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2014: Europa no termina de salir de la crisis económica más larga de suhistoria. La Unión Europea se hunde, sumida en un clima de profundoscambios políticos y creciente racismo. El antropólogo Allan Haddon está enAlemania dando una serie de conferencias cuando una joven negra llamadaRuth Keer le pide ayuda. Al parecer, su padre, antes de morir, le encargó asu hija adoptiva que enviara unos comprometedores papeles de laAhnenerbe, la agencia creada por Himmler para el estudio de la «herenciaancestral», a un famoso antropólogo del Vaticano. Pero tanto los papelescomo él han desaparecido.Allan y Ruth recorren el Viejo Continente para desenmascarar un acuerdosecreto que, además de ocultar un escandaloso secreto de la IglesiaCatólica, podría devolver a los nazis el control de Europa.

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Mario EscobarEl papa ario

Allan Haddon - 2

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Campo de concentración de Auschwitz, en el que se hicieron estudios médicos yantropológicos a prisioneros.

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Prólogo

Auschwitz, junio de 1943

Su cuerpo comenzó a templarse bajo el sol del verano. Sophie cerró los ojos ysuspiró al recordar Berlín y la villa que había sido su hogar los últimos años. Sutrabajo de enfermera en el Hospital Judío de Berlín los había mantenido a salvo alos tres durante un tiempo. Sus padres, Abraham y Lieschen, fueron apresados amediados de mayo y enviados a Auschwitz. Ella corrió la misma suerte cincodías después.

Apretó los párpados, dirigiendo su cara hacia el sol, y se pasó la lengua porlos labios al imaginar lo agradable que sería fumarse un cigarrillo. Sus piernas,antes esbeltas, estaban perdiendo su atractivo, y su cuerpo delgado se perdía en eltraje áspero y sucio de tela de saco. Sophie tocó instintivamente su cabeza, peroel contacto con el pelo corto la estremeció. Era afortunada al no tener un espejocerca. Prefería no verse, aunque el aspecto de sus compañeras no le dejabalugar a dudas sobre cuál debía ser el suyo.

Sophie miró a un lado y al otro e intentó cambiar de postura para relajar eldolor de sus piernas. Llevaban varias horas esperando frente al bloque 28, todossabían cuál era el uso que se daba a aquel tétrico lugar.

Uno de los capos les ordenó que pasaran al interior y el grupo comenzó adesfilar hasta la puerta. Dentro, varios hombres con batas blancas sobre susuniformes de las SS los esperaban. Los médicos les mandaron que se desnudarany Sophie notó el rubor que cubría sus mejillas cuando comenzó a quitarse la ropa.No era una niña, a sus treinta y tres años de edad sabía lo que era ser escrutadapor los ojos de un hombre, aunque este la despreciara por su condición de judía.

Cuando observó a los ciento cincuenta hombres y mujeres que teníaalrededor, se percató de un detalle aterrador. Todos y cada uno de ellos eranjóvenes, atractivos, con cuerpos bien formados. Nada que ver con los miles dedesgraciados que se hacinaban en los bloques o sencillamente vegetaban con lamirada perdida y los ojos muy abiertos. Un escalofrío recorrió la espaldadesnuda de Sophie y el vello se le erizó de inmediato. ¿Qué iban a hacerlesaquellos médicos?

Un hombre joven, alto, rubio y sonriente entró en la sala y saludó con

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amabilidad a los prisioneros. Debajo de su bata vestía un uniforme deHauptsturmführer de las SS y las dos calaveras de sus solapas brillaban bajo laluz fluorescente.

—Por favor, cooperen y no les sucederá nada. Se lo prometo. Queremoshacerles unas mediciones y luego los dejaremos tranquilos. Si se portan bien,recibirán una ración extra de comida —dijo el oficial con su cara infantil,mientras se mesaba la barba corta y rubia.

El ambiente se relajó al instante, el joven oficial extrajo algunos instrumentosmetálicos de un maletín negro y, con un gesto, indicó a una mujer que seaproximara. La prisionera dio un paso y se tapó instintivamente el pubis y lospechos, como si al escapar de la masa de cuerpos hubiera tomado conciencia desu desnudez. El oficial la miró con simpatía y comenzó a escrutar sus rasgos, laforma de su cuerpo y la apartó con cuidado hacia un lado. Poco a poco losprisioneros desfilaron delante de él. A algunos apenas les dedicaba una mirada yeran rechazados con desaprobación, otros eran examinados detenidamente,medidos y calibrados. Después leía el número marcado en el brazo del prisioneroy un ay udante lo apuntaba en un formulario.

Cuando Sophie vio que el oficial la señalaba, titubeó unos instantes antes deacercarse. El hombre la miró con detenimiento, pero con cierta frialdad.Después acercó su rostro al de ella. Sophie pudo oler el perfume del oficial ycuando este pronunció su número en alto, pegó un respingo y corrió hacia ellugar de los elegidos. Mientras observaba cómo los prisioneros que no habían sidoseleccionados salían del bloque, pensaba que había tenido suerte.

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Primera parte

Un hombre bueno

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1

Universidad Libre de Berlín, 20 de diciembre de 2014

La sala se transformó en el senado de Roma y Allan Haddon comenzó apasearse delante del centenar de estudiantes como lo habría hecho Julio Césarmás de dos mil años antes. La realidad virtual ay udaba a los alumnos a ponerseen situación, aunque las palabras del docente más joven de Oxford teníansuficiente interés por sí mismas.

El profesor caminó entre las sillas del auditorio mientras los estudiantes loseguían con la mirada. Todos lo conocían, se había convertido en poco tiempo enuna estrella de la antropología al publicar su famoso libro De gusanos y hombres.El libro había sido condenado por la Iglesia católica. Las posturas radicales deAllan convertían a los hombres en poco más que un montón de genes sin valor,igualándolos a los gusanos.

—La antropología ha logrado en poco tiempo desmontar las teorías históricasque colocaban al hombre en la cima de la vida biológica terrestre. Nosotrosestudiamos al ser humano de una forma holística. La historia tan solo se ocupabade una faceta meramente casuística. La antropología ha desvelado las grandesmentiras que la historia había mantenido durante siglos —expuso Allan alauditorio.

Un joven con indumentaria rapera levantó la mano y el profesor le dio lapalabra con un gesto de la cara.

—Profesor Haddon, ¿nos está diciendo que la historia es pura fantasía, peroque la antropología es la verdadera ciencia que estudia al hombre?

—Veo que lo ha captado. Cuando a mediados del siglo XVIII, Jorge LuisLeclerc, conde de Bufón, unió dos ramas aparentemente distintas, la historianatural y la historia cultural, el estudio del hombre cambió por completo. Hastaese momento habíamos sido la especie elegida y teológicamente éramos másparecidos a Dios que al chimpancé. Leclerc demostró a los sabios de su tiempoque el hombre era un animal más. Ahora hemos dado un paso hacia delante, elhombre es un virus mutado que está destruy endo el único planeta en el que sehan detectado formas de vida complejas.

Una chica rubia levantó la mano justo al lado del profesor y este, con dosrápidas zancadas, se puso delante.

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—Profesor Haddon, ¿la antropología no fue el instrumento utilizado por elcolonialismo para legitimar la esclavización de las culturas de África y Asia? ¿Nolo utilizaron los alemanes para justificar sus locuras raciales?

—Esos son los argumentos de los enemigos de la ciencia. La antropologíacontribuy ó, más que ninguna otra disciplina, al conocimiento del hombreprimitivo. La colonización de otras partes del mundo permitió conocer algunasfases primitivas de civilización y, gracias a los antropólogos, muchas de ellasquedaron registradas antes de su desaparición. A finales del siglo XIX se crearoninstituciones como el Bureau of American Ethnology y el Smithsonian Institute,que sentaron las bases de la antropología clásica, aunque no fue hasta los añossesenta del siglo XX cuando se empezó a desarrollar de verdad la antropologíasocial y cultural.

—Entonces, ¿los estudios de los años veinte y treinta no pueden considerarseantropológicos? —preguntó de nuevo la joven rubia.

Allan rodeó las sillas y se acercó a la muchacha mientras la realidad virtualde la presentación volvía a cambiar. De repente todos se encontraron en un viejotemplo egipcio.

—Los orígenes del hombre son muy antiguos y a principios del siglo XX huboantropólogos de gran renombre.

La voz de una chica de color interrumpió al profesor Haddon.—Hay decenas de antropólogos franceses, ingleses y americanos que

desarrollaron su trabajo en la primera mitad del siglo XX. Creo que es fácil caeren el tópico de los antropólogos racistas que se creen por encima de los indígenasque investigan.

Allan se acercó hasta la muchacha y se apoy ó en la mesa.—Gracias, señorita, aunque no necesitaba su ayuda. Yo conocí a uno de los

mejores antropólogos de todos los tiempos: Edward Evan Evans-Pritchard. Fueprofesor de mi madre y yo tuve la oportunidad de pasar mucho tiempo con él.La antropología es la ciencia más noble que existe.

—Estoy de acuerdo, aunque hay que reconocer que no le falta nipaternalismo ni prepotencia —contestó la chica negra.

El profesor se alejó de las sillas y regresó a la zona del atril. El escenario setransformó en una sala futurista.

—No sabemos qué nos deparará el destino, pero la antropología siemprecontribuirá al conocimiento del ser humano y, libres por fin de mitos, creencias yviejos cuentos de hadas, nos miraremos en el espejo del lago primigenio del cualsalimos.

La clase comenzó a aplaudir, el profesor Haddon apagó el ordenador y elaula volvió a su forma material. Después, mientras guardaba sus cosas, atendió avarias alumnas interesadas en estudiar en Oxford. El murmullo fue reduciéndosehasta que el aula se vació por completo. El profesor recogió el maletín y se

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dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ella casi choca de bruces con la chicanegra que había intervenido en la conferencia.

—Profesor Haddon…—¿Sí? —contestó levantando la vista.—El profesor Giorgio Rabelais ha desaparecido.

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Roma, 20 de diciembre de 2014

Levantó la cabeza y observó la habitación a oscuras. Logró murmurar una breveoración. No le quedaba mucho tiempo y todavía sentía que le faltaban muchascosas que arreglar antes de morir. La sola idea de desaparecer lo turbó por unosmomentos, después recuperó la calma y notó que el ejercicio de la oracióncomenzaba a relajarlo.

Un ruido lejano le aceleró el corazón. Los pasos se acercaban e intentó rezarmás rápido, como si terminar aquella corta plegaria pudiera retrasar su final odarle fuerzas para morir.

La puerta chirrió y un hombre corpulento entró en la habitación. Esta vez noiba solo. A su lado, una sombra pequeña se acercó a él y, en tono despectivo,comenzó a hablarle.

—Veo que no has olvidado la utilidad de la oración —comentósarcásticamente el hombrecito.

Se hizo un silencio y, durante unos segundos, su respiración entrecortadaparecía el único sonido que quedaba en el mundo.

—Espero que la meditación te haya hecho reflexionar sobre tu condiciónactual. No te conviene seguir mintiendo. La verdad es liberadora, ¿no es cierto?La verdad nos hace libres —dijo el hombre. Después se acercó y levantó,asiéndola por el pelo, la cabeza inclinada de su prisionero.

Los ojos de los dos se cruzaron unos instantes y la víctima pudo ver el temoren los ojos del verdugo. El hombre pequeño apartó la mirada y con un gesto secoordenó al gigante que actuara.

Los gritos comenzaron a crecer a medida que los golpes se sucedían sindescanso. El prisionero no habló, su dolor se parecía al de su maestro, clavado enuna cruz dos mil años antes, y al de miles de mártires de aquella Roma eterna,donde los hombres seguían naciendo y muriendo como siempre.

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Berlín, 20 de diciembre de 2014

—Hay algo decadente en esta ciudad que no deja de fascinarme —dijo Allanmientras descendía del taxi. Ruth Kerr lo miró y sonrió. La entrada del hoteldonde se alojaba no era gran cosa y aquel barrio del antiguo Berlín del Esteparecía un montón de basura que alguien se había olvidado de recoger.

—¿Usted cree?—Por favor, no me hables de usted. Eso está bien para las clases y las

conferencias —dijo Allan exhibiendo sus perfectos dientes blancos.Ruth lo observó detenidamente. Era guapo, elegante y sofisticado, y eso la

inquietaba. Su amigo común, Giorgio Rabelais, le había asegurado que AllanHaddon era, además de un experto en antropología de las religiones, el hombreque podía protegerla y ayudarla en caso de necesidad, pero lo que parecía elprofesor era un gentleman que en algún momento intentaría llevársela a la cama.

—No hacía falta que me acompañaras hasta el hotel —dijo Ruth pasandodelante de aquel hombre en la puerta giratoria.

—Es muy tarde, nuestra charla en la cafetería se ha alargado demasiado. Nopodía dejar que una señorita se fuera a casa sola. Te acompañaré hasta la puertade la habitación y después me iré.

Ruth se parecía demasiado a esas veinteañeras que dejaban bien claro desdeel principio que no necesitaban a los hombres para nada, pero que corrían haciaellos aterrorizadas en cuanto las cosas comenzaban a complicarse. Sus ojosnegros, su piel caramelo y su pelo rizado lo atraían. No le llamaban la atenciónlas mujeres con rasgos occidentales, le parecían demasiado previsibles. En susviajes a África, América y Asia había descubierto la increíble fuerza que seocultaba detrás de todas aquellas mujeres oprimidas.

Caminaron por el pasillo en silencio, como si fueran una pareja aburrida queya no tiene nada que decirse. Cuando llegaron a la puerta, Ruth abrió con sutarjeta y después extendió su mano a Allan.

—Muchas gracias.—No hay de qué. Mañana nos vemos en la universidad. Mi agenda para los

dos próximos días es apretada, pero tendré un par de horas libres.—Gracias de nuevo, profesor Haddon.

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—Allan.—Perdona, Allan.La joven entró en la habitación a oscuras y él se dio media vuelta, caminando

con paso rápido hacia el ascensor. Se sentía un poco decepcionado, por uninstante se le pasó por la cabeza que la joven lo invitaría a entrar, pero nosiempre conseguía seducir a todas las mujeres.

Justo cuando apretaba el botón del ascensor, un grito lo hizo pararse en seco.Se giró para comprobar de dónde venía el ruido y se lanzó a la carrera. Era delcuarto de Ruth, estaba seguro.

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Toledo, 20 de diciembre de 2014

La hermosa catedral estaba iluminada por los potentes focos exteriores, perocuando Pedro atravesó la puerta del palacio episcopal, las luces se apagaron derepente. La escalera estaba casi a oscuras. Ascendió a paso ligero, con la sotanaremangada y la cabeza en otra cosa. No le gustaba su jefe. Monseñor Yagüe, susuperior, era el primado de España, pero sobre todo era un tipo implacable.

Pedro atravesó el pasillo y se dirigió hasta el dormitorio del arzobispo. Llamóa la puerta y entró sin esperar contestación. La gigantesca cama con dosel yrecubierta de terciopelo rojo estaba vacía. Monseñor se encontraba sentado trassu escritorio. Tenía el ordenador conectado y en sus gafas redondas se reflejabael brillo de la pantalla. El arzobispo no parecía el típico príncipe de la Iglesia. Eradelgado, con ojos pequeños, brillantes y azules. Su frente despejada y su brevebigote atenuaban lo aniñado de su cara. No era normal que los miembros de laIglesia de Roma llevaran barba o bigote, pero él no era un religioso corriente.

—Reverendísimo señor arzobispo —dijo Pedro besando el anillo de susuperior.

—¿Por qué se ha retrasado tanto? Llevo más de una hora esperándolo —contestó el arzobispo, apagando el monitor.

—Lo lamento, pero quería venir con noticias frescas.—¿Y bien…? —dijo, apremiando al cura.—Se ha confirmado la desaparición de Giorgio Rabelais, como si se lo

hubiera tragado la tierra.—No puede ser. Es uno de nuestros mejores antropólogos del Vaticano, el

profesor católico más prestigioso del mundo. ¿Qué dice la policía de Roma?—No pueden comenzar la búsqueda hasta pasada una semana. El profesor

Rabelais es un hombre adulto y puede ausentarse cuando quiera sin darexplicaciones —dijo Pedro, entregando el informe de la policía.

—Pero su cuarto en el Instituto Romano del Hombre estaba revuelto y habíarestos de sangre, según pone en este informe —dijo el arzobispo.

—La policía lo está valorando, pero tienen un protocolo de actuación quehay …

El arzobispo farfulló una queja y después miró a su interlocutor. Aquel jovenera eficiente y tenaz, pero él exigía el máximo de sus colaboradores.

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—Hay que convocar a los Hijos de la Luz. Por favor, encárgate de todo.—Sí, reverendísimo señor arzobispo.—La reunión tiene que ser mañana mismo, el lugar y la hora ya los conoces.

Te puedes retirar.El joven sacerdote dejó la estancia y se dirigió a su habitación. Notó que la

tensión de la reunión lo había dejado agotado. No se acostumbraba a tratar con elarzobispo. La angustia y el temor eran demasiado fuertes. Recordó a su madre yse preguntó si aquellas Navidades podría ir a ver a su familia a Burgos. Las cosasse estaban complicando. Los miembros de los Hijos de la Luz se reunían dosveces al año, aquella reunión urgente podía complicar extraordinariamente lascosas. Tenía que ponerse manos a la obra, y rápido. Si quería que doce de laspersonas más ocupadas de la Iglesia pudieran estar allí al día siguiente, debíaconvocarlas con urgencia.

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Berlín, 20 de diciembre de 2014

Allan corrió hasta la habitación. Los gritos de Ruth eran cada vez más fuertes.Cruzó el umbral y pudo ver por sí mismo el motivo de la preocupación de lajoven. La cama estaba destrozada; el colchón, rasgado; el escritorio, revuelto y elgran espejo de la pared, hecho añicos. La mujer lo abrazó y él intentó valorar lasituación mientras la rodeaba con sus brazos.

—Tranquila, Ruth, seguramente habrán sido unos vándalos. Berlín y muchasciudades de Europa siguen teniendo altas cotas de pobreza, digan lo que digan.Son frecuentes los robos en los hoteles.

—No, han sido los mismos que mataron a Giorgio.—Giorgio no está muerto, únicamente ha desaparecido. Será mejor que

dejemos las cosas como están, vente a mi hotel esta noche y mañanallamaremos a la policía.

—Pero ¿cómo voy a dejar todas mis cosas?—Es mejor que no toques nada. La policía querrá analizar las huellas y

buscar pruebas.—No sé lo que buscan, Giorgio tiene lo que me dio mi abuelo. Ni siquiera lo

abrí. Se lo entregué tal y como me lo dio él.—Será mejor que nos marchemos. Estaremos más seguros en mi hotel.Allan sacó a Ruth de la habitación, pidió un taxi en recepción y cruzaron la

ciudad desierta. En muchas aceras los sin techo se calentaban con hogueras.Europa todavía sufría los últimos coletazos de la crisis. En algunas zonas, el parohabía llegado al cuarenta por ciento y se habían llegado a ver colas para labeneficencia en las principales capitales del continente. La repatriaciónobligatoria de cientos de miles de inmigrantes no había logrado reducir lapobreza, en muchas zonas la violencia se había desatado y el ejército habíatenido que intervenir. Desde hacía unos meses, la economía comenzaba a darsignos de recuperación, pero a mucha gente no le quedaban fuerzas para seguiradelante.

El hotel de Allan, iluminado, destacaba en medio de las calles oscuras. En lapuerta, dos guardias de seguridad custodiaban el paso. Allan tuvo que presentar ladocumentación europea de Ruth, su aspecto no estaba bien visto en muchos de loscírculos exclusivos de la alta sociedad. Allan quiso pedir una habitación para ella,

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pero Ruth insistió en quedarse en la del profesor, ya que era suficientementeamplia para los dos y prefería saber que él estaba cerca.

Mientras ella se daba una ducha, Allan encendió la televisión y comenzó aver un documental de historia.—Muchas gracias, Allan. No sé qué hubiera hecho sin ti —dijo Ruth después desalir del baño. La chaqueta del pijama del profesor le quedaba enorme, pero leconfería un aspecto de lo más atractivo.

—No te preocupes por nada. Giorgio te encomendó a mí.—¿Cómo os conocisteis? No os parecéis…—La verdad es que somos muy diferentes. Él es profundamente creyente,

yo un escéptico; él es apasionado y altruista, yo me considero práctico. Laamistad es imprevisible —dijo Allan acomodándose en el sillón de la habitación.

—Puedes dormir aquí si quieres. La cama es enorme —dijo Ruth dando unaspalmaditas al colchón.

—Estaré bien en el sillón —dijo Allan.—Como quieras, pero tal vez debería dormir yo en el sillón.—Mis compañeras de la universidad me llaman machista, pero no lo puedo

evitar. Yo lo llamo galantería.Los dos se rieron y Ruth apagó la luz.—Buenas noches.—Que descanses, Ruth, mañana nos espera un día muy largo.El silencio de la habitación no pudo acallar los pensamientos del profesor.

Giorgio Rabelais era el tipo de hombre que se mete en líos por ayudar a suprój imo. Lo había visto en acción en Guatemala, la India y los barrios pobres deParís, pero no entendía por qué lo había elegido a él. Su compromiso con laantropología era claro: observar, teorizar, pero nunca intervenir. El hombre eraalgo demasiado complejo para intentar cambiarlo. Abrió los ojos y observó lapaz que desprendía la cara de Ruth. Al día siguiente la metería en un avión rumboa Barcelona y recuperaría su ritmo de vida habitual, pensaba mientras el sueñocomenzaba a invadirlo.

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Viena, 21 de diciembre de 2014

El murmullo fue apagándose mientras el candidato ascendía al estrado. La cenahabía sido un éxito. Un centenar de los hombres más ricos e influyentes deEuropa se sentaban en aquella sala del hotel Hilton. Alexandre von Humboldt seapoyó en la tribuna y miró por unos instantes al público.

—Señoras y señores, les agradezco su asistencia a la gala benéficaorganizada por el PGE, el Partido Global Europeo. La crisis económica del 2008aún se deja sentir en muchas familias de nuestra amada Europa. Después de seisaños de dificultades, nuestro estimado continente comienza a recuperar su fuerza.China y Japón se han convertido, junto a los países árabes, en el motoreconómico del mundo, pero nosotros todavía tenemos algo que decir ante el retoglobal de erradicar la pobreza y el hambre —dijo el político con voz suave. Susojos azules centelleaban bajo la luz de los focos.

El público parecía extasiado mientras observaba el rostro atractivo delcandidato. Aquel hombre había logrado lo que nadie creía posible: estabaconsiguiendo sacar a Alemania de la crisis, había renovado el ParlamentoEuropeo, había logrado que se aprobara una constitución y finalmente, sepresentaba a las primeras elecciones a la presidencia de los Estados Unidos deEuropa.

—Los europeos hemos creado el mundo tal y como es. Nosotros extendimosel conocimiento científico, el desarrollo, la cultura y una tradición ancestral queha permitido al planeta convertirse en lo que es. Puede que los países asiáticosahora tengan más dinero que nosotros, pero nosotros seguimos teniendo másgenialidad. Ellos nos imitan porque ven en nosotros un genio, un halo que ellosnunca tendrán. Los europeos no somos un pueblo de esclavos, somos un pueblode hombres libres. Cuando los germanos y el resto de tribus ocuparon el ImperioRomano de Occidente estaban uniendo al poder imperial latino la fuerza de lacomunidad de hombres libres germana. Alemania va a salir de la crisisfortalecida, aunque muchos de nuestros ciudadanos hayan sufrido penurias. Laoposición ha criticado nuestra política de repatriaciones de los últimos años.Medio millón de turcos han tenido que abandonar Alemania. Tan solo los mejoradaptados han podido quedarse. Pero lo mismo ha sucedido en Francia, ReinoUnido, Italia o España. No había recursos para todos, la pobreza crecía de día en

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día, ¿qué podíamos hacer? ¿Ver cómo nuestros hijos morían de hambre? Es ciertoque otros continentes han padecido también la crisis. Cinco millones de africanoshan muerto de hambre en los últimos cinco años, junto a dos millones delatinoamericanos, tres millones de hindúes y la lista podría continuar. Nuestrasoraciones son para todos ellos y sus familias.

Un murmullo de aprobación se extendió entre los comensales. Algunas de lasmujeres, vestidas de gala y con valiosas joyas, se emocionaron con las palabrasdel político.

—Esta cena ha sido organizada para recaudar fondos para las organizacionesbenéficas católicas que están haciendo un gran trabajo en nuestra amada Europa.Dentro de unas semanas se celebrarán las elecciones para elegir el primergobierno europeo. Hace más de cincuenta años formamos un mercado común,durante veinte años sentamos las bases de las instituciones para crear una Europaunida, pero ahora es el momento de que esa unión se complete con la formaciónde un gran Estado multinacional. Un Estado con muchas lenguas oficiales, condecenas de tradiciones y sensibilidades, pero donde el hecho de ser europeo noshonra. El presidente de los Estados Unidos de América nos ha mandado unmensaje de apoy o, los gobiernos de todo el mundo han felicitado al nuevo Estadoque surgirá de las urnas. Muchos son también los que se oponen, pequeñosintereses egoístas, que sabremos identificar y reducir a su mínima expresión. Porfavor, levantemos nuestras copas por Europa —dijo el candidato alzando un vasoque le había acercado uno de los camareros.

—¡Por Europa! —contestó la multitud puesta en pie.

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Roma, 21 de diciembre de 2014

Los cardenales dejaron el gran salón y dos de ellos, Rossi y Holmes, se dirigierona la gran basílica. En los últimos años los turistas se habían reducidonotablemente, lo que había afectado a las arcas vaticanas, pero el número deperegrinos crecía cada vez más. La desazón y la pobreza habían hecho quemucha gente volcara sus esperanzas en la fe, aunque también eran frecuentes losasaltos a iglesias. Numerosas voces acusaban a la santa institución de nocompartir sus riquezas con los pobres, y solo se fijaban en sus suntuosos edificiosy el oropel de sus celebraciones. No entendían que, pese a eso, la Iglesia era lamay or institución benéfica del mundo.

—Es paradójico que, cuando todo el mundo creía que la Iglesia terminaríapor extinguirse en Europa, los templos estén ahora abarrotados de fieles, surjandecenas de miles de vocaciones, y los hombres y las mujeres vuelven al redil —dijo el cardenal Rossi.

—Sin embargo, tenemos problemas. Las demás religiones también hanaumentado su influencia y hay disturbios anticlericales en España, Francia eincluso aquí, en la misma Roma —contestó el cardenal Holmes.

—Pequeños inconvenientes, pero Dios ha devuelto su poder a la Iglesia.Europa ha reconocido sus pecados: soberbia, lujuria y avaricia —enumeró.

—Sí, cardenal Rossi, pero esperemos que la recuperación económica no noshaga perder influencia.

—El nuevo papa es el hombre más carismático del siglo XXI. Desde JuanPablo II no teníamos un hombre tan… capaz. Aunque sigue la línea conservadorade las últimas décadas.

—No olvidemos que la lucha continúa entre el papa y la Unión Europea. Elgobierno del nuevo estado debería estar aquí, y no en Berlín. De nuevo Romasería el centro del poder político y religioso —dijo el cardenal Holmes.

—Pero eso es un asunto menor, simbólico. El estado que se formará essecular, pero nuestro peso en Europa sigue creciendo. Nadie lo hubiera pensadohace cuatro o cinco años, pero los caminos de Dios son inescrutables. Además, elcandidato favorito se ha declarado católico y admirador del papa. Algunoshablan de un futuro acuerdo entre el nuevo Estado y el Vaticano que nos serámuy favorable.

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—Alexandre von Humboldt es un buen hombre y nos ay udará a recuperar elpoder perdido —dijo el cardenal Holmes.

—Eso es lo que esperamos.—Pío XIII y Humboldt conseguirán ellos solos lo que la Iglesia lleva

intentado desde hace décadas.El cardenal Rossi hizo un gesto a su compañero para que bajara el tono de voz.

Los dos cardenales se separaron y Holmes salió a la plaza. La multitudparecía más pobre que la de hacía una década, y aún podía verse ladesesperación en sus miradas. El cardenal los observó con cierta compasión,pero a las ovejas había que guiarlas. Ellas solas no podían ir a ninguna parte ysolo la Iglesia sabía el camino.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

Dos grandes bolsas grisáceas destacaban bajo los ojos negros de Ruth. Llevaba lamisma ropa que el día anterior y, a pesar de haberse duchado, no había podidomaquillarse. Se miró de nuevo en el espejo del hotel y sintió que el corazón se leaceleraba. La habían seguido hasta Berlín, conocían todos sus pasos.Seguramente la estaban vigilando cuando viajó a Roma, la vieron entregar supaquete a Giorgio y ahora buscaban algo más, pero ella no tenía nada.

—Ruth, ¿estás bien? —dijo Allan desde el otro lado de la puerta.—Sí, y a salgo.Allan se puso a pensar en lo que le había contado la chica el día anterior: para

ella, no había sido fácil quedarse huérfana con once años, criarse con su abuelo ysaber que era una niña adoptada. Su abuelo, Thomas Kerr, era un sencilloempresario de Barcelona. A pesar de su origen alemán, se había adaptado muybien a España. A ella la había educado como a una española, aunque habíaestudiado en el colegio alemán y conocía el idioma a la perfección. Su abuelonunca hablaba de su país, tampoco de Olga, su mujer fallecida antes de que ellanaciera. Thomas Kerr nunca hacía referencias al pasado. Ruth le habíaconfesado que nunca le había gustado su aspecto. Quería ser como sus padres,rubia, esbelta, con grandes ojos azules. En el colegio alemán había sufrido eldesprecio de muchos compañeros, pero el cariño de su familia siempre habíasido su refugio.

—Ya era hora —dijo Allan, con gesto hosco. No quería que la lástima quesentía por la chica lo influyera más de la cuenta—. Tengo varios asuntos quetratar.

—Pues será mejor que los arregles. Ya has hecho mucho por mí. Iré al hotel,meteré mis cosas en una maleta y me marcharé lejos de aquí —dijo ellafrunciendo el ceño.

—Lo siento. No quería ser tan brusco. Te acompañaré al hotel y después yaveremos.

—No hace falta. Mira, ya tengo veintiún años. Mi familia me ha dejado unaconsiderable fortuna. Pasaré una temporada en los Estados Unidos hasta que lascosas se calmen. Sea quien sea el que me busca, se cansará cuando sepa que nosé nada y que no tengo nada que darle —dijo Ruth. Había angustia en su voz.

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—Iremos al hotel, llamaremos a la policía y el resto y a se verá.Allan le sonrió. Pensó en las cosas que tenía que hacer. En lo que deseaba

pasar unos días en la ciudad vagabundeando como un turista más. En Oxford eltrabajo era abrumador, sus clases estaban a rebosar y era muy difícil encontrarun hueco para sí mismo. Miró a la joven, pensó en su amigo Rabelais y sintió unescalofrío. Aquello estaba tomando un cariz muy serio y él no era un héroe depelícula.

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Roma, 21 de diciembre de 2014

¿Por qué lo habían sacado fuera? Llevaba una semana encerrado en aquel sótanohúmedo y apestoso, creía que nunca más vería la luz del sol. Forzó la vista y pudocontemplar el jardín de la villa. Al fondo se veían las montañas. No estaba enRoma, aunque seguramente se encontraba cerca.

—¿Ves como cumplimos nuestras promesas? Te has portado bien y nosotrosqueremos compensarte —dijo el hombre pequeño.

Apenas escuchó las palabras. Intentaba observar la vida que lo rodeaba. Labelleza anestesiaba sus huesos dislocados, los músculos doloridos y la sensaciónde asfixia que le producían las costillas rotas.

—Dinos lo que queremos saber y te meteremos en un avión paraSuramérica. No volveremos a verte, no te molestaremos.

El hombre levantó la cabeza con dificultad. Sabía que todo aquello formabaparte de un juego. No podía esperarle otro destino que la muerte. Si hablaba, todosería más rápido. No temía a la muerte. Sabía que en un abrir y cerrar de ojos severía cara a cara con su maestro Jesucristo.

—No agotes nuestra paciencia —dijo el hombre pequeño, cambiando el tonode voz.

La piel del prisionero se erizó por el frescor matutino. Se sentía tan vivo.Intentó mentir, pero no pudo.

—Allan Haddon lo tiene. Es el hombre al que deben buscar —dijo con la vozentrecortada. Se sintió como el apóstol Pedro la noche que negó a Jesús, pero erala única forma de romper los lazos que lo ataban a la vida.

—Gracias —dijo, sonriente, el hombre pequeño. Miró al gigante y le hizo unligero gesto.

El verdugo sacó una pistola y apuntó directamente a la cabeza de su víctima.El hombre sintió el metal frío en la sien, pero ya estaba muy lejos de allí,murmurando una oración, justo antes de atravesar las puertas del Paraíso.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

La habitación estaba tal y como la habían dejado la noche anterior. Los intrusosno se habían limitado a revolverla, la habían destrozado. Las cortinas, el colchón,las sábanas y todo el mobiliario estaban dañados. Allan entró en el cuartointentando no pisar nada. Los cristales del suelo cruj ieron y se paró en seco.

—Creo que es mejor que esperemos a la policía. El recepcionista aseguróque estarían aquí en cuestión de minutos —dijo Ruth desde el umbral.

—Confío en la policía alemana, pero pueden retener pruebas durante meses.Solo quiero echar un vistazo —dijo Allan, poniéndose unos guantes de látex.

El hombre examinó los papeles que había en el suelo, abrió los armarios ymiró la maleta de Ruth, pero no vio nada sospechoso o llamativo. Después seacercó a la mesa. Los cajones estaban abiertos. Un taco de folios y un bolígrafopermanecían en la mesa.

—Bueno, yo no veo nada —dijo Allan mientras se quitaba los guantes.—Lo que me dejó mi abuelo se lo di a Giorgio.Allan tomó uno de los folios y un bolígrafo.—Tengo que irme, pero te apunto mi teléfono y dirección —dijo,

entregándole una tarjeta.—Gracias —contestó, decepcionada, la chica.—Escríbeme aquí tus datos, si descubro algo de Giorgio te informaré de

inmediato. Puede que esté de viaje, a veces desaparece sin más —dijo Allanintentando ser amable.

Ruth entró en la habitación, se apoyó en la mesa para escribir su dirección yteléfono, y después se lo entregó a Allan.

—Ten, muchas gracias por todo.—Gracias a ti —dijo Allan intentando no mirar a la joven a los ojos. Después

se dirigió a la puerta.Pensó en alguna frase de despedida, pero lo único que se le ocurrió fue hacer

un gesto con la barbilla y escapar de la vida de Ruth Kerr para siempre.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

Afortunadamente había varios taxis en la entrada. Se acercó al primero y entró.Un hombre gordo y rubio le gruñó algo en alemán.

—Por favor, lléveme a la Universidad Libre de Berlín —dijo el profesor.Hacía calor en el vehículo, y decidió quitarse el abrigo. Mientras sacaba los

brazos, el papel con los datos de Ruth se cayó al suelo del automóvil.Allan se hundió en el asiento e intentó observar la ciudad nevada. El manto

blanco le hizo pensar en las nevadas de su infancia, en su familia, y en su madre,María, en su vida dedicada a su único hijo, y en la dolorosa renuncia a su carrerade antropóloga. La alumna más estimada de Edward Evan Evans-Pritchard, elmejor antropólogo social de todos los tiempos.

Su vida en Oxford le había permitido ser el niño mimado del All Souls Collegey uno más de los hijos de Evans-Pritchard. Él fue como el padre que nuncaconoció, desaparecido en la selva de Guatemala hacía y a cuarenta años.

Allan observó la figura redondeada de la biblioteca de la universidad y pensóque se parecía demasiado a un globo medio desinflado.

—Por favor, déjeme en la puerta principal —dijo Allan haciendo un gestocon la mano.

El coche se paró frente a la entrada y Allan se apeó. Caminó despaciomientras se colocaba el abrigo. Justo cuando estaba a punto de abrir la puerta,escuchó una voz agitada detrás de él. Cuando se giró, pudo observar la orondafigura del taxista que se acercaba hacia él con un papel en la mano. La luzatravesaba la hoja y las letras de Ruth parecían arañadas en el papel. Entonces lovio, fue un segundo, pero vislumbró un símbolo vagamente conocido, unapequeña marca de agua que se traslucía en el papel.

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Biblioteca de la Universidad Libre de Berlín.

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Roma, 21 de diciembre de 2014

El cardenal camarlengo Angelo Ruini caminaba de un lado a otro de lahabitación murmurando algo entre dientes. La semana previa a la Navidad sehabía convertido en una verdadera pesadilla. El recién nombrado papa seenfrentaba a su primer acto litúrgico de importancia y las cosas en el Vaticanoandaban revueltas. Pío XIII era el segundo papa alemán de los últimos diez años.En realidad era austriaco, pero para el caso, era lo mismo. Benedicto XVI habíafortalecido a una Iglesia en claro retroceso en casi todos los frentes y su sucesorcomenzaba a gozar de las mieles de una institución que recuperaba terreno einfluencia. Se habían logrado controlar los casos de pederastia, los descaradosacuerdos con dictaduras o la patente indiferencia de la Iglesia ante la muerte y lapobreza que había producido el capitalismo salvaje del primer decenio del sigloXXI.

El camarlengo miró la hora en su reloj de oro y resopló. Se acercó a laventana y contempló la plaza de San Pedro. Los peregrinos se contaban pormillares y el día 25 serían cientos de miles los que asistirían a los serviciosreligiosos. Aquel era el peor momento para que desapareciera un miembro delpersonal. La policía había comenzado a hacer preguntas. Aquella pequeña crisisla debían resolver los servicios secretos vaticanos.

Giorgio Rabelais era un tipo inquieto. Había sido miembro de los legionariosde Cristo, pero tras su salida del grupo se había hecho jesuita. Era una verdaderapesadilla para el Vaticano. Sus descubrimientos antropológicos escandalizaban alos buenos católicos pero, aun así, Rabelais era parte de la Iglesia y uno de sushombres más valiosos. Su desaparición levantaría una gran polvareda en el peormomento de todos. Justo cuando el papa tenía que pasar su primer examen anteel mundo.

La puerta se abrió y entró una monja vestida con un hábito sencillo. A pesardel tocado y el color gris ceniza del uniforme, la mujer era francamenteatractiva. El camarlengo la observó con cierta antipatía. La hermana María erala primera mujer que entraba en los servicios secretos vaticanos. Las cosasestaban cambiando muy lentamente en la curia, aunque demasiado rápido paraél.

—Excelencia —dijo la mujer besando la mano del cardenal camarlengo.

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—Hermana, ¿por qué ha tardado tanto? Sabe que la puntualidad es una de lasarmas de las que se sirve Dios para recordar a los hombres que son mortales —dijo el camarlengo con gesto hosco.

—El tráfico romano no sirve a los designios de Dios. La crisis no logróterminar con los coches y las motos italianas.

—Bueno, será mejor que nos centremos en su misión —dijo, sentándose ensu silla.

La mujer miró la cara regordeta del camarlengo y sus ojos pequeños decolor azulado. Tras la grasa todavía podían contemplarse sus rasgos milaneses yla fría arrogancia de su origen noble. La hermana María se sentó e intentóolvidarse de su orgullo, un pecado persistente contra el cual aún luchaba.

—Giorgio Rabelais ha desaparecido. La policía está haciendo muchaspreguntas y el papa me ha pedido que se resuelva el caso lo antes posible. Antesde la misa del gallo debe encontrar al antropólogo, ya sea vivo o muerto.

—¿Insinúa que está muerto? —preguntó la hermana María.—No, Dios no lo quiera. Seguramente estará perdido en una expedición no

autorizada en la selva o en el Tíbet, me es indiferente, pero debe aparecer cuantoantes.

—¿Tiene alguna pista sobre su paradero?—Lo único que sabemos es que en los últimos años ha estado investigando en

Crimea y el Tíbet. Por cierto, uno de sus doctorandos, el padre Woolf, tampocoaparece. A partir de este momento tiene licencia ilimitada para actuar hasta el 31de diciembre —dijo el camarlengo.

—Muchas gracias, excelencia.La mujer se levantó, besó la mano del cardenal camarlengo y se encaminó

hacia la puerta. Una idea no dejaba de dar vueltas en su cabeza. Aquella sencillamisión apestaba. Giorgio Rabelais era el hijo cainita de la Iglesia y hasta elobispo más liberal se alegraría de que desapareciera. ¿Por qué tanto interés porencontrarlo? Se temía que le hubieran encomendado esa misión por ser másturbia de lo que el camarlengo quería admitir. Si algo salía mal, no tenían másque echarle la culpa a ella, la única mujer espía del Vaticano.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

Cuando Ruth recibió la llamada de Allan, no se lo podía creer. El prestigiosoprofesor de antropología le había dejado claro apenas unas horas antes que noquería involucrarse en la desaparición de su colega, pero algo había sucedido yahora ella se dirigía en un taxi a la biblioteca de la Universidad Libre de Berlín.

La nieve comenzaba a cuajar en los parques del campus y la hilera deárboles huesudos se retorcía al paso del vehículo. Cuando apareció la figura deledificio de la biblioteca, Ruth se estremeció. Llevaba muchas horas sin dormir,inquieta por lo sucedido en el hotel, pero lo que realmente le preocupaba era loque pudieran descubrir.

El coche se detuvo frente a la entrada y la joven se apeó. Un frío húmedo lecaló los huesos y aceleró el paso hasta el edificio. No se veía a muchosestudiantes, la mayoría no acudía a la universidad en aquellas fechas próximas ala Navidad.

Ruth abrió la puerta y las formas redondeadas de su interior la sorprendieronmás que su exterior. El suelo gris azulado estaba marcado por un inmenso escudoen blanco. Unas pasarelas blancas que asemejaban las formas de un inmensotobogán estaban repletas de estanterías y libros. El techo acristalado creaba unaatmósfera parecida a la que debió vivir Jonás dentro del gran monstruo marinoque se lo tragó.

Ruth caminó por el inmenso edificio intentando encontrar al profesor Haddon,pero fue él quien la encontró a ella.

—Ruth, venga —la apremió el profesor con un tono demasiado alto para unabiblioteca pública.

La chica lo miró sobresaltada y caminó hasta una de las mesas. Allan parecíaalguien totalmente distinto. Su rostro indiferente y su actitud malhumorada habíancambiado por completo. La miraba con una sonrisa y sus ojos expresaban unaemoción que no había visto hasta ahora.

—¿Le dice algo el nombre de Ahnenerbe? —preguntó él antes de que ellallegara hasta la mesa.

—¿Ahnenerbe? —repitió ella con un gesto de confusión. Sabía alemán, peroaquella palabra parecía serle totalmente desconocida.

—¿Nunca escuchó a su abuelo hablar de la Ahnenerbe? Tal vez vio este

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símbolo en algún sitio —dijo Allan señalando un grabado en uno de losvolúmenes que tenía sobre la mesa.

Ruth miró atentamente la hoja. El emblema era muy sencillo, parecía undibujo hecho por un niño. Una espada rodeada por una especie de nudo yencerrada en un círculo en el que había unos signos extraños.

—Me suena vagamente —dijo la chica.—El nombre de la Ahnenerbe se encontraba como marca de agua en el

papel en el que apuntó su teléfono. ¿De quién era ese papel?—Lo tomé de casa, mi abuelo siempre tenía papeles por todas partes, esas

cuartillas estaban en su estudio.—Ve estas letras… son runas. El emblema pertenecía a la Ahnenerbe —dijo

Allan emocionado.—Pero ¿qué es la Ahnenerbe? —preguntó, impaciente, Ruth.—Fue una de las instituciones creadas por Himmler, el director de las SS —

contestó Allan.—¿Una organización nazi? —Ruth parecía realmente asombrada.—La Comunidad para la Investigación y la Enseñanza sobre la Herencia

Ancestral. Ese era su nombre oficial.—¿Mi abuelo era un nazi?

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Viena, 21 de diciembre de 2014

El estrado se levantaba tres metros sobre la plaza del ayuntamiento. Alexandrevon Humboldt era austriaco de nacimiento y se sentía orgulloso de comenzar allíla campaña oficial por la presidencia de la Unión de Estados Federales Europeos.El nuevo Estado que comenzaba a dar sus primeros pasos era todavía unaamalgama de reinos, repúblicas y otras administraciones pequeñas. Había variosreyes coronados y decenas de idiomas distintos, pero Europa no podía permitirsevivir otros cincuenta años sin dar el paso definitivo y convertirse en el segundoestado más grande y poblado del mundo, solo superado por la República PopularChina.

Alexandre miró a la multitud desde el estrado y levantó las manos para que elrumor fuera disipándose, dando lugar a un silencio expectante.

—Ciudadanos de Europa, hoy es un día histórico. Durante siglos los habitantesde este continente se han matado unos a otros. Nuestro pasado es como un eternocampo de batalla, donde las civilizaciones más avanzadas se peleaban paradividirse el mundo. Ahora es el momento de unir a Europa bajo una bandera, ungobierno y una sola voz —dijo el candidato a la multitud. El público comenzó aaplaudir y la plaza se llenó de murmullos de nuevo.

El acto estaba trasmitiéndose en directo a todo el planeta. Alexandre era elfavorito según las encuestas, la izquierda estaba dividida y todo el mundo lo dabaa él por ganador.

—Somos un pueblo cuyos lazos culturales son variados, pero todos venimosdel tronco común del cristianismo. La Iglesia católica ha emprendido un procesode unificación con algunas de las iglesias separadas. Su ejemplo de unidad nosanima a crear un Estado fuerte que apoye a los Estados Unidos en su luchacontra el terrorismo y el avance del islam.

El público volvió a explotar de emoción. La crisis económica, los atentadosterroristas y el problema de la inmigración habían sido las principalespreocupaciones de los europeos en los últimos años. Muchos querían un Gobiernofuerte que lidiara con los grandes problemas, aunque fuera dejando de ladoalgunos de los principios básicos de la cultura occidental como la solidaridad, latolerancia y el pluralismo.

—Cuando los europeos nos levantemos y lideremos el mundo, el orden, la paz

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y el progreso volverán a ser los tres grandes cimientos sobre los queconstruy amos un nuevo orden internacional.

Alexandre saludó a la muchedumbre y dejó el estrado rápidamente. Estabaamenazado por varias organizaciones terroristas y cada día dormía en una ciudaddiferente. Cuando bajó las escalinatas y corrió con sus guardaespaldas al cocheblindado, observó la pequeña manifestación en su contra organizada porecologistas y algunas asociaciones cívicas. Dentro de unas semanas tomaría elpoder y barrería toda esa escoria izquierdista de Europa, pensaba mientras seacomodaba en los asientos de piel del coche.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

—Nunca había escuchado ese nombre —dijo Ruth mientras se sentaba junto aAllan.

—Es normal, fue una organización especializada que se encargó de realizarvarios estudios técnicos que en la mayoría de los casos pasaron desapercibidos —dijo el profesor, apretando un botón del teclado.

—¿Eran nazis al servicio de Hitler? —preguntó la chica en voz baja.—Pertenecían a las SS y estaban bajo las órdenes de uno de los lugartenientes

de Hitler, Himmler. La misión de la Ahnenerbe era indagar en los orígenes de laraza aria, pero también estudiaba fenómenos esotéricos. Es bien sabido que losnazis organizaron búsquedas de las reliquias más apreciadas del mundo —dijoAllan mientras pasaba por la pantalla información sobre algunas de lasexpediciones de la organización.

—¿Eran científicos? —preguntó Ruth, extrañada.—La may oría de ellos sí, pero su ideología nazi estaba por encima, aunque a

algunos lo único que les interesaba era medrar rápidamente. El desarrollo de laorganización fue muy rápido, llegó a reunir unos cuarenta y tres departamentos.Algunos estaban dedicados a las cosas más extravagantes que puedas imaginar:el yoga, el zen, doctrinas esotéricas o ciencias paranormales —dijo Allan,mientras imprimía algunas de las imágenes y documentos.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con mi abuelo? Él nunca mostró una ideologíade extrema derecha. Sabía que había luchado en la Segunda Guerra Mundial,como todos los alemanes de su edad, pero no puedo creer que perteneciera a lasSS —dijo Ruth mirando los papeles.

—Nunca llegamos a conocer a alguien del todo. Puede que renegara de supasado —dijo el profesor guardando los documentos.

—¿Y si todo fuera más simple?: mi abuelo guardó algo importante de esaorganización y quería que Giorgio lo estudiara, pero alguien no quiere que salga ala luz.

—Hay varias cosas que no están claras. ¿Por qué tu abuelo tardó tantos añosen desvelar lo que sabía? ¿No te parece extraño que esperara al día de su muertepara entregarte el paquete, aunque te pidiera que no lo abrieras?

—Tal vez…

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Ruth miró hacia otro lado e intentó tragar saliva.—Tenemos que marcharnos —dijo Allan.—¿Adónde?—Tengo un amigo en el Museo Judío de Berlín, él nos puede echar una mano.—¿Cómo? —pregunto ella, siguiendo a toda prisa los pasos del profesor.—Es uno de los pocos judíos berlineses que sobrevivió a la matanza y ha

dedicado toda su vida a investigar sobre el nazismo…—Pero ¿qué edad tiene? —preguntó Ruth.—Tiene ochenta y siete años, pero se conserva en buena forma. Pasa la

mayor parte del día en el museo. Él y otros miembros de la comunidadconsiguieron reabrirlo en 1999. Desde entonces, está más tiempo allí que en sucasa.

Los dos salieron del edificio y caminaron sobre la nieve hasta la parada delautobús. Esperaron unos minutos hasta que el moderno transporte amarilloapareció entre los árboles. Cuando subieron al vehículo, no se percataron de queun coche se ponía en marcha y los seguía a corta distancia.

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Toledo, 21 de diciembre de 2014

El arzobispo entró en el salón y saludó a los doce miembros que habían acudido asu llamada. Algunos llevaban todo el día viajando desde los puntos más remotosdel planeta: Norteamérica, Argentina, Sudáfrica y diferentes países de Europa.Cuando el arzobispo se sentó, el cardenal Scott hizo un gesto y comenzó a hablar.

—¿Por qué nos has convocado con tanta urgencia? Nuestra próxima reuniónestaba prevista para el 2 de enero. ¿Qué es eso tan importante que tenías quetratar?

—Se ha producido una crisis. Sabéis que nuestra misión consiste en proteger ala Iglesia de sus enemigos, y un nuevo peligro nos acecha —dijo el arzobispo.

Un obispo sudafricano se echó para adelante y señaló con el dedo alarzobispo.

—Las cosas no pueden continuar así. Nosotros hemos apoy ado la elección dePío XIII, pero otra cosa muy distinta es que el papa apoye abiertamente a unpolítico. No se veía algo igual desde la época de Carlomagno, solo falta que locorone en Roma. ¡Creía que el papa era más independiente!

—El papa quiere paz y orden, eso es todo. La alianza con el PGE es tan solocircunstancial, nuestros asuntos trascienden lo terrenal —dijo el arzobispo.

—No entiendo por qué es tan importante la desaparición de ese antropólogorevolucionario. ¿Cómo se llama? —comentó otro de los reunidos.

El arzobispo mantuvo un corto silencio, se apoy ó contra el respaldo de su sillay comenzó a hablar lentamente:

—Giorgio Rabelais. Es un miembro de la Iglesia y ha desaparecido. Alparecer, poseía una información de vital importancia

—Pero el Vaticano se encargará de enviar a alguien para que investigue —dijo el cardenal Scott.

—Ya ha salido hacia Alemania, es la hermana María —dijo el arzobispo—.Esa es al menos la información que nos han facilitado.

—Entonces, ¿qué más podemos hacer?—Estimado cardenal, debemos recuperar esa información antes que los

servicios secretos vaticanos. Pío XIII parece un poco reacio a escuchar nuestrosbuenos consejos. Debemos averiguar antes que los servicios secretos quéesconde ese Rabelais.

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—Entiendo. ¿A quién enviaremos nosotros? —preguntó el obispo de Sudáfrica.—Tiene que ser el mejor —dijo el cardenal Scott.—Llevamos unos días vigilando al profesor Allan Haddon y a Ruth Kerr, pero

hoy mismo se unirá al equipo Marcelo Ivanov.—¿El Ruso? ¿Cree qué puede controlar a ese hombre? Ya sabe lo que pasó en

2008 en Austria con el candidato de la extrema derecha. Le ordenamos que lofrenara y no se le ocurrió otra cosa que provocar un accidente —dijo el cardenalScott.

—Pero nadie sospechó de los Hijos de la Luz. Contamos con más dedoscientos años de existencia y seguimos en el más absoluto anonimato, creo queeso demuestra que actuamos con prudencia —dijo el arzobispo. Respiró hondo ycomenzó a recordar la historia de la orden secreta—. Cuando Napoleón creó lalogia en 1804, sabía que era la única manera de perpetuar sus ideas liberales. Enmuchas ocasiones perdimos el control de la Iglesia, pero logramos que secelebraran dos concilios generales, apoy amos la Teología de la Liberación ypromovimos algunos de los cambios revolucionarios del mundo. El nuevo papano es un rebelde, pero comparado con los dos pontífices anteriores, su ideologíaes radical.

El resto del grupo lanzó una carcajada. Los Hijos de la Luz llevaban muchotiempo esperando una oportunidad para cambiar la actitud reaccionaria de laIglesia, pero el peso de los grupos ultraconservadores como los legionarios deCristo o el Opus Dei había reunido más poder del que ellos podían imaginar.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

Allan ya conocía el Museo Judío de Berlín, por eso cuando descendió del autobúsno se extrañó de sus paredes irregulares de cinc. Parecía un aglomeradometálico que alguien había arrojado en medio de la plaza. Ruth, en cambio,observó sorprendida el edificio. Nunca había visto nada parecido. Unas grandescicatrices recorrían la fachada, rompiendo la sensación de fuerza y frialdad de lamole metálica. Los árboles pelados del invierno y la alfombra blanca de la nievedaban a la plaza un aspecto fantasmagórico e irreal.

Allan se acercó a la recepcionista y preguntó por su amigo. El gran vestíbuloestaba completamente desierto. Eran escasos los turistas que se acercaban hastaallí, el museo llevaba relativamente poco tiempo reabierto.

—¿Por qué hay tan poca gente? —preguntó Ruth.—Es hora de almorzar, creo que la emoción nos ha hecho olvidar la comida

—comentó Allan haciendo un gesto sobre su estómago.—No he pensado en comer ni una sola vez.—Mira, por allí llega mi amigo.Un hombre mayor vestido de manera informal, con unos vaqueros y una

sencilla camisa a cuadros, caminó deprisa hasta Allan y lo saludó dándole unabrazo. Su rostro era el único signo externo de envejecimiento. Se movía conagilidad, estaba delgado y parecía lleno de energía.

—No esperaba que vinieras a visitarme hoy —dijo el hombre mientrasobservaba a Ruth.

—Permíteme que te presente a una amiga, la señorita Ruth Kerr. Ella es lacausa de que adelantara mi cita contigo. El profesor Moisés Peres.

—Señorita —dijo el hombre besando la mano de la chica.—¿Es usted español? —preguntó Ruth.—Me temo que no, pero mis antepasados sí lo eran. Eran judíos sefardíes. Mi

familia lleva en Alemania más de quinientos años. Por favor, vengan conmigo,será mejor que almorcemos algo antes de que nos cierren el comedor. Lacomida del museo está deliciosa. Invito yo.

Allan y Ruth siguieron a Moisés a través de los pasillos retorcidos. El ancianose dio la vuelta y les comentó:

—¿Ya conocía el museo, señorita?

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—No, es la primera vez que visito Berlín. Mi abuelo era alemán, pero nuncahabía estado antes en la ciudad. Conozco Baviera y Austria.

—Yo sigo asombrando por la espectacular construcción de Daniel Libeskind.Algunos expertos en arquitectura dicen que es el edificio más emblemático delsiglo XXI. El revestimiento de cinc propone una relación absolutamentenovedosa entre arquitectura y contenido museístico. ¿No le parece?

—Me recordó al museo Guggenheim de Bilbao —comentó Ruth.—No, por favor —dijo horrorizado el anciano. Les abrió la puerta del

restaurante y se sentaron en una de las mesas—. Daniel Libeskind dijo que era undiseño « entre líneas» , que describe las tensiones de la historia judeo-alemana apartir de dos ejes: uno recto pero quebrado en varios fragmentos y otroarticulado con final abierto.

—Una especie de puzle histórico —dijo Allan.El anciano lo miró de reojo y continuó con su explicación:—En los cruces entre ambos se encuentran los vacíos, espacios huecos que

atraviesan todo el museo. La arquitectura convierte a la historia judeo-alemanaen una experiencia sensorial, formula nuevas preguntas e invita a la reflexión.

—Entiendo —dijo Ruth, desconcertada por la vehemencia del hombre.—Estimado Moisés, no hemos venido aquí para hablar de arquitectura —

bromeó Allan.—Me imagino que no, pero debemos caminar con los ojos abiertos para no

caernos. El conocimiento alumbra nuestros pasos —refunfuñó el anciano.—Eso es cierto, hemos venido hasta aquí para que tu conocimiento alumbre

nuestros pasos —bromeó Allan.Una camarera turca les sirvió el primer plato y el profesor Peres pareció

relajarse por primera vez. Ruth lo observó con detenimiento. No podía concebirque aquel hombre fuera la representación viva del Holocausto. Cada vezquedaban menos testigos vivos de aquel horror. Tuvo la tentación de preguntarlepor su vida, pero prefirió que Allan tomara la iniciativa.

—Hemos venido para que nos hables de la…—De la Ahnenerbe —dijo Moisés, sin levantar la vista del plato.—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ruth con la boca abierta.—Muy sencillo, señorita: usted se llama Ruth Kerr, han venido al Museo Judío

de Berlín a preguntar a un especialista en el Holocausto y, sobre todo, por lascuartillas que sobresalen de esa carpeta azul.

Los tres se rieron. Ruth se olvidó por unos momentos de la investigación ycomió con placer mientras contemplaba los árboles del jardín. Aquelmelancólico día de invierno era una postal perfecta de Navidad.

—Prefiero que durante el almuerzo hablemos de cosas más agradables. Noquiero que se les indigeste la comida —dijo Peres intentando cambiar de tema.

—¿Qué tal marcha el museo? —preguntó Allan.

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—Eso es trabajo, prefiero que me cuentes cómo están tus hermanastros.—No son mis hermanastros. El profesor Evans-Pritchard tan solo fue el

mentor de mi madre y la ayudó económicamente cuando mi padre desapareció—dijo Allan. No le gustaba mucho hablar de su familia. Su madre había muertohacía diez años, y cuando se aproximaban las fechas navideñas no podía evitarsentir nostalgia del pasado.

—Su madre fue una santa —dijo Peres dirigiéndose a Ruth—. Tuvo quesacarlo adelante ella sola, trabajó en el café del college y siguió investigando porlas noches.

—Pero nunca se doctoró —puntualizó Allan.—Tal vez no, pero sabía más que muchos de los catedráticos de la universidad

—refunfuñó el viejo profesor. No le gustaba que Allan tirara por tierra lacapacidad de su madre. Durante un tiempo se sintió atraído por ella y por lafuerza interior que desprendía.

—¿Y de qué sirve eso? Su nombre y sus investigaciones han caído en elolvido.

—Mira, Allan, tu madre era la mejor alumna del profesor Evans-Pritchard ytú te hiciste antropólogo por ella.

—En eso te equivocas, Moisés, Evans-Pritchard fue el que me animó ahacerme antropólogo. Mi madre hubiera preferido que estudiara otra cosa —dijoAllan, frunciendo el ceño. Aquella conversación había derivado en una incómodadiscusión sobre sus padres.

—Ella valoraba tu talento, pero tenía miedo de que te perdieras en unaexpedición antropológica como le sucedió a tu padre.

—Eran otros tiempos —dijo Allan, sin querer entrar en detalles.Moisés contempló el gesto molesto de su amigo y decidió cambiar de tema.

Se dirigió a Ruth y examinó sus hermosos rasgos caoba. La estilizada figura de lamuchacha le daba la apariencia de una princesa africana.

—Entonces, su abuelo era miembro de la Ahnenerbe.—No lo sabemos a ciencia cierta. Encontré en su casa un bloc con la marca

de agua de la organización, y él me dio un paquete antes de morir para que se lollevara al antropólogo del Vaticano Giorgio Rabelais —dijo la chica.

—Giorgio, el bueno de Giorgio, ¿cómo se encuentra? —preguntó Peres.—Es una de las razones por las que estamos aquí. Ha desaparecido —dijo

Allan.—¿Desaparecido? —preguntó Moisés, sorprendido.—Sí, al parecer lleva unos cuantos días en paradero desconocido —dijo

Allan.—¿Y en el paquete había información sobre la Ahnenerbe? —preguntó

Moisés.—Lo desconocemos, son simples suposiciones —dijo Ruth.

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—Entiendo —dijo Moisés. Se apoy ó en los codos y, con la mirada perdida,comenzó a reflexionar.

El profesor Moisés Peres era un hombre alegre y optimista a pesar de sutrágico pasado. Había perdido a todos los miembros de su familia antes de losquince años, y estuvo tres años y medio en Auschwitz. Después regresó a unaAlemania devastada que seguía odiando a la gente como él. Levantó diferentesmonumentos en recuerdo a los judíos asesinados y consiguió que varios camposde exterminio fueran conservados. Toda una vida dedicada a salvaguardar lamemoria del mundo.

—Necesitamos tu ayuda. Sabemos en parte a qué se dedicaba la Ahnenerbe,pero si conociéramos la vinculación de Thomas Kerr con ellos y en qué misionesparticipó, nos daría pistas sobre el paquete que Ruth entregó a Giorgio —dijoAllan.

—Antes de hablar de la Ahnenerbe hay que mencionar a otra organización,la Oficina de la Raza y el asentamiento de las SS, la llamada RuSHA —dijoMoisés cruzando los dedos como si intentara levantar una plegaria.

—¿La RuSHA? —preguntó Ruth, extrañada.—A veces pensamos que los nazis levantaron toda su industria del horror de la

nada. Que un día se despertaron y crearon la maquinaria más despiadada de lahistoria de la humanidad, pero no fue así. En muchos casos establecieronorganizaciones con fines menores, que terminaron convirtiéndose en monstruossedientos de maldad. La RuSHA fue una de ellas.

Ruth miró impaciente a Moisés. Quería saber más aunque el conocimiento lecausara dolor.

—Será mejor que me sigan. Seguiremos hablando en mi despacho —dijoMoisés, enigmático.

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Museo Judío de Berlín.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

María se había quitado el hábito para pasar desapercibida entre los estudiantes dela universidad. Su pelo rubio, la cara pecosa y los ojos verdes parecían los de unajoven más que caminaba despreocupada por el campus. Uno de sus enlaces lahabía llevado hasta Allan y Ruth, pero ella prefería trabajar sola. Quería que sucolaborador le prestara el coche para seguir a los dos objetivos, que salieroninesperadamente de la biblioteca, pero no le estaba resultando nada fácil.

—Será mejor que se marche. Creo que puedo apañármelas sola —dijo Maríaintentando sonreír.

El agente del Vaticano la miró de arriba abajo y se mantuvo en silencio,apoyando las manos sobre el volante y con la cabeza hacia atrás.

—No creo que esté sordo. Esta misión es altamente confidencial y tiene quemarcharse.

—Hermana María, el camarlengo en persona me pidió que no la perdiera devista y que la acompañara a todas partes.

—Pero yo solo doy cuentas ante el papa; será mejor que me deje sola.—No —dijo el hombre, mirándola por encima de las gafas de sol.María lo cogió por el cuello y comenzó a asfixiarlo. El hombre intentó aflojar

el agarre de la monja, pero no pudo.—Hermano, hablo en serio. No voy a arriesgar esta misión por el capricho de

un cardenal. Puedo mandarlo a un hospital o directamente al cielo, pero leaseguro que no se saldrá con la suya.

El hombre hizo un gesto para que lo soltara y la mujer aflojó un poco el brazopara que hablase. Su víctima empezó a toser, poco a poco perdió el coloramoratado.

—No es nada personal —dijo la monja colocándole el traje.El rostro del hombre comenzó a serenarse; se recostó sobre el asiento.—Me quedo con su coche. Si lo llamo, quiero que venga a toda prisa. Ahora,

márchese.El agente bajó del vehículo y comenzó a caminar por las calles nevadas. Su

chaqueta apenas lo protegía del viento frío que estaba empezando a levantarse.María lo miró indiferente. Llevaba dos años trabajando para los serviciossecretos vaticanos. No era una profesión fácil, sabía que nunca sería beatificada

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por ello, pero ser un soldado de Cristo tenía un precio. La Iglesia estaba rodeadade enemigos y debía protegerla. Había sobrevivido más de dos mil años gracias asu inmenso poder. La Biblia lo decía claramente, había que ser mansos comopalomas pero astutos como serpientes. Ella era una serpiente.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

El profesor Peres había preferido llevar a Ruth y Allan a su despacho, no queríahablar de ciertas cosas en el restaurante del museo. Tomaron el ascensor yllegaron a la parte más alta del edificio. Abrió la puerta y entraron en undespacho atestado de libros y papeles hasta el techo. El gran ventanal que daba aljardín y una pequeña parte del suelo de madera eran los únicos espacios libres.Peres se sentó detrás de su escritorio cubierto de papeles, Ruth y Allan apenas loveían entre las montañas de libros y documentos.

—Esto está peor que la última vez que estuve aquí —dijo Allan en tono debroma.

—Todo está en su sitio, aunque no lo parezca —refunfuñó el anciano. No legustaba que la gente criticara su forma de trabajar.

—Nos estaba hablando de la RuSHA —dijo Ruth.—Sí, os decía que todo tiene una perversa lógica que lleva poco a poco al

horror. Con la creación de la RuSHA, las SS buscaban vigilar la pureza racial delos candidatos al cuerpo. Al principio era una pequeña oficina que se encargabade supervisar los matrimonios de los miembros. Pedían expedientes a las familiasde las novias de los SS para asegurar su pureza de sangre, pero la organizaciónfue creciendo. Se llegaron a reunir hasta doscientos cuarenta mil expedientesindividuales del personal de las SS y sus cónyuges, en los que se incluían losdetalles personales y familiares y sus orígenes raciales, antecedentes necesariospara recibir el permiso para casarse —dijo Peres.

Ruth se puso en pie y comenzó a hablar, nerviosa:—Es terrible. Sabían hasta el más íntimo detalle de sus hombres.—Ahora, gracias a las bases de datos, muchos gobiernos tienen toda la

información sobre sus ciudadanos. Las cosas no han cambiado tanto —dijo Allan.—La información no es el problema —comentó Peres—. El problema es el

uso que se haga de esa información. Los Aliados incautaron en 1945 gran partede los archivos. La mayoría son registros de bodas de miembros del personal delas SS durante el período 1932-44, así como algunas cartas personales hastamarzo de 1945.

—¿En qué consistía el proceso? —preguntó Allan.—La verdad es que era lento y tortuoso. Cada hombre, junto con su novia,

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debían rellenar un extenso cuestionario, tenían que someterse a un examen físicoy preparar los datos genealógicos de sus antepasados nacidos después del 1 deenero 1800[1] para probar su linaje ario. Los funcionarios de la RuSHAevaluaban los datos y aceptaban o denegaban las demandas. Estas medidastambién afectaron a los extranjeros miembros de las Waffen-SS, en especial alos voluntarios de los Estados de Europa Occidental como los Países Bajos,Noruega, Bélgica y Dinamarca —dijo.

Allan se dirigió a la mujer intentando explicarle el propósito de los nazis.—Las SS pretendían crear una élite racial. Los más puros entre los puros.—Comprendo —dijo Ruth.—El cumplimiento de las leyes racistas sobre el matrimonio resultó un tanto

problemática. Hubo muchas infracciones y se produjeron muchos castigos leves.En el año 1937, más de trescientos miembros de las SS fueron expulsados de laorganización por contravenir la ley. En noviembre de 1940, Himmler reintegró alpersonal de las SS expulsado en virtud de las leyes sobre el matrimonio; losalemanes no podían permitirse perder tantos reclutas. Los registros eran muyexhaustivos y además de la información general incluían datos relativos a lashistorias clínicas, las razones por las que no se concedía la autorización para elmatrimonio, los hijos nacidos fuera del matrimonio y otros datos generales —explicó el anciano judío.

—Eso significa que si mi abuelo perteneció a las SS aparecerá en los archivosde la RuSHA —dijo Ruth.

—Sin duda —contestó Peres.—Pero ¿dónde están esos registros? —preguntó Allan.—Los originales de todos los registros de la RuSHA están ahora bajo la

custodia de la Bundesarchiv en Friburgo —dijo Peres.—¿Friburgo? —preguntó Allan.—Es una ciudad cercana a la frontera con Francia. Hoy es sábado, no abrirán

sus puertas hasta el lunes. Podéis tomaros el viaje como una excursión —propuso.

—Tengo que estar en Inglaterra la semana que viene —refunfuñó Allan, queno quería pasarse una semana entera en Alemania.

—Es muy sencillo. Esta noche os quedáis en mi casa. Allí hay algunospapeles que os pueden interesar. El domingo por la mañana os acompaño aFriburgo y el lunes por la tarde nos acercamos a Stuttgart para que tomes el avióna Londres —zanjó Peres.

Allan se quedó pensativo. Deseaba marcharse y olvidarse de todo el asunto,pero le preocupaba la situación de su amigo el sacerdote y la seguridad de Ruth.No podía irse sin más y dejarla en manos de unos locos. Si el abuelo de Ruth sehabía tomado tantas molestias en guardar algunas pruebas sobre la Ahnenerbe,eso solo podía significar una cosa: merecía la pena seguir adelante.

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—De acuerdo, pasaremos la noche en tu casa y mañana iremos juntos alarchivo. Deja que haga una llamada para que manden mi equipaje a tu casa —dijo Allan.

—Será estupendo descubrir juntos lo que se oculta tras este misterio. La vidaen el museo es demasiado monótona —dijo Peres.

El símbolo de la Ahnenerbe.

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Bruselas, 21 de diciembre de 2014

Alexandre von Humboldt colgó el teléfono de su jet privado y tomó un tragolargo de coñac. Quedaban dos semanas para las elecciones, pero su cuerpoacusaba la fatiga de los últimos días de campaña. Europa era un vasto continentepara recorrerlo de cabo a rabo en busca de un puñado de votos. Habíamemorizado algunas palabras en más de quince idiomas y podía dar un discursocompleto en cuatro.

Se acordó de su familia, muerta en un accidente en el que él salvó la vidamilagrosamente. Habían pasado tres años, pero las imágenes de dolor acudían asu mente cada vez que se relajaba. El coche se había salido en una de lascarreteras secundarias de Viena. Llevaba a su mujer y su hijo a pasear por elbosque en bicicleta y contemplar el espectáculo extraordinario del otoño. Cuandoregresó a casa dos semanas más tarde, con una pierna escay olada y sin familia,se vino abajo. Toda una vida dedicada al partido para perderlo todo en uninstante.

Miró por la ventana del avión y observó las nieblas que cubrían el corazónadministrativo de Europa. Dentro de unos meses, si ganaba las elecciones,cambiaría la capital del nuevo estado plurinacional a Roma. Al fin y al cabo, laCiudad Eterna era la verdadera heredera de lo que los europeos queríanreconstruir. Durante los primeros años se celebrarían cumbres importantes enLondres, París, Berlín o Madrid, pero con el tiempo todo el poder se centraría enRoma. Muchos no estaban de acuerdo con esa decisión. Consideraban al puebloitaliano demasiado caótico para tener una de las capitales más importantes delglobo, pero la intención de Alexandre era convertir la ciudad en un gran centroadministrativo con funcionarios de toda la Unión.

El secretario le pasó un correo electrónico y Alexandre se recostó en elbutacón de piel. La breve misiva era del papa. Algunos no estaban de acuerdocon el apoyo que la Iglesia católica daba a su campaña, pensaban que erahipotecar el futuro de la Unión con una sola religión, y que eso podía perjudicarel voto ateo, agnóstico, musulmán y protestante, pero el catolicismo seguía siendola mayor fuerza religiosa de Europa. El papa y él trabajarían para fundar unasola Iglesia en el continente, donde todas las confesiones pudieran aglutinarse.Otros líderes habían luchado contra la poderosa institución y habían sucumbido,

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él no caería en los mismos errores. Pasarían años antes de que el poder de laIglesia y del Estado se uniera, disolviéndose uno en otro. Entonces ya no habríanada que se pusiera en su camino. Europa se convertiría en potencia mundial y élen uno de los hombres más poderosos del planeta.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

La luz del salón estaba encendida. La pequeña casa con jardín a las afueras deBerlín tenía un cierto aire inglés. A María le recordó a una de las casas en las quevivió siendo novicia. El ambiente entre las cinco hermanas era muy agradable.Devoción, servicio, convivencia y santidad eran los cuatro elementos necesariospara una vida en comunidad. A su alrededor, el mundo se descomponía poco apoco. Violencia en las familias, crímenes, peleas entre bandas, droga… Tal era elresultado de una sociedad inconsistente centrada en sí misma. Ella habíaescapado de todo eso gracias a la Iglesia. Criarse a las afueras de Londres, en unbarrio marginal, donde la mitad de las familias estaban rotas, la droga atenazabaa dos de cada cinco adolescentes y el índice de embarazos era tres veces másalto que en las zonas residenciales de la ciudad era lo más parecido a crecer en elinfierno que conocía.

El colegio religioso en el que estudió fue su único remanso de paz y seguridaden un mundo inestable. Su madre alcohólica, su sufrido padre y sus cuatrohermanos se hacinaban en una casa más pequeña que la que estaba vigilando enese momento.

Había seguido a la mujer y al hombre hasta el Museo Judío de Berlín.Después de un par de horas, habían salido con un anciano y se habían dirigidohasta allí. Cuando María introdujo la imagen del viejo en el ordenador, la base dedatos del Vaticano le mandó la información sobre él al instante.

Aquel hombre era un superviviente de los campos de exterminio nazi y unode los mayores eruditos sobre todo lo relacionado con la Solución Final. Llevabatoda la vida investigando sobre las actividades de las SS y sus conexiones con lasociedad actual. Moisés Peres era un milagro viviente. De esos peces quesiempre se resisten a entrar en la red y que cada vez se vuelven más peligrosos.María pensó que el anciano judío le debía mucho a la suerte, pero la suerte eraalgo que podía acabarse en cualquier momento.

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Berlín, 21 de diciembre de 2014

Moisés apareció en el salón con una gran bandeja con café, dulces y algo defruta. Dejó el tentempié encima de la mesa de madera y se sentó junto a Allan yRuth.

—No puedo comer nada más —dijo la joven, tocándose la tripa.—Los dulces son muy buenos y un poco de café os despejará la mente —

insistió Moisés.Allan tomó uno de los cafés y se recostó de nuevo en el sillón. La casa del

viejo profesor era un verdadero museo judío. Las paredes estaban repletas delibros y todo tipo de símbolos religiosos adornaban los pocos huecos libres. Unverdadero santuario hebreo en mitad de Berlín.

—Muchas de las cosas que Moisés conserva son restos de las sinagogas judíasde la ciudad. ¿No es cierto, amigo? —preguntó Allan.

—¿Las sinagogas no fueron destruidas durante la Noche de los CristalesRotos? —preguntó Ruth.

—A pesar de lo que hayas visto en las películas, el episodio se desarrolló endos noches, la del 8 y el 9 de noviembre de 1938. Yo estaba en casa de mispadres, ese año empezaba el bachillerato, pero las Ley es de Núremberg de 1935habían limitado mucho la vida de los judíos alemanes y austriacos. Nos estabanvetados casi todos los estudios y profesiones —dijo Peres.

—¡Qué horror! —exclamó Ruth con un gesto de indignación.—Los nazis actuaban con total impunidad antes la indiferencia de la may or

parte de la ciudadanía y la Sociedad de Naciones —dijo Moisés.—Moisés, explícale a Ruth por qué se produjo la Noche de los Cristales Rotos

—lo apremió Allan.El anciano tomó una de las tazas y le dio un gran sorbo mientras cerraba los

ojos. Llevaba toda una vida rememorando aquellos días, lo que para otros erasimplemente una lección de historia, para él eran recuerdos dolorosos y tristes.Dejó la taza en la mesa y se inclinó hacia delante.

—Un judío de origen alemán que había escapado a Francia pidió varias vecesal secretario del embajador Von Raht que ayudara a su familia, deportada aPolonia. El secretario del embajador no hizo caso a las peticiones del joven judíoy el día 7 de noviembre este le disparó. El embajador murió dos días más tarde.

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Muchos han querido ver en el acto criminal contra los judíos una revueltaespontánea, pero en realidad fue premeditada y organizada por el Gobiernoalemán.

—¿El Gobierno alemán instigó a los ciudadanos a saquear y matar? —preguntó Ruth.

—Ahora nos parece un acto inconcebible, pero sucedió de esa forma.Aquella noche fueron arrasadas más de mil quinientas sinagogas, prácticamentetodas las que había en Alemania. Los negocios judíos fueron saqueados ydestruidos, en total más de siete mil tiendas y veintinueve grandes almacenes.Miles de hebreos fueron encerrados en campos de concentración y se asesinó amás de noventa personas —dijo Peres.

Ruth observó el rostro del viejo profesor. Sus ojos hinchados parecíancansados de contemplar el mundo. Sus pupilas arañadas por el dolor estabansecas, como si ya no tuviera lágrimas para verter.

—Mi padre no tenía un negocio, era profesor, pero por las leyes antijudías sequedó sin trabajo. Aquella noche fue secuestrado, como miles de los míos,mientras se dirigía a casa. Nunca más volvimos a verlo.

—¿No se podía reclamar ante las autoridades? —preguntó Ruth.—No éramos ciudadanos de pleno derecho, se nos consideraba poco más que

basura. Habíamos perdido nuestra dignidad como personas —explicó el anciano.Se produjo un largo silencio hasta que Allan comenzó a hablar.—Explícale a Ruth qué es la Ahnenerbe.—Es verdad, mi mente ya no es lo que era. Enseguida me pierdo en

divagaciones. Lo que necesitas saber es qué era esa supuesta organizacióncientífica y cuáles fueron algunas de sus misiones.

—¿Eran científicos? —preguntó Ruth—. No creo que mi abuelo supieramucho de ciencia.

—Eran científicos, pero también había astrólogos y todo tipo de charlatanes.La Ahnenerbe fue un paraguas en el que proyectos de lo más variopintos seutilizaron con el fin de demostrar las teorías raciales y los orígenes arios delpueblo alemán —dijo Allan.

El profesor Peres miró a Allan. Como buen anglosajón, tendía a simplificarlas cosas, era una manera de aprehenderlas. Pero una organización como laAhnenerbe era mucho más que un instituto para apoyar las tesis racistas yantisemitas de Hitler.

—Cuando Himmler, el lugarteniente de Hitler, fundó la organización en 1935,era poco más que su juguete personal. Himmler estaba obsesionado desde niñocon los orígenes de la raza aria. El líder de las SS quería demostrar que lasleyendas nórdicas eran ciertas y que los arios habían gobernado el mundo —dijoel anciano.

—Parece una idea muy peregrina —dijo Ruth.

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—Puede que para nosotros lo sea, pero los nazis estaban dispuestos a matar ymorir por esa idea —sentenció Allan.

—Y, ¿qué tiene que ver eso con la RuSHA?—La RuSHA fue el germen. Al crear las SS, Himmler quería controlar el

origen racial de sus miembros. Creó la RuSHA y después la Ahnenerbe, que secentraba más en el estudio racial. Al principio, la Ahnenerbe se utilizóprincipalmente para educar la mente de los candidatos a las SS. Era fundamentalque la élite nazi conociera sus « gloriosos» orígenes arios. Para ello se creó elperiódico SS-Leitheft —dijo Peres.

—Pero la organización no se fundó hasta 1935, seis años después de lacreación de las SS —dijo Allan.

—Himmler reunió a cinco expertos en temas raciales y en prehistoria. Entreellos estaba el famoso doctor Herman Wirth. Aquellos hombres decidieron crearun organismo que tuviera como meta el estudio de la herencia ancestral de losarios —explicó el viejo profesor. Después se acercó a una de las estanterías yextrajo una carpeta de cartón azul muy gastada.

Allan y Ruth miraron atentamente lo que sacaba de la carpeta. Era unemblema de tamaño grande. Lo depositó encima de la mesa y esperó sureacción.

—Es igual que la marca de agua de la cuartilla de tu abuelo —dijo Allancomparando los dos emblemas.

—El símbolo de la Ahnenerbe —dijo Peres levantando la hoja del abuelo deRuth—. No cabe la menor duda.

—¿Qué pasó después? ¿A qué se dedicó la organización?—Estuvieron casi dos años impartiendo cursos y estructurándose, hasta que su

nuevo presidente, Walter Wüst, un experto en la cultura hindú, proyectó variasmisiones científicas —dijo Peres.

—¿Quién era Walter Wüst? —le preguntó Ruth.—El profesor Wüst era decano de la Universidad Ludwig Maximilian de

Múnich —comentó Allan.—Los nazis reclutaron a Wüst por su capacidad para divulgar las teorías

raciales a la gente común —prosiguió el anciano judío.—¿Fue él el que construy ó la sede definitiva de la organización en Berlín? —

preguntó Allan.—Sí, también organizó las expediciones a Próximo Oriente, Finlandia y la

propia Alemania. Eso debemos de investigar, en qué expediciones participó tuabuelo, si es que lo hizo en alguna —dijo Peres.

—¿No sabes qué estudiaba tu abuelo cuando era joven? —preguntó Allan.—La única profesión que le he conocido ha sido la de vendedor de

antigüedades en Barcelona. Cuando murió apenas había papeles de su vidaanterior en Alemania —dijo Ruth.

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—¿Tampoco te comentó nada de esa etapa? No sé, sobre algún amor, algunasanécdotas de su época de estudiante o de cuando estuvo en el ejército —preguntó.

—No. Cuando me adoptaron mis padres él ya era muy mayor. Tenía uncarácter reservado, aunque era cariñoso conmigo.

—¿Nunca lo visitó nadie? ¿Algún compatriota alemán? ¿Algún viejocamarada? —preguntó Allan.

Por lo que Ruth sabía, la may oría de los clientes eran mujeres may ores yalgunos hombres de negocios, pero no los había llegado a conocer.

—No recuerdo a toda la gente que pasó por la tienda durante todos esos años—dijo Ruth.

—Es una desgracia, eso podía darnos una pista —dijo Allan.—Tampoco nos sería de mucha utilidad saber que algún compatriota lo visitó

si no conocemos su nombre —añadió Moisés.—Pero al menos, sabríamos si el abuelo de Ruth continuaba en contacto con

exnazis —dijo Allan.—Al único alemán que conocí fue a un hombre y a may or —dijo Ruth, que

de pronto lo había recordado.—¿Un hombre? —preguntó Allan.—Sí, un sacerdote católico. Vino un par de veces, tal vez tres. Las tres visitas

fueron muy largas y después desapareció para siempre.—El hecho de que sea un sacerdote es muy importante. Por lo que sabemos,

tu abuelo escogió a Giorgio para entregarle aquel paquete, un sacerdote —dijoPeres.

—Puede que se trate de una simple coincidencia —conjeturó Allan.—Sí, pero es lo único que tenemos por ahora. Una organización llamada

Ahnenerbe, un paquete, una desaparición y un sacerdote que visitaba al abuelode Ruth —enumeró el anciano.

—No es mucho —dijo ella, encogiéndose de hombros.—Mañana descubriremos más sobre Thomas Kerr, esa puede ser la clave —

dijo Allan.Moisés Peres se levantó del sillón y recogió los restos de comida. A esa hora

de la noche parecía más viejo y cansado que cuando lo vieron en el museo.Llevó la bandeja hasta la cocina y cuando regresó, Ruth y Allan seguíanrepasando los documentos que les había traído.

—Será mejor que descansemos. Mañana nos espera un largo viaje y nosconviene tener la mente fresca —dijo el viejo judío.

Allan y Ruth asintieron con la cabeza. Siguieron a Peres hasta la plantasuperior. El pequeño distribuidor daba a dos habitaciones y un baño.

—Estas casas son pequeñas. Fueron construidas por los nazis parafuncionarios de bajo rango. Es irónico que ahora viva un judío en una de ellas —

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dijo el anciano haciendo una mueca.—La historia es imprevisible —contestó Allan.—Tendréis que dormir en la misma habitación. La cama es muy grande.

También hay un pequeño sofá —dijo, abriendo la puerta.—Muchas gracias, Moisés —dijo Allan—. Gracias por tu hospitalidad y por

ay udarnos en este asunto.—¿Qué otra cosa podría hacer? He dedicado toda mi vida a estudiar el

comportamiento de los nazis, buscando una respuesta, intentando encontrar unsentido a toda su barbarie —dijo él, emocionado.

—Gracias —dijo Ruth, posando su mano en el hombro del anciano.Peres sonrió por primera vez y sus ojos se iluminaron como los de un niño.

La soledad era la más terrible de las condenas.—Bueno, será mejor que no nos pongamos sentimentales. Buenas noches,

que descanséis —dijo el anciano, dirigiéndose a su habitación.Allan y Ruth entraron en su cuarto. Mientras Ruth abría la cama, Allan se

quitó los zapatos. Sentía los pies adormecidos y cansados.—Menos mal que pediste tu ropa al hotel —dijo ella.—Te puedo dejar una camiseta para dormir —dijo Allan.—Te lo agradecería.El hombre salió de la habitación para dejar que la chica se vistiera y cuando

regresó del baño, Ruth ya estaba en la cama.—Buenas noches, Allan, gracias por hacer todo esto por mí.—Descansa, mañana necesitaremos todas nuestras fuerzas para desentrañar

este misterio.Apagaron la luz y Allan tardó unos segundos en acostumbrar sus ojos a la

penumbra. El cuarto a oscuras le recordó a la casa en la que vivían su madre y élen Oxford. Su apartamento actual era gigantesco, pero echaba de menos aquelpequeño lugar donde se había criado. El hogar que su madre y él habíanformado. Una pequeña familia solitaria. Echaba de menos las certezas de lainfancia, la falsa seguridad y la convicción de que la vida no acabaría nunca. Laúltima crisis había barrido de un plumazo las esperanzas de millones de personasen todo el mundo. Él era un privilegiado, hasta ahora había tenido suerte y sintióun escalofrío cuando le pasó por la cabeza que su suerte tal vez estaba a punto determinar.

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Berlín, 22 de diciembre de 2014

Marcelo Ivanov pasó junto al coche y observó a la mujer que cabeceaba en suinterior. Le habían advertido de que los servicios secretos vaticanos habíanenviado a una de sus mejores agentes, pero la hermana María era monja. No esque tuviera nada contra las religiosas, él ni siquiera era católico, pero una monjano podía hacer ciertas cosas. Desde que trabajaba para los Hijos de la Luz habíatenido que seguir a todo tipo de individuos, destapar escándalos y pegar algunapaliza, pero aquella misión era mucho más importante. Sus superiores le habíandado carta blanca. No podía ir matando a diestro y siniestro, pero, si las cosas secomplicaban, estaba autorizado a usar la violencia, incluso a recurrir al asesinato.

No le habían facilitado mucha información sobre Allan Haddon y Ruth Kerr,lo único que sabía es que tenía que seguirlos hasta que recuperaran un paquete.En cuanto lo tuvieran en sus manos debía hacerse con él. Si cualquiera de los dosveía el contenido del paquete, debía ser eliminado.

El profesor era un caso aparte. Un viejo judío que quería saber demasiado…Tenía que pedir instrucciones, pero seguro que sus jefes lo autorizarían aeliminarlo.

Marcelo Ivanov se paró al final de la calle. El sol comenzaba a salirlentamente en medio de un espeso manto de nubes. La luz grisácea avanzabasobre el pequeño grupo de casas y las ventanas iluminadas comenzaban aapagarse a medida que la gente salía hacia sus trabajos. Él nunca había tenido untrabajo convencional. Había sido combatiente en Chechenia, agente del SVR yguardaespaldas de varios presidentes europeos. La crisis lo había alejado de lasaltas esferas y su trabajo con sus clientes de la Iglesia era casi un juego de niños,aunque no cobraba lo suficiente. Echaba de menos la acción, trabajar con unequipo, los hoteles de lujo y las cenas de gala en las que tenía que proteger a susclientes.

La puerta de la casa se abrió y aparecieron tres figuras con gorros demontaña y forros polares. Sin duda se trataba de Haddon, Kerr y Peres. Lafigura más pequeña parecía incómoda con el inmenso abrigo.

Marcelo caminó con paso acelerado hacia su coche. No sabía adónde sedirigían y, si los perdía de vista, le podía costar días encontrar de nuevo su rastro.

El viejo Volvo del profesor lanzó una gran nube de humo negro y arrancó.

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Unos segundos después dos coches más los seguían por la carretera nevada.

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Berlín, 22 de diciembre de 2014

—Creía que estaba prohibido conducir coches de gasolina —dijo Allan.Moisés lo miró a través de sus gafas y aumentó la velocidad. Los tres

llevaban sus abrigos puestos. La calefacción del coche no funcionaba y parecíauna verdadera nevera con ruedas.

—Tengo unas cuantas multas ahí —dijo Peres señalando la guantera—. Peroa todos los policías les digo lo mismo. Mientras no me regale un coche el Estado oprohíban la venta de gasolina, yo seguiré con mi viejo Volvo.

—Ahora el noventa por ciento de los coches son eléctricos o híbridos —dijoRuth.

—Sí, pero esos malditos funcionarios del Gobierno han construido más deveinte nuevas centrales nucleares en Europa —refunfuñó el viejo.

—Se me olvidó decirte que el profesor es un ecologista radical —dijo Allan.—No soy un ecologista radical, pero estoy cansado de que el Estado tenga el

monopolio de la contaminación, la violencia y el abuso. Desde que comenzó lamaldita crisis en 2008, los políticos han robado al pueblo su libertad —soltó.

—Ahora comenzará con su discurso apocalíptico contra la creación de losEstados Unidos de Europa —dijo Allan.

Moisés apartó durante unos segundos sus ojos de la carretera y clavó lamirada en el rostro sonriente de su amigo. Todo el mundo se creía con derecho areírse de un viejo, pero él había visto demasiadas cosas.

—En los años treinta pasó exactamente igual. Los políticos dejaron paso a losmatones y los oportunistas —dijo el anciano.

—¿No estará comparando la situación actual con la Alemania nazi? —preguntó Ruth.

—Las épocas son distintas, pero la pretensión de unir a Europa en un Estadono me gusta nada —dijo Moisés.

—Mucha gente pensó lo mismo cuando se creó el Mercado Común Europeo—dijo Allan.

—Pero las cosas eran muy distintas, Europa acababa de salir de una guerraterrible y los nazis todavía eran una sombra demasiado alargada. El populismodel PGE y su candidato, Von Humboldt, son la representación de los nuevosfascistas —dijo Moisés mientras cogía la autopista.

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Los bloques de pisos comenzaban a transformase en pequeños rectángulosdispersos entre tierras de cultivo cubiertas de un manto blanco. El campo habíasufrido una gran transformación en los últimos años, muchas de las tierrasabandonadas durante décadas comenzaban a cultivarse de nuevo.

—El PGE es un partido democrático de línea conservadora —dijo Allan.—En los últimos seis años se han expulsado a más de cuatro millones de

inmigrantes de Europa, en especial a los de origen árabe y africano. Se hanreducido los derechos de los residentes y ha desaparecido la enseñanzaobligatoria y la cobertura sanitaria universal. El control sobre los ciudadanos escada día mayor, eso sí, para salvaguardarnos del terrorismo internacional —dijoPeres alzando el tono de voz.

—La crisis fue muy grave. Si los gobiernos europeos no hubieran actuado, losdisturbios en París, Londres y Madrid podrían haber derivado en guerras civiles—dijo Allan.

—Yo no creo que sea una cuestión de racismo —dijo Ruth—. Nadie me hadicho ni ha hecho nada por el color de mi piel.

—El tal Von Humboldt fue uno de los propulsores de la Ley de RetornoObligatorio. Su partido ha sido acusado muchas veces de actos racistas, y lamitad de los partidos que se presentaban a las elecciones han sido ilegalizados —dijo el viejo profesor.

—No cumplían la ley electoral —dijo Allan. En la universidad era muynormal encontrar a estudiantes descontentos, pero la realidad era que en losúltimos meses se había reducido la delincuencia, la economía comenzaba aencauzarse y Europa resurgía de sus cenizas.

El coche tomó la E-51 y aceleró entre los lentos vehículos eléctricos endirección a Núremberg, allí debería desviarse en dirección a Augsburgo. Elarchivo se encontraba a muy pocos kilómetros, en la ciudad de Friburgo.

—Yo no pienso votar, y menos utilizando el método electrónico —se quejóPeres.

—Somos más de setecientos millones de europeos, no pretenderá que nospasemos una semana contando votos —dijo Ruth.

—El sistema es fácilmente manipulable —insistió el judío.—Hay controles externos, auditorías, recuentos —argumentó Allan,

comenzando a molestarse.—Las cosas no se ven venir hasta que llegan —previno el anciano.—La situación actual no tiene nada que ver con la de 1934 —protestó Allan.—Espero que tengas razón —dijo el anciano, muy serio.La nieve cubría todo el paisaje. A medida que viajaban más hacia el sur los

coches comenzaban a escasear y los bosques se extendían durante kilómetros. Unvehículo pesado se situó a su derecha y, cuando estuvo a la misma altura,embistió al viejo Volvo, que se sacudió como una hoja ante el empuje.

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—¡Mierda! —gritó Peres mientras intentaba controlar el volante.El otro vehículo volvió a estrellarse contra el lateral y el Volvo comenzó a dar

vueltas sobre su eje, perdiendo el control. El coche se salió de la autopista ychocó contra unos árboles cercanos. El parabrisas se hizo añicos y la puerta delcopiloto quedó totalmente hundida.

Durante unos segundos, el humo y el ruido de los frenos de los coches fue elúnico sonido que se escuchó en varios kilómetros a la redonda.

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Roma, 22 de diciembre de 2014

El hombre subió al tren de alta velocidad Roma-Viena y se acomodó en elasiento. Sudaba copiosamente, tenía la boca seca y miraba constantemente por laventanilla. El tren se puso en marcha y el hombre suspiró, se quitó la chaqueta yel olor a sudor lo hizo sentirse incómodo. Llevaba varios días sin cambiarse nidarse una ducha.

El largo pasillo estaba vacío y la may oría de los asientos estaban libres. Elhombre hizo un gesto para llamar a la azafata y cuando se acercó le pidió unabotella de Martini.

Cuando vació la miniatura en el vaso de plástico, se tomó de un trago elcontenido e intentó que el sabor agrio del Martini Rosso calmara su respiraciónentrecortada.

La Ciudad Eterna quedaba atrás y el hombre al fin pudo recostarse en elasiento y cerrar los ojos. Intentó relajarse y pensar en otra cosa, pero el corazónseguía acelerado. Se había encontrado en peligro en muchas ocasiones, perosiempre había logrado burlar a la muerte.

Cuando abrió de nuevo los ojos, pudo observar a un hombre delgado que seacercaba a su asiento y, con una sonrisa, le preguntaba algo en alemán.

—Perdone, mi alemán es rudimentario. ¿No habla italiano? —preguntólevantando su barbilla puntiaguda y sin afeitar. Sus mejillas regordetas y sus ojosnegros miraban atentos al joven rubio.

—¿Está libre el asiento? —preguntó el hombre en italiano, con un fuerteacento alemán.

—Sí —contestó. Después notó que el corazón volvía a acelerarse. ¿Quién ledecía que aquel tipo no era uno de sus perseguidores?

Intentó pensar en otra cosa y observar la hermosa Toscana, tal vez fuera laúltima vez que la viera. Esperaba llegar a Berlín a tiempo. El avión habría sidomás rápido que tomar dos trenes, pero temía que estuvieran vigilando losaeropuertos.

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Autopista E-51, 22 de diciembre de 2014

El humo negro le impedía ver. Intentó forzar la puerta, pero estabacompletamente aplastada. El cristal de su ventanilla no estaba roto. Sedesabrochó el cinturón y miró a su lado. El profesor Peres estaba con la cabezacolgando a un lado y las gafas torcidas. Sangraba por la nariz y los oídos. Cuandomiró hacia atrás, vio a Ruth tumbada de lado, también inconsciente. Intentómoverse, pero un fuerte pinchazo en el costado lo paralizó.

Se inclinó sobre su amigo e intentó abrir la puerta, pero la manecilla estababloqueada. A gatas, pasó a la parte trasera. Cogió el rostro de Ruth y apretó losdedos en sus mejillas.

—¡Eh! ¿Estás bien? —preguntó con la voz angustiada.La chica no reaccionó. Empujó la puerta, pero tampoco cedía. Entonces se

abrió de repente y Allan se cayó sobre el asiento, quedando con la cabeza alrevés. Una mujer lo miró con los ojos muy abiertos. Le pareció un ángel enmedio de todo ese humo y dolor.

—¿Se encuentran bien? —dijo mientras le levantaba la cabeza con cuidado.—¿Qué ha pasado? —preguntó Allan, confuso.—Se han salido de la carretera. Tiene que verlos un médico.—Un médico… —dijo Allan antes de perder el conocimiento.

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Roma, 22 de diciembre de 2014

El papa avanzó por el pasillo hasta entrar en su despacho. El camarlengo loalcanzó antes de que llegara al umbral y le besó la mano. Los dos hombresentraron en la sala y el camarlengo cerró la puerta.

—Ya estamos a tres días de la Natividad de nuestro Señor y hay varias cosasque su santidad tiene que revisar —dijo el camarlengo.

—No tengo la cabeza para nada. Ese asunto de Giorgio Rabelais me tienepreocupado.

—Pero, santidad, todos creen que Rabelais aparecerá en cualquier momento.—¿Y si aparece muerto? —dijo el papa.—Muerto, ave María purísima —dijo el camarlengo santiguándose.—Sería un escándalo para la Iglesia, y justo unos días antes de la Natividad

—dijo el santo padre sentándose en su silla.—Nuestros agentes lo están buscando por toda Italia. Todas las diócesis de

Europa están advertidas para avisarnos en caso de encontrar al antropólogo, ynuestra mejor agente sigue la pista de Haddon y Kerr —dijo el camarlengo.

—No los nombre —dijo el papa con un gesto de reprobación—. Las paredestienen oídos.

—Lo lamento, santidad.—La Iglesia está rodeada de enemigos, no tenemos que contentarnos con la

falsa seguridad del regreso de feligreses a nuestras parroquias. Los medios decomunicación siguen teniendo mucho poder y el laicismo no está vencido deltodo.

—Pero le queda poco. Desde la Revolución francesa los enemigos de laIglesia se han hecho fuertes, pero ahora todo eso va a terminar —dijo elcamarlengo.

—Esperemos que Dios destruya a todos sus enemigos —dijo el papasantiguándose.

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Autopista E-51, 22 de diciembre de 2014

Cuando Allan recuperó el conocimiento, sintió frío. Alguien había extendido unasmantas en el suelo helado, pero la baja temperatura de la superficie atravesabala tela y llegaba hasta sus doloridos riñones. Intentó incorporarse, mas un fuertetirón en la espalda lo obligó a apoyarse de nuevo. Ruth estaba sentada, con unamanta sobre los hombros y un ojo morado, pero al verlo sonrió y se acercó hastaél.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó la chica, ansiosa.—Me duele todo. ¿Dónde está Moisés?—Se lo han llevado a un hospital cercano. Ahora mismo vendrá una

ambulancia para llevarte a ti.—No necesito ninguna ambulancia —dijo Allan incorporándose con

dificultad.—Cuidado, puedes tener algo roto —dijo ella.—Debemos ir con Moisés. No debemos separarnos… —dijo antes de

observar que no estaban solos. Una mujer con el rostro ovalado, dos grandes ojosverdes y una limpia sonrisa no dejaba de observarlos.

Allan miró a la mujer y esta extendió la mano y se presentó:—Lamento conocerlo en estas circunstancias. Mi nombre es Clara Joy ce.—Encantado, ¿nos podría acercar hasta el hospital? Tenemos que

encontrarnos con nuestro amigo.—No sé si es buena idea que se mueva mucho en su estado —dijo la mujer.—¿Es usted médico? —preguntó, molesto.—Me temo que no, pero todo el mundo sabe que en caso de accidente…—Será mejor que nos busquemos otro medio de transporte —dijo Allan,

cortante. Miró el coche destrozado y tomó uno de los bultos, pero un intenso doloren el brazo lo obligó a soltarlo.

—Déjeme a mí —dijo la mujer, y se dirigieron a un pequeño cocheeléctrico. La señorita Joyce metió las bolsas en el maletero y Allan se introdujocon dificultad junto a la conductora.

El coche se puso en marcha y algunos de los conductores que habían paradopara curiosear o echar una mano comenzaron a regresar a sus vehículos.

—¿A qué hospital lo trasladaron?

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—No sé, pero imagino que al del pueblo más cercano. Creo que es Dessau —dijo la mujer.

—Pero ¿se lo llevó una ambulancia? —preguntó Allan.—No, fue un hombre con un vehículo, parecía extranjero, tal vez ruso —

contestó la mujer.—¿Puede ir más deprisa? —dijo, impaciente, Allan.—¿Por qué tiene tanta prisa? No creo que su amigo se marche corriendo del

hospital —dijo la rubia.—¿Qué sucede? —preguntó Ruth al ver el rostro desencajado del hombre.—Un vehículo nos ha sacado de la carretera y un tipo extranjero se ha

llevado al profesor, ¿no te parece demasiada casualidad? —dijo Allan mirandohacia el asiento de al lado.

—¿Alguien provocó el accidente? —preguntó la mujer, atónita.Allan la miró de reojo y prefirió permanecer callado el resto del tiempo. La

rubia tuvo que parar un par de veces para recibir las indicaciones de losviandantes. Cuando aparcó el coche frente a la puerta de urgencias, Allandescendió cojeando del coche y se dirigió al mostrador de ingresos. Ruth lo siguióa unos pasos de distancia.

—Por favor, buscamos a un hombre mayor llamado Moisés Peres —dijoAllan atropelladamente.

La mujer miró con desgana el monitor y después de unos interminablessegundos dijo:

—No ha ingresado nadie con ese nombre.Ruth miró a Allan y, con un gesto, le acarició el hombro.—No te preocupes, debe encontrarse en otro sitio.La enfermera levantó la cabeza del ordenador y, mirándolos por encima de

unas gafas minúsculas, les dijo:—Ya me extrañaría. No hay otro hospital en ochenta kilómetros a la redonda.

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Dessau, 22 de diciembre de 2014

Allan y Ruth salieron del hospital confundidos. Alguien había secuestrado alprofesor unos minutos después de intentar asesinarlos. Aquella mujer, Clara, seacercó a ellos y con un gesto los invitó a subir a su coche.

—Será mejor que busquen algún lugar para descansar. Yo me dirijo aNúremberg, pero después de este susto, prefiero pasar la noche aquí. Este es unpueblo tan bueno como cualquier otro para dormir —dijo ella.

Ruth le hizo un gesto suplicante a Allan y este entró en el vehículo. Vagaronpor las solitarias calles de Dessau, ennegrecidas por decenios de industrialización.Algunas fábricas medio derruidas y huertas a las afueras de la ciudad parecíanun territorio arrasado por una bomba atómica. Pararon cerca de la autopista, enun hotel de formas cuadradas y paredes acristaladas. La mujer reservó doshabitaciones y en unos minutos Ruth y Allan estaban en un modesto cuartointentando refrescarse antes de bajar a cenar.

—¿Qué podemos hacer ahora? —preguntó la joven con un nudo en lagarganta.

—Si acudimos a la policía nos obligarán a relatar todos los hechos. El tipo esey Moisés llegarán a Friburgo y nunca más los volveremos a ver —dijo Allan.

—Pero, lo han secuestrado. La policía puede ayudarnos.—No creo que sea una buena idea —dijo Allan tajante.—Pero…—Mira, muchacha, por tu culpa dos de mis mejores amigos han

desaparecido, es posible que ya estén muertos. Es mejor que dejes que haga lascosas a mi manera.

Ruth se quedó callada por unos instantes y después comenzó a llorar. Allan lamiró, incómodo. Después se acercó y la abrazó.

—Lo siento, Ruth. No es culpa tuya. Estamos nerviosos —intentó disculparse.—No, tienes razón —dijo entre sollozos—, la culpa es mía por meteros a

todos en este embrollo. Pero tengo miedo, Allan. Estoy aterrorizada.—Mientras estés conmigo no tienes nada que temer. Encontraremos a Moisés.

Seguro que se las apañará para mantenerse con vida. Es un superviviente. Teaseguro que descubriremos quién está detrás de todo esto.

Allan y Ruth se cambiaron de ropa. La chica tuvo que conformarse con una

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sudadera del profesor y unos pantalones vaqueros que le quedaban enormes.Cuando llegaron al restaurante, Clara los esperaba sentada a la mesa. Les sonrióy les dio los menús.

—Espero que se encuentren mejor —dijo la mujer.—Muchas gracias por todo —dijo Allan—. Antes no estuve muy educado con

usted.—No se preocupe, todo accidente produce un shock tremendo. Si quieren,

mañana los acompaño a la comisaría para que denuncien la desaparición de suamigo y el accidente —dijo la señorita Joyce.

—Gracias, pero no será necesario. Nuestro amigo se ha puesto en contactocon nosotros. Está bien. Nos espera en Núremberg. Si fuera tan amable dellevarnos hasta allí mañana… —tanteó Allan.

—Naturalmente. Ese es mi destino, ¿van directamente a Núremberg?—No, a un sitio cercano… —dijo Ruth.Allan la interrumpió y se giró hacia ella haciéndole un gesto.—Es suficiente con que nos lleve a Núremberg. Usted tendrá otras cosas que

hacer.—Bueno, lo mío es más bien un viaje de placer —dijo la rubia.—Usted no es alemana, ¿verdad? —preguntó el antropólogo.Ella se quedó en silencio unos segundos, volvió a sonreír y les dijo:—Soy irlandesa. Estudié hace años muy cerca de estos valles. Es un viaje

nostálgico.—¿Tiene que encontrarse con alguien? —preguntó Ruth.—No lo he planificado, pero no sería extraño que me encontrara con alguna

vieja compañera.—Está casada —dijo Allan señalando el anillo.La mujer se tapó la alianza con la mano izquierda y se puso muy seria.—Sí —contestó por fin—. Desde hace muchos años.—Pero, Allan, ¿dónde ha quedado tu amabilidad británica? —le dijo Ruth.—Disculpe, pero el destino nos ha unido de manera fortuita y tengo

curiosidad —dijo Allan.—Estamos en manos del destino, eso no se puede negar —dijo la mujer.—Pues ahora, nuestro destino es cenar. Será mejor que pidamos algo cuanto

antes —bromeó Allan.Ruth intentó sonreír, pero el agotamiento, la conmoción del accidente y el

miedo paralizaron su sonrisa a medio camino. Allan tomó la mano de la chica yla apretó con fuerza. Mientras, Clara repasaba con indiferencia la carta.

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Zimmritz, 22 de diciembre de 2014

Marcelo Ivanov paró su vehículo delante de una granja abandonada. Se levantódel asiento del conductor y rompió la cadena con unas tenazas. Después introdujoel coche y volvió a cerrar la verja. Miró a la parte trasera, el judío seguíadurmiendo. Había sido buena idea inyectarle los calmantes. Lo sacó del cochepor los hombros y lo arrastró hasta un viejo granero. Lo depositó un momento enel suelo, abrió el candado y siguió arrastrándolo hasta un montón de paja, dondedejó el cuerpo con cuidado.

Caminó inquieto por el granero. No había planeado secuestrar al hombre,pero cuando vio el accidente, prefirió llevarse al viejo antes de que llegara lapolicía. Podría interrogarlo y llegar antes que Allan y su amiguita a su destino.Sacó un cigarrillo, se lo puso en los labios y palmeó su chaqueta en busca delmechero. Después lo encendió y la punta incandescente brilló en la oscuridad.Sintió que la primera bocanada de humo le inundaba los pulmones y se relajó.

Jugueteó con la tierra del suelo y después se acercó al cuerpo del anciano.Parecía poco más que un guiñapo. Era el primer superviviente del Holocaustoque veía, pero era tal y como se lo había imaginado. Se limpió los zapatos en lospantalones del anciano y buscó alguna forma de iluminar el granero. Encontró unviejo interruptor y lo conectó. Una luz mortecina inundó la sala y Marcelo sesentó sobre unas cajas.

Necesitaba algo más fuerte si iba a pasar otra noche en vela. Sacó unapapelina y esnifó una raya de coca. A los pocos segundos sintió que sus fuerzas seregeneraban y recuperaba la seguridad en sí mismo.

El anciano comenzó a moverse y Marcelo se acercó hasta él y le dio unapatada. El cuerpo se revolvió y el Ruso escupió al suelo.

—Será mejor que te despiertes. Tenemos una noche muy larga por delante—dijo la mole, mientras el profesor Peres comenzaba a abrir los ojos.

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Viena, 22 de diciembre de 2014

El tren paró por completo y los pasajeros comenzaron a descenderordenadamente. El hombre se puso de los primeros y bajó al andén buscando eltren para Berlín. Caminó mirando para todos lados. No era la primera vez queestaba en Viena, pero se sentía cansado y angustiado. Se acercó a un plano de laestación y encontró el andén. Miró el panel de los horarios, todavía quedabamedia hora para que saliera.

Una voz electrónica sonó en la estación mientras se dirigía a los aseos. Lasluces fueron encendiéndose a medida que caminaba por el pasillo. Las puertas seabrieron automáticamente. Se dirigió a una de las cabinas y comenzó a orinar.Notó una presencia justo detrás. Era una situación comprometida, no podía parar,pero los nervios lo apremiaban. Levantó la cremallera a toda velocidad y seencontró de bruces con el alemán que había estado sentado a su lado todo elviaje. Lo miró a los ojos y en ese momento la luz automática se apagó.

El hombre se lanzó contra el joven y lo derrumbó sobre uno de los inodoros.En la caída, pulsó el botón de la cisterna y el alemán comenzó a chapotear en lataza. El hombre aprovechó para correr hacia la salida. Fuera de los baños miró aun lado y a otro, inquieto. Después corrió hacia el andén, entregó el billete ysubió rápidamente al tren. Caminó deprisa hasta su asiento y comenzó a resoplar.Miró por la ventanilla y vio a su perseguidor a lo lejos. Se apartó de la ventana ycomenzó a rezar. Lo hizo como hacía años. Con fervor, con temor y esperandoque Dios lo escuchara e hiciera algo para salvarlo. Cuando volvió a abrir los ojos,el tren comenzaba a moverse y entraba por los túneles.

—Gracias, Dios mío —dijo entre dientes.El vagón estaba completamente vacío. Estiró las piernas y se quedó

recostado, con la mente en blanco. No había duda de que Dios estaba de su parte,era la segunda vez que se salvaba aquel día.

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Dessau, 23 de diciembre de 2014

Allan notó cómo unas manos comenzaban a apretar su cuello y se despertó,sobresaltado. Miró a un lado y al otro, pero solo vio la habitación oscura ysolitaria. Ruth dormía a su lado, la respiración sosegada de la muchacha logrótranquilizarlo. Miró su reloj sobre la mesilla, todavía quedaban un par de horaspara que amaneciese. Sintió un fuerte dolor en la cicatriz del costado. Desde suviaje con su amigo el sacerdote Giorgio Rabelais a Perú, no había experimentadoesa sensación de vitalidad que te produce el miedo.

Se puso en pie y caminó por la habitación. Era consciente de que todo sehabía complicado de una manera imprevisible. Había pasado de una simpleinvestigación a una persecución mortal. Rabelais en paradero desconocido, Peressecuestrado y ellos amenazados de muerte. Tal vez la clave estaba en su ciudadde destino.

Se aproximó al gran ventanal y subió el estor apretando el botón. Los bosquescubiertos de nieve brillaban bajo la luz de la luna. Le recordó a sus Navidades enSaint Andrews, en Escocia, donde vivían sus abuelos maternos. Sus abuelos eranprofesores en la universidad, presbiterianos y las personas más amorosas al nortede Edimburgo. Siempre lo esperaban con los regalos en la puerta, preferíandárselos nada más llegar que esperar a la Nochebuena. Su madre se enfadabacon ellos, pero él era su único nieto y no lo veían mucho. El recuerdo de sumadre le formó un nudo en la garganta. Había fallecido hacía un par de años,pero seguía sintiendo la misma sensación de vacío, miedo y tristeza. Ella no lo vioen vida convertirse en profesor titular de antropología de las religiones. Tal vezpor eso sentía tanta rabia y prefería centrarse en su trabajo y dejar las relacionespersonales a un lado. Ya había sufrido bastante.

Miró su móvil. Era casi un milagro que siguiera intacto después de lo sucedidoen los últimos días. Comprobó las llamadas perdidas, no había gran cosa, un parde estudiantes de doctorado y una profesora que llevaba todo un año acosándolo.Después miró los mensajes. Repasó la lista y se paró en uno de ellos. Al parecer,tenía un paquete en la estafeta de correos de la universidad. Sintió que su corazónse aceleraba. ¿Podría ser el paquete que buscaban? Desechó enseguida la idea.Por qué motivo iba Giorgio a mandarle el paquete a él. Aunque, por otro lado,Giorgio le había dicho a Ruth que, en el caso de que le sucediera algo, acudiera a

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él.—¿Te ocurre algo? —preguntó Ruth saliendo de la cama vestida tan solo con

una camiseta.—No —dijo Allan mirando su figura bajo la luz de la luna.—Yo tampoco puedo dormir —dijo la chica, sentándose en uno de los sillones

de la habitación con las piernas cruzadas.—Estaba revisando el correo, me da cierta sensación de normalidad. Cuando

todo se desmorona, es una forma de recuperar la calma —dijo Allan, sentándoseen la otra butaca.

—Mi abuelo siempre decía que todo parece más sencillo cuando somoscapaces de separar los sentimientos de nuestras metas.

—Puede que tuviera razón —contestó Allan.—A mí me ha funcionado con los estudios —contestó la chica.—¿Qué estudias?—Estoy terminando psicología —dijo Ruth mientras se encogía de hombros.Allan hizo un gesto afirmativo con la cabeza y la chica subió la barbilla y

frunció los labios.—Lógico, ¿verdad? ¿Qué iba a estudiar una niña adoptada? —dijo la chica,

molesta.—Me parece bien. Todos estamos en el proceso de buscarnos a nosotros

mismos —dijo Allan, sonriente.—Pues tendremos que centrarnos en buscar a Moisés.—Él sabe cuidar de sí mismo —dijo Allan, poniéndose en pie.—Eso espero —contestó ella.—Será mejor que me dé una ducha. No sé cuándo volveremos a tener otra

oportunidad.Ruth lo observó mientras se dirigía al baño. Era un hombre muy atractivo, el

profesor del que toda alumna se enamoraría. Intentó quitarse su imagen de lamente y sus ojos se perdieron en el cielo negro que comenzaba a clarear en elhorizonte.

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Zimmritz, 23 de diciembre de 2014

El rostro de Peres estaba ensangrentado. Marcelo Ivanov se había empleado afondo toda la noche y el viejo profesor parecía a punto del colapso. El matónintentó incorporar a su víctima, pero su cuerpo inerte se caía hacia un lado.

—Maldito viejo. Si hubieras cooperado, ninguno de los dos tendría que haberllegado a este extremo, pero los judíos sois así. Testarudos y ladinos, incapaces decomportaros como personas normales —dijo el Ruso, mientras zarandeaba alanciano.

—¡Ah! —exclamó el hombre, quejándose por el dolor.—¿Qué pasa, viejo? ¿Ahora protestas? Tenemos que salir en menos de una

hora y no has abierto la boca.El matón arrastró al viejo hasta un grifo y metió su cabeza debajo del chorro

de agua helada. El hombre sacudió piernas y manos, pero pareció recuperarsede repente.

—Tenemos que irnos. Será mejor que espabiles —dijo el Ruso, sujetando lacabeza del anciano bajo el agua.

Cuando Moisés levantó la mirada, sus ojos hinchados se clavaron en los delRuso y, por alguna extraña razón, el matón tuvo miedo. Sabía que aquel viejo nopodía hacerle daño, pero de algún modo aquella manera de mirarlo lo hacíasentir vulnerable.

—Vamos al coche, nos queda un largo viaje. Tenemos que llegar antes queellos. Seguramente la chica y el profesor no serán tan testarudos como tú.

El anciano se intentó poner en pie, pero no pudo. El Ruso lo agarró por lacintura y los hombros y lo sentó en su coche. Después se dirigió al asiento delconductor y salió de la granja a toda velocidad.

Mientras se incorporaba a la autopista, seguía pensado en el accidente del díaanterior. Afortunadamente, la hermana María no lo había reconocido cuando sehabía llevado al viejo. Ahora tendría que enfrentarse a ella, y no dudaría enmatarla si fuera necesario.

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Bundesarchiv, Friburgo, 23 de diciembre de 2014

Allan intentó arreglarse su chaqueta de pana con coderas, se ajustó la corbata yse peinó mientras se miraba en el espejo del coche. Ruth lanzaba miradas alretrovisor, nerviosa. Temía que el secuestrador apareciera en cualquier momentoy los pillara desprevenidos.

Tras descender del coche, caminaron en silencio hasta el gran edificio delarchivo. Una mole de hormigón con apariencia de centro penitenciario. Clara loshabía dejado en una ciudad cercana y habían alquilado un coche para llegarhasta Friburgo. No sabían nada de su amigo, pero de algún modo pensaban que susecuestrador intentaría ponerse en contacto con ellos.

—No te preocupes, Ruth. Ese cerdo esperará a que hay amos salido delarchivo. Sabe que estamos buscando algo y dejará que lo encontremos.

—Puede que tengas razón, pero nunca podemos saber cómo puede actuar unloco.

—No se trata de un loco. Seguramente es un profesional, un asesino a sueldo.Esperemos que solo quiera la información y nos deje en paz.

—Pero, Allan, ¿qué sucederá si tuviera órdenes de eliminarnos? Creo quedeberíamos llamar a la policía.

—Si llamamos a la policía, Moisés morirá.Las palabras de Allan inquietaron a Ruth. No quería que le pasara nada al

viejo profesor, pero tampoco quería morir. Moisés, al fin y al cabo, había tenidouna vida larga y ella era apenas una cría.

—Será mejor que entremos. Hace una hora que lo han abierto —dijo Allanseñalando el edificio.

—¿Nos pedirán alguna clase de acreditación para entrar? —preguntó Ruth.—Todavía conservo mi cartera, creo que con ser profesor de Oxford bastará.—¿Y yo?—Desde ahora eres mi ayudante.Los dos se dirigieron a la entrada principal, no fue muy difícil acreditarse y

pasar los controles. Quince minutos más tarde estaban en la sección MA, lasección en la que guardaban de los archivos militares.

—¿Crees que encontraremos algo aquí? —pregunto Ruth en voz baja. La salaestaba prácticamente vacía y varios ordenadores parpadeaban con su

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salvapantallas del escudo de Alemania.—La Ahnenerbe perteneció en parte a la Waffen SS. Si tu abuelo fue un

miembro de las SS, debe estar registrado aquí, y puede que hasta encontremoslas misiones en las que participó —dijo Allan en un susurro. Se acercó a una delas mesas y se sentó frente a uno de los monitores.

Buscó directamente la Ahnenerbe e inmediatamente aparecieron una grancantidad de datos.

—« La Ahnenerbe fue uno de los instrumentos de Himmler para crear ydefender algunos de los mitos de la cultura aria. El Reichsführer-SS dotó a laorganización de todo tipo de recursos. La sede se encontraba en una villa a lasafueras de Berlín. La organización poseía sus propias bibliotecas, laboratorios,talleres museísticos y cuantiosos fondos para sus investigaciones en el extranjero.En 1939, la organización tenía ciento treinta y siete estudiosos en sus filas ycontaba con ochenta y dos trabajadores auxiliares, como fotógrafos, pintores,cineastas, bibliotecarios, escultores, contables y secretarios.» —leyó en voz bajaAllan.

—Al parecer, la Ahnenerbe era la niña mimada de Himmler —dijo Ruth.—« El poder de Himmler en la organización era tal que realizaba hipótesis de

todo tipo que los científicos debían corroborar para contentarlo.» —leyó Allan.—¿Hay algo de bibliografía sobre el tema? Nos convendría encontrar algún

libro sobre la Ahnenerbe.Allan buscó bibliografía y, para su sorpresa, únicamente encontró dos libros

sobre el tema; uno titulado Das «Ahnenerbe» der SS, 1935-1945, que al parecerfue publicado por un historiador canadiense llamado Michael Kater, y tambiénuna novela de Heather Pringle titulada El plan maestro, del año 2006.

—¿Por qué hay tan pocos libros? —preguntó Ruth en voz alta.Una de las investigadoras le chistó para que bajara el tono de voz.—La respuesta es muy sencilla. Después de la guerra muchos de los

miembros de la organización se mantuvieron en puestos altos de la enseñanza yla investigación. Es lógico que no les hiciera mucha gracia que sus estudianteshurgaran en su oscuro pasado —respondió él.

—Pero ¿eso quiere decir que hubo una conspiración para ocultar la verdaderahistoria de la arqueología y la ciencia alemana? —preguntó Ruth con los ojosdesorbitados.

—Digamos que muchos eruditos dejaron el asunto en suspenso hasta los añosochenta. La caída del muro y la reunificación produjeron un nuevo interés porestos temas. Mira lo que dice aquí: « Achim Leube, profesor de arqueología de laAlemania Oriental, realizó un estudio sobre la arqueología bajo el Tercer Reich,pero hasta la caída del muro no pudo avanzar mucho en sus investigaciones. Lamayor parte de la información sobre la Ahnenerbe se encontraba en laAlemania Occidental. El profesor Leube organizó en 1998 un congreso

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internacional sobre nacionalsocialismo y prehistoria, al que acudieron cientocincuenta estudiosos de doce países» . —Terminó de leer Allan.

—Entonces, ¿por qué no hay más investigaciones publicadas? —preguntóRuth.

—Se han escrito varios ensayos sobre el viaje de los nazis al Tíbet, realizadoentre 1938 y 1939. El profesor Kater encontró numerosa correspondencia deErnst Schäfer, pero no descubrió muchos datos sobre el resto de viajes de laorganización, por lo que supuso que debió tratarse de misiones fallidas —dijoAllan.

—Todos creían que eran fantasías de nazis locos —apuntó Ruth.—A muchos les convenía pasar desapercibidos, que se olvidara su

colaboración con el nazismo. Kater, sin quererlo, desanimó a otros a investigaracerca de esos viajes —dijo Allan, apartando la mirada del monitor.

—Y crees que mi abuelo perteneció a la Ahnenerbe y participó en alguna deesas misiones —dijo Ruth

—Exacto, y si averiguamos en qué misiones participó y quiénes eran suscompañeros, descubriremos lo que tu abuelo quería decirnos —dijo Allan.

—Pero ¿cuántas expediciones se realizaron? —preguntó Ruth.El antropólogo se volvió al ordenador y buscó en la base de datos.

Aparecieron decenas de misiones dentro y fuera de Alemania.—Creo que no será tan fácil dar con las misiones en las que participó tu

abuelo —dijo Allan señalando el monitor.—Islas Canarias, Finlandia, Iraq, Bolivia, Barcelona…—La lista es interminable —dijo Allan, abrumado. Él había pensado que

aquella misma tarde saldrían con datos concretos acerca de la misteriosadesaparición de Giorgio y el secuestro del profesor Peres, pero cada vez eranmás las incógnitas que se abrían.

Allan levantó la vista y observó el reloj de la sala. Habían pasado cuatrohoras y apenas habían avanzado.

—Mierda —dijo Allan.—¿Qué sucede? —preguntó Ruth.—La mayor parte de los informes de la Ahnenerbe no están aquí.Ruth lo miró confundida. El profesor Moisés Peres había asegurado que los

archivos de la organización se encontraban en esa biblioteca.—Al parecer los norteamericanos se llevaron parte de los archivos y están en

la NARA[2], en Mary land.—Pero todo no está en Mary land —dijo Ruth señalando la pantalla.—No, también hay información en el Bundesarchiv de Berlín, y en el

Instituto Arqueológico Alemán. Creo que será imposible descubrirlo en tan pocotiempo —dijo Allan, desanimado.

Ruth buscó en el archivo de la Bundesarchiv. Al parecer se conservaban

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novecientos sesenta y un expedientes de la Ahnenerbe.—Tardaremos meses en descubrir las misiones en las que estuvo involucrado

tu abuelo, si es que tu abuelo se llamaba Thomas Kerr cuando estaba en laorganización. Pudo cambiarse de nombre para salvar el pellejo —dijo Allan.

—No creo que mi abuelo hiciera una cosa así —dijo Ruth. Parecía indignada.—Si fue capaz de ingresar en las SS y utilizar su conocimiento para ponerlo al

servicio de los nazis, podemos esperar que se cambiara el nombre para salvar lavida.

—Mi abuelo no mató a nadie. La Ahnenerbe, por lo que sabemos hasta ahora,únicamente se encargaba de hacer expediciones arqueológicas y estudiosantropológicos —dijo Ruth, frunciendo el ceño.

—Por lo que Moisés nos contó el otro día y lo poco que sé del tema, aquellasupuesta organización científica era tan solo una tapadera para llevar a buenpuerto los macabros planes de Himmler —dijo Allan, que empezaba a cansarsede la actitud de la joven.

—Pues será mejor que lo demuestres —dijo, arrogante, Ruth.—La Ahnenerbe era el instrumento de un loco para crear una nueva raza de

seres puros. La organización adiestraba a los SS y les mostraba la supuestasabiduría aria, su idea era crear una élite racial que gobernara el mundo —dijoAllan casi gritando.

Uno de los bibliotecarios se acercó hasta ellos y les rogó que bajaran el tonode voz. Allan lo miró enfadado y se puso en pie. Ruth lo siguió, desconcertada.Nunca lo había visto tan alterado. Cuando estuvo fuera de la sala, se dio la vueltay, clavando la mirada en la joven, le dijo:

—Si no estás dispuesta a tener la mente abierta y asumir que tu abuelo pudoser un criminal de guerra, probablemente un monstruo, no podremos encontrar laverdad. La vida de dos de mis mejores amigos depende de ello.

Ruth lo miró con los ojos acuosos. Tenía razón. Ella le había pedido ay uda, élhabía arriesgado su vida y la de sus amigos; tenía que intentar mantener la mentefría.

—Tienes razón. Será la última vez que me altere. Debemos descubrir laverdad y hacerlo cuanto antes.

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La Ahnenerbe fue una organización científica cuy a misión era descubrir losorígenes de la cultura y raza aria.

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Bundesarchiv, Friburgo, 23 de diciembre de 2014

Marcelo Ivanov se levantó la manga de su abrigo y volvió a mirar el reloj . Loshabía visto entrar hacía cinco horas, el sol comenzaba a desaparecer y el viejollevaba todo el día en el maletero. Si lo dejaba mucho más, esa escoria judía semoriría y tendría un problema más del que ocuparse.

Entonces vio que la chica y el hombre salían a toda prisa del edificio.Arrancó el coche y comenzó a acercarse lentamente. Cuando estuvo cerca, bajódel vehículo y se dirigió a ellos.

—Profesor Haddon y señorita Kerr, será mejor que me sigan. Tengo a suviejo amigo y si no colaboran, no lo volverán a ver con vida. No es que le quedemucha a ese cerdo judío, pero…

Allan y Ruth se detuvieron en seco. Las palabras del Ruso los había dejadoparalizados. Podían escapar corriendo, pero eso supondría la muerte de Peres.

—Será mejor que me acompañen a mi coche. No les pasará nada si medicen todo lo que saben —dijo el Ruso, metiéndose una de las manos en elbolsillo.

Los dos siguieron al matón, pero el chirrido de los frenos de un coche los hizomirar para atrás. Clara, la mujer que los había recogido el día anterior, bajó delcoche y disparó contra el Ruso sin previo aviso. Marcelo se agachó justo atiempo, y, desconcertado, huyó, perdiéndose entre los automóviles.

—Rápido, suban a mi coche —dijo la mujer, apremiándolos con un gesto dela mano.

—Pero ¿quién es usted? —dijo Allan, sorprendido.—Puede volver, será mejor que nos apresuremos. Ya le daré explicaciones

más adelante —dijo la mujer, metiéndose en el automóvil.—No podemos irnos, ese hombre tiene a nuestro amigo —dijo Allan.Ruth hizo amago de subir, pero cuando vio que Allan se alejaba, se quedó

parada.—Déjeme que eche un vistazo a su coche. Puede que encontremos algo que

nos dé una pista sobre el lugar donde está nuestro amigo.—¿Se ha vuelto loco? —dijo la mujer desde la ventanilla del conductor.—Puede que sí, pero no puedo irme sin más.Allan abrió la puerta del vehículo del Ruso. Estaba muy sucio y desordenado.

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Miró en la guantera, pero solo había discos, una linterna y restos de comida. Sedirigió al maletero y lo abrió. Los ojos pequeños de Moisés se cruzaron unsegundo con los suyos.

—Por Dios, Moisés, ¿qué te ha hecho ese tipo?

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Autopista E-51, 23 de diciembre de 2014

Unos disparos al aire convencieron a Allan y Ruth de que era mejor meterse enel coche de la mujer. Sacaron a Moisés del maletero, parecía como ido, con lamirada perdida, la cara hinchada y amoratada. Una vez dentro, la mujer pisó elacelerador, pero el silbido de las balas continuó hasta que salieron delaparcamiento.

Una vez en la autopista, la mujer miró por el retrovisor a Moisés y Ruth,parecían asustados.

—No se preocupen, están en buenas manos.—Pero ¿quién es usted? —preguntó Allan, molesto—. ¡Primero hace de

buena samaritana, después dispara a ese hombre y ahora pretendesecuestrarnos!

—¿De dónde ha sacado esa estúpida idea? —dijo la mujer—. ¿No entiendeque les he salvado la vida?

—Pero nos mintió —dijo Allan.—Es cierto, tenía la misión de vigilarlos, pero cuando ese cafre los atacó tuve

que intervenir.—¿Quién es usted realmente? —dijo Ruth desde la parte trasera.—Mi verdadero nombre es María. Dejémoslo ahí. Alguien quiere matarlos y

mi misión es protegerlos. Pueden creérselo o no, eso es asunto suy o.Se hizo un silencio en el coche hasta que Allan comenzó a hablar de nuevo.—¿Para quién trabaja?—Tampoco puedo decirlo.—¿Qué hará con nosotros? —preguntó Ruth.—No teman, los dejaré donde me pidan. Ya les he dicho que no tengo

intención de hacerles daño —dijo la mujer, ofuscada.El profesor Peres se incorporó con dificultad y, para sorpresa de todos, se

dirigió a la mujer.—Él habló de usted, al parecer la conoce.Todos lo miraron, sorprendidos. Parecía gravemente herido, pero el anciano

estaba recuperando fuerzas por momentos.—No me extrañaría, en mi profesión todos terminamos conociéndonos —dijo

la mujer.

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—¿Cuál es su profesión? —pregunto Allan.—Se puede llamar de muchas maneras, pero a mí me gusta el término más

clásico: espía.

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Bruselas, 23 de diciembre de 2014

El candidato se puso en pie frente al Parlamento Europeo. Las bancadas estabanrepletas para escuchar al que con toda probabilidad sería el líder de Europadurante los próximos cuatro años. Alexandre von Humboldt miró a loseurodiputados e intentó disimular la euforia que sentía. En quince días seconvertiría en uno de los hombres más poderosos del mundo y tendría en sumano las herramientas para cambiar las cosas.

—Señorías, es un honor dirigirme a esta cámara. Muchas veces se hantomado decisiones desde este hemiciclo que han afectado a millones de personas.Desde su creación, los destinos económicos de algunos de los países másimportantes del mundo se dirigían desde aquí, pero seguíamos divididos en lopolítico, aunque la crisis nos ha hecho cambiar a todos. Una Europa unida seráuna Europa fuerte. China es una de las potencias mundiales más importantes,Estados Unidos continúa siendo la gran potencia militar, pero ¿cómoresponderemos a las continuas amenazas de Rusia? ¿Cómo defenderemos Europadel terrorismo internacional? Los flujos migratorios convirtieron a este continenteen un coladero de terroristas e indeseables. No podíamos acoger a los parias detoda la tierra. El camino de Europa es glorioso, pero hasta que una manopoderosa controle los destinos de este gran continente, Europa no volverá a ser loque fue. Imagino que algunos me acusarán de fascista o totalitario. Muchosperiódicos dicen que mi partido es una organización criminal encubierta, pero¿quién está sacando de la crisis a Europa? ¿No es el PGE en sus diferentes ramasnacionales?

Los eurodiputados se pusieron en pie y aplaudieron. Alexandre von Humboldthizo un gesto con la mano y todos se sentaron de nuevo.

—Muchos quieren ver una Europa débil, dividida, que se preocupa más de losderechos de la humanidad que de sus propios intereses, pero eso se terminó,primero Europa y los europeos.

La sala rugió ante las palabras del candidato. Los mismos eurodiputados queun año antes habían conseguido lo impensable, crear una constitución que unierapolíticamente al continente, comenzaron a vitorear al futuro presidente de losEstados Unidos de Europa.

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Autopista E-51, 23 de diciembre de 2014

El resto del viaje lo hicieron en silencio. La oscuridad de la autopista, elmonótono sonido del motor y el agotamiento terminaron por vencerlos. Elanciano judío y Ruth dormían en la parte trasera del coche, mientras Allan yMaría permanecían callados mirando hacia delante. Al final, ella se dirigió aAllan y él la miró atentamente. Era atractiva, su expresión dulce contrastaba conunos ojos fríos e indiferentes. Desde el momento en que la conoció en laautopista tuvo un mal presentimiento.

—Entiendo que se sientan confundidos, yo también lo estaría. No estánacostumbrados a que alguien los persiga, a que sus vidas corran peligro. Aunqueno lo crea, lo único que les ha sucedido es que, por primera vez, se hanenfrentado a la realidad.

—¿La realidad?—Las cosas no son exactamente como parecen. Detrás de las cortinas del

gran teatro del mundo hay muchos poderes que luchan por prevalecer y nosiempre se puede jugar limpio.

—Esa es la excusa perfecta para gente como usted. Es fácil justificarse, decirque las cosas son como son y nadie puede cambiarlas.

—La vida no es como nos gustaría, señor Haddon —dijo ella, molesta.—Usted ha escogido ese camino, pero yo llevo toda la vida desvelando

misterios que gente como usted ha matado por ocultar. No estamos en el mismobando. Le doy las gracias por ayudarnos, pero me temo que, si recibiera unaorden de arriba, no dudaría en matarnos —concluyó Allan. Después miró por laventanilla y contempló las luces de las afueras de Berlín.

—Todos somos esclavos de algo o de alguien. De nuestro pasado, de nuestroserrores, y lo único que podemos hacer es escoger bien a nuestro amo. Leaseguro que estoy en el bando de los buenos.

—¿El bando de los buenos? Siempre me ha hecho gracia eso. Los buenospegan tiros, secuestran y matan; no veo la diferencia con los malos.

Las calles de Berlín estaban desiertas. Allan lo agradeció. Se sentía agotado ylo único que quería era una cama blanda para olvidarse por unas horas de todo.La mujer los dejó enfrente de un hotel y Allan y Ruth descendieron del coche.María llevaría a Moisés a su casa.

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El profesor y la joven se dirigieron como autómatas a la recepción y sefueron a descansar. La supervivencia era una razón tan buena como cualquierotra para sentirse felices, y hay momentos en los que el simple hecho de estarvivos es suficiente recompensa.

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Berlín, 23 de diciembre de 2014

¿Por dónde podía empezar a buscar a Haddon? La ciudad era muy grande ytardaría días en encontrarlo. En su huida lo había perdido todo, el móvil, laagenda… y no sabía el teléfono del profesor. Pensó en llamar a Oxford, tal vezdesde allí podrían localizarlo, pero era demasiado tarde. A esa hora no habríanadie en la universidad y, de todos modos, a dos días de la Navidad, era fácil quese pasaran tres o cuatro días sin coger el teléfono.

Vio el cartel luminoso de un cibercafé y entró. Se conectó a la red y buscó laUniversidad de Oxford, intentó localizar los datos de Allan Haddon, pero selimitaban a un correo electrónico y un apartado postal. Pensó que lo mejor seríaprobar con el correo electrónico, el antropólogo seguramente tendría un sistemade gestión de correos en su teléfono.

Después de redactar el mensaje y enviarlo, decidió buscar un sitio paradescansar. Desde Viena tenía la sensación de haberse librado finalmente de susperseguidores. Tras salir del local, miró a un lado y al otro, y caminó por lascalles frías de la capital. Se metió en un barrio marginal y buscó un motel demala muerte. Allí nadie lo buscaría, escondido entre la escoria era más difícil delocalizar. Aunque para él aquella gente no era escoria. Las prostitutas, losladrones y camellos tan solo eran seres humanos perdidos que buscaban sucamino a casa, o por lo menos era lo que prefería pensar. La verdadera escoriahumana muchas veces vivía en los lujosos apartamentos de las grandes ciudadesy con un simple chasquido de dedos podía provocar el sufrimiento a miles ocientos de miles de personas.

Cuando se tumbó sobre la cama, su mente siguió haciéndose preguntas.Intentó abandonar sus pensamientos y descansar, pero el miedo se adhiere a lapiel como una lapa y cuando intentas sacártelo, algo de ti muere, dejando lisiadael alma para siempre.

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Berlín, 24 de diciembre de 2014

El coche de María se paró frente a la puerta del edificio, sobre el lecho de hojasrojas caídas de un hayal. Allan y Ruth descendieron del vehículo y dejaron aMaría dentro. El viejo profesor se había quedado en su casa, al parecer se sentíaagotado.

Cuando llegaron a la puerta del Bundesarchiv de Berlín sintieron que latensión de los últimos días aumentaba de repente. Su viaje al sur de Alemania, ladesaparición de Rabelais y el secuestro de Peres los habían agotado física yemocionalmente. Allan enseñó su identificación en la entrada y el funcionario lesadvirtió que, al ser víspera de Navidad, el archivo cerraría a las cuatro de latarde. Se les había olvidado que estaban a unas horas de Nochebuena, pero niAllan ni Ruth tenían a nadie con quien pasar aquel día.

Cuando llegaron a la sala de investigadores, comenzaron a buscar datos sobrelas misiones de la Ahnenerbe. No hablaron mucho entre ellos, tenían ganas dedescubrir algo y acabar con todo el asunto.

—Mira, Ruth, aquí hay algo —dijo Allan sin mucha emoción.La chica se acercó hasta él y los dos miraron el monitor.—Himmler envió a miembros de la Ahnenerbe a ocho expediciones en el

extranjero —dijo Allan.—Yo creía que eran muchas más —dijo Ruth, asombrada.—Al parecer, la guerra impidió que muchas de las misiones se llevaran a

cabo, como las preparadas para partir hacia América. Muchos paísessuramericanos se aliaron con Estados Unidos contra los alemanes —dijo Allan—.No lo sabía. El director de la organización en aquella época fue el profesorWolfram Sievers y su superintendente era un hombre llamado Walter Wüst.

—¿Pone algo sobre ellos? ¿Siguen vivos? Podrían ser una pista para conocerlas misiones en las que participó mi abuelo.

Allan buscó la información en la base de datos del archivo. Después de unossegundos aparecieron los datos de los dos hombres en la pantalla.

—Creo que Sievers no podrá ayudarnos mucho. Fue juzgado tras la guerra ycondenado a muerte. Lo colgaron en 1948 por crímenes contra la humanidad, alparecer participó activamente en experimentos crueles con prisioneros delcampo de concentración de Struthof-Natzweiler —dijo Allan.

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—Seguro que merecía morir, pero es una pena para nuestra investigación —se lamentó Ruth.

—Aquí se reproduce una parte del juicio —dijo Allan—. Léelo, puede quedescubramos algo interesante.

De la página 398 a 409 del volumen 20, 8 de agosto, 1946.El fiscal Elwy n Jones empieza su turno de preguntas:P: ¿Es usted Wolfram Sievers, director de la Ahnenerbe desde 1935?R: Fui el director de la Ahnenerbe.P: ¿Usted recordará que el 27 de junio se presentaron pruebas contra usted por elcomisionado designado por este tribunal?R: Sí.P: Me refiero a la página 1925 de la transcripción de su declaración ante lacomisión: ¿Recuerda usted que el doctor Pelckmann, el abogado de las SS, lollamó para demostrar que la Ahnenerbe no sabía de los experimentos biológicosdel grupo dirigido por el doctor Rascher, realizados con reclusos?R: Sí.P: ¿Y recuerda (el acta está en la página 1932 de la transcripción) cuando eldoctor Pelckmann le preguntó: « ¿Tenía usted alguna posibilidad de tener algunapista acerca de las circunstancias relativas a/o la planificación de los métodos o eldesarrollo de estos experimentos científicos del Departamento CientíficoMilitar?» , y usted contestó « No» ?R: Lo recuerdo.P: Y cuando fue interrogado, ¿no recuerda haberle dicho al comisario queHimmler y Rascher fueron muy buenos amigos, y que usted no sabíaexactamente lo que estaba pasando? ¿Se acuerda de eso?R: Dije que se me informó acerca de estos asuntos solo en general pero no enparticular.P: En la última pregunta del interrogatorio, le pedí que me dijera cuántaspersonas estimaba usted que fueron asesinadas en relación con los experimentosde Rascher y otros de la misma índole llevados a cabo bajo el pretexto de la« ciencia nazi» . Usted respondió lo siguiente: « No puedo decirlo porque no teníaconocimiento de estas cuestiones» . ¿Se acuerda de la página 1939 de latranscripción?R: Sí.

Ruth interrumpió la lectura. Estaba asombrada por las respuestas del

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interrogatorio.—Me parece increíble. Si no entiendo mal, el tribunal estaba acusando a

Sievers de colaborar con las SS en crímenes de guerra —dijo la joven.—Eso parece. Ya nos dijo Peres que la Ahnenerbe había aparecido ante la

opinión pública como una organización meramente esotérica y seudocientífica,pero la realidad es que colaboró activamente con el exterminio de personas —dijo Allan.

El hombre miró de nuevo la pantalla e intentó saltarse algunas partes delinterrogatorio para ir al grano.

P: Ahora, quiero que busque una carta que le envió a Brandt, en respuesta a unacarta del propio Brandt que contiene sugerencias en cuanto a dónde encontrar losesqueletos que necesitaban. Está en las páginas 14 y 15 del cuadernillo dedocumentación en alemán, señoría. Es una carta titulada « La Ahnenerbe» , defecha 9 de febrero de 1942, clasificada como « Secreto» . Está dirigida a Brandt,ayudante de Himmler. Es su carta, testigo, ¿no es esta su firma?R: Sí.P: Voy a leerla:« Estimado Camarada Brandt:El informe del doctor Hirt, que usted solicitó en su carta de 29 de diciembre de1941, se presenta en el anexo. No he estado en condiciones de enviárselo antesporque el profesor Hirt ha estado muy enfermo» .Luego se mencionan algunos detalles de su enfermedad.« Debido a esto, el profesor Hirt no fue capaz de escribir más que un informepreliminar que, sin embargo, me gustaría presentarle. El informe se refiere a:1. Sus investigaciones con el microscopio en órganos vivos; el descubrimiento deun nuevo método de examen y la construcción de un nuevo microscopio deinvestigación.2. Su propuesta para garantizar cráneos de judíos» .Luego está su firma. Usted envió esta carta junto con el informe del doctor Hirt ysus sugerencias.

Allan dio otro salto en la lectura.

P: ¿Cómo conseguían esas calaveras partiendo de sujetos vivos?R: No le puedo dar los detalles exactos. En los interrogatorios anteriores heseñalado que el profesor Hirt habría de responder por sí mismo sobre este asunto.P: Ahora, testigo, quiero darle otra oportunidad para decir la verdad. ¿Está usted

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diciendo a este tribunal que usted no sabe de qué forma se consiguió esacolección de cráneos y esqueletos?R: Eso aparece en el informe. Algunas personas fueron puestas a nuestradisposición para esta tarea por orden de Himmler.P: Que fue quien puso en marcha esta operación. ¿Tenía usted algo que hacer enel proceso de acopio de cuerpos?R: No, nada en absoluto, y no sé ni de qué manera empezó este asunto, y a que nosé nada de la correspondencia directa o de las reuniones que tuvieron lugarpreviamente entre Himmler y Hirt.P: Testigo, le he dado la oportunidad de no cometer perjurio y no la haaprovechado. Quiero que mire el siguiente documento […]

María entró en la sala, y Allan cerró la pantalla bruscamente. No esperabanverla allí. El profesor le pidió a Ruth que imprimiera el documento, y a tendríantiempo de verlo a solas.

—Siento interrumpir, pero ha sucedido algo terrible —dijo la mujer,intentando mostrar algún sentimiento.

—¿Qué? —preguntó Ruth, impaciente.—El profesor…—¿Qué? —dijo Allan.—El profesor Moisés Peres ha muerto. Alguien entró en su casa y le pegó un

tiro. La sala de estar estaba desordenada, como si buscaran algo en su interior. Lapolicía quiere hablar con ustedes —dijo María.

—¿Con nosotros? ¿Por qué? —dijo Ruth.—Al parecer hay varios testigos que los vieron entrar en su casa hace un par

de días y a usted se le ha dado por desaparecido. La policía los busca parainterrogarlos por asesinato.

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Berlín, 24 de diciembre de 2014

El inspector jefe de la policía metropolitana de Berlín entró en el salón ycontempló el desorden con cierta indiferencia. Quedaban unas horas paraNochebuena y el maldito asesinato del profesor Moisés Peres lo había sacado decasa y había enturbiado la tranquilidad de un día como aquel. Uno de los oficialesle enseñó el informe y miró hacia la marca donde había estado el cuerpo.

—El forense tendrá un informe completo en un par de horas —dijo el oficialde policía.

—¿Un par de horas? En estos momentos y a debería estar preparando missalchichas con ensalada de patata y sacando el stollen del horno. Hablen con elforense, él está de guardia, pero necesito que confirme que se trata de unasesinato para que cursemos una orden de busca y captura. —El inspector jefese frotó su bigote rubio y caminó entre los papeles.

—Ahora mismo lo llamamos —dijo el oficial.—¿Cómo sucedieron los hechos? —preguntó el inspector.—Según parece, el profesor estaba sentado en el sillón. Alguien abrió la

puerta de la calle, pero no la forzó.—¿La abrió con una llave?—No lo sabemos, creemos que el profesor conocía al asesino y le abrió.—Varios testigos han recordado que el profesor Allan Haddon y una joven

negra han estado en la casa varias veces en la última semana —dijo el inspector.—¿Allan Haddon?—Es un profesor inglés de antropología. Hemos estado en su hotel, pero dicen

que lleva días sin aparecer.—¿Está desaparecido?—Eso es lo que nos consta —dijo el inspector.—Pero ¿qué razones podría tener ese profesor Haddon para matar a su

colega Peres? —preguntó el inspector jefe.—¿Celos profesionales?—No creo que llegara a tanto. Tiene que haber más sospechosos.—Pero en el arma están las huellas del profesor Haddon, las hemos cotejado

con nuestra base de datos —dijo el inspector.

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El inspector jefe lo miró sorprendido. Aquello era un verdadero golpe desuerte. Con el arma homicida y las huellas del principal sospechoso, podía cursaruna orden de busca y captura y llegar a su casa antes de que su familiacomenzara a cenar.

—Redacten la orden, buscamos a Allan Haddon como principal sospechosode asesinato —dijo el inspector jefe.

Uno de los agentes se acercó a los dos hombres.—¿Qué sucede? —preguntó el inspector.—Un hombre pregunta por el inspector jefe.—¿Quién es?—Me ha dicho que se llama Allan Haddon.

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Roma, 24 de diciembre de 2014

Las estancias del papa estaban en silencio. En la plaza de San Pedro la multitudcomenzaba a agolparse. Gente de medio mundo venía a la ciudad para la famosamisa del gallo. Para algunos era la única oportunidad de ver oficiar una misa alpapa y regresar a sus hogares con la tranquilidad de que todos sus pecados habíansido perdonados. Pío XIII se movía inquieto por la habitación. Sus ropasdescansaban sobre la cama, pero él seguía llevando el habito con el quetrabajaba. No había probado bocado y sentía que la tensión de los últimos días seacumulaba en aquella jornada tan especial.

El camarlengo entró en la habitación y ordenó a las religiosas que los dejarana solas.

—Santidad, me han dicho que no habéis comido nada. Lleváis días así, podéiscaer enfermo —dijo el camarlengo, inquieto.

—Jesús ayunó cuarenta días en el desierto. No creo que me suceda nada porno comer en unos días.

—Jesús tenía treinta años y era Dios —dijo el camarlengo.—Yo soy su vicario y los años son galardones que Dios nos da —dijo el papa,

molesto.El camarlengo agachó la cabeza en señal de respeto. No era sencillo tratar

con el hombre que encabezaba a la mayor Iglesia de la cristiandad.—Por lo menos tome un poco de sopa —insistió.—Tengo un nudo en el estómago. Seguimos sin noticias de Giorgio Rabelais y

al parecer sor María no ha enviado ningún informe. Creía que sabríamos algoantes de Nochebuena. En estas condiciones no puedo oficiar —dijo el papa.

Las palabras del sumo pontífice dejaron al camarlengo estupefacto. Desdehacía siglos todos los papas habían dado esa misa solemne. Si Pío XIII no lohacía, los rumores sobre su salud o su estado de ánimo correrían como lapólvora.

—Santidad, miles de personas de todo el mundo se han reunido en Roma paraescuchar su mensaje. Quieren regresar a casa con su bendición. La misa seráretransmitida por cientos de televisiones de casi todos los países del mundo…

—¡Soy el papa, yo decido lo que es bueno para la Iglesia! —gritó,enfurecido, el sumo pontífice.

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Se dirigió hacia su despacho privado, se asomó a la ventana y respiró hondopara tranquilizarse. El camarlengo lo siguió y permaneció en silencio.

—¿Qué buscan? —preguntó el papa en voz alta.—Buscan esperanza, quieren que alguien de carne y hueso les diga cuál es la

voluntad de Dios —respondió el camarlengo.—¿La voluntad de Dios? —repitió el papa.—Sí, santidad.—¿Quién puede saberlo? Hoy estamos aquí y mañana quién sabe. Los

caminos del Señor son inescrutables —dijo, comenzando a calmarse.El camarlengo miró el rostro agotado del papa. Sus gafas brillaban con la luz

de las calles. Llevaba casi un año en su cargo, pero el peso de lasresponsabilidades comenzaba a doblegar su espíritu. Lo había visto en otros antes,pero aquel hombre llevaba alguna carga que lo atormentaba.

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Bruselas, 24 de diciembre de 2014

La cena de gala estaba a punto de comenzar. Alexandre von Humboldt entró enel gran salón del hotel del brazo de su segunda esposa, Anna. El aspecto de los dosera inmejorable, podrían haber posado para cualquier revista de moda.Alexandre se mantenía en forma con sus partidos de tenis, sus paseos en bicicletay, cuando tenía tiempo, sus partidos de fútbol con sus viejos amigos de launiversidad. Anna había sido modelo de alta costura y conservaba ese aire demaniquí ausente, pero su simpatía y su perfecta sonrisa eran capaces de seduciral votante más escéptico.

Después de sentarse en la mesa de honor, la música comenzó a sonar. Lamesa redonda estaba repleta de jefes de Estado. Varios monarcas y dos primerosministros conversaban amigablemente. Muchos políticos y reyes estabanpreocupados sobre su nuevo estatus dentro de una Europa unida.

—Von Humboldt, ¿qué piensa usted del nuevo sistema federal? —preguntó elpresidente de la República de Italia.

—Los estados siguen siendo soberanos, ya lo saben. Además, muchas de susleyes particulares seguirán operando durante años. La federación se centra enuna política internacional única, un Ejército bajo un solo mando y un TribunalEuropeo más eficaz —respondió Alexandre.

Uno de los monarcas lo miró con cierto desdén. Todos sabían que el candidatoera un republicano convencido.

—¿Cómo puede respetarse la soberanía nacional y al mismo tiempo haberuna soberanía europea? —preguntó.

—Los gobiernos y sus representantes tienen las competencias en materia deseguridad, economía, educación…

—Eso es una verdad a medias —dijo otro de los monarcas, sin poderdisimular su disgusto.

Alexandre le sonrió e intentó controlar sus emociones. Cuando estuviera en elpoder, muchas cosas tendrían que cambiar.

—No entiendo, ¿por qué dice eso? —dijo el candidato.—Si el presidente de los Estados Unidos de Europa controla al Ejército, dirige

la política internacional, reparte los presupuestos nacionales y tiene en Bruselaslos tribunales, ¿qué margen les queda a los estados nacionales? —dijo el monarca

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con el ceño fruncido.—Seremos ecuánimes. Queremos una Europa fuerte, no dividida. Cuando el

terrorismo sacudió nuestras ciudades, cada país tomó sus medidas, cuando lacrisis económica nos estalló en las manos, muchos presidentes gritaron « sálvesequien pueda» . Las oleadas de inmigrantes no dejaban de llegar…

—Pero eso sucedía en todo el mundo —lo interrumpió el presidente francés.—Es cierto, pero cuando Europa creó la Comisión de Emergencia y los

Estados sacrificaron algunas de sus prerrogativas, comenzaron a mejorar suseconomías —dijo Alexandre.

—No lo niego, pero también se recortaron derechos fundamentales como lalibertad de prensa, la libre circulación de ciudadanos europeos, las ayudas altercer mundo… —dijo uno de los monarcas.

—En tiempos de crisis hemos de realizar ciertos sacrificios —dijo Alexandre.Anna sonrió a los comensales y, dirigiéndose a sus esposas, comentó:—Es Nochebuena, creo que por hoy podríamos dejar la política a un lado.

¿No les parece, caballeros?Todos sonrieron y el ambiente comenzó a ser más distendido. El teléfono

móvil de Alexandre sonó. Lo miró discretamente debajo de la mesa. El malditoprofesor judío había muerto, por lo menos aquella noche tendría algo quecelebrar, pensaba mientras guardaba el teléfono y contemplaba los adornosnavideños del gran salón.

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Berlín, 24 de diciembre de 2014

El inspector jefe intentó disimular su cara de disgusto. Ahora tendría que llevar aAllan Haddon a comisaría e interrogarlo. Podía encargar a algunos de sussubordinados que se ocuparan del caso, pero el profesor Moisés Peres era uno delos miembros más conocidos de la comunidad judía de Alemania, unsuperviviente de los campos de concentración y el impulsor del Museo Judío deBerlín.

El inspector se llevó a un cuarto contiguo a Allan y dejó que sus hombres seocuparan de su acompañante.

—Profesor Allan Haddon, lamento conocerlo en estas tristes circunstancias.Creo que el profesor Peres y usted eran amigos —dijo el inspector jefe.

—Lo éramos desde hace más de quince años, cuando yo vine a Berlín aescribir mi tesis —dijo Allan, emocionado. El desorden de la casa y las manchasde sangre en el suelo habían terminado de revolver sus sentimientos.

El inspector jefe lo observó detenidamente. El profesor inglés estaba algodespeinado; su traje arrugado y sus ojeras ponían de manifiesto que no habíatenido una buena semana.

—El profesor Peres ha sido asesinado. Alguien escuchó ruido y llamó a lapolicía —dijo el inspector jefe.

—Es terrible —dijo Allan.—Creemos que los disparos los realizó un hombre. Es posible que el profesor

Peres lo conociera, ya que la puerta no estaba forzada.—¿Quién pudo hacer una cosa así?El inspector comenzó a dar vueltas por el cuarto, como si estuviera buscando

la forma de interrogar al sospechoso antes de que se diera cuenta de la gravedadde los hechos.

—¿Visitó usted al acusado recientemente?—Sí, esta misma mañana.—¿Dónde ha estado la última semana? Al parecer abandonó su hotel

precipitadamente.—Tuve que viajar al sur del país por un asunto urgente —dijo Allan, nervioso.—¿Qué asunto?—No está relacionado con el caso —se apresuró Allan, evasivo.

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—Permítame que eso lo decida yo —dijo el inspector jefe, molesto.—¿Me está interrogando? —preguntó Allan.—No, es solo una charla cordial. Queremos encontrar al asesino de su amigo.El profesor intentó relajarse, pero el tono del inspector lo preocupaba. Notaba

que las preguntas no eran simplemente una forma de averiguar quién podía ser elasesino de su amigo, parecía como si el inspector quisiera incriminarlo.

—Estoy muy cansado, ¿podríamos dejar esto para otro momento? —preguntó Allan.

—Ya me gustaría, pero cuanto más tiempo tardemos, más difícil seráencontrar al asesino.

—Continúe —dijo Allan, resignado.—¿Por qué está en Alemania?—Vine para dar una conferencia.—¿Una conferencia? Según mis informes esa conferencia tuvo lugar hace

días. Tendría que estar en Inglaterra de vuelta, ¿no salía su avión esta mañana?—Lo he perdido.—Comprendo —dijo el inspector apuntando algo en su libreta electrónica—.

¿Estaban investigando algo usted y el profesor Peres?—Sí, bueno, no exactamente.—¿Sí o no? —preguntó el inspector jefe, impaciente.—Le pedí su opinión sobre un tema, pero no estábamos investigando juntos.—¿Quién es la mujer que lo acompaña?—Una becaria —mintió.—¿Una becaria?—Sí, me ayuda en las clases y yo dirijo su tesis.—¿Cuál es su nombre? —preguntó el inspector jefe.—Será mejor que se lo pregunte a ella.Allan estaba realmente nervioso, quería salir de allí, pero temía que el policía

pudiera interpretar eso como algo sospechoso.—Necesito un poco de agua —dijo Allan.—¿Agua? Espere un momento. —El inspector se dirigió a la puerta y Allan

miró rápidamente la sala. La única salida posible era una ventana que daba altejado del porche. Si era lo suficientemente rápido, podría correr por los tejadoshasta el fondo de la calle.

No lo pensó. Abrió la ventana, comenzó a correr y saltó hacia la otra casa.Escuchó los gritos del inspector jefe, pero y a no podía volver atrás. Ruth tendríaque apañárselas ella sola.

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Berlín, 24 de diciembre de 2014

Ruth Kerr escuchó los gritos en el piso de arriba. El agente de policía no le habíahecho mucho caso. Después de pedirle que esperara sentada, se había marchadoa charlar tranquilamente con otros dos compañeros. Ruth imaginaba que, siendoNochebuena, a los policías no les hacía mucha gracia estar de servicio. Selevantó de un salto y, sin pensarlo, se dirigió a la puerta trasera, que daba a unjardín. Cuando alzó la cabeza, vio a Allan corriendo por los tejados. El inspectorjefe lo seguía como podía, pero si los policías no lo alcanzaban desde el suelo,Allan se escaparía.

Ruth saltó la valla del jardín y corrió por el césped mientras pasaba a la otracalle. No podía ir al encuentro de Allan, si lo hacía los cogerían a los dos. Laúnica solución era buscar un sitio seguro y luego intentar dar con él.

La chica sentía el corazón en un puño, el pulso acelerado y un dolor intensoen el pecho. Se le pasó por la cabeza que existía la posibilidad de no poder volvera encontrar a Allan, pero intentó apartar esos pensamientos de su mente. Cuandomiró hacia atrás comprobó que nadie la seguía, al parecer el profesor habíacentrado la atención de todos los policías.

Se montó en un autobús y se dirigió al centro de Berlín. Allan querría tomar eltren hasta el aeropuerto e intentar salir del país cuanto antes. Ruth se dirigió alaeropuerto y, cuando estuvo en una de las cafeterías, se sentó y marcó elteléfono del profesor. Sonaron tres tonos antes de que respondieran.

—Sí —lanzó una voz masculina.—¿Allan, estás bien? —preguntó con la voz entrecortada.—¿Quién es? ¿Es la señorita Kerr?La chica dio un respingo. Al otro lado del teléfono no estaba Allan Haddon.—Habla con el inspector jefe de la policía de Berlín. Será mejor que usted y

su amigo se entreguen. Los cargos contra ustedes son muy graves y su huida nohace más que empeorar su situación. El señor Haddon está acusado de asesinatoy usted de encubrimiento. La policía los buscará y los encontrará, no importadónde se encuentren.

Ruth colgó el teléfono y sintió que la respiración se le aceleraba. ¿Cómo voy aencontrar ahora a Allan?, se preguntó, cada vez más nerviosa. Su teléfono sonó y

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la chica dudó en contestar. Aquel policía tenía razón, era una locura escapar, porlo menos en la cárcel estaría segura y podría aclararse todo ese misterio.

—Inspector… —dijo Ruth, pero la voz que escuchó al otro lado la hizoenmudecer.

—¿Ruth, estás bien?—Sí.—Tienes que venir al aeropuerto cuanto antes, tomaremos el primer avión a

Londres, tenemos que escapar antes que la policía divulgue mis datos.—Allan, eres tú —dijo Ruth con lágrimas en los ojos.—¿Y quién iba a ser?—Estoy en el aeropuerto.—Perfecto, ¿dónde?—En una cafetería —dijo la chica intentando leer el letrero, pero al girar la

cabeza vio el pelo moreno del profesor y colgó. Se levantó y se abalanzó haciaél. Se abrazaron y Ruth sintió el aliento de Allan en su pelo. Estaba a salvo denuevo.

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Berlín, 24 de diciembre de 2014

—No quedan asientos libres. Es Nochebuena, todo el mundo regresa a casa. Noencontrará vuelo esta noche —dijo la azafata de tierra, después de buscar en subase de datos.

—¿No hay en primera clase, un avión privado, cualquier medio?—Bueno, hay un servicio, pero es algo caro. Es un avión privado, pero

necesita un piloto —dijo la azafata.—¿Un piloto? —dijo Allan desesperado—. ¿De dónde quiere que saque un

piloto?—No sé…Ruth intentó decir algo, pero él estaba tan alterado que no podía dejar de

resoplar y moverse de un lado para el otro.—Allan, yo…—Ahora no, Ruth. Será mejor que me encargue yo de esto —dijo Allan

mirando hacia la azafata.—¡Allan! —gritó la chica. El hombre se giró sorprendido.—Sé volar, mi abuelo me matriculó en una academia cuando cumplí los

dieciocho.—¿Sabes volar? Eres una caja de sorpresas —dijo Allan sin dar crédito.El profesor contrató el servicio y una azafata los llevó hasta el avión privado.

Ruth se sentó frente a los mandos del avión y comenzó a mover palancas einterruptores.

—Bueno, no es un modelo muy nuevo, pero creo que no tendré ningúnproblema —dijo Ruth, muy segura de sí misma.

—Será mejor que despeguemos. He pensado que podríamos aterrizar en elaeródromo de Oxford. Necesito pasar por mi despacho lo antes posible, despuésintentaremos desaparecer por algún tiempo en la casa que un amigo tiene en lasBermudas —dijo Allan.

—Pero ¿qué sucederá con Giorgio? —dijo Ruth.—No sabemos si está vivo —se justificó Allan.—La muerte de Peres habrá sido inútil y los que han causado todo esto

saldrán impunes.—Nos persiguen dos o tres asesinos a sueldo, la policía de Alemania y quién

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sabe cuántos grupos más. Si lo que sabía tu abuelo pudo estar oculto más desesenta y cinco años, lo podrá estar un par de años más, ¿no?

—Nos acusan de asesinato, somos unos prófugos —dijo Ruth poniéndose a losmandos del avión.

—No veo otra solución, será mejor que salgamos de aquí.El aeroplano fue tomando velocidad hasta ascender suavemente. El cielo casi

negro de Berlín estaba cubierto por nubes y, a medida que se elevaban, suavescopos de nieve descendían sobre la ciudad. Mientras, en millones de hogares, lagente celebraba la primera Navidad de la recuperación económica. En unos días,Europa conseguiría su sueño de siglos, convertirse en un gran imperio. El imperioque soñaron Carlomagno, Carlos V y Napoleón.

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Berlín, 24 de diciembre de 2014

El hombre observó el cordón policial delante de la casa de Moisés Peres y seasustó. ¿Qué le había pasado a Haddon? Cuando llegó a Berlín desde Roma estabaseguro de que el bueno de Moisés lo ayudaría a ponerse en contacto con elantropólogo, pero ahora no sabía lo que había sucedido.

La policía comenzó a abandonar la zona y el hombre se quedó unos segundosmirando la fachada y preguntándose adónde iría ahora. El único sitio en el queAllan podía estar era en Oxford. Se apretó el abrigo y caminó por la callenevada. La temperatura bajaba con rapidez y el frío comenzaba a instalarse ensus huesos.

Tuvo ganas de regresar a Roma y postrarse a los pies del papa, él sabríacomprenderlo, pero era demasiado tarde.

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Bruselas, 24 de diciembre de 2014

Alexandre salió a la gran balconada del edificio y sintió que la brisa frescadespejaba su mente. Anna lo siguió a los pocos minutos.

—¿Por qué te has marchado de la fiesta? —le preguntó, rodeándolo por lacintura.

—No soporto a esos burócratas y chupasangres, son el cáncer de Europa —dijo Alexandre con cara de desprecio.

—¿Acaso no eres tú un político? —dijo Anna, divertida.El hombre se volvió con rabia y le sujetó las manos.—No soy uno de ellos. Tu padre, el « magnate ruso del petróleo» , creía que

casaba a su hija con el futuro saqueador de Europa, pero yo voy a terminar contoda la corrupción y depurar el continente.

—Me haces daño, cariño.—Reyes, presidentes y altos funcionarios serán los primeros en caer. Una

nueva Europa para un nuevo milenio.—No te dejarán hacerlo, Alex.—¿No me dejarán? Tengo el may or ejército del mundo. Millones de

seguidores capaces de hacer lo que les pida. Cuando tome el poder nada podrádetenerme.

—Ellos son muy fuertes —dijo la mujer, asustada.—Ahora lo son, pero cuando yo tenga el mando tendrán que aceptar mis

órdenes o desaparecer —dijo Alexandre, furioso.—Todavía tenemos que ganar.—¿Aún dudas de nuestra victoria? No hay otro partido tan poderoso, nuestros

oponentes no podrían gobernar aunque se aliaran todos en una gran coalición.—Ten cuidado, cariño. No sabes a quiénes te estás enfrentando.—Lo sé perfectamente. Te lo aseguro.

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Toledo, 24 de diciembre de 2014

—¿Tienes noticias de nuestro agente? —preguntó el arzobispo.—Me temo que no son muy buenas. Al parecer, tuvo retenido a uno de ellos,

un tal Peres, pero cuando iba a capturar al resto, una agente del Vaticano seinterpuso y escaparon —dijo el secretario.

—Maldita sea. El Ruso ha fracasado, ¿qué podemos hacer ahora?—No está todo perdido. Nuestro hombre estuvo unas horas a solas con el

viejo judío, y pudo sacarle algo de la información —dijo el secretario.—¿Encontró el objeto? —preguntó el arzobispo, ansioso.—No, excelencia. No lo encontró. Según nos ha informado, duda de que ellos

lo tengan —dijo el secretario, algo nervioso.—Entonces, ¿quién lo tiene?El arzobispo terminó de ponerse sus ropas y se miró frente al espejo. En unos

minutos comenzaría la misa del gallo. Llevaban siglos intentando que la Iglesiacatólica cambiara. Habían propiciado dos concilios, instigado a los curas de laTeología de la Liberación en Suramérica, y cuando creían que iban a conseguircolocar al primer papa perteneciente a los Hijos de la Luz, Pío XIII se adelantó yse convirtió en otro papa conservador y populista.

—Que use todos los medios para encontrarlos. Quiero el objeto antes de AñoNuevo. Será una buena noticia para comenzar el año, ¿no cree? —dijo elarzobispo sonriente.

—Lo será sin duda, pero solo quedan siete días, excelencia.—En tres días destruiré este templo y edificaré otro mayor… —dijo el

arzobispo parafraseando a Jesús—. Yo le doy siete, justo el doble.—Pero nosotros no somos como Jesús.—Un mito no puede cambiar nada, sin embargo nosotros devolveremos al

mundo la verdadera religión, la que miles de teólogos han intentado destruir. Lareligión en la que el hombre es la medida de todas las cosas.

—Sí, excelencia. Se hará como ordenáis.

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Roma, 24 de diciembre de 2014

El papa caminó por la gran basílica mientras la multitud seguía entrando en lasala abarrotada. Las potentes luces iluminaban el impresionante edificio. Elmármol resplandecía mientras los mantos púrpuras, rojos y el armiño papal seacercaban al altar. Los órganos retumbaban inundando Roma de música. Elsilencio reverencial de los fieles contrastaba con los fuegos artificiales queiluminaban la noche de la Ciudad Eterna.

El sumo pontífice se detuvo frente al altar y se santiguó. La tensión de losúltimos días lo mantenía cansado y abrumado por los problemas. Se dirigió a sutrono y se sentó mientras la ceremonia daba comienzo.

Escuchó la misa en silencio, meditabundo y con los ojos cerrados. Sabía quelas cámaras de medio mundo estaban reproduciendo cada uno de sus gestos, perono tuvo ánimo ni fuerzas para intentar disimular su fatiga. En los últimos meseshabía perdido gran parte de su vitalidad, había llegado al solio pontificio casi sinfuerzas, cuando la vida le pedía que se retirase. Dios exigía sacrificios másgrandes, pero recompensaba añadiendo fuerzas a su cansado cuerpo.

Cuando tuvo que dirigirse al púlpito, notó que las piernas le flaqueaban. Noera la primera vez, seis semanas antes había tenido que guardar reposo durantevarios días mientras la cristiandad entera rezaba por él.

Caminó unos pasos, pero las fuerzas le faltaban. Comenzó a sudarcopiosamente y se tambaleó. Varios sacerdotes se acercaron corriendo parasujetarlo, pero fue demasiado tarde. El papa se desvaneció. La congregación dioun grito de horror y la guardia suiza comenzó a desalojar la iglesia. Las cámarasseguían grabando mientras cuatro sacerdotes sacaban al papa. El mundo enterose conmovió. El líder más importante de la cristiandad estaba enfermo.

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Segunda parte

Los antropólogos de Himmler

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Auschwitz, 8 de junio de 1943

El asistente de Bruno Beger se acercó hasta él y le comunicó la hora de partida.El oficial de las SS se disculpó amablemente ante el dueño de la posada y secolocó su gorra negra. El pueblo de Oswiecim no distaba mucho del campo deconcentración de Auschwitz, pero en comparación parecían el cielo y el infierno.

Beger caminó junto a su asistente, Wilhelm Gabel, un escultor que habíaentrado en la Ahnenerbe como casi todos, buscando un medio para sobrevivir yprosperar rápidamente en el complejo sistema de corruptelas nazis. Beger lohabía conocido cuando sacaba moldes de los tibetanos en las expediciones quehabían hecho juntos a principios de los años treinta. Ahora tenía que hacer elmismo trabajo con prisioneros judíos.

Gabel se sentía igual de asqueado con su trabajo que Beger, pero cadamañana se armaba con mil excusas que lo ayudaran a seguir adelante. Sabía queno existía mayor cobardía que intentar vivir cada día con un poco menos dedignidad, pero él no había elegido nacer en aquella Europa loca que se deslizabahasta el desastre.

—¿Dónde estará Hans? Siempre llega tarde. Quiero hacer el trabajo yregresar a Berlín lo antes posible —dijo Beger, enfadado.

—Dicen que las cosas en el frente ruso marchan muy mal —comentó Gabel.—Contrapropaganda para desanimar a los hombres del Reich —dijo Beger

sin mucho interés. En la Ahnenerbe había decenas de informadores de laGestapo que intentaban descubrir traidores y desengañados para ahorcarlos oenviarlos al frente.

El doctor Hans Fleischhacker era un viejo amigo de Beger, lo habíaacompañado al Caúcaso y su especialidad era examinar el color de la piel de losjudíos. Aquella mañana debía llegar con su asistente, Thomas Kerr, un jovenestudiante de antropología que lo ayudaba desde hacía tiempo.

Los dos hombres se sentaron en el hermoso jardín del hotel, junto a laestación de tren, y dejaron que el sol del verano relajara sus mentes por un rato.

—No me gusta Auschwitz —dijo Gabel.Beger se enfadó, aquel tipo no sabía la suerte que tenía. La mayor parte de

los jóvenes de Alemania moría cada día en la estepa rusa y él solo tenía quehacer unos moldes a unos cerdos judíos, que comían y dormían a costa del

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Estado.—Guárdese sus comentarios para usted, no estamos en el patio del colegio,

esto es la vida real —dijo Beger intentando no perder los nervios.El doctor Fleischhacker llegó con su asistente y los cuatro hombres se

dirigieron en coche hasta el campo. Beger ya había estado allí en variasocasiones. Unos días antes se había encargado de elegir a los prisioneros, ahoratenían que medirlos, realizar los moldes, terminar el examen y volver a Berlín.

Atravesaron los controles del campo y se adentraron entre los barracones deladrillo rojo; las calles pavimentadas, cada una con su nombre, la hacían pareceruna tranquila ciudad modelo. Pero Beger y sus hombres sabían lo que se hacíaallí, aquello era una fábrica de muerte y horror.

Beger se bajó del vehículo y observó por unos segundos el humo negro de laschimeneas. El olor era la única cosa que los nazis no habían logrado disimular enAuschwitz, como si la verdad se resistiera a ser manipulada hasta el extremo dedesaparecer sin más.

El bloque 28 permanecía en silencio a pesar del centenar largo de prisionerosque formaba delante del barracón. Las mujeres eran guapas a pesar de su pelorapado, el traje sucio a rayas y la delgadez. Él mismo se había encargado deseleccionar lo mejor que había en el campo.

Gabel bajó su instrumental del vehículo y los otros tres oficiales se apearonentre chanzas. El doctor Fleischhacker bromeó sobre el aspecto de algunasprisioneras y su asistente, Kerr, intentó disimular sus nervios; era la primera vezque entraba en el campo.

—Señor —dijo un joven oficial, apenas un crío.—Teniente Beger —contestó este.—Ya está todo dispuesto. Llegué ayer para preparar a los prisioneros; se

muestran colaboradores y no creo que den problemas.—Gracias —dijo Fleischhacker, saludando militarmente al joven oficial.—Mire, doctor Fleischhacker, hay prisioneros de diferentes regiones: Grecia,

Alemania, Polonia, Francia, los Países Bajos, Noruega y Bélgica. Yo creo que esuna muestra significativa —dijo Beger, mientras con sus guantes blancos tocabael rostro de algunos de los prisioneros.

La larga fila de judíos se mostraba impasible. La mirada baja, el cuerporígido por el miedo y la angustia.

—Varios son de Salónica. Es el mejor material que ha llegado últimamentepor aquí —dijo Beger, mientras Kerr apuntaba algunos detalles que le dictaba eldoctor.

Fleischhacker examinaba por encima a los prisioneros. Con su bata blanca, lestransmitía una falsa seguridad, la creencia casi inviolable de que un médiconunca puede hacer daño a sus pacientes.

—No todos son judíos. Hay dos cristianos polacos, dos uzbecos, un mestizo

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mitad uzbeco y mitad tay iko, y también tenemos un chuvasio —dijo Begerenseñando sus trofeos al médico.

—Pero a estos no hace falta incluirlos —dijo Fleischhacker.—Me los ha pedido el departamento que investiga Asia, no he sabido

negarme —dijo Beger.—Son unos especímenes excepcionales. Lo felicito —dijo Fleischhacker,

complacido.—Los ciento quince mejores de todo el campo. Nos ha costado semanas

seleccionarlos. No saben que van a realizar un gran servicio a la ciencia —dijoBeger.

—Los grandes avances siempre han sido así —dijo Fleischhacker.La revisión general duró más de cuatro horas. Los cinco alemanes quedaron

exhaustos, pero preferían acabar cuanto antes y regresar a casa para descansarjunto a sus familias. Aún tendrían que emplear un par de días más antes devolver a Berlín, pero por hoy el trabajo había terminado.

Tomaron su coche y se dirigieron satisfechos al hotel. Los acompañaba eljoven oficial que los recibió junto al bloque 28. Cuando llegaron, ya tenían unasuculenta cena encima de la mesa. Se ducharon para quitarse el olor a sudor ymuerte, después bajaron al jardín y, bajo un cielo estrellado y sin nubes,comieron y bebieron. Cuando el alcohol comenzó a hacer su efecto, cantaronviejas canciones de amor y amistad. Estaban ayudando a convertir Alemania enun lugar mejor, aunque antes tenían que contribuir a limpiarla para siempre.

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Oxford, 25 de diciembre de 2014

El vuelo terminó sin sobresaltos. Allan y Ruth llegaron rápidamente y, a pesar delagotamiento y la tensión, sentían por primera vez que estaban en casa. Unhombre de negocios que también había pilotado su avioneta desde Alemaniaaccedió a llevarlos a Oxford. Cuando Allan contempló los vetustos edificios, conel color rojo de los ladrillos, dejó que sus preocupaciones desaparecieran en elcuidado césped de la universidad.

Allan y Ruth caminaron en silencio entre los pabellones. No vieron a nadie.Los estudiantes habían regresado a casa para pasar esos días con sus familias, losprofesores descansaban en sus hogares al calor de las chimeneas, junto a losárboles de Navidad repletos de paquetes.

El profesor abrió la puerta de la pequeña casa, ascendieron por las escalerasestrechas después de dejar los abrigos en la percha de la entrada. El olor amadera y polvo inundó su olfato cuando llegaron al despacho. Allan contemplósus amados libros, el viejo sofá de color burdeos y las vidrieras que centelleabanbajo la luz de aquel día de diciembre. Aquel era su pequeño reino.

—Deja que me cambie. Apesto —dijo Allan mientras se dirigía al cuarto debaño. Desde allí gritó a Ruth que buscara algo de ropa que le pudiera servir y lajoven miró en el armario. Todo le estaba enorme, pero escogió una gransudadera de la universidad y un pantalón que, por el tamaño, debía pertenecer aalguna alumna ligera de cascos que había pasado alguna noche con el profesor.

Ruth preparó un té. Se sentó con las piernas encogidas en el sofá y dejó que elaroma penetrara por sus fosas nasales. Cuando Allan salió, con el pelo mojado yuna toalla alrededor de la cintura, Ruth no pudo evitar contemplar los músculosde su pecho desnudo.

—Un té, que buena idea —dijo él tomando su taza. Se sentó al lado de lajoven y, con la mirada perdida en el paisaje, permaneció en silencio unosinstantes.

—Ahora entiendo por qué no querías meterte en problemas. Esto es el paraíso—dijo Ruth sin poder contener la emoción de sentirse a salvo.

—No es oro todo lo que reluce. Me crie entre estas piedras, mi madretrabajaba en un pub cercano, mis compañeros de juegos eran doctorandos yprofesores, por eso sé lo que encierra de verdad esta ciudad —dijo Allan.

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—El hombre es un lobo para el hombre, ¿no? —dijo Ruth.—Por desgracia, sí. La civilizada Oxford no es una excepción. El mundo

académico es muy endogámico. Sagas familiares que llevan décadas, algunascientos de años, dirigiendo este pequeño oasis de conocimiento. He visto ajóvenes suicidarse por no conseguir una plaza de adjunto, profesores queasesinaban a sus mujeres por celos. Bueno, la comedia humana, como diríaBalzac —dijo Allan.

—Pero, a pesar de todo, sigues aquí —dijo Ruth.—Es adonde pertenezco. Muchos se pasan toda la vida buscando su lugar en

el mundo, yo nací en él.Ruth miró de nuevo por la ventana. Ella llevaba casi toda su corta vida

buscando ese lugar.—No estoy segura de que pertenezcamos a un sitio, tal vez solo pertenecemos

a las personas que amamos. Donde ellas están, ese es nuestro lugar —dijo Ruth.—Entonces yo no existo. Mi padre murió cuando yo era un niño y mi madre

falleció hace cuatro años, no tengo a nadie, Ruth —dijo Allan con la vozentristecida por los recuerdos.

—Bueno, seguro que hay alguien.Permanecieron en silencio unos instantes y después Allan terminó de vestirse.

Ella se fue al baño y el profesor intentó poner algo de orden en su correo.—¡Ruth! —gritó Allan cuando vio un recibo de correos.La chica corrió desde el baño a medio vestir. No era normal que Allan gritara

de aquel modo.—¿Qué sucede?—Hay un paquete en correos. Se me había olvidado por completo —dijo él,

eufórico.—¿Un paquete? —preguntó, extrañada.—Viene de Roma, lleva aquí casi una semana —dijo Allan sacudiendo el

papel en sus manos.—¿Es de Giorgio?—Tiene que ser suyo. No hay remitente, pero no conozco a nadie más en

Roma —dijo Allan, sonriente.—Estupendo —dijo ella, nerviosa. Por un lado prefería seguir junto a Allan

por tiempo indefinido, y descubrir aquel misterio supondría el final de su amistad,pero por otro, tenía que llegar al fondo de este asunto.

—Pero hoy es Navidad, tendremos que esperar a mañana —recordó él.—¿Es seguro permanecer tanto tiempo aquí? —preguntó Ruth.—No, será mejor que nos marchemos —dijo.—Pero ¿adónde?—Pasaremos el día en la biblioteca, los profesores tenemos acceso a ella

todos los días del año —dijo Allan, terminando de vestirse.

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—¿Dónde dormiremos? —preguntó la chica.Llevaban varios días corriendo de un lado al otro de Europa y se sentía

agotada. Allan la miró por unos momentos y percibió el miedo en el rostro de lachica, temor de que ninguno de los dos saliera vivo de esta.

—Tengo varios buenos amigos aquí. Le pediré a Sara, una de las hijas de sirEdward Evan Evans-Pritchard, el profesor de mi madre, que nos deje dormir ensu apartamento.

—Será mejor que nos marchemos, no sé cuánto tardará la policía en venir abuscarnos —dijo Ruth.

Los dos se pusieron los abrigos y recorrieron la ciudad universitaria. Secruzaron con poca gente. Cuando entraron en la biblioteca, el calor del ambienteles devolvió de nuevo la calma.

Universidad de Oxford

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Berlín, 25 de diciembre de 2014

María salió de aquel remanso de paz y se dirigió a la terminal. Había entrado enla capilla del aeropuerto, quedaban un par de horas para su vuelo y en los últimosdías apenas había podido rezar. Una vez que lograba descargar su conciencia,notaba que las cosas marchaban mucho mejor.

Desde el Vaticano le habían informado de que Allan y Ruth se dirigían enavión a Inglaterra, pero eso ya lo sabía. No había dudado ni por un momento deque tomarían el primer avión al Reino Unido. La muerte del viejo había sido unalástima. Un superviviente de los nazis muriendo de esa horrible forma en supropia casa… pero necesitaba eliminarlo para que Allan y Ruth comenzaran adar pasos y la llevaran hasta el objeto. Lamentó tener que ensañarse con el pobreviejo, pero el sufrimiento era el único camino que llevaba al paraíso. Moisés leabrió la puerta enseguida, al fin y al cabo ella los había salvado de las manos delRuso.

La hermana María pasó el control del avión y buscó su asiento mientras seretocaba el hábito. Ser monja era una ventaja a la hora de viajar. Los policíassolían ser muy benevolentes con una religiosa. Aun así, no le hacía faltatransportar armas, en Inglaterra había un par de conventos en los que seguardaba el arsenal para los agentes secretos del Vaticano.

Miró por la ventanilla y se alegró de salir de Alemania, seguramente novolvería en una larga temporada. A pesar de que nadie sospechara de ella, teníala costumbre de no regresar a un sitio en el que hubiera hecho un trabajo, almenos en un par de años. No había sido fácil hacer que las huellas delantropólogo inglés aparecieran en el arma homicida, pero era necesario paradesviar la atención.

El avión cogió fuerza y comenzó a flotar entre las nubes que cubrían el cielode invierno. Por unos segundos recordó que aquel era un día muy especial. Susalvador había nacido en Belén. Cerró los ojos y comenzó a rezar en silencio.

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Oxford, 25 de diciembre de 2014

La sala de investigadores estaba desierta. Allan tuvo que encender las luces yconectar uno de los ordenadores, después esperaron unos segundos a que lapantalla se iluminara. El profesor introdujo su clave. La base de datos de launiversidad era una de las mejores del mundo y sin duda encontrarían lainformación que buscaban. Ruth contempló las estanterías de madera oscura, lasvidrieras coloreadas de los cristales y pensó en los miles de estudiantes quehabían pasado por aquel sitio, muchos de ellos escritores famosos.

—Será mejor que busquemos las misiones en las que pudo participar tuabuelo —dijo Allan.

—Está bien —dijo Ruth.Allan comenzó a buscar en la base y enseguida aparecieron varios estudios

sobre la organización y algunas de sus misiones.—La expedición de Bohuslän, en el sudoeste de Suecia, tuvo lugar en febrero

de 1936 —leyó Allan.—No creo que participara en ella, en 1936 debía tener poco más de quince

años —dijo Ruth.—La expedición pretendía estudiar las creencias ancestrales de esa región. Se

hicieron moldes de varios ideogramas tallados en la roca.—No parece una misión muy peligrosa —dijo ella.—Sigamos, en 1938 hubo varias expediciones. La primera fue a Oriente

Medio. El profesor Franz Altheim y su amante y socia Erika Trautmann estabaninvestigando la lucha de poder dentro del Imperio romano —dijo Allan.

—No creo que se trate de ningún viaje que realizara mi abuelo.—Al parecer comenzaron por Bucarest, en Rumania. Bajaron hasta Estambul

y Atenas. Pasaron a Damasco y desde allí a Iraq. Vivieron una temporada enBagdad y después viajaron al norte —terminó de leer Allan.

—Tampoco, para mí es evidente que no fue ese el viaje —dijo Ruth.—No podemos descartarlo del todo —contestó Allan.—Creo que hay que descartar las misiones anteriores a 1940. Mi abuelo era

demasiado joven.Allan hizo un gesto afirmativo y continuó leyendo.—Entonces la misión a Carelia, en Finlandia, en 1935, tampoco pudo ser. Ni la

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del valle de Murg, en 1936, o la de Mauern, en 1937, ambas en Alemania.—No, tiene que ser otra.—La del Tíbet, posiblemente la más famosa, fue en 1937. Podría ser que

viajara en esta. Aunque sea antes de 1940, tu abuelo pudo acompañar al grupocomo estudiante —dijo Allan.

—Enumera el nombre de los expedicionarios.—Ernst Schäfer era el jefe de la misión, un antropólogo que había realizado

varios viajes a Asia. Junto a él viajaron Karl Wienert, como geólogo, y EdmundGeer. La expedición fue grabada por Ernst Krause y Bruno Beger, uno de losestudiantes más aventajados de Hans F. K. Günther —dijo Allan.

—¿Günther? ¿Quién es ese tal Günther?Allan buscó en la base de datos. La biografía de Hans F. K. Günther apareció

enseguida.—Al parecer el tal Günther fue un profesor universitario alemán que

defendió la teoría de la superioridad de la raza aria. Su libro Etnología del puebloalemán fue utilizado por los nazis para construir sus teorías racistas —dijo Allan.

—Qué curioso.—¿El qué es curioso? —preguntó él.—Mi abuelo tenía un libro de ese hombre. Lo recuerdo perfectamente, una

vez lo cogí para hojearlo y mi abuelo se puso como un basilisco —dijo Ruth.—No parece muy extraño, simplemente no le gustaba que le estropearas sus

libros.—Lo poco que vi del libro era que tenía algunos grabados y estaba dedicado;

no lo recuerdo bien, pero creo que estaba dedicado al doctor Bohmers —dijoRuth.

—Ese puede ser el verdadero nombre de tu abuelo. En la expedición aMauern había un tal Assien Bohmers —dijo Allan.

—No creo que se trate de mi abuelo, en la ficha pone que era frisón y doctor;mi abuelo debía ser un estudiante en 1937.

—Bueno, pero no descartemos la expedición al Tíbet. Veamos qué másmisiones hay. Una de las expediciones fue a Polonia en 1939. Algunos miembrosde la Ahnenerbe fueron los encargados de buscar obras de arte valiosas. Uno delos equipos fue a Cracovia y desmontaron el altar mayor de Veit Stoss. Tambiénse incautaron tesoros del museo arqueológico de Cracovia —dijo Allan.

—Podría ser una de las misiones. Ya tenemos dos —comentó Ruth apuntandolos datos en un papel.

—La siguiente es la de Crimea, a principios de julio de 1942. Allí analizaronnumerosos restos arqueológicos e hicieron un estudio de la población.

—Sería la tercera posibilidad —dijo Ruth.—También hubo una expedición a Ucrania en junio de 1943 y otra a Italia,

pero en 1937 —concluyó Allan.

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—Pues tendremos que centrarnos en estas —dijo ella.El ruido de unos pasos les hizo ponerse en alerta. Una figura se aproximó

entre las sombras. Allan se puso en pie y buscó algo para defenderse, pero noencontró nada.

—Veo que no perdéis el tiempo —dijo la voz desde la penumbra.—Pero… —dijo Allan sorprendido.—Viejo amigo, me temo que he tenido que venir de entre los muertos para

guiaros, como hizo el pobre Virgilio con Dante.Cuando la figura llegó hasta la luz, Ruth y Allan se quedaron absolutamente

boquiabiertos.—Giorgio —dijo Allan, más sorprendido que emocionado.—Estimado amigo, creía que nunca más volvería a verte —dijo el sacerdote

italiano fundiéndose en un abrazo con Allan.

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Roma, 25 de diciembre de 2014

Los médicos abandonaron la habitación y el papa se quedó en silencio en mediode la oscuridad. Sus pensamientos no dejaban de fluir y los calmantes nolograban apaciguar su alma. Se movió inquieto en la cama, desde la nocheanterior había estado durmiendo y se sentía avergonzado por su nefasto ejemplode la misa del gallo. Tendría que haber sido fuerte. El papa debía dar ejemplo amillones de personas en todo el mundo.

El camarlengo entró en el cuarto y se acercó hasta el cabecero. Después dehacer una reverencia se acercó hasta su santidad y le pidió permiso paraarrodillarse y rezar junto a él. El papa posó su mano en la cabeza del hombre yjuntos comenzaron una plegaria. Después, el camarlengo se puso de nuevo enpie.

—Santidad, ¿cómo os encontráis?—Mucho mejor. Espero estar restablecido para mañana.—Es mejor que descanséis. La Iglesia os necesita fuerte y en plena forma.—¿Qué dice la prensa? No me han querido traer periódicos ni me han dejado

escuchar la radio —comentó el papa, angustiado.—Es mejor de esa manera. Su corazón está afectado y necesita reposar la

mente.—Los papas no podemos perder el tiempo. Dios nos ha puesto al frente de la

Iglesia para realizar su obra —dijo él, molesto.—Pero Dios también nos dio la debilidad humana, el apóstol san Pablo lo

decía en su epístola a los corintios: « Cuando soy débil, entonces soy fuerte» .Dios se perfecciona en nuestras debilidades.

El camarlengo se acercó a la ventana. La luz entraba suavemente por losresquicios de las contraventanas. Era un día soleado en Roma y miles de fielesseguían llegando a la basílica aquel día de Navidad.

—¿Sabéis algo sobre Rabelais, Haddon y la mujer? —preguntó el papa.—Creemos que Rabelais está vivo. Uno de nuestros agentes crey ó verlo en

Berlín —dijo el camarlengo.—¿Vivo y en Berlín?—Eso parece.—¿Llevaba el objeto? —preguntó el papa, nervioso.

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—No lo sabemos.—¿Qué sucedió con el profesor Haddon y la chica?—Según nuestra agente, están en Inglaterra. La policía los persigue por

asesinato —dijo el camarlengo.—¿Asesinato? ¿Quién ha muerto? —preguntó el papa, angustiado.—Moisés Peres, un importante miembro de la comunidad judía de Berlín. Un

superviviente de Auschwitz.Las palabras del camarlengo inquietaron al papa y se incorporó en la cama.—Santidad, será mejor que descanse.—Tengo que ponerme a trabajar.—Los médicos…—El único que me dice lo que tengo que hacer es Dios.El papa intentó ponerse en pie, pero su cuerpo cay ó sobre la cama. El

camarlengo se acercó hasta él y lo ayudó a tumbarse de nuevo.—Quizás mañana se encuentre mejor —dijo el camarlengo para animarlo.—Sí, será mejor que recupere fuerzas. Las vamos a necesitar. Cuando la

Iglesia avanza, también lo hacen sus enemigos.El camarlengo hizo una reverencia y se retiró en silencio. Mientras caminaba

hacia los despachos papales, una inquietud comenzó a rondarle la cabeza. Si elpapa moría, la Iglesia se dividiría en mil pedazos. No había ningún sustituto fiable.Los enemigos de la Iglesia se encontraban en su interior.

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Bruselas, 25 de diciembre de 2014

—Muchas gracias a todos por venir. Sé que es un día especial y que la mayoríade ustedes tienen compromisos familiares, pero el día de las elecciones se acercay debemos tener un plan dispuesto para cambiar las cosas lo antes posible —dijoAlexandre a la docena de personas que estaban en la sala.

Los magnates de la industria y los líderes económicos de Europa escuchabanexpectantes. Todos confiaban en que la mano dura de Alexandre terminara conlas protestas sociales y consolidara el estado fuerte que todos deseaban.

—Necesitamos nuevas leyes que frenen el descontrol social y la anarquía —dijo uno de los hombres de negocios.

—La Ley de Retorno Voluntario sirvió para limpiar Europa de inmigrantesindeseables, pero aún quedan millones que se resisten a salir —comentó otroempresario.

—Necesitamos en parte a esos inmigrantes. Intentaremos asimilar a los quepuedan adaptarse a nuestros principios, pero el resto tendrá que conformarse conlos trabajos más serviles. Haremos una nueva ley que impida a los inmigrantes ysus hijos ocupar los puestos medios y altos en todos los sectores —dijo elcandidato intentando controlar a la jauría de ambiciosos empresarios.

—Me parece muy bien. Muchos de ellos son necesarios para aumentarnuestra producción y consolidar nuestro poder en el mundo —dijo uno de losmagnates.

—Las leyes de libertad de prensa y asociación deberán ser recortadas. Elderecho de huelga, el desempleo y otros privilegios son un anacronismo en elestado actual de la economía —comentó otro de los empresarios.

Alexandre se mantuvo en silencio con la cara apoy ada sobre una de susmanos. Aquel grupo de envilecidos hombres era insaciable, pero no teníaalternativa. Les daría lo que le pidiesen hasta consolidarse en el poder. Después,la única voz que se oiría sería la suya.

—Caballeros, no se preocupen por las ley es del nuevo Gobierno. Ahoradebemos concentrarnos en ganar las elecciones. Espero que sus fondos seangenerosos. Llegar al poder sigue siendo muy caro —dijo Alexandre con unasonrisa.

El grupo soltó una carcajada y varios de los magnates entregaron cheques al

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candidato. Alexandre pensó en el simbolismo de aquel día y sintió que aquellosregalos mostraban la adoración de sus acólitos. Alexandre von Humboldt tambiénhabía venido para salvar el mundo.

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Oxford, 25 de diciembre de 2014

Allan y Ruth no podían creer lo que veían sus ojos. Giorgio Rabelais estaba vivoy los había encontrado. El italiano se sentó a la mesa del restaurante y devorótodo lo que le ponían, como si llevara semanas sin probar bocado.

—¿Dónde has estado? La policía te daba por desaparecido —inquirió Allan,intentando que Giorgio se concentrara en algo más que en el muslo de pollo quese estaba comiendo.

—Ha sido horrible, Allan —dijo el italiano con la boca llena de grasa.Después se limpió las manos en la servilleta a cuadros blancos y rojos que lecolgaba del cuello y continuó hablando—: Cuando Ruth me dio el paquete yo lollevé a mi estudio. Me pareció todo muy misterioso. Su abuelo era alemán, medaba un paquete guardado durante más de setenta años y aparentemente queríaque se desvelara su contenido ahora. Me dio la impresión de que alguien queríautilizarme.

Ruth frunció el ceño y se cruzó de brazos. El italiano se dio cuenta de que suspalabras molestaban a la chica e intentó matizarlas.

—Con esto no quiero decir que pensara que tú querías tenderme una trampa,pero sí que alguien te estaba utilizando para destapar algún tipo de escándalo.¿Por qué entregarme el paquete a mí? —dijo.

—Fue la última voluntad de mi abuelo. Lo dejó escrito en su testamento —dijo Ruth.

—Lo sé, pero él o los que pretendían que yo lo supiera creían que en cuantosupiera a ciencia cierta qué era lo que tenía en mi poder no dudaría en hacerlopúblico, aunque el descubrimiento pusiera en jaque a la Iglesia.

—Entonces, ¿se trata de algún descubrimiento que puede perjudicar a laIglesia católica? ¿La Ahnenerbe descubrió algo que ponía en tela de juicio la fecristiana? —preguntó Allan, sin poder disimular su curiosidad.

—Todo a su tiempo, Allan —dijo el italiano con un gesto de la mano.—Tu teoría es que alguien quería que se desvelara el asunto justo en este

momento y que un controvertido antropólogo de la Iglesia fuera el amplificadorque le diera credibilidad —dijo Ruth.

—Algo así. En el mundo de los medios de comunicación se me conoce comoun amigo de los pobres, como un crítico de la política del Vaticano en el Tercer

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Mundo. Era el candidato perfecto para presentar un gran escándalo —dijoRabelais.

—Pero tú no fuiste a los periódicos con el descubrimiento —dijo Allan.—Tuve mis dudas, lo que me entregó Ruth no parecía muy concluyente,

tenía que verificar de algún modo qué implicaciones tenía, pero entonces notéque alguien me perseguía. Después desapareció uno de mis doctorandos, el padreWoolf, y encontré el despacho de la universidad patas arriba. No me quedó másremedio que esconderme y deshacerme del objeto —dijo Rabelais muy serio.

—¿Te deshiciste del paquete? —preguntó Ruth.—Bueno, lo dejé en manos del servicio de correos. Se lo envié a Allan, si me

pasaba algo sabía que él era el único que se atrevería a desvelarlo al mundo. Enel fondo, este inglés es más pendenciero que yo, aunque a veces no lo parezca —bromeó Rabelais.

—¿El paquete ha estado en una oficina de correos todo este tiempo? —preguntó Ruth asombrada.

—¿Dónde mejor? —dijo él, sonriente.—Mañana iremos a por él. ¿Puedes adelantarnos algo? —dijo Allan, sin poder

disimular sus deseos de resolver por fin el enigma.—Casi no tuve tiempo de ver lo que era. Lo descubriremos juntos —contestó

el sacerdote.Los tres siguieron comiendo con un apetito inusitado. Apenas cruzaron una

palabra hasta llegar a los postres.—¿Sabes quién te perseguía o lo que le ha sucedido a tu pobre doctorando? —

preguntó Ruth cuando le sirvieron el café.El rostro del sacerdote se entristeció por unos momentos. Su joven amigo

probablemente habría sufrido la peor parte. No sabía cuál era su estado, peropodía imaginarlo.

—Lo cierto es que no estoy seguro de quiénes son mis perseguidores, perome temo que por lo menos uno de ellos es la propia Iglesia católica —dijoRabelais, agachando la cabeza.

—¿La Iglesia católica? —preguntó, sorprendida, la chica.—No sería tan extraño. Yo y a he tenido algún altercado con unos agentes

secretos de la Iglesia, fue en las excavaciones de Petra. ¿Te acuerdas, Giorgio?—Por desgracia, no ha sido la primera vez que he sido investigado. La Iglesia

creó en 1566 una agencia de espías denominada la Santa Alianza —explicó estemientras se recostaba sobre su silla.

—No sabía que la Iglesia tuviera espías —dijo Ruth.—La Santa Alianza —comenzó a explicar Allan— se fundó para combatir a

los instigadores de la Reforma. Al parecer, Miguel Ghislieri, que más tardellegaría al papado con el nombre de Pío V, fue el encargado de crear un serviciode contraespionaje para proteger a la Iglesia de sus enemigos. Al principio fue un

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servicio de información que apoyaba las labores de la Inquisición. Sus primerostrabajos se realizaron en algunos reinos protestantes como Inglaterra, después elpapel de la Santa Alianza se consolidó y tuvieron lugar los primeros atentados.Enrique IV de Francia fue una de sus primeras víctimas, pero detrás de él hubouna larga lista de personas asesinadas —dijo Allan.

—Pero eso sucedió hace muchos siglos, la Santa Alianza no puede operar enla actualidad, la Iglesia es una institución humanitaria —dijo Ruth.

—La Santa Alianza siguió operando en el siglo de Luis XIV y después fue unade las mayores enemigas de la Revolución francesa. Luchó contra la masoneríay fue determinante en el apoyo del papado a los Aliados contra los ImperiosCentrales en 1914, y apoyaron las dictaduras de los años veinte y treinta —dijoAllan.

—Y uno de sus episodios más oscuros fue el apoy o logístico para la fuga denazis a Suramérica.

—La Iglesia consideraba al comunismo como el único enemigo a abatir, porello fue capaz de aliarse hasta con el mismo diablo —dijo Allan.

Ruth no salía de su asombro, para ella la Iglesia católica era una organizaciónun tanto caduca, pero nunca la había visto como una institución conspirativa.

—En la Guerra Fría su apoyo fue determinante y contribuyó a derribar eltelón de acero. Juan Pablo II hizo más por vencer al comunismo que todos losmisiles norteamericanos apuntando a Moscú —dijo el italiano.

—Pero no creo que en la actualidad utilicen métodos criminales —insistióRuth.

—Me temo que cambian los collares, pero no los perros. La Iglesia tienemuchos enemigos. China sigue impidiendo la plena libertad de los católicos en susterritorios, en América Latina los protestantes les están tomando la delantera y lateología está patas arriba —dijo Allan.

—Lo que menos desea la Iglesia en este momento es que su prestigio se veade nuevo menoscabado; en los últimos tiempos, la crisis les ha ayudado arecuperar algunas posiciones perdidas —explicó el sacerdote.

—No entiendo nada. Tú eres un religioso, formas parte de la Iglesia —dijoRuth.

—Dentro de la Iglesia católica hay muchas familias y sensibilidades, perounos pocos controlan la política vaticana, gente a la que no le importaría vermemuerto —dijo el sacerdote con un suspiro.

—¿El papa está al tanto de todo esto? —preguntó Ruth.—Él es el jefe de la Iglesia. No digo que lo sepa todo, pero sus servicios

secretos reúnen información de todos los líderes mundiales, por si hay queutilizarla puntualmente, ya me entiendes —dijo Allan.

—Entonces, son ellos los que quieren impedir que se conozca la verdad quemi abuelo quería mostrar al mundo —dijo Ruth.

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—Ellos u otra de las facciones de la Iglesia, hay varias familias muypoderosas —dijo el sacerdote.

—Pero lo que hay en ese paquete debe ser muy importante para que sigateniendo tanta trascendencia setenta años más tarde —dijo Ruth.

—Intuy o que será una bomba para la Iglesia católica —dijo Rabelais.—Será mejor que llamemos a Sara. Estoy seguro de que estará encantada de

ofrecernos su casa, pero debemos asegurarnos de que está en la ciudad —dijoAllan.

Abandonaron el restaurante y se adentraron en las calles de Oxford. Latranquila mañana había dejado paso a una animada tarde. Los niños corrían consus juguetes nuevos y Allan pensó que el mundo recuperaba por unos momentosla normalidad.

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Oxford, 25 de diciembre de 2014

Sara Evans-Pritchard era casi como una hermana para Allan. Desde niño sehabía criado en la casa del profesor de su madre y, en muchos sentidos, siemprefue el padre que nunca tuvo. Hacía más de treinta años que el viejo profesorhabía muerto, pero Allan seguía hablando de él y pensando en él como si aúnsiguiera con vida. En muchos sentidos, la existencia de Allan era unacontinuación de la de su madre.

La casa de Evans-Pritchard era lo más parecido a un museo que Ruth habíavisto jamás. Sara había conservado todos los libros de su padre, la biblioteca y lasantigüedades que Edward había recuperado de medio mundo. El viejo profesorhabía sido alumno de los mejores etnógrafos y antropólogos del Reino Unido. Susprofesores habían sido nombres míticos de las ciencias humanas como R. R.Marett, Malinowski y Seligman. Seligman, el famoso etnólogo que habíaestudiado el Sudán, fue el que enfocó los estudios de Evans-Pritchard hacia elAlto Nilo y sus costumbres y religión.

Allan quiso seguir sus pasos en el estudio de las culturas africanas, pero alfinal se especializó en antropología de las religiones.

Evans-Pritchard había conocido a su abuelo, los dos habían servido juntosdurante la Segunda Guerra Mundial, aunque el abuelo de Allan era diez años másjoven. Juntos habían luchado en Etiopía, Sudán, Libia y Siria. Evans-Pritchard ysu abuelo fueron trasladados al norte de África y estudiaron juntos elcomportamiento islámico contra la invasión italiana. La desaparición del abuelode Allan en 1944 produjo un fuerte cambio en Evans-Pritchard, que se convirtióal catolicismo antes de regresar a Oxford. Se ocupó de la hija de su amigo, perocuando la madre de Allan quedó embarazada, el profesor vio cómo todos losplanes que había hecho para ella se venían abajo.

Para Allan, el All Souls College de Oxford fue siempre su verdadero hogar. Elprofesor Evans-Pritchard le leía sus trabajos cuando era niño. Aquel hombremaravilloso había marcado su vida para siempre.

Sara era la más parecida a su padre de los cinco hijos que tuvo con Ioma, unade las damas británicas más maravillosas que Allan había conocido. Al ser lapequeña, tenían casi la misma edad. Había traspasado la barrera de los cuarenta,seguía soltera y se dedicaba al estresante trabajo de broker de la bolsa

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londinense.Cuando se sentaron en el salón de la casa, Giorgio, Allan y Ruth sintieron la

vaga seguridad de que aquel ambiente tranquilo podía resguardarlos de cualquierpeligro.

—Muchas gracias, Sara, no sé qué haría sin ti —dijo Allan, tomando la tazade té que la mujer había preparado.

—Lamento no poder hacer más. Sabes que siempre estoy de aquí para allá,mañana tengo que salir a primera hora para Londres, pero vosotros podéisquedaros el tiempo que sea necesario —dijo ella, sonriente. Sus hermosos rasgoscomenzaban a perder la firmeza de la juventud, pero sus ojos, muy azules,seguían brillando con la misma fuerza.

—Me gustaría poder darte más información, pero creo que cuanto menossepas, mejor será para todos —dijo Allan.

—No tienes que darme explicaciones, confío plenamente en ti —comentóella, sonriente.

—Creo que a Giorgio Rabelais ya lo conoces, pero a Ruth Kerr no. Es unanueva colaboradora —dijo Allan, presentado a la chica.

—Encantada —lanzó Ruth, saludándola con la mano.—Igualmente. Al profesor Rabelais lo he visto un par de veces en tu casa.

Espero que el clima de Inglaterra no lo afecte demasiado —bromeó Sara.—Al mal tiempo, buena cara —contestó este, sonriente.—Los italianos siempre de tan buen humor —dijo Sara, divertida.—¿Podríamos abusar de tu confianza y utilizar el despacho de tu padre? —

preguntó Allan.—Naturalmente, esos viejos papeles se alegran cada vez que alguien los

remueve un poco —dijo Sara, poniéndose en pie—. Yo me retiro a mi cuarto,tengo que mirar unos informes. Las habitaciones están listas, podéis acostaroscuando queráis.

Se dirigieron al despacho. Los tres sentían el agotamiento de los últimos días,pero Allan y Ruth estaban deseosos de que Giorgio les contara todo lo que habíapasado. Antes de comenzar la charla, Allan comprobó los papeles del profesorEvans-Pritchard, buscaba cualquier referencia que pudiera encontrar sobre laAhnenerbe. Después de reunir varios libros y documentos, se sentó junto a Ruthpara escuchar lo que su amigo italiano tenía que contarles.

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Toledo, 25 de diciembre de 2014

El arzobispo repasó las noticias del Vaticano y no pudo menos que alegrarse alleer sobre el estado de salud del papa. Aquel anciano comenzaba a dar lasprimeras muestras de debilidad. Después de tres papas conservadores, quehabían llevado a la Iglesia a las puertas del fanatismo, Roma tendría un pontíficeliberal, un miembro de los Hijos de la Luz y, después de casi doscientos años, laorganización secreta recuperaría todo su poder sobre la Iglesia. Napoleón habíacreado los Hijos de la Luz en plena lucha entre la Iglesia y los principiosrevolucionarios que él promovía. Había sido sencillo colocar a miembros de lasociedad secreta en la jerarquía francesa y en otros territorios ocupados, peroRoma se mantuvo casi impermeable a sus intentos de dominación. Ahora que losHijos de la Luz tenían miles de miembros en toda la escala jerárquica de laIglesia y eran mayoría entre los cardenales, la elección del papa que ellosquerían estaba asegurada.

El arzobispo se levantó de la silla de terciopelo rojo y caminó por el despachomientras se imaginaba saludando a la multitud en la plaza de San Pedro. Lallamada de su secretario lo sacó de sus ensoñaciones y lo devolvió a la crudarealidad.

—Excelencia, tenemos noticias de Inglaterra —dijo el secretario.El príncipe de la Iglesia miró a su subordinado algo molesto y regresó a su

silla.—El Ruso está en Oxford y tiene localizados a Allan Haddon y Ruth Kerr,

espera sus órdenes para actuar.El arzobispo meditó por unos segundos. El papa estaba enfermo, tal vez era

mejor que esperasen a que la naturaleza hiciera el trabajo sucio, pero el riesgode que los nuevos nombramientos de cardenales volvieran a desequilibrar labalanza le preocupaba.

—Creo que será mejor eliminarlos. No quiero testigos molestos. En cuantotengamos el objeto, que el Ruso se ocupe de ellos —dijo el arzobispo.

—Sí, señor. Rabelais ha llegado a Oxford —comentó el secretario.—Estupendo, eso facilita las cosas —dijo el arzobispo, sonriente.El secretario se retiró del despacho y la mente del arzobispo comenzó a

divagar de nuevo. Le gustaba la sensación que producía acariciar con los dedos

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algo que llevaba esperando toda su vida.

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Oxford, 25 de diciembre de 2014

Giorgio Rabelais llevaba demasiado tiempo luchando a favor de los pueblosindígenas como para no saber que en la vida siempre pierden los mismos. Habíaconocido a Allan en una de sus expediciones, y desde el principio surgió unaamistad que parecía indestructible. Los dos eran muy distintos. El inglés erapragmático, algo atildado y absolutamente convencional. Él, en cambio, perdíamucho tiempo en cosas pequeñas, disfrutaba paseando sin rumbo por Roma otomando un café mientras la gente caminaba con prisa de un lado para el otro.

Los últimos días habían logrado romper esa monótona felicidad del que creeque toda su vida ya está solucionada y que el único contratiempo que desea esadelantar su jubilación. En el horizonte del sacerdote la lista de causas perdidasdejaba de tener importancia.

—Cuando Ruth llegó con el paquete, pensé que los dioses me habíanmaldecido. Aquella misma semana tenía un viaje programado a los EstadosUnidos, me habían pedido que diera una serie de charlas sobre la cultura maya yla supervivencia de sus creencias en Yucatán. Había demorado la preparación dela ponencia y ya estaba en ese límite en el que uno sabe que no puede demorarmás las obligaciones —dijo Rabelais.

—Entiendo que eso os pase a los italianos, pero a un inglés nunca… —empezóAllan.

—No, claro. Los ingleses sois muy serios y disciplinados, por eso habéiscreado la cultura clásica, el Renacimiento y… —dijo el italiano, molesto.

—Vale, perdona —contestó Allan, intentando calmar a su amigo.—Aquella mañana abrí la puerta a Ruth sin saber que estaba metiéndome en

un verdadero problema —dijo Rabelais.—Lo lamento, no era mi intención —se disculpó la chica.—No es culpa de nadie. La vida es siempre mucho más interesante que

nuestras expectativas, de otro modo, sería todo muy aburrido —dijo él,intentando tranquilizar a Ruth.

—Siempre tan positivo. Ahí donde lo ves, es un luchador nato. No hay causajusta a la que no se haya unido —dijo Allan.

—Bueno, cuando uno envejece, las cosas parecen menos blancas o negras.Allan puso sobre la mesa los libros de Evans-Pritchard. La lista era corta pero

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muy interesante.—El profesor tenía un ejemplar del libro del profesor Günther titulado Die

Rassen Elemente in der Geschichte Europas[3]. El otro libro también es de

Günther, Rassenkunde des Deutschen Volkes[4] —leyó Allan.—¿No os parece extraño que el profesor tuviera esos títulos en su biblioteca?

—preguntó Ruth.—Fueron dos libros muy conocidos en su tiempo, en aquella época muchos

estudiosos europeos y norteamericanos defendían las ideas de diferenciación delas razas basándose en la sociología darwiniana —dijo el sacerdote.

—En 1922, Madison Grant escribió La desaparición de la gran raza —apuntóAllan—. De hecho está aquí, es otro de los libros del profesor.

—¿Qué defendía Günther? —preguntó Ruth.—Él tenía la teoría de que existían cinco razas europeas: la nórdica, la

mediterránea, la dinárica… —enumeró el italiano.—Eso es pura fantasía —dijo Allan.—Es cierto, pero en aquella época todos creían en esas teorías. Günther

defendía que los grupos humanos de sangre verdaderamente pura eran muyraros. Todos los europeos, incluidos los alemanes, eran una mezcla de variasrazas —explicó el italiano.

—Entonces, ¿la idea de la raza aria…? —preguntó Ruth.—Eso debería haberlo alejado de sus ideas racistas. Si no hay razas puras, la

raza aria no podía serlo, pero su reacción fue justo la contraria. Había queencontrar los elementos canónicos y fomentar que se reprodujeran, de esaforma se recuperaría la pureza —dijo el italiano.

—¿Y quién era capaz de determinar esa pureza? —preguntó Ruth, extrañada.—Los antropólogos nazis crearon un complejo sistema de medición de

cráneos y cuerpos, registro del tipo del cabello y del color de los ojos, entre otrascosas —dijo Allan.

—Pero eso es muy subjetivo y superficial —dijo Ruth.—Sí, lo es. Aunque al que quiere confirmar una teoría en vez de

comprobarla, le basta con unos simples indicios o coincidencias —dijo Allan.—El libro de Günther se hizo famoso porque en él describía la supuesta raza

de muchos personajes conocidos. Para él, Maquiavelo era dinárico, y Leonardoera nórdico como Byron y el duque de Wellington; por el contrario, algunossujetos eran judíos, como el líder comunista Lasalle. Lo que quería transmitirGünther era que todo lo bueno y bondadoso era nórdico o ario y lo malo semita ojudío.

—Una verdadera locura, que, por desgracia, desencadenó un holocausto pocodespués —dijo Allan.

Los tres permanecieron en silencio unos instantes. Después Ruth abrió de

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nuevo el fuego.—¿Qué es lo que mi abuelo quería que vieras?—No seamos impacientes, mañana recogeremos el paquete a primera hora

—dijo Rabelais con una sonrisa.Allan compartía la misma curiosidad que la joven.—Será mejor que descansemos —propuso Allan.—Sí, llevo tanto tiempo sin dormir en una cama que se me ha olvidado qué se

siente al tumbarse uno sobre un colchón —dijo el sacerdote.—Pues lo lamento, creo que tú y yo dormiremos en el sofá cama que hay en

el salón. Ruth tiene una habitación aparte.Los tres se dirigieron a sus respectivas habitaciones.Cuando Ruth se tumbó en la cama se dio cuenta de lo cansada que estaba.

Parecía que las cosas comenzaban a funcionar por fin. No sabía qué era aquelloque había permanecido oculto durante tantos años, pero se sentía parte de algoimportante por primera vez en su vida.

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Oxford, 26 de diciembre de 2014

Las calles de la ciudad estaban repletas de turistas y estudiantes que habíanoptado por pasar las fiestas en la ciudad-universidad. Personas de los cincocontinentes recorrían las atracciones turísticas de la hermosa urbe de piedra.Durante siglos, aquel había sido un lugar de recogimiento que fomentaba lareflexión, pero en la actualidad no se diferenciaba mucho de cualquier otraciudad turística. La cultura también vendía, aunque a veces fuera a costa de lapaciencia de profesores y alumnos.

Allan, Ruth y Giorgio paseaban entre los transeúntes como si formaran partede la masa de turistas despistados. Su indumentaria era sencilla y cómoda. Noquerían levantar sospechas, sus perseguidores no podían andar lejos y eraevidente que intentarían robarles el paquete en cuanto llegara a sus manos.

La oficina de correos no estaba muy lejos de la casa de Sara. En unosminutos se encontraron frente a la puerta de madera y Allan registró sus bolsillosen busca del recibo de correos, pero no lo encontró por ninguna parte.

—¿Cómo es posible? He debido dejarlo en mi otro pantalón —dijo Allan,enfadado.

—Me imagino que te conocen. No creo que te lo pidan —dijo Rabelais.—No creas, algunos empleados de correos se creen los guardianes de los

secretos de Isis —dijo el antropólogo tras desistir en su búsqueda.—Podemos volver a tu casa —comentó Ruth.—Es demasiado peligroso. Puede que la tengan vigilada —dijo Allan.—Pues habrá que arriesgarse —concluyó el sacerdote.Entraron en la oficina, estaba atestada de gente. En esas fechas todo el mundo

mandaba postales de felicitación o paquetes para sus familiares. Después de unbuen rato, le tocó el turno a Allan.

—Vengo para recoger un paquete —le dijo a la oficinista.—¿Sería tan amable de enseñarme su resguardo?—La verdad es que no lo tengo conmigo. Mi nombre es Allan Haddon,

profesor de…—No me cuente su vida. Le he pedido el resguardo. Si no lo tiene, vuelva en

otro momento.—Es algo muy importante. Si no lo recupero…

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—Lo entiendo, señor…—Haddon.—Señor Haddon. Aquí debemos cumplir unas normas. Será mejor que

regrese otro día. Hay mucha gente esperando —dijo la mujer mientras hacía ungesto para que pasara el siguiente.

—Quiero hablar con el responsable de la oficina —dijo Allan.—No hay excepciones —cortó la mujer, tajante.—Por favor, ¿puede llamar al encargado? —dijo Allan subiendo el tono de

voz.Ruth dio un paso al frente e intervino en la discusión.—Perdone a mi padre, es un hombre muy despistado. Ya sabe como son los

profesores universitarios. El caso es que ese paquete lo ha mandado mi madre,que está en una misión humanitaria en la India, en una escala que ha hecho enRoma. Es la primera Navidad que pasan separados y mi padre está desquiciado.

La mujer sonrió a la chica y, sin decir palabra, se levantó de la mesa y sedirigió al fondo. Regresó con un paquete, hizo que Allan firmara una hoja y se loentregó guiñándole el ojo.

Cuando los tres salieron de la oficina de correos, el italiano no pudo refrenarsus ganas de reírse. Allan lo miró de reojo y apretó el bulto contra el pecho.Fuera lo que fuera lo que contenía, en aquel momento lo único que quería elprofesor era sentarse en un café y tomarse un té muy caliente.

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Oxford, 26 de diciembre de 2014

María prefería prescindir de sus hábitos para perseguir a sus objetivos, perocomo Allan y Ruth ya la conocían, decidió además ponerse una peluca pelirroja,un abrigo largo, un gorro de invierno y unas grandes gafas de sol. No tardaron enaparecer delante de la oficina de correos. El recibo sobre la mesa del despachode Allan no dejaba lugar a dudas, en algún momento pasarían a por el paquete ysaldrían de su escondrijo.

La monja intentó seguirlos a cierta distancia, todas las precauciones eranpocas. Sus órdenes eran precisas: recuperar el paquete, eliminar a los tresobjetivos y regresar a Roma. Estaba acostumbrada a matar. Sabía que lo hacíapor una buena causa y, si era necesario, mataría a su propia familia para salvar ala Iglesia.

Los siguió con la mirada y, cuando vio que se metían en la cafetería, se situócerca de uno de los ventanales. Aquel sitio era demasiado público, tendría queesperar un momento mejor.

Sus pensamientos se confundieron rápidamente con la letanía de sus rezos, laúnica manera de olvidarse de todo era que su mente se llenara de palabras,aunque de tanto repetirse estaban perdiendo su sentido.

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Oxford, 26 de diciembre de 2014

Les sirvieron rápidamente. Rabelais comenzó a beber tranquilamente su cervezay Ruth miró inquieta a Allan. Contemplaron el paquete en silencio. El tamaño eraconsiderable, la chica ya no pudo esperar más y le preguntó al italiano por sucontenido.

—No lo he visto todo, pero son varios rollos de película y un diario.—¿Es una película? —preguntó Allan, extrañado.—Son varios rollos, calculo que se trata de al menos tres documentales —dijo

el sacerdote.—Y, ¿qué hay en los documentales? —lo apremió Allan. No soportaba por

más tiempo la espera.—El único que he visto parece una grabación de una expedición a algún sitio

en Oriente. Podría ser Siria, pero también Armenia u otro lugar —dijo Rabelaisdespués de dar un buen sorbo a su cerveza.

—No pudiste verificar el lugar —dijo el profesor.—No pude, en cuanto me sentí amenazado lo metí todo en un paquete y te lo

mandé. Pensé que entre los dos resolveríamos este enigma. Por eso mismo lehablé a Ruth de ti, sabía que si a mí me pasaba algo, tú serías el único que podríadescubrir de qué se trataba. Lo que es indudable es que debe de ser algo muyimportante para que haya tanta gente interesada en que no se sepa —dijoRabelais.

—Sin duda son películas de la Ahnenerbe, ya que solían filmarlo casi todo.Hemos estudiado algunos de sus viajes. Si se trata de alguno de ellos, lodescubriremos —dijo Allan.

—Aunque cabe la posibilidad que sea un viaje no registrado. Una misión queha estado oculta hasta ahora —dijo Ruth.

—No lo creo —intervino el italiano—. Las expediciones de los antropólogosnazis son conocidas. Lo dejaron casi todo por escrito.

—Mi abuelo guardó esas películas durante décadas, deben contener algo devital importancia ahora —dijo Ruth.

Allan comenzó a mirar al vacío. Aquello lo confundía. Esperaba un objeto,algún descubrimiento incómodo sobre la cultura bíblica o algún tipo demanuscrito, pero unas películas de los años cuarenta eran lo último que

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imaginaba.—¿De quién es el diario? —preguntó Allan.—Es de Thomas Kerr, el abuelo de Ruth.—Podría tratarse de algún tipo de manipulación. Imaginemos que alguien

crea pruebas falsas, datos de algún descubrimiento que nunca se llevó a cabo —dijo Allan.

—Como el famoso santo grial que Himmler buscaba en el monasterio deMontserrat, en Cataluña —dijo el italiano.

—Los nazis eran buscadores natos de mitos. Investigaban el sentido de suideología en toda su parafernalia simbólica —dijo Allan.

—En una de mis pesquisas descubrí que los nazis operaron varias veces enEspaña. Al parecer el propio José Luis Arrese, secretario general del Régimen,expresó a Himmler su deseo de crear en España algo parecido a la Ahnenerbe.

—Nunca había escuchado nada sobre las conexiones de la Ahnenerbe conEspaña —dijo Allan.

—Algunos antropólogos falangistas querían justificar la antigüedad del puebloespañol a través de los celtas. El psicólogo Miguel de Santa Olalla fue uno de losformuladores de estas teorías sobre los celtas. Las relaciones de algunosinvestigadores españoles con la Ahnenerbe eran inmejorables —explicó elitaliano.

—Por eso programaron los nazis un viaje a las Islas Canarias —dijo Ruth.—Pero la relación comenzó en realidad mucho antes. En 1934, antes de que

se creara la Ahnenerbe, Herman Wirth, que posteriormente sería un destacadomiembro de la organización, investigó algunas cuevas rupestres. Su interés porCanarias surgió más tarde, cuando se convenció de que la Atlántida estabadebajo del archipiélago —dijo Rabelais.

—¿Cómo viste la película? Estará en algún formato obsoleto —dijo Allan.—Sí, pero y a sabes que en Roma se puede encontrar de casi todo. Un amigo

me prestó un proyector de 35 mm.—¿Dónde vamos a encontrar uno de esas características? —preguntó Ruth,

angustiada. Veía que sus esperanzas de ver resuelto el misterio volvían aesfumarse.

—Ya pensaremos en algo. Por lo menos podremos leer el diario —dijo Allan.—Sí, está en alemán, pero creo que tú lo dominas bien. Yo solo lo entiendo a

medias.—Bueno, será mejor que nos marchemos. Nos conviene salir de Oxford. Es

uno de los sitios donde nos buscarán nuestros perseguidores —dijo Allan.—También debe de estar buscándonos la Interpol —dijo Ruth.—¿La Interpol? ¿En qué lío te has metido? —preguntó el sacerdote con los

ojos como platos.—Alguien asesinó al pobre Moisés Peres y la policía me tiene como principal

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sospechoso —dijo Allan.Su amigo comenzó a reír.—Perdona, lamento mucho la muerte de Moisés, pero que alguien piense que

tú eres capaz de matar a una mosca no deja de tener gracia.—No sé por qué dices eso. Un hombre puesto en una situación límite es capaz

de hacer cualquier cosa —dijo Allan con el ceño fruncido.—Bueno, si prefieres pensar eso.Los tres abandonaron el local y se dirigieron hacia la estación de tren. En

Londres serían más difíciles de localizar y podrían pasar al continente si eranecesario. Cuando la hermana María los vio salir, los siguió hasta la estación y semontó poco antes de que el tren se pusiera en marcha.

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Londres, 26 diciembre de 2014

Las luces navideñas brillaban por toda la ciudad. Miles de pequeñas bombillastintineaban mientras los primeros copos de nieve cubrían las aceras sucias. Lacrisis había hecho descender el número de vehículos de las grandes ciudades,pero en los últimos años se había incrementado su población. Aunque lo que mássorprendía al visitante era que parte del pluralismo de la ciudad habíadesaparecido. El gobierno británico había deportado a decenas de miles deinmigrantes pakistaníes, afganos e hindúes.

Allan y sus amigos se inscribieron en un pequeño hotel cercano alparlamento. Desde las habitaciones se podía ver el río y algunos edificiosantiguos que mantenían todo su esplendor. Lo que realmente parecía complicadoera encontrar un proy ector. Recorrieron varios locales hasta que consiguieron unviejo aparato en una tienda de antigüedades. El vendedor les aseguró quefuncionaba, pero no podrían comprobarlo hasta regresar a sus habitaciones.

Cenaron en un restaurante y caminaron hasta el hotel. La noche era fría, peroel reflejo de la nieve en las luces navideñas les permitió olvidarse por unosinstantes de sus problemas y disfrutar del ambiente.

Entraron en la recepción del hotel y se dirigieron cada uno a su habitación. Ala media hora, Ruth dejó el calor de sus sábanas y llamó a la puerta de Allan.

—¿Qué sucede? —le preguntó él, frotándose los ojos.—No puedo dormir —respondió Ruth.—¿Por qué?—Debo estar inquieta. No dejo de dar vueltas en la cama —contestó la chica

abrazándose a sí misma.—Pasa.Ruth entró en la habitación y se sentó frente a la cama. Él tomó una manta y

se la puso por encima.—En una semana todo esto habrá terminado y podrás regresar a casa —dijo

Allan, intentando tranquilizarla.—Por un lado deseo que todo vuelva a la normalidad, pero, si te soy sincera,

mi vida en Barcelona no era muy emocionante —dijo Ruth—La vida nunca es emocionante. Te aseguro que y o no estoy siempre

corriendo detrás de misteriosos enigmas o esquivando balas —bromeó Allan.

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—No me refiero a eso. Desde que mi abuelo murió, estoy sola.—Pero tendrás amigos, compañeros de clase, algún novio…—Era la niña mimada de mi abuelo. No salía mucho y apenas conservo

alguna amiga del colegio. Nada me ata a España —dijo.—Tu abuelo te dejó una pequeña fortuna, dedícate a recorrer mundo y

estudiar. Muchos querrían estar en tu pellejo —dijo Allan.—Eso es lo que estaba pensando. Mi abuelo fue antropólogo y después de

estos días he estado pensando en qué hacer con mi vida. Me gustaría ir a Oxfordy estudiar contigo —dijo Ruth.

—¿Oxford? No es fácil que te admitan y, cuando lo consigas, te aseguro queno será un camino de rosas.

—Lo sé. Estoy acostumbrada a estudiar, domino varios idiomas y quieroformarme —insistió.

—Hay cientos de universidades en Europa, muchas de ellas tan buenas comoOxford —dijo él.

Ruth se molestó. El profesor parecía incómodo ante la idea de tenerla cercapor más tiempo. Ella se sentía atraída por él, pero eso no significaba que se fueraa lanzar a sus pies o a buscar algo más que un poco de amistad y comprensión.

—Bueno, será mejor que me marche —dijo ella arrojando la manta al suelo.—¿Qué te sucede? —preguntó Allan al ver el rostro enfadado de la

muchacha.—Parece que no te hace mucha gracia que me meta en tu vida —explicó,

nerviosa.—No es eso. Simplemente no quiero que tomes una decisión ahora. Todo esto

puede confundirnos. El peligro acerca a las personas, pero cuando la adrenalinabaje y regresemos a nuestras rutinas, posiblemente nos sintamos como dosextraños —dijo el profesor, levantándose de la cama.

Ruth se dirigió a la puerta sin mediar palabra. La abrió, pero Allan llegó justoa tiempo y volvió a cerrarla.

—Déjame —dijo ella intentando abrir la puerta.—No, quiero que me escuches.—Eres un tipo solitario, no quieres que nadie se interponga en tu brillante

carrera, no te preocupes, no seré y o quien lo haga.La chica comenzó a llorar y Allan la abrazó. Después, ella levantó la cabeza

y se besaron, pero Ruth se apartó bruscamente y salió de la habitación.El profesor cerró la puerta y se dirigió a la ventana. No podía negar que le

gustaba, pero era incapaz de identificar sus sentimientos. Nunca se habíaenamorado. Siempre había evitado el compromiso y había centrado su vida enlas clases y las investigaciones, y aquella noche había saltado una luz roja en sucerebro. No podía casarse y formar una familia, tampoco quería meter en suvida a nadie más. Ruth era una cría, tal vez no tan joven como para ser su hija,

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pero siempre estarían a un nivel distinto de madurez. No es buena idea, se dijomientras regresaba a la cama, pero cuando la imagen de Ruth vino a su mente,sintió un escalofrío y tuvo miedo de que fuera demasiado tarde para alejarse deella.

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Roma, 26 de diciembre de 2014

El cardenal Rossi se acercó a las habitaciones papales y preguntó a una de lasreligiosas si su santidad estaba despierto. La monja regresó unos minutos mástarde y lo llevó hasta la habitación. Pío XIII estaba levantado, apoy ado sobre suescritorio y con la mirada ausente.

—Querido Rossi, ¿a qué debo su visita? —dijo el papa con la voz fatigada.—Santidad, no quiero cansarlo, puedo regresar mañana —dijo el cardenal,

sorprendido al ver el agotamiento en los ojos del pontífice.—Un verdadero papa nunca descansa.—Sé que los médicos le han recomendado reposo y tranquilidad.—Querido Rossi, gobernar la Iglesia de Cristo es una tarea ardua. Nunca

antes hemos tenido tantos enemigos y tan peligrosos amigos. Dentro de unos días,antes de que termine este año, el candidato Alexandre von Humboldt pasará porRoma. Su deseo es poner en esta ciudad la capitalidad de la nueva Europa, perotengo mis dudas, dos cabezas en Roma son muchas cabezas —dijo el papacabizbajo.

—Von Humboldt es un buen cristiano y un buen católico. Su intención esfavorecer a su iglesia —dijo el cardenal.

—No lo dudo, pero a veces el abrazo del oso mata al cazador —dijo elpontífice.

—Quería preguntarle sobre un asunto de extrema importancia. No se hacompletado el colegio cardenalicio. En la actualidad, los liberales son mayoríay… —dijo el cardenal, pero antes de que terminara la frase, el papa le replicó:

—¿Tan mal me ve? Sé que mi salud no es de hierro, pero espero servir a Diosunos años más.

—No, santidad. Lo que quiero decir es que, en el caso de que le sucedieraalgo, el trono de san Pedro quedaría en manos de aquellos que quierentransformar la Iglesia en una especie de ONG humanista, en la que no tengacabida la fe —dijo el cardenal, inquieto.

—Aunque parezca un viejo decrépito, estoy al tanto de las maniobras delarzobispo de Toledo. Él quiere ser papa y esa es una ambición legítima.

—Legítima hasta cierto punto; según mis informaciones, el arzobispo esmiembro de los Hijos de la Luz —dijo el cardenal.

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—Nadie ha probado nunca que dicha alianza exista —dijo el papa.—Existe, santidad y cada vez son más poderosos.—El poder no está en las manos del hombre. Dios es el que gobierna su

Iglesia, dejemos que sea Él quien decida.—Su obligación como papa…Pío XIII se levantó con una agilidad que sorprendió al cardenal, se acercó

hasta él y lo miró directamente a los ojos.—No necesito que nadie me diga cómo gobernar la Iglesia. Esto no es una

familia en la que todos se sienten a gusto. En esta casa descansan los cimientos delo que Cristo quiso construir, dentro de ella hay tantas sensibilidades que a vecesse hace imposible contentar a todos. El Opus Dei, los Legionarios de Cristo, losjesuitas…, ¿quiere que siga enumerando? Todos quieren cardenales, más poder,pero el encargado de dosificar esa ambición soy yo. ¿Acaso olvida que ustedmismo pertenece a una de esas familias? —dijo el papa.

—No, santidad, pero nosotros no queremos destruir la Iglesia.—No se preocupe, la Iglesia resistirá mil años más —dijo el papa regresando

a su asiento.—Espero que esté en lo cierto —dijo el cardenal haciendo una pequeña

reverencia y abandonando la habitación.El santo padre lo vio marchar malhumorado. Todos creían que por estar viejo

y enfermo había perdido su capacidad para ver las cosas con claridad, peroestaban equivocados. Los años te dan una perspectiva más amplia de las cosas.Te ay udan a ver los asuntos del mundo con más calma y a confiar en la divinaProvidencia.

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Londres, 26 de diciembre de 2014

Allan miró el diario con ansiedad y temor. La discusión con Ruth lo habíadesvelado, pero no estaba seguro de que fuera buena idea comenzar a leer eldiario él solo. Sus dos compañeros habían arriesgado sus vidas por él. Lo tomó delescritorio y lo acercó hasta la cama. La tenue luz de la mesilla reflejaba la pielennegrecida de la cubierta. Abrió el broche de latón dorado y pasó las hojas.Mientras las letras y los dibujos desfilaban delante de sus ojos, pensó en losantropólogos alemanes. Posiblemente, comenzaron sus investigaciones con lailusión de un niño que acaba de recibir un regalo. Se preguntó en qué momento elabuelo de Ruth se dio cuenta de que había hecho un pacto con el diablo.

Examinó el diario por encima. La primera fecha registrada era el 27 de juliode 1941. Volvió a cerrarlo y se puso en pie, se dirigió a la ventana y contempló laciudad dormida. Estaba en Inglaterra, pero tenía la extraña sensación de que yano pertenecía a ningún sitio.

Regresó a la cama y observó el diario sobre el colchón. Aquella investigaciónera diferente a las que había realizado hasta ahora. Por primera vez en sucarrera, el pasado se había hecho tan presente que lo aterrorizaban lasconsecuencias que pudiera tener.

Se tumbó de nuevo en la cama y tomó el diario entre las manos. Acarició lapiel áspera y pasó las hojas. La letra alargada del cuaderno parecía bastantelegible y el alemán era claro y formal. Se concentró en la lectura y por unosmomentos olvidó que la policía los perseguía, que el Vaticano estaba interesadoen lo que habían descubierto y que no podría regresar a casa hasta que todo sehubiera aclarado. Ahora solo estaban aquel misterio y él, todo lo demás dejabade tener importancia.

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La Guarida del Lobo, Prusia Oriental, 27 de julio de 1941

Los bosques de hayas no parecían tener fin. La naturaleza lleva mileniosreinando en aquellos alejados parajes y la mano del hombre apenas ha logradoarañar algo a esos centenarios árboles que crecían a los lados de la carretera.

En medio de la masa forestal apareció una casa de madera y los controlesmilitares se fueron sucediendo monótonamente. El soldado que conducía tuvoque enseñar el permiso en varias ocasiones hasta que llegamos frente, a lo queparecía una modesta casa de campo.

La casa era amplia, pero su sencillez me recordó a un monasterio. BrunoBeger y yo caminamos en silencio por los pasillos alargados en penumbra. Lafachada exterior no reflejaba el laberinto de pasillos que llevaban hasta elcorazón del Tercer Reich. Aquí el führer comunicaba sus órdenes a losvictoriosos ejércitos alemanes.

Aquel había sido un buen año para Alemania. Nuestras tropas habíanconquistado Noruega, Dinamarca, los Países Bajos, Bélgica, Francia, Yugoslaviay Grecia. Tres millones de nuestros bravos soldados comenzaban a invadir latierra de los bolcheviques y en dos semanas la Wehrmacht se había apoderado deLituania, Letonia, Estonia, Bielorrusia y Ucrania. Mientras el objetivo principalde invadir Leningrado estaba casi en nuestras manos, nuestros ejércitos tambiénconquistaban la península de Crimea.

Nos llevaron hasta un despacho amplio y poco iluminado y nos hicieronesperar allí. Después de cinco minutos en silencio, Bruno comenzó a hablar.

—Estamos en el refugio secreto del führer. Cuando se lo cuente a mi familiano me va a creer —dijo sonriente. Su pelo rubio y sus grandes ojos le daban unaspecto infantil, pero su enorme estatura y musculatura sobrepasaban la media.

—No podemos hablar a nadie de nuestra visita. Ya sabes que Himmler nos loha advertido, esta operación es de máximo secreto —le dije sin muchasesperanzas de que me hiciera caso.

—Thomas, tú sabes perfectamente que nuestra misión es desenterrar obrasantiguas. Lo que le cuente a mi mujer no va a poner en peligro la seguridad delEstado.

—No sabemos la trascendencia de la nueva misión, pero debe de ser muyimportante. Nos han traído hasta aquí —le dije señalando la habitación—. El

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refugio secreto de Hitler.Escuchamos murmullos en la habitación de al lado. La puerta se abrió y la

figura de Himmler apareció ante nosotros antes de que pudiéramos reaccionar.El segundo hombre más poderoso de Alemania, en contra de lo que muchospiensan, es un hombre sencillo, sonriente y que siempre se comporta con unaeducación exquisita.

—Caballeros —dijo Himmler mientras se acercaba a nosotros—. Siéntense,por favor. Será mejor que nos ahorremos las formalidades.

Nos sentamos sin poder disimular la ansiedad que suponía para nosotros estaren presencia de aquel hombre tan poderoso.

—Saben que no es normal que les cite en este lugar, pero la misión es demáximo secreto y aunque la Ahnenerbe supervisa la operación, podemos decirque, en este caso, el objetivo comparte intereses con otros departamentos de lasSS —nos explicó. Después se acercó a los sillones en los que estábamos sentadosy ocupó uno de ellos.

Bruno y yo permanecimos en silencio. Estábamos acostumbrados a recibirinstrucciones. En el poco tiempo que llevaba en las SS había aprendido quemuchas de las órdenes eran verbales y que había que estar muy atento parallevarlas a cabo.

—En la habitación de al lado está nuestro amado führer; antes de que sevayan, los saludará. Esta misión será supervisada directamente por él. Si serealiza con éxito, eso supondría un verdadero salto en su carrera —dijo Himmler,sonriente.

Nos mantuvimos en silencio. Uno de los secretos para prosperar en Alemaniaera hablar poco y obedecer sin rechistar.

—Hitler quiere que la recién invadida Crimea se convierta en uno de losterritorios por colonizar por nuestro glorioso pueblo alemán. El climamediterráneo de esa zona, su fertilidad y su fauna convierten a ese territorio enuno de los lugares privilegiados para comenzar nuestra política de coloniasalemanas —dijo Himmler.

—¿Qué podemos hacer nosotros? No somos ingenieros agrícolas, somossimples investigadores del pasado —dijo Bruno, algo confuso.

—Crimea fue durante mucho tiempo el patio de recreo de los zares. Inclusohay una obra de Chéjov sobre esa hermosa tierra. ¿La han leído?

Dudé en responder por unos momentos. En la Alemania de Hitler, ser lectorse había convertido en motivo de sospecha.

—Sí, señor —contesté en tono bajo.—Nuestro führer cree que Crimea es un territorio perfecto para que nuestra

raza aria se desarrolle plenamente. Como sabrán, los godos, nuestrosantepasados, se instalaron allí durante mucho tiempo. Crimea será racialmentepura antes de que termine el año y ustedes ayudarán en esa gloriosa misión.

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—¿Nosotros? ¿En qué podemos ayudar? —preguntó Bruno.—La península está infestada de judíos, tártaros, gitanos, rusos, armenios,

georgianos y ucranianos. Tenemos que limpiar el territorio y establecer allí abuenas y sanas familias alemanas —dijo Himmler, sonriente.

—¿Qué haremos con los habitantes actuales? —preguntó Brunoinocentemente.

—No se preocupen, nos encargaremos de ellos. Al fin y al cabo, aquelterritorio fue alemán y solo recuperamos lo que es nuestro.

Bruno se puso muy serio y yo intenté romper la tensión del ambiente con uncomentario de los que les gustaban a los viejos nazis como Himmler.

—No sabía que y a habíamos liberado Crimea de los rojos.—Bueno, lo que les voy a contar es máximo secreto. El general Erich von

Manstein acaba de comenzar la invasión con el XI Ejército. Ustedes tienen quereunirse con él inmediatamente. Ese cabeza cuadrada no sería capaz de distinguirun ario de un judío aunque llevasen carteles en el pecho —dijo Himmler muyserio.

Bruno y y o dudamos si reír o no. Al final preferimos no hacerlo.—Su misión es muy sencilla. Son los expertos que ayudarán al ejército a

seleccionar a la población racialmente apta y a la que no lo es. Su trabajo es devital importancia —dijo Himmler.

—Pero, nunca hemos… —dijo Bruno.—Dispondrán de todo un equipo de ay udantes. Sé que el trabajo es ingente,

pero confío en su capacidad —dijo Himmler sin dejar que Bruno terminara dehablar.

Nuestro interlocutor se puso en pie y los dos saltamos del asiento como situviéramos un resorte.

—Ahora Hitler los recibirá. No digan nada, únicamente respondan si él lespregunta —les advirtió Himmler.

Los tres caminamos hasta la sala contigua. En contra de lo queimaginábamos, Hitler estaba solo, sentado en una silla, con un libro en las manosy escuchando música.

—Heil Hitler! —dijo Himmler, y nosotros repetimos el saludo.El líder levantó la mano despacio y nos miró sonriente, pero sin despegarse

del sillón.—Espero que sepan dar a Alemania el servicio que les pido. Crimea será una

de futuras provincias del Reich, pero antes hay que deshacerse de toda labastardía judía impura —dijo Hitler levantándose del sillón y aproximándose anosotros.

—Imagino lo que piensan, ¿quiénes somos nosotros para arrancar a esa gentede sus hogares? No soy un desalmado, aunque algunos me juzguen injustamente.Esa tierra es alemana, como ustedes sabrán, nuestro espacio vital está en juego.

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Nosotros no tenemos colonias en las que puedan asentarse los alemanes. Sabenque desde que recuperamos los territorios de Polonia, los Sudetes y el Sarre,millones de buenos alemanes han regresado al Reich, pero Alemania tiene unespacio limitado —dijo Hitler casi sin aliento. Después se paró en seco y seacercó directamente a mí. Me clavó sus ojos azules y, sin pestañear, continuóhablando—. Tienen que olvidar todas esas monsergas de la compasión y el amoral prój imo. Son engaños judaicos. ¿Cuándo los enemigos de Alemania nos hantratado bien? ¿Acaso nos perdonaron las fuertes reparaciones que nos exigían, nosdevolvieron lo que nos habían robado? No, tuvimos que cogerlo nosotros mismos.Simplemente vay an allí y regresen con el informe que les pedimos. Esperamosrepoblar toda la zona en cuanto termine la guerra. No creo que los soviéticosresistan hasta el año que viene.

Himmler dio un paso al frente y se puso a nuestro lado.—Estos hombres son dos de los mejores miembros de la Ahnenerbe. Bruno

Beger fue uno de los miembros de la expedición al Tíbet —dijo Himmler.Hitler se acercó al gigantesco Bruno y lo miró fijamente. Al führer le

crispaba la gente más alta que él, pero sonrió al oficial y apoy ó una mano en subrazo izquierdo.

—No sabe cuánto lo envidio. Me hubiera gustado marchar con ustedes alcorazón mismo de nuestra raza. En aquellas montañas nacieron nuestrosancestros. Espero que esta misión sea cuanto menos igual de productiva —dijoHitler, emocionado.

Bruno pensó decir algo, pero se quedó con la boca abierta, sin poderpronunciar palabra.

—El oficial más joven es Thomas Kerr, uno de los estudiantes másaventajados en antropología de la universidad de Múnich —dijo Himmler.

El führer asintió con la cabeza y con una voz potente, dijo:—Ahora, muchachos, hagan su trabajo y su führer sabrá recompensarlos.—Heil Hitler! —dij imos los tres, y Bruno y yo nos dirigimos a la salida.Con las piernas aún temblorosas llegamos hasta el coche y, sin mediar

palabra, nos introdujimos en el vehículo. Apenas teníamos veinticuatro horaspara preparar nuestros bártulos y dirigirnos a Crimea.

No puedo negar que el führer me ha impresionado. Sin duda es un hombreimplacable, pero creo que no ha podido pasarle nada mejor a Alemania que elhecho de que sea él quien gobierne nuestra gran nación.

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A las puertas de Sebastopol, 17 de diciembre de 1941

La invasión de Crimea no ha resultado tan sencilla como creían Hitler yHimmler. Llevamos siete semanas intentando conquistar el territorio y losoficiales soviéticos, una y otra vez, logran reponer sus menguadas fuerzas yresistir nuestros ataques. El general Manstein quiere conquistar el puerto deSebastopol antes de Navidad, pero la situación no es fácil. La guerra enLeningrado también se ha prolongado más de lo previsto y no hay más refuerzospara el XI Ejército.

Hace unos días nos entrevistamos con el general, que a regañadientes nos hafacilitado hombres y material. Junto a nosotros va la Einsatzgruppe D, losburócratas de las SS; los llaman el Grupo de Intervención, pero la misión de estoshombres es eliminar a los oficiales, comisarios políticos, judíos y gitanos queencontremos a nuestro paso.

Nuestro primer destino es Simferópol, la capital de la provincia. Llegaremosallí en unos días.

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Simferópol, 20 de diciembre de 1941

Simferópol está patas arriba. Nunca había visto una ciudad en estado de guerra.Nuestros hombres roban y saquean sin que los mandos se lo impidan. Losrefugiados del frente que van llegando a la ciudad engrosan las filas de loscondenados a morir de frío y hambre. La poca comida que queda es paranuestros hombres y los habitantes de la ciudad mueren a centenares cada día.

Una de las cosas que rompía la monotonía era la matanza de judíos. Loshombres de la Einsatzgruppe, la Policía de Campaña y la Policía Secreta de laWermacht se disputan a sus víctimas con verdadero frenesí. Himmler quiere quese elimine a la población judía de la ciudad antes de Navidad. La pasión queponen los tres cuerpos en el exterminio de los judíos no tiene nada que ver con lapureza de la raza aria. Los soldados y oficiales roban todo lo que pueden a susvíctimas. No hablo de lo que me han contado otros soldados; tuve que ser testigoayer de la manera de actuar de la Einsatzgruppe D.

Un oficial llamado Woole me llevó con uno de los grupos. Después deregistrar varios edificios, capturaron a cincuenta judíos. Había familias enteras,con mujeres y niños incluidos. Los despojaron de todo lo que tenían, los cargaronen camiones y los llevaron a las afueras de la ciudad.

—Creo que podrá informar a Himmler de la eficacia de la unidad, la mediade judíos eliminados es más alta en nuestro cuerpo que entre la Policía deCampaña y la Policía Secreta de la Werhmacht —me dijo el capitán Woolemientras nos dirigíamos con la caravana hasta la zona de descarga.

—La eficacia es indudable —le comenté.—Tenemos algunas bajas por depresión, ya sabe que hay gente que no tiene

estómago para ciertas cosas —explicó el capitán.Los coches se detuvieron junto a la carretera, la nieve cubría con un brillante

manto blanco los bosques cercanos. Pensé en mis vacaciones de invierno enSuiza con mi padre, donde solíamos pasar todas las Navidades esquiando. Miré alos pobres diablos que bajaban de los camiones a empujones. Mantenían lacabeza gacha, con expresión de resignación y un silencio que helaba la sangre, nilos niños lloriqueaban. Les hicieron caminar sobre la nieve unos trescientosmetros y los situaron frente a una fosa profunda.

—Quítense las chaquetas y los zapatos y déjenlos a un lado —vociferó un

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sargento.La gente comenzó a desvestirse, muy despacio. El sargento perdió la

paciencia y golpeó con su fusil a varios prisioneros. Todos reaccionaron conrapidez y en un par de minutos estaban a cuerpo, descalzos y en silencio. Derepente, una mujer empezó a pedir a gritos que la dejaran irse y todos losprisioneros vociferaron. Los niños se contagiaron de la desesperación de suspadres e intenté pensar en otra cosa mientras los soldados colocaban en filas a losprisioneros y abrían fuego. El proceso se repitió cuatro veces, las voces fueronamortiguándose a medida que las balas hacían su trabajo.

Mientras regresábamos a la ciudad, permanecí en silencio. Sin duda habíaque informar de aquello a Himmler. Era un despilfarro de balas y hombres queno nos podíamos permitir. Si queríamos limpiar Crimea antes de que terminara laguerra, había que utilizar métodos más rápidos, baratos y limpios.

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Londres, 27 de diciembre de 2014

Un golpeteo en la puerta lo hizo volver en sí. Miró el reloj y se sorprendió de quefueran las ocho de la mañana, había pasado toda la noche en vela leyendo losdiarios de Thomas Kerr. Se levantó despacio, le dolía todo el cuerpo. Abrió lapuerta y miró a Ruth desde el umbral.

—¿Qué te ha pasado? No has dormido nada —dijo Ruth al contemplar lasojeras de Allan.

—Bueno, no podía dormir y he preferido adelantar un poco el trabajo —dijoeste sin mucho entusiasmo.

—¿De qué trata? —preguntó Ruth entrando en la habitación.—No lo he leído entero, pero la primera parte describe la misión que tu

abuelo realizó en Crimea —dijo Allan sin querer entrar en detalles.—¿Crimea? —dijo Ruth—. ¿Esa es la misión que todos están empeñados en

ocultar?—No lo sé, puede que sí, pero la verdad es que no he terminado de leer el

diario.—Deja que lo examine yo —dijo Ruth, acercándose al cuaderno que

descansaba sobre la cama.Allan lo tomó y lo metió en uno de los cajones.—¿Qué haces? —preguntó ella, sujetándole la mano.—Creo que es mejor que lo dejes, puede que descubras algo que no te guste

—dijo Allan, muy serio.—Era mi abuelo, Allan. Necesito saber…—Tu abuelo era el hombre que conociste, en ese diario hay un joven de

veinte años fanatizado y en medio de una guerra cruel —dijo Allaninterponiéndose entre la mesita y la chica.

—Eso lo tendré que decidir yo, ¿no crees? Puede que mi abuelo fuera unasesino o algo peor, pero te aseguro que no necesito que nadie me proteja.

Los dos forcejearon y Ruth se echó a llorar, comenzando a golpear con lospuños cerrados el pecho del hombre. Allan se limitó a sujetarle las muñecas yesperar a que se calmara. La chica paró de golpearlo y hundió la cara en supecho. Allan la abrazó y los dos permanecieron un rato en silencio. El hombre laseparó y ella se puso de puntillas para besarlo. Justo cuando sus labios se unieron,

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alguien comenzó a aporrear la puerta. Los dos se separaron bruscamente y Allanse acercó para abrir. El rostro redondo del italiano le sonrió desde el otro lado.

—Creo que es hora de que veamos esas películas —dijo mientras pasaba a lahabitación con el proyector entre los brazos.

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Oxford, 27 de diciembre de 2014

La pantalla del ordenador se iluminó y Marcelo Ivanov, alias el Ruso, puso enmarcha el sistema de búsqueda. Si cualquiera de sus dos objetivos había pagadocon tarjeta o se había inscrito en algún hotel, el sistema no tardaría enencontrarlo. Esperó unos instantes, pero no parecía que ni el hombre ni lamuchacha estuvieran en Oxford. Habría que intentarlo con otras ciudades enGran Bretaña. Comenzó introduciendo Londres y el ordenador indicó quetardaría unos quince minutos en rastrear las bases de datos. El Ruso quitó elenvoltorio a un sándwich y comenzó a comer mientras escuchaba un poco demúsica.

Miró por encima de la pantalla y se aseguró de que no había nadie cercamirando. Apretó un botón y en la pantalla apareció el vídeo de una mujerdesnuda. La mente del asesino se concentró en el vídeo, en su cabezaretumbaban los jadeos de la pantalla y el sonido de los cascos lo aisló del resto depersonas que lo rodeaban. Llevaba casi un mes sin estar con una mujer, no legustaba contratar prostitutas en los países donde trabajaba.

El ordenador emitió un pitido y el hombre miró su programa de búsqueda. Alparecer, Allan y Ruth tenían tres habitaciones en un hotel en el centro deLondres. Las habitaciones estaban a nombre de Ruth Kerr, debían de pensar quenadie buscaba a la chica. El Ruso había visto la orden de búsqueda y captura dela policía alemana, pero al parecer no se había cursado la de la Interpol.

Bueno, ya sé dónde os alojáis. Será mejor que os encuentre cuanto antes.Habéis logrado escapar una vez, pero no tendréis una segunda oportunidad, sedijo El Ruso mientras cerraba el portátil.

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Roma, 27 de diciembre de 2014

El camarlengo se acercó hasta el papa y le pasó una nota. En ese momento lospríncipes de Bélgica estaban entregando al sumo pontífice un regalo.

—Muchas gracias —dijo Pío XIII mientras dejaba el presente en manos deuno de sus colaboradores.

—Su santidad es nuestra inspiración —dijo la princesa besando el anillo papal.—Gracias —dijo el anciano, impaciente. Sabía que había noticias nuevas

sobre el paradero de Rabelais, del profesor Haddon y de la chica.Cuando los últimos visitantes salieron, el papa rompió el lacre del sobre y

abrió el mensaje.

El profesor Haddon, Ruth Kerr y Giorgio Rabelais están juntos. Esperoórdenes.

El papa miró a uno de sus asistentes y le hizo una indicación.—Llama al camarlengo.—Sí, santidad.Pío XIII se levantó del trono y se dirigió inquieto al fondo de la sala. Allí se

reclinó frente a un pequeño altar y se puso a rezar. Cuando oyó los pasos delsecretario papal, mantuvo los ojos cerrados y lo hizo esperar hasta que terminósus oraciones.

—Camarlengo, sabéis que no quiero notas escritas —dijo el papa enseñandoel papel. Después se acercó a la chimenea encendida y la arrojó al fuego.

El papel prendió con rapidez y la cera roja se evaporó en unos segundos.—Decid a sor María que los quiero vivos y necesito que recuperen el objeto

perdido cuanto antes.—Pero está sola, no puede capturar a los tres y traerlos a Roma —se quejó el

camarlengo.—Que le manden dos agentes más y un transporte. Los quiero aquí antes del

30 de diciembre, ¿entendido? —ordenó, seco, el papa.—Sí, santidad.El papa sintió un pinchazo en el pecho. Sin duda, Rabelais era un mal

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enemigo. Se conocían desde hacía años, siempre al lado de los pobres y losnecesitados, pero esta vez se había extralimitado. Su lealtad a la Iglesia y al papadebía de estar por encima de cualquier otra cosa.

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Londres, 27 de diciembre de 2014

La proyección de la primera película resultó aleccionadora pero decepcionante.El rollo duraba unos quince minutos y en el documental se presentaban lostrabajos de la Ahnenerbe por el mundo. Las primeras imágenes eran de lafamosa expedición al Tíbet de 1938. En varias de las imágenes aparecía Schäfer,el líder de la expedición, un controvertido naturalista, rebelde y aventurero. Juntoa él estaban algunos de los investigadores más prometedores de su época, comoWilhelm Filchner, un joven geólogo y el más experimentado de los exploradoresalemanes en el Tíbet. En la primera película también aparecía Karl Wienert,doctor en geofísica, así como Edmund Gerr, jefe técnico de la expedición, yErnst Krause, que colaboraba haciendo de todo un poco, pero que al final seconvirtió en el cámara oficial de la expedición. Por último estaba Bruno Beger,antropólogo, miembro de la RuSHA y alumno del profesor Günther.

En las imágenes reproducían escenas en las que salían diferentes miembrosde la realeza tibetana, paisajes y estudios étnicos de individuos nepalíes. Enmuchas de las tomas se observaba a Bruno Beger midiendo cráneos o revisandolos rasgos de algunos de los habitantes de Lhasa y otras ciudades del Tíbet. Unade las secuencias más interesantes era la visita al palacio del regente RetingRimpoche, al que Beger contempló con admiración al considerarlo un ejemploclaro de los ancestrales arios de la zona.

Las últimas escenas consistían en interminables bailes y desfiles popularesque celebraban el nuevo año o filmaciones de algunos de los templos másimportantes de la zona. Beger seguía buscando los orígenes de la raza aria enaquel apartado lugar del mundo. Después de dos meses de estancia en la capital,la expedición quería adentrase en el valle del Yarlung, la cuna de la civilizacióntibetana. Schäfer había conseguido llevar a cabo su verdadero plan, encontrar losorígenes de la cultura aria en aquel apartado y remoto valle. Las ruinas de laantigua ciudad real no eran lo que ellos esperaban. Apenas se mantenían en piealgunas torres de la antigua fortaleza. La última ciudad que visitaron fue Shigaste.

Allan apagó el proyector y miró a sus amigos. Imaginaba que estaban tandecepcionados como él, pero Giorgio seguía sonriendo.

—Bueno, creo que esto no nos aclara mucho —dijo Allan.—Esta película es pura propaganda nazi —comentó Ruth.

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—Está claro que aquí no hay nuevos datos que nos den la dimensión real delasunto que tenemos entre manos, pero os aseguro que encontraremos la causapor la que hay tanta gente interesada. Tal vez nuestros ojos buscan los datosequivocados —dijo Rabelais.

—Mi abuelo no estaba en esa expedición. Seguramente no es la película quequería que viéramos.

—Bueno, en ella sale un personaje muy importante que realizó otras misionescon tu abuelo, Bruno Beger, ese tipo es la clave —dijo Allan.

—¿Qué sabemos de ese Beger? —preguntó Ruth.—Desde mi ordenador puedo acceder a la base de datos de Oxford —dijo

Allan tomando su portátil.Después de buscar información por unos momentos comenzó a leerles lo que

había encontrado:—Bruno Beger nació en 1911. Fue un eminente antropólogo nazi, y

perteneció a la Ahnenerbe. Estudió en la Universidad de Jena, donde fuediscípulo de Hans Günther. Colaboró en diferentes misiones para las SS, entreellas la expedición a Crimea.

—No dice gran cosa —comentó Ruth.—No, pero hay un dato curioso, está vivo —dijo Allan.—¿Vivo? Si nació en 1911[5] tiene más de cien años —dijo el sacerdote,

sorprendido.—Al parecer, en abril de 1945 fue capturado por los norteamericanos en

Italia, cuando intentaba huir a Suramérica. La última misión la realizó con uncurioso grupo de las Waffen-SS compuesto por árabes. Después de recorrervarios campos de prisioneros italianos y alemanes fue internado en Darmstadt.En 1948, un tribunal de desnazificación lo exoneró de todos los cargos. Begerregresó a casa con su mujer y sus hijos. No pudo dar clases en la universidad ytrabajó en una editorial. Años más tarde, se convirtió en representante de ventasde una fábrica de papel. Continuó con sus estudios de forma vocacional. En 1954viajó a Argelia y Marruecos para realizar una expedición privada. Despuésrealizó viajes a Oriente Próximo. En 1960, la policía detuvo a Beger por un casono juzgado en su etapa en la Ahnenerbe. Cuatro meses después fue liberado,aunque se seguían acumulando pruebas contra él. En octubre de 1970 fuejuzgado como cómplice de crímenes contra judíos. La condena fue de tres añosde cárcel. Después de un año de prisión consiguió la libertad condicional —dijoAllan.

—Es increíble, apenas si cumplen condena —dijo Rabelais—. No importa lograve que sea el crimen, los jueces son benévolos con este tipo de criminales.

—Al parecer vive en un pequeño pueblo de Suiza, muy cerca de la fronteraalemana —dijo el antropólogo.

—Tal vez si le hiciéramos una visita podríamos aclarar las cosas —comentó

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Ruth.—¿Crees que nos atendería? Además, es un hombre muy mayor, puede que

no recuerde nada —dijo Allan.—Soy la nieta de uno de sus camaradas, creo que hablará conmigo.—Pero… —dijo el italiano.—Sí, soy negra. No creo que eso le importe mucho, su odio se centra en los

judíos, los comunistas y los enemigos de Alemania. Creo que no me encuentroen ninguno de los tres grupos —lanzó ella.

—Está bien, lo intentaremos —dijo Allan.—Hay algo más importante que hacer ahora —dijo Rabelais muy serio.—¿El qué? —preguntaron a la vez Allan y Ruth.—Desayunar. Estoy muerto de hambre.

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Londres, 27 de diciembre de 2014

La nieve había desaparecido de las calles, la temperatura se había templado y labúsqueda de una cafetería decente se convirtió pronto en un agradable paseo.Allan y Ruth conversaron mientras Rabelais se mantenía al margen, caminandounos pasos por delante. Vieron una cafetería francesa y entraron sin dudarlo. Elcafé inglés dejaba mucho que desear. Un buen croissant lograría que olvidaranpor un momento la investigación.

Se sentaron en una mesa redonda de mármol y pidieron tres desayunos. Elsacerdote se disculpó y se dirigió al baño. Allan y Ruth continuaron suconversación sin prestarle mucha atención.

El italiano se aproximó a uno de los teléfonos y marcó un número mientrasmiraba a su espalda.

—Sí, todo marcha según el plan previsto. No se han extrañado de nada y creoque hemos despistado a los que nos seguían —dijo mirando a su espalda.

Después de escuchar por unos instantes a su interlocutor, continuó:—Nos dirigiremos a Suiza, allí está uno de los testigos. De acuerdo. Adiós.El sacerdote colgó el auricular. Se acercó a la mesa y fingió una risa

complaciente.—Que buena pinta tienen —dijo mientras observaba el cruasán tostado.—Veo que no has perdido el apetito —bromeó Allan.—Eso nunca, comer es uno de los pocos placeres que me quedan —contestó.Los tres comenzaron a desayunar. En unos minutos se habían olvidado por

completo de la Ahnenerbe y de los horrores de una guerra que ninguno de elloshabía vivido, pero que continuaba mostrando algunas de las caras más terriblesdel ser humano.

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Viena, 27 de diciembre de 2014

El palacio estaba abierto al público. La familia Von Humboldt llevaba décadaspermitiendo que los vieneses y los turistas de medio mundo apreciaran su riquezay su poder. Los Von Humboldt habían conseguido reunir una formidable riquezagracias a sus inversiones en caucho a principios del siglo XX. La expansión de laindustria alemana del automóvil los había convertido en el primer importador decaucho de Europa, pero el gran salto lo dieron gracias al estallido de la PrimeraGuerra Mundial. Los suministros de ruedas al ejército imperial austriaco y aAlemania construy eron la base de su poderío económico. La derrota de laspotencias centrales en la guerra no fue un problema para los Humboldt, ya quelograron sobrevivir exportando sus materiales a Suramérica y Asia, hasta que laAlemania de Hitler les hizo ganar una fabulosa fortuna.

Alexandre von Humboldt se acercó hasta el hermoso jardín del palacio.Algunos lo comparaban con los fantásticos jardines de Versalles, pero los de losVon Humboldt eran más grandes y hermosos. Su madre descansaba sentadafrente a las cristaleras. Tenía una taza de té en la mano y mordisqueaba unapastita mientras miraba el espectáculo invernal de la puesta de sol.

—Madre —dijo Alexandre sin denotar ningún tipo de sentimiento en la voz.—Hola, Alexandre —contestó la señora sin girar la cabeza.—He venido a verte antes de viajar a Roma —dijo él, sentándose en uno de

los sillones de mimbre.—Saluda de mi parte al santo padre. Hace casi un año que no nos vemos, y a

sabes que el cuidado de las empresas de la familia me tiene totalmente absorbida—dijo la señora.

—Siento no poder ayudarte, pero la campaña electoral me tiene muyocupado —se disculpó Alexandre.

—No entiendo por qué hay que hacer todo ese paripé de votaciones,candidatos y elecciones. En mis tiempos, las cosas eran más sencillas —dijo lamujer después de tomar un sorbo de té.

—En los años treinta los trámites eran los mismos que ahora —se quejóAlexander.

—¿Y quién habla de los años treinta? ¿Tan vieja me ves? En los años treintayo era una niña, te digo cuando tu padre estaba vivo. Nosotros proponíamos un

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candidato y lo apoyábamos, después era elegido el día siguiente a las elecciones.Ni siquiera nos molestábamos en contar los votos —dijo la señora.

—Ahora hay varios sistemas de control, pero cuando llegue al poder meencargaré de todo eso. Europa necesita una mano fuerte que dirija sus destinos—dijo Alexandre, recuperando su seguridad.

—No olvides quién eres y para qué fuiste educado. Los Von Humboldt hancontribuido al engrandecimiento de Alemania y Europa durante más de cienaños. Tienes que limpiar el continente de toda esa basura extranjera.

—Deja que sea yo el que ponga las cosas en su sitio —dijo Alexandre,molesto.

—Revolcándote todo el día con rameras y yendo de fiesta en fiesta noconseguirás nada —contestó la madre con un gesto de enfado.

—En eso imito a papá —dijo Alexandre.—Por eso él está muerto y yo estoy viva. No seas tan estúpido como él. No

puedes morir hasta que se cumpla tu destino. Será mejor que no lo olvides.—El destino no existe —dijo Alexandre.—Sí existe, te lo aseguro, pero los débiles no saben aprovecharlo. Nuestra

familia es una de las más ricas del planeta porque supo siempre cuál era sudestino. Por eso hemos sobrevivido a guerras, cambios de gobierno y crisiseconómicas —dijo la mujer, dejando la taza sobre la mesa.

—Dentro de unos días tu hijo será el primer presidente de Europa —dijoAlexandre.

—Y el último, espero.

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Londres, 27 de diciembre de 2014

Después de comprar unos billetes para Suiza, los tres se dirigieron de nuevo alhotel. Estaban ansiosos por ver la segunda filmación. Antes de visitar a BrunoBeger tenían que conocer todos los hechos.

El sacerdote puso una nueva película en el proyector. El segundo rollo no eraun documental, se trataba de una larga grabación de escenas de Crimea.

En la primera parte se veía a Bruno Beger y Thomas Kerr, el abuelo de Ruth,a su llegada a Simferópol. La ciudad estaba nevada y la cámara grababa lamiseria de la población. En la segunda parte de la grabación se veía a una granvariedad de personas que Bruno y Thomas Kerr examinaban, apuntando datos enlibretas. Aquellos eran sin duda exámenes antropológicos para comprobar lapureza racial de aquella gente. Los dos antropólogos enseñaban a miembros de lapolicía y al Einsatzgruppe D a distinguir los individuos racialmente puros, paraeliminar a los que no lo fueran. El plan de repoblar aquella tierra con colonosalemanes debía llevarse a cabo en cuanto terminara la guerra y todos pensabanque antes de un año Inglaterra se habría rendido.

La tercera escena era aún más dura. El cámara había grabado una de lasoperaciones del Einsatzgruppe D, en la que los escuadrones de la muerteescogían a un grupo de judíos, los sacaban de la ciudad y los fusilaban frente auna gran fosa. La película estaba subtitulada y los comentarios eran casi tanespantosos como las imágenes.

Al parecer, los judíos de Simferópol habían sido exterminados tanrápidamente que los escuadrones de la muerte habían comenzado a aniquilar alos judíos de Feodosiya, Yevpatoriya, Kerch, Yalta y Bajchisarái.

La filmación describía el estrés que producía a los soldados la matanzacontinua de niños y mujeres. Al parecer, a Thomas Kerr se le había ocurridoutilizar camiones que usaran su propio anhídrido carbónico como gas letal contralos judíos. De esta forma rápida, limpia y barata, las tropas podían dedicar sutiempo a ganar la guerra y no a deshacerse de la basura.

Ruth no pudo evitar sentirse angustiada ante la sonrisa de Kerr cuando elprimer camión exterminaba al primer grupo de judíos. Thomas Kerr seencontraba allí, pletórico, frente al camión abierto, con los prisioneros asfixiadoscomo telón de fondo.

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Cuando terminó la película los tres se quedaron en silencio. Habían escuchadoen cientos de ocasiones relatos sobre el exterminio de los judíos, pero nuncahabían visto una película tan explícita y complaciente con los crímenes nazis.

—No puede ser que ese sea mi abuelo —dijo Ruth rompiendo el silencio.—Ya te comenté que esto no iba a ser fácil para ti —comentó Allan.—Me he quedado sin palabras. Lo que hicieron no tiene justificación alguna,

encima eran científicos, personas que estaban buscando la verdad para ayudar ala humanidad —dijo el sacerdote.

—Lo que no comprendo es que, si tu abuelo era un criminal de guerra que sesentía orgulloso de sus crímenes, ¿por qué intentó, tras su muerte, que todo estosaliera a la luz? —preguntó Allan.

—A lo mejor se arrepintió en el último momento —dijo Rabelais.—¿Y ha tardado setenta años en hacerlo público? —dijo Allan—. No parece

lógico.—Esperemos que Bruno Beger quiera recibirnos sin haber avisado

previamente y esté dispuesto a hablar —dijo Ruth.—Me temo que Beger es de ese tipo de gente que se siente tan orgullosa de su

pasado que no tiene miedo de hablar con nadie —dijo Allan.

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Londres, 27 de diciembre de 2014

Allan se despertó sobresaltado a mitad de la noche. Se levantó sudando y tomó unpoco de agua. La verdad es que le apetecía algo más fuerte, pero llevaba más deveinte años sin beber una gota de alcohol y prefirió coger el diario de Kerr. Laspáginas describían el invento del oficial y el uso del camión donde se gaseaba alos prisioneros, así como las estadísticas que comparaban la eficiencia de lamuerte por fusilamiento con la del nuevo sistema.

Aquel diario parecía un libro de los horrores, pero poco a poco Kerr fuedisminuyendo su fervor guerrero y se dedicó a la misión que se le encomendódesde Berlín para animar a la conquista de Crimea. Al parecer, Sebastopol seresistía a caer y Himmler pensaba que la única solución era convencer a lastropas de que lo que estaban recuperando era una tierra alemana, que estabanregresando a la tierra de sus ancestros. Para ello, Himmler necesitaba que variosespecialistas prehistoriadores y antropólogos construyeran una historia fabulosasobre los orígenes godos de Crimea, la antigua Cimeria.

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Región de Kehl, 5 de abril de 1942

—No hemos encontrado muchos indicios de los godos, pero eso no impide queconozcamos su historia. Todo el mundo sabe que los godos eran originarios deScandza, cerca de Escandinavia, o de una región próxima al norte de Polonia.Los godos hablaban una de las lenguas germánicas y por alguna razón quedesconocemos se desplazaron hasta las regiones más meridionales de Cimeria, laactual Crimea. A través del mar de Azov llegaron al mar Negro y entraron encontacto con las culturas clásicas. Desde sus bases, cerca del mar Negro,atacaron y saquearon las ciudades romanas más próximas, como los temiblespiratas que eran. Construyeron una fabulosa ciudad llamada Doros y seconvirtieron al cristianismo. Ulfilas, uno de los obispos godos, inventó el alfabetogótico para poder traducir la Biblia a su idioma. La llegada de los hunos desplazóa muchas familias góticas hacia el oeste. Cruzaron el Danubio en el año 370, peroun pequeño grupo resistió y se quedó atrás. En el siglo XIII hubo constancia deestos grupos que hablaban alemán, pero en 1475 las invasiones turcas ocuparon elterritorio y muchos godos se hicieron musulmanes. A mediados del siglo XVI lalengua gótica había desaparecido casi por completo.Los soldados me miraban como niños mientras les contaba todas estas cosas.Hasta ese momento no había comprendido el poder de la historia sobre laspersonas. Todos necesitamos pertenecer a algún sitio, sentirnos parte de algo,aquellos soldados se veían a sí mismos como conquistadores germanos. Noimportaba que el fabuloso imperio gótico del que hablábamos fuera ficticio, paralos soldados era muy real y eso le parecía suficiente a Himmler.

Bruno y yo compartíamos las mañanas dando clase a los soldados y por lastardes realizábamos nuestros informes raciales. Cuando llegaba la nocheestábamos tan agotados que caíamos rendidos sobre nuestras camas. De estaforma pasamos el invierno y, cuando llegó la primavera de 1942, nuestras tropasplanearon la toma definitiva de Sebastopol. El propio Himmler nos visitó aquellosdías, Hitler lo acababa de nombrar comisario del Reich para el Fortalecimientode la Raza Alemana. El führer estaba deseoso de que se iniciaran los planes dereasentamiento de alemanes en ciertas zonas ocupadas; Crimea era una de ellas.

Himmler acudió a Crimea con uno de sus más estrechos colaboradores, uningeniero agrónomo llamado Konrad Mey er y un joven oficial de las SS, el

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teniente Klaus Blumer.Nos reunimos con Himmler en uno de los barracones que el ejército había

construido para el asedio de Sebastopol. Alrededor de la ciudad se habíanformado varios campamentos estables y la zona era un hervidero de soldados detodas las clases.

—Queridos camaradas, debo felicitarlos por el trabajo que están realizandoaquí. Hitler me envía para organizar las nuevas colonias germanas. El « PlanMaestro para el Este» ha comenzado y Crimea es una de las zonas preferentes—dijo Himmler con un tono de voz solemne.

—Señor, nos alegra tenerlo entre nosotros, el trabajo en Crimea es duro, peronuestro sacrificio es un honor —dijo Beger intentando hacer un discurso.

—El señor Meyer y yo hemos trazado en el mapa algunas de las limitacionesgeográficas de las nuevas colonias —dijo Himmler, acercándose a un gran mapaque había colocado sobre la mesa.

Meyer se adelantó un paso y señaló las nuevas colonias de Alemania.—Comenzaremos con tres campos de actuación. El primero está situado en la

zona de Leningrado y sus territorios al sur, el segundo campo de actuación estáen el norte de Polonia, Lituania y el sudeste de Letonia. La tercera zona seencuentra aquí en Crimea y el sudeste de Ucrania.

Beger y yo mirábamos el plano entusiasmados, habíamos contribuido a quela buena gente desplazada de Rusia y otras zonas ocupadas encontraran por fin suhogar.

—El nuevo nombre de Crimea será Gotengau y Simferópol se convertirá enGotenburg —dijo Himmler, orgulloso de su genialidad.

—La ciudad de los godos —puntualizó el joven oficial Klaus Blumer, quehasta ese momento había estado en silencio.

—La tarea no será fácil. Necesitaremos al menos veinte años paragermanizar esta región. Hemos actuado contra judíos y gitanos, pero debemosdar un nuevo paso en la germanización. Su ayuda es imprescindible para estatarea —indicó Himmler.

—Nuestro trabajo ha avanzado mucho desde que Kerr reinventó loscamiones para eliminar a los elementos molestos —dijo Beger.

—Los felicito, han limpiado la zona en un tiempo récord. En las próximassemanas llegarán refuerzos de la RuSHA para ay udarlos. Hay que realizarmediciones raciales masivas. Tenemos que saber qué proporción de hombres,mujeres y niños tienen sangre nórdica y pueden permanecer en Gotengau —dijoHimmler.

—¿Qué se hará con los que no superen el examen? —le pregunté a Himmler.Me miró con sus ojos pequeños y sonrió levemente.

—Los habitantes no aptos serán desplazados en su mayoría —dijo.—Pero ¿a qué regiones? —preguntó Beger.

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—Nuestras fuerzas los llevarán a un lugar del que y a no regresarán. Lamayoría serán eliminados y otros se convertirán en « ilotas» —dijo Himmler.

—¿Ilotas? —pregunté.—Esclavos. Cubriremos las fronteras con granjeros-soldados. Los alemanes

más puros y sus familias serán asentados a lo largo de las fronteras de Gontengau—dijo Himmler orgulloso.

—Un ejército que puede ponerse en marcha en cualquier momento —dijo eloficial Blumer.

—Exacto. Observen las aldeas que he diseñado para los granjeros-soldado —dijo Himmler.

Todos nos aproximamos y observamos los planos. Los asentamientos separecían a algunos que y a se habían puesto en funcionamiento en Alemania. Encada aldea había una casa solariega en la que vivía el jefe de las SS o líder delpartido nazi. También había una sede local del partido, en el que la población seformaba e instruía en los valores alemanes.

—¿Qué les parece? —preguntó Himmler con los ojos brillantes.—Muy bien, señor —dijo Beger.—Además plantaremos cientos de miles de árboles para que Crimea

reproduzca el paisaje exacto del norte de Alemania —dijo Mey er.—Estamos investigando las plantas más adecuadas para cultivar en esta zona.

Su viejo amigo Schäfer está a cargo de las investigaciones genéticas de lasplantas de cultivo —dijo Himmler.

—¿Cuándo se producirá el asalto contra Sebastopol? —pregunté.—Es máximo secreto, el 2 de junio nos lanzaremos contra el último bastión

ruso en la península —dijo Himmler.—Estamos deseosos de comenzar con la nueva misión —le dije a Himmler.El segundo hombre más poderoso de Alemania me miró con su cara infantil

y puso una mano sobre mi hombro.—Con cien hombres como usted conquistaría el mundo —dijo, mientras

notaba cómo un escalofrío recorría mi espalda.

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Londres, 28 de diciembre de 2014

El vuelo a Suiza salía temprano. Los tres estaban listos en la recepción del hotel ala hora prevista. En un par de horas aterrizarían en Zúrich y allí alquilarían uncoche para viajar hasta Basilea, una pequeña ciudad cercana a la frontera conAlemania.

El vuelo fue tranquilo. Apenas hablaron, se limitaron a observar el paisajenevado de Alemania y Suiza. Cuando llegaron al aeropuerto tomaron el coche yemplearon otras dos horas en llegar a Basilea. Esa ciudad mediana, dividida porel Rin, y que compartía fronteras con Alemania y Francia era un gran centrocomercial e industrial. Nada que ver con un lugar tranquilo para retirarse. Elcentro de la ciudad conservaba su carácter medieval, pero el resto se habíatransformado hasta convertirse en una urbe moderna y sin personalidad.

Se alojaron en un pequeño hotel próximo a la Marktplatz, se cambiaron deropa y tras almorzar algo se dirigieron a un pequeño pueblo llamadoMünchenstein. Allí vivía Bruno Beger desde hacía más de treinta años. Por losdatos que poseían, tenía más de cien años. Vivía con su hija y temían que esta noles dejara verlo. Una persona de esa edad es muy vulnerable a cualquier tipo deemoción.

Cuando pararon frente a la pequeña casa de madera, Allan pensó que aquellaera una manera agradable de vivir los últimos días de una vida larga. Los bosquesde la zona en los que Beger debía de haber cazado durante años parecían muertosbajo la intensa nevada. Las calles adornadas por la Navidad convertían al lugaren una ciudad de cuento de hadas.

—¿Qué le vas a contar? —le preguntó Allan a la muchacha.—La verdad. Que soy la nieta de Thomas Kerr y quiero saber lo que pasó en

aquellos años —dijo muy seria, con los nervios atascados en la garganta.—¿La verdad? —preguntó Rabelais—. No creo que Bruno Beger hay a

intentado conocer la verdad en los últimos sesenta años. Hay gente como él queno puede soportar la verdad.

—Quiero que admita que todas sus investigaciones fueron un error, quieroque me diga por qué dejó a un lado la ciencia por un montón de mentirassupersticiosas —dijo Ruth.

—Por la experiencia que tengo, los hombres no cambian con el tiempo. He

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conocido a muy pocas personas dispuestas a cuestionarse lo que creen o lo quehan hecho. Ni siquiera en la universidad hay personas autocríticas —dijo Allan.

—Los hombres tienden a justificarse —añadió su amigo.Ruth abrió la puerta del coche y caminó por la nieve helada hasta la casa. El

cielo nublado lanzaba una luz azul que se reflejaba en la nieve y creaba unaatmósfera fantasmagórica. Les había pedido a Allan y Giorgio que la dejaran irsola. Beger no se pondría a la defensiva con la hija de un antiguo camarada.Llevaba una grabadora, después ellos podrían escuchar qué daba de sí laconversación.

Llamó a la puerta, la casa parecía desierta. Las contraventanas verdesestaban abiertas, pero no se veía luz alguna. Tardaron unos minutos en abrir, peroal final una mujer de sesenta años, con el pelo gris y unas anticuadas gafas depasta, miró a la chica sin decir palabra.

—¿Vive aquí Bruno Beger? —preguntó Ruth con una sonrisa.La mujer no contestó, se limitó a mirarla de arriba abajo y comenzó a cerrar

la puerta.—Por favor, soy Ruth Kerr, la nieta de un antiguo amigo suyo —dijo Ruth

sujetando la puerta.—¡Estamos hartos de periodistas! —gritó la mujer, y ejerció más presión

sobre la puerta.—No soy periodista, pregunte a su padre, soy la nieta de Thomas Kerr, los

dos sirvieron en la Ahnenerbe —dijo Ruth, desesperada.La mujer dejó de empujar la puerta.—¿Quién es, Eva? —preguntó una voz fuerte y clara.—Nadie, papá.Un hombre en silla de ruedas se acercó hasta allí y la mujer se echó a un

lado.—Soy Ruth Kerr, la nieta de Thomas Kerr.Bruno Beger, en contra de lo que ella imaginaba, se encontraba en plena

forma. Su aspecto saludable parecía algo antinatural a su edad. Sus ojosreflejaban su carácter sano, vigoroso y la mente aguda. Su pelo seguía siendorubio y sus mejillas redondeadas no habían perdido su color.

—Señorita Kerr, disculpe a mi hija, se preocupa demasiado por mí. Laverdad es que a este pobre viejo lo único que le queda es morir en paz —dijoamablemente Bruno Beger.

La mujer abrió la puerta y Ruth pudo contemplar unas fotos colgadas en laentrada. En dos de ellas se veían escenas típicas de Alemania. Agricultoresalemanes de la Baja Sajonia realizando, felices, sus tareas agrícolas. Las otrasdos eran de tibetanos que miraban sonrientes a la cámara.

—Pase, por favor. Ignoraba que Thomas tuviera una nieta, llevamos casiveinte años sin hablar —dijo Beger.

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—Mi abuelo murió hace unos meses —dijo Ruth.—Lo siento —dijo el anciano.Ruth lo siguió hasta su estudio. Era un lugar exótico. Había figuras del Tíbet

por todas partes. En las paredes colgaban fotos en blanco y negro de niños,hombres y mujeres tibetanos. Sobre el escritorio de madera se apilaban artículossobre esa recóndita región, como si Bruno Beger acabara de regresar de allíhacía unos días. Tenía también alfombras tibetanas y varios utensilios que habríatraído de aquella expedición.

Beger se acercó a un lado del escritorio. La hija se puso a su lado, como siquisiera protegerlo de la muchacha, pero él la echó de la habitación con un gesto.

—Discúlpela, algunos piensan que cuando te haces may or te conviertes en unniño —bromeó el anciano.

—Le agradezco que hay a querido recibirme, ni siquiera había concertadouna cita —se disculpó Ruth.

—A mi edad, uno tiene todo el tiempo del mundo. —Se quedó pensativo yluego dijo—: Un tiempo relativo, a esta edad uno espera desaparecer encualquier momento.

Bruno Beger habló de su familia, de sus padres y del paso del tiempo. De suépoca en la universidad y sobre la expedición al Tíbet. Ruth había traído algunasfotos que a lo largo de la investigación habían impreso.

—Lo guardo todo —le dijo a la joven con una sonrisa.—¿Todo?—Incluso los calibradores que utilicé en el Tíbet —dijo el anciano. Después,

llamó a su hija y le pidió que le trajera sus antiguos instrumentos y uno de suscuadernos de campo.

—¿Conserva todo el material? —preguntó Ruth, extrañada. Ella creía que trasla guerra la mayoría de los nazis se había deshecho de todo lo que pudieracausarles problemas.

—¿Por qué no guardar esto? Seguro que tu abuelo también conservabamuchas cosas —dijo Beger.

Cuando la hija llegó con el cuaderno y el calibrador, la mirada del ancianobrilló de emoción. Con un gesto le pidió a Ruth que se acercara.

—¿Le importa? —dijo, abriendo el calibrador.Ella sintió un escalofrío que le recorrió la espalda. Hombres como Bruno

Beger habían tenido en sus manos la vida y la muerte de otros seres humanos.Aquel hombre había determinado durante años quién merecía vivir y quiénmerecía morir.

Beger le colocó el calibrador e hizo una serie de mediciones. Después sonrió.—Me ha dicho usted que es adoptada, ¿verdad? Sus padres no la eligieron al

azar, sabían que era racialmente perfecta —dijo el hombre, orgulloso.—¿Sí? —dijo Ruth, sorprendida.

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—No estoy ciego. En la escala de las razas las hay mejores y peores, perodentro de cada una de ellas hay individuos excepcionales, y usted es uno de ellos—dijo Bruno, guardando sus herramientas.

—Pero ¿usted sigue creyendo en las viejas teorías raciales? —preguntó Ruth,sorprendida.

—El hecho de que perdiéramos una guerra no cambió para nada mi manerade pensar. Por favor, ¿puede coger ese libro?

Bruno Beger señaló una vitrina; Ruth se puso en pie y le llevó un ejemplar deuno de los libros de Hans F. K. Günther sobre la tradición racial.

—El profesor Günther fue el que me inició en los estudios antropológicos. Eneste libro está uno de mis primeros trabajos. Nadie ha demostrado que estábamosequivocados —dijo Bruno levantando la barbilla.

—Los científicos llevan décadas rechazando la idea de las razas humanas. Enel congreso de 1951 en París…

—Estoy al tanto, señorita —dijo Beger, perdiendo por unos instantes el tonocordial.

—¿Entonces?—Sus pruebas no son concluy entes —dijo Bruno.—¿Qué quiere decir?—La política y la ciencia están mezcladas, ahora no es políticamente

correcto hablar de las razas —dijo Bruno.—En la época de Hitler no era políticamente correcto hablar de lo contrario.—¿Estuvo usted allí, señorita? —preguntó el viejo antropólogo, molesto.—No.—Mire, hay razas mestizas como los judíos que han ocasionado mucho daño

a la humanidad. Nuestra intención era conservar la identidad y la purezaalemanas —dijo él.

—Pero eso trajo mucho sufrimiento, millones de personas murieron.—El comunista Stalin asesinó a un número similar de personas, la China de

Mao… —argumentó Beger.—Pero los judíos eran personas también —dijo Ruth.—La intención de Himmler consistía en un principio en trasladarlos a África,

pero la guerra impidió la deportación. Se los concentró en refugios para que nofueran una quinta columna dentro del Reich, por desgracia muchos murieron,enfermos; las condiciones no eran las mejores —dijo Bruno.

—Y, ¿qué me dice de lo que sucedió en Crimea? —preguntó Ruth.—Mediciones de cráneos y algunos artículos sobre el pueblo gótico que habitó

la península. Todo inofensivo.—¿No es cierto que usted y mi abuelo colaboraron con los escuadrones de la

muerte para elegir la parte de la población que merecía vivir? —preguntó Ruth,enfadada.

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—Simplemente se iba a desplazar a la población que no fuera germana o nofuera racialmente pura. Alemania necesitaba más espacio para su gente. Cadadía llegaban alemanes de Polonia, Rusia y de todo el Este —dijo Bruno, alzandola voz.

—Pero lo que ustedes decidían determinaba la vida o la muerte de unapersona —insistió ella.

—Cumplíamos órdenes, no podíamos negarnos a hacerlo. De otro modo,nosotros o nuestras familias hubiéramos sufrido las consecuencias.

—¿Cumplimiento de órdenes? ¿Dónde queda la conciencia humana?—Cuando un país está en guerra no hay conciencia que valga —dijo Beger,

poniéndose rígido en la silla—. Y y o no hice nada de lo que tenga quearrepentirme.

—Mi abuelo me dio un diario y unas grabaciones. En él habla de su misión enCrimea —dijo ella.

Bruno Beger se quedó pensativo. A su edad no tenía nada que temer, pero nole gustaba recordar ciertas cosas, las había dejado en algún lugar de su memoriay prefería no abrir ese cajón.

—Creo que hemos terminado —dijo el anciano.—Mi abuelo quería que todo lo que hicieron saliera a la luz. ¿Por qué ahora?

—dijo ella.—Tendría sus razones. Nunca sabemos a ciencia cierta por qué los demás

hacen ciertas cosas. Él se alejó de Alemania, consiguió ocultarse en España,nunca sufrió la humillación que y o sufrí en mi juicio.

—¿Qué hay que sea tan importante en esas películas? —preguntó la chica.—En la vida es mejor desconocer ciertas cosas. Thomas Kerr era tu abuelo,

te quiso y te cuidó, lo demás no tiene importancia. El pasado no debedesenterrarse —sentenció Beger, intentando parecer paternal.

—Me temo que es demasiado tarde para eso —dijo ella.—Yo realicé dos misiones con tu abuelo, la de Crimea y la otra. No fue un

trabajo agradable, pero únicamente cumplíamos órdenes —dijo Beger.—¿Cuál fue la otra misión? —preguntó la joven, intrigada.—Fue un error. No sabíamos nada, simplemente nos dijeron que fuéramos a

Auschwitz para hacer unas mediciones a unos prisioneros.—¿Unas mediciones?—Teníamos que examinar a poco más de un centenar de prisioneros, pero

luego nos enteramos de para qué nos lo habían ordenado. Fue una broma de malgusto —dijo Beger frunciendo el ceño.

—No entiendo…—Los querían para sacarles los huesos. Pero eso lo supimos en Estrasburgo,

por eso me juzgaron —dijo Bruno, angustiado.—¿Los huesos?

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—Sí, Himmler quería los huesos de esos pobres diablos —dijo él.—Pero ¿por qué sacarlo a relucir tantos años después? —preguntó Ruth.—Me imagino que es por…Una mujer entró en la sala y les apuntó con una pistola.—Pero… —intentó decir el anciano.—Será mejor que deje la historia para otro momento. La señorita Kerr y y o

nos tenemos que ir —dijo la mujer.—Usted es María, la mujer que nos recogió en la carretera y nos libró de

aquel tipo —dijo Ruth, sorprendida.—Ahora tiene que venir conmigo —dijo ella.—¿Adónde? —preguntó la chica.—Será mejor que no haga preguntas.Las dos mujeres salieron de la habitación, después la intrusa regresó.—Se me olvidaba. Un tipo como usted debería llevar años muerto, pero no se

preocupe, y o subsanaré ese error.La hermana María disparó al anciano con un silenciador. Después se marchó

con Ruth por la puerta de atrás. Si debía llevárselos a Roma a los tres, esa era lamanera más sencilla.

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Münchenstein, 28 de diciembre de 2014

—¿No está tardando demasiado? —preguntó el italiano.Allan miró su reloj . Ruth llevaba más de tres horas con Beger, era demasiado

tiempo. Se puso el abrigo y comenzó a caminar por la nieve. Su amigo lo siguiótorpemente. Cuando llegaron frente a la puerta, un leve empujón bastó paraabrirla. La casa estaba a oscuras. Encendieron la luz y al pasar por la cocinavieron a una mujer con el pelo blanco sentada en una silla.

—Señora —tanteó Allan posando su mano en el hombro de la mujer. Esta sedesplomó sin más. El profesor levantó el cuerpo y lo recostó sobre la mesa. Teníaun tiro en la nuca, pero el pelo y la sangre estaban secos.

—¡Dios mío! —gritó el sacerdote.Cuando entraron en el estudio, el cuerpo de Beger estaba en el suelo,

bocabajo. Allan le tomó el pulso; estaba muerto.—¿Dónde está Ruth? —preguntó el italiano.Allan señaló hacia la mesa del escritorio. Al lado de un libro había una nota:

Si quieren recuperar a la chica, traigan todo el material a Roma mañana.Les daremos nuevas instrucciones más adelante.

Los dos hombres se miraron, perplejos. Ruth había sido secuestrada. Teníanveinticuatro horas para ir a Roma y descubrir la verdad.

—Mierda —dijo el sacerdote—. La tienen ellos.—¿Quiénes son ellos? —preguntó Allan, enfadado.—La Santa Alianza, los servicios secretos del vaticano —dijo Rabelais,

temblando.

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Roma, 28 de diciembre de 2014

En el subsuelo de la Ciudad del Vaticano, decenas de túneles se extendían comouna telaraña que rodeaba la ciudad. Esas madrigueras habían servido duranteaños para permitir la entrada y salida de la Santa Sede evitando los controles delos enemigos del papa. Muy pocos conocían su existencia y aún menos sabíanorientarse a través de ellos.

En mitad de ese laberinto, justo debajo de la Capilla Sixtina, se encontrabauno de los centros de investigación y espionaje más importantes del mundo. LaSanta Alianza disponía de todo tipo de laboratorios, salas de adiestramiento einstalaciones secretas.

Aquella noche, cuatro de los miembros del servicio secreto estaban reunidosde urgencia. El cardenal Rossi, el cardenal Holmes, el obispo Faletti y elarzobispo Blázquez.

—Estamos ante la crisis más grave desde el atentado a Juan Pablo II —dijo elarzobispo Blázquez intentando romper el hielo.

—Lo importante es que la hermana María tiene a la muchacha, y eso atraeráa los dos profesores. No creo que se atrevan a hacer públicos sus descubrimientosmientras ella esté en nuestro poder —dijo Rossi.

—Puede que intenten algo justo ahora. Europa está a punto de elegir a suprimer presidente, el papa ha apoyado públicamente a uno de los candidatos… Siel asunto trasciende a la opinión pública, Giorgio Rabelais conseguirá matar dospájaros de un tiro —dijo el cardenal Holmes.

—No creo que Haddon lo permita. El inglés no es un idealista, no consentiráque la chica sufra ningún tipo de daño —comentó el obispo Faletti.

—¿A qué hora llega el avión con el equipo de la hermana María y laprisionera? —preguntó el arzobispo Blázquez.

—Debe de estar a punto de aterrizar. La transportarán en coche y la pondrána buen recaudo —dijo el cardenal Rossi.

—¿Los Hijos de la Luz intentarán algún golpe de efecto? —preguntó Blázquez.—No creemos que se atrevan a tanto. Por ahora se limitan a acumular

información —dijo Holmes.—Esperemos que no comience una nueva guerra entre facciones, sería lo

peor que podría pasarle a la Iglesia en estos momentos tan delicados —dijo

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Blázquez.—Estamos preparados para enfrentarnos a cualquier tipo de cisma, hemos

aprendido a lo largo de la historia que las disidencias hay que eliminarlas de raíz,no cometeremos el mismo error otra vez —zanjó el cardenal Rossi.

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Basilea, 28 de diciembre de 2014

Allan y su amigo cogieron el equipaje del hotel y partieron hacia Roma sindemora. Al principio pensaron en tomar un avión, pero a aquellas horas seríadifícil encontrar un vuelo. Preferían estar en movimiento, viajar toda la noche yllegar a media tarde a su destino. Se turnaron al volante durante horas. Lascarreteras heladas de Suiza y el norte de Italia no eran muy recomendablescuando oscurecía, pero eran su única oportunidad de llegar cuanto antes a Roma.

Giorgio miró a Allan, que observaba por la ventanilla la oscuridad, y se sintióincómodo. Se frotó los ojos sin soltar el volante y carraspeó.

—Allan, ¿te encuentras bien?—Espero que no le suceda nada a Ruth. Si alguien no merece acabar muerto,

es ella —dijo Allan con un nudo en la garganta.—Confiemos que no le hagan nada malo.—Esa gente ha matado a Moisés Peres, al propio Bruno Beger y ahora tienen

a Ruth. ¿Qué les impide matarla a ella y después acabar con nosotros?—Ellos cumplen órdenes, no pueden matar a quien se les antoje —dijo el

sacerdote.—No sé lo que hay en esa filmación, pero están dispuestos a llegar hasta el

final para recuperarla —dijo Allan, señalando la bolsa del asiento de atrás.—Es una de las primeras cosas que tenemos que hacer al llegar a Roma, ver

el rollo que nos queda. Si sabemos lo que tanto les preocupa, podremosenfrentarnos a ellos.

—Eso si logramos descifrar todo este galimatías. En el diario y las cintasúnicamente se habla de la Ahnenerbe, no sé por qué el Vaticano está taninteresado en que las películas no salgan a la luz.

—Todo el mundo sabe los acuerdos que hubo entre la Alemania de Hitler y laSanta Sede. Pío XII firmó un concordato con Hitler y miró para otro ladomientras los nazis exterminaban a los judíos —dijo el italiano.

—Pero esa no parece ser la causa de todo este repentino interés por laspelículas. Thomas Kerr tenía alguna oscura intención, estoy convencido. Noparece el típico nazi arrepentido que intenta lavar su conciencia justo antes demorir.

—¿Has terminado de leer el diario? —preguntó su amigo.

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—No.—Pues será mejor que leas un poco más. Necesitamos saber todo lo que

podamos antes de encontrarnos con los servicios secretos vaticanos —apuntó elsacerdote.

Allan tomó el diario de la bolsa y comenzó a leer en voz alta.El tiempo se acababa. Por alguna misteriosa razón, el destino los había

elegido a ellos para luchar contra todo aquello. Aunque dudaba de que pudieranvencer a la organización secreta más antigua del mundo, lo intentaría con todassus fuerzas.

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Tercera parte

El coleccionista de huesos

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Auschwitz, 26 julio de 1943

Después de una semana en el campo de concentración, todos estábamosagotados y nerviosos. Aunque intentáramos engañarnos a nosotros mismos, aquelambiente terminaba por secarte el alma. Beger y yo habíamos vivido en Crimeala eliminación de miles de personas, pero dentro de lo terrible de la experienciaaquello había sido rápido, casi indoloro. Ver a todos aquellos pobres diablosagonizar poco a poco era mucho peor.

El bloque 10 estaba alejado del resto, pero cada mañana teníamos queatravesar todo el campo hasta llegar a nuestra zona de trabajo. El olor a muerteera tan intenso que lo impregnaba todo. Cuando regresábamos por la tarde alpequeño hotel del pueblo, no importaba las veces que nos ducháramos olaváramos la ropa, el olor era permanente.

Aquella semana las cosas se habían complicado. Beger estaba muy alterado,toda su bravuconería era una simple fachada. En Crimea lo había vistoderrumbarse varias veces, su estómago no era como el mío y no llevaba muybien las torturas y agonías de los prisioneros. Sus roces con Fleischhacker y lapresión de toda aquella miseria y sufrimiento están acabando con él.

Aquel 15 de junio llegamos temprano. Beger está obsesionado con terminarcuanto antes. Decía que le había prometido a su mujer que pasaría unos días dedescanso con los niños. Todos comenzábamos a sospechar que aquel sería elúltimo año en el que en Alemania reinaría algún tipo de normalidad. Beger y yocaminábamos juntos. Parecía contento, para lo que había sido su estado de ánimohabitual en los últimos días. Entonces vimos como unos SS arrastraban a dosdocenas de prisioneros muertos por el campo. Beger perdió el control y seacercó al cabo.

—¿Por qué hacen esto? —preguntó, enfurecido.El cabo se quedó parado. No supo qué responder.—Este no es trabajo para las SS, que lo hagan los ucranianos, los bosnios, pero

no soldados alemanes. No podemos manchar nuestras manos con sangre judía —gritó mi compañero.

Me acerqué hasta él e intenté tranquilizarlo.—Bruno, déjalos que hagan su trabajo.—Esta gente no sabe lo que está haciendo. No podemos contaminarnos,

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nuestra raza no puede rebajarse tanto.Cuando Beger se tranquilizó, nos dirigimos al laboratorio. Su cara estaba roja.

Con la mirada perdida, entró en el barracón y se puso la bata blanca. Trabajóvarias horas con total tranquilidad, como si nada hubiera sucedido. EntoncesFleischhacker le comentó algo y Beger volvió a estallar.

—No puedo trabajar en estas condiciones. Presentaré mis quejasdirectamente a Himmler. Soy un oficial de alto rango, un buen amigo deHimmler, medir cabezas lo puede hacer cualquier estudiante —dijo, enfadado.

—Señor, ya queda muy poco —dijo Fleischhacker.—Por eso mismo. Termina tú el trabajo, yo regreso a Múnich.Beger se quitó la bata y la colgó en su sitio. Yo me interpuse entre él y la

puerta.—Piensa bien lo que haces. Sabes que ahora las cosas no son como antes,

puedes terminar en primera línea del frente.—¿Crees que tengo miedo a morir? —me dijo con los ojos desorbitados.No supe qué responderle.—No me importa caer en el frente, pero no quiero que un maldito judío me

pegue cualquier enfermedad y morir como un perro. Hay gente que puedehacer ese trabajo en nuestro lugar. Nosotros somos científicos.

Esa fue mi última conversación con él en semanas. Me marché el día 17 dejunio. Las condiciones empeoraron, el tifus hacía estragos entre los prisioneros.Viajé en coche con Klaus Blumer, el joven oficial de las SS. El muchacho era unverdadero sádico. No es que yo esté en contra de aplicar la mano dura con losprisioneros, pero disfrutar de ello es otra cosa.

Los prisioneros elegidos cogerían un tren con rumbo a Natzweiler, ese seríasu último destino. Mientras, les facilitaron uniformes nuevos y pasaron unassemanas muy confortables. Yo no estuve en Natzweiler, pero Blumer me contóla suerte de los prisioneros seleccionados.

Al parecer, el campo de Natzweiler se encontraba en una ladera boscosa, enlos Vosgos, a unos cincuenta kilómetros de Estrasburgo. Aquella zona, un antiguoparaíso para esquiadores y excursionistas, era ahora un verdadero infierno en latierra. Al principio las SS se interesaron por la zona debido al granito rojo queposeía en gran cantidad. Himmler había creado una empresa para explotar aquelmaterial y los prisioneros judíos eran la mano de obra perfecta para rentabilizarla explotación.

Natzweiler se convirtió en uno de los campos de trabajo más duros del Reich.Los prisioneros tenían que mover aquellas inmensas rocas con las manosdesnudas. Además de los duros trabajos físicos, en el campo había un anatomistade la Ahnenerbe, August Hirt, que investigaba los efectos del gas mostaza en losprisioneros.

El joven oficial de las SS tenía admiración por Hirt, lo consideraba una

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especie de santo de la ciencia.—El bueno de Hirt —me comentó en una cervecería unas semanas más

tarde—. Si lo vieras trabajar de día y de noche, un verdadero científico.—¿En qué consisten sus experimentos? —le pregunté mientras apuraba mi

jarra en una animosa cervecería de Múnich. La ciudad estaba patas arriba, perotodavía había cerveza y los bombardeos masivos no habían afectado mucho a susedificios y su ritmo de vida.

—Hirt tiene un buen número de conej illos de indias humanos. Himmler lepermite quedarse con todos los que necesita. Cada día coge diez o doceprisioneros, les administra unas gotas de gas en forma líquida en el brazo u obligaa las víctimas a inhalarlo o tragarlo. Uno de cada tres prisioneros muere alinstante, con terribles heridas en la piel y los órganos internos machacados. Lamayoría de los conej illos se quedan ciegos y Hirt los manda a algún campo paraque los eliminen, en eso es muy escrupuloso, prefiere que sean otros los que losmaten —dijo Klaus Blumer.

—Espero que traten bien a nuestros prisioneros. Necesitamos que nos losenvíen intactos —le dije al joven.

—No te preocupes, creo que los nuestros van a estrenar su recién instaladacámara de gas —bromeó el oficial. Brindamos, y aquella noche nos corrimos laúltima gran juerga que recuerdo. Unos días más tarde nos pidieron queacudiéramos a Natzweiler para supervisar el trabajo.

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Natzweiler, 2 de agosto de 1943

Observé cómo el tren con prisioneros de Auschwitz se detenía frente a lapequeña estación. Hacía mucho calor, me sudaba la cabeza debajo de la gorra ytenía el uniforme pegado. A mi lado, Klaus Blumer sonreía al ver a losprisioneros descender de los vagones. Después de cuatro días de viaje casi sincomida ni bebida, muchos de los prisioneros se derrumbaban en cuantointentaban descender de los vagones. August Hirt esperaba sentado en un banco.Su aspecto me pereció siniestro. Acababa de regresar de unas cortas vacacionespara recuperarse de una dolencia estomacal. Su color pálido, su mirada fría y elpequeño bigote le daban una pinta desagradable. A su lado estaban el doctorHeinrich Rübel, al que yo conocía del Caúcaso, y Fleischhacker, que nos habíaayudado en Auschwitz. Bruno Beger estaba de vacaciones con su esposa, peroiba a reunirse con nosotros en breve. Después de comer, los prisioneros yaestaban listos. Tras pasar más de cinco horas examinándolos, nos fuimos todos atomar una cerveza bien fría. Es gratificante refrescarse después de un duro díade trabajo.

Me costó dormir. El calor era asfixiante. Espero que al menos podamos irnospronto de aquí. Esto no es Auschwitz, pero tengo ganas de regresar a casa conAnna. Esta noche le he escrito un poema de amor. Espero que el correo del Reichtodavía sea efectivo y le llegue cuanto antes.

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Alpes Suizos, 29 de diciembre de 2014

—Me he quedado dormido, ¿por dónde vamos? —le preguntó a su amigo.—Hemos pasado Lugano hace un rato.—¿Estamos en Italia? —preguntó Allan incorporándose en el asiento.—No, hasta Como no habremos salido de Suiza —dijo Rabelais.—¿Cómo lo has hecho?Sonrió. Estaba acostumbrado a conducir en condiciones adversas y apurar la

velocidad en carreteras de montaña.—He corrido un poco, pero en unas dos horas estaremos en Milán. Por la

tarde creo que habremos llegado a Roma —dijo Rabelais.—¿No tienes hambre? —preguntó el inglés. Después se miró en el espejo del

parasol y observó su barba de dos días y sus ojeras.—En la última gasolinera en la que paré compré unos bollitos. Están detrás —

dijo el sacerdote señalando con la cabeza.—Gracias.Allan masticó en silencio y, antes de terminar el tercer dulce, dijo:—Ayer nos quedamos leyendo la parte en la que llegan los prisioneros a

Natzweiler.—Sí.—¿Quieres que te sustituya? —preguntó Allan.—Déjame un poco más. Lee el diario. Quiero que lo acabemos antes de

llegar a Roma —comentó.Allan cogió el cuaderno de Thomas Kerr y, antes de leer, se paró por unos

momentos y miró a su amigo.—Al parecer, llevaron a los prisioneros a Alsacia, seguramente iban a

realizar más experimentos con los cuerpos. El caso es grave, pero prácticamentetodos los implicados deben de estar muertos. ¿Por qué sacar todo este materialahora? —preguntó Allan.

—Puede que tenga alguna relevancia, o simplemente Thomas Kerr seprotegió hasta su muerte e hizo un último acto de redención sacando a la luz todolo que sabía.

—Thomas Kerr no se comportó como un hombre arrepentido. No lo mandó ala ONU o al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, te lo mandó a ti —dijo

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Allan.—Buscó en la guía de antropólogos revoltosos del planeta y yo aparecía el

primero de la lista —bromeó su amigo.—Un antropólogo del Vaticano que defiende a las tribus del Amazonas. No

encuentro la conexión.—Seguramente no la haya —dijo, encogiéndose de hombros.—No parece que Kerr dejara nada al azar. Tiene que haber una explicación

—dijo Allan, meditabundo.—¿Por qué no lees un poco más? A lo mejor salimos de dudas cuando

terminemos el diario.—Está bien —refunfuñó Allan.Las montañas nevadas dejaron paso a las praderas verdes y estas a las

industriales, en las afueras de Milán. El clima comenzó a suavizarse, pero lainquietud rondaba las cabezas de los dos antropólogos. La Santa Alianza era capazde eliminarlos a los tres sin muchos miramientos. La única arma que podíanutilizar contra sus enemigos era su propia astucia. Tenían que descubrir, antes deentregar el diario y los rollos, qué escondía aquel misterio y por qué tanta genteestaba dispuesta a matar y morir por él.

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Natzweiler, 7 de agosto de 1943

—Los prisioneros ya tienen una función y no permitiré que interfiera —dijoBeger, molesto.

—¿Qué? —refunfuñó Hirt. No estaba acostumbrado a que le llevaran lacontraria.

Miré a los dos y pensé en la patética estampa que representaban. Alemaniacomenzaba a hundirse por el exceso de burocracia. Los servidores del Estado seconvertían en sus señores y nada funcionaba correctamente.

—Quiero investigar la fertilidad de los prisioneros, sabe que estoycomisionado por Himmler para investigar técnicas de esterilización —dijo Hirt.

—Tiene centenares de prisioneros, deje los míos en paz —quiso zanjar Beger.—Necesitamos crear nuevos sistemas de esterilización —dijo Hirt.—Usted no utiliza sistemas científicos, lo que hace es desperdiciar presos

sanos que podrían ayudar en la economía del Reich —dijo Beger, enfurecido.Todos conocíamos los métodos de Hirt. Inyectaba sustancias caústicas en el

útero de las mujeres, exponía el pene de los hombres a la radiación de ray os X.Muchos de los prisioneros morían poco después debido a las quemaduras de lasradiaciones. Para extraer el esperma, los ay udantes frotaban la glándulaprostática con palos de madera insertados a través del ano. Después losprisioneros eran sometidos a orquiectomías para extraerles los testículos.

—Doctor Hirt, no podemos facilitarle los prisioneros —dije con la intenciónde mediar en la discusión.

—Cada vez es más difícil encontrar a varones sanos. La mayoría de lossujetos que me mandan son viejos o están muy deteriorados —dijo Hirt.

—Tenemos órdenes de conservar en buen estado a los prisioneros —dije.—No se preocupen, lo que les voy a hacer no va a afectar a sus

investigaciones. Simplemente quiero inyectar tripaflavina en los testículos de loshombres —dijo Hirt.

—Está bien, pero las mujeres tienen que ser eliminadas de inmediato, por lomenos no perderemos más tiempo —claudicó Beger.

Unos días más tarde las mujeres fueron entregadas a Josef Kramer, elcomandante del campo. Era uno de los veteranos. Yo evitaba hablar con él.Individuos como Kramer son necesarios en un sistema como el nuestro, pero no

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me gusta que la gente disfrute con ese tipo de trabajo. Sus ojos hundidos, con lasfacciones endurecidas por la brutalidad, le daban una expresión de orangután.

Por desgracia, fui testigo de la muerte de varias de las mujeres del grupo.Kramer las introdujo en una furgoneta y las llevó hasta la cámara de gas reciéninaugurada en el campo. Los SS las golpearon para que se dieran más prisa y lasempujaron hasta el vestuario, después las desnudaron y las metieron en lacámara. Aquella fue la única vez que miré lo que sucedía en una cámara de gasmientras funcionaba. Las mujeres gritaban y se retorcían como si se estuvieranabrasando en un fuego invisible.

No estuve presente en la segunda sesión de eliminación. Nuestro trabajohabía acabado en el campo y los soldados tenían órdenes de cargar todos loscadáveres y enviarlos al instituto anatómico forense de Estrasburgo.

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Florencia, 29 de diciembre de 2014

Aproximó su coche hasta el otro vehículo. Necesitaba saber que después detantas horas seguía detrás de sus objetivos. El Ruso se pasó la mano por los ojos eintentó no quedarse dormido. Llevaba más de quince horas al volante y los ojoscomenzaban a cerrársele. Afortunadamente había encontrado de nuevo la pistade sus objetivos. No había podido evitar que se llevaran a la chica, pero, al fin yal cabo, los objetos que andaban buscando los seguían teniendo ellos.

Simplemente tenía que actuar antes de que ellos efectuaran la entrega.Después podría eliminar a los testigos y el trabajo estaría terminado.

Observó la ciudad a lo lejos. Comenzaba a oscurecer y los edificiosiluminados desprendían una belleza que no lo dejaba indiferente. Miró al cocheque tenía delante, podría asaltarlos en la próxima parada que hicieran, pero teníaórdenes de esperar y eso era exactamente lo que iba a hacer.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

El coche entró en la ciudad y Allan condujo hasta la puerta del bloque en el queGiorgio Rabelais tenía su apartamento. El antiguo edificio barroco se encontrabaperfectamente conservado. Hacía décadas que el viejo palacio se habíaconvertido en la residencia de algunos altos funcionarios del Vaticano, y su amigollevaba veinte años viviendo allí. Su piso era un dúplex, en el que toda la plantasuperior era una inmensa biblioteca de la que el estudioso se sentía especialmenteorgulloso. En la planta baja había un salón muy grande que el italiano utilizabacomo estudio, un cuarto de baño de mármol y una magnífica cocina de carbón.

—¿Crees que será seguro que entremos ahí? —preguntó Allan señalando lafachada de la casa.

—No tenemos mucho que perder. La Santa Alianza sabe que acudiremos aellos para llevarles los rollos y el diario. ¿Para qué iban a vigilarnos?

—¿Y el otro hombre que nos perseguía? —preguntó Allan.—Llevamos días sin verlo, no creo que aparezca en las pocas horas que

vamos a estar en mi casa. Además, imagino que llamarán aquí para ponerse encontacto con nosotros, no tienen otro modo de hacerlo —dijo el sacerdote.

Subieron la escalera amplia del palacio y, al llegar a la tercera planta, suamigo se detuvo frente a una puerta alta de color blanco. Encendió la luz despuésde abrir y dejó las cosas en la entrada.

—Cuánto he echado de menos mi casa —dijo, levantando los brazos.—Tenemos mucho que hacer. Apenas quedan unas páginas del diario, esa

gente puede ponerse en contacto con nosotros en cualquier momento.Allan sacó el diario y comenzó a leer de nuevo. El tiempo corría en su contra,

si no averiguaban qué era lo que preocupaba tanto a la Santa Alianza, estabanpedidos.

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Estrasburgo, 14 de agosto de 1943

El cargamento de cadáveres desde Natzweiler era algo habitual en el institutoanatómico forense de Estrasburgo. Todos sabíamos que Hirt vendía cuerpos deprisioneros para los estudios anatómicos de los médicos de la ciudad. La llegadade un buen número de cadáveres no extrañó a nadie.

Aquel grupo de cincuenta mujeres, a las que más tarde se añadirían loscuerpos de los hombres, tenía una particularidad que no se le pasó por alto alencargado del depósito.

—Qué bellas son —dijo Henry Gaumont.Miré los cuerpos tendidos sobre las camas metálicas y por un momento pensé

en esa gente como personas. Aquellas mujeres eran realmente hermosas. Apesar de su sufrimiento, del maltrato y de su muerte espantosa, sus rostrosresplandecían bajo la luz blanquecina de la sala.

—A veces hay que exterminar la belleza para crear una más perdurable —ledije al encargado mientras fumaba un cigarrillo.

El hombre me miró, sorprendido. No parecía entender lo que queríatransmitir con aquella frase fría.

—No son más que judías —añadí con la esperanza de que aquel mentecatocomprendiera que se trataba de subhumanos sin importancia.

—¿Eso cree? —preguntó aquel maldito francés. Lo miré de arriba abajo, suarrogancia podía costarle cara, pero no estaba de humor para denunciarlo a laGestapo.

Unos días más tarde llegaron los hombres. Bong ordenó que se diseccionaraun testículo de cada prisionero y se le enviaran al doctor Hirt para su examen.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

Rabelais alzó los ojos y contempló la cara estupefacta de Allan. Si aquello eratodo, no habían sacado nada en claro.

—¿Unos prisioneros muertos en un campo de concentración como otros milesy miles que fueron gaseados, fusilados y esclavizados? —dijo, sorprendido.

—Tiene que haber algo más —observó Allan, decepcionado.—Veamos la última película y salgamos de dudas.El italiano utilizó su propio proyector, apagó las luces y las imágenes en

blanco y negro comenzaron a llenar la pantalla. En la primera parte de lapelícula se veían algunas escenas en Auschwitz, en ellas aparecían Beger, Kerr yotros de los miembros del equipo de la Ahnenerbe. La segunda parte de lapelícula se desarrollaba en el campo de concentración de Natzweiler, las escenasno se diferenciaban mucho. Algunas mostraban el instituto anatómico forense deEstrasburgo.

—No parece que nos aclare mucho —dijo Allan, impaciente.La película continuó. Los antropólogos mostraban varios esqueletos ante las

cámaras y se sonreían los unos a los otros.—Al parecer lo que querían era extraerles el esqueleto. Algo macabro, pero

no la mayor barbaridad de la Alemania de Hitler —dijo el italiano.—Estamos en un callejón sin salida —dijo Allan, desesperado.—Ese viejo loco de Kerr se ha reído de nosotros —añadió el sacerdote

apagando el proy ector y encendiendo las luces.—Tiene que haber una explicación —insistió Allan.En ese momento se escuchó ruido en el descansillo. Los dos hombres se

callaron de repente e intentaron agudizar el oído. Los pasos se detuvieron frente ala puerta. Rabelais quitó el rollo del proyector y lo guardó en su lata. Después seguardó el diario.

—¿Hay otra salida? —preguntó Allan en un susurro.—La única forma de escapar es por el tejado —dijo el italiano.Los dos hombres comenzaron a subir por la escalera, los escalones de

madera cruj ían a cada paso. Escucharon un fuerte estruendo y pasos en la plantade abajo. Rabelais abrió la ventana y los dos salieron al cielo raso de Roma. Lasluces del Vaticano brillaban justo enfrente.

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—Venga —apremió el sacerdote, que con paso seguro corría por el borde deltejado—. Saltaremos al otro edificio y escaparemos por allí.

Allan lo siguió y, justo cuando saltaron el pequeño desnivel entre los tejadosde los edificios, varios disparos silbaron sobre sus cabezas.

—¡Mierda! —gritó el italiano cayendo torpemente en las tejas.—¿Estás bien?—Me han dado. Escapa tú —dijo, taponando la herida con la mano.—No puedo irme, ¿qué te sucederá? —dijo Allan con la voz entrecortada por

la fatiga y el temor.—Allan Haddon, hemos salido de algunas peores. Esos cerdos quieren las

filmaciones, llévatelas y descubre qué es lo que les preocupa tanto.Allan corrió por el tejado. Abrió la puerta de la azotea y bajó las escaleras a

toda velocidad. Un par de veces estuvo a punto de caer rodando, pero en elúltimo segundo recuperó el equilibrio. Cuando llegó a la calle, no supo quédirección tomar. No conocía a nadie más en Roma y se le pasó una ideadescabellada por la cabeza, pero no tenía mucho que perder.

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Bruselas, 29 de diciembre de 2014

Quedaban cuatro días para las elecciones. Alexandre ley ó los últimos sondeosque lo daban como vencedor absoluto. Si los pronósticos se cumplían, tendríapoder suficiente para gobernar casi sin oposición durante los próximos cuatroaños. Había muchas cosas que cambiar en Europa, la política blanda de losúltimos cuarenta años había debilitado al continente. Desde la Segunda GuerraMundial, la dependencia de los Estados Unidos y la amenaza constante de laUnión Soviética habían mantenido a Europa de rodillas frente a su aliadoatlántico. El presupuesto armamentístico era ridículo; mientras, Rusia y Chinacomenzaban a rearmarse hasta los dientes. Los burócratas europeos no habíanvalorado la necesidad de una industria armamentística fuerte. Él pretendíaremediar ese error antes de concluir su primer mandato y poner en marcha lasprimeras ley es de ciudadanía europea. El camino no iba a ser fácil, pero era elúnico que podía poner a Europa en el lugar que le correspondía.

Uno de sus colaboradores entró en el salón y lo sacó de sus pensamientos.—Señor, tiene un mensaje —dijo, extendiendo una bandeja con una nota.

Aquella forma primitiva de comunicarse era la única fiable. Se podía acceder atodo tipo de información en soporte digital, por eso los colaboradores deAlexandre usaban papel que luego se destruía.

—Gracias —dijo mientras tomaba la nota y comenzaba a leerla.Al parecer Rabelais había sido capturado, pero no tenía nada en su poder. El

profesor Allan Haddon había escapado. Las noticias no podían ser peores.Quedaban unos días para que Europa estuviera en sus manos y aquelcontratiempo se había convertido en una verdadera molestia. Tendría quepresentarse en persona en Roma e intentar poner las cosas en su sitio, pensabamientras quemaba la nota y la arrojaba a un cenicero.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

Allan caminó por las calles cercanas a la plaza de San Pedro. Se detuvo frente auna iglesia. Estaba seguro de que ese era el sitio. Pero tenía que prepararseprimero. Tuvo que caminar un par de manzanas antes de ver una ferretería.Cuando la encontró, entró y se hizo con varias herramientas y una pequeñamochila donde guardó los rollos y el diario.

Cuando regresó a la entrada de la iglesia, apenas se veían transeúntes, lanoche era inusitadamente fría para el clima templado de la ciudad. Miró a unlado y al otro y con una palanca movió la pesada tapa de la alcantarilla. Estachirrió en medio del silencio de la noche. Allan encendió la linterna y se internóen mitad de la oscuridad. Tenía que recorrer ese laberinto él solo, esperaba poderrecordar cada detalle, aunque habían pasado varios años.

Cerró la tapa y descendió por la escalerilla hasta que su pie tocó suelo.Rabelais y él habían recorrido los túneles que unían Roma por el subsuelo unosaños antes. En una ciudad como aquella, hasta las alcantarillas eran un restoarqueológico importante. Sabía que los accesos hasta el Vaticano estabancortados, más de un terrorista había intentando acceder por allí hasta el papa,pero su amigo conocía el más inexplorado de todos. Un pasadizo que corría pordebajo de las alcantarillas y que en otra época había sido utilizado para escaparpor la iglesia que tenía justo encima de él.

Orientó la linterna y comenzó a caminar sin prisa. Entrar en el Vaticano erauna misión casi imposible, poseía el sistema de seguridad más sofisticado delmundo, pero Rabelais le había enseñado un par de trucos para burlar las cámarasde seguridad y los detectores de movimiento. Lo que todavía no había planeadoera lo que le diría al santo padre cuando se presentara en sus habitaciones enmitad de la noche.

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Ciudad del Vaticano.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

El papa no cenó mucho aquella noche. La Santa Alianza lo había informado de lacaptura de Ruth Kerr y su conciencia se encontraba agitada, golpeada por el pesode la culpa. Miró el reloj de la habitación, se puso de rodillas y comenzó a rezar.Los médicos le habían aconsejado que no se pusiera de rodillas, pero cómo iba aorar tumbado frente a Dios. La única posición adecuada delante del Creador delUniverso era postrarse ante Él.

—Perdóname, Señor, perdona mis culpas, ay údame, Señor… —dijo el santopadre con un nudo en la garganta. Nunca había ambicionado ser papa. Desde queingresó en la Iglesia, su único propósito había sido servir a los demás, pero lascircunstancias lo habían alzado hasta el puesto más importante del cristianismo.

Después de media hora se levantó, miró por el ventanal y observó la pazaparente de las calles de la ciudad. El mundo andaba revuelto, como siempre.Dos nuevas guerras en África en la zona de los Grandes Lagos, Rusia cada vezmás exigente con la Unión Europea, China como segunda potencia mundial… Elfuturo del mundo era tan incierto como cuando había ascendido al tronopontificio un año antes. Luego estaba la presidencia de los Estados Unidos deEuropa y la consecuente creación de uno de los estados más ricos del mundo.Alexandre von Humboldt quería poner la sede de la presidencia en Roma yconvertir la ciudad en la capital del imperio que quería construir. Nunca habíanfuncionado bien las cosas en la Ciudad Eterna cuando el poder político y elterrenal se mezclaban, pero él no podía hacer nada para impedirlo. A cambio,Alexandre le había prometido un trato de favor para su institución y el apoy opara crear una Iglesia única en el continente. Al día siguiente tenía una reunióncon los representantes de las diferentes confesiones: anglicanos, presbiterianos,luteranos y calvinistas estaban dispuestos a formar esa nueva Iglesia unida. Esosuponía el ochenta por ciento de los cristianos de Europa, el viejo sueño de unidadpodía hacerse por fin realidad.

Se sentó en la cama y tomó un vaso de leche caliente antes de ir a dormir.Después se recostó, se sentía agotado. Estaba a punto de cumplir los noventa ytres años, no le quedaba mucho tiempo.

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Toledo, 29 de diciembre de 2014

—¡Ese maldito estúpido no sabe hacer su trabajo! —gritó el arzobispo de Toledo—. Le proporcionamos todos los medios, conocía perfectamente los movimientosde Rabelais y Haddon, y la Santa Alianza se le vuelve a adelantar.

—Eminencia, el Ruso nos ha informado de que el equipo que asaltó elapartamento era muy numeroso. Además, Allan Haddon ha logrado escapar —dijo el secretario.

—¿Por qué no lo interceptó?—Todo sucedió muy rápido, pero cree que sabe dónde está —dijo el

secretario, nervioso.—Entonces, ¿a qué espera para capturarlo? —preguntó el arzobispo de Toledo

sentándose en la silla de su despacho.—Al parecer, bajó a las alcantarillas de Roma.El arzobispo lo miró sorprendido, pensó que no había escuchado bien.—¿Dónde dice que está?—En las alcantarillas —repitió el secretario.—Y, ¿qué hace allí?—No lo sabemos, tal vez intente llegar al Vaticano.—¿Por los viejos túneles? Están condenados desde la Segunda Guerra

Mundial.—Sí, eminencia, pero ¿por qué otra razón iba a entrar allí?—¿El Ruso ha bajado a las alcantarillas? —preguntó el arzobispo de Toledo.—Está esperando órdenes.—¿A qué espera? Tiene que interceptarlo antes de que llegue al Vaticano.

Espero que no vuelva a cometer ningún error —dijo el arzobispo con tonoamenazante.

—Rabelais ha sido capturado.El arzobispo lo miró con indiferencia y con un gesto de la mano le indicó que

lo dejara a solas.—Ese viejo zorro sabe cómo cuidar de sí mismo.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

Ruth escuchó un ruido al otro lado de la pared. Alguien hablaba solo y maldecía.Unos minutos antes, había escuchado unos pasos y cómo chirriaba una puerta dehierro. Desconocía cuánto tiempo había pasado desde que la tal María lasecuestrara en casa de Bruno Beger. Sin luz y aislada completamente, el tiempoapenas transcurría, como si de alguna manera aquellas cuatro paredes seconvirtieran en un agujero negro que absorbía la realidad que la rodeaba.

Al principio había llorado de impotencia y miedo. Era muy difícil que Allanla encontrara en un sitio así. Se arrepentía de haberlo metido en todo aquelembrollo, pero Giorgio le dijo que era el único que podía ay udarlos en el caso deque él desapareciera. Después, el italiano envió el paquete a Oxford desde Romay se dirigió a Berlín para encontrarse con Allan. Giorgio no había sido capaz dedescubrir el secreto de las películas y el diario, pero sospechaba que la únicamanera de meter a su amigo en aquella investigación era haciéndole creer queestaba en peligro. Después, irónicamente, las cosas se complicaron y la SantaAlianza comenzó a perseguir a Giorgio por Italia, y ahora ella estaba encerradaentre esas cuatro paredes.

No había sido buena idea mentirle a Allan, inventarse toda esa historia de laniña huérfana y desvalida, pero Giorgio pensaba que el profesor inglés sacaría sulado más caballeresco y la ayudaría. Al principio pensó que Allan intentaríacorroborar su identidad, pero afortunadamente, las cosas se habían desarrolladocomo deseaban.

Thomas Kerr nunca había tenido una nieta, aquella persona detestable eraincapaz de sentir nada por nadie, afortunadamente ella había logrado convertirseen su secretaria personal y recuperar aquellos documentos justo a tiempo.

Había conocido a Giorgio Rabelais un año antes, en una manifestaciónantiglobalización y, al enterarse él de que era estudiante de antropología, le habíapropuesto aquel descabellado plan. Era la candidata perfecta, hablabaperfectamente el alemán y el español. Además, conocía bien la historia de laAhnenerbe, pero todo aquello había llegado demasiado lejos.

Comenzó a llorar como una niña asustada.Una voz la llamó desde el otro lado de la pared.—¿Ruth, eres tú? —preguntó.

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La chica tragó saliva e intentó ahogar las lágrimas.—¿Giorgio?—Siento todo lo sucedido, nunca imaginé que fuera peligroso.—¿Cómo vamos a salir de esta?Permaneció callado unos momentos. Después, intentó animar a su amiga.—Espero que Allan encuentre el modo. Aunque no confío mucho en su

capacidad de improvisar. Es un tipo demasiado convencional.Ruth intentó reprimir las lágrimas, pero el miedo, la angustia de sentirse

atrapada entre aquellas cuatro paredes, la hacían sentir tan vulnerable.—No quiero morir —le dijo por fin al italiano.—Nadie va a morir, saldremos de esta.—Espero que tengas razón —dijo Ruth, tras un profundo suspiro.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

Los túneles parecían todos iguales. Hacía un rato que había perdido el sentido dela orientación. Se imaginaba solo en aquel laberinto, exhausto y agonizante.Intentó borrar esa idea de su mente y pensar en otra cosa. Orientó su linterna ycontempló la bifurcación del túnel. Si se equivocaba en ese punto, no daría con lasalida correcta. Hizo un esfuerzo por recordar el camino que había tomado suamigo cuando los dos exploraron los túneles unos años antes. En su cerebro vioclaramente el pasillo de la derecha. Comenzó a caminar por aquel agujeroinfecto que olía a agua retenida y huevos podridos.

—¡Joder! —exclamó mientras se tapaba la nariz con los dedos.Pensó en lo que haría cuando encontrara al papa. Tendría que convencerlo de

que soltara a Giorgio y a Ruth, aunque cabía la posibilidad de que el sumopontífice no supiera nada de sus amigos. No sería la primera vez que los serviciosvaticanos actuaban a espaldas de su jefe.

Entonces lo vio. No era muy grande, un pequeño escudo pontificio de hierrooxidado. Lo tocó con la mano y sintió el áspero metal en sus dedos.

—Es aquí —dijo eufórico.Movió el escudo lentamente y una puerta falsa se abrió con un quej ido. La

empujó y entró despacio. Al otro lado había una sala amplia y un pasilloiluminado. Ahora se enfrentaba a un nuevo peligro, evitar ser detectado por lascámaras de seguridad y los sensores de movimiento.

Al final del pasillo encontró unas escaleras de caracol y comenzó a ascenderdeprisa, no tenía mucho tiempo, en unas pocas horas amanecería y y a no podríahablar con el papa.

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Mapa de la Ciudad del Vaticano.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

La celda de Rabelais se abrió y él parpadeó ante la luz. Una figura rompió elresplandor y se paró justo delante del sacerdote.

—Giorgio, Giorgio, me temo que tus planes se han venido abajo —dijo unavoz que le resultó conocida.

—¿Cardenal Rossi? —preguntó, anonadado.—No te sorprendas, yo estoy en el bando correcto. Del lado de la Iglesia.—¿Qué Iglesia, cardenal?—La única Iglesia verdadera —contestó, molesto, el cardenal Rossi.El italiano se mantuvo callado, después se puso en pie y se acercó al

cardenal.—La Iglesia de Cristo no era tan rica y poderosa, no utilizaba la muerte de

gente inocente para alcanzar sus fines.—Pretendes darme clases de moral. ¿Quién ocultó el asunto de la niña

tailandesa? —preguntó Rossi con ironía.—No sabía que era menor, tenía diecisiete años.—¿Y tus votos?—Los seres humanos somos débiles.—Tú lo has dicho, la debilidad es la premisa del ser humano, siempre ha sido

así. La Iglesia no puede permitirse el lujo de ser débil. Los que piensan como tú,creen que la Iglesia puede ser una gran ONG que ayude a los másdesfavorecidos, pero necesitamos controlar medios de comunicación, poseerdinero, cerrar acuerdos con Estados. La gente como tú prefiere mirar para otrolado, pero son los miembros de la Iglesia como y o los que han conseguido quedure en pie dos mil años —dijo el cardenal, emocionado.

—Eso no es la Iglesia, es una institución humana para que tipos como túsacien su ambición —contestó Rabelais.

—Ya está bien de cháchara. Mis amigos te ay udarán a recodar los detallesque necesitamos saber —dijo el cardenal dirigiéndose hacia la puerta.

—¿Qué harán con la chica? —preguntó, angustiado.—Tú la metiste en esto, tendrías que haberle explicado a lo que se exponía.—No sabe nada, dejad que se marche. Aunque hablara, nadie la creería.—Eso ya no es asunto tuyo. ¡Guardias! —gritó el cardenal.

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Dos hombres vestidos con uniformes entraron en la celda y sacaron a rastrasa Rabelais. Cuando comenzó a gritar, uno de ellos lo golpeó en la cabeza con unapequeña porra y quedó inconsciente al instante. Ruth escuchó aterrorizada cómoarrastraban el cuerpo por el pasillo y empezó a llorar.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

Cuando había perdido toda esperanza de encontrar a Allan Haddon, al fin recibióla autorización para seguir al inglés por el laberinto subterráneo. El Ruso seacercó a la alcantarilla, la apartó silenciosamente y se lanzó a la oscuridad tras supresa. No podía encender su linterna, así que intentó seguir el resplandor quedejaba el profesor sin hacer ruido. Un par de veces, su hombre se detuvo en unabifurcación, pero después continuó caminando.

Tras dos horas transitando por los túneles de las cloacas, el profesor tocó algoen la pared y esta cedió. El Ruso se acercó poco después, palpó la superficie,pero no encontró ningún tipo de palanca.

—¿Cómo lo ha hecho? —se preguntó entre dientes. Sus dedos dieron al fin conuna placa metálica y, después de unos segundos, la pared cedió.

La sala iluminada le mostró el símbolo que había palpado con las manos. Erael escudo pontificio, estaba entrando en las entrañas de la Iglesia. Pensó enllamar a sus jefes otra vez para recibir instrucciones, pero no había tiempo.

Entró en la sala y caminó despacio, intentando escuchar las pisadas delprofesor, que de repente dejaron de oírse. Aceleró el paso y llegó hasta unaescalinata de caracol. Sacó su pistola con silenciador y ascendió los escalones dedos en dos. Se estaba introduciendo él solo en la boca del lobo, pero no le quedabaotra opción. Si el profesor llegaba a ver al papa, habría fracasado, y unmercenario no podía permitirse ni un fracaso, su reputación estaba en juego.

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Roma, 29 de diciembre de 2014

Se despertó al recibir la primera sacudida. Miró a un lado y vio los electrodosconectados a su pecho y brazos.

—Por fin se ha despertado —dijo uno de los hombres.—¿Qué hacen? —preguntó Rabelais, asustado.Los tipos se rieron, tenían el rostro tapado, pero sus ojos mostraban total

indiferencia hacia él.—Las reglas son muy sencillas. Tú hablas y nosotros te dejamos en paz; si no

contestas, las descargas serán cada vez más fuertes. ¿Lo has entendido? —preguntó el que manejaba la máquina.

Rabelais se quedó callado, estaba empapado en sudor y su pecho velludo seagitaba con fuerza.

—Hagamos una prueba —dijo el verdugo apretando uno de los botones. Suvíctima gritó con todas sus fuerzas y comenzó a sacudirse sobre la camilla.Cuando la corriente paró, el cuerpo se desplomó, pero el pecho seguía subiendo ybajando a toda velocidad.

El otro individuo se acercó hasta la cara del sacerdote y lo examinó por unosinstantes.

—Empecemos, ¿para quién trabajas?Comenzó a llorar. Las lágrimas le recorrían la cara y caían a la camilla.—No trabajo para nadie —contestó con la voz quebrada por el miedo y el

dolor.—Respuesta equivocada —dijo el hombre, y le hizo un gesto al que

manejaba la máquina. Una nueva descarga, más violenta, sacudió el cuerpo.El hombre esperó unos segundos antes de volver a preguntar:—¿Para quién trabajas?—Pertenezco a los Hijos de la Luz, soy miembro de los Hijos de la Luz —

repitió, como si temiera que no lo entendieran bien.—¿Qué es eso de los Hijos de la Luz?—Una sociedad secreta que quiere una apertura de la Iglesia y el final del

poder terrenal de la Santa Sede —dijo atropelladamente.—¿Por qué habéis intentado atacar a la Iglesia?—Nosotros somos la Iglesia.

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—Me temo que no has tenido suficiente. —El hombre levantó la mano, peroel prisionero gritó algo.

—No, quiero decir que todos los miembros son sacerdotes y príncipes de laIglesia.

—Quiero que nombres a todos los miembros que conozcas de tu sociedadsecreta.

El sacerdote comenzó a dar nombres. El hombre lo apuntó todo en uncuaderno.

—¿No hay más?—No conozco a más.El torturador soltó el cuaderno y acercó de nuevo el rostro al de su víctima.—¿Qué contenía el famoso paquete de Thomas Kerr?—Unas películas y un diario.—Bien. ¿Qué decía el diario?—Anotaciones sobre dos misiones en las que participó Thomas Kerr, una de

ellas en Crimea y la otra en Auschwitz. Thomas Kerr y otros miembros de laAhnenerbe medían a prisioneros para su selección racial.

El hombre miró con recelo al prisionero.—¿Se hacían referencias en el diario a la Iglesia?—No, que y o sepa.—¿¡Sí o no!? —gritó el verdugo.—No, no se mencionaba a la Iglesia.—¿Se mencionaban los acuerdos del Tercer Reich y el Vaticano?—No, no se mencionaban los acuerdos.—Entonces, ¿qué hay en esas malditas películas? ¿Por qué se pusieron en

contacto con el Vaticano amenazando con hacerlas públicas?—Thomas Kerr le contó a su secretaria que esas películas eran la prueba

definitiva de la corrupción moral del Vaticano —dijo la víctima.El verdugo se quedó mudo por unos instantes. Estaba empezando a pensar que

aquel tipo no sabía nada. Todo había sido un farol y habían medido mal lasconsecuencias. Tenía que avisar a sus superiores y terminar con todo aquello.Rabelais sería enviado a un convento perdido en Suramérica y la chica recluidaen algún centro psiquiátrico de los que poseía la Iglesia en muchos países delmundo.

—¿Quién tiene las películas y el diario?—El profesor Allan Haddon, y estoy seguro de que si no nos sueltan las

llevará a la prensa para que se sepa toda la verdad.—¿Qué verdad? No tienen nada. Usted y sus acólitos de los Hijos de la Luz

serán enviados a destinos de castigo y la Iglesia seguirá su camino, como hahecho siempre.

El hombre se guardó el cuaderno en el bolsillo de la chaqueta y ordenó al otro

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verdugo que desatara al prisionero.—Devuélvelo a la celda, rápido.El verdugo salió de la habitación y le entregó el informe a la hermana María,

ella debía comunicarse con el cardenal. Aquel asunto podía darse por zanjado,únicamente había un cabo suelto. El profesor Haddon seguía caminando por lacalles de Roma, pero a estas alturas debía saber que no tenía nada que hacer yque más valía que aclarara su situación de prófugo de la justicia en Alemania.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

Media docena de relojes comenzaron a sonar, eran las doce de la noche y lasluces se apagaron en los pasillos iluminados de la Santa Sede. La Guardia Suizatenía que revisar sala por sala el palacio y, después de la primera guardia,conectar los sensores de movimiento.

Allan caminó agazapado por las sombras de los inmensos salones. Vio a unguardia suizo que estaba fumando un cigarrillo a escondidas y lo golpeó en lacabeza con un candelabro. Lo arrastró hasta un armario y se puso sus ropas.Tomó el comunicador y se lo colocó en la oreja. Había estado en muchasocasiones en el palacio del papa, pero aquel lugar era un verdadero laberintohasta para los habitantes del Vaticano. Se aproximó a la ventana y comprobó loque se veía desde allí. El patio del Belvedere lo hizo situarse, debía de estar cercade la torre de Inocencio III, el túnel lo había llevado hasta el propio palacio, perotenía que ir a la otra ala, a la que daba a la plaza de San Pedro.

En un par de ocasiones se cruzó con guardias suizos, pero se limitó a saludarcon un gesto y seguir su camino. Esperaba que no hubiera vigilancia a las puertasde las habitaciones papales. Caminó con prisa por el suelo ajedrezado y miró conindiferencia los frescos que cubrían las bóvedas de cañón y las columnas.

Cuando estuvo delante de las habitaciones papales, el corazón le dio unvuelco. Respiró hondo y llamó a la puerta. No sabía lo que se encontraría al otrolado, intentó inventar una excusa para estar allí, en mitad de uno de los sitios másprotegidos del planeta, a las doce de la noche, y concluy ó que la verdad era sumejor tarjeta de visita.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

—¿Cómo que no hay nada en las películas y el diario? —dijo el cardenal Rossi.—Eso es lo que dice el informe del interrogatorio —contestó la hermana

María.El cardenal comenzó a moverse, inquieto, por el despacho. Después se giró y

miró a la mujer.—¿Hemos matado al judío, al viejo nazi y a su hija, revuelto media Europa y

encerrado a dos personas por nada?—Eso parece, eminencia.—La Santa Alianza ha fallado, debíamos haber conocido todos los datos antes

de actuar, nos hemos precipitado.María se acercó al cardenal e intentó buscar una solución.—Todos ellos eran ancianos, y la policía pudo comprobar que Allan Haddon

estuvo en el lugar de los hechos, él es el principal sospechoso en la muerte deMoisés Peres.

El cardenal se sentó en uno de los sillones. Se tocó el pelo y le preguntó a laagente por los detalles del interrogatorio.

—Giorgio Rabelais pertenece a la sociedad secreta de los Hijos de la Luz.—Esos cuatro liberales no han representado un problema hasta ahora, pero ha

llegado la hora de que actuemos contra ellos, esta vez han llegado demasiadolejos.

—Rabelais ha facilitado los nombres de algunos de los cabecillas —dijo lahermana María entregando la lista.

—Estupendo —dijo el cardenal—. La chica será enviada en un vuelo secretoa Brasil e internada en un manicomio, la orden es mantenerla sedada en todomomento. Giorgio Rabelais será enviado a un monasterio en la selva de Bolivia,no se le permitirá salir de allí en lo que le queda de vida.

—Espero que no se atreva a pisar nunca más Roma —dijo la monja.—Con respecto a Allan Haddon, creo que lo más apropiado es informar

discretamente a la policía alemana de que se encuentra en Roma. Pueden cursaruna orden internacional y extraditarlo en veinticuatro horas. Alguno de nuestrosagentes le pedirá a la policía de Roma que nos dé todo lo que lleve el profesor,por si acaso hay algo que se nos ha pasado por alto.

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—Se hará como ordena, eminencia.—Todo correcto. Será mejor que empecemos a actuar de inmediato —dijo el

cardenal Rossi, recostándose en el sillón.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

No recibió respuesta. Esperó unos segundos, pero nadie contestó al otro lado.Aproximó el oído a la puerta, no se oía nada. Se quedó pensativo. Después girócon suavidad el pomo y empujó la puerta. La sala estaba oscura a pesar de quela luz de la plaza de San Pedro se introducía tímidamente entre los cortinajes.Aquello parecía una antecámara, había un escritorio blanco, una silla, algunosmuebles auxiliares y una puerta entreabierta. Se acercó hasta ella e introdujo lacabeza.

—Santidad —dijo suavemente.En una gran cama con dosel descansaba el papa. No se inmutó ante la

llamada de Allan. Este se acercó a la cama. El pontífice estaba profundamentedormido. Su pelo blanco relucía entre las sábanas.

—Santidad.El hombre se movió inquieto y abrió los ojos.—No se alarme —dijo Allan al ver la reacción del papa—. Únicamente he

venido para hablar con usted, hay un asunto de suma importancia que tengo quecomentarle.

El papa se sentó en la cama y observó a Allan como si viera a un fantasma.—¿Quién eres? Nunca te he visto en el palacio.—Disculpad que me presente así, a estas horas y vestido de esta forma.—Vuelve mañana por la mañana, prometo que te recibiré gustoso.—Me temo que este asunto es muy grave y no puede esperar a mañana.—Todo puede esperar a mañana, te lo aseguro, hijo —dijo el papa, en tono

cariñoso.—Cuando la vida de gente depende de ello no, santidad.El papa se movió, nervioso, en la cama. Salió de entre las sábanas, se colocó

sus zapatillas y con un gesto le indicó a Allan que salieran a la otra habitación.—Cuéntame, hijo —le pidió, una vez instalados en sendos sillones.Allan dudó unos momentos, no sabía por dónde empezar. Después,

simplemente comenzó a hablar.—Mi nombre es Allan Haddon, soy profesor de antropología de las religiones

en Oxford…El papa escuchó atento las explicaciones del intruso. En algunas partes del

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relato asentía y en otras mostraba cierta sorpresa. Cuando Allan terminó, levantóla cabeza y, con una voz suave, dijo:

—Comprendo tu frustración y la inquietud que desborda tu alma, pero laIglesia no secuestra a nadie. Giorgio Rabelais es un miembro de esta santainstitución, y si está en el Vaticano es por su propia voluntad, todos los sacerdotesy monjes hacen voto de obediencia. Con respecto a vuestra amiga Ruth,seguramente ha sido capturada por algún tipo de mafia.

Allan se sintió decepcionado por las palabras del líder espiritual. Esperaba quede alguna manera pudiera ay udarlo.

—Lo único que puedo hacer por ti es rezar. Pediré al superior de GiorgioRabelais que te envíe una carta para que puedas estar tranquilo y no le diré anadie que has estado aquí. Entrar en los aposentos del papa es un delito muygrave.

—Pero, santidad, ¿qué me dice de la Ahnenerbe? ¿Por qué Thomas Kerrquiso que todo esto saliera a la luz?

—No sabemos las verdaderas intenciones de ese hombre, posiblemente searrepentía de su pasado.

—¿Por qué ahora?—Hay cosas que sencillamente no tienen explicación, hijo.El papa se levantó de su asiento y tiró de un cordón. No se escuchó ningún

ruido, pero en menos de un minuto apareció uno de sus asistentes.—Bueno, hijo, será mejor que descanses. Si lo prefieres, puedes quedarte

esta noche aquí. Mi ay udante te buscará un alojamiento, debes de estar exhausto.—No, gracias, santidad, prefiero irme.—Como desees, pero tienes que dejarlo todo aquí —dijo el papa señalando la

mochila que debía contener los documentos de los que habían estado hablando.—Lo lamento, pero no puedo.—Has entrado en el Vaticano, no sabemos qué puedes llevar en esa bolsa.—Su ayudante puede registrarla, no me llevo nada. No soy un ladrón.—No me malinterpretes, hijo.El asistente sacó una pistola pequeña de su sotana y apuntó a Allan.—Tenemos que ser mansos como palomas, pero astutos como serpientes.

Deja la mochila y ve en paz.Allan escuchó las palabras del papa boquiabierto. Hizo amago de soltar la

bolsa, pero la puerta se abrió y un individuo entró en la habitación. Golpeó lacabeza del asistente y dijo:

—Allan Haddon, será mejor que nos marchemos cuanto antes.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

Uno de los hombres llevó a un agotado Giorgio Rabelais hasta su celda. Elguardia soltó el brazo de su prisionero y se dispuso a abrir la puerta. Este miró porunos instantes al carcelero y, sacando fuerzas de algún sitio, lo empujó dentro dela celda y cerró rápidamente. Mientras el hombre golpeaba la puerta, Rabelais seacercó al cubículo de al lado y probó varias llaves hasta que una abrió. Ruthestaba al fondo, abrazada a una almohada, sentada sobre la cama. Su rostroreflejaba pánico y angustia al mismo tiempo.

—Venga, Ruth, tenemos que salir de aquí.La mujer tardó en reaccionar unos instantes, pero al final salió de la celda.

Ambos se dirigieron escaleras arriba; por lo que sabía el sacerdote del Vaticano,debían de estar en un lugar próximo a los barracones de la Guardia Suiza. Muycerca de la tapia exterior de la ciudad.

Salieron a un pasillo y desde allí a varias salas vacías. Vieron a unos guardiasy se escondieron de inmediato.

—Si lográramos ir al palacio, desde allí hay un túnel. Creo que será más fácilque echar a correr delante de la Guardia Suiza, podrían dispararnos.

Ruth ni contestó, seguía como ida, moviéndose mecánicamente. Él la tomó dela mano y salieron al jardín, cruzaron una avenida y se introdujeron en elpalacio. Llegaron hasta la torre de Inocencio III y Giorgio abrió una trampilla dela pared. Entraron en una especie de túnel y descendieron por una escalera enforma de caracol. Llegaron a un pasillo largo y corrieron por él, despuésemergieron a las cloacas de la ciudad. Corrieron en medio de la oscuridad, Ruthtropezó dos o tres veces, pero el sacerdote evitó que se cay era al suelo. Despuésde una hora transitando por aquel laberinto, salieron a la superficie en un lugarpróximo al río Tíber.

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El Ruso levantó la pistola y apuntó a la cabeza de Allan, este soltó la mochila y superseguidor se la puso a la espalda. Después hizo un gesto con el arma para queel papa se echara para atrás. Este retrocedió atemorizado, se puso al lado de lacama y levantó las manos.

—No podemos salir sin su ayuda —dijo Allan.—Cállate, tú me has metido en este lío. Necesito pensar, dentro de unos

minutos todo esto se llenará de guardias.El Ruso se acercó a la ventana e intentó calcular la distancia que había entre

el suelo y las habitaciones del papa.—¿No pensará bajar por ahí?—Hace tiempo que me enseñaron que la mejor salida es la más rápida.

Amordázalo —dijo el Ruso, lanzándole una cuerda y un pañuelo a Allan. Este,dubitativo, se acercó al papa y lo ató, después lo amordazó.

Mientras tanto, el Ruso había atado una cuerda a una de las columnas, habíaenganchado un arnés y estaba al lado de la ventana, esperándolo.

—No me mires como un imbécil, ven aquí.—Pero, qué…—Agárrate a mí con todas tus fuerzas, si te sueltas terminarás aplastado

contra el suelo.Se acercaron a la ventana, Allan miró al suelo y se sintió mareado. Todo fue

muy rápido. Ambos se deslizaron por la fachada a grandes saltos. El antropólogosentía el viento frío de la noche en la cara y la sensación de estar flotando sobreun colchón de aire. Cuando pusieron pie en tierra, las piernas le flaquearon.Habían volado por la plaza de San Pedro y aparentemente nadie se había dadocuenta.

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El río Tíber corría caudaloso aquel invierno. Había nevado copiosamente en lasmontañas y los romanos llevaban semanas soportando lluvias constantes. Ruthobservó las aguas embravecidas con inquietud, le recordaban a su vida en losúltimos meses. Turbulenta, rápida y desbordante. Decían que eso era sentirseviva, que la existencia solo tenía sentido si era una aventura, pero añoró regresara Barcelona, ver a sus padres y pasar la Navidad con ellos. Eran dos acomodadosburgueses, dos conformistas, pero también los únicos que la acogerían con losbrazos abiertos si todo se desmoronaba.

El sacerdote caminaba a su lado. No llevaba abrigo, su camisa se movía porel viento frío del norte. Su cara parecía tan inexpresiva como la de ella, perohabía temeridad en su mirada y un gesto de odio que no había visto hasta ahora.Observaron el Vaticano iluminado a lo lejos, la gran cúpula brillaba en todo suesplendor. Muchos habían ambicionado poseer aquel pequeño Estado tan rico ypoderoso, dominar la fe de millones de personas en todo el mundo.

—Será mejor que nos refugiemos antes de que nos encuentren —dijoRabelais.

—Estamos fuera del Vaticano.—La Santa Alianza tiene mucho poder en Italia. Colaboran estrechamente

con la policía, nos pueden acusar de robo o de Dios sabe qué.—¿Sin pruebas?—Ellos no necesitan pruebas —sentenció, enfadado.—¿Dónde podemos escondernos?—Conozco un lugar —contestó él, enigmático.

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—¡Alto! —gritó el guardia suizo.Allan miró hacia atrás y vio que media docena de hombres corría hacia ellos.—¿Qué hacemos? —preguntó.—Correr como alma que lleva el diablo.—¿Hacia dónde?El Ruso señaló los arcos, del otro lado de la plaza. Corrieron con todas sus

fuerzas, pero esos malditos soldados de plomo parecían moverse más velozmenteque ellos a pesar de las armaduras y los trajes de volantes. Cuando llegaron a lascolumnas, el Ruso sacó su pistola y disparó a los guardias, estos se lanzaron alsuelo y los dos hombres aprovecharon para fundirse en la noche.

Los guardias se pusieron en pie. Corrieron hasta las columnas, pero sabíanque ahí terminaba su jurisdicción, desde ese punto los responsables eran loscarabinieri.

Allan consideró despegarse del Ruso en algún momento, pero se lo pensó dosveces, aquel tipo podía ayudarlo a liberar a sus amigos. Al fin y al cabo, parecíamuy interesado en salvarle la vida.

Cuando atravesaron el río Tíber, el Ruso arrojó a la corriente la ropa negraque había utilizado y se puso una chaqueta de pana. Caminaron en silencio por loscallejones de la ciudad hasta pararse delante de una iglesia.

—Hemos llegado —dijo señalando el portalón.—¿Qué es esto?—Puedes considerarlo tu casa.

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El camarlengo entró en las habitaciones con el corazón en la boca. El papa estabamaniatado y amordazado sobre la cama.

—Desatadlo, rápido.El anciano le lanzó una mirada colérica.—Podrían haberme matado y nadie habría movido un dedo.—Santidad, no sé cómo ha podido suceder.—¿Que no lo sabe? Quiero que se depuren responsabilidades, que se destituya

a todos los responsables de seguridad, que se vuelva a organizar todo el sistemahoy mismo —dijo levantando la voz.

—Sin falta, santidad —contestó el camarlengo con la cabeza gacha.—Esos malditos hombres han violado mi intimidad, me han vejado y han

escapado con vida.—No se volverá a repetir.—Y para colmo de males, se lo han llevado todo. ¿Por dónde han entrado?—No los sabemos, santidad.—Hay que averiguarlo cuanto antes. Para la misa de Año Nuevo debemos

estar totalmente protegidos —dijo el papa, empezando a tranquilizarse.El camarlengo salió de las habitaciones, conectó el móvil y comenzó a

organizar la seguridad del Vaticano. Después se puso en contacto con elcomisario jefe de Roma, tenía que impedir que los fugitivos saliesen de la ciudad.El jefe de la policía le prometió que utilizaría todos los medios a su alcance, peroque había millones de peregrinos en Roma con motivo de la misa de Año Nuevoy que en las próximas horas llegarían jefes de Estado de los cinco continentes.Era como buscar una aguja en un pajar.

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En algún lugar entre Bruselas y Roma, 30 de diciembre de 2014

—¿Se han escapado? —preguntó, sorprendido, Alexandre von Humboldt.—Un fallo de seguridad —contestó el papa.El candidato se movió, inquieto, en el asiento del avión privado.—No podemos permitirnos que escapen.—Nuestros planes siguen adelante. Pasado mañana celebraremos la misa de

Año Nuevo y al día siguiente ganaremos las elecciones —dijo el papa.—Esos cuatro locos son capaces de atentar contra alguno de los dos.El pontífice intentó disimular su ansiedad, tenía la tensión por las nubes y el

corazón le latía a toda velocidad.—No creo, simplemente querían sacar a la luz lo de Thomas Kerr, pero

siguen sin saber qué tienen entre manos.—Es mejor que sigan así, santidad. Hay que eliminarlos antes de la misa de

Año Nuevo.—Tengo a mis mejores agentes trabajando en el caso. Roma es mi ciudad,

nada puede moverse aquí sin que yo me entere. Tengo miles de ojos por todoslados. Hemos difundido el retrato de los tres y de ese al que llaman el Ruso.

—¿El Ruso?—Fue el que ayudó a escapar al profesor Haddon.El candidato se incorporó. Necesitaba cuarenta y ocho horas para tomar el

control, después nadie podría pararlo.—Hay que darse prisa. No podemos cometer más errores —dijo Alexandre

con el ceño fruncido.—Rezaré por usted, Alexandre. Dios está de nuestra parte, no lo olvide.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

El portalón daba a un corredor que circundaba un gran jardín. Un verdaderovergel de palmeras y plantas tropicales. Allan caminaba unos pasos por delantedel Ruso. Llegaron frente a una puerta y el hombre le hizo un gesto para queabriera.

—Aquí tienes a tus amiguitos —dijo.Giorgio Rabelais esperaba sentado en una silla de cuero, a su lado estaba

Ruth, su expresión era de emoción y sorpresa.—¿Cómo…?—Tranquilo, Allan, creo que ya has tenido suficientes emociones por hoy.

Toma asiento.El profesor acercó una silla sin salir aún de su asombro.—Siento haberte metido en todo este lío, pero no tenía otra alternativa —dijo

el italiano con cierto cinismo.—Pero, no entiendo…—Organicé todo esto con Ruth…Allan miró a la chica con el ceño fruncido. Ella bajó la cabeza.—Ruth no es la nieta de Thomas Kerr, ese cerdo nazi nunca habría cuidado

de una niña negra, pero nos servía para presentar a un exnazi arrepentido quequiere limpiar su conciencia a última hora. ¿No es genial?

Ella intentó aventurar una disculpa, pero al final se quedó callada. Giorgiosonrió y continuó con su explicación:

—Ruth trabajó para Thomas Kerr, sospechábamos que él poseía algunaspruebas que podían incriminar al actual candidato a la presidencia europea,Alexandre von Humboldt, y que tenía unos documentos o imágenes que sacaríana la luz un turbio asunto de la Iglesia.

—Pero tú formas parte de la Iglesia —dijo Allan, sorprendido.—Llevamos casi cincuenta años intentando que haya un papa progresista, Pío

XIII es el peor santo padre desde Pío XII. Se está gestando un nuevo acuerdoentre los fascistas y la Iglesia católica.

—No me creo nada —dijo Allan.—Pues créetelo.—¿Cuál es la verdad? Me has engañado tantas veces, ¿por qué habría de

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creerte ahora?Giorgio se levantó de la silla y comenzó a caminar por la habitación.—Tuvimos que matar a Thomas Kerr, ese maldito viejo era inmortal, pero

para nuestra sorpresa no encontramos nada muy comprometedor para la Iglesiani para el candidato.

—Eso demuestra que no todo vale —dijo Allan.—Por eso te metimos en esto, se me ocurrió la idea de la nieta desvalida, era

la única manera de que accedieras.—¿Por qué y o?—Creía que eras el único que podía descubrir la verdad.—Pues te equivocabas —dijo Allan con ironía.Rabelais se paró enfrente de Allan y se inclinó sobre él.—Bueno, al menos tenemos los rollos, el diario y ellos creen que sabemos lo

que ocultan.El Ruso se acercó y le entregó la mochila. El italiano la abrió, pero dentro

solo había unas linternas, algo de ropa y algunas herramientas. Miró a Allan,sorprendido.

—¿No pensarías que entraría en el Vaticano con las pruebas? —dijo este.—¿Dónde están?—No tan deprisa. ¿Quién mató a Moisés Peres? ¿Fue él? —dijo Allan

señalando al Ruso.—Yo no maté al viejo, lo hizo la agente del Vaticano —dijo este.—¡Pero si lo secuestraste y lo torturaste! —exclamó el profesor, a punto de

explotar.—Era mi trabajo.—Habéis traspasado todos los límites, sois como ellos —dijo el antropólogo.Ruth se adelantó unos pasos y se dirigió a Allan.—Dales lo que piden, son capaces…Le lanzó una mirada de desprecio a la joven.—A mí también me utilizaron, no sabía que habría muertes —se justificó

Ruth.—Qué bonito. Todos inocentes. Llevamos más de doscientos años esperando

este momento, un papa que libere a la Iglesia de un legado de siglos que laasfixian. Será mejor que nos digas dónde están las películas y el diario —amenazó Rabelais.

—No pienso ayudaros, no creo que seáis mejores que ellos, pero no voy aquedarme con los brazos cruzados mientras Europa se radicaliza. Ahoratendremos que hacer las cosas a mi manera.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

El cardenal Rossi salió enfurecido del despacho del camarlengo. El papa queríaque rodaran cabezas y una de las que estaban en juego era la suy a. El fallo deseguridad había puesto en evidencia los agujeros en el sistema de protección delpontífice. En un par de días se celebraría la misa de Año Nuevo, y había quereorganizar rápidamente los protocolos y poner en marcha el plan de búsquedade Haddon, Rabelais y la chica. Disponía de cuarenta y ocho horas paraencontrarlos y eliminarlos.

Abrió su móvil y conectó con la agente María, esperó unos segundos a quecogiera la llamada y atravesó la Capilla Sixtina con total indiferencia por losmaravillosos frescos de paredes y techos.

—Hermana, han cambiado las órdenes. Tenemos que eliminar a los tresobjetivos antes de cuarenta y ocho horas.

—Pero, eminencia, ¿qué haremos en el caso de que no aparezcan lasfilmaciones y el diario?

El cardenal dudó por unos instantes.—Hay que eliminarlos, es preferible eso a que se vuelvan a escapar.—De acuerdo, procederemos cuanto antes.—Me temo que intentarán hacer algo en los próximos días. Debemos impedir

que se acerquen al Vaticano y al papa.—No permitiremos que vuelva a ocurrir.La hermana María se quedó en silencio. No le hacía mucha gracia tener que

eliminar a tres personas en aquellas fechas. Las Navidades eran para ella unaespecie de fiesta de la purificación.

—Si cumple esta misión, yo me encargaré de que deje la Santa Alianza y lapropondré para la dirección de un convento —dijo el cardenal, adivinando suspensamientos.

—Gracias, eminencia —dijo la monja, emocionada. Después de aquellotendría toda una vida para purificarse y pedir perdón por sus pecados.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

La biblioteca de la Universidad Pontificia se encontraba completamente desierta.Quedaban unas horas para que el año terminara y los estudiantes apuraban lasfiestas y celebraciones que se sucedían por la ciudad. Allan entró en la sala conRabelais y Ruth; se sentía solo, traicionado y humillado, pero debía cumplir consu deber.

La chica apenas miraba a Allan, sabía que él se sentía profundamentedecepcionado. Le habían mentido y lo habían utilizado, no podía alegar nada ensu defensa. Ella también había sido engañada por el sacerdote, pero eso y a noimportaba. Ahora tenían que seguir adelante, ya no era una cuestión política, erapura supervivencia.

Rabelais se aproximó al ordenador y buscó en la base de archivos digitales.—¿Leísteis el interrogatorio al director de la Ahnenerbe en Núremberg?Allan miró al sacerdote e intentó concentrarse en la búsqueda.—Sí, lo hemos leído casi entero, pero no encontramos nada.Giorgio comenzó a leer las últimas páginas de la declaración en alto:

P: Esto es una carta de Brandt a la RSHA fechada el 6 de noviembre de 1943,marcada como « Secreto» . Está dirigida a la atención del Obersturmbannführerde las SS Eichmann, de la RSHA. El encabezado dice « Creación de unacolección de esqueletos en el Instituto Anatómico de Estrasburgo» .R: Efectivamente.P: « El Reichsführer-SS ha emitido una directiva en el sentido de que al doctorHirt, Hauptsturmführer de las SS, que es director del Instituto Anatómico deEstrasburgo y el jefe de un departamento del Instituto de Investigaciones enCiencias Militares en la Sociedad de la Ahnenerbe, se le suministre todo lo quenecesite para su trabajo de investigación. Mediante auto del Reichsführer-SS, porlo tanto, le pido que le preste asistencia en todo lo que sea menester para lamaterialización de la colección. El Obersturmbannführer de las SS Sievers sepondrá en contacto con usted para discutir los detalles» .¿Aún dice que no saben nada de los detalles de este asunto?

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R: Nunca he dicho eso. Aquí se está investigando el desarrollo histórico de estacuestión, y en ese sentido, no puedo decir cuándo empezó, y a que se remontadirectamente a las conversaciones entre Himmler y Hirt, que tuvieron lugarantes de que Hirt se convirtiera en director de Anatomía de la Universidad deEstrasburgo. Como tal, recibió la orden de crear un departamento de Anatomíamoderno con todos los avances tecnológicos y científicos y todos los modelosanatómicos necesarios. Hirt entonces, en vista de sus anteriores conversacionescon Himmler, hizo la solicitud tal y como puede verse en el informe. Entoncesrecibí la orden de ayudar a Hirt en esta tarea que había sido asignada porHimmler. Lo que no sé es si Himmler…P: Perdone que lo interrumpa, testigo. ¿Cuántos seres humanos fueronsacrificados con el fin de crear esta colección de esqueletos?R: Se mencionan ciento cincuenta personas en este informe.P: ¿Esos fueron todos a los que ayudó a asesinar?R: No intervine en el asesinato de estas personas. Simplemente realicé unafunción de intermediario.P: ¿Usted fue un simple correo entre las dos partes?R: Sí.P: Durante las sesiones preparatorias a este juicio le pregunté (pueden verlo en lapágina 1939 de la transcripción): « ¿Cuántas personas estima que fueronasesinadas en relación con el experimento Rascher y otros experimentos llevadosa cabo bajo el pretexto de la ciencia nazi?» . Y usted me respondió « No puedocontestar a eso, porque yo no tenía conocimiento de estos asuntos» .Afortunadamente, todo lo que dijo está grabado.R: A día de hoy sigo sin poder dar una fecha precisa, y no sé el número exacto depersonas utilizadas por Rascher en su experimento. No puedo dar una cifra si laignoro.P: Usted le juró al comisionado que no tenía conocimiento de estas cuestiones.Pase, por favor, al documento 087, para que pueda refrescarle la memoria. Estaserá la prueba GB577. Se encuentra en la página 14 del informe, señoría. Esta esotra de sus cartas. Lleva por encabezado « Sociedad Ahnenerbe, Instituto Militarde Investigaciones Científicas» . Usted fue el director de ese instituto, ¿no es así?R: Yo era el gerente de los negocios del Reich.P: La carta está fechada el 21 de junio de 1943. Está marcada como « Altosecreto» , dirigida al departamento IV B 4 de la RSHA, a la atención delObersturmbannführer de las SS Eichmann. Leo:« Asunto: Creación de una colección de esqueletos.

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En referencia a su carta de fecha 25 de septiembre de 1942, y lasconversaciones personales que desde entonces han tenido lugar sobre este tema,quisiera informarle de que nuestro asociado, el doctor Hager, Hauptsturmfuehrerde las SS, quien estaba a cargo del proy ecto especial anteriormente mencionado,paralizó sus experimentos en el campo de concentración de Auschwitz el 15 dejunio de 1943, a causa del peligro de epidemias.Hasta el momento se había experimentado con un total de ciento quincesujetos» .Me detendré aquí un momento. ¿Qué tipo de experimentos sufrieron estos sereshumanos con vistas a hacer de ellos una colección de esqueletos?R: Mediciones antropológicas.P: ¿Se les tomaron medidas con fines antropológicos antes de ser asesinadas?¿Eso es todo lo que ocurrió?R: Se hicieron moldes.P. Voy a proseguir con la lectura de su carta, en la que queda muy claro quehubo algo mucho más siniestro que simples mediciones antropológicas:« En total fueron ciento quince las personas seleccionadas para el experimento:setenta y nueve fueron judíos; treinta eran judías, dos eran polacos y cuatroasiáticos. En la actualidad, estos presos están separados por sexos y bajocuarentena en dos edificios en el hospital del campo de concentración deAuschwitz.Para proseguir con el experimento es necesario trasladar a estos presos al campode concentración de Natzweiler. Este traslado debe hacerse lo más rápidamenteposible a causa del actual peligro de epidemia en Auschwitz. Se adjunta una listade las personas seleccionadas.Rogamos que se tomen las medidas necesarias. Dado que el traslado de losreclusos presenta un cierto grado de peligro de propagación de la epidemia aNatzweiler, pedimos que se nos envíe ropa limpia para ochenta hombres y treintamujeres de Natzweiler a Auschwitz inmediatamente» .Esta es su carta. Si su único interés en estas pobres personas era tomarmediciones con fines antropológicos y conservar sus frágiles huesos paraexponer sus esqueletos, ¿por qué no los mataron inmediatamente? Sospecho quellevaron a cabo otro tipo de experimentos, y los mandaron a otro campo paraestudiar los resultados, ¿no es así?R: No, no sé nada de otros experimentos. Eso no sucedió.P: ¿Qué fue de esa colección de esqueletos? ¿Cuándo fue montada?R: Los huesos fueron armados en Natzweiler y el tratamiento ulterior estuvo en

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manos del profesor Hirt.P: Después de que el profesor Hirt y otros miembros de las SS asesinaran a estaspersonas, ¿qué fue de sus cuerpos? ¿Dónde los enviaron?R: Supongo que fueron trasladados al departamento de Anatomía de laUniversidad de Estrasburgo.P: ¿Quiénes fueron las personas que participaron en este asunto de los esqueletospara el instituto anatómico forense de Estrasburgo?R: El doctor Bruno Beger, un reputado antropólogo de la Ahnenerbe; elantropólogo Thomas Kerr; el escultor Wilhelm Gabel, que realizó los moldes delos prisioneros; el doctor August Hirt, responsable de los experimentos enNatzweiler; el doctor Fleischhacker; el doctor Heinrich Rübel; Josef Kramer, eldirector del campo de concentración; y el oficial de las SS y miembro de laAhnenerbe Klaus Blumer.P: ¿No participó nadie más en esta misión?R: No, que yo sepa.

Cuando Rabelais terminó de leer el interrogatorio, Allan lo miró pensativo.—¿Qué piensas? —preguntó.—Es indudable que los servicios secretos vaticanos tienen miedo de que se

revele alguna información, pero tal vez nos hemos equivocado —dijo Allan,enigmático.

—No entiendo —dijo Ruth.Allan se dirigió a la joven, intentó olvidar su orgullo herido y le respondió:—Es muy sencillo, hasta ahora creíamos que la Santa Alianza buscaba

ocultar un secreto, pero puede que lo que intentara ocultar fuera a una persona.—¿Una persona? —preguntaron a coro.—Sí.—¿Quién? —preguntó el italiano.—Tenemos que averiguar qué pasó con cada uno de los miembros de la

Ahnenerbe que intervinieron en el asunto de los huesos. Puede que la clave estédelante de nuestros ojos y no la veamos —dijo Allan mientras imprimía la últimahoja del informe.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

—No creí que fuera a ser tan fácil —dijo la hermana María mientras ellocalizador daba con Giorgio Rabelais.

Dos de sus ayudantes la observaron por unos instantes. Su bello rostro nopodía disimular la mirada fría de alguien que se dedicaba a determinar la vida ola muerte de otras personas.

—¿Dónde están? —preguntó uno de los hombres.—Están en la biblioteca de humanidades de la Universidad Pontificia —

señaló ella. Después cogió su arma de la mesa y se puso en pie.—¿Cómo los ha localizado?—Han utilizado la clave de acceso a la base de datos de Rabelais, llevan más

de dos horas en la biblioteca, tenemos que llegar cuanto antes, puede que estén apunto de marcharse —contestó la monja.

En la entrada los esperaba un pequeño Fiat, la política de los servicios secretosera pasar desapercibido. Lo pusieron en marcha y salieron a toda velocidad porlas calles atestadas de Roma.

Cuando pararon frente a la biblioteca, los dos hombres miraron a María.—¿Entramos?Ella dudó unos instantes. Debían capturar o matar a sus objetivos, sin levantar

sospechas ni dejar testigos.—La biblioteca de la universidad debe de estar vacía en estas fechas.

Entremos, pero no actuéis hasta que yo lo ordene —dijo ella saliendo del coche.Mientras subían las escaleras, la mujer comenzó a rezar. No quería morir sin

la gracia de Dios, y aunque sabía que tenía una dispensa papal, nunca eransuficientes las precauciones para asegurarse el cielo.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

El Ruso observó el Fiat que aparcaba delante de la puerta. Se irguió y sacó elteléfono móvil.

—¡Cógelo, maldita sea! —gritó al pequeño aparato.Salió del coche y corrió hacia la puerta sin dejar de mirar la pantalla del

teléfono.—¿En que estáis pensando? —dijo mientras sacaba la pistola de la cartuchera

que tenía junto al pecho.En la pantalla del móvil apareció el mensaje « Sin respuesta» . Guardó el

teléfono y comenzó a subir los escalones de dos en dos.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

La muchacha realizó una lista de poco más de media docena de nombres ycomenzaron a buscar información en la biblioteca y la base de datos.

—En la lista están Bruno Beger, Thomas Kerr, Wilhelm Gabel, August Hirt,Hans Fleischhacker, Heinrich Rübel, Josef Kramer y Klaus Blumer.

Allan tomó la lista y dijo:—Creo que podemos descartar a dos personas.—A Thomas Kerr y a Bruno Beger —dijo el sacerdote.—Sí, ellos no tienen ninguna conexión con el Vaticano —contestó Allan.Ruth tachó los nombres.—Nos quedan seis nombres.—Muy bien Ruth, ¿qué sabemos del escultor Wilhelm Gabel? —preguntó

Allan.—No tenemos mucho, fue desnazificado y falleció en 1962 —dijo Giorgio.—¿Alguna relación con la Iglesia católica? —continuó Allan.—No era católico y no aparece ninguna conexión… Espera, al parecer

realizó algunos trabajos escultóricos para la catedral de Múnich en 1958 —dijo elitaliano.

—No parece un vínculo muy fuerte —comentó Allan.—Sigamos.—El doctor August Hirt —leyó Ruth.—Nacido en 1898 y desaparecido el 2 de junio de 1945. Ejerció como

profesor de anatomía en la Universidad de Greifswald desde 1939 hasta sudesaparición. Se unió a la Ahnenerbe y fue nombrado director del Instituto deAnatomía en la Universidad del Reich de Estrasburgo en 1941. Logró escapar delas fuerzas aliadas. Luchó en la Primera Guerra Mundial y recibió la Cruz deHierro —leyó el italiano.

—¿Qué más dice? —preguntó Allan, impaciente.—Hirt nunca apareció. Fue evacuado con el resto de su departamento en

noviembre de 1944; al abandonar Estrasburgo, se refugió en Tubinga y logróescapar entre los refugiados que se movían de un lado para otro. Allí se le perdióla pista —dijo Rabelais.

Allan lo miró, sorprendido.

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—¿Se escapó?—Eso parece. Aunque hay fuentes que aseguran que se suicidó, la realidad es

que el profesor nazi fue dado por desaparecido —dijo Giorgio.—Desaparecido; no podemos descartarlo. ¿Tiene alguna relación con la

Iglesia católica? —preguntó Allan.—Sabemos que su padre era suizo, pero no sabemos qué religión practicaban

—dijo Rabelais.—Siguiente —dijo el inglés.—El doctor Hans Fleischhacker —dijo Ruth.—Hans Fleischhacker al parecer comenzó a trabajar para la RuSHA, Beger

lo reclamó para una de sus misiones y se unió a su equipo. Su campo deinvestigación era el color de la piel de los judíos. También acompañó a Beger enla misión del Caúcaso. Colaboró en el examen de los judíos que fueronasesinados para utilizar sus huesos. Al parecer, Fleischhacker fue juzgado en 1971al mismo tiempo que Beger, pero quedó absuelto de todos los cargos. La fiscalíano logró probar que este supiera cuál iba a ser el final de los prisioneros. Fueprofesor de antropología tras la guerra y sobrevivió hasta 1992 —terminó de leerRabelais.

—¿Fue profesor de antropología en la universidad? —preguntó Ruth,extrañada.

—Ya sabíamos que muchos regresaron a sus cátedras universitarias como sinada —comentó Allan.

—Yo lo descartaría. No parece un gran criminal, fue absuelto por el tribunaly su nazismo parece más bien circunstancial —dijo el italiano.

—Nos quedan tres: Heinrich Rübel, Josef Kramer y Klaus Blumer —dijoRuth.

—Heinrich Rübel estudió en la Universidad de Colonia. Al principio de laguerra fue enviado a Polonia por las SS para « la evaluación de aptitudes» . Sumisión era determinar qué colonos eran realmente valiosos en el aspecto racial.Estuvo en el Cáucaso y participó en los crímenes de la colección de huesos. Nohay más. No pone si está vivo o muerto, ni qué hizo después de la guerra —informó el sacerdote.

—No parece que tuviera mucho protagonismo en los hechos —apuntó Allan.—Pero no deberíamos descartarlo del todo. Los dos últimos son Josef Kramer

y Klaus Blumer.—Josef Kramer era el comandante del campo de concentración de

Natzweiler-Struthof, hijo de una familia bávara muy religiosa —leyó.Allan se inclinó hacia delante y dijo:—Parece prometedor.—Miembro de las SS, comenzó colaborando en Dachau, después fue enviado

a Mauthausen, y finalmente fue nombrado comandante de Natzweiler-Struthof

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—continuó el sacerdote.—Menuda pieza —comentó Allan.—Fue ejecutado en diciembre de 1945 —terminó.—Eso lo descarta —dijo Ruth.—Nos queda uno más, ¿verdad? —preguntó Allan.—Klaus Blumer. Oficial de las SS, colaboró con Beger en Auschwitz en la

selección de los prisioneros para la colección de esqueletos, y estuvo también enNatzweiler. Fue acusado de crímenes contra la humanidad, pero al terminar laguerra desapareció sin dejar rastro —dijo Giorgio.

Allan se levantó, desanimado.—Prácticamente nos encontramos en la misma situación que antes—Bueno, Allan, hemos descartado algunas cosas —dijo Ruth.—Pero no tenemos tiempo para seguir especulando…En ese momento tres personas entraron en la biblioteca, una mujer y dos

hombres. Allan pudo ver claramente el rostro de la mujer, era la misma personaque se había llevado a Ruth y que los había ay udado en Alemania. Tuvo ladeterminación de empujar a Ruth al suelo justo antes de que los silbidos apagadosde los silenciadores se pusieran a resoplar en la sala. Las sillas cay eron al suelomientras Allan y Ruth reptaban hacia el bosque de estanterías que había a suespalda. Cuando el profesor levantó la vista, observó que el sacerdote se ponía enpie para derrumbarse poco después, y sus ojos abiertos e inexpresivos loaterrorizaron.

Los asesinos disparaban sin descanso. Las astillas de las estanterías y los librosderrumbándose sobre sus cabezas los hicieron correr hacia la salida. Seacercaron a la puerta de atrás, pero la lluvia de balas les impedía huir.

Alguien abrió la puerta, comenzó a disparar contra los tres asesinos y estos sevolvieron para responder al fuego. Uno de ellos se derrumbó al instante, el otrohombre y la mujer se resguardaron detrás de las mesas. Allan y Ruthaprovecharon para abrir la puerta y correr escaleras abajo. Jadeantes, llegaron ala planta baja y corrieron hacia el coche. Después se perdieron en las calles deRoma.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

Observó la ciudad por la ventana, aquella tarde plomiza no parecía presagiarnada bueno. Se sentía cansado, estaba en la recta final de la campaña, pero en losúltimos días las cosas se habían complicado. El candidato de izquierdasremontaba en las encuestas, recortando la ventaja que le sacaba unos días antes.Alexandre se aproximó a la cama y contempló el cuerpo desnudo de su mujer.Era extremadamente bella, rubia, esbelta, alta y sensual. Sería una buena madrey le daría muchos hijos. Él solo quería una Europa para los europeos y todos lotachaban de racista y fanático. La mezcla de razas siempre había terminado conla destrucción de los pueblos, los Estados Unidos eran un claro ejemplo. En losúltimos años, el liderazgo norteamericano comenzaba a diluirse, mientras Rusia yChina recuperaban importancia internacional. Europa tenía que renacer antes deque los salvajes rusos y los amarillos se hicieran con el liderazgo del mundo.

En unas horas vería al papa, en dos días asistiría a la Misa de Año Nuevo. Laayuda de la Iglesia había sido determinante para ganarse la confianza de unelectorado que veía al PGE como un partido radical. Su sueño era crear unaiglesia unida bajo el poder de un estado fuerte. El cristianismo era la columnavertebral de Europa, muchos no lo veían o no lo querían ver, pero en la religióncatólica había muchos elementos positivos de control sobre la gente y él no iba adudar en usarlos en su propio beneficio.

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Roma, 30 de diciembre de 2014

El frío de la tarde romana los envolvió. Sudaban copiosamente, con el corazónacelerado por el miedo y la carrera. Se metieron en una cafetería y pidieron dostazas de café. Necesitaban resguardarse y entrar en calor. Cuando la camarerales sirvió las bebidas, aún seguían temblando.

—Han matado a Giorgio —dijo Ruth, horrorizada.—Puede que esté herido —contestó Allan para tranquilizarla.—Tú lo has visto como yo, está muerto y a nosotros nos espera el mismo

final.—No digas eso.Ruth comenzó a llorar. Él se acercó y la estrechó entre sus brazos. Había

olvidado momentáneamente la traición de la chica y la sensación que le habíaproducido sentirse utilizado.

—Saldremos de esta. Todavía tenemos algo que necesitan.—¿Te refieres a las películas y el diario? —preguntó Ruth.—Hay algo en esos materiales que ellos temen que salga a la luz.—Pero ¿qué es?Allan se quedó en silencio, después contestó:—Tenemos que volver a visionarlas.—Pero ¿dónde?—En casa de Giorgio, es el único sitio donde hay un proy ector —dijo Allan.—Pero tendrán la casa vigilada.—No lo creo, es el último sitio donde irían a buscarnos.—¿Dónde escondiste las películas? —preguntó ella.—Están en las cloacas de Roma, espero que no se hay an estropeado. Iremos

a buscarlas pasada la medianoche. Será lo más seguro —contestó él mientrasbebía su café.

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Roma, 31 de diciembre de 2014

Revisó de nuevo el texto, y terminó por dejarlo encima del escritorio. No lograbaconcentrarse, tenía que dar la homilía de Año Nuevo, pero no podía dejar depensar en lo que estaba en juego. Al día siguiente, líderes de todos los paíseseuropeos y de medio mundo estarían en la basílica escuchando su mensaje. Eldía 2 de enero se celebraban las elecciones a la presidencia de Europa y despuésde la victoria de Alexandre von Humboldt, el destino del continente y de laIglesia cambiarían para siempre.

Llamó al camarlengo pulsando un botón y esperó impaciente. Unos minutosmás tarde, el secretario del papa apareció por la puerta.

—¿Tenemos noticias?—Sí, santidad.—¿Y por qué no se me ha avisado de inmediato?—Pidió que no se lo molestara hasta que hubiera terminado el sermón.El papa frunció el ceño y con un gesto pidió al secretario que continuase.—Nuestros agentes los encontraron en la biblioteca de la Universidad de

Roma; intentaron abatirlos, pero dos de ellos se escaparon. Alguien entró y atacóa nuestros hombres.

—¿Quién ha escapado?—La chica y el profesor.—¿Tienen los documentos?—Sí, santidad.—Entonces, ¿estamos igual que al principio? —preguntó el papa, enfadado.—No exactamente, creemos que el profesor y la chica intentarán huir de

Roma y desaparecer. Están muy asustados.—Eso son suposiciones. Encuéntrenlos y recuperen los documentos, después

ya saben lo que tienen que hacer.—Sí, santidad.Un poco más, se dijo mientras cerraba los ojos e intentaba espantar a todos

sus fantasmas de la mente, pero sentía el pecho oprimido por la angustia. Tomóde nuevo el papel y siguió estudiando el discurso.

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Toledo, 31 de diciembre de 2014

—Tenemos que reconocer que hemos perdido —dijo el arzobispo de Toledo.El resto de miembros de los Hijos de la Luz lo miraron enfurecidos. Habían

estado muy cerca, pero ahora veían cómo su sueño de gobernar la Iglesia volvíaa desvanecerse. Su agente, el Ruso, estaba muerto. Roma sabía quiénes eran,Rabelais permanecía ingresado grave en un hospital y la chica se encontraba enparadero desconocido con el profesor Haddon.

—No debemos rendirnos ahora —dijo uno de los miembros del consejo.—Saben quiénes somos, lo mejor que puede pasarnos es que nos aparten de

Roma y nos manden a destinos lejanos, después de hacernos entrar en vereda —dijo el arzobispo de Toledo.

—No se atreverán —comentó un miembro del consejo, furioso.—¿Cuántas veces hemos sido disueltos y hemos resurgido de nuestras

cenizas? Esperaremos una nueva oportunidad y lo conseguiremos antes o después—dijo el arzobispo.

—¿Con un poder central en Europa? —preguntó uno de los consejeros.—Los políticos pasan, pero la Iglesia permanece. Nuestra organización ha

visto cómo cambiaba el poder de manos muchas veces. La Revolución francesa,el Imperio de Napoleón, el Imperio británico, las dos guerras mundiales, elascenso de Hitler y la Unión Europea han pasado. Esto también pasará —dijo elarzobispo.

—¿Acudirá mañana a la misa de Año Nuevo? —inquirió uno de losconsejeros.

—Naturalmente, debemos dar una imagen de total normalidad, que sean elloslos que den el primer paso —respondió el arzobispo.

La reunión se disolvió y el arzobispo regresó a sus habitaciones. Sacó unapistola de un armario y, sin titubear, se disparó en la sien. Había mentido a suscolaboradores, sabía que los servicios secretos vaticanos eran capaces de infligirlos dolores y las torturas más crueles. El suicidio era la única manera de escaparde un infierno en vida, aunque lo llevara a las puertas de otro peor.

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Roma, 31 de diciembre de 2014

Pasaron todo el día escondidos en las caóticas calles de Roma, esperando a quese hiciera de noche otra vez. Después se acercaron a la entrada y Ruth abrió elportalón. Ascendieron por las escaleras. La puerta del apartamento de Rabelaisestaba cerrada, como si no hubiera pasado nada, pero cuando cruzaron el umbralvieron el desorden. Muchos de los papeles y libros estaban por el suelo, apenaspodían caminar sin pisar alguna cosa. Se acercaron hasta el estudio y Allan sacólas películas de la mochila. Como no habían encendido la luz, tuvieron que ponerel proyector a tientas.

Visionaron las tres filmaciones seguidas, pero no encontraron nada nuevo.Desanimados, se sentaron en el sillón. Permanecieron en silencio una vez máshasta que Allan intentó levantar el ánimo de la chica.

—Lo veremos de nuevo.—Es inútil —dijo Ruth, cabizbaja.—Tenemos toda la noche. Creo que estamos mirando, pero no estamos

viendo. En las películas hay algo que se nos escapa.—Pero ¿el qué?Allan se quedó pensativo.—Ya te dije que a lo mejor la pregunta no es el qué, si no quién.—No te entiendo —dijo la chica.—Escribamos otra vez la lista de los miembros de Ahnenerbe que

participaron en la expedición de Crimea y en el caso de los huesos. Intentemosencontrarlos en la película.

—Está bien —dijo Ruth, sin mucho entusiasmo.Comenzaron a visionar las filmaciones de nuevo, parando cada vez que

aparecía uno de los alemanes de la lista. Kerr, Beger, Hirt, Fleischhacker,Rübel…

—Hay una cosa en la que no habíamos reparado —dijo por fin Allan. Latercera película estaba en marcha y los famélicos prisioneros judíos aparecíanen Natzweiler.

—¿Cuál? —preguntó Ruth, intrigada.—El único que no aparece por ninguna parte es el joven oficial de las SS.—Blumer

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—Exacto.—A lo mejor no le gustaba que le enfocaran las cámaras —dijo Ruth.Continuaron con la película hasta que Allan paró el proyector y dio un salto

en el asiento.—Ahí está.—Sí, debe ser él, por la descripción que Thomas Kerr da en su diario.—Si pudiéramos aumentar la imagen… —se lamentó Allan. Se puso en pie y

se acercó hasta la pantalla.Ruth lo miró en silencio. Después, el hombre se dio la vuelta y miró con los

ojos desorbitados a la chica.—Creo que y a sé de quién se trata —dijo mientras una sonrisa comenzó a

dibujarse en su rostro.La chica lo observó, expectante. Habían corrido todo ese camino a ciegas,

con la esperanza de encontrar las respuestas, y ahora se sentía perdida y sinfuerzas. Ya nada podía sorprenderla, la muerte estaba demasiado cerca parafingir que no tenía miedo y que lograría escapar con vida de esta.

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Roma, 31 de diciembre de 2014

La hermana María aparcó el coche e intentó rezar antes de salir, pero y a nopodía. Sus nervios estaban destrozados. Había vuelto a matar, sus compañerosestaban heridos o muertos. No había entrado en la Iglesia para acabar siendo unaasesina, porque eso era en lo que se había convertido. En nombre de Dios o de laIglesia, qué más daba.

Se recostó sobre el asiento y estiró los brazos. Sentía cómo la tensión de losúltimos días se le acumulaba en la nuca. Era un dolor agudo, como si la cabezafuera a separarse de la espalda. Entonces, abrió los ojos y miró a la ventana delapartamento. Había ido allí casi sin pensarlo, el apartamento de Giorgio Rabelaisera el último sitio donde podría esperarse que volvieran sus objetivos, pero unleve resplandor, como el de una televisión brillando en la oscuridad, eraclaramente visible. Se apeó del coche y amartilló su arma al entrar en el portal.Ascendió por la escalera, sigilosa, y abrió la puerta con su ganzúa. Se acercócalladamente hasta la pareja. Estaban frente a una pantalla de cine. El hombrehacia delante, señalando algo con un dedo y la chica más atrás, mirando conatención. Hablaban, pero ella no entendió las palabras. Levantó el arma y apuntó.

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Roma, 31 de diciembre de 2014

—¿No lo ves? —preguntó Allan señalando la figura que estaba congelada en lapantalla.

—No —dijo Ruth, aturdida.—Pon en su rostro el paso del tiempo, pero fíjate en los ojos.Ruth se inclinó un poco más, pero no logró distinguir nada significativo. Allan

se giró y le dijo:—Ahí no es más que el oficial Blumer, de las SS, pero ahora todos lo conocen

como Pío XIII.—¿El papa? ¿Cómo puede ser? Es imposible que hay a ocultado algo así en su

biografía —dijo Ruth, incrédula.—El joven oficial desapareció tras la guerra. El papa, si no recuerdo mal, era

huérfano, criado en un colegio de religiosas que fue destruido durante la guerra;después entró en un seminario en 1945, con apenas veintitrés años.Posteriormente fue sacerdote, más tarde obispo y ahora papa —dijo Allan.

—¿El actual papa es un exnazi, criminal de guerra y prófugo de la justicia?—Me temo que sí.Allan escuchó un sonido detrás de él. Se giró y vio a la monja apuntándolos

con una pistola. Se sobresaltó, la luz de la pantalla reflejaba su fría mirada deodio.

—Pero…—Creo que se ha terminado la partida. Es el momento en el que me dan las

películas, el diario y yo hago que desaparezcan para siempre —dijo la hermanaMaría.

Allan miró a su alrededor, no había nada susceptible de ser utilizado comoarma, ni siquiera un abrecartas. Comenzó a sacar la película del proy ector y lametió en su lata. Después, se dirigió a la mujer, pero cuando menos se loesperaba se la lanzó contra la mano con la que sujetaba la pistola. Un disparotronó en la estancia, Ruth se agachó, Allan se lanzó sobre la mujer y comenzarona forcejear. La pistola se le cayó, retumbando en el suelo de madera.

La hermana María se desplomó, haciendo que Allan también perdiera elequilibrio. Los dos rodaron por el suelo. La monja logró colocarse sobre él ycomenzó a apretar su cuello. Allan, con los ojos muy abiertos, intentaba quitarle

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las manos del cuello, pero era imposible. La falta de aire comenzaba adebilitarlo.

Un disparo retumbó en la sala. La monja soltó al hombre y se quedó inmóvilunos segundos. Después se desplomó hacia delante, cayendo sobre Allan. Elhombre se quitó el cuerpo de encima y se levantó.

Ruth estaba temblando, con la pistola en la mano. El profesor le quitó el arma,recogió todo el material y los dos salieron del estudio. Ahora sabían a lo que seenfrentaban, pero ¿qué podían hacer?

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Roma, 1 de enero de 2015

El eco de las voces inundaba la inmensa capilla. La multitud escuchaba loscánticos angelicales y los fieles se preparaban para la misa solemne de AñoNuevo. Un centenar de sacerdotes con túnicas blancas desfilaron por el largopasillo hasta el altar y se abrieron en un fabuloso abanico de colores. Loscardenales, con sus vestiduras rojas y los purpúreos birretes de los obispos,comenzaron a colocarse en los lugares de honor. El papa apareció custodiado porvarios sacerdotes con ricos bordados de oro y con paso cansado se aproximó altrono. La multitud, puesta en pie, escuchaba los cánticos hasta que el silenciohueco inundó la basílica más bella de la cristiandad.

En las primeras filas se sentaban algunos mandatarios europeos, losrepresentantes de varias casas reales y las familias más nobles de la ciudad.Entre los dignatarios brillaba la figura imponente de Alexandre von Humboldt, elflamante candidato a la presidencia de Europa. A su lado, su esposa, que vestía undiscreto traje negro y una mantilla que resaltaba su pelo rubio.

La policía italiana había acordonado la Ciudad del Vaticano, Allan y Ruthestaban a todas horas en los noticiarios, se los acusaba de varios asesinatos enAlemania y de la muerte de Giorgio Rabelais en Italia. El profesor deantropología católico había muerto la noche anterior.

Un sacerdote de figura atlética, vestido con una sotana larga de color negro,se encontraba justo al borde de la zona reservada a las autoridades, a su lado unajoven monja de color miraba con los ojos inquietos la ceremonia.

Después de unos minutos de cánticos y algunas lecturas bíblicas, el papa sedirigió hasta la multitud. Las dos grandes pantallas de vídeo se reflejaban sobre elaltar. El rostro cansado del pontífice apenas expresaba emoción alguna; sus ojosazules parecían hundirse en sus mejillas arrugadas, su pelo canoso brillaba bajola mitra y sobre sus ropajes de seda y oro.

—Cada año es la promesa de una nueva resurrección. En estos días quecelebramos el nacimiento de nuestro señor Jesucristo, cuando el hombre se batepor un pedazo de tierra, un puñado de arroz o un poco de poder, Europa selevanta de sus cenizas y proclama la verdad salvadora de la cristiandad católica.Volveremos a ser el referente moral del mundo, naciendo a una nueva ética,basada en los principios eternos de verdad, esperanza y amor. —La voz del papa

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retumbaba en los vetustos mármoles de la basílica.El sonido metálico de los altavoces rechinó y el santo padre aprovechó para

tomar aire. La preocupación, la tensión y el malestar por los acontecimientos delos últimos días habían minado sus escasas fuerzas. Después de tantos sacrificios,estaba a punto de conseguir el sueño de toda su vida. Europa regresaría a la sendamarcada por su líder y maestro, aquel que tantos habían denostado, pero quesalvaría de nuevo la decadente y mestiza sociedad del Viejo Continente.

—La trompeta de la historia ha sonado, los viejos tambores que anunciaban elcomienzo de la batalla truenan de nuevo en las urnas de la esperanza. Podemosregresar a la senda que no debimos dejar nunca, sentirnos orgullosos de lo quesomos, elegidos de Dios, sucesores de San Pedro, amigos de los hombres debuena voluntad…

Las últimas palabras de Pío XIII flotaban en el ambiente cuando la multitudcomenzó a generar un murmullo de horror y angustia. El papa levantó las manos,desconcertado, se volvió lentamente y contempló la inmensa pantalla de suderecha. Las famélicas figuras de su pasado lo golpearon como un mazazo en lacara, los prisioneros del campo de concentración de Natzweiler lo miraban consus ojos apagados y sus rostros cetrinos. Entonces, la figura del rostro del papaapareció congelada en la pantalla y a su lado, la de un joven oficial de las SS. Apesar del tiempo transcurrido, se podía distinguir claramente los rasgos del papaen los del joven.

Una voz comenzó a sonar por los altavoces:—Klaus Blumer, oficial de las SS perteneciente a la Ahnenerbe, criminal de

guerra buscado por su participación en el asesinato de más de cien personas en elcampo de concentración de Natzweiler en agosto de 1943, prófugo de la justicia.Ha vivido todo este tiempo bajo la identidad de Alois Jaspers.

La voz se detuvo un momento y el papa bajó los brazos y comenzó atambalearse, pero nadie se acercó para auxiliarlo, todo el mundo mirabahipnotizado las dos pantallas gigantes.

—Yo acuso a Pío XIII de asesinato, falsedad, crueldad y mentira —dijo lavoz potente del altavoz.

Alexandre von Humboldt miró horrorizado la patética escena, su carrerapolítica se encontraba tan ligada a la del papa que se había convertido en unossegundos en un cadáver político. Se puso en pie y se dirigió a la puerta, seguidopor su esposa y sus guardaespaldas.

El papa, apoyado en su gran báculo, se arrodilló, con la cara desencajada, ycomenzó a retorcerse en medio del asombro general. Después se derrumbó yvarios ayudantes corrieron a socorrerlo. Cuando lo sacaron de la iglesia, lamultitud comenzó a disolverse.

Allan y Ruth permanecieron en su sitio en silencio, vestidos aún con susdisfraces. El antropólogo levantó la vista y observó la figura agonizante de Jesús

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sobre los brazos fríos de una virgen de mármol. El rostro desencajado del hijo deDios transmitía un inmenso dolor. Allan se puso en pie y Ruth lo imitó en silencio.Caminaron por el largo pasillo vacío y al pie de las escalerillas contemplaronaquel nuevo año, sintiendo que las cosas iban a comenzar a cambiar, y bajaronsonrientes las escaleras hacia su futuro.

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Epílogo

Oxford, 3 de enero de 2015

Allan leyó el Times en su portátil y no pudo evitar que una sonrisa se dibujara ensu rostro. En primera plana salía la cara desencajada de Alexandre vonHumboldt, los periódicos lo acusaban de filonazismo y de haber firmado unacuerdo secreto con el Vaticano. No solo había perdido las elecciones a lapresidencia de Europa, sino que una comisión de investigación iba a indagar ensus oscuros vínculos con la industria armamentística y con partidos de extremaderecha.

En una de las noticias menores se leía algo del rápido y casi disimuladoentierro del papa Pío XIII, muerto el 1 de enero de un repentino ataque cardiaco.

Allan apartó del ordenador y se sentó en su confortable sillón.La ay uda de los Hijos de la Luz había sido imprescindible para

desenmascarar al papa, aunque Allan sabía en su fuero interno que lo habíanutilizado para dar un giro radical a la Iglesia. En unos días se reunirían loscardenales para elegir un nuevo pontífice y en unos meses todo se habríaolvidado; la Iglesia había sobrevivido a escándalos peores que ese.

Comenzó a abrir la correspondencia atrasada y se paró al ver una carta de laUniversidad de Oklahoma. Era una invitación para una ponencia en primavera.La colocó entre las cartas con posibilidad de respuesta, después se puso en pie ymiró a través de la ventana el verde intenso que alfombraba el suelo de Oxford ypensó que aquello era su hogar. No importaba lo lejos que tuviera que irse,aquellas viejas piedras serían siempre su hogar.

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Notas

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[1] Los oficiales de las SS debían justificar su pureza racial hasta el 1 de enero de1750. <<

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[2] Archivos Nacionales y Administración de Documentos de los Estados Unidosde América. <<

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[3] Los elementos raciales de la historia europea. <<

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[4] La tradición racial del pueblo alemán. <<

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[5] Bruno Beger fue realmente miembro de la Ahnenerbe, pero falleció en elaño 1998. <<