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libro al viento UNA CAMPAÑA DEL INSTITUTO DISTRITAL DE CULTURA Y TURISMO Y LA SECRETARÍA DE EDUCACIÓN Con el aval del Fondo Internacional para la Promoción de la Cultura

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libro al viento

u n a c a m p a ñ a d e l i n s t i t u t o d i s t r i t a l d e c u l t u r a y t u r i s m o y l a s e c r e t a r í a d e e d u c a c i ó n

Con el aval del Fondo Internacional para la Promoción de la Cultura

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Por qué leer

y escribir

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Alcaldía Mayor de Bogotá

Instituto Distrital de Cultura y TurismoSecretaría de Educación del Distrito

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p o r q u é l e e r y e s c r i b i r

Selección de Silvia Castrillón

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a l c a l d í a m a y o r d e b o g o t á

Luis Eduardo Garzónalcalde mayor de bogotá

Instituto Distrital de Cultura y TurismoMartha SenndirectoraVíctor Manuel Rodríguez Sarmientosubdirector de fomento a las artes

y las expres iones culturalesAna Rodagerente de l iteratura

Secretaría de Educación del DistritoAbel Rodríguez Céspedessecretario de educación distritalFrancisco Cajiaosubsecretario académicoIsabel Cristina Lópezdirectora de gestión institucionalElsa Inés Pineda Guevarasubdirectora de medios educativos

© Instituto Distrital de Cultura y Turismo www.idct.gov.co Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción

total o parcial sin permiso del editor isbn 958-8232-79-1 Asesor editorial: Julio Paredes Castro Coordinadora de publicaciones: Diana Rey Quintero Diseño gráfico: Olga Cuéllar + Camilo Umaña Impreso por Prensa Moderna Impresores. Hecho en Colombia

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contenido

Presentaciónfrancisco cajiao 9

Por qué los clásicos 25silvia castrillón

Lo que entregan los libros 45william ospina

Literatura y oxígeno 65ema wolf

Retirados a la sombra de nuestros párpados 71graciela montes

Un consejo para escritores principiantes: “Cuando se trata de escribir, eres lo que lees” 105

aidan chambers

Carta con cartilla Acerca del buen escribir 113

darío jaramillo agudelo

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presentación

Si hay algo que vuele lejos en el mundo es la palabra. Literalmente vuela, porque el sonido que lanzamos al viento se monta en el aire y va de mi boca al oído tuyo, donde se cuela misteriosamente para tocar otros miles de palabras que duermen en tu cerebro vistiendo pensamientos, adornando recuerdos, descifrando olores y sabores, tacto, deseos... Luego tomas ese pájaro inquieto que movió emociones, que despertó otras palabras dormidas en la profunda intimidad y vuelves a reconstruir mi palabra para enviarla con la tuya al viento, rumbo a otro corazón y a otro oído.

Así funciona esa magia humana que más tarde se convierte en cartas que viajan en avión y en barco, a través de todas esas ondas raras que hacen que funcione el correo electrónico, el telégrafo o el fax. Y a veces no son cartas sino libros que una vez escritos quedan libres como mariposas, liberados de la esclavitud de quien los hizo, y van de mano en

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Francisco Cajiao

mano diciendo a cada quien cosas diversas, alimen-tando vidas, alivianando silencios, ocupando ratos muertos. Así son los libros, siempre movidos por el viento que los lleva de un lugar a otro sin planes precisos, sin destino fijo.

Semejante maravilla sólo puede surgir de una especie que es capaz de leer y escribir y de ese modo conserva la memoria de los siglos, comparte sue-ños y construye mundos. Por eso no hay nadie tan importante en la vida de un ser humano como el maestro o la maestra que enseñó el arte y el gusto de leer y escribir, porque a través de esta labor libera del silencio a sus alumnos.

No es otro el significado de este nuevo libro que se lanza al viento para inspirar a quienes han asumido semejante tarea como primordial sentido de su vida.

Me han pedido introducir esta obra donde se compendian textos que sin duda servirán de inspiración a tantos educadores consagrados y, desde mi propio ejercicio de maestro, he querido ofrecer un aparte de un libro que escribí hace poco, después de haber trajinado por diversas partes del mundo pensando en ese alimento primordial de los

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Presentación

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humanos que es la cultura, es decir, aquello que le da significado colectivo a la comunidad humana.

Qué fue primero: ¿la gallina o el huevo? Es claro que primero tuvo que aparecer la es-

critura porque de otro modo no habría habido nada que leer. Inclusive teniendo en cuenta que leer es algo más que descifrar secuencias de letras y sintaxis lingüísticas. Además, desde hace más de cinco mil años existen abundantes textos escritos en Egip-to, Mesopotamia, Creta y China y sin embargo es seguro que eran más los que sabían escribir que los que podían leer. También se puede decir lo mismo de todo el mundo mediterráneo durante la Edad Media... En fin, dejando de lado a los escribientes, escribas o escribanos que seguramente eran capa-ces de leer sus propios textos, muy pocos tenían la posibilidad de descifrar jeroglíficos, tablillas cunei-formes o ideogramas.

Desde que la escritura fonética irrumpió en la historia humana, la mayoría de las personas entienden la lectura como el ejercicio de asignar sonidos a los signos y luego convertirlos de nuevo en lenguaje oral, así sea en ese proceso tan misterioso como complejo que es la lectura silenciosa a la cual

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Francisco Cajiao

dedican tanta parte de su vida las personas en este mundo actual, infestado de textos de todas clases, tamaños y funciones. Sin embargo, es importante en el mundo contemporáneo tomar conciencia de que la lectura es mucho más que esto, dado que ahora hay una gran variedad de nuevas formas de escritu-ra. Y esta reflexión tiene una especial validez para quienes se ocupan de la educación, pues todavía las instituciones escolares siguen pensando que para leer con eficacia es suficiente descifrar el abecedario.

En el mundo de hoy siempre se está leyendo desde que se despierta en la mañana hasta que se vuelve a dormir. La mayoría de los textos son lacóni-cos, inexpresivos en su contenido y exuberantes en su forma. Se entra a la tienda o al supermercado y aparece la inmensa variedad de productos, cada uno con un nombre simple y directo como arroz, sal o lenteja, escrito sobre la caja o la bolsa en la que viene empacado, y casi siempre una palabra que no tiene nada que ver con lo que se quiere comprar porque es una marca como Manuelita, Roa, El Rey, Alpina, o, peor aún, palabras de otros mundos y otras lenguas (Parmalat, Nestlé, Quaker) que sustituyen el valor de leche, azúcar, pimienta, maíz... Entonces no se

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Presentación

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comprará el producto directamente del bulto, como hacían las abuelas en la plaza de mercado, sino el color y el nombre de la caja. Y más allá se encontra-rán otras palabras con valor universal como Coca-Cola.

Se va al trabajo y se debe leer la ruta del bus, el nombre o el número de la calle por donde se pasa, los signos de tránsito que dan vía o prohíben el paso. Tal vez se entre a un café, a un restaurante, a un banco o a una papelería y en cada sitio habrá textos por todas partes: unos con luces que proclaman el nombre del lugar, otros sobre las paredes publici-tando productos, haciendo advertencias o confun-diendo; por otro lado habrá formularios que llenar, menús en los cuales elegir, pantallas de computadora con las cuales se hacen transacciones...

Por todas partes hay pequeñas palabras, men-sajes inconexos, dibujos y nombres sin significados que es necesario asociar con cosas que sí tienen significado. Este es el verdadero trabajo del lector cotidiano: saber orientarse a través de una selva intrincada de signos que lo persiguen y lo invaden y que puede no entender pero de los cuales no puede escapar.

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Pero quien no puede leer porque no sabe, o porque sus ojos no se lo permiten, está terriblemente desvalido para sortear con éxito sus horas de trabajo o de ocio en los laberintos urbanos. Igual le sucede a quien está en una ciudad o un país extraño donde además de no conocer el idioma, tampoco sabe leer un mapa u orientarse por los signos dispuestos en las paredes. Es necesario saber leer los horarios de aviones y trenes y relacionarlos con una lógica de operación de estos monstruos que pueden llevarse a alguien al lugar más inesperado sin que siquiera logre darse cuenta.

Quienes se internan en el desierto, en la selva, en las montañas o en las inmensas llanuras despobla-das de la tierra saben que también allí existen lengua-jes sin los cuales se estará en un peligro mucho mayor que el del analfabeta en la ciudad. La naturaleza tiene sus signos y sus escrituras. Con ellas se anuncia el clima, la existencia de alimentos, el peligro de fieras, la proximidad de la tormenta. De ese lenguaje saben quienes han nacido y crecido en el campo y distin-guen el canto de los pájaros y el rumbo de las nubes.

A su vez, hay lenguajes y signos característicos de diversos sitios: la escuela tiene el suyo, lo tienen

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Presentación

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también la fábrica, la discoteca, el balneario, el cuar-tel, el convento, el cementerio, el restaurante, el hotel, la estación de buses. En todos estos lugares confluyen letras, palabras, graffitis, pantallas electrónicas, avisos en las paredes, anuncios luminosos, objetos marca-dos que deben ser debidamente leídos e identifica-dos: se irá, por ejemplo, a ver la película Aliens a la sala de cine número 3 en el Centro Comercial Santa Lucrecia, en el asiento 4 de la fila 6 en la función de las 9:30. Y, claro, todos estos lugares tienen que ser leídos para poder ser usados y habitados.

En otras palabras, leer no es más que una forma humana de habitar el mundo, sobretodo un mundo sobre el cual se pueda tener un mínimo grado de control. Y, por supuesto, leer es mucho más que descifrar mecánicamente unos signos, pues lo que importa en realidad no es cómo suenan, sino lo que esos pequeños dibujos pueden desencadenar en nuestro cerebro y en nuestros sentimientos, movien-do pensamientos y orientando nuestras acciones. Si se piensa con cuidado es fácil darse cuenta de que buena parte de las actuaciones de las personas, de lo que hacen y dejan de hacer, está dirigido por los tex-tos que leen, especialmente de aquellos que sugieren,

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Francisco Cajiao

indican y convencen mediante mecanismos de persuasión lacónicos y eficaces.

Se gasta mucho tiempo enseñando a los niños pequeños a unir letras y palabras que ellos no comprenden ni necesitan, mientras se olvida que su lectura real es otra y que desde que nacen están en contacto con un mundo físico y humano que deben descifrar continuamente como parte de su apren-dizaje esencial de supervivencia. Pero también sus gustos, sus deseos y sus placeres comienzan a estar asociados desde muy pronto con palabras especiales como Coca-Cola cuyo significado, forma, sabor y contenido no tienen que ver con el desciframiento alfabético de la ce con la o, la ce con la a, etc., sino con un significado global que involucra un tipo de letra, un gusto, una alegría de vivir, una música, un color... porque todo eso es Coca-Cola que escrita de otro modo no significa lo mismo.

Por eso su forma se traslada a otras caligrafías de manera mágica para conservar el significado primordial que traspasa barreras culturales, histó-ricas y lingüísticas. En Beira, la segunda ciudad de Mozambique, hay un gran monumento de cemento en una glorieta vehicular de un lugar céntrico que

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Presentación

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representa una botella de Coca-Cola de más de tres metros. ¡Como si se tratara de un prócer!

Uniendo un tipo particular de grafismos, unos colores, la forma de una botella y un nombre que no corresponde a ningún idioma es posible saber que cierta cosa se lee cocacola sin importar si está escrito en caracteres chinos, árabes, japoneses, hebreos o cirílicos. De esta misma forma universal que une colores, usos, deseos y palabras aprenden los niños desde muy pequeños a leer gran parte del mundo de signos que los rodea, asociando sonidos y sabores, canciones y juguetes, marcas y prestigio. La lectu-ra significativa temprana, que es esta de la cual se está hablando ahora, está profundamente ligada al mundo del consumo, de la fabricación de necesida-des, de la domesticación inicial de los deseos y los gustos*. Esta es la lectura inicial que mueve compul-sivamente a la acción, porque genera la necesidad de comprar, de tener, de consumir desde la primera infancia.

Este inmenso mundo de signos escritos, que invaden todos los lugares de las ciudades y avanzan

* Sobre Nakamura en la Bienal de Venecia 2001 y el monumento a McDonalds.

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cada vez más hacia los campos, produce lectores inmediatos, espontáneos, que no requieren haber ido a la escuela para saber descifrar el nombre del deseo que se escribe en cada producto y en cada aviso publi-citario. Se puede ser analfabeto en el sentido conven-cional y ‘leer’ sin titubeos el nombre de la leche, la marca de la bicicleta, distinguir si un televisor es Sony o Samsung... Basta sólo un poco de tiempo bajo la in-fluencia visual de las vallas publicitarias, los empaques de productos, los gingles de la radio y los video-clips de la televisión para volverse un hábil lector.

De otra parte, hay todavía millones de seres humanos que viven alejados de estos mundos de palabras ‘comprables’ y comestibles. Se puede viajar en muchos países del tercer mundo durante horas, días y aun semanas sin ver nada distinto del paisaje: desiertos, sabanas, montañas, ríos, selvas. En esos lu-gares todavía hay mucha gente que vive en una época diversa, en la cual el signo escrito no parece inventa-do, donde no llegan las señales de radio o televisión, donde aún se menosprecia el uso de la rueda. Desde luego, la mayoría de esas personas, sean niñas y niños o adultos de todas las edades, continúan siendo analfabetas totales, no por el hecho de que no sepan

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Presentación

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leer, sino porque no tienen cosas que leer, porque no hay signos lingüísticos escritos sobre los árboles o las rocas de los cuales dependa su vida, como ocurre en el caso de los habitantes de las ciudades.

Las palabras de la cotidianidad urbana, con toda su fuerza expresiva, constituyen un mundo propio capaz de pensamientos, deseos, urgencias y acciones muy diferentes a aquellas propias de los mundos en que predominan las cosas, los objetos directos de la naturaleza. En estos mundos, donde habita todavía una gran parte de la humanidad, la vida depende de otros tipos de lectura que conducen a orientar la vida individual y colectiva por la dura senda de la supervivencia en condiciones hostiles. En muchos lugares aislados del sur de África, de la cordillera de los Andes o de la estepa asiática, lo que se debe aprender de forma precoz es la solidaridad de grupo y el apego irracional a la tradición sin los cuales es muy difícil sobrevivir a la adversidad del clima, la irregularidad de las cosechas y las precarie-dades de la salud. Es lo que se suele denominar con el nombre genérico de “la pobreza”.

El asunto del analfabetismo es, entonces, un asunto de pobreza. Quienes no leen y escriben son

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Francisco Cajiao

los pobres de la tierra, no por el hecho de no tener habilidad lecto-escritora, sino porque en los lugares que habitan hay pobreza de símbolos, de informa-ción, de oportunidades, de imágenes de la vida, de deseos, de aspiraciones, de instrumentos, de casi todo lo que pueden hacer los seres humanos –bueno o malo– para reinventar el mundo más allá de su estado primigenio.

Riqueza y pobreza humanas son términos que guardan estrecha relación con la necesidad mayor o menor de escribir y leer. Son más pobres los que necesitan muy poco de la lectura, porque eso signi-fica que los mundos en que habitan requieren pocas palabras para ser ocupados: quizá sea suficiente conocer nombres y marcas de productos, rutas de buses, nombres de calles, sin ninguna lógica, para deambular pidiendo limosna en los semáforos de las grandes ciudades. Entonces se abandona la escuela en tercero o cuarto grado, porque más allá de estas cosas no se requiere saber leer instrucciones de uso de alimentos precocidos, ni manuales técnicos de aparatos tecnológicos, ni novelas, ni periódicos: para saberlo todo están la radio omnipresente y la televisión que siempre es posible conseguir aunque

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sea en los grandes tugurios de Latinoamérica o de Asia. Quienes viven en el entorno de la riqueza, de la producción de alta tecnología, de los circuitos finan-cieros, de la vida intelectual requieren, en cambio, altos niveles de capacidad lectora, pues casi nada en su vida viene sin la mediación de la palabra escrita: hasta para gustar el alimento es necesario leer antes su nombre en el menú del restaurante. También los obreros de fábricas robotizadas, los funcionarios de los bancos, las camareras de los hoteles internacio-nales de lujo deben leer con fluidez –y normalmente en más de un idioma– para tener idoneidad mínima en sus cargos. Pero también deben ser capaces de usar sistemas digitales a través de computadoras u otros instrumentos y maquinarias para extraer información (leer) o ingresar datos (escribir). El tra-bajo en el universo de la riqueza (siempre relativo y siempre por definir) sustituye la fuerza de las manos con el poder de las palabras, trabaja con símbolos y obliga a los seres humanos a usar más su inteligencia que su habilidad motriz. Por el contrario, el traba-jo en el mundo de la pobreza siempre estará más asociado con el músculo que con el cerebro, con el esfuerzo físico que con el ejercicio mental.

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Francisco Cajiao

También quienes se esfuerzan más por comprender su naturaleza y la naturaleza de sus relaciones con el mundo y con los otros requieren más de la lectura que aquellos que viven solamente en el momento, pendientes de encontrar lo que su impulso les exige en el instante. Leen muchos libros quienes no se contentan con leer los mensajes publi-citarios que orientan la moda, el alimento y el amor. Leen historias y novelas quienes tienen necesidad de llenar su tiempo y su memoria de acontecimientos y relatos más extensos que el recuerdo de su propia vida. Y si lo hacen, tal vez no sea por el hecho de que sepan leer, sino porque seguramente desde niños estuvieron rodeados de esos misteriosos objetos en cuyo interior se sospechaba que podrían existir secretos maravillosos. Por el contrario leen pocos libros quienes viven solamente para comprar las co-sas que el momento les exige, porque quizá siempre estuvieron rodeados de anuncios sugestivos y revis-tas llenas de fórmulas mágicas para la felicidad.

Este extenso juego de ideas sobre la lectura y el analfabetismo (que por ningún motivo tiene la intención de ser tomado como una teoría) lo que pretende mostrar es que lo más importante no es

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Presentación

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enseñar las habilidades propias de la lectura, como desciframiento de los signos convencionales de nuestro abecedario fonético, sino tratar de crear las múltiples necesidades de la lectura en grupos humanos que hasta ahora no la han necesitado porque en su entorno no hay libros, no hay empleo de alto nivel productivo y exigencia educativa y no parece haber interés real de nadie en que salgan de su ignorancia y su enajenación.

francisco cajiao

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Por qué los clásicos

silvia castrillón

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en octubre de 2004 nos visitó la profesora española Teresa Colomer para hablar precisamente sobre los clásicos. En una conferencia, ante un público de maestros, mostró cómo estos libros permiten compartir “en vertical”, es decir entre generaciones, la herencia de la tradición. Teresa estaba muy preocupada, pensaba que su discurso iba a estar descontextualizado pues en un país con tantas preocupaciones como Colombia no tendría lugar la lectura de los clásicos. Sin embargo muy pronto disipó sus dudas a raíz de dos situaciones que presenció.

La primera, en casa de una amiga, alguien narró la acción valerosa de las mujeres de una pequeña población colombiana, que salieron a dar sepultura a sus muertos después de una masacre perpetuada por paramilitares; muertos que nadie se atrevía a enterrar por el terror de manifestar su relación con ellos. La narración de este hecho pro-dujo un silencio que fue roto con una sola palabra: Antígona. Teresa confesó luego que sin esa referencia a la tragedia griega ella no habría entendido en toda su dimensión la tragedia colombiana.

El segundo episodio lo presenció Teresa en Medellín, en una comuna víctima también de la

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Silvia Castrillón

guerra y de la pobreza. En una pequeña biblioteca popular Teresa encontró a dos niñas muy pequeñas que leían a Andersen con mucho entusiasmo. Por qué disfrutaban estas niñas la lectura de cuentos tan dolorosos, siendo ellas víctimas de la violencia, es algo que no sabremos responder con certeza. De lo que sí podemos estar seguros es de que la conferen-cia de Teresa había caído en un terreno abonado.

A continuación presento algunas conside-raciones acerca de la importancia de la lectura de los clásicos, consideraciones que parten, en alguna medida, de la selección de los libros de la colección Libro al Viento.

¿En primer lugar, qué es un clásico?No es fácil intentar una definición de los clá-

sicos. Cada cual tiene la suya, pues justamente una de sus condiciones es que son obras que permiten una apropiación individual, personal, única. Aidan Chambers dice que cada persona que actúe como me-diador de lectura debe construir su propio repertorio y este repertorio es en última instancia la lista de sus clásicos propios, de su canon particular. Canon que por otra parte se modifica permanentemente.

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Por qué los clásicos

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En lugar de dar, entonces, una definición de los clásicos, me permitiré presentar algunas, elegidas casi al azar, de escritores y especialistas, sobre todo aque-llas que encierran las razones de su importancia.

Comenzaré con la del escritor y crítico co-lombiano Hugo Chaparro quien afirma que “un clásico es un contemporáneo de su futuro”. Esta definición nos recuerda que una de las condiciones fundamentales de los clásicos es su universalidad y su capacidad de trascender el tiempo. Capacidad que permite ese compartir en vertical del que habla Teresa Colomer.

Por su parte, Italo Calvino propone en su libro Por qué leer los clásicos varias definiciones todas muy sugestivas, una de las cuales se refiere de mane-ra muy directa a las lecturas de infancia y juventud.

Los clásicos son libros que ejercen una in-fluencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los plie-gues de la memoria mimetizándose con el incons-ciente colectivo o individual. (Calvino: 1991, p. 14)

Cuenta Eduardo Galeano en el Libro de los abrazos que:

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Silvia Castrillón

Cuando Lucía Peláez era una niña, leyó una novela a escondidas. La leyó a pedacitos, noche tras noche, ocultándola bajo la almohada. [...]. Mucho caminó Lucía, después, mientras pasaban los años. En busca de fantasmas cami-nó por los farallones sobre el río Antioquia, y en busca de gente caminó por la calles de las ciudades violentas. Mucho caminó Lucía, y a lo largo de su viaje iba siempre acompañada por los ecos de los ecos de aquellas lejanas voces que ella había escuchado, con sus ojos, en la infancia. Lucía no ha vuelto a leer ese libro. Ya no lo reconocería. Tanto le ha crecido adentro que ahora es otro, ahora es suyo. (Galeano: 1991, p. 8)

Hablando de los clásicos para niños y jóvenes Geneviève Patte dice que:

Un clásico es un libro que a nivel del niño, de su experiencia y de su comprensión trata de manera eficaz los acontecimientos importantes de la existencia humana: el nacimiento, la muerte, la amistad, el odio, la fidelidad, la tristeza, la injusti-cia, la duda, la certeza... (Patte: 1983, p. 43)

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Por qué los clásicos

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Dice también que los clásicos se convierten en libros imprescindibles y que, otra constante, tras-cienden el tiempo y la moda.

Para mí los clásicos infantiles y juveniles son, por una parte, aquellos que leímos en la infancia y que los niños de hoy sólo reconocen por sus versio-nes cinematográficas que, por lo general, no dejan más que un bagazo sentimental y romántico: An-dersen, Dickens, Defoe, Kipling, Perrault, Grimm, Twain, Carroll, Swift, Quiroga, Collodi, Barrie, Stevenson, Salinger, Poe... Pero también los que –a pesar de la negación que de ellos hace la industria editorial que considera prescrito todo lo que se haya publicado ayer– no han podido ser desterrados por la reverencia incondicional a las novedades. Son figuras como Christine Nöstlinger, Maria Gripe, Katherine Paterson, Arnold Lobel, Leo Leonni, Lygia Bojunga, entre muchos otros.

Voy a mencionar apenas algunos de los clásicos cuya lectura se privilegia en programas de promo-ción de lectura, y ante la imposibilidad de hacer un análisis más detallado de cada uno de ellos, reco-miendo acudir a algunos ensayos en donde se esti-mula su lectura en versiones íntegras. Mencionaré

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Silvia Castrillón

tres de la primera categoría, es decir de los anteriores al siglo xx y tres clásicos de los que podrían llamar-se contemporáneos.

Pinocho. Éste es un ejemplo de cómo una obra puede ser estereotipada y maltratada con adaptacio-nes simplificadoras e interpretaciones ligeras. Para una comprensión de la importancia de esta obra remito al texto de Marina Colasanti Alicia, Pinocho y Peter Pan: la lectura que siempre se renueva y al de Italo Calvino Pinocho o las andanzas de un pícaro de madera escrito cuando el clásico cumplió 100 años.

Sobre Alicia, así como sobre Carroll y sus juegos con el lenguaje, recomiendo los ensayos de Graciela Montes que aparecen en El corral de la infancia. Dicho sea de paso que Graciela tiene, a mi modo de ver, una de las obras que pueden incluirse en la categoría de clásicos para todas las edades: Casiperro del hambre.

La isla del tesoro. Fernando Savater, lector y relector de clásicos afirma que esta obra “reúne con perfección más singular lo iniciático, lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa, el perfume de la aventura marinera –que siempre es la aventura

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más perfecta, la absoluta”. Recomiendo la lectura de Infancia recuperada, en donde habla no sólo de éste sino de otros clásicos infantiles y juveniles.

De los clásicos contemporáneos he elegido, con mucha dificultad, los siguientes:

Los hijos del vidriero. No es fácil elegir una obra de Maria Gripe. Mi admiración por esta autora sue-ca es vieja y prácticamente incondicional. Es asom-brosa su contemporaneidad con niños y jóvenes más allá de cualquier geografía. De ahí la razón de su universalidad y actualidad. Los hijos del vidrie-ro, es tal vez, una de sus obras más inquietantes y en donde plantea la complejidad de la naturaleza humana y su relación con el bien y el mal. Para una mejor aproximación remito al análisis realizado por un equipo coordinado por Teresa Colomer y publi-cado bajo el título Siete llaves para comprender las historias infantiles. (Colomer: 2002)

La colina de Watership de Richard Adams que, a pesar de haber sido un bestseller internacio-nal en 1972 con más de un millón de ejemplares, es ahora prácticamente desconocido. Se trata de una “fábula política” según palabras de Alison Lurie, quien habla de éste y otros clásicos infantiles y

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juveniles en el libro No se lo cuentes a los mayores. (Lurie: 1998)

Para los más pequeños –lo que no excluye las otras edades– elijo a Arnold Lobel que sirve de ejemplo a Gareth Matthews en su libro El niño y la filosofía para afirmar que son los autores de libros para niños y jóvenes tal vez los únicos que recono-cen la capacidad del niño para plantearse preguntas filosóficas (critica a Piaget y a Bettelheim por no ha-ber mencionado esta condición del niño). Todas las obras de Lobel podrían mirarse con esta lente, pero citaré sólo la que sirve de ejemplo a Matthews: Sapo y Sepo en el cuento Galletas en donde, mediante un diálogo muy inteligente y a la vez muy infantil entre Sapo y Sepo, se plantea el problema de la voluntad y de la fuerza de voluntad, nociones filosóficamente molestas y desconcertantes: “fuerza de voluntad es tratar de no hacer algo que realmente queremos hacer” dice Sepo. Es decir que la fuerza de voluntad es una paradoja. (Matthews: 1983)

Esta corta enumeración deja por fuera bastan-tes obras de gran valor que valdría la pena recuperar, pues están tristemente asediadas por la sociedad actual que se rige por las dinámicas de la moda que

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–según Gilles Lipovetsky– se apoderó de esferas en las que antes no regía y por el culto a la novedad, hecho que las tiene en vías de extinción. Colecciones enteras han desaparecido de fondos prestigiosos en aras de la novedad, lo cual ha dejado fuera de circu-lación autores que ya podían llevar el calificativo de clásicos. También porque ellos exigen de sus lectores tiempo y atención. (Lipovetsky: 1990)

Según Calvino:La capacidad de sobrevivir indemne a los

cambios del gusto, de las modas, del lenguaje, de las costumbres, sin conocer nunca períodos de eclipse o de olvido (y en un campo tan sujeto al desgaste de las estaciones como el de las lecturas infantiles) es la razón por la cual Pinocho se consi-dera un clásico. (Calvino: 1982)

Para ampliar este pequeño panorama de clásicos infantiles y juveniles que presento aquí recomiendo la lectura de un libro de Ana María Ma-chado, en donde presenta un horizonte más amplio de clásicos de todas las épocas y de todas las geogra-fías: Clásicos, niños y jóvenes, que obtuvo el premio Cecilia Meireles en Brasil. (Machado: 2004)

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¿Por qué leer los clásicos?La pregunta ¿Por qué leer? no puede ser res-

pondida sin su complemento directo ¿a quién o qué leer? Dice H. Bloom:

Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque am-plían la vida, y más (...) Leemos en profundidad por razones variadas [y los clásicos son los que más se prestan para esa lectura en profundidad], la mayoría de ellas familiares: porque no pode-mos conocer a fondo suficientes personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requeri-mos conocimiento no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo son las cosas... (Bloom: 2000 p. 33)

Ayudar a establecer orden en el desorden, es tarea de la literatura en general, así como efectuar una redistribución de las cosas que se presentan en la realidad de manera caótica y arbitraria, poner distancia entre lo que llamamos realidad y nues-tra mirada sobre la misma, distancia que, como el efecto brechtiano de extrañamiento, nos permite una mirada crítica. Pero es tarea especial de los clásicos,

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cualquiera que ellos sean, la de poner orden y man-tener distancias, en la medida en que ellos ya han trascendido en el tiempo.

Calvino también afirma que:Las lecturas de juventud (...) pueden ser

formativas en el sentido en que dan forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. (Calvino: 1991, p. 14)

La capacidad de proporcionar modelos, espejos y conformar imaginarios que permitan ayudar a construir la identidad se le puede atribuir a la literatura en general, pero en especial a los clásicos. Sobre estos aspectos habla Michèle Petit en sus libros Nuevos acercamientos a los jóvenes y a la lectura y Lecturas: del espacio íntimo al espacio público:

La lectura y la biblioteca pueden contribuir a recomposiciones de la identidad, sin entender en este caso la identidad como algo fijo, detenido en la imagen, sino por el contrario como un proceso

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abierto, inconcluso, como una conjunción de múltiples rasgos, en incesante devenir. (Petit: 1999, p. 53)

Una de las bondades a mi modo de ver fun-damental de los clásicos es la posibilidad que nos ofrecen de recuperar la memoria y el recuerdo.

No es que se pretenda regresar a la memoriza-ción de libros enteros, la época no es propicia para esta práctica, pero sí que mediante la lectura y la relectura a la que sobre todo los clásicos invitan, se pueda preservar una condición del ser humano que también está en vías de desaparecer: la memoria.

En general lo que sabemos de memoria madurará y se desarrollará con nosotros. El texto memorizado se interrelaciona con nuestra existen-cia temporal, modificando nuestras experiencias y siendo dialécticamente modificados por ellas. Cuanto más fuertes sean los músculos de la memo-ria, mejor protegido está nuestro ser integral. [...] Por todas estas razones, la eliminación de la memo-ria en la escolarización es una desastrosa estupidez. La conciencia está tirando por la borda su lastre vital. (Steiner: 2004, p. 38)

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En la película American Beauty, Ricky Fitts un adolescente poco convencional manifiesta su nece-sidad de captar con su cámara la belleza para, como él mismo afirma, disponer en el futuro de recuerdos felices. Acumular belleza para afrontar el mundo pa-rece ser una búsqueda constante entre los adolescen-tes. El problema es que no saben dónde buscarla y la belleza que la sociedad les ofrece sólo los conduce a la depresión y, en el mejor de los casos, a la pérdida de todo interés. El arte, la literatura –y dentro de ésta los clásicos– son fuente de belleza.

Los clásicos son subversivos. Por lo general los libros que se consagran con el tiempo son los que en su época se apartaron de la norma y no gozaron de la aprobación de sus contemporáneos. Muchos de ellos fueron censurados. Se cuenta que ante la prohibición que bibliotecas norteamericanas hicieron de su Tom Sawyer, Mark Twain respondió con su mejor arma: el humor, diciendo que a Tom no le convenían esas malas compañías en las que se encontraba en los estantes de las bibliotecas. El Quijote fue subversivo en su época cuando planteaba un cambio de pers-pectiva sobre la locura y la razón y subversivo hoy cuando reivindica la derrota frente al sacralizado

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éxito. Hemos constatado en experiencias de lectura con jóvenes que esta condición es especialmente atractiva, pues para ellos la lectura es una manera de diferenciarse de los adultos, es una forma de rebeldía. Sus prácticas de lectura son –de acuerdo con nues-tras apreciaciones– en sí mismas subversivas, no son reverenciales, ni pretenden sacralizar textos, aún en el caso de textos sacralizados por la tradición.

Se habla con insistencia sobre la necesidad de contar con relatos que nos hagan sentir parte de un pueblo, de una lengua, de una cultura. El sentido de arraigo, la necesidad de raíces, son condiciones que se pierden en la llamada posmodernidad electrónica la cual afecta especialmente a los adolescentes y jóvenes. Los clásicos de cada país, de cada pueblo, permiten contrarestar esta influencia y ofrecen la posibilidad de “echar raíces”. Pero no es menos cierto que tam-bién se precisa un cierto tipo de desarraigo diferente al que ofrece esta posmodernidad electrónica. Un desarraigo que permita apreciar diferentes puntos de vista, confrontar diferentes miradas, acceder a diversas posibilidades de significación del mundo. A todos los clásicos se podría aplicar lo que el pensador colombiano Estanislao Zuleta afirma para El Quijote,

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en uno de los estudios más profundos que conoz-co sobre esta obra. Para él todo El Quijote es una confrontación de textos, de versiones de la realidad, que conspira con la autoridad de una versión única, de una verdad dogmática y que facilita desarrollar un “sentido de posibilidad” que permite “concebir lo real a partir de una interpretación nueva con relación a la que le han impuesto” e imaginar, por lo tanto “una renovación más profunda de la realidad”. (Zuleta: 2004, p. 155, 167)

Creo que el anterior es un punto crucial y de obligada reflexión por parte de la escuela. Para esta reflexión me parecen de gran utilidad los aportes de Jorge Larrosa, quien afirma que la apuesta de los aparatos de producción y de transmisión del conoci-miento (los aparatos pedagógicos):

[...] ha sido por la homogeneidad y la estabilidad. Y las nociones de universalidad, de consenso o de verdad han sido los instrumentos de esa homogeneización y estabilización del sentido. Los aparatos pedagógicos han estado casi siempre comprometidos con el control de sentido, es decir con la construcción y la vigilancia de los límites entre lo decible y lo indecible, entre la razón y el

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delirio, entre la realidad y la apariencia, entre la verdad y el error. (Larrosa: 2003, p.52)

Por lo anterior no basta con reflexionar acer-ca de qué se lee, sino –y tal vez más importante que esto– sobre cómo se lee. Mejor dicho, es necesario que, a toda costa, en programas con los que se pretenda promover la lectura sea posible una búsqueda plural de sentido. O –dicho de otra manera– ningún progra-ma debe meterse con las plumas del ogro, como dice Graciela Montes, en un ensayo sobre la necesidad de respetar “lo raro” en la lectura. (Montes: 2004)

He mencionado sólo algunas de las razones que tenemos para leer hoy los clásicos. Hay otras, por ejemplo, los clásicos son garantía de calidad. La inseguridad que a veces se presenta al elegir qué leer es superada fácilmente con libros prácticamente incuestionables. Es buen comienzo firme y sólido. “Con los clásicos se va a la fija” dice un promotor de lectura. Esto tiene la ventaja de suministrar las bases para construir criterios de calidad para elecciones futuras.

Para terminar, quiero volver a la condición de universales que tienen los clásicos a la que he

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aludido con anterioridad. Los clásicos, sin pretender serlo, son universales. Si Cien años de soledad –uno de nuestros clásicos– permite a los colombianos un sentido de pertenencia y nos otorga una identidad, si Antígona permite a un extranjero comprender mejor la tragedia colombiana, y a los colombianos sentirnos partícipes de una cultura occidental, si unas niñas de un barrio pobre de Medellín pueden sentir las mismas emociones que niños daneses, si El traje nuevo del emperador parece escrito para desenmascarar las hipocresías de hoy, si podemos compartir un pasado común que pertenece a toda la humanidad y si todavía podemos tener esperanzas en un futuro también común para la humanidad, es porque existe una literatura y un arte que pertene-cen a todos y a los que todos pertenecemos y que no podemos negar a nuestros niños. Ese es el sentido verdaderamente humano de universalidad que se opone al de globalización y homogenización que quieren imponer el mercado y los medios masivos.

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ReferenciasBloom, Harold (2000) Cómo leer y por qué. Bogotá: Norma.

Calvino, Italo (1982) “Pinocho o las andanzas de un pícaro de madera

escrito cuando el clásico cumplió cien años”. En: El correo de la

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Calvino, Italo (1991). Por qué leer los clásicos. Barcelona: Tusquets.

Colasanti, Marina (2004) “La lectura que siempre se renueva: Alicia,

Pinocho y Peter Pan”. En: Fragatas para tierras lejanas. Bogotá:

Norma.

Colomer, Teresa, ed. (2002) Siete llaves para valorar las historias

infantiles. Madrid: i.g.s.r. Galeano, Eduardo (1991) El libro de los abrazos. Montevideo: Ediciones

del Chanchito.

Larrosa, Jorge (2003) La experiencia de la lectura: estudios sobre literatura

y formación. México: fce.

Lurie, Alison (1998). No se lo cuentes a los mayores. Madrid: Fundación

Germán Sánchez Ruipérez.

Machado, Ana María (2004) Clásicos, niños y jóvenes. Bogotá: Norma.

Mattehews, Gareth B. (1983) El niño y la filosofía. México: fce.

Montes, Graciela (2004) Las plumas del Ogro: Importancia de lo raro en

la lectura.

Patte, Geneviève (1983) Si nos dejaran leer... Bogotá: Cerlalc, Kapelusz.

Petit, Michèle (1999) Nuevos acercamientos a los jóvenes a la lectura.

México, fce.

Steiner, George (2004) Lecciones de maestros. México: fce, Ediciones

Siruela.

Zuleta, Estanislao (2004) El Quijote, un nuevo sentido de la aventura.

Medellín, Hombre Nuevo Editores.

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Texto leído en el Encuentro Regional de Lectura

y Escritura convocado por Asolectura en 2002.

Fue publicado en la revista Número,edición 36,

y forma parte de su libro de ensayos: La herida

en la piel de la diosa, publicado por Aguilar.

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cuenta gilbert Keith Chesterton que cierta vez tuvo que viajar con urgencia de una ciudad a otra de Inglaterra, y sólo cuando estaba en el tren advirtió que no había llevado nada qué leer. Era tanta su ansiedad de leer algo, que en algún momento se descubrió levantándose a curiosear en las placas que había en las paredes del vagón, y sintió gratitud cuando pudo leer las instrucciones del prospecto de una medicina que llevaba en su equipaje de mano. Jorge Luis Borges confesó más de una vez, con cierto pudor, que cuando todavía gozaba del don de la vista y visitaba las librerías, lamentaba no poder llevar ciertos libros que lo atraían, porque ya los tenía en casa. Cervantes afirma en algún lugar de su obra que su pasión por leer era tal, que leía hasta los papeles que se encontraba en las calles. Y es bueno recordar que una de las más grandes obras de la literatura universal, El anillo y el libro, de Robert Browning, se la debemos a la afición de Browning por husmear en los infolios viejos y carcomidos que se tropezaba en los mercados callejeros de Florencia, lo que le permitió encontrar un antiguo proceso judicial, a medias impreso y a medias manuscrito, que fue el germen de ese apasionante experimento literario,

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una obra a la vez policial, psicológica y metafísica, la novela en verso más densa de la historia.

Quiero utilizar estos ejemplos para argumen-tar algunas verdades muy sabidas pero que siempre reclaman repetición: leer es mucho más que lo que nos enseña la alfabetización; leer es mucho más que organizar las sílabas y reconocer las palabras. Leer es un arte creador sutil y excitante, es una fuente de información, de conocimiento y de sabiduría, y es también una manía, una obsesión, un tranquilizante, una distracción y sobre todo una felicidad. Hay per-sonas desdichadas a las que se les enseña a descifrar lo que dicen las cartillas, y con ello se piensa que se les ha enseñado a leer. Pero es posible que nadie haya tenido la generosidad o la lucidez de iniciarlos en el placer de leer, en el goce de asomarse a mundos desconocidos, nadie les reveló que un libro puede ser tan estimulante y asombroso como un viaje, nadie los inició en el deleite de sentir la resonancia mágica de las palabras, el agrado de las frases bien construidas, la dicha de las historias bien contadas, el alivio de las emociones expresadas con intensi-dad y elocuencia, la perplejidad de las resonancias inusitadas del lenguaje, y la gratitud de ver ideas

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pensadas con rigor y comunicadas con claridad y con belleza.

Crear lectores es mucho más que trasmitir una técnica: es algo que tiene que ver con el principio del placer, con las libertades de la imaginación, con la magia de ver convertidas en relatos bien narrados y en reflexiones nítidas muchas cosas que vagamente adivinábamos o intuíamos, con la alegría de sentir que ingresan en nuestra vida personajes inolvida-bles, historias memorables y mundos sorprendentes. Por eso el peor camino para iniciar a alguien en la lectura es el camino del deber. Cuando un libro se convierte en una obligación o en un castigo, ya se ha creado entre él y el lector una barrera que puede durar para siempre. A los libros se llega por el cami-no de la tentación, por el camino de la seducción, por el camino de la libertad, y si no hemos logrado despertar mediante el ejemplo el apetito del lector, si no hemos logrado contagiar generosamente nuestro propio deleite con la lectura, será vano que preten-damos crear un lector por la vía de forzarlo a leer. Yo creo que no se trata de lograr que alguien lea final-mente un libro, el desafío está en iniciar a alguien en una vida para la cual los libros sean luz y compañía,

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tengan la frecuencia de un alimento y la confianza de una amistad.

Es difícil que llegue a ser un buen lector alguien que no sienta el asombro de las palabras, y que no sea consciente de su poder. Pero la verdad es que prácticamente no hay persona que no crea en el poder del lenguaje y que no sea sensible a su influen-cia. Una prueba palpable está en los insultos: hasta el más prosaico de los seres humanos se indigna al escuchar un insulto, y da muestras de una gran sen-sibilidad ante los frutos de la imaginación, porque si alguien proclama con respecto a él o a alguno de sus seres queridos una acusación cualquiera, aunque no sea verdad, el ofendido reaccionará con indignación y hasta con violencia. Cierto escritor decía que hay personas tan pobres de imaginación que su capaci-dad de insultar se agota en descubrir la misma profe-sión en las madres de todos. Pero lo conmovedor es que haya personas que se dejen afectar por recursos tan estereotipados y primitivos, y les concedan la limosna de su indignación. ¿Por qué nos afectan las cosas imaginarias? Hasta en esas aparentes pe-queñeces se revela el poder del lenguaje y su efecto continuo sobre nuestra vida. A diferencia de otras

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artes, como la música o la pintura, cuyo material es cosa de expertos, el material de la literatura son las palabras que maneja cada día el común de los seres humanos, y su eficacia depende de que, utilizándolas con el mismo sentido y con el mismo poder de re-presentación que tienen en la vida cotidiana, logren conmover y ser portadoras de revelaciones.

Se puede pasar por la vida sin leer libros, y ello no equivale necesariamente a ignorancia o desdi-cha, aunque yo personalmente creo que la felicidad de quien sabe leer es mucho más rica, matizada y diversa. Por supuesto que hay saberes que nos en-trega la tradición, y saberes que obtenemos de una relación viva con los demás y con el mundo. Incluso algunos libros parecen flotar en el aire. Alguien decía que no hay quién no conozca La Biblia, El Quijote o Las mil y una noches, porque son libros que están vivos en el espíritu de la cultura y en lo esencial todo el mundo sabe algo de ellos aunque no los haya leído. Pero hay una distancia enorme entre conocer el argumento de una historia o el perfil de un personaje, y deleitarse con el lenguaje en que esas historias nos son contadas y esos personajes nos son revelados.

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A pesar de que hay muchos caminos para la transmisión de saberes, tradiciones y sentimientos, hace siglos el mundo occidental convirtió a los libros en su principal instrumento para conservar y com-partir la memoria, para transmitir tradiciones, para crear realidades nuevas, para pensar, e incluso para realizar intercambios entre culturas distintas. Hasta el momento en que fue inventada la imprenta, aunque hacía siglos que existían los libros, la tradición oral fue en Europa el instrumento de la memoria y tam-bién de la creación. Con la imprenta llegó también la democratización de los libros, el auge de la lectura, y ese símbolo de la modernidad que es el lector solitario y silencioso. Uno de los primeros lectores de esta nueva época fue Montaigne, cuyos ensayos son comentarios y variaciones sobre numerosos textos de autores clásicos. Tal vez lo más típico de esas obras es el modo como Montaigne alterna reflexiones que nacen en su alma y observaciones que ha hecho sobre el mundo y la conducta humana, con ideas que le han iluminado los libros. Para ejemplificar la idea de que el hombre es cosa vana, variable y ondeante, Mon-taigne recuerda la historia de un famoso guerrero, de quien se dijo que “entró en la batalla como un león,

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se movió por ella como un zorro, y fue asesinado como un perro”. Montaigne es un lector que aprove-cha, pero también ahonda e ilumina, los textos que visita.

Otro ejemplo de autor que es también un gran lector sería Shakespeare. Este siempre nos obliga a pensar en el elemento estético de toda lengua. La mayor obra artística de cada lengua es por supuesto la lengua misma, y en el caso del inglés, la más alta de sus obras, la de Shakespeare, es en primer lugar un mostrario de las posibilidades increíbles de esa lengua. Su vocabulario, su capacidad expresiva, su musicalidad, la riqueza de sus matices, la profusión de estados anímicos que sugiere, su capacidad para encarnar las voces, es decir, las almas, de tantos seres distintos, su elocuencia, encuentran en Shakespeare una medida perfecta. Hasta su capacidad de insultar es envidiable, como cuando Lady Ana maldice a Ricardo, el asesino del rey Enrique:

¡Ah, maldita sea la mano que hizo estos agujeros, maldito el corazón que tuvo corazón para hacerlo, maldita la sangre que dejó escapar de aquí esta sangre. Más triste suerte tenga ese odiado miserable que nos hace miserables con tu muerte,

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de la que puedo desear a víboras, arañas, sapos, o cualquier otro ser envenenado que viva!

Antes de Shakespeare ya existían en la lengua todas esas posibilidades, y son más bien ellas las que lo hicieron posible, pero es curioso que Shakespeare no era muy hábil para inventar historias, y su talento consistió más bien en llevar a su total plenitud historias de otros. Casi todos sus temas los tomó de la tradición, de las gestas danesas como Hamlet, de las viejas crónicas inglesas de Hollinshed, como Macbeth, del repertorio dramático popular como Romeo y Julieta. Y él se encargaba de convertir unas piezas interesantes y llamativas en obras maestras de la penetración psicológica, de la elocuencia y de la fuerza literaria.

Es en el arte combinatoria donde surge lo nuevo. Todas las palabras que forman la tragedia de Hamlet existían antes de Shakespeare, sin embargo esa tragedia enriqueció a la humanidad de un modo indecible. Una manera particular de organizar las palabras, permite que a través de esos órdenes nuevos aflore en cada lengua un mundo de per-cepciones originales, de músicas desconocidas, de

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ideas renovadoras, e incluso el perfil de unos seres que terminan siendo más memorables que los seres de carne y hueso. No sabemos si Jesucristo habrá existido como personaje histórico, y los filósofos del siglo xviii se esforzaron en vano por demostrar que no, pero lo que sí sabemos es que el Jesucristo que protagoniza los Cuatro Evangelios es uno de los per-sonajes más vivos, inquietantes y originales de la ci-vilización occidental. Don Quijote tal vez no cabalgó jamás por las llanuras pedregosas de Castilla, pero lo conocemos mucho mejor que al pobre expresidiario que lo inventó y todos los días se escriben sobre su carácter y sobre sus palabras muchas más páginas que las que se escriben sobre muchos personajes históricos.

¿Cómo pueden esos organismos hechos de papel y palabras llegar a tener más peso en la historia que los seres de carne y hueso? Es uno de los secretos de la literatura. Después de haber vivido minucio-samente en el mundo, las generaciones caen como las hojas de los árboles y se borran en el tiempo sin dejar huella. Los vivientes que llegan vuelven a pensar en la cólera de Aquiles y en las astucias de Ulises; en ese guerrero mortal de la Ilíada que se

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atrevió a arrojar su lanza contra una diosa; en esa maga que convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises; en ese viejo con sombrero de alas de cuervo que hundió su espada en el tronco de un roble en la sala de Volsung; en el joven príncipe afgano que dirige al ejército de los monos y que visita el palacio del rey de los pájaros en un cuento de las Mil y una noches; en Helena de Troya, a quien le fue dada la mitad de la belleza que se había destinado para los humanos; en la pobre Ofelia, que se arroja al agua cantando y se desliza atrapada por los nenúfares; en ese poeta belicoso que está condenado en un panta-no del infierno a llevar en la mano su propia cabeza cortada, colgando del cabello como una linterna; en ese hombrecito checo que despertó una mañana convertido en un insecto; en ese hombre de Buenos Aires que no podía olvidar, y que pasaba las tardes agobiado por la minuciosidad intolerable de su me-moria infinita.

La literatura está llena de prodigios: de lám-paras mágicas y de anillos poderosos, de capas de la invisibilidad y de magos aterradores, de gatos horrendos como el Plutón de Edgar Allan Poe y de gigantes disparatados como Gargantúa, de islas

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Lo que entregan los libros

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asombrosas como el peñón magnético contra el que se estrellan las embarcaciones, y de países extraños como ese de los viajes de Gulliver, cuya capital está en un peñasco que flota en el cielo, pero también está llena de seres entrañables como esa jovencita jamai-quina que encarnó siempre para los colombianos la imagen del amor, María, que hablaba con susurros y con sobreentendidos y que se cubría con pudor insi-nuante los pies desnudos como si fueran un pecado; de seres inolvidables como una joven de Conrad que aplaca las tormentas del Pacífico con la música de su piano; de criaturas de sueño como el José de Thomas Mann, que entra casi desnudo a escanciar el vino en el salón donde están las cortesanas ebrias cortando naranjas con cuchillos finísimos y va dejando a su paso un río de sangre.

Leer es abrir las puertas de la imaginación y es permitir que esos mundos soñados por los escritores nos entreguen sus secretos. Pero leer es también un ejercicio de desciframiento y de creación. Nietzsche solía decir que le gustaba más leer las obras dramáticas que verlas representadas, porque cuando las leía era él quien decidía cómo era el rostro de Cleopatra y cómo eran las columnas de su palacio, en tanto que cuando

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las representaban ya le estaban imponiendo un rostro y una arquitectura. Con ello lo que estaba subrayando era el hecho no siempre advertido de que la literatura no nos da cosas concretas sino símbolos abstractos, y que somos nosotros los que llenamos la lectura con nuestra propia memoria. Por eso, leer siempre equiva-le a leernos. El que lee, aporta a ese ejercicio estético tanto como el que ha escrito. Leer supone mucha más actividad creadora que ver teatro o que ver cine, porque exige mucho más de nuestra imaginación y de nuestra memoria. Por eso es un error pensar que el que lee hace esencialmente lo mismo que el que asiste a espectáculos, y Nietzsche tiene razón cuando afirma que cuanto más abstracto es un arte, tanto más creado-ra es la relación con él. Es tan mágico el lenguaje, es tan fuerte la fe que tenemos en él, que creemos de un modo salvador que las palabras son las cosas, y casi experimentamos un vértigo cuando los poetas nos revelan, mediante sus transposiciones mágicas, que el lenguaje es también peligroso y equívoco.

Por eso, más perturbador aún que leer histo-rias armoniosas y coherentes, de corte clásico, que satisfacen apaciblemente la memoria y la imagina-ción, la sensibilidad y el pensamiento, es adentrarse

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Lo que entregan los libros

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por los reinos de la poesía, donde no siempre impera la lógica, ni el orden, ni la sucesión temporal, como en la casa del sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas, donde primero se comen el pastel y después lo parten, o como en el episodio del gato de Cheshire, de ese libro, que está en las ramas de un árbol y sonríe, y al sonreír va desapareciendo, de modo que Alicia tiene que decirse moviendo la cabe-za: “Qué raro, yo muchas veces he visto un gato sin sonrisa, pero es la primera vez que veo una sonrisa sin gato”. En el reino de la poesía hay navíos, como el “Barco Ebrio” de Rimbaud, que se va sin tripulantes en busca de mundos desconocidos, y que después cuenta el desorden fantástico de su viaje:

Vi cielos reventados de rayos, marejadasresacas y huracanes, en el nocturno abismovi el pueblo de palomas de auroras exaltadasvi a veces lo que el hombre creyó haber visto

él mismo.Soñé en la noche verde con nieves infinitas,besos que hasta los ojos del agua se levantan,con la circulación de savias inauditasy el despertar azul de fósforos que cantan.Glaciares, blancos soles, cielos en ascuas,

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frescasolas, atolladeros en los golfos profundosdonde la chinche roe serpientes gigantescascaídas de los árboles entre aromas inmundos.

Pero también hay comprobaciones abruma-doras de la tragedia y de la urgencia de vivir, como aquellos versos de Rubén Darío:

Gozad del sol, de la paganaluz de sus fuegosgozad del sol, porque mañanaestaréis ciegos. Gozad de la celeste armonía que Apolo invoca, gozad del canto porque un día no tendréis boca, Gozad de la vida que un bien cierto encierra, Gozad porque no estáis aún bajo la tierra.

O esos versos de Baudelaire que no dejan con-suelo:

Bientôt nous plongerons dans les froides

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Lo que entregan los libros

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ténèbresAdieu, vive clarté de nos étés trop courts!(Pronto nos hundiremos en las frías tinieblas

Adiós claridad viva de nuestros veranos demasiado cortos.)

O ese verso de Boileau que nos hace sentir el vértigo del tiempo que huye:

Ce moment ou je parle est deja loin de moi (Este instante en que hablo ya está lejos de mí).

Los griegos sentían que la memoria es la madre de las musas. Ello equivale a afirmar que todas las artes son hijas de la memoria. Y tal vez en nuestra memoria personal está guardado no sólo minuciosa-mente todo aquello que hemos vivido sino también toda una red de saberes y de respuestas acumuladas por las generaciones y por las especies. Hay quien dice que están en nosotros la memoria del pez y la memoria del reptil, que hay ciertas reacciones de miedo o de violencia que no nacen de nuestra experiencia personal sino del abismo de los mile-nios. Y por lo pronto es evidente que el miedo, como el amor, como la tristeza o el deseo, son estados

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comunes a todos los seres humanos y en esa medi-da son cosas que no inventamos nosotros sino que las recibimos como recibimos los ojos que ven y los pulmones que respiran. Pero también parece eviden-te que no hay instrumento más hábil para la memo-ria que el lenguaje. Todo lo que nos ha ocurrido tal vez perdura en nosotros pero sólo puede compartir-se cuando esa memoria se elabora en palabras.

Algunas de las verdades más profundas y más poderosas que haya poseído la humanidad fueron acuñadas por una alianza de la memoria con la imaginación: sólo así nacieron o se manifestaron los mitos, los héroes legendarios y los dioses. Hace un rato hablaba de cómo los filósofos del siglo xviii francés, Voltaire incluido, pensaban que era posible refutar la divinidad de Cristo demostrando que no había pruebas de su existencia histórica. Pero cuanto más argumentaban que Cristo no había existido como un barbado caballero hebreo junto a los lagos de pescadores de hace veinte siglos, tanto más admi-rable resultaba que un hombre tan improbable en su época fuera un dios tan poderoso en la historia. Ese es el secreto del mito, que no puede ser refutado por la razón, y para reinar sobre veinte siglos de historia

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Lo que entregan los libros

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humana Jesucristo no necesita siquiera existir, en el sentido en que existimos nosotros. Estamos hechos de materia y de ansiedad, de sangre y de sueños, y somos substancia dócil para el olvido, en cambio nuestras palabras, cuando son verdaderas, cuan-do son bellas, cuando son inspiradas, cuando son creadoras, pertenecen al reino de la memoria, y saben engendrar músicas más imborrables y criatu-ras más perdurables que la carne y la sangre. A ese reino de seres conmovedores, de historias sencillas e imborrables, de objetos indescifrables, de regiones inesperadas y de verdades ineluctables, es a donde nos llevan siempre los libros, y tal vez es ese el mun-do real, en tanto que el mundo nuestro es firme y cierto, es práctico y urgente, y lo habitamos llenos de fe, pero no ignoramos que está destinado a borrarse definitivamente, como la cierva blanca del soneto de Borges con la que quiero terminar estas digresiones:

De qué agreste balada de la verde Inglaterrade qué lámina persa, de qué región arcanade las noches y días que nuestro ayer encierravino la cierva blanca que soñé esta mañana?

Duraría un segundo, la vi cruzar un prado

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y perderse en el oro de una tarde ilusorialeve criatura hecha de un poco de memoriay de un poco de olvido, cierva de un solo

lado.

Los númenes que rigen este curioso mundome dejaron soñarte pero no ser tu dueño

tal vez en un recodo del porvenir profundo te encontraré de nuevo, cierva blanca de un sueño.

Yo también soy un sueño, fugitivo, que duraunos días más que el sueño del prado y la

blancura.

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Literatura y oxígeno

ema wolf

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Artículo tomado de la revista quincenal sobre

literatura infantil y juvenil Imaginaria.

www.educared.org.ar

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a los libros de aventuras les debo mi condición de lectora. No hay otros responsables de que hoy yo siga leyendo. Gozosa e implacablemente.

Tengo esta imagen: haberme aferrado a los faldones o a las botas de uno de esos libros, que circulaba veloz en dirección a un archipiélago, y no haber regresado jamás del todo. Casi con seguridad lo había escrito Salgari. Puede decirse que fui raptada voluntariamente.

Viví entre ellos, desaliñada y feliz, muchos años. En el lugar donde esos libros habitan no se usan los peines. Las mujeres entregan una perla a cambio de un caballo y los hombres escupen por el hueco del colmillo. Algo acecha.

Los libros de aventuras representaron para mí todo lo precioso del afuera. Es decir, lo distante en el espacio y en el tiempo: Argel, 1895; Cartago, s. ii (a.c.); la Luna, 2021 (d.c.) ¿Qué puede haber más fascinante que estar parada en el cruce de esas coor-denadas, atenta a los acontecimientos? Eran toda la historia y toda la geografía. Inexactas y fantásticas, es cierto, ¿pero a quién le importan el rigor y el verismo a los diez años? A esa edad no pensaba que la litera-tura podía cambiar el mundo, me estaba cambiando

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a mí y era suficiente, yo la dejaba hacer. El territorio conocido se expandía en todas las direcciones a saltos de gigante. Estaba segura de poder abarcarlo todo en un plazo breve. Y lo hice. Hoy no hay lugar ni época que no haya visitado antes, de algún modo. No nece-sito ir a Bombay para corroborar que existe un fakir al que le brota una planta de la palma de la mano.

Mi vocación por el afuera era tan radical entonces, que abarcaba a la misma infancia. No me interesaban los libros donde intervinieran niños o niñas, a menos que enfrentaran situaciones de auténtico riesgo, como Jim Hawkins o los hijos adolescentes del desdichado capitán Grant. Los niños circulaban de la mano de adultos más diestros y atrevidos, por lo tanto más interesantes. Heidi era apenas tolerable porque brincaba y olía como una cabra; no así su amiga, la falsa lisiada. Los huérfanos de Louise Alcott, educados por sus tutores bajo la campana de queso, me irritaban. Esos niños purita-nos del asilo de Plumfield, capaces de pedir perdón por haber dicho una mentirijilla, nunca tendrían valor para rajarle la panza a un tigre. Mis heroínas no morían en la cama, como Beth March. Al menos no sin haber hecho antes algo grande. Primero se

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escapaban con su amante y después morían sin inspirar lástima.

Y por sobre todas las cosas, en aquellos libros estaba el mar.

Si alguien me hubiera dicho entonces que eran libros de evasión, no lo habría entendido. Eran libros de conocimiento. Indispensables libros de co-nocimiento. Manuales para asomarse por primera vez al mundo. De cómo sacar el hocico afuera para entender un poco más el adentro. Además tenían códigos purísimos. El amor, la fraternidad, el coraje, la lealtad sin límites estaban allí. Todo aquello que después se relativizó estaba allí, intacto. Los mejores ejemplos. Nada de alcahuetes. Cada mujer y cada hombre a la altura de los acontecimientos. Incluidos los villanos. También yo, lectora, preparada para intervenir en caso de necesidad.

En los libros de aventuras estaban también las palabras más hermosas. El repertorio de la marinería, del desierto, del tocador de las damas francesas, de la jungla, de los ladrones de caminos. Vapuleado por las malas traducciones, pero altivo y sonante. Nadie había expurgado esas páginas de palabras difíciles. Estaban todas al alcance de la mano, como pequeñas

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Ema Wolf

cajas cerradas, secretas y valiosas. No necesitábamos diccionarios: las atrapábamos en su propia guarida.

Varias veces intenté agasajar a aquellos libros míos con otros libros escritos por mí. Para que sepan cuánto les debo.

Pero además creo no haberlos traicionado. Nunca dejé de estar entre ellos. Una parte impor-tante de mí quedó allá tras el rapto. A veces pienso que toda la evolución de mi gusto lector se reduce a haber cambiado a Salgari por Conrad. Y hay más: mi predilección por las historias de espacios abiertos, los cuentos con naturaleza, Quiroga y Dávalos, el Conti de “Sudeste” y “Mascaró”, los bestiarios, las crónicas de exploraciones auténticas como “Kon-Tiki” o los viajes de Cook, tanto como mi cortés resistencia a la novela psicológica, el monólogo interior y el objetivismo, son secuelas indelebles de mi paso por la tierra de la aventura. ¡Se respira tan bien sobre el puente del Pequod !” Soy una lectora claustrofóbica.

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Retirados a la sombra de nuestros párpados

graciela montes

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Conferencia dictada en el Congreso Internacional

de Literatura Infantil y Juvenil, Universidad

del Comahue, Cipolletti. Septiembre de 2001.

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le dice Marco Polo, el mercader, a Kublai Khan, el emperador de los tártaros:

Tal vez este jardín sólo exista a la sombra de nuestros párpados bajos y nunca hayamos cesado, tú de levantar el polvo en los campos de batalla, yo de contratar costales de pimienta en lejanos mercados, pero cada vez que entrecerramos los ojos en medio del estruendo y la muchedumbre, nos está permitido retirarnos aquí, vestidos con quimonos de seda, para considerar lo que estamos viendo, y vi-viendo, sacar conclusiones, contemplar desde lejos.

Me voy a proteger debajo de esta cita de Italo Calvino, que son las palabras que un Marco Polo fantasmal –un personaje, una construcción de Calvino– le dice a otro fantasma, Kublai Khan, también por él construido, en ese libro, construido por supuesto, que habla, justamente de esplendidas construcciones fantasmales y que se llama Las ciu-dades invisibles.

Sólo debajo de esa cita me animo a presentar-les mi pequeña reflexión, que, aunque bastante más larga, resulta menos contundente y clara que las palabras que le sirven de techo.

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No es una reflexión del todo nueva porque en el fondo, según me voy dando cuenta a medida que me hago vieja, no hago sino dar vueltas y vueltas alre-dedor de unas pocas cosas que me parecen impor-tantes encrucijadas, toda mi vida estuve haciendo lo mismo. Pero como no dejo de dar vueltas a veces encuentro una manera u otra manera de entrar. Esta que sigue es la manera de entrar que encuentro ahora. Tal vez mañana se deshaga y con los restos construya otra reflexión, que ve las cosas desde otro sitio. De manera que les pido que la tomen como lo que es, una conjetura.

Hoy vengo dispuesta a acercarme a esos temas ya bastante cristalizados –escuela, literatura, “litera-tura y escuela”, lectura, ficción, etc.– desde el lugar que mi reflexión elige hoy para mirarlos. Es decir que esto que sigue es lo que hoy, retirada a la sombra de mis párpados bajos y vestida con kimono de seda (ese detalle me gusta mucho), puedo decir. Ojalá, de alguna manera, les resulte útil.

Debo hablar de literatura y escuela, quedé en hablar de literatura y escuela, pero me voy a permitir hablar de otras cosas. No porque los temas propues-tos no sean interesantes, lo son, y además forman

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parte de mi oficio, sino porque me parece que hay que empezar de un poco más atrás para no quedar encerrado entre cristales. De manera que voy a eli-minar, por el momento, algunos conceptos en forma de dicotomías. Por ejemplo, voy a dejar de lado la oposición, que suele hacerse, entre arte y ciencia, o entre literatura y filosofía. Y voy a dejar de lado la oposición entre placer y trabajo. En este punto de partida, muy pero muy primario, no me sirven.

El punto desde donde voy a partir es la lectura. La lectura y los lectores. Mi trozo de Calvino habla de lectura, y de lectores, y del sutil vínculo entre lectores, y yo aquí, en esta pequeña reflexión, voy a hablar de lectura, de lectores y vínculos entre lecto-res. Y cuando hable de literatura y de escuela voy a estar remitiéndome a la lectura y a los lectores y sus vínculos, que son, creo, la gran cuestión, o al menos la única cuestión profesional que, en este momento, me conmueve.

Sin embargo, debo aclarar un poco qué entiendo por lectura y por lectores para que me puedan acompañar en mi conjetura, en esta especie de reflexión flotante. También el de la lectura es un tema saturado de discursos cristalizados –técnicos

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algunos, míticos los más, pero cristalizados todos–, y no deberíamos dar nada por sobreentendido.

Mi concepción de lectura, que es a la vez sen-cillísima y pesada (o hard) y dramática, tal vez no coincida con la de otros.

Sencillísima porque propongo partir de una especie de “grado cero” de la lectura, o tal vez grado uno, una “postura o posición de lector” básica, que es anterior a la letra.

Pesada y dramática también porque, dado ese comienzo (que casi, ya se verá, se confunde con “la condición humana”), la “postura o posición de lector” tiene sus consecuencias, bastante dramáticas en el fondo. Vista así, la lectura se destrivializa, se convierte en una gran apuesta y tal vez en la única posición verdaderamente revolucionaria que nos está permitida en un mundo de características tan opresivas como éste.

Esta conjetura mía no intenta desmerecer las consideraciones técnicas, los contenidos, los acervos, las destrezas que se van adquiriendo, los saberes y las reflexiones y experiencias específicas, que siguen teniendo su espacio. Lo único que busca es reinstalar la mirada sobre el tema.

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“Leer” es, en este grado cero, sencillamente, recoger indicios y construir sentido. O, mejor, em-pezando un poco antes: sentirse perplejo, descon-certado, emplazado frente a un enigma (ése sería el grado cero) y, entonces, urgido por el enigma, recoger indicios y construir sentido (ése sería el grado uno). Tal vez haya que afinar un poco esta frase de “construir sentido”, que podría malinter-pretarse fácil. Cuando digo “construir sentido”, no quiero decir “interpretarlo todo” o “buscar signifi-caciones objetivas”, tampoco alegorías, o destinos, quiero decir “construir sentido”, es decir retirarse un poco y armarse alguna clase de dibujo, de mapa (que siempre será un mapa provisorio), encontrar un lugar significativo para uno, frente a ese enigma desconcertante en el que está uno embutido, algo que, provisoriamente, repito, lo haga habitable. Sembrarlo de conjeturas. “Culturizarlo” con la mirada. Desde ese punto de vista se puede decir que “leer” es una actividad “natural” o al menos vincu-lada con la supervivencia, pero que sus resultados se vuelven de inmediato “culturales”, “sociales”, justamente porque son “construidos”. La lectura construye. Construye sentido, o mejor sentidos, así,

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en plural, ya que se trata de una actividad siempre dinámica, nunca congelada.

A leer, entonces, se empieza desde que aparece alguna forma de conciencia. Y se termina de leer cuando la conciencia se apaga. Entonces ya sólo podemos ser la lectura de otros.

De esta forma elemental de lectura, de este grado cero de la posición del lector hay algunas lecciones que derivar. Lecciones útiles para referirse a otras formas más complejas y estructuradas de lectura (como, por ejemplo, la lectura de literatura en la escuela).

Primera lección: es el vacío de sentido, el sinsentido, lo que genera lectura. Es la perplejidad frente al caos lo que nos lleva a la construcción de cosmos. Es la intriga lo que despierta la actividad de recolección de indicios. Es la conciencia de desco-nocer lo que genera la producción de conocimiento. El vacío es el punto de partida. El silencio habilita la palabra. Igual que con la respiración. El aire no entra abriéndose paso a toda costa en los pulmones, presionando contra ellos, sino que primero se tuvo que haber abierto el tórax y hecho el vacío esponjo-so, sólo entonces fluye el aire para cubrir esas celdas

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vacías. La lectura también tiene su respiración, y el enigma viene antes que la lectura.

Segunda lección: la lectura actúa de alguna manera sobre el enigma creando formas, un dibu-jo, un pequeño cosmos, que vuelven más habita-ble. Una lectura es una construcción personal. Un recién nacido “lee” cuando interpreta, o cancela, a su modo, las señales de la ausencia de la madre o la constelación de indicios que componen el bienestar posible: hay indicios (se abre la puerta, se oye una voz, el aire que entra por la puerta hace tintinear el móvil que cuelga sobre la cuna), y con esos indicios arma su dibujo, su composición de lugar, crea sus expectativas. Un campesino “lee” cuando observa el atardecer del campo para planear las tareas del próximo día. Se lee un mapa, un rostro, un ritmo. Se lee una ciudad cuando se la recorre, incluso cuando uno se pierde en ella, y a medida que se la lee se la vuelve más habitable, más propia; el recorrido dejará su huella en la memoria.

Tercera lección: leer es interesante, hasta acu-ciante. El lector básico tiene un interés máximo en su lectura, la posición del lector de grado cero a gra-do uno es activa, siempre, intensamente protagónica

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siempre, siempre personal, única, nunca pasiva ni desganada. Es un gesto propio. Construir un sentido es conseguirse un sitio en este punto del mundo, en este momento, en este instante.

Cuarta y última lección: la lectura siempre es provisoria, como una ciudad que estuviera siem-pre en obra. Las conjeturas, los sentidos que se van construyendo (a su manera pequeños “órdenes”) son siempre provisorios, y sólo se congelan en órdenes perdurables cuando se deja de leer.

Paso a la “lectura de la letra”, que es, hasta aho-ra, la única capaz de motivar congresos de docentes y bibliotecarios.

Hace mucho tiempo que la palabra lector –que, en su sentido primario, significaba “recolector de señales”– quedó ligada definitivamente a la letra, a la escritura. En un momento dado de la historia (distintos momentos para distintas sociedades, y en algunas sociedades nunca) aparece un código, que es un pacto social, arbitrario, histórico (como nos explicó Saussure), que permite dejar marcas, regis-tro, constancia de las “lecturas”, de los sentidos, de los discursos, de los ordenes. Las lecturas se hacen objeto, encarnan en una materia, se objetivan.

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Antes de la aparición de la letra de todas mane-ras ya había formas invisibles, instalaciones, que se interponían y “filtraban” por así decir la lectura que podían hacer los miembros de una sociedad de lo que los rodeaba. Había tradiciones, mitos, discursos, proverbios, ceremonias, instituciones, protocolos, “maneras de hacer, de decir y de entender”. Incluso se podría decir que ese “grado cero” de la posición del lector nunca se da del todo en crudo, sin esos componentes ya heredados, esa especie de patrimo-nio de lectura que se manifiesta en todo desde que nacemos, en el modo en que se nos alza en brazos y se nos alimenta y se nos viste y se nos habla, en la distribución de los muebles en la casa, o el idioma dentro del cual quedamos sumergidos. El mundo que rodea al recién nacido es siempre un enigma, un mundo “a leer”, pero también es un discurso, un mundo, en parte, “ya leído”.

Sin embargo, aún así, aún reconociendo que las sociedades tienen múltiples modos de ir acumu-lando “lecturas”, hay que insistir en que la aparición de la letra supuso algunos cambios extraordina-rios. Supuso una fijación mayor por un lado pero al mismo tiempo, al facilitar la acumulación, el acervo,

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favoreció la diversidad, la extensión (en el tiempo y en el espacio) del intercambio de lecturas y entonces también el cambio.

Con la aparición de la escritura apareció un grado dos de lectores. Los “indicios” que el lector recogía eran ciertas claves que, convenientemente decodificadas, le permitirían “reconstruir” un sen-tido –cifrado– que el texto ya contenía. Es decir que era una lectura de una lectura, o incluso una lectura de una lectura de una lectura, ya que el código en sí (la lengua) ya es, en sí, una lectura del mundo.

Este paso a un grado dos de la lectura supu-so una sofisticación mucho mayor. El código –por ejemplo el silábico, que es el nuestro– era una técnica compleja, difícil de adquirir y sobre todo difícil de dominar, y esa complejidad y dificultad acabó ocupando toda la palabra “lectura”. No todos llega-ban a ser “lectores”. Había una disparidad entre los que dominaban la técnica y los que sólo sabían de ella por intermedio de otros. La propiedad de ese código era un bien, como cualquier otro bien, era una “propiedad”, e instalaba la diferencia. Y el poder. Había pequeños ámbitos donde todos los miembros sabían leer y escribir, por ejemplo los monasterios en

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la Edad Media. Había personas tan poderosas que no necesitaban saber leer y escribir, que era una técnica esforzada (muchos emperadores fueron analfabetos), pero tenían esclavos que leían y escribían por ellos. Y había inmensas mayorías iletradas para las que la letra era un verdadero misterio. Los “escribanos” y “lectores” populares –de los que la película Estación Central da un ejemplo de pervivencia– hacían de in-termediarios (por lo general paternalistas) entre esas masas y el arcano de la letra. El horizonte de aquellos que no poseían la letra era mucho más acotado, más doméstico, menos amplio. Como los saberes se iban volviendo más complejos (también en virtud de la letra), los que no la poseían iban quedando afuera de ellos: la ciencia, la técnica, la filosofía, la literatura.

Es importante recordar que la letra es histórica, que aparece en un momento dado y que es una cons-trucción social, no un fenómeno de la naturaleza. Hay culturas sin letra y hubo culturas sin letra. Sin embargo, siempre, la aparición de la letra (o en otras culturas del ideograma o la cuña o cualquier otra marca de escritura) supuso un cambio fenomenal. Porque la escritura permitía la memoria y la acu-mulación de conocimiento. Una enorme cantidad

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de significaciones y sentidos y exploraciones de la realidad y conjeturas quedaron cifradas y conserva-das en ese código.

Desde muy temprano se ejerció control sobre esa técnica sofisticada que fue el código escrito. Durante muchísimo tiempo la lectura y la escritura (en este sentido específico de lectura y escritura de la letra) fueron privilegio de un grupo muy reducido de personas, los mismos que cobraban los impuestos y decidían las guerras.

Si bien hubo muchos cambios a lo largo de la historia y, en Occidente al menos, la lectura de la letra se secularizó y se extendió (mediante la invención de la imprenta, el ascenso de la burguesía, las controversias religiosas, la urbanización, etc.) a mucha más gente que en los momentos de máximo privilegio, siguió siendo siempre un poder que se otorgaba o se negaba, y que, mal que bien, siempre se buscaba controlar.

Esta dimensión histórica y social es algo im-portante de tener en cuenta porque, si no, se em-piezan a acumular alrededor de la lectura muchos mitos que oscurecen su real funcionamiento.

Por otra parte, esta dimensión histórica nos

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puede ayudar a desmitificar este asunto de la lectura y la escritura, romper esos discursos cristalizados que se interponen en nuestra actividad de “lecto-res del mundo y de la letra” que deberíamos seguir siendo.

Por ejemplo, a uno se le puede ocurrir esta pregunta: ¿Serán lectores (me refiero a si tendrán esa postura de lector a que me refería antes, la de grado cero a uno) todos los que saben leer y escribir? ¿”Saber leer y escribir” (en el sentido que tiene en los formularios públicos: “sí lee y escribe”) será suficien-te para ser llamado lector?

Parecería que no. Parecería que se puede ser un decodificador más o menos aceptable sin ser un lector, entendido como recolector de indicios y constructor de sentido. De modo que condición suficiente no es, aunque es, sin duda una condición. No porque los que no poseen la letra sean incapaces de lectura (ya dimos ejemplos de “iletrados” lecto-res), sino porque nuestro mundo (lo que llamamos nuestro mundo en Occidente) es un mundo muy escrito. Estamos sumergidos en la letra, de manera que es impensable disponerse a “leer” ese mundo, ese enigma, si, además, no se tiene el dominio de

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la letra. El analfabetismo, en un mundo tan escrito como el nuestro, siempre va acompañado de po-breza. El analfabeto “puede” menos, el alfabetizado “puede” más, es más poderoso.

Sin embargo, que concretemos el viejo sueño del analfabetismo cero no parece ser garantía para el surgimiento de una generación de lectores. Solucio-nar, técnicamente, el analfabetismo es sin duda una condición, pero no una condición suficiente para do-tar de significación a la lectura. ¿Para qué habrían de leer los que ahora no leen? ¿Alcanza con el argumen-to de que de esa manera van a poder leer los carteles indicadores y los prospectos de los medicamentos?

O sea, “saber leer y escribir” no es sinónimo de “lectura”.

¿Será “lectura” sinónimo de “libros”? Tampo-co. De ningún modo lo es. Ya estuvimos viendo que el surgimiento histórico de la letra trajo aparejadas cuestiones de poder nuevas y reforzamiento de viejas cuestiones de poder. La letra sirvió para acumular conocimiento, para acumular “lectura”, conjeturas y dibujos del mundo, libros de ciencia, historias, poemas, filosofías, leyes, códigos, cartas. Pero tam-bién sirvió para ejercer el control. Ha habido libros

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(muchos) destinados a someter, cartillas que había que aprenderse de memoria y repetir sin mella a riesgo de ser acusado de disidente, libros encarga-dos de difundir la ideología dominante, biografías exaltadoras de tiranos, mentiras históricas de todo tipo. Y por supuesto también libros disidentes, libros prohibidos, libros quemados. Un control de lectura y control de escritura que, justamente, los que deten-taban el poder siempre consideraron necesario, dado el poder activo, rebelde, de la lectura y la escritura por sí mismos.

Libro no es sinónimo de pensamiento o de librepensamiento, pero lectura sí lo es. Hay muchos libros que no se “leen”, en el sentido original que le dimos a la palabra “leer”, como curiosa e intrigada construcción de sentido, que más bien se aprenden o se graban, que funcionan como marcas más que como alternativas. De manera que, se podría decir, a veces se lee un libro como lector, en tanto lector, y otras veces se lo lee como no-lector.

Petrucci habla de un “orden de lectura” propio de Occidente que se apoyaba en tres estructuras institucionales e ideológicas básicas: la escuela (y sus textos escolásticos), la Iglesia (el catecismo y el

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discurso moral) y el Estado (el discurso ciudadano de la democracia progresista), o sea, dice Petrucci, discurso escolástico, discurso eclesiástico y discurso laico-progresista. Eso no significa que coincidieran (de hecho, por ejemplo, el Renacimiento había sig-nificado un fuerte remezón sobre todo en el “orden de la escuela” o la Revolución Francesa en el “orden eclesiástico”, que perdió frente al orden del Estado, etc.). Lo que significa es que de una u otra forma esas instituciones (que también son a su manera órdenes, lecturas cristalizadas) ejercían un control sobre la lectura de la letra, y por supuesto sobre la lectura del mundo.

Es interesante este punto para reflexionar sobre el papel de la escuela en vinculación con la lectura (también la lectura de la literatura). Me refiero a si se trata de reproducir un “orden” , que es lo que dice Bourdieu, por ejemplo, o al menos el meollo de su ensayo “La reproducción”: la escuela estaría para reproducir las estructuras sociales, por lo tanto también las injusticias, para transmitir la “lectura oficial”.

Eso parece ser bastante visible en la tradición educativa de Europa (la de Italia según la ve Petrucci,

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o la de Francia según la ve Bourdieu), pero no se la ve de la misma manera desde América. En la Argentina, por ejemplo, la escuela (la escuela de la educación universal, pública y gratuita de la ley 1420) estuvo ligada a la constitución del Estado (y a la integración de los inmigrantes recién llegados a la “nación”) y al acceso de las capas populares al “poder” de la lectura, la escritura y el conocimiento, lo que le da sin duda otro tinte muy diferente de la tradición secular euro-pea. En su instalación social la escuela estuvo ligada a un movimiento social de tipo democrático, expan-sivo, incluyente. Sin embargo, eso no quita que siga en pie la pregunta de si la escuela está para transmitir un orden de lectura o para generar lectores, que de ninguna manera, como vimos, es lo mismo. En toda referencia a la literatura y la escuela vamos a tener que responder primero a esa pregunta.

Este punto del “orden de la lectura” es intere-sante porque introduce la tradición, la convención y los listados canónicos, el canon.

El canon ha sido siempre un fuerte cohesiona-dor social, hace que uno “pertenezca” o “no per-tenezca”, sea “avisado” o “no avisado”, lo incluye a uno o lo deja afuera. La sociedad tiene todo tipo de

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cánones, locales y planetarios, tradicionales y más o menos vanguardistas. Algunas obras que han estado en el canon (y hasta en el candelero) de pronto son arrojados fuera de él, otras, marginales u olvidadas, de pronto se reivindican. No hay un solo canon sino cánones, que se definen por oposiciones y que mar-can diferencias. En un tiempo los cánones eran un index implacable (en la Inquisición por ejemplo). En otros tiempos hubo escuelas literarias que cotejaban y se enfrentaban unas a otras con sus cánones (un ejemplo interesante de estas luchas puede verse en los escritos del grupo Martín Fierro o grupo de Flo-rida cuando se enfrentaba al grupo de Boedo). Hay cánones prestigiosos, o “cultos”, y cánones popula-res. En nuestro tiempo tal vez haya que empezar a reflexionar sobre la instalación de cánones mercan-tiles y planetarios, cánones massmediáticos, cánones publicitarios. En fin, una reflexión sobre la lectura (y sobre la lectura de la literatura) no puede dejar afuera ese tema central de ejercicio del control que es el canon.

Es interesante también porque habla del paso, bastante oculto por lo general, solapado, de la “pos-tura de lector” (que, voy a repetir porque no quiero

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que se olvide, parte de la perplejidad y consiste en construir sentido a partir de los indicios) a la “postu-ra de guardián de las lecturas”. El guardián de las lecturas, a diferencia del lector, no tiene perplejidad ninguna, “ya sabe”, “ya tiene”, apretado en el puño y cristalizado, un sentido, se aferra a sus órdenes y no necesita buscar indicios ni construir nada. El lector, en cambio, no puede parar de leer, en su lectura no consigue sino posiciones inestables, precarias, porque su propia postura le indica que constante-mente aparecen nuevos indicios y nuevos motivos de perplejidad. Y como él está siempre dispuesto a la perplejidad, vuelve a leer, sigue leyendo. El guar-dián de las lecturas, en cambio, lee muy poco, pero tiene un canon y muchos discursos cristalizados, es afirmativo, no duda, está, digamos, bien “instalado”, perdió el desasosiego, que es muy típico del lector.

El modo en que se pasa de ser un lector a ser un guardián de lectura es, como decía antes, bastante solapado. Es una transformación, un resbalón, a la que todos estamos proclives. Propias del lector son la curiosidad, la duda, la iconoclastia, la exploración de los bordes. Propios del guardián son la severidad, el canon, la convención, la cartilla. Como la lectura

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(lo dijimos antes en nuestra llamada lección número cuatro) es una ciudad siempre en obra, ha dejado de leer, ahora vigila.

Este es un punto en el que me gustaría también hacer un pequeño alto porque sé que presentar la lectura así como la estoy presentando parece quitar seguridad, privarlo a uno de garantías. ¿De qué ser-virá leer entonces si de todas formas hay que seguir leyendo?

El lector vive entre el cosmos y el caos, o mejor, entre el caos y el cosmos. Caos desconcertante, cosmos tranquilizador, y luego otra vez el caos. Esa alternancia entre orden y caos y nuevo orden y nuevo caos es de lo más natural a la actividad de lectura. Y muy propio de la historia del pensamiento y de la historia de la literatura y de la historia del arte y de la historia de la ciencia. Hay cánones, tradiciones, con-venciones, curricula y manuales, pompa también, una cierta oficialización solemne, y después, de pronto, a veces de manera brutal otras veces de manera más sutil, quiebres, fragmentaciones, desolemnizaciones, parodias, reformulaciones, que tarde o temprano cristalizan en nuevos cánones, nuevas tradiciones, etc. Los momentos de desconcierto son más propicios a la

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lectura, los momentos de cosmos fijo son más propi-cios a la reproducción y la vigilancia.

Sin embargo, no es que empiece siempre de nuevo, como si nada hubiese leído. Sí es cierto que todo siempre vuelve a ser enigmático pero él tie-ne cada vez una habilitación mayor, un horizonte más ancho, más capas de maniobra lectora, o, para recordar una metáfora, más frontera. Es más lector, más ágil, más astuto, más ducho en conjeturas, más diestro en detectar señales, más audaz en el trazo de los dibujos. Ahora, que el enigma se agote, eso sí que no: el enigma no se agota.

Bueno, todo esta introducción para llegar a hoy, a lo que nos está pasando, a nuestro mundo, nuestra vida acá en este país del mundo, en esta sala donde estas personas, nosotros, hemos creído que valía la pena juntarse para hablar de algunas cosas vinculadas con nuestro oficio y nuestros ámbitos, mientras nos anuncian guerra y perdemos el trabajo y nos recortan el sueldo y todo parece cada vez más estrecho, con menos espacio y tiempo para retirarse a la sombra de los párpados y menos que menos para meternos en nuestros kimonos de seda para conside-rar lo que nos rodea.

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Pero bueno, hagamos un esfuerzo, y empece-mos por pensar dónde estamos parados.

Hagamos de lectores, metámonos en alguna conjetura.

Vivimos en un mundo globalizado en cuanto a los intercambios comerciales y altamente desparejo en cuanto a la concentración económica y al reparto de bienes. Muy muy desparejo y muy muy concen-trado. Según el Report Development de la onu de 1996 las 358 personas más ricas tienen una suma de bienes equivalente a la de los 2.500.000.000 más pobres (en un mundo de 6.100.000.000 en total).

En ese mundo a la vez globalizado y profun-damente escindido, el discurso está dominado por los medios de comunicación masiva, que son hoy el principal agente culturalizador (sin duda muchísimo más influyentes que la escuela) y en ellos se deposi-tan las lecturas oficiales, bastante homogéneas a esta altura ya que también los medios de comunicación masiva han sido globalizados.

En esta situación, los filtros de lectura son más poderosos que nunca. Y ya se puede hablar de un “pensamiento hegemónico”, con un grado de cohesión extraordinario. Y esto debido a que los

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medios de comunicación masiva, que significaron a la vez una extraordinaria democratización de la información y de la culturización, tienen sin embar-go una cualidad particularmente antidemocrática: son unilaterales. El mensaje (a diferencia de lo que pasa con el mensaje oral, o con el mensaje escrito) no es de ida y vuelta sino sólo de ida. Es cierto que hay programas de radio que piden la participación de los oyentes y que mucha gente va a la televisión a los talk shows a exponer sus dramas personales, pero todos percibimos que se trata de una relación profunda e irremediablemente despareja en la que más bien esos “participantes”, como se los llama, son devorados, o consumidos, por el medio en el que caen.

La unilateralidad va acompañada de dos fenómenos que también aportan lo suyo: la fragmen-tación y la espectacularización. Es decir, un emisor muy muy muy grande –pensemos por ejemplo en el canal cnn en el curso de la semana que acabamos de vivir– que se especializa en mensajes cortos, fragmentados y, además, redundantes, y que los pre-senta en forma de espectáculo. La unilateralidad, la fragmentación y la espectacularización nos colocan

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más bien en la posición de espectadores volátiles y pasivos, que en la posición de lectores.

La situación general tiene un efecto de “desac-tivación” de lectura, que no digo que sea irreversible pero que es sin duda difícil de revertir. Nuestro pro-tagonismo disminuye a medida que la concentración de poder aumenta, nos sentimos poco, nos sentimos prisioneros y nos sentimos anónimos. Por suerte la televisión nos consuela con su kermesse perpetua, el show, la farándula y “la noticia”.

Dentro de ese marco general leemos y escri-bimos la letra, enseñamos a leer y escribir la letra, leemos y hacemos circular los textos, los libros, la literatura. Lo hacemos con alguna convicción por-que tenemos en claro que la letra hace falta, puesto que vivimos en un mundo letrado, ser analfabeto es sinónimo de ser excluido. Pero con menos convic-ción tal vez de lo que se hacía en otros tiempos. A veces, incluso, parecemos al borde de preguntarnos. ¿realmente, valdrá la pena todo este esfuerzo?

La vieja idea de lectura, la vieja idea de conver-tirse en lector han entrado en crisis. Como tantas otras cosas que parecían eternas.

¿Qué hacemos? ¿Nos vamos a poner a llorar?

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¿Vamos a simular que en realidad no pasó nada? Para mí no, ni llorar ni hacerse los desentendi-

dos. Leer. Un lector está siempre dispuesto a volver a leerlo todo. La crisis incluye el quebrantamiento de muchas cosas, pero no todas son cosas que yo llama-ría deseables. Es cierto que en una época tan feroz en lo social, uno siente cierta nostalgia por esos lectores entusiastas de las primeras décadas del siglo XX, por ese optimismo lector que hacía de la lectura una empresa personal sin límites, capaz de llevarlo a uno a saltar las barreras sociales a convertirse en hijo de sus lecturas, o hijo de su lectura. Pero hay que reco-nocer que, entre las cosas que se quebraron, también se quebraron muchos cánones vetustos, muchos prejuicios, y muchas rigideces. Que aparecieron nue-vas formas, nuevos textos, nuevos vínculos, nuevas percepciones, nuevas maneras de leer, y también que el grado de extensión –o de democratización– , al menos potencial, de la lectura es máximo (a uno, a mí por ejemplo, le puede dar un feo escozor ver unos pocos títulos en las góndolas del supermercado en lugar de muchos títulos en una pequeña y deleitosa librería, pero tiene que aceptar que esos pocos títulos están al alcance de muchísima gente). Y, si bien el

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hecho de que todo se haya convertido en espectáculo es aterrador de a ratos, y en gran medida paralizan-te, también tiene como consecuencia que las cosas se han vuelto muy visibles, para todos, de manera que, si uno se pone en posición de lector, hay oportunida-des de leer, muchísimas oportunidades.

La cuestión es cómo pegar el salto. O dar el paso atrás. Cómo retirarse a la sombra de los párpa-dos bajos para considerar, y leer. Ya se dijo que, en esta sociedad, la de la lectura no es una posición fácil ni auspiciada. ¿Cómo hacer para volver a “hacerse cuestión”, volver a sentirse perplejos, permitirse abrir las preguntas sin darlas por cerrado de ante-mano con discursos que fluyen sobre todos como grandes masas de agua, mojándonos hasta el tuéta-no? “Hacerse cuestión” supone no aceptar el pensa-miento hegemónico que dice “así son las cosas”, y es natural que así sean. Un lector lee siempre, busca indicios, construye sentido, hace sus conjeturas.

Aquí entra la escuela. Ésta puede ser su tarea en estos tiempos nuevos.

Habrá que elegir. Una de dos: o la escuela sirve para transmitir la lectura oficial y reproducir las estructuras (con lo que le alcanza con enseñar

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decodificación y ajustar un poquito sus conteni-dos) o la escuela sirve para formar lectores, o mejor dicho, porque formar lo que se dice formar el lector se va formando solo, para auspiciar la formación de lectores. Y no voy a aceptar que se me diga que pri-mero hay que dar de comer. No porque no crea que las excecrables condiciones sociales no tengan que modificarse urgentemente (la pobreza y el desampa-ro son el escándalo más vergonzoso que ha habido nunca porque ahora, además, es visible, nadie puede ignorarlo) sino porque no viene antes sino junto. Sin gente dispuesta a adoptar la incómoda, riesgosa y aventurera posición de lector, nada se va a modificar. Nos van a decir que todo lo que nos pasa es parte de “la naturaleza de las cosas”, como si lo que pasa en la sociedad fuese el equivalente a un terremoto, que de pronto, qué desgracia, cayó sobre nosotros, y vamos a terminar creyéndolo. Si resignamos la lectura nos vamos a creer eso y muchas otras cosas. Un lector no, un lector se permite la perplejidad, un lector se pregunta. Ponerse a leer es urgente.

¿Puede la escuela en esta etapa lanzarse a una empresa como ésa, una empresa tan tremenda, de tamaña envergadura? Espero que pueda, y sería

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mejor que lo hiciera, porque si no va a dejar de tener una razón de ser, un sitio.

A partir de allí, habría que empezar a discutir cómo hacerlo, si se está dispuesto a hacerlo, cómo empezar. Que por supuesto no tiene por qué ser una única forma sino muchas y muy variadas.

Yo voy a dejar planteadas nada más que dos o tres ideas que creo que pueden servir:

Primero, la perplejidad es buena, pensar es bueno, discutir es bueno, preguntarnos, descon-certarnos es bueno. Es cierto que es “inseguro” (un argumento fatal en una época en la que el discurso de la “seguridad” les ha ganado a todos), pero es lo único que nos mantienve vivos. Preguntarnos y seguir preguntándonos, infatigablemente. Todos tenemos nuestros enigmas. Habrá que habilitarlos, no esconderlos. ¿Desde dónde quiero leer, busco leer, qué forma de lectura y qué lectura les sirven a mi desasosiego?

Segundo, los lectores se hacen con lectura, lecturas del mundo, lecturas de sucesos, de entornos, de circunstancias, de personas, de gestos, de paisa-jes, y lecturas de letra. la riqueza, variedad, inten-sidad y generosidad de las lecturas de otros que se

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les acerquen van a contribuir de manera indudable en la construcción de la propia (siempre y cuando no se haya olvidado el punto primero, del vacío, del hueco, y no se pretenda apretarlas contra ellos a toda costa). Las lecturas abiertas y estimulantes suelen ser mucho más fecundas que las cartillas, que tienden a cerrar el pensamiento. La ficción, la buena ficción, la poesía, la literatura, pueden ser especialmente ricas en generar alternativas, aperturas, mundos conjetu-rales y liberación del pensamiento hegemónico.

Tercero, tan importante como los textos o enigmas a leer, es la figura del “otro lector”. A veces compañero, a veces mediador, a veces señalador. El encuentro lector-lector es un vínculo de gran trascendencia. Es más, creo que el vínculo entre maestro y alumno deberá ir transformándose en un encuentro lector-lector. Por supuesto que eso supone modificar muchas cosas, sobre todo cosas antaño hegemónicas, como ser que hay alguien que ya sabe y que ya aprendió que le va a transmitir a alguien que no sabe y no aprendió todavía cosas útiles, destrezas y contenidos. El vínculo lector-lector (aun si es un vínculo lector avezado-lector incipiente) saca la cuestión del ámbito del poder, la pone en

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el ámbito de la exploración y la lectura, porque el lector avezado no cree que ya sabe y ya aprendió sino que, como buen lector, se sigue haciendo cuestión por todo, sigue preguntándose, quedándose per-plejo, construyendo sentidos y conjeturas nuevas y asomándose a las que otros han hecho, leyendo hasta el final, leyendo para siempre jamás. Eso hace que la relación sea horizontal o aspire cada vez más a una horizontalidad.

Claro que todo esto que propongo, o imagino, tal vez un poco utópicamente, es más fácil de decir que de poner en práctica. Ya se dijo que el lector tiene que dejar de lado los discursos establecidos y seguros, tiene que estar siempre dispuesto al cam-bio, al acertijo. Y sé bien que hay muchos maestros y bibliotecarios y profesores universitarios que no aspiran a ser lectores, y que se ven más bien como empleados. No crean que me hago tantas ilusiones al respecto. Puede parecer que me las hago, pero no, no me las hago. En todo caso hablo para los que estén dispuestos a pegar el salto.

Hablo para los que estén dispuestos a retirarse a los párpados bajos, vestidos con sus quimonos de seda (un detalle muy importante), entrecerrar los ojos

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en medio del estruendo y la muchedumbre, de los rigores y los bretes, de los simulacros y las kermes-ses, y considerar lo que estamos viendo, y viviendo, sacar conclusiones, contemplar desde lejos. Una vez adoptada esa posición, difícil pero deliciosa, trabajo y placer, todo junto, podremos ponernos a pensar en la literatura y en la escuela.

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Un consejo para escritores principiantes: “Cuando se trata de escribir, eres lo que lees”

aidan chambers

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Artículo traducido por

Laura Canteros.

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el mejor consejo que puedo dar a alguien acerca del acto de escribir es: Lee mucho. Si lo piensas, toda escritura es una lectura. Al fin de cuentas, la escri-tura tiene por objeto la lectura. Escribo para leer lo que he escrito. ¿Y quién no lo hace? Y escribo porque quiero comunicarme con los demás, con los lectores. Por lo tanto, ser escritor significa ser lector desde todo punto de vista.

Conozco a muchos escritores. Cada uno de ellos lee tanto por el placer de leer como ‘por trabajo’. Y la mayoría lee muchísimo. Como escritor, eres lo que lees. Aquello que incorporas como lector influye en lo que produces como escritor: la clase de cosas sobre las que escribes, la manera en que manejas el lenguaje, la forma en que cuentas historias, compones poemas, construyes obras dramáticas u organizas tus ensayos. No puedes evitarlo. Así son las personas. Y todos los artistas, todos los artesanos, aprenden a perfeccionar-se estudiando las obras de los demás, especialmente las de aquellos a quienes admiran y consideran los mejores. Escribir es a la vez arte y artesanía. Por ello, lo que lees es tan importante como cuánto lees.

¿Qué otros efectos produce la lectura? Acabo de revisar el cuaderno de notas que llevaba mientras

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Aidan Chambers

escribía mi novela The Toll Bridge. Creo que las lec-turas que he anotado se dividen en cuatro categorías principales.

• Lectura que me da ganas de escribir. Algu-nos autores, algunos libros me dan ganas de volcar palabras en el papel. Me estimulan, despiertan mi apetito, me impulsan a seguir adelante en tiempos tediosos y difíciles. Me proporcionan normas para evaluar mi producción.

• Lectura que me informa sobre lo que necesito saber para escribir mis propios libros. Supongo que la mayoría de las personas lo llama ‘investigación’. Para algunos episodios de The Toll Bridge necesitaba información acerca de temas tales como la fase en la vida de las mujeres que se denomina menopausia, los efectos y el abordaje terapéutico, y una condi-ción psicológica particular llamada Estado de Fuga. Entonces me puse a leer libros de medicina. Nece-sitaba datos acerca de la historia y la arquitectura del puente donde transcurre el relato. Y me puse a leer un libro de historia local acerca del puente. Los juegos eróticos que se llevan a cabo en las fiestas de adolescentes, la ornitología y mitología del cuervo, la historia de Jano, el dios de la antigüedad, y mucha

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Un consejo para escritores principiantes

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otra información la obtuve en los libros. Si quieres escribir algo, necesitas materia prima para tu traba-jo. La lectura de libros (y, en la actualidad, de mate-rial en Internet) es la mayor fuente de suministro.

• Lectura que me enseña a escribir o que perfecciona mi escritura. Siempre que leo, parte de mi mente está alerta para descubrir fragmentos que colaboren con mi propia escritura. Suelo comenzar a leer un capítulo de una novela y me descubro pen-sando: “Ésta es una buena manera de comenzar”; entonces la archivo para adaptarla más tarde a mi propia producción. Incluso suelo copiar el fragmento en el cuaderno que siempre acompaña a la novela que estoy escribiendo, a fin de no olvidarlo. Muchas veces, cuando me siento atascado y tengo dudas acerca de la manera de desarrollar una escena, recorro los estan-tes de la biblioteca donde se encuentran mis autores preferidos, los libros que admiro, a la búsqueda de una escena que me dé una pista o me proporcione un marco de referencia, un modelo que me permita avanzar. De ninguna manera ‘copio’ servilmente. Pero existe una verdad que no suele admitirse públicamen-te: toda escritura es un robo. Tomas de otros autores aquello que te ayuda y lo reciclas en algo propio.

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Aidan Chambers

• Lectura que aleja mi mente de mi propia escritura. “Mientras escribía”, afirmaba Ernest Hemingway, “necesitaba leer después de escribir... para no pensar en mi trabajo ni preocuparme hasta el momento en que lo retomara”. Sé por experiencia lo que eso significa. Hay libros que me dan ganas de escribir y hay libros que me permiten tomar dis-tancia de mi trabajo y me refrescan. Aquellos que me refrescan y renuevan mi energía difieren según el libro que esté escribiendo. Mientras escribía The Toll Bridge, El factor humano de Graham Greene me sirvió para recargar las pilas tanto como los libros de Paul Auster, Marguerite Duras, Margaret Mahy, Jan Mark, Kazuo Ishiguro, Cees Nooteboom, Jeanette Winterson y muchísimos más.

De todo lo anterior, se podría inferir que la lectura es para mí sólo un elemento que me ayuda en mi trabajo. Y de ninguna manera es así. En primer lugar soy lector y luego escritor. La lectura hace de mí quien soy. La escritura me transforma. Estaría perdido si no leyera, no sabría quién soy. Al leer lo que he escrito, descubro en qué me he transformado.

Dos sugerencias: Primera: Lleva un registro de lo que leas. Nada

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Un consejo para escritores principiantes

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complicado, simplemente un cuaderno con una lista de la fecha en que hayas terminado de leer un libro, su título y autor. Leer es como viajar. Es importante saber dónde has estado porque, de lo contrario, es fácil olvidarse.

Segunda: Aprende a leer lentamente y aprende a escuchar lo que estás leyendo como si se tratara de una lectura en voz alta. Toda lectura, toda escritura consiste en utilizar el lenguaje. Presta atención tanto a la manera en que se utiliza el lenguaje como a cada uno de sus elementos: el sonido de su música, sus rit-mos y tonadas, su cadencia, sus pausas, su síncopa y sus armonías, sus discordancias y polifonías, aquello que se dice y aquello que no se dice. Para lograrlo es necesario que leas con la suficiente lentitud como para escuchar el sonido de su música en tu cabeza. (Si te resulta difícil escucharlo dentro de tu cabeza, léelo en voz alta).

Si actúas de esta manera, alcanzarás el objetivo de toda lectura y toda escritura, que es el siguiente: disfrutarla tanto como para hacer de ella un motivo de goce permanente y vivir la vida en plenitud.

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Carta con cartilla Acerca del buen escribir

darío jaramillo agudelo

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La profesora Patricia Londoño, de la Universidad

de Antioquia, pidió a Darío Jaramillo una nota

para la elaboración del curso Los historiadores

y el oficio de escribir. Este texto es el resultado.

Tomado de: Leer y releer, nº 14. Departamento

de Bibliotecas Universidad de Antioquia.

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1 El lenguaje oral y el lenguaje escrito no son

iguales. Esta afirmación se prueba con un experi-mento: transcribir una exposición verbal. De inme-diato se notará que el lenguaje hablado –sucesivo en el tiempo– está lleno de repeticiones de palabras, de énfasis tonales, de circunloquios que no son de re-cibo en el lenguaje escrito, no sucesivo en el tiempo sino simultáneo sobre la página y que exige un orden que no posee la exposición oral.

De esta diferencia radical se sigue un escolio: así como el individuo gasta sus años en dominar el lenguaje hablado, también el aprendizaje del lenguaje escrito necesita tiempo y dedicación. ¿En qué consiste este aprendizaje? Hay dos extremos, el primero –el de la excelencia– es el dominio de la es-critura como arte, producto de la vocación, dedica-ción y talento de algunos privilegiados, como García Márquez. El otro extremo es el mero conocimiento de la caligrafía para poner por escrito, con torpeza y miedo, algunas ideas deshilvanadas.

El aprendizaje que se le exige a un profesional, a una persona culta, ha variado con el tiempo. Du-rante muchos siglos la expresión escrita debía ser un

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Darío Jaramillo Agudelo

idioma distinto al hablado. Hasta el siglo xviii mu-chos textos se escribían en latín. En algunas épocas –recurrentes– el dominio de la escritura consistía en el conocimiento de mundos simbólicos, de analogías que exigían ingenio y erudición.

En tiempos más cercanos, la medida de la calidad de la escritura se definía por un valor difícil de establecer: la elegancia. El texto escrito, aun el manual más descriptivo, estaba tocado por un tono radicalmente diferente al del habla, empeñado en cierta solemnidad, aún en cierto engolamiento, cuyos restos arqueológicos son la retórica parlamen-taria de hoy.

En nuestro tiempo, la calidad del lenguaje escrito se mide por la claridad. El adorno, antes esti-mado, puede estorbar, el circunloquio es defecto. No me refiero a la escritura artística, donde el toque per-sonal es válido; sólo que antes de llegar a ese nivel es preferible aspirar al paso anterior, donde el lenguaje escrito es instrumento para la transmisión de ideas.

Estamos en una época en la cual escribir bien es escribir claro. Escribir claro no es fácil. Dice Cocteau: “que con lo fácil que parece, no se note el trabajo que nos costó.”

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Carta con cartilla. Acerca del buen escribir

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Para expresar con claridad una idea, lo pri-mero que se requiere es tenerla clara. Es imposible expresar con nitidez aquello que apenas se vislumbra confusamente. Este asunto, sin embargo, escapa a unas instrucciones que se encaminan a dar consejos prácticos sobre la escritura, y no propiamente sobre la capacidad de discernimiento.

La claridad consiste en lograr que la idea que se quiere transmitir llegue sin estorbos, sin equívo-cos, ordenadamente, al lector. Que el empaque no se note.

El propósito permanente de un texto es que sea diáfano. Es un error táctico proponerse otros fines, tales como la profundidad o la originalidad, pues resultan alambicados, pretenciosos y retorcidos.

Hay textos que resultan profundos y origi-nales porque el mensaje que expresan es original y profundo. Pero jamás se conseguirán la profundidad y la originalidad como fruto de la mera redacción. “Cómo serán por dentro las cosas, si por fuera son tan profundas”, dijo un poeta.

2¿Cada cuánto tiempo escribe? ¿Cuándo fue la

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Darío Jaramillo Agudelo

última vez que escribió? La mayoría de las respuestas a estas dos preguntas denuncian en casi todo el que las responde una lamentable falta de práctica en la expresión escrita. De ahí se sigue, casi siempre, un comentario de los estilos siguientes:

–Yo no sé escribir. (Tiene razón).–No tengo facilidad para escribir. (Cierto).–Me cuesta mucho escribir. (Ciertísimo).Lo importante aquí es subrayar que lo que uno

no sabe lo aprende, tener dificultad para cualquier actividad no la hace imposible. Al principio cuesta más, como cuando se inicia cualquier entrenamiento, pero gradualmente se adquiere práctica y se vence el temor reverencial a la palabra escrita.

Esto se parece a:–Un programa de entrenamiento.–Aprender a tocar un instrumento.–Hacer gimnasia.Me refiero a que todo empieza con unas ruti-

nas.–¿Con qué escribo?Definir qué se ajusta más a mi comodidad, a mi

gusto: lápiz –en ese caso tener varios, tener sacapun-tas–, pluma fuente –ojo con las reservas de tinta–,

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Carta con cartilla. Acerca del buen escribir

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esferográfico, plumígrafo, directo sobre el teclado. Cada uno sabe qué instrumento le satisface más. O debe definirlo.

–¿Sobre qué?Un cuaderno, una libreta con líneas, sin líneas,

en papeles sueltos, sobre la pantalla. Siempre es recomendable definir estas materias en función de la comodidad.

–¿Dónde?Tener un lugar fijo, un territorio, ayuda a la

concentración. Son importantes la buena luz –ojalá entrando desde la izquierda– y la comodidad del cuerpo, principalmente de la espalda. Y estar lejos de las interrupciones. Es imposible escribir y conversar, escribir y cocinar, escribir y ver televisión, al tiempo.

–¿En qué posición?Hemingway escribía sobre un atril, de pies.

Luis Vidales decía que escribía desnudo y acostado, pero en general, la posición más convencional es sentado, apoyado sobre una mesa. Un poeta colom-biano dice que para escribir se necesita una mesa, una musa y una moza.

Lo esencial de estas rutinas es facilitar el pro-ceso de la escritura, de modo que la velocidad de la

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Darío Jaramillo Agudelo

mano fluya y el cerebro se acomode a esa velocidad sin acosos.

–¿Qué tener cerca?Mínimo un diccionario de significados, el

Larrouse o el diccionario de la Academia. Ojalá, también, un diccionario de sinónimos.

–¿A qué horas?Es importante establecer el hábito. Hay indi-

viduos noctámbulos, que se concentran mejor en el silencio de la noche. Los hay diurnos, madrugadores.

3Lo primero es el contenido. Cuál es el mensaje.

Qué piensa transmitir.Por esto, su primera preocupación al escribir

consiste en vaciar su idea. Para esto trate, antes, de hacer un esquema que le dé un rumbo, como quien traza un plano, como quien mira el mapa del cami-no que recorrerá. Y luego escríbalo, pensando en su idea.

En esta primera etapa de la escritura no se pre-ocupe de la forma ni del orden. Ante todo: no tenga más de un problema por resolver al tiempo. Si usted, inexperto o inseguro de su expresión escrita, además

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Carta con cartilla. Acerca del buen escribir

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del contenido de su texto, intenta simultáneamente hacerla clara, fluida, ordenada y sin repeticiones, se arma un lío. No se preocupe de la expresión correcta y transparente. En la primera etapa ocúpese tan solo del contenido de su mensaje. Lo primero es el “qué”.

Una de las ventajas de la lentitud y de la deliberación analítica de cada palabra que exige la escritura, consiste en que a uno se le ocurren ramifi-caciones, derivaciones, precisiones, distingos, datos: inclúyalos en el momento en que se le ocurren (entre paréntesis, si es del caso). Luego llegará el momento de aprovecharlos, descartarlos, darles un orden.

4¿Terminó de escribir todo su “qué”? ¿Está segu-

ro? Pues si terminó su “qué” y piensa que ya acabó de escribir, está totalmente equivocado.

Cuando está en este punto es cuando comienza el verdadero proceso de escritura.

En seguida va un solo párrafo dedicado a des-tacar la importancia de una frase:

Escribir es corregir.Escribir es corregir. Lo más impresionante –y

abrumador– de la escritura es que todo texto es,

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Darío Jaramillo Agudelo

siempre, susceptible de mejorar. Muchos editores de literatura prefieren que la corrección final de las pruebas de los libros no la realicen los autores, pues éstos suelen seguir corrigiendo obsesivamente hasta la víspera de la impresión.

Escribir es corregir y la corrección comprende varias etapas distintas entre sí. Esto es importante porque cada etapa debe realizarse una por una.

Es necesario corregir el conjunto, cada párra-fo, cada frase, cada palabra: en realidad, aquí estoy enunciando una metodología que va del conjunto al detalle, del todo a las partes.

En la lectura de conjunto se impone la necesi-dad de controlar el orden general del discurso. Que el texto tenga un desarrollo coherente, un principio y un final, que el lector no tenga que dar curvas y mucho menos devolverse en la lectura.

Si el objetivo del texto es una narración, lo que más ayuda es el orden cronológico. Si es una des-cripción, se aconseja ir del conjunto al detalle. Si es conceptual, igualmente, desarrollar de la idea princi-pal a sus ramificaciones.

Después de la corrección global, es importante revisar cada párrafo: las repeticiones de palabras,

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Carta con cartilla. Acerca del buen escribir

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la conjugación de los verbos en el mismo tiempo, la puntuación.

Después, frase a frase. Que sea coherente, que esté bien ordenada (sujeto-verbo-complemento) y la ortografía.

Un párrafo sobre la ortografía.La ortografía se tiene o no se tiene. Cuando no

se tiene es muy importante revisarla y corregirla, pues un error de ortografía hace dudar de lo que estamos diciendo. Quien no tiene buena ortografía, pierde credibilidad.

Y unos párrafos finales sobre la corrección frase a frase:

–Ensaye a leer cada frase sin los adjetivos que contenga; es una buena manera de juzgar si el adjeti-vo no agrega nada al significado; “cuando el adjetivo no da vida, mata”, decía un poeta de Chile.

–Todos tenemos muletillas (yo, además, soy propietario de unas muletas): es muy importante limpiar la prosa de estas frases que sirven de apoyo al pensamiento pero de obstáculo a la transmisión del mensaje.

–Es recomendable mirar las frases negativas. En general (“en general” es una mentira mía), es

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Darío Jaramillo Agudelo

de más fácil comprensión una frase expresada en sentido positivo. Al contrario, una negación es difícil y una fila de negaciones puede llegar a ser incom-prensible.

–La precisión en el lenguaje es parte de la claridad. Creo que el género más difícil es el de las “instrucciones prácticas”: las directions de las sopas enlatadas, me parecen una obra maestra de la redac-ción. El secreto consiste en llamar cada cosa o cada acción con su nombre o con su verbo apropiado. En nuestro idioma existen sustantivos y verbos “fáciles”: hacer, ser, tener, cosa, objeto, todos vocablos abso-lutamente necesarios cuando se precisa, pero que se usan como reemplazo de palabras menos vagas.

5Y con esta me despido: sí, el género más difícil

de la escritura consiste en dar instrucciones prácti-cas. Releyéndome, confirmo que mientras escribía violaba todas las reglas que prescribí.

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p o r q u é l e e r y e s c r i b i r f u e e d i t a d o p o r e l i n s t i t u t o d i s t r i t a l d e c u l t u r a y t u r i s m o y l a s e c r e t a r í a d e e d u c a c i ó n d i s t r i t a l p a r a s u b i b l i o t e c a

l ibro al v iento b a j o e l n ú m e r o v e i n t i t r é s y s e

i m p r i m i ó e l m e s d e m a y o d e l a ñ o 2 0 0 6

e n b o g o t á

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L I B RO A L V I E N TOTítulos publicados

AntígonaSófocles

El 9 de abril, fragmento de Vivir para contarlaGabriel García Márquez

Cuentos para siempreGrimm, Andersen, Perrault y Wilde

CuentosJulio Cortázar

Bailes, fiestas y espectáculos en Bogotá, selección de las Crónicas de Santafé y BogotáJosé María Cordovez Moure

Cuentos de animalesRudyard Kipling

El gato negro y otros cuentosEdgar Allan Poe

El beso y otros cuentosAnton Chejov

El niño yunteroMiguel Hernández

Cuentos de NavidadCristian Valencia, Antonio García,Lina María Pérez, Juan Manuel RocaHéctor Abad Faciolince

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Novela del curioso impertinenteMiguel de Cervantes

CuentosRafael Pombo

La casa de Mapuhi y otros cuentosJack London

¡Qué bonito baila el chulo! Cantas del Valle de TenzaAnónimo

El beso frío y otros cuentos bogotanosNicolás Suescún, Luis Fayad, Mauricio Reyes Posada,Roberto Rubiano Vargas, Julio Paredes, Evelio José Rosero,Santiago Gamboa, Ricardo Silva Romero

Los vestidos del emperador y otros cuentosHans Christian Andersen

Algunos sonetosWilliam Shakespeare

El ángel y otros cuentosTomás Carrasquilla

Iván el ImbécilLeón Tolstoi

Fábulas y cuentosLeón Tolstoi

La ventana abierta y otros cuentos sorprendentesSaki, Kate Chopin, Henry James, Jack London,Mark Twain, Ambroce Bierce

Por qué leer y escribirFrancisco Cajiao, Silvia Castrillón, William Ospina, Ema Wolf, Graciela Montes, Aidan Chambers, Darío Jaramillo Agudelo

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