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1968 EL FIN DEL COMIENZO Una época, una marcha, un joven rebelde

Libro Alvaro Acevedo

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1968 EL FIN DEL COMIENZOUna época, una marcha, un joven

rebelde

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Colección Temas y Autores Regionales

Bucaramanga, 2013

Dirección Cultural

1968 EL FIN DEL COMIENZOUna época, una marcha, un joven

rebelde

Álvaro Acevedo Tarazona

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© Universidad Industrial de Santander Colección Temas y Autores Regionales 1968. EL FIN DEL COMIENZO Una época, una marcha, un joven rebelde

Dirección Cultural

Rector UIS: Álvaro Ramírez GarcíaVicerrectora Académica: Janeth Aidé Perea VillamilVicerrector Administrativo: Luis Eduardo Becerra ArdilaVicerrector de Investigación y Extensión: David Alejandro Miranda MercadoDirector de Publicaciones: Óscar Roberto Gómez MolinaDirección Cultural: Luis Álvaro Mejía Argüello

Impresión: División Editorial y de Publicaciones UIS Coordinación editorial: Luis Álvaro Mejía A.

Primera edición: octubre de 2013

ISBN:

Dirección Cultural UIS Ciudad Universitaria, Cra. 27 Calle 9. Tel. 6846730 - 6321349 Fax. 6321364 Página Web: http://cultural.uis.edu.co [email protected] Bucaramanga, Colombia

Impreso en Colombia

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Nací en 1968, de manera que crecí bajo el influjo de una generación excepcional pero no fui testigo ni mucho menos protagonista de los acontecimientos

de los años sesenta. Mi lugar de nacimiento fue en Bucaramanga, ciudad capital de Santander, un departamento del centro oriente de Colombia, próximo a la frontera con Venezuela y muy alejado del Mayo parisino del año 68 o del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos. Como nunca antes en la historia de la cultura, el mundo asistió en los años sesenta a una revolución de repercusiones en los hábitos, consumos e ideas sobre el devenir de las sociedades. En un número apreciable de estados nacionales estallaron movimientos sociales y estudiantiles, protestas, discursos, arengas y repertorios de inconformidad social y política. Universidades, teatros, cafés y otros lugares de reunión fueron el epicentro de esta revolución donde se discutió sobre la utopía libertaria, la justicia, la igualdad y tantas otras concepciones sobre la marcha de las sociedades.

Libros, revistas, periódicos, folletos y una variedad contestataria de impresiones circularon como prácticas habituales de consumo en la cultura intelectual y libresca de la época. La confrontación de ideologías y el análisis de los problemas sociales fueron puestos en común por una generación que quiso cambiar el mundo y el estado de las cosas, por lo menos en las intenciones y discursos. El malestar generalizado fue visible en universidades de grandes

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y pequeñas urbes; movilizaciones y protestas se tomaron las calles de las más importantes capitales del mundo. 1968 fue el año de la cresta de esta ola planetaria, una válvula de escape para la juventud rebelde y una forma de rechazo a todo tipo de autoritarismo. Prohibido prohibir fue una de las consignas que más se escuchó; movimientos culturales como el de los hippies cambiaron las formas de vestir, de escuchar música o de consumir drogas y alucinógenos. La libertad sexual marcó una fase de rechazo a los valores tradicionales; nuevas actitudes y comportamientos promulgaron la revolución como una forma de romper los cánones y el orden imperante.

Si bien nací en Bucaramanga, mis primeros años y parte de mi adolescencia transcurrieron en San Vicente de Chucurí, un municipio de selva tropical húmeda, productor de cacao, frutas y hortalizas, con vastos cercados de pastizales para la ganadería, situado a unas cuatro horas en autobús de Bucaramanga y al que todavía se llega, en la mayor parte del trayecto, por una carretera que suele llamarse destapada o sin pavimentar. Esto hizo que los sucesos del 68 fuesen todavía más distantes de lo que ya eran. Por aquellos años, San Vicente de Chucurí era el centro de operaciones del Ejército de Liberación Nacional; más tarde, en los años ochenta y noventa, uno de los lugares estratégicos del paramilitarismo del Magdalena Medio colombiano.

1968 fue en esencia el año del movimiento revolucionario francés, a juicio de historiadores y sociólogos contemporáneos el más visible y mejor estudiado hasta el momento pero no el único de esta onda expansiva. Tal vez no todos los jóvenes en el mundo que protestaron o simpatizaron con estas manifestaciones sabían con exactitud por qué o contra quién dirigían su malestar, lo cierto es que querían cambiar la vida, transformar la sociedad, la situación de sus pesadas existencias.

Pese a nuestro casi total desconocimiento de esta revolución cultural planetaria, mi familia, compañeros de estudio y

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contemporáneos fuimos parte o contraparte de algunas de sus consecuencias. Pero ni mis amigos de infancia ni mis compañeros de colegio, poco o nada supimos de los acontecimientos de 1968 en Francia, Alemania y otras naciones de Europa; casi nada conocimos de la inconformidad política contra la Unión Soviética, cada vez más creciente, en Berlín Oriental, Hungría, Polonia, Checoslovaquia y otros países de la denominada Cortina de Hierro; del asesinato de Martin Luther King, aquel mismo año, el 4 de abril en la ciudad de Memphis en los Estados Unidos y de sus proclamas por la igualdad de derechos para los afroamericanos; de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco en México el 2 de octubre de 1968, tan solo a diez días de los XIX Juegos Olímpicos, bautizados como La Olimpiada de la Paz; del Cordobazo en Argentina en el año de 1969, un levantamiento obrero con el apoyo de estudiantes que paralizó a una ciudad y puso en jaque a la dictadura de Juan Carlos Onganía; o de la invasión a Vietnam que proseguía su marcha en plena confrontación de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. De esta guerra por la liberación nacional en la península de Indochina nos enteraríamos años después por la visión heroica y deformada del cine de acción norteamericano que hizo de los actores Chuck Norris y Silvester Stallone –alias Rambo– máquinas de guerra y violencia.

Sólo años después, cuando ingresé a la universidad y particularmente a la clase de Mundo moderno y contemporáneo, comprendí que había nacido en una época en la que dos grandes potencias se disputaban el reparto del mundo, no mediante una confrontación directa sino por intermedio de su apoyo a las guerras y conflictos en los países del llamado Tercer Mundo, donde América Latina era una tajada muy grande del pastel. Si bien el histrionismo del maestro Armando Gómez Ortiz en aquella clase, atiborrada de estudiantes y pupitres, nos conducía por la indignación, el sarcasmo, la ironía o la risa ante el juego de la política internacional, las sutilezas o aplastantes formas del poder eran más complejas que nuestras

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contenidas o desbordadas emociones. Ya desde los años veinte del siglo XIX, Estados Unidos había planteado en la Doctrina Monroe que América sería para los americanos, es decir, que cualquier amenaza de una potencia extranjera en un país de América Latina se interpretaría como una agresión directa a los derechos y propiedades de los Estados Unidos. En 1904 y a escaso un año de que la nación norteamericana le hubiese arrebatado el canal de Panamá a Colombia, esta carta en blanco para la intervención estadounidense en el continente no hizo más que reafirmarse con la Doctrina del Destino Manifiesto. Así quedó sellado el destino de América Latina hasta el año de 1947 en el que Washington proclamó la Doctrina Truman: el reconocimiento a la existencia de un conflicto ruso-norteamericano en el que dos ideologías y dos modos de vida eran totalmente opuestos. A partir de ese momento las dos potencias se involucraron en Indochina, Corea, Vietnam, Camboya y Laos. En 1948, Estados Unidos proclamó el Plan Marshall para todas las naciones europeas; veinte mil millones de dólares serían girados si estos países se comprometían con dicho dinero a comprar bienes a los Estados Unidos, lo cual convertía a Norteamérica en un banquero mundial para el desarrollo europeo y también japonés. Como era previsible, la Unión soviética dejó manifiesto que Europa estaba dividida en dos bandos irreconciliables.

Gran Bretaña, Francia y Alemania occidental serían las más beneficiadas con los dineros del Plan Marshall. De inmediato vinieron más planes, leyes, pactos y organizaciones para reafirmar la bipolaridad del mundo: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en el año de 1949, mediante la cual Estados Unidos prestaría ayuda a la naciones europeas en caso de agresión de la URSS; la Ley Control de Exportaciones de ese mismo año que subrayaba el peligro que representaba para los norteamericanos las exportaciones sin prestar atención a lo militar, de ahí que se impondrían controles comerciales a toda nación que se saliera del modelo económico o forma de vida estadounidense; la Ley de Control

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de Asistencia Defensiva Mutua o Ley de Batalla de 1951, que daba poder a la potencia del norte para aplicar estrategias de guerra, embargo y presión económica a cualquier nación que enviara productos a un lugar no aceptado previamente. Todo esto en un marco de respuestas contrainsurgentes y de apoyo material, financiero y/o logístico para asesorar o respaldar a un aliado. Poco después vendría la teoría del dominó en la que Estados Unidos se autoproclamaba guardián del mundo y defensor de la paz, el mercado libre y la democracia ante cualquier amenaza comunista.

De esta “pactomanía” y autoproclamaciones, América Latina no estaría fuera de la trama política. En 1947, el Pacto de Río en el que Estados Unidos propuso la firma de un tratado de seguridad colectiva; ese mismo año, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). Un año después, el Pacto de Bogotá para reafirmar la seguridad del hemisferio y la cooperación colectiva en caso de agresión, el cual quedó finalmente institucionalizado con la creación de la Organización de Estados Americanos (OEA). En 1952, la administración Truman reafirmó la cooperación interamericana mediante el NCS-141, una carta de intenciones que manifestaba la solidaridad hemisférica para la contención del comunismo y la adopción de medidas de defensa contra la agresión externa y la subversión interna. Pese a que al año siguiente Dwight Eisenhower y Nikita Kruschev firmaron la Política de Coexistencia Pacífica, estos zorros de la política internacional, por debajo de la mesa, promovieron la estrategia de dar respuestas asimétricas y de bajo costo para mantener sus hegemonías: amenazas de represalias nucleares, acciones psicológicas y encubiertas y alianzas y negociaciones. Como los giros peligrosos hacia la izquierda no se dieron en América Latina, entre ellos reformas agrarias o nacionalismos económicos, Estados Unidos dirigió su estrategia anticomunista por intermedio de la intervención de los marines y el accionar de la Central Intelligence Agency (CIA) en las naciones del continente que amenazaran la seguridad norteamericana.

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Guatemala fue el primer país que tuvo la “distinción” de ser intervenido por Estados Unidos en 1954 para derrocar el gobierno de Jacobo Arbenz, señalado de ser un presidente comunista. Después llegó la revolución cubana en 1959, y al año siguiente el acuerdo económico de Fidel Castro con la URSS que precipitó el embargo comercial de Estados Unidos a la Isla. En 1961, el desembarco en Playa Girón de mil quinientos disidentes del régimen. El fracaso de esta operación militar, con apoyo norteamericano, conocida también como la “Invasión de Bahía Cochinos”, desencadenó en el mes de octubre del año siguiente la famosa “crisis de los misiles” entre Estados Unidos y la URSS. Si no es porque Kruschev, ante la presión diplomática de Kennedy, decidió retirar los misiles de Cuba y desistió de utilizar a Cuba como base de operaciones nucleares, aquel mes de octubre de 1962 el mundo habría asistido a una tercera conflagración con efectos inimaginables para la supervivencia de la especie humana.

A partir de la crisis de los misiles, Estados Unidos pasó de una “estrategia flexible” sobre las naciones de América Latina –que consistía en una política desde la disuasión y la negociación hasta los ataques directos y la lucha no convencional– a una abierta declaración de “No a una segunda Cuba”. La defensa hemisférica de la potencia norteamericana ante el avance del comunismo consistiría en combatir la subversión interna de los países latinoamericanos. ¿Cómo hacerlo? Con una política de zanahoria y garrote: por un lado, la creación de la Alianza para el Progreso, una estrategia de inversiones monetarias y programas de desarrollo para la transformación de las estructuras socio-políticas de las naciones latinoamericanas con el fin de que no cayesen en la tentación revolucionaria; de otro lado, la Doctrina de Seguridad Nacional, que consistió en orientar fondos económicos, por préstamo o donación, para el apoyo de los ejércitos nacionales en acciones cívico-militares y de confrontación directa con la subversión.

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En 1962, el mundo había estado a punto de autodestruirse y yo ni siquiera había nacido. Es más, mis padres ni siquiera se habían casado, pero estoy seguro que ellos ni se dieron por enterados, y si lo hicieron jamás fueron conscientes de la peligrosa línea que estuvieron a punto de cruzar dos potencias extranjeras. De la Alianza para el progreso sí que evocaban mis padres “los ríos de leche” que repartieron en las escuelas.Y aunque sólo habían sido unos vasos, fue todo un acontecimiento para los adultos y niños de aquella época, nada acostumbrados a que “un gringo muy poderoso” se preocupase por ellos. Así, sobrevino el asesinato de Kennedy en 1963 cuando la Guerra Fría parecía alejarse del patio trasero de la Casa Blanca para trasladarse a las naciones asiáticas. Sin embargo, en 1965 el presidente Johnson, con la excusa de proteger a los ciudadanos estadounidenses y de otros países, intervino con tropas en República Dominicana. Además de apoyar dictaduras y gobiernos autoritarios, los Estados Unidos realizarían más de cincuenta “misiones especiales” en América Latina.

Para la mayoría de habitantes de la Colombia de aquella época no era tan fácil reconocer los movimientos de este juego de ambiciones e intereses geopolíticos. Sólo una minoría como la universitaria, sindicalista, intelectual y revolucionaria denunció la política norteamericana del “buen vecino”. Estados Unidos fue para Latinoamérica su propio peor enemigo. Una paradoja que hizo que el impacto de los acontecimientos de los años sesenta y del intervencionismo norteamericano llegara a una ciudad provinciana como Bucaramanga y a un municipio tan distante como San Vicente de Chucurí. De tal impronta fueron los efectos de esta revolución cultural en las dos poblaciones mencionadas, que en el área rural de San Vicente de Chucurí, más específicamente en la vereda La Fortuna, nació en 1964 el Ejército de Liberación Nacional (ELN) con su marcha al cerro de los Andes y la posterior toma de la población de Simacota en el mes de enero del año siguiente. El mismo año de 1964, marcharon los estudiantes de la Universidad Industrial de

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Santander (UIS) desde Bucaramanga hasta Bogotá para protestar contra el rector del alma máter y la imposición del modelo norteamericano de universidad. En 1964, con un éxodo de autodefensa campesino desde Marquetalia hacia el sur del país, también nació en Colombia la guerrilla más vieja del mundo: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

No cabe duda que el impacto de la onda incontenible de rebeldía planetaria de los años sesenta llegó hasta el pequeño rincón de los afectos o de la matria, referida por Luis González en su obra Pueblo en Vilo. De mis compañeros de cuadra y escuela en San Vicente de Chucurí, unos siete o diez ingresaron en el ELN. Otros de bachillerato también se enlistaron y hasta llegaron a ser comandantes de los que se contaban acciones intrépidas similares a las de Rambo. Si tres fueron mis grandes amigos de infancia en San Vicente de Chucurí, uno de ellos, Rodríguez, era el hermano menor de Comején o Gabino, hoy comandante del ELN; otro de ellos era el hermano menor de Rosales, el más impetuoso y rebelde de “la gallada” quien ingresó a las filas del ELN y que, al parecer, ya murió en combate. Por el mismo camino ingresaron los Vergara, Nova, Atuesta y Ardila. El rostro de Ángela, mi amor platónico en el Colegio Camilo Torres, hoy se diluye en una imagen atroz: ella junto a su familia fue asesinada en una casa de las afueras del pueblo, acusada de ser auxiliadora de la guerrilla.

Como en el caso de San Vicente de Chucurí, los efectos de esta

revolución cultural llegaron a muchas poblaciones de América Latina, muy distantes de Europa o de las grandes capitales del mundo. La revolución cubana y la figura emblemática del Che, por señalar un solo hecho, repercutió en todo el continente y en otras latitudes planetarias. Después de la muerte del ya líder legendario de la barba desaliñada y boina negra, en 1967, su fama fue creciendo hasta convertirse en un ícono universal. En Colombia, además del Che, la figura de Camilo Torres también alcanzó renombre y fama. Sólo después de que ingresé a la

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Universidad Industrial de Santander, entendí la dimensión de la imagen del cura guerrillero pintada en una inmensa piedra que siempre me recibía en las prolongadas escalas del Colegio del mismo nombre en San Vicente de Chucurí, y en el que estudié hasta séptimo de bachillerato antes de ser arrojado con toda mi familia a la ciudad de Bucaramanga.

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UNA REVOLUCIÓN CULTURAL

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Poco antes de ser torturado y fusilado por los alemanes, el maestro Marc Bloch dejó en su Apología para la historia o el oficio del historiador una argumentación que adquiere

vigencia: la historia es un oficio científicamente elaborado que se reconoce en la pasión, el goce estético y la necesidad por comprender los temas y problemas más subjetivos e insólitos. No es extraño que por mi lugar de infancia –donde nació la segunda guerrilla más antigua de Colombia, el ELN– haya elegido el estudio de los años sesenta; por si fuera poco, estudié en la UIS donde se dio la marcha estudiantil más importante en la historia de Colombia en el año de 1964 –que se rememoraba aún en mis épocas de estudio por allá en los años noventa– auspiciada por la organización estudiantil del país más reconocida en ese momento: la Asociación Universitaria de Santander (AUDESA).

Así que por caminos a veces no planeados, terminé encontrándome con el movimiento estudiantil colombiano de esta época y las vidas de Jaime Arenas Reyes, el líder estudiantil del Colegio Santander y de la UIS más importante del siglo XX en Colombia, combatiente y desertor del ELN, asesinado por esta misma organización subversiva en 1971 en una calle del centro de Bogotá; de Camilo Torres, el líder carismático proveniente de una familia acomodada de Bogotá, profesor de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, creador del Frente Unido y quien pasaría a la historia como el cura

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guerrillero, luego de perder su vida en combate a comienzos de 1966 en el sitio de Patiocemento en San Vicente de Chucurí. Estos caminos para exorcizar mis propias búsquedas y fantasmas también me llevaron a tropezarme con la vida del Che Guevara, el personaje más heroizado y satanizado de la revolución cubana, y hoy, al igual que una estrella de rock o del pop, imagen de camisetas, cuadros y todo tipo de estampas y souvenires.

Los individuos o los grupos sociales se asumen en el mundo según las necesidades, circunstancias o anhelos; la mayoría de las veces no hay posibilidad de elección, dice Josep Conrad en La línea de sombra, un relato marcado por la sátira y la ironía en el que los seres humanos transitan atrapados por las circunstancias, incapaces de derrotar las fuerzas oscuras de la muerte. En los arcos del tiempo que no están marcados por las guerras o coyunturas económicas, las personas son incapaces de superar la cotidianidad; en las etapas de rupturas, se intenta elegir pero es mayor el lastre de los acontecimientos que la capacidad de decisión.

Si se tratara de estudiar la violencia de los años cuarenta y cincuenta en Colombia y sus posteriores etapas de conflicto, con todas sus derivaciones de tipologías y formas, como si en este país convergieran los peores dramas de la guerra –más todos los que aún nos esperan en una nación que no quiere hablar de paz–, es válido seguir la impotente trama de La línea de sombra y preguntarse no sólo por quienes perpetraron las acciones descontroladas sino por quienes fueron agentes pasivos de las mismas. Tan válido es preguntarse por los actores y testigos de las violencias en este país de guerras inconclusas, al igual que indagar por qué en el genocidio nazi contra los judíos actuaron no sólo los perpetradores del dolor sino los maquinistas, los forjadores de los hierros de la muerte, los distribuidores del escaso avituallamiento en los campos de concentración y aun los propios presos que fungieron de guardias y espías en estos reclusorios de horror. Esta fue

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la pregunta que se hizo Jonathan Littell en Las benévolas, un relato que sobrecoge ante las justificaciones más aberrantes.

Si una generación se configura en respuesta a determinadas vigencias, valores, condiciones materiales y la cotidianidad de una época, en los años sesenta –y aún en los setenta– fueron invocadas expresiones y formas de la cultura muy particulares que llegaron hasta un poblado remoto como San Vicente de Chucurí o a una capital de departamento como Bucaramanga. Esto reafirma que los intercambios e influencias entre las sociedades dan relevancia a la historia y a la crónica como un diálogo entre lo local y lo universal. En lo que corresponde a mi inquietud y elección por el estudio de esta época, no hay lugar a dudas; en lo que atañe a los efectos de los años sesenta en el continente latinoamericano tampoco debería haber resquicio alguno de duda en esta elección por todo lo que significaron los acontecimientos del periodo.

Si la revolución supone la adopción de una visión del mundo nueva después de un cambio violento en las instituciones del estado social imperante, las significativas transformaciones en los años sesenta del siglo XX llaman la atención por las consecuencias planetarias que desencadenaron en el plano cultural más no político. Este fue el caso de los sucesos de mayo de 1968 en Francia, donde luego de tres semanas de protestas estudiantiles el gobierno de Charles de Gaulle estuvo a punto de caer pero al final recibió un espaldarazo de la sociedad francesa.

Los conflictos se habían iniciado meses atrás en los suburbios de París en la Universidad de Nanterre, arengados por su líder Daniel Cohn Bendit, más conocido como Dany le Rouge. Las principales consignas eran rechazar la guerra de Vietnam, exigir una reforma educativa integral, denunciar las enormes desigualdades entre las naciones del orbe y reclamar el legítimo derecho a vivir sin normas. El florero de Llorente fue la prohibición para que los estudiantes visitaran

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a sus compañeras en los dormitorios. Cuando las autoridades de Nanterre decidieron cerrar el claustro, numerosas organizaciones estudiantiles se dirigieron a la Sorbona en busca de solidaridad, pero en el Barrio Latino fueron detenidas por la policía. Evocando la comuna de 1848, el 10 de mayo del 68 los estudiantes decidieron no retroceder, lo cual llevó a un enfrentamiento de unas cuarenta horas que dejó cientos de heridos y detenidos. Poco después hubo una marcha gigantesca en apoyo a los estudiantes (800 mil personas), y antes de terminar la semana 10 millones de trabajadores, las dos terceras partes de la fuerza productiva francesa, estaba en huelga. En los siguientes acontecimientos se creó una Asamblea Nacional que reclamó la cabeza de Charles de Gaulle mientras que los obreros se declararon dispuestos a negociar con el gobierno. El 30 de mayo De Gaulle se negó a retirarse del poder mientras en los Campos Elíseos una gigantesca manifestación marchaba a su favor. La apabullante victoria del carismático líder francés se vio corroborada en las elecciones parlamentarias, que él mismo había adelantado, según sus palabras, con el fin de elegir entre un gobierno legítimo o la anarquía revolucionaria.

En América Latina se sintieron con igual intensidad tanto los efectos culturales como políticos de esta onda expansiva. Si el detonante de los acontecimientos había sido Francia -hoy leídos más como un símbolo que como un efecto político de alcance duradero–, muchas naciones vibraron con la utopía igualitaria y otras concepciones aclamadas por esta juventud, en algunos casos, dispuesta a la acción clara y pausada; en otros, movida por el frenesí de la lucha. En cada región del globo las implicaciones de Mayo del 68 no fueron las mismas: en América Latina, África y Asia una visible agitación política y social; en Estados Unidos, la nación más poderosa del mundo, manifestaciones y disturbios por la defensa de los derechos civiles, sin descontar grandes protestas contra la guerra en Vietnam; en los países de la Cortina de Hierro, la invasión de la URSS a Checoslovaquia el 21 de agosto de 1968.

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Por los enormes impactos planetarios, la unidad de análisis de la revolución cultural planetaria de los años sesenta supera el marco del Estado-nación para inscribirse en los procesos subyacentes de la economía-mundo capitalista, y en específico de la revolución cultural de 1968; un referente nodal del largo siglo XX histórico en la tesis de Immanuel Wallerstein, que habría comenzado en 1870 hasta alcanzar la hegemonía norteamericana, y que en la actualidad estaría en su etapa final y conclusiva. La denominada Pax Americana se habría delineado a partir de 1945 –casi sin grandes obstáculos en la Guerra Fría– y llegado a su primer punto de caída hegemónica, sin retorno, en la revolución cultural de 1968 y la crisis económica planetaria de 1972-73. Estas fechas son también el punto en la curva de la descolonización del mundo y de la sistemática crítica del eurocentrismo. En esta tesis, el largo siglo XX se divide en dos momentos: el primero, desde 1870 hasta aproximadamente 1968; el segundo, a partir de este año en el que el planeta cambió.

Los acontecimientos del emblemático año de 1968 no serían otra cosa que una revolución de larga duración en las estructuras culturales. El fin del comienzo marcado por el ocaso del sueño de la modernidad, es decir, la pérdida de confianza en que la economía mundo capitalista o socialista garantizarían las metas de liberación e igualdad. Por el contrario, este crucial período significó el comienzo de la desestabilización del sistema-mundo ante grandes transformaciones que han conducido a una incertidumbre y un miedo permanente sobre el destino de la humanidad.

En esta concepción del largo siglo XX de Inmmanuel Wallerstein o en la argumentación del corto de Hobsbawm (1998) –estallido de la primera guerra mundial hasta el hundimiento de la URSS en los años ochenta y noventa–, los acontecimientos de 1968 merecen toda la atención por los efectos desencadenantes en el mundo, entre ellos el tránsito de una composición de familia nuclear monógama hacia

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otra en la que el género femenino se liberó de ciertos roles y tradiciones patriarcales hasta adquirir identidad y sentido de reivindicación en los movimientos femenistas. También fueron sacudidas desde sus cimientos las formas de trabajo y de la economía, la escuela, los medios de comunicación y los saberes de las disciplinas modernas. La consecuencia más inmediata sobre la expansión educativa fue la aparición de niveles de jerarquía definidos por estándares de educación, según las teorías de calidad del capital humano que asumieron la inversión en educación desde dos componentes: consumo e inversión. Lo que en otras palabras significó y aún significa preguntarse por la tasa de retorno (rentabilidad) a la inversión en educación.

Desde un análisis crítico con la revolución cultural planetaria de los años sesenta, Mayo del 68 no pasó de ser en Europa una revolución eurocéntrica sobre la moda, la música, la cultura visual y la sexualidad; otros enfoques sobre esta época han sostenido que las rupturas culturales fueron de profundas transformaciones políticas y sociales, no sólo en el viejo continente sino en América Latina. Tan impactantes fueron los efectos, que la familia, una de las estructuras sociales que más se había resistido a los cambios, se transformó radicalmente. A partir de mediados del siglo pasado los jóvenes adquirieron por primera vez un estatus como categoría cultural y sus realizaciones se constituyeron en una etapa importante para afirmarse en la sociedad y no en una fase preparatoria para la vida adulta.

Si se recurriera al tiempo largo del que nos hablara Fernand Braudel en su clásica historia sobre el Mediterráneo en la época de Felipe II, podría argumentarse que hasta ahora se están sintiendo los efectos de esta onda cultural. Una de las consecuencias más destacadas fue la insalvable distancia generacional que se demarcó entre padres e hijos. “Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres”, dice con razón el viejo proverbio árabe. Eric Hobsbawm en su

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ya clásica Historia del siglo XX destaca que hasta entonces ningún movimiento revolucionario había tenido en sus filas tantas personas que leían y escribían libros. El acceso a nuevas formas de consumo cultural en Europa, como la lectura y también la televisión, es comprensible porque a mediados de la década de 1960 ya era notorio el crecimiento demográfico de la postguerra como resultado de la prosperidad económica. Nunca como antes la juventud había asistido a la educación básica, media y universitaria. El intervencionismo de Estado o estatalización, más el aumento de la urbanización, produjo esta increíble expansión educativa en todos los niveles, paralela a una masa también creciente de obreros, cada vez más diferenciados en sus condiciones salariales y de vida entre la periferia y el centro, entre lo rural y urbano.

Francia, por señalar un ejemplo, a finales de los años sesenta tenía una población de ocho millones de estudiantes, que equivalía al 16.1 por ciento del total de la población nacional. El principal problema de los estados nacionales del viejo continente y de América Latina era cómo educar a este creciente número de jóvenes. Guardando las proporciones, en Colombia el acceso a la educación no era menos impactante en aquella época. La cifra de estudiantes con acceso a la educación universitaria había ascendido de unos cuatro mil a cincuenta mil entre los años de 1935 y 1966.

Este salto en la matrícula estudiantil universitaria era resultado de una mejora en las condiciones de vida de los colombianos en la zona cafetera y en las principales ciudades relacionadas con acceso a médicos, hospitales, profesores y escuelas, que a su vez contrastaba con las zonas rurales del país sumidas en la escasez, la explotación de los propietarios de las tierras y la violencia bipartidista entre liberales y conservadores, azuzada desde Bogotá y las capitales departamentales por caciques, caudillos, gamonales y políticos de oficio. En estas condiciones tan desiguales entre el campo y las ciudades colombianas, nacía la clase media en las zonas

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más urbanizadas, y con ellas nuevas formas de consumo. En el país, por primera vez, accedieron a la educación universitaria las clases medias. Sin embargo, su número continuaba siendo poco significativo en una población que para 1964 rondaba la cifra de 17.5 millones de habitantes, nueve millones de ellos en las cabeceras municipales.

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EL CLAMOR DE UNA GENERACIÓN

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Si en el mundo el año de los acontecimientos políticos y culturales fue 1968, en Colombia 1962, 1964, 1971 y 1972 fueron los años de mayor visibilidad por las

aclamaciones de la utopía revolucionaria y por las protestas contra el pacto político bipartidista del Frente Nacional, la política modernizadora universitaria del Estado y la orientación hacia el modelo de educación superior norteamericano, prefigurado por el Plan Atcon, el Plan Básico para Educación Superior y el Plan de Desarrollo del Banco Interamericano de Desarrollo. No fueron pocas las protestas y marchas contra esta política; insuficientes dirían los líderes universitarios, excesivas tildaron los diarios. Al final, el modelo educativo se impuso hasta convertirse en una caricatura, como ya en 1964 lo había denunciado la marcha a pie de los estudiantes de la UIS desde Bucaramanga a Bogotá, y el propio Jaime Arenas Reyes ante el Congreso de la República.

Los estudiantes universitarios no sólo se manifestaron en esta marcha o en años posteriores. Desde la caída del general Gustavo Rojas Pinilla en 1957, ellos se movilizaron contra la dictadura, sumándose a huelgas sindicales, luchas cívicas y protestas campesinas. Del protagonismo universitario en la caída de Rojas Pinilla, nació la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN), con el fin de consolidar un sistema universitario colombiano y dar respuesta a las grandes transformaciones sociales del país. Además de promover el desarrollo de las universidades, controlar y

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vigilar la educación superior y atender su financiamiento y los auxilios y aportes gubernamentales, ASCUN se presentó ante el país, según expresaron los rectores de las universidades públicas y privadas “como la nueva fundación de la universidad colombiana”, cuyo único propósito era “un enorme compromiso de responsabilidad ante la patria”. Pero en realidad esta organización se había fraguado en el pacto político del bipartidismo del Frente Nacional la cual junto con empresarios, intelectuales y universitarios sacó a Rojas Pinilla del poder. Sin embargo, muy pronto tanto los intelectuales como los universitarios se sintieron desencantados y traicionados por las políticas modernizadoras universitarias del gobierno frentenacionalista. Desde comienzos de la década del sesenta, la radicalización universitaria contó con la Unión de Estudiantes Colombianos (UNEC, 1962-1966), la Asociación Universitaria de Santander (AUDESA, 1953-1984), la FUN (Federación Universitaria Nacional), la FEUV (Federación de Estudiantes de la Universidad del Valle, 1970-1973) y otras organizaciones estudiantiles regionales.

Aunque no es fácil seguir estas organizaciones ni la memoria cultural de sus protestas ni las redes de discusión, es posible recurrir a la memoria de sus líderes o protagonistas; también a la prensa, los archivos universitarios y del Estado y las librerías de viejo donde circularon las revistas y libros más leídos. En una rápida pesquisa por estas librerías de Bogotá, ubicadas en pleno centro, por la carrera octava entre calles 15 y 16, es posible acceder a casi todos los libros más vendidos en el año de 1968, desde Cien años de soledad o El desafío americano hasta El hombre unidimensional, Justine, Rayuela, El Diario de Ernesto Che Guevara o La violencia en Colombia. En cuestión de un par de horas, Alejandro, uno de estos vendedores del libro usado en la capital colombiana, muy joven y con un conocimiento de literatura muy superior al de cualquier estudiante universitario, lista en mano, puede conseguir los diez libros más vendidos del año 68. En su búsqueda, también puede agregar varios ejemplares de la revista Mito y Eco, dos de las publicaciones

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seriadas más importantes de la época. Esta circulación de libros y revistas, cuarenta años después, es la muestra palpable del impacto cultural de los años sesenta en una generación que leía y escribía, y que se mostraba ávida de conocer y explicar la realidad social y estar en sintonía con la producción libresca más importantes de América Latina y del mundo. Jóvenes escritores quisieron transgredir los códigos sociales instituidos. El nadaísmo y otros movimientos culturales de la época asumieron el conflicto y la toma de conciencia. Con sus inquietudes promovieron el sismo y la ruptura del tabú. Fueron también una respuesta al mercado como regulador del lenguaje y una voz de rechazo a las formas de sumisión y censura.

Esta generación, después de la caída de Rojas, sintió que el régimen no sólo los había traicionado, sino que los señalaba injustamente de agitadores y subversivos por oponerse a la política educativa. La paulatina radicalización de los estudiantes se hizo manifiesta en protestas tanto por la autonomía, la calidad académica o la libertad de cátedra como por la igualdad y justicia social. Y si a este anhelo de cambio en las juventudes se sumaba la agitación social y las luchas laborales y cívicas, era explicable que varios de los líderes estudiantiles se vincularan a los principales grupos subversivos que nacieron en la década del sesenta: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional, el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento 19 de Abril (M-19). En un comienzo fue casi evidente la relación entre estas organizaciones alzadas en armas y ciertos líderes estudiantiles, especialmente con el Ejército de Liberación Nacional.

Como todo relato de los orígenes, el de las guerrillas y las protestas estudiantiles de la segunda mitad del siglo XX en Colombia rápidamente entró en los cantos de epopeya y las glosas del dato, en las evocadoras marchas contra la injusticia y el exceso de las actuaciones, en las voces del testimonio y los silencios de los muertos, en la utopía de lo que pudo

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ser y el hecho de lo que fue. Ningún relato está exento de la manipulación ideológica, de los anacronismos o de las mentiras; más todavía, la memoria de nuestro conflicto, ese largo suceder de heridas y guerras sin reconciliación. En Colombia también está por reconstruirse el clamor de una generación que con sus arengas, grafitos y mítines se alzó contra el sistema de reglas y poderes institucionalizados. Una juventud que hizo de sus propios conflictos y violencias una inclusión colectiva, y que con sus prácticas confrontó el puritanismo de los padres y las relaciones de pareja. Que promovió transformaciones radicales y rechazos a la política internacional y que se manifestó contra el autoritarismo y las relaciones tan desiguales de la economía mundial.

La contracultura hippie fue una de las prácticas más visibles de la juventud en aquella época. Por primera vez se habló sin prejuicios del sexo y de las drogas. El cabello largo en los hombres se puso de moda; se dice que los Beatles ejercieron una influencia mayor que todos los teóricos de la revolución; que el pacifismo o la violencia, con el culto a las drogas, iban de la mano; que los derechos civiles se defendieron como nunca antes; que la libertad sexual y el desprendimiento material o la devoción a Marx y a las religiones orientales alcanzaron una especie de comunión universal. Un nuevo argot se tomó a los jóvenes, y entre los intelectuales se compartió la idea de que el poder subversivo de las palabras sería capaz de liberar a los hombres y a las sociedades. La minifalda (1966), la píldora (1967), la libertad sexual y las voces femeninas crearon la sensación de vivir en una sociedad menos represiva.

Mark Kurlansky nos recuerda en su libro 1968: el año que conmocionó al mundo que los jóvenes de todo el planeta se rebelaron contra el orden establecido y el totalitarismo en cualquiera de sus formas: “donde había comunismo la gente se rebeló contra el comunismo, donde había capitalismo se rebeló contra él”. La desconfianza hacia todas las formas de poder y sus vetas autoritarias identificó a esta juventud

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militante y comprometida que dijo lo que pensaba y no temió ofender, y desde entonces –acota Kurlansky– “demasiadas verdades han permanecido enterradas”.

Si la historia se reconoce en el análisis del dato, la memoria, en cambio, es presencia viva del pasado, identidad de grupos y personas. Como toda memoria, la del conflicto colombiano es distinta a la historia del mismo por carecer de la síntesis, la contrastación de hipótesis, la criba de datos. La memoria tiene el derecho a una insurgencia de lo que fue; ante tal exigencia la historia debe reconocer el testimonio, el recuerdo del testigo como parte de la operación narrativa que representa. Es cierto que la memoria carece de universalismo y puede aislarse del resto de la humanidad, pero ella reafirma el testimonio como una fuente que no se puede despreciar. En la revolución cultural de los años sesenta nacieron marchas que aún no terminan. En 1964 la caminata de los estudiantes de la UIS desde Bucaramanga a Bogotá fue una de ellas.

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1964: LOS ESTUDIANTES CAMINAN POR COLOMBIA

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El domingo 14 de junio de 1964, en las primeras horas de la mañana, el foco de autodefensa campesino en Marquetalia había caído. Era el

comienzo de un éxodo de resistencia buscando unirse a otros para atrincherarse en algún lugar del sur del país entre las tierras bajas de la Orinoquía y el pie de monte de la cordillera Oriental, más exactamente entre los departamentos del Meta y Caquetá. Pocos días después, el 4 de julio de ese mismo año, también había comenzado la marcha de los diez y ocho combatientes del Ejército de Liberación Nacional al mando de Fabio Vásquez Castaño, desde la vereda de La Fortuna, en el municipio de San Vicente de Chucurí, hacia el cerro de los Andes. La zona selvática de este municipio había sido el lugar escogido, porque, además de su cercanía con el puerto petrolero de Barrancabermeja y su fuerte activismo sindical, allí había una tradición de lucha desde los tiempos en que el gran general de la guerra de los Mil Días, Rafael Uribe Uribe, buscó refugio con sus combatientes, algunos de los cuales se quedaron como colonos en las riveras del río Chucurí.

Tanto la marcha de las autodefensas campesinas en el sur del país como la de los combatientes del ELN fue simultánea con la caminata a pie de los estudiantes de la Universidad Industrial de Santander. Ninguna de las dos primeras tuvo ni la importancia ni el cubrimiento por parte de los diarios como esta última. La primera, porque fue reseñada como un nido de bandoleros al mando de Tiro Fijo; la segunda,

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porque todavía actuaba en la clandestinidad. Mientras estos dos focos guerrilleros marchaban contra las inclemencias del sol, la lluvia y las alimañas, los estudiantes habían caminado unos quinientos kilómetros por la carretera principal que unía a Bucaramanga con Bogotá. A su regreso, habían sido ovacionados en la capital santandereana por 80 mil personas desde el aeropuerto Gómez Niño hasta la universidad. “Nunca se había visto algo así”, titularon los diarios de la ciudad. Para ciertos analistas, la marcha de los estudiantes de la UIS no fue más allá del furor y del esfuerzo de unos jóvenes poco acostumbrados a caminar largos recorridos. Una marcha que entró en la historia casi en el mismo instante en que salió de ella. Lo cierto fue que la caminata alcanzó un halo de solidaridad notable en las poblaciones por donde pasó, y se constituyó en símbolo del movimiento estudiantil colombiano. Cuatro años después, se le intentaría emular en una caminata que saldría desde la Universidad de Cartagena pasando por Bucaramanga hasta Bogotá. En Bosconia, departamento del Magdalena, la marcha fue detenida por la policía. En 1973, algo similar también se intentó por parte de los propios estudiantes de la UIS, en razón de la gran cantidad de expulsados en ese año, pero a última hora fue suspendida porque muy pocos concurrieron a la cita.

En las guerras civiles del siglo XIX y aun en los orígenes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y del Ejército de Liberación Nacional, las marchas habían sido un símbolo del éxodo y del sufrimiento para alcanzar un fin, pero nunca se había visto una marcha de estudiantes universitarios imbuidos de semejante compromiso por defender una causa que consideraban justa. Luego de ser despedidos con desfile y banda marcial en las puertas de la UIS, la columna de algo más de veinte estudiantes se internó por la vía transitable hacia Bogotá, sufriendo las inclemencias del clima, soportando penurias y desgarrándose los pies contra el áspero suelo de la cordillera Oriental. Hombres, mujeres y niños se apiñaban en los pueblos, en los costados de la vía, en los restaurantes, en

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las posadas y en todos los lugares donde era posible apreciar a los “Nuevos Comuneros del siglo XX”.

La prensa local y nacional había registrado paso a paso el acontecimiento: las ansiedades, las lágrimas, la entereza y todo aquello que fuera digno de contarse. Los estudiantes representaban el sufrimiento extremo de llevar adelante una consigna sin parar, sin rendirse ante las adversidades climáticas, sin subvertir la institucionalidad en un país salpicado de bandoleros, bandas armadas y grupos contraestatales. ¿Por qué tanto esfuerzo? ¿Para qué tanto martirio? Si Gandhi había realizado la Marcha de la Sal para liberar a la India del oprobioso colonialismo inglés, si Cuba había sido liberada luego del foco guerrillero en Sierra Leona hasta la toma de La Habana, y si Mao en su repliegue de la Larga Marcha terminó finalmente derrotando el ejército enemigo de la República China, por qué los estudiantes iban a ser inferiores a sus nobles propósitos: denunciar la caricatura del modelo educativo norteamericano en la UIS y en la universidad colombiana, alzar una voz por la desigualdad y la injusticia, solicitar la destitución del rector del alma máter por haber restringido los espacios académicos y de participación y reintegrar a los estudiantes expulsados por el conflicto universitario, días previos a la marcha. La prensa cubrió con un manto de heroísmo aquellas acciones. El registro día a día intentó crear un nuevo hito fundacional de la nación colombiana. Aún hoy la memoria de los protagonistas o de los testigos se resiste a olvidarla.

Ante los comunicados de la Asociación Universitaria de Santander (AUDESA) de entrar en huelga por serias diferencias con las directivas, el 21 de mayo de 1964 la prensa local de Bucaramanga publicó un llamado a los estudiantes de la Universidad Industrial de Santander con el fin de evitar la interrupción de las actividades académicas. El 23 del mismo mes, los estudiantes aparentemente llegaron a un principio de acuerdo con las directivas universitarias, que se dio a conocer en un comunicado expedido por el Comité Académico

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Estudiantil, mediante el cual reiteraban la intención de estudiar las propuestas presentadas por las directivas para levantar la huelga. Al día siguiente, la crisis pasó de gris a oscuro cuando fueron expulsados de la universidad los miembros del Consejo Estudiantil de AUDESA, entre ellos, Jaime Arenas Reyes, Leopoldo Montejo, Oscar Acevedo, Iván Calderón y Enrique Peña. Por si fuera poco, las directivas universitarias anunciaron formalizar un receso en las actividades académicas si el 27 de mayo no había asistencia normal a clases. Los estudiantes mantuvieron firme la decisión de huelga y condicionaron el regreso a clases a la renuncia del rector Juan Francisco Villarreal y del decano académico, además de exigir la plena autonomía para AUDESA, la eliminación de la injerencia política bipartidista en el claustro académico y el restablecimiento de las matrículas en las condiciones y valores existentes en 1963.

La petición de plena autonomía para AUDESA tenía como fin seguir manteniendo el control económico sobre la organización estudiantil. Semanas atrás, el rector Francisco Villarreal había dictado una serie de medidas administrativas con el firme propósito de que la asociación estudiantil no continuara administrando la cafetería de la universidad y las residencias estudiantiles. Para entonces, los universitarios ya tenían invadidas las dependencias donde funcionaban la rectoría y las unidades administrativas. El 28 de mayo las directivas universitarias expidieron una resolución en la que se comunicaba el cese de actividades académicas hasta el 30 de junio. Ese mismo día, los estudiantes ratificaron sus demandas en una rueda de prensa y aclararon el carácter “apolítico” del paro. Por intermedio de un comunicado, el 31 de mayo las alumnas de la Universidad Femenina de Santander expresaron su apoyo a los estudiantes de la UIS y solicitaron a las directivas el reintegro de los estudiantes expulsados.

El 8 de junio, tanto estudiantes como directivos no cedían en sus posiciones y el conflicto ya preocupaba al gobierno

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nacional. Entre tanto, estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia respaldaron la huelga de la UIS en la tradicional conmemoración del estudiante caído del 8 y 9 de junio con una silenciosa peregrinación hasta la tumba de los líderes sacrificados.

El quince de junio, los cuerpos de seguridad del Estado iniciaron pesquisas para identificar la víctima de la bomba que estalló la noche anterior, entre la carrera 20 con calle 35, diagonal al Club del Comercio de Bucaramanga, de la cual resultó como víctima fatal Reynaldo Arenas Martínez, estudiante de primer año de la UIS; otras bombas también fueron puestas en el Colombo Americano, el Palacio de Justicia y el Consulado de España. Desde las seis de la mañana del 17 de junio, diez estudiantes universitarios se declararon en huelga de hambre con motivo del desalojo universitario que realizaron más de doscientos efectivos de la fuerza pública, entre policía y ejército regular. La causa de los estudiantes fue respaldada por veinte mil personas de la ciudad de Bucaramanga en una marcha cívico-estudiantil que salió desde el parque Santander hasta el parque García Rovira, exigiendo la renuncia del rector y la desocupación del ejército de la UIS. En la enorme movilización participaron padres de familia, profesores y empleados. Los estudiantes de la Universidad Nacional reiteraron su apoyo a la huelga de los estudiantes de la UIS. La Federación Universitaria Nacional (FUN) expresó también solidaridad a la causa, de igual manera los estudiantes de la Universidad Tecnológica de Pereira prepararon un cese de actividades en respaldo a los estudiantes de la UIS.

El 19 de junio, cuatro estudiantes de los diez que participaban en la huelga de hambre presentaron graves síntomas a “causa del ayuno” que cumplía ya 84 horas. En otra gran manifestación, el 21 de junio siete mil personas asistieron al parque Centenario. Tres días después, un paro cívico organizado por el movimiento estudiantil colapsó en más de un ochenta por ciento el transporte público y privado

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y las actividades comerciales de la ciudad; la protesta finalizó con una concentración en el parque Centenario.

El 4 de julio, en el parque Santander, hubo otra gran concentración. Los asistentes escucharon las disertaciones de los universitarios Olga Forero, Leopoldo Montejo, Guillermo Guana, Julio César Cortés, presidente de la FUN, y Jaime Arenas, presidente de AUDESA. Allí fue anunciada la marcha a pie a Bogotá con el objetivo de protestar públicamente por la situación de la UIS, pedir audiencia con el presidente de la República e informar al país de lo que sucedía en el interior de la universidad.

El 7 de julio, a las siete de la mañana, 28 estudiantes fueron acompañados por una multitud hasta la salida de Bucaramanga. En el barrio Villabel un niño de unos ocho años se acercó con su alcancía a los caminantes y les entregó sus ahorros de un año. Situaciones muy similares se presentaron a lo largo del camino: soldados, conductores de vehículos y particulares entregaban colaboraciones en dinero, y no eran pocas las palabras de aliento de los campesinos y residentes de los pueblos por donde pasaban los estudiantes. Mientras tanto, en Bogotá, Jaime Arenas Reyes, en su calidad de presidente de AUDESA y como invitado de un consejo de rectores, exponía la situación del conflicto en la UIS. “La Marcha del Triunfo”, como así ya era denominada por la prensa, atravesó el caliente y áspero cañón del Chicamocha. Tratando de acortar el camino, por algunas horas un grupo de los marchantes se extravió. Reagrupados, los estudiantes llegaron a Aratoca donde recibieron una calurosa bienvenida. El 9 de julio llegaron a San Gil, a las diez de la mañana; dos concejales de la ciudad salieron a encontrarse con los caminantes en el sitio de La Unión, frente a Curití. En compañía de otras personas, jubilosos los estudiantes llegaron a la ciudad; después de una vuelta por las principales calles de San Gil, almorzaron en El Gallineral, donde recibieron la ovación de muchas personas apostadas en la vía. Llenos de optimismo porque

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sus peticiones serían escuchadas en Bogotá, los estudiantes continuaron la marcha hacia el Socorro.

En la entrada principal de la histórica población del departamento de Santander, los estudiantes vivieron emotivos momentos. Los socorranos creyeron que lo hecho por ellos era la repetición de la hazaña comunera. Un grupo de automóviles salió al encuentro de los estudiantes. Otro grupo de damas, nombradas madrinas, obsequió a cada uno de los caminantes una flor. Los estudiantes desfilaron por las principales calles del Socorro y fueron ovacionados por la población en el parque de La Independencia. Una tribuna con altoparlantes fue elevada en el mismo sitio para que los “Nuevos Comuneros del Siglo XX” le hablaran a la multitud. Antes de partir, los estudiantes colocaron ofrendas florales en los monumentos de José Antonio Galán y Manuela Beltrán.

El 10 de julio, los estudiantes caminaron 35 kilómetros entre Socorro y Oiba bajo “fuertes condiciones del terreno y del sol ardiente” que dominaron la mayor parte del trayecto. La caminata se detuvo por un fuerte aguacero. Sólo hasta las cuatro de la tarde, los estudiantes pudieron almorzar en el punto de Acapulco, a 12 kilómetros de Oiba. Los ciudadanos de este municipio dieron un caluroso recibimiento a los estudiantes. Era la cuarta noche de recorrido; los caminantes pernoctaron en este municipio.

El 12 de julio, los marchistas tomaron rumbo a Santana en dirección a Barbosa; ya completaban 217 kilómetros de recorrido. Esa noche durmieron en este municipio, donde se repitieron muestras de solidaridad y afecto. En el sitio de La Toloza, el agricultor Sérvulo Martínez, con lágrimas en los ojos, gritó a los estudiantes: “estamos con ustedes hasta la muerte”. Más adelante, un niño campesino, Humberto Reyes, partió su alcancía de barro y entregó sus ahorros al “jefe de la marcha”. Kilómetros antes de la llegada a Barbosa, salió un numeroso público a escoltar a los caminantes en una parte del

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trayecto y a entregarles regalos. Ya en el casco urbano, cerca de diez mil personas aclamaron a los caminantes como los “Comuneros Universitarios”. En la plaza principal de Barbosa, con música y pólvora, bellas madrinas hicieron entrega de ramos florales. Una avioneta sobrevoló la población lanzando hojas volantes que apoyaban la causa estudiantil. En la plaza fueron pronunciados cuatro discursos; la población ofreció un almuerzo a los caminantes y luego fueron alojados en distintas residencias. En esta jornada, la marcha sufrió algunas bajas: por orden del médico Ítalo Barragán fueron retirados tres estudiantes, debido a una afección en el tendón de Aquiles.

A las seis de la tarde del 13 de julio, los caminantes fueron recibidos en Arcabuco, departamento de Boyacá. Era la séptima jornada y aún quedaban 22 marchistas de los 28 que habían salido de Bucaramanga. En la plaza, los estudiantes pronunciaron discursos, además fueron recibidos por el Comandante de la policía de Boyacá, coronel Ruffo, en representación del gobernador de este departamento. Según informó AFP, en 317 kilómetros de marcha los estudiantes habían gastado 75 pares de medias, consumido dos bultos de panela, preparado 35 frascos para masajes y utilizado más de cuatrocientas curas.

Dos días después, la ciudad de Tunja brindó a los caminantes una apoteósica manifestación. Antes de recorrer el trayecto que separaba la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, fueron recibidos por madrinas. En la plaza los estudiantes fueron ovacionados por 25 mil personas en medio de estallidos de cohetes y el batir de pañuelos blancos como un homenaje a los denominados “Comuneros del siglo XX”. Los universitarios fueron conducidos por calle de honor hacia el salón de sesiones del Consejo Municipal, pues el cabildo había citado a una sesión extraordinaria. Los estudiantes fueron declarados huéspedes de honor de la ciudad.

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El 16 de julio, los estudiantes caminaron los 46 kilómetros que separaban a Tunja de Ventaquemada. El siguiente día, en medio de un intenso frío, recorrieron 36 kilómetros hasta Chocontá. Por disposición del médico de la marcha, había sido llevado de urgencias a la capital el estudiante Fabio Suárez: “facitis plantar izquierda y derecha” fue el parte médico. En esta población, los caminantes de la UIS se encontraron con un grupo de universitarios de la capital. Estos últimos propusieron unirse a los marchistas hasta Bogotá. Al llegar a Gachancipá, los caminantes no encontraron alojamiento ni comida, por lo cual decidieron proseguir su marcha hasta Zipaquirá, donde llegaron a las siete de la noche. El alcalde dijo a los marchistas: “nada tienen que hacer en Zipaquirá”. Tampoco les fue permitido a los pobladores ninguna clase de manifestación de solidaridad con los caminantes, orden que fue impartida directamente por el gobernador del departamento de Cundinamarca. El rector del Colegio La Salle proveyó alimentos a los marchistas y consiguió prestados los salones de la Normal, pero sin colchones ni cobijas. Según el parte médico, el intenso frío de la sabana había afectado de manera crítica el estado de salud de los estudiantes con permanentes hemorragias nasales y afecciones en los bronquios.

El 19 de julio, los universitarios recorrieron 48 kilómetros de Tocancipá hasta La Caro, y el 20 de julio llegaron al tercer puente de la autopista de Bogotá, a las cinco de la tarde, donde fueron recibidos por cientos de personas. Los caminantes armaron carpas y encendieron fogatas para pasar la última noche. El 21 de julio, portando la bandera verdiblanca de la UIS y la bandera tricolor nacional, los estudiantes se dirigieron a la Plaza de Bolívar. Cerca de 500 mil personas los ovacionaron a su paso por la calle 26 y la carrera séptima, recibiendo flores y confetis de la gente que emocionada batía pañuelos blancos. A las dos de la tarde, los marchistas llegaron al Monumento de los Libertadores. En medio de diez mil personas, descansaron un rato para llegar a las cinco de la tarde a la Plaza de

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Bolívar, donde fueron ovacionados por la multitud en las escaleras del Capitolio. Dieron inicio las intervenciones de los caminantes como de las delegaciones de los diversos sectores universitarios. Un grupo de universitarios fue conducido a la Comisión primera del Senado; allí, recibieron manifestaciones de apoyo. Otro grupo fue entrevistado por una comisión de la Cámara Baja. Hacia las ocho de la noche, los extenuados caminantes fueron conducidos a las residencias estudiantiles de la Universidad Nacional en donde permanecieron hasta su retorno a Bucaramanga.

El 25 de julio, ya repuestos de la larga caminata de 500 kilómetros, los estudiantes fueron recibidos en Bucaramanga por cerca de 80 mil personas. Un número aproximado de 20 mil se concentró en el Parque de los Niños. Una vez más hubo discursos alrededor del tema de la huelga, que cumplía ya dos meses. En los primeros días de agosto un grupo de profesores de la UIS advirtió en los medios sobre una posible renuncia masiva. Con el fin de presionar un acuerdo, hubo concentraciones de los universitarios en los parques de la ciudad; también fueron realizadas reuniones entre los diferentes sectores del alma máter y la administración. Entre el 25 y 31 de agosto, luego de largas conversaciones con instancias gubernamentales y asambleas estudiantiles, la huelga fue levantada. Los estudiantes se comprometieron a regresar a clases el primero de septiembre. Las condiciones del acuerdo incluyeron el reintegro de los estudiantes expulsados. Finalizó así la huelga sin la renuncia del rector de la UIS, Juan Francisco Villarreal.

Después de los casi quinientos kilómetros a pie entre Bucaramanga y Bogotá, los estudiantes habían quedado en el mismo punto del que partieron. El modelo educativo continuó su marcha, y con este una reforma académica en la que se había establecido, entre otras medidas, un promedio ponderado mínimo de 3.3 para asegurar la permanencia en la universidad. El rector Villarreal tampoco cumpliría con lo pactado dos años

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atrás, cuando los estudiantes se comprometieron a levantar una huelga ante la salida del rector Rodolfo Low Maus. Los puntos del acuerdo firmados entre Villarreal y los estudiantes en 1962 habían sido: reestructuración del Consejo Superior con el fin de otorgarle mayor participación a los representantes de AUDESA, mejoramiento de la calidad y eficiencia del profesorado, respeto a la libertad de cátedra y expresión (un principio misional promovido por Rodolfo Low Maus), gestión de la totalidad de los aportes gubernamentales para el buen funcionamiento de la universidad, reconocimiento de AUDESA como organismo representativo de los estudiantes, la no adopción de represalias contra profesores y estudiantes que habían participado en la huelga y reforma de los consejos de facultades y estatutos generales.

Si bien los estudiantes habían marchado por la carretera entre Bucaramanga y Bogotá, recibiendo muestras de solidaridad y apoyo y conociendo los problemas de la miseria y el abandono estatal de una parte del país, al final de la marcha se sintieron traicionados por el gobierno nacional, por los profesores y aun por la mayoría de estudiantes que demandaban el ingreso a clases. Algunos de los marchantes sintieron que las vías de la protesta estaban completamente agotadas y que no tenían otra opción que el camino de las armas. El desencanto era tan grande que el líder estudiantil Víctor Medina Morón precipitó su decisión de integrarse a las filas combatientes del ELN, en San Vicente de Chucurí. Más tarde, tomarían esta decisión Germán Sarmiento y Jaime Arenas Reyes, los líderes más visibles de la marcha. Este último, además de salir de la UIS por bajo rendimiento académico –el temible PFU–, muy pronto debería afrontar un Consejo de Guerra por sus nexos con el ELN.

El furor con el que ciertos estudiantes abrazaron las ideas de Marx y el bolchevismo en las guerrillas colombianas, no debe llevar a engaño: una cosa eran los campesinos que se unían a las guerrillas, combatientes experimentados en la guerra, y

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otra los estudiantes imbuidos de la tesis de la combinación de todas las formas de lucha. Puede que la totalidad de los 28 marchantes de la UIS hayan incluido en su peregrinar una visión crítica de la realidad colombiana, pero, seguramente, no la mayoría de los estudiantes. Las directivas y profesores de la universidad también fueron indiferentes a las demandas de los marchistas y sus aspiraciones de cambio de la sociedad. Los caminantes fueron conscientes de su papel en la historia del movimiento estudiantil colombiano, y sobre esa base movilizaron a la nación. La marcha terminó con el mismo programa y con la misma visión de un país que se alistaba para una nueva guerra.

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MARCHA SIN FIN

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Si la generación de los años sesenta marcó acentos en temas velados y alzó su voz contra la guerra de Vietnam, el imperialismo, la injusticia, la desigualdad

y la segregación racial, cabe preguntarse: ¿qué ocurrió con tantas palabras y acciones por estas causas sociales y políticas? Más en un momento como el actual en el que el mercado se autonomiza e incide en el nuevo significado histórico y político de los estados nacionales. Cómo no preguntarse por la punta de lanza de arengas, grafitos y voces de clamor de esta generación ante el porvenir incierto de millones y millones de habitantes.

Hoy se confirma que la creciente población mundial ya no es marginal sino excluida del llamado proceso de globalización; que el término ciudadanía ha traspasado los referentes locales hasta mudar en nuevos sentidos todavía en construcción, y que la escuela ya no cumple el fin socializante y formador de valores universales. La relación jerárquica maestro estudiante se cuestiona, también los procesos de enseñanza y comunicación de los saberes. Por qué no preguntarse por las proclamas contra la injusticia, la creciente desigualdad y el imperialismo de aquella época, cuando en estos momentos el enfrentamiento de pueblos y naciones no es sólo por el reconocimiento de derechos humanos sino culturales. ¿Acaso el capital financiero no controla la denominada integración económica mundial? ¿Si el planeta se enfrenta a un cambio ambiental de consecuencias devastadoras, acaso no es más

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importante pensar en una educación intersubjetiva que en una de sólo niveles técnicos?

Hoy la crisis social, ambiental y del sistema de trabajo demuestra que el socialismo real y el liberalismo no cumplieron con sus promesas. La creciente deuda externa de los llamados países periféricos del capitalismo, la pérdida del poder adquisitivo de los salarios, el aumento de la economía informal, subterránea o paralela, la polarización de los conflictos y la crisis de legitimidad de los partidos y actores de la política son otras aristas del estado social presente.

Ante la destrucción ambiental es imprescindible preguntarse: ¿cómo vivir en una república terrenal en la que se reconcilie un diálogo óntico entre el Estado y la sociedad planetaria?, ¿cómo promover un diálogo entre el logos y un nuevo pacto fundado en la sensibilidad (pathos) que reconozca las diferencias y los principios universales para la convivencia ética?, ¿cómo promover una educación para la finitud y la contingencia en lugar de una educación para un ser abstracto, universal e inexistente? Las certezas de un progreso indefinido en ascenso hacia mejor han colapsado. Intelectuales y estudiantes de todo el mundo en los años sesenta se movilizaron para denunciar las falacias estructurales del capitalismo. Otros se aferraron al socialismo para romper las ataduras del mercado, aunque sin cuestionar el aparato tecnológico ni la racionalidad instrumental del Estado que conduciría a la utopía comunista. Algunos rechazaron toda creencia, institucionalidad y forma burocrática de organización del poder. Pero lo cierto es que hubo un clamor de cambio porque las cosas o el estado de cosas no estaban bien. ¿Quiénes fueron estos marchantes? ¿Cuál fue el liderazgo de los universitarios en esa búsqueda por alcanzar una sociedad más justa e igualitaria? No hay que olvidar que los años sesenta fueron una revolución de la juventud. Luego de la etapa de prosperidad de posguerra, en la Europa de finales de los años sesenta ya era palpable

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el descontento económico; sin embargo, la agenda de los conflictos y demandas se dirigió a lo político.

En comunión con los postulados de la Escuela de Frankfurt, estudiantes de todo el mundo reaccionaron contra la cultura de masas y el consumismo que alienaba las conciencias de millones de persona; seres humanos que gravitaban en un estado de anomia, es decir, sometidos a un modelo de vida para el que no se tenía y aún no se tiene capacidad de respuesta.

El anhelo modernizador de los estudiantes promovió un espíritu de crítica y reclamos por una democratización universitaria. Lo paradójico era que tales demandas cuestionaban la deshumanización que traía consigo el positivismo de la ciencia y, sin embargo, las exigencias por la calidad académica situaban como vanguardia los discursos de las ciencias y tecnologías provenientes del mismo positivismo que tanto se criticaba. De este discurso, los estudiantes también extrajeron nociones de cientificidad, experimentación, progreso y crítica a la ortodoxia clerical. Todo para lograr una nueva articulación entre la universidad y la sociedad.

Si las voces de rebeldía, liderada por esta una juventud crítica y comprometida, reclamaron justicia por condiciones de explotación, desigualdad, ausencia de democracia y represión política en los estados nacionales, no es menos cierto que en algunos casos esta juventud pronto desbordó discursos y manifestaciones para llevarlos por un incontenible cauce de conflictos. En el lenguaje de ciertos analistas, dicho comportamiento se ha denominado la desviación foquista de un sector radical de la izquierda latinoamericana, el cual condujo a la militarización de las posturas ideológicas. Una actitud que también llevó al autoritarismo dentro de las organizaciones políticas y armadas, y a posiciones verticales, visiones ortodoxas y formulación de proyectos mesiánicos salvadores del mundo. La reconstrucción de los movimientos estudiantiles debe pasar por la recuperación de esta memoria,

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pero sobre todo ajustarse a una visión renovada para no caer en apologías o condenas.

Si la rebeldía estudiantil es tan vieja como la universidad, y ella es mejor que la inercia, que la voluntad de la nada, que la destrucción de las estructuras sociales sin promover sustituirlas por ningún estado definitivo, ¿acaso es demasiado tarde? Mersault, el protagonista en El Extranjero de Albert Camus, es un ser a quien ni siquiera le nace llorar en el entierro de su madre. Alguien que mataría sin un ápice de remordimiento o de reflexión moral sobre las consecuencias de este acto. Un ser que va todos los días al trabajo como podría ir a su dormitorio o a la cárcel. ¿Al final qué?, es la pregunta en esta obra de Camus. ¿Qué justifiquemos la ejecución de un ser a quien hasta la muerte le es indiferente?

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UN JOVEN REBELDE

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Mayo del 68 y su época fue una voz de protesta contra el moderno sistema-mundo. La generación de aquella época compartió ideales, formas de

consumo y prototipos. El joven rebelde mexicano de 1968 no se distanciaba mucho del colombiano, norteamericano o europeo. Nacido en la década de los cuarenta o un poco antes, en sus escuelas preparatorias tuvo los primeros contactos con la política y el marxismo. En la universidad se convirtió en defensor de la revolución cubana. Si en México leyó Escucha yanqui! o Los marxistas de C. Wright Mills, en Colombia devoró El Frente Unido, tal vez Voz Proletaria y sin duda el Manifiesto comunista de Marx y Engels (incluso ilustrado y explicado en caricatura al “alcance de todos, cultos e incultos, vivos y tontos”) y la cartilla para iniciados de Martha Harnecker. El inmenso anaquel de la eme de marxismo de las bibliotecas fue el más consultado por este joven rebelde. Cargó bajo el brazo un texto de Marx, Engels o Mao (Las cinco tesis filosóficas, Estrella roja sobre China). El que no sólo dio “cartilla” leyó uno que otro texto de Sartre, Marcuse (Eros y civilización, El hombre unidimensional) o Althusser (Ideología y aparatos ideológicos de Estado), de pronto Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis o un texto de Freud o Eric Fromm. Tal vez no estaba del todo de acuerdo con Camus y creyó ciegamente en las leyes de la tribu. Todo por un mundo nuevo en el que sólo unos cuantos cabalgarían sobre el lomo de la historia. Para este joven, el fin de la universidad no podía ser otro que el de masas. Leyó con pasión la vida del Che y de Trotsky; en Colombia, la vida

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de Camilo. El boom literario fue para él lo mejor que había pasado en siglos y todos se rebelaron contra la guerra de Vietnam: ¡Yanquis, go home!

El salón de clases fue para este joven rebelde un espacio de perfeccionamiento científico. Mientras las leyes de la dialéctica fueran un cuerpo de verdades para llegar siempre a “la posición correcta”, no tendría por qué rechazarse el positivismo de la ciencia. Los tableros y las tizas adquirieron un papel secundario si el fin era hacer la revolución para luchar contra el capitalismo y una masa anónima que sólo perseguía la gratificación. Si hoy la ciencia tiene el mismo significado para muchos jóvenes universitarios, la revolución, empero, es un pesado fardo de molestias y sin sentidos. Si en el pasado se premiaba una vida de compromiso social y entrega revolucionaria, hoy se premia el compromiso empresarial. Si los anaqueles de las bibliotecas de hoy tuvieran libros sobre la Nueva Era, cómo aprender a vivir en cinco pasos o cómo hacerse empresario en diez, tal vez serían los más consultados.

Para ciertos críticos, eran tantas las asambleas en aquellos años de fervor revolucionario que llegó un momento en el cual una se parecía a otra, al igual que una marcha a otra, y no fueron pocas las veces en que la universidad parecía un pueblo abandonado. La descripción de las asambleas en aquella época no escapa a la mordaz pluma de R. H. Moreno-Durán en un ensayo que lleva por título La memoria irreconciliable de los justos: la Universidad Nacional en la década de los sesenta. Contaba el escritor colombiano que estando él con otros amigos en una de estas asambleas en la Universidad Nacional, en qué apuros no se vieron para salir de un aula enfurecida porque no acataron las conclusiones del foro de Yenán, “un congreso Chino realizado cuando nadie en la universidad había nacido siquiera”.

Arengas, formas de consumo y hasta los temores alcanzaron un marco planetario de sentimientos compartidos. En

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Medellín, los líderes estudiantiles debían ocultarse porque los podían aniquilar como en Indonesia. En Bogotá, los jóvenes guardias rojos quemaban discos de Bach y Beethoven y las obras de Dante y Dostoievski. También hubo quien se casó por amor chino ante la foto de Mao. En una universidad norteamericana, los estudiantes se fueron a huelga porque en un programa académico debían leer a Descartes, David Hume, Kant y otros “idiotas burgueses”, en lugar de leer a Li Piao, el Che y “otros grandes e importantes filósofos”. En cierta universidad, los estudiantes de matemáticas redactaron una moción para repetir un curso cuantas veces se deseara. En otras, los profesores debían ser nombrados por los estudiantes o sólo podían ser evaluados por los profesores que ellos consideraran idóneos. Voces más cáusticas han explicado estos comportamientos estudiantiles como una auténtica comedia del absurdo. Si estas estrategias, tácticas y redefiniciones sociales podían crear una atmósfera eufórica –que hoy se pueden leer con humor–, también podían crear situaciones desagradables o peligrosas. En las protestas y posiciones no negociables de los estudiantes de aquella época entraron en juego valores tan importantes como el honor, el poder o la dignidad.

Si bien muchos de estos jóvenes buscaron trazar distancia con cualquier tradición intelectual vinculada al poder y la gramática, algunos de ellos fueron militantes autoritarios y evangelizadores en sus prácticas. No hay que olvidar que ante la creciente urbanización, una infancia de provincianos por primera vez hizo rupturas con la tradición. Para el ya citado R. H. Moreno-Durán, los comportamientos de aquella generación demostraron la honestidad con la cual llevaron sus ideas hasta las últimas consecuencias. Parafraseando una las ideas de este sarcástico escritor, ser joven e intelectual en esa época era ir en contra de la intolerancia y la hipocresía del medio, dejándose llevar por la insurgencia ciega que proclamaba una rabiosa insolencia contra todo lo que se odiaba. Otros analistas

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argumentan que dichos comportamientos sólo condujeron a un “diálogo” visible con la fuerza pública.

El joven rebelde de esta época también se tomaba la vida demasiado en serio. Esa es la imagen inicial que desata la trama de amor de una de las novelas más célebres de Milan Kundera, La Broma. El naufragio de la vida de Ludvik, el protagonista, empieza cuando envía en una postal una broma a su novia en un mundo que había perdido el sentido del humor; en una época que no era amante de la ironía, más en aquellos países sometidos por la bota militar soviética que sólo debían saber del optimismo histórico de la clase triunfante. “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotsky!”, escribió Ludvik a su amada Marketa y a partir de entonces la tragedia de su vida estuvo asociada a una broma cuando ella no dudó en denunciarlo.

Para quienes fuimos educados por contemporáneos de aquella generación, la novela del escritor no deja de ser reveladora. ¿Por qué unos jóvenes internados en las selvas del Magdalena Medio colombiano se ajusticiaron entre ellos por los ideales de una revolución que no conoció el perdón y la autocrítica? Este fue el caso de la historia del origen del ELN, registrada hoy así por las crónicas de la época. ¿Por qué un estudiante fue expulsado de la representación en el Consejo Superior Universitario, cuando una marcha estudiantil callejera lo encontró paseando en carro con su novia, pese a que este luego se criticó y hasta censuró por su comportamiento? ¿Por qué en más de una ocasión esta juventud rebelde se enfrentó, incluso a garrote o puños, cuando no habían acuerdos o consensos entre ellos? ¿Por qué algunas veces podía ser tan intolerante como las mismas estructuras de poder y sociedad privilegiada a la que cuestionaban? Jaime Arenas Reyes fue “ajusticiado” en una calle de Bogotá porque sus otrora compañeros del ELN lo consideraban un traidor y delator. En el trasfondo de las purgas y fusilamientos a los que sometió

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Fabio Vásquez Castaño a los líderes estudiantiles que abrasaron las armas, había una confrontación de ideas y criterios sobre la lucha que debía emprenderse: un foco revolucionario en las zonas rurales o una lucha en la arena política de las ciudades. Jaime Arenas y sus compañeros creyeron en esta segunda opción.

Pese a todo lo que podamos afirmar o negar del joven rebelde de aquella época, este conformó una generación crítica y comprometida. En su Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm nos recuerda que en los años sesenta los jóvenes eran la mayoría de la población mundial y que estos habían adquirido una propia autonomía. Para el historiador marxista británico, la revolución cultural planetaria de los años sesenta debe entenderse “como el triunfo del individuo sobre la sociedad o, mejor, como la ruptura de los hilos que hasta entonces había imbricado a los individuos en el tejido social”. Estos jóvenes se resistieron al consumo del mercado y, no obstante, impusieron sus propios consumos. Sus padres vivieron en los campos, pero ellos ya eran habitantes de la ciudad. Por eso cuando alcanzaron un título universitario fueron recibidos como héroes en sus casas, y muy pronto lograron alcanzar un lugar notable al lado de los políticos y los gerentes de la producción.

A poco más de cuarenta años de la rebelión juvenil de los años sesenta, no deja de ser paradójico que las previsiones de cierto analistas del Times y de columnistas de otros periódicos del mundo, en cierta manera, se hubiesen cumplido. La referencia es traída a colación por Jorge Volpi en su libro La imaginación y el poder, a propósito de la masacre estudiantil de Tlatelolco en México. Ya era hora –afirmaba el editor del Times en aquel año de 1968– de crear una demonología contra el estudiante rebelde y de señalarlo como fósil, destripado, ausentista y fiera ávida de sangre, pues “la mayor parte de ellos son brillantes intelectualmente y amables en el trato

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personal. Podrían hacer carreras muy bien remuneradas en el mundo que aspiran destruir”. En otras palabras, la movilidad social para este joven rebelde estaba asegurada.

Argumentaba R. H. Moreno-Durán, en un artículo titulado La frustración política de una generación: la universidad colombiana y la formación de un movimiento estudiantil, 1958-1967, que Camus fue quien tal vez entendió mejor el comportamiento del joven rebelde de los años sesenta. En dos de sus libros que dieron a luz en el mismo año de 1942, El extranjero y El mito de Sísifo, el escritor francés definió este comportamiento “como el impulso del hombre hacia lo eterno, y el carácter finito de su existencia”. ¿Qué pensaría hoy Camus de las guerrillas colombianas? Camus siempre sostuvo que estos jóvenes rebeldes al jugarse la vida por la tiranía, lejos de Dios, asumieron su condición, pero al mismo tiempo y de forma paradójica, en su propósito de buscar la libertad en el reino de la opresión, debieron enfrentarse al asesinato colectivo en el que terminan todas las revoluciones. Por estas afirmaciones de Camus, su ruptura con Sartre se precipitó. “El porvenir -había escrito Camus, según refiere R. H. Moreno– es la única trascendencia de los hombres sin Dios”, y en 1968, desde París, “las masas estudiantiles proclamaron no sólo el adiós a las ideologías sino también a la felicidad de una religión sin Dios y sin Estado”. Solo la verdad es revolucionaria, gritó la juventud rebelde en las calles y aulas, y esta arenga como otras (“lo personal es político”, “Nuestra esperanza sólo puede venir de los que no tienen esperanzas”, “Estudia, organízate y lucha”, “Ni amor, ni Dios. Dios soy yo”) dieron sentido al drama de esta misma juventud. “El absurdo de vivir entre una rebelión sin Dios y una revolución que asesina a sus hijos a nombre de la Historia”, reafirmó Moreno-Durán en el artículo ya citado. Una generación que actuó como si estuviera autorizada mediante un contrato a definir el pasado de los hombres y el futuro de su destino.

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Cuando estas proclamas alzaron vuelo por todo el planeta en 1968, dos años antes había muerto Camilo Torres y menos de un año atrás el Che Guevara. Para entonces nadie sospechaba del inminente descalabro del socialismo real de la Unión Soviética. ¿Qué piensan los protagonistas y espectadores de aquella generación y cómo ven a la de hoy? Algunos coinciden en mirar hacia atrás sin odios y sin rencores; otros prefieren olvidar. Como en La Broma de Kundera, Ludvik, a pesar de su trágica existencia, no mira con odio a quienes arruinaron su vida, porque “el odio produce una luz demasiado fuerte, en la que se pierde la plasticidad de los objetos”. Quienes lo acusaron no eran más que jóvenes que actuaban, reafirma la trama del libro de Kundera. Más adelante, acota: “La juventud es terrible: es un escenario por el cual calzados con altos coturnos y vistiendo los más diversos disfraces, los niños andan y pronuncian palabras aprendidas, que comprenden sólo a medias, pero a las que se entregan con fanatismo. Y la historia es terrible porque con frecuencia se convierte en un escenario para inmaduros; un escenario para el jovencito Nerón, un escenario para masas fanatizadas de niños, cuyas pasiones copiadas y cuyos papeles primitivos se convierten de repente en una realidad catastróficamente real”.

Estemos de acuerdo o no con el escritor checo, necesitamos de la memoria y la historia para la vida y la acción, pero jamás para encubrir. El argumento es de Nietzsche en su libro De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida. El joven rebelde de esta época debe ser visto como lo que fue, como cualquier otro de su tiempo. Ninguna generación tiene el derecho a erigirse en juez de otra. No se trata de ser magnánimos o protegerse en una falsa imparcialidad para hablar sin acentos duros, enfatiza Nietzsche. No obstante, cuando se buscan las causas, las explicaciones y hasta los impenetrables de una época, los seres humanos juegan a ser Dioses creyendo que tienen un derecho sobre el pasado; la idea de una felicidad salvadora cuando juzgan a quienes les precedieron.

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En los sueños, ideas y concepciones del joven rebelde de aquella época latía una dulce tentación que impulsaba a explicarlo todo por intermedio de un destello: el materialismo histórico. Hay pájaros a los que se ciega tempranamente para que canten mejor, decía Nietzsche. En consecuencia, afirmaban que los hombres de su tiempo no cantaban mejor que sus antepasados, pero que sí habían sido cegados muy tardíamente.

El joven rebelde de los años sesenta creyó tener un alto sentido de la historia, y como tal juzgó desplazando a Dios y a los seres humanos que no pensaban como él. Tal vez había una luz demasiado brillante, demasiado repentina, demasiado cambiante. La ceguera de la que habla Nietzsche cuando los seres son empujados a golpes de látigo a través de los milenios. La misma ceguera de la modernidad que refiere Marshall Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. Una modernidad que en un momento lanza a los hombres hacia una vorágine de aventuras, poder, alegría, y en otro a la desintegración, amenazando todo lo que creyeron ser. Contra esa idea de modernidad se rebeló una juventud y una generación.

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