempo posible con los niños, para ir enseñándoles. Y

también la selección evolutiva ha debido premiar a las

comunidades en las cuales se daban mejores relaciones entre

viejos y jóvenes, más afectuosas y comunicativas. La

supervivencia biológica del individuo justifica la cohesión

familiar pero probablemente ha sido la necesidad de educar la

causante de lazos sociales que van más allá del núcleo

procreador.

Creo que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la

sociedad quien ha inventado la educación sino el afán de

educar y de hacer convivir armónicamente maestros con

discípulos durante el mayor tiempo posible, lo que ha creado

finalmente la sociedad humana y ha reforzado sus vínculos

afectivos más allá del estricto ámbito familiar. Y es importante

subrayar por tanto que el amor posibilita y sin duda potencia el

aprendizaje pero no puede sustituirlo. También los animales

quieren a sus hijos, pero lo propio de la humanidad es la

compleja combinación de amor y pedagogía. Lo ha señalado

bien John Passmore en su excelente Filosofía de la enseñanza:

«Que todos los seres humanos enseñan es, en muchos sentidos,

su aspecto más importante: el hecho en virtud del cual, y a

diferencia de otros miembros del reino animal, pueden

transmitir las características adquiridas. Si renunciaran a la

enseñanza y se contentaran con el amor, perderían su rasgo

distintivo.»

De cuanto venimos diciendo se deduce lo absurdo y hasta

inhumano de los recurrentes movimientos antieducativos que se

han dado una y otra vez a lo largo de la historia, en ciertas

épocas en nombre de alguna iluminación religiosa que prefiere

la ingenuidad de la fe a los artificios del saber y en la

modernidad invocando la «espontaneidad» y «creatividad» del

niño frente a cualquier disciplina coercitiva. Habremos de volver

Page 26: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

26

sobre ello pero adelantemos ahora algo. Si la cultura puede

definirse, al modo de Jean Rostand, como «lo que el hombre

añade al hombre», la educación es el acuñamiento efectivo de

lo humano allí donde sólo existe como posibilidad. Antes de ser

educado no hay en el niño ninguna personalidad propia que la

enseñanza avasalle sino sólo una serie de disposiciones

genéricas fruto del azar biológico: a través del aprendizaje (no

sólo sometiéndose a él sino también rebelándose contra él e

innovando a partir de él) se fraguará su identidad personal

irrepetible. Por supuesto, se trata de una forma de

condicionamiento pero que no pone fin a cualquier prístina

libertad originaria sino que posibilita precisamente la eclosión

eficaz de lo que humanamente llamamos libertad. La peor de las

educaciones potencia la humanidad del sujeto con su

condicionamiento, mientras que un ilusorio limbo silvestre

incondicionado no haría más que bloquearla indefinidamente.

Según señaló el psicoanalista y antropólogo Géza Roheim, «es

una paradoja intentar conocer la naturaleza humana no

condicionada pues la esencia de la naturaleza humana es estar

condicionada». De aquí la importancia de reflexionar sobre el

mejor modo de tal condicionamiento.

El hombre llega a serlo a través del aprendizaje. Pero ese

aprendizaje humanizador tiene un rasgo distintivo que es lo que

más cuenta de él. Si el hombre fuese solamente un animal que

aprende, podría bastarle aprender de su propia experiencia y del

trato con las cosas. Sería un proceso muy largo que obligaría a

cada ser humano a empezar prácticamente desde cero, pero en

todo caso no hay nada imposible en ello. De hecho, buena parte

de nuestros conocimientos más elementales los adquirimos de

esa forma, a base de frotarnos grata o dolorosamente con las

realidades del mundo que nos rodea. Pero si no tuviésemos otro

modo de aprendizaje, aunque quizá lográramos sobrevivir

físicamente todavía nos iba a faltar lo que de específicamente

humanizador tiene el proceso educativo. Porque lo propio del

hombre no es tanto el mero aprender como el aprender de otros

hombres, ser enseñado por ellos. Nuestro maestro no es el

mundo, las cosas, los sucesos naturales, ni siquiera ese

conjunto de técnicas y rituales que llamamos «cultura» sino la

vinculación intersubjetiva con otras conciencias.

Page 27: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

27

En su choza de la playa, Tarzán quizá puede aprender a leer

por sí solo y ponerse al día en historia, geografía o matemáticas

utilizando la biblioteca de sus padres muertos, pero sigue sin

haber recibido una educación humana que no obtendrá hasta

conocer mucho después a Jane, a los watuzi y demás humanos

que se le acercarán... a la Chita callando. Éste es un punto

esencial, que a veces el entusiasmo por la cultura como

acumulación de saberes (o por cada cultura como supuesta

«identidad colectiva») tiende a pasar por alto. Algunos

antropólogos perspicaces han corregido este énfasis, como

hace Michael Carrithers: «Sostengo que los individuos

interrelacionándose y el carácter interactivo de la vida social

son ligeramente más importantes, más verdaderos, que esos

objetos que denominamos cultura. Según la teoría cultural, las

personas hacen cosas en razón de su cultura; según la teoría de

la sociabilidad, las personas hacen cosas con, para y en

relación con los demás, utilizando medios que podemos

describir, si lo deseamos, como culturales.» El destino de cada

humano no es la cultura, ni siquiera estrictamente la sociedad

en cuanto institución, sino los semejantes. Y precisamente la

lección fundamental de la educación no puede venir más que a

corroborar este punto básico y debe partir de él para transmitir

los saberes humanamente relevantes.

Por decirlo de una vez: el hecho de enseñar a nuestros

semejantes y de aprender de nuestros semejantes es más

importante para el establecimiento de nuestra humanidad que

cualquiera de los conocimientos concretos que así se perpetúan

o transmiten. De las cosas podemos aprender efectos o modos

de funcionamiento, tal como el chimpancé despierto —tras

diversos tanteos— atina a empalmar dos cañas para alcanzar el

racimo de plátanos que pende del techo; pero del comercio

intersubjetivo con los semejantes aprendemos significados. Y

también todo el debate y la negociación interpersonal que

establece la vigencia siempre movediza de los significados. La

vida humana consiste en habitar un mundo en el que las cosas

no sólo son lo que son sino que también significan; pero lo más

humano de todo es comprender qué, si bien lo que sea la

realidad no depende de nosotros, lo que la realidad significa sí

resulta competencia, problema y en cierta medida opción

Page 28: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

28

nuestra. Y por «significado» no hay que entender una cualidad

misteriosa de las cosas en sí mismas sino la forma mental que

les damos los humanos para relacionarnos unos con otros por

medio de ellas.

Puede aprenderse mucho sobre lo que nos rodea sin que

nadie nos lo enseñe ni directa ni indirectamente (adquirimos

gran parte de nuestros conocimientos más funcionales así),

pero en cambio la llave para entrar en el jardín simbólico de los

significados siempre tenemos que pedírsela a nuestros

semejantes. De aquí el profundo error actual (bien comentado

por Jerome Bruner en la obra antes citada) de homologar la

dialéctica educativa con el sistema por el que se programa la

información de los ordenadores. No es lo mismo procesar

información que comprender significados. Ni mucho menos es

igual que participar en la transformación de los significados o

en la creación de otros nuevos. Y la objeción contra ese símil

cognitivo profundamente inaceptable va más allá de la

distinción tópica entre «información» y «educación» que

veremos en el capítulo siguiente. Incluso para procesar

información humanamente útil hace falta previa y básicamente

haber recibido entrenamiento en la comprensión de

significados. Porque el significado es lo que yo no puedo

inventar, adquirir ni sostener en aislamiento sino que depende

de la mente de los otros: es decir, de la capacidad de participar

en la mente de los otros en que consiste mi propia existencia

como ser mental. La verdadera educación no sólo consiste en

enseñar a pensar sino también en aprender a pensar sobre lo

que se piensa y este momento reflexivo —el que con mayor

nitidez marca nuestro salto evolutivo respecto a otras

especies— exige constatar nuestra pertenencia a una

comunidad de criaturas pensantes. Todo puede ser privado e

inefable —sensaciones, pulsiones, deseos...— menos aquello

que nos hace partícipes de un universo simbólico y a lo que

llamamos «humanidad».

En sus lúcidas Reflexiones sobre la educación, Kant

constata el hecho de que la educación nos viene siempre de

otros seres humanos («hay que hacer notar que el hombre sólo

es educado por hombres y por hombres que a su vez fueron

Page 29: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

29

educados») y señala las limitaciones que derivan de tal

magisterio: las carencias de los que instruyen reducen las

posibilidades de perfectibilidad por vía educativa de sus

alumnos. «Si por una vez un ser de naturaleza superior se

encargase de nuestra educación —suspira Kant— se vería por

fin lo que se puede hacer del hombre.» Este desideratum

kantiano me recuerda una inteligente novela de ciencia ficción

de Arthur C. Clarke titulada El fin de la infancia: una nave

extraterrestre llega a nuestro planeta y desde su interior,

siempre oculto, un ser superior pacifica a nuestros turbulentos

congéneres y los instruye de mil modos. Al final, el benefactor

alienígena se revela al mundo, al que sobrecoge con su aspecto

físico, pues tiene cuernos, rabo y patas de macho cabrío: ¡si se

hubiera mostrado demasiado pronto, nadie habría prestado

respetuosa atención a sus enseñanzas ni hubiera sido posible

convencer a los hombres de su buena voluntad! En tales formas

de pedagogía superior —sean diablos, ángeles, marcianos o

Dios mismo quienes compongan el equipo docente, como

parece anhelar Kant, al menos retóricamente— las ventajas no

compensarían los inconvenientes, porque se perdería siempre

algo esencial: el parentesco entre enseñantes y enseñados. La

principal asignatura que se enseñan los hombres unos a otros

es en qué consiste ser hombre, y esa materia, por muchas que

sean sus restantes deficiencias, la conocen mejor los humanos

mismos que los seres sobrenaturales o los habitantes

hipotéticos de las estrellas. Cualquier pedagogía que proviniese

de una fuente distinta nos privaría de la lección esencial, la de

ver la vida y las cosas con ojos humanos.

Hasta tal punto es así que el primer objetivo de la educación

consiste en hacernos conscientes de la realidad de nuestros

semejantes. Es decir: tenemos que aprender a leer sus mentes,

lo cual no equivale simplemente a la destreza estratégica de

prevenir sus reacciones y adelantarnos a ellas para

condicionarlas en nuestro beneficio, sino que implica ante todo

atribuirles estados mentales como los nuestros y de los que

depende la propia calidad de los nuestros. Lo cual implica

considerarles sujetos y no meros objetos; protagonistas de su

vida y no meros comparsas vacíos de la nuestra. El poeta Auden

hizo notar que «la gente nos parece "real", es decir parte de

Page 30: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

30

nuestra vida, en la medida en que somos conscientes de que

nuestras respectivas voluntades se modifican entre sí». Ésta es

la base del proceso de socialización (y también el fundamento

de cualquier ética sana), sin duda, pero primordialmente el

fundamento de la humanización efectiva de los humanos

potenciales, siempre que a la noción de «voluntad» manejada

por Auden se le conceda su debida dimensión de «participación

en lo significativo». La realidad de nuestros semejantes implica

que todos protagonizamos el mismo cuento: ellos cuentan para

nosotros, nos cuentan cosas y con su escucha hacen

significativo el cuento que nosotros también vamos contando...

Nadie es sujeto en la soledad y el aislamiento, sino que siempre

se es sujeto entre sujetos: el sentido de la vida humana no es

un monólogo sino que proviene del intercambio de sentidos, de

la polifonía coral. Antes que nada, la educación es la revelación

de los demás, de la condición humana como un concierto de

complicidades irremediables.

Quizá mucho de lo que vengo diciendo en estas últimas

páginas resulte para algunos lectores demasiado abstracto,

pero me parece cimiento imprescindible sin el que sería

imposible exponer el resto de estas reflexiones. Quisiera aquí

iniciarse una elemental filosofía de la educación y toda filosofía

obliga a mirar las cosas desde arriba, para que la ojeada

abarque lo esencial desde el pasado hasta el presente y quizá

apunte auroras de futuro. Pido pues excusas, suplico la

relectura paciente y benevolente de los párrafos recién

concluidos y sigo adelante.

Fernando Sabater

Page 31: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

31

LECTURA 4: LA MUERTE PARA EMPEZAR .

Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que

antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez

años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y

estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en

el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación

contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se

desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar

hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto

me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era

lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!,

¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de

mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis

padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que

morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan

incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan

irremediablemente personal.

A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo

les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la

primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de

todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme,

naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de

que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis

hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me

sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a

morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto

ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me

alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro.

Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase

mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me

daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la

verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de

Page 32: Lecturas Primer Parcial - Gildardo Rivera

32

la que todas las demás muertes no serían más que ensayos

dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por

queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía

personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo

pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el

darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo también parte

de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de

ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a

nadie más?Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por

fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia

entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un

pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me

comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o

prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un

pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo

podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía

subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no

sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a

hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque

todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi

educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios

de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya

mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano

lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los

jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y

yo oíamos la misa dominical.

Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que

había visto en algunos altares, pero con la diferencia de que yo

sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo»,

me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin

duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno,

estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde

luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el

cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive

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en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de

gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea

ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han

tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la

padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte

impensable, empecé a pensar.

Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en

cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la

muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos?

¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor?

Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a

partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la

revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo que

me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte

no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno

pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace

madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales

(los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que

el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las

familias atroces donde los niños viven desde muy pronto

amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden

por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego

crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros.

Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos

humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en

«mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía

con la misma palabra, como debe ser. Las plantas y los

animales no son mortales porque no saben que van a morir, no

saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca

su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte.

Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la

enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su

abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal

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quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque

también podríamos decir que ni las plantas ni los animales

están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo

estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los

mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso

precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses

inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que

estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso

porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como

nosotros y como nosotros tuvo que morir.

Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar

la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco

pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la

filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo

que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo

vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al

hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también

en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por

muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón,

Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué

otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar

sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la

certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e

irrepetible- algo tan mortalmente importante para mí. Todas las

tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia

ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la

muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para

cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo,

una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a

favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la

muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para

verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para

evitar morir) y nada en que pensar.

Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen

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iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo:

Todos los hombres son mortales;

Sócrates es hombre

Luego Sócrates es mortal.

No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience

recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte,

en una argumentación por cierto que nos condena también a

muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es

igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu

nombre,lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación

va más allá de la mera corrección lógica. Si decimos

Todo A es B

C es A

luego

C es B

Seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las

implicaciones materiales del asunto han cambiado

considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A,

pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser

mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda

seca pero claramente establecido el paso entre una

constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a

todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien

(Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio

parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego

convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida

en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda

diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo

terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la

inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre

como sujeto me revela lo único e irreductible de mi

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individualidad, el asombro que me constituye: Murieron otros,

pero ello aconteció en el pasado, Que es la estación (nadie lo

ignora) más propicia [a la muerte.

¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur, Muera como

tuvieron que morir las rosas y Murieron otros, murieron todos,

morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la

amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en

los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los

protagonistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito

de Yaqub Almansur o Almanzor, Aristóteles...) están ya

necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse

en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy:

y no por planteárselo escaparon a él...De modo que la muerte no

sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo

necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara

estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es

hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista

fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva).

Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que

ejemplifica la necesidad misma («necesario» es

etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que

no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas

conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una

de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible:

nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que

nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente

el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian

Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración

nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas,

sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte

misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo

de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la

sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir,

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para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho

cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a

rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el

desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera

logrado que Admito escapase para siempre a su destino mortal,

sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con

la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con

otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como

comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de

todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que

debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo

hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían

alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy

seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más

indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni

menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más

desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero

ignoramos qué es morirse visto desde dentro.

Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es

morirme. Algunas grandes obras literarias -como el

incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la

tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden

aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque

dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por

lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte

muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos

cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente

como la especie humana, es decir, como esos animales que se

hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y

que forman la base universal de las religiones. Bien mirado,

todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la

muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte,

dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses

que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales.

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Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando

juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa,

pasan por una metamorfosis.

En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido

para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no

habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los

humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...

Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la

muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran

epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se

compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C.

Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y

cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a

Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio

de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para

siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla.

Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo

los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual

Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino

de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que

conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el

Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises

convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su

antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan

majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le

confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el

mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada

deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras

religiones posteriores, como la cristiana, prometen una

existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para

quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por

contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a

los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal

promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera.

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La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está

hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de

imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena

son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero

no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones

con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo

prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo

que la vida humana, que nuestra vida.

Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la

posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero

ahínco que sabernos mortales como especie pero no querer

morirnos-como personas es precisamente lo que individualiza a

cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte - sobre

todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida-

pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el

otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es

decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino

como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se

plantea un serio problema teórico porque si nuestra

individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la

muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo

Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese

muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible

con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la

muerte estuviese presente pero como posibilidad

perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no

llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera

como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el

sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...

Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o

malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y

contradictorio. Un intento de no tomarse la muerte en serio, de

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considerarla mera apariencia. Incluso una pretensión de

rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es

decir, nuestra humanidad misma. Es paradójico que

denominemos habitualmente «creyentes» a las personas de

convicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre

todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosamente

vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más

obvio, necesario y omnipresente, es decir, en la muerte. Los

llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que

niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más

sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir

pero no podemos imaginarnos realmente muertos- es la de

Hamlet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice:

«Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una

especie de

supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a

nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien

profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos

al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad

asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando

estamos quietos, con los ojos cerrados, aparentemente

ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños

viajamos por

distintos paisajes, hablamos, reímos o amamos... ¿por qué a los

muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los

sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y

las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede

decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la

Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe

sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la

muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar...

Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que

suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero

sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte

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propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo

terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que

no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo.

Aunque ser algo -o mejor dicho, alguien- no carezca de

incomodidades y sufrimientos, no ser nada parece todavía

mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio

Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser

nada temible para quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los

verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para

asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a

juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su

propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca

coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la

muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es

decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos

morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería

quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo

presente pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa

evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de

Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de

tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos

tan razonables como Epicuro hubiera querido.

¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante

mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo

alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo

«ir» sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de todo sitio

donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio,

el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este

paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables:Mira

también los siglos infinitos que han precedido a nuestro

nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos

nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último,

después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y

enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño?

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Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos

entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los

años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni

antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos

dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la

muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos

tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que

ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que

todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco

más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como

el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la

hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio

Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna

la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien,

nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos

hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un

cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada

instante que seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase

siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca

suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente

morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces

que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en

uno de sus célebres aforismos:

«¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un

estado en el que sabíamos del presente menos de lo que

sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo

que el presente es al futuro».

Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado

de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por

Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que

echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto

que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme

perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido,

conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la

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muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa

de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los

males futuros son peores que los pasados porque nos torturan

ya con su temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una

operación de riñón; supongamos que supiese con certeza que

dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la

operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera

dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo:

la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me

está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen

objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es

tan inquietante un recuerdo desagradable como una amenaza.

En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el

daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.

De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la

fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo

seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus

Máximas asegura el duque de La Ro-chefoucauíd que «ni el sol

ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién

inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no

sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador

contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no

sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la

siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos

aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección.

Existe en castellano una copla popular que se inclina también

por la siesta, diciendo más o menos así:

Cuando algunas veces pienso

que me tengo que morir,

tiendo la manta en el suelo

y me harto de dormir.

Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la

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angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, porque muy bien

pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, oscilando

entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira

pero no ve nada. ¡Mal dilema!

En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que

este bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre libre en nada

piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una

meditación de la muerte,.sino de la vida». Lo que pretende

señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay

nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por

algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella

en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las

personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la

vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un

bien en ciertos casos) es también por lo negativo, por los

dolores y afanes de la vida que su llegada nos ahorrará. Sea

temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación,

reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite

siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía

está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor.

Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la

muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el

pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte

misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá

de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar

estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa

mortal de intentar comprender la vida.

Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento

utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella?

PARA REFLEXIONAR……

¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos? ¿Hay

algo más personal que la muerte? ¿No es pensar precisamente

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hacerse consciente de nuestra personal humanidad? ¿Sirve la

muerte como paradigma de la necesidad, incluso de la

necesidad lógica? ¿Son mortales los animales en el mismo

sentido en que lo somos nosotros? ¿Por qué puede decirse que

la muerte es intransferible? ¿En qué sentido la muerte es

siempre inminente y no depende de la edad o las

enfermedades? ¿Puede haber vinculación entre los sueños y la

esperanza de inmortalidad? ¿Por qué dice Epicuro que no

debemos temer a la muerte? ¿Y cómo apoya Lucrecio esa

argumentación? ¿Logran efectivamente consolarnos o sólo

buscan darnos serenidad? ¿Hay algo positivo que pensar en la

muerte? ¿Por qué puede la muerte despertarnos a un

pensamiento que se centrará después sobre la vida?