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LECTURAS PRIMER PARCIAL DE
SOCIOLOGIA DE LA EDUCACION.
LECTURA 1: ELOGIO DE LA DIFICULTAD .
La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se
manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de
imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar
paraísos, islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin
riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y
por tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de
mermelada sagrada, una eternidad de aburrición.
Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos fortunadamente
inexistentes.
Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera
porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida
práctica.
Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más
acá del reino de las mentiras eternas.
Introducimos también en el ideal tonto de la seguridad
garantizada de las reconciliaciones totales de las soluciones
definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste
solamente ni principalmente en que seamos capaces de
conquistar lo que nos proponemos , sino en aquello que nos
proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la
frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de
desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana
inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra
capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio
sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en
última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una
sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar
arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades,
deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala -
cuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear
una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos
poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo,
2
revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos
que desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos
liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos
regresar a él.
Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un
reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la
Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen
entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta
absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por
la gracia - por la desgracia- de alguna revelación. El estudio de
la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se
encuentran una de otro la idealización y el terror. La
idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que
procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan
de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una
concepción paranoide de la verdad; en un sistema de
pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo
quedan inmediatamente sometidos a la interpretación
totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente
síntomas de una naturaleza dañada o bien máscara s de
malignos propósitos. En lugar de discutir un razonamiento se le
reduce a un juicio de pertenencia al otro -y el otro es, en este
sistema, sinónimo de enemigo -, o se procede a un juicio de
intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta
el punto en que
Ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda
diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no
está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay,
según Kant, un verdadero abismo de la Acción, que consiste en
la exigencia de una entrega total a la ―causa‖ absoluta y
concibe toda duda y toda crítica como tradición o como
agresión.
Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo
de la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad
no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado
o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y
técnico; que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus
efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una
eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente
3
elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra
el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica
paranoide que afirma un discurso particular - todos lo son- como
la designación misma de la realidad y los otros como ceguera o
mentira.
El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que
se embriagan con la promesa de una comunidad humana no
problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que
suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí
mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por
participación, separan un interior bueno - el grupo- y un exterior
amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se
distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo
propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande
simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando
digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este
tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita
capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y
desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio.
Facilidad , sin embargo, porque lo que el hombre teme por
encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que
tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la
necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y
la crítica, el amor y el respeto.
Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías
proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su
lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el
descrédito en que cae el concepto de respeto. No se quiere
saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia
de normas universales. Estos valores aparecen más bien como
males menores propios de un resignado escepticismo, como
signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas.
Porque el respeto y las
normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el
entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden
aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto
es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí
donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una
comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una
4
fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro
tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus
consecuencias, ejercer sobre él una crítica, válida también en
principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la
verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra
boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser
error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra
verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se
requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y
toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo
peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses.
Desde la concepción apocalíptica de la historia las normas y las
leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado
abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y
de encarnar la Promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se
valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no
es generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que
tan alegremente se había desechado estimado sólo
negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es
una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo
cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad injusta,
basada en la explotación y en la dominación de clase, era
fundamentalmente correcta y que el combate por una
organización social racional e igualitaria sigue siendo necesario
y urgente. A la desidealización sucede el arribismo
individualista que además piensa que ha superado toda moral
por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una
vida cualitativamente superior.
Lo más difícil, lo más importante. lo más necesario, lo que a
todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de
luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación
paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es
valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal
menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida
e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual
una imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno
5
hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran
signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente
sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la
predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna
superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar
nuestras posibilidades.
Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos
otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva,
la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad
lógica; es decir el empleo de un método explicativo
completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los
problemas, los fracasados y los errores propios y los del otro
cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso
del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha
pasado es una manifestación de su ser más profundo; en
nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que
aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias
adversas, por alguna desgraciada coyuntura. El es así; yo me vi
obligado. El cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar
este resultado. El discurso del otro no es más que de su
neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple
constatación de los hechos y una deducción lógica de sus
consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por
los propósitos y la adversaria por los resultados.
Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no
reciprocidad lógica que es siempre una doble falsificación, no
sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos,
puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso
que estamos viviendo.
La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico
a nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que
consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los
intereses de las personas, los partidos, las clases y las
naciones en conflicto. Significa por el contrario que tenemos
suficiente confianza en la superioridad de la causa que
defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le
6
conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría
defenderse cualquier cosa.
En el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo
tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx
que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de
situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la
humanidad.
Dostoievski nos enseño a mirar hasta donde van las tentaciones
de tener una fácil relación interhumana: van sólo en el sentido
de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad
respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro
llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo
de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere
de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un
sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la
dificultad de
nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas.
Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos
evitan la angustia de la razón.
Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue
desarrollando el pensamiento histórico, el psicoanálisis, la
antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del
pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios
que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni
con automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnífica
de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a
cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección
desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino
que se les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
―También esta noche, Tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.
Y alientas otra vez en mi
la aspiración de luchar sin descanso
Por una altísima existencia‖.
Estanislao Zuleta.
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LECTURA 2: DIAGNOSTICO COLOMBIA.
LUIS GILDARDO RIVERA GALINDO
Profesor titular UTP.
Coinciden varios estudiosos nacionales en el sentido de que
estudiar la historia de Colombia es desalentador. Es difícil
encontrar un par de décadas continuas que hayan sido no sólo
de paz duradera sino de construcción de un país con el
propósito de legárselo a la siguiente generación, con buenas
condiciones. Eso muestra un fracaso grande en la construcción
de nuestro país. Y, sin embargo, es evidente que se han hecho
muchos esfuerzos, pero algo muy esencial ha fallado.
Para William Ospina 1
dichos obstáculos hacia la convivencia y
el estado de bienestar son entre otros:
1. Colombia es un país muy difícil, donde no es fácil
reprochar a los intelectuales el no pronunciarse de una manera
más abierta sobre las cosas que pasan, porque aquí hay mucha
intolerancia. No es un país democrático en el sentido clásico de
la palabra, donde se respete realmente la opinión de los demás.
A los intelectuales se los deja mientras no estorben y no
lesionen intereses. Y la verdad es que los sacrificios en
Colombia, hasta ahora, han valido de muy poco para transformar
la realidad. El que la gente asuma riesgos denunciando la
situación nacional, o que se pronuncie respecto a algún hecho
preciso de nuestra vida política, casi siempre supone una
audacia enorme por parte de las personas. Porque en nuestro
país cada cual está muy solo. Y en esa medida, la única
solución verdadera a los problemas de Colombia es la conquista
de una solidaridad real. Sólo cuando hayamos conquistado esa
solidaridad real, ese sentido de nación, ese sentido de
comunidad, será posible exigirle a cada individuo esa expresión
1 Ver: Ospina William. Artículo citado. Y “ Es tarde para el hombre” y “Contra el viento del olvido”,
“Colombia en la encrucijada” Ed grupo editorial Norma. Bogotá. 1999.
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destacada de su voz, porque habrá una comunidad dispuesta a
respaldarlo, a defenderlo, a protegerlo, y no una inercia tal
como la que hoy se respira.
El autor citado considera que, la principal labor que hoy
deberían cumplir por igual los intelectuales, los profesionales,
los centros de saber, los centros de orientación de la opinión
pública, es la construcción urgente de una conciencia nacional
solidaria, que nos haga sentirnos verdaderamente parte de una
comunidad dispuesta a caminar juntos a la conquista de algún
propósito.
―aquí todos tenemos responsabilidades en la reconstrucción
del país y en la reconstrucción social del tejido del país.
Quería decir con eso que hay deberes políticos para los
arquitectos, para los ingenieros, para los ideólogos, para los
músicos, para los matemáticos, para los astrónomos, para
todos los miembros de la comunidad, y el principal deber
político es el de construir, desde su disciplina particular, una
conciencia de y una conciencia de comunidad‖.
2. A pesar de la llamada globalización, comenta el autor, esta
no puede reducirse a la opresión, estilos de vida o corporación
de comunicaciones extendidas por todo el planeta. Él analiza y
ve la globalización como un esfuerzo del cospolitanismo con el
que soñaron los filósofos, el esfuerzo por que las muchas
culturas que hay en el mundo se respeten de un modo
recíproco, dialoguen entre sí, y produzcan nuevas fusiones,
nuevos resultados a partir de esos diálogos. El autor no cree en
que pueda haber una mundialización o una cultura internacional
simplemente borrando y aplastando las culturas locales, las
memorias locales y las tradiciones. Solo puede haber una
cultura mundial si todas esas tradiciones del mundo dialogan
entre sí respetuosamente, sin que se piense que porque un país
tiene trescientos millones de habitantes y otro no tiene sino
diez millones, el que tiene trescientos es superior culturalmente
al otro. Esa perversión de lo cuantitativo es un error.
Lo anterior es de decidida importancia para nosotros, ya que
ello supone que las naciones tienen todavía razón de ser. Y el
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problema colombiano es el problema de definir qué es una
nación. Aquí una nación no se define por la lengua ni por una
etnia ni por una religión, en el sentido estricto de qué nos
diferencia, por ejemplo, de los países vecinos. Si nos
preguntamos qué nos diferencia de ellos, qué nos hace ser un
solo país, ahí comienza la verdadera dificultad; porque no
somos Venezolanos, Ecuatorianos sino Colombianos; pero qué
es esto realmente? ¿ que es lo que verdaderamente nos une a la
vez que permite que nos veamos unos a otros como
conciudadanos?.
Las definiciones de lo Colombiano parecen haber fracasado. En
este momento no existe una verdadera solidaridad nacional,
como tampoco una conciencia de comunidad. Y sin embargo,
hay un anhelo de ser Colombiano, no una certeza, ni siquiera
una memoria compartida. Nuestra conciencia de la historia
nacional es bastante tenue. Lo cierto es que incluso los
intelectuales, para no hablar de la comunidad, el conocimiento
de la historia aquí, la presencia de la historia en nuestra vida
cotidiana, es muy tenue. Pero, claro, tampoco se necesitan, y
más vale que no sea así, grandes afinidades étnicas, religiosas,
lingüísticas, para construir una nación.
Lo que Colombia está viviendo es una dificultad de definirse,
sobre todo porque todas las definiciones tradicionales que se
hicieron del país han resultado insuficientes para lo que hemos
descubierto en las últimas décadas que es el país. Nuestro país
es más que lo que decía la Constitución del 86, es más que lo
que pensaba Miguel Antonio Caro, es más que lo que pensaba
Rafael Nuñez, es más que lo que pensaban los gobiernos de la
hegemonía conservadora y los gobiernos liberales de la primera
mitad del siglo. El país es mucho más que lo que pensaba el
Frente Nacional.
Así que necesitamos una definición de país, unas instituciones y
un universo mental que se parezca a lo que somos, a lo que nos
ha revelado la historia más reciente que somos. Cuando
tengamos esa concepción y ese proyecto de un país en el que
quepan todas esas singularidades recién descubiertas, esas
complejidades culturales, geográficas, etcétera, habremos
10
rediseñado un país que se parezca al país verdadero, que ya no
esté encerrado en la camisa de fuerza de esos pequeños
dogmas que preparan estas grandes explosiones de indignación
y de insatisfacción.
3. Colombia necesita hacer la paz. La única condición para
que Colombia logre encontrarle una solución mínima a sus
problemas, a mediano plazo, es que se dé esa negociación con
todos los actores de la guerra y que se dé un armisticio entre
los ejércitos que tienen una cabeza, un poder de decisión, que
son casi todos esos ejércitos. Además de la guerra, de la
terrible guerra entre ejércitos que sacude los campos de
Colombia, los ciudadanos estamos metidos en una guerra aun
más incierta que es la de la delincuencia, todos estamos en
poder de la delincuencia. Y el Estado tiene que consagrar toda
su energía y todos sus recursos a esa otra guerra política, por lo
que nos tiene completamente desamparados.
4. No existe un proceso serio de formación de una
ciudadanía. Ser ciudadano no puede ser votar cada cuatro años
y después dedicarse a leer el periódico a ver qué pasó. Ser
ciudadano es tener una conciencia mucho más continua, un
criterio más definido de la valoración de lo que pasa y una
mayor capacidad de incidir en los asuntos públicos.
No somos realmente ciudadanos. No sentimos que nuestra
participación pudiera cambiar en algo la historia. Y eso es
dramático. No puede haber democracia sin demócratas, y no
puede haber un país democrático sin ciudadanos. Pero tampoco
puede haber una ciudadanía sin algunas condiciones que, por
ejemplo, en Europa se cumplen y aquí muy difícilmente. Sin
lectura, por ejemplo. Un país que no tiene memoria histórica,
que no tiene una tradición como por ejemplo la que tenían los
pueblos indígenas pues ellos conservan una mitología que se
transmite de generación en generación. Nosotros necesitamos
los libros. Esos pueblos indígenas no necesitan libros porque
están incorporados en un orden de memoria colectiva. Pero
cuando uno pertenece, se supone, a una nación occidental,
tendría que tener posibilidades de acceder al pensamiento, a la
11
reflexión, a la formación de una ética individual; cosas sin las
cuales la democracia es imposible.
5. Hay que reconstruir muchas cosas. Pero la paz es
condición para que muchas de esas cosas puedan ser
reconstruidas. Si no se logra dar esa negociación, cosa que
sería muy triste y muy dramática, y si no se logra avanzar por el
camino del armisticio, pues no habrá otro camino sino una
agudización de la guerra, y no sólo una intensificación de la
guerra en los campos sino una gradual invasión de la guerra en
nuestra vida cotidiana.
6. Colombia es un país muy complejo y así como hay guerra,
desamparo, delincuencia, una situación social catastrófica y
una situación de irresponsabilidad estatal que hace que cada
ciudadano esté solo, lo que produce, por supuesto, mucho
desorden, Aquí casi nadie reconoce realmente un principio de
autoridad, un principio de legitimidad. Hay un gran naufragio de
la legalidad, del derecho, de la justicia, que debería ser
estudiado desesperadamente por las universidades, por los
centros de enseñanza, y por todo el mundo.
El autor citado considera que, la principal labor que hoy
deberían cumplir por igual los intelectuales, los profesionales,
los centros de saber, los centros de orientación de la opinión
pública, es la construcción urgente de una conciencia nacional
solidaria, que nos haga sentirnos verdaderamente parte de una
comunidad dispuesta a caminar juntos a la conquista de algún
propósito.
Según :LUIS JORGE GARAY.2
Para avanzar en el análisis de la
crisis de la sociedad Colombiana, es necesario determinar las
expresiones más determinantes en el campo de las relaciones
sociales y en aquellas anomalías o problemas endémicos que
germinan y reproducen dinámicas perversas en el
ordenamiento social, y en las esferas económicas y políticas.
Procede luego el autor a caracterizar los frentes de la crisis.
Ellos serían:
2 Garay, Jorge Luis.” Construcción de una nueva sociedad”. Ed tercer mundo editores. Bogotá 1999.
12
1.SUBORDINACIÓN DE LO PÚBLICO.
En la búsqueda de la democracia como ordenamiento social en
el mundo, y el avance del proceso de globalización capitalista,
un problema de la sociedad Colombiana es la subordinación de
lo público a favor de intereses privilegiados y excluyentes, que
han adquirido poder político, económico, cultural y social de
manera tanto legitima como ilegitima.
El autor subraya que: la ausencia del sentido de lo público, ha
ido permeando la forma de proceder, el comportamiento y la
conducta de los ciudadanos, privilegiando intereses individuales
sobre el llamada ―Bien común‖.
2. DESLIGITIMACION DEL ESTADO.
La precaria legalidad del estado Colombiano ha favorecido el
resquebrajamiento de funciones y responsabilidades básicas e
inalienables de un estado democrático, como son: garantizar el
respeto de la democracia, los derechos humanos, asegurar la
irrestricta prevalencia de la ley en derecho y el monopolio en la
aplicación de la justicia, y la preservación del orden político y
social, así como la integridad territorial.
―En Colombia la desinstitucionalidad del estado ha llevado
a su paulatina sustitución por parte de grupos e intereses
privados poderosos en el arbitrio de relaciones políticas,
económicas ,culturales y sociales, relegándose el imperio
del ―bien común‖ a favor de propósitos individualistas o
grupales que no necesariamente reflejan el interés
colectivo perdurable‖.
3. PERDIDA DE CONVIVENCIA CIUDADANA.
Sin la prevalencia de la ley en derecho, se crean condiciones
propicias para el desarreglo social profundo al romperse las
reglas básicas de ―convivencia ciudadana‖. Esta convivencia
se ha de regir por un tipo de normas rectoras en derecho, de
13
índole persuasiva aunque también coactiva, acordadas por
mutuo entendimiento a través de un ―contrato social‖ entre
los miembros de la sociedad.
Otros elementos importantes tenidos en cuenta en el
desarrollo del presente programa académico en lo
referente a la convivencia fueron:
Con el avance de la erosión de la convivencia
ciudadana se va germinando y enraizando una
aculturación de la violencia, con la creciente utilización
del uso de la fuerza o la coacción o el poder de
influencia de grupos poderosos sobre otros grupos de la
población, para el logro de sus propósitos individuales,
egoístas e incluso, en ocasiones en contra de la
estabilidad social y de los intereses de carácter
público.
La enraizada fragmentación del tejido social, la
desligitimación del estado y la perdida de convivencia
ciudadana, se manifiestan en el deterioro de conductas
ciudadanas, al hacerlas proclives de lo que se puede
denominar: ―aculturación de la ilegalidad‖.
4.CONFLICTO ARMADO.
Otro problema adicional a los anteriores, es el conflicto armado,
el cual hoy es inclusive relacionado con actividades ilegales
como el narcotráfico ahondando más la crisis nacional.
El autor expone como nació el movimiento armado Colombiano:
inicialmente por la problemática del campo colombiano la
confrontación de los dos sistemas mundiales en el contexto de
la guerra fría, logrando con el tiempo consolidar su poder en
extensos territorios y desplazar el estado. Recientemente el
movimiento armado Colombiano ha sido erosionado por ― la
cultura de la ilegalidad mafiosa‖.
14
5. ILEGALIDAD Y NARCOTRAFICO.
El narcotráfico se desarrolla en nuestro país, tomando provecho
para su beneficio de las ventajas geográficas y estratégicas,
incidiendo de manera determinante en la fragmentación del
tejido social y generando graves problemas entre los cuales
sobresalen:
La falta de presencia territorial y la perdida de legitimidad
del estado.
El debilitamiento del imperio de la ley.
El rentismo. Relacionado con la reproducción del
clientelismo, la corrupción y la impunidad.
La crisis de representación política, al instaurarse una forma
de que hacer político a través de la intimidación y el uso de
la fuerza para asegurar lealtades partidistas.
En referencia a lo anterior, es necesario aclarar que la
ilegalidad no tiene como causa única al narcotráfico, ya que;
esta tiene raíces históricas en el país que no han sido resueltas
tales como: El contrabando, posesión ilegal de tierras, compra
de votos, adquisición privada de riquezas o bienes colectivos
etc, pero el narcotráfico se erige como un gran depredador
social al generar propuestas de vida que permiten corromper
axiológicamente al hombre Colombiano a la vez que genera una
nociva posibilidad de tomar decisiones y ejercer soluciones ―por
encima del estado y las leyes‖.
5. EL RENTISMO.
El cual consiste en la reproducción de prácticas impuestas de
facto por poderosos grupos en beneficio de su privilegiada
posición en la estructura política y económica del país, para la
satisfacción egoísta y excluyente de intereses propios a costa
de los intereses del resto de la población. Esta ―aculturación del
rentismo‖ trae graves problemas al funcionamiento de la
sociedad en el sentido que: propicia en actores clave del
sistema, la reproducción de valores, comportamientos y formas
de proceder contrarios a la legitimación e institucionalización
15
del estado, al perfeccionamiento de un ―verdadero‖ régimen de
mercado, a la instauración y representatividad de partidos
políticos voceros de pertenencias ideológicas de sus miembros
y actuantes como colectividad en procesos sociales bajo un
sistema democrático.
―Así, dicha aculturación resulta progresivamente contraria
al desarrollo de la cultura cívica – como contenido moral
de terminadas creencias acerca de la sociabilidad humana
y reconocimiento moral del individuo - , al fortalecimiento
del tejido social y a la prevalencia del ―bien común‖ y de lo
público sobre intereses individuales, egoístas y
excluyentes. Esta es una razón – aunque no la única – por
la cual un país como Colombia no ha podido alcanzar la
instauración de un estado social de derecho‖. 3
En la aculturación ―rentista‖ se encuentran concentrados los
elementos que permiten lo que Victoria Camps denomina: ―el
malestar de la vida pública‖ , ya que la corrupción , el
clientelismo, el caciquismo permiten que el ciudadano se
encuentre solo y en estado de indefensión frente a la sociedad y
frente a un estado débil que no le brinda ninguna posibilidad de
garantías.
1.1.4 PROBLEMAS ETICOS Y SOCIEDAD EN COLOMBIA.
Se trata aquí de desarrollar las violaciones a la ética ciudadana
que cotidianamente efectuamos los Colombianos los cuales, de
hecho permitirán a la escuela de ciencias sociales cimentar una
propuesta de formación ciudadana y democrática que permita
responder a las necesidades de la sociedad, en el largo proceso
de recuperación del ―estado social de bienestar‖ que tanto
anhelamos para nuestro país.
Tenemos desde los problemas más graves, como el problema de
la violencia, hasta los problemas más elementales de la vida
cotidiana, y las formas de reaccionar éticamente que hemos
3 Ver Garay, Luis Jorge. Op.cit:pags 10-15
16
inconscientemente incorporado los Colombianos. Muchos de
ellos provienen de situaciones internacionales, de cambios en
los valores con los cuales se orienta la vida de las personas en
el mundo actual, y esos cambios se promueven a través de los
medios de comunicación, o a través de otros mecanismos de
socialización, con los cuales convivimos y compartimos.
Tenemos también una gran cantidad de aportes nativos a las
dificultades en las que vivimos y eso explica de todas maneras
el hecho de que en los indicadores más bruscos el nivel de
desorden de la convivencia en Colombia sea mucho más grande
que en otras sociedades. Todos sabemos finalmente, en
términos de indicadores, que somos uno de los países más
violentos del mundo, probablemente el país más violento del
mundo en términos de una situación en la que esa violencia no
es el producto de una guerra abierta. Obviamente hay
momentos en que hay sociedades que han tenido un número
mucho mayor de homicidios que Colombia. Pero si nosotros
revisamos los últimos 15, 20 años y sumamos los homicidios,
hemos tenido muchos más homicidios que en la guerra de
Bosnia – Herzegovina y los países Balcánicos. Tuvimos muchos
más muertos que muchas guerras abiertas europeas, y una
ciudad como Medellín, de todas maneras todavía hoy, en una
semana normal, tiene muchos más homicidios que países
afectados por situaciones terroristas como por ejemplo Irlanda
o los muertos que genera la guerra de los vascos en España a lo
largo de un año.
De manera que tenemos unas situaciones muy especiales. Y
fuera de eso, esas situaciones se dan en condiciones en las que
uno de los factores explicativos existen también en otras
sociedades. Por ejemplo, la sociedad colombiana es una
sociedad con una gran cantidad de iniquidades sociales en la
cual hay elementos de discriminación y de exclusión social muy
fuertes, pero que no son mucho más fuertes que por ejemplo los
que existen en el Brasil. Y Colombia, que tiene la quinta parte
de la población del Brasil, produce más muertos anuales que
Brasil. En realidad son cifras muy similares. Una sociedad tan
llena también de iniquidades en muchos aspectos como los
Estados Unidos, produce al año un número de homicidios que es
17
inferior al colombiano a pesar de que tiene una población más o
menos de unas ocho veces la población colombiana.
Hay algo especial que ha hecho que los niveles de violencia
sean tan grandes, y que también en la vida cotidiana, nuestra
ruptura con las normas tradicionales de convivencia sean tan
fuerte.
Entro los argumentos de la ética Kantiana que continuamente
violamos los Colombianos podemos citar los siguientes:4
1. ―Todo lo que yo hago debe ser posible generalizarlo sin
que la convivencia se destruya‖. Frente a este principio,
hay muchas personas que actúan en forma utilitarista, es
decir que calculan el beneficio y ajustan su actitud ética a
ello.
Lo anterior se expresa en:
Negar el resultado positivo siempre y cuando los demás
ciudadanos obtengan el mismo resultado.
―la culpa la tiene el otro‖
Si me perjudico yo, nos perjudicamos todos‖.
La doble moral frente al contrabando
La evasión de impuestos.
La compra de productos robados.
2. Nuestra ética no respalda la sanción de las personas y la
aplicación de la ley. En esto nos diferenciamos de otras
sociedades. Esto se expresa en:
La impunidad.
El convertir la generalización del incidente en argumento
para no castigar.
3. El principio Kantiano de no utilizar al otro como medio, de
no convertir al hombre en un objeto manipulable es
4 Ver: Melo, Jorge Orlando. Etica y sociedad en Colombia. Conferencia en Ateneo Porfirio Barba Jacob.
Medellín septiembre de 1998.
Ver: Rivera Gildardo. “ Reconstrucción axiológica como perspectiva de formación ciudadana hacia el
siglo XXI. Trabajo de año sabático UTP.
18
sistemáticamente violada en Colombia. Ej:– el secuestro -
.
El Doctor: HERNANDO GOMEZ BUENDIA.5
Ve como rasgo más
chocante de la ―personalidad Colombiana‖ el que trata de
nuestra asombrosa incapacidad para resolver conflictos. Ni en
la vida diaria ni – sobre todo – en la vida pública, hemos logrado
adoptar las tres premisas para manejar adecuadamente las
desavenencias que siempre surgirán entre los individuos o los
grupos. Estas premisas obviamente son retomadas de los
principios de racionalidad Kantiana :
1. reconocer la legitimidad del otro y de sus intereses.
2. Someterse a unas reglas preestablecidas.
3. Contar con un arbitro eficaz en caso de desacuerdo.
Continua el profesor Buendía:
― La falta del primer requisito es la raíz de nuestra intolerancia,
nuestra manía de negar al otro y nuestra agresividad
generalizada. La falta del segundo, explica tanto la violación
extendida de la ley, como el cambio de leyes (para ajustarlas a
uno u otro bando). La ausencia de árbitros se resume en el
hecho apabullante de que nuestro sistema de justicia no
funciona.
Estos tres hechos no son accidentales. Son el reflejo obligado
de nuestro modo de organización social, cuya clave consiste en
premiar la viveza individual por encima de la racionalidad
colectiva. Este modo de organización social debilita las tres
premisas necesarias parra tramitar el conflicto en tanto que:
El otro no es una contraparte legitima sino un estorbo para
nuestros propios fines..
Hay una regla suprema – ― aproveche cada vez que pueda‖ – y
suspenda y contradiga todas las reglas.
5 Gómez,Buendía Hernando. “ El lío de Colombia” ¿por qué no logramos salir de la crisis? . ed TM .
Bogotá. Octubre de 2000.
19
Los árbitros también siguen su propia lógica de formalismos
jurídicos e intereses gremiales que les impiden aplicar
justicia‖.
Coincide el autor antes mencionado, con Victoria Camps al
anotar que: Somos un país postmoderno que no lo sabe.
Saltamos del medioevo a la postmodernidad sin hacer escala en
la modernidad, y aquí llega el detalle fatal: la modernidad de
occidente consistió nada menos que en construir una esfera de
verdad compartida, una verdad pública y una ética pública,
donde convergen y desde donde son posibles las verdades
distintas y las distintas moralidades que coexisten en las
sociedades postmodernas.
20
LECTURA 3: EL APRENDIZAJE HUMANO.
En alguna parte dice Graham Greene que «ser humano es
también un deber». Se refería probablemente a esos atributos
como la compasión por el prójimo, la solidaridad o la
benevolencia hacia los demás que suelen considerarse rasgos
propios de las personas «muy humanas», es decir aquellas que
han saboreado «la leche de la humana ternura», según la
hermosa expresión shakespeariana. Es un deber moral,
entiende Greene, llegar a ser humano de tal modo. Y si es un
deber cabe inferir que no se trata de algo fatal o necesario (no
diríamos que morir es un «deber», puesto que a todos
irremediablemente nos ocurre): habrá pues quien ni siquiera
intente ser humano o quien lo intente y no lo logre, junto a los
que triunfen en ese noble empeño. Es curioso este uso del
adjetivo «humano», que convierte en objetivo lo que diríamos
que es inevitable punto de partida. Nacemos humanos pero eso
no basta: tenemos también que llegar a Serlo. ¡Y se da por
supuesto que podemos fracasar en el intento o rechazar la
ocasión misma de intentarlo! Recordemos que Píndaro, el gran
poeta griego, recomendó enigmáticamente: «Llega a ser el que
eres.»
Desde luego, en la cita de Graham Greene y en el uso común
valorativo de la palabra se emplea «humano» como una especie
de ideal y no sencillamente como la denominación específica de
una clase de mamíferos parientes de los gorilas y los
chimpancés. Pero hay una importante verdad antropológica
insinuada en ese empleo de la voz «humano»: los humanos
nacemos siéndolo ya pero no lo somos del todo hasta después.
Aunque no concedamos a la noción de «humano» ninguna
especial relevancia moral, aunque aceptemos que también la
cruel lady Macbeth era humana —pese a serle extraña o
repugnante la leche de la humana amabilidad— y que son
humanos y hasta demasiado humanos los tiranos, los asesinos,
los violadores brutales y los torturadores de niños... sigue
siendo cierto que la humanidad plena no es simplemente algo
biológico, una determinación genéticamente programada como
la que hace alcachofas a las alcachofas y pulpos a los pulpos.
21
Los demás seres vivos nacen ya siendo lo que definitivamente
son, lo que irremediablemente van a ser pase lo que pase,
mientras que de los humanos lo más que parece prudente decir
es que nacemos para la humanidad. Nuestra humanidad
biológica necesita una confirmación posterior, algo así como un
segundo nacimiento en el que por medio de nuestro propio
esfuerzo y de la relación con otros humanos se confirme
definitivamente el primero. Hay que nacer para humano, pero
sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos
contagian su humanidad a propósito... y con nuestra
complicidad. La condición humana es en parte espontaneidad
natural pero también deliberación artificial: llegar a ser humano
del todo —sea humano bueno o humano malo— es siempre un
arte.
A este proceso peculiar los antropólogos lo llaman neotenia.
Esta palabreja quiere indicar que los humanos nacemos
aparentemente demasiado pronto, sin cuajar del todo: somos
como esos condumios precocinados que para hacerse
plenamente comestibles necesitan todavía diez minutos en el
microondas o un cuarto de hora al baño María tras salir del
paquete... Todos los nacimientos humanos son en cierto modo
prematuros: nacemos demasiado pequeños hasta para ser crías
de mamífero respetables. Comparemos un niño y un chimpancé
recién nacidos. Al principio, el contraste es evidente entre las
incipientes habilidades del monito y el completo desamparo del
bebé. La cría de chimpancé pronto es capaz de agarrarse al
pelo de la madre para ser transportado de un lado a otro,
mientras que el retoño humano prefiere llorar o sonreír para que
le cojan en brazos: depende absolutamente de la atención que
se le preste. Según va creciendo, el pequeño antropoide
multiplica rápidamente su destreza y en comparación el niño
resulta lentísimo en la superación de su invalidez originaria. El
mono está programado para arreglárselas sólito como buen
mono cuanto antes —es decir, para hacerse pronto adulto—,
pero el bebé en cambio parece diseñado para mantenerse
infantil y minusválido el mayor tiempo posible: cuanto más
tiempo dependa vitalmente de su enlace orgánico con los otros,
mejor. Incluso su propio aspecto físico refuerza esta diferencia,
al seguir lampiño y rosado junto al monito cada vez más velludo:
como dice el título famoso del libro de Desmond Morris, es un
22
«mono desnudo», es decir un mono inmaduro, perpetuamente
infantilizado, un antropoide impúber junto al chimpancé que
pronto diríase que necesita un buen afeitado...
Sin embargo, paulatina pero inexorablemente los recursos
del niño se multiplican en tanto que el mono empieza a
repetirse. El chimpancé hace pronto bien lo que tiene que
hacer, pero no tarda demasiado en completar su repertorio. Por
supuesto, sigue esporádicamente aprendiendo algo (sobre todo
si está en cautividad y se lo enseña un humano) pero ya
proporciona pocas sorpresas, sobre todo al lado de la
aparentemente inacabable disposición para aprender todo tipo
de mañas, desde las más sencillas a las más sofisticadas, que
desarrolla el niño mientras crece. Sucede de vez en cuando que
algún entusiasta se admira ante la habilidad de un chimpancé y
lo proclama «más inteligente que los humanos», olvidando
desde luego que si un humano mostrase la misma destreza
pasaría inadvertido y si no mostrase destrezas mayores sería
tomado por imbécil irrecuperable. En una palabra, el chimpancé
—como otros mamíferos superiores— madura antes que el niño
humano pero también envejece mucho antes con la más
irreversible de las ancianidades: no ser ya capaz de aprender
nada nuevo. En cambio, los individuos de nuestra especie
permanecen hasta el final de sus días inmaduros, tanteantes y
falibles pero siempre en cierto sentido juveniles, es decir,
abiertos a nuevos saberes. Al médico que le recomendaba
cuidarse si no quería morir joven, Robert Louis Stevenson le
repuso: «¡Ay, doctor, todos los hombres mueren jóvenes!» Es
una profunda y poética verdad.
Neotenia significa pues «plasticidad o disponibilidad juvenil»
(los pedagogos hablan de educabilidad) pero también implica
una trama de relaciones necesarias con otros seres humanos.
El niño pasa por dos gestaciones: la primera en el útero materno
según determinismos biológicos y la segunda en la matriz social
en que se cría, sometido a variadísimas determinaciones
simbólicas —el lenguaje la primera de todas— y a usos rituales
y técnicos propios de su cultura. La posibilidad de ser humano
sólo se realiza efectivamente por medio de los demás, de los
semejantes, es decir de aquellos a los que el niño hará
23
enseguida todo lo posible por parecerse. Esta disposición
mimética, la voluntad de imitar a los congéneres, también
existe en los antropoides pero está multiplicada enormemente
en el mono humano: somos ante todo monos de imitación y es
por medio de la imitación por lo que llegamos a ser algo más
que monos. Lo específico de la sociedad humana es que sus
miembros no se convierten en modelos para los más jóvenes de
modo accidental, inadvertidamente, sino de forma intencional y
conspicua. Los jóvenes chimpancés se fijan en lo que hacen sus
mayores; los niños son obligados por los mayores a fijarse en lo
que hay que hacer. Los adultos humanos reclaman la atención
de sus crías y escenifican ante ellos las maneras de la
humanidad, para que las aprendan. De hecho, por medio de los
estímulos de placer o de dolor, prácticamente todo en la
sociedad humana tiene una intención decididamente
pedagógica. La comunidad en la que el niño nace implica que se
verá obligado a aprender y también las peculiaridades de ese
aprendizaje. Hace casi ochenta años, en su artículo «The
Superorganic» aparecido en American Anthropologist, lo expuso
Alfred L. Kroeber: «La distinción que cuenta entre el animal y el
hombre no es la que se da entre lo físico y lo mental, que no es
más que de grado relativo, sino la que hay entre lo orgánico y lo
social... Bach, nacido en el Congo en lugar de en Sajonia, no
habría producido ni el menor fragmento de una coral o una
sonata, aunque podemos confiar en que hubiera superado a sus
compatriotas en alguna otra forma de música.»
Hay otra diferencia importante entre la imitación ocasional
que practican los antropoides respecto a los adultos de su
grupo —por la que aprenden ciertas destrezas necesarias— y la
que podríamos llamar imitación forzosa a la que los retoños
humanos se ven socialmente compelidos. Estriba en algo
decisivo que sólo se da al parecer entre los humanos: la
constatación de la ignorancia. Los miembros de la sociedad
humana no sólo saben lo que saben, sino que también perciben
y persiguen corregir la ignorancia de los que aún no saben o de
quienes creen saber erróneamente algo. Como señala Jerome
Bruner, un destacado psicólogo americano que ha prestado
especial interés al tema educativo, «la incapacidad de los
primates no humanos para adscribir ignorancia o falsas
24
creencias a sus jóvenes puede explicar su ausencia de
esfuerzos pedagógicos, porque sólo cuando se reconocen esos
estados se intenta corregir la deficiencia por medio de la
demostración, la explicación o la discusión. Incluso los más
"culturizados" chimpancés muestran poco o nada de esta
atribución que conduce a la actividad educativa». Y concluye:
«Si no hay atribución de ignorancia, tampoco habrá esfuerzo por
enseñar.» Es decir que para rentabilizar de modo
pedagógicamente estimulante lo que uno sabe hay que
comprender también que otro no lo sabe... y que consideramos
deseable que lo sepa. La enseñanza voluntaria y decidida no se
origina en la constatación de conocimientos compartidos sino
en la evidencia de que hay semejantes que aún no los
comparten.
Por medio de los procesos educativos el grupo social intenta
remediar la ignorancia amnésica (Platón dixit) con la que
naturalmente todos venimos al mundo. Donde se da por
descontado que todo el mundo sabe, o que cada cual sabrá lo
que le conviene, o que da lo mismo saber que ignorar, no puede
haber educación... ni por tanto verdadera humanidad. Ser
humano consiste en la vocación de compartir lo que ya
sabemos entre todos, enseñando a los recién llegados al grupo
cuanto deben conocer para hacerse socialmente válidos.
Enseñar es siempre enseñar al que no sabe y quien no indaga,
constata y deplora la ignorancia ajena no puede ser maestro,
por mucho que sepa. Repito: tan crucial en la dialéctica del
aprendizaje es lo que saben los que enseñan como lo que aún
no saben los que deben aprender. Éste es un punto importante
que debemos tener en cuenta cuando más adelante tratemos de
los exámenes y de otras pruebas a menudo plausiblemente
denostadas que pretenden establecer el nivel de conocimientos
de los aprendices.
El proceso educativo puede ser informal (a través de los
padres o de cualquier adulto dispuesto a dar lecciones) o
formal, es decir efectuado por una persona o grupo de personas
socialmente designadas para ello. La primera titulación
requerida para poder enseñar, formal o informalmente y en
cualquier tipo de sociedad, es haber vivido: la veteranía siempre
25
es un grado. De aquí proviene sin duda la indudable presión
evolutiva hacia la supervivencia de ancianos en las sociedades
humanas. Los grupos con mayor índice de supervivencia
siempre han debido ser los más capaces de educar y preparar
bien a sus miembros jóvenes: estos grupos han tenido que
contar con ancianos (¿treinta, cincuenta años?) que conviviesen
el mayor tiempo posible con los niños, para ir enseñándoles. Y
también la selección evolutiva ha debido premiar a las
comunidades en las cuales se daban mejores relaciones entre
viejos y jóvenes, más afectuosas y comunicativas. La
supervivencia biológica del individuo justifica la cohesión
familiar pero probablemente ha sido la necesidad de educar la
causante de lazos sociales que van más allá del núcleo
procreador.
Creo que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la
sociedad quien ha inventado la educación sino el afán de
educar y de hacer convivir armónicamente maestros con
discípulos durante el mayor tiempo posible, lo que ha creado
finalmente la sociedad humana y ha reforzado sus vínculos
afectivos más allá del estricto ámbito familiar. Y es importante
subrayar por tanto que el amor posibilita y sin duda potencia el
aprendizaje pero no puede sustituirlo. También los animales
quieren a sus hijos, pero lo propio de la humanidad es la
compleja combinación de amor y pedagogía. Lo ha señalado
bien John Passmore en su excelente Filosofía de la enseñanza:
«Que todos los seres humanos enseñan es, en muchos sentidos,
su aspecto más importante: el hecho en virtud del cual, y a
diferencia de otros miembros del reino animal, pueden
transmitir las características adquiridas. Si renunciaran a la
enseñanza y se contentaran con el amor, perderían su rasgo
distintivo.»
De cuanto venimos diciendo se deduce lo absurdo y hasta
inhumano de los recurrentes movimientos antieducativos que se
han dado una y otra vez a lo largo de la historia, en ciertas
épocas en nombre de alguna iluminación religiosa que prefiere
la ingenuidad de la fe a los artificios del saber y en la
modernidad invocando la «espontaneidad» y «creatividad» del
niño frente a cualquier disciplina coercitiva. Habremos de volver
26
sobre ello pero adelantemos ahora algo. Si la cultura puede
definirse, al modo de Jean Rostand, como «lo que el hombre
añade al hombre», la educación es el acuñamiento efectivo de
lo humano allí donde sólo existe como posibilidad. Antes de ser
educado no hay en el niño ninguna personalidad propia que la
enseñanza avasalle sino sólo una serie de disposiciones
genéricas fruto del azar biológico: a través del aprendizaje (no
sólo sometiéndose a él sino también rebelándose contra él e
innovando a partir de él) se fraguará su identidad personal
irrepetible. Por supuesto, se trata de una forma de
condicionamiento pero que no pone fin a cualquier prístina
libertad originaria sino que posibilita precisamente la eclosión
eficaz de lo que humanamente llamamos libertad. La peor de las
educaciones potencia la humanidad del sujeto con su
condicionamiento, mientras que un ilusorio limbo silvestre
incondicionado no haría más que bloquearla indefinidamente.
Según señaló el psicoanalista y antropólogo Géza Roheim, «es
una paradoja intentar conocer la naturaleza humana no
condicionada pues la esencia de la naturaleza humana es estar
condicionada». De aquí la importancia de reflexionar sobre el
mejor modo de tal condicionamiento.
El hombre llega a serlo a través del aprendizaje. Pero ese
aprendizaje humanizador tiene un rasgo distintivo que es lo que
más cuenta de él. Si el hombre fuese solamente un animal que
aprende, podría bastarle aprender de su propia experiencia y del
trato con las cosas. Sería un proceso muy largo que obligaría a
cada ser humano a empezar prácticamente desde cero, pero en
todo caso no hay nada imposible en ello. De hecho, buena parte
de nuestros conocimientos más elementales los adquirimos de
esa forma, a base de frotarnos grata o dolorosamente con las
realidades del mundo que nos rodea. Pero si no tuviésemos otro
modo de aprendizaje, aunque quizá lográramos sobrevivir
físicamente todavía nos iba a faltar lo que de específicamente
humanizador tiene el proceso educativo. Porque lo propio del
hombre no es tanto el mero aprender como el aprender de otros
hombres, ser enseñado por ellos. Nuestro maestro no es el
mundo, las cosas, los sucesos naturales, ni siquiera ese
conjunto de técnicas y rituales que llamamos «cultura» sino la
vinculación intersubjetiva con otras conciencias.
27
En su choza de la playa, Tarzán quizá puede aprender a leer
por sí solo y ponerse al día en historia, geografía o matemáticas
utilizando la biblioteca de sus padres muertos, pero sigue sin
haber recibido una educación humana que no obtendrá hasta
conocer mucho después a Jane, a los watuzi y demás humanos
que se le acercarán... a la Chita callando. Éste es un punto
esencial, que a veces el entusiasmo por la cultura como
acumulación de saberes (o por cada cultura como supuesta
«identidad colectiva») tiende a pasar por alto. Algunos
antropólogos perspicaces han corregido este énfasis, como
hace Michael Carrithers: «Sostengo que los individuos
interrelacionándose y el carácter interactivo de la vida social
son ligeramente más importantes, más verdaderos, que esos
objetos que denominamos cultura. Según la teoría cultural, las
personas hacen cosas en razón de su cultura; según la teoría de
la sociabilidad, las personas hacen cosas con, para y en
relación con los demás, utilizando medios que podemos
describir, si lo deseamos, como culturales.» El destino de cada
humano no es la cultura, ni siquiera estrictamente la sociedad
en cuanto institución, sino los semejantes. Y precisamente la
lección fundamental de la educación no puede venir más que a
corroborar este punto básico y debe partir de él para transmitir
los saberes humanamente relevantes.
Por decirlo de una vez: el hecho de enseñar a nuestros
semejantes y de aprender de nuestros semejantes es más
importante para el establecimiento de nuestra humanidad que
cualquiera de los conocimientos concretos que así se perpetúan
o transmiten. De las cosas podemos aprender efectos o modos
de funcionamiento, tal como el chimpancé despierto —tras
diversos tanteos— atina a empalmar dos cañas para alcanzar el
racimo de plátanos que pende del techo; pero del comercio
intersubjetivo con los semejantes aprendemos significados. Y
también todo el debate y la negociación interpersonal que
establece la vigencia siempre movediza de los significados. La
vida humana consiste en habitar un mundo en el que las cosas
no sólo son lo que son sino que también significan; pero lo más
humano de todo es comprender qué, si bien lo que sea la
realidad no depende de nosotros, lo que la realidad significa sí
resulta competencia, problema y en cierta medida opción
28
nuestra. Y por «significado» no hay que entender una cualidad
misteriosa de las cosas en sí mismas sino la forma mental que
les damos los humanos para relacionarnos unos con otros por
medio de ellas.
Puede aprenderse mucho sobre lo que nos rodea sin que
nadie nos lo enseñe ni directa ni indirectamente (adquirimos
gran parte de nuestros conocimientos más funcionales así),
pero en cambio la llave para entrar en el jardín simbólico de los
significados siempre tenemos que pedírsela a nuestros
semejantes. De aquí el profundo error actual (bien comentado
por Jerome Bruner en la obra antes citada) de homologar la
dialéctica educativa con el sistema por el que se programa la
información de los ordenadores. No es lo mismo procesar
información que comprender significados. Ni mucho menos es
igual que participar en la transformación de los significados o
en la creación de otros nuevos. Y la objeción contra ese símil
cognitivo profundamente inaceptable va más allá de la
distinción tópica entre «información» y «educación» que
veremos en el capítulo siguiente. Incluso para procesar
información humanamente útil hace falta previa y básicamente
haber recibido entrenamiento en la comprensión de
significados. Porque el significado es lo que yo no puedo
inventar, adquirir ni sostener en aislamiento sino que depende
de la mente de los otros: es decir, de la capacidad de participar
en la mente de los otros en que consiste mi propia existencia
como ser mental. La verdadera educación no sólo consiste en
enseñar a pensar sino también en aprender a pensar sobre lo
que se piensa y este momento reflexivo —el que con mayor
nitidez marca nuestro salto evolutivo respecto a otras
especies— exige constatar nuestra pertenencia a una
comunidad de criaturas pensantes. Todo puede ser privado e
inefable —sensaciones, pulsiones, deseos...— menos aquello
que nos hace partícipes de un universo simbólico y a lo que
llamamos «humanidad».
En sus lúcidas Reflexiones sobre la educación, Kant
constata el hecho de que la educación nos viene siempre de
otros seres humanos («hay que hacer notar que el hombre sólo
es educado por hombres y por hombres que a su vez fueron
29
educados») y señala las limitaciones que derivan de tal
magisterio: las carencias de los que instruyen reducen las
posibilidades de perfectibilidad por vía educativa de sus
alumnos. «Si por una vez un ser de naturaleza superior se
encargase de nuestra educación —suspira Kant— se vería por
fin lo que se puede hacer del hombre.» Este desideratum
kantiano me recuerda una inteligente novela de ciencia ficción
de Arthur C. Clarke titulada El fin de la infancia: una nave
extraterrestre llega a nuestro planeta y desde su interior,
siempre oculto, un ser superior pacifica a nuestros turbulentos
congéneres y los instruye de mil modos. Al final, el benefactor
alienígena se revela al mundo, al que sobrecoge con su aspecto
físico, pues tiene cuernos, rabo y patas de macho cabrío: ¡si se
hubiera mostrado demasiado pronto, nadie habría prestado
respetuosa atención a sus enseñanzas ni hubiera sido posible
convencer a los hombres de su buena voluntad! En tales formas
de pedagogía superior —sean diablos, ángeles, marcianos o
Dios mismo quienes compongan el equipo docente, como
parece anhelar Kant, al menos retóricamente— las ventajas no
compensarían los inconvenientes, porque se perdería siempre
algo esencial: el parentesco entre enseñantes y enseñados. La
principal asignatura que se enseñan los hombres unos a otros
es en qué consiste ser hombre, y esa materia, por muchas que
sean sus restantes deficiencias, la conocen mejor los humanos
mismos que los seres sobrenaturales o los habitantes
hipotéticos de las estrellas. Cualquier pedagogía que proviniese
de una fuente distinta nos privaría de la lección esencial, la de
ver la vida y las cosas con ojos humanos.
Hasta tal punto es así que el primer objetivo de la educación
consiste en hacernos conscientes de la realidad de nuestros
semejantes. Es decir: tenemos que aprender a leer sus mentes,
lo cual no equivale simplemente a la destreza estratégica de
prevenir sus reacciones y adelantarnos a ellas para
condicionarlas en nuestro beneficio, sino que implica ante todo
atribuirles estados mentales como los nuestros y de los que
depende la propia calidad de los nuestros. Lo cual implica
considerarles sujetos y no meros objetos; protagonistas de su
vida y no meros comparsas vacíos de la nuestra. El poeta Auden
hizo notar que «la gente nos parece "real", es decir parte de
30
nuestra vida, en la medida en que somos conscientes de que
nuestras respectivas voluntades se modifican entre sí». Ésta es
la base del proceso de socialización (y también el fundamento
de cualquier ética sana), sin duda, pero primordialmente el
fundamento de la humanización efectiva de los humanos
potenciales, siempre que a la noción de «voluntad» manejada
por Auden se le conceda su debida dimensión de «participación
en lo significativo». La realidad de nuestros semejantes implica
que todos protagonizamos el mismo cuento: ellos cuentan para
nosotros, nos cuentan cosas y con su escucha hacen
significativo el cuento que nosotros también vamos contando...
Nadie es sujeto en la soledad y el aislamiento, sino que siempre
se es sujeto entre sujetos: el sentido de la vida humana no es
un monólogo sino que proviene del intercambio de sentidos, de
la polifonía coral. Antes que nada, la educación es la revelación
de los demás, de la condición humana como un concierto de
complicidades irremediables.
Quizá mucho de lo que vengo diciendo en estas últimas
páginas resulte para algunos lectores demasiado abstracto,
pero me parece cimiento imprescindible sin el que sería
imposible exponer el resto de estas reflexiones. Quisiera aquí
iniciarse una elemental filosofía de la educación y toda filosofía
obliga a mirar las cosas desde arriba, para que la ojeada
abarque lo esencial desde el pasado hasta el presente y quizá
apunte auroras de futuro. Pido pues excusas, suplico la
relectura paciente y benevolente de los párrafos recién
concluidos y sigo adelante.
Fernando Sabater
31
LECTURA 4: LA MUERTE PARA EMPEZAR .
Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que
antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez
años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y
estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en
el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación
contigua mis padres charlaban sin estridencias mientras se
desvestían y mi madre había puesto la radio que dejaría sonar
hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto
me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era
lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!,
¡no había escapatoria! No sólo tendría que soportar la muerte de
mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis
padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que
morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan
incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan
irremediablemente personal.
A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo
les pueden pasar a los mayores: repentinamente se me reveló la
primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de
todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme,
naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de
que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis
hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me
sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a
morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto
ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me
alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro.
Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase
mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me
daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la
verdadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de
32
la que todas las demás muertes no serían más que ensayos
dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por
queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía
personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo
pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el
darme cuenta de que iba a morirme -yo, yo mismo también parte
de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de
ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a
nadie más?Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por
fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia
entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un
pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me
comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o
prestado como la bicicleta que te dejan para dar un paseo. Un
pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo
podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía
subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no
sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a
hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque
todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi
educación piadosa, no me parecieron ni por un momento alivios
de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya
mi primer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano
lego recién fallecido expuesto en el atrio de la iglesia de los
jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y
yo oíamos la misa dominical.
Parecía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que
había visto en algunos altares, pero con la diferencia de que yo
sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo»,
me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin
duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno,
estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde
luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el
cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive
33
en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de
gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea
ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han
tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la
padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte
impensable, empecé a pensar.
Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en
cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedicado a la
muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos?
¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor?
Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a
partir de mi propia experiencia intelectual y en mi caso fue la
revelación de la muerte -de mi muerte- como certidumbre lo que
me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte
no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno
pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace
madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales
(los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que
el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las
familias atroces donde los niños viven desde muy pronto
amenazados por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden
por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego
crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros.
Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos
humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en
«mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía
con la misma palabra, como debe ser. Las plantas y los
animales no son mortales porque no saben que van a morir, no
saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca
su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte.
Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la
enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su
abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal
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quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque
también podríamos decir que ni las plantas ni los animales
están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo
estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los
mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso
precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses
inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que
estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso
porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como
nosotros y como nosotros tuvo que morir.
Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar
la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco
pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la
filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo
que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo
vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al
hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también
en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por
muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón,
Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué
otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar
sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la
certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e
irrepetible- algo tan mortalmente importante para mí. Todas las
tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia
ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la
muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para
cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo,
una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a
favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la
muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para
verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para
evitar morir) y nada en que pensar.
Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen
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iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo:
Todos los hombres son mortales;
Sócrates es hombre
Luego Sócrates es mortal.
No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience
recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte,
en una argumentación por cierto que nos condena también a
muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es
igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu
nombre,lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación
va más allá de la mera corrección lógica. Si decimos
Todo A es B
C es A
luego
C es B
Seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las
implicaciones materiales del asunto han cambiado
considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A,
pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser
mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda
seca pero claramente establecido el paso entre una
constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a
todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien
(Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio
parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego
convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida
en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda
diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo
terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la
inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre
como sujeto me revela lo único e irreductible de mi
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individualidad, el asombro que me constituye: Murieron otros,
pero ello aconteció en el pasado, Que es la estación (nadie lo
ignora) más propicia [a la muerte.
¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur, Muera como
tuvieron que morir las rosas y Murieron otros, murieron todos,
morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la
amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en
los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los
protagonistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito
de Yaqub Almansur o Almanzor, Aristóteles...) están ya
necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse
en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy:
y no por planteárselo escaparon a él...De modo que la muerte no
sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo
necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara
estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es
hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista
fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva).
Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que
ejemplifica la necesidad misma («necesario» es
etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que
no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas
conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una
de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible:
nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que
nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente
el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian
Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración
nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas,
sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte
misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo
de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la
sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir,
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para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho
cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a
rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el
desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera
logrado que Admito escapase para siempre a su destino mortal,
sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con
la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con
otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como
comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de
todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que
debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo
hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían
alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy
seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más
indudables que tenemos) pero no nos la hacen más familiar ni
menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más
desconocido. Sabemos cuándo alguien está muerto pero
ignoramos qué es morirse visto desde dentro.
Creo saber más o menos lo que es morirse, pero no lo que es
morirme. Algunas grandes obras literarias -como el
incomparable relato de León Tolstói La muerte de Iván Illich o la
tragicomedia de Eugéne Ionesco El rey se muere- pueden
aproximarnos a una comprensión mejor del asunto, aunque
dejando siempre abiertos los interrogantes fundamentales. Por
lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte
muchas leyendas, muchas promesas y amenazas, muchos
cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente
como la especie humana, es decir, como esos animales que se
hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y
que forman la base universal de las religiones. Bien mirado,
todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la
muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte,
dioses que reparten premios, castigos o reencarnación, dioses
que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales.
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Ante todo, los dioses son inmortales: nunca mueren y cuando
juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa,
pasan por una metamorfosis.
En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido
para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no
habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los
humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...
Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la
muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran
epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se
compuso en Sumeria aproximadamente 2.700 años a. de C.
Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y
cazadores, se enfrentan a la diosa Is-thar, que da muerte a
Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio
de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para
siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla.
Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo
los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual
Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino
de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que
conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el
Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de Hornero, Ulises
convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acude su
antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan
majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le
confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el
mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada
deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras
religiones posteriores, como la cristiana, prometen una
existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para
quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por
contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas torturas a
los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal
promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera.
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La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está
hecha de cambios, de oscilaciones entre lo mejor y lo peor, de
imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena
son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero
no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones
con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo
prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo
que la vida humana, que nuestra vida.
Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la
posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sostuvo con fiero
ahínco que sabernos mortales como especie pero no querer
morirnos-como personas es precisamente lo que individualiza a
cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte - sobre
todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida-
pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el
otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es
decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino
como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se
plantea un serio problema teórico porque si nuestra
individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la
muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo
Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese
muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible
con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la
muerte estuviese presente pero como posibilidad
perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no
llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera
como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el
sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...
Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o
malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y
contradictorio. Un intento de no tomarse la muerte en serio, de
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considerarla mera apariencia. Incluso una pretensión de
rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es
decir, nuestra humanidad misma. Es paradójico que
denominemos habitualmente «creyentes» a las personas de
convicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre
todo no es aquello en lo que creen (cosas misteriosamente
vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más
obvio, necesario y omnipresente, es decir, en la muerte. Los
llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que
niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más
sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir
pero no podemos imaginarnos realmente muertos- es la de
Hamlet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice:
«Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una
especie de
supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a
nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien
profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos
al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad
asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando
estamos quietos, con los ojos cerrados, aparentemente
ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños
viajamos por
distintos paisajes, hablamos, reímos o amamos... ¿por qué a los
muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los
sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y
las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede
decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la
Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe
sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la
muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar...
Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que
suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero
sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte
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propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo
terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que
no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo.
Aunque ser algo -o mejor dicho, alguien- no carezca de
incomodidades y sufrimientos, no ser nada parece todavía
mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Meneceo, el sabio
Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser
nada temible para quien reflexione sobre ella. Por supuesto, los
verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para
asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a
juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su
propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca
coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la
muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es
decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos
morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería
quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo
presente pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa
evidentemente absurda y contradictoria. Esta argumentación de
Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de
tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos
tan razonables como Epicuro hubiera querido.
¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante
mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo sufrir en modo
alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo
«ir» sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de todo sitio
donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio,
el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este
paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables:Mira
también los siglos infinitos que han precedido a nuestro
nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos
nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último,
después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y
enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño?
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Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos
entre los vivos resulta tan caprichoso como preocuparse por los
años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni
antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos
dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la
muerte nos hiere a través de la imaginación -¡pobre de mí, todos
tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo, que
ya nunca más, nunca más...!- es precisamente ahora que
todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco
más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como
el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la
hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio
Lucrecio quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna
la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien,
nosotros seremos mortales pero de la muerte eterna ya nos
hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un
cierto tiempo -los días, meses o años que hemos vivido, cada
instante que seguimos viviendo- y ese tiempo pase lo que pase
siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca
suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente
morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces
que nunca han sido -Lichten-berg- daba la razón a Lucrecio en
uno de sus célebres aforismos:
«¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un
estado en el que sabíamos del presente menos de lo que
sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo
que el presente es al futuro».
Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado
de Lucrecio y alguna precisamente a partir de lo observado por
Lichtenberg. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que
echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto
que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme
perdiendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido,
conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la
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muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa
de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los
males futuros son peores que los pasados porque nos torturan
ya con su temor desde ahora mismo. Hace tres años padecí una
operación de riñón; supongamos que supiese con certeza que
dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la
operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera
dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo:
la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me
está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen
objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es
tan inquietante un recuerdo desagradable como una amenaza.
En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el
daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.
De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la
fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo
seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus
Máximas asegura el duque de La Ro-chefoucauíd que «ni el sol
ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién
inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no
sabe por dónde cogerla. Vladimir Jankélevitch, un pensador
contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no
sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la
siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos
aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección.
Existe en castellano una copla popular que se inclina también
por la siesta, diciendo más o menos así:
Cuando algunas veces pienso
que me tengo que morir,
tiendo la manta en el suelo
y me harto de dormir.
Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la
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angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, porque muy bien
pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, oscilando
entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira
pero no ve nada. ¡Mal dilema!
En cambio, uno de los mayores filósofos, Spinoza, considera que
este bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre libre en nada
piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una
meditación de la muerte,.sino de la vida». Lo que pretende
señalar Spinoza, si no me equivoco, es que en la muerte no hay
nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por
algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella
en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las
personas amadas si se trata de la muerte ajena; cuando la
vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un
bien en ciertos casos) es también por lo negativo, por los
dolores y afanes de la vida que su llegada nos ahorrará. Sea
temida o deseada, en sí misma la muerte es pura negación,
reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite
siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía
está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor.
Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la
muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el
pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte
misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá
de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar
estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa
mortal de intentar comprender la vida.
Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento
utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella?
PARA REFLEXIONAR……
¿En qué sentido nos hace la muerte realmente humanos? ¿Hay
algo más personal que la muerte? ¿No es pensar precisamente
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hacerse consciente de nuestra personal humanidad? ¿Sirve la
muerte como paradigma de la necesidad, incluso de la
necesidad lógica? ¿Son mortales los animales en el mismo
sentido en que lo somos nosotros? ¿Por qué puede decirse que
la muerte es intransferible? ¿En qué sentido la muerte es
siempre inminente y no depende de la edad o las
enfermedades? ¿Puede haber vinculación entre los sueños y la
esperanza de inmortalidad? ¿Por qué dice Epicuro que no
debemos temer a la muerte? ¿Y cómo apoya Lucrecio esa
argumentación? ¿Logran efectivamente consolarnos o sólo
buscan darnos serenidad? ¿Hay algo positivo que pensar en la
muerte? ¿Por qué puede la muerte despertarnos a un
pensamiento que se centrará después sobre la vida?