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LenguaradaspatineterasdeNochebuena

María Josefina Mas Herrera

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© Fundación Editorial El perro y la rana, 2017 (digital)© María Josefina Mas Herrera

Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela 1010.Teléfonos: (0212) 768.8300 / 768.8399

Correos electró[email protected]@gmail.com

Páginas web www.elperroylarana.gob.vewww.mincultura.gob.ve

Redes sociales Twitter: @perroyranalibroFacebook: Fundación Editorial Escuela El perro y la rana

Foto de portadaCarlos Herrera

Diseño de colecciónCarlos Zerpa

Hecho el Depósito de LeyDepósito legal: DC2017002961ISBN: 978-980-14-4077-2

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PáginasVenezolanas

Esta colección celebra a través de sus series y formatos las páginas que concentran tinta viva como savia

de un pueblo a través de la palabra narrativa en cuentos y novelas. La constituyen tres series:Clásicosse han convertido en referentes esenciales de la narrativa venezolana. Contemporáneos reúne títulos de autoras y autores que desde las últimas décadas han girado la pluma

de exponer la realidad. Antologías es un espacio destinado al encuentro de voces que unidas abren portales al goce y la crítica.

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Dedicadoa las almas inocentes,muertas enNochebuena.

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La vieja Josef ina se asomó a la puerta de su casa ycuando se percató de que todos los niños estaban jugandoy cantando en la calle, salió presurosa a repartir dulces,portando una soberbia bandeja llena de tortas colormadera, escarpados turrones, bombones inflados conlicor de menta y almendras puntiagudas como los gorrosde losmuchachos patineteros.

Al bajar el recipiente a la altura del cinturón del cua-driculado delantal azulado, un remolino de jovenzueloscomedulces la rodeó, y en el tiempo de un trémulo res-piro, el enjambre de manos y piernas, afinados gorros depumarrosa, trotadores patines, juguetes raros y luciér-nagas de bengala coloreadas, raptó la ofrenda rápida-mente sin dar tregua a su vejestorio cuerpo.

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—Vengan para acá muchachos —decía cantandito,en un tono que sonaba a villancico.

—Agarren los dulces sabrosos, cojan, ¡cojan bas-tante!, que estos se losmandó elNiño Jesús—decía, ofre-ciéndoles chucherías a todos los infantes de la cuadra,mientras se reía a carcajada batiente y daba vueltas comoun trompo enmedio de lamuchachada.

Pero pronto el espacio feliz se enturbió, en elmomento que un hombre calvo con espalda de gancho,asido por obligación a una larga nariz encorvada de preci-picio que separaba sus ojos saltones de mirada perdida,traspasó como exhalación los umbrales de la esquina de lacuadra, dirigiéndose por el medio de la calle, como el queapresura el paso sin rumbo fijo, hasta detenerse frente a lacasa desabitada de la cuadra que desde hacía años refu-giaba a todo tipo de ratones y alimañas indeseables. Todoel pueblo de Turmero se refería a ella como “La casa de lamuerte” y a Tomás Andrés siempre le causó curiosidad larazón del nombramiento.

Enmedio de la noche humeante deNavidad, el niñose percató del rostro aterrorizado que se dibujó en la fazcansada de la anciana, cuando entre dientes, la viejaJosefina, le susurró al inesperado visitante un desganado:

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—¡Qué hubo! —y con lentitud, el hombre asintiócon la cabeza respondiendo el saludo con ojos de ametra-lladora que disparaban balas de odio. Tomás Andrés conla curiosidad que lo caracterizaba, presenció lo indeseadodel encuentro navideño, mientras que en el desenlace dela despedida entre el hombre y la mujer, obligados amirarse por el rigor de la calle ciega, se desencadenó unaestela de sobresalto con antipatía, que impregnó desopetón, el dulce espacio juguetón de los niñitos. De estaforma, se esparció por la esquina de la cuadra, un aura trá-gica y confusa, parecida a la que se imaginaba Leopoldocuando jugaba al choque de grandes trenes en el patio desu casa.

Josefina agudizó su mirada de centinela y de reojo,siguió la ruta del hombre, sin perderlo de vista, ni unminuto, hasta que el resultado natural del ir y venir de lavida lo devolvió, por la misma calle, hasta el principio ysalió casi corriendo de la trasversal,moviendo la cabeza deun lado a otro, caminado rápido y con las manos atadas alespinazo, disolviéndose entre el humo blanco de la nochesagrada, cargada de regalos, acompañado por la estam-pida de los tumbaranchos y los cohetones revoltosos queensordecían la noche, en el deleite del olor a pólvora,

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picante y sabrosa, que exaltaba la respiración exorcizandoel espíritu.

Para ese tiempo, Turmero, era un pueblo acalorado yresistido, sembrado alrededor de una plaza fiestera y colo-rida que no conocía el sueño, adornado con mozasjóvenes, de simpáticas formas, comensales taciturnos ycalientes, comerciantes de baratijas coloridas, transpor-tistas de gente dormilona y risueña, con niños juguetonesy enamorados ocultos en todas las esquinas.

Tomás Andrés era un perfecto conocedor de todoslos vecinos deTurmero porque visitaba la plaza continua-mente. Le gustaba el olor amaíz recién tostado y las lucescentellantes que se derramaban por el verde colador de lashojas, desplegadas a través de las copas abiertas de losárboles. La plaza del pueblo siempre estaba asaltada poruna gran bullarangamusical, con buhoneros por doquier,acompañada por tertulias serenas sobre leyendas demuertos, fantasmas y por las pérdidas de los amigos deantaño.

—Es un psicópata —le dijo Josefina al niño, en vozmuy baja, sinmirarlo a la cara y además, le advirtió:

—Ten mucho cuidado con ese hombre y no se teocurra acercártele nunca.

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Tomás Andrés pensó que no había escuchado bien,por el ruido guerrero de los cohetes y la algarabía frenéticade los muchachos cometortas, por eso, incorporándosesobre la punta de los pies ymirando fijamente al rostro dela vieja para no perder, ni confundir, ningún sonido lepreguntó en tono de corneta:

—¿Unqué?—y luego, el niño deletreó la palabra quehabía creído escuchar conmás fuerza:

—¿Es-co-pe-ta?—ennerviosa interrogación.La vieja de ojos desorbitados, con la cara amarrada, se

volvió hacia el muchacho, le apretó la mano agachándolocon fuerza, al tiempoque le repitió, lentamente, en el oídoen tono de plegaria, de forma que sólo él pudiese escu-charla:

—Escopeta no, Tomás Andrés. Te dije que esehombre es un psi-có-pa-ta; que es un loco, pues, y que porningúnmotivopuedes acercártele; yhazmecasomuchacho,mira, que yo sé lo que te digo—concluyó la mujer en tonode amenaza y advertencia.

Tomás Andrés sintió un espasmo glacial en suestómago, acompañado de un miedo inyectado comoelectricidad que recorrió todo su cuerpo al escuchar laspalabras de la vieja Josefina. Presuroso, con la ansiedad

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en el pecho, propia del que no sabe qué hacer, ni quédecir en momentos de angustia, se devoró, de un solobocado, el último pedazo de torta que tenía en la mano,soltó de golpe la patineta en el asfalto húmedo del rocíomadrugador y con un rebote relampagueante se aba-lanzó sobre la tabla, impulsándose, con toda la fuerza desu cuerpo en huida rápida y desesperada.

Porque el niño patinetero, que soñaba con piruetasairadas, deseaba perderse hasta el infinito montado en sujuguete bicolor, para desde lo profundo de su fantasíainfantil, poder escalar los techos sucios y rectos de lascasas deTurmero, hasta que en un impulso final, lamagiade la mente, le permitiese volar por los aires y librarse detodos los problemas. Pero con su imaginación sólo reco-noció la fuerza del metal del inmenso portón cobrizo yenmohecido de la casa de los italianos del fondo de lacuadra, que lo arrojaba al suelo, estrepitosamente, mos-trándole, con la fiereza del hierro, su mortal realidad alencontrarse atolondrado y de cuclillas al final del callejón.

Después, el patinetero se levantó de golpe y pasólargo rato yendo y viniendo en el bambolear danzante delhumode la cuadra, en un viaje huidizo que recorría ventu-roso y milimétrico el asfalto arañado por las rolineras de

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su patineta, en tránsito ciego desde el inicio hasta el finalde la calle, acompañado por Virginia, Leopoldo yAdalid,sus amigos y compañeros de juego.

Algunas veces Virginia lloraba y se lamentaba en vozbajita porque suponía que el Niño Jesús no había leído lacarta que ella le escribió en el colegio y por eso, decía ella,solamente le trajo como obsequio de Nochebuena unaplancha azul turquesa, con manilla de plástico y unamáquina de coser amarillenta, metida en una caja decartón fosforescente que lo único que le permitía eramirarla.

—Esto no sirve para nada—decíamelancólicamentela niña.

—Yo quiero una bicicleta para acompañar a TomásAndrés cuando salga a jugar con la patineta —mascullabaVirginia comopalomaherida, entre lloriqueos consentidos.

Adalid, era la niña más pequeña del cuarteto, con sutez achocolatada y sus grandes ojos de oscuridad, muypronto se cansó de jugar a mamá y papá con la muñecanueva, por el enfurecimiento que le causó la incompe-tencia de Leopoldo y Tomás Andrés, al no saber jugar aser papá.

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Entre tanto, en el otro extremo del porche de lacasa, Leopoldo, tenía problemas con sus juguetesnuevos, pues, las pilas de la pista del carro de carrera sedesgastaron con rapidez y para colmo de males, el perrogrande color mango de los portugueses llamado RicardoJosé, le masticó, de un solo bocado, todos los puentes deplástico y la pista del tren, en el mismo momento que elniño había terminado de armarla.

De cualquier manera y a pesar de los problemas conlos juegos, todos los muchachitos de la calle CamiloTorres estaban fascinados con la patineta nueva deTomas Andrés, “esa patineta sí es un buen regalo delNiño Jesús” comentaban todos los acompañantes delmuchacho mientras con manitas, a veces dubitativas yotras veces presas de frenesí, trataban de alcanzar ellímite del roce del nuevo artefacto enmovimiento.

El niño de la patineta, con su pelo de lava, enrojecidopor el látigo del sol y sus grandes ojos asiáticos que crecíany se encogían a cada movimiento del juguete, comentabaorgulloso conLeopoldo, los atributos e inmejorables con-diciones de su nuevo regalo deNavidad:

—Me gusta el color rojo y negro que tiene la tabla,además, es térmica y playera y como no tienemucho peso

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es especial para el calor, manteniendo por más tiempo elequilibrio y el peso del cuerpo.

Mientras Tomás Andrés estudiaba el artefacto conacento de sabio entre sus compañeros de juego, su curio-sidad exploraba lo sucedido con el hombre blanco denariz de bruja. De vez en vez, cuando la intensidad deljuego y el humo de los cohetes los agobiaba demasiado,se detenían a tomar algún fresco en cualquiera de lascasas abiertas de la cuadra de Turmero en la noche deNavidad.

Josefina, era la vecina que vivía frente a la casa deTomás Andrés y estaba siempre sentada en el porche desu casa. Llevaba un copete enlacado, igual a la cachuchade béisbol del niño y se colocaba una toalla mullida y des-colorida por las lavadas de los años sobre los hombros paracobijarse del sereno. Parecía unmaniquí envejecido y des-leído por el sol de los años, en la espesura de una sucia ypetrificada vitrina de tiempos lejanos, exhibiendo sumelancolía y la nostalgia de los recuerdos perdidos. Lamujer siempre estaba esperando que la tomaran en cuentay le regalaran un saludo, alguna palabra, aunque sea unatímida mirada. Porque Josefina siempre se encontrabapendiente de las cosas de los demás vecinos, de sus

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acciones y palabras, por ese motivo, permanecía largas einfinitas horas desde el alba hasta bien entrada la noche,sentada en el cobertizo de su casa, buscando dialogar conel primero que pasara y le ofreciera fiesta. Pero la verdadera, que en más de cuarenta años de vivir en la casa verdede la esquina, Josefina, nunca logró despertar por los alre-dedores, ningún afecto verdadero, por ser una lengüeteray una chismosa compulsiva.

—Es tan cuentera la vieja que no la quieren ni suesposo, ni su hija —insistía con melancolía de vecina,la madre de Tomás Andrés, una mujer gorda e italiana,con manos deshechas por el trabajo duro en el campo yque hacía más de veinte años se encontraba en el país.

Pero esa noche de Navidad, como siempre, Josefinase encontraba fisgoneando sola en el patio de su casa.Todavía mantenía en la mano el recipiente con el querepartió los dulces a losmuchachos de la cuadra,mientrassu esposoRenato, enfermo y desconsolado de tanto dolory tantos años, trataba, sin lograrlo, descansar enmedio delsopor de la noche y el estrepitoso roncar de los cohetes.Los dos viejos en la casa grande y desgarbada por el incle-mente transitar del tiempo, esperaban taciturnamente lavisita de la muerte, mientras la única hija de los dos, se

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marchó bien lejos y para siempre en un intento desespe-rado de ser feliz con un amante español que, ¡al fin!, lainvitó a conocerEuropa y alejarse de sumadre.

—Cambié a mi mamá por el azul del Mediterráneo—le comentaba Maigualida por teléfono a la madre deTomás Andrés, cuando llamaba para informarse sobre lasaluddesuspadres.

—Es que Maigualida no quiere llamar a su casa pormiedo a que su madre la meta en un chisme con alguien—comentaba abismada la italiana.

—Así será, la lengua viperina de la vieja, así será—de-cía lagorda,echándose lasmanosen la frente.

Josefina se esforzaba por hablarle y conocer a todaslas personas que transitaban por las calles de Turmero,sin importar su estatus o condición. Para ella, todos lostranseúntes podían ser una noticia y una información:jóvenes, viejos, feos, enfermos, pobres, sabios, locos yatolondrados, todos sin excepción, quería investigarlosexhaustivamente y encajada en los cojines pestosos de supoltrona de mimbre multicolor, abanicándose el rostrocon cualquier revista o pedazo de periódico viejo, laarcaicamujer, demostraba su talante de provincia, con lafaz desleída por tanta tristeza y frustración, mientras se

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empeñaba esforzadamente enmostrar al pueblo la imagendeunhogar feliz y en armonía plena.

Pero Tomás Andrés reconocía, a su corta edad, unarealidad patética en la casa de su vecina, pues, Josefina llo-raba y se reía al mismo tiempo en las conversaciones quetodas las mañanas sostenía la madre del muchacho. Laviejamujer nunca logró estar conforme con elmundo queconstruyó a su alrededor y por eso se refugió en la vidaajena, pensaba lamadre del patinetero al verla llorar.

El niño también presentía que Josefina no era feliz ybajo su sonrisa artística que le estampaba a todo el mundoa través de sus saludos relajados y las muecas de camara-dería queofrecíapordoquier, sus ojos reflejabanundejodetristeza, aderezada con rabia reprimida, como una especiede aliento desolado, que destellaba la frustración de lo per-dido, adornado con deseos, disecados como sombras quearañan lamente y obnubilan la fe en la vida.Esa ocultacióninquietaba, soberanamente, al muchacho y lo manteníasiempre en alerta y a la expectativa de los movimientos dela vieja. Por eso la gente de la cuadra repetía, incesante-mente, que Tomás Andrés quería mucho a Josefina y queél, era el hijo menor que la mujer nunca tuvo, pues, elmuchacho la seguía a todos lados y se mantenía tras ella

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como perro fiel, dando vueltas alrededor de la casa verdehasta el anochecer.

Sin embargo, existía otro motivo, además de sucuriosidad por los chismes de la vieja vecina. Se trataba deunos bocadillos hechos de queso vespertino que la vieja lepreparaba al niño por su fiel compañía, condimentadoscon el olor dulce de su arrugada piel.A través de los decré-pitos movimientos de la anciana se filtraba un aromasuave, mezcla de rojas manzanas y finos azares quesiempre invitaban al infante a pensar en un frío y atercio-pelado helado de paleta.

AquellaNochebuena, la rancia Josefina, lucía un pri-moroso vestido níveo de enarbolados encajes franceses yllevaba puestas sus zapatillas de salir, engalanando supecho con un rosario de perlas que la familia del frente lehabía regalado para el día de San José. Sus ojos tristes, deperra brava, custodiados por unos párpados flácidos yarrugados, hacían contraste con las manos arrugadas y elcuerpo desgarbado.

Pero, a eso de las dos de lamadrugada, cuando el olora pólvora comenzó a desvanecerse y Josefina se adormi-taba entre sueños de grandeza y miserables pesares, lacuriosidad del patinetero se tornó irresistible, hasta el

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punto, que tomó impulso y brincó la pequeña cerca deljardín de la casa de su vecina para desenterrar la verdad yahogar su interés en torno al hombre encorvado, quehoras antes había visitado la cuadra, inspirando enJosefina el disparo de reojo, con municiones de menos-precio, que tanta desazón ymiedo le despertaron al niño.

Tomás Andrés le entregó la patineta a Leopoldo, elcual,nuncahabía logradotenerseenpie sobreellayacercán-dose, cautelosamente, a la anciana que se mantenía recos-tadaensucatre roído, lepreguntó resueltamente:

—¿Quésignifica lapalabrapsicópata?, señora Josefina.La longeva abuela desperezó su rostro, moviendo la

cabeza de un lado a otro, comoun centinela en guerra evi-tando que cualquier intruso la escuchase y replicó en tonode reclamo:

—Bueno chico que el hombre que viste es un loco.Eso es lo que significa, que ese hombre está loco. Ya tedije que no te le acerques, porque estás corriendo peligro,muchachito.

El niño seguía sin entender qué significaba las pala-bras de lamujer y con la inocencia del ignorante continuóel interrogatorio:

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—¿Por qué usted dice que ese hombre es loco, señoraJosefina?, ¿qué le hizo?; ¿se portómal con usted?

Josefina era una vieja chismosa que no se le pasabaningún detalle sobre los acontecimientos de la transversaly del pueblo deTurmero, en general. Siempre estaba pen-diente y vigilante de todos los sucesos, ansiosa por saberlos acaecimientos nuevos del pueblito y desde tempranashoras hasta muy entrada la noche, su atención sin des-canso se paseaba por la vida de la gente en una especie deobsesión por la información. Conocía muy bien todos loshechos sucedidos, relevantes o no, y para colmo demales,a lo largo de los años, la mujer, había armado una redinmensa de viejas chismosas, venidas de todas partes deTurmero que la mantenían al tanto de todos los movi-mientos, palabras o actos de la gente.

Pero Tomás Andrés, también conocía bien el poderde la información, porque fue en una conversación queescuchó escondido bajo la mesa de mármol azulado en lacasa de Virginita, donde se llevó a cabo un largo debatesobre los peligros de los chismes y cuentos de la viejaJosefina, lo que, sin duda, despertó la curiosidad del pati-netero. Esa historia, fue sin duda, lo que obligó al patine-tero a convertirse, con los años, en visitante obsesivo de su

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vecina, dedicando todas sus tardes a husmear con cuidadoy dedicación los inventos, chismes, palabras y vituperiosque acompañaban el paso crepuscular de las conversa-ciones de Josefina.

Almediodía, cuando el calor estaba en su cumbre y elsudor de la frente del niño se desbocaba como ríos saladoshasta derramársele sobre el cuaderno de clases, TomásAndrés, se escurría sin dejarse ver a través del pórticode sucasa, entre lasmatas de guayaba y las cayenas tornasoladasy se escondía bajo el cobijo de los gigantes chaguaramospara iniciar el encuentro vespertino con las conversa-ciones de su vecina.

—Es que este niño siempre está enterado de todas lascosasquepasanporahí,peronosédedónde las saca,oquiénse lasdice.Locierto esque todo loquepasa enelpuebloestemuchachito lo conoce a las mil maravillas—comentaba lamadre del patinetero a Josefina, en tono de incerti-dumbre, mientras acariciaba con sus dedos los cabellossedosos y resbaladizos del niño.

Josefina comenzaba la conferencia, exactamente des-pués de terminar la última novela de la tarde ymientras lagente iba pasando y saludando, con las correrías del sol, lavieja los iba confesando tras la reja de la esquina.

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Acostado en el suelo y pegado detrás de la reja negra,tupida por las enredaderas con flores de campanitas gira-soleadas, fue como Tomás Andrés se enteró que Adalidera una niña adoptada y en sus cavilaciones postrimeras,interpretó lo poco que la muchachita asemejabase a suspadres, que eran blancos y uruguayos. La primera vez queTomás Andrés se encontró con la niña, la confundió conundibujo de carbón por el brillo de su piel de ébano.

Todos los lunes, de todas las semanas, Josefina salíarumbo a la plaza, para realizar trabajo de caridad en laparroquia. Eso era lo que le decía a su esposo Renato y asus amigas de la cuadra, pero el curioso deTomásAndrés,abría la portezuela del jardín, lanzaba la patineta y sin queella se percatase de su presencia la seguía de cerca, escru-tando todos sus movimientos y palabras hasta la vuelta asu casa, bien entrada la noche.

Fue en el centro de la plaza, sentado sobre su pati-neta, en el entramado vigilante de las acciones de su vecinaque el patinetero escuchó, por primera vez, la leyendaantiquísima de la plaza deTurmero:

—Es que todos los oriundos de este pueblo de Diosse han desorientado en los calores de esta plaza—repetíacon sórdidos chasquidosRigoberto.

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—¿De verdad, usted cree que pasen esas cosas en estaplaza? —le consultaba don Rafael al viejo cronistamoviendo la cabeza y frotándose las manos de tiempo entiempo.

Mientras Tomás Andrés flotaba entre la leyenda ylos juegos de las ardillas acróbatas de la plaza, el niñoespiaba, cuidadosamente, las acciones de la vieja y poreso conocía bien de las andanzas de la arrugada mujer yde todas las personas con las que esta conversaba fre-cuentemente. En todas las persecuciones del patineteroa la vieja Josefina, nunca la avizoró entrando al des-pacho de la parroquia, pues, con pasos lentos y despo-jados de alegría, se dedicaba a caminar por la plazamirando hacia todos lados, hasta que tomaba asiento enlos bancos secos, encementados, polvorientos de viejohollín y se ponía a conversar con la gente durante largashoras. Él, la observaba permanentemente y con eltiempo, aprendió a leerle los labios a lo lejos. TomásAndrés se convirtió en un estudioso de la conducta de laanciana, de sus conversaciones, sus movimientos y susacciones.

Por eso Tomás Andrés necesitaba saber qué estabapasando con el visitante de la cuadra en la Nochebuena,

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pues, no recordaba bien las conversaciones que Josefinamantuvo en algún tiempo con ese hombre.

—¿Quién es ese señor que entró esta noche en lacuadra, porque yo no me acuerdo muy bien de él? —pre-guntó el muchacho a medida que arrastraba una silla delporche cerca del camastro de su vecina.

—¿Dónde vive el señor que ustedmiró tan feo?, ¿porqué dice que es un enfermo, psicópata y loco, señoraJosefina?—reiteró elmuchacho.

Lamujer haló la sillita demimbre donde se acomodóel niño y con la urgencia del que requiere un acercamientode igual a igual, comenzó el relato:

—Hace muchos años, precisamente en noche deNavidad, fíjate tú chico —y con la misma abrió los ojosmoviendo la cabeza hacia atrás, como removiendo unrecuerdo tapiado bien hondo y riéndose, irónicamente,entre dientes, igual al perro de las comiquitas que todas lastardes miraban los niños de la cuadra, dándole al patine-tero un golpezuelo en la rodilla con el puño cerrado,repleto de la camaradería de unos amigos contemporá-neos recordó:

—Fíjate tú, Tomás Andrés, lo que te voy a contarpasó, nada más y nada menos, que en noche de Navidad,

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por estamisma época, qué casualidad tan grande, ¿verdadchico?

Luego, con acento del que descubre los motivos eintenciones ajenas continuó diciendo:

—¡Ah!, por eso fue que el hombre regresó por aquíesta noche. El muy sinvergüenza. Porque las cosas suce-dieron enNochebuena, en unanoche deNavidad, por esofue que volvió—y frunció tanto el ceño y los labios que losmuchachos se imaginaron a partir de la faz de la anciana,unamosca fea del jardín.

—Esa persona, si es que se le puede considerar per-sona, se llamaAly, el apellido era… ¡ay! chico, ahora no seme viene a la cabeza el apellido del hombrecito. El tal Alyese, es un hombre muy enfermo, además, era el yerno dePaco. Bueno, en verdad Paco se llamaba Francisco Lira.Ese era el nombre del dueño de la casa blanca, grandota,aquella de tres pisos que tú ves allá atrás que desde hacetiempo está desocupada—dijo la anciana, señalando conel brazo hacia el fondo de la cuadra.

La casa a la que se refería la vieja Josefina siemprerepresentó un enigma para los niños. Cierto día en queTomás Andrés jugaba al béisbol con los demás mucha-chos de la cuadra, un golpe de pelota la dejó atrapada en

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el jardín de la inhabitada vivienda y considerando lobajito de la reja, Tomás Andrés, intrépidamente dio unsalto y entró a buscar su pertenencia perdida. En elmomento que se agachó a recoger la pelota del sueloescuchó unos gritos desgarradores, cargados de angustiaal fondo de la casa, por lo que, asustado corrió hasta elfinal del garaje y de un solo brinco salió por la reja escar-pada y quedó parado enmedio de la calle, aferrado fuer-temente a la pelota de goma. El escándalo venía de sucasa y pudo ver, cuando sumamá, acercándose como unbólido hasta los muchachos, con ademanes de enojo,halando al niño por la pechera de la camisa le dijo:

—Nunca más vuelvas a entrar en esta casa, quedaterminantemente prohibido, de lo contrario estarás cas-tigado.

Tomás Andrés trató de explicarle, sin éxito, a sumadre histérica lo del juego y el desviado recorrido de lapelota de béisbol, pero ante los ojos atónitos de sus com-pañeros de juego, ella, furibunda continuó el regañoferozmente:

—No me des más explicaciones estúpidas —dijomirándolo con ojos de fuego— y fin de la conversación,

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—terminó exponiendo radicalmente, luego dirigién-dose a los demás niños les decretó enérgicamente:

—Al que encuentre brincando esta cerca y asomán-dose en la casa, puede estar completamente seguro que vaa tener un gran problema porque se lo voy a decir a surepresentante —y con la misma se dio media vuelta yregresó a la casa. Ninguno de los presentes pudo nuncaentender la violencia de lo sucedido.

Entre las luces de colores que iluminaban el cielo laanciana prosiguió el relato con afable gesto de dulzura:

—Si no hubiese sido por Paco, ¿quién sabe dóndeestaría yo? Fue él, quien convenció, hace casi cuarentaaños a Renato, mi marido, sobre lo conveniente de com-prar esta casa. ¿Tú sabes Tomás Andrés cuánto costó lacasa?, veinte mil bolívares, en aquel tiempo… Mira hijo,yome casé conRenato cuando solo tenía catorce años y enaquel momento las cosas no eran como ahora, que lasmuchachas jovencitas ya lo saben todo, yo era inocente,unamuchachita jovencita pues…bla, bla, bla.

A partir de ese momento Tomás Andrés dejó deescucharla, ya que no le interesaba lo que iban a relatar laspalabras de la anciana, los problemas de su matrimonio,las amantes de su esposo, las insolencias de las mujeres

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que acompañaron a su marido en malgastar el sueldo, lapobreza en que vivió, el sufrimiento familiar, la hija quehabía tenido con otra mujer, las amantes que exhibió portodo el pueblo, el dinero que dilapidó y el número ilimi-tado de tragedias que constituían la patética historia de lavieja Josefina.

Esos, no eran buenos cuentos para entretener al niñoen laNochebuena deNavidad y, además, elmuchacho ensus recorridos informativos había escuchadomil veces lasanécdotas de la vida de la vecina, por lo que la interrumpiócomentándole:

—¿Qué tiene que ver la enfermedad deAly con el Sr.Paco y conRene?

—Ah bueno sí —replicó la vieja, moviendo hacia loslados lacabeza, retomandoelhiloconductorde lanarración.

—Como te contaba, mi marido Renato y el Sr.Paco trabajaban juntos en el matadero de Turmero.Paco, era un isleño, creo que nació en las Palmas deGran Canaria, una de esas islas que hay poraí. Ese, eraun hombre bueníiisimo, muy trabajador, colaborador,amable y bastante cariñoso. Por esta cuadra todo elmundo lo quería mucho. En las tardes cuando llegabadel matadero traía siempre una bolsa llena de dulces y

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se los repartía a todos los chiquitos que salían corriendoen el instante que escuchaban el ruido del motor de lacamioneta. Estaba casado con la señora Antonia, perotodo el mundo le decía “Toña”. Esa era una mujer muybella y trabajadora, isleña también, y a pesar que teníatres mujeres de servicio se lo pasaba haciendo oficio.Imagínate Tomás Andrés, que cuando se ponía a barrerel frente de su casa recogía la basura hasta la mismísimaesquina de la cuadra. Muchas veces la gente de poraquí, se burlaba de ella por esas cosas. Tú sabes cómoson, mijo, algunas personas por estos pueblos de malhablados. Por eso, cuando llovía con fuerza, la señoraToña se ponía las botas de goma de su marido y con sussirvientas salían a barrer y sacar el agua que se acumu-laba en la cuadra. Yo, mijo, las acompañaba paradadesde mi patio y les ofrecía un poquito de agua paraque se les quitara la sed, porque a mi edad ya no laspodía ayudar a barrer la calle y además, esos trabajos deservicio a mí no me gustan mucho —y con la mismainició su risa malintencionada soportando la planchacon el dedo índice para que no se le cayera de la boca.

Desde la otra cuadra sonaban las campanadas de laiglesia y se escuchaba un:Niño lindo ante ti me rindo; pues

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esta, era la música que el padre Pan, el cura del pueblo,había contratado para darle alegría a la parroquia durantelas fiestas deNavidad.

De pronto Josefina se incorporó de la silla diciendo:—Ya vengo, voy un momentito al baño —y devol-

viendo sólo la mitad de la cara preguntó—; ¿ustedes noquieren tomar nada, no les apetece un refresquito?, mirenque es noche deNavidad.

En ese momento Tomás Andrés se percató queVirginita y Leopoldo estaban sentados a su alrededor yla niña Adalid yacía dormida sobre la patineta, con suvestido nuevo, sus botas de goma y la muñeca en lamano descolgando la mitad del cuerpo en la tabla.Relajada así, sobre el juguete de Tomás Andrés, labebita asemejábase también a una muñeca de trapo. Yes que Adalid era la niña más pequeña y consentida delgrupo de la calle Camilo Torres, por eso todos los vecinosestaban siempre pendientes de ella, pero aquella noche,todos los niños se olvidaron por completo de ella, pues, seencontraban absortos en el laberíntico cuento de la viejavecina.

La mujer regresó repartiendo fresco, pero TomásAndrés, no encontraba la relación entre el significadode la

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palabra psicópata, la existencia de Aly y su relación condoña Toña y don Paco. Una vez entregada la endulzadabebida, la vieja Josefina retiró la bandeja, colocándola bajoel catre y prosiguió la narracióndiciendo:

—Paco yToña eran una familiamuy feliz. Tuvierondos hijos, un varón y una hembra. José Antonio yAltagracia. Hasta que una gran desgracia tocó la puertade su casa y en un accidente de tránsito se lesmató el hijovarón. Desde ese momento la familia dejó de ser lo queera, porque la muerte, mis queridos amiguitos, particu-larmente, la muerte de los hijos no es cosa fácil de asi-milar y no le sienta igual a todo el mundo. La señoraAntonia nunca pudo recuperarse de la pérdida y por lasnoches se le oía gritar y sollozar, implorándole a Diosque le devolviera a su hijo mayor. Para controlarle lascrisis, los médicos, le aplicaban muchas drogas y tran-quilizantes. Por eso, en las mañanas cuando desfilabaPaco, cabizbajo, con sendas ojeras y la mirada llorosa,yo, no me atrevía ni siquiera a saludarlo. Parecía unzombi. La señora Antonia dormía todo el día y llorabatoda la noche.

La vieja cansada de mantener la misma posición delcuerpo se retorció sobre sus despojos como culebra sobre

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el mullido catre y librando la cabeza hacia atrás prosi-guió el cuento:

—Con la pérdida del hijo varón, la familia se con-centró en la crianza de la hembra, la niña Altagracia, laotra hija del matrimonio. Esa, era una muchachitagorda, chillona y sumamente consentida. Al crecer, seconvirtió en una mujer grosera y respondona, que hacíalo que se le venía en gana, sin respetar a nadie. Cuandose hizo una señorita se adelgazó mucho, se tiñó el cabellode rojo e iba siempre muy arreglada, con muchiiisimomaquillaje en el rostro. En la escuela de las monjas tuvovarios problemas por escaparse con muchachos por losmontes. Además, se pintorreteaba las uñas, y en vez deluniforme se presentaba en tacones altos en las clases,con faldas cortitas y unos descotes muy pronunciadosque bien podía servir para ir a trabajar a un bar. Enverdad, Altagracia, no parecía una muchacha de colegiodemonjas, sino unamujer de esasmalucas. Después quese graduó en el bachillerato se terminó de volver loquita.

La noche arrullaba el relato de tanto sonar y brillar, ala voz ronca de los cohetes y las luces de colores deste-llaban, de cuando en cuando, en el cielo abierto.

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—Undíavino lapolicíabuscando la casadeAltagraciay cuando escuché el nombre de Francisco salí inmediata-mente y les indiqué donde vivía. Como siempre, doñaToña dormía drogada por los tranquilizantes y el pro-blema había sido, según yo me enteré en la tarde, queencontraron a laAltagracia, en un carro nuevo,muy cercade la laguna de Taiguaguay, con unos muchachos de losedificios de San Pablo Arjona, ustedes saben, haciendocosasmuy,muymalas.

—¿Qué cosas malas? —interrumpió de inmediatoLeopoldo con voz de corneta de triciclo nuevo, lo cual, lepareció una imprudencia aTomásAndrés.

De ipso facto la mujer replicó de golpe con acento desermón:

—Eso sí te interesa, verdad Leopoldo, ¡ah, sí!; a lascosas malas sí les pones atención, pero a la tarea no;muchacho entrépito.Bueno, las cosasmalas quehacen loshombres con las mujeres, ¡imagínate! —replicó Josefinalevantado la cabeza hacia el cielo recordando el pasadopero, finalmente, los niños nunca entendieron sobre lasmaldades cometidas porAltagracia.

—El señor Paco estaba profundamente furioso con suhija porque se comportaba terriblemente mal, dándole

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muymala vida a toda la familia. ¡Ay!, pobre hombre. Pacoestabadesesperadoyaqueno sabíaquéhacer conAltagracia.Unosmeses después se presentaron, aquímismo, en la casadonPaco conAltagracia y el señor ese, el tal Aly, aquímis-mito, en el patio se me pararon los tres, para traernos lainvitación de la boda, ya que se casaba la Altagracia con eldesgraciado ese. Pero una cosa sí les tengo que contar, laboda tuvo una fiesta bien bonita y ese pobre hombre, donPaco, debió gastarse toda una fortuna en ese matrimonioporque la fiesta fue por todo lo alto y no reparó en esfuerzosni engastos.

La narración de los pormenores de la boda deAltagracia no eran un tema de interés para el niño patine-tero y distrayendo su mente hacia los recuerdos de laleyenda de la plaza recordó las conversaciones del cronistasobre la temible historia que recorría, comoniebla, el apa-sionado centro del pueblo.

Fue en los tiempos de la Guerra de Independencia,cuando don Simón Bolívar dio rumbo infalible haciaGuayabita para recorrer sus plantaciones, que dio paso porel poblado de Turmero. Todavía se recuerda ese maravi-lloso día, en el momento que todos los moradores se arro-jaronen tropelpor las callejuelaspolvorientas y tiznadas del

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batir de los caballos del general Bolívar, para saludar, conel sacudir de los sombreritos de paja y las sogas retorcidasde los amarres de las bestias, al héroe deCaracas. Fue unagran fiesta que expresó el amor del pueblo. Todos se aba-lanzaron por los alrededores de la plaza para, con granalgarabía, festejar el tránsito gallardo del guerrero libe-rador de pueblos, en un ambiente de arremolinada ale-gría, con sendas mantas coloridas desplegadas, libres alviento, en los balcones floridos que ilusionados aleteabanpor entre el frenesí de las mozas y la mirada respetuosa delos varones del pueblo.Al ritmoacompasadode lamarchacantarina del herraje de los caballos impetuosos delGeneral y de su tropa todos los moradores del pueblo ledieron la bienvenida aBolívar y a su comitiva.

Pero cuentan, que pronto terminó la alegría, cuandodías después las tropas del general Boves, el español, hizotránsito por Turmero, pues dicen, que el mismo día de lavisita del general Bolívar, Boves, recibió noticias sobre eldescomunal recibimiento del cual fue objeto el man-tuano, e inmediatamente giró instrucciones para que estese repitiera con más fuerza y mayor algarabía al ritmo desu paso persecutorio.

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Los curas de la iglesia deLaCandelaria, fieles al idealpatriótico, instruyeron a toda la gente del pueblo para quepermanecieran en silencio y encerrados en sus casas hastaque pasaran las tropas del criminal. Cuando Boves atra-vesó la plaza deTurmero, un recibimientomortuorio conaroma a desprecio le dio la bienvenida. Pronto, elGeneral, ordenó a la iglesia un repiquetear de campanaspara festejar su recorrido, pero todos los curas se negaron,rotundamente. El soldado español, mandó a sacar a loscuras de la iglesia por la fuerza y uno a uno, los fue ahor-cando al ritmo de los tambores, por desobedientes y trai-dores a la Corona española. Algunos soldados sentadosalrededor de los cadáveres colgantes se reían a carcajadas,mientras otros, escondidos del General se santiguaban.Ante aquella escena sacrílega, la plaza se asustó y al ritmobamboleante de los cuerpos descolgados por entre lasramas de la plaza, con las sotanas escurridas y las lenguasencarnadas, rebotando expuestas en mítico responso, lasalmas santas de los curas se dedicaron, en medio de cír-culos de viento arremolinados, amaldecir la obra criminaldel español.

En ese momento llegó la muerte que se manteníadormida dentro de la iglesia, detrás del altar mayor, a la

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vera de la patrona del pueblo, la Virgen deLaCandelaria.Esa imagen estaba recién traída deCanarias, en un galeónde madera pulida, que recorrió impetuoso las costassaladas del mar Caribe. Lamuerte, al detenerse enmediode la plaza, rodeada de los cuerpos cálidos de tantos sacer-dotes ahorcados, se consternó por ver las ánimas santasllorando y en medio del sinsentido del crimen cometido,la muerte se desorientó impidiéndole conducir los espí-ritus de los curas hasta el puentemágico delmás allá.

Por eso se cuenta, que hasta el presente, la plaza deTurmero está asustada ante el sacrilegio cometido, y lamuerte, que es la patrona de esos lares, cada vez que cruzala plaza recuerda la escena de las lenguas sangrantes de loscuras en responso sacrílego y se renueva su desasosiego ydesorientación, haciendo que los transeúntes inocentes yarrebatados por el sopor caliente del aire, presos de suaureada y enigmática belleza, se pierdan y se aturdan acada paso, a través de las horas peregrinas de la plaza deTurmero.

De pronto una ráfaga de luces multicolores cortó,desde la plaza la espesura negra de la noche de Navidad yTomás Andrés regresó, desde sus recuerdos trasnochados,al relatoque conservaba Josefina enel porchede su casa:

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—Que yo recuerde —contaba la anciana en tono demelancolía— el matrimonio entre esos dos iba muy bien.La parejita del Aly y la Altagracia decidió vivir con Paco ycon doñaToña para cuidar las constantes depresiones quesufría la señora Toña y, seguramente, también ayudó elhecho, que el recién casadono tenía trabajo.Dequé iban avivir esos dos, sino de los reales del pobre Paco.

«A los meses del casorio, a eso de las cuatro de latarde, me percaté que Altagracia andaba montada deparrillera en una motocicleta vieja, abrazada de la cinturadel joven mecánico, dueño del taller del fondo. Vestida,únicamente, con el traje de baño, se paseó por toda lacuadra, porque según se rumoródías después, venían de laplaya de hacerle un despojo con sales y cañabrava, pues,según dijeron “y que, tenía un daño”, una brujería y sola-mente unhombre que trabajara conmetales podía exorci-zarla a la orilla del mar. Todo el callejón Camilo Torrescomentó durante mucho tiempo el escandalazo que searmó por los golpes que Aly le encajó por el lomo y por lapiernas a la muchachita de la casa. Aly de La Cruz; vayacabeza lamía, por finme acuerdo del apellido del loco ese:deLaCruz, era su apellido.

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«Ese loco era un hombre acomplejado, hijo de unárabe con una prostituta. Es posible que la vergüenza deltrabajo de sumadreno la haya podido superar jamás, y poresa razón, el hombre se resintió tanto con el mundo y ter-minó por desquiciarse. Aly era un hombre joven, pero seveía como si fuese un viejo, estaba calvo, era muy pálido,blanco como una taza de leche, siempre caminaba encor-vado, como escondiéndose de todo el mundo, ocultán-dose, jugando a que no lo vieran en la calle, pero se notabaque hacía esfuerzos por pasar desapercibido y lo que real-mente lograba era llamar la atención de todos.Disfrutabade una narizota grande y puntiaguda, cercada por unosojos claros y agrandados que parecían perdidos en el caosy nunca, pero nunca, fijaba lamirada. Nuncame gustó deél su permanente aire escurridizo.

La vieja, con los rasgos de la cara endurecidos por eltiempo y la rabia siguió narrando:

—Ese bicho nunca fue de mi agrado. Jamás me dabuena espina quien nomemira a los ojos. Era un ser hui-dizo y escurridizo como la soledad del llano. Decían tam-bién que el Aly era un hombre terrible. Cuentan que supadre el árabe era muy rico y lo envió a estudiar en la uni-versidad, pero el loco, por resentimiento y vergüenza

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materna se volvió comunista, internándose en el montecomo un guerrillero cualquiera. Algunos cuentan, porahí, que elAly deLaCruz tuvo unahija conunanegra sir-vienta, por esos gamelotales pero que, los árabes, en unacto de caridad y de solidaridad con su propia sangre, lequitaron la niña a la negra y la tenían viviendo con unacuidadora en un ranchería a la orilla de un río, por aquímismito. Por eso fue que se conocieron esos dos, laAltagracia y el calvo, pues, ella se lo pasaba brincando enla orilla del río, como una chiva, en vez de entrar a susclases, como correspondía —terminó replicando la viejaconmarcado acento de declamación.

De pronto, una voz parecida a la de una animalherido resonó a lo lejos. Se trataba de los alaridos frené-ticos de la mamá de Leopoldo llamando al hijo, perocomo nadie respondió, la mujer, viró la cabeza para todoslados y regresó al interior de su casa.

El aire estaba tibio, con sabor a tierra y pólvora,mientras un rocío seco acarició los cachetes de los niños yun olor a flores de muerto invadió la noche de Navidad.La decrepita Josefina se acurrucó más hondamente enmedio de la vieja toalla alegando:

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—Claro, los guerrilleros están acostumbrados amatargente, ese es su trabajo. Son una gentuza maluca, por esono me extraña nada el comportamiento del hombrecitoese, del talAly deLaCruz.

Aquellas palabras no eran parte de la narración de loshechos, sino más bien, se trataba de conjeturas propiashondamente hiladas desde lo profundode las creencias dela vieja, sobre los acontecimientos que los muchachosestaban a punto de escuchar.

—Esa parejita paseaba todas las tardes, tomados dela mano, por aquí enfrente. El Aly de La Cruz, siemprellevaba fuertemente apretada a la joven Altagracia, comosi se le fuese a escapar lamujer. Al parecer, el calvo, era unhombre sumamente celoso y debía tener razones paraserlo, considerando que Altagracia era una muchachamuy brincona y loquita. Ese Aly de La Cruz fue duranteaños perseguido por la policía, pues, decían por allí, queunanoche llegaron a buscarlo y se lo llevarondetenidoporcrímenes diferentes. Toda la cuadra especuló sobre losdelitos que, presuntamente, cometió el loco, pero despuésnos enteramos que no le hicieron nada porque el padrepagó una fuerte suma de dinero y a los días, lo vimos otravez, paseando por la calle, abrazado deAltagracia.

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Ese Aly era un hombre hostil en todos los sen-tidos. De corta conversación, no hablaba mucho y porlas noches se montaba en la platabanda de la casa dur-miendo de cuclillas y con el revólver metido entre laspiernas como centinela, porque según decía, estabacuidando la casa de cualquier ladrón. Según el loco ese,todo el mundo lo miraba raro, y en los últimos díasantes de la desgracia, salía corriendo desde el tejadohasta el pórtico de la casa a trancar la puerta con cadenasy candado para evitar que alguna persona pudiera entraro salir. El señor Paco, un día me comentó entristecido,que no sabían lo que le pasaba, pues el yerno, comíamuy poco y para dormir se tomaba a escondidas lostranquilizantes de Antonia, además, sufría de ataquesy rabias infernales, molestándose por cualquier cosita.Fue en una de esas rabias que mató al Sultán, el perrode la casa, lanzándolo desde el tejado porque le mor-disqueó una camisa vieja. Paco quería llevarlo al médicoporque su comportamiento no era normal.

Mientras la vieja se ajustaba la plancha con movi-mientos suaves de la lengua que se translucían a través desus mejillas cadentes y arrugadas, la noche transcurríalerda y despejada en medio de un silencio de grillos que

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se escapaba de los jardines de las casas aledañas. Lamujerdesperezándose en su catre polvoriento prosiguió:

—También don Paco me comentó un día, que llevóal tal Aly para el matadero, a ver si se entusiasmaba con eltrabajo y le ponía fin a su flojera y desgano, pero al final dela mañana, lo consiguió metido con los carniceros corta-dores en los frigoríficos, lleno de sangre, de la cabeza a lospies, sudando y excitado comouna animal, despedazandolas reces. Parecía un loco, un desquiciado. Uno de losempleados se le acercó a donPaco, comentándole al oído,que algo raro notaba en el hombre recién llegado, además,de una locura por los cuchillos una excitación extraña porla roja sangre. El carnicero, conocedor de las emocionesque provoca la sangre, le sugirió a donPaco que no llevaramás a su yerno cerca del matadero y mucho menos, lodejara acercarse a la sangre porque corría el riesgo de tro-pezarse con algún problema.

Josefina continuó:—Altagracia gastaba el dinero en lo que quería y en

lo que no quería también. Casi siempre se vestía conblusas transparentes, falditas cortas que apenas si letapaba un poquitico las piernas. Ustedes saben cómo son

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lasmuchachas hoy en día, que andanmedio desnudas porla calle.

Esas palabras las decía con cierto sentimiento deañoranza, de dolor y de pérdida, mientras saludaba a losnoctámbulosque regresabanpor la calle conalgunabotellabajo el brazo y el aliento impregnado de alcohol, con suacostumbrado cantadito:—Adiós, pues.

—¡Ah! otra cosa—disertó de pronto la anciana—a laAltagracia le gustaban mucho las prendas y siempre ibacargada de oro. Fue por allí que comenzó la desgracia, porlos reales. Parece ser, de acuerdo a lo queme contaron, queAltagracia compraba mucho oro a una muchachita de porallá arriba—señalandocon lamanoendireccióna laplaza.

«Entre las dos jóvenes nunca existieron problemas eincluso, parece que hasta se hicieronmuy amigas y confi-dentes. Ustedes saben, cosas de muchachas. ¿Quién sabequé bobadas se contaban entre sí esas dos?

Tomás Andrés comenzó a desenterrar sus recuerdosmás remotos cazados desde hacía largos años en la plazadel centro y como en una nube del pasado pudo divisar ensu mente el rostro de Altagracia y su amiga la vendedorade prendas.

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Porque desde algunos años atrás, el niño de la pati-neta, husmeaba los movimientos de su vecina la viejaJosefina. La anciana cansada por el transcurrir de las horasy lo avanzado de su edad, comenzó a bostezar fuertementey Tomás Andrés, aterrorizado por desconocer el final delrelato exaltó a la anciana a continuar el cuento sin desmayoa lo que ella,mirándolo fijamente a lo ojos, prosiguió:

—Resulta que esa tarde, en la víspera deNavidad, deLaCruz, estaba parado aquímismo, en la esquina, cami-nando de un lado para el otro, como si estuviera bravo,incluso, yo salí y le dije: “No te preocupes, que no pasónada, esa ya viene por ahí”, pero me asusté cuando sevolteó a verme y le conseguí los ojos hinchados y la caradesdoblada.

«Yo me lo imaginé todo. Pobre Altagracia, le van adar una gran paliza. Después seguí haciendo mi oficiodentro de la casa y se me olvidó el hombrecito. Esanoche ocurrió lamayor desgracia que jamás imaginamospor esta cuadra.

Depronto, entró lamamádeAdalid y se interrumpióde nuevo el relato. Qué mujer más inoportuna, comosiempre, llega en el momento preciso para echarlo todo aperder. Eso lo ha hecho siempre, particularmente, cuando

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el juego comienza a ponerse interesante y se quiere llevar ala niña. “¡Dios!, esto comoque no cambiará nunca”, pensóel patinetero.

—Hola Tomás Andrés —dijo la mujer y mirando aJosefina le comentó:

—Este muchacho se ha vuelto un experto mane-jando la patineta, pero fíjate, a la niña Adalid le sirvió decama. Pobrecita mi niña —y diciendo estas palabras seagachó y comenzó a cargarla lentamente.

—Todavía es muy pequeñita —contaba la mujer—pero, esmuy feliz cuando juega con los niñitos porque nole gusta estar sola —decía la extranjera. Tomás Andréstemía lo que se venía, soportar los arranques maternalesde la uruguaya representaba un verdadero infierno,siempre hablando de la misma cosa: de cuando dio a luz,de lo mucho que añoró, esperó y cuidó a la niña duranteun embarazo tan riesgoso. Tantas tonterías para nada,puras mentiras y la gente le seguía la corriente, porquetodo Turmero estaba enterado de la verdad: que la niñaera adoptada.

Mientras tanto, Josefina, se reía entre dientes, diver-tida con las falsedades de la forastera, cuando el joven sepercató de los bostezos devoradores de su vieja amiga.

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—Ahora sí es verdad, señora Josefina, que le estádando sueño yno terminará de contarnos lo del psicópata.No se puede acostar todavía a dormir dejándolo todo así,—replicó, con angustiosa aceleración en el corazón, elpatinetero.

—Nomijo, no se preocupe, dónde íbamos—advirtióceremonialmente la vieja Josefina, al tiempoque el patine-tero curioso le recordó a la mujer el transitar nervioso delAlypor la esquinade la trasversal, lo que regresó a lamujer,a lo profundode su cocina.

«¡Ah! Sí, ya me acuerdo —exclamó Josefina adelan-tando el relato:

«Parece ser, de acuerdo a tantos cuentos y lo quesalió en los periódicos, que más o menos, como a lasseis y media de la tarde, cuando todo el mundo seestaba arreglando para la fiesta de Navidad y prepa-rando los regalitos del Niño Jesús, la muchacha quevendía el oro, la tal Yajaira, se acercó hasta la casa deAltagracia, con tan mala suerte para ella, que le salióel loco.

«Esa era una niña bellísima, jovencitica, comode unosdieciséis años de edad, que tenía unos ojos celestes pre-ciosos y todo el mundo tenía que hacer con los ojos de la

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muchacha. Y para colmo demales, la Yajaira estaba acom-pañada, esa tarde, por una amiguita, una niña que cuidabasumamácomoayudapara ganarse la vida.

Para ese momento, la inspiración insaciable del pati-netero exacerbó su imaginación, insuflada por lasleyendas de la plaza, losmitos que relataba sumadre sobrelas tumbas y las guerras italianas y las sombras que en lasnoches turbias y calurosas se colaban por la ventana de sucuarto al respiro ronco del ventilador.

Cuando Yajaira llegó a la puerta de la casa deAltagracia con su cabellera rubia, ondeante en el crepús-culo vespertino, ahogada en el calor de la tarde, con susojos tristes, cargados de cielo, husmeaba la casa por todaspartes. Salió a recibirla Aly. Con la camisa desgarbada,supervisando la calle de arriba abajo como centinela asus-tado. La rubia preguntó por Altagracia, por lo que elhombre, en un último gesto de cortesía, le indicó suausencia y la exhortó a que se fuera con velocidad roncán-dole un: “¿quieres dejarle algo dicho?”

La joven Yajaira, con la tarde recorriéndole el rostro,frunció el ceño y expuso frente a la humanidad de Aly lasdeudas quepor la compradel oromantenía con ella, desdehacía meses, su esposa Altagracia. A lo que el hombre,

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con un ademán de desprecio, blandeó la mano restándoleimportancia y dándose la vuelta, intentó regresar al inte-rior de la casa, pero sus intenciones se frustraron ante lareacción furibunda de lamuchacha.

La mujer de ojos aturquesados, gritando a pulmónbatiente, relató el monto de la deuda, la forma de lasprendas que vendió, la irresponsable actitud de Altagraciay terminó diciendo que ella saba bien que la compradora, aesa hora, no se encontraba en su casa, pues, todo el pueblosabía que la “señora de La Cruz” paseaba, felizmente, aesas horas deDios, por algún paraje solitario con su vecinoel mecánico y que si ella estaba allí, tratando de cobrar, eraporque lamismaAltagracia lo sugirió de esamanera y quepor lo tanto, él debía pagarle como responsable de lasadquisiciones de la flamanteAltagracia.

Después de las palabras frenéticas de la joven mujerno quedaba más por hacer. Aly de La Cruz, el guerrillero,el comunista, el psicópata, se colocó las dosmanos sobre lacalva del cráneo, mientras las frases sinceras y drásticas dela joven Yajaira taladraban, eléctricamente, sus oídos, enmedio de un juego de miradas que le engrandecían losojos enrojecidos, movilizándolos al punto de estallar.

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El patinetero imaginó con terror las palabras delhombre de nariz de bruja y la furia que floreció en surostro:

—¿Qué estás diciendo, estúpida? Repite, repite,todo eso en voz alta donde yo te escuche bien.

La mujer, sin titubeos, repitió con feroces bramidoslos descalabros amorosos de Altagracia con el mecánicode la esquina, o al menos esa fue la parte que Aly de LaCruz escuchó con la precisión del bisturí de un cirujano.

El rostro del hombre, estrangulado por los celos,denotaba una furia superior, más allá, de lo que cualquiermortal podía soportar. Consumido en el hedor de loscelos y con la desesperación de ser ¡el hazme reír de lacobradora y de todo el pueblo!, pues, estaba claro queAltagracia tenía un amante, se dio, rápidamente, la vueltapara entrar a la casa, con la esperanza de poder lanzarle lapuerta en la cara a la intrusa, cuando de pronto, se detuvoy le propuso a la joven y a su pequeña acompañante quepasaran al porche y esperaran sentadas en las sillitas deljardín,mientras él, entraba a la casa a buscar el dinero paracancelar la deuda del oro.

En ese momento, Tomás Andrés, recordó la escenavista en la plaza cuando regresaba de la playa con su

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familia. Las memorias explotaron en su cabeza comoagua recién salida delmanantial. Él, se bajó del automóvilde su padre, corrió hacia su habitación y de un puntapiélevantó la patineta del suelo, abalanzándose con maestríafelina hasta el centro de la plaza.Allí se quedóparado, conla cachucha hacia atrás, mirando el cortejo fúnebre queiniciaba el recorrido mortuorio hasta el cementerio yentre los acompañantes divisó a la vieja Josefina, con unpañuelo en lamano, llorando ymirando para todos lados.Ese día regresó, de pronto, entre el zumbido de los tum-barranchos, a la mente de Tomás Andrés y volviendo alporche de la vecina, escuchó una cifra:

—Ciento cincuenta mil bolívares. Para cobrar esosreales fue la visita de Yajaira y la niñita pequeña, ¡lapobre!, a casa de Paco en la noche de Navidad—terminóalegando con angustia melancólica la anciana, mientrasbatía la toalla sobre sus piernas. El relato siguió su cursode noche yTomásAndrés recreó en sus fantasías de niño,la tramamortuoria que presentía.

Fue entonces cuandoAlydeLaCruz subió corriendolas escaleras de la casa hasta llegar a su cuarto, destilandoun sudor maloliente con hedor a traición, levantó el col-chón floreado de la cama, alzó el revólver y con harta

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precisión, se lo encinturó en la parte de atrás del pan-talón, asido a la espalda. Dándose de sopetón la vueltahacia la puerta se encontró, de pronto, con el rostroasustado de Yajaira que lo había seguido desde el porchehasta la habitación. La cara contrariada y enfurecida, a lavez, de la jovenmujer, eclipsaron los pensamientos sofo-cados del esposo traicionado.

Mientras los segundos interminables recorrían, conlerda parsimonia, el espacio entre las miradas del hombrey la mujer, esta, atribulada y nerviosa dio curso, nueva-mente, al interrogatorio.

—¿Me va a pagar o no, señor Aly?; mire que estoymuy apurada y no tengo toda la tarde para estar aquí. Yase está haciendo de noche.—Los ojos de fuego de Aly seclavaron en la mujer y su rostro encolerizado se asustó,cuando se dio cuenta que su suegro, Francisco, se res-guardó tras el cuerpo de la joven.

—Tú sí eres lengua larga muchachita. Escuché todolo que dijiste allá afuera de mi hija y encima vienes a estacasa amenazando. Mira, aquí, la única sinvergüenza quehay, eres tú.Mi hija es una mujer seria y decente. No unaloca como tú dices.

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A medida que hablaba, Paco, fue desorbitando lamirada con acento de dolor y rabia, por todo lo queYajaira había dicho, a grito batiente, de su hija en mediode la calle ymientras los dos hombre semovilizaron haciala joven como en juego de ajedrez, esta, sigilosamente, sedio la vuelta tratando de descender por las escaleras, rega-lándoles con lamano fina, un ademán con desprecio.

Los dos hombres se movieron con gran rapidez enformación hacia la mujer que de espaldas trataba de des-cender las escaleras, titubante, con la cabeza hacia delantemirando al suelo, al tiempo que un golpe seco, conectóirreparablemente el joven cráneo de lamujer. El cuerpo sedesvaneció sin sentido y bajó por la escalera, como el aguaen picada, hasta el final de la misma. Los dos hombres semiraron a los ojos sin cruzar palabra y ambos, dando unsalto gallardo, quedaron parados frente al cuerpo temblo-roso deYajaira.

Aly de La Cruz gritó que la joven estaba muerta,mientras intentó levantar la cabeza flácida, halándola porel largo cabello dorado, ahora teñido con sangre. Y así,ríos incontrolables de sangre espesa empaparon, torren-cialmente, el salón de la televisión.

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Los dos hombres estaban paralizados como estatuasy se miraban sin saber qué hacer, embargados por elmiedo que los perseguiría a partir de ese momento. Elpadre de Altagracia se apretó las manos y comenzó a darvueltas alrededor del cuerpo yerto de la joven desfallecida,elevando los brazos hacia el cielo, mientras su yerno semantenía de cuclillas, cerca de lamoribunda.

Quietos y sin saber qué hacer, los dos hombres, con-templaron los movimientos finales de Yajaira, que fueendureciendo sus miembros hasta quedar tendida en elsuelo, nadando en medio de un charco de sangre. Luego,se escuchó un sonar acompasado de pasitos serenos y tré-mulos que intentaban un acercamiento. Aly y Paco sedesplazaron hasta la puerta del salón y divisaron la tímidafigura de la acompañante, que con su vestidito devolantes, acercaba su cuerpo enjuto rumbo a la cocina dela casa.Al ver a los hombres parados en la puerta la niña seasustó, por el claroscuro de las sombras que dibujabanespectros lúgubres a su alrededor y comenzó a sollozarsordamente. Aly de La Cruz al mirarla, suavizó las fac-ciones, mientras su sadismo se disolvía a través de sucuerpo, invitando a la niña, con ademanes delicados, aentrar en la cocina para saborear un pedazo de pastel.

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La nena, penetró asustada por el centro la cocina,remontada sobre sus pasitos cortos, arrullada por el chas-quido luctuoso de sus zapatillas de charol que comobaila-rina de la muerte iban arrastrando el miedo a través de lasbaldosas grasientas. La niña llegó hasta el fondo de lacocina, mirando a todas partes con la ilusión de encontrara Yajaira en cualquier parte, pero sólo las escobas y lostrapos de limpieza terminaron por darle la bienvenida alfinal delmugroso lavandero.

En ese momento sonaron las campanas de la iglesiade la plaza y lamamádeAdalid, que se había sentado en elmuro para escuchar el relato de la señora Josefina, inte-rrumpió diciendo:

—Bueno, Josefina me voy, es muy tarde y losniños también deberían hacer lo mismo e irse adormir. Han estado todo el día jugando en la calle yestas no son horas de andar por ahí. Es mejor que sevayan a dormir —terminó agregando la uruguaya, conacento autoritario y categórico. Se alisó el cabello yprosiguió:

—Este cuento de Josefina no es una buena historiapara la Nochebuena, donde hay alegría por el nacimientodelNiñoDios—replicó lamujer con su acento extranjero.

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Tomás Andrés se sintió desfallecer, al pensar que esanoche humeante y excitada no podría llegar a conocer loocurrido en la casa abandonada de la cuadra y el desenlacefinal de la historia de las niñitas. Fieramente, un coro delamentos se alzó en protesta por las gargantas de los niñosy la anciana, con la habilidad que proveen los años, leamasó con sigilo, un santo y seña a Tomás Andrés comosigno de aceptación y rebeldía que raudamente, el patine-tero prontamente interpretó.

—Bueno, está bien —dijo el muchacho estirando losbrazos hacia atrás, con ademanes de cansancio, mirando alos ojos a los demás compañeros de juego y continuó entonoparsimonioso:

—Esmejor que nos vayamos a dormir—a la par queexplicaba a los demás niños, con las gesticulaciones delrostro, el plan que se acababa de fraguar entre la vieja y él.Los jovencitos comenzaron a levantarse del suelo, entre-tanto,Virginia irrumpió en gritos diciendo:

—Cuidado con Adalid, creo que hay hormigas en elpatio y pueden picarla.

La uruguaya lanzó un grito obseso y desesperadomientras alzaba con violencia a la niña y se despidió delauditorio aceleradamente, alejándose en carrera del pórtico

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de la casa de la vieja. El patinetero respiró profundamentealiviado por la huida de la uruguaya y dio la bienvenida atodas las hormigas colaboradoras.

La antigua Josefina y losniños semirarony sindecirseuna sola palabra comenzaron a reírse desmedidamente,hasta que llorosa por tanta risa la vieja dio inició de nuevoal relato, no sin antes acotar:

—Qué mujercita más atorrante, menos mal que sefue de una vez para su casa. Bueno, como les seguíadiciendo muchachos —y los tres niños se acercaron máshacia la anciana para escucharlamejor.

«Parece que la muchachita pequeña nunca pudo ter-minar de preguntar por Yajaira, pues se dice, que algunode los dos hombres, eso nunca se supo a ciencia cierta, laapuñaleó salvajemente.

TomásAndrés cerró los ojos para soportar la desespe-ración de la macabra escena del crimen de la niña queestaba a punto de narrar la vecina y un premonitorio esca-lofrío le indicó el recorrido mortuorio. En la mente delpatinetero se forjaron, entre luces y sombras, millones deestampas que relataban los hechos. Desde la cuchilladaasestada por la espalda de la niña que originó un extensorío de sangre que sofocó la cocina como lava caliente. Pero

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el miedo se encarnizó con el placer del asesino y quincenavajazos más, se depositaron sobre el cuerpecito dimi-nuto de la chiquilla, tiñendo de rojo el techo y las hornillasde la cocina, las ventanas y el resto de la decoración.

A partir de esa horaTomásAndrés se sintiómuymaly con un remolino en el estómago, trató demecerse sobrela patineta sobre la cual se dejó caer consternado. Con lamente nublada por la tristeza sobre lo acontecido el niñose devolvió, poco a poco, de su ofuscación mental y pudoescuchar la parte final del relato de la anciana:

—No solamente mataron a los dos niñas, sino queademás, descuartizaron sus cuerpos, las metieron enbolsas de basura negra y las botaron en el monte. Se supo,por los cuentos que me llegaron, que de acuerdo a la ins-pección realizada por la policía, se determinó que Yajairano se murió al caer de la escalera y cuentan además, quecuando los hombres la estaban descuartizando, como auna res, ¡ay, qué desgracia tan grande!—decía la vieja lle-vándose las manos a la cabeza —la jovencita estaba llo-rando y pidió que la regresaran a su casa.

«Al mes encontraron los restos de las muchachitasen las benditas bolsas de basura arrojadas en Villa deCura y una semana después de lo sucedido, la policía

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llegó a la cuadra y se llevó preso a todo el mundo en esacasa. Esa misma noche dejaron en libertad a la señoraToña y también a su hija Altagracia. Después, lasmujeres se regresaron de inmediato a las Canarias. Lapolicía también dejó en libertad a Paco, porque segúnlas pruebas recabadas, el asesino de las niñas fue el locoese, el Aly de La Cruz, que esta misma noche volvió poraquí como extrañando lo sucedido. Fue ese hombre feoque tú viste aquí, Toms Andrés, el que hizo todas esascosas malas, mijo, por eso te repetí, tantas veces, que note le acerques por nada. Es un asesino de niños. Unloco, un psicópata.

Los muchachitos quedaron aterrorizados y Virginiabalbuceó entre dientes:

—Qué señor tan malo, mira que asesinar a unasniñas. Tengo miedo, me quiero ir para mi casa. —Altiempo que Leopoldo, con rostro apesadumbrado, lamiró y asintió con la cabeza.

Enmedio del desasosiego de los niños, la mujer can-sada por lo avanzada de la hora, se incorporó repitiendo:

—Sí, sí, ya es muy tarde; mañana será otro día ytenemos que descansar. Mañana regresen por aquí, para

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darles más torta y dulcitos ricos que les guardé por ahí. Ydándose la vuelta repitió:

—Yotambiénmevoy adormir.Tengomucho sueño.Todos los niños salieron en formación y Tomás

Andrés se sentía exhausto por los acontecimientos vividosy por lo escabroso del relato que terminaba de escuchar deboca de su vecina. Tomó la mano de Virginita y acom-pañó a sus vecinos hasta la puerta de sus casas, despidién-dose, parsimoniosamente, de cada uno con la patinetaasida bajo el brazo y el cabello revuelto de tanto jugar.Así,inició el regreso hasta su casa.

Mientras caminaba lentamente, la historia del asesi-nato de las niñitas se repetía, incesantemente, en sumemoria. Fue por eso que se detuvo frente a la grande yoscura casa, con una reja marrón, escarpada, paredesblancas desleídas, sin luces intermitentes, ni resplande-cientes adornos y sin flores rojas de Navidad. TomásAndrés, se quedó lerdo, mirando hacia la puerta principaly su aguda imaginación perpetró hasta lo profundo de lacasa, como si los sucesos horribles de la Nochebuenanuncahubiesen sucedido.

De esta forma, un destello de imaginación iluminó lamente del patinetero, mientras en su sueño, visualizó en

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medio de la sala un inmenso árbol de Navidad, lleno delucecitas multicolores y fosforescentes, bañado de guir-naldas y serpentinas doradas, engalanado con bellosadornos, llenos de luz. Alrededor del árbol estaban lasniñas, hablando y jugando, vestidas de fiesta. Yajaira conel cabello dorado, rizado al viento, cantando, con un trajeceleste de coloridos resplandecientes y la beba, le tomabala mano, con pulseras transparentes y lazos rosados en lacabeza, engalanando sus trenzas. Las niñas, tomadas de lamano, daban vueltas alrededor del árbol, esperando losregalos deNavidad.

El ronquito fuerte de un cohetón despertó al patine-tero de sus sueños y pronto, comenzó a llorar, por la tris-teza que le causó la pérdida inútil de las dos niñas. Así,comenzó el regreso taciturno hasta su casa, en medio desu ofuscación mental y escuchando los últimos cohetesde la noche de Navidad. Iba rodando, parsimoniosa-mente, sobre la patineta como el que no quiere llegar aninguna parte.

Tomás Andrés recordó que su vecina Josefina eramuy amiga de la madre del mecánico de la cuadra y quesus conversaciones vespertinas eran interminables hastabien entrada la noche. Además, se acordó, que la madre

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delmecánico era vecina de Yajaira, pues, vivía en las casasrurales apostadas en la orilla del pueblo muy cerca del río.El rostro de Tomás Andrés se encendió de indignación,tan sólo al imaginarse que su vecina Josefina con suschismes y vituperios de siempre participó, de algunaforma, en la trama infernal de malentendidos e inven-ciones que terminaronquitándoles la vida a las niñitas queél acababa de imaginarse cerca del árbol deNavidad.

De pronto, un vapor angustiado se desató dentro delniño y tomando un impulso superior a sus miedos que letraspasó las entrañas, el muchacho corrió hasta su casa,saltó la verja, de un solo golpe, abrió la puerta principal yse fue directo a suhabitación.Allí, soltó con fuerza la pati-netanuevay se agachódebajode la camapara tomar lapati-neta vieja.Luego, al salir corriendode la casa,miróde reojohacia la mesa del comedor, adornada para Nochebuena.Con sus flores rojas de Pascua, iguales a la sangre de labeba. Estaba repleta de dulces, tortas y chocolates. Elmuchacho se regresó lentamente hasta la mesa, tomó unplatito verde de cartón y lo desbordó con todos los dulces.Luego, suspiró con fuerza y con la rapidez de una exhala-ción, corrió hasta la calle para detenerse en el frente de lacasa deshabitada, donde años atrásmurieron la niñas.

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El patinetero se paró frente a la cerca enclenque porlos años y los azotes del inclemente clima, miró por entrelas cayenas tupidas hacia las ventanas para ver si alguienestaba merodeando en la casa. Cuando se percató que eljardín estaba completamente desolado, lanzó la patinetavieja en el centro del jardín y con un fuerte impulso,brincó la reja.

Una vez dentro, se mantuvo de cuclillas a través de lanoche oscura y humeante, solitario y aterrorizado enmedio de la nada. Poco a poco levantó su cuerpo depequeño atleta y se fue acercando, con espacial sigilo,hasta el porche de la casa, el mismo lugar, donde añosatrás la muerte merodeó a las niñitas. Colocó la patinetavieja debajo de la ventana como si fuese una mesa y sobreesta dejó el plato verde repleto de apetitosos dulces.

Sin proponérselo, Tomás Andrés, trató de regalarlesa las nenitas una buena noche de Navidad. Explicarlesque el Niño Jesús sí existía y que pronto se encontraríancon él en todas las fechas de Navidad, en cualquier planode la existencia: en la vida o en la muerte. Absorto ante lapatineta dulcera y pensando en la noche de Navidad,Tomás Andrés, se sintió feliz por poder acompañar a lasdos niñas y por su hazaña de convertirse, aquella noche,

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en el Niño Jesús. Mientras el muchacho se imaginabaconversando con las pequeñas, un aire espeso con olor aflores y a dulces se esparció por el patio y un soplo trémuloy arremolinado, jugueteó alrededor de su cuerpo, hasta elmomento en que dos cintas de colores claros, como lasque el patinetero imaginó, adornando los cabellos de lasmuertas, salieron rodando, acariciadas por el soplo delviento desde el fondo de la casa, hasta detenerse anteTomás Andrés. El niño, con la mirada frenética por elmiedo, sintió el frío tenso de la muerte que le paralizó lomás profundo de sus huesos. No atinó a medir el tránsitodel tiempo parado allí, pero cuando se desperezó, atrapólas cintas de colores entre sus manos acariciándolas conregocijo, tomó la patineta con parsimonia y caminó congran tranquilidad hasta la puerta de la cerca del jardín,despegó el pasador que por años se guardaba en silencio ysalió caminando, sin los apuros de siempre, mientras susdedos finos y ágiles jugaban con espontaneidad con lascintas coloridas que en la noche deNavidad volaban en lacasa de las niñasmuertas.

Cuando inició el regreso a su casa, sus fantasíasrecrudecieron y corrió hasta el final de la cuadra, elevandolas cintas, tan altas como su brazo alcanzó a esperezarlas,

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torneándolas y bailándole al viento. Así estuvo un buentiempo, en un ir y venir yermo, hasta que su cuerpo can-sado por lo vivido lo obligó a regresar a su casa. Sedevolvió, flojamente, entre las cercas y los ladridos de losperros de la cuadra y al pasar por la casa de Josefina,amarró las cintas de colores salidas de la casa de lasmuertas en la cerca de la anciana, entró con pesadez a suhogar y se acostó a dormir.

A la mañana siguiente un fuerte alboroto en la callelo despertó. Ruidos de sirenas y una gritería infernal leimpidió a Tomás Andrés seguir durmiendo. Se levantóde la cama confundido y recorrió la casa buscando a lafamilia pero todos se encontraban en el porche. Cuandoel patinetero se asomó al zaguán, frotándose los ojos ytratando de conseguir explicaciones, se encontró con elllanto de su madre y la cara de dolencia de los demásfamiliares. En ese momento una camilla salió de casa dela vieja Josefina cargando un gran saco negro y Renato,desecho por el dolor, lloraba en el hombro de una de lasvecinas, mientras acompañó la camilla hasta una camio-neta, que con gran velocidad, se perdió en la esquina dela cuadra.

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La madre de Tomás Andrés tomó al niño por loshombros diciéndole:

—Semurió Josefina—y comenzó a sollozar, rabio-samente, hasta que un suspiro profundo y desalentado laobligó a entrar en la casa. El muchacho quedó ensilencio por un tiempo, entró en su habitación, buscó lapatineta nueva, saltó descalzo la verja, todavía manteníala ropa de dormir y se sentó en la acera frente a la casa dela vieja Josefina, como de costumbre. Desde allí, perma-neció largo rato en silencio, observando el tétrico pano-rama de la vieja casa y la soledad que, señorialmente,rondaba por la cuadra. Al mirar las cintas de colores delas niñas muertas, las mismas que en la madrugada élhabía amarrado, flotando libres y refulgurantes alviento, se imaginó un par de lenguas, brinconas y sueltasque flotaban como polvo por todo el pueblo, libres y sal-tarinas, tal como las lenguas de los curas ahorcados en laplaza, según la historia que contaba el cronista o como lalengua de Josefina, suelta entre las sueltas, provocandomiles de cosas por todo el pueblo —quizás hasta lamuerte de las niñas—, pensóTomásAndrés.

El patinetero se alzó, brincó sobre su aireado juguetey rodó a lo largo y ancho de la cuadra. Luego, desamarró

María Josefina Mas Herrera

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las cintas de la verja de Josefina y como banderas libera-doras las alzó por los vientos. Se imaginómontado en unalengua, rodandopor los aires a través de todo el pueblo.Elpatinetero, exhausto de tanto juego y del bambolear de lascintas a lo largo de la cuadra, se sentó, nuevamente, en laacera caliente, frente a la casa de las niñas asesinadas. Enese momento, el niño observó impávido, cómo la puertaprincipal de la casa se abrió y salió Yajaira y la beba, cami-nando alegremente. Atravesaron la reja del pórtico, sinabrirla y se fueron andando por la acera de su casa hastadoblar la esquina, rumbo a la plaza. El niño de la patineta,sin pensarlo ni un momento, siguió a los fantasmas hastala plaza. Se fue en pijama y descalzo, con el cabellorevuelto y con las sienes cargadas de salado sudor. Allí, sequedó parado en la orilla derecha, tras el chaguaramomayor y observó con alegría cómo las niñas jugaban tran-quilas con las ardillas de la plaza,mientras unos curas, conrostros desleídos y gruesas sogas atadas al cuello, rezabanel SantoRosario.

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EDICIÓN DIGITALDiciembre de 2017Caracas-Venezuela

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