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PENTASONICOS_Tesoro_indios_9627 30/3/10 13:19 P gina 1
Composici n
C M Y CM MY CY CMY K
Los PentasónicosPentasónicos
Inés Gregori Labarta y Javier Gregori
edebé
Los PentasónicosPentasónicos
3. El Tesoro de los Indios
Una serie de sueños inquietantes asaltan cada noche a Jaime,uno de los cinco miembros del grupo musical Los Pentasónicos.A pesar de ello, la vida cotidiana del instituto sigue su cursonormal: las clases, los exámenes, las peleas con sus enemigosdel Escuadrón del Ruido… Hasta que Jaime acaba relacionandoesos sueños y pesadillas nocturnos con otros hechossorprendentes que le van sucediendo en el insti: un mapa quealguien le ha deslizado dándole el cambiazo, una preciosa plumade ave, un misterioso personaje que le protege… Pronto LosPentasónicos acaban atando cabos y deducen que… ¡¡¡tienen ensus manos el mapa del tesoro de los indios!!!
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www.edebe.com
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El Tesorode Indioslos
Inés Gregori Labarta y Javier Gregori
Ilustraciones de Juan Antonio Peña
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Colección
ó
de los INDIOS
ElTesoro
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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transfor-mación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares,salvo excepción prevista por la Ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos - www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmen-to de esta obra.
Proyecto: Grupo edebéDirección editorial: Reina DuarteDiseño: Luis VilardellIlustraciones: Juan Antonio Peña
© texto, Inés Gregori Labarta y Javier Gregori Roig, 2010© edición: edebé, 2010Paseo de San Juan Bosco, 6208017 Barcelonawww.edebe.com
ISBN 978-84-236-9627-7Depósito Legal: B. 25495-2010Impreso en EspañaPrinted in SpainEGS - Rosario 2 - Barcelona
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Aquella noche Jaime tuvo un sueño: un caba-
llo salvaje atravesaba al galope una pradera verde.
Todavía oía golpear con fuerza los cascos
sobre la hierba, cuando sonó el despertador y se
borró todo de un plumazo. La pradera verde. El
caballo. La niña que cabalgaba escondida en un
costado del lomo…
¿La niña?, ¿de qué diablos estaba hablan-
do? En su sueño no había ningún ser humano.
Todo era verde y había una potente luz blanca,
como la del foco de un teatro, que apuntaba al
caballo y destacaba su esbelta figura del resto
del escenario.
sa mañana Jaime tenía un examen
de química y pronto se olvidó de su
sueño. Se le había atragantado la tabla
periódica de los elementos químicos y,
cuando intentaba reproducirla en un folio en
E
Capítulo 1Capítulo 1
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blanco, siempre se olvidaba de un montón
de datos y acababa tirando el papel con
rabia por la taza del váter.
Menos mal que a Miguel, el que tocaba el
clarinete en Los Pentasónicos, su grupo de
música clásica, se le había ocurrido una
idea.
—Es muy fácil, chaval —le soltó con su
habitual y desagradable sonrisilla de chico
listo—: fabrícate una chuleta y siempre ten-
drás a mano los datos de los elementos quí-
micos cuando tengas que hacer el examen.
—¡Ya entiendo! —le contestó Clara, la
flautista del grupo y enemiga número uno
del clarinetista—, por eso acabas de batir
este año en el instituto el récord de ceros.
—Bueno…, es que… —Miguel trató de
disculparse—, me faltaba perfeccionar el
sistema de camuflaje de la chuleta y eso
lleva su tiempo. ¿A que sí?
—¿Y ya lo has conseguido?
—Por supuesto, Jaime, ¿con quién te
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crees que estás hablando? El truco consiste
en no usar papel blanco, sino marrón claro,
para que la chuleta en cuestión se pueda
camuflar perfectamente con el color de tu
mano.
Jaime estaba tan desesperado que,
excepcionalmente, decidió seguir el conse-
jo de Miguel, pero, como era la primera vez
que utilizaba una chuleta, los nervios le
jugaron una mala pasada. Nada más sentar-
se en el laboratorio de química todo su
cuerpo empezó a temblar sin que pudiera
evitarlo, y su cuello tampoco dejó de mover-
se de un lado para otro porque tenía la
impresión de que todo el mundo lo estaba
mirando.
—¿Qué pasa, Jaime, estás enfermo? —le
preguntó por lo bajini Rosa, la pianista de
Los Pentasónicos.
—No me pasa nada… Sólo estoy un
poco nervioso, por lo del examen y eso…
El profesor de química depositó con
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solemnidad la hoja del examen sobre la
mesa de Jaime y éste intentó concentrarse
en lo que tenía delante. Primer ejercicio,
segundo, tercero… ¡Aquello era una especie
de jeroglífico egipcio! Por más vueltas que le
daba, no entendía nada de nada. Los latidos
de su corazón se dispararon, la vista se le
nubló y empezó a verlo todo borroso. Menos
mal que tenía la chuleta escondida entre los
dedos de su mano izquierda. El truco de
Miguel estaba funcionando. Jaime desplegó
el papel marrón sin que nadie se diera cuen-
ta y… ¡allí no estaba la tabla de los elemen-
tos químicos que él había copiado la tarde
anterior con extremo cuidado! ¿Serían los
nervios los que le hacían ver alucinaciones?
Jaime se acercó un poco más la chuleta y
descubrió, con honor, que alguien le había
dado el cambiazo. ¿Fue el cachas moreno
con el que había tropezado en el pasillo y
que casi lo había tirado al suelo? Ahora que
lo pensaba nunca lo había visto antes por el
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instituto… Seguro que era un poli de prácti-
cas camuflado y con la misión de descubrir
a los copiones. Pues menuda faena.
—Jaime, te noto algo raro —le gritó el
profesor desde una esquina del laborato-
rio—, normalmente no paras de escribir y
hoy no has tocado el boli. ¿Te has quedado
en blanco, o qué?
—¡Tiene una chuleta, tiene una chuleta!
—empezaron a reírse los de siempre: Kurro
y Pepo.
Pertenecían al Escuadrón del Ruido, el
grupo de rock duro del instituto y odiaban a
Los Pentasónicos desde que ambos grupos
quedaron empatados y les dieron el primer
premio en el último concurso musical del
centro. Ellos estaban acostumbrados a ganar
siempre, porque… ya se encargaban antes
de que no se presentase ningún otro candi-
dato.
El profesor de química se dirigió como
una flecha a la mesa de Jaime nada más oír
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la palabra «chuleta», pero Miguel le puso la
zancadilla y acabó estampándose contra el
pupitre de Clara.
—¡Hala, profe, que me estropea la per-
manente… y me costó una pasta! —se
quejó la flautista tras el impacto.
—Jaime, aprovecha la ocasión y cómete
el papel —le advirtió Rosa a toda prisa—. Si
te lo pilla, no volverás a aprobar esta asig-
natura hasta que las piedras tengan acné.
—No puedo.
El profesor se levantó del suelo maldi-
ciendo en suahili.
—¿Cómo que no puedes? —le volvió a
preguntar Rosa.
—Es que… no es una chuleta, sino un…,
un…, un mapa.
El profesor de química se alisó la cha-
queta, se puso sus gafas de ver de cerca y
le arrancó el papel de la mano a Jaime.
—De verdad, profe, no sé qué hacía este
papel en mi mesa…
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—¡Esa excusa está muy vista! —le soltó
a bocajarro Borja, el chuleta del instituto y
líder del Escuadrón del Ruido—. ¿Por qué
no cambias de táctica? Por ejemplo, pue-
des decir que unos alienígenas invisibles
acaban de entregarte ese mensaje que con-
tiene el plano de la más potente pistola de
rayos láser de la galaxia.
—Menos guasa, Borja, que este asunto
es muy serio —le cortó el profesor—. ¡Y los
demás dejad de reíros o… pongo un sus-
penso general!
—Yo creo que es un mapa —intervino de
nuevo Jaime.
Lo del «suspenso general» suponía estar
todo el verano haciendo problemas de quí-
mica y eso no le atraía en absoluto.
—Sí, parece que tienes razón… Aquí hay
dibujado un castillo…, un río y… un puente.
—Ese papel es para despistar —gritaron
Kurro y Pepo, que de tanto repetir curso se
las sabían todas—. La chuleta la tiene guar-
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dada en el bolsillo izquierdo del pantalón.
Jaime no tuvo más remedio que vaciar
todo lo que llevaba en sus bolsillos, pero el
profesor no encontró nada sospechoso.
—Kurro…, Pepo…, ¡tenéis dos negativos
por acusar en falso a un compañero! —les
comunicó el docente antes de ordenar que
continuase el examen.
—¡Fantástico! —se rieron ambos—.
¿Cuán tos necesitas para que te expulsen de
clase? Es que están dando por la tele un
Brasil-Argentina y no nos lo queremos per-
der.
Pero esta vez nadie se carcajeó con la
nueva payasada de los del Escuadrón del
Ruido. Estaban demasiado ocupados copiando
las soluciones de la única fuente fiable: el exam-
en de Rosa.
—¡Seréis mamones! A ver si estudiáis un
poco y me dejáis tranquila —se quejó la
copiada mientras el profesor llevaba a Kurro
y a Pepo al despacho del director.
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—¡Jaime, eres un desagradecido! —le
echó en cara Miguel nada más salir del
laboratorio de química—. Te salvo la vida
poniéndole la zancadilla al lunático y tú…, tú
no eres capaz de pasarme la chuleta ni un
segundo.
—¡¡¡Es que alguien me ha dado el cam-
biazo antes de entrar al examen!!! Yo creo
que ha sido un policía que…
—Tú flipas, chaval… ¿Cuántas pastillas
tranquilizantes te has tomado para desayu-
nar?, porque nervioso estabas un rato.
Rosa se les acercó por detrás y le pidió a
Jaime ese papel tan raro que todavía lleva-
ba en la mano.
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—Tienes razón: parece el mapa de algo
que está enterrado.
—¿Enterrado?, ¿cómo lo sabes? —se
extrañó Jaime.
—Por esa cruz —continuó Rosa mientras
le daba vueltas al papel— que alguien ha
dibujado cerca del puente del río.
—Ya lo tengo: ¡es el mapa de un tesoro!
Rosa y Jaime taponaron la boca de
Miguel, pero ya era demasiado tarde: el grito
se había oído en todo el patio del instituto y
los del Escuadrón del Ruido ya corrían hacia
donde ellos estaban.
—Atención, Pentasónicos, dispersaos
—les ordenó Rosa—, y tú, Jaime, guarda el
mapa en el sitio más raro que se te ocurra
antes de que te atrapen esos energúmenos
sin cerebro.
Jaime abrió con rapidez el estuche de
su viola y escondió el mapa en el interior de su
ins trumento. Estaba completamente seguro
de que los alumnos de su instituto tenían
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manía a la música clásica y, por lo tanto, a
nadie se le ocurriría hurgar ahí. Un poco
más tranquilo decidió buscar un sitio segu-
ro para poder descansar de las intensas
emociones del día, pero, a la entrada de los
servicios para chicos, le estaba esperando
el mismísimo Borja.
—Sabía que te encontraría aquí, tu olor a
cobarde es inconfundible.
—El mapa lo tiene Rosa —Jaime intentó
escabullirse como pudo.
—Eso puede esperar, pero la conferencia
sobre los pueblos indígenas, no. Empieza
dentro de cinco minutos y la de historia nos
obliga a ir a todos, menos a ti, ¿verdad?
—Es que tengo clase de repaso de in -
glés.
—Pues te propongo un trato: tú vas a la
conferencia por mí y yo, a cambio, no te des -
tro zo este instrumento tan chillón que llevas
colgado a la espalda, ¿de acuerdo?
—¿Y cómo vas a hacer la redacción que
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hay que entregar mañana sobre lo que
digan en la conferencia?
—Jaime, mira que eres tonto: tú la harás
también por mí, si quieres recuperar tu arte-
facto musical, ¿entendido?
Y Borja se fue al bar del instituto a celebrar
que se había librado del tostón de la confe-
rencia que iba a dar una señora que acababa
de regresar de la selva del Amazonas.
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Sonido I: Avesde pico metálico
rimero sólo existe un sonido.
Bum. Bum. Bum.
Suena con tanta fuerza que puedo
sentir cómo mi cuerpo se estremece a cada
nuevo golpe.
Bum. Bum. Bum.
Es un sonido perfecto, sincronizado, no
hay ni un antes ni un después, simplemente…
Bum. Bum. Bum.
Es agradable. Y tan poderoso, que
podría mover el mundo y a todas sus criatu-
ras, o al menos así lo siento yo.
Tardo tiempo en darme cuenta de que se
trata de mi propio corazón.
Nuevos sonidos llaman mi atención.
Un silbido mágico, a ratos grave y a ratos
P
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agudo, que de improviso se transforma en
múltiples crujidos, como vocecillas que for-
man un coro. El viento que juguetea entre
las hojas.
Una risa, fresca, que nunca se detiene,
pero que se modula constantemente. Un so -
nido escurridizo e imposible de atrapar.
Imperecedero. Es el río de las piedras amari-
llas y bulle con los chapoteos de la alegre tru-
cha arco iris en su interior.
Entonces siento algo cálido y huesudo
que se aferra a mi mano. Tengo un nuevo
estremecimiento… Enseguida me tranquilizo.
Luna de los Espíritus pretende llevarme a
algún sitio.
Me dejo conducir sin miedo.
Un roce seco, vacilante, a veces más
fuerte o más débil, el de mis tehuas* al
andar. Los suyos apenas puedo escuchar-
los, un leve soplo entre la hojarasca, como
si sólo rozase el suelo. ¿Es así como andan
los espíritus…?
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Caminamos un rato más.
De repente, el río canta su canción de
vida más fuerte, acompañado por tantos
sonidos, que casi me siento agobiado al tra-
tar de distinguirlos a todos.
El canto agudo del pájaro de plumas
amarillas y el de los pequeños pajarillos par-
dos le responden sin cesar. El aleteo de sus
plumas gráciles que puede llevarlos hasta
las nubes. Las crías pían desde sus nidos,
pidiendo comida, quieren crecer pronto
para poder volar. Los viejos árboles, que
respiran cansinamente entre crujidos de
madera seca. Unos toques rápidos y asus-
tadizos, tal vez un pequeño zorro gris que
regresa apresuradamente a su madriguera,
huyendo de la molesta luz del sol. El zumbi-
do constante, signo de trabajo duro y dulce
recompensa. Un sonido que recoge la ale-
gría de cientos, en un himno común. El
panal de abejas cercano. Un rugido lleno de
orgullo, el de un cola corta* que domina en
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las profundidades del bosque. Le temo, a
pesar de que sé que está muy lejos. Pero
enseguida le interrumpe un chillido mucho
más poderoso: un águila, que puedo sentir
planeando sobre nuestras cabezas, trae
consigo el frío de las montañas del norte.
Sonrío. Luna de los Espíritus debe de
haberla llamado para que nos proteja en
nuestro improvisado viaje.
Todo esto se confunde en un único soni-
do, el latir del corazón del bosque, el zum-
bido de la vida.
Aunque poco a poco esta maravillosa
melodía se va debilitando. La risa del río
suena cada vez más lejana, y ahora es sólo
un murmullo. El pájaro de plumas amarillas
ha volado lejos, llevándose a sus ruidos
aduladores.
Ahora nuevos sonidos. El de las cigarras,
que parecen muy afanadas en producir su
canto, sin percibir lo monótono que resulta.
Después se escucha el sonido del viento.
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Pero ya no es un viento indómito que sobre-
vuela por encima de las altas copas de los
árboles, tratando de alcanzar la morada de
Kitzihaiata*. Ahora que ha descendido al
suelo, se arrastra servilmente por los hierba-
jos y juguetea entre mis tobillos.
Crujidos de madera. No el agradable res-
pirar de los ancestrales árboles, sino el triste
golpe de una madera muerta y seca. Un agua
se remueve con el aire, pero es un sonido
sordo, de agua estancada, prisionera. Dis -
creto lamento. Un bufido y pequeños soni-
dos metálicos. Sin duda un caballo viejo
atado a un poste. Estos sonidos ya no son
libres y grandes como los de antes, sino
modestos y reprimidos. Incluso los pájaros
parecen cantar con reparos, incómodos,
apenas unos pocos chillidos sueltos que
carecen de armonía.
¿Dónde estoy?
Luna de los Espíritus anda más rápido.
Ya puedo escuchar sus pasos con claridad.
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Ahora que estamos fuera del bosque tiene
que caminar por el suelo. Me hace pasar
por algo estrecho, y yo empiezo a incomo-
darme. ¿Dónde estamos…? Voy a hablar,
pero de mi garganta sólo sale un débil que-
jido…
¡Acabo de escuchar otro sonido!
Es muy extraño y horroroso. Chirriante,
se fragmenta con fuerza y luego se recom-
pone, una rarísima melodía ensordecedora
que no tiene ninguna lógica y me desagra-
da. Sobre todo, porque no pertenece a las
cosas que conozco, ya que nunca en la vida
he escuchado aquello que lo produce.
Además, un sonido desconocido es sin
duda señal de peligro. Y me hace ponerme
alerta inmediatamente.
Abro los ojos, y entonces el hechizo se
rompe.
Al principio no veo nada. El sol, potente
en la Luna en que los días se alargan*, me
da de lleno, así que he de cerrarlos de
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nuevo. Me restriego el rostro con fuerza y
pruebo otra vez.
Estoy…, estoy encogido junto a la pared
de un gigantesco utinekane* ceremonial de
hombres blancos, aunque ni siquiera sé si
puedo llamarlo así, ya que ellos ni se moles-
tan en encender el fuego sagrado*. Hay
muchos utinekanes viviendas rodeándome,
y me dan miedo. Las curiosas aberturas que
poseen por doquier me parecen centenares
de ojos mirándome. Siento el bosque muy
lejano, y la tierra que piso es árida. Y ese
horrible sonido me está volviendo loco…
—¡Luna de los Espíritus! ¿Qué…? —pre-
gunto en un susurro.
Aunque nos encontremos bajo el res-
guardo del muro y escondidos, comprendo
que estoy en medio de una población de
hombres blancos, donde probablemente no
seamos muy bien recibidos, y menos en
medio de una de sus ceremonias sagradas.
Pero al mirarla se me escapan las palabras.
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Ella está con las manitas agarrada al
muro, y los ojos fijos en la pared, muy quie-
ta, callada, expectante… casi…, ¡casi como
si le gustara! Por un momento la sorpresa
me inmoviliza. Ella vuelve a agarrar mi
mano, y noto que la suya está temblorosa.
Me la aprieta. Está diciéndome: «Es maravi-
lloso. Es maravilloso… ¿No puedes enten-
derlo?».
—Lo único que entiendo es que, como
no nos vayamos pronto de aquí, tendremos
problemas —musito.
Me levanto, y tiro de ella.
—Vamos…
Pero se niega, aferrándose a la pared.
¿Cómo puede gustarle ese sonido tan
horrendo? Es como si un millón de aves de
pico metálico graznaran a la vez, constante-
mente, sin permitirse ni siquiera un descan-
so. ¡Es agotador! ¿Y eso era lo que quería
enseñarme? Me siento algo decepcionado.
Cuando vino hace un rato, orgullosa de su
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descubrimiento, yo pensé en algo grande.
Un sonido realmente maravilloso. Pero… el
nido de pájaros metálicos que tienen los
blancos en su utinekane de ceremonia…
¡Parece la broma de un manitú* travieso!
La arrastro. Por mucho que se resista, su
cuerpo es pequeño y débil, apenas unos finos
huesecillos cubiertos por una capa de enfer-
miza piel. La obligo a seguirme. Empieza a
gruñir, contrariada.
—Shhh…, silencio… ¿Quieres que nos
descubran? —intento taparle la boca con la
mano.
Ella quiere morderme, se enfada, y
empieza a berrear.
—¡Silencio! —estoy tratando de escabu-
llirme del viejo campamento de los hombres
blancos.
Si nos oyen nos meteremos en un lío.
Menos mal que ya he estado otras veces
aquí, y sé que la salida está cerca. Tenemos
que regresar al bosque cuanto antes…
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De repente oigo unos pasos. Los tehuas
de los hombres blancos son duros y muy
ruidosos. Pero eso significa también que
nos han descubierto. Me vuelvo, contraria-
do. Tres niños. Más pequeños que yo. El
más alto no me llegará ni a la nariz, eso
seguro. Han debido de oír a Luna de los
Espíritus, y ahora que nos han visto, se
detienen a una distancia prudencial.
Nos miramos. Clavan en mí esos ojos tan
claros que tienen. Sus pieles son de un
blanco enfermizo, como la de Luna de los
Espíritus, pero el fuerte sol de esta Luna* las
pone de un color rosado, hasta rojizo.
Tienen manchas en la cara, puntitos naran-
jas, y sus narices son demasiado largas. Su
pelo es color tierra del camino, y corto,
como si sus padres hubieran muerto, aun-
que ya sé que no es así. Visten ropas pesa-
das, sin adornos ni tejidos protectores. Son
feos. Y en sus ojos distingo la hostilidad.
Pero no pienso apartar la mirada. Porque
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noto su desafío. Al final uno de ellos, el
mayor, el único que me mantenía la mirada,
mira hacia otra parte. Suficiente. Me doy la
vuelta. Sólo pretendo regresar a casa con
Luna de los Espíritus, que al darse cuenta
de que hay gente se ha quedado totalmen-
te paralizada. Ahora sí que tengo que arras-
trarla de verdad.
Andamos un par de pasos. Oigo a los
niños blancos hablar a mis espaldas. No
puedo distinguir lo que dicen. Ni una pala-
bra. Sólo sus vocecillas agudas, como el
chillido de una fea zarigüeya. Entonces
Luna de los Espíritus gime. Suena algo que
acaba de caer al suelo. Inmediatamente me
doy la vuelta. El niño mayor aún tiene la
mano levantada y sonríe con sorna. Acaba
de tirarle una piedra a Luna de los Espíritus.
Le miro rabioso. Ahora, el pequeño, que
hasta entonces había estado agachado
como buscando algo en el suelo, le lanza
otra piedra a mi amiga. Por supuesto, ella
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no puede esquivarla, y le da en un brazo.
Empiezo a ponerme furioso.
—¡Eh, dejadnos en paz! —procuro que
mi grito suene lo más amenazador posible,
puesto que sé que no pueden entenderme.
Pero se ríen aún más. Y ahora también
me tiran piedras a mí. Ya no son tres niños,
cuento siete. No estoy seguro de cómo
actuar. Sé que debo marcharme de una vez.
Estos pequeños diablos blancos pueden
volverse peligrosos. Además me han pillado
en su campamento.
Uno ha conseguido dar de nuevo a Luna
de los Espíritus en la cabeza, y parece que
la herida sangra. Ella, que ni siquiera sabe
de dónde le ha venido, está asustada y se
echa a llorar. Y ese horrible silbido metálico
que no cesa… y las risas crueles de los feos
niños blancos…
No sé cómo ha ocurrido, pero de repen-
te estoy encima del mayor, el que lanzó la
primera piedra a Luna de los Espíritus, gol-
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peándole con todas mis fuerzas. Al principio
se revuelve debajo de mí, pero ni sus punta-
piés ni sus débiles puños pueden hacerme
daño. Me agarra del pelo y tira de él, yo le
meto un buen puñetazo en la cara. Los
otros niños me rodean, sólo veo caras, ros-
tros hostiles, que se ríen y me señalan. ¡Los
odio! ¡Y no puedo soportarlos! Sigo gol -
peando, cada vez con más fuerza, como si
así pudiera borrar todas aquellas caras son-
rientes de una vez. El chico tiene el labio
partido, ahora parece más asustado.
Disfruto sintiéndome superior. Y no pienso
parar ahora. Sólo veo la sangre en la frente
de Luna de los Espíritus. Rabia.
Otra gente nos rodea, pero ni me doy
cuenta. Sólo cuando siento cómo me agarran
de los brazos a la fuerza, mientras que el
chico que hay debajo de mí solloza muerto
de miedo, yo… puedo ver su rostro man-
chado de sangre también.
Al fin la horrible música ha cesado, y
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experimento algo parecido al alivio. Intento
sin éxito deshacerme de los brazos que me
aprisionan, me revuelvo. Hay varios hombres
blancos fuertes a mi lado, que me gritan y me
zarandean. Pronto me doy cuenta de que
poco voy a poder hacer contra ellos. Los
niños corren hacia las mujeres blancas, que
también están allí, a cierta distancia. Se refu-
gian en sus faldas. ¡Cobardes! ¡Me han tendi-
do una trampa! Y en las miradas de todos…
ese miedo, ese desprecio…, la absoluta
repugnancia con la que miran a Luna de los
Espíritus, que solloza encogida en un rincón.
Grito, me revuelvo furioso. El hombre que me
sujeta me golpea en la cabeza. Veo borroso,
todo vibra. Ahora está diciendo algo. Entien -
do las palabras niño, hijo y maldito, porque
son las que más repite.
Luna de los Espíritus ya no solloza, gime
desesperada. Otros hombres se han acer-
cado a ella, pero parece que no se atreven
a tocarla.
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—¡De… dejadla en paz! —sé que no pue-
den entenderme—. ¡Dejadla en paz o ten-
dréis que véroslas conmigo...!
No dejo de revolverme, hasta que un
segundo hombre me pega otro golpe, esta
vez en el estómago, que me corta la respi-
ración. Siento que las rodillas me fallan.
Pero el que me sujeta me tira del pelo con
fuerza, para obligarme a levantar. Aúllo de
dolor sin poder evitarlo. Impotencia.
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