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Gotthold Ephraim Lessing Naián el sabio Traducción e introducción de Agustín Andreu Selecciones¿ ¡y * Austral *%••*•*•*•/* Epasa-Calpe

Lessing, Gotthold Ephraim - Natán El Sabio

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Gotthold Ephraim Lessing

Naián el sabioTraducción e introducción de

Agustín Andreu

Selecciones ¿¡y* Austral*%••*•*•*•/* Epasa-Calpe

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Gotthold liphraim Lcssing(Foto Archivo Etpasa-Calpe)

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GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

NATÁN EL SABIO

TRADUCCIÓN E INTRODUCCIÓN DE AGUSTÍN ANDREU

ESPASA-CALPE, S. A. MADRID

1985

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Edición paraSELECCIONES AUSTRAL

O de la presente edición Agustín Andreu Rodrigo, 1985 Espasa-Calpe, S. A., Madrid, 1985

Diserto de cubierta: Alberto Corazón

Impreso en Esparta PrintedinSpain

Acabado de imprimir el dia 27 de febrero de 1985 Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S. A.

Carretera de Irún, km. 12,200. 28049 Madrid

Depósito legal: M. 7.375—1985 ISBN 8 4 -2 3 9 -2 1 3 6 -0

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ÍNDICEPáginas

Prólogo................................................................................................ 13

Introducción: NATÁN EL SABIO Y LA ACTIVACIÓN INTERIOR DEL HOMBRE

I. G énesis biográfica del «N atán» ........................................ 191. El «Natán», un hijo de su vida—«De su vejez»............ 192. El «Natán» y su relación complementaria con las

grandes obras Tíñales del Lessing («La educación del género humano» y «Los diálogos para francma­sones») ......................................................................... 20

3. El «Natán» y la polémica teológica sobre las religionesde Revelación............................................................... 23

4. El «Natán» y el «Decamerón». La parábola de tosTres Anillos, o la religión de Natán............................ 27

3. Origen histórico de la parábola de los Tres Anillos en las tierras hispánicas del siglo xt. Historia literaria dela parábola.................................................................... 31

6. El «Decamerón». La jornada 1 * La figura de Natán yla jornada 10.*, novela 3* parábola y fábula............... 36

II. El escenario palestino, las religiones abrahamIticas yla Historia Universal....................................................... 451. El escenario de Palestina y de las tres religiones abra-

hamiticas...................................................................... 452. Lessing y el islamismo..................................................... 483. Judaismo/cristiano e islamismo: Dos tipos de religión.. 524. La religión de Abraham y la religión de la Humanidad. 55

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8 ÍNDICE

Páginas

III. El sabio v su acción ........................................................... 601. La figura del sabio: su presupuesto (el valor de ser ra­

cional) y su referencia (el pueblo).............................. 602. La superación sapiencial del miedo, las virtudes cardi­

nales y la dramaturgia..................................................... 613. El sabio y su pueblo. Pueblo y Religión, como patria . .. 634. Pueblos, religiones y el régimen de la Providencia. In­

terpretación lessinguiana de la parábola..................... 675. El sabio y su relación con los individuos........................... 716. Los subalternos de la sociedad civil y religiosa............. 767. La experiencia abierta, la ampliación del instante y la

verdadera contradicción.................................................. 818. Contradicción y escatología................... 86

Fuentes y Bibliografía................................................................... 97

NATÁN EL SABIO

Acto primero........................................................................................ 105Acto segundo....................................................................................... 133Acto tercero........................................................................................ 159Acto cuarto........................................................................................ 189Acto quinto.......................................................................................... 215Notas al texto df.l poema dramático........................................... 242

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A Rafael Blanco y a sus jóvenes amigos del Zambuch

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Sapientia est scientia felicitatis.

(L e ib n iz .)

—No es posible.—Pues que sea.

(ARISTÓFANES, L os carboneros. [Versión de Agustín García Calvo].)

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PRÓLOGO

En este poema dramático nos dio finalmente Les- sing su ideal de humanidad. Es uno de los escritos más importantes, dramatúrgica, filosófica y religiosa­mente del siglo xvm. Y de mayores consecuencias po­líticas, indirectamente, también.

Lessing advirtió la repugnancia, más aún que la ex- trañeza, de que el ideal de humanidad se presentara en las figuras de un comerciante judío y un sultán. No lo hizo por aleccionar y ayudar a la reflexión mediante unas Carlas persas o unos Viajes de Gulliver. Su inten­ción fue sacar al que dicen Occidente, del renano rincón ideal donde se encastillara, formulando una reinterpretación del europeo occidental que mantiene viva la dialéctica con el judaismo y con el islamismo —con que pueda entenderse a sí propio y, tal vez, de­sencasquillarse—. Por Lessing no hubiera vivido el Occidente siglo y medio de nacionalismo exacerbado ni tres y pico de confesionalismo estanco. Tan no se pudo embutir a Lessing en el nacionalismo oficial que, a N a t á n EL SABIO, lo perdía de vista Alemania cuando ganaba guerra, y al probar derrotas volvía a po­nerse otra vez ante Natán para que cayera la sabiduría de su palabra sobre los errores del entusiasmo.

En la fábula del poema se dramatiza y en sus perso-

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14 AGUSTÍN ANDREU

najes se expresa la filosofía lessinguiana de las reli­giones y pueblos muchos, y de la vida una.

*

Con la introducción y las notas he procurado situar el Natán sobre el trasfondo de la obra de Lessing, de sus escritos y motivos principales. Para ello he remi­tido frecuentemente a sus Escritos filosóficos y teoló­gicos, que publicamos en la Editora Nacional, en 1982. Dudé no poco, antes de guarnecer al Natán de tan larga introducción y notas. Y aunque me acordé de que Bernard Shaw anteponía verdaderos tratados doc­trinales a algunas de sus obras de tesis y recordé que Strauss ya dijo que sin la teología de Lessing no se puede entender esta obra de teatro, fue al fin la opi­nión de Aristóteles quien me empujó a dotar al texto de tan amplio comentario. Pues un drama, aunque no se represente, ha de producir su efecto específico (Kommerell, Lessing und Aristóteles..., pág. 171). Les­sing lo tuvo en cuenta y lo escribió también para leído, y leído por necesidad durante mucho tiempo.

El diálogo de Lessing está íntimamente relacionado con su antropología. En el uso extraordinariamente frecuente de guiones y puntos suspensivos se mani­fiestan las «interrupciones en el diálogo» que, frente a Voltaire y de acuerdo con Home, creía necesario que se produjeran y manifestaran siempre que lo re­quiriese la «naturalidad» (Home) o «los afectos de las personas». En un hombre como Lessing, que cree po­sible expresar con claridad todo lo que se piensa, in­cluido lo que se ve con claridad que no está claro y el grado en que no lo está, el diálogo se convierte en un desenvolvimiento de la luz desde el interior de las per­sonas y de su imprevisible pero preestablecida armoni­zación. Junto al N a t á n precisamente, pensó en publi­car un «tratado sobre la puntuación dramática». Aquí

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PRÓLOGO 15

no lo recuerdo más que para indicar que he reflejado lo típico de la puntuación lessinguiana mientras el res­peto a la misma no ha entorpecido la versión del sen­tido. Aristóteles había enseñado a esos discípulos suyos que fueron Diderot y Lessing, la «importancia de las clases de ritmo para cada caso» y la desgracia de que no se hubiera compuesto todavía un arte sobre dicho extremo. En relación con el diálogo lessinguiano y, concretamente, con las graduaciones del desenvol­vimiento interior de los individuos, tienen gran interés las partículas expletivas, enfáticas, suspensivas, etc., en las que tan rico es el alemán. Lessing las emplea re­flexiva y calculadamente, a leguas como está de cual­quier necesidad de ripio y relleno. Lo mismo cabe decir de las repeticiones y como tartamudeos tan fre­cuentes en el texto lessinguiano y tanto más de notar que 'interrumpen' verso. En cuanto me fue posible hacer resonar todas estas particularidades en el texto castellano, lo procuré.

Las notas de la introducción las he agrupado al final de cada uno de los capítulos de la misma, por pará­grafos. Las notas al texto del Natán las he ordenado siguiendo la numeración de las líneas del mismo.

He numerado las líneas de la versión castellana según la numeración de los versos de la edición de Lachmann-Muncker, mas sólo de diez en diez, en co­rrespondencia que no puede ser exacta palabra por pa­labra. Las citas al texto del Natán se refieren al acto (III), luego a la escena (2.a) y por fin a la línea aproximada de la versión castellana (315).

Los bosquejos preparatorios de la redacción defini­tiva, acerca de los que informaremos en la introduc­ción, en vez de reproducirlos juntos, los hemos ido ci­tando en nota en el lugar correspondiente de la obra, al que así pueden ilustrar.

*

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16 AGUSTÍN ANDREU

El lector advertirá que las resonancias del N a t á n en la Historia de España son tales que los españoles debiéramos escuchar de pie la narración por Natán de la parábola de la tolerancia, la de los tres anillos, por respeto a aquel momento del pasado donde alum­bramos una altura que no supimos mantener y en la que los hombres no se han instalado interiormente to­davía. Y es obligatorio consignar aquí que España tiene una deuda inmensa con «sus judíos», como decía Fernando VI, lejano descendiente del Fernan­do III que se titulaba «rey de las tres religiones»; y que es hora de empezar a pagarla con intensidad fra­terna.

Al poner punto final a este trabajo, no puedo menos de acordarme de mis amigos, que tanto me ayudan. De mis enemigos no diré cuánto me ayudan, porque no se lo creerían.

Madrid, 26 de febrero de 1983.

AGUSTÍN ANDREU RODRIGO.

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NATÁN EL SABIO Y LA ACTIVACIÓN INTERIOR

DEL HOMBRE

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GÉNESIS BIOGRÁFICA DEL «NATÁN»

I

1. El «Natán», un huo de su vida —«De su vejez».

Con una idea metafísicamente tan amplia de la vida y con una valoración predominante de la unidad de acción, como profesa Lessing desde su discipulado de Aristóteles y Leibniz, resultaría increíble que algo im­portante en su vida pudiera datarse simplemente y no presentara gérmenes y ensueños desde ios años mozos. Anecdóticamente, es posible datar el mo­mento en que se resuelve a poner en pie su Natán el sabio-Poema en cinco actos, a saber, la desvelada noche del 10 al 11 de agosto de 1778, aproximadamente un mes después de que se le prohibiera gubernativamente proseguir la polémica teológica con el Pastor Goeze, y cuando ya sentía cerradas todas las puertas para prose­guirla con la pluma y ante el público. Pero en realidad se trata de una obra que brota de su vida entera; tenía razón H. Dütschke al decir que entre el proyecto y la culminación del Natán está la vida entera de Lessing. La religión de Natán fue su religión desde siempre,

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20 AGUSTÍN ANDREU

dice él mismo, y la forma teatral fue también siempre su forma mentís y su forma de lógica —formas que tienen, en él, alcance metafisico—. Es más, estaba sin­tiendo la llegada precipitada y prematura de su vejez (se lo susurra a su hermano por carta), con todo lo que eso podía suscitar en un hombre como el nuestro. Se le puso a flor de piel la memoria; y toda la alegría y maravilla de la vida, toda su generosidad y su resolu­ción de luchar, todo, lodo lo que le dio desde la infan­cia la vida, sale y aflora aquí. El Natán, «este hijo de la vejez que (me] ha caído de repente» l.

2. E l « N a t á n » y su r e l a c ió n c o m p l e m e n t a r iaCON LAS GRANDES OBRAS FINALES DE LESSING(« L a e d u c a c ió n d e l g é n e r o h u m a n o »Y «Los DIÁLOGOS PARA FRANCMASONES»).

Entre 1778 y 1780 publica los Diálogos para franc­masones (I-III), Natán el sabio, los Diálogos para franc­masones (IV-V) y la Educación del género humano. La última elaboración de su idea del sabio Natán, está en el clima de los otros dos grandes trabajos, que se refle­jan dramatúrgicamente en el Natán, además de encon­trar en éste su complemento en más de un aspecto.

En la Educación del género humano había tratado Lessing la función educadora de la revelación reli­giosa, pero, siendo así que había enseñado la plurali­dad de revelaciones, no había tratado más que la cone­xión entre la revelación judía y la revelación cristiana, sin aludir (expresamente) siquiera al islamismo, una religión que, según él, está en el horizonte del género humano. Pues bien, no en forma de ensayo, sino en forma dramatúrgica y práctica, dará en el Natán su modo de ver la sucesión y conexión entre las revela­ciones islámica, judía y cristiana. En el momento de la transición a la tercera etapa, que es la del Espíritu, hay

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INTRODUCCIÓN 21

que situar la conexión entre revelación cristiana y re­velación islámica. Su recurso al Renacimiento y a la fi­losofía naturalista del mismo tal como aparece en el Decamerón, su recurso a la leyenda de Saladino como modelo de tolerancia, su elección del escenario de Pa­lestina donde por última vez habían chocado con inau­dito salvajismo las tres grandes religiones de revela­ción — todo apunta al Islam como contrapunto para entender al cristianismo europeo en tanto que mo­mento particular de la Historia universal, de la educa­ción del género humano.

En la Educación había tratado de la acción de la Sabi­duría o Providencia divina para educar a los pueblos. (Éstos son el medio en que aparecen y donde van for­mándose los individuos). Y había enseñado la posibili­dad que el individuo tiene de transformar la indudable desventaja en que acaba por convertirse la revelación, en ventaja para la racionalidad. Pero el medio am­biente que es la sociedad, el pueblo, necesitaba un tra­tamiento expreso, y Lessing había prestado atención a dicho problema con los Diálogos para francmasones. En ellos, además de darle al individuo ideas para que sepa hacer frente a la indudable desventaja en que acaban por convertirse también la sociedad y su legali­dad, presentaba su idea de la acción del sabio, del indi­viduo providente, uno de «los mejores» del pueblo. Se asignan éstos la tarea de velar por que la libertad y la igualdad sean crecientes; de modo que los hombres no queden más separados y extrañados de lo necesario en cada momento, por las leyes y convenciones, las cuales cumplen sin duda la función de mantenerlos juntos en un cierto orden viable... En los Diálogos, el masón es ese sabio; no el masón de reglamento y obe­diencia, sino el que ya no puede caer otra vez en litera- lismos o quedar parado en limitaciones convencio­nales. La Educación y los Diálogos tratan de ese indivi­duo fuera de toda letra, que va buscando formas de ra­

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cionalidad y humanidad, de unidad, cada vez más ver­daderas. Trabajo de factura bien especial, pues sólo cabe realizarlo tratando de soslayo ciertas cosas inabor­dables frontalmente, y en rigor también inexpli­cables... —En el Natán mostrará dramatúrgicamente la actuación del sabio desde su posición individual— desde un trabajo de naturaleza tan social como el co­mercio, y desde la familia, lugar el más cordial, donde religión y sociedad presionan dulcemente sobre el in­dividuo pudiendo solicitarlo con fuerza superior a la exigencia y entrometerse en su vida con derechos sa­crosantos. Lo paterno, lo patrio, eso que se empieza por «ver, tocar y oír» en la infancia, deja una imagen dotada de un poder incomparable en nuestra alma (cfr. III, 1, 25 y sigs.); a nada damos tanta «confianza y fe» y hasta de nada nos dejamos engañar de niños tan saludablemente (III, 7, 462-469). Reha y Natán lo dicen... En el Natán se deja ver ese espacio intenso del sentimiento y la tradición que es la familia, y también la índole equívoca de sus vínculos. La crítica de las rela­ciones familiares es un propósito que está en el plan­teamiento mismo de la obra, en particular por lo que hace a los dos jóvenes. El motivo del incesto, tan cerca del abrazo final de ese grupo de amigos proce­dentes de religiones y sociedades distintas, muestra —escandalosamente— que sin la superación de ciertos tipos de familia no se superarán ciertas limita­ciones religiosas y sociales. La peripecia de estas fami­lias se ha expuesto en relación con la historia; son fa­milias cuya vida hace historia para muchos. Pero con ello se manifiesta la naturaleza general de la relación entre la familia y las tradiciones y medios religioso y social.

En el Natán nos presenta Lessing al sabio en acción en ese medio y en esas relaciones . «Su ideal sólo lo expuso Lessing íntegra y plenamente en la forma artís­tica del Natán» (Dilthey) J.

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INTRODUCCIÓN 23

3. E l « N a t á n » y l a p o l é m ic a t e o l ó g ic aSOBRE LAS RELIGIONES DE REVELACIÓN.

La polémica teológica en que se enzarza Lessing con el Pastor primarius J. Melchior Goeze, de Ham- burgo, es el resultado inmediato de la publicación de los Papeles del anónimo locantes a la revelación. El anó­nimo lo es supuestamente; Lessing sabe que se trata de Samuel Reimarus, profesor de lenguas orientales en el Gimnasio de Hamburgo, cuyos papeles pós- tumos sobre crítica bíblica y religiones de revelación en general, pueden provocar un replanteamiento de la vida de Alemania y de Europa a medio plazo. Lessing se entrega a la publicación de los fragmentos de la obra fundamental del ‘anónimo’, precisamente porque quiere salvar la fe en la revelación, porque quiere salvar la función de la revelación para una razón que se sepa histórica y vital. Mas, la teología ofi­cial no le cree esa buena intención. Se llama «Anli- Goezes» a la serie de escritos que fueron saliendo de su pluma a lo largo de 1778, en relación con la disputa. Desde la Reforma no se había levantado en Alemania una tormenta de ese calibre. Lessing acabaría rom­piendo el monopolio y los estrechos moldes de la orto­doxia como forma de no dejar vivir ni pensar. Pero iba a romperlos, razonando y escenificando.

Los «Anti-Goezes» están escritos con una aplas­tante superioridad de fondo y forma. El desarrollo de la polémica trae consigo convencionales salidas de tono del Pastor —tiradas de pulpito cada domingo, arrumacos de ortodoxia, apelaciones a la autoridad civil, incapacidad de ver en el otro una buena inten­ción, invocaciones a la hora de la muerte... ante la Ale­mania literaria y ante la pía y puritana—; salidas de tono que irritan cada vez más a Lessing. Se siente

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tocado en su buena fe; no es capaz de tolerar todo lo que da por descontado en punto a virtud y edificación su adversario. Se mete en un irrefrenable curso de co­lisión. Ha quedado más atrapado en la agarrada, de lo que imaginara. Sus ataques se vuelven personales a su pesar, y ya no es gusto pedagógico o teatral por la esce­nificación, todo. Dice: El señor Pastor piensa salvarse mediante mi condenación. Añade: «¡Oh felices tiempos en los que la clerecía era todo en todo —pen­saba por nosotros y comía por nosotros!» Y aludiendo a los sermones dominicales del Pastor: «Vd. podrá avasallarme a gritos cada ocho días, Vd. ya sabe dónde. Pero avasallarme escribiendo, eso no podrá ha­cerlo.» Protesta que es él quien está llevando a cabo la verdadera y eficaz defensa de la fe y de la revelación y que no es necesario que sea la mejor apologética la de quien come de la apologética. Quiere hacer ver que es él quien está haciendo lo que haría, en semejante oca­sión, Lulero. Se niega a ser silenciado. Pues si «se quiere impedir a uno solo que comunique a los demás sus adelantos en el conocimiento», se impide a todos avanzar, porque «sin esa comunicación en particular no hay progreso de conjunto». No está dispuesto a que se le prohíba «buscar la Verdad por su propio camino y comunicarla a su manera» (LM, V 24, 12 y sigs.; XIII, 143, 30 y sigs.). Así, la polémica se va es­cenificando cada vez más. Para muchos, Hamburgo entero es ya un teatro. Un día, el mismo Pastor tiene la desdichada salida, más moral que retórica, de mandar a Lessing, desde el pulpito de la iglesia de santa Catalina, a hacer... teatro. —¿Qué has dicho?

Por entonces había llegado a sentir ya la posibilidad de perder su cargo de bibliotecario que, pan, mucho no da, pero en cambio facilita los libros sin los que sería imposible proseguir la polémica. Mas, es ya tarde; el gobierno ducal le prohíbe seguir publicando nada relacionado con la polémica.

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INTRODUCCIÓN 2S

Su primera reacción es un ataque de ira: ¡Ya puede triunfar así ese sumo sacerdote, ese rufián! —Unas notas redactadas entre el 7 y el 9 de julio (la tarde del mismo día en que recibió la prohibición y a la mañana siguiente [Muncker]) traslucen la aparatosa explosión de ira y su marca de familia. Al morderse enrabiado el labio inferior, repite un gesto paterno que le repre­senta vividamente al padre, allí ante él: «¡Cuántas veces me decías: ¡Gotthold, por favor, toma ejemplo de mi, contrólate! Porque me temo, me temo... y me gustaría verme mejorado en ti. Sí, viejo, si; aún lo siento a menudo.» (En la Ética del humano Aristóteles debió de aprender Lessing el tipo de comunicación entre hijos y difuntos padres.)

Conque vuelve sobre sí. Sea dormir lo primero; si se pierde el sueño, se pierde todo. iA seguir leyendo infolios del concilio de Nicea! Porque esto no puede quedar así.

La filosofía lessinguiana de la Providencia no permi­tía pensar que algo importante pudiera quedar sin salida; siempre es posible el deber, como recogerá, en eco, más tarde, Fichte. Lo que sobran son caminos, para quien sabe ver y tiene valor. Porque darle la razón al Pastor predicador sin tenerla, lo condenaría «a no tocar más la pluma». Y en cuanto a dificultades editoriales... ¡estaba dispuesto a imprimir la respuesta con su propio dinero! (Carta del 7 de noviembre.)

Leído el rescripto ducal de la prohibición, en una primera maniobra concede abstenerse de publicar más fragmentos del ‘anónimo’, pero dice no poder dejar de defenderse por lo que hace a los aspectos personales —pues el Pastor lo ha difamado ante Alemania entera. Y coloca, aún, dos escritos, fuera de la jurisdicción del duque, el uno en Hamburgo y Berlín a fines de julio, y el otro en Hamburgo a comienzos de septiembre. Has­ta que le prohíben terminantemente toda publicación donde quiera que sea sobre los temas de la polémica.

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El 2 de agosto escribe a su amiga Elisa Reimarus: «Han confiscado el nuevo fragmento y se me quiere prohibir que escriba'de estas cosas.» E insinúa ya que va a «desplazar sus baterías». Días después se lamenta de no haber sabido realizar su trabajo «con la piadosa hipocresía que le habría permitido llevarlo a feliz tér­mino». Y se anima a probar «cualquier salida».

Así las cosas, la noche del 10 al 11 de agosto le viene la «graciosa ocurrencia» de llevar el asunto al teatro. Se acuerda de que desde «hace muchos años» duerme entre sus papeles una obra de teatro que guarda «una suerte de analogía», inimaginable cuando la escribió, con la actual polémica. En el anun­cio del Natán, que adjunta a la carta a su hermano Carlos, del 11 de agosto, a la mañana siguiente de tener la graciosa ocurrencia, alude a esa antigua idea como «uno de mis viejos ensayos teatrales merecedor por lo visto hace ya tiempo de que le diera yo la última mano». Esta jugada valdrá más que diez fragmentos, acaba diciendo. —Dicho y hecho; a su hermano, con la notificación, le envía el prospecto de la obra, la idea sobre su financiación y la orden de ponerlo todo en marcha. Días después escribe a Elisa Reimarus: «Voy a ver si me dejan predicar sin molestarme por lo menos en mi viejo púlpito, el teatro.» (6 de sep­tiembre de 1779).

Cuando en marzo del 76 volviera del viaje a Italia, había echado mano de sus antiguos papeles y redac­tado, tal vez ya entonces, la escueta serie de escenas que se encuentran entre sus papeles póstumos. Es po­sible que el viaje —Florencia, Venecia, Nápoles, Roma— le hubiera removido el fondo, pues buscó los papeles de juventud con la intención de «poner la obra enteramente en limpio y publicarla». Asi se lo co­municó a sus amigos Schmidt y Eschenburg. Pero, en fin, de 1750, o de antes, data su idea de que las dispu­tas religiosas hay que llevarlas al teatro (Voltaire),

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INTRODUCCIÓN 27

y de 1753 la ¡dea de que en el Islam hay un problema con que se ha de enfrentar el cristianismo occidental si quiere crecer interiormente... Así que tal vez el primer germen literario del Natán estaba en uno de esos trabajos teatrales que no entraron en la Tercera parte de los escritos, porque quedaban a la espera de mejor ocasión (cfr. LM, V, 271).

La idea de toda la vida se impuso a la anécdota del choque con el Pastor, poco a poco. Moisés Mendels- sohn, que velaba para que su amigo Lessing estuviera siempre a la altura de si mismo, lo prevenía a co­mienzos de agosto de que no escribiera una sátira ridi­culizando a los teólogos, que es adonde lo querían llevar. —No, no; Lessing lo tiene claro; no se trata de abandonar el campo de la disputa con una carcajada que resuene en Alemania entera, no. Se trata, en el sentido aristotélico de la palabra, de Política y de Poé­tica, es decir, de exponer dramáticamente la actitud y el modo de acción del sabio para sacar a la Cristiandad y a Alemania del provincianismo autocomplaciente en que se encanija y enfurece, de una religiosidad infanti- loide y un nacionalismo venenoso 3.

4. E l « N a t á n » y e l « D e c a m e r ó n » . L a p a r á b o l a d e los T r e s A n il l o s , o l a r e l ig ió n d e N a t á n .

Desde el momento mismo en que comunica a su hermano la intención de llevar al teatro el problema de las religiones, le indica que la «base» y «clave» de la obra que se propone exhumar de entre sus papeles, se encuentra en el Decamerón, de Boccaccio, en la jor­nada 1.a, novela 3.a, que lleva por título «el judío Mel- quisedech» (II de agosto; 6 de septiembre de 1778). Y da también el título definitivo de la obra: Natán el sabio. Poema dramático... Porque, al Melquisedech de

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esa novela, piensa llamarlo Natán, y no por nada (10 de enero de 1779). En su opinión, en esa novela y en la figura de Natán', encontró expresión literaria uno de esos momentos de superior moralidad que aparecen como anticipaciones sin continuidad (de momento) pero orientadores durante siglos de la actividad moral de los pueblos...

La novela sobre el judío Melquisedech y el Sultán Saladino, narra brevemente cómo éste tiende un ardid al judío rico y sobremanera avaro, para arrancarle, sin fuerza física y con cierta apariencia de razón, una buena cantidad de dinero. El lazo que le tiende con­siste en preguntar al «muy sabio y muy entendedor en las cosas de Dios», cuál de las tres Leyes, la judía, la islámica o la cristiana, considera la verdadera. Agu­zando el ingenio, da al punto el judío respuesta conve­niente, contando la parábola de los tres anillos, que transcribo a continuación literalmente.

«Señor mío, buena es la cuestión que me proponéis, y si he de deciros mi sentir sobre ello, me convendría deciros un cuentecillo como el que vais a oír: Si no me equivoco, me acuerdo de haber oído decir muchas veces que hubo una vez un hombre grande y rico, el cual entre las joyas más apreciadas de su tesoro tenía un anillo bellísimo y precioso; anillo que quiso honrar por su valor y belleza y dejarlo perpetuamente en poder de sus descendientes, ordenando que aquél de sus hijos en cuyo poder se encontrase este anillo de él dejado, entendieran todos los otros que era su here­dero y debían honrarlo y reverenciarlo como al mayor. Y aquél a quien el anterior se lo dejó, ordenó lo mismo en sus descendientes, haciendo las cosas tal como las hiciera su predecesor; y en breve, pasó el anillo de mano en mano a muchos sucesores, llegando últimamente a las manos de uno que tenía tres hijos buenos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que amaba a los tres por un parejo. Y los jóvenes,

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INTRODUCCIÓN 29

conocedores de la costumbre tocante al anillo, como cada cual estaba deseoso de ser el más honrado entre los suyos, cada cual por sí, como mejor sabía, rogaba al padre, ya viejo, que cuando llegara la hora de su muerte le dejase aquel anillo. El buen hombre que los amaba por un parejo a todos y no sabía elegir él mismo a quién debiera más bien dejárselo, pensó, pues que se lo había prometido a cada uno de ellos, en dar satisfacción a los tres, y encargó secretamente a un buen maestro que hiciera otros dos que resultaron tan semejantes al primero que el mismo que los encar­gara apenas conocía cuál fuese el verdadero. Y al llegar la hora de la muerte, dio secretamente a cada uno de los hijos el suyo. Los cuales, luego de la muerte del padre, queriendo tomar posesión cada uno de la herencia y del honor, y negándoselo el uno al otro, en testimonio de tener razón para hacerlo cada uno, sacó a relucir su anillo, y encontrando ser los anillos tan semejantes el uno al otro que era imposible saber cuál fuese el verdadero, luego quedó pendiente la cuestión de cuál fuera el verdadero heredero del padre, y sigue aún pendiente. Y así, señor mío, dígoos acerca de las tres Leyes dadas por Dios Padre a los tres pueblos, acerca de las que me propusisteis la cues­tión: cada uno se cree poseer y observar su herencia, su verdadera Ley y sus mandamientos rectamente; mas quién sea el que la tiene, igual que lo de los anillos, es cuestión en suspenso.»

Reconoció Saladino que el judío había sorteado la trampa tendida; se sinceró con él, obtuvo préstamos que devolvió luego con creces, fueron amigos desde entonces y tuvo al judío en grande honor. Hasta aquí, Boccaccio.

En el Decamerón, el judío Melquisedech se sirve de la parábola, pero ya no se está a su altura, a la altura moral y religiosa de su sentido. Lessing la pondrá en boca de un varón cuya sabiduría y acción se inspira en

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la parábola misma elevándolo todo en su entorno a ese nivel. Así es como hay que entender, creemos, que el Natán se basa'en la parábola y que en ella tiene su clave.

El mundo en que vivía y tenía que vivir Lessing, no había alcanzado tampoco ese nivel. Aunque Lessing piensa que en su tiempo se ha producido una gran mu­tación en la religión cristiana y en ese fin de siglo se generaliza la convicción de que está en puertas una re­volución (sabia o violenta) del espíritu humano (Con- dorfet), no se hace ilusiones. Su Natán «aparecerá y desaparecerá sin dejar rastro», como el Melquisedech bíblico; faltan cientos de años para que las religiones de revelación, deponiendo sus crispaciones exclusi­vistas y canijas, «comprendan» el Natán...

La versión que hemos transcrito, habíala alcanzado la parábola en Florencia, la ciudad más civilizada de la nación más civilizada del mundo. La alcanzó en uno de ios momentos más luminosos de la historia humana, cuando se encontraron viviendo en un mismo espacio tres personas como Dante, Petrarca y Boccaccio. En la Florencia del siglo xiv, se gesta la moderna burguesía comercial e industrial («esos ver­daderos héroes de la iniciativa y la tenacidad humana», que dice Vittore Branca), profundamente creyentes en el sacramento del florín y en la «virtü», realistas sin inhumanidad, precisos, solidarios, inde­pendientes, convencidos de que con sus monedas só­lidas y espléndidas internacionalizaban el mundo y unificaban la vida... Su vida, así, llevaba una crítica implícita de los compartimientos estancos por la irra­cionalidad, por la intolerancia y el fanatismo (aflo- jables, por lo demás, con las debidas unturas...). En el recinto intramuros de Florencia no había santuarios y lugares sagrados, y las excomuniones les pesaban poco... (cfr. A. Tenenti). Y el Decamerón, surgido de esa ciudad, se convierte en un «vademécum del Rena­

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cimiento» (Owen), y en él aprenden las clases popu­lares, no tan jocosamente como algunos quieren supo­ner, las virtudes humanistas del deísmo como actitud vital. El libro juega en el norte de Italia un papel popu­lar parecido al que jugaría en España un siglo después más de una obra de Erasmo. Dilthey dice que es el túnel estético por el que se sale del pozo ciego en que se estaba, «mediante la alianza de los impulsos artís­ticos populares con el sentido de las formas de la anti­güedad. Empezando con Petrarca, Boccaccio...».

La historia literaria de la parábola de los tres anillos es mucho más que curiosidad, porque documenta la aparición de una actitud ética y política, religiosa, y su posterior extravio, apuntando hacia el anillo islámico entre la Antigüedad y el Renacimiento, como pieza imprescindible, según advirtieron Dilthey, Ortega y Spengler *.

5 O r ig e n h is t ó r ic o d e l a p a r á b o l a d e los T r e s A n il l o s en la s t ie r r a sHISPÁNICAS DEL SIGLO XI.H is t o r ia l it e r a r ia d e l a p a r á b o l a .

La parábola de un hombre principal que deja a sus hijos unas piedras preciosas tan iguales entre sí que re­sultan indiscernibles, siendo luego imposible estable­cer que una de ellas es la única verdadera con todas las consecuencias, y teniendo que concluir la igualdad efectiva de los hermanos, es decir, la fraternidad, ex­cluyendo la desigualdad por derecho divino —esa pa­rábola, si no engañan todas las apariencias, como dice E. Schmidt, se la inventó un judío español hacia el año 1100. Sucedió probablemente en Castilla. Circuló luego por Europa en diversas versiones, aplicada a ar­gumentos varios y hasta con la originaria intención trastocada. Burckhardt cree que debió de brotar de

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algún rincón del Mediterráneo, de alguna mesa de posada donde contrastaban sus experiencias merca­deres de las tres réligiones. El teísmo universal que recoge su contenido, sí debió de surgir más o menos simultáneamente «en algunas de las cabezas des­piertas del Medievo», al comparar la actitud ético- religiosa dentro de las grandes religiones con la vida y sus verdaderas necesidades, ayudándose para ello de la filosofía estoica (Dilthey).

Desde comienzos del siglo vm hasta fines del XI, en la península ibérica las clases populares se impregnan de los hábitos y mentalidad de la tolerancia, que se ha ido abriendo camino en la experiencia de la vida coti­diana y en el derecho consuetudinario. Pasados los fu­rores martiriales por parte cristiana, el islamismo tendía a albergar una sociedad plural. Lessing alude a este hecho en el «Cardano» (EE, pág. 206 [LM, V 321, 17 y sigs.; 327, 14 y sigs.l). Detrás de esta tole­rancia religiosa se halla el aristotelizante racionalismo místico. Alfonso el Sabio, en las Partidas «se limita a traducir y ampliar la doctrina alcoránica» de la toleran­cia (Américo Castro). Su sobrino, Don Juan Manuel, tiene muy claro que la guerra a los moros se hace por tierras y no por religión, «no por la ley ni por la secta que ellos tienen». El punto de vista de Américo Castro está dando sus frutos también en la investiga­ción de Lessing y del Medievo europeo en general, e incluso en la investigación de fenómenos más re­cientes como el Pietismo. Ortega avisaba de que cosas importantes acerca del islamismo y el cristianismo convendría que se supieran «en provincias».

El hecho es que, en la Castilla del siglo xiv, Dios es imparcial en la lucha del musulmán y el cristiano, y eso lo aceptan musulmanes y cristianos. Si el cristiano falta a la palabra dada —como es el caso del Natán, donde el patriarca católico viola la tregua—, Dios se pone del lado del leal, de «la fialdad que Dios estable­

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ció entre los hombres» (Crónica de Alfonso XI). El monarca hispano ampara las tres religiones. Dios falla contra el Papa si éste mueve a cruzada. Sobre esta base, señala Américo Castro, aparece en Castilla «el ideal de justicia suprema, trascendente a las religiones positivas, del alemán Lessing».

Pues bien, la parábola de las piedras preciosas que deja un padre a sus hijos, piedras exactamente iguales, en las que no cabe fundar la preeminencia de un hijo y, menos, la falsedad de alguna de las piedras; esa pa­rábola aparece por escrito en ámbito hispano a finales del siglo XV, en La vara de Judá, de Salomón, hijo de Verga, y aparece viva, palpitante. Pues que aparece en un momento en que sirve ya para defender a los judíos, y como expresión de una tradición secular de la que echa mano el rey para oponerse a la inci­piente presión intolerante —de los conversos—. El concepto de cruzada no traía consigo todavía la perse­cución e intolerancia de principio. Cuenta Salomón, hijo de Verga, que don Pedro de Aragón quiso hacer cruzada contra el infiel, objetándole un consejero que, mientras pensaba combatir a los infieles de fuera del reino, dejaba libres a los infieles de dentro, a los judíos, que iban hablando de la falsedad de la religión cristiana. Cuando el rey pregunta al consejero si eso lo ha oído personalmente, dice éste haberlo oído de boca de un converso. Y el rey replica: A esos no hay que darles crédito, porque a quien cambia de religión no le costará mucho cambiar de palabra. Además —prosi­gue— el odio que surge como consecuencia de la di­versidad de Leyes, a menudo no es más que acciden­tal, por cuanto con él no se manifiesta más que el amor a la propia Ley. Mas ante la insistencia del conse­jero en que los judíos irán diciendo que su Ley es la verdadera y la cristiana la falsa, hace llamar el rey a un sabio judío, no a cualquiera de ese pueblo. Asi es

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como acude Efraín Sancho, a quien el rey pregunta cuál de las dos Leyes es «la mejor». Contesta el judío que para cada cual"la suya, porque la propia le salvó a él de la esclavitud de Egipto, igual que la cristiana le confiere al cristiano estar aposentado en el poder. Cuando el rey repite la pregunta pero aclarando que se refiere a la Ley mejor «en y por sí misma», pide Efraín tres días de plazo para responder y, cuando vuelve, escenifica su irritación contando un incidente habido con un vecino, que, al partir de viaje a lejanas tierras, dejó sendas piedras preciosas a sus hijos para consuelo en la ausencia. Conque luego se le han pre­sentado a él, a Efraín, los hijos, con la exigencia de que les pruebe «las propiedades de las piedras y su di­ferencia». Dice que les ha contestado que se lo pre­gunten a su padre que es joyero y sabe distinguir ma­gistralmente «el valor y la forma de las joyas», y que ha sido maltratado por los hijos luego. Indígnase el rey entonces y quiere castigarlos. Oigan tus oídos lo que dice tu boca, le ataja Efraín; porque el celestial joyero dio sendas joyas a Esaú y Jacob, que también son her­manos, y mi señor pregunta cuál sea la mejor. Envíe un mensajero al cielo Su Majestad para que nos lo diga el gran joyero que entiende de piedras. Contesta el rey: Sabios son los judíos. Llena de mercedes a Efraín y castiga al mal consejero.

La parábola y sus contextos son bien notables. Se le nota que procede de la «época eufórica del judaismo peninsular» (Claudio Sánchez-Albornoz). El rey no acepta rumores como datos y, supuesto un hecho, tampoco acepta cualquier interpretación: cada pueblo tiene sus sabios, que son «sus mejores» y que están en él por algo. El Cuzary, para informarse sobre la fe y creencia de musulmanes y judíos, también llama a «uno de los sabios» de sendas religiones y pueblos. Todo ello supone una experiencia bien aprovechada. El odio a la Ley ajena, lo explica el rey como malfor-

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marión del amor a la propia, una reinterpretación de la intención literal, o caída, que hubiera entusiasmado a Lessing. Tampoco le gusta a este rey ver a sus súb­ditos pasándose de religión. ¿Para qué? Quien cambia de eso, ¿en qué será estable? Nuestro romancero habla de quienes fueron siete veces buenos moros y siete malos cristianos, con esa vida de frontera, pasán­dose una y otra vez. El rey da por sentado, por tanto, que cada Ley es buena para cada cual; el peligro estaría en creer que la mejor en sí es ésta o la otra. Muéstrase el rey práctico en distinguir la intención y la letra de la religión, en defender la posibilidad de compaginar la lealtad del súbdito con su Ley particular. —En ámbito hispánico la parábola estuvo viva durante siglos, pues. Fuera de ámbito hispánico, al entrar en otro horizonte y no brotar de una convivencia cotidiana de las tres Leyes, perdió pronto su intención, hasta el punto de ser utilizada al servicio de la intolerancia.

En la colección de leyendas del dominico Etienne de Bourbon, en tomo al 1261, la parábola del anillo precioso es aplicada a la legitimidad de los hijos. Porque un caballero francés tenía una mujer que, des­pués de darle una hija legítima, diole otras adulterinas con visos de legitimidad. Y en su testamento dejó a la legítima un precioso anillo que curaba todas las enfer­medades, mientras los anillos que se fabricaron las otras para fingir legitimidad, no curaban nada.

En la larga narración en verso Dit du vrai aniel, de 1270-1294 (Demetz) o del 1185 (Schmidt), la pará­bola encuentra aplicación política y religiosa. Un hombre bueno y piadoso que tenía tres hijos, mal­vados los dos mayores y bueno el menor, queriendo proteger a éste al darle un anillo maravilloso que tenia, hizo fabricar otros dos muy semejantes, pero de material falso. Levantáronse los malvados al morir el padre, y con el título de los falsos anillos se hicieron con la tierra y con todo. Pero Dios suscitó a tres prín­

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cipes que arrojaron de ella a los dos mayores y devol­vieron su puesto al hermano menor. «Interpretación moral», dice el juglar: El padre es Cristo; los tres her­manos son las tres Leyes, la judía, la mahometana y la cristiana. Las dos primeras, hechas de falso material, se han apoderado de la Tierra Santa y del tesoro que es el poder, respectivamente. Pero tres nuevos prín­cipes (el rey de Francia, el conde de Artois y el de Flandes) se van de cruzada y ganan para el hijo menor, que es el cristiano, la Tierra Santa.

En las Gesta Romanorum (hacia el 1300), que manejó Lessing, hay varias versiones del rey con tres hijos herederos. Y aparece la parábola de los anillos. El anillo verdadero significa la fe verdadera.

En otra versión trátase de un militar que tiene tres hijos y que deja al primero el reino, al segundo el tesoro y al tercero un anillo maravilloso. El militar es Cristo, cuyos hijos son el judío (que tiene la Tierra Prometida), el musulmán (que es dueño del tesoro) y el cristiano, el más joven, a quien hace don del anillo precioso, es decir, de la fe.

Hay otras versiones. Lo curioso es que, en los si­glos XVI y XVII, se aplica la parábola a distinguir la fe verdadera (la luterana, o la calvinista, o la romana) de las falsas, o sea la parábola de los tres anillos acaba en una aplicación confesional. No es de extrañar que cuando caiga en manos de Fontenelle, Bayle y Swift pase a significar que ¡los tres anillos son falsos!5.

6. El «Decamerón». La jornada 1.a La figura de Natán y la jornada 10.a, novela 3.a Parábola y fábula.

Volvamos al texto del Decamerón. De este libro, a Lessing no le interesaba sólo el material narrativo ina­gotable, sino, como en el caso del Cardano, Bruno y

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Campanella —de quienes planeara traducir y publicar una selección de escritos— su filosofía, su teología «pagana». Cuando, en el Léxico Erudito, de Jocher, leyó la palabra «Boccaccio», del largo título de la genea­logía deorum, montium, sylvarum, etc., subrayó las pa­labras genealogía deorum. La jornada primera del De- camerón —«esa tan rica fuente de productos tea­trales»— llamó su atención. La parábola de los tres anillos, vista en el contexto de esta jornada primera cobra su pleno sentido deísta.

Es sabido que cada una de las jornadas del Decame- rón tiene un tema y que cada una de las diez novelas que componen la jornada, trata un aspecto del mismo. En la primera jornada «cada cual es libre de discurrir de la materia que más le holgare». Y da comienzo la primera novela, la de San Ciappelletto, redomado gra­nuja y estafador que embauca a un confesor para que le den sepultura privilegiada en un templo, por morir en olor de santidad, convirtiéndose así en santo de de­voción popular. Moraleja: así se fabrican los media­dores celestiales. Y menos mal que Dios prescinde de las historias y mira a nuestra intención. La segunda novela es la del judío Abrahán, hombre recto y bueno, misioneramente trabajado por un su amigo cristiano píamente fanático, para que se bautice y le aproveche su honradez por lo menos para salvar el alma. Cansado de tanta insistente impertinencia, pro­pone dejarse de apologéticas que son el cuento de nunca acabar, y remitirse a las obras: irse a Roma a ver al Papa y a los cardenales, adonde los mediadores máximos de Dios en la tierra. Encuentra allá tales es­cándalos, en especial escamoteando con vocabulario jabonoso y jurídico la intención del Evangelio, que se bautiza. Pues es preciso —dice— que sea el Espíritu Santo quien sostiene a esa Iglesia que no se sostiene. Por nombre se pone Juan, el de la Iglesia espiritual. (Ya se insinúa en esta segunda novela que para es*

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viaje de la Iglesia espiritual no hacían falta las alforjas del pase de Iglesia .terrena.) Pero, en fin, aquí toma su entrada la novela tercera sobre el judío Melquisedech, el cual, con la parábola de los tres anillos iguales, con­testa a la pregunta sobre cuál será la revelación verda­dera, si la judía, la islámica o la cristiana.

Las tres novelas constituyen un prólogo en el Deca- merón. El hombre razonable y natural no puede fiar en mediadores celestiales ni terrenos, ni tampoco en revelaciones que se atribuyan una exclusiva especial, para averiguar cuál sea la voluntad de Dios. La mente divina es «impenetrable». «No podemos con la pene­tración del ojo mortal escrutar en modo alguno el se­creto de su divina mente», y quien se empeña en ave­riguarlo dándose facilidades, cae en manos de Ciappe- llettos celestiales o se toma fatigas peregrinas para venir a dar en la imposibilidad de distinguir entre tres anillos que es el mismo Dios quien no ha querido que se puedan distinguir. Abra pues el hombre los ojos y razone, concluye Boccaccio.

El Natán lessinguiano no es el Melquisedech de la tercera novela de la jornada primera, como ya dijimos. El Melquisedech avaro y usurero se sirve de una pará­bola de alto sentido espiritual para sortear un obstácu­lo que podía costarle caro, caro en dineros. El Natán de Lessing es un sujeto distinto; está interiormente ni­velado con el sentido y alcance de la parábola de los tres anillos, y de otros puntos de vista decisivos del deísmo y panteísmo estoicos del Renacimiento, de «l'umanessimo volgare» deliberadamente promovido por Petrarca y Boccaccio, y cuyo catecismo es el Deca- merón.

¿De dónde se ha sacado Lessing esa figura de su Natán, de Natán el sabio? La ha encontrado en el mismo Decamerón, jornada 10.a, novela 3.a Hace ya tiempo que la investigación señaló en dicha novela y su protagonista, llamado también Natán, el «episodio»

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que decía haber encontrado Lessing además de la pará­bola de los tres anillos (Boxberger, DUtschke). Y la in­dicación es tan acertada que, quienes no han advertido la nivelación interna entre parábola (de los tres anillos) y fábula (del anciano Natán liberal de 10, 3), han podido llegar a pensar que la parábola es casi un pegote en el poema dramático. No tanto, no tanto.

Se puede discutir por qué no indicó Lessing expresa­mente ese otro lugar del Decamerón. Yo creo que tal indicación no hubiera aclarado de momento su inten­ción más y mejor que la de la parábola de la igualdad de las revelaciones religiosas; hubiera sido una indica­ción que requiriera explicaciones.

Esa jornada 10.a tiene como tema la liberalidad o ge­nerosidad con que actúan algunas personas en asuntos «de amor o de otra cosa». ¿Sabía Lessing que la libera­lidad es la virtud en que compendia Aristóteles las cuatro virtudes cardinales, sabía que de la liberalidad hacía el epigrama de las virtudes? ¿Y sabía que, en la Ética, hacía del valor la condición imprescindible de la conducta virtuosa? Una comparación de Natán el sabio, de su modo de conducirse, con la figura del Natán del Decamerón (10, 3), no deja lugar a dudas de que en éste vio Lessing el ideal de las virtudes del sabio aristotélico. Y tampoco de que, en el libro 10.° del Decamerón, entendió el elogio de la magnanimidad (cfr. Vittore Branca).

La primera novela de esa jornada cuenta la liberali­dad del rey de España, capaz de regalarle a un caba­llero italiano las piezas más preciosas de su tesoro. La segunda novela cuenta la generosidad del abad de Cluny y de Bonifacio VIII con el también generoso (aparte ironías del Boccaccio) bandolero Ghino de la Corte, que le cae bien al de Cluny y entra al servicio de la Iglesia, recibiendo un gran priorato de la Orden Hospitalaria. Y así se llega a la tercera novela, cuyo protagonista es un anciano llamado Natán, que hizo

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construir un palacio a la vera de un muy frecuentado camino entre Levante y Poniente, por ayudar a via­jeros y caminantes.'Pero, para hacerlo con esplendidez y sin sombra de fiscalización, había mandado hacer treinta y dos puertas en ese palacio, de modo que no había edificio donde se saliera y entrara con mayor fa­cilidad y libertad. Famoso por su liberalidad, atrajo sobre si la envidia de un joven, Mitridates, que luego de fracasar en el intento de superar la fama de Natán con excesos y derroches, tuvo un percance revelador. Resulta que entró una anciana a pedir limosna en su casa, cada vez por una puerta distinta, siendo recono­cida y amonestada por Mitridates cuando entró por vez trezava. La anciana dice: Esto no pasa en casa de Natán. Conque el joven decide luego desembarazarse del anciano que oscurece su fama, asesinándolo. Para lo cual viaja al país de Natán, donde al llegar topa con un anciano sencillo de paseo en solitario por el campo, y que es Natán. Pregúntale por el Natán de la fama. Este lo conduce a su palacio advirtiendo a la ser­vidumbre que no lo descubran. Abre su intención al anciano el joven comunicando a qué ha venido. Pás­mase el anciano, pero, serenado, al mismo tiempo que hace ya una interpretación nueva de la actitud del joven Mitridates (pronto cambiaría el mundo tornán­dose de mísero en bueno, si por envidia de la fama que dan la generosidad y la cortesía, hubiera muchos dispuestos hasta a matar), le informa del lugar donde al día siguiente estará paseando en solitario Natán. Cuando al día siguiente va a matarlo, lo reconoce, le pide perdón, y se encuentra a un Natán que le razona encima su disposición a darle libremente la vida, o a cambiarse de casa y nombre con él, pero no a aceptar una petición de perdón a que no ha lugar, pues la em­presa no fue concebida por odio a nadie, sino por deseo de ser tenido por «mejor».

Si se quiere ayudar al hombre en su avance y

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mejora moral, habrá que saber ver y advertir que va siempre tras el bien, pero fallando casi siempre en la manera de buscarlo y conseguirlo. Ver esto y enseñar a verlo es una tarea urgente para salir del estadio san­griento y justiciero en que la humanidad se encuentra. El viejo Natán del Decamerón, 10, 3, aguanta esta tesis incluso cuando tiene encima el puñal del otro. Quien quiera elevar al hombre, tendrá que tomarlo por su más honda intención y por el aspecto bueno, o parcial­mente bueno, que de momento ofrezca. Por eso será en último término favorable que el individuo esté y sea visto en un pueblo. ¡No para justificar en su pueblo los errores y limitaciones individuales! Sino porque en los pueblos se ven mejor los prejuicios y li­mitaciones de los individuos cuya singularidad no da de sí mucho más que los motivos y formas de su con­dición nativa.

Por eso tampoco es cuestión de pedir perdones. Porque no es cuestión de culpa, de crimen y castigo. Llamad a esa empresa de matarme —dice el anciano Natán— «malvada o como la queráis llamar», pero «no se requiere que se pida perdón o se dé». Se trata de comprender cuál es la verdadera intención de fondo. .

En esta liberalidad y en este valor, compendio de la Ética aristotélica, ha visto Lessing a su héroe.

La parábola y la fábula conforman una unidad en nuestro poema. «La verdad necesita de la belleza de la fábula», escribía Lessing en la Dramaturgia. Y la vida es una fábula, decía Petrarca. Lessing es Natán, se vivió en él. Lessing vivía más en sueños altos que en la bien poco natural realidad en que tocaba vivir. Vivir, lo que se dice vivir, lo hacía a solas, de noche, cuando, como dice Alvaro Cunqueiro, se contaba un cuento. No llegaba a enloquecer con la locura inocente del poeta que se queda solo en la inmensidad intensa de la punta hirviente de su intuición. Tanto peor para

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él, que veía lejanías y no podía dejar de ser equili­brado.

Cuando se represénta Natán el sabio, aún hoy, y tal vez por mucho tiempo, una ola de luz desemboca en las candilejas. Pero al salir de un teatro y entrar en el otro, hace frío 6.

1 Hans DUtschke, «Lessings Nathan. Ein Blick in die künstle- rische Werkstatt des Dichters», en Neue Jahrbücherfiir das klassische Altertum, Geschichte..., 49 (1922), 63-81, esp. 66.

En el primer prólogo que escribió para el Natán, escribía haciendo que el público apartara los ojos de la reciente polémica y los elevara a más altas consideraciones : «La mente de Natán frente a toda reli­gión positiva ha sido la mía desde siempre. Mas no es éste el lugar de justificarla» (LM, XVI, 444, 13 y sigs.).

La vejez le llegó de modo galopante. Se lo susurró a su hermano en carta del 16-17 de abril de 1779: «has de saber que me aproximo a pasos acelerados a la vejez irritable y desconfiada». Que el Natán es un hijo de su vejez, se lo... confia, o lanza, a Jacobi, hombre que no lo querfa, cuando le manda un ejemplar de la obra el 18 de mayo de 1779 (LM. XVIII, 319).

1 Sobre la actuación del hombre providente (en Educación) y del masón (en Diálogos), puede verse Educación, núms. 15, 29, 31, 56; y EE„ págs. 615, 618, 621 y sigs. (LM, XIII, 358, 359 y sigs.; 363,15 y sigs.; 367, 11 y sigs. etc.)

Dilthey, IV, 95.* Sobre los Papeles del anónimo tocantes a la revelación. Cfr. EE,

páginas 415 y sigs.En relación con la posible pérdida de su trabajo, en «Anti-Goeze»

escribe: «Dígame, señor Pastor primario, ¿qué he escrito yo contra Vd. que pueda impedir que sea Vd. y siga siendo igual que antes Pastor primario en Hamburgo? Pues, en cambio, yo no podría seguir siendo lo que soy si sus mentiras fuesen verdad.» A Elisa Reimarus le manifiesta el cuidado con que quiere proceder para no perder su puesto (en carta del 2 de agosto de 1778).

Sobre la relación entre los papeles anteriores del Natán y el texto tal cual lo redacta ahora, cfr. E. Schmidt, Lessing, I, 202 y sigs.; 11, 323 y sigs.

4 La versión de la parábola es la excelente del Decamerón, tra­ducción de Juan G. de Luaces (Plaza y Janés, Barcelona, 1977), que completo en algún punto.

Es indiscutible que se ha producido un «gran cambio» en la reli­gión cristiana. «¡Cuán diferente es el cristianismo de este siglo xvtn del cristianismo de los diecisiete siglos anteriores!», escribe en

« AGUSTÍN ANDREU

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INTRODUCCIÓN 43

Sobre una profecía relativa a la religión cristiana (EE. págs. 553 y sigs.; LM. XV, 177,19 y sigs.).

Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos deI espí­ritu humano. Madrid, 1980, pig. 227.

El Melquisedech bíblico (Génesis, cap. 14), «sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio de sus dias ni fin de su vida» (Hebreos, 7,3), sería «tipo» del Natán, cuya idea aparecería y desa­parecería enseguida del escenario alemán y europeo: «se irá del mundo otra vez sin que rastro alguno le haya precedido o seguido». Asi se lo dijo a Herder en carta del 10 de enero del 79. El 18 de abril del mismo año, escribirá a su hermano: «Pudiera ser que mi Natán en suma ejerciera poca influencia, si llegara al teatro, cosa que no sucederá nunca.» En el borrador del segundo prólogo dice no saber «de ningún sitio en Alemania donde se pueda representar ya esta obra» (LM, XVI; 445, 21 y sigs ). La idea de fondo que se expresa en estas manifestaciones de diversa destinación, es la inactualidad de la religión de Natán: «los miles de años» que fallan para que apa­rezca alguien que pueda hacer valer la nueva religiosidad (III, 7, 534 y sigs.).

Sobre Dante, Petrarca, Boccaccio, cfr. J. Arce, Literaturas Italiana y Española frente a frente, Madrid, 1982, pág. 135; Alberto Tenenti, Florencia en la época de los Medicis, Barcelona, 1974; Vittore Branca, Boceado y su época. Madrid, 1975; Owen, Skeptics o f the Italian Re- naissance, Londres, 1908.

Dilthey, V, 340.e E. Schmidt, ob. cit., II, 327; cfr. Otto F. Best, «Noch einmal

Vernunft und Offenbarung», en LYB, XII, 123-156, esp. 145.Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, 1979

(versión de Ardal/Bofill), pág. 371. Dilthey, IV, 55.Américo Castro, La realidad histórica de España, México, 1954,

págs. 219-226, 652 y sigs; De la España que aún no conocía, México, 1972, vol. I, págs. 40 y sig.

Antonio Domínguez Ortiz, Judeoconversos en España y en Amé- rica, Madrid, 1971, págs. 14 y sig.

Salomón ben Verga, La vara deJudá, Madrid, 1927 (versión y es­tudio preliminar de F. Cantera).

Cuzary, Madrid, 1979, págs. 34 y sigs.Para la narración «Dit du vrai aniel», de las Gesta Romanorum y de

otras versiones, cfr. Schmidt, op. cit., II, 329 y sigs.; Demetz, Les- sing. Nalhan der We'tse. Dichtung und Wirklichkeit, Francfort/Berlin, 1966, págs. 200-213.

* Léxico erudito de Jücher, LM, NB, 242, 24 y sigs.Boxberger/Zarcher, «Zu Lessings Nathan. Ñame und Quede»,

en Zeitsehrifi fú r Deutsche Philologie, 5 (1874), 435-439; H. Diltschke, «Lessings Nathan. Ein Blick...», en Neue Jarhbiicher

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fllr das klasische Alternan..., 49 (1922), 66; Schmidt, ob. cit., II, 349 y sigs.

Werner Jaeger, Aristóteles. 19784 (Weidmann), 74 y sigs.Vittore Branca, Bocacioy su época, Madrid, 1975. págs. 43 y sigs.Este Natán del libro 10.° del Decamerón no consta que fuera

judio, a pesar de su nombre. En el Crnary. Madrid, 1979 (edic. de J. Imirizaldu), pág. 217, se habla del «sabio... R [abino] Natán el Ba­bilonio» —dato que no encontré señalado en parte alguna, y que puede relacionarse con el Natán que habita en el camino «entre Le­vante y Poniente» y con el sabio que cuenta la parábola a Saladino «soldán de Babilonia» (Decamerón, I, 3, y X, 3.)

La definición leibniziana de justicia, en la Characteristica, y passim (cfr. C. Gebhardt, Phil. Schrift. Vil, 27).

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II

EL ESCENARIO PALESTINO,LAS RELIGIONES ABRAHAMÍTICAS

Y LA HISTORIA UNIVERSAL

1. E l e s c e n a r io d e Pa l e s t in a y d e l a s t r e sRELIGIONES ABRAHAMÍTICAS.

La elección del escenario oriental, lejano y exótico, cumple la necesidad dramatúrgica de distancia esté­tica, ciertamente (Barner). Pero hay, esencialmente, más. En Palestina «se arremolina el mundo entero» (III, 10, 775) y se aclara la historia, el pasado y el futuro. Las Cruzadas representan una experiencia po­lítica y religiosa decisiva. En el encuentro de las tres religiones abrahamiticas se manifestó con abrumadora claridad, por una parte, «el delirio» de los elegidos, de los preferidos. («Ese pío delirio, ¿dónde se mostró con su más negro semblante, sino aquí y ahora, dónde?», exclamará el joven templario.) La tiranía de la peculiaridad y del exclusivismo llevó a la «más in­humana de las persecuciones de que se haya hecho culpable jamás la superstición cristiana», con ocasión «de esa maniobra política de los Papas» que fueron las Cruzadas. Lo decía precisamente en su Dramatur-

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gia. Por otra parte, dentro del islamismo, al calor del racionalismo místico de la ilustración islámica de Avi- cena (y de Averroes, sospechaba seguramente Les- sing), se habían producido hechos relativos a la «virtud» que pondrían un día u otro en fermentación a todo el género humano facilitándole la posibilidad de dar un gran paso moral adelante. El siglo xviu, desde luego en Lessing, ha visto esta conexión interna entre el escenario palestino (judío, islámico, cris­tiano), el Renacimiento como vuelta de la teología aristotélica repensada en el Islam, y la transformación que en el siglo xvui se había ya producido en la misma religión cristiana, cuya secuencia 'revoluciona­ria’ se presentía claramente en los días de Lessing.

Lessing se orienta por las tres religiones y por su co­nexión interna. Pero las revelaciones cubren ciclos mi­lenarios. A priori no puede darse por superada o pasada una revelación. Hay una carta de Lessing a Mendelssohn, del 9 de enero de 1771, donde se tras­luce la seriedad con que la razón lessinguiana toma a las religiones. «No es de ayer mismo —dice— mi preocu­pación de que, al tirar por la borda ciertos prejui­cios, a lo mejor he echado algo más de la cuenta, que tendré que volver a recoger. El no haberlo hecho ya, me lo impidió sólo el temor de meter otra vez en casa poco a poco toda la basura. Es muy difícil saber cuándo y dónde hay que pararse, y de cada mil veces, sólo una coinciden el punto en que se medita con el momento en que te has cansado de meditar.» En la re­ligión, se le asigna a la razón el rumbo que ha de seguir. Y en la sucesión interna de las religiones o re­velaciones, se le informa de los más hondos cambios con que se enfrenta. Y a fines del siglo xviu, avisa Lessing a las futuras «potencias» que van a llenar el mundo de factorías y establecimientos, de que, a pesar de las apariencias, el judaismo no ha pasado, que puede volver, y de que el cristianismo, la religión

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de Europa, podría haber entrado en un proceso de ago­tamiento, más o menos transitorio, mayor de lo que se figuraban algunos, y del que no saldría fácilmente sin prestar atención a alguna otra revelación...

El escenario del Oriente judío, cristiano e islámico, que Lessing sentía y sabía vivo, no ha hecho, de en­tonces acá, más que avivarse. Lentamente primero, aceleradamente en nuestro tiempo. Cuando, después de la segunda guerra mundial, hacia 1958, prologaba Sabatino Moscatti su libro Le antiche civiltá semiüche, recordaba que se trataba de una región poco conocida de la mayoría hasta hacía poco, pero que «había empe­zado a ocupar el centro de la atención mundial». El in­terés arqueológico por la región, había comenzado ya en vida de Lessing; la primera expedición a la Arabia feliz es de 1764 (Moscatti, Albright). Desde entonces, judíos y musulmanes están profundizando su presen­cia en ese lugar, no de sus raíces, sino de la revelación que los alumbray deslumbra, que los envuelve. «¡No­sotros no somos cruzados, eh!», decían los judíos cuando empezaban a establecerse en Palestina después de la última guerra mundial; «no somos cruzados, y no nos expulsarán los árabes» (D. Catarivas). Beguin se remontaba más lejos; cuando la policía británica irrumpió a palo limpio en el Muro de las Lamenta­ciones, decían los judíos: ¡Ni los procónsules romanos hicieron esto! Y cuentan que alguien supo de Golda Meier que clavó su mirada en los ojos del Papa Mon- tíni, con ese mirar bajado, de moroso reproche, que ejercen ciertas mujeres..., remembrándole «el Papa del ghetto». —De todos modos, el héroe del Natán es judío porque el judío había sido y era el hombre más despreciado y sometido a condiciones infrahumanas por parte de las otras religiones. En esto no hay que llamarse a engaño —Lessing lo dijo expresamente—. Hay, por supuesto, una lógica de la Providencia en el hecho de que el nuevo héroe salga del pueblo que más

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ha hecho por la religión; pero no se puede apurar el ar­gumento. Lessing, en el judío, ve al hombre desnudo —desnudado—, a quien no le queda ni templo ni Estado, en una sociedad donde el Estado y «su» con­fesión religiosa ocuparán cada vez más lugarl.

2. Lessing y el islamismo.

Cuando a los veintiún años publica su trabajo de teología de la historia Pensamientos sobre los de Herrnhuter (1750), no hace mención del factor árabe o islámico: la marcha de la sabiduría y la religión, desde los Siete Sabios y Abrahán, respectivamente, con sus altibajos, extravíos y restauraciones, salta del Imperio Romano a Huss y algunos otros. Pero cuando, en 1754, escribe la Salvación del Cardano (que es una teología del islamismo en sus relaciones con el cristianismo, una comparación del tipo de esas dos religiones y de su necesario, y por ello posible, nexo interno —con las consiguientes consecuencias de programa político y de rectificación histórica), en­tonces, en 1754, ha acumulado tanta información sobre el asunto como el que más de su tiempo. Ha tra­ducido y prologado volumen y medio de la Historia de los árabes bajo el gobierno de los califas, y lo que ha des­cubierto lo inclina a completar ese trabajo con una his­toria de los almorávides, que queda en desiderátum (1753). Y ha leído a Reland, Sale y Voltaire.

Antes de la traducción del Marigny, de la Historia de los árabes bajo el gobierno de los califas, no había nada en alemán sobre los árabes (LM, V, 1, 23 y sigs.). El mismo abate Marigny llevó a cabo ese su tra­bajo de «recopilación» porque en su lengua también encontró muy pocas noticias del pueblo árabe (LM, ibid., 10 y sig.). Los siglos xvi y xvn habían aislado a la Europa cristiana aún más, obsesionada como estaba

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en sus guerras civiles —los tres anillos eran cada vez más airadamente diversificados en un espacio humano cada vez más estrecho: Lessing recuerda que Lemnius, el epigramático a quien «salvara» de las iras de Lutero (cfr. EE, págs. 175-196 [LM, V, pági­nas 41-64]), tenía buenos conocimientos de lengua griega, cosa aún rara por aquel entonces. ¡Cuánto más raro hubiera sido el conocimiento de la lengua ára­be! Las noticias que se tenían sobre el pueblo árabe —«aquellos pueblos orientales que profesaron la fe en Mahoma y la propagaron con su espada» (LM, V, 14 y sig.)— eran muy insuficientes, además de tenden­ciosas (EE, pág. 209 [LM, V, 10 y sigs., 325]); lo pre­sentaban como a pueblo «bárbaro». Con todo, la causa principal de ese desconocimiento del pueblo árabe, fue el desconocimiento de su lengua, muy poco conocida en Europa.

Lessing tuvo un amigo arabista, Reiske. Pero dice que el cambio de situación por lo que hace al conoci­miento del mundo árabe, se debe a los ingleses Reland (De religione mahommedanica libro dúo, 1715) y Sale (The Koran... translated in lo English, 1734); a estos hombres se debe el que se libraran los europeos de los prejuicios que los poseían, pues «en ellos apren­dimos que Mahoma está muy lejos de ser tal absurdo impostor ni ser su religión ese puro tejido de despro­pósitos y falsificaciones malamente tramados» (EE, pág. 209 [LM, V, 13 y sigs., 325]). Reimarus, el ‘anó­nimo* deísta, utilizó a Reland y a Sale, esos dos in­gleses «libres e imparciales» (EE, pág. 40 [LM, XII, 8 y sigs.]). Y tal vez se hubiera producido antes esa rec­tificación, con las consiguientes posibilidades de cone­xión, si se hubiera hecho caso a Neuser (primera mitad del siglo xvu), el cual tal vez se adelantó hacién­dole a la religión mahometana «toda la justicia que en muy otros tiempos se sintieron obligados a hacerle» otros estudiosos (EE, pág. 408 [LM, XII, 6 y sigs.]).

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Agudamente habla Otto F. Best de una «salvación» de los árabes, por parte de Lessing. Y hay que añadir: de una salvación nuestra por medio del islamismo, si la laguna de nuestra memoria islámica fuera una laguna en nuestra inteligencia y en nuestra ética.

En la historia de la humanidad como camino de per­fección moral, lo que ordena y aclara rumbos y grados es el «hilo», el hilo conductor. Porque es lo que per­mite entender la historia del hombre, un ser de in­mensa oscuridad y confusión interior, a cuya lenta y compleja manera de alumbrarse llamamos libertad. El hilo conductor va decantando un antes y un después cronológico y un antes y un después racional e inte­rior. (Ortega recuerda que por este tiempo también Kant empleaba la expresión «perder el hilo».) Pues bien; en una historia que sepa ordenarse según lo esencial de las épocas universalmente importantes, es preciso prestar atención a las «grandes mutaciones» que afectan «a la inteligencia», que tienen, por tanto, «influencia en el mundo entero» y que han acontecido en el mundo árabe (LM, V, 12-20 y sigs.; 19, y sigs. 414; 1-13,415).

Las gestas del pueblo musulmán árabe están al nivel de las de griegos y romanos. No ya las militares, sino las artísticas y científicas (LM, V, 17 y sigs., 172; 19 y sigs., 153; 10 y sig., 23). Los «paulatinos es­fuerzos» de los califas Al-Raschid y Mamún por arran­car de la barbarie a sus súbditos introduciendo las ciencias y las artes, representan el comienzo de una época importante para una gran parte del mundo y «para todo el mundo cristiano». Desde el siglo v hasta el xvii, no se ha producido nada que afecte a lo humano, a la inteligencia humana, como lo que cientí­ficos, filósofos y artistas cristianos, judíos y musul­manes, sin distinción de religión, llevaron a cabo en las cortes de esos califas. Representaba tanto la filoso­fía en ese ambiente, que por la liberación de un filó­

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sofo eran capaces de declarar la guerra (LM, V, 415, 2-12). Ferrater Mora alude a la desazón que sienten todavía modernos historiadores de la filosofía al en­contrarse con una filosofía no cristiana junto a la cris­tiana medieval... Y lo que es más importante y va más allá del conocimiento y las artes: «A menudo se cono­ció entre ellos una virtud más que cristiana» (LM, V, 16 y sig., 172). A menudo ya, es decir, no sólo esporá­dicamente, como suelen anunciarse y producirse ciertos cambios profundos que luego se irán generali­zando, requiriéndose para ello el transcurso de siglos. Esa virtud más que cristiana que se dio a menudo entre ellos, entra en el horizonte de las posibilidades del pueblo y no sólo de unos pocos, no sólo de sus me­jores. La mutación que se anuncia es social, pues, pero será interior y supondrá un cambio virtuoso en los individuos.

«Una virtud más que cristiana» es una virtud que no se puede alcanzar consecuentemente desde los pre­supuestos peculiares del cristianismo agustiniano- luterano/calvinista/católico, del cristianismo compen­diado en la dogmática del pecado original y la reden­ción mediante el sacrificio, o mediante la salvación de predestinación, o de pura fe. Estamos en el punto mismo que señalara en la Educación (núms. 75, 72, 63): la parte del género humano educada por el libro elemental llamada Biblia cristiana del Nuevo Testa­mento, ha de procurar entender la pluralidad en Dios de otra manera que no sea la del sacrificio sangriento del Hijo de Dios ofrecido por éste a su Padre —con las consecuencias que ha llevado consigo esta adherencia pedagógica en la economía política y en la política eco­nómica (Max Weber, Scheller).

Difícil resultaba oírle decir esto a Lessing en el si­glo x v i i i . De todos modos pasó inadvertido. Aún tenía que producirse la embriaguez insensata de la alianza abierta y teológica, o bien la «histórica» y es­

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tratégica, entre las formas del cristianismo confesional y los Estados modernos, con o sin concordato. Aún tenía que producirse el desmoronamiento del resto de prestigio militar que le quedaba al Islam, cuando, unos años después, las descargas de la fusilería de Na­poleón barrieran, ante los ojos atónitos de los infantes de la civilización cristiana, las cargas formidables de la caballería mameluca —pasando el ánimo cristiano oc­cidental desde la agresividad al sentimiento de supe­rioridad técnicamente evidente—. Pero Lessing sigue diciendo hoy: Una virtud más que cristiana.

¿Sería la primera vez que una religión abrahamítica en manifiesta inferioridad de condiciones culturales, sociales, militares y políticas, se le mete dentro del cuerpo a la sociedad evolucionada y predominante y la «convierte» sin que ésta se dé casi cuenta? Que no haga falta decir que se trata de la comparación de las posibilidades encerradas en meollo doctrinal*.

3. JUDAÍSMO/CRISTIANISMO E ISLAMISMO:DOS TIPOS DE RELIGIÓN.

En la Salvación de Jer. Cardano (EE, 197-220 [LM, V, 310 y sigs.]), obra de su primera época (1754), llegó ya Lessing a conclusiones importantes por lo que hace al islamismo comparado con el cristianismo. El «Cardano» es, bien mirado, un tratado de esta compa­ración, pues de las cuatro religiones que disputan entre sí en el fragmento del Cardano que comenta Lessing (la pagana, la judía, la cristiana y la islámica), se limita prácticamente a tratar de las dos últimas. «No mencionaré la religión pagana y diré poco de la judia»; —pero bastante para hacer comprender que este trato parco no significa que sean dos religiones pa­sadas...

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Siguiendo ese método de pensamiento que llamará Heidegger pensar contra sí mismo, Lessing reconoce que el Cardano ha hecho una inmejorable exposición de su religión, pero que ha puesto en boca del musul­mán una exposición bien floja de la propia.

La exposición y defensa de su fe que pone el Car­dano en boca del cristiano, es «el compendio más fun­damental que pueda hacerse de cuantas defensas de la religión cristiana se escribieron antes y después de él» (EE, 207 \LM, V, 20 y sigs., 322]). Porque muestra con gran claridad, orden y fuerza cuál es el tipo de reli­gión propio del cristianismo. Es una religión de tipo histórico, basada en fundamentos históricos: unos, an­teriores a Cristo (profecías); otros, contemporáneos de Cristo (milagros); y otros, posteriores (la maravi­llosa propagación de la religión cristiana sin derrama­miento de sangre no cristiana).

Siendo una religión de tipo histórico, su mejor pre­sentación teórica será la histórica; una vez queden bien presentadas las razones históricas, habrá ya razón suficiente para someterse «al yugo de la fe» histórica (cfr. EE, pág. 206 \LM, 30 y sig. 321]). Las profecías y los milagros acreditan y mueven a la fe y a la afección respecto a los contenidos de la religión.

Doctrinas, las de la religión de Cristo, que «no con­tienen nada que repugne a la filosofía moral y natu­ral», y cuyas «verdades peculiares», lo que contiene de más que la filosofía natural, es perfectamente «ar­monizare» con la filosofía moral y natural (ibid). Es decir, la fe no es la razón, pero los misterios de la fe cristiana no son contradictorios con la razón.

Pero el islamismo es una religión de una «clase» distinta que el cristianismo. Es una religión, por su­puesto: una tradición paterna en que se nace, donde se aprende con las facilidades del sentimiento reli­gioso. Y es una religión de revelación, como el ju­daismo, el cristianismo y el paganismo. Y al igual que

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el judaismo y el cristianismo, es revelación de libro, de libro sagrado.

Pero la revelación islámica no es una revelación «más alta», cuya posibilidad exceda las rigurosas fuerzas de la razón. Lo que llaman «misterios» los pa­ganos, los judios y los cristianos no tiene lugar en el is­lamismo (EE, pág. 209 [LM, V, 325, 24, 32 y sigs.)). Por eso mismo, la religión de Mahoma no conoce «esa cosa monstruosa que llamáis fe» (ibíd. [LM, V, 326, 5]), que caracteriza a una religión como no ética y práctica, que saca a las personas del propio sentir y comprender y las remite a la autoridad de cosas o per­sonas exteriores —de milagros y maravillas (cfr. 1, 2, 205-270).

En la revelación y la religión islámicas, se dan tam­bién milagros y maravillas, pero no se las utiliza para fundamentar doctrinas y conductas. Los milagros en el Islam no tienen función gnoseológica. Las doctrinas y las conductas se han de basar en la razón más rigu­rosa.

La ley islámica no contiene nada que no esté «de acuerdo con la razón más rigurosa» (EE, pág. 209 [LM, 12 y sigs., 326]). La razón más rigurosa, para Lessing, es la antigua y ahora reaparecida con Des­cartes y Newton. Una razón capaz de aceptar por «con­vicción», y no por creencia o fe, la verdad de la unidad de Dios y de la virtud. Para eso «la piedra de toque la lleva cada cual consigo» —es su razón «que le fue dada para eso» (ibíd., 210 [LM V, 326, 22]).

Naturalmente, una doctrina racional no necesita más que propagación racional, y ésta exige previa­mente tolerancia, convivencia, ilustración. La guerra santa se le hace a quien, negando estos presupuestos, impide la consideración racional de la doctrina. La guerra santa se le hace a quien se niega a razonar y a aceptar los supuestos de la racionalidad: la unidad de Dios y el deber de la virtud racional, «el honor del

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Creador» sin el que no es posible ser hombre (cfr. ibíd., 210 [LM, V, 327, 14-22])3.

4. L a r e l ig ió n d e A b r a h á n y l a r e l ig ió n d e l a H u m a n id a d .

En 1774, veinte años después de haberse ocupado en la ‘salvación’ del Cardano, volvió sobre el tema is­lámico a cuenta de la ‘salvación’ que escribió de Adam Neuser, un pobre predicador sociniano (unita­rio o arriano) que escapara de ser plexus capite y que se encontró luego con que la cabeza que no le habían cor­tado por el fervor persecutorio de la fe, no era ya la misma sino otra (cfr. EE, pág. 412 y sigs.; 407 y sigs.), como sentirá en su propia cabeza y dirá el templario, cuando lo indulte de la decapitación Saladino: funcio­naba de otra manera y con ella se veían las cosas de otra manera (III, 8). Cuando Lessing escribía sobre el destino de Neuser (que vivía a mediados del si­glo xvu), estaban los europeos en una situación más parecida a la del siglo xvi (Imperio cristiano/Imperio turco) (LM, XII, 202-254) que a la de hoy. De Neuser se sirvió Lessing para tomar la entrada en orden a la publicación de los fragmentos del ‘anó­nimo’. Lessing cree tener fundamentos para sospechar que Neuser fue un adelantado en lo referente a hacer justicia al islamismo como religión y moral, y que estaba lejos de contraponer la revelación islámica como verdadera a la cristiana como falsa, pues que para él todas las religiones reveladas cumplían su objeto (EE, págs. 408, 409 [LM, XII, 269, 9 y sigs.; ibíd. 268,6 y sigs.]).

Pero el ‘anónimo’, interesado por Neuser, añade, con la aquiescencia de Lessing, que «se atrevería a de­mostrar con el Corán en la mano lo más elevado de la religión natural con entera claridad y, en parte, expre­

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sado con gran belleza, y creo que la gente discreta me concedería que casi todo lo esencial de la doctrina de Mahoma viene a ser religión natural» (EE, pág. 409 [LM,XII, 268, 22-27]).

En el 'anónimo' mismo, encuentra la sentencia que interpreta la religión islámica como restauración de la religión de Abrahán. «El sabio Thomas Hyde [en su de religione veterarum Persarum, pág. 23 (nota de Lessing)], a quien hay que tener tanto por buen cono­cedor del tema como por imparcial, alaba a Mahoma como Verae Religionis Abrahami Restauratorem, res­taurador de la verdadera religión de Abrahán» (EE, pág. 409 [LM, XII, 27 y sigs., 268]). Seguramente, Lessing veía la intención de Neuser en esta opinión, que por lo demás es la del Corán, donde Abrahán no es judio ni cristiano, pues fue bien anterior a Moisés (cfr. Corán, 3, 67), y cuya religión es, según el Corán, la verdadera porque no fue «asociador» o mezclador de lo que Dios le revelara con las mentiras que inven­tan los impíos (ibid., 3, 94-95). Ésta es la opinión de Lessing desde su primera juventud; en su primer tra­bajo, Herrnhuter (EE, pág. 148 [LM, XIV, 157, 19-24]) ya enseña que la religión primera, la de Adán, era «sencilla, fácil y vital» y que sus descendientes fueron infieles a la Verdad todos, «los que menos, los descendientes de Abrahán». Aunque de entre éstos, «sólo unos pocos conservaron un concepto correcto de Dios» y una ¡dea práctica y vital de la religión, des­provista de ceremonias impropias (cfr. ibid. [LM, XIV, 157, 27 y sigs.]).

¿No podría ser Mahoma uno de esos hombres que «hubo siempre y en todas partes», sabedores de los extravíos en que incurrieran los pueblos luego de la re­velación primera (Educación, núm. 7 [EE, pág. 575]), y restaurador, también, mediante una revelación fiel a la revelación de Abrahán?

Esta concepción de la revelación como restauración

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INTRODUCCIÓN 57

no es contradictoria con la de la revelación como anti­cipación. Lessing no pasó inadvertidamente por los lu­gares aristotélicos en que se alude a la repetición cuasi- cíclica de la filosofía, a su reinvención una y otra vez; —Ortega recordó este carácter no obvio y no continuo del auténtico filosofar—. Restaurar como recoger el hilo, como volver a situarse en una perspectiva pero desde los nuevos logros y errores, los nuevos rodeos a derecha e izquierda..., es una idea típicamente lessin- guiana. Así se comprendería, por lo que hace al isla­mismo, que Lessing parezca considerarlo unas veces como tercero en la serie judaísmo/cristianismo/isla- mismo, y otras, en cambio, como primero, siguiendo por lo demás una tradición que considera que el cris­tianismo es posterior a las otras dos religiones, e in­cluso que el islamismo es anterior a las otras dos. (En la versión «Dit du vrai aniel» se considera a la islá­mica, primera y anterior, pues «moros los hubo ya antes / y yo los comparo al hijo mayor».)

Por eso no bromeaba, sin más, Lessing cuando es­cribió su bien pensada página Donde mi árabe prueba que la verdadera descendencia de Abrahán no son ios judíos sino los árabes —escrito fechado en los tiempos de la publicación de los fragmentos del anónimo o de la Educación (cfr. EE, págs. 557-560 ILM, XVI, 302]), y que, en analogía con el estilo del pensar lessin- guiano, no significaría una relación meramente bioló­gica, pero complicaría mejor la cuestión de las fideli­dades al padre común —que siempre se encuentra con la consabida cuestión de hijos y anillos.

1 W. Barner, Lessing. Ein Arbeitsbuch..., págs. 278 y sig., 282. Dramaturgia, 7 (LM, IX, 1 y sigs., 211).Sobre la carta a Mendelssohn, cfr. Franz Mehring. Die Lessing-

Legende, F/B/Viena, 1972, págs. 350 y sig.; P. Rilla, Lessing und sein Zeitalter, Berlin, 1977, págs. 376 y sig., 440 y sig.

Moscatti, ob. cit.. Barí, 1958 pág. 217; cfr. También Albright, De la Edad de la piedra aI Cristianismo. Santander, 1959, pág. 28.

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D. Catarivas, Israel, Buenos Aires, 1961, pág. 222; Menachen Begin, La rebelión del Irgun, Esplugues de Ll., 1978.

Cuando publicó Lessing» su obra Los judíos dio a entender sin equivoco alguno que en el judío había buscado sólo al hombre atro­pellado por las leyes y sumido en injusta desigualdad.

Ferrater Mora insiste en una idea de Ortega, que expuso con am­plitud Dilthey en la Introducción a las ciencias del Espíritu, (La refe­rencia de Ferrater se me ha traspapelado.) Ortega, en su prólogo a El collar de la paloma (de Ibn Hazm de Córdoba [Madrid, 1981 *]) expone su idea de que la Edad Media europea «es en su realidad in­separable de la civilización islámica», con la «diferencia inicial» de que el Islam tuvo antes, y «muy pronto, su Aristóteles» (ibld., págs. 12 y sig. Cfr. también «La idea de principio en Leibniz», en O. C., Vm, 219 y sig.). Teniendo presente que, hasta hoy, el fon­do último de todo pensamiento ha sido un fondo religioso, Dilthey empieza el estudio de la Edad Media examinando los problemas de las tres religiones monoteístas y los diversos tipos de metafísica religiosa a que dan lugar. —El Islam tiene ya la literatura esencial para hacerse una ilustración y entrar por su pie (sin imitar extravíos occidentales) en el inmediato futuro del mundo. Pero, ese pasado islámico ¿es irrelevante y preterible para el occidental? ¿Acaba todo en los datos de la «evolución paralela» entre la Cristiandad y el Islam, con aristotelismo en una y otra parte, con escuelas de tra­ductores en Siria y Toledo, con órdenes militares, con caballería ideal y andante, con circuios de sabios de las tres religiones en una y otra parte?— La contraposición Cristiandad/Islam fue recogida en nuestro siglo por Harnack y Max Scheller en relación con el punto que trataremos a continuación, de una manera bien significativa.

1 Pensamientos sobre los de Herrnhuter y Salvación del Cardano, en EE, págs. 14S y sigs., y 197 y sigs.

En el mar, ya supieron los europeos de la primera mitad del siglo xviu, que los mahometanos eran flojos. En la Historia de la pi­ratería cuenta Daniel Defoe que, en siendo «moro», se podía perse­guir fácilmente y abordar un barco. Pero infantería y caballería moras mantenían su fama legendaria. Mas, cuando Napoleón inva­dió Egipto, demostró «al mundo occidental la fragilidad del ámbito musulmán en el norte de África... La invasión napoleónica vino a demostrar la inutilidad de las grandes, magnificas y desordenadas tropas de caballería que, provistas de lanzas y anticuadas armas de fuego, no resistían el embate de una infantería disciplinada dotada de los últimos elementos de combate» (Roland Oliver-Anthony Atmore, África desde 1800, Buenos Aires-Santiago de Chile, 1977, página xvu). Las cosas se moverían, por lo que hace a repartos, tan deprisa, que Schiller diría poco después: El mundo ya está repartido, a saber, en zonas de «influencia» europeas. —La cuestión de Orien-

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le marcó la historia diplomática de Europa desde los comienzos del siglo xtx (cfr. J. Tsur, ¿Qué es el Sionismo?, Buenos Aires, 196S, página 68), pero la fermentación del escenario comenzaría, de nuevo, con la segunda y tercera oleada de emigración judia, entre 1900 y 1920.

La expresión «perder el hilo», «seguir el hilo», muy lessinguiana, la emplea Leibniz, que en su Sciemia generalis piensa ofrecer una máquina de pensar que facilite no perder el hilo ni en el razona­miento ni, lo que es más, en el juicio. Cfr. G. W. Leibniz, Die phil. Schrift., VII, 14.

3 En el Cuzary se repite esta distinción tipológica entre el ju­daismo y el islamismo como religiones. (Por cierto, el rey aqui tam­poco interroga sino a los sabios de cada pueblo, a un sabio ismaelita y a un sabio judio.) Preguntado el judio por su creencia y su Dios, empieza contando una historia: «la del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, que sacó a los hijos de Israel de Egipto con señales y con ma­ravillas y con pruebas... con grandes milagros»... Cuando se le objeta que eso es historia y no conocimiento personal, argumenta que aquella historia se mantiene en la «constante y continuada tra­dición, que es tan cierta como si lo hubiéramos nosotros visto con nuestros ojos». En cambio, el sabio ismaelita dice que para probar su ley (que Dios es uno y eterno) no requiere de más milagro que su libro —ese es el único milagro. «También fueron hechos por su mano milagros; pero no fueron puestos por señal para recibir su ley» (págs. 32 y sigs.).

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EL SABIO Y SU ACCIÓN

III

1. L a FIGURA DEL SABIO: SU PRESUPUESTO (EL VALOR DE SER RACIONAL) Y SU REFERENCIA (EL PUEBLO).

En los dramas de Lessing hay siempre un sabio, un intérprete —práctico— de la sabiduría (Hans Mayer). Mayer atribuye a dicha figura una suerte de «extrate­rritorialidad». Es una figura que ofrece afinidades con el autor; en ella vive Lessing una de sus vidas (biogra­fías, novelas...) en curso. Pero en Natán el sabio pone todo lo que ha llegado a saber de la vida, vuelca la ex­periencia de su alma: planta en el escenario al sabio para que se sienta y entienda cuál es su acción y cuál su omisión, cuál su modo de relacionarse con los indi­viduos más diversos, cómo remite al individuo hacia su intención más honda donde lo inimaginable resul­tará (Dios sabe cómo) armonizable, cómo se ve a sí mismo y se sabe en relación con su pueblo, qué clase de respeto reserva y ofrece a la religión, cómo en­tiende y trata la condición familiar humana...

La escena del encuentro entre Natán y Saladino (III, 5-7) se abre con dos temas que, ahí, no pueden ser casuales: el miedo y el pueblo, cuestiones ambas

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muy aristotélicas, y entre las que se da conexión dra­maturgia desde que Aristóteles expusiera su Poética en relación con la Ética y la Política'.

2. La s u p e r a c ió n s a p ie n c ia l d e l m ie d o ,LAS VIRTUDES CARDINALESY LA DRAMATURGIA.

El miedo es el miedo a usar sinceramente la razón. Es el temor dramatúrgico —la tragedia produce en el espectador «compasión y temor» (Aristóteles)—. El drama lessinguiano queda asi incrustado dentro de las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, nombradas según la teleología y el primum in intentione; fortaleza y templanza, prudencia y justi­cia, nombradas antropológica o dramatúrgicamente, es decir, en el proceso de la acción misma. El drama mueve a compasión o identificación con el protago­nista, animando y enseñando a superar la esclavitud del miedo y sus diversas formas, con objeto de hacer un recto empleo de la propia razón, un uso prudente, es decir, ajustado (valerosa y abnegadamente) al ver­dadero justo medio.

El Natán comienza con la pérdida de la razón por parte de Reha, la hija adoptiva de Natán, a causa del terror producido por el fuego que casi abrasa a la niña al incendiarse su casa (I, 1). Terror y suspensión de la razón, muy diversamente tratados por Daya (que ex­plotará el desvarío de la muchacha en sentido fanático pero pío y angelical), y por Natán (que reconducirá la imaginación exaltada al terreno de lo racional y humano partiendo de los aspectos positivos de la expe­riencia misma). Igual que el elemento fuego, también un suceso terrible como la pérdida de la mujer y los siete hijos a manos de cristianos belicosos y cruzados (IV, 7), puede anular repentinamente la razón e impe­

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dir su uso. Entonces el sabio espera y aguanta antes de reaccionar, porque luego vuelve la razón «poco a poco». Mas, no hacé falta que vengan de fuera ele­mentos o agresiones que privan del uso de la razón: desde nuestra misma memoria infantil, los aparente­mente superados prejuicios pueden asaltarnos por la espalda siendo así que el pasado nunca está superado del todo (IV, 4, 378 y sigs.). —En el encuentro entre Natán y Saladino, se da por supuesto que también la autoridad del Sultán infunde miedo:

«Acércate judio... Más cerca... Y sin miedo».

Y cuando no imponga miedo el aparato y «vestimenta» del poder (pues la persona no tendría por qué impo­nerlo) (I, 3, esp. 395), buscará aquél la vía de la adula­ción, que da más miedo a quien entiende:

«i Ah, a eso llamo yo un sabio! i A quien nunca encubrela verdad, a quien se lo juega todo por ella, cuerpo yvida, hacienda y sangre!» (III, 7,380 y sigs.)

¡Entusiasmo racional y totalitariamente racional! Inge­nua manera de abdicar del uso prudente, «verdadera­mente» conveniente (III, 5, 294) de la razón. Jugár­selo todo, bien —pero «cuando sea necesario y conve­niente» (III, 7, 384).

Sin disponer de la razón propia no hay sabiduría po­sible. Las formas del miedo son el principal obstáculo inicial para el ejercicio sapiencial de la razón. En un es­tudio sobre Leibniz, expuso Lessing el proceso del miedo, que acabaría inmovilizando al sujeto si fuera ello posible (cfr. EE, págs. 306 y sigs. [LM, XI, 471 y sig.J). Todo empieza con la teoría de la culpa y el cas­tigo. Aceptado éste, se torna tormento. Y éste, a su vez, estado de tormento, que genera el sentimiento de tal estado. Luego el sentimiento ése se apodera del

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sujeto y «excluye todo lo demás». Unidimensionali- zado el individuo, llegaría a paralizarse si fuera metafi- sicamente posible. La intención objetiva del miedo es la aniquilación.

El fin del sabio es la obra de la justicia, la acción que produce la justicia política. Esa justicia no la puede obrar prácticamente el hombre, si no precede un justo juicio (o racional dictamen prudente) sobre la acción más justa posible aquí y ahora. Prudente y sabio es lo mismo (III, 5, 296). Pero sucede que, a quien se atreve a pensar por la justicia, le quitan al punto facili­dades (y esa contingencia requiere templanza para so­portarla) y se le ponen dificultades (y esa contingencia requiere fortaleza para enfrentarla). Esa es la razón de que, al tratado de las cuatro virtudes, anteponga en su Etica Aristóteles la exposición del temor y el valor.

—«... Judío... sin miedo...—El miedo se lo cedo a tu enemigo» 2.

3. El sabio y su pueblo. Pueblo y Religión,COMO PATRIA.

El segundo de los temas con que se abre la escena del encuentro entre Natán y Saiadino, es el del pueblo. Comerciante y sultán sospechan pertenecer entrambos a la internacional de los hombres, a la na­ciente internacional de la nueva caballería mercantil, discreta, humanitaria; a la internacional de los “ franc­masones” o constructores por libre (EE, 630,635).

Hace ya tiempo que Natán oye hablar de Saiadino y entiende por elevación sus movimientos —«el hombre está a la altura de su fama. Su fama no es más que su sombra» (III, 9,646 y sigs.)—. A Saiadino le han hecho una presentación de Natán, que lo ha llenado de curiosidad (II, 2). La sospecha del uno y el otro se

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confirma enseguida; donde las distancias sociales se respetan rigurosamente en el tratamiento (patriarca/ templario, Reha/Dáya, templario/lego, Daya/Natán, etcétera), se miran Saladino y Natán con inteligencia a los ojos y, por iniciativa del Sultán, se tutean —o se atreve a interpretar Natán que el tuteo que le dan es un reconocimiento (III, 5, 305 y sigs.; III, 4). De estos dos hombres, de estos dos individuos conscientes de su papel y lugar, el uno es Sultán de un reino con tres religiones y tres pueblos aunque su naturaleza sea musulmana, y el otro es comerciante de oficio y nativo judío pero, de elección, hombre (cfr. II, 5, 519 y sigs.). Y para ser hombre, y más aún sabio —el sabio es el hombre capaz de ejercer su humanidad razo­nando y nada más—, hay que definirse en relación con el pueblo.

« —¿Te llamas Natán?-Sí.—¿Natán el sabio?—No.—Bueno, no te lo dices tú, te lo dice el pueblo.—Puede ser. ¡El pueblo!»

En todos los encuentros sale a colación el pueblo: Daya y el templario (I, 6, 738-741), Sita y Al-Hafi (II, 2, 260-266), Natán y el templario (II, 5, 488-526, esp. 518 y sig.)... El pueblo es el trasfondo y la referen­cia imprescindible y necesaria. Es, precisamente, natu­ral; el Sultán comienza situando al judío eminente­mente envuelto en la fama que le levanta «la voz del pueblo», de su pueblo. Pero el sabio no acepta sin pre­cisiones el dictamen de esa voz.

Hay una dialéctica entre cada pueblo y sus «me­jores». El sabio se desidentifica de su pueblo para identificarse luego con mayor intensidad y elevación, de otra manera. Y se distingue de su pueblo «no

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menos en las cosas malas que en las buenas» (II, 2, 278 y sig.). En su primer encuentro con el templario, Natán expresa dicha situación con indecible crudeza y claridad: «Despreciad a mi pueblo todo lo que queráis. Ninguno de los dos hemos escogido a nuestro pueblo. ¿Nosostros somos nuestros pueblos? Porque, ¿qué quiere decir pueblo?» (II, 5, 519 y sig.).

¿Qué quiere decir pueblo?El pueblo es el sujeto de la revelación religiosa y la

educación civil, de la Providencia divina y de la tradi­ción humana. En tal concepto, está en el punto de mira de la Educación del género humano y de los Diá­logos para francmasones. De otro modo resultaría inin­teligible el interior infinito y confuso de cada indivi­duo, además de que la mayor parte de ellos naufraga­rían en la oscuridad inmensa de su propio interior. Ab­solutamente hablando, cada individuo podría sacar de dentro su propia religión y su propia moralidad, pero en desesperante y lento aislamiento. La mayor parte de individuos son casi, o sin casi, mero reflejo del am­biente. Visto, en cambio, en la historia y en el desa­rrollo de un pueblo y en su progreso moral, cobra sen­tido su vida singular, pues se le ve un antes y un des­pués, un movimiento. El individuo, por razón de la in­finitud monádica de su fondo propio, es demasiado para aclararse por sí mismo y aprovechar, así, en el transcurso de una sola vida, y vida breve. La vida de un pueblo es más larga, y en ella, acumulándose el tra­bajo de las generaciones, va dibujándose un perfil ven­tajoso para los más.

En el pueblo, o nación, se está por nacimiento. Reli­gión, lengua, derecho, costumbres..., un plumaje; se es de una mata. En la exégesis de la parábola de los tres anillos, se pone Lessing en un plan perfectamente existencia): las tres revelaciones son tres clases de fe o tradiciones o leyes, tres tradiciones patrias, paternas, y las tres envuelven por igual a quienes en ellas

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nacen, con las más dulces ayudas paternas... Para cada uno, su hogar, su casa nativa es la mejor. En la pará­bola, el padre entreg'a con tiernas efusiones exclusivas, privilegiadas, a cada hijo, por separado, anillo y bendi­ción: su religión, su tradición (III, 7). ¿Por qué tendría que ser contradictorio que tres hijos sean, cada uno, el predilecto de su padre? Ahora bien; esta tradición es el punto de partida hacia la forma interior de humani­dad, hacia la libertad y la igualdad humanas. Por su­puesto para el sabio, pero también para el pueblo.

Distingue Lessing entre pueblo y populacho —po­pulacho, por cierto, llano o aristocrático (LM, VI, 52, 14-18)—. Pueblo, propiamente, es «la parte del pueblo que es activa con su cuerpo, a la cual lo que le falta no es tanto inteligencia como ocasión de demostrarla». Poetas y profetas han de allegarse hasta el pueblo, pero «no para apartarlo de su trabajo con considera­ciones infructuosas, sino para animarlo a trabajar y a convertir su trabajo en fuente de conceptos apropiados a él y, al mismo tiempo, en fuente de placer» (EE, pág. 638, nota 3). Para el espinosiano Lessing, trabajar con el propio cuerpo es trabajar con el alma; no hay otra manera de trabajar con el alma; así que no cabe duda sobre lo que haya que pensar de esa «clase... que se constituye en virtud del aburrimiento y la necesidad de ocuparse en algo». (Diálogos para francmasones.) Ese pueblo que trabaja, «hace tiempo ya que se está muriendo de sed» (ibid.). Hay que encaminarlo, y a ello ha de ayudarle el sabio, a la obtención de con­ceptos apropiados para la vida y la felicidad en esta vida. Es curioso que quien ha hecho sus cuentas con la riqueza personal, como Lessing, no clame por hacer al pueblo propietario y poseedor; aquella virtud pagana, la «laeta paupertas, que tanto agradara a Epi- curo y a Séneca», parécete a nuestro hombre suma­mente deseable para el pueblo, igual que para los me­jores. Hay algunos que, cuando descubren que el

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pueblo también ha de comer y satisfacer sus necesi­dades (iy sabe Dios con qué ocasión hacen el descubri­miento!), le ponen las orejeras y no le dan a su «inteli­gencia otro empleo que el referente a las humanas ne­cesidades corporales», con que la inteligencia «se embota», y sigue embotada, y parece que el pueblo no haya de dejar nunca de ser niño. Así se repite en la Historia, una y otra vez, la misma historia: la de quienes quieren persuadir al pueblo de que él no tiene dioses, de que eso es cosa de los señores (cfr. Educa­ción, núms. 10 y 80). —Mas, todos los hombres de todos los pueblos están llamados a los «más altos grados de ilustración y pureza» ética (ibid. 81). El pueblo cambia. En ello precisamente tiene que ver el sabio, que es quien primero ha de mostrar cómo reli­gión y sociedad no son plumajes «infalibles» ni sín­tomas de elección divina exclusiva o predilecta. Nadie elige su pueblo y a nadie se le elige para un pueblo es­pecial. Religión y sociedad son el medio donde se forma la razón al servicio de la humanidada.

4. Pueblos, religiones y el régimen de l a Providencia. InterpretaciónLESSINGUIANA DE LA PARÁBOLA.

El régimen de predilección, fundado en la obedien­cia o en la mayor obediencia, no es el régimen de la re­ligión de Israel tal como se expone en la Educación del género humano. Israel abandonaba muy frecuente­mente a su Dios (ibid., núm. 15), mostrando que en fin de cuentas se le había elegido por ser particular­mente rudo y, por tanto, apto como modelo para cuantos pueblos tuvieran que empezar muy desde abajo (ibid., núms. 16 y 18). A los ojos de la teología cristiana, bíblica y conciliar, Israel es el gran desobe­diente en la historia de la salvación...

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Mas, en esta terrible y sangrienta discusión por la predilección, no entran ni Boccaccio, ni la parábola en su intención hispánica, ni Lessing. Según éstos, son buenas las tres leyes o religiones; cada una es buena para sus fieles. Eso hay que dejarlo estar asi, y de ello hay que partir ahora para convivir... Pues la situación es ésta: Resulta que «llegó finalmente el anillo a un padre que tenía tres hijos, los cuales eran igualmente obedientes y en consecuencia no podía menos de que­rerlos igual a los tres». Yo no sabría decir hasta qué punto en la trastienda de Lessing no se entendía iróni­camente esta igualdad en la obediencia; en Boccaccio se iguala a las religiones en la desobediencia. Lo deci­sivo es que se ha acabado el régimen de predilección, de pueblo elegido, régimen odioso a los ojos del tem­plario, y que pasó, deformando al hombre, del ju­daismo al cristianismo y al islamismo (cfr. II, 5, 500 y sigs.). Se ha entrado en una edad distinta en la historia y educación del género humano: agotado el pedagó­gico régimen de elección y exclusividad, comienza el régimen de igualdad. Ahora, o los tres anillos son falsos, o los tres son verdaderos (pero sin necesidad de que uno lo sea de manera exclusiva, egoísta y ciega­mente privilegiada). La prueba de que el régimen de predilección se ha agotado, es que el padre mismo en­cuentra a los tres hijos igualmente obedientes, y crea la nueva situación (¿contradictoria?) al repartir anillo y bendición a cada uno. Y en efecto, no hay un hijo que atraiga sobre sí predominantemente el afecto y acatamiento de sus hermanos. Es vano insistir en esta dirección.

«Puesto que eres tan sabio, a ver si me dices —¿cuáles la fe, cuál es la ley que te ha iluminado más?» (III,5,322 y sig.).

Es la pregunta por el criterio de la sabiduría, por la norma de acción a que se atiene el sabio. A ella contes­

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tará Natán con la parábola de los tres anillos y su inter­pretación según la doctrina lessinguiana que había sido expuesta, durante la polémica con Goeze, en el Testamento de Juan y, en otro contexto, en los Diálogos para francmasones. La interpretación lessinguiana de la parábola representa un giro copernicano en sentido estricto, un cambio de dirección de la energía histórica. De acuerdo con un concepto de hombre como acción responsable desde sí y no desde otro u Otro, el sabio se identifica, y enseña a identificarse, con la acción que se atribuía antes al Padre, en lugar de quedarse es­perando los beneficios gratuitos de la benevolencia suscitada por la predilección del Padre.

Cuando Natán cuenta la parábola del anillo «de mano amada recibido», explica en qué consiste su ma­ravilla y cuál es su régimen de transmisión. El anillo maravilloso, a quien lo llevaba con confianza en su «secreta fuerza», lo hacía beneficiario de la benevo­lencia de Dios y de los hombres, pues quedaba consti­tuido en centro de atracción de sus hermanos y reco­nocido como cabeza y príncipe. El hombre que por vez primera probó esa maravilla, dispuso entregar el anillo a su hijo «predilecto», prescindiendo de la ley automática y cronológica, exterior, del nacimiento. El anillo pasaría, pues, de predilecto en predilecto. Un ré­gimen religioso de predilección que, además, hasta se­cularizado, produciría una psicología nacional y nacio­nalista de predeterminación divina a la elección.

En boca del juez que decide sobre la querella de los tres anillos y su autenticidad, Lessing no pone senten­cia (porque es el padre mismo quien no ha querido que se distinga entre los anillos), sino posibles solu­ciones, a escoger cada cual según su capacidad.

Una primera posibilidad es tomar las cosas como están, contentándose cada uno con su creencia de ser él predilecto y poseer la verdad, la verdadera piedra anular. Sin esperar ya que la propia piedra anular

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atraiga sobre uno el reconocimiento y benevolencia de los otros.

Otra posibilidad cabe, derivada de la anterior: que el padre no haya querido tolerar por más tiempo en su casa «la tiranía del anillo único». La unicidad de la re­velación con la consiguiente elección de un único pueblo transmisor de la misma, tuvo sus ventajas, pero es un recurso pedagógico de la Providencia en la Historia Universal; cesa, por lo mismo, cuando se con­vierte en dificultad, trampa literal o farisea, en tiranía de la letra (cfr. Educación, núms. 51-S4 [EE, pá­gina 585]). Por otra parte, la lucha bélica para decidir por las armas cuál es el anillo que suscita más amor hacia el elegido..., es una actitud que apaga la razón y con­duce a los mayores crímenes y dislates.

Estas dos posibilidades pueden ser válidas para quien quiera seguir en el planteamiento de los anillos y sus preocupaciones. Pero cabe una tercera solución, que no es meramente posible, que es «segura».

La tercera solución consiste en que los hijos, en vez de esperar la elección de su padre, se elijan y elijan ser activos como su padre, imitando «el ejemplo de su amor incorruptible libre de prejuicios» (111, 7, 524 y sig.). Ese amor activo igualará en fraternidad inte­rior; fraternidad que por cierto acababa de prometer la masonería, pero frustrándola otra vez, como la frus­trara ya la Iglesia cristiana primera cayendo en literali­dades, ortodoxias sistemáticas y reglamentos. La fuerza de los anillos no es ahora atractiva sino amante, activamente amante, como el padre: acción clara, de «cordial tolerancia, con buen obrar y con la más íntima sumisión a Dios» (ibid., 530 y sigs.). De esta suerte, ha quedado invertida la dirección de la fuerza secreta de los anillos: en vez de atraer benevo­lencia, es actividad benevolente y operante; en vez de esperar cada uno ser constituido en centro único de los demás, se orienta cada uno con un tipo de acción

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sapiencial hacia los demás. Por las fechas en que Les- sing escribía esto, la palabra revolución tenía este sen­tido de cambio sapiencial de dirección. Dice Natán in­terpretando su parábola: Pongámonos ya a obrar en esta dirección y a fiar el futuro a esta expectativa; a ver qué pasa «dentro de miles de años»...

Esta interpretación lessinguiana de la parábola de los tres anillos estaba elaborada en dos pequeños pero inapreciables trabajos (Sobre ¡a demostración en espíritu y fuerza y el Testamento de Juan), que había pu­blicado inmediatamente después de dar a conocer los primeros fragmentos del ‘anónimo’, en 1777 (cfr. EE, págs. 445 y sigs. ILM, XIII, 1 y sigs.; XIII, 3 y sigs.]). La gran mutación que se ha producido a lo largo del siglo xvm, también por lo que hace a la reli­gión cristiana, consiste en que se ha desplazado la «prueba en espíritu y fuerza»: no son posibles ya, porque no se dan, los milagros y las profecías, esas maravillas que cuenta la historia. Maravillas, ahora, las cotidianas: las obras del amor, cargadas de entendi­miento, motivos interiores, paciencia constructiva de lo humano. El espíritu y la fuerza residen ahora y van a residir en adelante en las obras del amor que indica el Testamento de Juan, en el cual el cristianismo crece y entra en una edad donde se ha entendido lo que es la unidad divina y se ha comprendido cómo por ese camino advertiremos todos estar en el Uno 4.

5. E l s a b io y su r e l a c ió nCON LOS INDIVIDUOS.

Con este criterio, se enfrenta Natán a los individuos como único lugar de realidad primaria y único lugar donde la realidad se mueve. El poema dramático Natán el sabio se desenvuelve marcadamente en la forma de encuentros entre individuos cuyo vis-a-vis

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se espera desde las primeras escenas: Natán/Reha, Na- tán/Saladino, Natán/templario, Nalán/lego, Natán/ derviche, templario/Reha, patriarca/templario, Saladi- no/templario, templario/lego... Siempre el cuerpo a cuerpo, especialmente el cuerpo a cuerpo del sabio con cada uno de los demás. Se trata de una antropología de tradición profundamente aristotélica y leibniziana.

En el libro XII de la Metafísica aludía Aristóteles a sus «contemporáneos [que] consideran más bien como substancias los universales». Él se vuelve a «los antiguos», a los presocráticos (Liddel-Scott), que «consideraban substancias las cosas singulares» (1069a, 25-29). Para el antiguo maestro de Lessing, la sustancia es sensible, particular y móvil, es decir, lo sustancial de este mundo son los individuos cuyo con­junto es el mundo y cuyo movimiento propio es lo que habrá que estudiar. Desde dentro se mueven prin­cipalmente las sustancias racionales; ese sujeto se transforma según lo que le pasa a la inteligencia. De ahí la importancia de la tradición y de la ciencia. De ahí la importancia de una Ética del cambio, de una Po­lítica y una Poética para el cambio, es decir, de una aplicación adecuada de la doctrina de la potencia y el acto. No ha de caber duda: «La primacía de la sustan­cia individual es uno de los puntos más asentados del pensamiento de Aristóteles» (W. D. Ross). Los indi­viduos son las «esencias reales», y el Estado y lo común son «conceptos deducidos» (Diálogos para francmasones). «Pues sólo lo individual obra, como sólo lo particular actúa» (Brentano). El individuo es el todo, a su manera, pero el todo —lee en Leibniz nuestro hombre—. Y esta polaridad entre el individuo y su interior (su oscuro/confuso lodo), es tal que el in­dividuo sólo será concebible como «tendencia» (Di- derot).

La sociedad lessinguiana es una constelación de in­dividualidades. Lo social y lo inerte (pueblo o patria,

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religión), el medio en que nace y subsiste el individuo, constituye un polo permanente de la educación y la vida, y una responsabilidad del sabio también. Pero la realidad y su acento están en la sustancia individual, y la acción del sabio se orienta y concentra sobre ella. A Lessing no le impresionarían ni su distancia política de Marx ni su distancia dramatúrgica de Brecht. Sigue siendo verdad que el ser nos lo jugamos, no en «lo común», sino en el único locus donde la realidad es vitalidad y donde la comprensión y la moralidad pueden crecer: en el individuo. Es el lugar donde en la modernidad —tan predominantemente orientada en sentido estatal y nacional, popular y social—, se ha ejercido «la resistencia a la irracionalidad... [resisten­cia] que constituye siempre el núcleo central de la ver­dadera individualidad». Son los individuos, en este tiempo nuestro de avalanchas de lo común, «los indi­viduos reales de nuestro tiempo», quienes han sabido resistir, y resisten, a la tiranía y a la opresión (Horckheimer).

Con esta antropología de tipo monádico trabaja el sabio en la mina suficiente que es cada individuo, ha­ciéndolo ir y venir por sí mismo, desde el fondo oscuro a la conciencia clara, del corazón a la razón; esa es la dialéctica viva.

Lessing se transparenta leyendo a Aristóteles y a Leibniz. La antropología lessinguiana es de tipo moná­dico: cada mónada es una perspectiva irrepetible del universo entero, es el todo en singularidad. Esta indi­viduación de la mónada leibniziana y lessinguiana, como la de Bruno, es individuación interior y no mera­mente espacial; naturaleza e historia se individualizan en cada individuo. Por eso la Historia universal es la biografía de cada individuo, que cada individuo repite desde su singularidad. El individuo es el lugar de la «vivencia infinita», pero oscura y confusa (cfr. Dil- they). «El Robinsón absoluto», escribió Francisco

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Romero refiriéndose precisamente al Filósofo autodi­dacto, que «Leibnizt declaraba haber leído... con agrado» y al que «prodigó lisonjeros juicios».

Como consecuencia, cuanto sucede al individuo procede de su propio fondo y no de otro lugar. En cierta ocasión, ante cierto cambio que podía tener visos de oportunismo, escribió Lessing: «Si ese cambio sucedió por un estímulo interior (dicho tosca­mente), por el propio mecanismo de su alma, yo no dejaría de admirarlo. Ahora, si lo que dio lugar al cambio fueron circunstancias exteriores; si se ha pasado violentamente, con sus intenciones, a su actual manera de pensar, lo compadezco desde lo más íntimo de mi alma» (Cartas sobre literatura moderna). Lessing cree que lo que nace no se pudre, pero lo que se ‘participa’ desde fuera puede estropearse y se estro­pea. En la antropología monádica, el concepto de causa y el de aspiración son idénticos. Con su metáfora de la co-fermentación explica Lessing la plotiniana in­teracción a distancia, muy superior a la crasa comuni­cación del reino de la causalidad.

Asi se comprende la ineficacia de la concepción me­ramente cuantitativa y de la acción en serie. Hasta «la moral empieza a ser efectiva cuando se aplica a los es­tados singulares, y sería aún más eficaz si fuera posible escribirle a cada individuo su propia moral» (LM. V, 154, 24 y sigs.). El reconocimiento de lo común no significa la abolición de la antropología monádica, sino la aceptación del espacio concreto. Mas, lo que de la mónada sale, es un mismo universo: lo que la poten­cia de la individualidad acaba por dar de sí, es el mismo universo. Por eso dio el hombre en todas partes enseguida con los mismos inventos: lenguaje, religión y revelación, institución y ley, matrimonio, etcétera.

La moral individual. Decía Rusell que el liberalismo primitivo supo ser individualista en cuestiones intelec­

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tuales y económicas, pero que no supo ser «emocional y éticamente afirmativo». El individualismo lessin- guiano, siguiendo a Espinosa, estableció la ecuación entre poder y derecho —en el campo de la virtud.

Esta es la estructura de los individuos a quienes se aproxima el sabio para entrar en acción.

Aproximarse es asomarse hasta su intención verda­dera, que no aparece normalmente en la conciencia sino que es insabida, bien que trabada ya, oscura y confusamente, con sentimientos, manifestaciones ver­bales y recursos diversos.

Aproximarse es allegarse hasta donde se pueden se­ñalar los límites, las limitaciones que impiden la acla­ración o desarrollo de lo im-plicado.

Con suma atención y respeto de todo lo que del fondo nace. Esperando que nazca. Hay cosas que sólo se pueden «adivinar» (EE, pág. 626 ILM, XIII, 395, 18 y sigs.]); por tanto, el sabio, «todo lo más, provoca de lejos la sensación... en el hombre, favorece su ger­minación...» (ibid., 619 [LM, XIII, 364, 22 y sigs.]).

Y con la paciencia necesaria para seguir el ritmo de lo nacido. Esa paciencia no es subterfugio; es la forma de la creencia en la vitalidad y en lo insuficiente de cuanto no es nacido de dentro. La medida y la oportu­nidad son imprescindibles; lo prematuro lo aborta todo, lo des-posibilita todo, no entra en la armonía y la fuerza verdadera de todo.

La ley de la Providencia divina es ahora la ley de la secuencia verdadera, interior, de todo. En su «íntima sumisión» vive el sabio. No es la sumisión de la fatali­dad, sino el reconocimiento de la ley de la vitalidad frente a las formas infantiles —religiosas o no— de proceder y a sus correspondientes criterios. La doc­trina de la Providencia es la doctrina de la difícil racio­nalidad, de la difícil armonía, de la virtud. Con el con­cepto lessinguiano de Providencia y el consiguiente es­

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fuerzo con que el sabio se pliega al orden interno de las conexiones entre las vitalidades, no cabrá la trage­dia —ni como vivencia ni como género literario—. Todo el esfuerzo del mundo se da por descontado, mientras que nada de lo que apareció o aparece por la vida andará perdido —aunque no se logrará tampoco en la forma de nuestros deseos precipitados o de nuestras previsiones racionales o de nuestros cálcu­los—. Esto no es predeterminación ni fatalismo ni es­toicismo: es la dialéctica entre la revelación y la razón estricta.

Hay un momento en que la aproximación y la pa­ciencia requieren un gran valor, porque, en el sujeto abordado, brotan las diversas formas de la conciencia del mal, y sus reacciones son desatinadas: la concien­cia falsa impone traiciones, delaciones, dobleces, colo­reándolas de actos heroicos de virtud. Y en ese juego no puede entrar el sabio, que deja a los cegados que hagan todo el mal, o todo el bien, que quieran (cfr. V, 4, 164). Es la hora de reinterpretar las «malas» inten­ciones de las conciencias deformadas por los prejui­cios, en especial por los prejuicios que pesan sacro­santa y socialmente, habida cuenta de que el mal no puede tener la última palabra, de que del mal sale el bien y del bien el mal, de que útil y pernicioso son conceptos tan relativos como grande y pequeño. La desfanatización como programa de la acción del sabio. No es que ni siquiera intentándolo se puede hacer sólo mal; es que no se puede ni intentar...B.

6. Los SUBALTERNOS DE LA SOCIEDAD CIVIL Y RELIGIOSA.

En el Natán hay dos figuras chocantes, pero bastante más que curiosas. No son pueblo; tienen poderes. Son intermediarios oficiales (hasta ahí, subalternos del

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poder religioso y del poder del Estado) y oficiosos (por este flanco llegan a delicadas complicidades con la sabiduría, por motivos oscuros y confusos tal vez, pero valiosos). Se trata del derviche, monje/asceta musulmán que desempeña el cargo de tesorero y li­mosnero de Saladino, además de ocuparse en asuntos de confianza y de otro orden, como es usual y lógico.Y también del hermano lego, secretario y factótum del patriarca católico.

Sobre el derviche tenía Lessing planes particulares. Dice más de una vez que piensa tratar expresamente del personaje en un sainete que pensó publicar como apéndice del Natán (Cartas del 15 de enero, 16 y 19 de marzo, 16 de abril de 1779).

Y es que el lego y el derviche son piezas clave en la demiurgia estatal y eclesial. No se trata de figuras epi­sódicas y secundarias, de esas que Diderot aconsejaba excluir si no estaban integradas en el drama. Los su­balternos son los instrumentos sin los cuales la autori­dad institucional no llegaría a ningún sitio. Lessing ha afinado dibujando al subalterno, instrumento perfecto en manos del superior, puro enviado o mandado, según; una verdadera obra de arte en el arte de ser de otro, y casi otro que sí mismo, de puro inteligente ser­vidor.

Siempre trató cariñosamente estas figuras, con tal de que el subalterno fuera consciente de su interior rendición y no exagerara afectando heroísmo en la obediencia y desinterés, como hacía el Pastor Goeze.Y es que en el verdadero poema dramático de su vida, tuvo ocasión de ver de cerca, en su propia casa, a esos hombres que han de dar de comer un par de veces dia­rias a la familia, que necesitan sentir que se hace algo y se es alguien y que mantienen, y se esfuerzan por mantener, los ojos no desviados de la conciencia. Con las consecuencias prácticas que a continuación se verá.

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Así que no se trata del elemento cómico. ¡Para cómico el patriarca, muy a su pesar! El patriarca, con su solemnidad pomposa, querrá creerse su papel y dará risa tragicómica. Los subalternos, que no se creen su papel, no se lo acaban de creer por habilidosa­mente que se muevan, dan pena, lo que dan es pena. El sainete que planeaba no hubiera sido cómico, y menos una farsa.

En El nou Prometeu encadenat señaló D’Ors la posi­ción intermedia y ambigua de los subalternos. Son hombres de mediano aliento, doblados por Fuerza y Hambre, servidoras del Tirano. No trabajan a gusto contra Prometeo, incluso se las ingenian para no apre­tarle los tornillos a la roca. No llegan a ocultarle a su señor la treta y la ambigüedad del servicio, pero es que el amo tampoco quiere apretarles a ellos las cla­vijas, pues que, precisamente en ese doble juego, se va desgranando la autenticidad de la misión del subal­terno.

Sucede que el trabajo de los subalternos cae cerca de la vida; por razón de los mismos encargos que les consignan, están incluso cerca de los aspectos donde la vida muestra su cara asquerosa. Estos hombres ofi­cialmente consagrados a Dios y por tanto apartados de sus propios intereses mundanos, acaban por verse liados con los intereses más mundanos de quienes es­tipulan sus jefes ser objeto de su pastoral cura. Pero hay una filosofía, una ilustración popular, un hondo laboreo de la vida, que no pasa por ese trapicheo. Horckheimer y Adorno dicen que fue Nietzsche quien señaló que «la mala conciencia» de sacerdotes y fun­cionarios es fruto de la ilustración popular. Lessing concedió una importancia metafísica a ese trabajo de zapa de la vida desde abajo, desde la ilustración popu­lar, que no se defiende por cierto de alguna luz que le venga de arriba sino del yugo de la letra. Y ahí están los subalternos, con la llave inglesa en la mano, con

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las listas, los reglamentos, los encargos... El cuerpo con el pueblo y el alma con el partido. ¿O el cuerpo con el partido y el alma con el pueblo? ¿O alternativa­mente?

Lessing les echa en cara que, siendo lo que son, se consideren gente «de obligaciones», en vez de ejercer de libres viviendo a la sombra del ensueño más alto. — «No sé; yo estoy obligado a obedecer, caro señor» (I, 5, 559; II, 5, 484 y sigs.). Si en ocasiones hay que mostrar que la poesía y la virtud están donde no se espera — por ejemplo, en el judío Natán, perteneciente a un pueblo despreciado, «infinitamente más despre­ciado que despreciable», o en el musulmán (¿qué diría Lessing hoy del musulmán?)—, también es pre­ciso mostrar que no están siempre la poesía y la virtud donde se diría que iban a estar. Esta denuncia es les- singuiana. Gente que está en manos de otro; que se deja hacer algo... «¿Qué hace al caso que uno tenga grandes partes y talentos, si no es obediente y rendido y si el superior no puede hacer de él lo que quiere?» (Alonso Rodríguez). Ese modo de ver la obediencia del lego es espinosiana. En Espinosa aprendió Lessing que «la obediencia a Dios ha servido siempre... como racionalización de todo tipo de dominio» (Stanley H. Rosen). Así que el patriarca se enternece y anima apenas divisa al joven templario: ¡Qué joven, qué joven! Con la gracia de Dios, algo haremos de él. —Se diría que Lessing lo escribe con el resquemor del gato chamuscado—. ¡Dejarse hacer algo el hombre, que no puede ser nada en verdad más que desde sí y por propia elaboración, monádicamente!

Mas, estos hombres que dicen limitarse a cumplir órdenes, se toman la libertad, o llegan a creerse obli­gados a tomarse la libertad de aconsejar a los otros que no obedezcan; a los otros, a los mismos a quienes transmiten las órdenes del superior. Y nadadores entre dos aguas, transmiten, con el precepto o ame­

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naza, el astuto remedio y el artificio casuístico. Traba­jan así, sin quererlo^ por sí mismos; se dejan minar por lo visto de la bondad elemental de la vida, ese per­fume. Sus razonamientos son característicos de esta si­tuación (IV, 1, y sigs.; 54 y sigs.; 7, 580 y sigs.). Y tra­bajan a veces bajo el peso de una humillación inmensa; «El patriarca me necesita para todo aquello por lo que siente repugnancia». ¡Ya es lucidez! Si de ahí se ori­gina una conducta de resentimiento o de irritación, la cuestión será que hay buenos motivos para ello. Legado, recadero, menestral, intrigante, conspirador, cómplice...

Hombres sin fuerza suficiente para salirse de donde los pusiera el nacimiento, sin posibilidad de romper mapas trucados y barajas marcadas, solidarios de la vida a su pesar, no acabados de comprar, tampoco se acabaron de vender. Y buscan la amistad de Natán, la colaboración con el sabio cuya virtud reconocen y «cuya libre autonegación mediante el trabajo en el mundo, hace mucho que se ha convertido en ley supe­rior» (Demetz).

En la crisis europea y americana en torno al 68 (que coge a tres generaciones, a una de lleno pero a dos por anticipación y retroacción respectivamente), se ha acusado la cantidad de mala conciencia que Estado e Iglesia, superorganizados y supereficaces, pueden en­gendrar. En el fenómeno, germina una forma más humana de «funcionar» los organismos sociales. Su Santidad Pablo VI decía a los golpes de clérigos que se le iban: Os quedaréis sin misión. — Era un aviso lleno de caridad, por más que irritara a algunos que lo sentían como chantaje o amenaza—. Claro que no era profe­cía, pues el Estado y la Iglesia, como las grandes insti­tuciones con prestigio social y recursos económicos para abonarlo, mediante simple nombramiento (que lleva consigo uniforme y paga) reparten fáciles en­cargos y misiones. Protestatarios y profetas que insis­

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ten demasiado en su protestante y profético testimo­nio, pero desde el encuadramiento, muestran buena voluntad, pero no sin ingenuidad. Cuando la misión recaba libertad, ya no es encargo; es autoencargo. Es ya una misión sin visibilidad ni reglamento ni autori­dad prestada. Se trata de una misión sin transmisibili- dad. Los que la ejercieron —y por veces, sólo después de bien muertos, se ve o se acepta que la ejercieron— no la dieron en testamento; no hay un plano, un regla­mento de ese palacio que es el espacio de la libertad y del verdadero «dentro». Pero ¿qué sería del mundo si no albergara siempre y por todas partes hombres de esos que, por encima de todos los prejuicios, atentos a las más imperceptibles germinaciones y cambios, tran­quilos y libres por olvidados mientras ellos mismos quieran...; anónimos, analfabetos efectivos u honora­rios, sin nombramiento ni reconocimiento, trabajan con el Espíritu ya, «dentro»? Lessing sabe estas cosas desde su juventud6.

7. La e x p e r ie n c ia a b ie r t a , l a a m p l ia c ió nDEL INSTANTE Y LA VERDADERA CONTRADICCIÓN.

Al sabio lo van haciendo el dócil aprendizaje y la ex­periencia analítica, a la sombra de la Sabiduría, de las tradiciones de la Sabiduría: Los Siete Sabios y Homero, la Biblia o el Corán...

La experiencia se da sólo en el presente real, y el sabio sabe que la circunstancia presente es la máxima expresión del bien que pudo alcanzar el universo. Mas, como decía Plotino, «todo está dado siempre, se trata de reencontrarlo» (F. Bousquet). El humanismo interior de tipo plotínico (P. Prini), renovado en el leibnizianismo, anima ahora, en su aparente quie­tismo, al hombre a aceptar audazmente, sin prejuicios.

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hechos y datos, y a la paciencia valerosa para edificar con los recursos humanos interiores.

En este presente intenso al que queda reducido el universo entero (una inteligencia infinita deduciría leibnizianamente el presente estado a partir de cual­quiera de los momentos pasados del universo), el sabio no se siente asfixiado por el fatalismo o la necesi­dad (cfr. EE, 364 [Conversaciones con Jacobi]). Es cu­rioso que quienes defienden ortodoxamente y predi­can la libertad en abstracto, no suelan ser quienes más libertad conceden a sus educandos y pupilos (sean go­bernantes, súbditos, filósofos de profesión o simples fieles) ni quienes más número y diversidad de posibili­dades sienten y encuentran en el mundo. En cambio, estos negadores de la libertad en principio que son Es­pinosa, Leibniz y Lessing, están infinitamente —infi­nitamente— lejos de sentir la asfixia del mundo en el tiempo real, más aún, en el instante. Decía Stanley Rosen que «resulta paradójico en la historia de la filo­sofía que uno de los deterministas mayores y más con­secuentes que ha habido, haya sido también el primer filósofo que presentara una defensa sistemática de la libertad política».

Y es que no hay como reducir a realidad, a manan- tialidad real, para ganar posibilidades de camino. La vuelta a la sustancia individual que recomenzara Aris­tóteles, alcanza una formulación particularmente densa y brillante en una observación sobre lo que sea el cuerpo, que anotó Lessing de sus lecturas de Leib­niz: «Omne corpus esse mentem momentaneam seu carentem recordatione» —que todo cuerpo es una mente instantánea, o sea, que el instante es el único camino hacia la memoria de la totalidad del universo que yace dormida en cada cuerpo (EE, pág. 330 [LM, XV, 514, y sigs.). «Yo quiero vivir sólo en cada uno de los próximos instantes. Ya arribará el instante que lo traiga aquí», dice la hija de Natán, que aprende de

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su padre a vivir (III, 1, 5 y sig.). La plenitud y verdad del instante es el único modo de hacer co-fermentar posibilidades inéditas, olvidadas, presentidas, so­ñadas... El instante es el único tiempo real: «les ins- tants ou états du monde» que, por lo demás, aunque no se advierta y perciba, crecen en perfección desde toda la eternidad aunque mi particular destino sea apa­rente prueba de retraso o retroceso o frustración o po­sibilidad que dicen perdida... (Leibniz. Penas eternas). El optimismo espinosiano, y así el lessinguiano, es un optimismo universal, social o político; es un indivi­dualismo que está tan lejos de ser egoísta como tal vez caritativo.

La intensificación del tiempo real es obra de la aten­ción, del interés, de la serenidad y del hábito de discer­nir. Y también del valor. Hay que estar atento, saber estar atento, a las iluminaciones, súbitas como relám­pagos, de la realidad instantánea. De repente suben de nuestro fondo ocurrencias, visiones, palpitaciones..., que descubren posibilidad inaudita, inimaginada, ar­monías casi impensables. Quien toma su vida en serio y es honrado y sincero consigo mismo, toma también en serio, y respeta sin confusiones, los golpes de intui­ción y revelación que le nacen. Un interior virtuosa­mente mantenido sanea más de lo que parece. Siempre salvan «sueños que son más que sueños», que dirá el templario. (Le pedían ayuda una vez a Alvaro Cunqueiro y respondía: Ahora cuando te sueñe una ayuda, te la prestaré. —Y escribía Lessing en su juventud un epigrama sobre una mocita que soñaba dormida en las cosas de Efrain Lessing: Esta chica duerme para ella y sueña para mí.)

Luego, sin valor, el individuo no se atreve a dar cabida en sí y a hacerles lugar a esas leves incomodi­dades o tientos que nota en su inteligencia y que lo apartan de seguir el ‘claro’ precepto del oráculo (cfr. Kleonis, LM, III, 370). Pero, si se atreve a entrar

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en dudas, se concede luego crédito a sí mismo, más que a las exteriores exigencias de crédito. Se produce entonces un traspaso: desde la dialéctica individua- lidad/autoridad, a la dialéctica, en uno mismo, oscuridad-confusión/claridad-distinción. El alma se pone a trabajar también de forjadora de razones.

Desde el pulsar del tiempo presente que es el ins­tante, se abre un «horizonte», una «lontananza» sólo limitada por el principio de contradicción estricta­mente entendido. El principio de la crítica y la acción sapiencial de Lessing, es el leibniziano principio de «conciliación» (Ritzel). Lo verdaderamente contradic­torio no abunda tanto, y eso sin contar con que, de los infinitos atributos de la Divinidad, sólo conocemos dos (Espinosa) por ahora (Lessing). Hay armonía po­sible; ese debería ser el dogma, y es el dogma de la to­lerancia. El elemento común que tienen sin ningún género de duda todos los seres, asegura su posibilidad de armonización mutua. El lugar donde expresa esta convicción es un escrito que se titula Cristianismo ra­cional. Ésta es la única «salvación» que acepta Les­sing, con sus maestros y con Plotino. Para todo hay posibilidad de salvación y armonización; mas, no sin afinada atención, inagotable paciencia, deseo de per­fección ilimitado, para llegar hasta donde haga falta.

A la vida hay que salvarla de los falsos dilemas. De otra suerte queda entregada en manos de la intoleran­cia y la violencia. El admirado Swift, actuando también en anónimo como Leibniz y Lessing tantas veces, había manifestado ya en Los viajes de Gulliver su «re­pugnancia a forzar conciencias y a destruir las liber­tades y las vidas de pueblos inocentes» que tienen formas de vida distintas de la nuestra. Lo hacía bien consciente de haber presenciado en la civilizada Europa las ridiculas guerras civiles a causa de un lugar oscuro en los libros revelados, pues hablaban éstos del casque de huevos, pero no decían con claridad si

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había que cascarlos por la parte ancha (como defen­dían los anchoextremistas) o por la parte estrecha (como propugnaban los estrechoextremistas). ¡Sin contar que había habido once mil mártires que dieron generosamente su vida defendiendo la tesis estrecho- extremista! Así de desorientadas pueden acabar grandes sociedades, obsesionadas con el casque de huevos...

Andaba diciendo por entonces Kant que el cielo salió de la Tierra. Del cielo de Plotino al de Leibniz no hay más que un paso. Dice Plotino que en el cielo están todos en todas partes y todo es todo (lo cual, en verdad, es física de Aristóteles), sin que nadie ni nada ofrezca resistencia a la interpenetración y a la si­multaneidad. Y remata Plotino: Allí no camina nadie como por tierra extraña. He ahí la clave: Leibniz no considera a esta de aquí tierra extraña: es el mismo cielo de Plotino, pero en plan difícil. La tierra es el cielo y en la tierra está el cielo (Bohme); un cielo difí­cil, pero cielo y no otra cosa. La razón consiste en que, a pesar de las apariencias y a través de tensiones y supuestas contradicciones, aquí en la tierra también está todo en todas partes y todo es todo.

Otra cosa será la medida que habrá que emplear en la actuación de las crecientes y composibles posibili­dades inéditas. Una vez algo «conviene verdadera­mente» ya, hay que ir a por todas (III, 5, 293), hay que jugárselo todo, hacienda y vida. Lo que queda más acá de lo composible, no es vida, y es un reino de salvaciones tan gratuitas como arbitrarias —reino de esclavitudes—. El sabio lessinguiano es «portador de Teo­dicea», del «poder liberador del bien» (Rohrmoser). ¡Bendito el sabio por lo que hace y bendito por lo que deja de hacer: todo lo que ya no es honradamente jus­tificable! (cfr. Diálogos...). No empleará la prudencia para simular honradez y sembrar la tierra (que es cielo) de desesperanza —el quid, quizá, de la recep­

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ción de Lessing en la Alemania de Goethe, el quid del filisteísmo.

Frente a la soteriología de la redención de penas, y frente a la escatología del plazo fijo, el sabio está por el esfuerzo interminable y por el saber estar en la con­tradicción. Todo está ya dado, y lo que se requiere es sensibilidad para sentirlo e inteligencia para traerlo a la región de la racionalidad donde puede ser formulado en práctica fecunda desde el punto de vista de la acti­vación interior del individuo.

Éste es el optimismo, la nueva esperanza, «calcula­dora» con Leibniz, y alegre en Espinosa7.

8. C o n t r a d ic c ió n y es c a t o l o g ía

Hay un comentario muy esclarecedor sobre Lessing y su manera de ver y tratar la contradicción, en las Conversaciones con Goethe, de Eckermann. (Ya hemos aludido a esa página que se encuentra en un contexto muy significativo, donde Goethe resume y valora la fi­losofía islámica de la educación.) Con esa mezcla de admiración y repulsión con que se expresa Goethe sobre Lessing, se dice en las «Conversaciones» que éste circula siempre «por el camino filosófico de la opinión, la duda y la contradicción», sin darnos «grandes verdades», sino «una casi certeza». Quiere decir que deja a cada cual en la brega que es el propio camino y por tanto en la contradicción. «Sí, afirma el taimado y enorme maestro, Lessing, por obra y gracia de su índole polémica, prefiere habitar en la región de las dudas y contradicciones. Su especialidad son los distingos, y la agudeza de su intelecto servíale a mara­villa para esa labor. Yo, en cambio, soy de un tempera­mento muy distinto...» (En ocasiones, Goethe dice tales cosas que se comprende que Kant no le hiciera caso.)

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Entre las múltiples aplicaciones de la leibniziana ley de la continuidad (sensación/razón, inconscien- te/consciente, reposo/movimiento, Dios/criatura...) está la que establece la continuidad entre las contradic­ciones fuera del mundo aritmético. La mayor parte de las que se dice contradicciones no son más que mo­mentos del desarrollo de una experiencia. ¿Qué es comprender, si no es comprender la posibilidad en concreto de estas contradicciones en una realidad indi­vidual? Puede que no haya una tarea metafísica, cien­tífica y moral de mayor responsabilidad que establecer los términos de una verdadera contradicción, de una contradicción estrictamente dicha.

Para Lessing, las contradicciones no acaban: es la forma ordinaria de presentarse cada totalidad real. Acentuar los términos hasta el preciso límite de la su­puesta contradicción, es ser veraz y buscar la natura­leza, la naturaleza de la cosa como es desde su propio dentro. Dice Lessing que escribía para aprender; el sentido y el placer del escribir estaban en el esfuerzo, y la forma aparecía como la forma que tomaba el es­fuerzo. Goethe, no; el momento de su placer, una vez dominadas las contradicciones y dudas «en su fuero interno», consistía en dar tranquilamente forma a la cosa fuera de sí. Hablaba de «falsas tendencias del es­fuerzo», de «adelantar cómodamente» y de que la forma literaria la encontraba al punto.

G. Capone hace notar agudamente que Lessing ha­blaba de un esfuerzo continuo y de una aspiración constante al sistema, pero que «era suficientemente sincero para llamarlo esfuerzo» y no dejar de llamarlo así. Porque, por lo demás, «el camino ya andado se amplía si consideramos de un modo digno del Creador el camino que queda por hacer» (cfr. Cinco sentidos). Es Goethe el transmisor de la anécdota que cuenta haber dicho Lessing en cierta ocasión que «si Dios quisiera regalarle la verdad, no la aceptaría, prefi­

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riendo el esfuerzo de buscarla por sí mismo». La anéc­dota es agudamente lessinguiana, y en el Natán se admira Lessing de qué haya gentes que se piensen que la verdad es algo que pueda meterse en la cabeza, desde fuera, como una moneda de curso legal y de valor cantado por acuñación exterior (cfr. acto III, 6).

Lessing comprende bien que haya «apresurado(s) caminante(s)» cuyo deseo no es otro que encontrar «presto alojamiento para la noche» (Educación, pró­logo [EE, pág. 573]). Pero, ¿por qué no tiene que haber quien encuentre su descanso en el esfuerzo, en el esfuerzo por sistema? Contradicción tras contradic­ción, se suceden los panoramas, los horizontes, las vi­siones unitarias, cada vez más amplias y más hondas, más complejas y más unas.

La prisa escatológica le tiene miedo a la noche y ha de echar mano de la soteriología con sus correspon­dientes mesianismos en religión y política, mesia- nismos que son, como mucho, modos, pasajeramente tolerables, de paternidad; modos de paternidad nece­sarios para el niño que sólo se hace el ánimo de cami­nar si ve delante suyo al amparo y salvador con los brazos abiertos. Menos prisa y más paciencia. Y des­cansar en el esfuerzo mismo. El hombre fue creado para la acción (Herrnhuter) y, mediante la acción, «busca su puesto dentro de este ser divino universal» (Dilthey).

En la nueva forma de novelar iniciada por Cer­vantes, «la busca y el anhelo de quehaceres predomi­nan sobre lo buscado y lo anhelado», apunta Américo Castro. Lessing no podía escribir autobiografía.

El escatologismo, ese plazo fijo metafísico y judicial, ha llenado el mundo de urgencias visionarias. Ha con­vertido todo tiempo concreto en tiempo absoluto. El individuo, que necesita la continuidad acumulativa del tiempo para transformar la diversidad sucesiva de conceptos y placeres en una visión, es detenido en

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seco. Las relaciones eficaces y significativas entre las cosas en el tiempo, quedan apelmazadas y confun­didas: se mezclan recuerdos y pierden su naturalidad en forma de remordimientos, fallos, inadvertencias, irreversibilidades. Es imposible luego dar con las rela­ciones causalmente perceptibles. Bracean en el vacio místico los espíritus a quienes se les acaba el espacio y el tiempo. Este escatologismo ha dejado en el ánimo europeo la querencia a señalar, o a decretar, capri­chosa y arbitrariamente, la fecha en que comenzará «la verdadera historia de la Humanidad» (Horkhei- mer) —angustioso recurso que crispó, en nuestro siglo, una vez más, las almas entregadas a esa falsifica­ción que era el fascismo, pero también a las de la ju­ventud intelectual de Europa y América que se pro­puso no estorbar, por lo menos, al comunismo de Lenin y Stalin, por si acaso...

El escatologismo quiere el triunfo, ya ahora, en esta forma de escenario. El escatologismo es siempre un fa­natismo, porque es una imposición del fin que no brota del mundo mismo, es una resolución «prema­tura» (EE. págs. 351 [LM, XVI, 293 y sigs.)); exige su triunfo, el triunfo de los nervios, un triunfo exterior, traído por algún salvador o su lugarteniente. Mas, el triunfo verdadero, el que lleva cada alma dentro de sí misma (Bbhme), no puede más que nacer con un na­cimiento bien largo —«dilata tu nacer para tu vida», decía Góngora—. Hay que dar lugar al esfuerzo inago­table del hombre, del último hombre, que no puede echarse a perder (Leibniz. Penas eternas. Cfr. también LM. IV, 9-36). —«¡Oh el caído! ¡Amigo, el caído!», exclama Saladino preocupado del último de sus sol­dados (V, 1,43)...

Un alma no escatológica es un alma libre. No hay tiempos absolutamente últimos para el individuo, aunque haya tiempos últimos para ciertas formaciones individuales de tipo colectivo, como civilizaciones.

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pueblos, iglesias, religiones. Lo último es actitud, eco y raíz de un gesto o acto, Pero no un telón, un discurso de clausura, un epifonema o un juicio o una transición al socialismo o un comienzo de la historia verdadera­mente humana... Esa cosificación de la ultimidad es una forma de alienación todavía, que tuvo ciertamen­te su función y dio de sí un crecimiento del hombre (cfr. Brentano).

Los teólogos existenciales de la segunda posguerra (Cullmann), apoyándose en Heidegger y su exégesis de Nietzsche, creen que el tiempo judío y cristiano es lineal. Pero no lo es: propiamente es una linea con principio y fin, y lo esencial en esa linealidad es que tiene principio y fin. Es, pues, un tiempo límite, un tiempo para una creación, para un mundo —hay que vivir ahí dentro y no hay manera de salirse ni esca­parse—. Esta revelación es (en la etapa del Hijo) una gnosis angosta, angustiada. El tren pasa una vez y la eternidad depende de un solo instante de ese tiempo finito y marcado, para merecer, para ser probado. A un ser, que tiene la continua impresión de recuperar, reconocer, recibir de su fondo, llevarlo todo como en una suerte de pasado...; a un ser así, las liquidaciones, las últimas de cambio, lo pierden, se lo pierden.

Mas, tardaremos seguramente siglos en salir de la forma de esperanza que representa el futuro como premio y en dejar las almas limpias de fantasmas esca- tológicos. Será necesario un buen trabajo del arte y la filosofía 8.

*

Cuando estaba escribiendo Lessing el quinto acto del Natán, a fines de marzo o comienzos de abril de 1779 (Muncker), recibió un ataque espeso del escritu- rista Juan Salomón Semler, cuyos trabajos apreciaba Lessing. Encontraba el biblista mucha diferencia entre

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INTRODUCCIÓN

el mundo como es y el mundo como se pinta en el Natán. Tanto que, esta vez, se le ocurrió enviar a Les- sing, no al teatro, como hiciera el Pastor Goeze, sino al manicomio.

Encontró nuestro dramaturgo el epílogo del otro «divertidamente fundamental y fundamentalmente di­vertido». Le hizo saber que, en el manicomio, aunque él no lo hubiera notado, estábamos ya todos, pues que el mundo está de manicomio (LM, XVI, 450-451), pero que, un día, el mundo será de otra manera. «El mundo, tal como yo me lo imagino, es precisamente un mundo muy natural, y no depende por cierto de la sola Providencia el que no sea igualmente real» (LM, XIII, 337). Esto había anunciado en el prospecto en que dio a conocer su proyecto de escribir Natán el sabio. Poema dramático.

Mientras tanto, convendrá no olvidar que «uti minus malum habet rationem boni, ita minus bonum habet rationem mali», que decía Leibniz, es decir, que el mal menor viene a resultar un bien, pero el bien menor viene a resultar un mal.

A g u s t ín a n d r e u R o d r ig o .

<11

1 Hans Mayer, «Lessings poetische Ausdrucksform», en Lessing und die Zeit der Aujktánmg, págs. 130-147, esp. 139ysig.

Escribió E. Spranger (Las ciencias del espíritu y la escuela. Buenos Aires, 1964, pág. 77) que «antes de que se pueda comprender ente­ramente la sabiduría personal, trágica, de la ancianidad de Lessing, es preciso haber entendido la parábola de los tres anillos en sus fun­damentos teóricos, morales y religiosos».

3 Cfr. Ajad Haám, «Trueque de valores», en El sendero del re­torno, págs. 158-175, y lehosúa Amir, El ideario nacional de Martin Buber, para la historia del pueblo elegido en relación con la más ele­vada moralidad en el siglo xix y hoy día. Ortega, en las Meditaciones. asi como en el Prólogo para Alemanes (O.C., VIH, 58) enseña que el individuo no puede orientarse en el universo sino a través de su raza.

6 W. D. Ross, Aristóteles. Buenos Aires, 1981 *, pág. 45.

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Brentano, Aristóteles und seine Weltansehauung. Hamburgo, 1977 *, páginas 91 y sig.

Leibniz en J. F. Nourrisson, Historia de los progresos del pensa­miento humano. Madrid, s.f., 11 pág. 248 y sig.

Diderot, Sueño de D’Alembert, en Escritos filosóficos (versión de F, Savater), Madrid, 1975, págs. 56, 58.

Max Horckheimer, Critica de la razón instrumental. Buenos Aires, 1969.

Robert Merrihew Adams, «Primitive Thisness and primitive ¡deniity», en The Journal of Philosophy 1 (1979), 5 y sigs., esp. 9 y sigs. (The leibnizian position): Leibniz haria de cada hombre lo que santo Tomás de cada ángel: una creación, un universo, una es­pecie completa y singular; E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración, México-Buenos Aires, 1950, 44 y sigs.

Dilthey, IV, págs. 458, 464; F. Romero, El Robinsón absoluto, en: Ortega y el problema de la jefatura espiritual, Buenos Aires, 1960, página 76.

Sobre causalidad y aspiración, cfr. Eloy Rada, La polémica Leibniz- Clarke. Madrid, 1980, págs. 99 (3), 102 (14).

B. Russell, Historia de la filosofa (Aguilar), Madrid, 1973, pá­ginas 146, 149.

* Sobre Diderot y las figuras episódicas, Demetz, ob. cit., pá­gina 126.

El vocablo subalterno lo tomo de Lessing, que lo recoge de Vol- taire, en la contraposición subalterno/superior (LM, XV 59,11-15).

Eugenio d'Ors, El nou Prometen encadena!, Madrid, 1981, (ed. de Eugenia Rincón).

M. Horckheimer-Th. Adorno, Dialéctica del iluminismo. Buenos Aires, 1969, pág. 61. El anónimo de los viajes de Gulliver, el deán Swift, dice que sacerdotes y letrados no entendieron ninguna de las lenguas en que les habló Gulliver.

Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas. parte tercera, tratado quinto.

Stanley H. Rosen «Spinoza's Argument for Political Freedom», en Giornaledi Metafísica. 4 (1958), 492.

Demetz, ob. cit., pág. 127.7 Franfois Bousquct, L'esprit de Piolín. Québec, 1976, pág. 11.

Plotino e la genesi delTumanesimo interiore, es el titulo del libro de Pietro Prini, Perugia, 1970.

Stranlcy H. Rosen, «Spinoza’s Argument for Political Freedom», en Giornale di Metafísica, 4 (1958), 487 y sigs. Escribe ahí Stanley Rosen comentando a Espinosa: «Christianity and Judaism will be purified and absorbed into a universal religión, which will be defi- ned in such a way as to make it a transitional step toward the esta- blishment of a civil religión.»

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INTRODUCCIÓN 93

Cfr. «Leibniz. Penas eternas», en EE, pág. 301 (LM. XI, 474).Sobre la obediencia al oráculo, cfr. Gerd Hillen, «Die Halsstarrig-

keit der Tugend», en LYB, II, págs. 115-134, esp. 122 y sigs.W. Ritzel, Lessing-Dichter, Kritiker, Philosoph, Munich, 1978,

págs. 141 y sigs.; Michael J. BOhler, «Lessings Nathan der Weise ais Spiel vom Grunde», en LYB. III, págs. 128 y sigs., esp. 129; Barner, ob. cit., págs. 278 y sig.

Cristianismo racional, n.°20 (EE, pág. 161 [LM, XIV, 177.]).G. Biedermann/F. Lange, Zum Begriff der Natur in der klassischen-

burgerlichen deutschen Philosophie, en: Deutsche Zeitschrift flir Philo- sophie, 11 (1982) 1334-1350.

G. Rohrmoser, «Lessing und die religionsphilosophische Frages- tellung der Aufklarung», en Lessing und die Zeit der Atrfklárung, páginas 116-129, esp. 117-122.; cfr. también C.-F. Geyer «Das Jahrhundert der Theodizee», en Kant-Studlen. 4 (1982), 393-405.

Diálogos para francmasones (EE, pág. 626 [LM, XIII, 395, 26 y sig.]): «Dichosos ellos. Dichoso el mundo. ¡Bendito sea todo lo que hacen! ¡Bendito sea todo lo que dejan de hacer!»

* Goethe, Obras Completas (Aguilar), II, 1153. Cfr. ¡bid., II, 1914, su «desdén por el momento». Las consecuencias de las cosas, de las que dicen malas y de las que dicen buenas, tiene que manifes­tarse por si misma «en toda su naturaleza positiva» (EE, pág. 309 [LM. XI, 13 y sigs., 483]) y tiene que obtener su más propia y ex­presiva forma.

Goethe, ibid., II, 1912 y sig. Dice Thielicke (Offenbarung. Ver- nupft und Existenz, Gülhersloh, 1967 *, pág. 38) que la forma lessin- guiana de pensamiento es la de un problemático, no la de un siste­mático. Pero, cuando Goethe publicó el Goetz y el Werther, se divi­dió la opinión alemana. La generación de los mayores echaba de menos la claridad y la transparencia de Lessing. Las mujeres toma­ban partido por Goethe (cfr. Max Brod, Heinrich Heine, Buenos Aires, 1945, pág. 125).

La leibniziana ley de la continuidad, pretendía no dejar nada fuera: «una tendencia enérgica hacia un sistema que lo una todo y man­tenga a una idea, una vez aceptada, contra la más fuerte contradic­ción...» (R. Eucken, Los grandes pensadores y su teoría de la vida, Madrid, 1914, págs. 434 y sigs. 438 y sig.).

G. Capone, «Della dialettica», en Giornale di Metafísica, I (1956), págs. 58-85, esp. 68: «Quindi il sistemático e il Lessing par- lano tutti e due di uno sforzo continuo: con la difTerenza pero che il Lessing era sufficientemente sincero per chiamarlo uno sforzo, il sistemático é invece abbastanza maligno o abbastanza poco sincero per chiamarlo sistema.»

Cinco sentidos (EE, pág. 379, nota 7 [LM, XVI, 523, 10 y sigs.]).

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94 AGUSTÍN ANDREU

Herrnhuter (EE. pág. 146); Dilthey, IV, 120. El texto que cito de Américo Castro procede de un trabajo aparecido en el número 400 de ínsula (que no puedo citar ahora con más precisión).

Lessing no podía escribir autobiografía. Algo se parece a Petrarca en la intranquilidad de no parar en parte alguna, en ese miedo a la clausura, a lo clausurado, a lo acabado. Lessing sabia que una verda­dera autobiografía resultaría increíble; creo que apreció la autobio­grafía del Cardano y el Quijote porque el loco que en ellas habla salta de la cordura a la locura, de ésta a la ilusión o a la visión, y luego a otra cordura... —Decía Aristóteles, el maestro de Lessing, que el biógrafo tenía que ser historiador y novelista, porque en la vida humana hay más de una vida. El hombre, pensaba Lessing, no es las obras que «tiene que» hacer. Es las que no tiene que hacer y hace, o sueña, o espera hacer, o propugna que alguien haga, o no re­nuncia un día. Dios sabe cuándo, a hacer..; ¿Cómo prever lo que cabe en la libertad? La vida es un cruce de novelas con algunos ma­teriales históricos. La salvación que hace falta está más en lo impo­sible que en lo problable, aunque tenga que llegar todo por sus pasos (leibnizianos). La reinterpretación de la muerte, la negación de la muerte como negación del ulterior vivir y empezar a vivir, podrá ser discutible en la forma de solución que propone Lessing (cfr. EE. págs. 127-130). Creo que ¿I mismo no la consideraba más que un tanteo, uno de esos rodeos por el error que hay que «dar» para acabar dando con el camino. Pero la intuición de una vida arrancada a las zarpas de la predeterminación calvinista, de la justifi­cación luterana y del redenlorismo católico, esa intuición está en la linea de «la virtud más que cristiana». Aranguren ha puesto de ma­nifiesto esa nueva manera de ver y sentir la vida aceptando en ella «la mezcolanza de papeles», pues que «la duplicidad, e incluso la multiplicidad de identidades ocurre siempre» (Sobre imagen, identi­dad y heterodoxia. Madrid, 1981, págs. 15 y sig., 19). Y Eugenio Trías (Filosofía y carnaval, Barcelona, 1970) recuerda el carnaval de Nietzsche, que tanto tiene que hacer por nosotros, para que el hombre —Ecce Homo— acepte su «verdadera procesión de más­caras».

Horkheimer, Critica de la razón instrumental. Buenos Aires, 1969 (versión castellana de Murena y Vogelmann). Lo dice en el prefacio de la segunda edición alemana.

Franz Brentano, Aristóteles und seine Wehanschauung, Hamburgo, 1977, págs. 91 y sig.

«Gnosis angosta». La teología católica existencial(ista) acusaba a Lulero de la deformación de la religiosidad de la Contrarreforma, «convertida en una inmensa sociedad de seguros contra la angustia vital» (cfr. E. Mounier, Introducción a los existencialismos, Madrid, 1973 *, págs. 48 y sig., 80). Wittgenstein no trató mucho a Espinosa

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INTRODUCCIÓN 95

y Kant, ni tampoco a Aristóteles y Leibniz, pero si a San Agustín, Kierkegaard. Dostoiewsky y Pascal; el resultado es que «la idea de Dios era ante todo para él la de un juez temible...» (G. H. von Wright, Esquema biográfico, en: Las filosofías de L. W., Barcelona, 1966, pág. 37). Pero Lulero, como Pascal y Kierkegaard, no hace más que tomar en serio el Ínstame —donde la seriedad consiste en que la eternidad estática y fijada en la maldición o la bendición, de­pende de un instante—. Exacerbación barroca que no puede tener a su favor más que el «credo quia absurdum», de lo que no hay más cura que la cervantina definición de la fe como un no creérselo ni viéndolo.

Leibniz, Gerhardt. Phil. Schrift. IV, 428.

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FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

1) Fuentes y versiones:

Lessing. Gottiiold Ephraim: Sámtliche Werke, Berlin- Nueva York, 1979. Se trata de la edición de K. Lechmann y F. Muncker (1886-1924). Seguimos su numeración de los versos del Natán. Los bosquejos del Natán (borra­dores, o primera redacción anterior en años a la redacción actual) los citamos por el volumen anejo a la edición de los escritos lessinguianos en XVI volúmenes. Éstos serán citados por la sigla LM ; el anejo, por LM , NB.

DEMETZ, PETER: Lessing. Nathan der Weise. Dichtung und WirkUchkeit, Francfort-Berlin, 1966. Además de las intro­ducciones que en forma de prólogo, prospecto o anuncio compuso Lessing, trae esta edición de Demetz documen­tación sobre los bosquejos del Natán, sobre el epistolario mantenido a propósito de la obra, sobre la disputa teoló­gica que está en su origen inmediato, sobre la tradición li­teraria de la parábola de los tres anillos; más un largo estu­dio sobre el poema dramático y una bibliografía selecta.

LECKE. Bodo: Gedichte. Fabeln. Dramen (I). en Insel-Lessing (tres vols.), Francfort, 1967. Con breve introducción al Natán, de Kurt Wolfel (págs. 612 y sigs.) y documentación y notas (págs. 675-687) de B. L.

GOBEL. Helmut: Lessings Nathan. Der Autor, der Text, seine Umweh, seine Folgen, Berlín, 1977. Además de una intro­ducción que trata de la época (ilustración y tolerancia) y la vida de Lessing, estudia su forma poética, su múltiple cir­cunstancia histórica, asi como la situación contemporánea de los judíos y la influencia del poema lessinguiano.

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98 BIBLIOGRAFIA

Vargas, Nemesio: Natán el Sabio. Poema (traducción del alemán), Madrid, 1883- No he podido encontrar este tra­bajo, que no reseña Siegfried Seidel, donde lamenta que hasta 1944 no se haya editado en español a Lessing. (Pero en el mapa de la expansión de la obra lessinguiana, que ofrece él mismo con el núm. 60 de sus ilustraciones, quien se sirva de una lupa podrá leer la noticia de la edi­ción del Laocoonte y de Emilia Galotti en 1885-1890, en Lima. Traductor de estas dos obras era Nemesio Vargas).

Bolaño. Sara: Natán el Sabio, Universidad Autónoma de México, 1964. Tampoco he podido encontrar este trabajo.

PlTROU, Robert: Lessing, Nathan le sage. Paris, 1975. Texto aleman y versión francesa, con introducción y notas.

2) Obras generales y biografías sobre Lessing:

Bahr Ehrhard, Harris Edw. P., y Lyon Law. G.: Humani- tüt und Dialog. Lessing und Mendelssohn in neuer Sicht, De­troit, 1982.

Lessing und die Zeit der Aufklarung, Hamburgo, 1968.Lessing in heutigen Sicht, Bremen, 1977.Barner, Wilfried: Ein Arbeitsbuch fú r den Literaturge-

schichtiichen Unterricht, Munich, 1977.D il t h e y : «Gotthold Efraín Lessing», en Vida y Poesía,

México-Buenos Aires, 1953 (trad. de W. Roces, prólogo y notas de E. Imaz), págs. 27-125. Este volumen lo citamos por Dilthey IV. Y el que lleva por título Hombre y mundo, por Dilthey V.

Drews, Wolfgang: Lessing. Reinbeck b. Hamburgo, 1974.G uthke, Ka rlS.: Gotthold Ephraim Lessing, Stuttgart, 1973.HlLDEBRANT, DlETER: Lessing. Biographie einer Emanzipation,

Munich-Viena, 1979.Lessing, Gotthold Ephraim: Escritos filosóficos y teológicos,

Madrid, 1982. Edición preparada por el autor. La citaré con la sigla EE. En su bibliografía informo acerca de ver­siones de obras de Lessing al castellano.

Mehring, Franz: Die Lessing Legende, F.-B.-Viena, 1972.OELMÜLLER, WlLLl: Die unbefriedigte Aufklarung. Beitráge zu

einer Theorie der Moderne von Lessing, Kant und Hegel, 1979.

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1963.Stahr. Adolf: G. E. Lessing. Sein Leben und Seine If'erke,

Berlín, 1864.

3) Artículos sobre el Natán:

Angress, Ruth K.: «“ Dreams that were more than Dreams” in Lessing’s Nathan», en L(essing) Y(ear) B(ook), III, 108 y sigs.

Angress, Ruth K.: «Lessing’s Criticisme of Cronegk: Nathan in Ovo?», en LYB, IV, págs. 27-36.

Baiir. Ehrhard: «Die Bild und Sinnbereich von Feuer und Wasser in Lessings Nathan der Weise», en LYB. VI, 83 y siguientes.

Bennet, Benjamín: «Reason, Error and the Shape of His- tory: Lessing's Nathan and Lessing's God», en LYB, IX, 60 y sigs.

Bizet, J. A.: «La sagesse de Nathan», en Études Germani- ques. 10 (1955), 269-275.

Bóhler, MlCHAEL J.: «Lessings Nathan der Weise ais Spiel vom Grunde», en LYB, III, 128 y sigs.

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Shaham, Chaim: «Nathan der Weise unter seinesgleichen. Zur Rezeption Lessings in der hebráischen Literatur des 19 Jahr. in Osteuropa», en LYB, XII, 1 y sigs.

Whiton, John: «Aspects of Reason and Emotion in Les- sing’s Nathan der Weise», en LYB, IX, 45 y sigs.

4) Artículos y monografías sobre temasLESSINGU1ANOS:

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Bennet. B.: «The Idea of the Audience in Lessings Inexpiicit Tragic Dramaturgy», en LYB, XI, 59 y sigs.

Best. Otto F.: «Noch einmal: Vernunft und Offenbarung. Überlegungen zu Lessings BerUhrung mir der Tradition des mystischen Rationalismus», en LYB. XII, 123 y sigs.

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5) Otra literatura:

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NATÁN EL SABIOPoema dramático en cinco actos

Imroite, nam el heic Dii sumí

Apud Gellwm.

[1779]

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PERSONAJES

El sultán Saladino.Sita, su hermana.Natán, judio rico de Jerusalén.Reha, su hija adoptiva.Daya, cristiana, pero, en casa de!judío Natán, está como dama

de compañía de Reha.Joven templario.Derviche.El patriarca de Jerusalén.Hermano lego.Emir y varios mamelucos de Saladino.

El escenario, en Jerusalén.

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ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

(Escenario: El vestíbulo de la casa de Natán)

Llega Natán de viaje. D aya le sale al encuentro

D aya. —¡Es él! ¡Natán! — Gracias por siempre a Dios que volvéis finalmente a casa.

Natán .—Sí, Daya; ¡gracias a Dios! Pero ¿por qué finalmente? ¿Es que quise volver antes? ¿Y pude volver? Babilonia dista de Jerusalén sus buenas dos­cientas millas por el camino que hube de tomar por fuerza, torciendo ya a la derecha ya a la izquierda; y cobrar deudas, tampoco es trabajo que adelante a ojos vistas, que se pueda despachar así como así.

D aya. — ¡Oh, Natán, cuán mísera, míseramente po­dríais haber acabado aquí, mientras! Vuestra casa...

Natán .—Se incendió. Ya me he enterado. — ¡Quiera Dios que no quede nada más de que enterarse!

D aya.— Y por poco no arde desde los cimientos.

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m GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

N atán .— Pues nos hubiéramos construido otra, Daya; y más cómoda que ésta.

Daya.— ¡Ya io creor — Pero por un pelo no quedó abrasada también Reha.

N atán .— ¿Abrasada? ¿Quién? ¿Mi Reha? ¿Ella? 20 — Eso no lo he oído. — ¡Bueno! Entonces no me

habría hecho falta ya casa alguna. — ¡Que por un pelo no se abrasó! — ¡Ah! ¡Si que lo ha sido! ¡Es verdad que se ha abrasado! — ¡Oilo ya abiertamente! ¡Dilo ya de una! — Mátame, y no me atormentes más. — Sí, se ha abrasado.

D aya. — De haber sucedido, ¿estaríais oyéndolo de mí?

N atán .— Pues ¿por qué me aterrorizas? — ¡Oh Reha! ¡Oh Reha mía!

30 D aya.— ¿Vuestra? ¿Reha vuestra?N atán .— ¡Si tuviera que desacostumbrarme a

llamar mía a esa criatura!D aya.— ¿Llamáis vuestro con el mismo derecho a

todo lo que poseéis?Natán. —¡A nada con mayor derecho! Todo lo

demás que poseo, Naturaleza y Fortuna me lo dieron. Sólo esta propiedad se la debo a la virtud.

D aya.— ¡Oh Natán, qué cara me hacéis pagar vuestra bondad! ¡Si puede llamarse aún bondad la

40 practicada con tal intención!N atán .— ¿Con tal intención? ¿Con cuál?D aya.— Mi conciencia...N atán .— Daya, deja que te cuente antes que

nada...D aya.— M i conciencia, digo...Natán.—Qué bonito paño te he comprado en Babi­

lonia. ¡Más rico, y rico con gusto! Ni el que le traigo a la misma Reha es tan bonito.

D aya.— Y con eso ¿qué? Porque mi conciencia, so tengo que decíroslo sencillamente, no se deja adorme­

cer más.

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NATÁN EL SABIO 107

Natán .— Y cómo te van a gustar los broches, los pendientes, el anillo y la cadena que he escogido en Damasco para tí: teníais ganas de verme.

Daya. — ¡El mismo de siempre! ¡Con tal de poder hacer regalos, de poder hacer regalos!

Natán .—Tú recibe tan a gusto como yo te doy: —¡y calla!

D aya.— ¡Y calla! — ¿Quién duda, Natán, de que sois la honradez y la magnanimidad en persona? Pero, 60 a pesar de todo...

Natán .— A pesar de todo no soy más que un judío.— ¿Quieres decir eso, verdad?

D aya.— Lo que quiero decir, lo sabéis vos mejor.N atán .— ¡Pues entonces calla!D aya. —Me callo. Lo que de vituperable ante Dios

está pasando aquí y no puedo impedir yo, no puedo cambiar, — no puedo, — ¡recaiga sobre vos!

Natán . —¡Recaiga sobre mí! — Pero, ¿dónde está ella? ¿Por qué no viene? — ¡Daya, si me engañas! — 7o ¿Sabe ya que he llegado?

D aya.— ¡Eso os pregunto yo! Aún tiembla del pavor que le recorre todos los nervios. Aún pinta fuego su fantasía en todo lo que pinta. Durmiendo vela, y en vela está dormido su espíritu: tan pronto es menos que animal, como más que ángel.

Natán .— ¡Pobre criatura! ¡Cómo somos los hombres!

D aya.— Esta mañana estuvo un buen rato tendida con los ojos cerrados, y estaba como muerta. De re- so pente se incorporó sobresaltada gritando: «¡Escucha, escucha! ¡Ahí llegan los camellos de mi padre! ¡Es­cucha, su misma voz sosegada!» — En esto, abre otra vez los ojos y, perdido el apoyo del brazo, cae sobre el cojín su cabeza. — ¡Yo me asomo al portal! ¡Y va y es verdad que venís por allá, es verdad que venís! — ¡Qué hay de extraño! Toda su alma, desde que os fuis­teis, estuvo con Vos — y con él. —

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IOS GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

NATÁN.—¿Con él? ¿Quién es ese él?90 D aYA.—C on quien la salvó del fuego.

Natán .—Y ¿quién fue, quién? — ¿Dónde está? ¿Quién me salvó a mi Reha, quién?

D aya.— Un joven templario traído días atrás prisio­nero, y amnistiado de Saladino.

Na tán .— ¿Cómo? ¿Un templario a quien el Sultán Saladino hizo gracia de la vida? ¿Por menos de tal mi­lagro no era posible salvar a Reha? ¡Dios!

D aya.—Sin él, si no arriesga enseguida lo que ines­peradamente acababa de ganar, se acabó ella.

100 Natán .— ¿Dónde está él, Daya, ese noble varón? — ¿Dónde está? Guíame hasta sus pies. Supongo que de momento le daríais los tesoros que os dejé. ¿Se lo disteis todo? ¿Le prometisteis más, mucho más?

D aya.— ¡Que pudimos!Natán .— ¿No? ¿No?D aya.—Vino, y nadie sabe de dónde. Fuese, y

nadie sabe adonde. Sin la mínima idea de la casa, guiado solamente de su oído, extendiendo por delante la capa, se abrió, audaz, paso entre llamas y humareda

no en dirección a la voz que nos pedía socorro. Ya lo dá­bamos por perdido, cuando de entre llamas y huma­reda se planta de pronto ante nosotros llevándola en alto con su fuerte brazo. Frío e insensible a los gritos de júbilo de nuestra gratitud, deposita en el suelo su botín, se abre paso entre la gente y — idesaparece!

Natán .— Espero que no por siempre.D aya.—Luego, los días siguientes, lo veíamos ir y

venir bajo las palmeras que envuelven en su sombra el sepulcro del Resucitado. Yo me acerqué a él con

120 efusión, le di las gracias, ponderé, ofrecí, supliqué — que viera una vez más, por lo menos, a la inocente criatura que no podía descansar hasta desahogar en llanto su gratitud, a sus pies.

N atán .— ¿Y qué?D aya. —¡Como si nada! Era sordo a nuestra peti-

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NATÁN EL SABIO 109

ción; y me largaba unas ironías amargas, a mi en parti­cular...

Natán .— Hasta que amedrentada por eso...D aya.— ¡Ni mucho menos! Volví a abordarlo todos

los días; dejé que se burlara de mí todos los días. ¡Qué no sufrí de él! ¡Qué no hubiera soportado aún, a gusto! — Pero ya hace tiempo que no viene a visitar las palmeras que envuelven en su sombra el sepulcro de nuestro Resucitado; y nadie sabe dónde para. — ¿Os admiráis? ¿Meditáis?

Natán .—Quiero hacerme una idea de la impresión que habrá hecho esto en un espíritu como el de Reha. Verse tan desdeñada por una persona a cuyo aprecio nos sentimos obligados; ser tan rechazada y al mismo tiempo tan atraída; — la verdad, mucho van a tener que pelearse ahí corazón y cabeza, a ver quién vence, si la misantropía o la melancolía. También sucede a menudo que no venzan ni una ni otra; y la fantasía, que se entremete en la pelea, hace exaltados de ésos en quienes tan pronto funciona la cabeza como cora­zón, tan pronto funciona el corazón como cabeza. — ¡Mal recambio! — Este último, me conozco bien a Reha, es su caso: está exaltada.

D aya.—Sí, pero ¡tan ¡nocente, tan gentilmente!Natán .— ¡Eso no quita para que sea también exal­

tada!D aya.— En particular da mucha importancia a una

— ocurrencia, tonta si queréis. Dice que su templario no es terreno ni de origen terreno; que es uno de esos ángeles a cuya guarda tanto gustaba de creerse con­fiado su corazoncito desde la infancia, dice que, de su nube donde suele ir oculto y que planeara en torno a ella envuelta en llamas, que surgió de repente en forma de templario. — ¡No sonriáis! — ¿Quién sabe? ¡Sonreíd, pero dejadle por lo menos una ilusión donde un judío, un cristiano y un musulmán se unen! — ver­daderamente, ¡una dulce ilusión!

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n o GOTTHOLD EPHRAIM LESSiNG

Natán .— ¡También para mí es dulce! — Ves, va­liente Daya, ves; mira a ver qué hace; por si puedo ha­blarle. — Enseguida me pongo a buscar a ese salvaje y jovial ángel de la guarda. Y si ha tenido a bien que­darse vagando por aquí abajo entre nosotros, si ha tenido a bien seguir practicando tan tosca caballería, seguro que lo encuentro y lo traigo,

no D aya.—Mucho acometéis.Natán .— Y entonces, la dulce ilusión cederá el

sitio a la verdad, que es más dulce: — porque créeme, Daya; el hombre prefiere siempre un hombre a un ángel — ¿no es cierto que no te enfadarás conmigo, conmigo, de ver curada a la exaltada angélica?

D aya.— ¡Sois tan bueno y al mismo tiempo tan malo! ¡Me voy! — Pero, ¡escuchad, mirad! — Ahí viene ella misma.

ESCENA SEGUNDA

Reha y los anteriores

REHA.—Pero, ¿sois vos mismo en persona, padre tso mío? Yo creía que habíais enviado por delante sólo

vuestra voz. ¿Por qué no venís? ¿Qué montañas y de­siertos, qué corrientes nos separan todavía? Estáis res­pirando pared por pared con ella, ¿y no os apresuráis a abrazar a vuestra Reha? ¡Pobre Reha que, mientras, se abrasara! — ¡Casi, casi se abrasó! Casi, solamente. ¡No te estremezcas! Fea muerte, abrasarse. ¡Oh!

Natán.—¡Mi niña, niña mía querida!Reha.—Tuvisteis que cruzar el Éufrates, el Tigris,

el Jordán; cruzar — ¿quién sabe cuántas aguas? —. 190 ¡Cuántas veces temblé por vos antes de que se me

acercara tanto el fuego! Pues, desde que se me acer­cara tanto, morir en el agua paréceme refrigerio,

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La fe y la razón, el agua y el fuego (grabado del siglo X VIH)

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alivio, salvación. — Sí, vos no os habéis ahogado; yo, yo, pues no me abrasé. ¡Cómo vamos a alegrarnos y a alabar a Dios, a Dios! Él, él os trasladó a vos y a vuestras naves sobre las alas de su ángel invisible a la otra ribera de las traidoras corrientes. El dio la señal a mi ángel para que visiblemente, sobre sus blancas alas, me llevara a través del fuego —.

200 Natán .— (¡Blancas alas! Sí, sí; la blanca capa exten­dida del templario.)

R eha.— Él, visiblemente, visiblemente, me llevó a través del fuego que su capa iba apagando. — Yo, pues, yo, he visto un ángel cara a cara; y a mi ángel.

Natán .— Reha merecía esto, y no habrá visto ella en él nada más bello que lo visto por él en ella.

Reha.— (Sonriendo.) ¿A quién aduláis, padre mío, a quién? ¿Al ángel, o a vos mismo?

Natán .—Sin embargo, aunque no fuera más que 210 un hombre — un hombre como los que engendra la

Naturaleza a diario, quien te hubiera prestado ese ser­vicio: para ti tendría que ser un ángel. Tendría que serlo y lo seria.

Reha.—No; iun ángel así, no! Un ángel de verdad; ¡seguro que fue de verdad! — ¿No me habéis ense­ñado acaso vos, vos mismo, que es posible que existan ángeles, que Dios puede hacer milagros en favor de quienes lo aman? Pues yo lo amo.

Natán .— Y él te ama a ti; y hace a cada hora mi- 220 lagros en favor tuyo y de tu igual; más aún, los hizo

por vosotros desde toda la eternidad.Reha.— Me gusta oírlo.Natán .— ¿Cómo? ¿Porque suene a cosa bien natu­

ral y cotidiana, va a ser menos milagro que te haya sal­vado un templario de carne y hueso? — Lo más admi­rable de los milagros estriba en que los más verdaderos y auténticos pueden y deben resultarnos asi de coti­dianos. Sin este milagro general, bien difícilmente hu­biera llamado milagro, alguien que piense, a lo que se

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NATÁN EL SABIO 113

ha de llamar asi para los niños, que, pasmados, sólo 230 van tras de lo más insólito y novedoso.

D aya.— (A Natán) Pero, ¿no véis que, con seme­jantes sutilezas, vais a hacer que le estalle el sobreexci­tado cerebro?

Natán .— ¡Déjame! — ¿No seria bastante milagroso para mi Reha acaso que la salvara un hombre que tuvo que ser salvado antes, a su vez, por un milagro nada pequeño? ¡Sí, un milagro nada pequeño! Pues ¿cuándo se oyó decir que Saladino haya perdonado alguna vez a un templario; que templario alguno le 240 haya pedido, o haya esperado de él perdón; que le haya ofrecido por su libertad algo más que el cinturón de cuero del que arrastra su fierro, y como mucho, su puñal?

Reha.—Eso arguye en mi favor, padre mío. — Pre­cisamente por eso no se trata de ningún templario; lo parecía solamente. — Ningún templario preso viene a Jerusalén a otra cosa que a una muerte segura; nin­guno circula por Jerusalén con tal libertad: ¿cómo hu­biera podido salvarme de noche, uno, por propia ini- 230 ciativa?

Natán .— ¡Mira, qué ingeniosa! Habla tú ahora, Daya. Por ti sé que lo mandaron aqui preso. No hay duda de que tú sabes más.

Daya.—Está bien. — Eso dicen; — pero también dicen que Saladino amnistió al templario porque se parece mucho a un su hermano por quien sintiera es­pecial cariño. Claro, como hace ya veinte años largos que no le vive ese hermano, — no sé cómo se llamaba,— no sé adonde fue a parar: — sucede que todo esto 260 suena a cosa tan tan increíble, que bien pudiera no haber nada en todo este asunto.

N atán . —¡Toma, Daya! ¿Por qué iba a ser tan in­creíble? ¿No será acaso —como sucede en efecto- para darse el gusto de creer algo aún más increíble? — ¿Por qué Saladino, que tanto ama a sus hermanos, no

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podría haber amado en su juventud particularmente a uno de ellos? — ¿No se da el caso de que se parezcan dos rostros? — ¿Se pierden las impresiones recibidas

270 hace tiempo? — ¿Ha dejado lo semejante de obrar lo semejante? — ¿Desde cuándo? — ¿Dónde está aquí lo increíble? — Claro, claro, sabia Daya, para ti ya no sería milagro, y sólo tus milagros exig... digo son dignos de fe.

D aya.—Os estáis burlando.Natán .—Porque te burlas tú de mí. — En efecto,

Reha, también así sigue siendo tu salvación un mi­lagro que sólo puede cumplir Aquel que gusta de diri­gir las más rígidas resoluciones de los reyes, sus más

280 arriesgados proyectos, su juego —si no su burla— mo­viendo los hilos más flojos.

Reha. —¡Padre mío! Padre mío, ya sabéis que no me gusta equivocarme.

Natán .—Antes bien, te gusta que te enseñen. — Mira: Una frente curvada así o asá; el arranque de una nariz dirigido así más bien que asá; cejas que se desli­zan así o asá sobre unos huesos salidos o romos; una línea, una curva, un ángulo, un pliegue, un lunar, una nonada en el rostro de un salvaje europeo: — y te es-

290 capas tú del fuego ¡en Asia! ¿No sería eso un milagro, pueblo milagrero? ¿Por qué molestáis a un ángel, encima?

Daya.— Y, en fin de cuentas, ¿qué importa — Natán, si se me permite hablar — que se prefiera pensar que te ha salvado un ángel a pensar que te ha salvado un hombre? ¿Acaso no se siente uno así mucho más cerca de la incomprensible causa primera de su salvación?

Natán .— ¡Orgullo y nada más que orgullo! A la 300 vasija de hierro le gusta que la saquen del fuego con

tenazas de plata para figurarse que también ella es de plata. — ¡Bah! — Y preguntas qué importa, que qué im­porta. ¿Y para qué sirve?, podría contrapreguntarte

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NATÁN EL SABIO 115

yo sin más. — Porque eso que dices de «sentirse uno más cerca de Dios», eso es absurdo, o blasfemia. — Por supuesto que importa; ya lo creo que importa. — ¡Venid! Escuchadme. — ¿Verdad que al ser que te salvó —sea ángel u hombre— querrías, tú en particu­lar, servirlo reiteradamente en muchas y grandes cosas? — ¿Verdad que sí? — Ea pues; a un ángel ¿qué servicios, qué grandes servicios podéis prestarle vosotras? Podéis darle gracias; dirigirle suspiros, y re­zarle; podéis derretiros de arrobamiento por él; podéis ayunar el día de su fiesta, y repartir limosnas. — Todo eso es nada. — Porque en todos esos casos me parece que vosotras y vuestros vecinos salís ganando mucho más que él. No será él quien engorde con vuestros ayunos; no lo enriquecerán vuestras caridades; no será más glorioso por vuestro fervor; no será más po­deroso por vuestra confianza. ¿Verdad? ¡Sólo un hombre!

Daya.—Ah, claro; para hacer algo por él, un hombre se hubiera prestado más. ¡Y bien sabe Dios lo dispuestas que estábamos nosotras! Sólo que él no quería y no necesitaba completamente nada; estaba sa­tisfecho en sí mismo y consigo, tanto como sólo lo están los ángeles, como sólo pueden estarlo los án­geles.

Reha.— Finalmente, cuando desapareció por entero...

Natán . —¿Desapareció? — ¿Cómo que desapare­ció? — ¿Ya no se dejó ver bajo las palmeras? — ¿Cómo? Pero ¿es que lo habéis buscado ya realmente por otras partes?

D aya.— Bueno, eso no.Natán .— ¿No, Daya? ¿No? — ¡Pues ahí tienes lo

que importa! — ¡Crueles fanáticas! — ¡Mira que si ese ángel ahora — ahora se hubiera puesto enfermo!...

Reha.— ¡Enfermo!D aya.— ¡Enfermo! Esperemos que no.

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¡16 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

Reha. —¡Qué escalofrío me ha cogido! — ¡Daya! — Mi frente siempre tan caliente, ¡toca!, de repente se me puso helada.

Natán .— Es un franco, no está acostumbrado a este clima; es joven; no está acostumbrado al duro tra­bajo de su estado, al hambre, a la vigilia.

Reha.— ¡Enfermo! ¡Enfermo!Daya.— Natán quiere decir solamente que sería po­

sible.350 Natán .— ¡Y está ahí postrado! Sin un amigo, ni

dinero con que costearse amigos.Reha. — ¡Ay, padre mío!Natán .— Postrado sin asistencia, sin asesoramienlo

y consuelo, ipresa ahí del dolor y la muerte!R eha.— ¿Dónde? ¿Dónde?Natán .— Él, que por una a quien no conocía, a

quien no había visto nunca — bastó con que se tratara de un ser humano— ... se arrojó al fuego...

D aya. —¡Natán, ten miramiento con ella!36o Natán .—Ese mismo no tuvo la posibilidad de co­

nocer más de cerca, de volver a ver lo que salvó — no fuera más que por excusarle el agradecimiento...

Daya.— ¡Ten miramiento con ella, Natán!N atán .—Tampoco pidió volver a verlo — a no ser

que se tratara de salvarlo por segunda vez — porque basta con que se trate de un hombre...

D aya.— ¡Acabad y reparad!Natán .— Ese mismo, al morir, para consolarse, no

tiene nada — ¡más que la conciencia de esa acción suya!370 D aya.— ¡Acabad! ¡La vais a matar!

Natán .— ¡Y tú lo has matado a él! — Así, hubieras podido matarlo. ¡Reha, Reha! Es una medicina, no un veneno, lo que te doy. ¡Él vive! — ¡Vuelve en ti! — ¡Ni siquiera está enfermo tampoco; ni siquiera está en­fermo!

Reha.—¿Seguro? — ¿No ha muerto?, ¿no está en­fermo?

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NATÁN EL SABIO ¡17

N atán .— ¡Seguro que no ha muerto! — Pues premia Dios aquí todavía el bien que aquí se ha hecho. — ¡Anda! — ¿Comprendes ahora cuánto más 38o fácil es exaltarse devotamente que obrar bien; cómo gusta de enfervorizarse el más flojo de los hombres, sólo —aunque algunas veces no sea consciente de esa intención—, sólo para no tener que obrar bien?

R eha.— ¡Ah, padre mío! ¡Pero no dejes sola nunca más a tu Reha! — ¿Verdad que pudiera haber empren­dido algún viaje, nada más? —

Natán . —¡Anda! — Por supuesto. — Allá estoy viendo a un musulmán que me examina con curiosi­dad los cargados camellos. ¿Lo conocéis? 390

Daya.—¡Ah! Vuestro derviche.N atán .— ¿Quién?D aya. —¡Vuestro derviche, vuestro compañero de

ajedrez!N atán . —¿Al-Hafi? ¿Ése es Al-Hafi?D aya.— A hora es tesorero del sultán.N atán .— ¿Cómo? ¿Al-Hafi? ¿Sueñas otra vez? —

¡Es él! — ¡verdaderamente es él! — viene hacia aquí, i Adentro vosotras, de prisa! — ¡Casi nada voy a oír!

ESCENA TERCERA

Natán y el derviche

D erviche.— ¡Abre bien los ojos, todo lo que 400 puedas!

Natán .— ¿Eres tú? ¿No eres tú? — ¡Un derviche con tal fausto!...

D erviche.— Bueno, y ¿por qué no? ¿Que de un derviche no se puede hacer nada, absolutamente nada?

N atán .— ¡Toma, no poco! — Lo que pasa es que

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n 8 GOTTHOLD EPHRAÍM LESS/NG

yo siempre me imaginé que el derviche —tan cabal derviche— no se prestaría a que hicieran algo de él.

410 Derviche.— ¡Por el Profeta! También podría ser que no fuera yo a lo mejor tan cabal derviche. A decir verdad, cuando se está obligado.—

N atán . —¡Obligado! ¡Un derviche! — ¿Un derviche obligado a algo? Ningún hombre tendría que estar obligado a nada, ¿y un derviche tendría que estar obli­gado a algo? Y ¿a qué estaría obligado?

D erviche.— A cuanto se le pida con razón y consi­dere él bueno: a eso está obligado.

Natán . —¡Por nuestro Dios! En esto dices verdad. 420 — Deja que te dé un abrazo, hombre. — Pues todavía

eres tú amigo mío, ¿no?D erviche.— ¿Y no me preguntas antes qué me han

hecho?N atán .— ¡Te hayan hecho lo que sea!D erviche.— ¿Y si me hubiera convertido en una

figura dentro del Estado, cuya amistad os resultara in­cómoda?

Natán .—Si tu corazón es aún un corazón de der­viche, yo me arriesgo a ello. La figura estatal no es

430 más que tu vestimenta.D erviche.—Que exige también ser honrada. —

¿Qué supondréis que soy? ¡Adivinad! — ¿En vuestra casa, yo qué sería?

N atán .— Derviche; nada más. Bueno, probable­mente, además, cocinero.

D erviche.— ¡Pues sí! Como para desaprender mi profesión en vuestra casa. — ¡Cocinero! ¿Y camarero además, no? — Concede que Saladino me conoce mejor. — Estoy de tesorero en su casa.

440 Natán .— ¿Tú? ¿En su casa?D erviche.—Quiero decir de su caja menor, —

pues la mayor gobiérnala su padre todavía — me re­fiero a su caja doméstica.

N atán .—Su casa es grande.

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NATÁN EL SABIO 119

D erviche.—Y mayor de lo que creéis, pues todos los mendigos forman parte de su casa.

Natán .— En efecto, es tan contrario de mendigos Saladino— .

D erviche.—Que se ha propuesto exterminar hasta el último — aunque tuviera que acabar él mismo en mendigo.

Natán .— ¡Bravo! — Lo mismo pienso yo.D erviche.— ¡Ya lo es, además, digan lo que quie­

ran! — Pues cada día a la puesta del sol está su caja más vacía que vacía. Alta es la marea que entra cada mañana, pero al mediodía hace ya buen rato que se es­currió.

Natán .— Porque en parte se la engullen canales que es tan imposible mantener llenos como taponar.

D erviche.—¡ Acertaste!Natán .— ¡A lgo sé de eso!D erviche.— Lo cierto es que no sirve de nada que

los príncipes sean buitres entre carroñas. Claro que si son carroñas entre buitres, sirve diez veces menos.

Natán .— ¡No creas, derviche, no creas!D erviche.— ¡A vos sí que se os da bien esto, a vos!

— Veamos: ¿qué me dáis por el traspaso de mi cargo?Natán. —¿Qué te renta el cargo?D erviche.— ¿A mí? No mucho. Sin embargo, a

vos, a vos puede cundiros prodigiosamente. Pues cuando hay reflujo en la caja —que es lo más fre­cuente—, entonces abrís vos vuestras esclusas: hacéis un adelanto y os cobráis los intereses que os plazca.

Natán .— ¿Incluido el interés del interés de los inte­reses?

D erviche. - ¡ C laro!Natán .— Hasta que mi capital se convierta en

puros intereses.D erviche.— ¿No os atrae eso? — ¡Pues no hay

sino extender la carta de despedida de nuestra amis­

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tad! Porque la verdad es que había contado mucho con vos.

Natán .— ¿De veras? Y cómo, ya dirás cómo.D erviche.—Con que me ayudarais a desempeñar

dignamente mi ministerio; con tener disponible vuestra caja en todo momento, — ¿Cabeceáis?

Natán .— ¡A ver si nos entendemos! Aquí hay que 490 distinguir. — Tú, ¿por qué no tú?, el derviche Al-

Hafi, para mí es siempre bienvenido. — Pero Al-Hafi, tesorero mayor de Saladino, ése — a ése—

D erviche.— ¿No decía yo? ¡Siempre sois tan bueno como prudente y tan prudente como sabio! — ¡Paciencia! Lo que distinguís en Hafí, pronto quedará otra vez separado. — Mirad la honrosa hopalanda que me dio Saladino. Antes de que se destiña, antes de que se convierta en andrajos de esos que cuadran a un derviche, estará colgando de un clavo en Jerusalén; y

500 yo en el Ganges, paseando, ligero y descalzo, por la cálida arena con mis maestros.

Natán .— ¡Demasiado parecidos a ti!D erviche.— Y jugando con ellos al ajedrez.Natán . — ¡Tu sumo Bien!Derviche. —¡Imagina qué me sedujo! — ¿Que ya

no necesitaría mendigar más? ¿Que podría hacer de hombre rico entre mendigos? ¿Que sería capaz de convertir en un tris al mendigo más rico en el rico más pobre?

sio Natán .— Pues, eso, seguro que no.D erviche.— ¡A lgo mucho más desagradable! Por

vez primera me sentí halagado, halagado por una bon­dadosa suposición de Saladino—

Natán .— ¿Cuál?D erviche.— «Sólo un mendigo sabe cómo caer

bien a lo mendigos; sólo un mendigo es capaz de aprender a dar de manera adecuada a los mendigos. Tu antecesor, me dijo, para mi que era muy frío, muy rudo. Daba con tal desgana, cuando daba; antes de

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NATÁN EL SABIO 121

dar, pedía informes de manera tan violenta acerca del 520 receptor; nunca contento con conocer la necesidad, quería saber su causa para sopesar cicateramente según ella el donativo. ¡Eso no lo hará Al-Hafi! ¡No parecerá Saladino en Hafi tan inclementemente cle­mente! Al-Hafi no es como esos caños obstruidos que, el agua clara y mansa que reciben, la devuelven sucia y burbujosa. ¡Al-Hafi piensa y siente como yo!»— Así de delicioso sonaba el reclamo del pajarero hasta que el frailecillo estuvo en las redes. — ¡Pájaro bobo de mí! ¡Pájaro fatuo de un pájaro fatuo! 530

Natán .— ¡Despacio, derviche mío, despacio!D e r v ic h e . — ¡Venga, venga! — ¿Que no sería fatui­

dad oprimir, esquilmar, saquear, torturar, ahogar a los hombres por cientos de miles y querer aparecer como un filántropo con el individuo? ¿Que no sería fatuidad remedar la liberalidad del Altísimo, que se desparrama con el sol y la lluvia sin seleccionar entre buenos y malos ni entre campiña y desierto, — no teniendo siempre las manos llenas como el Altísimo? ¿Qué? ¿Que no sería fatuidad? $40

N atán . — ¡Basta! ¡Para!D e r v ic h e . —¡Déjame mentar por lo menos mi fatui­

dad! — ¿Qué? ¿Que no sería fatuidad buscarle aún su buen lado a esas fatuidades para tomar parte en esas fatuidades por su buen lado? ¿Eh? ¿Que no?

Natán .— Al-Hafi, procura volverte pronto a tu yermo. Me temo que, entre los hombres precisa­mente, llegues a desaprender a ser hombre.

D e r v ic h e . —Justo eso temo yo también. ¡Adiós!Natán . —¿A qué tanta prisa? — Pero espera, Al- 550

Hafi. ¿Es que se te escapa el desierto? — ¡Que te digo que esperes! — ¡Ojalá me escuchara! — ¡Ye, Al-Hafi, que estoy aquí! — Se fue; con lo a gusto que le hubiera preguntado por nuestro templario. Presumo que lo conoce.

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122 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

ESCENA CUARTA

Entra DAYA presurosa. Natán

Daya.—¡Oh Natán, Natán!Natán.—¿Eh? ¿Qué hay?Daya.—¡Se deja ver otra vez, se deja ver otra vez!Natán.—¿Quién, Daya, quién?

56o Daya.—¡Él, él!Natán.—¿Él? ¿Él? — ¡Cuándo no se deja ver ése!

— Sí, ya; lo llamáis él por antonomasia. — ¡No debería llamarse así! Ni aunque fuera un ángel, ¡no!

Daya.—Vuelve a pasear bajo las palmeras, arriba y abajo, y de cuando en cuando coge dátiles.

Natán.—¿Y se los come? — ¿Y como templario?Daya.—¿Qué me mareáis? — Su ansiosa mirada

ya lo ha adivinado tras de las densamente entrelazadas palmeras y lo sigue de hito en hito. Os ruega —os con-

570 jura— que os lleguéis a él sin tardanza. ¡Oh, daos prisa! Ella os dirá desde la ventana, por señas, si sube él o si echa para abajo. ¡Oh, daos prisa!

Natán.—¿Así, tal como me apeé del camello? — ¿Es decente eso? — Ves, corre tú hacia él y notifícale mi vuelta a casa. Anda con cuidado; lo que no ha que­rido, ese hombre de bien, es pisar mi casa en ausencia mía, y no le disgustará venir si es el padre mismo quien lo invita. Anda, dile que lo invito, que lo invito cordialmente...

580 Daya. —¡Todo será en vano! No vendrá a vos. —Porque, en una palabra, no vendrá a casa de un judío.

Natán.—Ves igual, ves a detenerlo por lo menos, a seguirlo con la vista por lo menos. — Ves, enseguida vengo en tu busca.

(Natán se entra de prisa, y Daya se va.)

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NATÁN EL SABIO 123

ESCENA QUINTA

Escenario: Paraje con palmeras, a cuya sombra pasea arriba y abajo el TEMPLARIO. El HERMANO LEGO lo sigue, siempre a derla distancia, por un lado, como quien

quiere dirigirte la palabra

T emplario.— ¡Éste viene siguiéndome no hace mucho rato! — ¡Hay que ver qué miradas me tira de soslayo a las manos! — Buen herm ano,... Bien puedo llamaros también padre, ¿no?

HERMANO LEGO.—Sólo herm ano — herm ano lego sólo; a su servicio. 590

T emplario.—Sí, buen hermano; ¡para mí quisiera yo tener algo! ¡Por Dios, por Dios! No tengo nada.

HERMANO LEGO. —Pues, con todo, ¡gracias de cora­zón! Dios os dé a vos mil veces tanto como os gustaría dar. Porque la voluntad de dar, y no el don, hace al dador. — Demás que no me han mandado en absoluto al señor por limosnas.

T emplario.— Pero, ¿te han mandado?Hermano lego.—Sí, del convento.T e m p l a r io . —¿Donde ahora mismo esperé encon- 600

trarme el pequeño banquete del peregrino?Hermano LEGO.—Ya estaban ocupadas las mesas,

pero el señor no tiene más que volver conmigo.T emplario.— ¿A qué? Hace mucho tiempo que no

he comido carne. Pero, ¿qué más da? Bien maduros están los dátiles.

Hermano lego.—Tenga cuidado el señor con esa fruta. Tomada en exceso, no sienta bien; estriñe el bazo; hace melancólica la sangre.

T e m p l a r io .— ¿Y si a mí me gusta sentirme melan- 610 cólico? — Mas, no creo que os hayan mandado para hacerme esa advertencia.

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124 GOTTHOLD EPHRA1M LESS/NG

Hermano lego.— ¡Oh, no! — Yo sólo he de infor­marme sobre vos; probaros «al dente».

T emplario.— Y eso ¿me lo decís a mí mismo?Hermano lego.— ¿Por qué no?T emplario.— (¡Ladino lego!) — ¿El convento

tiene otros como tú?Hermano lego .— No sé. Yo estoy obligado a obe-

620 decer, caro señor.T emplario.—Y pues que obedecéis, hacéislo sin

demasiadas sutilezas, ¿eh?Hermano lego.— ¿De otro modo, sería obedecer,

caro señor?T emplario. —(iY que la simpleza tenga siempre

razón!) — Sin embargo, tendríais que decirme en con­fianza también quién es la persona que desea cono­cerme mejor. — Yo juraría que no sois vos mismo.

Hermano lego.— ¿Me convendría a mí? ¿Y me 630 sería provechoso?

T emplario.— ¿A quién conviene y aprovecha, pues, que tanta curiosidad tiene? ¿A quién?

Hermano lego.— Al patriarca; eso he de pensar. — Porque él es quien me mandó tras de vos.

T emplario.— ¿El patriarca? ¿Tan poco conoce, el tal, la cruz roja sobre la blanca capa?

Hermano lego.— ¡Yo sí que la conozco!T emplario.— ¿Entonces, hermano, entonces? —

Yo soy templario, y estoy preso. — Añado: me hicie- 640 ron preso en Tebnin, la fortaleza que nos hubiera gus­

tado expugnar en el último momento de la tregua, para caer enseguida sobre Sidón; — añado: el prisio­nero que hace veinte y el único indultado por Sala- dino. Ya sabe el patriarca lo que necesita saber; — más de lo que necesita saber.

Hermano lego.— Pero ni, con mucho, más de lo que ya sabe. — A él le gustaría saber también por qué ha amnistiado Saladino al señor, únicamente al señor.

T emplario.— ¿Lo sé yo mismo? — Desnudo ya el

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NATÁN EL SABIO ¡25

cuello, estaba arrodillado sobre mi capa esperando el golpe, cuando clava en mi su mirada Saladino, se me acerca de un salto, y hace una seña. Me levantan; me desatan; quiero darle las gracias; veo lágrimas en sus ojos: Él está mudo, yo también; se va él, me quedo. — Ahora bien, todo esto ¿cómo se ata? Que se lo des­cifre el patriarca mismo.

Hermano lego.— Él deduce de todo ello que ha debido de reservaros Dios para grandes, grandes cosas.

T emplario.— ¡Sí, para grandes cosas! Para salvar del fuego a una muchacha judia; para guiar al Sinai a peregrinos curiosos, y cosas así.

Hermano lego.— ¡Todo se andará! — Tampoco fue mal hasta ahora. — A lo mejor, el mismo patriarca le tiene ya preparados al señor negocios mucho más importantes.

T emplario.— ¿Posible? ¿Creéis, hermano? — ¿Ya os ha dejado entrever alguna cosa?

Hermano lego.— ¡Ah, ya lo creo! — Pero antes he de sondear al señor, a ver si es el hombre apropiado.

T emplario. —Bueno, pues; ¡a sondear tocan! (¡Vamos a ver cómo sondea éste!) — ¿Y bien?

Hermano lego.— Lo más breve será sin duda que yo comunique al señor, sin rodeos, lo que desea el pa­triarca.

T emplario.— Bien.Hermano LEGO.— Él querría enviar un billete por

mano del señor.T emplario.— ¿Por mi mano? No soy recadero. —

¿Eso, eso sería el negocio mucho más glorioso que arrancar del fuego a una muchacha judía?

Hermano lego .— ¡Tendrá que serlo, digo! Porque —dice el patriarca— ese billete es de extraordinario in­terés para toda la Cristiandad. A quien entregue ese bi­llete —dice el patriarca—, se lo recompensará Dios un día, en el cielo, con una corona especial. Y nadie hay

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más digno de esa corona —dice el patriarca— que el señor.

T emplario.— ¿Que yo?690 Hermano LEGO.—Porque será difícil encontrar a al­

guien más apto para ganarse esa corona —dice el pa­triarca— que vos, señor mío.

T emplario.— ¿Que yo?Hermano lego.—Dice que el señor aquí es libre;

que puede circular por todas partes; que sabe cómo se asalta y se defiende una ciudad; que puede —dice el patriarca— valuar como nadie el fuerte y los puntos débiles de la segunda muralla, la interior, recién construida por Saladino, y describírsela con la mayor

700 claridad posible a los combatientes de Dios —dice el patriarca.

T emplario.— Buen hermano, pero yo tendría que conocer también el contenido del billete.

Hermano lego .—Sí, eso — bueno, eso no lo co­nozco yo bien del todo. Mas, sé que se trata de un bi­llete al rey Felipe. — El patriarca..., con frecuencia me he admirado de que un santo, que por lo demás vive enteramente en el cielo, al mismo tiempo pueda aba­jarse para estar tan informado de las cosas de este

7io mundo. Debe de resultarle penoso.T emplario.— ¿Entonces, el patriarca?Hermano lego.—Sabe exactamente, de modo por

entero indubitable, cómo y dónde, con qué fuerza, por qué parte abrirá la campaña Saladino, en el caso de que se empiece abiertamente otra vez.

T emplario.— ¿Sabe todo eso?Hermano LEGO.—Sí, y quisiera hacérselo saber al

rey Felipe, con objeto de que pudiera conjeturar apro­ximadamente si el peligro es en realidad tan formi-

72o dable como para restablecer, cueste lo que cueste, con Saladino el armisticio que vuestra Orden tan bizarra­mente ha roto.

T emplario.— ¡Pero qué patriarca! — ¡Ya, ya! Este

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NATÁN EL SABIO 127

amable y valeroso varón no quiere que haga yo de vulgar recadero; me quiere — para espía —. Decidle a vuestro patriarca, buen hermano, que, por lo que me habéis podido sondear, ese asunto no me va. — Que me he de considerar aún preso y que la única profesión del templario es manejar la espada, no practicar el es­pionaje.

Hermano lego.— ¡Me lo figuraba! — Tampoco quiero tomarle muy a mal al señor, precisamente esto.— A decir verdad, lo mejor viene ahora todavía. — El patriarca ha descubierto, además de esto, cómo se llama la fortaleza y su exacta situación en el Líbano, donde se guardan las inmensas cantidades con que el previsor padre de Saladino paga a su ejército y cubre los costes de los preparativos de la guerra. De cuando en cuanto va allí Saladino por caminos apartados, y casi sin escolta. ¿Caéis en la cuenta?

T emplario.— ¡Nunca jamás!Hermano LEGO.— ¿Habría algo más fácil que apo­

derarse de Saladino, que acabar con él? — ¿Tembláis?— ¡Oh! Ya se han ofrecido a intentar la acción un par de maronitas, temerosos de Dios, con tal de que los dirija un varón esforzado.

T emplario. — ¿Y el patriarca me habría elegido a mí para ser ese varón esforzado?

Hermano lego .—Cree que el rey Felipe puede echar acá una buena mano desde la Ptolemaida.

T emplario.— ¿A mí? ¿A mí, hermano? ¿A mí? ¿Pero no habéis oído, no acabáis de oír qué tipo de obligación tengo para con Saladino?

Hermano LEGO.—Claro que lo he oído.T emplario.— Y, ¿a pesar de ello?Hermano lego .—Sí —opina el patriarca—, eso es

muy bonito, pero Dios y la Orden...TEMPLARIO.— ¡No cambian nada! ¡No me ordenan

ninguna infamia!HERMANO LEGO. —¡Seguro que no! — Sólo que

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128 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

—opina el patriarca— lo que es infamia a los ojos de los hombres, no lo es también a los ojos de Dios.

T emplario.— ¿Le debería yo mi vida a Saladino y tendría que arrebatarle la suya?

Hermano lego .— ¡Bah! — A pesar de todo —opina el patriarca— no es más que un enemigo de la Cristiandad, que no puede granjearse el derecho de ser amigo vuestro.

T emplario.— ¿A migo, una persona con la que no 77o quiero quedar como un bribón, como un ingrato

bribón?Hermano lego.— ¡Por supuesto! — La verdad es

que —opina el patriarca— quedamos libres de toda deuda, libres ante Dios y los hombres, si el favor no se produce por amor a nosotros. Y como por ahi corre la voz —opina el patriarca— de que Saladino os in­dultó sólo porque en vuestro aire, en vuestros mo­dales lo deslumbró un algo de su hermano...

TEMPLARIO. —¿Eso también lo sabe el patriarca, y 780 sin embargo? ¡Ah, seguro que fue eso! ¡Ah, Saladino!

— Asi que la Naturaleza habría dado, no fuera más que a un solo rasgo mío, la forma de tu hermano, ¿y a ese rasgo no correspondería nada en mi alma? ¿Así que yo podría suprimir esa correspondencia por darle gusto a un patriarca? — ¡Naturaleza, tú no reniegas así! ¡Dios no se contradice así en sus obras! — ¡Mar­chaos, hermano! — ¡No me irritéis la hiel! — ¡Mar­chaos, marchaos!

Hermano lego.—Me voy, y me voy más compla- 790 cido de lo que vine. Discúlpeme, el señor. Nosotros

los conventuales debemos obediencia a nuestros supe­riores.

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NATÁN EL SABIO 129

ESCENA SEXTA

El TEMPLARIO y D aya, que hace ya tiempo había estado observando al templario y que ahora se le acerca

D aya.— Me parece que el hermano lego no lo ha dejado lo que se dice de buen humor. — Pero no me queda más remedio que probar ventura.

T emplario.— ¡Pues!; ¡lo que faltaba! — ¿Miente el refrán que reza: monje y mujer, mujer y monje, las dos zarpas del diablo? De la una a la otra me arroja hoy.

D aya.— ¿Qué veo? — ¿Vos, noble caballero? — soo ¡Gracias a Dios! ¡Mil gracias a Dios! — Pero, ¿dónde os ocultasteis todo este tiempo? — ¿No será que habéis estado enfermo?

T emplario. - N o.D aya.— ¿Sano, pues?T emplario.—Sí.D aya.— Estábamos verdaderamente muy preocu­

padas por vos.T emplario.— ¿Sí?D aya.—Seguro que habéis estado de viaje. stoT emplario.— Acertasteis.D aya.— Y que acabáis de volver hoy.T emplario.— Ayer.Daya.— El padre de Reha también ha llegado hoy.

¿Cabría que Reha albergara esperanza ahora?T emplario.— ¿Qué?D aya.— De lo que tantas veces os hicisteis de

rogar. Con el mayor encarecimiento os invita su padre mismo a que vengáis pronto. Viene de Babilonia, con veinte camellos colmos, y cuanto encierran la India y 820 Persia y Siria, y hasta la China, de exótica especiería, de piedras y paños.

T emplario.—No compro nada.

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Daya.—Su pueblo lo respeta como a un príncipe. Pero me ha llamado la .atención muchas veces que lo llame Natán el sabio y no, más bien, Natán el rico.

T emplario.— A lo mejor para su pueblo es lo mismo rico que sabio.

Daya.—Pero más que nada tendría que haberlo 11a- 830 mado el bueno. Pues no os podéis imaginar lo bueno

que es. Cuando se enteró de lo mucho que Reha os debía, ¡qué no hubiera hecho en ese instante por vos, qué no os hubiera dado!

T emplario.— ¡Ah!D aya. —¡Haced la prueba y venid y ved!T emplario.— ¿El qué? ¿Lo rápido que pasa un ins­

tante?Daya.—Si no fuera tan bueno, ¿hubiera consentido

yo en estar tanto tiempo en su casa? ¿Creéis vos acaso 84o que no siento mi [propia] valía como cristiana? Tam­

poco estaba destinada, por los pañales en que me cria­ron, a seguir a mi marido a Palestina, total para criar a una muchacha judía. Mi querido esposo fue un noble caballero del ejército del Káiser Federico.

T emplario.—Suizo de nacimiento, a quien estaban reservados el honor y la gracia de ahogarse en un río con Su Cesárea Majestad. — ¡Mujer!; ¿cuántas veces me habéis contado ya esto? ¿Es que no vais a dejar alguna vez de perseguirme?

8S0 D aya.— ¡Perseguir! ¡Buen Dios!T emplario.—Sí, sí, perseguir. ¡No quiero veros ni

oíros más ya, de una vez! No quiero que me recordéis continuamente una acción cumplida sin pensar en nada; que, si la pienso, se me convierte en acertijo de mi mismo. No es que quiera arrepentirme de ella. Pero, fijaos; si se presenta otra vez un caso igual, ten­dréis vos la culpa de que no actúe yo con tanta rapidez, de que procure informarme antes, — y deje que se abrase lo que se esté abrasando.

860 D aya. —¡Dios nos guarde!

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NATÁN EL SABIO 131

Templario.—A partir de hoy hacedme ese favor por lo menos, y como si no me conocierais. Os lo su­plico. Quitadme de encima también al padre. Un judío es un judio. Yo soy un tosco suebo. La imagen de la muchacha hace ya tiempo que se fue de mi alma, si es que estuvo allí alguna vez.

Daya.—Pero la vuestra no se ha ido de la suya.Templario.—Bueno, y ¿qué; entonces qué?Daya. —¡Quién sabe! Los hombres no son siempre

lo que parecen.Templario.—Pero rara vez mejores. (Vase.)Daya.—¡Pero esperad! ¿Qué prisa tenéis?Templario.—Mujer, no me hagas odiosas las pal­

meras a cuya sombra paseo tan a gusto.Daya.—¡Hala ves, oso alemán, ves! — Mas, no

tengo que perderle el rastro a esta fiera.

(Lo sigue de tejos.)

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ACTO SEGUNDO

ESCENA PRIMERA

(Escenario: Palacio del SULTÁN)

SALADINO y Sita jugando al qjedrez

Sita.—¿Dónde estás, Saladino? ¿Cómo juegas hoy?

Saladino.—¿No estoy jugando bien? Creía que sí.Sita.—Bien para mí; y aún ni eso. Deshaz esa

jugada.Saladino.—¿Por qué?Sita.—El caballo queda al descubierto.Saladino.—Es verdad. Pues ¡así!Sita.—Entonces juego la horquilla.Saladino.—También es verdad. — Pues ijaque!Sita.—¿De qué te sirve eso? Muevo adelante y te

quedas otra vez como estabas.Saladino.—Bien veo que de este aprieto no hay

manera de salir sino pagando. ¡Ea! Toma ei caballo, y en paz.

Sita.—No lo quiero. Paso de largo.Saladino.—No me regalas nada. Te interesa más

ese sitio que el caballo.

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Sita.— Puede.20 Saladino .—No hagas tus cuentas sin contar con el

patrón. Porque ¡mira! Apuesto a que no te esperabas esto.

Sita.—C iertamente, no. ¿Cómo iba a sospechar que estuvieras tan cansado de tu reina?

Saladino .— ¿Yo, de mi reina?Sita.— Ya veo que hoy no ganaré más que mis mil

dinares; ni un naserín más.Saladino .— ¿Por qué?SITA. —¡Y aún lo pregunta! — Porque quieres

30 perder adrede, por encima de todo. — Así no me salen las cuentas, claro. Pues que, además de no ser muy distraída la partida, que digamos, ¿no salgo ga­nando al máximo siempre contigo, cuando pierdo? ¿Dejaste alguna vez de doblarme la suma para conso­larme de haber perdido la partida?

Saladino .— ¡Ah, mira! ¿Entonces habrías estado perdiendo tú adrede, hermanita?

Sita.— Por lo menos, bien pudiera ser que tu libera­lidad, querido hermanito, sea culpable de que yo no

40 aprenda a jugar mejor.Saladino .— Nos desviamos del juego. ¡Concluye!Sita.— ¿A sí está esto? Bueno, pues ¡jaque!, y

¡jaque doble!Saladino .— La verdad es que ese jaque doble que

me tumba también a la reina, no lo había visto yo.Sita.— ¿Podía evitarse aún? Déjame ver.Saladino .— No, no; toma la reina, sin más. Nunca

fui afortunado con esa pieza.Sita.— ¿Sólo con la pieza?

so Saladino .— ¡Quítala! - No me hace falta. Porque así queda todo protegido otra vez.

Sita.—C uán cortésmente hay que conducirse con las reinas, es cosa que me enseñó muy bien mi her­mano. (La deja estar.)

Saladino .— ¡Tómala o déjala! No tengo otra.

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NATÁN EL SABIO 135

SITA.—¿Para qué tomarla? ¡Jaque! — ¡Jaque!Saladino.—Tira adelante.Sita.—¡Jaque! — ¡Y jaque! — ¡Y jaque!Saladino.—¡Y mate!Sita.—No del todo; aún puedes jugar el caballo

entre éstas; o haz lo que quieras. ¡Da lo mismo!Saladino.—¡Perfecto! — Has ganado tú y paga Al-

Hafi. — ¡Que lo llamen, enseguida! — No te faltaba razón, Sita; del todo no estaba en el juego; estaba dis­traído: además, ¿quién nos tiene asignadas las piezas lisas, que no evocan nada, no dicen nada? ¿He jugado acaso con el Imán? — Si, por cierto: excusas de perde­dor. No fueron las piezas lisas las que me hicieron perder, Sita; tu arte, tu sosegado y fulgurante mirar...

Sita.—Con eso tampoco buscas más que sacarte la espina de la derrota. Estabas distraído y basta. Y más que yo.

Saladino.—¿Más que tú? ¿A (¡qué te distraía?Sita.—¡No precisamente tu distracción! — ¡Oh Sa­

ladino!, ¿cuándo volveremos a jugar con la atención que poníamos antes?

Saladino.—¡Así jugamos con más codicia aún! — ¡Ah!, ¿te refieres a que vuelve a empezar la cosa? — ¡Puede! — pero, ¡adelante! — No fui yo el primero en desenvainar; yo hubiera preferido renovar el armisti­cio; al mismo tiempo le hubiera proporcionado a mi Sita un buen marido. Y para eso tiene que ser her­mano de Ricardo: es el hermano de Ricardo.

Sita.—¡Con tal de alabar a tu Ricardo!Saladino.—Sí; luego, a nuestro hermano Melek le

asignarán la hermana de Ricardo, ¡ah, qué casa resul­tará! ¡Ah, la mejor de las primeras, de las mejores casas del mundo! — Ya ves que tampoco me quedo corto alabándome. Me considero digno de mis amigos. — ¡Eso sí que hubiera dado hombres, eso!

SITA.—¿De ese bello sueño no me reí yo ense­guida? Tú no conoces a los cristianos, no quieres co-

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nocerlos. Su orgullo es ser cristianos; no, ser hombres. Porque incluso eso que viene todavía de su fundador y que sigue dándole a la superstición un aroma de humanidad, incluso eso, lo aman no porque es humano, sino porque lo enseña Cristo, porque lo hizo Cristo. — ¡Ya tienen suerte con que Cristo fuera un hombre tan bueno! ¡Ya tienen suerte con poder

too aceptar su virtud con plena confianza! — Bueno, ¿qué digo su virtud? — No su virtud; su nombre es lo que hay que propagar por todas partes, lo que ha de desa­creditar y devorar el nombre de todos los hombres buenos. No les importa nada más que el nombre, el nombre.

Saladino .— ¿Te refieres al motivo por que os exigen que también vosotros, también tú y Melek, os llaméis cristianos, antes de pretender amar como es­posos a unos cristianos?

i io Sita.— ¡Eso mismo! ¡Como si solamente de los cris­tianos en cuanto tales cupiera esperar el amor con que el Creador equipó al hombre y a la hembra!

Saladino .— ¡Los cristianos creen en demasiadas mezquindades, para poderse librar también de ésa! — Y, además, creo que te equivocas. — La culpa la tienen los templarios, no los cristianos; son culpables como templarios, no como cristianos. Ellos son los responsables de que no se resuelva este negocio. Por nada del mundo quieren soltar Acca, que traería en

120 dote, para nuestro hermano Melek, la hermana de Ri­cardo. Para que no corra peligro el beneficio de la Orden Militar, juegan ai monje, a hacerse el monje bobo. Y por si se pillara al vuelo alguna pieza, apenas han podido esperar a que transcurriera el armisticio. — ¡Divertido! ¡Adelante, pues, señores, adelante! — ¡Por mí, vale! — Todo lo demás que estuviera como tendría que estar.

SITA. — ¿Y qué es lo que te indujo a error? ¿Qué otra cosa pudo desconcertarte?

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NATÁN EL SABIO 137

Saladin o .— Pues lo que siempre me ha desconcer- 130 tado. — He estado en el Líbano; con nuestro padre. Aún está anegado de preocupaciones...

Sita.— ¡Qué pena!Saladino .—No puede más; aprietan por todas

partes; hoy falta aquí, mañana allá.Sita.— ¿Qué aprieta? ¿Qué falta?Saladino .— ¿Qué va a ser, sino eso que apenas me

digno nombrar? Eso que, cuando lo tengo, me sobra, y cuando no lo tengo me parece imprescindible. — Pero; ¿por qué no viene Al-Hafi? ¿No ha ido nadie a 140 buscarlo? — ¡Asqueroso, maldito dinero! — A propó­sito vienes, Hafi.

ESCENA SEGUNDA

El DERVICHE AL-HAFI. SALADINO. SITA

A l-Hafi.—Supongo que habrán llegado los dineros de Egipto. Esperemos que sea un buen montón.

Saladino .— ¿Tienes noticias?A l-Hafi. — ¿Yo? No; yo no. Lo digo porque me he

de hacer cargo de ellos aqui.Saladino .— ¡Págale a Sita mil dinares! (Paseando

pensativo arriba y abqjo.)A l-Hafi.— iPaga!, en vez de ¡cobra! ¡Estamos iso

buenos! Eso es aún menos que nada. — ¿A Sita? — ¿Otra vez a Sita? ¿Que habéis perdido, — habéis vuelto a perder al ajedrez? — ¡La partida está aún en el aire!

Sita.— ¿No será que me envidias la suerte que tengo?

A l-Hafi.— (Observando el juego.) ¿Cómo no envi­diar? — Si — de sobra lo sabéis.

Sita.— (Haciéndole señas.) ¡Chis, Al-Hafi, chis!

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160 AL-Ha FI.— (Fijándose aún en el juego.) ¡Desde luego, no os envidiéis a vos misma!

Sita.— ¡A l-Hafi! ¡Chis!AL-Ha fi.— (A Sita.) ¿Las blancas eran las

vuestras? ¿Dais jaque?Sita.— ¡Menos mal que no ha oído nada!AL-Hafi.— ¿Le toca jugar a él ahora?Sita.— (Acercándosele.) Pero di que puedo cobrar

mi dinero.AL-Hafi.— (Fijo aún en el tablero.) Está bien; cobra-

no réis igual que cobráis siempre.Sita.— ¿Cómo? ¿Estás loco?AL-Hafi.— Es que no se ha acabado la partida. No

habéis perdido, Saladino.Sa LADINO. — (Prestando atención apenas.) ¡Que si,

que sí! ¡Paga, paga!A l-Hafi. — ¡Paga, paga! Pero vuestra reina está ahí.SALADINO. — (Como antes.) No vale; está fuera de

juego.Sita.—Venga, y di que puedo mandar ya a recoger

180 el dinero.A l-Hafi. — (Sumido aún en el juego.) Se entiende,

como siempre. — Ni aún asi, aunque ya no valga la reina, ni aún así estás jaque mate.

SALADINO. — (Adelántase y vuelca las fichas.) Lo estoy; quiero estarlo.

AL-Hafi.— ¡Ah, bueno! — ¡Así se ganan estas par­tidas! Y como se gana, talmente se paga.

Saladin o .— (a Sita.) ¿Qué dice éste? ¿Qué dice?SITA . — (Haciendo de cuando en cuando señas a

190 Hafi.) Ya lo conoces. Disfruta de resistirse; le gusta hacerse de rogar; probablemente está incluso un poco celoso.

Saladino .— No será de ti, no creo que sea de mi hermana. — ¿Qué oigo, Hafi: celoso tú?

A l-Hafi. — ¡Puede ser, puede ser! — Yo preferiría tener su cerebro; preferiría ser tan bueno como ella.

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NATÁN EL SABIO 139

Sita.— Pero a pesar de todo ha pagado siempre co­rrectamente. Y hoy pagará también. ¡Déjalo estar! — Puedes irte ya, Al-Hafi, puedes irte; quiero que pasen ya a recoger el dinero.

A l-Hafi.— No; yo no sigo colaborando en esta co­media. Tiene que enterarse ya de una vez.

Saladino . — ¿Quién? ¿De qué?Sita.— ¡A l-Hafi! ¿Es eso lo que prometiste? ¿Así

me cumples tu palabra?A l-Hafi.— ¿Cómo podía pensar yo que esto iba a

llegar tan lejos?Saladino .—O sea, que ¿no me entero de nada?Sita.—Te lo pido por favor, Al-Hafi: sé discreto.Saladino . — ¡Esto sí que es curioso! ¿Qué será eso

cuya omisión prefiere pedir Sita, tan solemne y enca­recidamente, a un extraño, a un derviche, antes que a mí, a su hermano? Al-Hafi, ahora te lo mando. — ¡Habla, derviche!

Sita.— No te ocupes en una nonada más de lo que merece, hermano. Ya sabes que en diversas ocasiones te he ganado al ajedrez la misma cantidad. Y como en este momento no me hace falta el dinero y no se puede decir que sea abundante en la caja de Hafi, están paradas las cuentas. ¡Pero no te preocupes! Esos dineros no se los regalo ni a ti, mi hermano, ni a Hafi, ni a la caja.

A l-Hafi.— Ya, ¡si se tratara sólo de- eso, de eso sólo!

S ita.— Y de cosas por el estilo. — La pensión que me asignaste quedó también en la caja; ya hace varias lunas que se queda allí.

A l-Hafi.— A ún no es todo.SALADINO.— ¿Aún no? — ¿Vasa hablar?A l-Hafi.— Desde que estamos a la espera del

dinero de Egipto, ella...Sita.— (A Saladin o .) ¿Qué sacaremos de escu­

charlo?

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¡40 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

Al -Hafi.—No sólo no ha recibido nada...Saladin o .— ¡Buena chica! — Además, hace ade­

lantos, de paso, ¿no?AL-Ha fi.— Ha mantenido la corte entera; ha cu­

bierto todos vuestros gastos ella sola.Saladin o .— ¡Ah! ¡Así, así es mi hermana! (Abra-

240 zándola.)Sita.— Pero ¿quién me había hecho tan rica como

para poder hacer esto, sino tú, hermano mío?A l-Hafi.—También la reducirá a pobre de solemni­

dad, igual que se encuentra él mismo ahora.Saladino .— ¿Pobre yo? ¿Su hermano, pobre?

¿Cuándo he tenido más, cuándo he tenido menos? — Un vestido, una espada, un caballo, — ¡y un Dios! ¿Qué más necesito? ¿Cuándo podrá llegar a faltarme esto? — Con todo, Al-Hafi, tengo motivos para re-

2so prenderle.Sita.— No lo reprendas, hermano, ¡Ojalá pudiera

yo aligerar asi de sus preocupaciones también a nuestro padre!

Saladino .— ¡Ay, ay! ¡Ahora sí que me has hundido otra vez en la tristeza, con una palabra! — A mi, a mí no me falta nada, ni pu:de faltarme nada. Pero a él, a él, sí; y en él a todos nosotros. — Decidme, ¿qué tengo que hacer? — Tal vez durante mucho tiempo no llegue nada de Egipto. Dios sabrá por qué. Allí está

260 todo tranquilo, en efecto. — Hacer recortes, poner aparte, ahorrar, estoy dispuesto, bien dispuesto a pasar por ello, cuando me afecta a mí, sólo a mí, sólo a mí sin que nadie más sufra por ello. — Pero eso ¿qué puede resolver? Un caballo, un vestido, una espada, tengo que tenerlo. Y tampoco es cosa de dedu­cirle nada a mi Dios. Se conforma ya con tan poco: con mi corazón. — Yo había contado mucho con los excedentes de tu caja, Hafi.

A l-Hafi. — ¿Excedentes? — Decid vos mismo si 270 no me hubierais hecho atravesar con la pica, o estran-

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NATÁN EL SABIO 141

guiar por lo menos, de pillarme con excedentes. Si, ¡la malversación!, a eso había que atreverse.

Saladino .— Bien, ¿qué hacemos pues? — ¿No pu­diste pedir prestado a otros, antes de recurrir a Sita?

Sita.— ¿Iba yo a dejarme quitar ese privilegio,, her­mano? ¿Él a mí? Todavía puedo hacer frente a la si­tuación. Aún no me han escurrido del todo.

Saladino .— ¡Del todo, no! ¡Faltaría más! — ¡Vete enseguida, toma medidas, Hafi! ¡Toma en préstamo de quien puedas y como puedas! Ve, que te fien, da 280 seguridades. — Pero no pidas prestado a quienes hice yo ricos. Tomar prestado de ellos, podría parecer recla­mación. Ve a los más avaros; ésos me prestarán con mejor gana. Que saben muy bien cómo se multiplica su dinero en mis manos.

A l-Hafi.—No conozco a ninguno de ésos.Sita.— A hora que me acuerdo, Hafi; he oído decir

que tu amigo ha vuelto.A l-Hafi.— (Sorprendido.) ¿Amigo? ¿Mi amigo?

¿A quién te refieres? 290Sita.— Ese judío que tanto alabas.A l-Hafi.— ¿Judío que tanto alabo, yo?Sita.— A quien Dios — recuerdo perfectamente la

expresión que empleaste tú mismo hablando una vez de él— , a quien su Dios concediera a manos llenas el menor y el mayor de los bienes de este mundo.

A l-Hafi.— ¿Eso dije? — ¿Y qué querría decir yo con eso?

Sita.— El bien menor: la riqueza. Y el mayor: la sa­biduría. 300

A l-Hafi.— ¿Cómo? ¿De un judío? ¿De un judío pude decir yo eso?

Sita.— ¿Que no dijiste eso de Natán?A l-Hafi. — ¡Ah, bueno! ¡De ése, de Natán! — Ni

caer en la cuenta de que era él. — ¿Es cierto? ¿Final­mente ha vuelto a casa? ¡Vaya! Pues no deben de ha­berle ido demasiado mal las cosas. — Perfecto: ¡En

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otro tiempo, el pueblo llamábalo el sabio! También, el rico.

310 Sita.— A hora, más que nunca, llámanlo el rico. La ciudad se hace lenguas de las preciosidades y tesoros que se ha traído.

AL-Hafi.— Entonces, es rico otra vez. Pues no tar­dará en ser otra vez el sabio.

Sita. — ¿Qué te parece, Hafi, si te dirigieras a él?AL-Ha FI.— Y ¿con qué objeto? — ¡No será en soli­

citud de un préstamo! — ¡Pues sí que lo conocéis! — ¡Prestar él! — Su sabiduría consiste justamente en que no presta a nadie.

320 Sita.— Pues, tú me trazaste de él una imagen com­pletamente distinta.

AL-Hafi.— En caso de necesidad, os prestará mer­cancía. Pero, ¿dinero, dinero? ¡Dinero, nunca jamás!— Por otra parte, judíos como ése los hay pocos. Tiene inteligencia; sabe vivir; juega bien al ajedrez. También es verdad que de los demás judíos no se dis­tingue menos en las cosas malas que en las buenas. — Con ése, con ése no contéis. — Da a los pobres, cierta­mente, y les da a pesar de Saladino. Y si no da tanto,

330 dalo empero tan a gusto, y también al margen de toda ostentación. Judíos y cristianos y musulmanes y parsis, todo es uno para él.

SITA.— Y un hombre así...Saladino .— Pero, ¿cómo es posible que no haya

oído hablar yo de ese hombre?...Sita.— ¿Iba a negarle un préstamo a Saladino, a un

Saladino que se ve en necesidad por otros y no por sí mismo?

AL-Hafi. — ¡Ya estáis viendo otra vez al judío, al34o judío normal y corriente! — ¡Creedme lo que os digo!

— Tocante al dar, ios tiene celos, os tiene envidia! Todas las divinas recompensas del mundo, prefiere aca­pararlas en exclusiva. Por eso precisamente no presta a nadie, para tener siempre a quien dar. Como la ley le

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manda ser clemente, pero no le manda ser compla­ciente, la clemencia hace de él el compañero menos complaciente del mundo. Es cierto, hace algún tiempo que estoy en relaciones tirantes con él, pero no penséis por ello que no le hago justicia. Sería bueno para todo; menos para eso; para eso, verdaderamente, no lo es. 350 Así que me voy al punto a llamar a otras puertas... Acabo de acordarme de un moro que es rico y avaro.— Me voy, me voy.

Sita. —¿A qué tanta prisa, Hafi?Saladino.—¡Déjalo, déjalo!

ESCENA TERCERA

Sita. Saladino

Sita.— ¡Verdaderamente se apresura como si no quisiera más que perderme de vista! — ¿Qué querrá decir esto? — ¿Se ha equivocado realmente respecto a él, o bien — es que sólo busca engañarnos?

Saladino .— ¿Cómo? ¿Y me lo preguntas a mí? 360 Apenas sé de quién se habla, y hoy es la primera vez que oigo hablar de vuestro judío, de vuestro Natán.

Sita.— Pero, ¿es posible que escape a tu conoci­miento un hombre de quien se dice que excavara las tumbas de Salomón y David y que conoce la secreta palabra poderosa que hace saltar su sello? De ellas saca a luz, de tiempo en tiempo, las riquezas incon­mensurables que no delatan una fuente de menor monta.

Saladino .—Si ese hombre obtiene sus riquezas de 370 las tumbas, no será, con toda seguridad, de las tumbas de Salomón y David. ¡Unos locos serían los allí ente­rrados!

Sita.— ¡O malvados! — Y la fuente de su riqueza

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es, con mucho, más abundante y más inagotable que una tumba repleta de Mammona.

Saladino.—Porque comercia; como [os] oí decir.Sita.—Su reata levanta polvaredas por todos los ca­

minos y atraviesa todos los desiertos; sus barcos 380 echan anclas en todos los puertos. Esto me lo dijo una

vez el mismo Al-Hafi, añadiendo lleno de entusiasmo con cuánta grandeza y nobleza gasta lo que no tiene a menos ganar con su prudencia e industria; añadiendo cuán libre de prejuicios está su espíritu, cuán abierto su corazón a toda virtud, cuán acorde con toda belleza.

Saladino.—Sin embargo, Hafi hablaba de él ahora con incertidumbre, con frialdad.

SITA.—Con frialdad, no; confuso. Como quien con­sidera peligroso alabarlo, pero no quiere tampoco cen-

390 surarlo sin motivos. — ¿No? ¿O es que, en realidad, incluso el mejor de un pueblo no se libraría entera­mente de ser como su pueblo? ¿O es que realmente Al-Hafi tiene que avergonzarse de su amigo en este as­pecto? — ¡Sea como fuere! — Sea el tal judío más o menos que judío, ia nosotros nos basta con que sea rico!

Saladino.—Pero no querrás quitarle lo suyo con violencia, ¿verdad, hermana?

SITA.—Bueno, ¿a qué llamas tú violencia? ¿Qui- 400 tarlo a fuego y espada? No, no; ¿qué más violencia

hace falta con los débiles que su propia debilidad? — Por el momento, vente a mi harén; a oír una cantaora que compré ayer mismo. A lo mejor, mientras, cobra forma en mí un golpe que tengo [pensado] para ese Natán. — ¡Ven!

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NATÁN EL SABIO 145

ESCENA CUARTA

Escenario: frente a la casa de Natán por la parte que da a las palmeras

Salen REHA y NATÁN. A ellos se suma DaYA

Reha.—Os habéis retrasado mucho, padre. No será fácil que lo encontremos ya.

Natán.—Está bien, está bien; si no aquí entre las palmeras, ya será en otro sitio. — Pero estáte tranquila ahora. — ¡Mira! ¿No es Daya, ésa que viene hacia 4io aquí?

Reha.—Seguro que lo ha perdido de vista.Natán.—O no.Reha.—Vendría más deprisa, si no.Natán.—Es que no nos ha visto aún...Reha.—Ahora nos ve.Natán.—Y aviva el paso. ¡Mira! — ¡Pero estáte

tranquila, tranquila!REHA. — ¿Os gustaría tener una hija que estuviera

aquí tranquila, que se estuviera despreocupada de 420 aquél cuya buena acción es su vida? Su vida — que me es tan preciosa porque, antes, os la debo a vos.

Natán.—Yo no te quisiera distinta de como eres; aunque supiera que en tu alma está naciendo algo completamente distinto.

Reha.—¿El qué, padre mío?Natán.—¿Me lo preguntas a mí, así de asombra­

diza, a mí? Sea lo que fuere lo que en tu interior ocurre, es cosa natural e inocente. No te preocupes. A mí, a mí no me preocupa. Pero, prométeme una cosa: 430 cuando tu corazón se aclare, no me ocultes ninguno de sus deseos.

Reha.—La mera posibilidad de inclinarme por ocul­taros mi corazón, ya hace que me estremezca.

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146 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

Natán.—¡Basta ya de esto! Es cosa definitivamente resuelta. — Ya está ahí Daya. — ¿Qué hay, pues?

DaYA.—Está aquí aún, paseando bajo las palmeras, y no tardará en doblar por aquel muro. — ¡Mirad, allí viene!

440 REHA.— ¡Ah!, y parece dudar de la dirección quetomará, si proseguir, si echar abajo, si volver a de­recha, a izquierda.

Daya.—No, no; seguro que da más vueltas en torno al monasterio y luego tiene que pasar por aquí. — ¿Qué te apuestas?

REHA.—¡Bueno, bueno! — ¿Le has hablado ya? ¿Y cómo está hoy?

Daya.—Como siempre.Natán.—Pero procurad que no os descubra aquí.

4so Haceos más atrás. Mejor, meteos dentro del todo.Reha.—¡Sólo una mirada más! — ¡Ah!, ese seto

que me lo tapa.Daya. —¡Venid, venid! El padre tiene toda la

razón. Si os ve, corréis el peligro de que gire en re­dondo.

Reha.—¡Ay, ese seto!Natán.—Si asoma de repente por detrás de él, no

podrá menos de veros. ¡Así que circulad de una vez!Daya.—¡Venid, venid! Yo sé de una ventana

46o desde donde podemos verlo.Reha. - ¿ S í?

(Se entran las dos.)

ESCENA QUINTA

Natán y, poco después, el templario

Natán.—Siento casi repugnancia de lo exótico del sujeto. Casi me da corte la rudeza de su virtud. ¡Que un hombre pueda desconcertar tanto a otro hombre!

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NATÁN EL SABIO 147

— ¡Ah!, ya viene. — ¡Por Dios! Un mozo, todo un hombre. ¡Me gusta su mirada fina y altiva, su paso fírme! Puede que la cáscara sea amarga; la pepita, seguro que no. — Pero, ¿dónde he visto yo algo igual? — Perdón, noble franco...

T emplario.— ¿Qué? 470Natán .— Permitid...T emplario.— ¿Qué, judío, qué?Natán .—Que ose dirigirme a vos.TEMPLARIO.—¿Puedo impedirlo acaso? Pero que

sea breve.Natán .— Deteneos y no paséis tan deprisa, tan or-

gullosa y despectivamente, por delante de un hombre que os está eternamente obligado.

T emplario.— ¿Cómo es eso? — Ah, casi lo adi­vino. ¿No? VOS SOiS... 480

Natán .— Me Hamo Natán; soy el padre de la mu­chacha que salvó del fuego vuestra magnanimidad; y vengo...

T emplario.—Si es a dar las gracias, — ¡ahorráoslo!He tenido que soportar ya demasiado por esa insignifi­cancia de la gratitud. — Además, vos, vos no me debéis absolutamente nada. ¿Sabía yo que esa mu­chacha fuese hija vuestra? Los templarios tienen el deber de acudir en socorro del primero que vean en alguna necesidad. Sin contar con que en ese momento 490 me resultaba pesada la vida. Muy a gusto, pero mucho, aproveché la ocasión de jugármela por la de otro: por la de otro —aunque fuera la vida de una judía.

Natán . — ¡Magnífico! ¡Magnífico y odioso! — Sin embargo, se puede ver la maniobra. La grandeza mo­desta se esconde detrás de lo odioso para eludir la ad­miración. — Pero si rehúsa la ofrenda de la admira­ción, ¿no habrá alguna otra que rehúse menos? — Ca­ballero, si no fuerais forastero en esta tierra y cautivo, no os preguntara yo con tanto atrevimiento. Decid, 500 disponed: ¿En qué se os puede servir?

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148 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

T emplario.— ¿Vos? En nada.N atán .—Soy hombre rico.T emplario.— Nunca tuve al judío más rico por el

mejor judío.Natán .— Y ¿os negáis por eso a aprovecharos de lo

que, a pesar de los pesares, tiene de mejor: a aprove­charos de su riqueza?

T emplario. — Pues hombre, tampoco quiero hacer 510 voto de abstenerme absolutamente de ello; por mor

de mi capa. No bien''la tenga gastada del todo, cuando ya no admita ni zurcidos ni remiendos, acudiré a vos por un préstamo en paño o en dinero, para hacerme una nueva. — ¡No empecéis a mirarme con ese ceño! Aún estáis en seguro; aún no está en las últimas. Ya lo veis: aún se conserva en bastante buen estado. No tiene más que una fea mancha en este extremo; está chamuscado. Y se puso así cuando llevé a vuestra hija a través del fuego.

520 Natán .— (Que agarra el extremo y lo contempla.) Verdaderamente es asombroso que una maldita mancha, un mero chamusco hable en testimonio de un hombre, mejor que su propia boca. Siento deseos de besarlo enseguida — ¡Al chamusco! — ¡Ah discul­pad! — Lo hice sin querer.

T emplario.— ¿El qué?Natán .—Cayó una lágrima encima.T emplario.— ¡Es igual! Gotas le han caído

muchas. — (Bien pronto empieza a enredarme este 530 judío).

N atán .— ¿Querríais tener la bondad de enviarle vuestra capa también a mi niña?

T emplario.— Y eso ¿para qué?Natán .— Para que también ella estampe un beso

en ese manchón. Porque abrazarse en persona a vuestras rodillas, creo yo que lo desea en vano.

T emplario.—Caramba, judío — ¿Os llamáis Natán? — , caramba, Natán — Colocáis vuestras pa-

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NATÁN EL SAMO ¡49

labras muy — pero que muy bien— muy cáusticamente — Estoy perplejo — Por lo demás — Yo hubiera...

Natán.—Simulad y disimulad lo que queráis. Por 540 ahí os descubro igualmente. Sois demasiado bueno, demasiado honesto para ser cortés. — La muchacha, toda sentimiento; el mensajero femenino, todo celo; el padre, en tierras lejanas — Vos mirasteis por vuestro buen nombre; rehuisteis conocerla; rehuis­teis, por no vencer. También por esto os doy las gracias.

Templario.—He de admitir que sabéis cuáles deben ser los sentimientos de los templarios.

Natán.—¿De los templarios solamente? ¿Los que 550 deben ser, meramente? ¿Y meramente porque lo ordena así la regla de la Orden? Yo sé cuáles son los sentimientos de los hombres buenos; sé que todas las naciones dan de sí hombres buenos.

Templario.—Pero es de esperar que con dife­rencias.

Natán.—Si, claro; diferencias de color, de vesti­menta, de aspecto.

Templario.—Mayores o menores, también, segúnlOS Sitios. S60

Natán.—Esas diferencias no importan gran cosa.El hombre grande necesita mucho terreno en todas partes; y plantados varios de ellos demasiado cerca unos de otros, las ramas se destrozan enseguida. En cambio, medianías como nosotros, se las encuentra en abundancia por todas partes. Basta con que el uno no le ponga sambenitos al otro. Basta con que el matojo se lleve amablemente con el arbusto. Basta con que la copa no se jacte de que sólo ella no brota de la tierra. 570

Templario.—¡Muy bien dicho! — Pero, ¿sabéis vos también cuál es el pueblo que practicó el primero ese afán de poner sambenitos a los hombres? ¿Vos sabéis, Natán, cuál es el primer pueblo que se llamó a

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sí mismo el pueblo elegido? ¿Qué pasaría si yo no pu­diera dejar, no diré de odiar a ese pueblo, pero sí de despreciarlo por su orgullo? Por su orgullo, que trans­mitió luego al pueblo cristiano y al pueblo musulmán, ¡de que sólo su Dios es el Dios verdadero! — ¿Te sor-

S80 prendes de que siendo cristiano, siendo templario, hable así? Ese pío delirio que cree tener al Dios mejor y que, a ese Dios mejor, quiere imponérselo a todo el mundo como el Dios óptimo; ese pío delirio ¿dónde se mostró con su más negro semblante, sino aquí y ahora, dónde? A quien no se le caiga la venda de los ojos, aquí y ahora... En fin, ¡sea ciego quien quiera! — Olvidaos de lo que he dicho, y dejadme. (Hace ademán de irse.)

Natán.—¡Ah! No sabéis con cuánta mayor obstina­se ción voy a arrimarme a vos ahora. — Venid; nosotros

tenemos que ser amigos, ¡tenemos que serlo! — Des­preciad a mi pueblo todo lo que queráis. Ninguno de los dos hemos escogido a nuestro pueblo. ¿Nosotros somos nuestros pueblos? Porque, ¿qué quiere decir pueblo? ¿El cristiano y el judío son cristiano y judío antes que hombres? ¡Ah, si hubiera encontrado yo en vos a uno de esos a quienes basta con llamarse hombre!

Templario.—¡Sí, por Dios, eso habéis encontrado, 600 Natán! ¡Eso habéis encontrado! — ¡Esa mano! — ¡Me

avergüenzo de no haberos comprendido por un instante!N atán .—Y yo estoy orgulloso de ello. A lo vulgar

le ocurre pocas veces no ser comprendido.Templario.—Y lo raro es difícil de olvidar. — Sí,

Natán; tenemos que hacernos amigos, tenemos que hacernos amigos.

Natán .— Ya lo somos. — ¡Cómo se alegrará mi Reha! — ¡Ah, y qué serena lontananza se abre ante

6io mis ojos! — ¡Conocedla y veréis!Templario.—Ardo en deseos — ¿Quién sale dispa­

rada de vuestra casa? ¿No es vuestra Daya?

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NATÁN EL SABIO ¡51

Natán .— En efecto. ¿Tan ansiosa?TEMPLARIO. — ¿No le habrá pasado nada a nuestra

Reha?

ESCENA SEXTA

Los anteriores y D aya presurosa

D aya.— ¡Natán, Natán!N atán .— ¿Qué hay?D aya.— Perdonad, noble caballero, que tenga que

interrumpiros.Natán .— ¿Qué hay? ¿Qué sucede?T emplario.— ¿Qué sucede? 620D aya. —El Sultán ha mandado a buscar. El Sultán

quiere hablaros. ¡Dios, el Sultán!Natán .— ¿A mí? ¿El Sultán? Sentirá curiosidad

por ver las novedades que truje. Tú di sólo que aún se ha desembalado poco, o nada.

D aya.— No, no; no quiere ver nada; quiere ha­blaros, a vos en persona, y pronto, tan pronto os sea posible.

Natán .—Ahora voy. — Vuélvete ya, ianda!D aya.—No lo toméis a mal, ilustre caballero. — 630

¡Dios, qué inquietos estamos por lo que pueda querer el Sultán!

Natán .— Ya se verá. ¡Anda ya, ve!

ESCENA SÉPTIMA

Natán y «/templario

T emplario.— A sí que ¿aún no lo conocéis? —digo personalmente.

Natán .— ¿A Saladino? Aún no. Ni rehuí ni procuré conocerlo. La voz pública hablaba demasiado bien de él como para no preferir el creer al ver. Con todo

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152 GOTTHOLD EPHRAIM LESS/NG

—aunque fuera de otra manera— , habiéndoos perdo- 640 nado la vida...

Templario.—Sí, así‘es. La vida que estoy viviendo es un regalo suyo.

N atán .—Con el cual me ha regalado a mí dos vidas, una triple vida. Esto lo ha cambiado todo entre nosotros; me ha echado de pronto una maroma que me encadena eternamente a su servicio. Difícilmente podré negarme a la primera petición que me haga; estoy dispuesto a todo; estoy dispuesto a reconocer que lo estoy por vos.

650 Templario.—Yo aún no tuve ocasión de darle las gracias personalmente por más que le he salido al paso a menudo. La impresión que le produje fue tan súbita como súbita fue luego su desaparición. Quién sabe si se acordará ya de mi. Y sin embargo tendrá que acor­darse de mí una vez más, por lo menos, para acabar de decidir mi destino. Por si fuera poco estar todavía a sus órdenes, vivir aún con su voluntad, encima tengo que esperar ahora a ver según cuya voluntad habré de vivir.

660 Natán .— No hay más; por eso mismo no quiero re­zagarme. — Tal vez salte alguna palabra que me dé ocasión de traeros a cuento. — Con permiso, perdón — he de apresurarme — ¿Cuándo, cuándo os veremos encasa?

Templario.—Apenas pueda.Natán.—Apenas queráis.Templario.—Hoy mismo.Natán.—¿Y cómo os llamáis? — por favor.Templario.—Mi nombre era —es Curd von Stauf-

670 fen— ¡Curd!Natán.—¿Von Stauffen? — ¿Stauffen? — ¿Stauf-

fen?Templario.—¿Por qué os llama tanto la atención?Natán.—¿Von Stauffen? — De esa familia son ya

varios...

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NATÁN EL SABIO 153

TEMPLARIO.— ¡Ah sí!, aquí estuvieron, aquí se pu­drieron ya varios de la familia. Mi mismo tío, — mi padre, quiero decir,— pero, ¿por qué claváis por ins­tantes vuestra mirada en mí?

N atán .— ¡Oh, nada, nada! ¡Que no me canso de 680 veros!

T emplario.— Por eso me despedía yo antes. No pocas veces sucedió que la mirada del investigador en­contrara más de lo que deseaba encontrar. Yo la temo, Natán. Que sea el tiempo, y no la curiosidad, quien se encargue de que nos conozcamos poco a poco.(Se va.)

Natán . — (Siguiéndolo asombrado con la mirada.) «No pocas veces el investigador encontró más de lo que deseaba encontrar.» — ¡Es como si leyese en mi 690 alma, en efecto! — Sí, es cierto; eso podría sucederme a mí también. — No sólo la estatura de Wolf, los an­dares de Wolf; también su voz. Así, exactamente así era incluso el aire de su cabeza, así llevaba incluso la espada en el brazo, así incluso se pasaba la mano por las cejas como para ocultar el fuego de su mirada. — Cuánto tiempo pueden estar dormidas en nosotros las imágenes que se nos grabaron profundamente, hasta que las despierta una palabra, un sonido. — iVon Stauffen! — Eso es, eso es; Filnek y Stauffen. — 700 Quiero enterarme mejor de esto, pronto. Pero antes hay que ir a ver a Saladino. — ¿Qué pasa? ¿No está ahí escuchando Daya? — Ea, acércate no más, Daya.

ESCENA OCTAVA

D aya. Natán

Na tán .— A puesto a que tenéis el corazón en un puño por saber algo que no tiene nada que ver con lo que Saladino quiere de mí.

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154 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

D aya.— ¿Se lo reprocháis? Estabais empezando a hablar con mayor confianza con él en el preciso mo­mento en que el mensajero del Sultán nos ahuyentó a

710 nosotras de la ventana.Natán .— Pues dile a ella que puede esperarlo de

un momento a otro.DAYA. — ¿De veras, de veras?NATÁN. — ¿Puedo confiar en ti, Daya? Anda con

cuidado, te lo ruego. No te arrepentirás. Tu misma conciencia tiene que encontrar sus cuentas conformes en el caso. Pero no me eches a perder nada en mi plan. Limítate a contar y preguntar, con modestia, con discreción...

720 D aya.— Y encima, ¡que seáis aún capaz de recor­darme estas cosas! — Me voy; idos también vos. Pues, mirad, yo diría que viene un segundo mensajero del Sultán: Al-Hafi, vuestro derviche. (Sale.)

ESCENA NOVENA

Natán . A l-Hafi

A l-Hafi. — ¡Ajá! A vos precisamente quería volver a veros.

Natán .— ¿Tan urgente es eso? ¿Qué es lo que quiere de mí?

A l-Hafi.— ¿Quién?Natán .—Saladino. — Ya voy, ya voy.

73o AL-HAFI.— ¿Adónde? ¿A Saladino?Natán . — ¿No te envía Saladino?AL-Hafi.— ¿A mí? No. ¿Es que ya ha enviado a

alguien?Natán .—C laro que ha enviado.A l-Hafi.—Siendo así, no está mal.Natán .— ¿Cómo? ¿Qué no está mal?

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NATÁN EL SABIO 155

Al-Hafi.—Que... yo no tengo la culpa; Dios sabe que no tengo la culpa. — ¡Pues no dije cosas de vos, y no mentí poco por impedirlo!

Natán.—¿Por impedir el qué? ¿Qué no está mal?AL-Hafi.—Pues que os hayáis convertido en su te­

sorero mayor. Os compadezco. Ahora; presenciarlo, no quiero. — Desde este momento, yo me voy; me voy, ya sabéis adónde, y conocéis el camino. — Si de camino puedo cumpliros algún encargo, decidlo: estoy a vuestra disposición. Por supuesto, que no sea más de lo que puede llevar uno que va con lo puesto. Me voy; decidlo pronto.

Natán.—Pero repara, Al-Hafi; repara en que no sé aún nada de nada. ¿Qué estás parloteando ahí?

Al-Hafi.—¿La lleváis ya con vos, la bolsa?Natán.—¿La bolsa?Al-Hafi.—Bueno, el dinero que le vais a adelantar.Natán.—Y ¿no es más que eso?Al-Hafi.—¡No faltaría más sino que presenciara yo

cómo os merma, día a día, hasta las uñas de los pies! ¡No faltaría más sino que presenciara yo cómo el des­pilfarro toma de prestado, y toma y toma, de los gra­neros nunca vacíos de la sabia clemencia, hasta que los mismísimos ratones del fondo se mueran de hambre! — ¿Os imagináis acaso que quien necesita vuestro dinero seguirá también vuestros consejos? — Sí, ¡seguir consejos él! ¿Cuándo aceptó consejos Sala- dino? — Mira lo que me acaba de pasar con él, Natán, y verás.

Natán.—Veamos.Al-Hafi.—Voy hace un rato adonde él en el preciso

momento en que acaba de jugar al ajedrez con su her­mana. Sita no juega mal, y la partida que creyera y diera por perdida Saladino, estaba aún allí tal cual la dejaran. Conque echo un vistazo, y veo que la partida no está perdida ni mucho menos.

Natán.—¡Oye, eso fue un hallazgo para ti!

740

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156 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

A l-Hafi.— A nte el jaque de ella, no tenía más que avanzar el rey hasta el peón — ¡Si pudiera mostrároslo tal cual!

Natán .— ¡Oh, me fio de ti!A l-Hafi.— Porque así quedaba la torre con campo

libre, y ella estaba perdida. — Bueno, pues quiero in- 780 dicarle todo esto y lo llamo. — ¡Imagínate!...

Natán .— ¿No opina como tú?A l-Hafi.—No me hace ningún caso, y desbarata

despectivamente todo el juego.Natán .— ¿Será posible?A l-Hafi.—Y dice querer que le den el mate ya de

una; ¡que quiere! ¿Eso es jugar?N atán .— Pues, no mucho; eso es jugar con el

juego.A l-Hafi.— Y no creas que se jugaban calderilla.

790 N atán .— ¡El dinero va y viene! Eso es lo de menos. Pero, ¡no escucharte a ti nada! ¡No oírte si­quiera en punto de tal importancia! ¡No admirar tu aguileña mirada! ¡Eso, eso está pidiendo venganza! ¿No?

A l-Hafi.—¡Calla, hombre! No os lo digo más que por que veáis qué clase de cabeza es. En una palabra, yo, yo no aguanto más con él. Ve por ahí haciendo el recorrido de las casas de todos los sucios moros y pre­guntando a ver quién le quiere prestar. Yo, que nunca

8oo mendigué por mí, tengo que pedir prestado por otros. Pedir prestado no es mucho mejor que mendigar; igual que prestar, prestar con usura, no es mucho mejor que robar. Entre mis guebres, junto al Ganges, no tengo necesidad ni de lo uno ni de lo otro, ni tengo necesidad de ser el instrumento de los unos y de los otros. Junto al Ganges, junto al Ganges, no hay más que hombres. Aquí sois vos el único que seria todavía digno de vivir junto al Ganges. — ¿Os venís conmigo? — Dejadlo plantado de una con la baratija que tanto le

8io da que hacer. Paso a paso os llevará a la ruina. Asi se

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NATÁN EL SABIO 157

acabaría de golpe esa lata. Voy a procuraros una túnica. ¡Venios, venios!

Natán .—Siempre nos quedaría esa salida, digo yo.Sin embargo, Al-Hafi, quiero pensármelo. Espera...

AL-Hafi.— ¿Pensártelo? No, una cosa asi no se la piensa uno.

N atán .—Sólo hasta que vuelva de ver al Sultán; hasta que me despida...

A l-Hafi.— El que se lo piensa es que busca motivos para zafarse de tener que hacerlo. Quien no es capaz 820 de decidirse de golpe y porrazo a vivir para sí mismo, ése vivirá por siempre como esclavo de otros. — ¡Como queráis! — ¡Que lo paséis bien! ¡Como os plazca! — Mi camino es éste; el vuestro aquél.

Natán .— ¡A l-Hafi! Pero, antes te ocuparás por ti mismo de tus cosas, ¿no?

A l-Hafi.— ¡Qué chiste! El saldo de mi caja no tiene importancia, y de mis deudas os hacéis cargo — vos o Sita. ¡Pasadlo bien! (Se va.)

Natán . — (Siguiéndolo con la mirada.) ¡Me encargo 830 yo! — Salvaje, bueno, noble — ¿cómo llamarlo? — ¡Pero, única y exclusivamente, el verdadero mendigo es el verdadero rey!

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ACTO TERCERO

ESCENA PRIMERA

(Escenario: En casa de Natán)

Reha .y Daya

Reha.—¿Qué dijo exactamente mi padre: «que puedo esperarle de un instante a otro»? Eso suena como si fuera a presentarse cuanto antes, — ¿no es cierto? — Pero, ¡cuántos instantes han transcurrido ya! — Mas, ¿para qué pensar en los ya pasados? Yo quiero vivir sólo en cada uno de los próximos ins­tantes. Ya arribará el instante que lo traiga aquí.

DAYA. — ¡Maldito mensaje del Sultán! Si no, seguro que Natán se lo trae aquí enseguida.

Reha.—Y cuando llegue ese instante, cuando se 10 cumpla finalmente el más cálido e intimo de mis deseos, entonces, ¿qué? — entonces, ¿qué?

Daya. — ¿Entonces qué? Entonces espero que llegue también el cumplimiento de mi más cálido deseo.

Reha. — ¿Qué ocupará entonces su lugar en mi pecho que no sabe dilatarse sin un deseo que predo­mine sobre todos los demás deseos? — ¿Nada? ¡Ay, me horrorizo!

Daya.—Mi deseo, mi deseo ocupará entonces el 20 lugar del deseo cumplido; el mió. El de saberte en Europa, en manos dignas de ti.

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Reha.—Te equivocas. — Lo mismo que hace que sea ése tu deseo, impide que pueda ser alguna vez el mío. A ti te atrae tu patria, y ¿no tendría que rete­nerme a mí la mía? ¿Iba a tener más poder una imagen de tu patria, aún no borrada de tu alma, que las imágenes de la mía, que puedo ver, tocar y oír yo misma?

30 Daya. —¡Oponte cuanto quieras! Los caminos delCielo son los caminos del Cielo. ¿Y si tu salvador [mismo] fuera aquél por cuya mano su Dios, el Dios por quien él combate, quisiera conducirte a la tierra, al pueblo para quienes naciste?

Reha. —iDaya querida! ¡Dale otra vez con lo mismo! ¡Verdaderamente tienes ideas peregrinas! «¡Su Dios, su Dios! ¡Por quien él combate!» ¿Es pro­piedad de alguien, Dios? ¿Qué Dios es ése del que se apropia el hombre, y que ha de hacer que combatan

40 por El? — Y ¿cómo saber para qué terruño naciste, cuando no se trata del mismo terruño en que naciste?— ¡Si mi padre te oyera decir eso! — ¿Qué te ha hecho para que no pierdas ocasión de crearme la falsa apariencia de que mi felicidad está lo más lejos posible de él? ¿Qué te ha hecho para que te guste tanto mez­clar la semilla de la razón que bien pura esparciera él por mi alma, con la cizaña, o las flores, de tu tierra?— Querida Daya, querida Daya, ¡él no quiere en mi suelo tus variopintas flores! — iY yo misma tengo que

so decirte que con tus flores siento agotado y consumido mi suelo, por más bellamente que lo vistan; que me siento tan aturdida, tan estafada con su aroma, con su agridulce aroma! — Tu cerebro está más acostum­brado a él. Por eso no censuro a los nervios más fuertes, que pueden soportarlo. Pero a mí no me va; y tu ángel, ¿no estuvo ya a punto de volverme loca? — ¡Aún me avergüenzo de la farsa que hicimos ante mi padre!

Daya.—¡Farsa! — ¡Como si la inteligencia fuera

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NATÁN EL SABIO 161

sólo patrimonio de ellos! ¡Farsa, farsa! ¡Si pudiera 60 hablar yo, verías!

Reha.—¿Que no puedes? ¿No fui yo acaso toda oídos siempre que te dio por instruirme acerca de los héroes de tu fe? ¿No rendí siempre tributo de admira­ción a sus hazañas y derramé lágrimas por sus sufri­mientos? Verdad es que nunca me pareció ser en ellos lo más heroico su fe. Sin embargo, tanto más consola­dora me resultaba su doctrina de que nuestra sumisión a Dios no depende en absoluto de nuestras ilusiones sobre Dios. — Daya querida: Esto es lo que nos dijo 7o mi padre tantas veces, en esto estuviste de acuerdo tú misma con él, bien a menudo; ¿por qué desacreditas por tu cuenta lo que construiste junto con él? — Que­rida Daya: Ésta no es la conversación más adecuada para esperar a nuestro amigo. Bueno, ¡para mí, sí! Porque a mí, a mí me interesa inmensamente saber si también él... ¡Escucha Daya! — ¿No se acerca alguien a la puerta? ¡Si fuera él! ¡Escucha!

ESCENA SEGUNDA

Reha. Daya y el TEMPLARIO, a quien alguien abre desde afuera ¡a puerta, diciendo:

¡Por aquí!Reha.—(Se sobresalta, se serena y quiere arrojarse a so

sus pies.) ¡Es él! — Mi salvador, ¡ah!Templario.—Para evitar esto precisamente quise

aparecer tan tarde; y con todo —Reha.—A los pies de este hombre orgulloso, yo no

quiero más que dar gracias a Dios; no al hombre. El hombre no quiere que se las den, como tampoco las quiere el cubo del agua que tan activo se mostrara ex­tinguiendo el fuego. Se dejaba llenar de agua, dejaba que lo vaciaran, sin más ni más: lo mismo el hombre.

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162 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

90 A éste también lo metían en las llamas; conque tro­piezo por casualidad con su brazo; conque por casuali­dad, cual chispa prendida en su capa, así quedo yo en sus brazos; hasta que no se sabe qué nos arroja de nuevo, a los dos, fuera de las llamas. — ¿Qué hay de agradecer en ello? — En Europa el vino empuja a ac­ciones aún mucho más raras. — Los templarios son gente que han de actuar así; mejor aún que perros amaestrados, tienen que sacar de donde se tercie: del fuego o del agua.

too Templario.—(Que la observa todo el tiempo con asombro e intranquilidad.) ¡Oh Daya, Daya! Si en mo­mentos de aflicción y melancolía te traté con aspereza, ¿por qué llevarle el soplo de todas las locuras que se me escapaban de la lengua? ¡Eso es vengarse con un exceso de susceptibilidad, Daya! Pase, si desde ahora quieres representarme mejor cabe ella.

D aya.—C reo, caballero, que estos pequeños dar- dicos arrojados a vuestro corazón, mucho daño no os han hecho.

no Reha.—Así que ¿estabais afligido? Y con vuestra aflicción ¿fuisteis más avaro aún que con vuestra vida?

TEMPLARIO.—¡Buena y encantadora criatura! — ¡Cómo se me parte el alma entre los ojos y los oídos! — Ésta no es la muchacha que saqué yo del fuego, ésta no es, que no, que no. — Pues ¿quién no la sacara del fuego, conociéndola? ¿Quién hubiera espe­rado a que llegara yo? La verdad es que —el te rro r- desfigura

(Pausa, durante la cual, contemplándola, está él como perdido.)

120 Reha.— Pues yo os encuentro igual todavía.

(Sigue lo mismo; hasta que prosigue ella y lo saca de su asombro.)

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NATÁN EL SABIO 163

Bien, caballero; supongo que nos diréis dónde estuvis­teis tanto tiempo. — Casi podría preguntar también dónde estáis ahora.

Templario.—Estoy, — donde tal vez no debería estar.

Reha.—¿Dónde estuvisteis? — ¿También donde tal vez no deberíais haber estado? Eso no está bien.

Templario.—En el — en el — ¿cómo se llama ese monte? En el Sinaí.

Reha.— ¿En el Sinai? — ¡Qué bien! ¡Por fin voy a 130 saber de buena fuente si es verdad que...

Templario.—¿Qué, qué, si es cierto que aún puede verse allí el mismísimo lugar donde estuvo Moisés ante Dios, como...?

Reha.—No, eso no. Porque dondequiera que estu­viese, estaba ante Dios. De eso también sé yo algo. —De vos quisiera saber si es cierto que subir a ese monte cuesta mucho menos que bajar. — Porque, ¡mirad que he subido montañas y siempre me sucedió lo contrario! — ¿Bien, caballero? — ¿Cómo? — ¿Os 140 apartáis de mí? ¿No queréis verme?

Templario.—Es que quiero oíros.Reha. — Es que no queréis que note que sonreís por

mi simpleza, que sonreís de ver que no tengo nada más importante que preguntaros sobre el monte más santo de todos los montes, ¿verdad que si?

Templario.—Bueno, tendré que volver a miraros a los ojos. — ¡Ah!, ¿los bajáis ahora? ¿Ahora contenéis vos la sonrisa? Cuando no busco más que leer en los gestos, en gestos ambiguos, lo que os oigo deqir con iso tanta claridad, lo que me decís tan perceptiblemente — ¿os calláis? — ¡Ah Reha, Reha! ¡Cuánta razón tenía él al decir: «conocedla y veréis»!

Reha.—¿Quién lo ha dicho? — ¿De quién? — ¿Os han dicho eso?

Templario.—«Conocedla y veréis», me dijo vuestro padre refiriéndose a vos.

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164 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

D aya.— ¿Y acaso no lo dije yo también, yo tam­bién?

160 T emplario.— Pero', ¿dónde está, dónde está, pues,vuestro padre? ¿Está aún con el Sultán?

Reha.—Sin duda.T emplario.— ¿Allí aún, aún? — ¡Olvidadizo de

mí! No, no; no creo que esté ya allí. — Estará allá abajo, esperándome junto al monasterio, seguro. Que­damos así cuando nos despedimos. ¡Con permiso! Me voy a recogerlo...

D aya.— Eso es cosa mía. Quedaos, caballero, que­daos. Lo traigo yo sin dilación,

no T emplario.— ¡De ningún modo, de ningún modo!Me está esperando a mí personalmente, no a vos. Además, no me extrañaría... ¿quién sabe?... no me extrañaría que con el Sultán, ...ivos no conocéis al Sultán!... que se hubiera visto en apuros. — Creedme, se corre peligro si no voy yo.

Reha. — ¿Peligro? ¿Qué peligro?T emplario.—C orro peligro yo, vos, él, si no voy a

escape, a escape. (Hace mutis.)

ESCENA TERCERA

Reha y D aya

Reha. —¿Qué es eso, Daya? — ¿Tan de repente?180 — ¿Qué le ocurre? ¿Qué le habrá chocado? ¿Qué lo

persigue?D aya.— Dejadlo, dejadlo. Creo que no es mala

señal.REHA.— ¿Señal? Pero ¿de qué?D aya. —De que algo va haciendo su marcha por

dentro. Algo se está cociendo, y no conviene que [de hervir] se salga. Vos dejadlo. Ahora os toca a vos.

Reha. — ¿Qué me toca a mí? Tú me resultas igual de incomprensible que él.

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NATÁN EL SABIO 165

D aya.— Bien pronto os podréis desquitar de todo el i» desasosiego que os ha dado. Pero que no os dé por ser demasiado severa, demasiado vengativa.

R eha.—T ú sabrás de qué estás hablando.D aya. — Entonces, ¿ya estáis otra vez tranquila?R eha.— Lo estoy, sí, lo estoy.D aya.— Por lo menos admitid que disfrutáis vién­

dolo desasosegado y que debéis a su desasosiego el estar vos gozando de tranquilidad.

Reha.— ¡Completamente sin querer! Porque lo más que podría concederte sería que a mí —a mí 200 misma, me extraña que pueda seguir de repente en mi corazón, a semejante tormenta, una tal calma. Todo su aspecto, su conversación, su hacer me ha...

D aya. — ¿Saciado ya?REHA.— Saciado, yo no diría saciado, no — ni

mucho menos—D aya.—Te ha aplacado sólo el hambre convulsiva.Reha.— Bueno, si quieres decirlo así.D aya.— A h, yo no.R eha.— Lo apreciaré eternamente; lo seguiré apre- 210

ciando más que a mi vida, eternamente, aunque ya no se me altere el pulso sólo con la mención de su nombre, aunque no sean más acelerados y fuertes los latidos de mi corazón cada vez que piense en él. — Pero, ¿qué cháchara es ésta? Ven, ven, Daya querida, ven a la ventana. Mira allá a las palmeras.

D aya.— Pues duda no cabe de que el hambre con­vulsiva no está aplacada del todo.

R eha.— A hora volveré a mirar otra vez las pal­meras, y no sólo a él paseando bajo las palmeras. 220

D aya.— Esa frialdad no es más que el comienzo de otra fiebre.

Reha.— ¿Qué frialdad? Yo no estoy fría. Lo que pasa es que no miro menos a gusto lo que miro con tranquilidad.

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166 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

ESCENA CUARTA

(Escenario: Sala de audiencias del palacio de Saladino)

Saladino y Sita

Saladino . — (Entrando y hablando en dirección a la puerta.) Apenas llegue el judío, hacedlo pasar. No parece que se dé mucha prisa.

Sita.—Tampoco estaba ahí a la mano, que se pu- 230 diera dar con él enseguida.

Saladino .— ¡Hermana, hermana!Sita. — Estás como si fueras a entrar en combate.Saladino .— Y con armas que no aprendí a manejar.

He de disimular; he de inquietar; he de tender trampas; he de conducir a terreno resbaladizo. ¿Cuándo he sabido hacer eso yo? ¿Dónde pude apren­derlo? — Ah, y ¿para qué he de hacer todo eso, para qué? — Para pescar dinero, ¡dinero! — Para arrancarle dinero a un judio, atemorizándolo; dinero, ¡dinero!

240 ¿Me habrá traído finalmente a estas pequeñas astucias la necesidad de procurarme la menor de las minucias?

Sita.—No hay minucia que, desdeñada en demasía, no se vengue, hermano.

Saladino .— Es verdad, por desgracia. — ¿Y si ese judío fuera el hombre bueno y razonable que te descri­bió antes el derviche?

Sita.— ¡Ah, pues entonces no hará falta nada de eso! El lazo se le tiende al judío avaro, receloso, me­droso, no al hombre bueno, al hombre sabio. Que

2so éste ya es nuestro, sin necesidad de lazo. El placer de escuchar cómo se excusa un hombre así; la fuerza osada con que, sin rodeos, corta de un tajo el lazo, o bien sortea con astuta precaución las redes que a su paso encuentra, ese placer se te da por añadidura.

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NATÁN EL SABIO 167

SALADINO.—Sí, eso es verdad. Por cierto que me alegro de ello.

SITA.—Luego ya no hay nada que pueda desconcer­tarte. Porque si es uno más del montón, si es un judío como otro, i no te vas a avergonzar de aparecer a sus ojos tal como él se imagina a todos los demás hombres! Antes bien, mostrarse mejor a sus ojos, es mostrársele como estúpido, como loco.

SALADINO.—Así que ¿es preciso obrar mal para que el malo no piense mal de mí?

Sita.—¡Ciertamente! Si obrar mal para ti es utilizar cada cosa ateniéndose a su índole.

SALADINO.—¡Qué inventará una cabeza de fémina que no sepa aderezar!

SITA.—i Aderezar!SALADINO.—¡Lo que me temo es que lo fino y

alambicado se me quiebra entre estas toscas manos! — Esas cosas hay que ejecutarlas tal como se las ima­ginó: con zorrería, con soltura. — ¡Por supuesto que es posible, es posible! Yo bailo como puedo, y por cierto preferiría bailar — peor que mejor.

Sita. —¡Tampoco has de tener tan poquita confianza en ti! ¡Yo te respondo de ti! Vamos, si quieres. — Porque a los hombres como tú les gustaría conven­cernos a nosotras las mujeres de que es con la espada, sólo con la espada, como han llegado tan adelante. Ciertamente, el león se avergüenza de cazar con la zorra: pero se avergüenza de la zorra, no de la astucia.

Saladino. —¡Cómo disfrutarían las féminas tenién­donos a los hombres a su nivel! — ¡Anda ya, ve! — Creo que me sé la lección.

Sita. —¿Cómo? ¿Que me vaya?Saladino.—¡No querrás quedarte!Sita.—Quedarme, quedarme, no...; poder veros —

pero aquí en el cuarto de al lado.Saladino.—¿Para oír? No, tampoco, hermana; si

he de salir airoso. — ¡Vete, vete, que se mueve la cor-

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tina, que llega! — ¡Digo que no te quedes ahí! Iré a ver.

(Mientras se aleja ella por una puerta, entra N atán por la otra, y SALADINO se ha sen­tado.)

ESCENA QUINTA

Saladino y Natán

Saladino. — ¡Acércate, judío! — ¡Más cerca! — ¡Del todo, del todo! — ¡Y sin miedo!

Natán .— ¡El miedo se lo cedo a tu enemigo!Saladino .— ¿Te llamas Natán?Natán . - S í.Saladino .— ¿Natán el sabio?

300 Natán .—No.Saladino .— Bueno, no te lo llamas tú, te lo dice el

pueblo.Natán .— Puede ser. ¡El pueblo!Saladino .— ¡No creerás que tengo una opinión

despectiva de la voz del pueblo! — Hace mucho tiempo que deseo conocer al hombre que aquél llama el sabio.

Natán .— ¿Y si lo llamara así en son de burla; si, al decir sabio, no quisiera decir más que prudente y no

3io llamara prudente más que a quien sabe bien lo que le conviene?

SALADINO.— ¿Te refieres a lo que le conviene ver­daderamente?

N atán .— En ese caso, el más interesado sería el más prudente. Así, prudente y sabio sí que sería lo mismo.

SALADINO.—Veo que pruebas lo que quieres im­pugnar. — Lo que conviene verdaderamente al hombre, el pueblo no lo conoce, pero tú sí. Al menos,

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procuraste conocerlo; meditaste sobre ello: sólo esto hace ya al sabio, también.

Natán .— A l que se imagina ser cada uno.Saladino .— Bueno, ¡dejémonos de modestia!

Porque estarse escuchándola todo el tiempo, cuando lo que uno espera es razón a secas, causa fastidio. (Salta del asiento.) ¡Vayamos al asunto! Pero, pero, ¡con sinceridad, judío, con sinceridad!

Natán .—Sultán, te aseguro que mi deseo es ser­virte de tal modo que pueda seguir siendo digno de tu clientela.

Saladino .— ¿Servirme? ¿Cómo?Natán .— Para ti será lo mejor de lo mejor de todo;

y al mejor precio.Saladino .— ¿De qué hablas? ¡No será de tus mer­

cancías! — Chalanear, eso ya lo hará contigo mi her­mana. (¡Esto para la fisgona!) — Yo no tengo nada que hacer con el comerciante.

N atán .— Pues entonces lo que querrás sin duda es enterarte de lo que pude observar, o encontrar, de camino, tocante al enemigo, que, por lo demás, em­pieza a hacerse sentir otra vez. — Yo, si con toda fran­queza...

Saladino .— La contribución que de ti espero, tam­poco es precisamente ésa. De ello ya sé cuanto me hace falta. — En una palabra; —

NATÁN.— Mándame, Sultán.Saladino .—Solicito tus enseñanzas en otro terreno

muy distinto, muy distinto. — Puesto que eres tan sabio, a ver si me dices — ¿cuál es la fe, cuál es la ley que te ha iluminado más?

Natán .—Sultán, ¡yo soy judío!Saladino .— Y yo musulmán. El cristiano está

entre nosotros. — Sólo una de estas tres religiones puede ser la verdadera. — Un hombre como tú no puede quedarse en el sitio donde lo arrojara la casuali­dad del nacimiento; o, si se queda, lo hace porque ha

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examinado, razonado y escogido lo mejor. Pues bien, hazme partícipe de tu entendimiento. Dime las ra­zones a cuya cavilación no tuve yo tiempo de entre-

360 garme. Dame a conocer —por supuesto en confianza— la elección que determina dichas razones, para po­derlas hacer yo mías. ¿Cómo? ¿Te sorprendes? ¿Me sopesas a ojo? — Bien pudiera ser yo el primer Sultán que da en tal capricho, que, por lo demás, tampoco me parece tan indigno de un Sultán. — ¿No es cierto?— ¡Así que habla, pues: di! — A no ser que quieras un momento para reflexionar. Bien, te lo doy. — (¿Estará escuchando ella? Voy a acecharla. A ver si me dice que lo he hecho bien.— ) ¡Medítalo, medítalo

370 deprisa! No tardo en volver. (Se va al cuarto de al lado, a donde se dirigiera Sita.)

ESCENA SEXTA

Natán a solas

¡Ejem, ejem! — ¡Curioso! — ¿En qué estoy metido? — ¿Qué quiere el Sultán, qué quiere? — Vengo preparado para una cuestión de dinero y resulta que quiere — verdad. ¡Verdad! Y la quiere tal — tan contante y sonante, tan reluciente— icomo si la verdad fuera una moneda!— Por supuesto, ¡si fuera una de esas monedas antiguas que se sopesaba a mano! — ¡Aún! Pero una de esas nuevas monedas,

38o hechas por mera acuñación, que sólo sirven para pagar en mostrador; una moneda así no es la verdad, iseguro que no! ¿De modo que la verdad se embolsa­ría en la cabeza igual que el dinero en la bolsa? En­tonces, ¿quién es aquí el judío: yo o él? — Por lo demás, ¿por qué no tendría que pedir él de veras la verdad? — ¡Verdaderamente, verdaderamente, la sos­

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pecha de que esté utilizando la verdad como trampa, también sería demasiado pequeña! — ¿Demasiado pe­queña? — ¿Hay algo demasiado pequeño para un grande? — Eso es, eso es: ¡irrumpió en la casa empu- 390 jando puertas! Cuando se llega como amigo, sin em­bargo, se llama a la puerta y se escucha antes. — ¡Tengo que ir con cuidado! — Mas, ¿cómo? ¿Cómo hacerlo? — Tampoco es cosa de ponerse a hacer el judío de pura cepa. — Y no conducirse en absoluto como judío, menos aún. Porque si no soy judío de uno u otro tipo, podría preguntarme luego por qué no ser musulmán. — ¡Ya está! ¡Esto puede salvarme! —No sólo a los niños se les alimenta con cuentos. — Ya viene. ¡Venga pues! 400

ESCENA SÉPTIMA

Saladino y Natán

Saladin o . — (¡Aquí tenemos despejado el campo!)— ¿No vuelvo demasiado pronto para ti? Ya has aca­bado con tu meditación. — ¡Ea pues, habla! No nos oye un alma.

Natán.—Y aunque nos oyera el mundo entero.Saladino .— ¿Tan seguro está Natán? ¡Ah, a eso

llamo yo un sabio! ¡A quien nunca encubre la verdad, a quien se lo juega todo por ella, cuerpo y vida, ha­cienda y sangre!

N atán .— ¡Sí! ¡Sí, cuando es necesario y conve- 410 niente!

Saladin o .— De ahora en adelante me cabe esperar que uno de mis títulos, el de amejorador del mundo y de la ley, lo llevaré con razón.

Natán .— ¡Bonito título, por cierto! Mas, Sultán, antes de confiarme enteramente a ti, permíteme que te cuente una historieta.

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Saladin o .— ¿Por qué no? Siempre fui amigo de historietas bien contadas.

420 Natán .—Sí, pero contar bien no es lo que se me da precisamente.

Saladino . — ¿Otra vez con la modestia orgullosa? — ¡Venga! ¡Cuenta, cuenta!

Natán .— Luengos años ha, vivía en Oriente un varón que poseía un anillo de valor incalculable, de mano amada recibido. Era la piedra un opal que refle­jaba cien bellos colores y tenía la fuerza secreta de hacer acepto a los ojos de Dios y de los hombres a quien la llevara con esa confianza. ¿Quién se extrañará

430 de que ese varón de Oriente no quisiera dejar de lle­varla nunca en su dedo, y de que tomara la disposición de conservarla eternamente en su casa? A saber, del siguiente modo. Dejó el anillo al predilecto de sus hijos, estableciendo que éste, a su vez, lo legara al que fuese su hijo predilecto, y que el predilecto, sin tomar en cuenta el nacimiento, se convirtiera siempre, sólo en virtud del anillo, en cabeza y príncipe de la casa. — Entiéndeme, Sultán.

Saladino .—Te entiendo. ¡Prosigue!440 Natán .— Y así, de hijo en hijo, llegó finalmente el

anillo a un padre que tenía tres hijos, los cuales le eran igualmente obedientes y en consecuencia no podía menos de quererlos igual a los tres. Lo que suce­día es que unas veces le parecía más digno del anillo el uno, otras el otro o bien el tercero — según se encon­traba a solas con él cada uno y no participaban los otros dos de los desahogos de su corazón; conque tuvo la piadosa debilidad de prometer el anillo a cada uno de ellos. Y así fueron yendo las cosas. Pero, claro, llegó

450 la hora de la muerte, y el bueno del padre cae en per­plejidad. Le duele ofender a dos de sus hijos, confiados en su palabra. — ¿Qué hacer? — Manda en secreto que encarguen a un artista fabricar otros dos anillos to­mando como muestra el suyo, ordenando que no se

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«Inútil; imposible demostrar cual es el verdadero anillo.»J»ZdcC?*Jee*e.

Ano H fP. cum a 7.a

Augusto Guillermo IfTIand en el papel de Natán. Grabado de Henschel (1811)

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174 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

repare ni en precio ni en esfuerzos para conseguirlos iguales, completamente iguales. Lo consigue el artista. Cuando le lleva los anillos, ni el padre mismo puede distinguir el original. Satisfecho y contento llama a sus hijos, aparte a cada uno; da su particular bendición a

460 cada uno — y su anillo — y se muere. — Estás oyendo, ¿no, Sultán?

SALADINO. — (Que, emocionado, se aparta de él.) ¡Oigo, oigo! — Pero acaba pronto con tu fábula. — ¿Queda mucho?

N atán .— Ya he acabado. Pues lo que sigue se en­tiende de suyo. — Apenas muerto el padre, viene cada uno con su anillo y quiere ser el príncipe de la casa. Se investiga, se disputa, se demanda. Inútil; im­posible demostrar cuál es el verdadero anillo; —

(Luego de una pausa en que espera la res­puesta del Sultán .)

470 casi tan indemostrable como nos resulta ser — la fe verdadera.

SALADINO.— ¿Cómo? ¿Ésa sería la respuesta a la pregunta que hice?...

N atán .— Basta para disculparme de no atreverme a distinguir entre los anillos que hizo fabricar el padre con intención de que no se les distinguiera.

SALADINO.— ¡Los anillos! — ¡No juegues conmigo! — Las religiones que te indiqué, bien que se las puede distinguir. ¡Hasta por el vestido, hasta por la comida y

4go la bebida!Natán .— Pero no precisamente por razón de sus

respectivos fundamentos. — Porque, ¿no se basan las tres en la historia? ¡Escrita, u oralmente transmitida, [es lo mismo]! Y la historia, ¿no hay que aceptarla acaso solamente por confianza y fe? — ¿No? — Bueno; pues ¿cuál es la confianza y la fe de que duda uno menos? ¿No es la de los suyos, no es la de

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NATÁN EL SABIO 175

aquéllos cuya sangre llevamos, la de aquéllos que desde nuestra infancia nos dieron pruebas de su amor y no nos engañaron nunca, más que cuando, para no­sotros, resultaba saludable ser engañados? — ¿Cómo es posible que crea yo a mis padres menos que tú a los tuyos? O al revés. — ¿Puedo yo exigirte que des­mientas las mentiras de tus antepasados para que no contradigan a las de los míos? O al revés. Lo mismo vale de los cristianos. ¿No? —

Saladino .— (¡Por el Sumo Viviente! Este hombre tiene razón. Callarme me toca.)

Natán .— Volvamos a nuestros anillos. Lo dicho: los hijos se querellaron y cada cual juró ante el juez haber recibido el anillo directamente de manos de su padre. — ¡Cosa que era verdad! — Y ello luego de haber recibido del mismo con anterioridad la promesa de gozar un día del privilegio del anillo. — ¡Cosa que no era menos verdad! — El padre, protestaba cada uno, no pudo haber sido falso con él; y, antes de rece­lar tal cosa del mismo, de padre tan querido, antes de eso, dice que no le queda más remedio que tachar de juego sucio a sus hermanos por más inclinado que esté a no creer de sus hermanos sino lo mejor y dice que quiere descubrir a los traidores y vengarse.

Saladino .— Y ¿qué hizo el juez entonces? — Me acucia el deseo de oír qué pones en la boca del juez. ¡Sigue!

Natán .— El juez dijo: Como no me traigáis aquí sin más dilación a vuestro padre, os expulso de mi tribu­nal. ¿Os habéis creído que estoy aquí para resolver acertijos? ¿O es que estáis aguardando hasta que el verdadero anillo diga esta boca es mía? — Pero, iun momento! Me dicen que el anillo auténtico posee la fuerza maravillosa de hacer bienquisto: acepto a Dios y a los hombres. ¡Sea esto lo que decida! Porque los anillos falsos no tendrán este poder en efecto. — Veamos; ¿quién de vosotros es el más amado de los

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otros dos? — Venga, ¡declaradlo! ¿Calláis? ¿Que los anillos sólo actúan hacia atrás y no actúan hacia afuera? ¿Que cada uno de vosotros, a quien más ama, es a sí mismo? — ¡Oh; luego los tres sois estafadores estafados! Ninguno de los tres anillos es auténtico. Se-

S30 guramente se perdió el auténtico, y el padre mandó hacer tres en vez de uno para ocultar la pérdida, para repararla.

SALADINO. — ¡Soberbio, soberbio!Natán :— Así pues, prosiguió el juez, si preferís mi

sentencia a mi consejo, ¡marchaos! — Mi consejo, empero, es éste: Tomad la cosa como os la encontráis. Cada cual recibió del padre su anillo, pues crea cada cual con seguridad que su anillo es el auténtico. — Otra posibilidad cabe: ¡que no haya querido tolerar ya

540 en adelante el padre en su propia casa, la tiranía del anillo único! — Y una cosa es segura: que os amaba a los tres, y os amaba igual, por cuanto no quiso poster­gar a los dos para favorecer a uno. — ¡Pues bien! ¡Imite cada cual el ejemplo de su amor incorruptible libre de prejuicios! ¡Esfuércese a porfía cada uno de vosotros por manifestar la fuerza de la piedra de su anillo! ¡Venga en nuestra ayuda esa fuerza, con dul­zura, con cordial tolerancia, con buen obrar, con la más íntima sumisión a Dios! Y cuando luego, en los

55o hijos de vuestros hijos, se manifiesten hacia afuera las fuerzas de las piedras, para aquel entonces, dentro de miles de años, os cito de nuevo ante este tribunal. En­tonces se sentará en esta silla un hombre más sabio que yo, y hablará. ¡Marchaos! — Esto es lo que dijo aquel juez modesto.

Saladino .— ¡Dios, Dios!Natán .—Saladino, si te sientes ese hombre sabio

prometido:...Saladino .— (Que se abalanza sobre él y le coge la

560 mano que no soltará hasta el final.) ¿Yo, mero polvo? ¿Yo, pura nada? ¡Oh, Dios!

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NATÁN EL SABIO 177

Natán . — ¿Qué te pasa, Sultán?Saladino .— ¡Natán, querido Natán! — Los miles y

miles de años de tu juez, no han pasado todavía. — Su tribunal no es el mío. — ¡Vete! — ¡Vete! — Pero sé amigo mío.

N atán .— ¿Y no tenía nada más que decirme Sala­dino?

Saladino .— Nada.Natán .— ¿Nada? 570SALADINO.— Absolutamente nada. — ¿Porqué?N atán .— Me hubiera gustado tener también oca­

sión de hacerte un ruego.Saladino .— ¿Necesitas tener ocasión para hacerme

un ruego? — ¡Di!Natán .— Acabo de llegar de un largo viaje en que

ingresé deudas. — Casi tengo demasiado efectivo. —Los tiempos se ponen otra vez delicados; — y no acierto a ver dónde colocar en seguro. — Así que se me ha ocurrido que tú a lo mejor — como la proximi- 580 dad de una guerra requiere tanto dinero — pudieras necesitar algo.

Saladino .— (Mirándolo f jo a los ojos.) ¡Natán! —No quiero preguntarte si Al-Hafi se ha visto contigo;— no quiero averiguar si es un recelo lo que te empuja a hacerme espontáneamente este ofrecimiento:...

N atán .— ¿Un recelo?Saladino .— Me lo merezco. — ¡Perdona!, — pues

¿de qué sirve? Sólo tengo que confesarte — que tenía la intención de — 590

Natán .— ¿No será de solicitar de mí eso mismo?Saladino .— Pues sí.Natán . — ¡Entonces a los dos nos viene bien!

— Pero toda mi liquidez no te la puedo enviar; cau­sante es el joven templario. — Tú lo conoces. — Aún he de pagarle antes un gran servicio.

Saladino .— ¿Templario? ¿No irás a apoyar con tus dineros también a mis peores enemigos?

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N atán .— Me refiero sólo a ése a quien perdonaste 600 la vida...

Saladino .— ¡Ah, ya me lo recuerdas! — ¡Me había olvidado completamente de ese joven! — ¿Lo co­noces? — ¿Dónde está?

N atán .— ¿Cómo? ¿De modo que no estás ente­rado de que la gracia que con él ejerciste ha redundado en mí por su medio? Él mismo, arriesgando la vida que tú le diste, salvó del fuego a mi hija.

Saladino .— ¿Él? ¿Eso ha hecho? — ¡Ah! Lo decía su aspecto. ¡Mi hermano, a quien tanto se parece,

6io seguro que también lo hubiera hecho! — Entonces, ¿está aún por ahí? ¡Ves y tráelo! — ¡A mi hermana le he hablado tanto de este hermano que no conoció, que tengo que hacerle ver también su parecido! — ¡Ve a por él! — ¡Hay que ver cómo, de una buena acción, aunque la haya alumbrado incluso una mera pasión, fluyen no obstante tantas otras acciones buenas! ¡Ve a por él!

N atán . — (Soltando la mano de Saladino.) ¡Al ins­tante! Y de lo otro, ¿quedamos en lo acordado?

620 (Mutis.)Saladino . — ¡Ah, y no haber dejado que escuchara

mi hermana! — ¡Voy a verla, voy a verla! — Porque, ¿cómo voy a contarle ahora todo esto? (Sale por la otra puerta.)

ESCENA OCTAVA

(Escenario: bajo las palmeras, en los aledaños del convento, donde el TEMPLARIO espera a NATÁN)

TEMPLARIO. — (Yendo arriba y abajo, en lucha consigo mismo hasta que estalla.) — Aquí se detiene, fatigada, la víctima. — ¡Bien, pues! Yo no puedo, no puedo acabar de saber qué me está pasando, no puedo ba-

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NATÁN EL SABIO 179

rruntar lo que va a ocurrir. — Ya está bien; ¡huí en vano!, en vano. — Pero, ¿podía hacer otra cosa que huir? — ¡Pues que pase lo que tenga que pasar! — De­masiado rápido cayó el golpe, para esquivarlo; larga­mente y mucho me resistí a exponerme a él. — Verla, ver a quien tan poco deseoso estaba de ver, — verla, y decidir no perderla más de vista — ¿Qué digo decidir? Decisión es propósito, acción: y yo, yo sufro, yo me limito a sufrir. Verla, y sentir que estaba trabado con ella, entretejido con ella, fue todo uno. — Sigue siendo todo uno. — Vivir separado de ella me resulta inconcebible en absoluto; sería mi muerte, — e in­cluso allá donde estemos al morir, allí también seria mi muerte. — Ahora, si esto es amor — no cabe duda de que el templario ama, — no cabe duda de que el cristiano ama a la muchacha judía. — ¡Ejem! ¿Qué se le va a hacer? — En la tierra de promisión, — iy tam­bién por eso me es prometida para siempre! — ya dejé caer más de un prejuicio. — Además, ¿qué quiere mi Orden? Como templario yo estoy muerto; estoy muerto para la Orden desde el mismo instante en que Saladino me hizo su prisionero. La cabeza que me regaló Saladino ¿es la que tenía yo antes? — Es otra, que no sabe nada de todo lo que metieron con charla­tanerías en la anterior, de lo que ataba a aquélla. — Y es mejor, más hecha para el Cielo paterno. Ya lo voy notando. Porque con ella estoy empezando a pensar tal como tuvo que haber pensado mi padre aquí, si no es que me vinieron con mentiras contándome cuentos sobre él. — ¿Cuentos? Pero nada increíbles, que nunca me parecieron más creíbles que ahora, cuando estoy corriendo el peligro de dar un traspié en el mismo lugar en que él cayera. — ¿Cayera? Prefiero caer con hombres que estar de pie con niños. — Su ejemplo es para mí garantía de su aprobación. ¿Y qué otra aprobación me interesa, además? ¿La de Natán? Ése me dará seguro más que la aprobación; ése me

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dará aliento. — ¡Menudo judio! — ¡Y que no quie­re aparecer más que judío! Allá viene; viene con prisa; rebosa de serena alegría. ¿De ver a Saladino vol­vió alguien alguna vez de otra manera? — ¡Ye, ye,

670 Natán!

ESCENA NOVENA

N ATAN y el TEM PLARIO

Natán .— ¿Cómo? ¿Sois vos?T emplario.—Os habéis demorado mucho con el

Sultán.Natán .— No tanto tampoco. Me entretuve dema­

siado al ir. — Ah, verdaderamente, Curd; el hombre está a la altura de su fama. Su fama no es más que su sombra. — Pero dejadme que os diga una cosa ense­guida antes que nada...

T emplario.— ¿El qué?680 N atán .—Que quiere hablaros, quiere que os lle­

guéis adonde él, sin tardanza. Acompañadme a casa, que he de disponer primero algo que no hace al caso, para él, y luego nos vamos allá.

T emplario.—Natán, yo no vuelvo a poner los pies en vuestra casa, si antes no...

Natán .—Conque ¿mientras tanto estuvisteis allí, mientras tanto habéis hablado con ella? — Y ¿qué? — Decidme qué os parece Reha.

T emplario.— ¡Faltan palabras! — Sólo que — 690 volver a verla — ieso no lo haré ya más! ¡Jamás,

jamás! — Porque tendríais que prometerme ahora mismo — que, por siempre jamás, he de poder verla.

Natán .— ¿Cómo queréis que entienda yo esto?T emplario.— (Tras breve pausa, abrazándolo de re­

pente.) ¡Padre mío!N atán . — i Pero joven!

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NATÁN EL SABIO ¡8!

Templario. — (Soltándolo de repente.) ¿Hijo, no? — ¡Por favor, Natán! —

N atan.— ¡Querido joven!Templario.—¿Hijo, no? — ¡Por favor, Natán! —

¡Os lo suplico por los vínculos primeros de la Natura­leza! — ¡No les antepongáis trabas que son muy poste­riores! — ¡Contentaos con ser hombre! — ¡No me re­chacéis!

Natán . — ¡Querido amigo, querido!...Templario.—¿E hijo? ¿Hijo, no? — ¿Ni siquiera,

ni siquiera en el caso de que la gratitud haya abierto ya el camino del amor que conduce al corazón de vuestra hija? ¿Ni siquiera en el caso de que entrambos estu­vieran esperando fundirse en uno a una señal vuestra? — ¿Guardáis silencio?

N atán .— Me sorprendéis, joven caballero.Templario.—¿Os sorprendo yo? — ¿Con vuestros

propios pensamientos os sorprendo yo, Natán? — ¿No será que los desconocéis puestos en mi boca? ¿Os sorprendo yo?

Natán .— ¡Antes he de saber a qué rama de los Stauffen perteneció vuestro padre!

Templario.—¿Qué decís, Natán, qué decís? — ¿En un momento como éste no sentís más que curio­sidad?

Natán .— Porque ¡mirad! Yo mismo conocí a un Stauffen que también se llamaba Conrado.

Templario.—Bueno — y ¿qué pasaría si mi padre también se hubiera llamado así precisamente?

N atán .— ¿Es verdad?Templario.—Yo me llamo como mi padre; Curd

es Conrado.N atán .— Bueno —entonces el Conrado que conocí

yo no fue vuestro padre; era templario; no se casó nunca.

Templario.—¡Ah, por eso!Natán .— ¿Cómo?

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m GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

Templario.—Que por eso bien podía ser igual mi padre.

Natán.—Estáis bromeando.Templario. —¡Y vos lo tomáis realmente con de­

masiados escrúpulos! — Porque, ¿total qué? ¡Resulta­ría que soy algo asi como un bastardo o un hijo del

740 arroyo! Tampoco es manco el golpe. — Pero sí, a mí, exoneradme siempre de mi prueba de nobleza. Yo, a mi vez, os exonero de la vuestra. Nada más lejos de mí que albergar la mínima duda tocante a vuestro árbol genealógico. ¡Dios me guarde! Vos podéis docu­mentarlo hoja a hoja hasta Abrahán. Y de ahí hacia arriba, yo mismo lo sé, yo mismo voy a evocarlo.

Natán.—Os estáis poniendo duro. — Y ¿lo me­rezco yo? — ¿Os he rehusado acaso algo, hasta ahora? — Lo único que pasa es que no he querido to-

750 maros la palabra al instante. — Nada más.Templario.—¿Es cierto? — ¿Nada más? ¡Ah,

pues perdonad!...Natán.—¡Ea, venid no más, venid!Templario.—¿Adónde? ¡No!— ¿Que vayamos a

vuestra casa? — ¡Eso no, eso no! — ¡Allí se abrasa uno! — Yo os espero aquí, ild vos! — Si he de volver a verla, la veré aún bastante; y si no, ya la he visto de­masiado...

Natán.—Voy a darme prisa lo más que pueda.

ESCENA DÉCIMA

£7 TEMPLARIO_p, poco después. Daya

760 Templario.—¡Ya la he visto más que bastante! — Muy capaz es el cerebro del hombre, ¡pero a veces se llena de pronto con tan poca cosa, con una nonada se llena de pronto! — No sirve de nada, no sirve de nada: ya puede estar lleno de lo que sea. — Pero, en

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NATÁN EL SABIO 183

fin, ¡paciencia! Bien pronto el alma comprime todo ese material atiborrante, se hace sitio, y vuelven la luz y el orden. — Porque, ¿es la primera vez que amo? — ¿O es que no era amor lo que creía yo que lo era? — ¿Sólo es amor lo que siento ahora?...

Daya.—(Que se ha deslizado por un lado a hurta­dillas.) ¡Caballero, caballero!

Templario.—¿Quién llama? — Ah, Daya, ¿sois vos?

D aya.— He pasado junto a él a hurtadillas. Pero ahí donde estáis, aún podría vernos. — Acercaos más a mí, detrás de este árbol.

Templario.—Pero, ¿qué pasa? — ¿Tan secreto es? — ¿Qué es ello?

Daya.—Efectivamente, con un secreto tiene que ver lo que me trae a vos, y por cierto un doble secreto. El uno lo conozco yo; el otro lo conocéis vos. — ¿Qué os parece si los intercambiáramos? Si me confiáis el vuestro, os confío el mío.

Templario.—Con mucho gusto. — Pero, primero, me tenéis que dar a conocer cuál estimáis que es el mío. Cosa que se inferirá a buen seguro del vuestro. — Ya podéis empezar.

Daya.—¡Toma, mira pues! — No, señor caballero: vos primero, yo después. — Porque no os quepa duda de que mi secreto no puede serviros absolutamente para nada, como antes no tenga yo el vuestro. — ¡Así que daos aire! — Porque, si empiezo yo preguntando, no me habréis confiado nada. Mi secreto seguiría siendo mi secreto, y el vuestro lo perderíais. — Pero ¡pobre caballero! — ¡Mira que llegar a creerse los hombres que pueden ocultarnos un secreto como ése, a las mujeres!

Templario.—Que muchas veces ignoramos te­nerlo.

Daya.—Ya podría ser. Por eso ni más ni menos he de tener de entrada el amistoso gesto de ayudaros a

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que lo conozcáis vos mismo. — Decidme: ¿Qué quiere decir eso de poner de golpe y porrazo pies en polvorosa, eso de dejarnos plantadas — eso de que no volvierais luego con Natán? — ¿Tan poco os impre­sionó Reha? ¿Eh? ¿O tanto os impresionó? — ¡Tanto, tanto! — ¡Os veo como al pobre pájaro que quedó pegado a la liga, y aletea! — Sin rodeos: recono­cedme ya de una que la amáis, que la amáis hasta la

8io locura, y yo os diré algo...Templario.—¿Hasta la locura? Verdaderamente,

sí que entendéis de eso.Daya.—Bueno, pues a mí dadme el amor, y la

locura os la dispenso.Templario.—¿Porque se la entiende de suyo? ¡Un

templario amando a una muchacha judía!Daya.—Ciertamente, no parece tener mucho sen­

tido. — Pero, de cuando en cuando, también hay en un asunto más sentido del que sospechamos, y tam-

820 poco sería inaudita cosa que el Salvador nos atraiga hacia Él por caminos que la prudencia de suyo no to­maría asi como así.

Templario.—¡Qué solemne! — (Y si, en lugar del Salvador, pongo la divina Providencia, ¿no tiene razón en lo que dice?— ) Me estáis picando la curiosi­dad más de lo que suele sucederme.

Daya.—¡Oh, esta es la tierra de los milagros!Templario.—(¡Pues! — De lo maravilloso.

¿Podría ser de otro modo, acaso? Aquí se arremolina 830 el mundo entero.) — Querida Daya: Dad por otorgado

lo que pedís: que la amo, que no comprendo cómo podré vivir sin ella, que...

Daya.—¿De veras? ¿De veras? — Pues, caballero, juradme que la haréis vuestra, que la salvaréis, que la salvaréis aquí en el tiempo, que la salvaréis allá en la eternidad.

Templario.—Y ¿cómo? — ¿Cómo podría hacerlo yo? — ¿Puedo jurar hacer lo que no está en mi mano?

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NATÁN EL SABIO 185

D aya. — Está en vuestra mano. Con una sola pa­labra póngolo en vuestra mano. mo

Templario.—¿Talmente que el padre mismo no tenga nada en contra?

Daya. — ¡Toma, el padre, el padre! El padre se verá obligado.

Templario.—¿Obligado, Daya? — Aún no ha caído en manos de los ladrones. — No tiene que verse obligado.

Daya.—Bueno, tendrá que querer; al fin tendrá que querer de buen grado.

Templario. — ¡Obligado y de buen grado! — ¿Y si 850 le dijera, Daya, que ya intenté personalmente pulsarle esa cuerda?

Daya. — ¿Qué? Y ¿no entró?Templario.—Salió con una pitada que me ofendió.Daya.—¿Qué decís? — ¿Es posible? ¿Le dejasteis

entrever la sombra de vuestro interés por Reha y no dio un salto de alegría? ¿Se retrajo con frialdad? ¿Puso inconvenientes?

Templario.—Más o menos.Daya.—Entonces no me lo pienso ni un instante sw

más. — (Pausa.)Templario.—Pero, ¿es cosa de pensárselo?Daya. — ¡Es que es tan buena persona! — i Yo

misma le debo tanto! — Mas, ieso de no querer escu­char ni por pienso! — Bien sabe Dios cómo me sangra el corazón por tener que constreñirlo de este modo.

Templario.—Daya: os ruego que me saquéis pronto y bien de esta incertidumbre. Pero si dudáis vos misma de si es bueno o malo, vergonzoso o loable lo que proyectáis, — ¡entonces, callad! Por mi parte, 870 me olvidaré de que tenéis algo que callar.

DAYA.—Eso, en vez de contener, incita. Mira, vais a saberlo: Reha no es judia; es — es cristiana.

Templario. — (Frío.) ¿Sí? ¡Enhorabuena! ¿Os ha costado mucho? ¡De ese parto no os moriréis! — i Pro-

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seguid poblando el cielo con ese celo, que lo que es la tierra ya no podéis!

D aya.— ¿Cómo, caballero? ¿Ese sarcasmo merece la noticia que os di? De modo que la noticia de que

880 Reha es cristiana, ¿ya no os alegra a vos, a un cris­tiano, a un templario que la ama?

T emplario.— Especialmente, dado que es una cris­tiana de vuestra hechura.

Daya. — ¡Ah! ¿Así lo veis? ¡Así, puede ser! — ¡No! ¡Yo, a quien quiero ver es a quien debe convertirla! La suerte que tiene es que ya hace mucho tiempo que es lo que le han estorbado llegar a ser.

T emplario.— Explicaos, o — ¡marchaos!D aya.— Es hija de cristianos, nacida de padres cris-

890 tianos, bautizada...T emplario. — (Presuroso.) ¿Y Natán?D aya.— ¡No es su padre!T emplario.— ¿Natán no es su padre? — ¿Sabéis lo

que estáis diciendo?D aya.— La verdad que me hace llorar lágrimas de

sangre tantas veces. — No, él no es su padre...T emplario. — ¿Y la educó talmente como a hija

propia? ¿La hija de padres cristianos se ha educado como judía?

9oo D aya.—Con toda seguridad.T emplario.— ¿No sabía ella lo que era por naci­

miento? — ¿Nunca le dio a entender él que era cris­tiana de nacimiento y que no era judía?

D aya.— Nunca.T emplario.— ¿Así que no sólo educó a la ñifla en

esa ilusión, sino que dejó también a la muchacha en esa ilusión?

D aya. — ¡Desgraciadamente!T emplario.— Natán — ¿es posible? — ¿Natán el

9io sabio y bueno se habría permitido falsear así la voz de la Naturaleza? ¿Malencaminar los desbordamientos de un corazón que, dejado a sí mismo, tomara muy

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NATÁN EL SABIO 187

otros senderos? — Daya, por supuesto me habéis con­fiado algo — de importancia — que puede traer conse­cuencias, — que me desconcierta, — con lo que de momento no sé qué hacer. — Por eso dadme tiempo.— ¡Y marchaos! Él pasará otra vez por aquí. Podría sorprendernos. ¡Marchaos!

Daya.—¡Me muero!T emplario.— Ahora me siento absolutamente inca- 920

paz de hablar con él. Si os lo encontráis, decidle sólo que ya nos veremos en casa del Sultán.

Daya.—Pero que no os note que tenéis algo contra él. — ¡Esto ha de servir solamente para darle el último empujón a la cosa, sólo para privaros de cualquier es­crúpulo en relación con Reha! — Y si os la lleváis a Europa, ino me dejaréis atrás a mí, supongo!

Templario.—Todo se andará. ¡Ahora marchaos, marchaos!

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ACTO CUARTO

ESCENA PRIMERA

Escenario: en los claustros del convento.El Hermano lego .y, poco después, el templario

Hermano lego. — ¡Sí, sí! ¡Tiene mucha razón el pa­triarca! No cabe duda de que, de todas esas cosas que me encargó, pocas salieron bien. — Pero, ¿por qué sigue encargándome todavía asuntos de esos? — A mí no me gusta hacer el exquisito; no me gusta comerle el coco a la gente; no me gusta ir metiendo las narices en todo; no me gusta andar con las manos metidas en todo. — ¿Para eso me separé del mundo por lo que hace a mi provecho, para seguir mezclándome con el mundo tanto más, en provecho de otros? 10

TEMPLARIO.— (Llegándose a él apresuradamente.) ¡Buen hermano! Al fin doy con vos. Hace ya rato que os estoy buscando.

Hermano lego.—¿A mí, señor?Templario.—¿Ya no me reconocéis?Hermano LEGO. — ¡No faltaba más! Pero creí que

no volvería a ver al señor en toda mi vida. Porque así lo esperaba en el buen Dios. — El buen Dios que sabe lo penoso que me resultaba el encargo aue, por obliga­ción, tenía que cumplir con el señor. El sabe si había 20

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en mí deseo alguno de encontraros dispuesto a prestar oídos; Él sabe cuánto me alegré, cuán íntimamente me alegré de que rechazarais tan rotundamente, sin vacilar, todo lo que no se compadece con un caballero. — ¡Pero, ahora venís, ahora resulta que ha surtido efecto aquello!

Templario.—¿Ya sabéis por qué vengo? Yo mismo casi no lo sé.

Hermano lego.—Ahora habéis reflexionado sobre 30 ello; habéis advertido que en último término no es tan

injusto lo que el patriarca quiere; que hay honra y dinero que ganar con su plan; que un enemigo es un enemigo por más que haya sido siete veces nuestro ángel. Esto, esto es lo que habéis ponderado ahora po­niendo en la balanza la carne y la sangre, y aqui estáis y os ofrecéis. — ¡Ay, Dios!

Templario.—¡Piadoso y querido varón! Sosegaos. No vengo por eso; no es por eso por lo que quiero hablar con el patriarca. Todavía, todavía pienso sobre

40 aquel punto como pensaba, y por nada del mundo qui­siera perder la buena opinión de que otrora me juzgara digno tan recto piadoso y querido varón. — No vengo más que a pedir consejo al patriarca sobre un asunto...

Hermano lego.—¿Vos, al patriarca? ¿Un caba­llero, a un — clericazo? (Mirando tímidamente a su al­rededor.)

Templario.—Sí; — el asunto es bastante clerical.Hermano lego.—Sin embargo, el clericazo nunca

pide consejo al caballero, por más caballeresco que el so asunto sea.

Templario.—Porque tiene el privilegio de contra­venir las leyes, que ninguno de nosotros le envidia que digamos. — Ciertamente; si lo que tuviera que hacer yo, no repercutiera más que en mí; ciertamente, si yo no tuviera que rendir cuentas a nadie más que a mí, ¿qué falta me haría vuestro patriarca? Pero, hay cosas que prefiero hacerlas mal siguiendo la voluntad

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NATÁN EL SABIO 191

de otros, que hacerlas bien siguiendo mi sola volun­tad. — Además, bien veo ahora que la religión tam­bién es un partido, y por más que uno crea estar im- 60 parcialmente por encima, sin embargo, sin saberlo él mismo, no hace más que favorecer a la propia. Y pues que ello es así, tal vez deban de ser asi las cosas.

Hermano lego.—Sobre eso prefiero callarme. Porque no entiendo bien al señor.

Templario.—¡Y sin embargo! — (¡Veamos qué es lo que me interesa a mí propiamente! ¿Me interésa una sentencia o un consejo? — ¿Un sencillo consejo o el consejo de un perito?) — Hermano, os doy las gra­cias, os doy las gracias por la advertencia que me 70 habéis hecho. — ¿Qué falta hace un patriarca? — ¡Sed vos mi patriarca! Yo prefiero dirigir mis preguntas al simple cristiano que hay en el patriarca que al patriarca que hay en el cristiano. — Se trata de que...

Hermano lego.—¡No siga, señor, no siga! ¿Para qué? — El señor no me conoce. — Quien mucho sabe, muchas preocupaciones tiene, y yo he preferido ser hombre de un solo cuidado. — ¡Oh, bien! ¡Oíd! ¡Mirad! Por ahí viene, para suerte mía, en persona, so No os mováis de aquí. Ya os ha visto.

ESCENA SEGUNDA

El PATRIARCA, que sube con toda la pompa eclesiástica por una de las alas del claustro, y los anteriores

Templario.—Prefiero evitar su encuentro. — ¡No me parece el hombre adecuado! — ¡Un prelado gordo, coloradote, bonachón! ¡Y menuda pompa!

Hermano lego.—Pues tendríais que verlo cuando sube a la corte. Total, ahora viene de ver a un en­fermo.

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Templario.—¡Cómo no va a avergonzarse Saladino viendo eso!

Patriarca. — (Mientras se va acercando, le hace una 90 seña al hermano.) ¡Ven acá! — Ése es el templario,

¿verdad? ¿Y qué quiere?Hermano lego.—No sé.PATRIARCA. — (Acercándosele, mientras el hermano y

el cortejo se apartan.) ¡Bien, señor caballero! — ¡Mucho celebro poder ver a tan valeroso joven! — ¡Vaya, y qué joven! — Bien, con la ayuda de Dios algo se podrá sacar de ahi.

Templario. — Más de lo que ya se ha sacado, reve­rendísimo señor, difícil lo veo. Y aun más bien, algo

100 menos.Patriarca. — ¡Al menos es mi deseo que tan pia­

doso caballero pueda brillar y florecer por mucho tiempo para gloria y pro de la amada Cristiandad y de la causa de Dios! ¡Todo llegará a su debido tiempo, sólo con que el juvenil valor siga el consejo maduro de la ancianidad! — ¿En qué podemos servir al señor?

Templario.—En eso mismo que le hace falta a mi juventud: aconsejándome.

Patriarca.—¡Con mucho gusto! — Pero el con- i io sejo hay que aceptarlo.

Templario.—Supongo que no a ciegas.Patriarca.—¿Y quién dice eso? — Claro está que

nadie tiene que dejar de utilizar la razón que Dios le dio, — cuando haya lugar a ello. — ¿Y ha lugar a em­plearla en todo? — ¡Ah, no! — Por ejemplo: Si Dios por medio de un ángel — vale decir, por medio de un ministro de su Palabra — se digna darnos a conocer un medio con que acrecentar y consolidar el provecho de la entera Cristiandad, la salud de la Iglesia, de

120 alguna manera completamente peculiar; ¿a quién le estaría permitido atreverse todavía a examinar con su razón el arbitrio de Aquel que creó la razón? ¿A quién le estaría permitido entender en la ley eterna

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NATÁN EL SABIO 193

de la celestial majestad, guiándose por las pequeñas normas de un honor mundano? — Mas, basta ya de estas cosas. — ¿Cuál es el asunto sobre el que el señor solicita nuestro consejo, ahora?

Templario.—Supongamos, reverendísimo padre, que un judío tiene un hijo único — pongamos que sea muchacha— , a quien educa con el mayor esmero en 130 toda obra buena, a quien ama más que a su propia alma, y la cual a su vez le corresponde con el más filial amor. Supongamos ahora que a uno de nosotros le lle­gara la denuncia de que dicha muchacha no es hija del judío; que la recogió siendo niña, la compró, la hurtó,— como queráis; que consta ser la muchacha hija de cristianos y bautizada, pero que el judío la educó como judía, quedando así como si fuera judía e hija suya: — decidme, reverendísimo padre, ¿qué habría que hacer en tal caso? 140

PATRIARCA.— ¡Escalofríos siento! — Empero, se­pamos del señor si el tal caso es un factum o una hipó­tesis. Vale decir, si el señor se lo ha inventado, o si ha sucedido y está sucediendo.

Templario.—Yo creía que para escuchar simple­mente la opinión de vuestra reverencia, fuera lo mismo.

Patriarca.—¿Lo mismo? — Ahí tiene el señor cómo puede equivocarse la razón humana en lo espiri­tual. — ¡No, de ninguna manera! Porque, si el caso ex- iso puesto no es más que un juego ingenioso, no vale la pena de tomarse el esfuerzo de pensarlo en serio. El señor puede recurrir al teatro para eso, que allí podría tratarse con gran aplauso dicho argumento con su pro y su contra. — Ahora, si el señor no ha querido más que lomarme el pelo con una farsa teatral, si el caso es un factum, si se ha producido precisamente en nuestra diócesis, en nuestra amada ciudad de Jerusa- lén: ¡ah!, entonces —

Templario.—Entonces ¿qué? 160

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Patriarca .— Pues que habría que ejecutar inconti­nenti el castigo que establecen el derecho papal y el derecho imperial para tal sacrilegio, para tal depra­vación.

T emplario.— ¿Es posible?Patriarca .— Y por cierto, al judío que induce a un

cristiano a la apostasía, los antedichos códigos lo mandan, — a la hoguera, — a la pira —

T emplario.— ¿Es posible?no Patriarca .— ¡Y con mayor razón al judío que

arranca violentamente a una pobre criatura cristiana a la alianza de su bautismo! Porque, ¿no es violencia acaso todo lo que se hace a los niños? — Bien enten­dido, — excepto lo que la Iglesia hace a los niños.

T emplario.— ¿Y si el niño hubiera perecido mise­rablemente caso de que el judío no se apiadara de él?

Patriarca .— ¡Es igual! El judio, a la hoguera. — Porque en este caso fuera mejor perecer miserable­mente que salvarse de tal modo para propia perdición

180 eterna. — Además, ¿cómo se permite el judío antici­parse a Dios? Si Dios quiere salvar, puede salvar sin necesidad del judío.

T emplario.— Yo diría que, incluso a pesar de él, puede otorgarle la gracia santificante.

Patriarca .— ¡Es igual! El judio, a la hoguera.T emplario.— ¡Lo siento mucho! Especialmente

porque se dice que educó a la muchacha no propia­mente en su fe, sino al margen de toda fe, enseñán­dole acerca de Dios ni más ni menos que lo que satis-

■90 face a la razón.Patriarca .— ¡Es igual! El judío, a la hoguera... ¡Sí!

¡Ya sólo por lo último merecería que lo quemaran tres veces! — ¿Qué? ¿Dejar crecer sin fe a un niño? — ¿Cómo? — ¿Dejar totalmente de enseñarle a un niño el gran deber de creer? ¡Eso es demasiado duro! — Muy asombrado estoy, señor caballero, de que vos mismo...

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NATÁN EL SABIO 195

T emplario.— Reverendo señor, el resto, en el con­fesionario, si Dios quiere. (Hace ademán de irse.)

Patriarca .— ¿Qué? ¡No darme siquiera una res­puesta! — ¡No decirme siquiera quién es ese malvado! — ¡No traérmelo aquí! — ¡Oh, esto lo arreglo yo! De aquí me voy al Sultán. — ¡Saladino tiene que prote­gernos a nosotros en virtud de las capitulaciones a que se obligó bajo juramento; tiene que proteger todos los derechos, todas las doctrinas que reputamos forman parte por siempre jamás de nuestra santísima religión! ¡Gracias a Dios que tenemos el original! Tenemos su firma y sello. ¡Nosotros! — ¡Además, voy a hacer que comprenda al punto cuán peligroso resulta, incluso para el Estado, que no se crea en nada! Todos los vínculos sociales desaparecen, quedan rotos, si se le permite al hombre que no crea. — ¡Fuera! ¡Fuera con tal sacrilegio!...

T emplario.— ¡Lástima no poder disfrutar de sermón tan excelente! Me ha llamado Saladino.

Patriarca .— ¿Sí? — Ea pues — Siendo así — En­tonces —

T emplario.—Si le parece a Su Reverencia, iré pre­parando al Sultán.

Patriarca .— ¡Oh, oh! — ¡Ya sé que el señor ha en­contrado gracia a los ojos de Saladino! — Ruégole que haga de mí ante él las mejores ausencias. — A mí no me mueve más que el celo de Dios. Si en algo me excedo, por Él es. — ¡Considere esto el Señor! — Y, ¿verdad, caballero, verdad que lo que antes refirió del judío era sólo un problema? — digo —

T emplario.—Un problema. (Vase.)Patriarca .— (Que he de procurar averiguar a

fondo. Ahí tenemos otro encargo para el hermano Bo- nafides.) — ¡Ven, hijo! (Se va, hablando con el Her­mano LEGO.)

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ESCENA TERCERA

Escenario: habitación en el palacio de SALADINO, adonde los esclavos van llevando gran cantidad de bolsas que depositan en el suelo unas junto a otras. SALADINO

y, poco después. Sita

SALADINO. — (Que llega en ese momento.) ¡La verdad es que esto no se acaba nunca! — ¿Queda mucho?

UN esclavo.— Va por la mitad.Saladino .—Pues el resto se lo llevas a Sita. — Y,

¿por qué no viene Al-Hafi? De esto se ha de hacer cargo Al-Hafi enseguida. — ¿O será mejor enviárselo a mi padre? Aquí no hará más que escurrírseme por

240 entre los dedos. — A decir verdad, uno acaba por en­durecerse, y ahora por cierto va a costar Dios y ayuda sacarme con abundancia. Por lo menos hasta que lle­guen los dineros de Egipto, ¡que se las compongan los pobres como puedan! — ¡Y que no haya que suprimir los donativos en el Sepulcro! ¡Que no haya que despe­dir con las manos vacías a los peregrinos cristianos! Que no —

Sita.—Pero, ¿qué es esto? ¿Qué hace el dinero en mis habitaciones?

25o Saladino .— Date por pagada con eso, y si sobra algo lo guardas.

Sita.— ¿Aún no ha llegado Natán con el templario?Saladino .— Está buscándolo por todas partes.Sita.— Mira lo que me he encontrado revolviendo

en mis antiguas alhajas. (Le muestra una pequeña pin­tura.)

Saladino .— ¡Ah, mi hermano! ¡Es él, es él! — ¡Fue él, fue él! ¡Ah! — ¡Ah, querido joven gallardo, qué pronto te perdí! ¡Qué no hubiera emprendido yo

260 teniéndote a mi lado! — Sita, déjame el retrato. Ya lo

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NATÁN EL SABIO 197

recuerdo: se lo dio él a tu hermana mayor, a su Laila, una mañana en que por nada del mundo quería sol­tarlo de sus brazos. Fue la última mañana que salió a cabalgar. — ¡Ah, yo le dejé que fuera a cabalgar, y solo! — ¡Ah, Laila murió de pena, y no me perdonó nunca haberlo dejado ir a cabalgar solo! — ¡Ya no apa­reció!

Sita.— ¡Pobre hermano!Saladino .— ¡Déjate estar! — ¡Un día tenemos que

desaparecer todos! — Además — ¿quién sabe? La 270 muerte no es lo único que puede desbaratarle los de­signios a un joven de su índole. Tiene más enemigos, y a menudo sucumbe el más fuerte igual que el más débil. — ¡Ea, sea como fuere! — Voy a comparar el re­trato con el joven templario, voy a ver hasta qué punto me engaña la fantasía.

Sita.—Precisamente para eso te lo traigo. Pero, ¡dámelo, dámelo! Mejor será que te lo diga yo; quien más sabe de estas cosas es el ojo femenino.

SALADINO. — (Dirigiéndose a un portero, que entra.) 280 ¿Quién es? — ¿El templario? — ¡Que venga!

Sita.— Para no estorbaros a vos, y no desconcer­tarlo a él — (Siéntase aparte en un sofá y deja caer la cortina.)

Saladino .— ¡Así está bien, así! — (¡Pues su voz, también! ¡Vamos a ver cómo será! — ¡En algún lugar de mi alma está aún adormecida, también, la voz de Assad!)

ESCENA CUARTA

El templario y Saladino

T emplario.— Yo, tu prisionero, Sultán...Saladino .— ¿M i prisionero? A quien hago dona- 290

ción de la vida ¿no voy a darle también la libertad?

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198 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

T emplario.— De lo que tú creas conveniente hacer, creo conveniente enterarme antes, no darlo por supuesto. Pero, Sultán, asegurarte mi gratitud, mi especial gratitud, por la vida, es algo que no va ni con mi estado ni con mi carácter. — En todo caso, la pongo otra vez a tu servicio.

Saladino . — ¡Me basta con que no la emplees contra mí! — Verdaderamente, me resultó fácil conce-

300 derle a mi enemigo un par de brazos más. Pero me cuesta mucho concederle además un corazón asi. — ¡No me equivoqué contigo en nada, valeroso joven! Eres mi Assad en cuerpo y alma. ¡Mira! Podría pre­guntarte dónde estuviste escondido todo este tiempo, en qué cueva estuviste durmiendo. En qué tierra en­cantada y qué hada conservó sin interrupción tan fresca esa flor. ¡Mira! Yo podría empezar a recordarte nuestras comunes andanzas por acá y acullá. ¡Podría reñir contigo por haber tenido secretos para mí! Por

310 haberme ocultado una aventura: — si, podría, si te viera a ti solamente y no me viera también a mí. — Bueno, ¡quién sabe! Hay tanta verdad siempre en estas dulces ensoñaciones, que en el otoño de mi vida vuelve a florecerme un Assad. — ¿Tú estás contento, caballero?

T emplario.—Todo lo que me llega de ti —sea lo que sea— , todo está ya en mi alma en forma de deseo.

Saladino .—Vamos a hacer la prueba enseguida. — ¿Te quedarías en mi casa? ¿En mi compañía? —

320 Como cristiano, como musulmán; ¡lo mismo da! De capa blanca o chilaba, de turbante o con tu fieltro; ¡como quieras! ¡Lo mismo da! Nunca he exigido que a todos los árboles les salga la misma corteza.

T emplario.— De lo contrario no serias ni mucho menos el que eres: ese héroe que preferiría ser jardi­nero de Dios.

Saladino .— Bueno, pues; si no piensas peor de mí, ¡casi nos hemos arreglado ya!

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NATÁN EL SABIO 199

T emplario.— ¡Del todo!Saladino .— (Tendiéndote la mano.) ¿Palabra? 330T e m p l a r io .—(Estrechándola.) ¡De hombre! —

Recibe con esto más de lo que pudiste tomarme. ¡Tüyo del todo!

Saladino .— ¡Demasiada ganancia en un solo día, demasiada! — ¿No vino contigo?

T e m p l a r io .—¿Quién ?Saladino .—Natán.T emplario. — (Seco.) No. Vine solo.Saladino . — ¡Qué proeza la tuya! ¡Y qué feliz for­

tuna que semejante proeza redundara en beneficio de 340 semejante varón!

T emplario.— ¡Sí, sí!Saladino .— ¡Tan impasible! — ¡No, joven! ¡No

hay que ser tan impasible cuando Dios hace algo bueno por medio nuestro! — ¡Incluso por modestia no hay que adoptar esa apariencia tan impasible!

T e m p l a r io . — ¡Pero como en este mundo tiene todo tantos aspectos! — ¡Muchas veces no es posible imaginar cómo cuadrarán!

Saladin o .— ¡Aténte sólo al mejor aspecto siempre, 350 y alaba a Dios! Él sabe cómo hacerlos cuadrar. — Pero, si quieres ser tan difícil, joven, ¿no tendré que llevar cuidado yo también en mi trato contigo? Por desgracia también yo soy una cosa con muchos as­pectos que muchas veces podrá parecer que no acaban de cuadrar.

T emplario. —¡Eso me duele! — Porque la descon­fianza está lejos de ser debilidad mía —

S a l a d in o .—Pues ya dirás tú con quién la has tomado. — Diríase que es con Natán. ¿Cómo? ¿Des- 36o confianza con Natán? ¿Tú? ¡Explícate! ¡Habla! Ven, dame la primera prueba de tu confianza.

T e m p l a r io . —Yo no tengo nada contra Natán. Yo sólo estoy enfadado conmigo —

Saladino .— Y ¿por qué motivo?

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200 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

T emplario.— Por haber soñado que un judío bien podía dejar de ser un, judío; por haber tenido ese sueño, despierto.

Saladino .— ¡Explícate sobre ese sueño de un des- 370 pierto!

T emplario.—Tú has oído hablar de la hija de Natán, Sultán. Lo que hice por ella, lo hice — porque lo hice. Con demasiado orgullo para cosechar gratitud donde no sembré, estuve desdeñando día tras día volver a ver a la muchacha. El padre estaba ausente; vuelve; se entera; me busca; me da las gracias; desea que me agrade su hija; habla de perspectivas, de se­renas lontananzas. — Bueno, yo me dejo engatusar, voy, veo, encuentro una muchacha verdaderamente... ¡Ah, es que me coge vergüenza, Sultán! —

38o Saladino . —¿Vergüenza? — ¿De que te impresio­nara una muchacha judia? ¡Pero nunca jamás!

T emplario.— ¡De que, por el palabreo amable de su padre, la ligereza de mi corazón opusiera tan poca resistencia a esa impresión! — ¡Majadero de mí! Me lancé por segunda vez al fuego. — Porque ahora el so­licitante era yo, y ahora el desdeñado era yo...

Saladino .—¿Desdeñado?T emplario.— No se trata de que el sabio padre

me rechace ahora de plano. Es que el sabio padre 390 ahora tiene que pedir informes, tiene que meditarlo

antes. ¡Por supuesto! ¿Es que no lo hice yo también? ¿Es que no me informé primero, no me lo pensé pri­mero yo también, cuando la oí gritar en el fuego? — ¡Certísimo! ¡Vive Dios! ¡Pues no es poco bonito ser tan sabio, tan circunspecto!

Saladino .— ¡Bueno, bueno! ¡Perdónale algo a un viejo! ¿Cuánto pueden durar sus negativas? ¿Va a exi­girte acaso que te hagas primero judio?

T emplario.— ¡Quién sabe!400 Saladino .— ¿Quién sabe? — Lo sabe quien

conoce mejor a ese Natán.

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NATÁN EL SABIO 201

T emplario.— La superstición en que nos hemos criado, por más que la descubramos, no pierde su poder sobre nosotros. — No son libres todos los que se ríen de sus cadenas.

SALADINO. —¡Muy juiciosa observación! Pero Natán, en verdad, Natán...

T emplario.— La peor de las supersticiones consiste en considerar a la propia como la más llevadera...

SALADINO.-¡B ien pudiera ser! Pero Natán... 4ioT emplario.—Confiarle sólo a ella la estúpida Hu­

manidad, hasta que ésta se habitúe al claro día de la Verdad; sólo a ella...

SALADINO. —¡Bien! ¡Pero Natán! — Ese punto flaco no es lo de Natán, no es lo suyo.

Templario.—¡Eso pensaba yo también!... Pero si resultara que ese dechado de los hombres todos, fuera un judío tan vulgar como para ir haciéndose con niños cristianos con objeto de educarlos como judíos; — en­tonces ¿qué? 420

Saladino .— ¿Quién dice eso de él?T emplario.— La muchacha misma con que me

ceba, con cuyas esperanzas parecía querer pagarme lo que yo no habría hecho gratuitamente por ella: — esa muchacha misma, no es su hija; es una criatura cris­tiana traspapelada

Saladino .— ¿Que a pesar de ello no te quiere dar a ti?

T emplario. — (Vehemente.) ¡Quiera o no quiera!Ha sido descubierto. ¡Ha sido descubierto el fanático 430 tolerante! ¡Tras ese lobo judío con filosófica piel de cordero, voy a echar una jauría que lo va a zarandear!

Saladino . — (Serio.) ¡Tranquilo, cristiano!T emplario.— ¡Qué, tranquilo cristiano! — Cuando

un judio y un musulmán se limitan a ser judío y mu­sulmán, ¿sólo el cristiano tendría que dejar de hacer el cristiano?

Saladino . — (Más serio aun.) ¡Tranquilo, cristiano!

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202 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

T emplario.— (Calmo) ¡Siento todo el peso del re- 440 proche — que encierra Saladino en esa palabra! ¡Ah,

si yo supiera cómo sé hubiera comportado Assad — Assad en mi lugar, en este caso!

Saladino .— ¡No mucho mejor! ¡Seguramente igual de impetuoso! — Pero, ¿a ti quién te enseñó a sobor­narme con una palabra, como hacía él? Cierto, si fuera todo como dices, difícil me resultaría avenirme con Natán. — Con todo, él es mi amigo, y ninguno de mis amigos debe enfadarse con el otro. — ¡Déjate en­señar! ¡Ves con cuidado! ¡No lo entregues en manos

45o de los fanáticos de tu populacho! ¡Excuso decirte cómo me intimaría la clericatura tuya a tomar ven­ganza en él! ¡No seas cristiano por despecho hacia algún judío, hacia algún musulmán!

T emplario.— ¡Casi será tarde para eso! Pero, ¡gra­cias al furor sanguinario del patriarca, en cuyo instru­mento me horrorizaba convertirme!

SALADINO.— ¿Cómo? ¿Fuiste a ver al patriarca antes que a mí?

T emplario.— ¡En la tormenta de la pasión, en el 460 torbellino de la indecisión! — ¡Perdona! — Me temo

que no querrás ver en mí ya nada más de tu Assad.Saladino .— ¡Todo menos ese mismo temor! Creo

conocer de qué faltas brota nuestra virtud. En lo suce­sivo dedícate sólo al cultivo de ésta, y aquéllas te per­judicarán poco a mis ojos. — Pero, ¡anda, ves! Ahora busca tú a Natán como él te buscó a ti, y tráelo. Tengo que poneros de acuerdo. — Si lo tuyo con la muchacha va en serio, estáte tranquilo. ¡Es tuya! ¡También se acordará Natán de haberse permitido educar a una

470 niña cristiana sin dejarla tomar carne de cerdo! — ¡Anda!

(Vase el templario y Sita abandona el sofá.)

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NATÁN EL SABIO 203

ESCENA QUINTA

Saladino .y Sita

Sita.— ¡Verdaderamente asombroso!Saladino .—Sita, ¿verdad que sí? ¿Verdad que mi

Assad debió de ser un bello joven bravio?Sita.— ¡Si fue él y no el templario mismo quien

posara para hacer este retrato! — Pero, ¿cómo has podido olvidarte de preguntar por sus padres?

Saladino .— Y en particular, probablemente, por su madre. Podría ser que hubiera estado por aquí alguna vez su madre — ¿No es cierto? 4so

Sita.— ¡Tú, a la tuya!Saladino .— ¡Ah, pues no creas! Porque Assad era

tan bien recibido de bellas damas cristianas, estaba tan encaprichado por ellas, que alguna vez corrió la voz — Bueno, bueno; es preferible no hablar de esto. — En fin, ¡que lo tengo de nuevo! — ¡Quiero tenerlo de nuevo, con todos sus yerros, con todos los antojos de su blando corazón! — ¡Ah! La muchacha; se la ha de dar Natán. ¿No crees?

Sita.— ¿Dársela? ¡Cedérsela! 490Saladino .— ¡Por supuesto! ¿Qué derecho va a

tener Natán sobre ella no siendo su padre? Quien le salvó así la vida, entra en posesión exclusiva de los de­rechos de quien se la dio.

Sita.— Y ¿qué pasaría, Saladino, si llevaras por las buenas a la muchacha a tu casa, ya; si se la quitaras por las buenas al poseedor ilegal, ya?

Saladino .— ¿Es preciso llegar a eso?Sita.— ¡Lo que se dice preciso, pues no! — No es

más que la curiosidad lo que me lleva a darte este con- 500 sejo. Porque me gustaría saber cuanto antes qué clase de muchacha pueden amar ciertos hombres.

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204 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

Sala diño.— Bueno, entonces envío a por ella y que la traigan.

SITA.— ¿No podría hacerlo yo, hermano?SALADINO.— ¡Con tal de procurar no herir a Natán!

Hay que evitar de todas todas que Natán crea que se le separa de ella a la fuerza.

Sita.— Descuida.510 Saladino .— Yo, por mi parte, he de ver ya perso­

nalmente por qué no viene Al-Hafi.

ESCENA SEXTA

Escenario: El zaguán al aire de casa N atán , que da a las palmeras: como en la primera escena del acto primero

Parte de ¡a mercancía y objetos preciosos de que se hará mención, están extendidos por el suelo. Natán y Daya

D aya . — ¡Oh, magnífico todo, todo selecto! Oh, todo es — como sólo vos sabríais suministrar. ¿Dónde hacen ese tisú de plata con zarcillos de oro? ¿Qué cuesta? — ¿eso es lo que se dice un vestido nup­cial! Ni una reina lo pretendería mejor.

N atán .— ¿Vestido nupcial? ¿Por qué precisamente nupcial?

D aya.— ¡Bueno! No estabais pensando en eso cier- 520 tamente cuando lo comprasteis. — Pero, la verdad,

Natán, ¡ha de ser éste y ningún otro! Para vestido nup­cial, está que ni hecho por encargo. El fondo blanco, imagen de la inocencia, y las aguas doradas saliendo por todas partes de ese fondo, imagen de la riqueza. ¿Lo veis? ¡Monísimo!

N atán .— ¿Qué broma es ésa? ¿De quién es ese vestido nupcial del que me trazas tan cultas alegorías? — ¿Estás desposada tú?

D aya.— ¿Yo?

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NATÁN EL SABIO 205

Natán .— Pues entonces, ¿quién? 530D aya. — ¿Yo? — ¡Dios mío!Natán .— Pues ¿quién? ¿De quién es el vestido

nupcial de que hablas? — Todo eso es tuyo y de nadie más.

D aya. — ¿Mío? ¿Cómo dices mío? — ¿No es para Reha?

Na tán .— Lo que le he traído a Reha está en otro fardo. ¡Venga! ¡Llévatelo! ¡Retira tus cachivaches!

D aya. — ¡Tentador! No; ¡aunque se tratara de todas las joyas del mundo! Es que ¡ni tocarlas, como antes 540 no me juréis que vais a aprovechar esta ocasión única, que no os concederá el Cielo por segunda vez!

Natán .— ¿A provechar? ¿El qué? — ¿Ocasión?¿De qué?

D aya.— ¡Oh, no os hagáis el distraído! — ¡En pocas palabras! El templario quiere a Reha: dádsela y así pondréis fin a ese pecado vuestro que ya no me es posible silenciar por más tiempo. Así, la muchacha vuelve a estar entre cristianos; vuelve a ser lo que es; vuelve a ser lo que fue; y vos, con todo el bien que sso nunca os podremos agradecer bastante, vos no habréis estado amontonando brasas y nada más que brasas sobre vuestra cabeza.

Natán .— Pero, ¿siempre con la misma cantilena?— Ahora con una cuerda nueva que, me temo, no estará templada ni aguantará.

DAYA. — ¿Cómo que no?Natán .— A mí, el templario me parece muy bien.

No tengo inconveniente en que Reha sea para él antes que para nadie en el mundo. Bien que... Ahora, ten 560 paciencia no más.

D aya. — ¿Paciencia? ¿Y paciencia no es también vuestra cantilena de siempre?

Na tán . — ¡Paciencia, sólo por unos días!... ¡Mira!— ¿Quién viene por allí? ¿Un hermano lego? Ve, pre­gúntale qué quiere.

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206 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

D AYA.— ¿Qué va a querer? (Dirígese hacia él y pre­gunta.)

Natán .— ¡A dar tocan! — y a dar antes de que $70 pida. — (¡Si tuviera modo de entrarle primero al tem­

plario, sin darle a entender el motivo de mi curiosidad! Porque si se lo comunico y carece de fundamento la sospecha, me habré jugado inútilmente la paterni­dad.— ) ¿Qué hay?

D aya.—Que quiere hablaros.N atán .— Pues hazlo pasar; y tú mientras tanto

te vas.

ESCENA SÉPTIMA

N atán y el Hermano lego

Natán .— (¡Por supuesto que me gustaría mucho seguir siendo padre de Reha! — A decir verdad, ¿es

$80 que no puedo seguir siéndolo aunque deje de lla­marme así? — Para ella, para ella misma seguiré lla­mándome siempre padre, cuando sepa lo mucho que me gustaría serlo.) — ¡Márchate! — ¿En qué puedo serviros, buen hermano?

Hermano lego.— N o es gran cosa. — Me alegro, señor Natán, de ver que os mantenéis bien.

N atán .—Conque ¿me conocéis vos?Hermano lego.— Pues, ¿y quién no os conoce? A

mucha gente le habéis dejado grabado vuestro $9o nombre en la mano. También lo está en la mía desde

hace muchos años.Natán .— (Metiendo la mano en su bolsa.) Venid,

hermano, venid; que renuevo la inscripción.Hermano LEGO. — ¡Os lo agradezco! Eso sería robar

a la gente más pobre; no acepto nada. — Con tal de que me permitáis hacer un poco por que no se os borre a vos mi nombre. Porque puedo preciarme de

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NATÁN EL SABIO 207

haber puesto también en vuestra mano algo que no era cosa de despreciar.

Natán .— ¡Perdonad! — Estoy avergonzado. — Decid, ¿qué fue ello? — y aceptadme, como indemni­zación, siete veces el valor de aquello.

Hermano lego.— Pero, antes que nada, escuchad cómo ha sucedido el acordarme hoy por vez primera de esa prenda mía que os confié.

Natán . — ¿Una prenda a mí confiada?Hermano LEGO.— No hace mucho aún estaba yo

instalado como eremita en el monte de la Cuarentena, no lejos de Jericó. Cayeron por allí unos bandidos árabes, arrasaron mi iglesita y mi celda y me arrastra­ron consigo. Todavía tuve la suerte de poder huir y me refugié aquí en casa del patriarca para pedirle otro rinconcito donde poder servir a mi Dios, en soledad, hasta que en gracia de Dios llegue el fin de mis días.

Natán .— Estoy sobre ascuas, buen hermano. Abre­viad. ¡La prenda! ¡La prenda a mí confiada!

Hermano LEGO.— Enseguida, señor Natán. — En tales circunstancias, el patriarca me prometió una ermita en el Tabor no bien se produjera una vacante y me ordenó quedarme mientras tanto en el convento como hermano lego. Allí estoy ahora, señor Natán, so­licitando cien veces al día el monte Tabor. Porque el patriarca me necesita para todo aquello por lo que siente gran repugnancia. Por ejemplo:

Natán .— ¡A l caso, por favor os lo pido!Hermano LEGO.— Enseguida, ¡ya llegamos! — Al­

guien le ha soplado hoy al oído que en estos alrede­dores vive un judío que está criando, como a hija propia, a una criatura nacida de padres cristianos.

Natán .— (Afectado.) ¿Cómo?Hermano lego .— ¡Escuchadme hasta el final! —

Ahora, cuando me estaba haciendo el encargo de que diera con ese judío a ser posible enseguida y se indig­naba vehementemente por semejante sacrilegio, que,

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según él, es el verdadero pecado contra el Espíritu Santo; — es decir, el pecado que tenemos por el mayor de todos los pecados, sólo que, gracias a Dios, no sabemos bien del todo en qué consiste exacta­mente: — entonces mismo, se me despierta de repente

64o la conciencia y se me ocurre que bien pudiera haber dado ocasión yo mismo, en tiempos, a que se come­tiera tan grande e imperdonable pecado. — Decid: Hace dieciocho años, cierto palafrenero ¿no os entregó una niña de pocas semanas?

N atán .— ¿Cómo, cómo? — Bueno, ciertamente — por supuesto —

HERMANO LEGO.— ¡Eh! ¡Míreme bien! — Aquel pa­lafrenero soy yo.

N atán .— ¿Sois vos?éso Hermano LEGO.— El señor de quien lo recibí y os

lo entregué, era —si no me equivoco— un tal señor von Filnek. — iWolf von Filnek!

N atán .— ¡Exacto!Hermano lego .—Como la madre había muerto

poco antes, y el padre —creo yo— hubo de desplazarse repentinamente a Gaza, adonde no era posible que lo siguiera la criatura; os la envió. ¿No os encontré con ella en Darun?

Natán . — ¡Sí, exactamente!660 Hermano lego.—No sería de extrañar que me fa­

llase la memoria. He tenido muchos y magníficos se­ñores, y al servicio de éste estuve muy poco tiempo. Poco después cayó en combate, cerca de Ascalón; gran señor, si los hubo.

Natán .— ¡Que sí, que sí! ¡Y a quien tengo mu­cho que agradecer! ¡Más de una vez me libró de la espada!

Hermano lego .— iMuy bueno! Tanto más a gusto adoptaríais a su hijita.

670 Natán .— ¡Figuraos!Hermano lego.— ¿Y dónde está ahora? iNo se

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NATÁN EL SABIO 209

habrá muerto por un casual! ¡Es preferible que no se haya muerto! — Hay fácil salida, con tal de que nadie más conozca el asunto.

N a t á n . — ¿ L a h a y ?

H e r m a n o l e g o . — ¡Confiad en mí, Natán! Porque, mirad; ¡yo tengo esta manera de ver las cosas! Cuando el bien que me figuro que voy a hacer cae demasiado cerca de algo demasiado malo, prefiero dejar de hacer ese bien; porque la verdad es que al mal lo conocemos 680 con bastante seguridad, pero al bien no lo conocemos ni con mucho. — No cabe duda de que, si teníais que educar muy bien a la niña cristiana, teníais que edu­carla como a hijita propia. — Esto es lo que habéis hecho vos con todo amor y sinceridad, y ¿se os tendría que dar ahora esa paga? Yo no admito eso. Sí, claro, más prudente hubiera sido hacer que una segunda mano educara en cristiano a la cristiana, pero eso tam­poco hubiera sido amar a la criatura de vuestro amigo.Y lo que los niños necesitan a esos años, es amor, 690 aunque sea el de una fiera salvaje, más que cristia­nismo. Para cristianismo siempre habrá tiempo. Con tal de que la muchacha se criara sana y piadosa a vuestros ojos, a los ojos de Dios seguía siendo lo que era. Porque ¿no está edificado sobre el judaismo todo el cristianismo? Muchas veces me ha escandalizado, y me costó no pocas lágrimas, el ver que los cristianos podían llegar a olvidarse hasta ese punto de que Nuestro Señor mismo fue judío.

N a t á n . — Vos, buen hermano, tenéis que ser mi 700

abogado si se alzan en contra mía el odio y la hipocre­sía, — por una acción— ¡Ah, por una acción! — ¡Vos solo, vos solo la vais a conocer! — Pero ¡lleváosla con vos a la tumba! Nunca me tentó la vanidad de contár­sela a nadie. Sólo a vos os la cuento. Sólo a la piadosa sencillez se la cuento. Porque sólo ella entiende con qué clase de acciones es capaz de superarse a sí mismo el hombre sumiso a la voluntad divina.

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210 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

Hermano lego .— ¿Estáis emocionado y están 710 vuestros ojos arrasados de lágrimas?

Natán .— Vos con la criatura me encontrasteis en Darun. Pero vos no sabíais que algunos días antes, en Gata, los cristianos habían matado a todos los judíos con sus mujeres e hijos; no sabíais que entre ellos se encontraba mi mujer con siete hijos llenos de espe­ranza, que iban a morir todos juntos en casa de mi her­mano adonde los enviara yo a refugiarse.

Hermano lego .— i Dios justiciero!Natán .—Cuando vos llegasteis, hacía tres días y

72o tres noches que estaba postrado yo ante Dios, cubierto de polvo y ceniza, llorando. — ¿Llorando? Dispu­tando también con Dios, al mismo tiempo, encoleri­zado, furioso, maldiciéndome a mí y al mundo, ju­rando odio irreconciliable a la Cristiandad —

Hermano LEGO. — ¡Ah, ya lo creo, ya lo creo!Natán . — Mas, luego, volvió poco a poco la razón.

Y hablé con voz suave, diciendo: «¡Y no obstante hay Dios! ¡No obstante, también esto fue objeto de de­creto divino! ¡Pues bien! ¡Vamos allá! ¡Pon en práctica

730 lo que comprendiste ya hace tiempo, que no te resul­tará más difícil de poner en práctica que de compren­derlo, con tal de que quieras Tú! ¡Levántate!» — Me puse en pie y clamé a Dios: ¡Quiero! ¡Con tal de que quieras tú que yo quiera! — En tanto, descabalgabais vos y me entregabais la criatura envuelta en vuestra capa. — Lo que me dijisteis entonces y lo que os dije yo, lo he olvidado. Sólo me acuerdo de una cosa; tomé a la criatura, la llevé a mi lecho, la besé, me eché de rodillas y sollocé: ¡Dios! ¡De siete, ya tengo

740 uno!Hermano lego.— ¡Natán! ¡Natán! ¡Vos sois cris­

tiano! — ¡Por Dios, vos sois cristiano! ¡Jamás hubo un cristiano mejor!

Natán .— ¡A fortunados que somos! ¡Porque lo que me hace a mí cristiano a vuestros ojos, eso mismo os

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NATÁN EL SABIO 211

hace judío a los míos! — Pero no sigamos ablandán­donos mutuamente. ¡Aquí lo que hace falta es actuar! Y aunque el amor de los siete me ató bien pronto a esta única muchacha de otro, aunque me matara el pensamiento de que en ella podría volver a perder a mis siete hijos: — si de mis manos la reclama la Provi­dencia, — ¡yo obedezco!

Hermano lego.— ¡Finalmente! ¡Eso es justo lo que yo dudaba tanto en aconsejaros! ¡Y os lo ha suge­rido ya vuestro buen espíritu!

N atán .— ¡Pero no se me la va a llevar el primero que se presente!

Hermano lego .— ¡No, claro que no!Natán .—Quien no tenga más derecho que yo a

ella, habrá de tener por lo menos un derecho anterior al mío —

Hermano lego.— ¡Ciertamente!Natán .—Que le concedan la Naturaleza y la

sangre.Hermano lego.— ¡Lo mismo pienso yo!Natán .— Pues entonces no hace falta más que me

digáis enseguida quién es el varón emparentado con ella como hermano o tío, como primo o mero pa­riente: frente a su derecho, no la retendré yo — A ella, criada y educada para ser decoro de toda casa, de toda fe. — Confío en que sepáis más que yo de ese vuestro señor y de su familia.

Hermano lego.— ¡Buen Natán, eso será muy difí­cil! — Porque, como os he dicho, estuve con él dema­siado poco.

N atán . — ¿No sabéis por lo menos de qué familia era su madre? — ¿No era una StauíTen?

HERMANO lego.— ¡Podría ser! — Sí, me parece.Natán .— ¿No se llamaba Conrad von Stauffen su

hermano? — ¿Y no era templario?Hermano lego.—Si no me equivoco. ¡Un mo­

mento! ¡Ahora me acuerdo de que tengo en mi poder

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todavía un librito del señor que en gloria esté! Se lo saqué del pecho cuando le dimos tierra en Ascalón.

Natán .— Y ¿qué? ‘Hermano lego .—Contiene oraciones. Nosotros lo

llamamos breviario. — Yo pensé entonces que podría serle útil a algún cristiano — No a mí, por cierto — yo no sé leer —

79o Natán .— ¡Ni falta que hace! — Vamos al grano.Hermano lego.— Yo procuré averiguar que en ese

librito, al comienzo y al final, de puño y letra del señor, están escritos los familiares de él y de ella.

Natán .— ¡Ah, de perillas! ¡Anda, corre! ¡Tráeme el librito! ¡De prisa! Estoy dispuesto a pagarlo a peso de oro, ¡y encima un millón de gracias! ¡Apresúrate! ¡Corre!

Hermano lego.— ¡Muy a gusto! Pero está en árabe lo que escribió allí el señor. (Vase.)

goo Natán . — ¡Es igual! ¡Tú tráelo! — ¡Dios! ¡Mira quesi pudiera conservar aún a la muchacha y comprarme con ella un yerno así! — ¡Ya es difícil! — Bien, ¡salga lo que sea! — Pero, ¿quién pudo haber sido el que estuvo en tratos con el patriarca sobre algo así? No me he de olvidar de preguntarlo. — ¿Habrá sido cosa de Daya?

ESCENA OCTAVA

D aya y Natán

D aya.— (Apresurada y confusa.) ¡Imagínate, Natán! Natán .— ¿Qué sucede?D aya.— ¡Menudo susto se llevó la pobre hija! Que

8io ha enviado...Natán .— ¿El patriarca?D aya.— La hermana del Sultán, la princesa Sita... Natán .— ¿No el patriarca?

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NATÁN EL SABIO 213

Daya.— ¡No, Sita! — ¡Os lo estoy diciendo! La prin­cesa Sita ha enviado aquí para que se la lleven.

Natán .— ¿A quién? ¿Que se lleven a Reha? — ¿Sita manda que se la lleven? — Bueno, si se la lleva Sita y no el patriarca...

D aya.— Pero ¿por qué traéis a cuento al patriarca?N atán .— Entonces, últimamente, ¿no has oído 820

nada de él? ¿Seguro que no? ¿Tampoco le has hecho llegar nada?

D aya.- ¿ Y o ? ¿A él?N atán . — ¿Dónde están los enviados?D aya.— Delante.N atán .— Voy a recibirlos personalmente, por pre­

caución. ¡Ven! — ¡Ojalá no haya detrás alguna cosa del patriarca! (Vase.)

D aya. — Pues yo —yo me temo aún algo muy dis­tinto. ¿Qué te apuestas? Tampoco estaría mal para un 83o musulmán la supuesta hija única de un judío tan rico.— Huy, el templario está perdido. ¡Está perdido, como no me atreva a dar yo además un segundo paso, como no le descubra a ella misma quién es! — ¡Ánimo! ¡Me aprovecharé, para hacerlo, de la primera ocasión que tenga de estar a solas con ella! Que va a ser — tal vez ahora mismo cuando la acompañe. Un primer toquecito no irá mal mientras tanto por lo menos. ¡Sí, sí! ¡Manos a la obra! ¡Ahora o nunca! ¡Manos a la obra! (Sale detrás de él.)

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ACTO QUINTO

ESCENA PRIMERA

Escenario: La habitación del palacio de SALADINO adonde llevaron las bolsas del dinero, que se pueden ver

allí todavía

Saladino y, poco después, varios MAMELUCOS

SALADINO . — (Entrando.) ¡Aún está ahí el dinero! Y no ha podido dar nadie con el derviche que segura­mente habrá tropezado por ahí con algún tablero de ajedrez y se ha olvidado hasta de sí mismo; — y ¿por qué no de mí? — Bueno, ¡paciencia! ¿Qué hay?

UN m ameluco. — ¡Buenas noticias, Sultán! ¡Hay alegría, Sultán!... Viene la caravana del Cairo; ¡llegó felizmente! Con los tributos del septenio del rico Nilo.

Saladino .— ¡Bravo, Ibrahim! ¡En verdad eres para mí un mensajero bienvenido! — ¡Ah, finalmente ya, finalmente! — Gracias por la buena nueva.

El MAMELUCO.— (Esperando.) (Y ¿qué? Pero, ¡suelta algo!)

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216 GOTTHOID EPHRAIM LESSING

Saladino .— ¿Tú qué esperas? — Vuélvete ya.El mameluco.— ¿No hay nada más para el mensa­

jero bienvenido?SALADINO.— ¿Qué más quieres aún?El MAMELUCO.— ¿No hay ningún obsequio para el

20 mensajero que trajo buena nueva? — Entonces ¿soy yo el primero a quien se aplica la lección que aprendió al fin Saladino de pagar con buenas palabras? — ¡Vaya honra! — El primero con quien ejerce de roñoso.

Saladino .— A nda ve y coge una bolsa de ésas.El mameluco.— ¡No, ahora ya no! Ya puedes rega­

lármelas todas.Saladino .— ¡Terco que terco! — ¡Ven acá! Ahí

tienes dos. — ¿Va en serio? ¿Se marcha? ¿Me aven­taja en generosidad? — Porque lo cierto es que a él

30 le resulta más duro renunciar a ello que a mí darlo. — ílbrahim! — Pero, ¿cómo se me ocurre querer ser, de golpe, completamente otro, poco antes de hacer el mutis? — ¿Es que Saladino no quiere morir como Sa­ladino? — Para eso tampoco tendría que vivir como Saladino.

Segundo mameluco.— ¡Eh, Sultán!...Saladino .—Si vienes a anunciarme...Segundo m am eluco.— ¡Que ya está ahí el trans­

porte de Egipto!« Saladino .— Ya lo sé.

Segundo m ameluco.— ¡Demasiado tarde he lle­gado!

Saladino .— ¿Porqué demasiado tarde? — Por tu buena voluntad, toma una o dos bolsas.

Segundo m am eluco.— ¡Una y dos, tres!Saladino .— ¡Naturalmente, si sabes contar! — Tó­

malas no más.Segundo mameluco.—Todavía va a venir un ter­

cero —si es que puede venir, so Saladino .— ¿Cómo es eso?

Segundo m am eluco.—Casi nada; ¡puede haberse

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Lucha de cruzados con las huestes de Saladino (miniatura medieval)

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218 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

roto el cuello! Pues, apenas estuvimos seguros de que había llegado el transporte, se lanzó cada cual al galope. El que iba en cabeza, se cae; yo le adelanto y llevo la delantera hasta la ciudad; pero Ibrahim, ese pillo, conoce las callejas mejor.

Saladino .— ¡Oh, el caído! ¡Amigo, el caido! — Salid a su encuentro.

SEGUNDO m am eluco.— ¡Eso es lo que voy a hacer! 60 — Y si vive, la mitad de estas bolsas para él. (Hace

mutis.)Saladino .— ¡Mira, qué nobleza la de este mu­

chacho, también! ¿Quién puede gloriarse de mame­lucos como éstos? Y ¿cómo no he de pensar que he ayudado a formarlos con mi ejemplo? — ¡Lejos de mí la idea de acostumbrarlos ahora, al final, al de otro!...

Un tercer m am eluco.—Sultán...Saladino .— ¿Tú eres el que se cayó?T ercer m am eluco.— No. Yo sólo comunico

70 —que el emir Manzor, conductor de la caravana, se apea del caballo en este momento...

Saladino .— ¡Tráelo! ¡Deprisa! — ¡Ya está ahí!

ESCENA SEGUNDA

El emir Manzor y Saladino

Saladino .— ¡Bienvenido, emir! ¿Qué, cómo ha ido eso? — ¡Manzor, Manzor, que nos has hecho es­perar mucho!

M anzor.— Esta carta informa de los disturbios que tuvo que reprimir tu Abulkassem en la Tebaida antes de que pudiéramos pensar en partir de allí. Luego, ace­leré el convoy lo más que se pudo,

so Saladino .— ¡Te creo! — Dispónte a tomar, buen Manzor, a tomar enseguida... Mas, ¿querrás hacerlo

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NATÁN EL SABIO 219

también?..., disponte a tomar escolta de refresco ense­guida. Has de seguir adelante enseguida; tienes que llevar la mayor parte del dinero al Líbano, a mí padre.

Manzor.— ¡De buen grado! ¡Con mucho gusto!Saladino .— Pero no vayas a tomarte la escolta de­

masiado escasa. Por el Líbano ya no andan las cosas tan seguras. ¿No has oído nada? Los templarios están empezando a moverse. ¡Estáte bien alerta! — ¡Anda, ven! ¿Dónde paró el convoy? Quiero verle y ocu- 90 parme personalmente de todo. — ¡Eh, vosotros! Ahora mismo estoy con Sita.

ESCENA TERCERA

Escenario: El palmar ante la casa de Natán , donde el T emplario pasea arriba y abajo

T emplario.— En la casa, yo no entro. — ¡Ya aca­bará por dejarse ver él, sin duda! — ¡En tiempos se ad­vertía mi presencia bien pronto, bien a gusto! — Tengo ganas de ver cómo me pide que desista de rondar con tanta asiduidad por delante de su casa. — ¡Ejem! — pero yo también estoy muy disgustado. —Y ¿qué será lo que me tiene tan enojado contra él? —Dijo que sí; no me ha denegado nada todavía. Y Sala- 100 dino se ha encargado de apaciguarlo. — Pues ¿qué?¿Iba a estar, en efecto, menos a flor de piel en mí el cristiano que en él el judio? — ¿Quién se conoce bien? ¿Cómo iba a permitirle yo que se aprovechara de la ocasión de birlarles a los cristianos la pequeña presa?— Por cierto que de pequeña presa ¡nada tiene' seme­jante criatura! — ¿Criatura? Y ¿de quién es? — No será del esclavo que deja en la solitaria orilla de la vida el bloque de piedra que ha balseado y se aparta luego de allí; sino, más bien, del artista que, en el bloque no

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arrojado a la orilla, imaginó la divina forma que luego esculpiera. — ¡Ah! El padre de Reha será por la eterni­dad un judío, aunque la haya engendrado un cristiano.— Si me la imagino meramente como a una joven cris­tiana, si me la imagino sin todo lo que sólo un judío como éste podía darle; — habla corazón — ¿qué te gustaría de ella? ¡Nada! ¡Poco! Su misma sonrisa no sería más que un dulce y bonito movimiento espontá­neo de su boca; lo que la hace sonreír no merecería

120 ese encanto que cobra en su boca: — ¡No; ni su son­risa lo merecería! ¡Pues no he visto yo derroches aún más bizarros en punto a devaneos, flirteos, burlas, za­lamerías, amoríos! — ¿Y me encantó todo eso? ¿Desató en mí, como me ha sucedido ahora, el deseo de pasar mi vida revoloteando sin fin a su resplandor?— Que yo sepa, no. Entonces, ¿por qué ponerme ve­leidoso con quien, solo, le diera a ella ese alto valor? ¿Cómo es posible? ¿Por qué? — ¡Quizá me merecí la ironía con que me despidió Saladino! ¡Ya es bastante

no bochornoso que lo pudiera pensar Saladino! ¡Qué pe­queño debí de aparecer a sus ojos! ¡Qué despreciable!— ¿Y todo por una muchacha? — ¡Curd, Curd! Así no se puede seguir. ¡Cambia! ¡Mira que si Daya no hu­biera hecho más que charlar de cosas dihciles de probar! — ¡Ahí está, saliendo al fin de su casa, sumido en conversación! ¡Ah! ¡Con quien! ¿Con él? ¿Con mi hermano de claustro? — ¡Ah! ¡Pues seguro que ya lo sabe todo! ¡No cabe duda de que lo han trai­cionado ante el patriarca! — ¡Ah! ¡Buena la he organi-

140 zado, cabezota de mí! — ¡Que una sola chispa de esa pasión pueda hacer arder tan gran porción de nuestro cerebro! — ¡Decide rápido lo que vas a hacer de ahora en adelante! Voy a hacerme a un lado y a esperarlos aquí; — por si el hermano se va y lo deja.

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NATÁN EL SABIO 221

ESCENA CUARTA

N atán y el Hermano lego

Natán .— (Según se va acercando) ¡Muchas gracias de nuevo buen hermano!

HERM ano LEGO.— i Igualmen te!Natán .— ¿A mí? ¿Vos? ¿Por qué? ¿Por mi obsti­

nación en instaros a aceptar io que no necesitáis? — Habría lugar a ello si vuestra obstinación se hubiera iso doblegado ante la mía, si no hubierais querido, a viva fuerza, ser más rico que yo.

Hermano LEGO.— De todos modos, el libro no me pertenece; de todos modos, constituye toda la heren­cia paterna de la hija. — Sí, bueno; os tiene a vos, por supuesto. — Mas, ¡quiera Dios que no tengáis que arrepentiros nunca de haber hecho tanto por ella!

Natán . — ¿Sería yo capaz de eso? Nunca seré capaz de eso. ¡No os preocupéis!

Hermano LEGO.— ¡Hombre! Los patriarcas y los tío templarios...

N atán .— Nunca tendrán el poder de hacerme tanto mal que me arrepienta yo de alguna cosa; ¡cuánto menos de esto! — Así que ¿tan seguro estáis de que es un templario quien está azuzando a vuestro pa­triarca?

Hermano lego.—Es casi imposible que sea otro. Hace poco habló con él un templario; y lo que oí decir, pega con eso.

Natán .— El caso es que en Jerusalén ahora no hay 170 más que uno. Y a ése lo conozco yo. Es amigo mío. ¡Hombre joven, noble, abierto!

Hermano LEGO.—Sí, exactamente; ¡el mismo! —Sin embargo, lo que se es en el mundo no coincide siempre con lo que se tiene que ser.

Natán .— Por desgracia, no. — Así que, sea quien

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sea, ¡ya puede hacer todo el mal, o todo el bien, que esté en sus manos! Yq, con vuestro libro, hermano, desafio a todos; y desde aquí me voy con él al Sultán.

180 Hermano lego.— ¡Buena suerte! Entonces, os dejo aquí.

N atán .— Y ¿no la habéis visto nunca? — No dejéis de venir pronto por casa y con frecuencia. — ¡Ojalá que aún no se haya enterado el patriarca, hoy, de nada! — Pero, ¡qué más da! Decidle hoy también lo que queráis.

Hermano lego .— Yo no. ¡Pasadlo bien! (Hace mutis.)

N atán .— ¡No nos olvidéis, hermano! — ¡Dios! ¡Y 19o que no pueda dejarme caer de rodillas aquí mismo

bajo el ancho cielo! ¡Cómo se desata por sí mismo el nudo que tantas veces me inquietaba! — ¡Dios! ¡Qué alivio, poder ir por el mundo sin nada que ocultar a nadie! ¡Poderse mover por el mundo ante los hombres con la misma libertad que ante Ti, que no ne­cesitas juzgar a los hombres según sus obras, que tan raramente son las suyas, oh Dios! —

ESCENA QUINTA

N ATÁN y el TEMPLARIO, que se dirige a él desde un lado

T emplario.— ¡Eh, Natán! ¡Espera, llévame contigo! Natán .— ¿Quién llama? — ¿Sois vos, caballero?

200 ¿Dónde estuvisteis que no se os pudo encontrar en casa del Sultán?

T emplario.—Ninguno de los dos dio con el otro. No lo tomes a mal.

Natán .—Yo, no; pero Saladino...T emplario.— Acababais de marcharos vos... Natán .— ¿Habéis hablado pues con él? Bueno, eso

está bien.

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NATÁN EL SABIO 223

T emplario.— Él, lo que quiere es hablar con no­sotros dos juntos.

Natán .—Tanto mejor. Vente conmigo. A su casa me dirigía de todos modos. —

T emplario.— ¿Puedo preguntaros, Natán, quién es el que se despedía de vos ahora mismo?

N atán .— ¿Es que no lo conocéis?T emplario.— ¿No es esa alma de Dios, ese her­

mano lego de quien suele servirse el patriarca como sabueso?

Natán .— ¡Puede ser! En casa del patriarca está, desde luego.

T emplario.—Tampoco es manco el ardid: por de­lante de la infamia envían el candor, la sencillez.

N atán .—Sí; la sencillez boba, — no la piadosa.T emplario.— En la piadosa no cree ningún pa­

triarca.Natán .— En este momento, respondo de él yo. No

ayudará a su patriarca a llevar a cabo nada indecente.T emplario.— Por lo menos, eso parece. — ¿Y no

os ha dicho nada de mí?Natán .— ¿De vos? De vos en particular, pues

nada. — No debe de conoceros por el nombre, ¿verdad?

T emplario.— No creo.Natán .— De un templario sí que me ha dicho...T emplario.— ¿El qué?Natán .— ¡A lgo que es impensable que se refiera

a vos!T emplario.— ¡Quién sabe! Decídmelo, a ver.Natán .—Que uno me ha acusado ante su pa­

triarca...T emplario.— ¿Os ha acusado? — Eso, con su per­

miso — es falso. — ¡Escuchadme, Natán! — Yo no soy hombre capaz de no confesar lo que haya hecho. ¡Yo hice lo que hice! Ahora; tampoco soy hombre que defienda estar bien hecho cuanto hago. ¿Cuál sería el

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error de que habría de avergonzarme? ¿No tengo el firme propósito de enriendarlo? ¿Y desconozco acaso cuán lejos pueden llegaV los hombres por ahí? — ¡Es­cuchadme, Natán! — El templario ese del hermano lego, soy yo, que os habría acusado; nada menos. —

250 ¡Bien sabéis vos qué es lo que me enfurecía, lo que me hacía arder la sangre en las venas! ¡Memo de mí!— Vine a echarme en vuestros brazos, en cuerpo y alma. El modo como me recibisteis — esa frialdad — esa tibieza — que la tibieza es peor aún que la frialdad; el comedimiento con que os esforzabais en no daros por enterado; las preguntas carentes de todo funda­mento con que queríais aparentar que me estabais re- pondiendo: casi me es imposible imaginarme ahora todo eso sin perder la calma. — ¡Escuchadme, Natán!

260 — Encontrándome en tal fermentación, siguióme sigi­losamente Daya y me metió en la cabeza su secreto, que me pareció encerrar la explicación de vuestra enigmática conducta.

N atán .— ¿Cómo es posible?T emplario.— ¡Escuchadme hasta el final! — Es

que me imaginé que no tendríais ganas de perder por un cristiano lo que un buen día les birlasteis a los cris­tianos. Y así se me ocurrió poneros el cuchillo en la garganta, sin rodeos y por las buenas.

27o Natán .— ¿Sin rodeos y por las buenas? ¿Y por las buenas? — ¿Dónde está ahí lo bueno?

T emplario.— ¡Escuchadme, Natán! — Por su­puesto: ¡No obré bien! — Vos no sois culpable en ab­soluto. — La estúpida de Daya no sabe lo que se dice— Os es hostil — Con todo esto no busca más que me­teros en un mal pleito — ¡Puede ser! ¡Puede ser! — Yo soy un joven fatuo que siempre está fantaseando en uno de los dos extremos: o se pasa, o se queda corto — ¡También podría ser eso! Perdonadme, Natán.

2go Natán .—Sin duda, si me comprendéis así —T emplario.— En una palabra, ¡yo fui al patriarca!

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NATÁN EL SABIO 225

— pero no os nombré. ¡Eso es falso, como he dicho!Yo conté el caso así en general completamente, para averiguar su opinión. — ¡Claro que también se hubiera podido dejar de hacer eso! Porque ¿no sabía yo de sobra que el patriarca es un rufián? ¿No hubiera podido pediros personalmente explicaciones? — ¿Era preciso que expusiera yo a la pobre muchacha a perder tal padre? — Bien, ¿qué más da? La villanía del patriarca, que se conserva siempre igual, me ha de- 290 vuelto en mí mismo por el camino más corto. — Porque, escuchadme, Natán, ¡escuchadme hasta el final! Supongamos que conociera también vuestro nombre; ¿qué más da, ahora, qué más da? — Él puede quitaros la muchacha solamente en el caso de que no sea de nadie más que vuestra. De vuestra casano puede llevársela más que al claustro. — Así que — ¡dádmela! Dádmela a mí y que venga él de cara. ¡Ah! Mucho se cuidará de quitarme a mi esposa. — Dád­mela a mí; ¡enseguida! — ¡Sea hija vuestra o no! ¡Sea 300 cristiana, judía o ni una cosa ni otra! ¡No importa, no importa! Ni ahora ni jamás en mi vida os haré una pre­gunta sobre esto. ¡Sea como quiera!

N atán .— Por lo que veo, os figuráis que me hace mucha falta ocultar la verdad.

T emplario.— ¡Sea como quiera!Natán .— N i a vos — ni a quien tenga derecho a sa­

berlo— le he negado yo nunca que es cristiana y que no es más que hija adoptiva mía. — ¿Que por qué no se lo he manifestado aún a ella? — De eso no tengo 310 que dar explicaciones a nadie más que a ella.

T emplario.—Tampoco necesitáis dárselas a ella.— ¡Dadle la posibilidad de que no os vea nunca con otros ojos! ¡Ahorradle ese descubrimiento! — Vos, y nadie más que vos podéis disponer en este momento de ella. ¡Dádmela a mí! Os lo pido, Natán; ¡dádmela a mí! Sólo yo puedo salvárosla por segunda vez — puedo y quiero.

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N atán .— Sí — ¡pudisteis, pudisteis! Ahora ya no. 320 Demasiado tarde para ello.

T emplario. — ¿Cómo que demasiado tarde?Natán .—G racias al patriarca...T emplario.— ¿A l patriarca? ¿Gracias, gracias a él?

¿Por qué? ¿Ése buscaba nuestra gratitud? ¿Por qué, por qué?

Natán .— Porque ahora sabemos quién es su pa­riente, ahora sabemos en qué manos puede ser puesta con seguridad.

T emplario.—Que se lo agradezca — quien se lo 330 agradecerá ¡por algo más que eso!

Natán .— Manos de las cuales tenéis que recibirla vos también ahora, y no de las mías.

T emplario.— ¡Pobre Reha! ¡Qué de desgracias te pasan, pobre Reha! ¡Lo que para otros huérfanos sería una suerte, es para tí una desgracia! — ¡Natán! — Y esos parientes, ¿dónde están?

N atán .— ¿Dónde están?T emplario.— ¿Y quiénes son?Natán .—Concretamente, encontróse a un su her-

340 mano, a quien tendréis que pedir la mano vos.T emplario. —¿Un hermano? Y ¿qué es ese her­

mano? ¿Soldado? ¿Clérigo? — Vamos a ver cómo puedo prometérmelas.

Natán .—C reo que no es ninguna de las dos cosas — o bien es las dos cosas. Aún no lo conozco bien.

T emplario.—Y ¿qué más?Natán .— ¡Y es una buena persona! Reha no se en­

contrará a disgusto en su casa.35o T emplario.— ¡Claro, será cristiano! — A veces no

sé qué pensar de vos: — no me lo toméis a mal, Natán. — ¿No tendrá que ponerse a hacer la cristiana viviendo entre cristianos? ¿Y no acabará siendo final­mente lo que esté representando ser bastante tiempo? ¿La mala hierba no acabará finalmente por sofocar al

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buen trigo que vos sembrasteis? ¿Y eso os preocupa tan poco? ¿A pesar de eso, sois capaz de decir vos — ¿vos? — que no se encontrará a disgusto en casa de su hermano?

N atán .— ¡Así lo creo! ¡Así lo espero! — Y si le fal­tara algo en casa su hermano, siempre os tiene a vos y a mí, ¿no?

T emplario.— ¡Oh, qué le va a faltar estando con su hermano! ¿No va a cuidar el hermanito de que tenga en abundancia la hermanita comida y vestido, golo­sinas y atavíos? ¿Y qué más necesita una hermanita?— ¡Ah, sí: un marido! — Bueno, bueno, eso también se lo sacará de la manga el hermanito a su debido tiempo; ¡un marido como Dios manda! ¡Cuanto más cristiano, mejor! — ¡Natán, Natán! ¡Habíais formado un ángel y ahora os lo van a estropear otros!

Natán .— ¡Tampoco es preciso! Seguirá mantenién­dose aún digno de nuestro amor, el ángel.

T emplario.— ¡No digáis eso! ¡De mi amor no digáis eso! El mío no se deja quitar nada, nada. ¡Ni tanto así! ¡Ni un nombre! — Pero, ¡un momento! — ¿Ella se recela algo de lo que le está pasando?

Natán .— Es posible; aunque yo no acierto a saber quién se lo habrá dicho.

T emplario.—Tanto da; en uno y otro caso, debe— tiene que enterarse por mí de la amenaza que pesa sobre su destino. Ya no ha lugar mi idea de no verla ni hablar con ella hasta poder llamarla mía. Me voy co­rriendo...

Natán .— ¡Espera! ¿A dónde vas?T emplario.— ¡A verla! ¡A ver si esa alma de mujer

tiene bastante virilidad para tomar la única resolución digna de ella!

Natán .— ¿Cuál?T emplario.— Ésta: la de no preguntar más ni por

vos ni por su hermano —Natán .— Y ¿luego?

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T emplario.— Y seguirme a mí; — aunque tuviera que convertirse además en la mujer de un musulmán.

Natán .— ¡Quedaos! “No la vais a encontrar. Está con Sita, con la hermana del Sultán.

T emplario.— ¿Desde cuándo? ¿Por qué?Na tán .— Y si al mismo tiempo queréis encontrar

allí con ellas al hermano, no tenéis más que venir con- 400 migo.

T emplario.— ¿A l hermano? ¿A cuál? ¿Al de Sita o al de Reha?

Natán .— Es fácil que a los dos. ¡Venios y veréis! ¡Venid, os lo pido! (Se lo lleva.)

ESCENA SEXTA

Escenario: el harén de Sita Sita y Reha, abstraídas en conversación

Sita.—¡Pues no me alegro poco de que estés aquí, dulce chiquilla! — ¡Pero no estés tan ansiosa, tan acongojada, tan temerosa! — ¡Anímate, sé comunica­tiva, ten confianza!

Reha.—Princesa...410 Sita.— ¡Que no! ¡Nada de princesa! Llámame Sita,

— tu amiga, — tu hermana. ¡Llámame madrecita tuya! — Verdaderamente, casi podría serlo, también.— ¡Tan joven, tan discreta, tan piadosa! ¡Pues no sabrás cosas! ¡Qué no habrás leído!

R eha. —¿Leído yo? — Sita, te estás burlando de la tonta de tu hermana pequeña. Casi no sé leer.

Sita. —¿Que casi no sabes? ¡Mentirosilla!Reha. —¡La letra de mi padre, un poco! — Creía

que hablabas de libros.420 Sita.— ¡Por supuesto! De libros.

Reha.— Bueno, libros, ¡la verdad es que los leo con dificultad! —

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NATÁN EL SABIO 229

Sita.— ¿En serio?Reha.—Totalmente en serio. A mi padre no le

gusta nada la fría erudición libresca que sólo con signos muertos se imprime en el cerebro.

Sita.—¡Ay, qué cosas dices! — ¡Con todo, no va muy descaminado! — Así que mucho de lo que tú sabes...

Reha.— Lo sé de su boca sólo. Y de las más de esas 430 cosas podría decirte todavía cómo, dónde y cuándo me las enseñó.

Sita.— De esa manera se enhebra lodo mejor. Así se aprende con toda el alma.

Reha.—¡Seguro que Sita también ha leído poco, o nada!

Sita.—¿Qué quieres decir? — No me jacto de lo contrario. — Pero ¿qué quieres decir? ¡Razones! Habla sin temor. ¡Razones!

Reha.— Es muy sencilla; nada afectada; sólo se 440 parece a sí misma...

SITA.—Y ¿qué?Reha.— M i padre dice que los libros no suelen ha­

cernos asi.Sita. — ¡Hay que ver tu padre, qué hombre!Reha. - ¿ V erdad?Sita.— ¡Qué cerca da siempre del blanco!Reha. — ¿Verdad? — Y a este padre —Sita.— ¿Qué te pasa, amor?Reha.— A este padre — 450Sita. —¡Dios! ¿Estás llorando?R eha.— Y a este padre — ¡Ah, tengo que desaho­

garme! Mi corazón se ahoga, se ahoga... (Anegada en lágrimas se arroja a sus pies.)

Sita.—C riatura ¿qué te pasa, Reha?Reha.— A este padre tengo que — ¡tengo que per­

derlo!Sita. —¿Tú? ¿Perder? ¿Perderlo a él? ¿Cómo es

eso? — ¡Tranquila! — ¡Nunca jamás! — ¡Levántate!

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230 GOTTHOLD EPHRAÍM LESStNG

460 R eha. — ¡No te habrás ofrecido en balde a ser mi amiga, a ser mi hermana!

Sita.— ¡No; lo soy, lo soy! — Pero ¡levántate! Si no, habré de pedir auxilio.

R eha. — (Haciendo de tripas corazón y levantándose.) ¡Ah, disculpa, perdona! — Mi dolor me hizo olvi­darme de quién eres. Con Sita no valen súplicas ni de­sesperos. La razón fría y tranquila es lo único que tiene poder sobre ella. ¡Con Sita vence la causa de quien se deja guiar de la razón!

470 Sita.— ¿De qué se trata?Reha. — ¡No, no lo permitas, amiga mía, hermana

mía! ¡No permitas nunca que me endosen otro padre!Sita. — ¿Otro padre? ¿Que te endosen? ¿A ti? Pero

¿quién puede, quién puede siquiera querer eso, que­rida?

Reha.— ¿Quién? La buena de mi mala Daya, ésa puede quererlo, — quiere poder hacerlo. — Sí, ¿tú no conoces a la buena de esa mala Daya? Pues ¡Dios se lo perdone! — ¡Se lo pague! ¡Me ha hecho tanto bien,

480 — y tanto mal!Sita.— ¿Mal a ti? — Pues verdaderamente poco

tendrá de bueno.Reha.— ¡Sí, mucho, mucho!Sita.— ¿Quién es?R eha.— Una cristiana que me cuidó en mi niñez, ¡y

cómo me cuidó! — ¡No te lo puedes imaginar! — ¡Hizo que echara de menos bien poco una madre! — ¡Dios se lo pague! — Pero, por otra parte, ¡me angus­tió de tal modo, me atormentó de tal modo!

490 Sita.— Pero ¿en qué? ¿Por qué? ¿Cómo?Reha.— ¡Ay, pobre mujer! — te lo voy a decir — es

cristiana; — tiene que atormentar por amor; — es una de esas fanáticas que se jactan de conocer ¡el único camino verdadero de que dispone el hombre para en­caminarse hacia Dios!

Sita.— ¡Ya comprendo!

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NATÁN EL SABIO 231

Reha.—Y que se sienten obligadas a encaminar hacia él a cuantos yerran ese camino. — Difícilmente pueden dejar de obrar asi. Porque, dado que sea verdad que sólo ese camino conduce derechamente, soo ¿cómo van a quedarse tranquilas viendo que sus amigos se van por otro — un camino que los arroja a la perdición, a la perdición eterna? Tendría que ser po­sible amar y odiar al mismo tiempo a un mismo hombre. — Tampoco es esto lo que en último término hace que me queje de ella. De buena gana hubiera podido soportar aún más tiempo sus suspiros, sus ad­vertencias, su oración, sus amenazas; ¡de buena gana!Me llevaba siempre en efecto a pensamientos buenos y útiles. ¡Y a quién no halaga en el fondo sentirse apre- 5io ciado y estimado por alguien, quienquiera que sea, que no soporta el pensamiento de tener que estar eter­namente privado de nosotros!

Sita. — ¡Muy cierto!Reha.— Pero — pero — ¡es que se pasa ya dema­

siado! Llega a un extremo en que no puedo contrapo­nerle nada: ni la paciencia, ni la reflexión; ¡nada!

Sita. — ¿Cuál? ¿A qué?Reha. — A lo que me acaba de decir que ha descu­

bierto. 520Sita. — ¿Descubierto? ¿Ahora precisamente?R eha. — ¡Ahora precisamente! Viniendo hacia aquí,

nos acercábamos a un templo cristiano en ruinas. Se paró de repente; parecía luchar consigo misma; hume­decidos los ojos, miraba ya al cielo, ya hacia mi. Al fin me dijo: «¡ven y crucemos por este templo!» Camina; la sigo, y vaga mi vista espantada por las ruinas medio derruidas. Se detiene otra vez, y me veo con ella en las gradas hundidas de un altar que amenaza ruina. ¿Qué me pasó?, cuando se me arroja a los pies con en- $30 cendidas lágrimas, con las manos cruzadas...

SITA.— ¡Pobre criatura!R eha.— Me conjura por la Divina, que tantas ora-

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232 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

ciones escuchara en ese lugar y tantos milagros cum­pliera; — me conjura con miradas de verdadera conmi­seración a que ¡me apiade de mí misma! — Por lo menos, a que la perdone si tiene que darme a conocer las pretensiones que su Iglesia tiene sobre mí.

Sita.—(¡Desgraciada! — ¡Me lo sospechaba!)540 Reha.—Que mi linaje es cristiano; que estoy bauti­

zada; que no soy hija de Natán; ique él no es mi padre! — Dios, Dios, ¡que no es mi padre! — ¡Sita, Sita! Aquí estoy otra vez a tus pies...

Sita. — ¡Reha! ¡Que no! ¡Levántate! — ¡Viene mi hermano! ¡Levántate!

ESCENA SÉPTIMA

SALADINO ̂ los anteriores

S a l a ü INO.— ¿Qué pasa aquí. Sita?Sita. — ¡Está fuera de sí! ¡Dios!Saladin o .— ¿Quién es?Sita.— Ya sabes...

5so Salad in o .— ¿La hija de nuestro Natán? ¿Tiene ne­cesidad de alguna cosa?

SITA. —¡Pero vuelve en ti, criatura! — El Sultán...REHA. — (Andando de rodillas hasta los pies de SALA-

DINO, y con la cabeza inclinada a l suelo.) ¡No me le­vanto! ¡No sin más! —¡no me es posible, así, dirigir la mirada al semblante del Sultán! — no me es posible admirar el resplandor de la justicia y la bondad eternas en sus ojos, en su frente, si antes no...

Saladino .— ¡Levanta... levántate!S60 Reha.—Si antes no me promete...

Saladino .— ¡Ven! Te prometo... ¡lo que sea!Reha.—¡Ni más ni menos que nos dejen, a mí, mi

padre, y a él mi persona! — Aún no sé quién pretende ser mi padre; — quién puede pretenderlo. Ni quiero

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NATÁN EL SABIO 233

saberlo tampoco. Pero, ¿es que el padre lo hace la sangre, sólo la sangre?

Saladino . — (Alzándola.) ¡Ya caigo! — ¿Quién fue tan cruel como para ir a meterte en la cabeza —para ir a meterte semejantes cosas? Pero ¿es que eso está ya decidido? ¿Es que está probado? $70

R eha. —¡Debe de estarlo, por lo visto! Porque Daya dice saberlo de mi nodriza.

Saladino .— ¡De tu nodriza!Reha.—Que se sintió obligada a confiárselo en la

hora de su muerte.Saladino .— ¡Hasta muriéndose! — ¿Y no estaba

ya delirando? — ¡Y aunque fuera verdad! — Pues, claro: ¡la sangre sola no hace a un padre, ni mucho menos! ¡Apenas si basta para hacer padre de un animal! ¡Todo lo más, da el primer derecho a ganarse sso ese nombre! — ¡No tengas miedo! — ¿Sabes qué? No bien empiecen a pelearse por ti dos padres, — ¡los dejas a los dos y coges un tercero! — ¡Cógeme a mí por padre tuyo!

Sita.— ¡Oh, hazlo, hazlo!Saladino .— ¡Seré un buen padre, muy buen padre!

— Pero, ¡un momento! Se me está ocurriendo algo mucho mejor. — ¿Qué necesidad tienes tú de padres?¿Y cuando se mueran? ¡Hay que proveerse a tiempo de alguien que rivalice con nosotros a ver quién vive 590 más tiempo! ¿Conoces ya alguno?...

Sita.— ¡No la hagas sonrojarse!Saladino .—Eso es evidentemente lo que me he

propuesto. El rubor hace guapas a las feas; ¿cómo no va a hacer más guapas a las guapas? — He citado a Natán, tu padre, y también a otro — a otro, los he citado aquí. ¿Adivinas a quién? — ¡Aquí! Tú me per­mitirás, ¿verdad, Sita?

SITA. — ¡Hermano!Saladino . — ¡Y prepárate a ruborizarte en abundan- 600

cia ante él, querida!

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234 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

Reha.—¿Ante quién? ¿Sonrojarme?...Saladino. — ¡Hipocritilla! ¡Si lo prefieres, palidece!

— ¡Como gustes y puedas! —

(Entra una esclava y se aproxima a SITA.)

¿Han llegado ya?Sita.— (A la esclava.) ¡Bien! Hazlos pasar. — ¡Son

ellos, hermano!

ESCENA ÚLTIMA

Natán y ¿/TEMPLARIO, más los anteriores

Saladino.—¡Ah, mis queridos buenos amigos! — ¡A ti, a ti, Natán, he de comunicarte antes que nada

6io que ya puedes mandar a retirar tu dinero cuando quieras!...

Natán.—¡Sultán!...Saladino.—Ahora también yo estoy a tu servicio...Natán.—¡Sultán!...Saladino.—Llegó la caravana. Otra vez estoy tan

rico como no lo fui en mucho tiempo. — ¡Anda, dime qué necesitas para emprender algo verdaderamente grande! ¡Que a vosotros los comerciantes, a vosotros tampoco os sobra nunca liquidez!

620 Natán.—Y ¿por qué atender primero a esa peque- ñez? — Ahí veo unos ojos con lágrimas que me inte­resa mucho más enjugar. (Se dirige a Reha.) ¿Has llo­rado? ¿Necesitas algo? — eres aún hija mía, ¿no?

Reha.—¡Padre mío!...Natán.—Nos entendemos. ¡Basta! — ¡Serénate!

¡Sosiégate! ¡Con tal que seas dueña de tu corazón! ¡Con tal que tu corazón no esté amenazado de ninguna pérdida! — ¡A tu padre no lo has perdido!

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NATÁN EL SABIO 235

Reha. —¡Ninguna, ninguna pérdida más!Templario.—¿Ninguna más? — ¡Hombre! Pues 63o

entonces me equivoqué. Si uno no tiene miedo de perder algo, es porque nunca creyó poseerlo ni lo deseó nunca. — ¡Perfecto, perfecto! — ¡Esto lo cambia todo, Natán, lo cambia todo! — Saladino, hemos venido por orden tuya. Pero yo te induje a error; ¡no hace falta que te esfuerces más!

Saladino.—¡Qué manera de precipitarse otra vez, joven! — ¿es que todo te ha de salir a satisfacción, todo te ha de salir a pedir de boca?

Templario.—¡Pero lo estás oyendo, lo estás mo viendo, Sultán?

SALADINO.—¡Toma, es verdad! — ¡Menos mal que no estabas más seguro del asunto!

Templario.—Pues ahora lo estoy.Saladino.—Quien se prevale así de cualquier

buena acción, la está retractando. Una cosa no es pro­piedad tuya porque la hayas salvado tú. ¡De lo contra­rio, el ladrón a quien su avaricia arroja al fuego, sería tan héroe como tú! (Dirigiéndose hacia Reha para lle­varla a! Templario.) ¡Ven, querida joven, ven! No se 6so lo tomes literalmente. Porque si no fuera así, si fuera menos ardiente y orgulloso, hubiera dejado de sal­varte. ¡Vaya lo uno por lo otro! — ¡Ven! ¡Avergüén­zalo a él! ¡Haz lo que le convendría hacer a él! ¡Confié­sale tu amor! ¡Ofrécete a él! Y si te rechaza, que no se te olvide nunca que, en este trance, hiciste tú inmen­samente más por él que él por ti... Pues, ¿qué ha hecho él por ti? ¡Chamuscarse un poco! ¡No está nada mal! — ¡de mi hermano, de mi Assad, no tiene nada, pues! Lleva su careta, no su corazón. Ven amor... «o

Sita. —¡Ves, ves, amor, ves! Que aún es poco para tu gratitud; no es más que nada.

Natán. —¡Un momento, Saladino; un momento, Sita!

Saladino.—¿Tú también?

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236 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

Natán .— A quí hay otro que ha de decir algo to­davía...

Saladino . — ¿Quién lo niega? — ¡Es indiscutible, Natán, que a tal padre adoptivo le corresponde tener

670 voz! La primera, si quieres. — Como ves, de la situa­ción estoy perfectamente al tanto.

Natán .— ¡No tanto! — No me refiero a mí. Es otro, otro muy distinto, mucho, a quien yo ruego se oiga también antes, Saladino.

Saladino .— ¿Quién?Natán .— ¡Su hermano!Saladino .— ¿Hermano de Reha?N atán .— ¡Sí!R eha. — ¿Mi hermano? ¿Así que tengo un her-

680 mano?TEMPLARIO. — (Saltando de su distracción furiosa y ta­

citurna.) ¿Dónde, dónde está ese hermano? ¿Aún no está aquí? Me dijeron que lo encontraría aquí.

N atán .— ¡Un poco de paciencia!T emplario. — (Con extremada acritud.) Ya le ha co­

locado un padre: — ¿no va a encontrarle también un hermano?

Saladino .— ¡El colmo! ¡Cristiano! Sospecha tan baja no hubiera rozado los labios de Assad. ¡Bien,

690 sigue así!Natán . — ¡Perdónalo! — A mí no me cuesta perdo­

narlo. — ¡Quién sabe lo que en su lugar y a su edad pensáramos nosotros! (Acercándosele amigablemente.) ¡Naturalmente, caballero! — A la desconfianza le sigue la sospecha.— Si me hubierais hecho el honor de darme a conocer vuestro verdadero nombre ense­guida...

T emplario.— ¿Cómo?Natán .— ¡Vos no sois un Stauffen!

700 T emplario.— Pues entonces, ¿quién soy?Natán .— No os llamáis Curd von Stauffen.T emplario.— Pues ¿cómo me llamo?

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NATÁN EL SABIO 237

Natán.—Os llamáis Leu von Filneck.T emplario.— ¿Cómo?N ATAN.—¿ Estáis desconcertado?TEMPLARIO.— ¡Con razón! ¿Quién dice eso?Natán .— Yo, y puedo deciros más aún, más. Sin

embargo, no os acuso de mentira alguna.T emplario.— ¿No?Natán .— Bien pudiera ser que también os corres- 7to

ponda el otro nombre.TEMPLARIO.— ¡Eso diría yo! (¡Eso es lo que se dice

que Dios inspira a alguien!)Natán .—Porque vuestra madre —era una StaufTen.

Su hermano y tío vuestro, el que os educó, y en cuyas manos os dejaron vuestros padres en Alemania cuando se vinieron acá arrojados de allí por aquel cielo áspero; — ¡ése su hermano llamábase Curd von Stauf- fen, y pudo haberse encargado de vos ya en vuestra in­fancia! — ¿Hace mucho que os trasladasteis aquí con 720 él? ¿Vive aún?

T emplario.— ¡No sé por dónde tirar! — ¡Natán! ¡Ciertamente! ¡Así es! Murió ya. Yo llegué aquí con el último refuerzo de nuestra Orden. — Pero, pero — ¿qué tiene que ver con todo esto el hermano de Reha?

Natán .— V uestro padre...T emplario.— ¿Cómo? ¿Lo conocisteis también?N atán .— Era amigo mío.T emplario.— ¿Era amigo vuestro? ¡Será posible, 730

Natán!...Natán .—Se llamaba Wolf von Filneck; pero no era

alemán.T emplario.— ¿También sabéis eso?Natán .— Pero estaba casado con una alemana;

siguió a vuestra madre a Alemania, por poco tiempo...T emplario.— ¡Ya está bien! ¡Por favor os lo pido!

— ¿Y el hermano de Reha, el hermano de Reha?...N atán .— ¡Sois vos!

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238 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

740 T emplario.— ¿Yo? ¿Yo su hermano?Reha.— ¿Él mi hermano?Sita.— ¡Hermanos!Saladin o .— ¡Hermanos ellos!Reha.— (Quiere acercarse a él.) ¡Ah, hermano mío!T emplario.— (Haciéndose atrás.) ¡Su hermano!REHA.— (Detiénese y se vuelve a Natán.) ¡No

puede ser, no puede ser! — ¡Su corazón no sabe nada de eso! — ¡Somos unos tramposos! ¡Dios!

Saladino.— (Al T emplario.) ¿Tramposos? ¿Cómo? 750 ¿Eso crees tú? ¿Eso eres capaz de pensar? ¡Tramposo

serás tú! ¡En ti es todo una mentira: el rostro, la voz, los andares! ¡No es tuyo nada! ¡No querer reconocer a una hermana como ésta! ¡Anda!

T emplario.— (Acercándosele con humildad.) ¡No in­terpretes mal mi asombro. Sultán! No creo que vieras alguna vez a Assad en circunstancias como ésta; ¡no yerres con él y conmigo!

(Precipitándose hacia Na tán .)

¡Tomáis de mí y me dais, Natán! ¡Lo uno y lo otro, a manos llenas! — ¡No, me dais más de lo que me

76o tomáis, inmensamente más!

(Echándose al cuello de Reha.)

¡Ah, hermana mía, hermana mía!N atán . —¡Blanda von Filneck!T emplario.— ¿Blanda, Blanda? — ¿Reha no? ¿Ya

no es vuestra Reha? — ¡Dios! ¡La rechazáis, le devol­véis su nombre cristiano! ¡La rechazáis por mí! — ¡Natán, Natán! ¿Por qué hacérselo pagar a ella? ¡A ella!

N atán .— ¿Cómo? — ¡Oh hijos míos, hijos míos! — Porque, ¿no va a ser hijo mío el hermano de mi

770 hija — así que quiera?

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Leiztec.Auftritt. yí§1.7S.SaUHin. Sie (inda! sie aindea, Sitta.baiaa'r» ! aind t ^ y je meinri....... deinraBtucLeoKii]

Ilustración de la primera edición del N atán, de 1779, correspondiente al abrazo final (última escena de la obra)

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240 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

(Mientras se entrega él a sus abrazos, aproxí­mase SALADINO a su hermana con inquieto asombro.)

Saladino . — ¿Qué dices de esto, hermana?Sita.—Estoy conmovida...Saladino .— Y yo — iyo casi me echo atrás ante

una emoción aún mayor! Prepárate a ella, si puedes.Sita.— ¿Cómo?Saladino . — ¡Natán! ¡Una cosa, una cosa! —

(Mientras se le acerca Natán , se acerca SITA a los hermanos para testimoniarles su simpatía; y Natán y SALADINO hablan en voz baja.)

¡Escucha, escucha, Natán! ¿No dijiste antes — ?Natán .— ¿Cuál?Saladino .—Que su padre no fue alemán, alemán

nativo. ¿Qué era, pues? ¿De dónde era?Natán .— Eso no quiso confiármelo él mismo,

nunca. De su misma boca no sé nada sobre ello.Saladino .— ¿Y tampoco era un franco, un occi­

dental?Natán .— iOh! Que no era tal, eso no tenía inconve­

niente en admitirlo. — De preferencia, hablaba persa...

Saladino .— ¿Persa? ¿Persa? ¿Qué más quiero? — ¡Es él! ¡Fue él!

Natán .— ¿Quién?SALADINO.— ¡Mi hermano! ¡Seguro! ¡Mi Assad!

¡Seguro!N atán .— Bueno, si caes tú mismo en la cosa — ¡en

este libro tienes la confirmación! (Alargándole el bre­viario.)

Saladino . — (Abriéndolo ansioso.) ¡Ah, su letra! ¡La reconozco también!

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NATÁN EL SABIO 241

Natán.—¡De esto, ellos no saben nada! ¡Sólo de ti depende lo que hayan de saber de esto!

SALADINO.— (Mientras hojea el breviario.) ¿Yo no 800 voy a reconocer a los hijos de mi hermano? ¿A mis so­brinos — a mis hijos, no voy a reconocerlos? ¿Yo? ¿Dejártelos a ti?

(En voz a lía otra vez.)

¡Son ellos! ¡Son ellos, Sita, lo son! ¡Son ellos! Los dos son míos... ¡Los hijos de mi hermano!

(Corre a abrazarse con ellos.)

Sita. — (Siguiéndolo.) ¡Qué estoy oyendo! — Pero ¿podía ser de otra manera, podía ser de otra ma­nera? —

Saladino .— (Al templario.) ¡Cabezota, ahora vas a tener que quererme! 8io

(A Reha.)

¿Soy ahora lo mismo que me ofrecí a ser? ¡Lo quieras o no!

Sita.— ¡Yo también, yo también!Saladino .— (Volviéndose al TEMPLARIO.) ¡Hijo

mío, mi Assad, hijo de mi Assad!T emplario.— ¡Soy de tu sangre, yo! — ¡Los sueños

aquellos con que mecieron mi infancia, en efecto — eran más que sueños! (Cayendo a sus pies.)

SALADINO.— (Alzándolo.) ¡Mirad el bribón! ¡Sa­biendo algo de esto, me puso en el brete de ser su ase- 820 sino! ¡Espera y verás!

(Mientras se abrazan unos a otros en silencio,cae el telón.)

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242 COTTHOLD EPHRA1M LESSiNG

NOTAS AL TEXTO DEL POEMA DRAMÁTICO

Introite, nam et heic... «Pasad, que aquí también están los dioses». Lema procedente de las Noches áticas, de Aulio Gelio. Es sentencia atribuida por Aristóteles a Heráclito «el oscuro». Ortega (O. C., I, 322) informa de que el viejo maestro dirigió esas palabras a amigos que se sorprendieron por encontrarlo en labores de cocina.— Cuando, a Tines de 1778, anuncia Lessing a Herder que anda en­vuelto en trabajos sobre el Natán, le advierte que no se espere al profeta Natán de las Sagradas Escrituras, sino al Natán del Decante- ron, X, 3, del Boccaccio. Y añade: «Mientras tanto, puedo dirigirme a mis lectores a quienes esta indicación [la referencia a Boccaccio) intranquilice aún más, gritándoles: ¡Pasad, que aquí también están los dioses!»

Personajes.

Saladino. por su magnificencia, su valor y nobleza es una figura le­gendaria ya para el autor del Decamerón. Lessing conoce al Saladino del Decamerón, I, 3, y X, 9 (de este último lugar ha obtenido di­versos datos que señalaremos oportunamente). Pero, además del Essay sur les moeurs et l'espril des nations, de Voltaire, donde se dice que no se ha hecho justicia en Europa a este hombre cuya magnani­midad y tolerancia religiosa está por encima de la de cualquier prin­cipe cristiano, Lessing ha tenido en cuenta para documentarse a Olfert Dapper, Delitiae Orientales (Nuremberg, 1712) y a Franqois C. Marín, Histoire de Saladin, Sultán d'Egipte et de Sirie, La Haya, I7S8. Cuando Europa leyó este libro de F. C. Marín sintió ante Sala­dino la misma impresión que ante su nobleza, sencillez y piedad vir­tuosa sintieran sus contemporáneos. Lessing escoge al personaje histórico para señalar en él la aparición (aproximadamente en punto a cronología) de un comportamiento virtuoso que se rela­ciona con el crecimiento moral del género humano. Entre los pa­peles de Lessing (LM, NB. 115,3-8) se encuentran estas notas: «Sa­ladino nunca tuvo más de un vestido, nunca tuvo más de un caballo en su establo. En medio de las riquezas y abundancia, se gozaba en la pobreza voluntaria. Hlerbelot, Bibliotheque Oriéntale, Paris, 1697] 331. ¡Un vestido, un caballo, un Dios! —A su muerte no encontra­ron en su caja más que un ducado y 40 naserines de plata (Delitiae Orient, pág. 180.)

Sobre la pobreza según Lessing, cfr., EE, 638, n. 3. Y aquí, acto II, 2, 202 y sigs.

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NATÁN EL SABIO 243

1 Por lo demás, advierte Lessing: «Por lo que hace a lo histórico en que se basa la obra [— el Natán], he procedido con independen­cia de toda cronología; incluso de los nombres he dispuesto a mi aire. Mis alusiones a circunstancias reales no tienen más objeto que motivar el desarrollo de la obra» (LM, NB. 114,30-34).

Sita se llamaba una hermana de Saladino.Natán, cfr. Boxberger y Zacher, «Zu Lessings Nathan», en

Zeitschriftfilr Deutsche Philologie. 1874, núm. 5, págs. 433-441. —Ha­biendo excluido Lessing mismo como referencia de este nombre al profeta Natán (II Samuel, 12), cosa que cabía esperar si el protago­nista tenia que proceder como sabio y no como profeta, ya en 1865 apuntó Gosche a la figura de Natán en el Decamerón, X, 9 (loe. cit., página 435).

Reha. En los bosquejos la llama Rachel; luego Recha. He prefe­rido esta transcripción, en la confianza de que el lector español aspi­rará la «h», a la andaluza.

«Daya, anota Lessing, mejor que Dinah. Por lo que veo en los Ex- cerptis ex Abulfeda relativos a la vida de Saladino, en Schultens, pági­na 4, Daya quiere decir Nutrix, y es probable que la palabra española Aya venga de ahí, palabra que Covarrubias dice derivar del griego ayai, nai&ayaryo<;. Pero ciertamente no deriva directamente, sino probablemente del árabe, el cual la habría tomado del griego» (LM, NB. 89,9-16).

Templario. Orden de caballería, de caballeros cruzados que en 1118 se dieron regla militar y religiosa. Lessing cree que en un tiempo fueron los «masones» o individuos sabios que surgen siempre por acá y acullá. Cfr. EE, 626 y sigs. (Diálogos para franc­masones]. Vestían manto blanco con cruz roja y hacian voto de cas­tidad.

Derviche, monje mendicante musulmán. Del persa derwesch = mendigo.

Heraclio. Lessing advierte que no se atiene a los hechos históricos al suponer que el patriarca Heraclio reside en Jerusalén después de la conquista de la ciudad por Saladino y sólo lamenta que en su obra no aparezca con mucho «tan malo como fue en realidad» (LM, NB, 114, 34 y sig.; 115, 1 y sig.). La descripción que leyó Lessing en F. Marin (Histoire de Saladin, Sultán d'Egipte el de Sirle) es tan deletérea que, a pesar de lo repugnante de la figura que pondrá en escena, hay que darle la razón en su lamento. No se podría perfilar mejor al personaje que con aquel apunte de fray Luis de Granada sobre esas gentes que se pasan la vida «haciendo indignidades para alcanzar dignidades». Cfr. Boxberger, loe. cit., 319-323. Los historiadores marcaron siempre el contraste del patriarca cristiano con el sultán Saladino. Lessing procede de modo tan despectivo con el sujeto, que, fuera de un comentario viéndolo venir en pompa y majestad,

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244 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

lo libra al flujo verbal de sus lugares comunes. Hay quienes creen ver en él trazos del Pastor Goeze, su contrincante en la polémica (asi Bodo Lecke).

Emir, principe o caudillo árabe.Mamelucos, cuerpo de guardia del Sultán.

ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

4 Finalmente. —Subrayado en el original, en la última redacción, no asi en el bosquejo—. El final, como telón, como terminación, es un concepto ajeno a la antropología de Lessing, que ni religiosa ni fi­losóficamente deja lugar para las categorías escatológicas'. La impa­ciencia de la cristiana y fervorosa Daya es un principio desordenador y atropellados por pió y cordial que aparezca el reproche.

6 Sus buenas doscientas millas... — Bodo Lecke dice que Lessing exagera, que hay sólo 140. Pero Lessing cuenta los rodeos que hubo de tomar «torciendo ya a la derecha ya a la izquierda». Esto de los rodeos y desvíos a una y otra parte del camino, es una figura y concepto importante en la metodología lessinguiana, tanto para la pedagogía de la divina Providencia en la Historia como para la peda­gogía individual (cfr. II, 4, 386 y sig.). En la Educación, tratando de la doctrina de la Trinidad, escribe: «¿Qué pasaría si, luego de innu­merables errores a derecha e izquierda, esta doctrina acabara por poner a la inteligencia humana en el camino de ver...» (núm. 73). Y poco después, luego de recordar que a veces parece que la Providen­cia parece dar pasos atrás y que «no es cierto que la linea recta sea siempre la más corta» (núm. 91), exclama: «¡Has de lomar tantas cosas en tu eterno camino! iHay que dar tantos rodeos!» (número 92). Cfr. EE. pág. 403 (Hermesiana).

9 Tampoco es trabqjo que avance a ojos vista. — Traduzco Ges- chdft por trabajo y no por negocio, según el sentido de la palabra en el siglo xvm (cfr. W. Conzel, «Arbeit», en Geschichtliche Grundbe- grtffe, pág. 165 [citado por Barner, Lessing. Ein Arbeitsbuch..., pá­gina 294).

20 Eso no lo he oido. En el bosquejo, antes de la frase siguiente, apostilla:/río.

30 ¿ Vuestra? ¿Reha vuestra? — En el bosquejo, al anotar la idea básica de esta escena, habla escrito: «Algo se trasluce sobre quién será propiamente Reha.» El resto de la escena deja ver que en casa Natán hay un malestar y un conflicto en torno a esa niña. Pero en

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NATÁN EL SABIO 245

Lessing, en su último plano, el problema que apunta hay que for­mularlo así: ¿De quién son los niños? ¿Hasta qué punto es licito ha­cerles, y hacerles hacer, lo que se les hace y lo que se les hace hacer? (Cfr. IV, 2,116 y sigs.).

60 Sois ¡a honradez y magnanimidad en persona, pero a pesar de todo... — Cfr. Testamento de Juan (EE. pág. 460), donde se declaran inútiles las obras buenas si no llevan nombre cristiano. Y aquí II, I, 79-104. El nombre vincula a un momento de la historia en el cual se ha producido la revelación única, según las religiones históricas. La vinculación al nombre que expresa ese momento, es necesaria para la salvación.

90 Con quien la salvó del fuego. Sobre el simbolismo del fuego en el Natán, cfr. Ehrhard Bahr, «Die Bild-und Sinnbereiche von Feuer und Wasser in Lessings Nathan der Weise», en LYB, VI, páginas 83-96, esp. 84: «Mientras se presenta al fuego predominan­temente en relación con sucesos y cualidades negativos, al agua se la asocia con propiedades positivas como filantropía, tolerancia y hu­manidad.»

95 i Un templario... gracia de la vida? Los templarios presos eran ejecutados todos por Saladino, que sabia de su intolerante voto de guerrear por la fe, de imponer por las armas lo que no se puede comprender. En cambio, la violencia de las armas por parte islá­mica, impone sólo verdades naturales, no solicitan del hombre «otra confesión que la de las verdades sin las que no podrían pre­ciarse de ser hombres» (Cardano [EE. págs. 210 y sig.l).

107 Sin la mínima idea de ¡a casa, guiado solamente de su oido. Hay aqui una resonancia de la Parábola del castillo en fuego por el que circulan con seguridad, guiados de la viva voz y sin idea de plano alguno, quienes trabajan «dentro». Cfr. Parábola (EE, 466). Algo quiere decir con esta resonancia Lessing sobre la naturaleza, sobre la calidad del templario —que no sería hombre de letra u ortodoxia, sino capaz de captar lo que sólo de boca en boca puede pasar.

133 Las palmetas que enwelven en su sombra el sepulcro del Resuci­tado. El tema de la palmera, del palmar, en relación con el templario y Reha, se repetirá (I, 5 y 6; II, 4; III, 3...). Henry Corbin señala la necesidad de un más amplio estudio del significado de la palmera en la teología islámica, esp. islamo/irania. Para conocer con preci­sión lo que Lessing quiere decir o sugerir con esta conexión que es­tablece entre la palmera, su sombra y la resurrección, haría falta controlar más y mejor la literatura que pudo leer sobre el particular, para leer lo sobre un fondo con sus relieves propios.— Este sepulcro es el «santo» sepulcro, es decir, el seno de la vida, del que se renace; la sombra, no se le podía escapar a Lessing que era la del Es­píritu (la virtud del Altísimo que «cubre con su sombra» a María (Lucas, 1, 35]). En la teología islamo/irania la sombra es condición

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246 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

del cuerpo terrestre — en el pleroma, en el centro, al mediodía, en la tierra celeste, no dan esa sombra los cuerpos. La sombra es de condición terrestre, pero vital (los muertos no tienen sombra, no pueden tenerla; en la Divina comedia se mira a ver si un cuerpo proyecta sombra, para saber si es un vivo o un muerto (cfr. G. Van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México-Buenos Aires, 1964, pág. 278]). El cuerpo celeste no tiene esta sombra hacia la tierra; tiene sombra luminosa, una sombra hacia arriba diríamos, que es el ángel, de momento invisible, pero perceptible a ciertos ojos, a ciertas miradas. Seguramente, Reha le ha visto el ángel al templario, que anda aburrido de ser «lo que» es y ansioso por saber «quién» es, es decir, por conocer su ángel (cfr. Henry Corbin, Teñe celeste et corps de Résunection..., París, 1960, págs. 32, 60). A la sombra de la palma (que es lo femenino, cfr, III, 3, nota), en ese seno, se mueve y cavila el templario en inquisición de su ángel.

146 Tan pronto funciona la cabeza como corazón... — Para esta descripción del entusiasmo y exaltación de Reha, cfr. Cartas sobre literatura moderna, la 49 (EE. págs. 23S y sigs., esp. 239), donde se combate la confusión entre el sentir y el pensar. Para un sector del Pietismo, el programa era poner el corazón en el lugar de la cabeza.

154 Uno de esos ángeles... — Entre las notas entresacadas del Marín por Lessing, están éstas: «Los cruzados, que eran tan igno­rantes como supersticiosos, propalaban a menudo haber visto bajar del cielo y luchar a la cabeza de sus tropas a ángeles vestidos de blancas ropas y empuñando centelleante espada, y especialmente a San Jorge» (I, 352). «Luis de Helfenstein y otros señores alemanes atestiguaron jurando sobre los Evangelios, que, en el encuentro que ganara en Iconio el Káiser Federico 1, habían visto combatir a San Jorge a la cabeza del ejército cristiano, armado de pies a cabeza, a caballo y vestido de blanco» (II, 176). Cfr. Américo Castro, La realidad histórica de España, México, 1954, pág. 204 y sig. —La cris­tiana Daya hace una interpretación cristiana: el ángel de la guarda especialmente de los niños. Mas, el Islamismo no es menos angelológico que el judaismo y el cristianismo. Cfr. aquí IV, 1, 32; 2,105.

162 Dulce ilusión... — La dialéctica ilusión/verdad es la dialéctica que convierte el sueño, la intuición, la revelación en verdad racio­nal. La aprehensión inicial es dulce, amable, atractiva, no sólo para los niños (cfr. 111, 6, 373; 7, 461-470). Daya emplea la palabra Wahn, no /Ilusión. Pero Natán (Lessing) acepta el ensueño donde se reúnen un judío, un cristiano y un musulmán. El objeto directo del ensueño es un ángel/templario; implícitamente se capta la posi­bilidad de que las tres religiones se reúnan en algo, se entiendan, co­laboren. Es un buen ejemplo de cómo progresa la razón. Si bien

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NATÁN EL SABIO 247

Daya habla de «dulce ilusión» por la cuenta que le tiene a ella, no puede menos de advertir también lo que implica el ensueño de Reha, coincidente con el abrazo final de las tres religiones en la escena última del Natán, salvador de la hija de un judío.

ESCENA SEGUNDA

196 Sobre las alas de su ángel... — Reha conoce bien —de oídas— el A. T., donde Yavé recuerda a Israel «cómo os he llevado sobre alas de águila» (Éxodo, 19,4). En Papeles tocantes revelación (EE, pág. 428) cita este mismo versículo para exhortar a que, asi como éste, sean interpretados otros lugares de la Escritura de modo meta­fórico, con buen sentido.

217 Dios puede hacer milagros... — En la conversación que sigue, Natán considera el mundo como milagro mientras que Reha, azu­zada por el aya, tiende a ver el milagro como algo extraordinario. Lo inaceptable del milagrerismo aquí, será que aparta la mirada de su objeto humano, de lo humano, del hombre —por tanto suscep­tible de necesidades— que es el templario. En el bosquejo pone en boca de Natán estas palabras: «Esa cálida imaginación tuya me gus­tarla si no te apartara de tu deber. Mientras buscas tú en el cielo el instrumento mediante el cual te salvara Dios, se olvida tu gratitud de echar aquí en la tierra una mirada en torno —donde, sin em­bargo, podría también estar. ¡Vuelve en ti! ¡Tranquilízate! ¡Sosié­gate!» (LM, NB, 15-25).— Por esa misma época, rectificaba otra apelación al ángel («en un álbum cuyo dueño aseguraba que no hay amigo sin defecto y que su chica es un ángel»), con el siguiente epi­grama que reivindica también el deber de lo humano:

«No te fies de amigo sin defectos, y ama a una mujer más bien que a un ángel» (L M . 1,47)

242 El cinturón de cuero... — En las notas que sacó del Marín, se encuentra una que dice «que los templarios presos no podían ofre­cer por su redención más que cingullum et cultellum» (1, 249) (LM. NB. 114, 19y sigs.).

344 Es un franco... — A los cruzados se les llamaba en Oriente francos, por haber sido éstos los primeros cruzados.

399 Adentro vosotras, de prisa... — Porque las mujeres no se pueden mostrar sin velo a los extraños.

ESCENA TERCERA

410 ¡Por el profeta! — El Profeta por antonomasia, único, es Mahoma.

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463 Que los principes sean buitres entre carroñas. — En el bosquejo anotó Lessing: «La máxima que atribuyen ios árabes a Aristóteles: Es mejor que el príncipe sea buitre entre carroñas que carroña entre buitres» (LM, NB. 95, 4-8). D’Herbelot (Bibliothéque Oriental, Ma- astrich, 1776, pág. 119), citado por Boxberger (loe. cit., página 304), dice que el Baharistan, que trae esta «máxima política de Aristó­teles», la explica en el sentido de «qu’il est aussie utile é un Prince de savoir lout ce qui passe autour de lui, qu’il lui est dommageable que ses voissins sachent ses propres alTaires». Lessing ha leído la máxima en el sentido económico: que coja todo lo de su alrededor y lo reparta, o que se lo deje coger todo. El modelo de generosidad que seguirá y dibujará Lessing es el de la Ética, de Aristóteles. Para Natán, dar es una política («¡No creas, derviche, no creas!»).

491 Tesorero mayor... — El texto dice Defterdar, palabra persa que significa tesorero mayor.

493 Tan bueno como prudente y tan prudente como sabio. — La idea es de Leibniz (Gerhardt Phil. Schrift., Vil, 27): «La Justiceesl la charité du sage, ou une charité conforme a la sagesse.»

500 En el Ganges... — La religiosidad derviche tenia influencias indias, era «extracotidiana e irracional» (Max Weber, Economía y Sociedad, I, 486). La conexión entre islamismo y brahmanismo, aunque aquí fuera un equivoco (Bodo Lecke), es cuestión de princi­pio para quien ha de ordenar «el curso... de las religiones positivas», pues hay que entender su meollo y ordenarlas por su autonomía moral creciente y por su no literalismo de leyes y reglas.

519 Daba con tal desgana... — El Natán de Boccaccio (X, 3), además de dar con ganas y cortesía, da todas las facilidades que puede para que accedan a él, y si reconoce a quien repite veinte o treinta veces petición, lo disimula. «¡Oh cuán maravillosa eres, ge­nerosidad de Natán!», exclama la anciana pedigüeña.

528 El reclamo del pajarero... — Boxberger (loe. cit., pág. 304) dice que la imagen del reclamo procede del famoso místico Mewlana Dschelaleddin Rumi: «El cazador silba sólo en tono dulce/ para en­gañar astutamente al pájaro.»

533 Ahogar a los hombres por cientos de miles... — El Natán de Boccaccio (X, 3) tiene tan digerido este modo de ver la conducta del poder que, al joven que lo va a matar, lo anima diciéndole que no le apure matar a uno solo donde «los sumos emperadores y reyes se han reputado únicamente matando, no a un solo hombre como tú querías, sino a infinitos...».

547 Entre los hombres precisamente... — Dice Bodo Lecke que este verso de Lessing se contrapone al de Von Kleist: «El verdadero hombre ha de estar lejos de los hombres.»

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NATÁN EL SABIO 249

ESCENA CUARTA

566 ¿Y se los come? i Y como templarlo ? — En el bosquejo, el sen­tido es más directamente irónico: Si come dátiles, ese «él» vuestro será un templario y no un ángel. Éste es el sentido y no el de la ex- trañeza porque un templario se alimente de lo que constituye el manjar básico de la gente corriente, según pensaron DUntzer y Nie- meyer (cfr. Boxberger, loe. cit„ pág. 305).

575 Anda con cuidado; lo que no ha querido... — La llamada al cui­dado se la repetirá a Daya en otras ocasiones; y tiene como objeto inducirla a ver otra intención mejor, porque, justo, da más posibili­dades de movimiento...

ESCENA QUINTA

587 De soslayo a las manos... — En el bosquejo tiene redactada dos veces esta idea (LM. NB, 97, 7 y sigs.; 115, 10-14). En esta se­gunda redacción, no es claro el sentido de esa mirada a las manos, no es claro que se trate de la mirada que busca limosna: «¿Por qué miras asi hacia mis manos?»

607 Tenga cuidado el señor con esa fruta. — En la Historia de los árabes, de Marigny, que tradujo Lessing en parte, se cuenta la anéc­dota del califa Mamún que compró una carga de camellos entera, de dátiles, para sí y sus tropas, comiéndolos y bebiendo agua acalo­rado y sufriendo luego indigestión. — El aviso que da el hermano lego al monje/soldado es consejo ascético.

614 «Al dente». — En el texto alemán, la expresión italiana está literalmente traducida.

619 Yo estoy obligado a obedecer... — En los bosquejos, anota: «El hermano lego se alegra de haber encontrado en él I = templa­rio] a un joven tan digno. Discúlpase ante si mismo de los indignos encargos [que le toca cumplir], con el deber de la obediencia». — Lessing saca a colación a lo largo de la obra diversos recursos que pueden dar buen rendimiento alejando del deber: el vino, la obe­diencia, el propio provecho, el miedo...

621 Obedecéis... sin demasiadas sutilezas, ¿eh? —Rara quien piensa que, dada la condición monádica del individuo, absoluta­mente hablando podría salir todo de uno mismo, la obediencia de «tercer grado» como ideal de perfección es la exacta negación del hombre.— «De aquí infiere santo Tomás una conclusión muy prin­cipal, y es, que el voto de la obediencia es el más esencial de la Reli­gión... Eso es ser religioso, no tener querer ni no querer... Esta

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250 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

virtud les] madre y origen de todas las virtudes...» (Alonso Rodrí­guez, Ejercicio de Perfección y virtudes cristianas, Madrid, 1946*, páginas 1509, 1511). Mas, la obediencia de este lego no llega al «tercer grado de obediencia que consiste en conformar nuestro en­tendimiento y juicio con el juicio del superior, teniendo, no sólo un querer, sino también un mismo sentir con lo que él siente, pare- ciéndonos que lo que él manda está bien mandado, sujetando nuestro juicio al suyo y lomándole por regla del propio» (ibld., 1526, etcétera).

636 La cruz roja sobre la blanca capa. — El hábito concedido al Temple por el papa Eugenio III. El blanco de la inocencia y el rojo de la caridad o deseo del martirio. Cfr. Lorz, Historia de la Iglesia, págs. 247-252, esp.251.

640 Tebnin. fortaleza cercana a Tiro. En 1187 la tomaron al asalto los musulmanes e intentaron recuperarla en vano los templarios.

641 En el último momento de la tregua... — Tregua pactada por tres años y tres meses, en 1192.

651 Clava en mi su mirada Saladino... — Saladino es deslumbrado por una fulgurante similitud, que ha captado en el aire y en los mo­dales del templario, con un su hermano desaparecido (cfr. I, 5, 698 y sigs.). El Saladino del Decamerón X, 9, también reconoce a alguien captando un mohín en el que reparara hacía años. (El Saladino de Lessing es vivaz en extremo, fino, entregado a la intuición y, en la entrega misma, avizor...). El templario alude a este momento en otra ocasión (11, 7, 573 y sig.)

706 Un billete al rey Felipi. Felipe Augusto II de Francia, que par­ticipó en la cruzada junto con Ricardo Corazón de León y Federico Barbarroja. Como indicó Lessing, no se atiene estrictamente a la cronología.

739 De cuando en cuando va allí Saladino..., cruzando las líneas, disfrazado, casi sin escolta... También este valor de Saladino había entrado en la leyenda, y en la novela del Decamerón antes citada. Sa­ladino se disfraza de mercader y se entra por tierras cristianas, entre otras por la Lombardía, con objeto de «ver personalmente los pre­parativos con que los señores cristianos organizaban la cruzada, para mejor resistirla». (Observará el lector que los reflejos del Deca­merón en el Natán son más de los que se ha supuesto hasta ahora).

745 Maronitas. Grupo de cristianos sirios escindido de la iglesia antioquena por aceptar el monoteletismo (en Cristo habría una sola voluntad y operación), cuyo nombre deriva de san Marón, monje de comienzos del siglo v, figura legendaria. El grupo se retiró a las montañas del Líbano, donde podía defenderse mejor y donde aca­baron por formar un pueblo caraterístico. Ellos, sin embargo, no aceptan haberse separado de la Iglesia romana, pero Guillermo de Tiro, en su Historia rerum in partibus transmarinis gestarum. cuenta

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NATÁN EL SABIO 251

cómo el año 1181 volvieron al seno de la Iglesia católica los cuarenta mil maronitas con su patriarca a la cabeza (cfr. G. de Vries, Oriente cristiano ieri edoggi, Roma, 1949, págs. 48 y sigs., 128 y sigs.).

750 Ptokmaida. Acca, puerto de mar y fortaleza al norte de las estribaciones del monte Carmelo. En 1187 la conquistó Saladino y cuatro años después la reconquistó el inglés Ricardo Corazón de León.

ESCENA SEXTA

En los bosquejos, al presentar los personajes de la escena, apunta Lessing: «Curd von Stauffen y Dina [= Daya], a la que despacha como a una alcahueta. Dina duda de que él sea un hombre. Monje, medio hombre.»

797 Monje y mujer... — En el bosquejo desarrollaba el refrán (LM, NB, 97,15 y sigs.):

D aya.—Sólo una palabra, nob le cab a lle ro —.C u rd . —¿ E re s la pata d erech a o la izqu ierda? —D aya.—Vo s no m e conocéis.Curd.—¡Casi nada! Sois la izquierda, de la que escapé a menudo.D aya.—¿Qué izqu ierda?Curd.—No te enfades. No lo digo por rebajarte. Pues, ¡quién

sabe si el diablo no es zurdo, si no maneja tan bien la derecha como la izquierda! Asi que no tienen por qué envidiarse ni el monje a la pedigüeña ni la pedigüeña al monje. ¿Ves?...»

84U Mi propia valia como cristiana. Cfr. aquí (II, 1, 79 y sigs.) las consideraciones de Sita, la hermana de Saladino, sobre el orgullo de ser cristiano.

844 Kaiser Federico, llamado Barbarroja (1121-1190), que murió durante la primera cruzada en Asia Menor, vadeando un rio.

ACTO SEGUNDO

9 La horquilla... —Wahrig: «Ataque de un peón o un caballo a dos figuras adversarias». Sobre el juego de ajedrez y Lessing, cfr. re­cientemente E. M. Batley, Ambivalence and Anachronisme in Lessing’s Use o f Chess Terminology. LYB, V, 61-81. Sobre el juego en general, cfr. EE. págs. 20, 524 (5), 525 (10), 397.

26 Mil dinares; ni un naserin más. — El diñar era moneda arábiga, sin figuras, de oro, que imitaron los cruzados (H. Gobel). El naserin era una moneda pequeña, denominada asi por el califa Nasser; era de plata, y fue acuñada en Siria y Egipto en tiempos de Saladino (Boido Lecke).

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43 Jaque doble. — Jugada por la que una pieza, además de dar jaque al rey, ataca directamente una pieza (cfr. Ramón Ibero, Diccio­nario de q/edrez, Barcelona 1977, pág. 83).

49 ¿Sólo con la pieza? — Los comentaristas no han prestado aten­ción a este alfilerazo de Sita a su hermano, siendo asi que no hay una pareja en vigencia. (Natán es viudo, Daya es viuda, sobre Sita planea bodas el sultán, y la pareja más en vistas resultará fracasada). Cfr. Horst S. Daemmrich, «The incest motif in Lessing's Nathan der Weise and...», en The Germanic Review, 42 (1967), 184-196.

68 Las piezas lisas... — Las fichas del ajedrez islámico no deben reproducir figuras animales o humanas; son lisas. Y éstas empleaba Saladino cuando jugaba con una autoridad religiosa, como el imán. Pero era liberal y, al parecer, jugaba más con fichas labradas que con lisas... Así se excusa de la distracción sufrida.

83 Hermano de Ricardo. — En los tratados de paz del 1192, se combinaba el matrimonio de Melek el-Adel, hermano de Saladino, con la hermana de Ricardo, y el de un hermano de Ricardo Corazón de León con Sita. El plan no se llevó a cabo porque los obispos exi­gieron la abjuración de Melek y que abrazara el nombre de cristiano. Este cruce de matrimonios debió de darle la idea final del Natán. apuntada en los bosquejos, según Demelz.

104 El nombre, el nombre. —«Porque se puede ser algo sin llevar el nombre», piensa Lessing (Diálogos para francmasones, EE, pági­na 620). Sita expresa una idea reverente de Cristo, aun negando, como musulmana y liberal, la exclusividad histórica de la revelación cristiana. Pero señala sobre todo el aspecto práctico que, por una parte, al fijarse en el nombre exclusivo de Cristo, barre el campo de nombres de hombres buenos por quienes también habría que guiarse; por otra parte, al tener por bueno cuanto se piensa haber dicho o hecho Cristo, se pierde el criterio interno para avalorar las conductas, resultando que algo no es verdad porque es verdad ni es bueno porque es bueno, sino porque lo dice Cristo. En esa con­fianza u obediencia, señala un peligro grave Sita.— «¿Qué me im­portan a mi los nombres?», escribió en otro contexto una vez Les­sing en carta a Nicolai.— La doctrina de Sita, que es la lessinguiana, no presupone la negación de la divinidad de Cristo (cfr. mi trabajo «Quimera y anagnórisis», en EE, págs. 100 y sigs., y nota 16).

112 El amor con que el Creador equipó... — En el lejano 17S3, en las recensiones que escribía para el Berliner Privilegirte Zeitung, hizo una recensión sangrienta sobre una obra que acababan de quemar en París mandando a la cárcel a su autor, soldado de la guardia real. Moralizaba este francés diciendo que sólo quien tiene religión (cris­tiana) puede ser «un buen padre, un buen hijo, un buen esposo, e incluso un buen amante» (LM, V, 144 y sigs., 145,1-8).

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NATÁN EL SABIO 253

ESCENA SEGUNDA247 «Un vestido, una espada, un caballo —¡y un Dios!»—. La tradi­

ción atribuye esta sentencia a Saladino, «el. más atractivo de todos los grandes personajes de la época de las Cruzadas» (Steven Runci- man. Historia de las Cruzadas, III, 75). Entre las leyendas que corrie­ron sobre su sencillez, señorío y liberalidad, y sobre su amor a la po­breza, transmite una el escritor francés Vicente de Beauvais «según la cual cuando Saladino yacia en su lecho de muerte llamó a su abanderado y le rogó que recorriera Damasco con un trozo de su mortaja en lanza izado, proclamando que el monarca de todo el Oriente no podía llevar consigo a la tumba nada, salvo ese paño» Ubid.. 76).

266 «... mi Dios. Se contenta ya con tan poco: con mi corazón.» Cfr. Leibniz (Discurso de Metafísica, n. 36): «... para hacerlos perfec­tamente felices sólo quiere (Dios) que lo amen».

270 O estrangular por lo menos... — A los funcionarios infieles del Estado, se les estrangulaba «con un cordón de seda» (Bodo Lecke).

332 Yparsis. Adeptos de Zaratustra. La ortodoxia islámica tenia a los parsis por paganos (Hans-J. Schoeps. Religionen, Gütersloh 1961, pág. 109). Cfr. Goethe, O. C., I, págs. 1650 y sig. (Aguilar). La alusión es importante porque en una obra donde tan expresa­mente se trata de las tres grandes religiones del Próximo Oriente y de la civilización mediterránea y occidental, se nombra a una cuarta religión de revelación. Los anillos son tres o los que sean.

334 Que no haya oido hablar yo de ese hombre... — Bosquejo (LM, NB. 99, 19-23):— «¿Por qué no lo conozco? —Te ha oido decir: Feliz quien no nos conoce; feliz aquél a quien no conocemos».— Boxberger («Zu Lessings Nathan», en Zeitschrift Jtir Deutsche Pliilo- logie, 6, 1875, págs. 314 y sig.) atribuye esta sentencia a Alejandro Magno, según D'Herbelol, Bibliothéque Oriéntale, pág. 298: «II disoit: Heureux celui qui nc nous connoít point et que nous ne con- noissons point; car si nous connoissons quelqu'un, cela ne lui sert qu’a prolonger la journée de son travail, ct lui diminuer son someil.» Boxberger cita además los Cuentos brahmánicos, editados por RUckert, donde se dice: «Dos peligros corres en compañía del que manda: si lo obedeces, comprometes tu fe; si no lo obedeces, comprometes tu vida; asi que lo más seguro es que ni te conozca ni le conozcas.»

ESCENA TERCERA

365 Las tumbas de Salomón y David... — Según Flavio Josefo (Antigüedades Judias. 7, 15, 3; 13, 8, 4), Salomón depositó en el se­pulcro de su padre David grandes tesoros. Más de mil años después.

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obtuvo de allí inmensas cantidades el sumo sacerdote Hircano. También Herodes visitó con fortuna el sepulcro. Pero nadie llegó a las celdillas sepulcrales de David y Salomón (Schuster- Holzammer, Historia Bíblica. I, nota 554); cfr. también Boxberger, loe. cit., pá­ginas 306 y sig.). II Paraiipómenos, 9, 13-14 informa bien claramente del origen de las cantidades de oro que cada año llegaban a Salo­món, además del extraido de las minas: «el que recibía de nego­ciantes y comerciantes, de todos los reyes de Arabia y de los gober­nadores de la tierra, que recaudaban oro y plata para Salomón». Esta cita del Antiguo Testamento es oportuna porque en su mismo sentido rectificará Saladino el tono de fabulosa riqueza mágica con que se alude a las tumbas de los dos grandes reyes de Israel como fuente inagotable de riquezas. En efecto, Sita se hace eco de la leyenda del Talmud sobre el sello de Salomón que hechizaba los es­píritus, pero que «con la secreta palabra poderosa» saltaba y confe­ría poder sobre ellos. Mas, frente al dinero muerto —de herencias y pleitos—, preferirán el dinero vivo, el del comercio.

ESCENA CUARTA424 Está naciendo algo completamente distinto. — Decía Lessing

que él estaba muy atento a «los nacimientos» que se producían en las almas de sus amigos. La categoría «nacimiento» es bbhmiana y al leibniziano Lessing le sirve para expresar el carácter monádico de lo vital: lo vital surge del individuo y no puede venir de fuera. Aquí hace Lessing/Natán una aplicación pedagógica de dicha categoría, mostrándose dispuesto a que aparezca algo «completamente dis­tinto» e inesperado (para Reha en este caso). Cfr. Jacob Bohme, Aurora. Madrid, 1979, indice de materias (edición del autor).

431 Cuando tu corazón se aclare... — Expresión de la dialéctica co- razón/razón, vivencia oscura/expresión racional..., propia de la mónada (Cfr. Leibniz, Monadologia, 60).

441 Volver a derecha, a izquierda... — Reha habla como su padre (cfr. I, 1, 7). Su consideración sobre el tanteo y duda del templario, asi como el contrapunto del comentario de Daya (dar mis vueltas en tomo al monasterio), son inconscientemente simbólicas.

ESCENA QUINTA

465 ¡Que un hombre pueda desconcertar tanto a otro hombre! — Las distancias entre los hombres, como consecuencia del hecho social y religioso, pueden ser excesivas, pueden acabar por separar más de lo que se sienten distintas y separadas entre si ciertas especies de animales. Cfr. EE. págs. 614,616 y sigs.

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NATÁN EL SABIO 255

473 Dirigirme a vos. — En el bosquejo (LM, NB, 102, 106 y si­guientes):

T em plario .—J ud io , ¿có m o te a tre v e s a d irig irm e la palabra de ese m o d o ?

N atán .—A h , qu ien saca a un h o m b re del fuego no m e te en el fuego a o tro .

503 Soy hombre rico. —En el bosquejo dice Natán que por pri­mera vez en su vida se siente pobre llbid., 102, 113 y sig.) a causa de lo inmenso de su deuda por la salvación de Reha.— En su juvenil comedia El Judio crea la figura, que escandalizó, de un judio que «es rico, lo dice de si mismo, que el Dios de sus padres le dio más de lo que necesita...» (LM. VI. 161, 17ysigs.).

542 Demasiado honesto para ser cortés. Una interpretación bien­intencionada de una forma de descortesía, según es norma de la pe­dagogía lessinguiana.

553 Todas las naciones... — Cfr. Diálogos para masones, EE, página 617.

575 El pueblo elegido... — Cfr. Deuteronomio, 7, 6: «... porque eres un pueblo santo para Yavé, tu Dios. Yavé, tu Dios, te ha elegido para ser el pueblo de su heredad entre todos los pueblos que hay sobre la tierra». — El novicio y joven templario ejerce crítica filosó­fica y progresista. Lessing dijo escoger el tiempo de las Cruzadas para situar su poema dramático porque «por su realización cargaron [los Papas] con la responsabilidad de las más inhumanas persecu­ciones de que se haya hecho culpable la superstición cristiana...» Cfr. aqui III, I, 39 y sigs.: Ese Dios acababa por apropiárselo el hombre.

608 Serena lomanama... — Cfr. Educación del género humano (EE. página 573): La inmensa lejanía o lontananza en que se ve la posibi­lidad de que se reúnan en un abrazo los hombres procedentes de di­versas religiones. La última escena del Natán es un momento de ese abrazo.

ESCENA SEXTA

En el bosquejo preparó el siguiente diálogo (LM. NB, 103,4-18):Natán.—¿Has visto, Dina?Dina.—¿Está amansado el oso? —¿quién va a poder resistírseos?

A un hombre que puede hacer el bien y que quiere hacerlo.Natán.—Vendrá a casa. Ella lo verá, y se curará —como no se

ponga más enferma.— Porque, verdaderamente, es un muchacho magnifico. Un amigo asi tuve en mi juventud, que era cristiano. — Por él quiero a los cristianos, aunque me haya de quejar amarga­mente de ellos, también.

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ESCENA SÉPTIMA

689 Más de lo que deseaba encontrar. — Frente a quienes sólo quieren encontrar lo seguro y lo que ya saben —y se sabe—, en la metodología y la ética lessinguiana es principal estar a la espera de lo inesperado. Cfr. aquí II, 4, 372 y sig.; EE, págs. 403 y sig. (Herme- síana), asi como la alcurnia leibniziana de este talante metafisico pre-metodológico (ibid., 334 [encontrar]) A continuación hablará de las imágenes que quedan dormidas en nosotros por largo tiempo hasta que algo, más o menos casual, las despierta... — La armonía resultante de una vida atenta a si misma no puede menos de ser, como la armonía monádica, «difícil».

693 La estatura de Woff... — Wolf es el amigo cristiano de su ju­ventud, del que hablaba ya en el bosquejo de la escena sexta.

ESCENA OCTAVA

7IS TU misma conciencia... — Este ruego de Natán es conmove­dor. Daya sigue lo que cree los intereses de su religión y del alma de Reha, atropellando la vida y la familia, y a su propia conciencia, como tampoco puede ser menos. El conflicto moral está claro desde la escena primera del primer acto (59 y sigs.). La «buena de mi mala Daya», dirá Reha (V, 6, 421) reflejando sin duda la tolerante actitud de su padre capaz de comprender que haga disparatados daños con propósito de religión, y así, de quererla y mantenerla en la casa. Pues que la que ejerce aquí Natán es la que Ortega llamaba «tolerancia activa», o sea, ayuda al otro para que ponga en marcha su propia conciencia y se esfuerce por cuadrar las cuentas tomando en cuenta todos los factores que a la vista están. Y esta tolerancia la ejerce mientras ve de sobra, en las cortedades de Daya, las orejas del lobo de la traición estúpida, de obediencia, de miedo, de fideli­dad a todo menos a la propia conciencia.

ESCENA NOVENA

756 Hasta las uñas de los pies. — Para su colección de refranes, recogió de Sebastián Franck uno que, del insaciable, dice: «está hueco hasta las uñas de los pies» (Bodo Lecke).

762 Vuestro dinero... vuestros consejos. — Lessing/Natán acepta enseñar, pero no aconsejar; «prefiero darle el último ochavo que me quede a quien lo necesite, que decirle “ haz esto o lo otro”» (Carta a su padre en 1763).

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NATÁN EL SABIO 257

803 Entre mis guebres... — Los guebres son parsis; hasta fines del siglo xviii pudieron mantenerse dentro de Persia en pequeño número. No sabemos hasta dónde llegaba la información de Lessing en este punto, pues presenta a Al-Hafi como asociado a los guebres, que ya están en el Ganges desde el siglo vm como conse­cuencia de las persecuciones islámicas (cfr. H.-J. Schóps, Religionen, pág. 108 y sig.). Sobre la misantropía del derviche, cfr. Pául Her- nadi, «Nathan der BUrger», en LYB, III, 151-159, esp. 1S3.)

832 El verdadero mendigo... —Proverbio oriental, Lessing pudo conocerlo por la traducción de Saa'di que cumplió Olearius: «Des­graciado quien se sienta en trono./EI mendigo, que nada posee, es un rey...» — Hammer, en su Historia de la retórica persa, trae el pro­verbio en relación con un derviche: «Quienes entienden, ven a un principe en el desfallecido derviche./ Alabadlo como al Sa, aunque no posea tierras.» Y H. Kurz cita, del poeta cómico Richard Breme (muerto en 1652), estos versos: «¿Un mendigo? ¿No es el único hombre libre en todo el Estado? Más libre que todos los propieta­rios rurales libres, que ni tienen ley ni juez ni iglesia y que sólo se guian por costumbres antiguas sin ser por ello rebeldes.» (Cfr. Boxberger, loe. cit., págs. 307 y sig.)

ACTO TERCERO

ESCENA PRIMERA

En el bosquejo (LM. NB. 103, 20 y sigs.) había preparado este diá­logo:

R ema.—F íja te , D in a , y n o viene.D ina . —Si se lo ha encontrado Natán camino de la casa del

Sultán, es fácil que piense que tiene que aplazar la visita (Es el motivo de II, 5,480 y sigs. y de 1,4,523 y sigs.).

R ema. —¿Por qué? ¿A solas con nosotras no está seguro?D ina . —¡Inocente criatura! ¿Dónde están seguras las gentes que

no pueden tener confianza en si mismas? ¿Y quién puede confiar menos en si mismo que quien se ha comprometido en votos innatu­rales?

R ema.—No te entiendo.6 Yo quiero vivir sólo... — Muchacha educada por Lessing, a

quien Espinosa enseñó a no pensar en el futuro más que racional­mente, o ensoñando pero sabiendo que el ensueño no es razón ni amenaza exterior. La obediencia a la divina Providencia remite al instante, al presente vivo. Massignon (Parole donnée. París, 1962, página 353) escribe: «Para el Islam, que es ocasionalista y no capta la

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258 GOTTHOLD EPHRAIM LESS/NG

causalidad divina más que en su «eficiencia» actual, no existe más que «el instante... Esa percepción discontinua del tiempo en ins­umes no es pura subjetividad religiosa. El instante... tan inevitable como inesperado...». Cfr. Introducción, III, nou 7. Y el Corán, 21, 3; 26, 218; 37, 174, etc. —Hay un insume que, objetivamente, traerá cada cosa a su tiempo. Éste es el fundamento de la paciencia de Natán.

En interpretación de Leibniz, el fatum mahometanum es discon­tinuo: instante más instante más instante, sin sucesión objetiva.

28 Ver, tocar y oir yo misma. — Las propias sensaciones han de estar en el origen y comienzo del propio camino. En esta antropolo­gía fundamenurá Lessing su teoría de las religiones históricas como circunstancialmente válidas. Esa fuerza convincente del contacto de la percepción con la realidad, es aristotélica. Propia patria y propios padres es el comienzo de lodo camino, cfr. III, 7,458-474.

30 Los caminos del Cielo. — Alusión a Isaías, 55, 9.34 Al pueblo para quienes naciste. — Cfr. «Diálogos para franc­

masones», en ££, pág. 612: «¿Crees que es el hombre para el EsUJo o el Esudo para el hombre?» La misma pregunta hay que hacer de toda realidad «secundaria», es decir, de todo aquello que no es el individuo.

67 Lo más heroico su fe. — La fe que empuja al martirio o la fe mercantil (fe en algo por premios venideros), no le parece lo más heroico de los cristianos— de la actual etapa de la revelación en los cristianos. Cfr. Cardano, en ££. pág. 206 y nou 26.

ESCENA SEGUNDA

95 En Europa, el vino... — La discipula de Natán, que düo antes que lo más heroico de los cristianos no le parece ser la fe (III, 1, 73), añade ahora que el vino hace héroes —en Europa, esa tierra cristiana...— Hay un reflejo del ambiente musulmán, también.

124 Donde tal vez no debería estar. — En el bosquejo (LM, NB, 104, 3 y sigs.) había escrito: «Viene Curd y se prenda extraordina­riamente de Reha. Toma a pecho lo de su voto y se aleja con tal pre­cipitación que deja perplejas a las mujeres». Cfr. aquí II, 1 y más adelante.

133 Lugar donde estuvo Moisés ante Dios... — Cfr. Éxodo, 19 y sigs.; 34, 4 y sigs.

135 Dondequiera que estuviese estaba ante Dios. — La respuesta «espiritual» —dondequiera que estuviera estaba ante Dios— que da Reha, la había leido Lessing en B. Bekker, Bezauberte Weh, obra que estudió (según Danzel, Lessing, I, 3 17). — Aunque el concepto pertenece al meollo de la religión de Lessing.

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137 Subir a ese monte cuesta mucho menos que bqjar. — En la obra de Breuning, Orientalicher Reyss (Estrasburgo, 1612), encontró Les- sing la noticia de que los peregrinos bajaban por un sitio más incó­modo. A Reha le han enseñado ya que hay desilusiones y apeos que cuestan mucho. Eugenio d'Ors, en el Nou Prometeu encadenat. pone en boca de Fuerza (servidora, junto con Hambre, del Tirano) la misma idea: «Llarg ha estat el caml, i no sé si més durs cls descendi- ments que les pujades». — Lessing habla hecho recensiones de libros de viaje por Oriente y, en concreto, por el Sinal (cfr. LM. V, 404).

ESCENA TERCERA

219 Volveré a mirar otra vez las palmeras, y no sólo... —Reha ha sentido vivamente que una cosa es mirar las palmeras y otra mirar al templario bajo las palmeras. ¿Advierte que al pensar en las pal­meras se ensimisma, está en si por identificación?— Ibn Arabi, en su Libro de las conquistas espirituales de la Meca, dedica un capitulo a la palmera como símbolo de la Tierra celeste, la cual es el secreto más intimo del hombre. Símbolo de esta tierra secreta, la palmera es Eva, lo que del Paraíso se trajo el hombre, es «la hermana de Adán, o mejor, la hija de su secreto intimo». —La simbologia de la palmera se enriquece en la teología sunnita, en la sufi, en la chiita.— En el Corán, Maria se arrima a la palmera para parir a Jesús (19, 23). Las comparaciones del Corán entre un hombre muerto y una palmera derribada,1 son impresionantes. Ibn Arabi, sobre la idea de la palmera interior, escribe: «la palmera de tu alma se lanza al Cielo del Espíritu mediante la conjunción con el Espíritu Santo». (Cfr. Henry Corbin, ob. cit., págs. 214-215, 224-225). Y así aparece el ángel propio, el quién.

ESCENA CUARTA

242 No hay minucia... — Lo que para Saladino es la menor de las minucias y el «asqueroso, maldito dinero» (11, 1, 128), «es, para Natán el burgués, un instrumento que hay que tomar bien en serio». Bien empleado, sabiamente empleado, ayuda a todo, en todo. Cfr. Paul Hernadi, «Nathan der Bürger», LYB, III, págs. 151 y sigs., esp. 152.

266 Utilizar cada cosa ateniéndose a su índole. — Habla Sita, pero por debajo de sus palabras resuena el modo de ver las cosas Les- sing/Natán. Mi traducción es tal vez un poco fuerte; podría haber sido: Usar de cada cosa según su naturaleza... Pero entonces el con­texto quedaría menos vertido, pues las cosas de que se habla son las personas, y la naturaleza de que se trata es «el mal» y «los malos».

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260 GOTTHOLD EPHRAIM LESSiNG

El alcance positivo de dicha sentencia, en la mente del sabio Natán, seria procurar la armonía efectivamente posible entre las personas tal como están pudiendo ser. Tal utilización requiere ingenio, agu­deza que es mucho más que «aderezo». Un locus paralelo creo en­contrar en «Diálogos para francmasones», en EE. pág. 620 («Co­nozco y temo tu agudeza...»).

ESCENA QUINTA

305 La voz del pueblo. — La voz del pueblo produce reaccio­nes distintas en Saladino y Natán; cfr. II, 7, 557 y sigs. Cfr. I, 6, 738 y sigs.

305 Hace ya mucho tiempo... — No es verdad; pero en política hay que «bailar».

317 Pruebas ¡o que quieres impugnar. — Saladino ha cogido al vuelo una actitud del polemista Lessing: no se permitirá ni permitirá que se presente falsa o flojamente la opinión del adversario (cfr. Cardano en EE. págs. 204-207): en esas discusiones en tomo a la verdad, «el partido que pierde no pierde más que errores». El error puro no existe y, en su rechazo, se pierde verdad. Hay que procurar entender en toda su verdad al error u opinión que se pre­tende impugnar. Y a la opinión, errónea o verdadera, hay que darle toda su fuerza retórica y dramalúrgica, toda la posible.

349 Cuál es la fe , cuál es la ley que te ha iluminado más. — «Fe» no se dice en sentido estricto, aquí, como creencia en revelación de misterios; sino como sinónimo de religión o, mejor, tradición reli­giosa y social en que se nace. — Rohrmoser «Lessing. Nathan der Weise», en (Das deutsche Drama..., pág. 115) dice que «Saladino no espera en serio una instrucción objetiva, sino que quiere poner en apuros al afamado Natán.»

361 La elección que determina dichas razones... —M. J. Bohler, «Lessings Nathan der Weise ais Spiel vom Grunde», en LYB, III, 123) llama la atención sobre el giro inesperado: no pregunta sobre las razones que determinan la elección sino sobre la elección que de­termina las razones.— Hay una elección previa de lo dado, de lo que se es por nacimiento, de la «fe» social a partir de la que se razona. (Lessing ayudó a Dilthey a encontrar lo que buscaba: la vida como realidad primaria y fontal.)

ESCENA SEXTA

Al encontrarnos a solas a Natán ahora, a este comerciante mayor expuesto a los tientos del Sultán, viene bien recordar que en los flo­rentinos Consejos sobre el comercio, al mercader «se le exige pruden-

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NATÁN EL SABIO 261

cía, sentido de sus intereses, desconfianza frente a los demás, temor de perder el dinero, y experiencia» (Jacques Le GofT, Merca­deres y banqueros de la Edad Media, Buenos Aires, 19644, págs. 91 y sig.). Siempre en guardia por vencer «con el propio ingenio» las añagazas y trampas de unos y otros, de los que tenían en sus manos formas de poder más contundentes (cfr. Vittore Branca, Boccaccio y su época, Madrid, 1975, págs. 115 y sigs. [la epopeya de los merca­deres]).

376 Como si la verdad fuera una moneda. — Cfr. Hans JUrgen SchlUtter, «... Ais ob die Wahrheit MUnze ware. Zu Nalhan der Weise III 6», en LYB, X, 65 y sigs.; Peter Heller, «Paduan Coins. Conceming Lessin's Parable of the Three Rings», en LYB, V 163-171; véase también Michael J. Bohler, I. c.— La Florencia de los Medici ha hecho una experiencia de universalidad muy viva con su dinero sólido, frente a dineros y demás productos, incluidas las formas de religiosidad, acuñadas o garantizadas por mera estam­pilla, acuñación superficial o garantía incontrolable (cfr. Alberto Te- nenti, Florencia en la ¿poca de los Medici. Barcelona, 1974, pág. 63).

¿Hay criterio para sopesar la religión por su valor interno, por la materia misma de la moneda?

399 Se les alimenta con cuentos... — Cfr. «Educación», núme­ros 50-52, en EE, pág. 585.

ESCENA SÉPTIMA

410 Cuando es necesario y conveniente. — Jehuda Ha-Levi, en el Cuzary (IV, 16) distingue entre el conocimiento de Dios por «deley- tación y visión Prophetica» (y entonces se le conoce como Yavé, y es el «Dios de Abraham») y el conocimiento de Dios «por especula­ción y raciocinación intelectual» (y entonces se le conoce como Elohim, y es el «Dios de Aristóteles»). La primera clase de conoci­miento de Dios produce una suerte de furor entusiasta que «trahe al hombre que la alcanzare, a que entregue su vida por el amor de Dios y que se dexe matar por su causa», mientras que en cambio «la raciocinación filosófica juzga que se deve exaltar a Dios, en cuanto esso no fuere de daño, y no causare molestia...» — Jehuda Ha-Levi dice que la opinión de Aristóteles está puesta en razón. Cfr., también, ibid., 18,19.

413 Amejorador del mundo y de la ley... — En su lectura del Marín, II, 120, anotó Lessing que «entre los títulos que ostentaba Saladino estaba el de amejorador del mundo y de la ley» (LM, NB, 114, 15 y sigs.).

417 Que te cuente una historieta. — Rohrmoser (I. c., página 115) nota que «Natán la llama historieta, más acertado que llamarla pará­

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bola». Quiere dar a entender, en mi opinión, que la fábula (de la vida) predomina tanto que la comparación que expone la parábola casi no se siente ya como'tal. La «novella», en efecto, su argu­mento, podía ser conocido de antemano: la cuestión radicaba en quién la contaba y en cómo la contaba, es decir, en cómo se la hacía rozarse con la vida (cfr. Fischer Kolleg, Literatur, 1979*, pági­na 172). Por eso, la precaución de si se sabe o no contar... — Esa re­lación de la novela con el autor y el auditorio, la trató expresamente Goethe. La invención es eso.

428 A tos ojos de Dios y de los hombres... — Düntzer refiere este lugar a Lucas, 2, 52 («Jesús crecía en sabiduría y edad ante Dios y ante los hombres»), texto que forma parte del ‘evangelio de la in­fancia' (de S. Lucas.).

484 Escrita, u oralmente transmitida, [es lo mismoJ. — Bien deda hace ya un siglo Boxberger (Zu Lessings Nathan, I. c., pág. 308 y sig.), que la demostración que aquí comienza «no es de sabor oriental» sino que se relaciona con la pretensión de fundamentar históricamente (con todo el aparato científico y su prestigio) la verdad exclusiva de una secta. Boxberger alude aquí a Reimarus (el anónimo) que demostraba no ser posible tal solución científica, entre otras cosas porque las discrepancias de gente del calibre de un mufti, un rabino, un Belarmino, un Grocio, un Gerhard, un V¡- tringa con toda su ciencia, sólo se explican si están condicionados, como es el caso, por un dulce prejuicio más fuerte que la ciencia, a saber, por la tradición patria y paterna, la religión de su infancia, ese dulce «engaña» pedagógico, o «error» también providencial (cfr. «Educación», prólogo, en: EE, pág. 573).

492 Crea yo a mis padres menos que tú a los tuyos. — En la Drama­turgia (Frag. 20), comentando Olintoy Sofronia (una pieza no sin re­lación con un importante tema del Natán, como veremos) dice que el Tasso hace que Clorinda se convierta al cristianismo, pero sólo en su última hora, sólo poco después de enterarse de que sus padres pertenecieron a esa religión: «delicada, notable circunstancia mediante la cual se trenza la acción de un poder más alto con la serie de sucesos naturales».

526 ¿Sólo actúan hacia atrás y no... hacia afuera? — Es decir, «hacia atrás» determinando la fundamentación histórica de un de­recho exclusivo, de un privilegio y predilección que desnivela y desi­guala con los hermanos; y «no hacia afuera» porque no orienta hacia el amor a los otros, a los demás. Los anillos, asi, serían histó­ricos y egoístas, no racionales y universales. (Faltaba apenas una ge­neración para el estallido de la Revolución. Paul Hernadi [1. c., pá­gina 154]: «Libertad, Igualdad, Fraternidad: esa burguesa y casi re­volucionaria salida de la historia, la prepara Lessing ya en la primera parte de la parábola de los anillos»).

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NATÁN EL SABIO 263

536 Tomad ¡a cosa como os la encontráis. — En el Cardano (EE, página 201) ya se habla de que algunos de «los mismos judíos, que gozan del respeto de los cristianos y los mahometanos, mandarían a éstos seguir su propia ley», es decir, tomar las cosas como se las en­cuentran. Es la actitud en que está ya el rey Don Pedro el Viejo, que no se fía de quien se pasa de religión o ley. Es un estado de madurez comparativa cuyo meollo quiere convertir Lessing en dato racional por la via de lo práctico.

552 Dentro de miles de años... — La paciencia leibniziana. Cfr. «Educación», nota 90, en EE, pág. 593.

ESCENA OCTAVA

636 Acción: y yo... me limito a sufrir. — Cfr. aqui IV, 692 y sigs. El «fatalista» cspinosiano Lessing, señala en la acción la esencia del hombre, desde bien pronto. Cfr. «Herrnhuter», en: EE, pág. 146: «El hombre fue creado para la acción...» Actuando su fondo en per­fección que alegra, se hace el hombre: Bene fac et laclare! (Espi­nosa).

641 Allá donde estemos al morir... — Cfr. Dilthey, IV págs. 415 y sig., sobre las suposiciones de Lessing acerca de una transmigra­ción del alma por cuerpos celestes.— En algún lugar de su obra, cuenta Lessing un momento nocturno de concentración pensando en un amigo difunto; es impresionante la fe de este hombre en la (difícil, inexplicable...) comunicación universal.

654 Püra et cielo paterno. Cfr. Ruth K. Angress, «Dreams that were more than dreams», en Lessing’s Nathan, en LYB. III, 108 y sigs., esp. 112: el cielo paterno es el cielo de Jerusalén donde ahora se encuentra, diverso del cielo alemán, suebo, de su infancia, con todo lo que en la cabeza allá le embutieron...

664 ¿La de Natán? —Entre el padre y Natán, es decir, tradición y sabiduría. Lo patrio y paterno y la vuelta a ello, como pasado y punto de partida, es liberador —de cuantos quieren encuadrar el futuro en lo paterno. De la patria a la sabiduría.

ESCENA NOVENA

702 Trabas que son muy posteriores. — Los impedimentos de reli­gión que son posteriores a las leyes naturales, y que podrían impedir el matrimonio entre cristiano y judía.

713 Con vuestros propios pensamientos os sorprendo... — Cfr. aqui II, 5, 534 y sig. («¡Ah, y qué serena lontananza...!»), y IV, 4, 394 y sigs. («La muchacha misma con que me ceba...»).

739 Bastardo (Baukert). Cfr. LM. Vil, 361, 35-362, 1-24.

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ESCENA DÉCIMA

767 Vuelven la luz y el orden. — Lessing describe en diversas oca­siones estas crisis que oscurecen y confunden al hombre y de las que sólo se sale poco a poco. Cfr. I, 1, 70 y sigs.; IV, 7 ,67S y sigs. — La estructura de esas crisis, más o menos graves, la aprendió de si mismo, y en su biografía se registran momentos tales.

819 Hay en un asunto más sentido del que sospechamos... — Es prueba de que, por lo que sea, Daya está haciendo trabajar a su inte­ligencia (todavía no a su conciencia) en el mismo sentido por cierto que el templario en II, 7, 596 y sigs. («No pocas veces sucedió que la mirada del investigador encontrara más de lo que deseaba en­contrar»).

823 En lugar del Salvador pongo la divina Providencia... — El tem­plario, seminarista listillo, es deísta —excluye el dogma soterioló- gico—. Hijo del siglo, ha llegado a una herejía que no necesita, ha llegado por moda. Pues, como se verá, aún no vive el deísmo como virtud.

906 ¿Dejó también a la muchacha en esa ilusión?... — Cfr. «Educa­ción», núms. 51, 55, (EE. págs. 585 y sig.), la misma distinción entre niñez y adolescencia, aplicada a la educación de un pueblo.

ACTO CUARTO

ESCENA PRIMERA

En el bosquejo de esta escena primera, habia escrito: «El her­mano lego cree que Curd se ha arrepentido y se ofrece (ahora), contra su propia conciencia, para todas las cosas que le propusiera ¿I con anterioridad. Lo lamenta; lo que tendría que haber hecho es obedecer y cumplir el encargo que tenia para él.»

35 Poniendo en la balanza la carne y la sangre... — Es aplicación de Mateo, 16, 17 («Esto no te lo han revelado la carne y la sangre»). Cfr. también Juan, 8, 15 («Vosotros juzgáis según la carne»).

68 Una sentencia o un consgjo. — Cfr. III, 7, 514. Aqui se distin­gue, además, entre el consejo formal y el sencillo consejo. La sen­tencia, como ultima palabra, no tiene lugar en la Estética lessin- guiana.

78 Hombre de un solo cuidado..., a saber, el de obedecer al supe­rior y, asi, no equivocarse nunca.

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NATÁN EL SABIO 265

ESCENA SEGUNDA

En el bosquejo escribe: «El patriarca da pruebas de querer hacer merced tras merced. Le promete (al templario] la chica, y le pro­mete obtener del Papa la dispensa de su voto si quiere volver a con­sagrarse por entero al servicio de los cruzados. Curd ve que eso con­duce a una completa traición, se indigna y resuelve dirigirse a Sala- dino en persona». — Hay que recordar ahora que Lessing no quiso satirizar. Mas, por lo visto, resultaba fotográfica la figura. Cuando se estrenó el Natán en Munich de Baviera, la censura suprimió al personaje del patriarca, mientras que en Viena lo convirtieron en un gran comendador (y al lego en su criado) (cfr. P. Demetz, Nallian der Weise. Dkhmng and Wirklichkeit, Berlín, 1970, 154). En el primer ( -3 ) Anti-Goeze, le pasaba la palabra al Pastor del siguiente modo: «El turno de hablar le toca a Vd. ahora, y eso aviva mi deseo de ver hasta dónde llegará su Exegélica haciendo ridicula la palabra de Dios a los ojos del hombre razonable».

96 ¡Vaya, y qué joven! — Compárese con la reacción de Natán (aqui II, 5,407): «¡Por Dios, un mozo, todo un hombre!»

97 Algo se podrá sacar de ahí... — Cfr. 1, 1 (donde Natán le dice al derviche que no está bien dejarse hacer...).

103 Gloria y pro... — Anota H. Gobel que el pro(Frommen) in­cluye la idea de utilidad.

103 La razón que Dios le dio... — Como trasfondo de la argu­mentación en favor de la obediencia y en contra de la independencia de la razón, que desplegará aqui el patriarca, señala Boxberger (loe. cit., pág. 310) un texto de Reimarus (el ‘anónimo') donde éste de­nuncia la calumnia de la razón que practicaban los predicadores para apartar a las gentes «de hacer uso de su razón, el don más noble de la Naturaleza». —Lessing denuncia como una forma tai­mada de fanatismo la conducta de quienes, «esa ciega fidelidad», buscan mantenerla «sustrayéndola a una investigación Tria, preten­diendo persuadir de que es inaplicable a ciertas cosas» y negándose a llevarla «más allá» de la que ellos mismos quieren llevarla» («Sobre un tema prematuro», en EE. pág. 355).

116 Por medio de un ángel... — Robert Pitrou cita a este propó­sito Malaquias, 2,7.

153 El señor puede recurrir al teatro para eso... —Lessing refleja aqui el incidente en que el Pastor le mandó a hacer teatro si seguía llevando la discusión como lo estaba haciendo: Vd. tiene una lógica de teatro, le dijo.— Lessing pone en boca del patriarca la distinción justa entre la lógica de púlpito y la lógica de teatro. Éste se ocuparía en hipótesis, en posibles, en cambios — mostrando su posibilidad in­terna—. Mientras que el eclesiástico se atendría a ciertas factici-

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dades. La carga revolucionaria de la distinción de Lessing y de lo que representa la lógica de teatro, quedaría latente hasta Brecht.

174 Lo que la Iglesia hace a los niños... — El padre de Reha, que es musulmán, entrega su hija a su amigo Natán, que es judío, el cual le pone a la niña un aya cristiana... Pero no suelen ocurrir asi las cosas. Cfr. aquí V, 6, 429 y sigs. Recientemente, D. Eluser, judio, repetía el argumento de Natán, citando a Lessing («Jesús, in­terrogante para judíos y cristianos», en Concilium. 98, 1974, pági­nas 274-276).

178 Fuera mejor perecer miserablemente... — Ejemplifica aquí Les­sing las deformaciones de la vida a que conduce el plazo fijo de la es- catología individual. Cfr. EE. págs. 119-130 (de mi trabajo «Qui­mera y anagnórisis»).

ESCENA TERCERA

245 Los donativos en el sepulcro — Ya Boxberger deshizo la in­terpretación incomprensible desde el punto de vista del mismo texto, de que Saladino cobraba impuesto a los peregrinos que que­rían visitar el Santo Sepulcro. Al contrario; Saladino hacia donativos a los peregrinos cristianos que visitaban el Santo Sepulcro, asi como a los musulmanes que visitaban la Meca. Además, daba viático, es decir, dinero para el camino de vuelta. —Boxberger dice que el último «que no...» hay que completarlo del siguiente modo: «Que no dé pie mi pobreza a que empiecen a decir en Occidente que vuelvo a perseguir a la Iglesia»—. Facilitar la vuelta de los pere­grinos, era cuestión de orden público, además (cfr. Ibn Jubaya, «al- Rihlah», en The Middel East yesterday and today. D. W. Miller & C. D. Moore, págs. 87 y sig.).

ESCENA CUARTA

En el bosquejo había escrito: «Curd y los anteriores. Sita baja su velo para poder estar presente en la audiencia. Curd, a los pies de Saladino. Saladino le confirma el regalo de la libertad con la condi­ción de que no vuelva al servicio contra los musulmanes, sino que se vuelva a su patria. Le alaba a Natán. Curd pone objeciones en parle. Dice que es un judío, prevenido sólo en favor de la supersti­ción, y que no hace más que dárselas de filósofo, como tal vez le de­mostrará sin más tardanza la queja del patriarca.

Deja al patriarca fuera de juego, dice Saladino, y di tú por ti mismo lo que sabes de él...».

295 No va ni con mi estado... — Según leyó en el Marín (I, 249) Lessing, «los templarios hechos presos no podían ofrecer por su res-

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cate más que el cingulum & culiellum, el cinturón y el puñal» (LM. NB. 114,19-21).

305 En qué cueva estuviste durmiendo. — Alusión a la leyenda de los «Siete Durmientes», tras alguna de cuyas versiones está la sura del Corán. 18, 9-26 (los durmientes de la caverna). Cfr. la nota de Julio Cortés, El Corán (Editora Nacional), pág. 361. El tema común es el de la persecución religiosa de la que se salvan unos jóvenes refugiándose en una cueva, donde están dormidos y velados por el poder de Dios, que los despierta luego, pasado Dios sabe cuánto tiempo. Goethe escribiría un poema sobre el mismo asunto (cfr. O. C. (Aguilar), I, págs. 1664-1668).

305 En qué tierra encantada... — «Ginnistan» en el original. El mismo Lessing explica: lugar de genios y dáimones.

321 De chilaba... — En el original «Jamerlonk», «la sobreveste amplia de los árabes» (Lessing).

323 Que a todos los árboles les salga la misma corteza. — En otro lugar, empleó la metáfora de los pájaros y su variedad de «plu­majes». Cfr. Américo Castro, La realidad histórica de España. México, 1954, págs. 219 y sigs., sobre el ideal de tolerancia realizado durante cuatro siglos en España, en los reinos hispánicos.

428 El sabio padre... — Sarcástica la ironía sobre el sabio Natán. 444 No pierde su poder sobre nosotros. — Pero ese poder no es una

razón. El valor de la actitud se mide por lo que pensamos ante una situación personal, no por lo que pensamos en una situación perso­nal, piensa Lessing. (Un hombre, mostrado sobre un tablado a chusma hostil, obligado a dar vivas contrarios a sus convicciones, susurraba: «No hagáis caso de lo que dice un hombre arrodillado y atado como estoy.» —Sucedió en un lugar donde un dia reinara el espíritu de la parábola de los tres anillos.)

444 Los que se ríen de sus cadenas. — Porque no se trata de reirse —ni de llorar—. Sino de comprender (Espinosa). Y, luego, es la alegría de la seguridad.

470 El fanático tolerante. — Cfr. sobre la tipología del fanatismo, «Tema prematuro», en EE, pág. 355: «Todos los fanáticos son tan prudentes que saben exactamente cuál es la máscara que se han de poner en cada momento. Hay una máscara buena para los tiempos en que dominan la superstición y la tiranía. Tiempos más filosóficos requieren una máscara más filosófica.»

480 En esa palabra. — El original dice «silaba» (por Chrisl).490 De tu populacho. — Cada pueblo tiene su populacho (Póbel),

y del populacho forma parte por lo menos parte de la aristocracia, según Lessing. Cfr. Helmut Gobel, nota ad loe.

492 No seas cristiano por despecho hacia algún judio, hacia algún musulmán. — Las cruzadas nacen como un intento de unir a la Cris­tiandad orientándola hacia un enemigo común (cfr. Lortz, Historia

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de la Iglesia. Madrid, 1961, pág. 248). El cristianismo cruzado ha estado vivo y vigente en la Europa continental durante la primera mitad de nuestro siglo. La himnología de las juventudes cristianas lo declararía, aclarando muchas cosas del «paladín cruzado de la fe», según letra (antigua) de las Juventudes Católicas de España.

510 Carne de cerdo. — Como cristiana, hubiera podido comer carne de cerdo. No asi como judia, o musulmana. — En el bosquejo (LM. NB. 112, 9 y sigs.) había preparado la siguiente pregunta de Natán: «¿Es menos cristiana acaso por haber llegado a los diecisiete años en mi casa, sin comer carne de cerdo?»

ESCENA QUINTA

516 ¿ Cómo has podido olvidarle de preguntar por sus padres ? Y en particular, probablemente, por su madre. — D. Friedlander informa de que Lessing había planeado y escrito que Saladino le preguntara al templario, con objeto de explicarse el parecido de éste con su her­mano Assad, si acaso su madre había estado por Oriente; y que el templario contestara: Mi madre, no ; mi padre, si. — La respuesta recordaba una anécdota del tiempo de Augusto (Pauli, Schimpf itnd Ernst, 1597), que acababa de recordar Wernike (Poelische Versuche. 1763) y que tenia una versión medieval negra: Bonifacio VIII se habría encontrado un guarro macho que se le parecía y le habría pre­guntado si su madre había estado en Roma, a lo que respondiera el guarro que su madre no pero su padre si. — En carta del 19 de marzo de 1779, rogaba Lessing a su hermano Carlos transmitiera a Moisés Mendelssohn su gratitud por la indicación que le había hecho llegar. Parece ser que Mendelssohn manifestó que ese chiste no estaba a la altura de Lessing. Y Lessing suprimió el paso.

Los romances de frontera, de toda clase de frontera, eran más finos:«Yo te la diré, señor, lia verdad) —aunque me cueste la vida—, porque soy hijo de un moro — y una cristiana cautiva.»

(Romance de Abenamar. En el Rom ancero viejo, pég. 61, Ed. de Mercedes Díaz Roig, Madrid, 1977.)

ESCENA SEXTA

589 Vuelve a ser lo que es... —Cfr.III, 10,823 y sigs.592 Amontonando brasas... sobre vuestra cabeza... — Es cita de Ro­

manos, 12, 20, donde San Pablo lo refiere al modo de tratar al ene­migo, haciéndole bien, y cita Proverbios, 25, 21. — Sita hace exé- gesis por su cuenta.

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ESCENA SÉPTIMA

641 Como indemnización... — Como indemnización estética. Cfr. EE, págs. 299 y sigs.

648 En et monte de la Cuarentena... — Desde el tiempo de las Cru­zadas llámase de ese modo al monte donde Jesús ayunara durante cuarenta dias.

662 En el [montej Tabor... — Donde Jesús se transfigurara y con­versara con Moisés y Elias. Saladino destruyó el claustro y la iglesia que allí había. (Bodo Lecke).

675 El verdadero pecado contra el Espíritu Santo... — Cfr. Mateo, 12,31.

696 Gaza... — Ciudad portuaria en Palestina, en la ruta a Egipto.698 Darun. — Al sur de Gaza.703 Ascalón. — Ciudad portuaria al norte de Gaza. En el si­

glo xii lucharon e n torno a ella, en diversas ocasiones, musulmanes y cristianos.

739 Nuestro Señor mismo fue Judio. — Lessing cree que la doctrina que enseñó expresamente Cristo fue doctrina judía y que no se salió del marco del judaismo. El empeño lessinguiano por acercar el judais­mo al cristianismo, se propone que reconozcan entrambos lo muy implicados que están y que cada cual sepa ver al otro en si mismo. Porque sólo así se podrá captar, en paz y tranquilidad, lo que repre­senta, además, el uno junto al otro, y cómo lo representa. Es una exigencia elemental de método y pulcritud que hay que imponerle al entusiasmo y a la fe heredada, tan proclive al orgullo en religiones de predilección absoluta, universal. Y, por lo que hace al cristia­nismo, a las iglesias y sectas cristianas, sólo con un ajuste claro y dis­tinto con el judaismo y el Antiguo Testamento, podrán protegerse de las involuciones paleotestamentarias que admite y autojustifica la que se dice religión del amor o neotestamentaria, cuando, de golpe (pero después de un siglo revolucionario laico, que, por lo demás, ha laicizado la lucha por «el pueblo de Dios» llevada a cabo en Israel por mesias, caudillos, reyes, jueces y profetas), esas mili­cias selectas que son las clerecías, se sienten sacudidas por una teo­logía de la revolución y la liberación que es Antiguo Testamento puro, teología de Israel pura, tal como era antes de ser asumida en el Misterio de Cristo como precedente o profecía tipológica. Para aclarar y distinguir lo cristiano, pues, es indispensable mantenerse en la cercanía de la teología del Antiguo Testamento y de la teología que haga siempre Israel (ese antiguo testamento estructural e inevi­table de todo lo cristiano, sobre todo de lo cristiano cruzado o ague­rrí liado). La distancia que la Iglesia Católica quiso poner entre si e Israel, durante un milenio en que aprovechó los momentos más

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dramáticos de su Liturgia para increpar y maldecir a los judíos, le impidió más que te dificultó muchas cosas, y es la causa de que el ca­tolicismo esté sufriendo hoy las reversiones espasmódicas al Anti­guo Testamento y su teología bélico-religiosa, con siglos de retraso sobre las sectas de la época de la Reforma. Perdiendo con ello su ocasión tal vez: probar, en la historia humana llena de héroes he­lenos y macabeos, lo que se puede hacer resistiendo al mal de otra manera, creyendo en que se ha de encontrar y va a ser posible en­contrar otras maneras de resistirle. Pero no; visto con ojos entor­nados, los altos bicornios episcopocráticos en la historia de Europa, no evocan más que imágenes de Josué y sus muchachos... Como el Romance del obispo don Gonzalo, cuando:

Un día de San Antón —ese día señalado, se sallan de San Juan — cuatrocientos hijosdalgo.Las señas que ellos llevaban — es pendón rabo de gallo; por cupilán se lo llevan — al obispo don Gonzalo, armado de todas armas — encima de un buen caballo...

(E l rom ancero viejo, pág. 63.)

Boxbcrgcr (I. c., págs. 312 y sig.) prestó amplio comentario a esta afirmación del «judaismo de Nuestro Señor». Cita a Reimarus («El propósito de Jesús y sus discípulos») que dice de Jesús: «Por lo demás, fue judio nativo y no quiso ser nada más que eso: Él mismo atestigua no haber venido a abolir la Ley sino a cumplirla; él indica sólo que lo principal en la Ley no se refiere a las cosas exteriores». Carlos Lessing dice en su biografía que el delicado Mendelssohn pensaba del mismo modo, y cuenta una anécdota al respecto, de un tinte tipico. Cuenta que un ilustrado, un teólogo racional francés (el marqués de Premonlval, según señaló Guhrauer), apiadado de la pobre alma del judio Mendelssohn y queriendo ayudarla a que se salvara —«no recuerdo ya si según principios y maneras kantianas o goetzianas»— haciéndose cristiana, sacó este punto a conversa­ción. Mendelssohn preguntó a su «racional proselitista» dónde esta­ban los lugares del Nuevo Testamento en que Jesús haya declarado pública y solemnemente que se apartaba del judaismo. El celoso racional-fanático quedó mudo. Mendelssohn comentó sonriendo: «A ver si resulta que el señor predicador es un criptojudio racional.» Estas palabras, acaba comentando Boxberger, recuerdan las que le dirá a Natán el hermano lego a continuación (aqui IV, 7, 688 y sigs.) Cfr. V, 6,439-447 (el celo de la cristiana Daya por Reha). — No hace falta alguna justificar la extensión de esta nota, cuando la obra de Lessing se propone mostrar la actualidad de cuanto marca, hace un par de siglos o dos milenios, el nivel moral desde el que vi­vimos y somos hombres.

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NATÁN EL SABIO 27 i

753 Gata... — Ciudad al noroeste de Jerusalén.755 Mi mujer con siete hijos llenos de esperanza... — Cfr. Maca-

beos II. 7. Allá morían los siete con su madre a manos de gentiles, de Antioco IV; ahora siete hijos con su madre también, a manos de cristianos, esos «bárbaros» de Europa...

759 Hacia tres dias y tres noches que estaba yo postrado ante Dios... Hay una similitud con el caso de Job, 1, 20 y sigs.; 2,13 y sigs.

770 No te resultará más difícil de poner en práctica que de compren­derlo... — Cfr. «Herrnhuter», en EE, pág. 146: «Verdades que cual­quiera comprende pero que no puede practicar cualquiera...», había escrito ya el joven Lessing.

773 ¡Quiero! ¡Con tal de que quieras tú que yo quiera! — Cfr. Marcos, 9, 24. Cfr. F. W. Kaufmann, Nathan's Crisis, Monats- heftc 48 (1956), 279 y sig.; M. Bohler, I. c., pág. 144.— Es la hora de la verdad para Natán, pues es la hora de superar con otros re­cursos y otros sentimientos que los hasta ahora vigentes en la reli­gión —y en los Derechos...— los más dolorosos y «absurdos» acon­tecimientos de la vida. No se puede menos de pensar en el Lessing que, en el espacio de cuarenta y ocho horas, se queda sin hijo y sin mujer. «Una vez que he querido tener lo de los otros... Y me ha salido mal», escribió sabiamente a un amigo.

803 Que le conceden la Naturaleza y la sangre. — Porque en el mérito, se considera el primero (cfr. 1,1, 34 y sigs.: «Todo lo demás que poseo, Naturaleza y fortuna me lo dieron...»).

ESCENA OCTAVA

En el bosquejo (LM, NB. 111-112) tenia dos ideas distintas de esta escena. La segunda hacía que Curd acudiera atraído por el ba­rullo ocasionado al plantarse Sita con su cortejo ante la casa de Natán, y consolara al judio, algo en son de burla, diciéndole que Sa- ladino es amigo suyo y que a lo mejor no quiere más que obligar a Natán a que ac’.úe tal como habla.

ACTO QUINTO

ESCENA PRIMERA

Varios mamelucos. — «Los mamelucos, o guardia personal de Sala- dino, llevaban una especie de librea amarilla, pues el amarillo era el color preferido de toda su casa, y cuantos querían mostrarle devo­ción procuraban adoptar ese color» (LM. NB. 113, 29-32). Tomó

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del Marín, I, 218, esta noticia. De esos soldados estaba orgulloso Sa- ladino, como se verá; y él los habia educado a su imagen. Comentó Lessing (LM, V, 172, 13 y sigs.): «No hubiera sido posible que am­pliaran sus conquistas tanto [los árabes], si, por asi decirlo, cada sol­dado raso no hubiera sido entre ellos un héroe.»

23 El primero con quien ejerce de roñoso. — Cfr. IV, 3,230-236.33 ¿Es que Saiadino no quiere morir como Saladino? — A esta re­

flexión subyace la filosofía lessinguiana de la muerte como una mera continuación de la acción perfectiva, en condiciones exteriofes no previsibles, pero no contradictorias con una naturaleza, como la humana, cuya esencia es la acción perfectiva. (Cfr. EE, págs. 127 y siguientes.)

57 ¡Oh el caído! iAmigo, el caído! — En esta exclamación queda al descubierto la nobleza y la bondad del corazón de Saladino. Y la metafísica preocupación de Leibniz/Lessing por el último de los in­dividuos. Pues que todos y cada uno de los individuos harán, quién antes quién después (¿para qué pensar «mucho» después, si está por delante la eternidad como ocasión suficiente?) todo el camino de perfección construido por la humanidad con su esfuerzo moral. Cfr. Educación, núms. 93-100. Hay alusión también a las caídas del niño que se va haciendo hombre (cfr. aquí III, 8, 632-635; también «Diálogos para francmasones», en EE. 624: «¿Quién iba a ponerle otra vez las andaderas a un chaval ligero, sólo porque se cae aún, de cuando en cuando?», etc.).

ESCENA SEGUNDA

En la Tebaida. — Hoy Said, capital de la región del mismo nombre en el alto Egipto.

ESCENA TERCERA

109 Y se aparta luego de allí... — Ruth K. Angress dice que aqui habla el huérfano a quien su padre dejó en Europa para que lo edu­caran, mientras él se volvia a Oriente. Pero se niega a ver en el Natán un precedente de «El circulo de tiza caucasiano» (LYB. III, 118 y nota 8), de Brecht.

ESCENA CUARTA

156 Que no tengáis que arrepentirás... — Doblemente miserable quien se arrepiente, habia aprendido Lessing del diamantino Espi­nosa. La respuesta de Natán será de las que nacen de la propia vida

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NATÁN EL SABIO 273

en verdad... (150 y sigs.). Y tal vez ese sentimiento, que ha aflorado en varias ocasiones (por ejemplo, en V, 1, 25-29), sea una de las cosas a que se refiere en otro lugar cuando dice que hay cosas peores aún que pecar (cfr. EE, 420: «Todos nosotros pecamos en Adán porque teníamos que pecar lodos, y gracias a la imagen de Dios no hacemos otra cosa que pecar...» Cfr. ahi nota 14 y EE.. pá­gina 439, nota 12.

177 Todo el mal. o todo el bien... — Nunca se sabe cuánto bien trae el mal si uno se ha salido de la lógica del mal y del pecado. Cfr. «Leibniz. Sobre las penas eternas», en EE, págs. 308 y sig.: del fondo del mal sale bien, como de la confusión bien trabajada sale distinción y de la oscuridad bjen trabajada sale claridad... Es la Esté­tica de la continuidad infinita de sensaciones graduales. Sin este principio, no es posible el replantcamiento del dogma soteriológico y escatológico del cristianismo histórico —con todas las consecuen­cias políticas y pedagógicas, sociales y morales que tal replantea­miento lleva consigo—. Nunca se hizo mejor exégesis del «no saben lo que se hacen», que, como dijo Lessing al Pastor Goeze, salió de la boca de cierto «buen hombre».

195 Ante Ti. que no necesitas juzgar a los hombres según sus obras, que tan raramente son las suyas... — No es ésta la doctrina luterana sobre las obras, como dice Ruth K. Angress (loe. cit., 111, 119). Es una idea que se relaciona con el pensamiento último de Lessing sobre el hombre. Con esta vida, no hay bastante tiempo ni bastante ocasión de sacar lo que se lleva dentro, lo de uno (cfr. Educación. núms. 93 y sigs.). La mayor parte de gente tiene que hacer lo que tiene que hacer, las más veces. El lego acaba de decir: «Lo que se es en el mundo no coincide siempre con lo que se tiene que ser» (V, 4, 162 y sig.). ¿Siempre? —diría Lessing—; casi nunca, habida cuenta del lento caminar de la Historia y del lento moverse por dentro, de los individuos. La infinitud confusa y oscura que dentro lleva y es para sí cada cual, hace que pueda decir lessinguianamente el templa­rio: «¿Quién se conoce bien?» (V, 3, 86). — Por es o, juzgar, juzgar definitivamente, juzgar de últimas, es confundir una forma pedagó­gica que la divina Providencia adoptó para aupar al hombre a más altas y largas consideraciones y a más generosos planteamientos, es confundir eso con la naturaleza misma de las cosas. Juzgar así, con esa compulsividad y bondad, «comprensiva» e imparcial como mucho, eso lo hace el hombre, que en las obras del hombre no puede menos de ver las obras supuestamente propias de ese hombre, las que nos dirían quién es y cuál es su ángel hondo. Bien; pero Dios no necesita juzgar a los hombres según sus obras, que tan raramente son las suyas. Puede juzgar por una intención, por ejemplo, que sólo Él alcanza, asi como sólo El alcanza a ver que, en conexión con esa intención, está ya todo el bien que el hombre no

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puede ver ni en otros ni en si. —Cfr. Klaus Heydemann, «Gesin- nung und Tat. Zu Lessings Nathan der Weise», en LYB. Vil, 69-104.— Lessing encontró en el concepto aristotélico de biografía una confirmación de su propio punto de vista: toda biografía inclui­ría varias novelas.

ESCENA QUINTA

253 Esa frialdad... esa tibieza... — Cfr. Apocalip.. 3, 15 y sigs.289 La villanía del patriarca... — Cfr. aqui IV, 4, 426 y sigs. El pa­

triarca se mantiene idéntico a si mismo, inmóvil por dentro, sin cambiar (cfr. Bodo Lccke).

329 Que se le agradezca... — Pitrou se apoya en DUntzer y ve ahí al diablo.

355 La mala hierba... — Cfr. Mateo, 13, 25.

ESCENA SEXTA

416 Casi no sé leer. — Reha ha sido educada en vivo y sin libros ni letras por su padre Natán. Lessing refleja aqui sus ideas sobre el libro, el rastro verbal inextinguible, la bibliolatría bíblica y la no sacra, etc. Cfr. EE. 88 y sigs. (literaturas y tradición oral o rastros). Boxberger ya señaló en este lugar la doctrina lessinguiana de los Axiomata. Cfr. su confesión sobre la propia relación con los libros (EE. pág. 397): «No soy culto —nunca me propuse serlo—, no me gustaría serlo aunque soñando meramente y por arte de birlibirlo­que pudiera alcanzar a serlo. Lo poco que me esforcé tuvo un solo objeto: poder utilizar el libro culto, en caso de necesidad...

Llámase erudición a la riqueza de ajena experiencia que se obtuvo de los libros. La experiencia propia es sabiduría. El mínimo capital de ésta vale más que millones de aquélla.»

431 Cómo, dónde y cuándo me las enseñó. — Lo que, en nuestro siglo, llamará Bultmann el «Sitz im Leben» que habrá que buscarle a un texto para (restituyéndolo al momento de la vida y al lugar de la vida en que pudo surgir como función vital) salvarlo de conver­tirse en letra que mata, ni entendida ni posibilitadora de inteligencia.

440 Sencilla... nada afectada... sólo se parece a si misma... —No huera, no petimetre, no letrada, no interferida por letreros y pa­peles— lógica consigo misma. Reha ha declarado una pedagogía no forzada bien que tampoco «naturalista» a la Rousseau. En la Drama­turgia (34) describe con esta misma expresión (siempre parecido a si mismo) la lógica de los caracteres.

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NATÁN EL SABIO 275

478 La buena de mi mala Daya... — Ya aludimos y explicamos en parte esta expresión (cfr. II, 8, 625 y nota), expresión popular, ese uso del posesivo combinado con una contraposición no contradicto­ria. Con ella acierta Lessing a expresar su idea del mal hecho con buena intención débil, por sometida a pasiones endiabladamente re­torcidas y trabadas. El ortodoxo se impone muchas veces el mal a si mismo; no le nace, no le nace ya, y se lo impone. Acalla las ráfagas de malestar que no acaban de dejar que cuadren una situación y un (pre-) juicio convencional. Traiciona a lo mejor de si mismo. «Difí­cilmente pueden dejar de obrar así» (aquí 440). No llegan a ser malos; se quedan en dañinos. Les apremia un concepto de tiempo que se acaba, que llega al fin —un infierno eterno (cfr. 445 y sig.) — Pero el sabio se mantiene a la media y cercana distancia de estos pe­ligrosos entusiastas atormentados, porque ama el bien y no teme al mal, y ha de ejercer su acción. A Reha le ha enseñado a querer a Daya a pesar de todo, y a defenderse de interpretaciones no posi­tivas de la intención de la misma.

ESCENA ÚLTIMA

651 Si fuera menos ardiente y orgulloso, hubiera dejado de salvarte. Cfr. EE, pág. 185 (Carlas de la segunda parte de los escritos lo sea la salvación de Lemnius), carta 5): «¡Cuánto abajan incluso al hombre honesto, santo, la ira y la venganza! Pero ¿un ánimo menos vehemente podria llevar a cabo lo que Lulero realizó? Seguro que no. ¡Admiremos también esa sabia Providencia que sabe aprovechar los errores de sus herramientas!» Es el mismo ra­zonamiento. — Antropológicamente, lo formuló poco antes (IV, 4, 432): «Creo conocer de qué fallas brota nuestra virtud.»

761 ¡Ah hermana mía, hermana mia! — «El motivo del incesto», viejo en la tragedia, y utilizado por Voltaire y Diderot, ¿qué hace aqui, qué hace en el poema dramático Natán el sabio? Tinta ha co­rrido ya y se ha oido y leído lo más contradictorio. Hay quien cree que el poema es heroico porque Natán se bate denodadamente por evitar el horrible pecado del incesto — y ese superar dolorosamente una circunstancia terrible para los jóvenes, seria la obra con que Natán y los demás se superan a si mismos en obediencia a la ley divina. (Ante semejantes extravíos de la devoción, se acuerda uno del consejo que largaba Cela a cierto griego trágico que embarullaba el ya cargado destino de la Héladc, con sus turbaciones: ¡Hombre no sea lila, acuéstese con su madrastra y no complique más la histo­ria de Grecia!). Recientemente, Horst S. Daemmerich («The incest motif in Lessing’s Nathan der Weise and Schiller’s Braut von Mes-

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sina», en The Germanic Review. 42 (1967), 184-196), en un bello tra­bajo donde recoge la bibliografía al respecto, venia a preguntarse por qué introdujo Lessing ahi.el motivo del incesto — tan perturba­dora y turbadoramente— y si acaso ayuda ello a entender la filosofía de Lessing Ubid., pág. 185). Dos posibles explicaciones señala: Una sería que, para no presentar un Natán idealmente perfecto e irreal, se habría introducido esta acción «dramática» en la obra. La otra seria que el motivo del incesto fraternal habría sido introducido para superar la situación de la debilidad única de Natán, su temor a perder a la hija adoptiva; con la consecuencia de que el elemento in­troducido llevaría «to a structural weakness of the play»..., porque ya no seria posible conseguir «una visión del hombre más allá de lo trágico», que era una meta que se había propuesto Lessing. Ubid., 189).

A continuación no puedo más que indicar los elementos en los que, me parece, habría que plantear una cuestión que está, sin duda, en un momento cumbre de la obra y que no puede menos de ser vista en relación con el abrazo final de una Humanidad reu­nida... en la lontananza de un futuro tan lejano (para la Historia Universal, para el género humano) como seguro y adelantado para algunos...

En los epigramas que recogió y publicó en sus «Escritos», en el lejano 1753 (tenía veinticuatro años), entre otros que tocan puntos cuyo interés principal no lo abandonaría nunca (por ejemplo, la «laeta paupertas», o el saber mucho o de mucho, el interés por soñar las cosas o que te las den soñadas...), se encuentra éste:

ln Cancm.Nonnc Canis germana Cani apcllatur amica?

Cur ergo inceslus insimulare Canem?

Poco después, en 1755, hizo la recensión de un trabajo del abad Jerusalem sobre la posibilidad del matrimonio con la hija de la propia hermana, según las leyes divinas de Levitico, capítu­los 18 y 20. El abad Jerusalem procedía distinguiendo, como gustaba a Lessing: ¿Esas leyes son positivas o son naturales? Si son positivas, ¿obligan a los judíos o nos obligan también a los cris­tianos? Caso de obligarnos a nosotros, ¿qué grados de parentesco incluyen? ¿Entra el grado antedicho?

El abad trataba estos puntos con objeto de que pudieran cele­brarse no pocas bodas con más tranquilidad de conciencia y menos escándalo. Pero, dice Lessing, entre los miembros de su clerical estado encontró muy poca aceptación. Tan es asi que la segunda edi­ción, que es la que recensiona Lessing, incluye la contraargumenta- ción ortodoxa rigorista, en nota, a cada una de las «laxitudes» en

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que incurriera el abad por «haber concedido más de lo que debería conceder un fiel vigía de las divinas leyes». El comentario con que acaba Lessing la breve y objetiva recensión, es muy personal: Duda de que sean muchos los lectores que se inclinen, por motivos exegé- ticos o teológico-morales, por una u otra sentencia; cree que, cuando aparezca una circunstancia exterior, ya optarán; piensa que cada cual lleva un secreto deseo, por lo menos cuando se presente la circunstancia impetenie; prevé que se tomará posición según el secreto deseo de cada cual (LM. VII, SS, 17 y sigs., 56 y sigs.).

No es que Lessing quiera abolir los vínculos de la paternidad o de la fraternidad, o que pretenda una determinada reducción de su im­portancia. Lessing cree inevitables y necesarios los vínculos del indi­viduo con una determinada tradición religiosa y los vínculos del in­dividuo con una determinada sociedad civil; sin los unos y los otros seria imposible la aparición de la racionalidad y la libertad humanas. Igualmente, cree necesaria la institución familiar. Pero, al grupo de individuos que en el Natán presenta en marcha hacia adelante, así como los pone en el camino de una critica de la religión revelada como la que se expresa en la parábola, asi también los pone en una situación en que la familia electiva corrige y perfecciona a la familia natural, relativizando las leyes de la tradición familiar hasta donde el individuo lo necesite un día, el individuo social por supuesto. ¿Quiere esto decir que Lessing llega a pensar que el incesto es un concepto positivo pero de ningún modo natural? Bueno, Saladino se educó en Egipto, y dice Demetz (ob. cit., pág. 137) que Saladino, «contra toda tradición árabe, por exigirlo la tesis de la pieza, se in­clina totalmente a reducir el parentesco de la sangre a una tontería». Demetz lo dice como pueba de que Lessing no ha unificado la diver­sidad de elementos y dalos históricos (cosa, que, por lo demás, no le preocupa), pero vale como exégesis de lo que piensa Saladino sobre el parentesco de la sangre. Quiere Demetz («me atrevo a pensar») que, en el bosquejo originario, la obra acabara en plan de comedia grande, con doble boda, «con un bien convencional happy end»; nada menos que la joven Sita se casaría con su sobrino el tem­plario, y el Sultán con su sobrina Reha. Demetz cree encontrar indi­cios en el bosquejo conservado, y no dejan de convencer (esp. donde Saladino «le lleva a ella» el templario... Sita se ruboriza y deja caer de nuevo el velo»), — El hecho es que se impuso el final difícil, .donde los que participarán en el abrazo final se encuentran en situación familiar 'volada'. ¿Dónde está la reina que no 'se le da' del todo a Saladino? Natán está con la hija adoptiva. Sita, a la espera. Los dos jóvenes ya no se pueden casar. Pero son, todos, her­manos o padres de elección —más allá de tantas cosas.

816 Los sueños aquellos que eran más que sueños... — Cfr. LYB. III, 110. La infancia del individuo y la infancia de la Humanidad se

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alimentan de sueños, visiones y revelaciones que son más que sueños. Cfr. III, 8,628 y sigs.

822 Lo que Luckács dice del final de Minna von Barnhelm, puede repetirse aquí: este abrazo es el epifonema o «historieta de la Ilustración sobre la necesaria victoria final de una razón llegada a la madurez». «Espera y veris» hemos traducido el «Wart!».

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G. E. LESSING

Gotthold Ephraim Lessing nació en Kamenz en 1729 y murió en Brunswick en 1781. Secretario del gobernador de Breslau, director del Teatro Nacional de Hamburgo y bibliotecario en Wolfenbüttel, ejerció una decisiva influencia en las letras de su país y preparó una litera­tura nacional alemana. NATÁN EL SABIO es en cierto modo el testamento de Lessing. En la Educación del género humano había señalado, en el horizonte del hombre, la aurora del Tercer Evangelio, de la Era del Espíritu., En este poema dramático presenta dramatúrgi- camente a un grupo de hombres, de orígenes y creencias diversos, trabados con las deformaciones de la vida que impone la intolerancia y en lucha por ampliar y elevar lo humano al nivel de la razón espiritual. La drama­turgia y la poética en general van a ser la nueva escuela de moralidad, de humano comportamiento. Lessing pre­tende llevar en este poema dramático la palabra y el gesto del hombre más allá de la tragedia y de la comedia. Agustín Andreu Rodrigo, valenciano (Paterna, 1928), que ofreció al público de lengua castellana los Escritos filosóficos y teológicos de Lessing, en 1982, añade ahora a los mismos este texto dramatúrgico donde Lessing nos legó su ideal de humanidad y la

forma de su esperanza en el hombre