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LIBRE COMERCIO:
EL DIA DEL JUICIO MORAL
“El libre comercio no se basa en la utilidad sino en la justicia.”
Edmund Burke
Para realizar un juicio moral acerca del libre comercio debemos tener en cuenta
varios enfoques: los principios fundamentales en los que se sustenta, el tipo de
virtudes que demanda de quienes se involucran en él, el tipo de
comportamiento que incentiva y genera en las sociedades que lo practican, y
las consecuencias a nivel económico que genera.
Con respecto al último enfoque – sus consecuencias a nivel económico –, la
evidencia abunda. La mayor eficiencia, la mayor productividad y los beneficios
económicos que derivan de ellas, han sido expuestos por la realidad misma y
han sido explicados por brillantes economistas como Adam Smith, David
Ricardo, Carl Menger, Ludwig Von Mises, Friedrich Hayek, Milton Friedman y
Paul Krugman, entre otros.
Está claro que la libertad en el comercio funciona en forma paralela con otras
variables dentro de un sistema, variables incluso en las cuales se basa, como la
libertad de producir, la libertad de contratar y el respeto por la propiedad
privada; pero no por ello debemos pasar por alto el rol que el libre comercio ha
tenido en el progreso de las sociedades. Existen numerosos índices en los que
podemos verificar que el nivel económico de los países y la calidad de vida de
sus habitantes, están estrechamente relacionados con la libertad económica y
comercial que practican. Países como Australia, Canadá, Estados Unidos,
Hong Kong, Nueva Zelanda y Suiza, que figuran entre los primeros en el
ranking de calidad de vida, cuentan también con mayor libertad para comerciar.
Países con menor calidad de vida como Bolivia, Corea del Norte, Cuba,
Venezuela y Zimbabwe cuentan con mucho menor libertad comercial.
No ahondaré en este ensayo en el enfoque utilitarista del libre comercio. La
mayor parte de su defensa ya se ha centrado en este tipo de argumentos y en
exponer los resultados económicos que ha generado. Esto es válido. ¿De qué
serviría defender el libre comercio si en la realidad solo lograra empeorar la
situación económica y la calidad de vida de aquellos a quienes supuestamente
debería beneficiar? ¿Acaso esto no sería una alarma de que existe una falla en
la teoría que pronostica resultados positivos?
Claramente, al defender la moralidad del libre comercio debemos tener un ojo
bien enfocado en sus consecuencias económicas y poner sobre la mesa toda la
evidencia que respalde su defensa. Por supuesto que esto es válido. Pero no
es suficiente.
Con toda la data económica al alcance de la mano y la realidad misma de su
lado, todo el planeta debería estar practicando el libre comercio. Sin embargo,
esto no ocurre. La mayor parte de los países siguen probando con versiones
moderadas del mismo, mientras que otros intentan, directamente, evitarlo hasta
lo imposible.
Está claro que si deseamos que el libre comercio se habrá paso
definitivamente, necesitaremos apelar a otros enfoques y argumentos poco
usados hasta ahora, incluso por sus más fervientes defensores. Este ensayo
estará enfocado en los argumentos olvidados a favor del libre comercio, y en
una crítica a las políticas colectivistas que intentan limitarlo por medios legales.
El libre comercio y el derecho a ser humano
Si buscamos en Google, la definición que encontraremos de libre
comercio es la siguiente:
“Libre Comercio es un concepto económico, referente a la
venta de productos entre países, libre de aranceles y de
cualquier forma de barreras comerciales. El libre comercio
supone la eliminación de barreras artificiales (reglamentos
gubernamentales) al comercio entre individuos y empresas
de diferentes países.”
Pero si vamos al campo deontológico, el libre comercio está basado en
derechos fundamentales previos a cualquier actividad comercial, y no es
otra cosa que los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad siendo
ejercidos por individuos en un ámbito específico de la vida: el intercambio
de bienes y servicios.
Del mismo modo que la libertad de expresión es la libertad ejercida al
momento de manifestar una idea u opinión, la libertad de culto es la
libertad de adherir a la religión cuyos valores uno comparte – o de no
adherir a ninguna-, la libertad de asociación es la libertad de formar un
grupo, de permanecer o retirarnos de él, el libre comercio es la libertad de
intercambiar el fruto de nuestro esfuerzo por el fruto del esfuerzo ajeno.
El libre comercio es bueno porque emerge de los derechos individuales
que todo ser humano – y por ende, todo comerciante – posee
anteriormente a cualquier transacción que efectúe.
Los derechos individuales no son una mera convención arbitraria. El ser
humano, como especie, tiene una identidad propia y características puntuales
definidas. Es distinto del roble que vive de aquello que sus raíces absorben de
la tierra y de la luz del sol. Es distinto del león que percibe una gacela e
instintivamente sabe que es alimento y cómo cazarla. El ser humano no viene a
este mundo con una receta bajo el brazo o un código automático que le indique
cómo sobrevivir. Para descubrir cómo hacerlo debe usar el único instrumento
que lo diferencia de las demás especies: la razón. La razón le dirá cómo actuar
para vivir, cómo diferenciar un hongo venenoso de uno comestible, cómo
cultivar papas, cómo crear una máquina para hacerlo más eficientemente, cómo
construirse una casa, cómo extraer agua del subsuelo y cómo potabilizarla. Si
espera sobrevivir como un roble o como un león, morirá. El hombre necesita
disponer de su mente y de su cuerpo – y de lo que ambos simultáneamente
generen – para poder vivir.
Si encadenamos a un hombre a un muro, si lo castigamos por pensar, si le
quitamos lo que acaba de producir, estaremos privándolo de las herramientas
que necesita para vivir. Podremos prolongar su vida alimentándolo con sobras
como a un animal. Pero incluso para esto, necesitaremos contar previamente
con un ser humano libre que haya producido suficiente alimento como para
desear compartirlo con él.
Para el ser humano, el derecho a la libertad y el derecho a la propiedad son
corolarios del derecho a la vida. Pretender que un hombre viva quitándole su
libertad y su propiedad, es lo mismo que pretender que el león sobreviva en la
selva prohibiéndole cazar, o que el roble crezca cortándole sus raíces. Por
mucho que lo deseemos, ello no ocurrirá.
Esta es la base filosófica del libre comercio. Es la idea de que el hombre
es un ser libre para usar su razón, para actuar, para producir, para
disponer de su propiedad como lo considere más apropiado, y para juzgar
con quién intercambiarla si deseara hacerlo. El único limite lo representan
los derechos individuales ajenos.
El libre comercio y la libertad de elegir
El ser humano debe tomar millones de decisiones a lo largo de su vida.
Si bien todos compartimos una misma naturaleza, somos individuos con una
vida, una mente y un cuerpo propio. No somos un ente colectivo, parte de un
monstruo de mil cabezas o de un monstruo de múltiples cuerpos. Somos seres
individuales. Por eso, cada uno de quienes estamos en dominio de nuestras
capacidades fundamentales, somos responsables de mantener nuestra propia
vida, utilizando nuestra mente y nuestro cuerpo como lo consideremos más
conveniente.
Dado también que tenemos gustos, habilidades, aptitudes e intereses
diferentes, debemos elegir por nosotros mismos los valores, los objetivos y los
sueños que perseguiremos y el modo en que actuaremos para alcanzarlos.
Pensemos en algunas de estas decisiones, quizás las más significativas a lo
largo de nuestras vidas. Debemos decidir qué estudiar, quiénes serán nuestros
amigos, dónde vivir, en qué trabajar, con quién casarnos, quién nos gobernará,
qué filosofía abrazar, cómo educar a nuestros hijos, etc. Todas elecciones que
implican dejar de lado miles de otras opciones. ¿Es posible que tomemos
decisiones objetivamente malas para nuestra vida? Ciertamente. La libertad de
elegir conlleva la posibilidad de equivocarnos e, incluso, de elegir
autoperjudicarnos en forma consciente.
Pero aunque el riesgo del error sea grande, ¿quién, además de cada uno de
nosotros, tiene derecho a tomar estas decisiones una vez que llegamos a la
mayoría de edad?
Generalmente, en el mundo occidental – a diferencia de lo que sucede en
varios países orientales y países occidentales que viven bajo regímenes
comunistas –, estas decisiones las tomamos cada uno de nosotros porque se
considera que cada hombre tiene derecho a su propia vida y tiene la capacidad
necesaria para hacerse cargo de ella. Ningún occidental aceptaría que un
tercero viniera a imponerle cómo tomar estas decisiones, y seguramente
juzgaría este acto como una violación a su derecho a elegir.
Observamos con incredulidad y repulsión cuando estas violaciones ocurren en
otras partes del planeta. Cuando nos enteramos de niñas y mujeres obligadas
a casarse con hombres que no aman, o a vestirse y comportarse de
determinada manera; cuando nos enteramos de hombres que han sido
encerrados en prisión o asesinados por sostener posiciones políticas o
religiosas diferentes a las predominantes; cuando nos enteramos de niños
castigados por cuestionar órdenes o dogmas.
Aún hoy en día, el listado de atropellos a la libertades individuales en algunas
partes del mundo es largo y siniestro. Tanto que cuando lo comparamos con los
logros que hemos alcanzado en algunos de nuestros países occidentales, no
podemos dejar de sentirnos privilegiados y, sobre todo, muy libres.
Sin embargo, ni siquiera los países más libres están exentos de violaciones
sistemáticas a estas libertades individuales. Violaciones que, en gran parte, se
llevan a cabo desde el Estado, de manera legal, y bajo el aparentemente noble
argumento colectivista.
El colectivismo es el concepto por el cual el grupo o el colectivo es más
importante que el individuo, y por ende, si es necesario sacrificar a un individuo
en pos del grupo, es un costo que vale la pena asumir.
Este concepto, muchas veces camuflado bajo nombres como “bien común” o
“bienestar general”, ha sido la principal causa por la que individuos, orgullosos
de ser libres, fueran entregando, casi voluntariamente, algunas de sus
libertades individuales. El derecho a comerciar libremente se encuentra en ese
listado.
Es cierto. Ninguno de nosotros aceptaría que un tercero o el Estado nos
impusiera con quién casarnos, con quién hacer amistad, qué estudiar o cuál
religión adoptar. Mantenemos esas decisiones dentro del ámbito personal.
Sin embargo, permitimos que el Estado nos diga con quién debemos y
podemos comerciar, porque hemos aceptado, erróneamente, que comerciar no
es una actividad personal sobre la cual debemos tomar nuestras propias
decisiones; porque hemos aceptado, también erróneamente, que comerciar no
es parte de nuestro derecho a ser libres y a ser dueños de nuestro trabajo.
Hemos aceptado que el comercio es una actividad de orden colectivo y que
debe atender a las necesidades del grupo. Nos hemos convencido de que,
como miembros de dicho grupo, es nuestro deber moral proteger la industria
generada por nuestros compatriotas, miembros del mismo grupo, no importa si
esto nos beneficia individualmente o no. Como dijimos antes, para el
colectivista “es un costo que vale la pena asumir.”
La excusa colectivista para limitar el comercio
Varios argumentos se han utilizado para persuadirnos de que el comercio debe
priorizar lo colectivo y lo nacional frente al interés individual. Muchos de ellos se
enfocaron en pronosticar cómo el libre comercio generaría pobreza,
dependencia y una baja en la calidad de vida en el país que lo practicara. Pero
los pronósticos fallaron dejando a los argumentos económicos sin ningún tipo
de sustento en la realidad. Entonces los colectivistas se aferraron a su
argumento “moral”, que hasta el día de hoy, continúa comandando las políticas
comerciales de la mayor parte de los países. Políticas que nos obligan a
comerciar con nuestro grupo y nos castigan cuando pretendemos comerciar
con los otros.
La excusa – más que argumento – moral colectivista utilizada para limitar el
comercio se basa en la idea de que, obligadas a competir con industrias
extranjeras más eficientes, “nuestras” industrias terminarían cerrando sus
puertas y despidiendo a miles de empleados que dependen económicamente
de las mismas, quedando ahora en la calle sin posibilidad de alimentar a sus
familias. Por esta razón, es deber del Estado prohibir, limitar o castigar con
aranceles, el comercio con individuos y empresas extranjeras.
Más allá de que lo expresado arriba es solo un análisis parcial y cortoplacista
de la situación, centrémonos en el mensaje de carácter moral que este
argumento presenta entrelíneas. Básicamente nos dice algo así:
“Si eres libre, eligirás a aquellos que te ofrecen un beneficio. Pondrás tu
interés personal por sobre el interés del grupo (que son aquellos que no
producen nada que te interese obtener). Pero ellos necesitan tu dinero.
Y eso te genera una deuda moral (y económica). Así que podemos
obligarte a entregar tu dinero a tus compatriotas, y prohibirte ejercer tu
libertad de elección. Si te permitimos elegir , ellos – que son más que tú
– sufrirán las consecuencias. Por tu culpa.”
Ciertamente, quienes aceptan este argumento, también están aceptando los
siguientes principios éticos:
• El grupo está por encima del individuo.
• La necesidad genera derechos.
• Somos responsables de la vida ajena (sobre todo de las desgracias).
• La libertad y la propiedad no son derechos, sino que están sujetas al
interés del grupo.
Un detalle interesante a tener en cuenta, es que nunca prevalece la parte del
grupo integrada por quienes desean comerciar libremente sin exigir ningún
sacrificio al resto. Esto sucede porque quienes desean comerciar libremente
suelen ser individuos que se sienten y comportan como tales, que no desean
imponer la fuerza sobre el resto, y, en consecuencia, no operan colectivamente
sino de manera independiente. Pero las posibilidades de obtener un resultado
positivo en una batalla individual frente a un grupo son relativamente bajas.
De todos modos, el gran problema es que incluso muchos de aquellos que no
desean imponerse prepotentemente al resto, han aceptado la moral colectivista
que sostiene la necesidad de proteger las industrias nacionales. Son aquellos
que se sienten culpables por comprar un producto extranjero en el exterior y lo
primero que hacen es declararlo en la aduana. Son aquellos que llaman
delincuente a quien decide no declararlo en la aduana. Son aquellos que
siempre preferirán comprar nacional antes que importado, no importa cuánto
más caro o de peor calidad sea el producto. Son quienes ven al extranjero
como un enemigo al que hay que vencer.
Aplicando el argumento colectivista al resto de la vida
Evaluemos por un instante la siguiente pregunta. ¿Cómo se aplicaría el
argumento que los colectivistas utlizan para proteger las industrias nacionales
en otros aspectos de nuestras vidas? Tomemos el aspecto romántico como
ejemplo. La aplicación del argumento se leería parecido a lo siguiente:
“No debemos permitir que nuestras mujeres y nuestros hombres formen
pareja o contraigan matrimonio con extranjeros, porque dejarían a un
sector de compatriotas con una oferta amorosa más limitada para
satisfacer sus deseos y necesidades. Por este motivo, castigaremos a
los desobedientes que pongan su interés personal por sobre la
necesidad del grupo y elijan a un extranjero o extranjera por sobre un
hombre o una mujer nacionales.”
¿Aceptaríamos que el grupo o el Estado decidiera nuestra vida amorosa?
¿Aceptaríamos que nos hicieran responsables de la soltería de un/una
compatriota porque decidimos formar pareja con un extranjero? ¿Apoyaríamos
el argumento de que la necesidad del español José por el amor de la española
Ana, le genera el derecho de obtenerlo y de excluir de la competencia al
australiano Peter? ¿Estaríamos de acuerdo con que Ana solo pudiera elegir a
Peter en la medida en que su decisión no implicara un perjuicio para el grupo?
Podemos continuar con los ejemplos. ¿Estaríamos dispuestos a pagar un
arancel por cada amigo extranjero que tuviéramos por dedicar a ellos un tiempo
que podríamos dedicar a amigos “nacionales”? ¿O por visitar otros países en
lugar de recorrer el propio? ¿O por escuchar música, ver películas y leer libros
producidos en el exterior?
Nadie, en su sano juicio, aceptaría el argumento colectivista en estos aspectos
de la vida. En ellos, sostenemos nuestra libertad individual como un valor
intransigible. Sin embargo, pareciera que la libertad individual de comerciar con
quien juzguemos conveniente, no entrara en la misma categoría, como si fuera
una clase diferente e inferior de actividad a la cual no le debemos el mismo
respeto.
El libre comercio y lo mejor de nosotros mismos
Pero el comercio es una de las actividades más nobles que lleva a cabo el ser
humano. Comerciar significa intercambiar el producto de mi habilidad, de mi
inteligencia y de mi esfuerzo, por el producto de la habilidad, de la inteligencia y
del esfuerzo ajenos. Comerciar libremente significa que llevo a cabo ese
intercambio de manera voluntaria, con quien yo juzgo que vale la pena hacerlo,
con quien me ofrece una recompensa – monetaria o espiritual – que considero
justa, a cambio de mi producto o de mi servicio.
Pero además de los principios fundamentales en los que está fundado, el
ejercicio del libre comercio presupone también una serie de virtudes y de
compromisos de profundo valor moral, como la productividad, la
responsabilidad por la propia vida, la autoestima, el respeto por el prójimo y el
orgullo.
El filósofo Stephen Hicks lo explica así:
“Las personas que comercian entre sí, primero tienen que ser
productivas. Es decir, tienen que crear algo de valor con el fin de
aportar ese algo al comercio. Pensemos en una típica transacción de
negocios: Yo crío pollos y traigo huevos al mercado, y tú produces
trigo y traes harina. Cada uno de nosotros está comprometido a
asumir la responsabilidad por su propia vida al crear su propio
camino en el mundo.
Luego, cada parte tiene que efectuar el intercambio de manera
voluntaria. Yo elijo ofrecerte algunos de mis huevos a cambio de tu
harina. Tú eres libre de aceptar o rechazar mi oferta y de hacer una
contraoferta. A continuación, ambos llegamos a un acuerdo y
hacemos el intercambio. Cada uno de nosotros está comprometido a
tratar con el otro pacíficamente.
Entonces llegamos a un win-win, una relación en la que ambos
ganamos, ya que los dos disfrutamos de los frutos del intercambio.
Yo me beneficio de la harina que produjiste y tú te beneficias de los
huevos que produje. Trabajaste para agregar valor a mi vida, y te
ganaste mi pago a cambio. Y yo trabajé para agregar valor a tu vida,
y recibo tu pago a cambio. Hay una especie de justicia involucrada en
esto: las personas obtienen lo que merecen.
Y finalmente llegamos al orgullo y al respeto. Ser un comerciante es
ser alguien que trabaja para agregar valor al mundo, que trata con los
demás pacíficamente, y que sabe que él o ella se merece disfrutar de
las cosas buenas como resultado, tanto de la riqueza material como
de la sensación de logro. Eso es el orgullo. El comerciante también
trata a otros comerciantes como individuos auto-responsables con
algo valioso que ofrecer y que son libres de seguir su propio camino.
Una transacción de mutuo beneficio es una interacción de mutuo
honor. Eso es respeto.”
Esto que es válido para el comercio entre dos individuos cualquiera, no deja
de ser verdadero cuando nos referimos a dos individuos de países
diferentes que deciden comerciar. El libre comercio continuará exigiendo
estas virtudes y compromisos de un lado y del otro de la frontera.
El libre comercio, la justicia, la paz y la tolerancia
Como mencioné anteriormente, el ataque al libre comercio delata, en el
fondo, una fuerte mentalidad colectivista. Una mente colectivista es aquella
que ha reemplazado el concepto de individuo por el concepto de grupo.
Cuando alguien percibe al otro no como Juan, Pedro o María con sus
personalidades, historias y sueños, sino como parte de un grupo (sea el de
los judíos, los blancos, los imperialistas, los ricos, los negros, los
homosexuales, etc.), está juzgando al otro por aquella característica que,
de acuerdo a su propio grupo, debe ser rechazada.
En el caso de los defensores del proteccionismo comercial, el colectivismo toma
el formato de xenofobia, que es el miedo, el odio o el rechazo a lo extranjero
por el simple hecho de ser extranjero. Los extranjeros son el enemigo,
representan el peligro y desean perjudicarnos. Son ellos, pues, a quienes
debemos evitar o castigar, antes de que ellos nos perjudiquen a nosotros.
Cuando el concepto de individuo es reemplazado por el concepto de grupo,
nunca tardan en llegar las víctimas de un lado y del otro. Es por eso que para
reinvindicar al libre comercio, lo primero que debemos defender es el carácter
individual y privado de su actividad. Son los individuos quienes producen. Son
los individuos quienes comercian. Y lo hacen con el objetivo de obtener un
beneficio personal. Este hecho, los incentiva a juzgar a los otros por sus
verdaderos logros y por aquello que tienen para ofrecer en el intercambio.
El libre comercio logra disminuir muchas patologías sociales que a menudo
ponen a los miembros de diferentes grupos en conflicto entre sí debido a
fanatismos religiosos, racismo, sexismo, etc.
Dado que el propósito de comerciar es mejorar la condición de uno a través
del intercambio, nos permite pasar por alto los rasgos de otros que no nos
gustan. Los miembros de una determinada religión pueden sentir verdadero
odio por los miembros de otra, un empresario machista puede ser sumante
escéptico respecto al talento femenino, otro puede sentir rechazo por
determinada raza. Pero la perspectiva de llevar a cabo operaciones
rentables al comerciar con ellos, puede incentivarlos a olvidar sus prejuicios
irracionales y a volverse seres humanos más civilizados y tolerantes.
El libre comercio no es una cura para todos los problemas sociales, pero
colabora a que la raza, el sexo, la religión o la etnicidad de una persona
se vuelvan relativamente irrelevantes a la hora de llevar a cabo una
transacción.
Stephen Hicks lo explica de este modo:
“Las personas comprometidas con la ética del comercio están
comprometidas a evaluar a otros en términos de su capacidad
productiva, y no por su color de piel o partido político. Están
comprometidas a respetar a los demás como seres auto-
responsables, y no verlos como el sexo débil o como idólatras.
Están comprometidas a ofrecer lo mejor de sí al mundo y a buscar
lo mejor que otros tienen para ofrecer, y no a ignorar tercamente o
a restar importancia a los logros de los individuos de otras culturas.
Este fue el punto de Voltaire cuando señaló - con cierto asombro -
que en la Bolsa de Londres, gente de muchas religiones diferentes
negociaba pacífica y felizmente entre sí. Fuera de la bolsa, los
católicos podrían perseguir a los protestantes, los protestantes
podrían perseguir a los católicos y a otros protestantes, y todo el
mundo podría perseguir a los judíos, pero dentro de la bolsa de
valores los cristianos, los judíos, e incluso algunos musulmanes,
intercambiaban sonrisas, apretones de manos y certificados de
acciones para beneficio de todos.
Es también por eso que en aquellos lugares más comprometidos
con el libre comercio de ideas y mercancías - los históricos puertos
libres de Pireo y Amsterdam, las zonas de libre comercio de Hong
Kong y Panamá, los centros empresariales como Silicon Valley –
es donde encontramos las tasas más altas de participación política,
étnica, racial y de género.”
Este punto fundamental sobre la tendencia a la convivencia pacífica a la
que nos conduce el libre comercio, también fue destacado por Alexis De
Tocqueville en su obra Democracia en América:
“No conozco nada más opuesto a las costumbres revolucionarias
que las costumbres comerciales. El comercio es naturalmente
adverso a todas las pasiones violentas; le encanta temporizar, se
deleita en el compromiso y evita cuidadosamente la irritación. Es
paciente, insinuante, flexible, y nunca recurre a medidas extremas
hasta ser obligado por la más absoluta necesidad. El comercio
hace a los hombres independientes unos de otros, les da una
noción noble de su importancia personal, los lleva a buscar
conducir sus propios asuntos, y les enseña cómo conducirlos bien.
Por lo tanto, prepara a los hombres para la libertad, y los preserva
de las revoluciones.”
La filósofa rusa-americana Ayn Rand comprendió muy bien el rol del
comercio en la paz, el cual expuso en su obra magna “La Rebelión de
Atlas”. En su defensa moral al dinero – que no es otra cosa que la
mercancía utilizada para comerciar –, ella escribió:
“Cuando el dinero deja de ser el instrumento por el cual los
hombres tratan unos con otros, entonces los hombres se
convierten en instrumentos de los hombres. Sangre, látigos y
pistolas o dólares. Escoged – no hay otra opción – y vuestro
tiempo se está acabando.”
También otros filósofos reconocieron la influencia del libre comercio en la
conservación de la paz. Immanuel Kant escribió que el espíritu del
comercio es incompatible con la guerra. John Stuart Mill afirmó en
“Principios de Economía Política”, que el comercio estaba volviendo a la
guerra rápidamente obsoleta. Según Mill, la extensión del libre comercio
enseñó a los países que sus intereses en la riqueza son comunes y que
el comercio trae beneficios mutuos. Y que esta comprensión estaba
gradualmente superando la idea tradicional de larga data de ver los
beneficios de otras naciones como la pérdida de la propia nación.
El derecho a producir y comerciar por cuenta propia fue también una de
los argumentos utliizados en las batallas contra la esclavitud y contra el
sexismo tradicional. Tanto los esclavos como las mujeres no estaban
autorizados a dedicarse a la producción y al comercio. Las primeras
sociedades antiesclavistas, formadas en Inglaterra, Estados Unidos y
Francia en la década de 1780, hicieron que el derecho del individuo a ser
un agente económico libre, formara parte de su campaña. Y los primeros
manifiestos feministas en la década de 1790, como los de Mary
Wollstonecraft en Inglaterra y Olympe de Gouges en Francia, lograron lo
mismo.
Así como el deseo de comerciar generó en el pasado estos cambios, los
mismos argumentos favorables al comercio deberían seguir utilizándose
en aquellas partes del mundo donde los derechos individuales de las
mujeres o de determinados grupos continúan sin respetarse y su
participación en el comercio continúa limitándose.
El libre comercio nos regala tiempo
Mucho se ha dicho acerca de que el ser humano debe vivir en sociedad. Nadie
duda de esto, ni siquiera los individualistas. La diferencia es que mientras el
colectivista pone el acento en la sociedad y ve al individuo como una
herramienta de la misma, el individualista pone el acento en el individuo y ve a
la vida en sociedad como una ventaja para que éste viva mejor.
Además de la posibilidad de establecer relaciones personales, las otras
grandes ventajas que ofrece la vida en sociedad al individuo son la
transmisión de conocimiento, la especialización y el comercio.
Pensemos en el tiempo que ahorramos en educarnos al disponer de toda
la información acumulada al alcance de nuestras manos. ¿Cuánto
podríamos aprender durante nuestra vida acerca de la historia, las
ciencias, las artes, la tecnología, la medicina, la geografía, si viviéramos
alejados de todo y todos?
Vivir en sociedad nos permite beneficiarnos del conocimiento ajeno. Si me
duele una muela, puedo recurrir al odontólogo quien sabrá qué hacer. Si
quiero aprender filosofía, puedo ir a la biblioteca donde encontraré tomos
y tomos sobre la materia o registrarme en un curso online. Si deseo ser
químico, ya cuento con millones de fórmulas que no necesito desarrollar
por mí mismo sino simplemente comprender y aplicar. Si quiero saber qué
alimentos son sanos para mi organismo, puedo consultarlo con una
nutricionista sin necesidad de experimentar con cada uno de ellos.
Relacionadas con la anterior, la otras grandes ventajas de la vida en
sociedad han sido, sin lugar a duda, la división del trabajo – que ha
permitido la especialización – y el comercio. Imaginemos por un instante
qué pasaría si una mañana nos levantáramos y por arte de magia nos
encontráramos en una isla desierta, repleta de materias primas, pero sin
nada producido. Sin alimentos al alcance de la mano, sin abrigo, casa,
teléfono, internet, heladera ni bote, tendríamos que empezar desde cero y
por producir lo básico para sobrevivir. Si tuviéramos la fortuna de lograr
alimentarnos, poco tiempo nos quedaría del día para pensar en alguna
otra actividad.
Recordemos la película El Náufrago, donde el personaje principal, un
exitoso y brillante directivo de la empresa FedEx, llega a una isla desierta
luego de que su avión cayera en el mar. Tras vivir cuatro años solo en
esta isla, no ha logrado más que prender un fuego, fabricar algunas
herramientas para pescar, construir una choza y fabricar una balsa
precaria. Aún con una mente llena de conocimientos adquiridos durante
su vida en sociedad, no pudo pasar del nivel de subsistencia.
La vida en sociedad nos permite a cada uno de nosotros dedicarnos a
aquello que mejor sabemos hacer, volviéndonos especialistas en una
actividad. El libre comercio nos permite intercambiar el producto de esa
especialización, por el producto de la especialización ajena, otorgándonos
bienes de mayor calidad y liberándonos de tiempo para dedicar a otros
intereses. De este modo, mejora notablemente la calidad de vida de los
individuos que se involucran en él.
Stephen Hicks lo resume de este modo:
“Un hombre que decide hacerse un sándwich desde cero, debe
gastar 1.500 dólares y seis meses de esfuerzo. El sándwich que
compraré en el almuerzo me costará 5 dólares y una espera de
cinco minutos. El comercio nos permite ser más eficientes, y
cuanto más extensas son nuestras redes comerciales, podremos
disfrutar de los talentos de más personas, y a más personas
podremos alcanzar con nuestros propios talentos.”
El libre comercio es profundamente moral
Hoy en día, en la mayor parte de los países, el Estado decide por
nosotros con quién podemos y con quién no podemos comerciar. El
parámetro que utiliza no es justo, no es pacífico y no es tolerante. No
tiene en cuenta las habilidades ni tampoco las preferencias personales de
cada uno. Por supuesto, tampoco tiene en cuenta los derechos
individuales de quienes desean comerciar. Sólo tiene en cuenta al grupo
que ejerció la mayor presión o al grupo que ofreció el mayor favor al
político de turno.
No solo eso. En algunos países, además de decirnos con quién podemos o no
podemos comerciar, el Estado también nos dice con quién estamos obligados a
hacerlo. El caso del negocio de repostería en Estados Unidos, cuyos dueños
fueron obligados a cocinar un pastel para una boda gay, cuando sus
convicciones religiosas se lo impedían, es un claro ejemplo de la invasión a la
libertad individual que el Estado está llevando a cabo. No importa si estamos de
acuerdo con tales convicciones religiosas o no. Lo que importa es que cada ser
humano tiene derecho a elegirlas y a vivir de acuerdo a ellas, en la medida que
no viole un derecho ajeno.
Como expuse al principio de este ensayo, para defender el libre comercio ya no
alcanza con mostrar números y estadísticas. Necesitamos utilizar toda la
artillería filosófica y todos los argumentos racionales que tengamos a nuestro
alcance para deshacer la maraña colectivista en la que se nos ha enredado por
años.
La extensión del libre comercio está claramente justificada desde el punto de
vista moral, ya sea como una cuestión de respeto hacia los derechos inherentes
de cada individuo a participar en actividades económicas de su elección, o por
las consecuencias a nivel ético, social y económico que el libre comercio ofrece
a quienes se involucran en él.
Defender nuestro derecho a comprar sin ninguna interferencia ni restricción el
café a un colombiano, la campera de cuero a un argentino, una computadora a
un norteamericano y un auto a un japonés, es tan moralmente correcto como
defender nuestro derecho a no comerciar con quien no deseamos o a vender
nuestro producto a quien querramos. Es tan moralmente correcto como
sostener una idea filosófica desarrollada por un griego, leer una novela escrita
por un ruso, ir al concierto de un pianista francés o presenciar el carnaval
brasilero. Tan moralmente correcto como visitar Machu Picchu en Perú, la Torre
Eiffel en Francia o los canguros en Australia. Tan moralmente correcto como
elegir a un escocés como novio, a una cubana como amiga, a un hindú como
guía espiritual y a un suizo como ídolo deportista. Tan moralmente correcto
como ejercer nuestro derecho a decidir qué queremos para nuestras vidas y
con quién lo queremos, y tratar a los demás con el mismo respeto y
benevolencia con que nos gustaría ser tratados, no importa de qué lado de la
frontera vivan.
En definitiva, lo que verdaderamente importa en el comercio, es lo que cada
uno tiene para ofrecer al otro en su intento por hacer su vida más feliz en esta
Tierra, en la cual ninguno de nosotros es, ni será jamás, un extranjero.
Bibliografía:
• Hicks, Stephen R. C.: The Moral High Ground of Free Trade.
• Mill, John Stuart: Principios de Economía Política
• Rand, Ayn: La Rebelión de Atlas
• Tocqueville, Alexis: Democracia en América