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Capítulo 9 Una iglesia, ¿para qué? ué significa para usted, amable lector, la palabra «sacramen- to»? Como aficionado al baloncesto, cuando yo escucho di- cho vocablo primero que viene a mi mente es un equipo de la NBA: The Sacramento Kings (Los Reyes de Sacramento). De hecho, entre los adventistas esta palabra apenas se usa. En cambio, para el católico romano, «los sacramentos» es una expresión muy común, puesto que, según la teología católica, estos constituyen la «medicina principal de la Iglesia», la única capaz de brindar santificación a los hombres y edificación al cuerpo de Cristo. De acuerdo con el Concilio de Trento, que siguió la propuesta de Hugo de San Víctor, los sacra- mentos que imparten fuerza espiritual en la vida del creyente son siete: Bautismo, Confirmación, Santa Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Ordenación sacerdotal y Matrimonio. El Concilio, además, se aseguró de declarar anatema a cualquiera que manifestara algún tipo reticencia a estos sacramentos. Aunque los adventistas rechazamos que los sacramentos sean me- dios de gracia o de santificación, la realidad es que la palabra «sacra- mento» en sí misma es inocua. Proviene del vocablo latino sacramentum cuyo significado básico es "algo puesto aparte como sagrado". El pro- blema radica en, como hizo Agustín de Hipona, considerar el sacra- mento como «una señal visible de una gracia invisible», 1 o aceptar lo que dijo el papa Pablo VI el 3 de septiembre de 1965 en la encíclica Mysterium fidei (El misterio de la fe): «Nadie ignora, en efecto, que los sacramentos son acciones de Cristo, que los administra por medio de los hombres. Y así los sa- cramentos son santos por sí mismos y por la virtud de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en la almas». 2 ¿Q © Recursos Escuela Sabática

Libro complementario escuela sabatica 01/12/2012

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Capítulo 9

Una iglesia, ¿para qué?

ué significa para usted, amable lector, la palabra «sacramen-to»? Como aficionado al baloncesto, cuando yo escucho di-cho vocablo primero que viene a mi mente es un equipo de la NBA: The Sacramento Kings (Los Reyes de Sacramento). De

hecho, entre los adventistas esta palabra apenas se usa. En cambio, para el católico romano, «los sacramentos» es una expresión muy común, puesto que, según la teología católica, estos constituyen la «medicina principal de la Iglesia», la única capaz de brindar santificación a los hombres y edificación al cuerpo de Cristo. De acuerdo con el Concilio de Trento, que siguió la propuesta de Hugo de San Víctor, los sacra-mentos que imparten fuerza espiritual en la vida del creyente son siete: Bautismo, Confirmación, Santa Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Ordenación sacerdotal y Matrimonio. El Concilio, además, se aseguró de declarar anatema a cualquiera que manifestara algún tipo reticencia a estos sacramentos.

Aunque los adventistas rechazamos que los sacramentos sean me-dios de gracia o de santificación, la realidad es que la palabra «sacra-mento» en sí misma es inocua. Proviene del vocablo latino sacramentum cuyo significado básico es "algo puesto aparte como sagrado". El pro-blema radica en, como hizo Agustín de Hipona, considerar el sacra-mento como «una señal visible de una gracia invisible», 1 o aceptar lo que dijo el papa Pablo VI el 3 de septiembre de 1965 en la encíclica Mysterium fidei (El misterio de la fe):

«Nadie ignora, en efecto, que los sacramentos son acciones de Cristo, que los administra por medio de los hombres. Y así los sa-cramentos son santos por sí mismos y por la virtud de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en la almas». 2

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Para los adventistas solo hay dos sacramentos, es decir, dos ceremo-nias sagradas, mejor conocidas como ordenanzas o ritos, que fueron es-tablecidos por el Señor a fin de que desempeñaran un papel clave den-tro de nuestro crecimiento espiritual: el bautismo y la Cena del Señor. A estos dos pilares espirituales dedicaremos este capítulo.

El bautismo: inicio de una nueva creación La Biblia identifica la restauración de la relación del creyente con

Dios como un acontecimiento que da inicio a una nueva etapa en la vi-da de los seres humanos. Esta restauración no solo implica una simple mejora de la vida antigua, sino una renovación completa. A esto se refi-rió el apóstol Pablo cuando declaró: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas» (2 Corin-tios 5:17). Como esta nueva creación habría de ser visible para el mun-do, el mismo Jesús la vinculó simbólicamente con el bautismo, es decir, con el momento en que el creyente se apropiaba frente a los demás de la salvación que había recibido por gracia. Según nuestro Señor, esta nueva etapa espiritual se halla íntimamente vinculada con el nacimien-to de agua y del Espíritu (Juan 3:3, 5).

Cuando en la conversación con Nicodemo Jesús hizo mención tanto del agua como del Espíritu, probablemente evocaba los sucesos que ocurrieron durante el primer día de la semana de la creación. En Géne-sis 1:1 se hace mención del movimiento del Espíritu de Dios sobre las aguas. Los escritores antiguos consideraron esta declaración como una tipología de la obra que lleva a cabo el Espíritu de Dios en las aguas del bautismo. 3 De modo que el Espíritu que dio vida física al mundo (Job 33:4) es el mismo Espíritu que ahora opera en nosotros una nueva vida espiritual (Juan 6:63; 2 Corintios 3:6). La condición del mundo al inicio de la creación era sin forma y vacía, pero en la medida en que la Dei-dad iba ejecutando su voluntad, este planeta fue convirtiéndose en un lugar perfecto para el encuentro entre el Creador y su criatura. De igual modo, la vida del ser humano sin Cristo carece de forma y está vacía, pero al llevar a cabo la obra regeneradora en nuestros corazones, el Es-píritu de Dios se mueve en las aguas bautismales y da inicio a un pro-ceso que hará de nosotros templos de Dios en esta tierra y, finalmente, nos permitirá habitar en el futuro templo de Dios, el Edén restaurado (1 Corintios 3:16; 6:19; 2 Corintios 6:16). Al unirnos a Cristo por medio del rito bautismal, damos evidencia frente al mundo de que somos la casa

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donde habita el Espíritu de Dios. El profeta Ezequiel también hizo referencia a esta relación entre el

agua y el Espíritu en el proceso del nuevo nacimiento espiritual. He aquí la promesa: «Los rociaré con agua pura, y quedarán purificados. Los limpiaré de todas sus impurezas e idolatrías. Les daré un nuevo co-razón, y les infundiré un espíritu nuevo; les quitaré ese corazón de pie-dra que ahora tienen, y les pondré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en ustedes, y haré que sigan mis preceptos y obedezcan mis leyes» (Ezequiel 36:25-27, NVI). El lavamiento del cual habla el profeta constituye un símbolo de las «nuevas relaciones entre Jehová y su pue-blo. Es una alianza renovada, marcada por una ruptura previa con la impureza y la idolatría. Del lado de Jehová no está solo la iniciativa, sino que él también es el autor de la» purificación. 4

El apóstol Pablo sigue esta misma línea de pensamiento al escribir: «Él [Cristo] nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino conforme a su misericordia, por medio del lavamiento de la regeneración y la renovación por el Espíritu Santo» (Tito 3:5, LBA). Fí-jese que la salvación no solo es resultado del «lavamiento», es decir, del bautismo, sino que además debe producirse una renovación que es rea-lizada por el Espíritu Santo. El bautismo es un testimonio visible de que somos nuevas criaturas, pues nos hemos bautizado para «unirnos con Cristo Jesús» y al hacerlo comenzamos a disfrutar de «una nueva vida» (Romanos 6:3, 4, NVI). Elena G. White captó ese significado del bau-tismo cuando declaró: «Han sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Se han levantado del agua para vivir en novedad de vida, para vivir una nueva vida. Han nacido para Dios y están bajo la sanción y el poder de los tres Seres más santos del cielo» (Sermones escogidos, tomo 1, capítulo 39, p. 321, la cursiva es nuestra).

El bautismo: pertenecemos a Cristo Así como el rito bautismal marca el inicio de una nueva creación,

también es la celebración de nuestra entrada a la familia de Dios y de nuestra ruptura con el mundo. Somos bautizados «en Cristo» (Roma-nos 6:3), por tanto le pertenecemos, puesto que el poderío satánico ha sido derrotado en nosotros. Bien lo dijo Elena G. de White: «Cuando alguien es bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, estos tres grandes poderes se comprometen a obrar en su favor. El hombre, por su parte, al descender al agua, para ser sepultado imi-

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tando la muerte de Cristo, y levantarse en forma similar a su resurrec-ción, se compromete a adorar al Dios vivo y verdadero, a salir del mundo y mantenerse apartado, y a guardar la ley de Jehová» (Sermones escogidos, tomo 1, capítulo 34, p. 279).

Ser bautizado conlleva ser miembro de la familia divina. Este senti-do de pertenencia del bautizado queda evidenciado en esta declaración paulina: «Pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa» (Gálatas 3:27-29). Ser «bautizados en Cristo» equivale a «ser de Cristo». El bautismo, entonces, es la ceremo-nia de bienvenida a nuestra nueva familia, pues ya no somos «hijos de ira» (Efesios 2:3), sino que ahora somos «hijos de Dios» y, por lo tanto, «Jesús comparte su posición de Hijo con el bautizado». 5 Wilhelm Heitmüller está en lo cierto cuando declara que ser bautizados en el nombre de Cristo significa que ahora hemos sido traspasados al Señor. Mediante la ceremonia bautismal el bautizado pasa a «pertenecer, a ser propiedad de Jesús», 6 pues en ese momento de la fe «la adopción [del creyente en Cristo] es realizada». 7

Este cambio de propiedad queda evidenciado en el hecho de que al bautizarnos hemos sido revestidos de Cristo. Ser revestido de Cristo significa vivir una vida moldeada por el carácter de nuestro Señor. 8 Como bien lo expresa Roberto Badenas, esta imagen es muy apropiada para describir «la nueva vida en simbiosis con Cristo y en comunión con todos los creyentes». 9 La expresión "revestidos de Cristo" también evoca pasajes del Antiguo Testamento en los que el cambio de vesti-menta era un símbolo del cambio de carácter (Isaías 52:1). Al bautizar-nos nos vestimos de Cristo, puesto que en ese momento ponemos de manifiesto al mundo que Dios nos ha ataviado con «ropas de salva-ción» (Isaías 62:1, NVI). Ya vimos que la vestimenta de Cristo nos iden-tifica como soldados de su ejército. Por ello «el bautismo era la profe-sión pública, el sacramentum del soldado, el juramento de lealtad a Cris-to, la toma de posición por Cristo, la imagen simbólica del cambio obrado ya por fe». 10 Al ser bautizado y ser revestido por Cristo el cre-yente da testimonio de que está listo para pelear contra las fuerzas del mal con la armadura del Señor. 11

Es necesario que jamás olvidemos que el bautismo en sí mismo no es un baño en un halo de piedad. No es un rito que nos imputa santidad

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de forma automática. Mediante el acto bautismal el creyente testifica que vive bajo la autoridad y el control de Dios. Al ser bautizados en el nombre de Dios somos colocados en la esfera donde Cristo ejerce su hegemonía, pero ahora es necesario que el Espíritu Santo dé continui-dad y haga eficaz la obra que comenzó en nosotros. El bautismo es un testimonio público de que finalmente Dios ha levantado su altar en el santuario de nuestras almas y el poder del enemigo ha sido echado por tierra.

Hace poco Dios me concedió el privilegio de bautizar a mis tres hi-jos, Lizangelys, Hasel y Mariangelis, en la Iglesia Adventista Central de Miami. Cuando ellos entraron al bautisterio, y justo antes de sumergir-los en el agua, leí las palabras que Philip Henry, padre del famoso pre-dicador Matthew Henry, escribió para sus hijos y que se convirtieron en su voto bautismal:

«Recibo a Dios como mi fin principal y bien supremo. Recibo a Dios el Hijo como mi príncipe y Salvador. Recibo a Dios Espíritu Santo para que sea mi santificador, maestro, guía y consolador. Recibo la Palabra de Dios para que sea la regla de todas mis ac-ciones. Recibo al pueblo de Dios como mi pueblo. Por lo tanto, dedico y consagro al Señor todo lo que soy, todo lo que tengo y todo lo que hago. Todo esto lo hago deliberadamente, volunta-riamente y para siempre». 12

¿Cuándo volverán mis niños a renovar su compromiso con Dios? Le recomiendo que siga leyendo el resto del capítulo.

La Cena del Señor: somos un pueblo bendecido Aunque no es necesaria una repetición de nuestro voto bautismal a

menos que hayamos caído en apostasía abierta, Dios nos dejó la Cena del Señor como una ceremonia que testificaría la renovación constante de nuestra consagración a él. A principios de la era cristiana hubo un grave malentendido respecto al uso de los emblemas del pan y el vino en la Cena. Cuando los no cristianos escuchaban que el pan era el cuer-po de Cristo, y el vino, su sangre, tildaron a los cristianos de caníbales y muchos le dieron crédito al esperpento de que los cristianos comían y bebían carne y sangre humana. Ahora bien, ¿qué significado tiene para nosotros esta antigua ordenanza?

Poco antes de su muerte, Jesús ordenó a sus discípulos que celebra-ran la Cena del Señor de forma permanente hasta su segunda venida

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(Lucas 22:19-21; Mateo 26:26-29). Varias décadas después de la muerte de Cristo, el apóstol Pablo repitió las palabras de Cristo y agregó que había enseñado lo que él mismo había recibido como una instrucción directa del Señor (1 Corintios 11:23). En este sentido, el apóstol deja bien claro que al tomar parte activa en la Cena del Señor, estamos obe-deciendo un mandato explícito del Salvador. Elena G. de White hace mención de que en su tiempo la Cena del Señor se celebraba por lo me-nos cuatro veces al año (Primeros escritos, p. 303).

Hablando de la Cena del Señor, ella escribió lo siguiente el 25 de ju-nio de 1892:

«Qué extraordinario Lugar para superar las controversias y perdonar a los que nos han hecho daño. Este es el momento, para quien tiene algo contra su hermano, de aclararlo y arreglar toda diferencia. Hagamos que el perdón sea mutuo. No dejemos que ningún fuego extraño sea llevado ante el altar, y que quienes se congregan alrededor de la mesa de la comunión no acaricien nin-guna maldad u odio. Que encumbrados y humildes, ricos y po-bres, sabios e ignorantes se reúnan como quienes han sido com-prados con la sangre de Cristo» (Manuscript Releases, tomo 21, p. 119).

No he olvidado el momento cuando escuché por primera vez que habría una «santa cena» en mi iglesia local. Lo primero que no lograba comprender era que cenaríamos el sábado a las once de la mañana. Y mayor fue mi chasco al descubrir que no era el banquete que yo estaba esperando. Para mi sorpresa la «cena» fue bastante ligera: un poquito de pan sin levadura y un poquito de vino sin fermentar. ¡Tengo que confesar que no disfruté nada de aquella cena! Precisamente, por no conocer el significado y la importancia de esta ordenanza nos perde-mos el gozo de recordar la muerte de Jesús, renovar nuestro pacto con él y poner en evidencia nuestra fe de que muy pronto participaremos del banquete que nuestro Señor ofrecerá cuando lleguemos al cielo. Por tanto, la Cena encierra elementos que tienen que ver con nuestro pasa-do, nuestro presente y nuestro futuro. Pero, ¿qué significan el pan y el vino?

En la antigüedad, el pan y el vino solían ser símbolos de la aproba-ción divina. Cuando Melquisedec bendijo a Abram, el pan y el vino es-tuvieron presentes (ver Génesis 14:17-19). Cuando la gente tenía pan y vino consideraba que ya no le faltaba nada (Jueces 19:19). Con el objeti-vo de persuadir a Judá para que se rebelará contra Ezequías, el rey de

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Asiría le ofreció al pueblo llevarlo a una «tierra de grano y de vino, tie-rra de pan y viñas» (2 Reyes 18:32). Jeremías profetizó el momento en que los redimidos correrían tras los bienes del Señor, y los primeros que menciona son el «el pan y el vino» (Jeremías 31:11-13). Estos pasa-jes demuestran que el pan y el vino constituían ejemplos reales de ben-dición. Al participar de una comida especial, los judíos alababan a Dios por haber creado tanto el pan como la vid. 13

Cuando Jesús ofrece pan y vino a sus discípulos, está compartiendo con ellos su bendición. Al recibir dicha bendición, queda manifestada «cuán íntima es la unión entre el cristiano que participa de la Cena y Cristo». 14 Por ello, el que participa de la mesa del Señor ya no forma parte de la mesa de los demonios (1 Corintios 10:21). Pablo dice sin ningún tipo de ambages que la «copa de bendición» y el «pan que par-timos» durante la celebración de la Cena del Señor, nos pone en comu-nión con Cristo (1 Corintios 10:16). Al comer el pan y el vino estamos proclamando que nuestro pacto con Dios sigue vigente y que el rom-pimiento con nuestros antiguos «compañeros de mesa», es decir, los demonios, es definitivo.

Mediante los emblemas del pan y del vino, Jesús pone al alcance de todos la mayor bendición que podría recibir el ser humano: el don de la vida eterna. Esta bendición es mucho más grande que cualquier rique-za terrenal, puesto que nos asegura vivir para siempre (Juan 6:51). Por supuesto, no somos salvos por comer el pan o beber el vino, y no hay nada mágico en ellos. El pan y el vino que comemos no se transmutan literalmente en el cuerpo o la sangre de Cristo, como afirmó el Concilio de Trento al imponer el dogma de la transubstanciación. No hay gracia salvífica en estos elementos. Son símbolos, no la realidad. La gracia se encuentra en Cristo, y al ingerir el pan y el vino simplemente estamos dando testimonio de que nos apropiamos por fe de la gracia salvadora de Cristo.

Puesto que el pan y el vino representan el cuerpo y la sangre de Cristo, Elena G. de White consideró que la Cena del Señor constituye un «monumento conmemorativo de su muerte» (Review and Herald, 22 de junio de 1897), pues «es el medio por el cual ha de mantenerse fresco en nuestra mente el recuerdo de su gran obra en favor nuestro» (El Deseado de todas las gentes, capítulo 72, p. 624).

Como la Cena era un símbolo del pacto de Dios con su pueblo (Lu-cas 22:20), cada vez que la celebramos estamos ratificando nuestro pac-

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to con Cristo. ¿Por qué es necesaria la renovación del pacto? ¿Alguien habrá fallado? Pablo le dijo a Timoteo: «Si sufrimos, también reinare-mos con él; si lo negamos, él también nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo» (2 Timoteo 2:12, 13). Dios se mantiene leal al pacto. Quienes fallan somos nosotros; de ahí la necesidad de que, al comer el pan y beber el vino, testifiquemos que seguimos siendo parte del pueblo del pacto y que muy pronto par-ticiparemos en el banquete celestial que Cristo ofrecerá a todos aquellos que hayamos permanecido en él (Apocalipsis 19:9; cf. Mateo 26:29).

Dos columnas de nuestra fe y nuestro crecimiento A principios del siglo XX, Elena G. de White declaró: «Los ritos del

bautismo y la Cena del Señor son dos pilares monumentales [...]. Sobre estos ritos Cristo ha inscrito el nombre del verdadero Dios» (Manuscri-to 27, 1900). El bautismo y la Cena del Señor han de celebrarse diaria-mente si de verdad queremos avanzar en nuestro crecimiento en la vi-da cristiana. Pero usted se preguntará: ¿Cómo puedo ser bautizado dia-riamente y de igual modo celebrar la Cena del Señor? ¿De qué manera estas ordenanzas contribuyen a mi crecimiento espiritual hoy?

El bautismo de agua es un acontecimiento ocasional. Sin embargo, hemos de recibir diariamente el bautismo del Espíritu Santo (Hechos 1:5; 11:16). «Cada obrero debiera elevar su petición a Dios por el bau-tismo diario del Espíritu» (Los hechos de los apóstoles, capítulo 5, p. 39). De esta manera, la experiencia del nuevo nacimiento y de nuestra unión con Cristo se tornan reales todos los días de nuestras vidas. En la unción diaria del Espíritu Santo radica la garantía de que estamos reci-biendo «el crecimiento que da Dios» (Colosenses 2:19).

Puesto que cada miembro «recibe su crecimiento para ir edificándo-se en amor», resulta indispensable el «bautismo cotidiano del amor que en los días de los apóstoles los mantenía en común acuerdo. Este amor le dará salud al cuerpo, a la mente y al alma» (Testimonios para la iglesia, tomo 8, p. 203).

Y la Cena, ¿la celebraremos cada día? Mi respuesta comienza con dos preguntas: ¿Acaso solo somos bendecidos por Dios cuatro veces al año? ¿Renovaremos nuestro pacto cada vez que fallemos o únicamente lo haremos cuando se convoque la Santa Cena en la iglesia? ¡Por su-puesto que no! ¿Entonces cómo podremos celebrar la Cena cada día? He aquí una de mis declaraciones favoritas de la sierva de Dios:

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«A la muerte de Cristo debemos aun esta vida terrenal. El pan que comemos ha sido comprado por su cuerpo quebrantado. El agua que bebemos ha sido comprada por su sangre derramada. Nadie, santo, o pecador, come su alimento diario sin ser nutrido por el cuerpo y la sangre de Cristo. La cruz del Calvario está es-tampada en cada pan. Está reflejada en cada manantial. Todo esto enseñó Cristo al designar los emblemas de su gran sacrificio. La luz que resplandece del rito de la comunión realizado en el apo-sento alto hace sagradas las provisiones de nuestra vida diaria. La despensa familiar viene a ser como la mesa del Señor, y cada co-mida un sacramento» (El Deseado de todas tas gentes, capítulo 72, p. 630).

Si, día tras día recibimos el bautismo del Espíritu y damos gracias a Dios por la bendición que nos ha dado al comer nuestro pan diario, muy pronto llegaremos a «alcanzar la estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4:13).

Referencias 1 De la catequización de los rudos, 26. Citado por Justo L. González, Breve historia de las doctrinas cris-tianas (Nashville, Tennessee: Abingdon, 2007), p. 171. 2 Pablo VI, Encíclica "Mysterium fidei" sobre la doctrina y culto de la Sagrada Eucaristía, disponible en: http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/enqrdicals/documents/hf_p-vi_enc_03091965_ mysterium_sp.html, consultado en 4/6/12. 3 Everett Ferguson, «The Typology of Baptism in the Early Church», Restoration Quarterly, 8, n° 1 (1965), pp. 41-52. 4 Ganoune Diop, «El bautismo: Significado veterotestamentario y extrabíblico» en Teología y prácti-ca del bautismo. Estudios de Eclesiología Adventista, vol. III (Comité de Investigación Bíblica de la División Euroafricana, 2010), pp. 10, 11. 5 G. R. Beasley-Murray, «Baptism» en Dictionary of Paul and His Letters, Gerald F. Hawthorne, Ralph P. Martin y Daniel G. Reid, eds. (Downers Grove, Illinois: InterVarsity, 1993), p. 62. 6 Citado por Gerhard Barth, El bautismo en el tiempo del cristianismo primitivo (Salamanca: Sígueme, 1986), p. 55. 7 G. R. Beasley-Murray, Baptism in the New Testament (Grand Rapids, Michigan: Eerdmans, 1961), p. 151. 8 Charles B. Cousar, Reading Galatians, Philippians, and 1 Thessalonians. A Literary and Theologi-cal Commentary (Macon, Georgia: Smyth & Helwys, 2001), p. 67. 9 «El bautismo en las Epístolas de Pablo» en Teología y práctica del bautismo. Estudios de Eclesiolo-

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gía Adventista, vol. III (Comité de Investigación Bíblica de la División Euroafricana, 2010), p. 96. 10 Archibald Thomas Robertson, Imágenes verbales del Nuevo Testamento, t. 4 (Barcelona: CLIE, 1989), p. 404. 11 J. Louis Martyn, Galatians. A New Translation with Introduction and Commentary. The Anchor Yale Bible, vol. 33 (New Haven/Londres: Yale University, 2010), p. 376. 12 Citado por Charles R. Swindoll, Growing Deep in the Christian Life (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1995), pp. 363, 364. 13 Herbert Kiesler, «Los ritos: bautismo, lavamiento de pies y cena del Señor» en Teología: Funda-mentos bíblicos de nuestra fe, t. 6 (Doral, Florida: APIA, 2007), p. 68. 14 L. Cereaux, El cristiano en Pablo (Madrid: Desclée De Brouwer, 1965), p. 280.

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