27
LIBRE COMERCIO: EL DIA DEL JUICIO MORAL por The Outlander

LIBRE COMERCIO: EL DIA DEL JUICIO MORAL - Caminos de … · es un ser libre para usar su razón, para actuar, para producir, para disponer de su propiedad como lo considere más apropiado,

  • Upload
    ngocong

  • View
    217

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

LIBRE COMERCIO:

EL DIA DEL JUICIO MORAL

por The Outlander

LIBRE COMERCIO:

EL DIA DEL JUICIO MORAL

“El libre comercio no se basa en la utilidad sino en la justicia.”

Edmund Burke

Para realizar un juicio moral acerca del libre comercio debemos tener en cuenta

varios enfoques: los principios fundamentales en los que se sustenta, el tipo de

virtudes que demanda de quienes se involucran en él, el tipo de

comportamiento que incentiva y genera en las sociedades que lo practican, y

las consecuencias a nivel económico que genera.

Con respecto al último enfoque – sus consecuencias a nivel económico –, la

evidencia abunda. La mayor eficiencia, la mayor productividad y los beneficios

económicos que derivan de ellas, han sido expuestos por la realidad misma y

han sido explicados por brillantes economistas como Adam Smith, David

Ricardo, Carl Menger, Ludwig Von Mises, Friedrich Hayek, Milton Friedman y

Paul Krugman, entre otros.

Está claro que la libertad en el comercio funciona en forma paralela con otras

variables dentro de un sistema, variables incluso en las cuales se basa, como la

libertad de producir, la libertad de contratar y el respeto por la propiedad

privada; pero no por ello debemos pasar por alto el rol que el libre comercio ha

tenido en el progreso de las sociedades. Existen numerosos índices en los que

podemos verificar que el nivel económico de los países y la calidad de vida de

sus habitantes, están estrechamente relacionados con la libertad económica y

comercial que practican. Países como Australia, Canadá, Estados Unidos,

Hong Kong, Nueva Zelanda y Suiza, que figuran entre los primeros en el

ranking de calidad de vida, cuentan también con mayor libertad para comerciar.

Países con menor calidad de vida como Bolivia, Corea del Norte, Cuba,

Venezuela y Zimbabwe cuentan con mucho menor libertad comercial.

No ahondaré en este ensayo en el enfoque utilitarista del libre comercio. La

mayor parte de su defensa ya se ha centrado en este tipo de argumentos y en

exponer los resultados económicos que ha generado. Esto es válido. ¿De qué

serviría defender el libre comercio si en la realidad solo lograra empeorar la

situación económica y la calidad de vida de aquellos a quienes supuestamente

debería beneficiar? ¿Acaso esto no sería una alarma de que existe una falla en

la teoría que pronostica resultados positivos?

Claramente, al defender la moralidad del libre comercio debemos tener un ojo

bien enfocado en sus consecuencias económicas y poner sobre la mesa toda la

evidencia que respalde su defensa. Por supuesto que esto es válido. Pero no

es suficiente.

Con toda la data económica al alcance de la mano y la realidad misma de su

lado, todo el planeta debería estar practicando el libre comercio. Sin embargo,

esto no ocurre. La mayor parte de los países siguen probando con versiones

moderadas del mismo, mientras que otros intentan, directamente, evitarlo hasta

lo imposible.

Está claro que si deseamos que el libre comercio se habrá paso

definitivamente, necesitaremos apelar a otros enfoques y argumentos poco

usados hasta ahora, incluso por sus más fervientes defensores. Este ensayo

estará enfocado en los argumentos olvidados a favor del libre comercio, y en

una crítica a las políticas colectivistas que intentan limitarlo por medios legales.

El libre comercio y el derecho a ser humano

Si buscamos en Google, la definición que encontraremos de libre

comercio es la siguiente:

“Libre Comercio es un concepto económico, referente a la

venta de productos entre países, libre de aranceles y de

cualquier forma de barreras comerciales. El libre comercio

supone la eliminación de barreras artificiales (reglamentos

gubernamentales) al comercio entre individuos y empresas

de diferentes países.”

Pero si vamos al campo deontológico, el libre comercio está basado en

derechos fundamentales previos a cualquier actividad comercial, y no es

otra cosa que los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad siendo

ejercidos por individuos en un ámbito específico de la vida: el intercambio

de bienes y servicios.

Del mismo modo que la libertad de expresión es la libertad ejercida al

momento de manifestar una idea u opinión, la libertad de culto es la

libertad de adherir a la religión cuyos valores uno comparte – o de no

adherir a ninguna-, la libertad de asociación es la libertad de formar un

grupo, de permanecer o retirarnos de él, el libre comercio es la libertad de

intercambiar el fruto de nuestro esfuerzo por el fruto del esfuerzo ajeno.

El libre comercio es bueno porque emerge de los derechos individuales

que todo ser humano – y por ende, todo comerciante – posee

anteriormente a cualquier transacción que efectúe.

Los derechos individuales no son una mera convención arbitraria. El ser

humano, como especie, tiene una identidad propia y características puntuales

definidas. Es distinto del roble que vive de aquello que sus raíces absorben de

la tierra y de la luz del sol. Es distinto del león que percibe una gacela e

instintivamente sabe que es alimento y cómo cazarla. El ser humano no viene a

este mundo con una receta bajo el brazo o un código automático que le indique

cómo sobrevivir. Para descubrir cómo hacerlo debe usar el único instrumento

que lo diferencia de las demás especies: la razón. La razón le dirá cómo actuar

para vivir, cómo diferenciar un hongo venenoso de uno comestible, cómo

cultivar papas, cómo crear una máquina para hacerlo más eficientemente, cómo

construirse una casa, cómo extraer agua del subsuelo y cómo potabilizarla. Si

espera sobrevivir como un roble o como un león, morirá. El hombre necesita

disponer de su mente y de su cuerpo – y de lo que ambos simultáneamente

generen – para poder vivir.

Si encadenamos a un hombre a un muro, si lo castigamos por pensar, si le

quitamos lo que acaba de producir, estaremos privándolo de las herramientas

que necesita para vivir. Podremos prolongar su vida alimentándolo con sobras

como a un animal. Pero incluso para esto, necesitaremos contar previamente

con un ser humano libre que haya producido suficiente alimento como para

desear compartirlo con él.

Para el ser humano, el derecho a la libertad y el derecho a la propiedad son

corolarios del derecho a la vida. Pretender que un hombre viva quitándole su

libertad y su propiedad, es lo mismo que pretender que el león sobreviva en la

selva prohibiéndole cazar, o que el roble crezca cortándole sus raíces. Por

mucho que lo deseemos, ello no ocurrirá.

Esta es la base filosófica del libre comercio. Es la idea de que el hombre

es un ser libre para usar su razón, para actuar, para producir, para

disponer de su propiedad como lo considere más apropiado, y para juzgar

con quién intercambiarla si deseara hacerlo. El único limite lo representan

los derechos individuales ajenos.

El libre comercio y la libertad de elegir

El ser humano debe tomar millones de decisiones a lo largo de su vida.

Si bien todos compartimos una misma naturaleza, somos individuos con una

vida, una mente y un cuerpo propio. No somos un ente colectivo, parte de un

monstruo de mil cabezas o de un monstruo de múltiples cuerpos. Somos seres

individuales. Por eso, cada uno de quienes estamos en dominio de nuestras

capacidades fundamentales, somos responsables de mantener nuestra propia

vida, utilizando nuestra mente y nuestro cuerpo como lo consideremos más

conveniente.

Dado también que tenemos gustos, habilidades, aptitudes e intereses

diferentes, debemos elegir por nosotros mismos los valores, los objetivos y los

sueños que perseguiremos y el modo en que actuaremos para alcanzarlos.

Pensemos en algunas de estas decisiones, quizás las más significativas a lo

largo de nuestras vidas. Debemos decidir qué estudiar, quiénes serán nuestros

amigos, dónde vivir, en qué trabajar, con quién casarnos, quién nos gobernará,

qué filosofía abrazar, cómo educar a nuestros hijos, etc. Todas elecciones que

implican dejar de lado miles de otras opciones. ¿Es posible que tomemos

decisiones objetivamente malas para nuestra vida? Ciertamente. La libertad de

elegir conlleva la posibilidad de equivocarnos e, incluso, de elegir

autoperjudicarnos en forma consciente.

Pero aunque el riesgo del error sea grande, ¿quién, además de cada uno de

nosotros, tiene derecho a tomar estas decisiones una vez que llegamos a la

mayoría de edad?

Generalmente, en el mundo occidental – a diferencia de lo que sucede en

varios países orientales y países occidentales que viven bajo regímenes

comunistas –, estas decisiones las tomamos cada uno de nosotros porque se

considera que cada hombre tiene derecho a su propia vida y tiene la capacidad

necesaria para hacerse cargo de ella. Ningún occidental aceptaría que un

tercero viniera a imponerle cómo tomar estas decisiones, y seguramente

juzgaría este acto como una violación a su derecho a elegir.

Observamos con incredulidad y repulsión cuando estas violaciones ocurren en

otras partes del planeta. Cuando nos enteramos de niñas y mujeres obligadas

a casarse con hombres que no aman, o a vestirse y comportarse de

determinada manera; cuando nos enteramos de hombres que han sido

encerrados en prisión o asesinados por sostener posiciones políticas o

religiosas diferentes a las predominantes; cuando nos enteramos de niños

castigados por cuestionar órdenes o dogmas.

Aún hoy en día, el listado de atropellos a la libertades individuales en algunas

partes del mundo es largo y siniestro. Tanto que cuando lo comparamos con los

logros que hemos alcanzado en algunos de nuestros países occidentales, no

podemos dejar de sentirnos privilegiados y, sobre todo, muy libres.

Sin embargo, ni siquiera los países más libres están exentos de violaciones

sistemáticas a estas libertades individuales. Violaciones que, en gran parte, se

llevan a cabo desde el Estado, de manera legal, y bajo el aparentemente noble

argumento colectivista.

El colectivismo es el concepto por el cual el grupo o el colectivo es más

importante que el individuo, y por ende, si es necesario sacrificar a un individuo

en pos del grupo, es un costo que vale la pena asumir.

Este concepto, muchas veces camuflado bajo nombres como “bien común” o

“bienestar general”, ha sido la principal causa por la que individuos, orgullosos

de ser libres, fueran entregando, casi voluntariamente, algunas de sus

libertades individuales. El derecho a comerciar libremente se encuentra en ese

listado.

Es cierto. Ninguno de nosotros aceptaría que un tercero o el Estado nos

impusiera con quién casarnos, con quién hacer amistad, qué estudiar o cuál

religión adoptar. Mantenemos esas decisiones dentro del ámbito personal.

Sin embargo, permitimos que el Estado nos diga con quién debemos y

podemos comerciar, porque hemos aceptado, erróneamente, que comerciar no

es una actividad personal sobre la cual debemos tomar nuestras propias

decisiones; porque hemos aceptado, también erróneamente, que comerciar no

es parte de nuestro derecho a ser libres y a ser dueños de nuestro trabajo.

Hemos aceptado que el comercio es una actividad de orden colectivo y que

debe atender a las necesidades del grupo. Nos hemos convencido de que,

como miembros de dicho grupo, es nuestro deber moral proteger la industria

generada por nuestros compatriotas, miembros del mismo grupo, no importa si

esto nos beneficia individualmente o no. Como dijimos antes, para el

colectivista “es un costo que vale la pena asumir.”

La excusa colectivista para limitar el comercio

Varios argumentos se han utilizado para persuadirnos de que el comercio debe

priorizar lo colectivo y lo nacional frente al interés individual. Muchos de ellos se

enfocaron en pronosticar cómo el libre comercio generaría pobreza,

dependencia y una baja en la calidad de vida en el país que lo practicara. Pero

los pronósticos fallaron dejando a los argumentos económicos sin ningún tipo

de sustento en la realidad. Entonces los colectivistas se aferraron a su

argumento “moral”, que hasta el día de hoy, continúa comandando las políticas

comerciales de la mayor parte de los países. Políticas que nos obligan a

comerciar con nuestro grupo y nos castigan cuando pretendemos comerciar

con los otros.

La excusa – más que argumento – moral colectivista utilizada para limitar el

comercio se basa en la idea de que, obligadas a competir con industrias

extranjeras más eficientes, “nuestras” industrias terminarían cerrando sus

puertas y despidiendo a miles de empleados que dependen económicamente

de las mismas, quedando ahora en la calle sin posibilidad de alimentar a sus

familias. Por esta razón, es deber del Estado prohibir, limitar o castigar con

aranceles, el comercio con individuos y empresas extranjeras.

Más allá de que lo expresado arriba es solo un análisis parcial y cortoplacista

de la situación, centrémonos en el mensaje de carácter moral que este

argumento presenta entrelíneas. Básicamente nos dice algo así:

“Si eres libre, eligirás a aquellos que te ofrecen un beneficio. Pondrás tu

interés personal por sobre el interés del grupo (que son aquellos que no

producen nada que te interese obtener). Pero ellos necesitan tu dinero.

Y eso te genera una deuda moral (y económica). Así que podemos

obligarte a entregar tu dinero a tus compatriotas, y prohibirte ejercer tu

libertad de elección. Si te permitimos elegir , ellos – que son más que tú

– sufrirán las consecuencias. Por tu culpa.”

Ciertamente, quienes aceptan este argumento, también están aceptando los

siguientes principios éticos:

• El grupo está por encima del individuo.

• La necesidad genera derechos.

• Somos responsables de la vida ajena (sobre todo de las desgracias).

• La libertad y la propiedad no son derechos, sino que están sujetas al

interés del grupo.

Un detalle interesante a tener en cuenta, es que nunca prevalece la parte del

grupo integrada por quienes desean comerciar libremente sin exigir ningún

sacrificio al resto. Esto sucede porque quienes desean comerciar libremente

suelen ser individuos que se sienten y comportan como tales, que no desean

imponer la fuerza sobre el resto, y, en consecuencia, no operan colectivamente

sino de manera independiente. Pero las posibilidades de obtener un resultado

positivo en una batalla individual frente a un grupo son relativamente bajas.

De todos modos, el gran problema es que incluso muchos de aquellos que no

desean imponerse prepotentemente al resto, han aceptado la moral colectivista

que sostiene la necesidad de proteger las industrias nacionales. Son aquellos

que se sienten culpables por comprar un producto extranjero en el exterior y lo

primero que hacen es declararlo en la aduana. Son aquellos que llaman

delincuente a quien decide no declararlo en la aduana. Son aquellos que

siempre preferirán comprar nacional antes que importado, no importa cuánto

más caro o de peor calidad sea el producto. Son quienes ven al extranjero

como un enemigo al que hay que vencer.

Aplicando el argumento colectivista al resto de la vida

Evaluemos por un instante la siguiente pregunta. ¿Cómo se aplicaría el

argumento que los colectivistas utlizan para proteger las industrias nacionales

en otros aspectos de nuestras vidas? Tomemos el aspecto romántico como

ejemplo. La aplicación del argumento se leería parecido a lo siguiente:

“No debemos permitir que nuestras mujeres y nuestros hombres formen

pareja o contraigan matrimonio con extranjeros, porque dejarían a un

sector de compatriotas con una oferta amorosa más limitada para

satisfacer sus deseos y necesidades. Por este motivo, castigaremos a

los desobedientes que pongan su interés personal por sobre la

necesidad del grupo y elijan a un extranjero o extranjera por sobre un

hombre o una mujer nacionales.”

¿Aceptaríamos que el grupo o el Estado decidiera nuestra vida amorosa?

¿Aceptaríamos que nos hicieran responsables de la soltería de un/una

compatriota porque decidimos formar pareja con un extranjero? ¿Apoyaríamos

el argumento de que la necesidad del español José por el amor de la española

Ana, le genera el derecho de obtenerlo y de excluir de la competencia al

australiano Peter? ¿Estaríamos de acuerdo con que Ana solo pudiera elegir a

Peter en la medida en que su decisión no implicara un perjuicio para el grupo?

Podemos continuar con los ejemplos. ¿Estaríamos dispuestos a pagar un

arancel por cada amigo extranjero que tuviéramos por dedicar a ellos un tiempo

que podríamos dedicar a amigos “nacionales”? ¿O por visitar otros países en

lugar de recorrer el propio? ¿O por escuchar música, ver películas y leer libros

producidos en el exterior?

Nadie, en su sano juicio, aceptaría el argumento colectivista en estos aspectos

de la vida. En ellos, sostenemos nuestra libertad individual como un valor

intransigible. Sin embargo, pareciera que la libertad individual de comerciar con

quien juzguemos conveniente, no entrara en la misma categoría, como si fuera

una clase diferente e inferior de actividad a la cual no le debemos el mismo

respeto.

El libre comercio y lo mejor de nosotros mismos

Pero el comercio es una de las actividades más nobles que lleva a cabo el ser

humano. Comerciar significa intercambiar el producto de mi habilidad, de mi

inteligencia y de mi esfuerzo, por el producto de la habilidad, de la inteligencia y

del esfuerzo ajenos. Comerciar libremente significa que llevo a cabo ese

intercambio de manera voluntaria, con quien yo juzgo que vale la pena hacerlo,

con quien me ofrece una recompensa – monetaria o espiritual – que considero

justa, a cambio de mi producto o de mi servicio.

Pero además de los principios fundamentales en los que está fundado, el

ejercicio del libre comercio presupone también una serie de virtudes y de

compromisos de profundo valor moral, como la productividad, la

responsabilidad por la propia vida, la autoestima, el respeto por el prójimo y el

orgullo.

El filósofo Stephen Hicks lo explica así:

“Las personas que comercian entre sí, primero tienen que ser

productivas. Es decir, tienen que crear algo de valor con el fin de

aportar ese algo al comercio. Pensemos en una típica transacción de

negocios: Yo crío pollos y traigo huevos al mercado, y tú produces

trigo y traes harina. Cada uno de nosotros está comprometido a

asumir la responsabilidad por su propia vida al crear su propio

camino en el mundo.

Luego, cada parte tiene que efectuar el intercambio de manera

voluntaria. Yo elijo ofrecerte algunos de mis huevos a cambio de tu

harina. Tú eres libre de aceptar o rechazar mi oferta y de hacer una

contraoferta. A continuación, ambos llegamos a un acuerdo y

hacemos el intercambio. Cada uno de nosotros está comprometido a

tratar con el otro pacíficamente.

Entonces llegamos a un win-win, una relación en la que ambos

ganamos, ya que los dos disfrutamos de los frutos del intercambio.

Yo me beneficio de la harina que produjiste y tú te beneficias de los

huevos que produje. Trabajaste para agregar valor a mi vida, y te

ganaste mi pago a cambio. Y yo trabajé para agregar valor a tu vida,

y recibo tu pago a cambio. Hay una especie de justicia involucrada en

esto: las personas obtienen lo que merecen.

Y finalmente llegamos al orgullo y al respeto. Ser un comerciante es

ser alguien que trabaja para agregar valor al mundo, que trata con los

demás pacíficamente, y que sabe que él o ella se merece disfrutar de

las cosas buenas como resultado, tanto de la riqueza material como

de la sensación de logro. Eso es el orgullo. El comerciante también

trata a otros comerciantes como individuos auto-responsables con

algo valioso que ofrecer y que son libres de seguir su propio camino.

Una transacción de mutuo beneficio es una interacción de mutuo

honor. Eso es respeto.”

Esto que es válido para el comercio entre dos individuos cualquiera, no deja

de ser verdadero cuando nos referimos a dos individuos de países

diferentes que deciden comerciar. El libre comercio continuará exigiendo

estas virtudes y compromisos de un lado y del otro de la frontera.

El libre comercio, la justicia, la paz y la tolerancia

Como mencioné anteriormente, el ataque al libre comercio delata, en el

fondo, una fuerte mentalidad colectivista. Una mente colectivista es aquella

que ha reemplazado el concepto de individuo por el concepto de grupo.

Cuando alguien percibe al otro no como Juan, Pedro o María con sus

personalidades, historias y sueños, sino como parte de un grupo (sea el de

los judíos, los blancos, los imperialistas, los ricos, los negros, los

homosexuales, etc.), está juzgando al otro por aquella característica que,

de acuerdo a su propio grupo, debe ser rechazada.

En el caso de los defensores del proteccionismo comercial, el colectivismo toma

el formato de xenofobia, que es el miedo, el odio o el rechazo a lo extranjero

por el simple hecho de ser extranjero. Los extranjeros son el enemigo,

representan el peligro y desean perjudicarnos. Son ellos, pues, a quienes

debemos evitar o castigar, antes de que ellos nos perjudiquen a nosotros.

Cuando el concepto de individuo es reemplazado por el concepto de grupo,

nunca tardan en llegar las víctimas de un lado y del otro. Es por eso que para

reinvindicar al libre comercio, lo primero que debemos defender es el carácter

individual y privado de su actividad. Son los individuos quienes producen. Son

los individuos quienes comercian. Y lo hacen con el objetivo de obtener un

beneficio personal. Este hecho, los incentiva a juzgar a los otros por sus

verdaderos logros y por aquello que tienen para ofrecer en el intercambio.

El libre comercio logra disminuir muchas patologías sociales que a menudo

ponen a los miembros de diferentes grupos en conflicto entre sí debido a

fanatismos religiosos, racismo, sexismo, etc.

Dado que el propósito de comerciar es mejorar la condición de uno a través

del intercambio, nos permite pasar por alto los rasgos de otros que no nos

gustan. Los miembros de una determinada religión pueden sentir verdadero

odio por los miembros de otra, un empresario machista puede ser sumante

escéptico respecto al talento femenino, otro puede sentir rechazo por

determinada raza. Pero la perspectiva de llevar a cabo operaciones

rentables al comerciar con ellos, puede incentivarlos a olvidar sus prejuicios

irracionales y a volverse seres humanos más civilizados y tolerantes.

El libre comercio no es una cura para todos los problemas sociales, pero

colabora a que la raza, el sexo, la religión o la etnicidad de una persona

se vuelvan relativamente irrelevantes a la hora de llevar a cabo una

transacción.

Stephen Hicks lo explica de este modo:

“Las personas comprometidas con la ética del comercio están

comprometidas a evaluar a otros en términos de su capacidad

productiva, y no por su color de piel o partido político. Están

comprometidas a respetar a los demás como seres auto-

responsables, y no verlos como el sexo débil o como idólatras.

Están comprometidas a ofrecer lo mejor de sí al mundo y a buscar

lo mejor que otros tienen para ofrecer, y no a ignorar tercamente o

a restar importancia a los logros de los individuos de otras culturas.

Este fue el punto de Voltaire cuando señaló - con cierto asombro -

que en la Bolsa de Londres, gente de muchas religiones diferentes

negociaba pacífica y felizmente entre sí. Fuera de la bolsa, los

católicos podrían perseguir a los protestantes, los protestantes

podrían perseguir a los católicos y a otros protestantes, y todo el

mundo podría perseguir a los judíos, pero dentro de la bolsa de

valores los cristianos, los judíos, e incluso algunos musulmanes,

intercambiaban sonrisas, apretones de manos y certificados de

acciones para beneficio de todos.

Es también por eso que en aquellos lugares más comprometidos

con el libre comercio de ideas y mercancías - los históricos puertos

libres de Pireo y Amsterdam, las zonas de libre comercio de Hong

Kong y Panamá, los centros empresariales como Silicon Valley –

es donde encontramos las tasas más altas de participación política,

étnica, racial y de género.”

Este punto fundamental sobre la tendencia a la convivencia pacífica a la

que nos conduce el libre comercio, también fue destacado por Alexis De

Tocqueville en su obra Democracia en América:

“No conozco nada más opuesto a las costumbres revolucionarias

que las costumbres comerciales. El comercio es naturalmente

adverso a todas las pasiones violentas; le encanta temporizar, se

deleita en el compromiso y evita cuidadosamente la irritación. Es

paciente, insinuante, flexible, y nunca recurre a medidas extremas

hasta ser obligado por la más absoluta necesidad. El comercio

hace a los hombres independientes unos de otros, les da una

noción noble de su importancia personal, los lleva a buscar

conducir sus propios asuntos, y les enseña cómo conducirlos bien.

Por lo tanto, prepara a los hombres para la libertad, y los preserva

de las revoluciones.”

La filósofa rusa-americana Ayn Rand comprendió muy bien el rol del

comercio en la paz, el cual expuso en su obra magna “La Rebelión de

Atlas”. En su defensa moral al dinero – que no es otra cosa que la

mercancía utilizada para comerciar –, ella escribió:

“Cuando el dinero deja de ser el instrumento por el cual los

hombres tratan unos con otros, entonces los hombres se

convierten en instrumentos de los hombres. Sangre, látigos y

pistolas o dólares. Escoged – no hay otra opción – y vuestro

tiempo se está acabando.”

También otros filósofos reconocieron la influencia del libre comercio en la

conservación de la paz. Immanuel Kant escribió que el espíritu del

comercio es incompatible con la guerra. John Stuart Mill afirmó en

“Principios de Economía Política”, que el comercio estaba volviendo a la

guerra rápidamente obsoleta. Según Mill, la extensión del libre comercio

enseñó a los países que sus intereses en la riqueza son comunes y que

el comercio trae beneficios mutuos. Y que esta comprensión estaba

gradualmente superando la idea tradicional de larga data de ver los

beneficios de otras naciones como la pérdida de la propia nación.

El derecho a producir y comerciar por cuenta propia fue también una de

los argumentos utliizados en las batallas contra la esclavitud y contra el

sexismo tradicional. Tanto los esclavos como las mujeres no estaban

autorizados a dedicarse a la producción y al comercio. Las primeras

sociedades antiesclavistas, formadas en Inglaterra, Estados Unidos y

Francia en la década de 1780, hicieron que el derecho del individuo a ser

un agente económico libre, formara parte de su campaña. Y los primeros

manifiestos feministas en la década de 1790, como los de Mary

Wollstonecraft en Inglaterra y Olympe de Gouges en Francia, lograron lo

mismo.

Así como el deseo de comerciar generó en el pasado estos cambios, los

mismos argumentos favorables al comercio deberían seguir utilizándose

en aquellas partes del mundo donde los derechos individuales de las

mujeres o de determinados grupos continúan sin respetarse y su

participación en el comercio continúa limitándose.

El libre comercio nos regala tiempo

Mucho se ha dicho acerca de que el ser humano debe vivir en sociedad. Nadie

duda de esto, ni siquiera los individualistas. La diferencia es que mientras el

colectivista pone el acento en la sociedad y ve al individuo como una

herramienta de la misma, el individualista pone el acento en el individuo y ve a

la vida en sociedad como una ventaja para que éste viva mejor.

Además de la posibilidad de establecer relaciones personales, las otras

grandes ventajas que ofrece la vida en sociedad al individuo son la

transmisión de conocimiento, la especialización y el comercio.

Pensemos en el tiempo que ahorramos en educarnos al disponer de toda

la información acumulada al alcance de nuestras manos. ¿Cuánto

podríamos aprender durante nuestra vida acerca de la historia, las

ciencias, las artes, la tecnología, la medicina, la geografía, si viviéramos

alejados de todo y todos?

Vivir en sociedad nos permite beneficiarnos del conocimiento ajeno. Si me

duele una muela, puedo recurrir al odontólogo quien sabrá qué hacer. Si

quiero aprender filosofía, puedo ir a la biblioteca donde encontraré tomos

y tomos sobre la materia o registrarme en un curso online. Si deseo ser

químico, ya cuento con millones de fórmulas que no necesito desarrollar

por mí mismo sino simplemente comprender y aplicar. Si quiero saber qué

alimentos son sanos para mi organismo, puedo consultarlo con una

nutricionista sin necesidad de experimentar con cada uno de ellos.

Relacionadas con la anterior, la otras grandes ventajas de la vida en

sociedad han sido, sin lugar a duda, la división del trabajo – que ha

permitido la especialización – y el comercio. Imaginemos por un instante

qué pasaría si una mañana nos levantáramos y por arte de magia nos

encontráramos en una isla desierta, repleta de materias primas, pero sin

nada producido. Sin alimentos al alcance de la mano, sin abrigo, casa,

teléfono, internet, heladera ni bote, tendríamos que empezar desde cero y

por producir lo básico para sobrevivir. Si tuviéramos la fortuna de lograr

alimentarnos, poco tiempo nos quedaría del día para pensar en alguna

otra actividad.

Recordemos la película El Náufrago, donde el personaje principal, un

exitoso y brillante directivo de la empresa FedEx, llega a una isla desierta

luego de que su avión cayera en el mar. Tras vivir cuatro años solo en

esta isla, no ha logrado más que prender un fuego, fabricar algunas

herramientas para pescar, construir una choza y fabricar una balsa

precaria. Aún con una mente llena de conocimientos adquiridos durante

su vida en sociedad, no pudo pasar del nivel de subsistencia.

La vida en sociedad nos permite a cada uno de nosotros dedicarnos a

aquello que mejor sabemos hacer, volviéndonos especialistas en una

actividad. El libre comercio nos permite intercambiar el producto de esa

especialización, por el producto de la especialización ajena, otorgándonos

bienes de mayor calidad y liberándonos de tiempo para dedicar a otros

intereses. De este modo, mejora notablemente la calidad de vida de los

individuos que se involucran en él.

Stephen Hicks lo resume de este modo:

“Un hombre que decide hacerse un sándwich desde cero, debe

gastar 1.500 dólares y seis meses de esfuerzo. El sándwich que

compraré en el almuerzo me costará 5 dólares y una espera de

cinco minutos. El comercio nos permite ser más eficientes, y

cuanto más extensas son nuestras redes comerciales, podremos

disfrutar de los talentos de más personas, y a más personas

podremos alcanzar con nuestros propios talentos.”

El libre comercio es profundamente moral

Hoy en día, en la mayor parte de los países, el Estado decide por

nosotros con quién podemos y con quién no podemos comerciar. El

parámetro que utiliza no es justo, no es pacífico y no es tolerante. No

tiene en cuenta las habilidades ni tampoco las preferencias personales de

cada uno. Por supuesto, tampoco tiene en cuenta los derechos

individuales de quienes desean comerciar. Sólo tiene en cuenta al grupo

que ejerció la mayor presión o al grupo que ofreció el mayor favor al

político de turno.

No solo eso. En algunos países, además de decirnos con quién podemos o no

podemos comerciar, el Estado también nos dice con quién estamos obligados a

hacerlo. El caso del negocio de repostería en Estados Unidos, cuyos dueños

fueron obligados a cocinar un pastel para una boda gay, cuando sus

convicciones religiosas se lo impedían, es un claro ejemplo de la invasión a la

libertad individual que el Estado está llevando a cabo. No importa si estamos de

acuerdo con tales convicciones religiosas o no. Lo que importa es que cada ser

humano tiene derecho a elegirlas y a vivir de acuerdo a ellas, en la medida que

no viole un derecho ajeno.

Como expuse al principio de este ensayo, para defender el libre comercio ya no

alcanza con mostrar números y estadísticas. Necesitamos utilizar toda la

artillería filosófica y todos los argumentos racionales que tengamos a nuestro

alcance para deshacer la maraña colectivista en la que se nos ha enredado por

años.

La extensión del libre comercio está claramente justificada desde el punto de

vista moral, ya sea como una cuestión de respeto hacia los derechos inherentes

de cada individuo a participar en actividades económicas de su elección, o por

las consecuencias a nivel ético, social y económico que el libre comercio ofrece

a quienes se involucran en él.

Defender nuestro derecho a comprar sin ninguna interferencia ni restricción el

café a un colombiano, la campera de cuero a un argentino, una computadora a

un norteamericano y un auto a un japonés, es tan moralmente correcto como

defender nuestro derecho a no comerciar con quien no deseamos o a vender

nuestro producto a quien querramos. Es tan moralmente correcto como

sostener una idea filosófica desarrollada por un griego, leer una novela escrita

por un ruso, ir al concierto de un pianista francés o presenciar el carnaval

brasilero. Tan moralmente correcto como visitar Machu Picchu en Perú, la Torre

Eiffel en Francia o los canguros en Australia. Tan moralmente correcto como

elegir a un escocés como novio, a una cubana como amiga, a un hindú como

guía espiritual y a un suizo como ídolo deportista. Tan moralmente correcto

como ejercer nuestro derecho a decidir qué queremos para nuestras vidas y

con quién lo queremos, y tratar a los demás con el mismo respeto y

benevolencia con que nos gustaría ser tratados, no importa de qué lado de la

frontera vivan.

En definitiva, lo que verdaderamente importa en el comercio, es lo que cada

uno tiene para ofrecer al otro en su intento por hacer su vida más feliz en esta

Tierra, en la cual ninguno de nosotros es, ni será jamás, un extranjero.

Bibliografía:

• Hicks, Stephen R. C.: The Moral High Ground of Free Trade.

• Mill, John Stuart: Principios de Economía Política

• Rand, Ayn: La Rebelión de Atlas

• Tocqueville, Alexis: Democracia en América