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LOS HEREDEROS DEL SR. DARCY Por Teresa O´Hagan En esta obra, en la que continúa Elizabeth Darcy en
Pemberley, es claramente una sorpresa para los lectores
asiduos, y también para los nuevos. Si en la novela anterior
la historia contaba la vida de Lizzie en su nuevo hogar,
casada finalmente con Darcy, ésta narra la vida del
matrimonio día a día, en un momento en que están más
unidos… o quizás más alejados que nunca.
Los ya clásicos personajes de esta novela vuelven a
sorprender en una nueva historia que descubre los
momentos más perpetuables, pero también los más oscuros
y dolorosos de una historia de amor que encuentra
finalmente su punto climático cuando se cumple el sueño
más anhelado por Fitzwilliam y Elizabeth Darcy. Pero ¿será
cierto que hay que tener cuidado con lo que se pide, porque
se puede hacer realidad? o ¿se demostrará una vez más que
el amor puede vencer cualquier obstáculo?
Número de Registro: 03-2011-033011201700-01
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la
reproducción o transmisión total o parcial del contenido de la
presente obra en cualesquiera formas, sean electrónicas o
mecánicas, sin el consentimiento previo y por escrito del
autor.
México 2011.
AGRADECIMIENTOS A Teresita y a Juan Pablo, quienes gozan ahora de la eternidad, con todo el amor que quise brindarles.
SINOPSIS Los herederos del Sr. Darcy es una novela que continúa a
Elizabeth Darcy en Pemberley, pero también es una obra
que constituye en sí misma una historia que puede leerse de
manera independiente. Es decir, que funciona como un
seguimiento a la historia ya existente, pero no depende de
ésta para tener sentido y proponer nuevas problemáticas,
valores, retos y alegrías para los personajes.
La narración comienza cuando los Sres. Darcy vuelven de su
viaje, lo que coincide con el final del libro anterior, en el cual
se describe la vida cotidiana del matrimonio y se retoman
algunos hilos narrativos para desarrollarlos después.
El tema más significativo de esta obra es el de los hijos, no
sólo la maternidad o la paternidad como tal, sino la manera
en la que un acontecimiento como el que Lizzie quede por fin
embarazada y pierda al bebé, casi al inicio de la novela,
transforma el mundo de todos. Y esto porque no se trata
únicamente de una tragedia, una muerte que llega de pronto
y les cambie la vida, sino que además significa todas las
esperanzas que habían renacido y muerto tantas veces
antes, y que sólo se volvieron reales para derrumbarse, y
derrumbar con ello el núcleo familiar (Lizzie y Darcy) que por
fin había logrado restablecerse.
Cuando se narra que Lizzie está nuevamente embarazada,
la noticia ya no puede ser tomada sin algo de recelo y temor,
aunque esta vez parece que la vida recompensa a Lizzie y le
da dos niños en vez de uno. A partir de este momento lo que
cuenta la novela es el cómo transforma la maternidad a los
protagonistas y cómo inciden estos cambios en los demás
personajes. Y el tema se vuelve interesante porque muestra
justamente la complejidad que se desencadena de un
nacimiento. Desde esta óptica, la relación entre Lizzie y
Darcy, que había sido el tema principal en la novela anterior,
se ve afectada en muchos sentidos: el orgullo y los prejuicios
atacan nuevamente a los personajes, sembrando rencores,
dudas, temores y debilidades.
Este lado humano de la familia Darcy se resalta logrando que
el lector se pueda identificar muy fácilmente con los
personajes, se trata de luchar con las dificultades de todos
los días, del peso de la rutina, de las primeras experiencias
con una nueva vida que, de la noche a la mañana, ha
cambiado por completo sus prioridades, sus costumbres, sus
necesidades.
Además está el resto de los personajes que, aunque siempre
gravitan en la órbita de la familia Darcy, de vez en cuando
adquieren mayor importancia. Esto ocurre con la Sra. Bennet
que conoce a un hombre y se empeña en mantener una
aventura con él, aun cuando Lizzie y Darcy se lo prohíben a
toda costa, ya que ella ignora al principio que él es un
hombre casado y posiblemente peligroso. También sucede
con Mary, que por fin conoce a un misterioso caballero que
nunca se define en la novela, pero del que se sabe que es de
buena familia. El misterio rodea permanentemente la
relación, el caballero no conoce al resto de la familia y Mary
no dice mucho al respecto, sólo se sabe que van a contraer
matrimonio.
Otro personaje que sufre una gran transformación antes de
su muerte es Lady Catherine que, al saber que ha
recrudecido su enfermedad, se da cuenta de que en realidad
no conoce mucho de su familia y que no puede irse sin estar
segura de que viven como reclama su posición social y su
herencia familiar. Durante esa revisión se percata del gran
cariño que la ha rodeado siempre por parte de sus sobrinos y
de lo equivocada que estuvo respecto de Lizzie. Finalmente,
la muerte le revela que sus prioridades no siempre fueron las
adecuadas y decide consentir la boda de su hija Anne con
Fitzwilliam.
La vida de Georgiana como la Sra. Donohue se va
pareciendo cada vez más a la de sus hermanos, ahora ella
también está por tener a su primer hijo, aunque su embarazo
no ha sido cosa fácil.
En definitiva, una de las virtudes más visibles de este libro es
la creación de nuevos personajes antagónicos, como el Sr.
Hayes, “novio” de la Sra. Bennet y culpable de un brutal
ataque a Lizzie en el que casi pierde la vida. Y también la
Sra. Willis, esposa del nuevo socio de Darcy, que busca a
toda costa ser la causante de una separación en el
matrimonio de los Darcy.
En conclusión, esta obra muestra claramente un desarrollo
de la trama inicial muy interesante, logrando madurar y
complejizar las relaciones entre los personajes y la
personalidad de cada uno, pero además, es una narración
que en sí misma resulta una obra completamente acabada,
novedosa y congruente.
CAPÍTULO I
Era una hermosa mañana en el condado de Derbyshire,
Lizzie y Darcy habían retornado de su viaje hacía unas
horas, a raíz de haber recibido una pequeña carta de Bingley
avisándoles del nacimiento de su tercer hijo, Marcus. Debido
a las distancias y al retraso del correo, los Sres. Darcy
recibieron el aviso dos semanas más tarde de haber sido
enviado, aun así salieron a primera hora del día siguiente,
pasando la noche en alguna posada del trayecto, hasta
arribar a Pemberley bajo una profunda oscuridad y,
agotados, llegaron a descansar.
Insólitamente no hubo movimiento en la habitación de los
señores de la casa hasta casi las diez de la mañana, cuando
el Sr. Darcy ordenó al mayordomo que trajera el desayuno a
su habitación. Al cabo de unos minutos, el Sr. Smith tocó a la
puerta de la alcoba y entró con todo lo necesario para servir
a sus amos.
Lizzie estaba en el balcón aspirando el aire matutino que la
llenaba de satisfacción mientras Darcy intercambiaba
algunas palabras con su mozo, quien le entregó la
correspondencia que se había recibido.
Darcy se acercó a su mujer y, abrazándola cariñosamente
por la espalda, le dijo:
–Sra. Darcy, parece que los próximos días estará muy
ocupada leyendo todas sus cartas y contestándolas.
–Seguramente muchas fueron enviadas cumplimentando las
atenciones de la boda de tu hermana.
–Por lo visto, también hay algunas de la florería.
–¿De la florería? –inquirió sorprendida.
–Sí, aunque el Sr. Smith me las entregó abiertas, ya que la
Srita. Reynolds las ha recibido en el local con algunos
pedidos importantes que, según me informó, ya se han
surtido convenientemente.
–La Srita. Reynolds ha resultado excelente vendedora.
–Como excelente es mi mujer para manejar su negocio.
–Por el momento el negocio es pequeño, tal vez más
adelante necesite de tu asesoría para hacerlo crecer.
–Cuando usted lo juzgue conveniente, Sra. Darcy.
El Sr. Smith tocó discretamente en la ventana para avisar a
los señores que su almuerzo estaba dispuesto, por lo que
pasaron a sentarse a la mesa y el mayordomo se retiró.
–¡Se ve exquisito! ¿Acaso pediste que hicieran mi desayuno
favorito? –indagó Lizzie gozosa y le dio un beso en
agradecimiento.
–Para darle la bienvenida a su casa, madame –contestó
Darcy mientras le ayudaba con la silla.
Él tomó asiento y revisó su correspondencia, encontrando
una carta de Georgiana que abrió inmediatamente y leyó en
voz alta:
–“Mis queridos hermanos: Me da gusto que hayan disfrutado
de su viaje, según nos informó el Sr. Smith y Bingley.
Nosotros hemos pasado unos placenteros días en
Pemberley y pudimos conocer al nuevo sobrino. Diana y
Henry se encuentran bien y me dice Jane que te extrañan
mucho Lizzie. También los Sres. Gardiner les mandan
afectuosos saludos; los hemos visto con frecuencia en
Londres y ha sido muy agradable su compañía. Ya que han
regresado de su paseo quiero decirles que tengo muchos
deseos de verlos, pero me alegro tanto de que hayan
disfrutado de un tiempo para ustedes. Los quiero,
Georgiana”.
Terminando sus alimentos, partieron rumbo a Starkholmes
para que Lizzie pudiera visitar a Jane y conocer a su nuevo
sobrino, al mismo tiempo que Darcy se pondría al corriente
de los negocios con Bingley, tras su larga ausencia.
Bingley los recibió en el salón principal, mostrándose
alborozado por la visita y por el nacimiento de su hijo.
–¡Bienvenidos amigos, no sabíamos que vendrían! ¿Qué tal
estuvo su viaje?
–Fue un viaje emocionante, lleno de sorpresas –indicó Lizzie
colmada de júbilo mientras pasaba su brazo por la cintura de
su esposo al tiempo que él la abrazaba–. Y culminó con una
noticia maravillosa, muchas felicidades.
–Gracias. Me satisface escucharla tan animada.
Darcy asintió con una sonrisa.
–Le va a dar tanto gozo a Jane saber que están aquí. En
este momento el doctor se encuentra con ella, pero en
cuanto termine iré a avisarle que están aquí.
–¿Y cómo está nuestro nuevo sobrino? –indagó Darcy.
–Es un niño hermoso. Al verlo me recordó a la Sra. Darcy.
–Estamos ansiosos de conocerlo –afirmó Lizzie.
En ese momento el Dr. Thatcher descendió por las escaleras
y saludó:
–¡Qué gusto verlos de regreso, Sr. y Sra. Darcy! Ya los
extrañaba, desde la boda de la Srita. Georgiana. Y ¿cómo
está la Sra. Donohue?
–Muy bien, gracias. Recibimos una carta de Georgiana
durante nuestro viaje y hoy tuvimos el gusto de leer otra.
Gracias a Dios se encuentra bien –contestó Darcy.
–Me alegra oírlo. Por favor, envíe mis saludos a los Sres.
Donohue. Sr. Bingley, su pequeño se encuentra en perfectas
condiciones, regresaré en quince días para revisar a la
señora.
–Le agradezco mucho, doctor –dijo Bingley con regocijo.
El Dr. Thatcher se despidió y Bingley lo acompañó a la
puerta. Minutos después retornó para escoltar a las visitas a
la alcoba. Lizzie se acercó a su hermana que estaba en el
sillón con el bebé en brazos y Darcy permaneció junto a la
puerta.
–¡Oh, Lizzie!, ¡qué gusto verte! –exclamó Jane con alegría.
–Jane, ¡muchas felicidades! –espetó Lizzie abrazando a su
hermana y se sentó a su lado–. ¡Nació grande o ha crecido
mucho este pequeño! ¿Me permites cargarlo?
Lizzie ciñó por unos momentos al bebé y se lo enseñó a
Darcy. Luego lo paseó por el cuarto cantándole una canción
de cuna con un enorme cariño. Le tomó las pequeñas manos
y las vio, acarició dulcemente su rostro, lo arrulló y lo
estrechó entre sus brazos hasta que la criatura se quedó
dormida. Lizzie reflejaba en su mirada una enorme alegría,
una llama de esperanza iluminó sus ojos. Darcy contemplaba
la escena, mientras los Sres. Bingley comentaban algunos
asuntos. Lizzie por fin acostó al bebé en su cuna, al lado de
su madre, y se sentó cerca de su hermana. Jane le dijo:
–Se parece a ti.
–¡Oh!, no sé. Me recordó a mi padre.
–Lizzie, te ves espléndida, radiante. Me complace verte tan
bien.
–Muchas gracias, me siento más serena. Hemos pasado
unas semanas inolvidables, conocimos tantos lugares
hermosos, disfrutamos uno del otro olvidándonos de todo lo
demás.
Los señores se retiraron para trabajar en el despacho y luego
visitar las minas y las fábricas de telas y de porcelana,
propiedad de la familia Darcy, mientras las damas
conversaron de cómo le había ido a Jane en el parto y cómo
estaban los niños. Lizzie pudo ver un rato a Diana y a Henry
cuando fueron con su nodriza, la Srita. Susan, a saludar a su
tía y le dieron un cariñoso abrazo ya que la habían
extrañado, sobre todo su ahijada que le tenía un enorme
afecto.
Más tarde, la Sra. Nicholls interrumpió la conversación de las
señoras para anunciar que los Sres. Wickham y la Srita. Kitty
Bennet ya habían regresado de su paseo. Lizzie se
sorprendió al escuchar que estaban hospedados en la casa,
Jane encargó a su bebé con el ama de llaves y las
hermanas se dirigieron al salón principal donde los visitantes
ya las esperaban.
Lizzie saludó a sus hermanas afectuosamente y a Wickham
con obligada cortesía, luego todos tomaron asiento.
–Lizzie, justo estábamos hablando de ti y de lo extraordinaria
que estuvo la boda de la Srita. Georgiana –expuso Kitty–. La
familia del Dr. Donohue es encantadora, especialmente su
hermano, el Sr. Robert Donohue.
–De quien no te apartaste ni un momento –aclaró Lizzie.
–Pero sólo bailé dos veces con él, así que no puedes
reprocharme. Es muy apuesto y tan caballeroso; algo que
algunos han olvidado –aludió Kitty refiriéndose a Wickham.
–Desde que estamos aquí, Lydia no ha dejado de preguntar
todos los detalles de la boda de la Srita. Georgiana –indicó
Wickham–. Me imagino que fue un evento muy concurrido,
por lo que nos han comentado la Srita. Kitty y la Sra. Bingley.
Es una pena que no hayamos recibido nuestra invitación.
Lizzie permaneció en silencio.
–El correo todavía es muy deficiente, esperemos que algún
día mejore su servicio. Me habría embelesado acompañarlos
ese día, Lizzie –reveló Lydia.
–No creo que haya sido culpa del correo; más bien creo que
fue un descuido muy bien planeado. ¿A quién debería
atribuirlo, al Sr. o a la Sra. Darcy? –explicó Kitty sabiendo
que Wickham no era bienvenido en casa de los Darcy–.
¿Has sabido algo de Philip y Murray Windsor, Lizzie?
–No. Tengo entendido que siguen fuera del país y no tienen
fecha de retorno.
–¡Qué lástima! ¡Ay, Lizzie!, si tuviera alguno de tus caletres,
tal vez sería más atractiva para los caballeros.
–Usted, Srita. Kitty, es muy atractiva –señaló Wickham al
tiempo que ella agradecía y su esposa le reclamaba con la
mirada esa atención–. Sólo quise ser cortés –replicó.
–Yo pediría un poco de tu cortesía, de vez en cuando –exigió
Lydia con desdén.
Al notar cierta tensión en el ambiente, Jane sugirió ir a
pasear al jardín donde los niños estaban jugando con la
Srita. Susan. Todos accedieron y se encaminaron y, mientras
Lydia y Kitty platicaban, Jane fue a buscar al bebé a su
alcoba. Wickham se dirigió a Lizzie y solicitó un momento de
su atención.
–Sra. Elizabeth, conozco perfectamente la razón por la que
no recibimos invitación para la boda. Es una pena que el Sr.
Darcy tenga todavía tan mala imagen de mí después de todo
el tiempo que ha pasado. Sin duda, sigue siendo el mismo
Sr. Darcy, lleno de orgullo y de resentimientos implacables,
que difícilmente perdona ofensas minúsculas.
–¿Minúsculas? –cuestionó Lizzie enfadada–. Entonces no
entiendo cómo el Sr. Darcy, todavía guardando tan mala
imagen de usted, le ayudó con sus superiores para que le
ascendieran de puesto hace algunos años, justo cuando
Lydia estaba embarazada. Creo, Sr. Wickham, que es mejor
que guarde sus veredictos. Usted podría perder mucho más
que el Sr. Darcy.
–Es una lástima que yo haya desconocido la verdadera
razón por la cual el Sr. Darcy estaba tan decidido a ayudar a
la Srita. Lydia a recuperar su reputación, habría podido
sacarle lo que quisiera.
–¿Para decirme eso ha pedido mi atención? –indagó furiosa.
–Sra. Darcy, me he dirigido a usted porque poseo una
información que seguramente estará usted interesada en que
no llegue hasta su destinatario, si es que recibo una
pequeña ayuda de su parte.
–¿Una pequeña ayuda de mi parte? –inquirió suspensa.
–Sí, Sra. Darcy. Le vendo esta información, que puede ser
motivo de desgracia para su familia, y le aseguro que no la
usaré en el futuro si acepta pagarme por ella diez mil libras.
–¿Diez mil libras? ¡Yo no he visto esa cantidad reunida en
toda mi vida!
–Usted no pero su marido sí, y con persuasión él sería muy
generoso con su esposa con tan sólo pedírsela. Sé que
usted tiene algo ahorrado, de lo que su marido le da
regularmente y de su exitosa florería; la Sra. Lydia me ha
dicho que usted le ha beneficiado con algunos favores para
ayudarla en sus gastos personales. Únicamente le pido un
poco de su generosidad y para completar la cantidad le
puedo dar un plazo razonable.
–Y, suponiendo que reúna ese monto, ¿de qué se trata esa
información?
–Tengo información y pruebas irrefutables que, de no recibir
la ayuda que necesito, serán entregadas en manos de una
persona que estaría muy interesada en conocer todos los
detalles que ocurrieron en Ramsgate con la Srita. Georgiana
hace algunos años, antes de nuestra abortada fuga. Estoy
seguro de que sabe a qué me refiero. He visto que la Sra.
Georgiana ahora es muy feliz en su matrimonio, la he
observado mientras espera a su marido afuera del
consultorio en Harley, está tan emamorada. Sería una pena
que al descubrirse la verdad, esa felicidad se vea
derrumbada. ¡Claro!, tal vez a usted le convenga que la
Srita. Georgiana regrese, así ya no va a estar tan sola en esa
enorme mansión, pero no creo que vuelva muy contenta y
usted va a cargar con esa desdicha por el resto de su vida;
sin olvidar el escándalo que se produciría al volver
repudiada por su marido.
–Y ¿por qué viene conmigo a decirme todo esto y no va
directamente con el Sr. Darcy?
–Usted sabe bien que tengo prohibida la entrada a
Pemberley y el Sr. Darcy nunca me recibiría.
–Además de que es usted un cobarde y pretende solucionar
su vida a espensas de las faldas de una mujer, sabiendo que
nunca ha conseguido lo que busca con el Sr. Darcy prefiere
venir conmigo y chantajearme a ver qué obtiene –declaró
Lizzie exacerbada.
–Y, si usted no decide ayudarme, habrá otra perjudicada: su
hermana Lydia. Haré de su vida un infierno.
–¿Lydia? ¡Claro!, siempre a costa de una mujer. Doy gracias
a Dios de que Lydia haya tenido un hijo varón –Nigel–, de lo
contrario usted sería tan canalla que se aprovecharía
también de su hija. Usted cree que las mujeres somos
mercancía intercambiable. Sólo me inspira repugnancia.
Darcy, que llegaba en ese momento, se acercó dirigiendo
una mirada inclemente al sujeto que estaba con su esposa.
Lizzie se volvió al notar que Wickham enfocaba su atención
en otro punto y, viendo a su marido, dijo:
–Ya le puede decir al Sr. Darcy lo que me propuso a mí, Sr.
Wickham, le aseguro que le interesará considerablemente. A
ver si es tan valiente y capaz de enfrentarlo como lo ha
hecho conmigo.
Darcy lo tomó por la camisa con vehemencia, levantándolo
con una mano sin mayor esfuerzo y estrellándolo
fuertemente contra la pared.
–¡Darcy! –exclamó Lizzie llevándose la mano a la boca,
temerosa de que acabaran peleándose y su marido resultara
herido.
–¡No quiero que te vuelvas a acercar a mi familia! ¡Vete! –
bramó empujándolo.
Wickham, viendo a los Sres. Darcy desdeñosamente y
acomodándose el cuello de la camisa, se retiró de la casa.
–¡Llegaste más temprano a recogerme! ¿Acabaron antes? –
preguntó Lizzie recuperándose del susto.
–No. Cuando supe por Bingley que ese hombre estaba aquí
vine a buscarte. ¿Qué te ha dicho?
–Me preocupa Georgiana.
–¿Georgiana?
–Y Lydia.
Lizzie le explicó todo lo sucedido mientras caminaban en el
jardín, lejos de sus hermanas. Darcy escuchó circunspecto
todo su relato, sintiéndose aún muy enojado con la situación
y recordando el sufrimiento de su hermana las dos últimas
veces que los tres habían coincidido en un mismo lugar,
incrementando su furia que tuvo que controlar en atención a
su esposa.
–¿Hice bien en negarme?
–¡Hiciste muy bien, y le contestaste de maravilla! Dudo que
vuelva a acercarse a ti para molestarte.
–Es un cobarde. Y ¡habrá que avisarle a Georgiana para que
esté prevenida!
–Georgiana… Georgiana no me preocupa –musitó
pensativo–. Cuando hablamos aquella mañana, ella me dijo
que le confesó toda la verdad a Donohue.
–¡Qué bueno que lo hizo! Pensé que tal vez había otra cosa.
–Le reveló todo gracias a que tú le aconsejaste
oportunamente que lo hiciera. Aunque sí le escribiré una
carta para enviársela urgentemente y que no le tome por
sorpresa. En su momento también hablé con Donohue del
asunto y tampoco me preocupa su reacción en caso de que
recibiera esta información, aunque también le escribiré para
alertarlo. Seguramente Wickham no se imaginó que todo se
había aclarado con anterioridad.
–¿Y Lydia?
–Wickham sabe que no puede hacer algo en su contra, sólo
lo dijo para amenazarte. Cuando el Sr. Robinson habló con
él, le dejó muy en claro que si pretendía hacerle daño, sería
severamente sancionado, inclusive con prisión.
–Pero si Lydia no declara en su contra.
–Sí lo hará. El Sr. Robinson también habló con ella en
privado y se aseguró de que entendiera las ventajas que
tendría para ella y para su hijo en caso de que denunciara
algún tipo de abuso en su contra. Wickham perderá mucho
en el momento en que se desentienda de sus obligaciones
para con su familia.
Lizzie suspiró llena de alivio.
–¿Recuerdas que conozco bien a este hombre y sé de lo que
es capaz? Por eso vine a buscarte –indicó más sosegado.
–Sí, gracias, por eso me atreví a negarme a su propuesta.
Pero, ¿acaso pensabas que no habría podido contestarle
acertadamente?
–No. Estaba preocupado, no por tu respuesta o por tu
habilidad para defenderte; pensaba en que te alarmarías
sobremanera, conociendo tu gran compasión por los demás.
Y, ante todo, quería evitarte un momento desagradable.
Luego de una pausa, Darcy preguntó:
–Y ¿cómo sabías que había hablado con su superior para
que lo promovieran?
–Lydia me escribió en esos días para agradecérmelo, y yo te
lo agradecí en mi corazón.
–Les pedí que no lo comentaran con él.
–Lo supuse, por eso no te lo mencioné. Pero sólo le
demostraste a ese hombre el gran corazón que tienes y con
certeza eso le da mucha envidia.
Cuando regresaron a la casa, con autorización de Jane y sin
dar mayor explicación que un asunto de extrema urgencia,
se dirigieron al despacho de Bingley y Darcy escribió una
carta para Georgiana y otra a Donohue explicándoles la
situación, mientras Lizzie observaba la perfección de la letra
de su esposo, y enseguida mandó al Sr. Nicholls que fuera a
caballo a entregar esa correspondencia a la brevedad
posible, en manos de sus destinatarios. Luego Darcy regresó
a donde Bingley, no si antes pedirle al Sr. Peterson –su
chofer– que se llevara a la Sra. Darcy a Pemberley en caso
de que se acercara el Sr. Wickham a la casa.
Lizzie y Jane, con el bebé en brazos, se dirigieron al jardín y
alcanzaron a sus hermanas, donde Lydia preguntó:
–¿Acaso vieron a Wickham? Tiene rato que no lo veo.
–Vi que salió de la casa, sin decir palabra –contestó Jane.
–Posiblemente olvidó algo, es tan distraído.
Lizzie suspiró rezando para que las cartas de Darcy llegaran
antes que lo que Wickham seguramente pretendía mandar,
en tanto Diana corría para saludar a su tía y jugar con ella.
–Lizzie, ¿cuándo nos invitarás otra vez a Londres? –
investigó Kitty.
–No lo sé, posiblemente vayamos pronto pero el Sr. Darcy no
me ha confirmado la fecha.
–¿Irán a Londres con Lizzie? –curioseó Lydia–. Me
encantaría ir con ustedes, Lizzie. ¿Algún día me invitarás?
–Tendré que consultarlo primero con mi marido y, si da su
autorización, tendrás que ir sólo con tu hijo, Wickham está
excluido de la invitación. A ciencia cierta, el Sr. Darcy no
querrá que se acerque a la casa. Espero que lo puedas
comprender.
–¡Ay Lizzie!, ¿cuándo le perdonarán a Wickham todos sus
errores? Yo sé que han sido muchos pero no es tan malo.
Debo reconocer que es muy bueno, ¿qué digo?, ¡es
fabuloso para hacer que yo olvide sus faltas todas las
noches!
–¿Acaso eras tú, anoche? –investigó Kitty soltando la
carcajada mientras sus hermanas las observaban.
–¿Escuchaste?
–¡Habría necesitado estar sorda para no escuchar!
–Ése es un beneficio del que no todas las mujeres, aun
casadas, pueden disfrutar –presumió Lydia.
Cuando Darcy y Bingley arribaron a Starkholmes, las damas
se encontraban en el salón principal. Lizzie se levantó y se
estaba despidiendo de Jane y de Lydia cuando Kitty le pidió
que la invitara a pasar unos días a Pemberley. Tras la
insistencia de su hermana, Lizzie aceptó y a los pocos
minutos los Sres. Darcy y Kitty salieron rumbo a su casa.
Durante el camino y la cena, Kitty habló de todo lo que Lydia
había dicho desde su llegada y, por supuesto, de Robert
Donohue y de los hermanos Windsor. También comentó que
la Sra. Bennet y Mary habían visitado a Jane cuando Marcus
nació, pero que habían regresado a Longbourn después de
pasar unos días en Derbyshire.
Al término de la cena, Darcy y Lizzie se despidieron de Kitty
y se retiraron a su alcoba.
–Has estado muy serio desde que regresaste a Starkholmes.
¿Estás molesto por la invitación de Kitty?
–No, Lizzie. Me da gusto que la hayas invitado, así no
estarás tan sola en los próximos días que estaré ocupado –
aclaró Darcy mientras se acercaba y la besaba en el cuello,
rozando su rostro–, pero ya quería disfrutar de tu compañía,
exclusivamente.
–Sí, yo también –suspiró con una sonrisa deleitándose de
esa sensación maravillosa que le era tan familiar pero
extraordinariamente innovadora cada vez que su marido se
acercaba a ella.
–Me embelesa la suavidad de tu piel –afirmó besando
dulcemente el lóbulo de la oreja y abrazándola mientras ella
sentía estremecer todo su cuerpo y él percibía el hervor de
su sangre al emerger su pasión después de haberla
contenido durante todo el día.
–Me fascina que quieras consentirme.
–Sí, lo sé. Y deseo consentirte por un largo rato.
–¿Toda la noche? –inquirió sugerentemente.
–Estaré encantado de complacerla, madame.
–Darcy, ¿se alcanza escuchar afuera?
–¿Te preocupa? –averiguó incorporándose, sorprendido por
la pregunta.
–Por Kitty y por todas las veces que hemos tenido
invitados… y Georgiana cuando vivía aquí.
Darcy sonrió.
–Con los muros y las puertas de esta casa, no tienes de qué
preocuparte. El único que te escucha soy yo –declaró y la
besó con cariño.
CAPÍTULO II
Lizzie disfrutaba del sol que entraba en su sala privada
mientras releía una carta que Georgiana les había enviado
desde Londres hacía unas semanas, justamente al regreso
de la luna de miel, con el objeto de contestarla:
“Queridos Lizzie y Darcy: Nuestro viaje fue extraordinario.
Patrick me llevó a conocer lugares maravillosos de Gales
donde nunca había pensado que pudiera existir tanta
belleza. Lizzie, te va a encantar: había unas cascadas
bellísimas con un ruido que te envolvía y te transportaba a
otro mundo, rodeadas de una vasta y hermosa vegetación,
cerca de castillos llenos de historias y leyendas que te
llevaban a otra época. También estuvimos en Irlanda,
Donohue me enseñó la universidad donde estudió y algunos
de los atractivos de la capital y sus alrededores.
Han sido unas semanas maravillosas y, apenas llegamos, la
Sra. Gardiner nos organizó una bienvenida muy cariñosa;
seguramente, Lizzie, fue tu idea. Muchas gracias por los
obsequios que ya me tenían preparados. Lizzie, cuando vi el
arpa en mi sala privada y leí tu carta me llené de gozo y
debes estar segura que rezaré por ti como Darcy me pidió:
todos los días cuando toque mi arpa. Darcy, cuando abrí tu
regalo no pude contener las lágrimas de la emoción, ha sido
el mejor regalo de toda mi vida; escogiste los retratos que
más me gustan de mis padres. A la brevedad pedí que los
colocaran en mi sala privada y los veo todos los días
mientras toco el arpa y el piano, y rezo por ustedes y su
felicidad.
En resumen, soy inmensamente feliz y me alegré al saber la
maravillosa noticia de que ustedes también han salido de
viaje, que bien merecido se lo tienen. No puedo decir que los
extraño, pero sí que los quiero muchísimo y que deseo que
disfruten de su escapada, que puedan descansar y olvidarse
de todo.
Patrick también les manda un caluroso saludo y esperamos
no verlos pronto, tómense todo el tiempo que necesiten.
Lizzie, me hace tanta falta tu sonrisa y la alegría que irradias
a los demás; seguramente a mi hermano también. Con todo
mi amor, Georgiana”.
Lizzie suspiró y volvió a doblar la carta, tomó un pliego de
papel y la pluma, poniéndole un poco de tinta, e inició la
siguiente epístola:
“Estimada Georgiana: Nos alegró enormemente haber
recibido tu misiva durante nuestro viaje y que hayan
disfrutado de su viaje de bodas, así como la que recibimos a
nuestra llegada. Me dio mucho gusto que te agradara el arpa
que te di con todo mi cariño, ya sabes que te quiero como a
una hermana; agradezco tanto que reces por nosotros todos
los días y que nos apoyes desde donde estás. Me siento
infinitamente más tranquila gracias al apoyo y al cariño con el
que Darcy me ha inundado y, con toda certeza, a las
oraciones de todos nuestros seres queridos. Siento una gran
paz al saber que, pase lo que pase, tengamos o no
descendencia, seguiré contando con su amor. Y deseo de
todo corazón que ustedes sí nos den una sorpresa pronto.
Darcy te extraña mucho y seguramente iremos a Londres tan
pronto como se ponga al corriente de sus pendientes. Me ha
manifestado que tiene nutridos deseos de verte y yo también.
Te agradezco todo el cariño que siempre me has brindado
aun sin merecerlo, y la confianza que has depositado en
mí…”
En ese momento, alguien tocó la puerta y entró Darcy, éste
se acercó mientras Lizzie dejaba su carta y se ponía de pie.
Darcy le tomó de las manos.
–¿Estás contestando tu correspondencia?
–Sí, le escribía a Georgiana que su hermano me tiene
perdidamente enamorada –reveló Lizzie radiante de júbilo.
Darcy sonrió y con cariño le besó la frente.
–Sra. Darcy, me hechiza ver esa sonrisa en su rostro.
Georgiana tenía razón, me hacía mucha falta.
–El Sr. Darcy sabe cómo robarme una sonrisa y también
cómo conservarla por mucho tiempo, llenando mi corazón de
felicidad y de cariño.
–Para mí es un placer halagar a mi esposa siempre que
tengo la oportunidad.
Lizzie sonrió y él continuó:
–También podrás escribirle que pronto iremos a Londres. Tal
vez quieras invitar a tu madre y a tus hermanas, sólo que
antes tendré que ir a Oxford y a Bristol para visitar unos
clientes.
–¿Esta invitación también incluye a Lydia?
–Lizzie, lo he pensado y considero que ahora no es
conveniente. Será mejor esperar un tiempo para que los
asuntos con Wickham vuelvan a calmarse y entonces ya
veremos.
Ella asintió.
Alguien tocó a la puerta y, tras recibir la autorización del
patrón, el mayordomo abrió para anunciar una visita: el Sr.
Nicholls.
–¡Por fin ha llegado con noticias! –exclamó Darcy aliviado–.
Hágalo pasar.
El Sr. Nicholls entró con pasos inseguros, con el rostro lleno
de agotamiento ya que apenas había parado para cambiar
de caballo y continuar con premura su camino. Saludó con
una venia a los señores y entregó un documento al Sr.
Darcy.
–Vaya a comer algo a la cocina y descanse –indicó abriendo
la carta.
Darcy inició su lectura al cerrarse la puerta. Se llevó la mano
a la frente en señal de preocupación. Lizzie se acercó y
preguntó:
–¿Qué ha pasado? ¿Georgiana está bien?
–Al parecer, no. Necesita que vaya a Londres, urgentemente.
–¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
–No lo dice. Eso me preocupa más. Iré a hablar con el Sr.
Nicholls a ver si él me informa más detalles mientras
preparan mi caballo.
–¿Tu caballo? Darcy, ¡yo quiero ir!
–¿Y tu hermana?
–Le diré que iremos a Londres por algún asunto urgente.
¡Quiero acompañarte y saber de Georgiana!
–Entonces prepárate que salimos en unos minutos.
Darcy salió y se dirigió a la cocina donde encontró al Sr.
Nicholls almorzando en compañía de la cocinera. Ambos se
pusieron de pie al ver entrar al señor de la casa. Darcy se
acercó y tomó asiento enfrente del mozo, pidiendo a los que
se encontraban cerca que les dieran unos minutos de
privacidad.
–¿Usted vio a la Sra. Georgiana?
–Así es Sr. Darcy, como usted me lo ordenó. Le entregué la
carta dirigida a ella y, como no se encontraba su esposo y la
vi muy preocupada por él, le entregué la que usted le dirigió
al Dr. Donohue. La Sra. Georgiana dijo que desconocía el
paradero de su marido.
–Y ¿ella estaba bien?
–No señor, me recibió llorando. Leyó las dos cartas y me
pidió entregarle un propio para usted, con mucho apremio.
–¿Dijo algo más? –preguntó turbado.
–No señor.
–Muchas gracias, Sr. Nicholls.
Darcy se marchó y se encaminó a la salida donde ya estaba
su mujer dentro del carruaje, lista para emprender el largo
camino. Se izó al vehículo y golpeó el techo con el bastón de
empuñadura de plata para darle la señal al Sr. Peterson de
que avanzara. Lizzie intentó reprimir su curiosidad, aunque
su preocupación se incrementó al ver el semblante de su
esposo y escuchar las pocas palabras que él pronunció en
todo el camino.
–Georgiana tiene problemas con su marido.
Lizzie no se atrevió a preguntar la razón de sus
conclusiones, ni las suposiciones que seguramente
circulaban en la mente de su esposo, sabiendo que tal vez
ella había sido la impulsora de dichas dificultades.
A su llegada a Londres se dirigieron a Curzon, residencia del
Dr. Donohue, donde los recibió el mayordomo y los anunció
en el despacho de su amo donde se encontraba Georgiana,
pese a que ya estaba entrada la noche.
Los Sres. Darcy se introdujeron y Georgiana fue corriendo a
abrazar a su hermano en medio de sus lastimosos sollozos,
él la ciñó por varios minutos hasta que ella pudo hablar.
–Patrick se fue desde ayer en la noche y no ha regresado.
Se fue tan enojado que…
–¿Qué fue lo que pasó? –preguntó Darcy.
–Recibió una carta… que yo había escrito desde hace
años… pensé que nunca le había llegado, que tal vez se
había perdido en el correo o que la Sra. Reynolds la habría
destruido, o que era un mal recuerdo como todo aquello que
pasó y que quise borrar de mi mente.
–¿De qué carta hablas?
–Una que había estado muy bien guardada, en las peores
manos, esperando el mejor momento para vengarse de mí y
arruinar mi felicidad. ¿Cómo pude pensar que podría ser
feliz?
–¿Tienes la carta? –inquirió Darcy tomándola de la barbilla,
obligándola a mirarle a los ojos mientras ella asentía con la
vista nublada por las lágrimas–. ¡Enséñamela!
–Me da mucha vergüenza.
–¡Darcy, cálmate! –intervino Lizzie mientras él soltaba a su
hermana, iracundo, y se acercaba a la ventana para respirar
aire fresco–. Georgiana, sólo queremos ayudarte, ¿qué decía
la carta?
–Le pedía perdón por haber llamado a mi hermano a
rescatarme, que estaba dispuesta a irme con él
definitivamente y que quería pasar mi vida a su lado y al lado
de… de nuestro hijo.
–¿De su hijo? –increpó Darcy, acercándose a su hermana
para interrogarla–. ¿Te entregaste a ese desgraciado?
–Yo no sabía… –masculló en forma de disculpa mientras
Lizzie la abrazaba.
–¿Y qué pasó con ese hijo? ¿Cómo es que nunca lo supe?
–Porque nunca existió, sólo era una sospecha de mi parte,
pero Patrick ni siquiera me dejó explicarle. Sólo podía
morirme de vergüenza y de dolor al ver lo que Wickham
había mandado junto con la carta. Estaba furioso, se fue sin
decir una palabra, seguramente piensa lo peor de mí.
–¿Hay alguna otra cosa de la que tengamos que enterarnos?
¿Qué mandó además de la carta?
–¡Darcy! Venimos a ayudar a tu hermana no a recriminarle
los errores del pasado, de los cuales tú también tienes cierta
responsabilidad –reprendió Lizzie.
Darcy dirigió una mirada implacable a su mujer, quien hizo
caso omiso y se concentró en lo que su hermana se disponía
a decir y que no salió de su boca, sintiendo un enorme
retraimiento. Georgiana recordó con profundo dolor cuando
fue a buscar a su esposo al despacho y la mirada saturada
de ira que él le dirigió, sosteniendo en una mano la carta y en
la otra una prenda íntima con su nombre bordado. Con que
lo supiera su marido era congoja suficiente, por lo que
prescindió de esa parte de su confesión.
–Hace un rato, vino alguien a dejar debajo de la puerta una
nota dirigida a mí. Dice que mi marido fue visto hace unas
horas en East End. Le dije al Sr. Clapton que me llevara a
ese lugar, pero se negó rotundamente.
–¡Por supuesto que se iba a negar, una mujer decente no
frecuenta esas calles! –bramó Darcy.
–Entonces, por favor, ¡ve a buscarlo tú!
–Darcy, esos lugares tampoco los frecuenta un hombre
casado, y menos de noche –denunció Lizzie alarmada.
–Por desgracia, esos lugares están atiborrados de
“caballeros” casados –aclaró él.
–¿Por qué? ¿Qué hay en esos lugares? –indagó Georgiana
con inocencia.
Darcy, viendo que su hermana ya no era una niña y aun
sabiendo el duro golpe que iba a recibir, decidió ser sincero
con ella.
–Los prostíbulos más famosos de Londres.
–¿Cómo? –inquirió angustiada, retrocediendo unos pasos
hasta chocar con la pared–. No es posible –musitó mientras
rompía en llanto nuevamente–. Yo le había dicho la verdad y
me había perdonado, y ahora…
–¡Georgiana! –exclamó Lizzie acercándose a ella para
consolarla.
En ese momento se oyó tocar la puerta, entró el mayordomo
y pidió un momento de atención a su ama.
–Sra. Georgiana, el Dr. Donohue ha regresado y se dirigió a
su habitación.
–¿Ya regresó?, ¿está bien?
El Sr. Clapton hizo una mueca de conformismo, por lo menos
su señor ya estaba de regreso. Georgiana emprendió el paso
y Darcy la detuvo.
–¿A dónde vas?
–A hablar con mi marido.
–No sé si sea conveniente Georgiana, no sabes en qué
condiciones está. Te acompaño.
–Darcy, es su esposo y tienen que hablar en privado, no
puedes ser tan protector –indicó Lizzie.
–Pero… tienes razón –dijo con conformismo–. Entonces
esperaré afuera de tu habitación por si necesitas ayuda.
Georgiana asintió, secándose el rostro con su pañuelo.
–¿Se quedarán a dormir esta noche?
–Si así te sientes más tranquila.
Los tres se dirigieron al piso superior en completo silencio,
pero saturados de ruido en sus pensamientos. Georgiana se
detuvo enfrente de su puerta, todo parecía sigiloso en el
interior de la alcoba. Con un enorme temor y con las manos
temblorosas giró lentamente la manija y se introdujo,
cerrando la puerta tras de sí.
Lizzie se recargó en la pared y miró a su marido, quien
empezó su paseo de un lado al otro del pasillo, preocupado
por la situación de su hermana, tratando de pisar
discretamente para escuchar a Georgiana en caso de que
necesitara de su intervención.
El silencio fue roto por la discusión que iniciaba
acaloradamente en el interior de la alcoba, se escuchaba la
voz de Georgiana y de Donohue intercambiando opiniones
pero no se alcanzaba a distinguir el alegato. Darcy
incrementó la velocidad de su paseo, tratando de guardar la
calma y volteando de vez en cuando hacia la puerta para
estar listo en caso de que hubiera una pequeña señal que le
indicara la necesidad de socorro.
De pronto, el volumen de las voces aumentó, acompañado
de unos sollozos, y Darcy cruzó todo el pasillo hacia la
puerta dando enormes zancadas.
–¿Qué haces? –preguntó Lizzie acercándose a él y
tomándolo del brazo para sosegarlo.
–Están discutiendo mucho, Georgiana necesita de mi ayuda.
–Darcy, son marido y mujer, ¿acaso controlas el volumen de
tu voz cuando discutes?
–No quiero que se descontrole otra cosa además de la voz.
–Donohue no sería capaz de dañar a tu hermana, si eso es
lo que piensas.
–No quiero darle la más mínima oportunidad. Si fue capaz de
irse a East End al primer pleito con su esposa, no me fío de
su autocontrol.
Los Sres. Darcy guardaron silencio al percatarse de que
había regresado la paz al interior de la pieza, esperaron unos
minutos junto a la puerta tomados de la mano, rozando sus
espaldas con el fino tapiz que cubría los muros, iluminados
por un par de velas que alumbraban desde la mesa.
Darcy se volvió a tensar, apretó la mano que sostenía la de
su mujer y la vió.
–Lo que escuchas ya no es por enojo, Darcy. Creo que es
hora de que nos vayamos a dormir –indicó Lizzie
observándolo irresoluto.
–Justamente es lo que me preocupa, ya la convenció de sus
razones.
–Darcy, si los interrumpes Georgiana se va a enojar, y con
toda la razón.
–Sí, lo sé. ¿Quieres hacerles competencia? –se burló,
tomándola de la cintura para encaminarla a la alcoba.
Darcy se despertó a las primeras luces, percibiendo ciertos
ruidos en el pasillo y el baile de una vela por la orilla de la
puerta que desaparecía a los pocos segundos, unos pasos
se desvanecieron al escuchar que otra puerta se cerraba y
que era colocado el picaporte. Notó al pie de la puerta sobre
el suelo de madera un tozo de papel que hacía varias horas
no estaba. Se sentó y encendió la vela que descansaba
sobre el buró, volteó a ver a su mujer que yacía a su lado,
agotada después del largo viaje del día anterior y la
desvelada que se dieron. Se levantó y dando unos pocos
pasos alcanzó a recoger el documento. Se acercó a la vela y
se sentó en silencio, abriendo la carta que estaba dirigida a
él.
“Estimado Darcy: Quería agradecerte que hayan venido
cuando más necesitaba de su apoyo, es una gran bendición
contar con ustedes. Gracias a Dios la confusión que existía
ya se ha disipado y se han aclarado todas las dudas que mi
marido tenía. Me reiteró que ya me había perdonado y
aceptado desde aquella vez que hablé con él en Pemberley,
pero temía que la cólera que surgió al enterarse de los
nuevos detalles pudiera lastimarme; por eso salió en busca
de pistas que le indicaran el paradero de ese sujeto,
encontrándolo en la zona de la ciudad donde había sido visto
antes de tu llegada.
Quiere subsanar el sufrimiento que me hizo pasar debido a
su repentina huída y larga ausencia, por lo que es muy poco
probable que los pueda ver el día de hoy. Darcy, voy a estar
bien, maravillosamente bien, no te preocupes más y quiero
que se sientan como en su casa. Los quiere, Georgiana”.
–Darcy, ¿qué haces levantado?
–Sólo leía un mensaje de mi hermana –dijo tumbándose a su
lado y abrazándola cariñosamente–. No sé si creer del todo
en sus palabras.
Lizzie se apoyó más en su pecho, cruzando sobre él para
alcanzar la carta que había dejado sobre la mesa y empezó
su lectura.
–¿Qué parte de la carta levanta sus sospechas, Sr. Darcy,
hermano celoso y suspicaz?
–¿Qué quieres que piense después de ver a mi hermana
como la vi, ya estando casada, que no haya sido después de
su boda?
–Sí, es cierto. Es la primera ocasión que la ves casada, que
no fuera llena de euforia por sus nupcias o la noche posterior
a las mismas. Pero olvidas las cartas que nos envió en los
siguientes meses.
–En una carta puedes expresar muchas cosas que no
sientes, ya ves lo que dijo, que estaba dispuesta a irse con
Wickham definitivamente y que quería pasar su vida a su
lado… Temo que Georgiana, siendo tan inocente y bien
intencionada, sea presa del engaño de su marido.
–Y supongo que también te molesta saber que pueda estar
con él durante todo el día, porque es su marido.
–¡Con esta incertidumbre, sí! Seguramente pasarán todo el
día en su alcoba.
–Están recién casados y se aman, yo no esperaría otra cosa.
Aunque si quieres puedes irrumpir en su habitación y aclarar
tus dudas. ¡Claro que tendrías que vestirte y tal vez
enfrentarte al enojo de Georgiana! o podemos continuar en
donde nos quedamos ayer –sugirió mordisqueando el lóbulo
de la oreja.
–Tú ya no eres una recién casada –indicó, sintiendo que se
derretían sus defensas.
–Pero siento como si lo fuera, y creo que tú también. Me lo
demostraste copiosamente durante nuestro largo viaje.
Lizzie se incorporó a horcajadas y se acercó más a la otra
oreja, continuando con la tarea que había comenzado.
–Para tu tranquilidad, podemos invitarlos a cenar mañana,
así podrás hablar con tu hermana y despejar tus dudas.
–Tenemos que ir a Oxford –musitó, estremecido de sentir su
aliento y sus caricias.
–Entonces a desayunar, antes de irnos.
–Ven aquí y guarda silencio –ordenó cariñosamente,
provocando, como deseaba, que su esposa soltara una risita
traviesa al ver que había conseguido lo que quería.
Darcy la tomó del cuello y dirigió su cabeza donde estuviera
a su alcance para aprisionar su boca con un apasionado
beso.
CAPÍTULO III
Los Sres. Darcy esperaban el arribo de los Sres. Donohue
dando un pequeño paseo por su jardín. Tras desayunar solos
en el comedor de la Sra. Donohue el día anterior, dejaron
una misiva para su anfitriona y se retiraron a su casa. Darcy
estuvo trabajando en el despacho con Fitzwilliam y
poniéndose al corriente de sus asuntos como lo había hecho
con Bingley hacía pocos días, pero sin poder apartar sus
pensamientos de su hermana. Continuaba circunspecto,
aunque Lizzie reflejara una completa tranquilidad y llevara
toda la conversación con su alegría característica él la
escoltaba de su brazo en silencio, un silencio que era roto
por esa maravillosa voz que lo sumergía en un mundo de
paz, como el bálsamo al sanar una lastimosa herida. En su
presencia podía sobrellevar cualquier situación difícil que se
presentara en sus vidas.
A lo lejos vislumbraron el carruaje de sus invitados y se
acercaron a la entrada para recibirlos. Donohue se apeó y
saludó a sus anfitriones, dejando ver una importante lesión
en su cara que había sido atendida convenientemente por
manos expertas. Él se giró para tomar a su esposa por la
cintura y ayudarla a descender. Al tocar el piso Georgiana se
acercó a su hermano y lo abrazó, cuando ella se separó
Darcy la tomó de sus mejillas como si fuera una niña y le
preguntó:
–¿Estás bien?
–Estupendamente bien –sonrió Georgiana, reflejando toda la
sinceridad que él había deseado encontrar en su carta.
Lizzie se acercó y estrechó a su hermana con alegría. Los
invitó a pasar y se tomó del brazo de Georgiana para
dirigirse a la casa, mientras indagaba más detalles:
–¿Cómo les fue? ¿Cómo se portó tu marido?
–¿Ayer o en nuestro viaje?
–¡Estoy dispuesta a escuchar todo lo que me tengas que
contar!
–Ayer hablamos, discutimos y nos reconciliamos. Todo fue
un mal entendido: Patrick se fue a buscar a Wickham a East
End y casi lo mata a golpes, se aseguró de que nunca más
se atreviera a acercarse a mí y creo que lo entendió, lo
amenazó con revelar en dónde lo había encontrado y bajo
qué circunstancias a toda tu familia, aprovechándose de las
amenazas que hace años Darcy le hizo en caso de faltarle a
su esposa.
–¿Y en el viaje?
–¡Ay Lizzie! ¡Maravillosamente! –exclamó jubilosa–. Patrick
es muy cuidadoso y le encantaron tus consejos… nunca
pensé que fuera tan extraordinario con la persona adecuada,
ahora comprendo por qué Darcy se encerraba contigo todos
sus cumpleaños o por qué en sus viajes apenas me
escribían unas cortas líneas. ¿Quién va a escribir cartas
cuando puedes hacer otras cosas?
Lizzie rió y la estrechó alborozada.
Mientras tanto, los caballeros las siguieron comentando de
las últimas noticias de Londres. En realidad Donohue
hablaba y Darcy no lo escuchaba, estaba más atento a la
conversación que sostenían las damas a unos pasos de
distancia.
Pasaron al comedor donde ya estaba todo dispuesto. Todos,
excepto Darcy, platicaron sobre las anécdotas de ambos
viajes, en tanto el anfitrión observaba cuidadosamente a la
feliz pareja tratando de descubrir algún comportamiento o
señal que le indicara una desavenencia entre ellos, pero
Georgiana se mostró alegre y entusiasmada y Donohue
estuvo sumamente atento y respetuoso con su esposa, tal
como los recordaba hasta antes de todo lo ocurrido.
Cuando el almuerzo terminó, se escuchó por fin la voz del
señor de la casa:
–Georgiana, estaremos los próximos días en Oxford y luego
viajaremos a Bristol.
–¿Se van tan pronto?
–De hecho tenemos que salir en unos cuantos minutos, pero
estaremos de regreso a tiempo para tu presentación. Lizzie,
si quieres prepararte para el viaje.
–¿No vas a hablar con tu hermana…? –indagó su mujer
extrañada.
–Creo que no es necesario, ya sabemos que estuvo
maravilloso –recalcó Darcy viendo a Georgiana, quien se
sonrojó preguntándose si la habría oído.
Donohue sonrió al ver la reacción de su amada.
–Dr. Donohue, ¿me acompaña a mi despacho?
Las damas los observaron ponerse de pie y Lizzie se acercó
y la tomó de la mano.
–Georgiana, ¿vienes conmigo?
Los caballeros se retiraron circunspectos. Al llegar a la
puerta del estudio Darcy la abrió y permitió que Donohue
ingresara. Cerró tras de sí y ambos tomaron asiento,
Donohue sentía la mirada inclemente de su cuñado cuando
rompió el silencio.
–Me imagino que desea saber los detalles de lo sucedido.
–Si es tan amable de darlos a conocer –contestó Darcy
funciendo el ceño.
–Recibí… cierto material… una carta escrita por Georgiana.
–Mi hermana ya me explicó lo de la carta. Lo que quiero
saber es la razón de su “escapada” a East End.
–Sr. Darcy, como usted sabe, antes de formalizar nuestro
compromiso Georgiana me habló de sus relaciones con
Wickham, aunque jamás mencionó esa carta ni ese hijo que,
por lo visto no nació o fue ocultado, inclusive a mí. Cuando la
leí, mi mente se llenó de dudas de lo que podría significar
aquello y no niego que salí de Curzon enfurecido con ella por
ocultarme algo tan importante, sintiendo un odio de muerte
hacia ese sujeto a quien fui a buscar por las calles
principales de Londres hasta que di con el hombre que me
había estado vigilando hacía días y, tras darle una golpiza,
me indicó el paradero de su cómplice. Lo encontré en East
End en medio de un bacanal… espero no tener que cumplir
mi amenaza, sería terrible revelar lo que vi. Lo apaleé hasta
que logré sacarle que él nunca supo del nacimiento de ese
hijo, a pesar de que estuvo atento al suceso, por lo que sólo
quedaba una opción que únicamente podía descubrir con
Georgiana, pero temí excederme con ella por lo que dilaté mi
regreso lo más que pude, aun cuando mi ira no había sido
dominada por completo. Discutimos, me aclaró la verdad y
yo expliqué mi conducta. Le reitero, como se lo reiteré a ella:
mi perdón en aquella ocasión fue sincero y total, fue
engañada y traicionada por ese sujeto, mi amor por
Georgiana no se ha alterado y estoy dispuesto a seguirla
protegiendo inclusive con mi vida y trabajar todos los días
para alcanzar su felicidad, aunque no dudo que nos
enfrentemos a muchos problemas, como cualquier
matrimonio.
–Espero que la confesión que logró se haya hecho en
privado.
–Por supuesto, nos salimos de… ese lugar, donde no deseo
regresar. Espero que esta explicación le baste para creer en
mi inocencia. No obstante, también hay testigos que usted
conoce que me vieron sacarlo a patadas.
–No, no es necesario descubrir la identidad de esos testigos,
seguramente de la nobleza, su estilo de vida siempre me ha
parecido muy desagradable.
–Estoy de acuerdo con usted. Wickham me aseguró que no
divulgará el contenido de la carta, que el nombre de
Georgiana no saldrá nunca más de su boca y que dejará
tranquila a la familia Darcy.
–Si no lo hace, sabe que mi furia se desencadenará contra
él. Cuando partió de Hertfordshire dejó muchas deudas
pendientes que yo pagué con la condición de que aceptara
casarse con Lydia, la hermana de la Sra. Darcy. Esos
pagarés los tengo en mi poder y los utilizaré en el momento
que yo juzgue conveniente, así como algunas pruebas de los
fraudes que cometió en Pemberley; en caso de que su
conducta afecte a su familia o a la mía irá a prisión, pero creo
que con su escarmiento ha bastado por ahora. Por eso
mismo le pido que me informe si vuelve a intentar alguna
acción en contra de ustedes.
–Cualquier cosa yo le mantendré informado.
Darcy suspiró, se acercó apoyando los brazos sobre el
escritorio y prosiguió:
–Algo que he aprendido con el tiempo y con mi matrimonio
es que las mujeres necesitan la franqueza de su marido, a
pesar de que la verdad sea dolorosa. Sé que usted conoce
bien a mi hermana y sabe de sus inseguridades, pero
considero importante comentarle que siendo honesto con ella
es como logrará superar esa suspicacia, además del afecto
que usted podrá darle, indispensable para cultivar un buen
matrimonio.
–Sé que no fue lo más acertado haberme ausentado tanto
tiempo de la casa sin hablar previamente con mi esposa,
pero tenía que descartar las posibilidades, asegurarme que
su honor no se vería afectado y sosegarme antes de
presentarme con ella.
–No tiene que explicarse, yo también habría ido a buscar a
ese sujeto.
Agotado el tema, los caballeros encontraron a las damas en
el salón principal, listas para irse a los carruajes.
Después de una cariñosa despedida entre los hermanos,
ambos matrimonios abordaron sus vehículos y se dirigieron a
sus respectivos destinos.
Los Sres. Darcy viajaron durante todo el día, llegaron de
noche y se registraron en el hotel, se instalaron y salieron a
cenar. Mientras cenaban en la hostería, se acercaron los
Sres. Windsor, en tanto los Sres. Darcy se pusieron de pie y
él les invitó a tomar asiento en su mesa.
–El Sr. Haden me comentó que iban a venir a Oxford por lo
del negocio que está iniciando muy bien, pero no los
esperábamos tan pronto –explicó el Sr. Windsor.
–Sí, afortunadamente el proyecto ha tenido mucha
aceptación –contestó Darcy.
–Lamentamos que en la reunión anterior, después de la boda
de la Srita. Georgiana, no haya podido estar presente, Sr.
Darcy.
–La Sra. Darcy y yo estuvimos fuera.
–El coronel Fitzwilliam nos explicó claramente todos los
detalles del negocio cuando vino y con sus recomendaciones
se pudieron resolver algunos conflictos que se presentaron.
–Me alegra oírlo. El coronel me ha apoyado desde hace
muchos años y es de mi entera confianza. Le agradezco
también las recomendaciones que usted aportó para los
trámites legales.
–Fue un placer poder asesorarlos.
–Sra. Darcy –intervino la Sra. Windsor–, la boda de la Srita.
Georgiana estuvo preciosa, le agradecemos toda su
hospitalidad. Ya no los encontramos para despedirnos y
reconocerles sus atenciones, sólo vimos a los novios y a los
Sres. Donohue. Me imagino que estaban muy ocupados
atendiendo a sus invitados.
–Nos complace que nos hayan acompañado –afirmó Lizzie.
–¿Y cómo se encuentran los Sres. Georgiana y Patrick
Donohue?
–Muy bien, justo hoy desayunamos con ellos.
–Me imagino que la Sra. Georgiana debe estar jubilosa e
indudablemente mi querido sobrino también. Se veían tan
enamorados –recordó la Sra. Windsor y luego se dirigió a su
esposo–. Si vamos a Londres pronto, me gustaría visitar a
Georgiana.
El Sr. Windsor asintió.
–Y su hermana, la Sra. Bingley, ¿ya tuvo a su bebé?
–Sí, fue varón y está muy guapo.
–Heredó el encanto de su tía Lizzie –expuso Darcy.
Ella sonrió.
–¡Qué gusto oírlo! Sra. Darcy, ahora que los señores estén
ocupados atendiendo el negocio, sería un placer para mí
mostrarle aquel jardín del que algún día le platiqué. No he
olvidado que le gusta caminar y así no estará sola y aburrida
en el hotel mientras su marido se ausenta.
–Se lo agradezco.
–A mi hija Sandra seguramente le agradará acompañarnos.
–Y sus hijos, Murray y Philip, ¿siguen fuera del país? –
preguntó Darcy.
–Sí, todavía no han vuelto –indicó el Sr. Windsor.
–Es una pena que lleven tanto tiempo fuera –comentó la Sra.
Windsor–. Les he pedido en mis cartas que ya regresen.
¿Qué tienen que hacer allá tanto tiempo?
–Pronto retornarán, sobre todo Philip. Ya terminó de ayudar
a su amigo en París y por fín hay paz con Francia. Sr. Darcy,
¿usted cree que ya podremos vivir tranquilos?
–Me encantaría pensar que sí, aunque no creo que las
razones por las que se firmó el tratado de Amiens sean
suficientes para que esta paz permanezca y menos si
Napoleón es cónsul vitalicio y presidente.
–¿Cónsul vitalicio?
–Sí, se acaba de proclamar hace pocos días, el pasado 2 de
agosto. Su ambición de poder va en aumento.
–Pero no pensemos en cosas desagradables, hoy que los
Sres. Darcy están de visita y que nos da tanta alegría verlos
tan bien –aclaró la Sra. Windsor–. Me gustaría invitarlos a
cenar a la casa mientras están en el condado.
–Será un placer.
Al día siguiente, mientras Darcy se despedía de Lizzie la Sra.
Windsor llegó al hotel en compañía de la Srita. Sandra para
ir a su paseo, escoltadas por el Sr. Peterson, a petición de
Darcy. Después de visitar los hermosos jardines, la llevaron
a conocer la Universidad de Christ Church y su capilla, que
funge como Catedral. En otra ocasión visitaron Radcliffe
Camera y su biblioteca, donde Lizzie pasó varias horas
consultando libros de su interés.
Una noche, los Sres. Darcy fueron a cenar a la casa de los
Sres. Windsor donde los recibieron los anfitriones y la Srita.
Sandra.
–Sr. Darcy, su esposa es una excelente compañía para salir
de paseo. Hemos pasado unos días muy agradables con
ella, además de que su conversación es muy amena y de
profundo conocimiento sobre la cultura inglesa –observó la
Sra. Windsor.
–Desde que nos casamos y ha podido viajar más y conocer
lugares excepcionales, ha despertado su interés en ahondar
sobre la historia y la arquitectura de los sitios que visitamos.
–Parecía conocedora de esta ciudad y sólo la ha visitado dos
veces –recalcó la Srita. Sandra.
–El Sr. Darcy me enseñó que se disfruta más de un lugar si
se tiene un poco de información antes de visitarlo –esclareció
Lizzie, recordando su viaje a Gales hacía casi un año.
–¿Un poco de información? ¡Habría podido guiar al propio
John Radcliffe en su edificio si aún viviera!
Lizzie rió.
–Sra. Windsor, le he traído un obsequio como muestra de
nuestro agradecimiento por todas las atenciones que me ha
brindado –indicó Lizzie, dándole un paquete que la Sra.
Windsor abrió.
–Es un ejemplar de los nuevos productos que estamos
fabricando en Derbyshire. Pronto también estarán en Oxford
y espero poder exportar a Irlanda –espetó Darcy.
Era una pieza de fina porcelana con un decorado
especialmente bonito.
–Es muy hermoso, Sra. Darcy, no se hubieran molestado. Su
compañía ha sido muy grata para nosotras –reconoció la
Sra. Windsor.
–Seguramente estas piezas tendrán mucho éxito en Oxford.
Y me alegro haberlo contactado con el Sr. Haden, se veía
muy interesado en el negocio –apuntó el Sr. Windsor.
–Creo que podremos hacer una excelente venta con él –
afirmó Darcy.
–Y ¿cómo fue que le interesó invertir en la fabricación de la
porcelana? –indagó el Sr. Windsor.
–Todo se lo debemos a la Sra. Darcy y su gusto por la
porcelana que fabrican en Derbyshire. Y, cuando se dieron
las condiciones para invertir en un nuevo proyecto, éste tenía
la prioridad.
–Nos comentaba el coronel que se piensa expandir hacia
Irlanda.
–Sí, el Dr. Donohue ya me ha recomendado con algunas
personas que me presentó en la boda y les interesó la
propuesta. Terminando los asuntos que tengo en Oxford
partiremos a Bristol para realizar los trámites de la
exportación.
–¿A Bristol? –investigó la Sra. Windsor.
–Me han dicho que en ese puerto sigue habiendo abundante
comercio de esclavos provenientes de África, con destino a
Norteamérica, desde hace más de un siglo. ¿No es insegura
la ciudad? –inquirió el Sr. Windsor.
–Sí, sobre todo en el puerto, pero ya le comenté a la Sra.
Darcy que es mejor que en esta ocasión ella se quede en el
hotel. Cuando termine mis asuntos la llevaré a pasear; hay
lugares muy interesantes, pese a lo que sucede en la zona
costera. Bristol es un punto muy importante para abrirme al
comercio exterior, ahora con Irlanda y en un futuro tal vez a
Norteamérica.
–¿Norteamérica? Vaya que si tiene de dónde crecer con este
negocio.
–Con la porcelana que estoy innovando y con los productos
textiles que inició mi padre.
–Si gusta Sr. Darcy, la Sra. Darcy puede permanecer con
nosotros; estaremos encantados de hospedarla unos días,
para que no se quede sola en el hotel –sugirió la Sra.
Windsor.
–Muchas gracias, Sra. Windsor, pero prefiero ir con mi
marido –contestó Lizzie–. He leído que Bristol tiene grandes
atractivos que quiero conocer y llevo varios libros que deseo
leer. Aprovecharé mi tiempo mientras estoy en el hotel.
–El coronel Fitzwilliam hace poco estuvo en Bristol y me
investigó el lugar más seguro de la ciudad para nuestro
hospedaje. El hotel al que vamos está lejos del embarcadero,
tiene continua vigilancia y grandes jardines que podrá
disfrutar la Sra. Darcy; él nos alcanzará allá para apresurar
los trámites que se tienen que ver –dilucidó Darcy.
–Me alegra saberlo –afirmó la Sra. Windsor.
En la cena comentaron de la boda de Georgiana y de todas
las amistades que los Sres. Windsor se encontraron. La
Srita. Sandra también platicó de los caballeros que pudo
conocer en esa ocasión, amistades del Sr. Darcy y del Dr.
Donohue, como el Dr. Black.
Cuando hubo terminado la cena, la anfitriona invitó a pasar a
Lizzie y a su hija al salón principal, donde les sirvió una taza
de té mientras el Sr. Windsor le convidó una copa de oporto
a su invitado hasta que se reunieron con las damas. La Sra.
Windsor comentó:
–Me imagino que han de extrañar a Georgiana, es una dama
encantadora con una conversación muy agradable y con
una habilidad increíble para cautivar a todos en el piano. En
este momento es cuando más se le extraña, toca como un
querubín.
Lizzie, sin decir palabra, se levantó de su asiento, se dirigió
al piano y empezó a tocar alguna de sus piezas favoritas,
había practicado tantas veces con Georgiana que ya se las
sabía de memoria. Al terminar, todos se acercaron y dieron
ovaciones.
–¡Vaya! La Sra. Darcy es muy talentosa. Por un momento
creí estar escuchando a la Sra. Georgiana –ilustró la Sra.
Windsor felicitándola por su extraordinaria ejecución.
–La Sra. Georgiana me enseñó esta pieza hace tiempo.
–Recuerdo que en alguna ocasión comentó que usted había
mejorado su ejecución en el piano gracias a las enseñanzas
de la Srita. Georgiana.
–Así es; pasamos horas enteras frente al piano, en
Pemberley, y las dos lo disfrutamos mucho.
Los Sres. Windsor le pidieron a Lizzie que tocara otra pieza
en el piano y ésta accedió con gusto, mientras Darcy la veía
agradecido. Después de un rato, los Sres. Darcy se
despidieron y se retiraron.
En la habitación del hotel, Darcy le dijo a Lizzie:
–Me sorprendió que quisieras tocar el piano en esta ocasión.
Me siento muy orgulloso de ti.
–Gracias, yo también me quedé sorprendida, pensé que ese
miedo iba a ser más difícil de romper. Quería darte el gusto
de verme tocar el piano enfrente de otras personas, así como
lo hice con mi padre.
–Lo hiciste muy bien. La Sra. Windsor tuvo razón, tocaste
como un ángel, como lo hace Georgiana.
–Entonces aprendí bien, aunque mi repertorio no es tan
amplio como el de ella.
–Estoy persuadido de que con el tiempo lo irás
incrementando. Como alguna vez escuché que Georgiana te
dijo, las dos reglas para aprender el piano son: constancia y
constancia.
Darcy hizo una pausa, tornándose pensativo, y se acercó a
su mujer.
–Lizzie, ¿te gustaría quedarte en Oxford mientras voy a
Bristol?
–¡No! –contestó sorprendida y repuso–, pensé que querías
que te acompañara.
–¡Claro que quiero! Sabes que no me gusta ir a ningún lado
sin ti, las pocas mañanas que he despertado sin verte a mi
lado han sido muy tristes, pero tampoco puedo ni quiero
obligarte a que vengas conmigo y te quedes sola en el hotel,
recluida unos días.
–Tú sabes que me encanta viajar contigo y… no me agrada
quedarme sola por las noches. Cuando Georgiana estuvo en
peligro de muerte te extrañé mucho, me sentí muy apenada
aun sabiendo que estabas bajo el mismo techo. No, no
quiero. No quiero estar separada de ti de aquí en más.
Darcy sonrió complacido mientras la veía con ternura
recordando los momentos en que él había pronunciado esas
mismas palabras, cuando Lizzie aceptó su amor. Ella tomó
sus manos y continuó:
–Además, no me gustaría quedarme en casa de los Windsor.
Me sentiría sumamente incómoda si llegara el Sr. Philip
Windsor de improviso.
Darcy se rió a carcajadas.
–Bueno, yo no dejaría que te quedaras con ellos ni aunque
me aseguraran que él no va a regresar. Preferiría llevarte a
Londres con Georgiana o con tus tíos, si no quisieras
quedarte sola en la casa, o aquí en el hotel.
–No me refiero únicamente a ese tipo de soledad.
–Sí, lo sé –concluyó acariciando su rostro y besándola en la
frente.
Cuando Darcy acabó sus pendientes en Oxford, los Sres.
Darcy salieron rumbo a Bristol, como lo tenían contemplado,
y a su llegada los recibió Fitzwilliam en el hotel. Darcy estuvo
ocupado tres días, desde que salía después del desayuno
hasta el anochecer, mientras Lizzie leía sus libros o paseaba
en el jardín del hotel. Los siguientes días, Darcy llevó a
Lizzie a conocer la Catedral, el Castillo Blaise y el Red
Lodge. Terminada su visita, regresaron a Londres.
CAPÍTULO IV
Las Bennet habían llegado más temprano que los Sres.
Darcy a Londres, situación que sorprendió a Lizzie cuando
arribaron a la casa. El mayordomo salió a recibirlos con esta
noticia y les comunicó que sus invitadas habían salido y
regresarían más tarde, causando mayor asombro en Lizzie,
quien correspondió amablemente. Luego pasaron a la casa y
el ama de llaves ya les tenía preparada una taza de té que
aceptaron con agrado. Darcy se retiró a su alcoba ya que
tenía un fuerte dolor de cabeza, agradeciendo en su interior
que sus invitadas no estuvieran en casa todavía, mientras
Lizzie disponía algunas resoluciones con su servicio y veía
los pendientes que tenían para la presentación de Georgiana
en sociedad que se realizaría en los próximos días,
observando satisfecha que todo estaba resuelto.
Posteriormente subió a su recámara, ofreció al Sr. Darcy un
poco de láudano para aminorar su malestar y él correspondió
con cariño, luego se quedó dormido en el regazo de su
esposa al tiempo que, acariciándolo, Lizzie se zambullía en
la aventura que su libro le ofrecía y que la había atrapado
desde el día anterior, como hacía mucho no lo había logrado
un ejemplar, a pesar de que el gusto por la lectura lo había
cultivado desde niña. Cuando Darcy despertó, vio a su
esposa completamente transportada a otro mundo y la
contempló en silencio por varios minutos hasta que Lizzie se
percató al sentir su mirada.
–¡Ya despertaste! ¿Ya te sientes mejor? –examinó Lizzie
sonriendo.
–Sí, gracias, pero sigue con tu lectura; sabía que ese libro te
encantaría –dijo incorporándose.
–¡Es tan emocionante! No veo el momento de continuar.
Lizzie prosiguió leyendo en voz alta mientras Darcy la
escuchaba recordando los días en que hacía algunos años
disfrutó esas mismas líneas en su alcoba sin salir hasta
terminarlo, sin imaginar siquiera que un día podría
compartirlo con otra persona de esa manera. De pronto
Lizzie detuvo su lectura, alzó su cabeza y miró la oscuridad
de la noche a través de la ventana.
–Mi madre y mis hermanas no han regresado.
–Probablemente fueron a comprar sus vestidos para la
presentación de Georgiana y se les fue el tiempo.
–¿Así piensas cuando yo me dilato en regresar?
–No, pero gracias a Dios eso no sucede con frecuencia.
–Les he comprado varios vestidos muy bonitos que podrían
usar para el viernes, no creo que necesitaran uno nuevo. Es
raro que hayan llegado tan temprano a Londres y salieran
desde entonces.
–Conociendo a tu madre y su ligereza de horarios llegarán
en cualquier momento.
Lizzie se levantó y se acercó a la ventana creyendo escuchar
un carruaje que se veía a lo lejos sólo por la lámpara de
aceite que lo iluminaba.
–Ya se aproximan –indicó Lizzie con alivio–. Deseo poder
regresar pronto a estas páginas, yo creo que hoy no podré
dormir.
Lizzie dejó el libro sobre su mesa mientras Darcy se
levantaba para ponerse en marcha. Los Sres. Darcy salieron
de su alcoba y se dirigieron a la puerta para recibir por fin a
sus invitadas.
La Sra. Bennet bajó del carruaje y le siguieron Kitty y Mary.
La Sra. Bennet y Kitty caminaron platicando alegremente
hasta que se encontraron frente al Sr. Darcy que altivamente
las saludó, mientras ellas guardaban silencio. Lizzie dio un
paso al frente para saludarlas en tanto Mary, tediosamente,
se reunía con el grupo. Después de cambiarse de ropa se
dirigieron al comedor; la hora de la cena ya había pasado
desde hacía rato pero los anfitriones continuaban
hambrientos.
–Nos informó el Sr. Churchill que habían llegado hoy muy
temprano –comentó Lizzie molesta, sabiendo que su viaje
duraba al menos cuatro horas para recorrer las veinticuatro
millas que había entre Hertfordshire y Londres, sin tomar en
cuenta el tiempo que llevaba el cambio de caballos, y
recordando que su madre no acostumbraba salir al alba–.
¿Qué hicieron en todo este tiempo? ¿Acaso fueron de
compras?
–¿De compras? No, ya sabes que no puedo darme esos
lujos; las tiendas en Londres son muy caras y aunque la
provisión de viudedad que el Sr… –al sentir la gélida mirada
del Sr. Darcy ante una posible indiscreción la Sra. Bennet se
silenció–, que el Sr. Bennet nos dejó es suficiente para
nuestras necesidades, es difícil ahorrar en estos tiempos. Y
gracias a tu magnificencia podremos usar alguno de los
vestidos que nos has regalado.
–No has respondido a mi pregunta, ¿dónde estuvieron?
–Se nos hizo temprano en el viaje, creo que nunca había
pasado, y aprovechamos el día que estaba muy agradable.
Ya sabes, una tarde soleada en Londres no se ve muy a
menudo, es un desperdicio quedarse en casa y… fuimos al
Hyde Park.
–El Hyde Park lo cierran apenas se pone el sol.
–Luego fuimos a comer algo al Pantheon en la calle Oxford,
sentimos un poco de hambre.
–¡Claro!, ya era la hora de cenar.
–Se nos fue el tiempo platicando –intervino Kitty.
–¿Platicando?, ¿con quién? –insistió Lizzie.
–Con el Sr. Philip Windsor –repuso la Sra. Bennet
rápidamente.
–¿Philip Windsor? –preguntó Darcy azorado.
–Sí, aunque ese nombre le provoque malestar –afirmó Kitty–.
¡No se vaya a robar a su mujercita!
–¡Kitty! –exclamó Lizzie mientras su anfitrión la observaba
con arrogancia.
–Nos comentó que hace poco regresó de Francia –explicó la
Sra. Bennet–. Estuvo un par de días con sus padres y se
quedará esta temporada en Londres.
–No recordaba que fuera tan apuesto, tiene unos ojos azules
tan bonitos; aunque no como los del Sr. Darcy. Y preguntó
por ti, Lizzie –señaló Kitty con indiferencia.
–Vaya ¡qué noticia! –masculló Darcy enfadado.
–Eso lo explica, en parte –reveló Lizzie–. Me imagino que el
Sr. Windsor no fue el que habló. Regularmente no se
escucha su voz y con todo lo que ustedes platican no creo
que haya aportado gran cosa.
–Ciertamente él no participó. El centro de atención fue otra
persona –aclaró Kitty.
–¿Otra persona?, ¿quién? –inquirió Lizzie.
–El amigo que lo acompañaba –espetó la Sra Bennet con
prontitud–. No recuerdo su nombre –comentó sin darle
importancia.
–Se llamaba Hayter –inventó Kitty burlándose y
provocándole sobresalto a su madre mientras ella la veía con
ojos de censura–. Y mencionó que tiene amigos que nos va
a presentar.
–¿Amigos del Sr. Philip Windsor? –averiguó Lizzie.
–Sí, son de muy buenas familias, según nos participó –
expuso la Sra. Bennet–. Buenos partidos para Mary y para
Kitty.
En ese momento Mary se puso de pie y se disculpó con los
presentes, ya que se sentía indispuesta y quería ir a
acostarse. Lizzie la vio preocupada y la Sra. Bennet repuso:
–Ha sido un día muy largo, le hará bien descansar.
–Iré a ver si se le ofrece algo –indicó Lizzie, disculpándose y
alcanzando a su hermana.
La Sra. Bennet igualmente se puso de pie para ir a su
encuentro mientras Lizzie le preguntaba a Mary cómo se
sentía. La Sra. Bennet llegó a interrumpirlas diciendo:
–Sra. Darcy, es mi turno de atender a mi hija y usted a su
esposo. Le aseguro que yo no me atrevería a dejar a un
marido tan apuesto como el Sr. Darcy a solas con Kitty.
Lizzie, sin pensar más, regresó prontamente al comedor.
Darcy se puso de pie y le ayudó a tomar asiento
nuevamente.
–¿Todo está bien con tu hermana? –averiguó Darcy con
seriedad.
–Por primera vez en su vida, mi madre se ofreció a atenderla
–explicó Lizzie.
Kitty se rió.
Poco tiempo después la cena concluyó, Kitty y los Sres.
Darcy se despidieron y marcharon a sus habitaciones. Lizzie
llegó a cambiarse rápidamente y, ya en la cama, a retomar
su libro mientras su marido se alistaba con más calma.
Cuando Darcy salió del vestidor se encontró con su mujer
profundamente dormida con el libro que tanto había deseado
terminar en las próximas horas en las manos. Se acercó para
cobijarla y retirarle el texto y, hojeando el viejo ejemplar,
inició nuevamente su lectura con sumo interés que continuó
hasta altas horas de la noche.
Al día siguiente cuando Lizzie despertó, encendió una vela,
se levantó sin hacer ruido para no interrumpir el descanso de
su esposo y encontró el libro en la mesa de Darcy, en la
página donde él se había quedado la noche anterior. Se
sentó en el sillón y continuó leyendo las subsecuentes dos
páginas, hasta que Darcy despertó.
–Pensé que ibas a ir a cabalgar hoy –comentó Lizzie.
–Si, yo también pero no pude resistir leer tu libro hasta que
se acabó la vela. Ya había olvidado tantos detalles tan
interesantes.
–En tu cajón hay más velas.
–Sí, pero si la hubiera sacado no habría dormido en toda la
noche.
–Eso pensé que iba a hacer yo y ya ves, me venció el sueño.
–Si estás cansada es mejor que duermas bien. Georgiana ya
tiene todo listo para el evento del viernes, según me informó
en su última carta. Hoy podrás continuar con tu lectura.
–Si mi madre y mis hermanas me dejan. Hoy desearía tanto
quedarme en casa sólo para leer.
–Y encontré otro libro del mismo autor que no podrás soltar.
–Yo creo que ese lo empezaré cuando regresemos a
Pemberley. Tal vez pueda dejar solas a mis invitadas un día,
pero no creo que sea considerado de mi parte olvidarme de
ellas.
–Están en Londres, no creo que les disguste.
–A mi madre y a Kitty no, pero a Mary la sentí aturdida
anoche.
–Tal vez en algún momento del día puedas hablar con ella y
tranquilizarla.
–Sí. Me acercaré a ella a ver qué le sucede.
–Entonces –expresó poniéndose de pie–, si quieres ya no te
interrumpo más que pronto iniciarás la parte más interesante
de la historia.
–Y tú, ¿no lo quieres seguir leyendo? Podrías alcanzarme y
luego podremos leer juntos la segunda parte.
Darcy se acercó e inclinándose se arrodilló frente a Lizzie, le
tomó la mano y le dijo:
–Me encantaría, pero estás muy entusiasmada en seguir;
esta semana estoy con varios pendientes de trabajo. Mejor
cuando tú lo termines continúo mi lectura. Me gusta más ver
cómo lo disfrutas.
Lizzie sonrió al tiempo que él besaba su mano.
–Sra. Darcy, tal vez en la noche podamos leerlo juntos, en
donde se haya quedado.
–Tal vez –susurró al acariciar su rostro y buscar sus labios
para besarlo delicadamente.
Darcy la abrazó amorosamente.
Cuando los Sres. Darcy bajaron al salón principal se
encontraron a Mary que estaba viendo el jardín a través de la
ventana. Lizzie entró y la saludó mientras Darcy le indicó que
estaría en su estudio para que pudieran hablar; se acercó a
Mary y le dijo:
–¿Te sientes mejor? Anoche me quedé preocupada.
Mary se volteó en silencio y observó a Lizzie.
–Te he notado angustiada, ¿puedo ayudarte en algo?
–Lizzie, yo… Necesito decirte que…
–¡Mary! –interrumpió la Sra. Bennet–. Te andaba buscando
para darte tu medicina. Ya la encontré.
La Sra. Bennet le dio un jarabe con una cuchara y un vaso
de agua a su hija, quien lo recibió tomando un poco.
Enseguida, la Sra. Bennet se dirigió a Lizzie para saludarla.
–Sra. Darcy, hoy luce especialmente… bonita.
–En eso, Sra. Bennet, estoy totalmente de acuerdo con
usted. La Sra. Darcy luce sustancialmente hermosa –
reafirmó Darcy que había vuelto al escuchar el grito de su
suegra y se acercó a su mujer viéndola con cariño.
Lizzie sonrió satisfecha.
–Sólo falta Kitty. Siempre llegando tarde.
–Eso se enseña en casa –murmuró Mary.
–No sé de dónde lo aprendió. Ya ves, la Sra. Darcy es muy
puntual, al igual que el Sr. Darcy. Y recuerdo que el Sr.
Bennet siempre llegaba a tiempo, era una de sus múltiples
virtudes.
–A buena hora te acuerdas de él –reclamó Mary.
–Ya viene Kitty –repuso Lizzie notando molesta a Mary–. Si
quieren pasemos al comedor.
Se encontraron a Kitty en el camino y todos se dirigieron a
desayunar.
–¿Ya han pensado qué lugar quieren que visitemos hoy? –
preguntó Lizzie.
–Ya teníamos planes, Lizzie –indicó la Sra. Bennet–, aunque
no sé si quieras acompañarnos. El Sr. Windsor hoy nos
presentará a sus amistades.
–¿El Sr. Windsor? –inquirió Kitty asombrada.
–Sí, el Sr. Philip Windsor, ¿no lo recuerdas, Kitty? –aclaró la
Sra. Bennet–. Quedamos vernos con él en el transcurso de
la mañana en el Hyde Park. Seguramente el Sr. Darcy no
querrá que nos acompañes Lizzie, y yo lo entiendo, después
de haber visto cómo te miraba ese caballero aquella noche.
–La Sra. Darcy es libre de ir a donde ella quiera –esclareció
Darcy parcamente.
–Si ya tenían planes, tal vez pueda aprovechar para terminar
varios pendientes que tengo aquí –contestó Lizzie–. Mary, si
quieres, puedes quedarte conmigo para que te recuperes de
tu malestar.
–¡No! ¡Mary viene con nosotras! –ordenó la Sra. Bennet–.
Justo le presentarán a un caballero. Sería una grosería que
no fuera.
–Gracias Lizzie, pero prefiero ir con mi madre –indicó Mary
con resignación.
–Pero… tal vez te lo pueden presentar en otra oportunidad –
sugirió Lizzie–, si estás enferma es mejor que te quedes y
que te revise un médico.
–¿El Dr. Donohue? –indagó Kitty.
–Sí, o el Dr. Robinson.
–¡Qué venga mejor el Dr. Donohue! Así podré preguntarle
por su hermano Robert.
–Sra. Darcy, precisamente había pensado llevar a Mary al
médico después de la cita que ya teníamos acordada –
aseveró la Sra. Bennet–. Kitty, te puedo asegurar que antes
del viernes veremos al Dr. Donohue; el Sr. Darcy
indudablemente querrá ver a su hermana y ella vendrá con
su marido.
–Lizzie, no es necesario un médico, ya me siento mejor,
gracias –aclaró Mary–. Considero prudente que acompañe a
mi madre para la cita.
–Como tú decidas, Mary –contestó Lizzie.
Cuando concluyó el desayuno, las Bennet se fueron a alistar
para salir a su compromiso y se despidieron de Lizzie, quien
las acompañó hasta el carruaje. Lizzie fue entonces al
despacho de Darcy, donde se encontraba revisando una
documentación mientras esperaba a Fitzwilliam. Darcy se
puso de pie al ver que su esposa entraba y ella le comentó:
–Ya se fueron a su cita.
–¿Tu madre te dejó hablar con Mary?
–No, parece que se presentó en el momento justo antes del
desayuno y después no se arredraba de ella. Mary quería
decirme algo; desde ayer la he notado muy extraña, molesta
con mi madre pero a la vez resignada a hacer su voluntad.
Ha de ser muy desagradable tener que soportar una
situación así. Y desde que llegaron, todo ha sido insólito con
mi madre.
–Lo cierto es que encontraste el mejor pretexto para
quedarte en casa, como querías, para terminar el libro –dijo
acercándose y tomando sus manos.
–Y tú conseguiste que yo no fuera al paseo sin mayor
preocupación.
–Sabes que si tú hubieras querido ir, yo no te lo habría
impedido.
–¿Y te habrías quedado muy tranquilo?
–¿Tranquilo? En absoluto. Tal vez habría hecho lo imposible
por acompañarte y si no se podía le habría pedido al Sr.
Peterson especial cuidado de su parte. Habría sido como tu
sombra. Y a pesar de todo eso, habría sido el día más
terrible de mi vida. Sólo me consolaría pensar en que tengo
plena confianza de que tu amor es tan fuerte como el mío,
así encontraría la paz para sobrevivir un día así.
Lizzie sonrió y Darcy continuó:
–Todavía puedes cambiar de decisión si tú quieres y le
pediré al Sr. Peterson que te lleve.
–Sabes que yo no iría a un paseo con esa persona y sí, fue
el mejor pretexto para quedarme en casa. Así no se molestó
mi madre y me quedé a tu lado, aunque estés trabajando
todo el día. Sin embargo, tal vez pueda aprovechar para ir a
visitar unos momentos a mi tía.
–¿Todo está bien? –indagó preocupado.
–Sí, tú sabes que sí, pero hace tanto que no la veo.
–¿Vendrán a cenar esta noche?
–Tengo entendido que sí. Prometo no demorarme y volver lo
antes posible.
–Y yo te prometo apurarme para terminar temprano y
acompañarte en tu lectura cuando estés de regreso.
Alguien tocó a la puerta y Darcy atendió. Era Fitzwilliam que
llegaba con los documentos necesarios para trabajar con el
Sr. Darcy, quien le solicitó unos minutos para escoltar a su
mujer al carruaje.
Lizzie llegó a Gracechurch donde la recibió la Sra. Gardiner
con un especial cariño.
–Lizzie, pensé que nos veríamos hasta la noche. ¡Qué
agradable sorpresa!
–Quería confirmar su asistencia a la cena.
–Será un placer acompañarlos. ¿Cómo has estado?
–Muy bien tía, muchas gracias por la bienvenida que le
ofrecieron a Georgiana. Me ha dicho que la disfrutaron
sobremanera.
–Me alegro, fue con todo cariño. Pero pasa y toma asiento,
¿te ofrezco una taza de té?
Lizzie asintió.
–Te ves jubilosa Lizzie, aunque más delgada.
–Las cosas han cambiado mucho desde la última vez que
estuve en esta casa.
–Recuerdo aquella mañana en que te veías tan triste y te voy
a confesar que me quedé muy preocupada después de la
boda de Georgiana, casi no estuviste en la fiesta.
–Ese día me sentía muy deprimida. Después de cuatro años
de matrimonio en los cuales deseábamos haber procreado
una criatura y ver que no había sido posible alcanzar
nuestros sueños.
–¡Ay, Lizzie!, ¡qué pena me da confirmar mis sospechas! Yo
sabía que no era normal tu ausencia, sobre todo por el gran
cariño que le has tomado a Georgiana en todos estos años.
–Ese día sufrí una de las grandes decepciones de mi vida,
pensaba que ya estaba embarazada pero me di cuenta de mi
error. Me había ilusionado tanto y durante toda la boda me
empeñé en olvidarlo, pero toda la gente nos hacía preguntas
y me recordaba la tristeza que me embargaba, inclusive Lady
Catherine. Y luego la Srita. Margaret Campbell, una amiga
de la Srita. Bingley que tuvo el descaro de insinuarme que
ella estaría dispuesta a darle un hijo a mi marido, si yo no era
capaz de darle sucesión.
–¿Cómo?, ¿te lo dijo en tu propia casa?
–Sí, aunque he de confesar que ya no me importa lo que
haya dicho. Nos la encontramos en el hotel de Dublín. Darcy
estaba esperándome en una de las salas de la recepción y
cuando los vi juntos sentí hervir la sangre en todo mi cuerpo.
No obstante, me armé de valor, me acerqué y besé
apasionadamente a mi marido, ignorando su presencia.
Darcy me correspondió con dulzura y me abrazó como si
estuviéramos solos. Quién sabe qué habrán pensado los que
estaban cerca, pero con seguridad esa mujer estaba furiosa,
la saludé como si recién me hubiera percatado de su
presencia y nos retiramos alborozados. Darcy estaba muy
orgulloso.
–¡Que le sirva de lección! Y… ¿has seguido viendo al Dr.
Thatcher?
–La última vez que lo vi en consulta fue un mes antes de la
boda de Georgiana.
–¿Desde entonces? Y ¿qué te ha dicho?
–Lo mismo que las veces anteriores –contestó con ejemplar
serenidad–. El problema que tenía ya lo arregló y ahora todo
lo encuentra bien, dice que sólo es cuestión de tiempo y,
sobre todo, que intervenga la voluntad divina; pero he
aprendido a vivir con lo que tengo en el presente, que es
maravilloso, y aceptar lo que Dios quiere de nosotros. Pensé
que nunca diría esto, más cuando sé que hay probabilidad
de que no llegue a ser madre. Por lo menos me quedo con la
tranquilidad de conciencia de que hicimos lo que estuvo a
nuestro alcance. Dios me ha dado más de lo que yo había
soñado: pensaba quedarme solterona y me casé
profundamente enamorada y me ha llenado de felicidad. Tal
vez le exigí mucho a Dios cuando ya me había dado amor en
abundancia.
La Sra. Gardiner la vio con cierta tristeza en su mirada.
–Bueno, eso lo digo hoy. Quién sabe si siga pensando igual
en unos años, o mañana.
–Yo sigo rezando por ustedes. Y el Sr. Darcy ¿qué dice?
–No hemos hablado del asunto desde la boda de Georgiana.
Pero esos días me infundió tal seguridad en su amor que
muchas dudas e inquietudes que tenía han desaparecido.
Además, tal vez soy mejor tía que madre y por eso Dios me
manda sobrinos tan guapos, así los podré consentir a mis
anchas. Ese es un lujo que los padres no se pueden dar, al
que tal vez me costaría mucho trabajo renunciar.
–Y ¿cómo les fue en su viaje?
–Fue maravilloso, Darcy me llevó a muchas ciudades,
visitamos Irlanda, Escocia, el norte de Gales, Bath, Los
Lagos.
–¿Por fin visitaste Los Lagos?
–Sí, conocimos los lugares de interés turístico y unos bellos
paisajes que nunca olvidaré. Tuvimos tiempo suficiente para
divertirnos y olvidarnos de todos los problemas.
–Me alegra escucharlo y ver que obtuvieron buenos
resultados. ¿Qué fue lo que más te gustó?
–¿Además de la excelsa compañía? –preguntó sonriendo
pícaramente–. En Dublín fuimos al teatro New Music Hall en
donde presentaron Messiah, de Haendel; visitamos la
Catedral de San Patricio y la Catedral de la Santísima
Trinidad. Me encantó ver el Libro de Kells, un famoso
manuscrito ilustrado con motivos ornamentales realizado por
monjes celtas en el año 800, que constituye la pieza principal
del cristianismo irlandés y del arte irlando–sajón. Contiene en
latín los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento con notas
preliminares y explicativas, muchas ilustraciones de gran
belleza y excelente técnica en su acabado.
–¿En dónde lo vieron?
–En la Biblioteca Nacional, ubicada en la Universidad de la
Ciudad de Dublín, el Trinity College.
–¡Vaya! Debió ser un viaje espléndido, y muy oportuno. ¡Qué
satisfacción verte tan bien, Lizzie!
–Gracias por todo, tía Meg. Por su apoyo y los consejos que
me dio cuando más los necesité.
–Tú sabes que te tengo un enorme afecto, eres mi sobrina
favorita, y haríamos cualquier cosa por ayudarte.
Lizzie la abrazó con gran devoción y se despidió.
Cuando arribó a su casa, se dirigió al despacho de su marido
y tocó a la puerta. Darcy le abrió y sonrió al ver que ya
estaba de regreso. Cerró la puerta tras de sí, la tomó por las
mejillas y la besó en la frente.
–¡Vaya! Pensé que ibas a tardar más tiempo con tu tía.
–No, aunque fue muy agradable visitarla.
–Me alegro. ¿Si vendrán por la noche?
–Sí, te manda muchos saludos. ¿Te dilatarás más con
Fitzwilliam?
–Me falta discutir algunos aspectos de un contrato para que
lo tenga listo mañana y poder firmarlo con los clientes.
Prometo estar expedito para alcanzarte.
Lizzie asintió y se retiró al jardín donde continuó leyendo y
cuando empezó a refrescar se fue a la biblioteca. A media
tarde, Darcy llegó a buscarla.
–¿Cómo vas con tu lectura?
–Tenías razón, es la parte más interesante del libro.
–Y el final es totalmente inesperado.
–Lástima que no he avanzado tanto. Me quedé dormida.
–¿Dormida? ¡Yo casi no pude dormir en dos noches con este
libro en mis manos y tú has dormido como un ángel! Me
alegro, así podré disfrutar más contigo.
Lizzie sonrió y Darcy continuó la lectura en voz alta mientras
ella lo escuchaba, hasta que el Sr. Churchill los fue a buscar
para avisarles que los Sres. Donohue estaban arribando. Los
señores de la casa se encaminaron a recibirlos, Darcy
abrazó cariñosamente a su hermana, pasaron al salón
principal donde les ofrecieron asiento y Lizzie sirvió el té.
–Georgiana, ¡qué gusto que estés tan bien!
–A mí me llena de alegría verte feliz, Lizzie –afirmó
Georgiana con satisfacción–. Sin embargo, has adelgazado,
¿te encuentras bien?
–Sí, gracias.
–La Sra. Darcy ha estado comiendo menos últimamente –
señaló Darcy.
–Lizzie, regularmente comes poco y ahora menos, ¿quieres
desaparecer de la faz de la tierra? –inquirió Georgiana.
–No –contestó riendo–, sólo que he tenido poco apetito.
–Espero que tu avidez mejore esta noche –anheló Darcy–. Y
dime, Georgiana, ¿cómo te has sentido en tu nueva casa?
–Prodigiosamente bien. Al principio me sentía extraña, sobre
todo cuando Donohue tenía que ausentarse por más tiempo
que el habitual, por atender a un paciente; pero es algo a lo
que me tengo que acoplar.
–“La esposa de un doctor debe ser una persona llena de
amor, comprensión y generosidad hacia su esposo y sus
pacientes” –recitaron en coro Lizzie y Georgiana, causando
asombro en los caballeros.
–Son palabras que Lizzie me dijo hace años, que me ha
repetido de acuerdo a las circunstancias y que renuevo cada
vez que Patrick llega tarde por las noches –explicó
Georgiana.
–Procuro que sea lo menos posible y trato de compensar ese
tiempo en otros momentos –aclaró Donohue.
–Es cierto y te lo agradezco mucho.
–¿Y qué haces cuando pasa la noche fuera, atendiendo a un
paciente? –indagó Lizzie, recalcando la última parte.
–Gracias a Dios no ha sucedido todavía, pero ¡qué
preocupación!
–Sucederá sólo si es indispensable, Georgiana, y yo te
avisaré en caso necesario para que no te cause desvelo –
señaló Donohue con cariño.
–¿Y qué haces en tu casa tanto tiempo, además de las
labores propias del hogar? –inquirió Lizzie.
–Espero que no hayas intentado halagar a tu marido en la
cocina, como alguna vez quisiste hacerlo conmigo –espetó
Darcy con cariño.
–Pese a lo que dice mi hermano, algún día aprenderé a
cocinar –aseguró Georgiana.
–La Sra. Donohue ha encontrado excelentes maneras de
halagarme –afirmó Donohue.
Tras un breve silencio en donde se intercambiaron las
miradas, Georgiana continuó:
–Hice algunos cambios en el menú que han tenido mucho
éxito. También me he dedicado a conocer a cada persona
que está a mi cargo y las funciones que desempeñan en la
casa, a corregir y supervisar su trabajo. También pedí hacer
algunas innovaciones en el jardín. Pusimos más flores y
macetas para adornar donde hacía falta.
–Hiciste lo mismo que yo cuando entré en Pemberley –indicó
Lizzie.
–Excepto platicar y reírme con la hermana de mi marido –
aclaró Georgiana.
–Sí, esa parte me encantaba –recordó sonriendo.
–Y ahora, además de supervisar y de hacer las labores
propias del ama de casa, en mi tiempo libre estoy gran parte
del día en mi sala privada, tocando el piano, el arpa y
leyendo mis libros. La Sra. Gardiner a veces me visita, la
recibo con mucho cariño y hemos salido a pasear al Hyde
Park cuando la mañana está muy agradable. He pensado
volver a pintar algunas mesas; he visto varios sitios donde
quedarían muy bien.
–Me parece excelente que vuelvas a pintar –afirmó Donohue.
Darcy observaba a su hermana y a su esposo con atención,
complacido de verlos felices.
–Yo tengo una gran ventaja –glosó Lizzie–. Mi marido realiza
gran parte de su trabajo en su despacho, por lo que si quiero
ir a verlo sólo toco la puerta.
–Casi nunca lo has hecho –expresó Darcy.
–Es cierto. No me gusta interrumpirte, aunque es un
consuelo saber que estás muy cerca y disponible en caso
necesario. O a veces salgo al jardín a caminar y te veo por la
ventana.
–Si alguna vez quieres visitarme en mi despacho mientras
trabajo, estaré embelesado de disfrutar tu compañía –afirmó
sonriendo.
Lizzie sonrió satisfecha de oír esas palabras.
–Algún día, Georgiana, mi consultorio estará en nuestra casa
y podrás ir a saludarme cuando quieras.
Georgiana sonrió complacida.
–Y ¿cómo van los pacientes? –preguntó Darcy a Donohue.
–Cada vez atiendo a más pacientes. El Dr. Robinson está
muy satisfecho porque la mayoría de los que he recibido de
unos meses para acá son nuevos, han regresado
complacidos de la atención que se les ha dado y ellos
mismos nos han recomendado con sus amistades. Sin duda,
cada día hay más trabajo, pero cuidamos de darle el tiempo
que necesita a cada persona.
–Me ha tocado pasar por el consultorio y espero un rato,
afuera, observando a la gente que entra y sale
constantemente, ya sea para consulta o para comprar algún
medicamento –explicó Georgiana.
–¿Has ido al consultorio en Harley? –indagó Donohue.
–Sí, en varias ocasiones, cuando salgo de la casa. Y,
ciertamente abrigo la esperanza de verte pasar, aunque sea
por la ventana.
–Me encantaría que algún día me sorprendieras con tu visita.
El Sr. Smith interrumpió la conversación para anunciar a los
Sres. Gardiner, todos se pusieron de pie y Lizzie se adelantó
para recibir a sus tíos, los abrazó y les ofreció té mientras
tomaban asiento.
–Es un placer volver a verlos, Lizzie –afirmó el Sr. Gardiner–.
Ya me platicó la Sra. Gardiner de lo estupendo que estuvo su
viaje.
–Hace poco también estuvimos en Oxford y en Bristol. El Sr.
Darcy tenía asuntos de negocios que atender –comentó
Lizzie.
–Y ¿vieron a los Sres. Windsor? –preguntó Georgiana.
–Sí, les mandan muchos saludos –contestó Darcy.
–Desde la boda no veo a la Srita. Sandra, ¿cómo está?
–Bien, nos estuvo platicando que bailó en la boda con el Dr.
Black –comentó Lizzie.
–Sí, los vimos explayados. Le escribiré en la semana.
–Georgiana, si quieres puedes invitarla a pasar una
temporada a la casa –propuso Donohue.
–¡Oh!, muchas gracias.
–¿Cómo está el nuevo sobrino, Lizzie? –indagó la Sra.
Gardiner.
–Muy bien gracias tía, y Jane se encuentra mejor.
–Y tu madre y tus hermanas, pensé que estarían de visita.
–Aún no han regresado de su paseo. Seguramente ya no
han de tardar. Si hay algo que no perdona la Sra. Bennet es
iniciar tarde la cena.
–¿Para eso sí es muy estricta en sus horarios? –ironizó
Darcy.
–Eso espero –afirmó Lizzie riendo–, aunque por lo pronto ya
está retrasada.
–No te preocupes, podremos esperarlas –dijo el Sr.
Gardiner–. Conozco bien a mi hermana y cuando se trata de
un paseo en Londres, se olvida del reloj.
–Tal vez podrías regalarle un reloj en la siguiente navidad,
Lizzie –expuso Darcy.
–Sólo las esperaremos un tiempo prudente –aclaró la señora
de la casa.
–¿Cómo va la florería? –preguntó Georgiana a su cuñada.
–Muy bien, la Srita. Reynolds ha resultado excelente
vendedora y el Sr. Weston tiene mucha iniciativa para
aprovechar mejor el espacio del invernadero y cultivar otro
tipo de plantas de ornamento y me han informado por carta
que los clientes están satisfechos del servicio y nos han
recomendado con otros establecimientos a los que
empezaremos a surtirles pronto.
–Me comentaron algunos caballeros que a partir de la boda
de Georgiana han visitado con mayor frecuencia la florería,
ya que las damas quedaron fascinadas con los arreglos con
los que ataviaron la fiesta –explicó Darcy.
–Es maravilloso ver cómo Lizzie puede hacer con unas
cuantas flores y hojas una obra de arte –indicó Georgiana.
Lizzie sonrió.
–Y ¿cómo van los negocios, Sr. Darcy? –indagó el Sr.
Gardiner.
–Por fortuna han crecido considerablemente: la explotación
de las minas de carbón y de hierro están en su apogeo y la
industria textil ha aumentado la producción.
–¿Y la fábrica de porcelana? –preguntó Georgiana.
–Pronto expandiremos las ventas a otras ciudades además
de Derbyshire y Londres. En Oxford están muy interesados
en abrir una tienda y en Bristol de exportar a Irlanda y más
adelante a América.
–¡Vaya, hermano! Tu sueño se está haciendo realidad.
–Ver crecer los negocios de la familia Darcy de esta manera,
especialmente el de la porcelana, me llena de satisfacción.
Estuvieron haciendo tiempo un rato más y, mientras las
manecillas del reloj avanzaban, aumentaba la preocupación
en Lizzie, aunque trataba de disimular y continuar con la
conversación que llevaba con sus invitados, hasta que les
indicó que podían pasar a la mesa. Darcy se acercó a ella
para ofrecerle el brazo y le susurró al oído:
–Lizzie, no te preocupes, ya se presentará tu madre. No ha
sido la primera vez que llega tarde.
–Eso es lo que más me preocupa –explicó con agobio.
Darcy, acariciando su rostro, la besó en la frente y la condujo
hasta el comedor.
Iniciaron la cena con tres lugares vacíos y, aunque la
conversación era muy amena por parte de todos, Lizzie no
prestó atención y apenas probó bocado. A la mitad de la
cena el Sr. Churchill anunció que la Sra. Bennet y las Sritas.
Bennet habían llegado. Lizzie suspiró profundamente y
todos se pusieron de pie para recibirlas y saludarlas. La Sra.
Bennet y Kitty se veían encantadas y Mary reflejaba fastidio
en su rostro. Todos tomaron asiento nuevamente y la Sra.
Bennet dijo:
–Disculpen que nos hayamos retrasado. Se nos fue el
tiempo.
–Ni siquiera el hambre te hizo volver a una hora conveniente
–señaló Lizzie molesta.
El mayordomo acercó el platillo de rosbif para que la Sra.
Bennet se sirviera, ella se negó y agradeció su gentileza,
igualmente Kitty y Mary.
–Los caballeros fueron muy amables con nosotras, nos
invitaron a cenar en el Piazza y nos sirvieron un exquisito
mousse de salmón –explicó la Sra. Bennet–. Dr. Donohue,
¡qué gusto verlo! La Sra. Donohue se ve muy bien.
–Gracias, Sra. Bennet –indicó Donohue.
–Y ¿con quiénes estuvieron? –preguntó la Sra. Gardiner.
–¡Con la mejor compañía! –exclamó Kitty viendo a su madre.
–El Sr. Philip Windsor nos presentó a unas amistades, el Sr.
Harville y el Sr. Laurent. Seguramente el Dr. Donohue los
conoce, son de muy buenas familias –contestó la Sra.
Bennet.
–No, Sra. Bennet, no tengo el gusto –repuso Donohue.
–Y mañana los veremos una vez más.
–¿También en el Hyde Park? –indagó Lizzie.
La Sra. Bennet asintió.
–Y ¿a qué se dedican estos caballeros?
–Son abogados, como el Sr. Windsor –indicó la Sra. Bennet
con rapidez.
–Y, como abogados ¿se pueden tomar dos días seguidos,
siendo laborables, así de fácil e invitarlas a cenar a un lugar
tan exclusivo?
–Eso demuestra que están muy interesados.
–O son muy ricos, disculpando el comentario –aludió Kitty
refiriéndose a Darcy, quien la observó con su habitual
altanería.
–Y fueron muy atentos y muy agradables en su conversación
–aclaró la Sra. Bennet.
–Y ¿también apuestos? –ironizó Lizzie.
–Sí, un poco –respondió Kitty–, aunque no como los que
estamos acostumbradas a ver en esta mesa –apuntó viendo
a Darcy y a Donohue.
–Dr. Donohue, ¿cómo se encuentra su familia en Cardiff? –
inquirió la Sra. Bennet–. En la boda tuve oportunidad de
platicar con su madre, es una mujer encantadora.
–Se encuentra bien de salud, gracias Sra. Bennet.
–Y ¿cómo está su hermano Robert? –curioseó Kitty.
–Muy bien, gracias, Srita. Kitty.
–¿Él viene seguido a Londres?
–No, atiende el negocio en Cardiff seis días a la semana,
sólo descansa los domingos.
–Ellos sí trabajan en días laborables –aseveró Lizzie con
desdén.
–¿Como el Sr. Darcy? –cuestionó Kitty.
Todos guardaron silencio ante la temeridad de Kitty.
–Sra. Darcy, cuando conozca al Sr. Harville y al Sr. Laurent
verá que son muy agradables –indicó la Sra. Bennet.
–Podría ser mañana –sugirió Lizzie.
–¿Mañana? –cuestionó asombrada y luego repuso–. Me
gustaría que los conozca en compañía del Sr. Darcy y,
seguramente estará muy ocupado trabajando estos días;
más teniendo en puerta la presentación en sociedad de su
hermana.
–Entonces, por favor Sra. Bennet, mañana estaremos
encantados de recibirlos para cenar, temprano.
–Yo les haré la invitación, apenas los vea –registró con
vacilación.
–Y el Sr. Darcy ¿estará de acuerdo en que invitemos
también al Sr. Philip Windsor? –investigó Kitty riendo.
–Mi hermano, ¿por qué se opondría? –inquirió Georgiana.
–¡Vaya que la Sra. Georgiana sí está enamorada!
–La Sra. Darcy puede invitar a su casa a quien ella decida,
inclusive a las amistades de sus hermanas –contestó Darcy
ceñudo.
–Hablando de invitados, ¿quiénes vendrán a la presentación
de Georgiana? ¿Algún noble destacado? –curioseó Kitty.
–Destacado y soltero –aclaró Georgiana–, ya confirmó su
asistencia Lord John Russell, sexto duque de Bedford,
amigo de mi hermano.
–¿Es el duque que enviudó hace unos meses?
–Sí, el que recibió el título hace poco debido al fallecimiento
de su hermano mayor, Francis Russell.
–Dijeron en la Gazette que recibía una renta anual de treinta
mil libras, ¿será cierto? –comentó la Sra. Gardiner.
–¿Treinta mil libras anuales? –preguntaron al unísono Kitty y
la Sra. Bennet.
–¡Imagínate, más que el Sr. Darcy! ¿Es guapo? –curioseó
Kitty.
–¿Acaso eso te importaría? –inquirió Lizzie descortésmente.
–Mencionaron también que tiene tres hijos pequeños –
declaró la Sra. Gardiner.
–¡No importa! Kitty, Mary, me alegro de que trajeran su mejor
vestido; necesitan causar una excelente impresión –indicó la
Sra. Bennet.
–Mamá, recuerda que los caballeros de la nobleza requieren
permiso de la corte para contraer matrimonio y que sólo
cortejan a damas de sus círculos sociales –dilucidó Mary.
–Sí, ya lo sé. No obstante, también ha habido sus
excepciones, como Sir John Spencer, primer conde Spencer
y vizconde de Althorp, quien se casó con Lady Margaret
Georgiana Poyntz en 1755, y ella no era de la nobleza –
comentó la Sra. Bennet.
–Ellos se casaron por amor, a escondidas –aclaró
Georgiana–. Lady Margaret era amiga de mi madre y por su
estrecha amistad yo llevo su nombre. También ellos, así
como su hija, lady Georgiana Cavendish, confirmaron su
asistencia.
–¿La duquesa de Devonshire? –indagó la Sra. Bennet
sorprendida–. ¡Siempre he querido conocerla! ¿Cómo se
hará esos peinados tan maravillosos?
–¿Vendrá el duque de Devonshire en compañía de su
amante? Dicen que los tres asisten juntos a los eventos
sociales –curioseó Kitty.
–¡Kitty!, ¡tendrás que comportarte en la cena! Y lo mismo
digo para ti, mamá. No queremos ser impertinentes con los
invitados –señaló Lizzie con agresividad.
Todos guardaron silencio y observaron a su anfitriona,
sorprendidos por su actitud beligerante, aunque tuviera
razones de sobra para reaccionar así no era habitual en ella.
–Entonces el viernes estaremos rodeados de los círculos
más importantes de la nobleza inglesa –afirmó el Sr.
Gardiner, suavizando la tensión en el ambiente–. Entiendo
que los Cavendish y los Spencer son los pilares del partido
whig en el Parlamento de Londres.
–Afortunadamente en la cena no hablaremos de política, de
lo contrario podría peligrar nuestra amistad de tantos años –
comentó Darcy ya que él era partidario de los tory.
–Si la familia de la duquesa de Devonshire es amiga de la
familia Darcy desde hace tantos años, ¿por qué no asistieron
a la boda de Georgiana? –indagó Kitty.
–Lady Margaret estuvo delicada de salud y su hija se
disculpó por tener un compromiso de suma importancia con
el rey –respondió Georgiana.
Cuando concluyó la cena, Lizzie invitó a las damas a tomar
el té en el salón principal y los caballeros permanecieron en
el comedor disfrutando de una copa de oporto y de una
acalorada conversación sobre política. Más tarde, Georgiana
tocó unas piezas en el piano, lo que tranquilizó a Lizzie del
disgusto que sentía por lo sucedido con su madre. Cuando
Georgiana terminó su participación, los invitados se
marcharon y, mientras los anfitriones los acompañaban a sus
carruajes, la Sra. Bennet, Kitty y Mary desaparecieron, como
si hubieran querido evitar cualquier observación de Lizzie.
Darcy, antes de entrar a su alcoba, le pidió a su mujer que
cerrara los ojos. Ella, extrañada, lo hizo y Darcy abrió la
puerta, la condujo hasta el lugar indicado donde, al abrir los
ojos, se sorprendió enormemente y agradeció con un efusivo
abrazo la sorpresa que le tenía preparada. Era un retrato del
Sr. Bennet que el pintor había copiado en Londres.
–Y ¿cuándo le pediste que lo hiciera si estuvimos mucho
tiempo fuera? –preguntó Lizzie tomando sus manos con
cariño.
–Desde que le solicité los retratos de mis padres para
Georgiana, gracias a tu sugerencia.
–¿Desde entonces? –murmuró en tanto miraba la pintura.
–Aunque apenas hoy lo recibí.
–Sigues robándome sonrisas… –afirmó con una expresión
seductora, hechizando a su marido con la mirada.
–Y ahora quiero robarte un beso.
Darcy la ciñó por la cintura y acercó sus labios a los de su
amada, quien empezó a sentir los enérgicos latidos de su
corazón y que su cabeza daba vueltas sin parar, percibiendo
un cosquilleo en todo su cuerpo al empezar a hervirle la
sangre. Lizzie se colgó de su cuello sintiendo sus rodillas
desfallecidas y percibió el calor que su marido emanaba y
que la abrasaría en cualquier momento y murmuró, inmersa
en el torbellino de la pasión, mientras él tomaba respiro y
continuaba besando su cuello y percibiendo su pulso
desbocado:
–Eres maravilloso, me encanta cómo me besas.
–¿Sólo que te bese?
–Tú sabes que es parte de todo.
–Debes saber que todo lo que sé al respecto tú me lo has
enseñado –aclaró, incorporándose y viéndola con sus ojos
brillantes.
Lizzie sonrió, miró el cuadro que tenían junto y comentó:
–Creo que le pediré al Sr. Churchill que lo cambie de lugar.
–¿Por qué?
–No sé si pueda sintiendo que alguien nos observa –indicó,
al recordar las palabras que Darcy enunció cuando le
obsequió un retrato suyo que estaba colocado en esa misma
habitación.
–Pensé que eso no te incomodaba.
–No es lo mismo sentir tu mirada que la mirada de mi padre.
Darcy se rió divertido.
–¿Y dónde lo pondrás?
–Tal vez lo lleve a Pemberley para ponerlo en mi sala
privada, junto a tu retrato.
–Me parece una excelente idea. ¿Me permite robarle otro,
Sra. Darcy? –indagó él mientras apagaba con su mano la
vela que alumbraba la recámara.
CAPÍTULO V
Al día siguiente Darcy fue a cabalgar y a su regreso Mary
estaba en el salón principal; al escuchar la puerta se acercó
al pasillo y lo saludó:
–Sr. Darcy.
–Srita. Mary.
–¿Lizzie todavía no ha bajado?
–Acostumbra bajar a esta hora. ¿Quiere que la vaya a
buscar?
–Se lo agradecería mucho.
–¡Mary! –gritó la Sra. Bennet mientras bajaba los peldaños–.
Sr. Darcy, usted siempre tan madrugador.
–Disculpe –indicó Mary acercándose a su madre para decirle
algo.
Darcy prosiguió su camino hacia su recámara para buscar a
su mujer.
–Veo que sigues con el libro; así estaba yo cuando lo leí, no
podía soltarlo –explicó Darcy al entrar a su alcoba.
Lizzie sonrió, cerró el libro y se puso de pie.
–Aunque el libro esté muy apasionante, siempre preferiré
disfrutar de la compañía de mi esposo.
Darcy se acercó sonriendo, tomó sus manos y la besó en la
frente.
–Seguramente hoy podrás terminar el libro. Parece que tu
madre tiene prisa de irse a su cita. Ya está lista, con Mary.
–¿Ya está abajo? Es muy temprano para ella.
–Mary preguntó por ti.
Lizzie suspiró.
–Espero que hoy sí pueda hablar con ella. Si mi madre no
me deja, tendré que robármela por un rato.
–Y yo ¿me puedo robar a la Sra. Darcy mañana?
Lizzie sonrió.
–Me gustaría llevarte a pasear, solos –continuó Darcy.
–Y ¿ya acabaste tus ocupaciones de la semana?
–Hoy tendré una cita y luego estaré libre hasta el viernes por
la noche.
–Entonces tendré que hablar pronto con Mary, antes de tu
cita, para estar desocupada a tu regreso. Tengo que ver todo
lo de la cena de hoy con la Sra. Churchill y revisar si se
ofrece algo para el viernes. Tal vez antes de la cena
podamos acabar el libro y mañana iremos a donde tú
quieras.
–Será un placer.
Momentos más tarde, los Sres. Darcy descendían las
escaleras rumbo al salón principal donde ya se encontraban
la Sra. Bennet y Mary. Lizzie las saludó en tanto la Sra.
Churchill se acercaba a buscarla con alguna
correspondencia. Kitty se aproximó y, mientras saludaba a
los presentes, Lizzie abrió la carta y la leyó en voz baja.
“Lizzie: Necesito hablar urgentemente contigo, pero nadie
debe saberlo y menos mi madre; es muy importante. Nos
vemos al concluir el desayuno atrás del quiosco, allí no irá a
buscarme. Yo me disculparé unos minutos antes de finalizar
el almuerzo diciendo que me siento indispuesta y, si tú te
quedas sentada, a ella no le importará. Cuando todos se
retiren entonces podrás alcanzarme sin levantar sospechas.
Mary”.
Lizzie, al terminar de leerla, la guardó con cautela en el bolso
de su fresco y elegante vestido de batista e invitó a todos a
pasar al comedor. Durante el almuerzo, la Sra. Bennet
elucidó que los caballeros recién conocidos habían sido
excepcionalmente atentos y enumeró las cualidades que ella
les observó mientras platicaban. Cuando Mary fingió algún
malestar y se disculpó, la Sra. Bennet continuó hablando
maravillas de sus acompañantes y Lizzie escuchó hasta que
terminó el desayuno. Darcy se marchó al despacho con
Fitzwilliam que acababa de llegar y la Sra. Bennet y Kitty se
fueron a alistar para su paseo. Lizzie, apresurada, fue a
alcanzar a Mary en el lugar indicado antes de que su madre
se diera cuenta de su ausencia.
Darcy seguía trabajando con Fitzwilliam en el estudio
cuando Lizzie tocó a la puerta y entró. Los señores se
pusieron de pie y ella, con el rostro lleno de preocupación y
la voz entrecortada, le solicitó a su marido, quien la miraba
consternado:
–Necesito hablar contigo.
–Esperaré en el salón principal, con su permiso –señaló
Fitzwilliam retirándose prontamente.
Darcy se acercó a Lizzie y ella, con notable nerviosismo,
informó:
–Mary habló conmigo.
Lizzie, rompiendo en sollozos, continuó:
–Me dijo que mi madre recibió al Sr. Hayes en Longbourn y
que… varias veces los encontró en una situación muy
comprometedora… Y una noche, so pretexto de la torrencial
lluvia, se quedó en la casa sin comentárselo a mis hermanas
y… sabrá Dios si…
Darcy se quedó suspenso viendo a su mujer, quien prosiguió
después de recuperar el aliento:
–Desde que llegaron a Londres se han visto otra vez y ha
tenido el descaro de presentarles unos amigos a mis
hermanas para que ellos puedan platicar. Por eso mi madre
no quería que yo fuera con ellas e inventó lo del Sr. Philip
Windsor.
–¿Eso fue mentira?
–En parte, lo vieron el día que llegaron en el parque,
mientras estaba mi madre con el Sr. Hayes y luego usó su
nombre como coartada. Mi madre les exigió a mis hermanas
que no me dijeran lo que sucedía y Mary aceptó
acompañarlas para evitar que hicieran una locura.
–¿Le dijiste algo a Mary?
–Sólo que se fuera a su alcoba, se fingiera enferma y se
rehusara por completo a acompañarla, a ver si así mi madre
se queda en la casa, o por lo menos me diera tiempo de
hablar contigo. Mary quería decirme todo desde la última
vez que estuvo en Starkholmes, cuando estábamos de viaje.
Me siento tan culpable por no haber estado en Pemberley
para escucharla.
–No, no.
–Le dije que si me hubiera escrito alguna carta, nosotros
habríamos regresado de inmediato. Tal vez habríamos
podido evitar que esto avanzara.
Darcy la tomó de sus brazos y le dijo:
–No te sientas culpable. Tu madre ya no es una niña, sabe
perfectamente lo que hace y sus consecuencias. Además, tú
le advertiste muy a tiempo del peligro que corría al mantener
una relación con ese hombre al que nadie conoce y no quiso
escucharte, por lo visto.
–Seguramente cuando hable con mi madre no me
escuchará o hará su voluntad. En realidad, no sé si podré
enfrentarla otra vez. Me siento tan avergonzada y tan
decepcionada.
–Lizzie, sólo dame unos días. Le pediré a Fitzwilliam que
investigue al Sr. Hayes para saber qué intenciones tiene y
después hablaremos con tu madre. Encontraremos la mejor
solución.
–El problema es que ella la acepte. Y yo no sé si, a pesar de
que Mary se quede en casa, ella insista en ir a la cita con
Kitty y lo vuelva a ver. ¿Qué le voy a decir entonces para que
no se vaya?
–Vamos, Lizzie, no te desanimes –explicó al tiempo que la
abrazaba–. Primero tienes que tranquilizarte y, si es
necesario, yo seré quien hable con ella.
Minutos más tarde, Darcy salió de su despacho y se dirigió al
salón principal donde aguardaba Fitzwilliam. Le pidió que
urgentemente investigara todo sobre el Sr. Hayes y sus
amigos, le indicó que al parecer era conocido de Wickham y
que habían estado frecuentando a la Sra. Bennet y a Kitty;
evitó decirle los detalles embarazosos y le solicitó
encarecidamente que le trajera la información cuando la
tuviera, no importaba la hora. Cuando Fitzwilliam se marchó,
Darcy fue con la Sra. Churchill para que indagara qué había
sucedido con las Bennet; le pidió absoluta discreción y que
entrara a la alcoba con cualquier excusa. La Sra. Churchill se
dirigió a cumplir el encargo del Sr. Darcy mientras él regresó
con su esposa, quien permanecía en su despacho todavía
muy afectada por la noticia. Darcy trató nuevamente de
tranquilizarla pero Lizzie sólo pensaba en el posible desdoro
de su madre, las repercusiones que esto conllevaría y que
también afectarían a Kitty que, por desgracia, estaba
siguiendo el mal ejemplo de su madre. No podía evitar
pensar en la memoria de su padre sintiendo que lo había
defraudado, la decepción hacia su madre a quien siempre le
había guardado respeto a pesar de su perenne
distanciamiento, la preocupación por el futuro de sus
hermanas si esto se convertía en un escándalo y le
abrumaba la vergüenza ante Darcy por todo lo que estaba
sucediendo con su familia.
La Sra. Churchill tocó a la puerta y Darcy fue a atender.
Después de unos momentos, él volvió a entrar con el
semblante turbado. Lizzie enjugó su rostro con un pañuelo y
al verlo, le preguntó:
–¿Ya se fueron?
–No, parece que tu madre no se sintió bien y mandaron
llamar al Dr. Donohue.
–¿Mi madre?, ¿qué pasó? –investigó poniéndose de pie.
–Tuvo un desmayo.
Lizzie, pensando lo peor, se sentó nuevamente en el sillón y
Darcy junto a ella, tomándole la mano.
–Le pedí a la Sra. Churchill que fuera otra vez a ver si
necesitan algo y me avisará cuando llegue el Dr. Donohue.
–¿Qué va a suceder si mi madre está…? –inquirió
angustiada, sin poder concluir.
–No lo sé, eso complicaría las cosas. Seguramente tendrían
que casarse; pero hasta no saber el diagnóstico no debemos
adelantarnos.
Ella respiró agitada y recargó su cabeza en el respaldo del
sillón, cerrando sus ojos.
–Lizzie, ¿te sientes bien? –preguntó viendo a su mujer muy
pálida.
–Han sido muchas emociones, ya pasará.
–Además, tu apetito no ha mejorado.
Darcy se puso de pie, sirvió un poco de vino y le ayudó a
bebérselo.
–Le diré a Donohue que te revise.
–No.
–Entonces le pediré al Dr. Robinson –sugirió, sabiendo que
no le gustaba que su hermano la atendiera como médico.
–No, no es necesario. Tu cita… tienes que ir.
–Sí, todavía tengo tiempo. Quiero ver primero lo de tu madre
y asegurarme de que tú estés tranquila; de lo contrario, la
cambiaré para otro día.
Lizzie recostó la cabeza en el regazo de su marido, quien la
acarició por un rato hasta que ella se sintió mejor. Salieron
del despacho rumbo a la habitación de Mary donde estaba la
Sra. Bennet; la Sra. Churchill bajaba las escaleras para
avisar al Sr. Darcy que el Dr. Donohue ya estaba revisando a
la Sra. Bennet. Al llegar a la puerta, esperaron unos minutos
con Mary.
–¿Qué sucedió con mi madre? –inquirió Lizzie.
–¡Por mi culpa le dio un ataque de nervios! –exclamó
saturada de angustia–. Cuando llegué a la recámara, mi
madre ya estaba esperándome, discutimos y ella se
exacerbó conmigo, luego se empezó a sentir mal y perdió el
conocimiento.
–¿Dónde está Kitty?
–En su recámara, se fue furiosa porque ya no podrán ir al
paseo.
El Dr. Donohue salió de la habitación y, después de saludar
a los Sres. Darcy, Lizzie le preguntó por su madre y él
respondió:
–La Sra. Bennet tiene una severa infección estomacal. Ya le
he dado la medicina y le pedí que guarde reposo por lo
menos dos o tres días, según se vaya recuperando. Le haré
unos análisis de todas maneras para estar seguros que sólo
sea eso.
–¿Qué más podría ser? –indagó alarmada.
–Nada grave, no tiene de qué preocuparse. Son análisis de
rutina que debe practicarse por lo menos una vez al año.
Darcy acompañó al Dr. Donohue a la puerta mientras Lizzie
entraba a ver a su madre con Mary; sintió mucha tristeza al
verla recordando las palabras que le había dicho su
hermana, pero sabía que tenía que dominarse como tantas
veces lo había tenido que hacer en el pasado y simular
tranquilidad. Darcy regresó a la habitación y tocó a la puerta,
Lizzie fue a abrir y salió al pasillo.
–¿Cómo está tu madre? –preguntó Darcy tomando sus
manos.
–Seguramente se siente muy mal. No ha pronunciado
palabra desde que entré.
–Por lo menos esto nos dará tiempo para tener la
información que le pedí a Fitzwilliam y no verá al Sr. Hayes.
–¿Te dijo algo más el Dr. Donohue?
–No, sólo que regresará mañana a revisarla.
–Y los análisis ¿los traerá mañana?
–No lo sé… ¿sigues preocupada por esa posibilidad?
Ella asintió, bajando su mirada.
–No te inquietes, el Dr. Donohue me habría dicho algo –
explicó Darcy para tranquilizarla, levantando delicadamente
su rostro.
–¿Y si se quiere asegurar antes de decirnos? Mi madre es
viuda y dar ese diagnóstico implicaría deshonrarla.
–Lizzie, por el momento sólo nos queda esperar; pero
recuerda que no importa lo que suceda, yo estaré a tu lado
para enfrentarlo.
Darcy permaneció un rato más con su esposa en su
habitación hasta cerciorarse de que estaría serena, ya que la
sentía inusualmente insegura. Luego pasó unos momentos al
despacho para recoger unos documentos y marcharse a su
cita. Lizzie regresó al lado de su madre, con Mary y Kitty que
la acompañaban. Kitty habló casi todo el tiempo de la cita
que habían perdido y de lo aburrida que se sentía, también le
reclamó a su madre que hubiera comido tanto mousse de
salmón, comentarios que nadie escuchó ya que Lizzie y Mary
estuvieron en silencio hasta que se fastidió y se retiró.
Después de un rato, la Sra. Churchill tocó a la puerta y le
avisó a su ama que el Sr. Darcy ya se aproximaba a la casa.
Lizzie bajó a recibirlo y le preguntó:
–¿Ya tienes noticias de Fitzwilliam?
–No, pero me traerá la información en cuanto la tenga.
¿Cómo está tu madre?
–Mal, aunque ya tomó sus medicinas y ahora está dormida –
indicó aturdida.
–Y tú ¿ya te has sentido bien?
–Sí, gracias.
–Parece que el Dr. Robinson está fuera de la ciudad. Quería
que viniera a revisarte.
Lizzie sonrió levemente y le dijo:
–Estoy bien, no es necesario un médico.
–Por lo menos pude ver tu sonrisa un momento.
Darcy, sonriendo, le acarició el rostro. Lizzie lo abrazó y él
correspondió con cariño.
La cena fue muy peculiar: Darcy, Lizzie y Mary
permanecieron en silencio y únicamente se escuchó la voz
de Kitty, quien hablaba prolijamente mostrando todo su
enfado. Los demás tenían puestos sus pensamientos en la
misma persona: la Sra. Bennet. Después de la cena, Lizzie
estuvo un momento con su madre para asegurarse de que
estuviera bien y luego se retiró a su alcoba. Darcy ofreció
continuar con la lectura del libro y ella aceptó, a pesar de que
no puso atención a la historia, el sonido de la voz de su
esposo le ayudó a conciliar el sueño con mayor serenidad.
CAPÍTULO VI
A la mañana siguiente, Lizzie se levantó un poco más tarde
que de costumbre y Darcy ya se había ido a montar. Ella se
arregló y al ver que su marido no regresaba a la misma hora
bajó a buscarlo, el Sr. Churchill le informó que cuando se
disponía a salir a cabalgar llegó el coronel Fitzwilliam a
buscarlo y que se había ido con él. Lizzie se quedó pensativa
y fue a ver a su madre. La Sra. Bennet había amanecido
mejor, estaba más animada aunque su semblante se veía
depreciado. La acompañó a desayunar con Mary y luego el
Sr. Churchill tocó a la puerta para anunciar que el Dr.
Donohue había llegado y venía en compañía de su esposa.
Lizzie salió a recibirlos y el doctor pasó a la alcoba mientras
Mary, Lizzie y Georgiana bajaron al salón principal donde
estaba Kitty. Darcy no había regresado y ya pasaba la hora
del desayuno, entonces la señora de la casa les indicó que
podían pasar al comedor mientras Georgiana las
acompañaba. Cuando terminaron el almuerzo, las damas
salieron en tanto Darcy llegaba y el médico descendía por
las escaleras. Los caballeros se encontraron y Donohue le
solicitó hablar con él. Darcy saludó a las señoras con una
leve inclinación y se retiró a su despacho, dejando a su mujer
más preocupada con la incertidumbre que vivía. Lizzie
esperó pacientemente en el salón principal con Georgiana y
Kitty mientras Mary regresaba con su madre.
Después de un rato, se escuchó que la puerta del despacho
se abría, así como las voces varoniles que comentaban
algún asunto. Lizzie rápidamente se puso de pie y se acercó
al pasillo, esperando poder hablar con su marido. Los
señores se aproximaron y Donohue pasó al salón principal
para buscar a Georgiana, puesto que ya se retiraban. Los
Sres. Donohue se despidieron y ella le dijo a Lizzie:
–Hermana, deja de preocuparte por tu madre y preocúpate
por ti, apenas si comiste algo en el desayuno. Seguramente
la Sra. Bennet pronto estará sana otra vez, está en
excelentes manos.
Los Sres. Darcy acompañaron a los Sres. Donohue a su
carruaje y, cuando éste se alejaba, él la invitó a dar un paseo
reflejando gravedad en su mirada. Lizzie, apoyada en el
brazo de su marido, sentía que a cada paso que daba se le
cimbraban las piernas y el dolor en el estómago, producto de
la preocupación, se hacía más intenso. Cuando llegaron al
quiosco, Darcy inició:
–El coronel Fitzwilliam vino hoy muy temprano, con la
información que le pedí.
–¿Qué te dijo? –preguntó apresurada.
–El Sr. Hayes está casado desde hace veinte años y…
Lizzie, estupefacta, tomó asiento en la banca y continuó
escuchando.
–… abandonó a su esposa y a sus dos hijos hace diez, aquí,
en Londres.
Darcy se sentó a su lado y prosiguió:
–En la mañana fui con Fitzwilliam a verlos a East End. No se
ha hecho responsable desde entonces y viven en una
situación muy precaria, en los barrios más pobres de la
ciudad. Ha tenido dos mujeres más y parece que también
tiene deudas de juego que superan las cinco mil libras y
varias denuncias pendientes. Actualmente está sin trabajo y
lleva buscando alguno desde hace dos años. Lo despidieron
por ser cómplice en un fraude, aunque no hubo denuncia y
con ese antecedente se le han cerrado las puertas, al menos
en su profesión. El Sr. Harville es soltero, al igual que el Sr.
Laurent, aunque este último tiene una amante y visita con
frecuencia los prostíbulos, ambos tienen antecedentes
penales por fraude y extorsión. Los tres son amigos de
Wickham e indudablemente quieren sacar provecho de la
relación entre las familias Bennet y Darcy.
–Y Donohue ¿qué te dijo?
–Afortunadamente no tenemos de qué preocuparnos por ese
lado. Esa posibilidad ya está descartada.
Lizzie respiró hondamente y preguntó:
–¿Qué vamos a hacer?
–Tendremos que hablar con tu madre y decirle toda la
verdad para que se convenza de que no debe volver a verlo.
–¿Y si no me escucha?
–Si quieres yo puedo acompañarte. A mí, tendrá que
escucharme.
Después de unos minutos, los Sres. Darcy emprendieron el
regreso a casa, rumbo a la habitación donde se encontraba
la Sra. Bennet. Lizzie entró para ver cómo estaba su madre y
ella, animada, le dijo:
–Sra. Darcy, el Dr. Donohue me ha dicho que mañana ya
podré levantarme. Tal vez pueda salir a la calle, ya me
siento mejor.
–Y ¿por qué tanta prisa de salir si todavía podrías estar débil
por la enfermedad?
–Sra. Darcy, ayer dejamos plantados a los caballeros; eso
fue una grosería de mi parte.
–¡Mamá! –exclamó resuelta–. ¡Necesito hablar contigo con
urgencia y el Sr. Darcy también! Por favor Mary, déjanos
solas.
–¿El Sr. Darcy? –preguntó acoquinada.
Lizzie abrió la puerta para que saliera Mary y pudiera entrar
su marido, quien permaneció atrás en tanto la Sra. Bennet se
aterró con sólo verlo. Lizzie se acercó a su madre y le dijo
indignada:
–Sabemos que has seguido viendo al Sr. Hayes, en
Longbourn y en el Hyde Park y que, además les ha
presentado a Kitty y a Mary unas amistades nada
recomendables.
–¿Te lo dijo Mary?
–¡Sí! –afirmó alzando la voz–, me dijo cosas vergonzosas
que no voy a repetirte pero que me han decepcionado por
completo. ¿Qué ejemplo estás dando a tus hijas al
comportarte de esa manera?, ¿cómo manchas la memoria
de mi padre al permitir que ese hombre…?
–Lizzie, por favor –interrumpió–, no digas esas cosas
enfrente del Sr. Darcy.
–¡El Sr. Darcy está enterado de todo y venimos muy
preocupados por tu situación!
–¿Vienen a pedirme que me case con el Sr. Hayes? Si él me
lo pide, yo estaré encantada de hacerlo.
–¿Cómo? –inquirió atónita, casi sin aliento.
–Sí, Lizzie. Si me pide matrimonio hoy mismo, mañana me
caso con él.
–Pero…
–Lizzie, tú misma has dicho muchas veces que casarse por
amor es maravilloso, y yo estoy perdidamente enamorada
del Sr. Hayes. Ha sido tan amable conmigo, me escucha, me
comprende y me hace sentir tan especial, tan feliz, como tú
con el Sr. Darcy. Me dijo que sólo resolverá un problema
que tiene y se casará conmigo.
–¡No sólo tiene un problema!
–Me ha dicho que me ama y desde que lo conozco ya no me
siento sola, aunque no esté con él pienso en todo lo que me
dice y cómo me…
–¡Mamá! –gritó–. ¡El Sr. Hayes no se puede casar contigo ni
hoy ni nunca! Él tiene esposa e hijos...
–¿Cómo?
–Esposa e hijos que abandonó hace diez años y que todavía
existen, aunque él ya no los recuerde; que viven en
condiciones precarias gracias a que su padre no se hace
responsable de ellos desde entonces.
–Él me dijo que su esposa había muerto, seguramente es la
mujer de otro hombre. Es posible que sea de otro Sr. Hayes,
de su hermano por ejemplo.
–No, Sra. Bennet –adució Darcy con severidad–. Hoy fui a
percatarme de que la identidad del Sr. Hayes que usted
conoce fuera la misma de quien estamos hablando. Me
entrevisté con su esposa y me mostró los documentos que
avalan su matrimonio. El Sr. Hayes no tiene hermanos ni
otros parientes en Londres ni en toda Inglaterra. Pude
corroborar toda la información.
–Y también sabemos que, después de abandonar a su
esposa, ha tenido otras mujeres –afirmó Lizzie.
–¡Pero si él me dijo que estaba enamorado de mí! –aseguró
la Sra. Bennet como un basilisco y, poniéndose de pie, se
sentó en el tocador para peinarse–. Tengo que hablar con él,
seguro tendrá alguna razón, me explicará las cosas, se
podrá arreglar de alguna manera.
–El Sr. Hayes tiene varias razones, mamá. Su
comportamiento ha sido sinuoso porque no tiene dinero ni
trabajo, tiene deudas de juego por una cantidad que ni tú ni
yo hemos visto reunida en toda nuestra vida; además le
gusta engañar a las mujeres como tú para sacar algún
provecho de la fortuna ajena, que ni a tu hija le pertenece. Y
debes agradecer que la noche que pasó en Longbourn no
tuviera consecuencias.
–¡Lizzie! –gritó sublevada–, ¿así le hablas a tu madre? ¡Qué
falta de respeto es esa!
–¿Y cómo le faltas tú al respeto a tu familia y a tu casa?
–Tiene que haber algún error en todo esto. Tal vez estén
tergiversando ustedes las cosas sólo porque nunca te fue
agradable. ¡Claro! Tú no quieres que sea feliz como tú lo
eres, sólo por la memoria del Sr. Bennet. ¡Ya deja a tu padre
descansar! Si te molesta tanto que yo sea feliz, puedes
olvidarte de que tienes una madre. Tú puedes disfrutar tu
jubilosa vida con el Sr. Darcy y yo viviré la mía sin
molestarte.
–Mamá, no es por eso –dijo, tratando de serenarse–. Sabes
que desde siempre tú y yo hemos tenido muchas diferencias,
pero lo que hacemos es por tu felicidad.
–¿Mi felicidad? Yo ya estoy bastante crecida para saber cuál
es mi felicidad –aclaró enfurecida.
–Entonces escúchanos y también piensa en tus hijas. Los
amigos del Sr. Hayes son personas peligrosas que tienen
antecedentes penales por fraude y extorsión, y además
libertinos, ¡son unos bullangueros! Si no consiguen las cosas
como quieren, pueden llegar a la violencia y hacerles daño.
No son de buenas familias como te dijo el Sr. Hayes. Se ha
acercado a ti con numerosos infundios para seducirte y luego
conseguir que te cases con él y así solucionar todos sus
problemas. ¿Qué clase de felicidad puedes alcanzar con un
hombre capaz de hacer tales atrocidades? Hoy te habla
bonito y mañana te pedirá las cosas a gritos y tal vez hasta
con golpes, al estilo de Wickham o peor aún.
–Tú siempre departiendo de Wickham como el peor hombre
sobre la tierra y ahora también el Sr. Hayes.
–Tú no sabes cómo son en realidad.
–¿Y tú si los conoces? Apenas has cruzado palabra con el
Sr. Hayes y yo ya llevo meses de tratarlo.
Lizzie, al ver la cara de incredulidad de su madre ante sus
palabras y al mostrarse tan ofendida al escuchar los insultos
de Lizzie hacia el hombre que decía amar, no tuvo más
argumentos que decir y se sentó en la silla, sintiéndose
desarmada, llorando, con la cabeza recargada sobre su
mano. Entonces Darcy, tratando de controlar su ira, se
acercó y le explicó nuevamente las razones y todas las
consecuencias que tendría de continuar con esa relación con
un tono nada amistoso, más bien atemorizante, que sólo
provocó que la Sra. Bennet se bloqueara a escucharlo y
retornara a ver a su hija, sentada a su lado, que sollozaba
con mucha inquietud, como cuando creía haber perdido a su
padre en aquel accidente de caballo que había sucedido
cuando era sólo una niña, sintiendo como si verdaderamente
estuviera perdiendo a su madre. Darcy, después de varios
minutos de intervenir y al no ver respuesta en la Sra. Bennet,
guardó silencio, esperando alguna réplica. Sólo se
escuchaba el lamento de Lizzie y la Sra. Bennet la tomó de
la mano y le dijo:
–Lizzie, desde que eras niña no te había visto llorar, ni
siquiera por la muerte de tu padre. ¿De veras te preocupa
tanto mi situación?
Lizzie se puso de pie y, tomando fuerzas de lo más recóndito
de su alma, le aseguró impávidamente:
–¡Claro que me preocupa! Y también la de mis hermanas,
inclusive la de Lydia, aunque su vida es justo lo que ha
merecido por su comportamiento. Además, mi padre, a quien
quieres olvidar definitivamente, me encomendó en su lecho
de muerte ver por ustedes y yo sí me tomo muy en serio ese
tipo de encargos. Él se acordó de ti hasta ese momento; pero
veo que a la que más le debería interesar ahora piensa que
no le concierne. Por eso no fuiste feliz con mi padre, él sí te
amaba y siempre te respetó. ¡Te aseguro que con Hayes
serás más infeliz que nunca!
Lizzie se retiró de la habitación, al tiempo que Darcy concluía
encolerizado:
–Sra. Bennet, si se empeña en seguir viendo al Sr. Hayes,
puede usted olvidarse de su relación con la familia Darcy y
todo su amparo. Dada su situación, le sugiero que lo piense
muy bien.
Darcy igualmente se retiró y alcanzó a su esposa que se
había ido a su alcoba.
La Sra. Bennet se quedó estupefacta y meditabunda en la
habitación durante todo el día, sin querer ver a nadie. En
realidad, nadie quería verla, sólo Kitty que la acompañó unos
momentos por la tarde, pero se fue pronto al ver que estaba
perdida en sus pensamientos: desde la muerte del Sr.
Bennet, ella recibía una pensión espléndida de parte del Sr.
Darcy para su manutención y la de sus hijas y ante la
amenaza de perderla reflexionó profundamente sobre las
palabras que había escuchado esa mañana.
Casi a la hora de cenar, Darcy y Lizzie arribaron a la casa.
Darcy había llevado a su esposa a pasear al St. James´s
Park y a una exposición de pintura que ofrecían en la ciudad,
en un intento por distraerla de la intranquilidad que sentía por
la actitud de su madre. Cuando se aproximaron al salón
principal, la Sra. Bennet descendía por las escaleras. Lizzie
se sorprendió de verla y esperó. Ésta se aproximó a ellos y
les indicó que quería hablarles. Darcy les pidió a las damas
pasar a su despacho, donde tomaron asiento mientras los
anfitriones se disponían a escucharla.
–Lizzie… –inició la Sra. Bennet titubeando, sintiendo el
atisbo fulminante de su yerno–, he estado meditando sobre
mi situación y también recordando numerosos momentos
que viví con el Sr. Bennet que también me llenaron de
alegría. Cómo puede uno olvidar tan fácilmente los buenos
recuerdos y grabarse tan profundamente en el corazón
aquellas ofensas que ni siquiera fueron tan graves pero que
sellan tan negativamente una relación. Y esos detalles de
atención de todos los días que se van perdiendo con los
años y uno ya no se da cuenta con cuánto amor los hizo la
otra persona para que su cónyuge se sintiera bien.
Perdóname Lizzie, tienes razón en todo lo que me dijiste. He
querido borrar de un plumazo la memoria del Sr. Bennet para
no sentir remordimiento por mi mal comportamiento. Me dejé
llevar por las palabras bonitas y las promesas de aquel
hombre, aun sabiendo que estaban lejos de la verdad;
primero por los halagos a mi vanidad, luego como un escape
a mi soledad y, por último, por la felicidad que me
proporcionaba; pero advertía de alguna manera que todo
llegaría a su fin. Por eso evité a toda costa que tú estuvieras
enterada, sabía que sólo conseguiría tu censura. En estas
horas recordé muchos detalles que hubo con el Sr. Hayes,
los había querido borrar de mi memoria pero al verlos me
inspiraba cierta desconfianza su actitud y ahora, con todo lo
que me revelaste, entendí la razón de mi suspicacia.
La Sra. Bennet hizo una pausa y, con la voz entrecortada,
continuó:
–Te agradezco tus palabras y tu preocupación. Pensé que no
era tan importante para ti, que únicamente lograría tu crítica
por el recuerdo de tu padre, no porque en realidad te
interesara mi felicidad.
–Me interesa mucho, mamá.
–No volveré a ver a ese hombre y quemaré todas sus cartas.
Sabía desde el principio que sería algo pasajero y que tarde
o temprano llegaría a su fin.
Lizzie abrazó a su madre con cariño y luego de unos
momentos ella le dijo:
–Tienes mucha suerte de tener a tu lado al Sr. Darcy. A
todos se nos antoja tener una relación tan bonita.
Lizzie sonrió y Darcy la observaba con suspicacia.
CAPÍTULO VII
Había llegado el viernes y el movimiento en la residencia de
los Darcy inició al alba. Darcy salió a cabalgar a Richmond
mientras Lizzie se alistaba y supervisaba que todos los
preparativos para la cena de esa noche estuvieran listos.
Luego fue a visitar a su madre a su habitación y le llevó el
desayuno. La Sra. Bennet ya se sentía mejor y quería estar
presente en el evento tan exclusivo que se avecinaba en ese
lugar; aun así, Lizzie le recomendó que reposara durante la
mañana para que se sintiera mejor en la tarde.
Darcy regresó a la hora del desayuno y se reunió con su
esposa y sus cuñadas. Kitty lo mareó con su conversación,
ya que estuvo hablando de todos los datos que había podido
investigar del duque de Bedford, de los duques de
Devonshire, de las infidelidades de estos últimos y los hijos
ilegítimos que habían sido motivo de escándalo en la
sociedad londinense. Los demás la escucharon sin prestar
demasiada atención.
Lizzie, después de supervisar los últimos pendientes con los
Sres. Churchill, se desocupó y se retiró a su habitación para
alistarse; se atavió con un hermoso vestido de seda y con
unas delicadas joyas que destacaban su belleza. Luego fue a
ver a su madre, quien, al igual que Kitty, ya estaba lista y
entusiasmada por el gran acontecimiento: no podían creer
que estarían rodeadas de la nobleza más importante de
Inglaterra; sólo faltarían el rey George III y la reina Charlotte
para completar el cuadro, quienes por motivos de salud no
asistirían al destacado evento. Lizzie, al ver a su madre
animada y pensando en otros asuntos diferentes al Sr.
Hayes, se sintió más tranquila.
Antes de la llegada de los invitados, los Sres. Darcy y las
Bennet recibieron a los Sres. Donohue y a los padres de éste
en el salón principal. También estaban invitados Fitzwilliam,
los Sres. Gardiner y los Bingley, quienes fueron llegando
minutos después. Lady Catherine y la Srita. Anne habían
sido convidadas pero se disculparon a través de una carta
dirigida a Georgiana. Los Darcy esperaban a cincuenta
invitados, entre los que se encontraban, además de su
familia y de los nobles ya mencionados, los aristócratas más
destacados de la sociedad: amigos de la familia y miembros
de la Corte cuyas esposas eran patrocinadoras del Almack´s
y dirigidas por la vizcondesa de Castlereagh, quien con su
esposo también estaría presente. Entre los más distinguidos
se encontraban Sir John Spencer, primer conde Spencer y
vizconde de Althorp acompañado por su esposa, la condesa
Lady Margaret Georgiana Spencer, amiga de Lady Anne
Darcy; Lord George Spencer, quinto duque de Marlborough y
la duquesa Lady Susan Spencer; Sir William Petty
FitzMaurice, marqués de Lansdowne y tercer conde de
Granville con la condesa Lady Sophia Granville, amiga de
Lady Anne.
Pasados unos cuantos minutos de la hora señalada comenzó
el desfile de personalidades, cada una fue anunciada como
era debido por el Sr. Churchill con toda propiedad y
mencionando los títulos que ostentaba cada celebridad. Los
Sres. Darcy y los Sres. Donohue los recibieron a la entrada
del salón para darles la bienvenida. Lizzie hizo uso de la más
estricta etiqueta mientras Jane le ayudaba a cuidar del buen
comportamiento de las Bennet que no podían controlar la
emoción; por momentos se escuchaba a lo lejos alguna risita
indiscreta de Kitty y de la Sra. Bennet ante las observaciones
que hacían de los presentes, pero los Sres. Gardiner y los
padres de Donohue mitigaron esta situación conversando
con los invitados de temas de interés general mientras los
mayordomos repartían tazas de té para las señoras y jerez y
coñac para los señores.
Cuando los condes Berkeley fueron anunciados, Georgiana
perdió el color de su rostro, aunque pudo guardar la
compostura al saludarlos.
–Sr. Darcy, no tenía el gusto de conocer a la Sra. Darcy –
indicó lady Berkeley, saludándola con cortesía–. Hacía
mucho que no veía a su hermana, la Sra. Georgiana
Donohue, aunque consulto con frecuencia a su esposo, es
un excelente médico –comentó mientras Georgiana sentía
que su piel se erizaba al resonar las palabras despectivas
que había escuchado con esa voz hacía unos días dirigidas
a su persona, acompañadas por halagos muy sugerentes a
su marido.
–El Dr. Donohue es una persona dedicada a su profesión,
pero desde que se casó únicamente se le puede ver en su
consultorio, se ha apartado de la vida social –afirmó el
conde.
–¿Acaso ha tenido más enfermos que atender?
–No, en realidad procuro, si es posible, regresar pronto a mi
casa, al lado de mi mujer. No soporto alejarme de ella un
instante –aclaró Donohue tomando a su esposa por la cintura
posesivamente y observándola con devoción, quien le regaló
una hermosa sonrisa–. Desde que la conocí, le pertenezco
por completo.
–Es una lástima, es tan buena compañía y ha dejado
muchos corazones rotos en su camino. Esperemos que hoy
nos deje gozar de su conversación y tal vez de algún baile.
–Lo siento lady Berkeley, pero le he solicitado todos los
bailes a la invitada de honor –dijo, regresando la atención a
su amada–. Quiero disfrutar de su encantadora sonrisa toda
la noche.
Georgiana curvó más sus labios sintiendo un vuelco en el
corazón y un deseo ferviente de besarlo apasionadamente,
dejando ver en sus mejillas un rubor que encantó a su
esposo.
–¿Todos los bailes? La etiqueta exige que una dama sólo
puede aceptar dos bailes en una noche con el mismo
caballero.
–Creo que puedo hacer una excepción a los
convencionalismos tratándose de mi marido, ¿no le parece?
–respondió Georgiana ufana.
Lady Berkeley la miró desdeñosamente, tomando el brazo
del conde y entrando en el salón. Donohue acercó la mano a
su mejilla para girar su rostro y capturar sus labios por unos
momentos, atrayendo la atención de todos los presentes,
algunos suspiros y varias risitas. Darcy los miró complacido,
entrelazando la mano de su esposa con la suya.
Cuando Donohue se separó, Georgiana bajó la mirada
apenada de sentirse tan deseosa, sólo había apreciado su
boca unos segundos y había provocado que su avidez
aumentara. Su marido la estrechó más contra su costado,
dándole la seguridad de su amor.
–Creo que tu hermana ahora se ve más bonita –musitó Lizzie
observando a su cuñada.
–Yo no me conformaría con sólo unos segundos –respondió
ante su invitación–, has mermado demasiado mi
autodominio, ¿quieres arriesgarte?
–Creo que seríamos motivo de escándalo, Sr. Darcy –indicó
sonriendo.
Lord John Russell, duque de Bedford, se presentó y las
miradas de las damas solteras se desviaron al escuchar el
nombre de labios del mayordomo. Enseguida se oyó un
murmullo que recorrió todo el salón y fue interrumpido por
una voz que hacía mucho tiempo no resonaba en esas
paredes.
–Sr. Darcy, mi buen amigo –dijo lord Russell–. Hace tanto
tiempo que no lo vemos en White´s o en Brooks´s; desde
que se casó según recuerdo. Y no se diga en el club de
esgrima, ya no he visto figurar su nombre entre los primeros
lugares del torneo más importante del año.
–Ese torneo coincide con la fecha de mi aniversario de
bodas. Le presento a la Sra. Darcy.
–¡Claro!, ahora entiendo la razón. Teniendo una esposa tan
bella ningún hombre querría salir de su casa.
Lizzie sonrió y agradeció el piropo. El duque se acercó a los
Sres. Donohue y saludó cortésmente a Georgiana, a quien
no veía desde hacía varios años cuando se tenía que
esconder de los invitados de sus padres:
–Creo que debo repetir el cumplido con la Sra. Donohue,
aunque sinceramente espero que el Dr. Donohue no se
quede encerrado en su casa, de lo contrario muchos
pereceríamos haciendo antesala para recibir sus atenciones.
Georgiana se sonrojó mientras el duque saludaba al Dr.
Donohue, quien lo había atendido médicamente hacía unos
meses. Luego continuó saludando a las amistades que se
encontraban presentes y que sin duda seguiría viendo a lo
largo de la temporada invernal en la ciudad, una vez que el
Parlamento abriera sus puertas.
Cuando el Sr. Churchill anunció a Lord William Cavendish,
quinto duque de Devonshire, Lady Georgiana Cavendish,
duquesa de Devonshire, y Lady Elizabeth Foster todos
guardaron silencio impresionados por la atrayente presencia
de la duquesa que envolvía tanto misterio, disimulando el
escándalo que les producía que Lady Foster asistiera al
evento.
La duquesa de Devonshire era una mujer sumamente
atractiva, con cabello castaño claro rizado, tez blanca y tersa,
de finas facciones y figura esbelta, que encubría muy bien
sus cuarenta y cinco años, pero en el fondo de su mirada se
llegaba a vislumbrar una enorme soledad y un dejo de
tristeza que nunca la abandonaba a pesar de rebosar alegría
y buen humor a todos sus acompañantes con su
extraordinario carisma. Lucía un peinado despampanante
que rebasaba la altura de los caballeros más altos del salón
aunque fuera de estatura mediana, acicalada con un
hermoso vestido de terciopelo entallado hasta la cintura y un
escote pronunciado al frente, su cuello estaba galardonado
con un collar de diamantes que brillaba desde el rincón más
apartado del salón y que hacía juego con los aretes que
colgaban e iluminaban su rostro.
Después de que los duques de Devonshire fueron recibidos
por los anfitriones, el duque de Bedford, que todavía se
encontraba cerca de la entrada, se acercó a la duquesa y le
dijo:
–Lady Georgiana, luce usted muy hermosa esta noche.
–Muchas gracias mi lord, aunque después del cumplido del
basurero todos los demás me resultan insípidos.
–Me encanta su respuesta. ¿Cuál era ese cumplido? “Amor y
bendición, mi lady, deje que alumbre mi pipa con las llamas
de sus ojos”. ¿Quién iba a decir que esa lisonja pasaría a la
historia?
La madre de la duquesa, Lady Georgiana Spencer, se
acercó a saludar a su hija.
–¡Gee!, luces tan bella esta noche.
–¡Mamá, qué gusto saber que sigues mejor de salud!
Lady Spencer saludó a su yerno y a Lady Foster con una
reverencia obligada, mientras las miradas de los presentes
los acechaban tratando de descubrir los verdaderos
sentimientos que circulaban entre ellos, acompañado por un
sigilo que fue roto por un murmullo que provenía de un lugar
distinto de donde se encontraban las Bennet:
–¡Qué cosas de la vida, un duque viudo y el otro con dos
mujeres!
–¿Cómo se encuentra el futuro duque de Devonshire y sus
agraciadas hermanas? –preguntó la abuela.
–Muy bien mamá; te han extrañado mucho.
–¡Oh!, siempre tan cariñosos.
Al ver que todos estaban reunidos, Darcy hizo una señal de
aprobación para que iniciara el baile, se acercó a su esposa
para sacarla a bailar mientras Donohue hacía lo mismo,
diciéndole al oído:
–Esta noche pretendo permanecer todo el tiempo a tu lado.
Quiero que todos, todos se convenzan de que adoro a mi
esposa y que no tengo ojos para nadie más que para mi
Georgie.
Los músicos interpretaron un minué que hizo que Georgiana
sintiera que estaba cerca del paraíso, con pasos discretos y
miradas sensuales, rozando apenas sus manos con una
ternura que casi provocaba que su corazón se le escapara,
un baile como lo habían hecho la noche anterior en la
privacidad de su alcoba, a la luz de la luna, con su camisón
de muselina que permeaba el calor de su marido y volaba a
cada giro antes de ser atrapada entre sus brazos protectores
que le daban todo el convencimiento de su afecto y ser
amada intensamente, acicalada sólo con su belleza natural y
una rosa roja colocada en sus cabellos.
Antes de que terminaran los aplausos, los Sres. Donohue ya
se habían escapado de la concurrencia, aislándose en el
jardín para besarse apasionadamente.
–¿Dónde está Georgiana? –indagó Darcy a su esposa, al
terminar el baile–. Quería presentarle a…
–Tendrás que esperar –señaló viendo hacia la ventana una
pareja que se atisbaba entre los matorrales.
–Han tenido una excelente idea –espetó Darcy tomando la
mano de Lizzie y conduciéndola al salón contiguo que
estaba vacío.
Al cerrar la puerta, Darcy apoyó a su mujer en la pared y
asaltó su boca cálidamente, estrechándola entre sus brazos
y dejándola sin aliento.
–Creo que estamos dando motivos para que hablen –musitó
Lizzie jadeante, sosteniéndose de su cuello.
–No creo que les interese demasiado nuestra ausencia, los
Sres. Donohue y los duques de Devonshire ya han dado
mucho de qué hablar. Quiero que tus ojos brillen como
estrellas y así contemplarte toda la noche.
Darcy la volvió a besar.
Los Sres. Donohue bailaron todos los bailes, no así los Sres.
Darcy que únicamente pudieron disfrutar de dos piezas ya
que como anfitriones se vieron obligados a danzar con otra
pareja para fomentar la convivencia.
Lizzie bailó con el duque de Bedford mientras su marido
conversaba con el conde de Spencer y lord Berkeley y la
observaba atentamente, escuchando sus risas a pesar de la
música, luego danzó con el duque de Devonshire a la vez
que Darcy valsaba con la duquesa, posteriormente le
concedió el honor al conde de Granville mientras su marido
bailaba con Lady Sophia. Por último, Lizzie cerró el bailoteo
con el duque de Bedford, acompañando la música con sus
risas.
Donohue se mostró especialmente atento con su esposa
mientras platicaban con los invitados en espera del siguiente
baile, regalándole pequeñas muestras de cariño a cada
momento, comentarios inundados de adulaciones y miradas
llenas de ternura, causando que los invitados hablaran a sus
espaldas, conmovidos por el amor que se profesaban.
Cuando pasaron al comedor, Lizzie los distribuyó en orden
de importancia, como lo exigía el protocolo, en los diferentes
lugares que estaban elegantemente dispuestos. Los platillos
fueron ágilmente distribuidos por varios mayordomos,
quienes parecían bailar cargando las botellas de vino y las
diferentes bandejas de plata con alimentos suculentos,
preparados en las cocinas de la residencia que los recibía.
Los invitados conversaron animadamente sobre la reciente
boda que se había celebrado hacía unos meses en
Pemberley y a la que los invitados de honor no habían
podido asistir. A diferencia de la boda de Georgiana, ningún
invitado incomodó a los anfitriones preguntando por la
posibilidad de un heredero del Sr. Darcy, ya que conocían de
sobra el caso de la duquesa de Devonshire, quien había
tardado nueve años en tener a su primera hija, tras varios
abortos naturales.
Como era de esperarse, Georgiana causó una excelente
impresión en todos los presentes y se desenvolvió con toda
elegancia, siguiendo la rigurosa etiqueta de la presentación
con tal seguridad que satisfizo a su hermano y a su marido.
Las Bennet, en cambio, tuvieron que ser silenciadas por
Lizzie en diversas ocasiones, quien con su mirada les exigía
mayor mesura en los comentarios que hacían entre ellas,
sentadas a poca distancia de la anfitriona para poderlas
controlar con mayor facilidad.
Al término de la cena, Lizzie invitó a las damas al salón
principal para que gozaran de una velada musical a cargo de
Georgiana, mientras los señores permanecieron en el
comedor disfrutando de su conversación y de una copa de
clarete de Saint Estéphe del 98 que Darcy había reservado
para ocasiones especiales, recibiendo excelentes
comentarios de su hospitalidad.
Las damas platicaron de los eventos de la alta sociedad que
tendrían lugar en las próximas fechas, a los que fueron
invitadas las anfitrionas. Lizzie y Georgiana agradecieron
mientras las duquesas y condesas presentes posaban sus
miradas en la Sra. Darcy, evaluando su desempeño como
dama refinada y anfitriona y se desviaban ocasionalmente
hacia las Bennet, quienes interrumpían con sus risas
disimuladas la conversación que sostenían.
Kitty procuró estar a poca distancia de lord Russell pero él ni
siquiera la volteó a ver, ya que permaneció rodeado de los
demás caballeros que, interesados, seguían el coloquio y,
posteriormente, el partido de faraón que disfrutaron el resto
de la velada en el salón contiguo.
Lady Berkeley continuamente posaba su mirada en los Sres.
Donohue pero no se volvió a acercar a ellos, escuchando las
glosas que hacían sus amistades de ellos y lo bien
impresionados que habían quedado de dicho matrimonio.
La duquesa de Devonshire, al saber que los caballeros
habían empezado el juego, dejó a las damas y se reunió con
los señores debido a que era una gran aficionada, incluso
ésta era de las pocas actividades que podía realizar que
fueran verdaderamente de su agrado. Los señores
intensificaron la emoción iniciando con apuestas moderadas
que se fueron incrementando a lo largo de la noche.
Después de una velada muy agradable para los
concurrentes, muy satifactoria para Georgiana y muy
desgastante para Lizzie, los invitados se retiraron pasadas
las dos de la madrugada. Mientras el servicio terminaba de
alzar, los Sres. Darcy acompañaron a Georgiana, a su
marido y a sus suegros al carruaje; ella agradeció
cariñosamente a su hermano y a Lizzie por tan grata
recepción y se marcharon.
Camino a su alcoba, Lizzie le dijo a su esposo tomada de su
brazo:
–¡Qué desventurada es la duquesa de Devonshire! Haber
recibido semejante elogio de labios de un hombre del
basurero y recordarlo como el más hermoso que haya
recibido en toda su vida.
–En cambio tú, has recibido los piropos más hermosos,
inclusive del conde de Bedford.
–El Sr. Darcy se ha encargado de adularme doblemente al
hacerme merecedora de dicho halago –aclaró sonriendo–.
No sé cómo una mujer tan atractiva y talentosa ha transigido
el amorío de su marido en su propia casa, con la que fue su
amiga, y permitido que ella asista a los eventos sociales
como si fuera una situación respetable. Y su madre,
disculpándome con Lady Anne, también lo disimula.
–Seguramente lo hizo por el bienestar de sus hijos –
comentó, abriendo la puerta de su recámara.
–Por ellos indudablemente ha tenido que soportar toda una
cadena de humillaciones y habladurías, sufrir la indiferencia
de su esposo desde el inicio de su matrimonio, renunciar al
amor de su vida y separarse de su hija más pequeña, fruto
de una unión ilegítima. Por hacer lo correcto se podría
convertir en heroína aunque tristemente pocos la admiren
por eso; más bien toda Inglaterra se enamoró de su belleza y
de su personalidad, excepto su marido.
Darcy le tomó las manos y la miró de frente.
–Todos excepto yo.
Lizzie sonrió y respondió:
–Agradezco que ella sea mayor que tú, aunque aparente ser
más joven.
–Tú sabes que aunque hubiera sido de mi edad, ninguna
mujer, ni siquiera ella, habría podido impresionarme tanto
como tú –dijo acercándose cada vez más hasta rozar sus
labios y besarla amorosamente–. ¡Qué difícil ha sido esta
noche, verte tan hermosa y no poder continuar ese beso que
te robé…! –musitó contra su boca.
Lizzie bajó su mirada, acarició su rostro con afecto y le dijo:
–Hoy no Darcy, estoy exhausta.
–¿Acaso el duque de Bedford te agotó con tanta risa? –
indagó irritado.
–¿Detecto un atisbo de celos en sus palabras? –examinó
con cariño.
Darcy frunció el ceño.
–Yo quería concederte todos los bailes, pero tus invitados lo
habrían tomado como falta de cortesía. Además, no necesito
reírme contigo toda la noche para saber que es a ti a quien
amo. Prefiero que me agotes de otra manera, aunque hoy de
verdad… Discúlpame.
–No tienes por qué disculparte –indicó resignado y la besó
en la frente, como habría querido besarle toda la piel–. Tal
vez te haga falta un masaje para que puedas descansar
mejor –sugirió tomándola en sus brazos y conduciéndola a la
cama.
–Me encantaría.
Darcy la colocó sobre el lecho, le quitó los zapatos, le alzó la
falda hasta los muslos para soltar las ligas que puso sobre la
mesa, cogió el extremo superior de las medias de seda y
deslizó lentamente sus grandes y varoniles manos en una
delicada caricia hasta llegar a la rodilla, donde se detuvo a
darle un beso, robándole un suspiro a su esposa.
–¿Estás tratando de que cambie de opinión? –preguntó
Lizzie.
Darcy la miró y sonrió, luego terminó de quitarle las medias,
la sentó para desabrocharle el vestido y retirárselo y,
dejándola con la enagua, la metió entre las cobijas.
–¿Hoy no te colocaste tu corsé?
–No quería verme más delgada de lo que estoy.
–Tendré que vigilar que te alimentes mejor –aseguró,
retirándole las joyas que llevaba.
Luego le aflojó las horquillas del peinado e introdujo las
manos en el cabello disfrutando de su suavidad; finalmente
le frotó los pies que le retumbaban de dolor.
–No sé qué he hecho para recibir tanto amor y comprensión
de tu parte –comentó Lizzie.
–¿Por qué?
–¡Cuántas mujeres, incluyendo a la duquesa, han tenido que
estar con sus maridos cuando ellas se encuentran
indispuestas, esclavizadas a sus deseos! En cambio yo,
recibo un delicioso masaje y toda la devoción de mi esposo.
Darcy se rió y dijo:
–¡Cuánto me alegro de que entre nosotros no haya débito
conyugal!
–¿Aun en una noche como ésta?
–Aun en una noche como ésta. Esperaré para una mejor
ocasión. Los hombres que no esperan, no saben de lo que
se pierden.
Lizzie sonrió, cerró sus ojos y a los pocos minutos estaba
profundamente dormida.
CAPÍTULO VIII
El día para los habitantes de la casa de los Darcy inició
tarde. No se escuchó movimiento sino hasta dos horas
después del alba y los huéspedes bajaron a desayunar
retrasadamente. Después, Lizzie pasó el día con su madre y
sus hermanas y visitaron los Jardines de Kew, donde el Sr.
Peterson y el Sr. Churchill estuvieron muy al pendiente de la
seguridad de las damas, por el conflicto con Hayes, mientras
Darcy salía con Fitzwilliam a terminar unos asuntos.
Era el último día de visita que tendrían las Bennet en esa
ocasión y Lizzie quería aprovecharlo para pasar un rato
agradable con su madre y sus hermanas, aunque en realidad
estaba derrengada por el ajetreo de los días anteriores. Pese
a todo, el paseo fue placentero para todas. Kitty habló con su
madre la mayoría del tiempo del evento de la noche anterior.
Mary estaba callada y su mirada reflejaba sosiego; al fin
sabía que el problema de su madre y Hayes había terminado
y se habían reconciliado. Lizzie, a pesar de estar poco
participativa, sentía mucha paz en su interior al haber
ayudado a su madre y a sus hermanas, y percibía gozo al
ver que sus mentes pensaban en otro tema.
Cuando regresaron a la casa, la Sra. Churchill fue a buscar a
la Sra. Darcy al carruaje para informarle que tenía un
visitante que, desde hacía rato, insistía en ver a la Sra.
Bennet: era el Sr. Hayes. Cuando la Sra. Bennet escuchó
ese nombre, se mostró muy nerviosa y Lizzie, calmándola, le
dijo que esperaran en el salón lindante cerrando bien la
puerta y que ella lo atendería.
Lizzie, mostrando una ecuanimidad que no sentía, se dirigió
al salón principal, donde se encontró con el Sr. Hayes, que
observaba detenidamente los retratos de la familia que
estaban colgados. El Sr. Hayes se inclinó como debía para
saludarla y Lizzie correspondió.
–Este es un retrato magnífico, seguramente al Sr. Darcy le
agrada. Se ve usted muy hermosa, Sra. Darcy –lisonjeó el
Sr. Hayes contemplando el retrato de Lizzie que hacía unos
meses habían terminado de pintar.
–Sr. Hayes, la Sra. Bennet se ha sentido indispuesta y no
podrá recibirlo, pero me ha pedido agradecerle todas sus
atenciones y se despide de usted.
–Pero, ¿está enferma? Tal vez pueda venir a verla mañana
para preguntar por su salud.
–No será necesario.
–¿Cómo?
–Mi madre se rehúsa a volver a verlo y me ha dicho su
intención de terminar sus relaciones con usted.
–¿Terminar nuestra relación?
–Creo que he sido muy clara –recalcó exasperada.
–Pero ¿cuál es el motivo de sus intenciones? He venido a
proponerle matrimonio.
–¿Matrimonio? ¿Teniendo esposa y dos hijos que alimentar,
abandonados en una situación miserable? –cuestionó
alzando la voz–. Y sabrá Dios si tiene algún hijo ilegítimo.
Pero ¡qué clase de hombre es usted!
–¡Ah!, ya habló esa mujer.
–Esa mujer, como la ha llamado, ha tenido la valentía que a
usted le falta para sacar adelante a sus dos hijos, pese al
abandono del que fueron objeto por su irresponsabilidad.
–Quiero ver a la Sra. Bennet y que ella me lo diga de frente.
–¿Todavía se atreve a pedirme eso? ¿Cómo viene a hablarle
de amor a una mujer teniendo compromiso con otra?
–Pero si yo amo a su madre y ella me ama a mí. ¿Acaso no
le ha dicho que hemos tenido una relación muy cercana?
–¡De la cual está completamente arrepentida! –gritó llena de
cólera.
–Sra. Darcy –indicó acercándose a Lizzie–, se ve más
atractiva cuando está excitada, ¿se lo han dicho?
Lizzie guardó silencio, sin caer en su juego.
–¿Acaso el malestar que tiene mi querida Sra. Bennet se
relaciona con basca, mareos, tal vez algún desmayo? Es
probable que dentro de poco me vayan a buscar para
suplicarme que contraiga matrimonio con su madre para
evitar un escándalo.
–¡Escándalo es el que usted va a tener si se atreve a volver
a buscar a la Sra. Bennet! El Sr. Darcy con su influencia
puede hacer que a ciertos delitos que han quedado impunes
por fin se les hagan justicia, no sólo en su contra sino
también en contra de sus amigos. Y ya no hablemos de la
posibilidad de encontrar un trabajo o poder saldar sus
deudas de juego. Ahora le exijo que se retire. ¡Hombres de
su calaña no son bienvenidos en esta casa!
El Sr. Hayes se acercó y, con toda la intención de desquitar
la furia que sentía, alzó su mano en contra de Lizzie.
–¡Sr. Hayes! –gritó Darcy que entraba en el salón principal
saturado de rabia.
Se aproximó dando enormes zancadas para cogerlo del
hombro y alejarlo de su esposa, interponiéndose entre ellos
para defender a su mujer.
–¡Ya escuchó a la Sra. Darcy! –increpó con vehemencia.
Lizzie, sintiendo que su corazón se le salía del cuerpo,
permaneció de pie a espaldas de Darcy, a quien vio más alto
y corpulento que de costumbre, en tanto Hayes se retiraba
iracundo de la habitación y de la casa. Cuando el portón se
cerró fuertemente, Lizzie se desplomó en el sillón que tenía
cerca y Darcy giró, sentándose a su lado.
–Lizzie, ¿te encuentras bien? –preguntó tomándole la mano.
Ella asintió con la cabeza y cuando recuperó el aliento
perdido por el susto, dijo:
–No soy tan resistente como mi madre piensa.
–Eres mucho más de lo que tú supones –señaló abrazándola
con cariño–, pero te suplico que no vuelvas a ponerte en
riesgo de esa manera.
–Ya quiero volver a casa.
–Sí, mi Lizzie. Mañana mismo regresamos.
Darcy, en lugar de ir a cabalgar por la mañana, fue en
compañía del Sr. Robinson a ver al comandante Randalls,
amigo suyo y de Fitzwilliam, para levantar una denuncia en
contra del Sr. Hayes, necesaria para activar el proceso penal
que tenía pendiente. Luego se regresó a la casa,
dirigiéndose a su habitación para buscar a su mujer.
Minutos después de haber entrado, alguien tocó a la puerta y
Darcy abrió. La Sra. Churchill le dijo:
–Sr. Darcy, hoy muy temprano la Sra. Bennet me entregó
esta correspondencia para el correo, pero siguiendo sus
instrucciones me esperé para mostrársela.
–¿Para la Sra. Younge? –preguntó desconcertado al ver el
escrito, recordando ese nombre que había dejado de
pronunciar desde hacía muchos años.
–¿La Sra. Younge?, ¿la que fue institutriz de Georgiana? –
indagó Lizzie arrebatándole el documento de las manos.
Darcy agradeció y la Sra. Churchill se retiró mientras Lizzie lo
abría. Recordó que esa mujer había ayudado a Wickham a
engañar a Georgiana cuando planearon su malograda fuga.
Se preguntaba angustiada en tanto batallaba con el sello por
qué la Sra. Bennet le mandaría una carta a esa persona.
Cuando vio a quién estaba dirigida, ella se puso blanca, con
la respiración agitada y sintiendo que su corazón se
desbocaba, y leyó en silencio:
“Mi adorado Sr. Hayes: Siento tanto lo que sucedió con mi
hija ayer pero no he podido evitar que ella se enterara de
nuestra relación, por lo cual es preciso que continuemos con
el más absoluto secreto ya que mi futura estabilidad depende
de ello. Podremos vernos el lunes por la noche en el mismo
lugar para que hablemos. No me despido ya que pronto
podré sentirme entre sus brazos. Sinceramente suya, Adele
Gardiner”.
–No es posible –masculló Lizzie, llevándose la mano a su
pecho se sentó, ya que sus fuerzas le habían abandonado, y
rompió en llanto.
Darcy le quitó la carta y leyó.
–¿Adele Gardiner?
–¡Es el nombre de soltera de mi madre! Ya ni siquiera usa el
nombre de casada –aclaró desconsolada.
Darcy se sentó y la abrazó con cariño, comprendiendo su
sufrimiento.
–Mi madre me mintió, nunca tuvo la intención de terminar su
relación y ahora…
–Lizzie, todo se va a solucionar.
–¿Cómo?
–Antes que nada, no permitiremos que esta carta llegue a su
destinatario. Además, el comandante Randalls me dijo que
Hayes estará en prisión por varios años, y la Sra. Younge es
la pista que le falta a la policía para capturarlo. En unos días
estará tras las rejas y no volverá a ver a tu madre.
–¿Y mi madre?
–No tiene por qué saberlo. Ella acudirá a su cita y él no se
presentará. Con el tiempo lo olvidará y…
–Pero mi madre me mintió, nos manipuló a todos, ni siquiera
respetó la memoria de mi padre y ahora se pasea por esta
casa como si nada hubiera pasado mientras está anhelando
verse con su amante. ¡Duerme en la cama que compartía
con mi padre soñando que se besa con ese hombre! ¿Cómo
la veré a los ojos sin decirle que…?
–Lizzie, tal vez sea mejor no decirle nada. Ya hablamos con
ella una vez, fingió su arrepentimiento e hizo falsas
promesas, pero ahora seremos más astutos que ella.
Nosotros simularemos total ignorancia de sus intenciones.
–¡No quiero verla!
–Lizzie, si te niegas a verla, ¿qué excusa le presento si hoy
se regresan a Longbourn? ¡Querrá despedirse de ti, y si te
encuentra en este estado sospechará y tal vez prevenga a
ese hombre o haga otra locura! Y si te reporto indispuesta
igual desconfiará. ¡Tienes que serenarte y bajar a desayunar
como si esta carta no hubiera existido!
–¡No quiero hacerlo! ¡No podré verla a la cara sin
recriminarle…!
–Sabes que si no fuera tan importante no te pediría que lo
hicieras. Es primordial no levantar recelos. Es necesario que
lo sobrelleves como la Sra. Darcy.
–Si bajo al desayuno se darán cuenta de que he llorado.
–Te ayudaré a lavarte con agua de rosas para que te relajes
y a ponerte polvo de arroz.
–¿Y mis ojos?
–Tus ojos son tan maravillosos que si te tranquilizas se
recuperan pronto.
Lizzie lo ciñó, teniendo todavía la respiración irregular
mientras él acariciaba su espalda para darle el sosiego y el
apoyo que necesitaba. Las lágrimas continuaron saliendo
pero Darcy no la soltó, por el contrario, le dijo palabras de
aliento que la consolaron.
Cuando bajaron al salón principal las Bennet ya estaban
ansiosas por su tardanza pero la Sra. Bennet tenía tanta
hambre que apenas saludó a su hija y se dedicó a
alimentarse. Lizzie estuvo circunspecta, no podía evitar ver a
su madre con una mirada llena de tristeza y decepción, sin
embargo controló sus emociones y contestó con tranquilidad
a los comentarios que Kitty y su madre hicieron. No así
Darcy, a quien le costó más trabajo disimular su enojo y se
mostró más altanero que de costumbre, sabiendo por la pena
que estaba pasando su mujer, pero las invitadas no se
percataron de sus motivos.
Al término del desayuno, mientras la Sra. Bennet y Kitty
regresaban unos momentos a su habitación, Lizzie abordó
brevemente a Mary para advertirle la existencia de la carta
recién descubierta y señalando que era importantísimo que
su madre no se diera cuenta que tenían conocimiento de la
misma. Cuando las señoras bajaban las escaleras, Lizzie se
limpió el rostro secando sus lágrimas y con su esposo
escoltó a las visitas a su carruaje, Lizzie se despidió de sus
hermanas y de su madre, respirando profundamente y
tratando de controlar la ola de emociones que la
zarandearon. Kitty fue la primera en abordar, Mary la seguía
pero Lizzie le tomó de la mano para retenerla y la Sra.
Bennet ascendió. Lizzie, con la voz quebrada, le dijo a Mary
en el oído:
–Por favor, cuida a mamá, vigílala con toda discreción para
que no haga una locura. Avísame si ocurre cualquier cosa e
iré de inmediato.
Lizzie la soltó y Mary asintió.
–¡Ya tenemos que irnos Mary! ¡Apúrate! –gritó la Sra. Bennet
mientras su hija subía al vehículo.
Lizzie inspiró hondamente, tratando de sanar la opresión en
el pecho que se le había acumulado y de retener las lágrimas
por unos segundos más, mientras su marido colocaba las
manos sobre sus hombros y observaban a los caballos que
iniciaban su marcha. Apenas el coche había avanzado unos
pocos metros, Lizzie resolló, se giró y prorrumpió en un llanto
dolorido mientras su marido la estrechaba fuertemente.
Cuando regresaron a la casa, Lizzie, aún afectada por la
tristeza, le pidió permanecer en Londres el tiempo necesario
para asegurarse de que el Sr. Hayes fuera capturado por la
justicia. Darcy aceptó y se dirigieron a su habitación, donde
él escribió una misiva al comandante informándole sobre la
complicidad de la Sra. Younge y su paradero mientras Lizzie
se recostaba y tomaba una siesta.
Al día siguiente durante el almuerzo, Darcy recibió una carta
del Sr. Randalls informándole que el Sr. Hayes ya estaba
bajo su custodia esperando el juicio, agradeciéndole los
datos que había mandando el día anterior que ayudaron a
concluir sus pesquisas y su captura y asegurándole que le
estaría informando sobre la evolución del caso. Al escuchar
las buenas noticias, Lizzie se relajó aunque su congoja no
desapareció y, siguiendo el deseo de su esposa, Darcy dio la
orden de que prepararan su viaje a Pemberley.
Antes de partir de Londres, Darcy quiso ir a despedirse de su
hermana y Lizzie lo acompañó en un intento de distraerse de
sus problemas y animarse. El mayordomo los anunció y
Georgiana, en compañía de Donohue, los recibió en el salón
principal.
–¡Que agradable sorpresa! –exclamó Georgiana.
–Sólo venimos un momento –indicó Darcy.
–¿Por qué?
–Hoy nos regresamos a Pemberley y quisimos pasar a
despedirnos.
–Pero, pensé que estarían más días.
–Ya acabé los asuntos que tenía que resolver aquí y Lizzie
ya quiere regresar.
–Quería invitarlos a cenar mañana, pero por lo menos pasen
unos minutos a tomar el té.
–Será un placer –afirmó Lizzie.
Todos tomaron asiento.
–¿Cómo ha seguido la Sra. Bennet? –preguntó Donohue.
–Bien, gracias. Ayer se regresaron a Longbourn –contestó
Lizzie.
–En la cena se veía fortalecida –expresó Georgiana–. Y tú,
Lizzie, te ves cansada.
–Sí, estos días con mi madre me agotaron.
–Según recuerdo, ya venías fatigada desde Bristol –observó
Darcy.
Lizzie sonrió.
–Sr. Darcy, el Dr. Robinson ya está de regreso en la ciudad.
Tal vez quiera que revise a la Sra. Darcy –informó Donohue.
–No, no es necesario –explicó Lizzie mostrándose más
animada–, sólo necesito un buen descanso un par de días;
así también podremos acabar el libro, Darcy, e iniciar la
lectura del otro que me recomendaste.
–Y cuando menos, ¿pudiste llevar a Lizzie a la exposición de
pintura? –indagó Georgiana a su hermano.
–Sí, fuimos hace unos días.
–Me alegra que hayan podido ir, aun con sus visitas. Me
habían dicho que pronto la iban a quitar y supuse que a
Lizzie le agradaría. Probablemente para su próximo viaje a
Londres ya no esté.
–Gracias, Georgiana. Me gustó mucho, pero me encantó que
hayas pensado en nosotros cuando la viste.
–Lizzie, siempre pienso en ustedes; los extraño mucho,
aunque soy inmensamente feliz con Patrick –expuso
Georgiana sonriendo y viendo a su esposo–. Y no me he
olvidado de rezar por ustedes.
–¡Qué más puedo pedir en la vida, si tengo a Darcy a mi lado
y una hermana a la que quiero tanto y se acuerda de
nosotros! –afirmó sonriendo–. Sólo que pronto tenga
sobrinos en Londres.
Georgiana se enrojeció mientras Donohue la observaba con
cariño.
–Espero que a estos sobrinos no me los consientas tanto
como a los Bingley –indicó Darcy con una sonrisa.
–Si no los consiento yo, entonces ¿quién? Los niños
necesitan que alguien los eduque y alguien que los malcríe.
Además, en Derbyshire tengo otros para consentir. No
estaremos todo el tiempo en Londres.
–Entonces, cuando vengas de visita o vayamos a Pemberley
tú serás quien los mime –certificó Georgiana, mientras Darcy
veía a su mujer con afecto.
Los Sres. Darcy, al terminar su visita, partieron a Pemberley.
CAPÍTULO IX
Darcy, como le había pedido Lizzie, se quedó con ella los
siguientes días y pudieron terminar de leer el libro e iniciar el
siguiente y, como él había dicho, se interesó más por su
lectura ya que la historia era más emocionante. Cuando
Lizzie concluyó con su libro recibió a la Srita. Reynolds,
quien le informó de los avances que había tenido la florería
durante su ausencia y le entregó todas las cuentas. Visitó el
invernadero y se entrevistó con el Sr. Weston para ponerse
al corriente de los asuntos de su negocio. También pasó
revista en la florería y con sus clientes regulares, los
restaurantes de la localidad, a quienes vendía sus arreglos
florales como centros de mesa.
Recibió una carta de Mary en donde le participaba que la
Sra. Bennet se había ausentado por varias horas la noche
del lunes y que había regresado muy deprimida y sin deseos
de ver a nadie, había permanecido en su habitación el
siguiente día y después había mostrado mejor ánimo tras
comer una deliciosa tarta con chocolate, comentario que le
robó una sonrisa a la lectora.
Asimismo, fue a visitar a Jane y a sus sobrinos mientras
Darcy salía con Bingley. Jane recibió a su hermana en el
jardín con sus hijos y estuvieron conversando y jugando toda
la mañana. Lizzie le platicó de todo lo sucedido con el Sr.
Hayes con el propósito de que ella estuviera enterada del
problema y permaneciera atenta a cualquier señal de alarma
que mostrara la Sra. Bennet, Kitty o Mary. Ambas lloraron
decepcionadas y Jane trató de consolar a su hermana
diciéndole que posiblemente su madre se sintiera muy sola y
desesperada, razón por la cual había actuado de esa manera
ya que le era imposible pensar que su madre fuera una mala
persona. Lizzie, aún con su recelo acostumbrado, aceptó las
palabras de Jane y quiso creerlas ciegamente,
convenciéndose de que ese hombre ya estaba en la cárcel y
de que su madre ya no lo volvería a ver y entraría en razón
cuando se diera cuenta de todas sus falacias. Trató de
dispensar su infundio, pero sabía que ese engaño había
provocado heridas profundas que tardarían en sanar, ¿algún
día podría decir que la había perdonado sinceramente?
Jane lamentó no haber estado al tanto desde la visita que le
hicieron cuando nació Marcus. Mary le había dicho a Lizzie
que no había querido molestar a su hermana con el reciente
nacimiento de su hijo y por eso prefirió esperar hasta
ponerse en contacto con Lizzie. También comentaron sus
diferentes impresiones acerca de la cena con las personas
de la nobleza.
Al día siguiente, Darcy tenía programado salir nuevamente
con Bingley gran parte de la jornada y, después de ir a
cabalgar, buscó a su esposa en la habitación que terminaba
la lectura de la siguiente carta, enviada desde Kent.
“Estimada Lizzie: Tengo el gusto de informarte que di a luz a
mi hija Cecile hace unos días. Es una criatura muy bien
portada, aunque nació baja de peso. El doctor dice que
pronto alcanzará su talla normal y debido a esto me han
puesto una dieta especial para que, en lugar de que yo
disminuya de peso ella lo aumente mejorando la calidad de
mi leche. Tal vez es porque mi alimentación durante el
embarazo no fue la adecuada. Sinceramente eso me tiene
preocupada, y temo que esto le traiga algún problema de
salud en adelante. Mi hijo John está cada vez más grande y
más juguetón; dentro de lo derrengada que he estado estos
últimos meses han sido muy divertidos con las ocurrencias
de mi pequeño y ahora está muy contento con la llegada de
su hermana. Te mando un cariñoso abrazo, esperando que
todos se encuentren bien. Recuerda que sigo rezando por
ustedes. Con afecto, Charlotte Collins”.
Lizzie, al escuchar que la puerta de su alcoba se abría, se
levantó de su asiento y caminó unos cuantos pasos para
saludar a su marido cuando se desvaneció cayendo al suelo.
Darcy inmediatamente fue a su encuentro.
–Lizzie… ¡Lizzie!
Darcy, al ver que no volvía en sí, la tomó en sus brazos y la
recostó en la cama, tratando de reanimarla nerviosamente.
Unos momentos más tarde, ella recuperó la conciencia.
–Lizzie, ¿estás bien? –preguntó Darcy perturbado.
–¿Qué pasó? –indagó con la voz muy desmayada.
–Perdiste el conocimiento, ¿te sientes mejor?
–No lo sé.
–Debes descansar, quédate recostada mientras te traigo
algo para reavivarte y solicito el desayuno en la habitación.
Darcy se retiró y llamó al mayordomo. Cuando el Sr. Smith
tocó a la puerta, él fue a atender y le pidió que trajeran el
desayuno a la habitación y que fueran a buscar al Dr.
Thatcher. Darcy regresó al lado de Lizzie con un poco de
jugo, le ayudó a bebérselo hasta que se sintió mejor.
Durante el desayuno, él estaba pensativo y ella cuestionó:
–¿Sucede algo?
–Lizzie, me preocupa tu salud. Te he visto desmejorada,
cansada, has comido poco en los últimos días, desde
nuestro viaje a Londres o antes, y ahora esto. No quisiera
dejarte así, pero tengo que salir con Bingley para atender
unos asuntos. Ya fueron a buscar al Dr. Thatcher pero aún
no ha llegado… Yo tendré que salir en unos momentos.
–Esta vez no preguntaste si quería ver al médico.
–Cualquiera que hubiera sido tu respuesta, de todas
maneras lo habría mandado llamar.
Después de un rato de espera, Darcy se despidió, se retiró y
dejó a Lizzie en compañía de la Sra. Reynolds, con sus
pensamientos llenos de zozobra.
Algunas horas más tarde, el Dr. Thatcher llegó con el Sr.
Smith y entró a la alcoba de Lizzie, mientras la Sra. Reynolds
se retiraba.
–Disculpe la demora, estaba atendiendo una emergencia y
vine en cuanto pude –aclaró el doctor.
–No tenga cuidado, pase por favor.
–¿Cómo ha estado? Me comentó el Sr. Smith que se ha
sentido indispuesta.
–Sí, me he sentido mal desde hace unas semanas. He
estado exhausta, sin deseos de comer, con malestar
estomacal y he tenido varios desmayos.
El Dr. Thatcher se dispuso a revisarla con sumo cuidado.
Cuando hubo terminado la inspección y tras haber hecho
otras preguntas, el doctor declaró:
–Sra. Darcy, usted está embarazada. Muchas felicidades.
Lizzie, intensamente sorprendida, se recostó en la cama y,
quedándose sin habla, rompió en sollozos.
–Sra. Darcy, debe usted serenarse. Sé cuánto ha esperado
este momento pero no debe usted agitarse, no le hará bien a
su bebé.
Se acercó el doctor y le dio unas palmadas en la espalda.
–Dé gracias a Dios y a toda la gente que ha rezado por
ustedes.
Guardó sus cosas y continuó:
–Tengo entendido que el Sr. Darcy no se encuentra en casa
y que estará fuera todo el día. Me gustaría hablar con él para
explicarle algunas cosas que deben tomar en cuenta, sobre
todo en los primeros meses. Mañana vendré a primera hora.
Mientras tanto, le voy a pedir que descanse y esté tranquila,
trate de no hacer esfuerzos.
Lizzie se incorporó y le agradeció al doctor. Al retirarse,
permaneció sentada en la cama hasta que se pudo
tranquilizar; luego caminó, se asomó a la ventana y observó
su hermoso jardín. No podía dar crédito a las palabras que
recién había escuchado, se preguntaba ¿será acaso un
sueño? Se sentía como si volara en las nubes, con una
emoción en el corazón nunca antes experimentada. Era algo
que había esperado tanto tiempo y que, inclusive ya había
descartado y, ahora, su mayor anhelo se vislumbraba frente
a ella y se estremecía sólo de pensarlo. Y Darcy, ¿cómo
darle esta maravillosa noticia?
Cuando terminó de alistarse, bajó con la Sra. Reynolds a
hacerle unas indicaciones y se fue a su sala privada. Intentó
leer un rato, inició una y otra vez una carta para Georgiana
pero no podía concluirla. Retomó su bordado pendiente sin
poder evitar lastimarse las manos en más de una ocasión…
Todo era inútil. Aún no podía creer lo que estaba viviendo.
¡Había sucedido un milagro!
Esos momentos de larga espera provocaron que su
nerviosismo aumentara más y más, mientras sentía que los
minutos pasaban al ritmo de las horas. Salió a dar un paseo
al atardecer; sin duda fue muy reconfortante sentarse al lado
de un árbol y observar el ocaso. Al volver a la mansión,
Lizzie fue a su sala privada donde esperó…
Ya había caído la noche cuando Lizzie se levantó
precipitadamente al escuchar la llegada de un carruaje. Era
Darcy que entró sin dilación a la casa. Lizzie lo esperaba y al
verla en el corredor se apresuró a abrazar a su esposa y
darle un beso en la mejilla.
–¿Cómo estás?, ¿ya te sientes mejor?
–Sí, gracias.
Darcy, después de haber pasado un largo día de trabajo,
sólo había podido pensar en su mujer, tras varias horas de
viaje. Ahora estaba ansioso de saber qué estaba
sucediendo. Lizzie tomó el brazo de su esposo y caminaron
hasta su sala privada donde ella le sirvió una taza de té y
luego tomaron asiento.
–De regreso pasé por la casa del Dr. Thatcher, pero había
salido a atender a algún paciente. Quería preguntarle por tu
estado de salud –explicó Darcy.
–Me dijo que vendrá mañana a primera hora para hablar
contigo.
–Pero, ¿es grave? ¿Qué tienes? –investigó alarmado,
sintiendo los latidos de su corazón cada vez más fuertes.
Lizzie tomó sus manos y, mientras sus lágrimas se
desplazaban por sus mejillas, le dijo:
–Fitzwilliam, ¡vamos a tener un hijo!
–¿Estás segura? –preguntó pasmado, al tiempo que sus ojos
se inundaban de lágrimas.
Lizzie, con una sonrisa, asintió.
Darcy bajó su cabeza y besó varias veces las manos de su
amada con infinita ternura.
–Bendito sea Dios –musitó él estrechándola entre sus
brazos, llorando.
CAPÍTULO X
A la mañana siguiente Darcy se despertó y ciñó
cariñosamente a su mujer que yacía sobre su torso,
recordando la maravillosa alegría que había inundado todo
su ser con la noticia que le había comunicado. En su interior
dio gracias a Dios por la dicha que habían recibido, sin poder
creer que por fin fuera una realidad. Resonó en su memoria
cuando Lizzie le había dicho que ese era el mayor sueño que
quería ver cumplido en la vejez y la extraordinaria sensación
que tuvo al darse cuenta de que él podría colaborar con su
futura esposa para lograrlo alcanzando con ello una felicidad
inusitada, sin imaginar toda la lucha que tendrían que
sobrellevar para conseguirlo, constatando que a pesar de
tanto sufrimiento la mano de Dios había estado en su
camino.
La besó con fervor en la frente y la recostó cuidadosamente
sobre la almohada y, en completo mutismo, observándola y
recordando lo que sintió cuando habían viajado a Oxford y la
Sra. Windsor le informó que Lizzie se había sentido
indispuesta por su embarazo. Había tenido que controlar
toda su emoción que desbordó en los brazos de su amada
cuando, semanas más tarde, sufrían una de las decepciones
más grandes de su vida al darse cuenta de que había sido
una falsa suposición; pero ahora el Dr. Thatcher la había
revisado el día anterior y él había confirmado la noticia, no
podía haber errores, como los había habido una y otra vez
en el pasado, inclusive hacía unos meses.
Darcy, sin poder evitarlo, acarició dulcemente el brazo de su
esposa, recordando las citas que habían tenido con el
médico y los dolorosos tratamientos que habían sido
necesarios para combatir su infertilidad, el sufrimiento que él
había sentido no porque su esposa le apretara fuertemente
la mano mientras era revisada por el médico, sino por el
suplicio que ella sentía y la angustia que la situación le
provocaba, con un intenso deseo de borrar la tristeza de su
mirada y poder darle esperanzas aun cuando él también las
había perdido. ¡Qué calvario sintió cuando le dijo aquellas
palabras que le quitaron la poca esperanza que ella
guardaba, todo por su falta de fe, vio su rostro lleno de
consternación y escuchó sus sollozos a través de la puerta
por varias horas sin poder estrecharla entre sus brazos y
consolarla! Darcy se agachó y besó su mano, pidiéndole
perdón nuevamente y agradeciendo a Dios esta bendición
que por fin se cumplía. ¡Cuánta razón tenía el Sr. Bennet al
decirle que pasarían mucho sufrimiento antes de poder
concebir!
Se levantó y se dispuso a alistarse, escuchando el primer
canto de los pájaros que iniciaban el revoloteo entre las
ramas de los árboles cercanos. Encendió la chimenea del
baño para calentar el agua mientras se rasuraba, recordando
cuando su padre prendía el fogón de su alcoba para que su
niño no pasara frío, quien se sentaba en sus rodillas para
escuchar las aventuras que leía con asombroso entusiasmo,
transportando la imaginación de su hijo a lugares fantásticos.
Llegó a pensar que esos momentos no se repetirían en su
vida, que no llegaría a ser padre, ahora los anhelaba más
que nunca viendo que estaban próximos a cumplirse. Los
siguientes años estarían anegados de felicidad, prosperidad
que compartiría con su esposa y con su hijo como lo habían
soñado desde hacía mucho tiempo. ¿Y si fuera niña?, pensó
sonriendo y viéndose al espejo, sería la chiquilla más
hermosa sobre la tierra y a quien él adoraría, cuidaría y
mimaría, sin duda Lizzie estaría feliz.
Después de dispersar el agua en la bañera se introdujo en
ella, pensando en la gran responsabilidad de educar a un
hijo, lo importante de no consentir todos sus caprichos, más
siendo el hijo de quien era. Recordó el gran amor que recibió
de sus padres y sus consentimientos que le enseñaron a
pensar bien, mas no a corregir su temperamento: le
inculcaron buenas normas pero lo dejaron que las siguiese
cargado de orgullo y presunción, encaminándolo hacia el
egoísmo y el autoritarismo, creyéndose muy superior a los
otros en inteligencia y en otros talentos. Agradeció
infinitamente a Dios que a pesar de eso y con el gran
ejemplo de sus progenitores, hubiera sabido decidir y
encaminar su vida por el sendero del bien, sin caer como
tantos otros amigos en el abuso del poder o en el libertinaje,
y poder formar una familia con esa mujer maravillosa con la
que había sido tan feliz a pesar de todas las dificultades.
Al terminar su baño destapó la tina, se salió y se secó
rápidamente; se esparció loción, recogió todos sus utensilios,
se encaminó al vestidor y tocó la campanilla para llamar al
Sr. Smith y que le trajera todo lo necesario, esperando que
su mujer continuara con su descanso. Esperó a su
mayordomo en la sala adyacente que antecedía a la
recámara, para evitar que Lizzie se despertara con el ruido o
con el movimiento y cuando éste llegó, le ordenó que trajera
del invernadero las flores más exquisitas y todo lo necesario
para servirle a la señora el desayuno en la cama.
–Disculpe la pregunta, señor, ¿la Sra. Darcy se encuentra
bien? –indagó el mozo con sincera preocupación.
–Se encuentra maravillosamente bien, gracias –afirmó
regocijado.
–Me alegro, señor –respondió con una sonrisa de
satisfacción–. Con su permiso.
Darcy se dirigió nuevamente a su recámara donde encendió
una vela, la colocó en la mesa y se sentó para escribirle a su
hermana y comunicarle la sorprendente primicia,
imaginando el júbilo que ella sentiría al leer esas líneas.
¡Cuánto habían soñado con este momento!
Cuando Lizzie despertó; él se sentó a su lado y le dijo
amorosamente:
–Sra. Darcy, ¿cómo ha amanecido hoy?
Él se acercó para sentir sus labios con delicadeza. Ella lo
rodeó por el cuello y lo atrajo hacia sí, continuando con el
beso.
–Bien, gracias –contestó sonriendo a unos centímetros de su
marido, vislumbrándose un brillo muy especial en los ojos.
–Hoy te ves preciosa –admiró y la besó nuevamente–. Tu
desayuno está servido.
–Yo podría comerte a besos.
–Y yo estaré encantado –dijo riendo–, pero primero su
almuerzo, mi lady.
–Huele delicioso.
–Espero que sea de su completo agrado –indicó
incorporándose, abrió la cortina y acercó la charola con los
alimentos mientras Lizzie se sentaba.
–Agradezco mucho su gentileza, Sr. Darcy –dijo tomando un
sorbo de chocolate caliente–. Gracias por las flores, están
muy bonitas.
–Es lo menos que puedo hacer, Lizzie, después de la alegría
que me has dado.
Cuando los Sres. Darcy terminaron de desayunar, el Sr.
Smith tocó a la puerta para anunciar al Dr. Thatcher.
–Pase por favor, doctor –solicitó Darcy radiante de felicidad.
–Veo que ya le dieron la noticia. Les doy mis parabienes Sr.
Darcy.
–Muchas gracias.
–Buenos días, mi estimada Sra. Darcy, ¿cómo amaneció
hoy?
–Me siento mejor, doctor, gracias.
–Me alegro. Vamos a revisarla, si me permite Sr. Darcy.
–Sí doctor, esperaré afuera.
Mientras Darcy aguardaba, caminaba de un lado al otro del
pasillo. Se sentía invadido de un gozo extraordinario que
nunca había experimentado, a pesar de ser plenamente
dichoso en su matrimonio; sin embargo esperaba ansioso
hablar con el médico para saber el estado general de su
esposa y de su embarazo. Todo esto era nuevo para ellos,
iniciaban un camino inexplorado que prometía enormes
satisfacciones y alegrías pero se divisaba oscuro, recóndito,
incomprensible, lleno de incertidumbre; sólo esperaba que el
médico le dijera que todo saldría bien.
Después de un largo rato, el doctor salió de la habitación.
–¿Cómo está mi esposa?
–La Sra. Darcy se encuentra bien. Ya le expliqué los
cuidados que debe tener, sobre todo en estos primeros
meses. También le dije que los malestares que siente desde
hace varias semanas son normales y en un tiempo se
disiparán.
–¿Otros malestares?, ¿cuáles?
–La falta de apetito provocado por los espasmos, basca y
malestares estomacales; vértigo, cansancio, sueño, pérdida
de peso, depresión...
–¿El dolor en el pecho está relacionado con su estado?
–Sí, es completamente normal. Sólo hay una cosa que me
tiene con pendiente.
–¿Qué sucede doctor? –inquirió turbado.
–Me dijo su esposa que ha tenido varios desmayos.
–¿Varios? –interrumpió.
–Sí. Me preocupa porque en una casa tan grande, si se
encuentra sola y desfallece otra vez se puede llegar a
lastimar y es peligroso en su estado.
–Sí, es un riesgo.
–Por eso, le he dicho a ella pero le hago mucho incapié a
usted que procure que la señora tenga compañía todo el
tiempo, máxime cuando salga a caminar como habitualmente
acostumbra. Y, quedan prohibidos los viajes fuera de la
localidad; por favor que no realice esfuerzos, que se alimente
y descanse adecuadamente. Yo vendré a revisarla
regularmente para ver el progreso del embarazo, y
estaremos muy pendientes de esos desmayos que, aunque
son normales hay que vigilarlos. De todas maneras,
cualquier malestar o dolor que pudiera tener fuera de lo
normal, por favor me avisa inmediatamente.
–Sí doctor, así lo haré. Y ¿cuánto tiempo lleva el embarazo?
–Ya tiene aproximadamente cinco semanas.
–¿Cinco semanas? ¿Desde antes de viajar a Londres? –
murmuró pasmado.
Darcy acompañó a la puerta al doctor y luego regresó con su
mujer, dando gracias a Dios por este milagro que al fin se
cumplía y reconociendo la mano de la Providencia que le
permitió llegar a tiempo para evitar una desgracia en el
incidente con el Sr. Hayes. Se estremecía sólo de pensar en
la posibilidad de perder esa vida tan valiosa que iniciaba y
que habían esperado y anhelado por tanto tiempo.
Entró en la habitación, se acercó a su esposa que reposaba
en la cama y tomó asiento.
–Lizzie, me ha dicho el doctor que has tenido varios
desmayos y otros malestares.
–Sí, pensé que era pasajero y no quería preocuparte.
–Ciertamente te había notado desmejorada y cansada… más
delgada y abatida, pero no imaginé que fuera tanto. Y
¿desde hace varias semanas? ¿Antes de nuestro viaje a
Londres? –preguntó extrañado.
Lizzie asintió sonriendo, bajó su mirada y tomó las manos de
su esposo, casi sin poder creer lo que estaban viviendo.
–Y ¿tenías alguna sospecha de tu embarazo?
–No Darcy, para mí también fue una sorpresa; como tú lo
habías dicho: “llegará cuando menos se lo esperen”, así fue.
Pensé que esos malestares se debían en gran parte a todo
lo que sucedió con mi madre en Londres y que ese retraso
era como los anteriores. Llegué a pensar desde hace tiempo
que jamás lograría embarazarme. Lo había deseado todos
estos años y tuve tantas decepciones que aprendí a vivir sin
esa ilusión y ayer que me lo dijo el doctor no podía salir de
mi asombro. Es un milagro.
–Sí, es un milagro, pero tienes que cuidarte y alimentarte
mejor. Es por tu salud y la de nuestro hijo.
Darcy besó la mano de su mujer con inmensa ternura y
susurró:
–Yo también llegué a pensar que nunca lo diría: “nuestro
hijo”.
Darcy, al terminar la carta que estaba escribiendo para
Georgiana, se la dio al Sr. Smith para que la enviara de
inmediato por correo y entregara un mensaje a Starkholmes
en el cual invitaban a los Sres. Bingley a cenar. Durante el
día, Darcy permaneció al lado de su mujer; leyeron un rato
en el salón de esculturas y pasearon a media tarde en el
jardín. Luego se retiraron a su alcoba para que Lizzie
descansara; parecía que la energía que siempre la había
caracterizado ahora la había abandonado.
Mientras ella tomaba una siesta, Darcy la contempló por un
largo rato sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.
Rememoró a su buen amigo, el Sr. Bennet, y agradeció
aquellas palabras pronunciadas en su lecho de muerte que a
veces era lo único que lo alentaba para conservar la
esperanza. Agradeció a Dios por esa bendición que habían
esperado por tanto tiempo y se figuró cómo sería su vida en
adelante; recordó cómo Lizzie y él se la habían imaginado
desde antes de casarse, y que lo habían platicado en
diversas ocasiones en Longbourn: con Pemberley llena de
niños jugando en los jardines mientras ellos disfrutaban de
su compañía y de sus juegos, de verlos crecer y
compartiendo sus ilusiones y sus añoranzas. Éste era el
inicio de un sueño hecho realidad.
Cuando Lizzie despertó, Darcy, quien estaba sentado a su
lado, le dijo:
–¿Cómo ha estado mi amada Sra. Darcy?
–Bien –contestó Lizzie sonriendo–. Tuve un sueño
maravilloso, había un niño que corría en los jardines y jugaba
a la pelota contigo mientras tú lo llamabas “Frederic”, como
mi padre, y se parecía tanto a ti.
Darcy sonrió orondísimo, mientras le tomaba de la mano, y le
dijo:
–Es una excelente idea, si es niño así lo llamaremos.
–Y ¿si es niña?
–Entonces será nuestra princesa y tú escogerás su nombre.
–Todavía no puedo creer que una vida esté creciendo dentro
de mí. Si no fuera por estos malestares ni siquiera
notaríamos su existencia.
–Es por la única razón que agradezco estos malestares, así
conocimos esta maravillosa noticia. Aunque no me gusta
verte indispuesta.
–Me tranquilizó el doctor cuando me dijo que era pasajero.
Ya ves, Jane también los tuvo y después de un tiempo se le
quitaron.
–Pero ahora los tienes tú. Empiezo a comprender el gran
valor de la maternidad. Desde el incio de la vida, la madre se
sacrifica por su hijo a costa inclusive de lo más elemental: su
salud. Y así inicia una cadena de entrega, de servicio y de
amor incondicional que no termina.
–Y yo agradezco infinitamente que tú estés a mi lado. Tu
preocupación, tu apoyo, tu aliento que me anima, tu
protección y el cuidado que siempre me has brindado; que
me hayas dado seguridad cuando me sentía tan irresoluta,
que me hayas mostrado el camino cuando estaba entre
tinieblas, que me hayas tendido la mano cuando estaba
desfalleciendo, que me hayas infundido de tu fortaleza
cuando ya no tenía respiro, que me hayas escuchado
cuando me sentía tan confundida, que me hayas hecho
gozar sintiéndome amada con todas tus atenciones.
–Y tú me has compensado todo. He sido inmensamente feliz
a tu lado: al ver tu sonrisa mi corazón se llena de alegría; al
haberte ayudado y apoyado, consolado y fortalecido en la
tribulación, me he colmado de satisfacción al recuperar tu
paz; al haberte hecho gozar con mi amor yo lo he disfrutado
infinitamente. Y no olvido todos los detalles de cariño que me
regalas cada día, que me hayas dado con tu amor y tu
admiración la seguridad en mí mismo que tanto me faltaba,
que por tu amor haya querido luchar para ser un mejor
hombre, que me hayas acompañado todos los días dándome
valor aun cuando estemos lejos de casa. Reconozco todo el
apoyo que mi hermana recibió de ti sabiendo que para mí era
muy importante, tu constante lucha por superarte que me ha
llenado de orgullo y de complacencia… Y ahora has saturado
mi corazón de esta incomparable dicha, la de ser padres,
aunque para lograrlo sé cuánto sacrificio has pasado y, por
todo ello, te agradeceré eternamente.
Darcy, poniendo delicadamente su mano sobre su vientre, la
besó con devoción.
Cuando el carruaje de los Sres. Bingley se vislumbró a lo
lejos desde la alcoba principal, Darcy ofreció el brazo a su
mujer para encaminarla al salón principal.
–Después de tantos años, la alcoba de Lady Anne volverá a
ocuparse –dijo Darcy al salir al pasillo, refiriéndose a la pieza
que se encontraba junto a la principal y que se comunicaba
interiormente con aquella.
–¿Acaso quieres que me vaya de tu habitación?
–¡No!, por supuesto que no –declaró riendo–. Ya sabes que
también es tu habitación y que me encanta compartirla
contigo. Además, recuerda que ya está destinada para un
nuevo miembro de la familia.
–Sí, lo recuerdo –suspiró–, aunque tuve la impresión de que
quisieras que las cosas cambiaran drásticamente.
–Eso sin duda sucederá, pero entre nosotros no tienen por
qué cambiar.
Lizzie y Darcy sonrieron.
Se acercaron a la puerta para recibir a los Bingley, quienes
los saludaron cortésmente. Luego Darcy los invitó a pasar al
salón principal a sentarse.
–¿Cómo están los niños? –preguntó Lizzie a Jane.
–Diana tenía muchos deseos de venir a verte pero está
resfriada, así que preferí que se quedara en casa con sus
hermanos. La Srita. Susan se quedó con ellos. Y tú, Lizzie,
desde el otro día te vi más delgada, ¿has estado enferma?
–Me he sentido indispuesta, pero me ha dicho el Dr.
Thatcher que no debemos preocuparnos, pronto pasará.
Jane la miró extrañada y Bingley tomó la palabra:
–Darcy, supe por mi hermana que recientemente falleció
Thomas Girtin.
–Sí, me lo comentó Fitzwilliam ahora que estuve en Londres.
Es una lástima, tenía un futuro muy prometedor.
–¿Thomas Girtin? –curioseó Lizzie.
–Era un pintor de acuarelas, apenas iniciaba su carrera,
murió muy joven –respondió Bingley.
–Tengo entendido que pintó bellos paisajes. Y seguramente
en alguno de los libros de viaje que tú tienes vienen algunas
láminas hechas por él –completó Darcy.
–¿Qué más te dice Caroline en su carta? –inquirió Jane a
Bingley.
–No mucho. Me preguntó por todos nosotros y dijo que tenía
intenciones de venir a conocer a Marcus próximamente, pero
no sabe cuándo vendrá. Por lo pronto no para la navidad, ya
que pasará las fiestas con alguna de sus amistades en
Londres.
Luego de una pausa, Bingley continuó:
–Y ustedes, Darcy, ¿dónde festejarán su aniversario de
bodas este año?
–En Pemberley.
–¿Cómo?, ¿este año no saldrán de viaje?
–No, pero igual festejaremos. Ya había pensado dónde llevar
a la Sra. Darcy pero los planes han cambiado, por
instrucciones médicas.
–¿Instrucciones médicas? –cuestionó Jane con
preocupación, viendo a su hermana.
–Tenemos una primicia que darles: la Sra. Darcy está
encinta –afirmó, mirando a su esposa con enorme cariño.
–¿Lizzie? –indagó Jane sin salir de su asombro.
Jane se puso de pie, se sentó junto a Lizzie y la abrazó con
los ojos anegados de lágrimas, mientras Bingley felicitaba
afectuosamente a su hermano y amigo.
–Darcy, no puedo salir de mi admiración. ¡Muchas
felicidades!
–Yo tampoco he podido salir y lo sé desde ayer –aclaró
Darcy con una sonrisa llena de gozo.
–Lizzie, y ¿cómo has estado? –preguntó Jane mientras
limpiaba su rostro con un pañuelo.
–El Dr. Thatcher dice que estoy bien.
–Pero te sientes muy mal.
Lizzie asintió con una sonrisa.
–Dicen que si tú te sientes muy mal es señal de que tu bebé
está muy bien. Tal vez te sirva de consuelo.
–Y la Sra. Donohue ¿ya lo sabe? –averiguó Bingley.
–Hoy le mandé carta. Me habría gustado más darle la noticia
personalmente, pero no podía esperar. No sé cuándo
puedan venir a Pemberley –anotó Darcy–. Apenas la vimos
al regresarnos de Londres pero todavía no lo sabíamos.
–¿Te tocó viajar estando embarazada? –investigó Jane.
–Sí. Ya llevo cinco semanas, viajamos a Londres, a Oxford y
a Bristol y, a pesar de todo dice el Dr. Thatcher que me
encuentra bien –comentó Lizzie.
–Gracias a Dios. Una amiga perdió a su bebé en un viaje que
tuvo que hacer de emergencia. Los caminos estaban en
malas condiciones y…
–El Dr. Thatcher me recalcó que los viajes están prohibidos –
aseveró el futuro padre.
–Darcy, ¿estás seguro de que mi bebé se encuentra bien? –
examinó Lizzie angustiada.
–El Dr. Thatcher tiene mucha experiencia y me habría dicho
algo de haber detectado algún problema.
–Lizzie, puedes estar tranquila. Esa inseguridad que sientes
me confirma que todo está bien –observó Jane con una
sonrisa, tomando sus manos.
–Jane, ¿tú crees que llegaré a ser una buena madre? –
preguntó Lizzie con poderosa incertidumbre.
–Sí, Lizzie –dijo, reconfortando a su hermana con cariño,
recordando cómo se sentía cuando ella le había hecho ese
mismo cuestionamiento en su primer embarazo.
La cena fue breve pero muy agradable. Jane platicó de su
experiencia en los embarazos anteriores, dándole a Lizzie
algunos consejos que le habían servido para sobrellevar los
malestares que ahora padecía. También acordaron que para
las próximas celebraciones de navidad las Bennet se
quedarían hospedadas en Starkholmes, para que Lizzie
pudiera descansar y estar tranquila; ofrecimiento que los
Darcy agradecieron.
Los Sres. Bingley se retiraron apenas concluyó la cena. Jane
no quería dejar demasiado tiempo a Marcus, ya que
seguramente sentiría hambre y comprendía que Lizzie
necesitaba descansar.
Cuando Darcy se disponía ir a cabalgar, salió de su vestidor
y se extrañó de no ver a su esposa en la cama, que hasta
hacía unos minutos dormía profundamente. Escuchó unos
lamentos que provenían del baño, se acercó preocupado
dando grandes zancadas y empujó la puerta entreabierta,
encontrando a su mujer sentada en el piso frente a la
bacinilla, expulsando todo el contenido de su estómago en
dolorosas arcadas.
–Lizzie, ¿estás bien? –preguntó aproximándose a ella y
poniéndose en cuclillas para tomarla de los hombros.
–¡Vete de aquí! –gritó en un momento de respiro, antes de
vomitar otra vez.
–Pero te sientes mal –indicó, extrañado de la actitud de su
esposa–. ¡Estás blanca!
–¡Déjame sola!, ¡no quiero que estés aquí!
–No voy a dejarte en este momento.
–¡Odio cuando no me haces caso! –exclamó sin poder
contener otra basca–, ¡quiero estar sola!, ¡quiero que te
vayas!
–Me iré sólo si me dices que ya no me amas –la retó
poniéndose de pie.
–¡Ya no te amo! –aulló al momento en que recapacitaba en
sus palabras y escuchaba los pasos de su marido que se
alejaban.
Sin darse cuenta de que temblaba de frío, tomó un respiro y
rompió en un llanto desconsolado, sintiéndose sola, como
había querido sentirse, pero profundamente miserable,
cuando percibió en sus hombros el peso de una manta y un
paño húmedo que limpiaba su rostro con extremo cuidado.
Darcy la tomó en sus brazos y ella, en un último intento de
revelarse, le dijo orgullosa:
–¡Yo puedo caminar, no estoy enferma!
–Estás muy débil, apenas te podías mantener sentada. En
lugar de quejarte, guarda tus energías para que entres en
calor –dijo ecuánime.
–¡No quiero que me veas así, en el peor momento de mi
existencia! –exclamó sollozando mientras su marido la
colocaba en la cama y, tras cobijarla, la abrazó para
transmitirle de su calor.
Cuando Lizzie dejó de temblar, Darcy se incorporó para mirar
sus ojos llorosos, secó sus lágrimas mientras escuchaba
nuevas quejas:
–No cumpliste tu palabra.
–¿Mi palabra?
–De irte cuando yo dijera…
–Por supuesto que no, no te iba a dejar cuando más me
necesitabas, aunque pensé que no lo dirías.
–Sabes que no es cierto –suspiró mojando nuevamente su
rostro.
–Si, lo sé. Así me di cuenta qué tan mal te sentías.
Darcy se puso de pie y Lizzie no tardó en preguntar:
–¿Ya te irás a cabalgar?
–¿Quieres que me vaya?
–No.
–Entonces permíteme ofrecerte un poco de agua, dejaste
vacío tu estómago y te puedes deshidratar –dijo sirviendo el
líquido en un vaso y se acercó para dárselo–. ¿Así te has
sentido en las mañanas?
Lizzie asintió.
–¿Incluídas las ganas de correr a la gente? –preguntó con
ironía.
–Es la primera vez que alguien me acompaña –respondió
haciendo una mueca.
–Tendremos que ponerle remedio a esa soledad y, en caso
de que yo salga, indicaré a tu dama de compañía lo que
puede esperar de su ama.
–¿Advierto cierta burla en sus palabras, Sr. Darcy? –
preguntó enfadada.
–Lo que quise decir es que siento mucho no haberme
quedado los otros días para acompañarte –corrigió su marido
al notar excesiva sensibilidad en su mujer–. ¿Te parece bien
si pido el desayuno a la habitación?
Lizzie asintió circunspecta.
En los siguientes días Darcy no salió a cabalgar, desayunaba
con su esposa y se retiraba a su despacho hasta que Lizzie
tenía mejor semblante; trabajó en el despacho con
Fitzwilliam para estar libre las siguientes semanas, en las
cuales quería festejar con Lizzie su quinto aniversario.
Fitzwilliam, al enterarse por Darcy de la gran noticia, sintió
una inmensa alegría y lo felicitó; al igual que a la Sra. Darcy,
quien agradeció con cortesía.
Entre tanto, Lizzie estuvo acompañada todo el tiempo por la
hija de la Sra. Reynolds, la Srita. Madison, con quien se
acopló bien como dama de compañía. Tuvo oportunidad de
escribirle a la Sra. Gardiner y a su amiga Charlotte, a
quienes, además de comunicarles la feliz novedad,
agradecía profundamente sus continuas oraciones y su
apoyo. También escribió carta a su madre y a sus hermanas
en Longbourn para hacerlas partícipes.
Un día antes de su aniversario de bodas, Lizzie y Darcy
fueron al templo para orar por la conmemoración luctuosa del
Sr. Bennet y, sin duda, a dar gracias a Dios y a rezar por esa
criatura a la que esperaban con profusa ilusión. El pastor de
la comunidad –el Sr. Elton– los felicitó pródigamente por esa
bendición y ofreció continuar su oración por la familia Darcy.
A partir de ese día, Darcy se apartó de su despacho y se
dedicó a convivir con su esposa disfrutando de su
compañía, aunque ella se sentía nostálgica y no se
encontraba en las mejores condiciones. Darcy, con el fin de
alentar a su esposa, la invitó a dar un paseo por el jardín que
tanto le agradaba y ella aceptó con una sonrisa, pero sus
fuerzas se agotaron rápidamente, teniendo que hacer varios
descansos en el pequeño recorrido, además de sentir un
dolor en el vientre que afortunadamente desapareció con el
reposo. Con mucha pena, Darcy veía que los malestares de
su esposa en vez de disminuir iban en aumento: en vez de
normalizarse, su apetito se iba reduciendo cada vez más y lo
poco que comía no lograba retenerlo, los espasmos estaban
presentes todo el día, su cansancio era cada vez más
pronunciado, su ánimo iba en detrimento y los
desvanecimientos eran más frecuentes. Preocupado por esta
situación, mandó llamar al Dr. Thatcher, quien, después de
hacer una minuciosa revisión y varias preguntas a los Sres.
Darcy, les dijo:
–El bebé se encuentra muy bien, pero al parecer quiere
ocasionarle monserga a su madre. Todo lo que tiene es
normal, pero si continúa así puede debilitarse mucho. Le
prepararé un suero para que durante el día se lo tome poco a
poco, un frasco completo. Ese alimento será suficiente pero
le pido que no deje de comer sólidos, aunque sea poco, y
más frecuentemente porque eso disminuirá las náuseas que
siente. Le escribiré la dieta que debe llevar y la frecuencia
con la que debe comerla. Si no logra retener este suero,
tendremos que administrárselo vía intravenosa. Espero que
no sea necesario. Le recomiendo guardar reposo, no
conviene que gaste la poca energía que tiene en hacer
esfuerzos hasta que logremos estabilizarla otra vez. De
todas maneras, yo vendré en una semana para revisarla
nuevamente y, si hay alguna otra duda o molestia, no duden
en avisarme.
Darcy, agradeciendo la visita del doctor, se dispuso a cumplir
con todas sus recomendaciones. En esos días que había
apartado para su festejo se dedicó a cuidar de su mujer y,
por consiguiente, de su hijo, a acompañarla y a hacerle
menos tedioso este tiempo leyéndole varios libros que fueron
de su completo agrado. También le platicó de algunas de las
aventuras que vivió cuando era niño, y no tan niño, cuando
empezó a sentir atracción por algunas señoritas pero que a
la larga no habían sido de importancia.
Entre tanto, recibieron correspondencia de Georgiana que
Darcy le leyó a Lizzie:
“Muy queridos hermanos Lizzie y Darcy: La noticia que
acabo de recibir me ha dejado completamente conmovida.
Aún no puedo creer lo que leí y releí en diversas ocasiones
tratando de asegurarme que mi comprensión fuera correcta.
¡Qué maravillosa noticia! Darcy, no sabes el alivio que ha
traído a mi corazón que este milagro se haya cumplido justo
en este momento. Lizzie, tu fe y tu continua lucha son un
ejemplo para todos nosotros. Ahora te pido a ti que reces por
nosotros; yo seguiré rezando para que mi sobrino nazca muy
bien.
Me dice Patrick que haremos todo lo posible para ir a
visitarlos pronto pero no me pudo asegurar cuándo, depende
de la evolución de un paciente. Rezo para que pueda
abrazarlos y disfrutar de esta enorme alegría con ustedes.
Con cariño, Georgiana”.
También recibieron cartas de los Sres. Gardiner, de Charlotte
y de las Bennet, dándoles la enhorabuena y también de
Jane, quien mostraba preocupación por su estado de salud,
mandándole muchos saludos y esperando que todo el
malestar que ahora sentía acabase pronto. Todas estas
cartas llenaron de gusto a Lizzie que, aunque continuaba
taciturna, apreciaba la demostración de cariño que las
personas que amaba le enviaban.
Asimismo, Darcy recibió una misiva del comandante
Randalls en la cual le informó que el Sr. Hayes ya había sido
enviado a prisión, de donde no saldría sino hasta cumplir una
condena de diez años.
CAPÍTULO XI
Ya estaba cerca la navidad y afortunadamente Lizzie se
encontraba un poco más recuperada. El suero del doctor
había tenido buenos resultados, aunque continuaba con sus
molestias por lo menos se iba fortaleciendo y ya toleraba un
poco más de alimento. El doctor le recomendó continuar con
el suero hasta nueva indicación, era el sustento necesario
para el bebé, y autorizó que saliera de su alcoba siendo muy
sagaz en las actividades que podía realizar. Así, se dispuso
a recibir con su marido a los familiares que estarían de visita.
Darcy, al ver a su esposa lista para el convivio, le dijo
mientras tomaban asiento en el sillón de su recámara:
–Me alegro tanto verte más animada, Lizzie. Le pedí por
carta a Georgiana que ellos fueran los anfitriones de la fiesta.
–¿Por qué?
–Así, en caso de que te sientas indispuesta, en cualquier
momento te podrás retirar y yo acompañarte, sin
preocuparnos de los invitados.
–Espero que eso no suceda.
–De todas manera, considero sensato que no te esfuerces
demasiado y que nos retiremos a una hora prudente. Todos
comprenderán que necesitas descanso.
–Y tú, ¿no querrás mejor quedarte a convivir con todos en
vez de aburrirte mientras yo descanso?
–No preciosa. A tu lado no me aburro, eres la mejor
compañía.
Ella sonrió, mientras su esposo la observaba con cariño.
–Tu sonrisa hoy luce intensamente hermosa y tu mirada
tiene un destello muy especial –señaló acariciando su rostro.
Darcy, viendo sus labios con cariño, se acercó para disfrutar
de la suavidad con su boca.
–Ya extrañaba sentir tus labios –susurró Darcy.
–Si me besas demasiado, acabarás sintiendo espasmos –
murmuró Lizzie.
–Entonces podré comprender un poco más lo mal que te has
sentido –indicó y la besó nuevamente–. Además, también es
mi hijo. No es justo que sólo tú cargues con todo.
Lizzie lo besó delicadamente, sintiendo que ya no quería
separarse de su lado. El beso fue subiendo de intensidad y
les hizo recordar lo maravilloso que era sentirse unidos
cuando Darcy se separó y se levantó. Ella lo observó
extrañada mientras él caminaba rumbo a la ventana, donde
estuvo observando al horizonte por varios minutos sin emitir
palabra. Luego se dirigió a su vestidor y se dilató otro tanto,
hasta que por fin salió, le ofreció el brazo a su mujer y
bajaron al salón principal a recibir a sus invitados.
Más tarde, el Sr. Smith abrió el portón y recibió a los Sres.
Donohue. Georgiana entró corriendo a la casa y abrazó
cariñosamente a Lizzie y a su hermano que se acercaban
para recibirla. Enseguida ingresó el Dr. Donohue y también
les dio sus congratulaciones. Darcy los invitó a pasar al salón
principal y todos tomaron asiento, en tanto el Sr. Smith les
servía una taza de té.
–¿Cómo has estado Lizzie?, te ves más delgada que en
Londres –observó Georgiana.
–Sí, espero ya haber pasado lo más difícil.
–El Dr. Thatcher le mandó un suero especial y una dieta que
ha seguido para recuperarse de la anemia –explicó Darcy.
–Esos sueros son muy buenos –agregó Georgiana
recordando cuando el Dr. Donohue se los administró estando
al filo de la muerte.
–Lástima que no quitan por completo los malestares –afirmó
Donohue.
–¿Usted conoce algo que sí los quite? –preguntó Lizzie.
–No, algunos sólo los disminuyen pero cuando son muy
intensos no se percibe su efecto.
–Entonces, ¿qué le puedes recomendar a mi querida
hermana? –examinó Georgiana a su marido.
–Sólo tener paciencia y no dejar de comer, aunque no sienta
apetito.
–¿Apetito? Creo que he olvidado el significado de esa
palabra –respondió Lizzie riendo.
–Por lo menos tu ánimo ha mejorado –observó Darcy
sonriendo.
–¿Tan mal ha estado? –indagó Georgiana mientras Darcy
asentía–. Si te sientes indispuesta Lizzie, no dudes en irte a
descansar en cualquier momento; yo me encargo de los
invitados y de la cena.
–Gracias Georgiana, así lo haré.
Los Sres. Donohue se retiraron a su habitación para
instalarse y descansar del viaje, luego regresaron al salón
principal donde los Sres. Darcy habían permanecido. Al cabo
de un rato, llegaron también los Sres. Gardiner y Fitzwilliam
que se hospedarían en Pemberley. Igualmente los Sres.
Darcy los recibieron cortésmente y todos los felicitaron con
generosidad; la Sra. Gardiner con un cariño muy especial.
Georgiana hizo todas las funciones de la anfitriona, como le
había pedido Darcy en su momento, Donohue la apoyó
debidamente y acompañaron a los invitados a sus
habitaciones para que se instalaran y se prepararan para la
próxima celebración.
Por último, ya estando reunidos todos en el salón principal,
Diana entró corriendo a saludar a su tía y tras ella el
pequeño Henry. Lizzie, permaneciendo sentada, los recibió
con un abrazo y Diana le preguntó:
–¿Dónde está mi primo? ¡Mi mamá me dijo que iba a tener
un primo!
–Ya viene en camino, sólo hay que esperar que crezca más,
así como Marcus.
–¡Ah! entonces falta mucho –exclamó, viendo el vientre de su
tía.
Lizzie se rió acariciando a su ahijada.
El Sr. Smith anunció la llegada de la familia Bingley y las
Bennet. Todos, excepto Lizzie, se pusieron de pie para
recibirlos. Los Sres. Bingley y las Bennet entraron al salón
principal, la ola de felicitaciones y abrazos continuó y,
después, todos tomaron asiento y continuaron departiendo
sobre el tema del momento.
–Cuando recibí su carta Sra Darcy, no podía dar crédito a lo
que estaba leyendo –explicó la Sra. Bennet–. Pensé que eso
nunca sucedería.
–El Sr. Darcy lo predijo: llegará cuando menos se lo esperen
–recordó Lizzie.
–¿Quién lo iba a decir, después de tantos años? Yo
esperaba que los Sres. Donohue nos dieran pronto una
noticia así y en cambio la recibimos de los Sres. Darcy –
comentó Kitty.
–¡Vaya que ha sido una sorpresa para todos! Y nos ha
llenado de alegría –expuso el Sr. Gardiner.
–No hemos hablado de otra cosa desde que llegamos,
¿cuándo nacerá? –preguntó la Sra. Bennet.
–Aproximadamente en julio –respondió Darcy.
–Todavía tenemos tiempo para hacerle algunos bordados –
señaló la Sra. Bennet–. Lady Lucas le manda muchos
saludos, Sra. Darcy. ¡No puedo creer que ya vaya a tener a
mi quinto nieto! El Sr. Bennet estaría feliz.
Lizzie sonrió recordando a su padre.
–Todos estamos muy felices mamá –recalcó Jane–. Después
de tanto tiempo de esperarlo.
–Y, ¿cómo se ha sentido, Sra. Darcy? Traje las hierbas
necesarias para quitar los molestos espasmos, estoy
persuadida de que sí las necesita –afirmó la Sra. Bennet.
–Gracias mamá, pero ya me siento mejor.
–Por su semblante yo creo que todavía continúa con los
malestares. Es muy fácil prepararla, si quiere yo se la traeré
lista para que no tenga que realizar esfuerzos. La Sra.
Bingley nos comentó que ha estado en reposo. ¡Ay, mi pobre
Lizzie!
–Mamá, el Dr. Thatcher y el Dr. Donohue nos han dicho que
esas hierbas no funcionan y que, en realidad, nada quita los
espasmos, sólo el tiempo.
–A mí me funcionaron muy bien en todos mis embarazos y
también a Jane. Aunque sólo las quiso usar en su primer
embarazo.
–Porque no tuvo más remedio –comentó Kitty.
–Mamá, no fueron de gran utilidad en mi caso –reconoció
Jane.
–Sr. Darcy, mire a mi pobre Lizzie; se ve muy desmejorada,
nunca la había visto tan delgada. Si falta quién te cuide,
Lizzie, yo vengo contigo todo el tiempo que sea necesario.
La Sra. Bingley comprenderá que necesitas de mi ayuda.
–Te lo agradezco, mamá. El Sr. Darcy me ha cuidado con
mucha dedicación y gracias a eso es que el Dr. Thatcher me
permitió celebrar hoy con ustedes.
–¡Vaya!, otra cualidad del Sr. Darcy que tenía muy escondida
–indicó Kitty riendo.
Georgiana, cumpliendo con su importante encomienda,
indicó a todos los presentes que podían pasar al comedor.
Para esta cena, la distribución de la mesa había sido
modificada. Los actuales anfitriones, los Sres. Donohue, se
sentaron en las cabeceras, mientras que los Sres. Darcy
ocuparon los lugares que correspondían a los invitados,
haciendo que Lizzie se sintiera más relajada.
–Y su viaje desde Longbourn ¿estuvo agradable, Sra.
Bennet? –preguntó Georgiana.
–Sí, venía con mucha ilusión de ver a mis nietos y a mis hijas
y fue placentero, gracias.
–Y ¿cómo está su familia en Gales, Dr. Donohue? –inquirió
Kitty.
–Bien, gracias. Iremos a visitarlos después de año nuevo por
unos días.
–¡Ay! ¡Yo quiero ir! –exclamó Kitty.
–Tal vez en otra ocasión, Kitty –señaló Lizzie con sagacidad.
–Yo estoy de acuerdo con la Sra. Darcy –aclaró la Sra.
Bennet–. Si el Sr. Robert Donohue tuviera algún interés
hacia ti, ya te habría buscado Kitty.
–Según me han contado, eso no sucedió entre Georgiana y
el Dr. Donohue y, a pesar de todo se casaron muy
enamorados –explicó Kitty con indiscreción.
–Kitty, deja de insistir –murmuró Lizzie.
–Y ¿cómo están los Sres. Donohue en Gales? –preguntó la
Sra. Gardiner.
–Muy bien, gracias –contestó Donohue–. Se están
preparando para las futuras nupcias de mi hermano.
–¿Futuras nupcias? –susurró Kitty confundida.
–Justamente iremos a conocer a su prometida –afirmó
Georgiana.
–Entonces le mandamos muchas felicitaciones a toda su
familia –contestó el Sr. Gardiner.
–¡Mi pobre Lizzie! –interrumpió la Sra. Bennet–, apenas ha
probado bocado. Sr. Darcy, debe insistirle que coma mejor,
es por el bien del bebé.
–Ya está comiendo un poco mejor, Sra. Bennet –objetó él.
–Pero usted, Sr. Darcy, parece que está en huelga de
hambre. ¿También tiene poco apetito?
Lizzie se rió, mientras su marido la observaba con cariño.
–Todos los platillos están exquisitos, Sra. Darcy –comentó la
Sra. Bennet, sirviéndose otra generosa ración.
–Lizzie, ¿qué te ha dicho el médico? –indagó la Sra.
Gardiner.
–El Dr. Thatcher dice que el bebé se encuentra muy bien y
que las molestias se quitarán en los próximos meses.
–¿Y será suficiente para mi nieto tan poco alimento? –
investigó la Sra. Bennet.
–El médico le mandó un suero para garantizar el adecuado
desarrollo del bebé y el restablecimiento de la Sra. Darcy –
explicó su yerno.
–El Dr. Thatcher es un excelente médico –indicó Bingley–.
Recuerdo que también le mandó a Jane un suero.
–Sí, con Henry, aunque yo no estuve tan mal como Lizzie –
aclaró Jane.
–Por cierto Darcy, se me había olvidado comentarte –indicó
Bingley–. ¡Qué cosa más curiosa! Me dijeron en las minas y
en la fábrica de telas que ha estado rondando una mujer y
preguntando por el dueño. Según la descripción que me han
dado parece que es la Srita. Margaret Campbell.
–¿La Srita. Campbell? –preguntó Lizzie azorada.
–¿Has sabido algo de ella?
–No, en absoluto –aseguró Darcy con indiferencia.
–¿Quién es la Srita. Campbell? –murmuró Kitty con intensa
curiosidad al ver el desconcierto de su hermana.
–Ya les dije a los veladores que en caso de que la vuelvan a
ver le den mi dirección para saber qué se le ofrece –informó
Bingley.
Lizzie se tornó pensativa y Darcy, al ver el cambio de ánimo
que ella manifestaba, se puso de pie y dijo a todos los
convidados, quienes lo observaban con atención:
–Esta noche quiero proponerles un brindis. Hace un lustro
nos reunimos para festejar la navidad en esta misma mesa.
Cuatro de nosotros iniciábamos una vida de incomparable
felicidad y esperanza, con la ilusión natural de escuchar
inocentes risas a nuestro alrededor en poco tiempo. Por
voluntad del Dueño de nuestra existencia, a quien agradezco
infinitamente la maravillosa esposa que me reservó, nuestra
vida ha caminado por un sendero diferente, no por ello
menos dichoso. Hoy quiero corresponder a todas y a cada
una de las bendiciones que he recibido desde entonces de
Él, quien nos ha cuidado y guiado hasta este momento, y de
la Sra. Darcy, que me ha hecho el hombre más fausto de la
tierra. Brindo por esta mujer extraordinaria que con su alegría
ha iluminado mi existencia, con su sonrisa ha mitigado las
dificultades, con su incomparable voluntad ha luchado para
conservar la esperanza que hoy vemos cumplirse y a quien
yo deseo seguir entregando toda mi devoción.
Lizzie sonreía con un profundo gozo mientras los demás
brindaban a su salud, reconociendo el gran honor que Darcy
le había otorgado y que sin duda era merecedora del mismo.
Cuando terminó la cena, todos pasaron al salón principal.
Lizzie mostró deseos de retirarse cuando Georgiana le dijo
que esperara unos momentos; llamó al Sr. Smith que trajo un
paquete y se lo entregó a la Sra. Darcy, quien lo abrió y muy
conmovida agradeció; era una mesa que Georgiana había
pintado para su sobrino. Igualmente la Sra. Gardiner, Jane y
Mary le entregaron algún regalo para el bebé que también
correspondió. Lizzie sentía una enorme alegría de ver a
todos, sumado al júbilo que concebía por su embarazo, pese
a su malestar que se había convertido desde hacía varias
semanas en algo permanente.
Mientras subían las escaleras, Darcy le dijo a Lizzie,
llevándola del brazo:
–Me da mucho gusto que hayas disfrutado de la cena.
–Sí, aun cuando a todos los hemos visto hace poco, hoy los
veo diferente. Gracias por las hermosas palabras que me
dirigiste.
–Ya me lo has compensado con tu sonrisa.
Lizzie sonrió.
Darcy se detuvo una puerta antes de su alcoba, la que había
pertenecido a Lady Anne, y su esposa aguardó extrañada. Él
sacó una llave de su levita, abrió la puerta y cedió el paso a
su mujer, quien entró y permaneció suspendida unos
momentos contemplando lo que había soñado hacía tanto
tiempo y que ya era una realidad: era la alcoba de su bebé,
tal como se la había imaginado y se la había descrito a Darcy
desde antes de su boda: con todos los detalles, los colores,
la cuna, las tersas y blancas sábanas, las cortinas, el sillón.
Todo estaba allí, esperando a que la criatura que llevaba en
sus entrañas, a la que ya amaban profundamente aun antes
de ser concebida, naciera.
Lizzie caminó despacio, con los ojos desbordados de
lágrimas, y se dirigió a la cuna; acarició la madera que
protegería en un futuro a su bebé de alguna caída y que lo
abrazaría con cariño durante su sueño. Luego se acercó a la
cómoda, abrió los cajones donde ya estaba acomodada la
hermosa y fina ropa, cogió alguna prenda y la olió
delicadamente, mientras Darcy le decía:
–Georgiana me ayudó trayendo la ropa de Londres y la
acomodó antes de la cena.
–Pero, ¿desde cuándo has preparado todo esto?
–Desde que estás en reposo. Mientras dormías venía a
revisar el trabajo y el Sr. Smith y la Sra. Reynolds me
apoyaron el resto del tiempo. Georgiana me trajo varias
cosas que faltaban y lo completamos hace unas horas. La
cuna y la cómoda ya las había mandado hacer desde antes
de nuestra boda, tal como tú me las habías descrito.
Estuvieron guardadas hasta ahora.
–¿Desde entonces? –susurró Lizzie.
Darcy se acercó y enjugó su rostro afectuosamente.
–Seguramente estás cansado de verme llorar por cualquier
cosa.
–Estás embarazada, es normal que te sientas muy sensible –
comprendió Darcy y, dándole un beso en la frente, la abrazó
con devoción.
A la mañana siguiente, Lizzie se despertó mientras su marido
escribía una carta en la mesa de la alcoba. Ella se levantó y
tomó asiento en la silla en tanto él suspendía su trabajo.
–¿Alguna carta por asuntos de negocios?
–Sí –dijo Darcy tomando sus manos.
–¿Son tan odiosas esas cartas? –preguntó sonriendo.
–No –respondió riendo, recordando cuando la Srita. Bingley
le había hecho esa observación–. Fitzwilliam me comentó
que han habido problemas en Londres para recibir el carbón
que se distribuye en la ciudad. Espero que con esto sea
suficiente para arreglarlo.
–Si tienes que trabajar o ver algún asunto con el coronel, o
quieres ir a cabalgar, jugar billar o ajedrez aprovechando la
visita de Donohue… Desde que estoy en reposo no has
salido a cabalgar.
–No he querido dejarte sola.
Lizzie sonrió.
–Te lo agradezco y lo he disfrutado mucho.
–Yo también lo he disfrutado.
–Gracias a Dios y a tus cuidados ya me siento mejor. Si
tienes alguna actividad, seguramente mi tía o Georgiana me
podrán acompañar, y si no, la Srita. Madison que me atendió
bien las últimas veces y fue agradable su compañía. No
quiero que te canses de estar conmigo, más cuando no
puedo hacer muchas cosas. Con certeza te has de sentir
encerrado en estas cuatro paredes.
Darcy sonrió y besó su mano devotamente.
–Me alegro mucho de que ya te sientas mejor. Y sí, me has
descubierto recluído, pero en tu corazón y eso, lejos de
molestarme, me llena de satisfacción.
Lizzie se puso de pie y se sentó en el regazo de su esposo.
–Ya que sabes que me siento mejor, quiero que continuemos
lo que dejamos pendiente ayer –dijo besándolo
apasionadamente y desarmando el moño con gran habilidad.
–Lizzie… tal vez no… –dijo entre besos hasta que Lizzie lo
enmudeció con un tórrido beso–. Tal vez no sea buena idea
–logró decir cuando su esposa se separó para respirar.
–¿Cómo? ¿Por qué?, ¿acaso ya no me deseas? –preguntó
sorprendida, haciendo énfasis en lo último–. ¿Desde cuándo
es eso, desde ayer que te fuiste y me dejaste alborotada? –
insistió parada esperando su respuesta.
–No, claro que no, pero…
–Por lo visto tu muestra de solidaridad para conmigo ya se
acabó en el momento en que ayer no pudiste cenar como
hubieras querido. Hoy no te quieres perder de tu exquisito
desayuno.
Lizzie se giró para retirarse a su vestidor cuando Darcy la
sostuvo del brazo y la volteó para verla a los ojos.
–Sabes que tampoco es eso.
–Entonces ¿ya no soy tan bonita como para tentarte?
–Me pareces más bonita que el día en que te conocí, si eso
es posible. Lizzie, creo que no es correcto, es indecoroso…
–¿Indecoroso?
–No quiero lastimarte. Si te hiciera daño a ti o al bebé, no me
lo perdonaría y el Dr. Thatcher no me dijo que se pudiera.
–¿Acaso le preguntaste?
–No, no me pareció oportuno.
–Entonces mándalo llamar para preguntarle.
–Lizzie, es navidad, seguramente estará con su familia y no
me gustaría que viniera sólo para preguntarle eso.
–¡Así demuestras cuánta importancia tiene este asunto para
ti! –dijo con los ojos llenos de lágrimas–. Yo te amo y deseo
estar contigo y, por lo visto tú…
Lizzie se volvió y cerró la puerta de su vestidor. Darcy se
acercó pero no pudo entrar ya que su mujer había puesto
llave a la cerradura. Se acomodó nuevamente el moño y
salió de su habitación.
En el camino a buscar su caballo se encontró con los Sres.
Donohue que regresaban de su paseo en trineo y disfrutaban
de la hermosa vista del paisaje nevado. Darcy se acercó a
ellos y, después de los saludos, dijo:
–Dr. Donohue, ¿me permite hacerle algunas preguntas, a
solas? –aclaró viendo a su hermana.
Ambos asintieron y los caballeros se internaron hacia el
jardín.
–¿La Sra. Darcy se encuentra bien? –preguntó el Dr.
Donohue rompiendo el sigilo en el que sólo se escuchaban
las pisadas hundiéndose en la nieve.
–Sí, supongo que sí… Ayer vino el Dr. Thatcher y se mostró
complacido con el embarazo, pero olvidé aclarar unas dudas
con él.
Después de dichas estas palabras, siguió un incómodo
silencio, hasta que Darcy continuó sin poder evitar el
nerviosismo y el rubor a su máximo nivel, que intentó
disminuir desviando su mirada y haciendo grandes
movimientos con las manos.
–Mi esposa quiere saber… A mí me parece inadecuado dado
su estado, aunque ella afirma que se siente mejor pero… Sin
embargo, ella insiste en que no hay problema y quiero
confirmarlo con el médico aunque no me parece apropiado
mandarlo llamar sólo por esto. Supongo que usted me lo
puede aclarar.
–¿Y cuál es la duda? –inquirió Donohue por puro trámite,
sólo para confirmar sus sospechas.
–Ella tiene deseos de… ella es una persona muy
apasionada.
–¿Y eso le molesta a usted?
–No, quiero decir, en su estado me parece que puede ser un
riesgo.
–¿El reposo que le impuso el Dr. Thatcher se debe a algún
sangrado que ella tuviera, algún dolor, comentó de algún
riesgo en la gestación?
–No, se lo indicó sólo por la disminución de peso que ha
presentado y la intensidad de las náuseas –contestó
respirando profundamente.
–Entonces, si ella se siente bien, no veo que haya ningún
problema. Por el contrario, algunas mujeres se vuelven más
apasionadas durante el embarazo, otras evitan a sus
maridos a toda costa, a veces son incomprensibles.
Darcy no pudo reprimir una sonrisa pensando en que era
afortunado.
–Así es que no se preocupe, Sr. Darcy.
–No, es sólo que ella estaba mal interpretando las cosas,
imaginando otras tantas.
–Lo entiendo perfectamente.
–Si me disculpa, iré a concluir algunos asuntos mientras
todos bajan al desayuno. Con su permiso.
Darcy se retiró y se encontró a su paso a Georgiana que se
dirigía hacia su marido.
–¿Todo bien con mi hermano?
Donohue asintió mientras le tomaba la mano a su esposa.
–¿Qué te preguntó que estaba tan nervioso?
–Algunas dudas que surgen en los padres primerizos.
¿Quieres continuar con tu paseo matutino?
–Ya regresó Fitzwilliam de cabalgar y los Gardiner ya
bajaron, sólo falta Lizzie. Yo creo que es mejor que
regresemos.
–No te preocupes, tus hermanos tardarán un rato en
presentarse.
Darcy entró a su alcoba, preparado con la llave del vestidor
de su mujer. Como lo había imaginado, ella continuaba
dentro y la puerta cerrada, misma que abrió encontrando a
su mujer sentada en el sillón abrazando a sus piernas y su
mentón sobre las rodillas, con la respiración agitada por el
llanto y los ojos enrojecidos.
–¿Hoy no tienes apetito? –preguntó al ver que seguía en
bata.
–Creo que puedes disculparme con los demás, no tengo
deseos de bajar a desayunar. ¿Podrías decirle a la Sra.
Reynolds que me traiga algo ligero?
–No.
–Entonces ¿a qué has venido? ¿Quieres que me disculpe
por cerrarte la puerta en las narices? –increpó furiosa,
limpiándose el rostro con el dorso de la mano.
–No –dijo acercándose hacia ella–. En realidad vine a
levantarte los ánimos, a concluir algo que he querido hacer
desde la última vez –indicó besándola profundamente–.
¿Cómo es posible que no te des cuenta de lo que provocas
en mí tan sólo con tu cercanía, con tu aroma? ¡Me vuelves
loco! –aseguró con la respiración entrecortada, rozando sus
labios y continuando con el beso–. No tienes idea de la
fuerza de voluntad que tuve que sacar ayer para contenerme
y no sucumbir a tus encantos. Puedes comprobarlo cuando
quieras –gimió al sentir que lo obedecía.
–Sr. Darcy, pare de hablar y vayamos a lo importante. Quiero
ser tuya para siempre.
Él rió y continuó con lo que había interrumpido.
Lizzie se acercó para pedirle a su marido que abrochara su
vestido. Tras aspirar el delicado aroma a limpio de sus
cabellos, besó delicadamente su cuello y cumplió con su
tarea, resignándose por tener que ir a atender a sus
invitados.
–Dígame Sr. Darcy, ¿qué le hizo cambiar de opinión y llamar
al Dr. Thatcher? –preguntó su esposa al girarse y tomar sus
manos.
–No lo mandé llamar.
–Entonces fuiste a buscarlo.
–No fue necesario.
–¿Acaso decidiste proceder sin aclarar tus dudas
previamente?
–No, por supuesto que no.
–Sr. Darcy, ¿puede satisfacer mi curiosidad, como otras
necesidades?
–Si para ti es importante, lo haré. Hablé con el Dr. Donohue.
–¿Con el Dr. Donohue? –preguntó sorprendida–. ¿Y qué le
dijiste?
–La verdad, que mi esposa es increíblemente apasionada.
Lizzie gritó de la vergüenza, se tapó la cara con las manos y
se apoyó en su pecho.
–¡Qué pena! ¡Ya no podré salir de la habitación hasta que
ellos se vayan! Y ¿le dijiste que tú también…? –inquirió
levantando su vista con esperanza de salvar su reputación,
esbozando una pícara sonrisa.
–No, por supuesto que no.
Lizzie volvió a gritar y a esconderse entre las solapas de su
marido.
–Pero ¿por qué tanto escándalo?
–¿Qué pensarías –indagó mirándolo fijamente–, si el Dr.
Donohue hablara contigo confesándote la debilidad que tiene
Georgiana para con él, que responde locamente a su
invitación?
–Prefiero no pensar en ello, aunque sospecho que es una
realidad.
–¿Y si él desconociera que le corresponde con la misma
pasión?
–¡Eso es un revés! –exclamó viendo a su mujer reírse–.
Aunque tú no has considerado que hay cosas implícitas en
los hombres, que no tenemos que aclarar.
–¿Cómo qué cosas, Sr. Darcy?
–Que si me casé contigo es porque te amo; haría todo, todo,
con tal de verte feliz, inclusive entrevistarme con él de estos
temas.
–Gracias –murmuró casi tocando sus labios y lo besó.
Cuando los Sres. Darcy bajaron al salón principal ya los
esperaban los Sres. Donohue y Fitzwilliam. Lizzie agradeció
a Georgiana toda la ayuda que había brindado para poder
hacer posible la sorpresa de la noche anterior.
–Lizzie, mi hermano y yo lo habíamos planeado desde hace
más de cinco años. En cuanto supe la noticia sabía que
tenía que apoyarlo en los preparativos y le sugerí hacerlo
para la navidad.
–Lamento que tardara tanto.
–Lo importante es que ya viene en camino y estamos
preparados para recibirlo con todo nuestro cariño.
En ese momento los Sres. Gardiner se presentaron y
saludaron a sus anfitriones, Georgiana los invitó a pasar al
comedor.
–¿Cómo has amanecido hoy, Lizzie? –preguntó la Sra.
Gardiner.
–Me siento muy bien, tía, y completamente satisfecha –
respondió sonriendo.
Darcy tosió para impedir que se ahogara con el jugo que
bebía al tiempo que Donohue simulaba una sonrisa.
–Y tú Darcy, ¿te encuentras bien? –inquirió Georgiana
preocupada.
–Perfectamente, aunque hoy sólo comeré fruta y un poco de
pan, Sr. Smith, gracias –dijo, negándose a su platillo favorito.
–¿Te sientes bien, hermano?
–Sí, claro.
–En sus condiciones es mejor un desayuno ligero, creo que
hoy el Sr. Darcy ya ha tenido suficiente deleite –declaró
Lizzie con una mirada pícara dirigida a su marido.
Donohue trató de someter su risa sin mucho éxito, evitando
la ojeada interrogativa de su esposa que se encontraba
enfrente de él.
–Hoy me gustaría dar un paseo por el jardín –espetó Lizzie.
–Tendrá que ser un paseo corto, Lizzie. No conviene que te
esfuerces –sugirió su marido, carraspeando.
–Como el Sr. Darcy ordene –indicó sonriendo.
–Yo creo que te sentará muy bien tomar un poco de sol –
comentó la Sra. Gardiner.
–Y después iremos a la fiesta de Diana.
–Considero que no es prudente, Lizzie –aclaró su esposo.
–Darcy, me gustaría ver a mi ahijada, es su cumpleaños.
–El Dr. Thatcher te levantó el reposo con la condición de que
fueras sensata en tu actividad y hoy te has excedido.
–¿Excedido?, pero si apenas bajó de su habitación –observó
Georgiana inocentemente, provocando que el rubor de su
hermano hiciera su aparición.
–Prometo quedarme sentada y estar sólo un rato.
Descansaré antes de irnos.
–Dr. Donohue, si la Sra. Darcy fuera su paciente, ¿qué le
recomendaría?
–No conozco bien el caso de la Sra. Darcy pero por lo que
me ha platicado Georgiana y lo que he podido observar, sí
considero que debe ser sagaz. Si quiere ir a la fiesta y estar
un tiempo razonable, entonces el paseo lo podrá realizar otro
día. Poco a poco podrá ir incrementando su actividad,
conforme se alimente mejor y recupere su energía.
–Entonces estaremos sólo un rato en Starkholmes –
concluyó.
Al término del almuerzo, Darcy escoltó a su esposa a su
habitación, mientras indagaba:
–¿Qué pretendías con tus comentarios?
–Terminar de alimentar tu ego.
–Y alimentar un poco el tuyo.
–No me culpes a mí por tus acciones. Tal vez si me hubieras
besado menos, habrías podido desayunar un poco mejor –se
burló Lizzie.
–¿No te dio vergüenza decir eso enfrente de tus tíos?
–Ese comentario iba dirigido sólo a dos personas, al
directamente afectado y a un médico perspicaz.
–Muy inteligente de tu parte.
–Deberías alegrarte, pude lanzarte algunas miradas lascivas.
Darcy rió a carcajadas.
–Entonces la sonrojada habrías sido tú.
–Por eso no lo hice.
Los siguientes días Darcy invitó a los señores a cabalgar y a
ir de cacería, incluyendo a Bingley que ya estaba fastidiado
de sus visitas, mientras que Lizzie continuaba su descanso
acompañada por Georgiana y la Sra. Gardiner, cansada de
no poder realizar sus actividades cotidianas y de que
estuvieran ayudándole en todo sin permitir que hiciera el
mínimo esfuerzo. Por las tardes salían todos a caminar,
aunque Lizzie y Darcy realizaban un pequeño recorrido en el
jardín y se sentaban un rato enfrente del lago congelado a
platicar. Después de la cena Lizzie se retiraba temprano y,
cuando ya estaba dormida, Darcy bajaba un rato a jugar
ajedrez con Donohue, mientras Fitzwilliam y el Sr. Gardiner
jugaban en otro tablero y Georgiana conversaba con la Sra.
Gardiner.
Una mañana, mientras Lizzie y Georgiana estaban en su
sala privada y platicaban de cómo se había sentido y toda la
atención que había recibido de Darcy, Georgiana le confesó:
–Lizzie, me reconfortó mucho saber la noticia por la carta de
Darcy.
–¿Te reconfortó? –preguntó extrañada.
–Sí, Lizzie, ya ha pasado algún tiempo que también lo hemos
estado buscando y… –la miró con los ojos llenos de
lágrimas–, he llegado a la conclusión de que hay algún
problema. Mi madre se tardó diez años en lograr un
embarazo después de que nació mi hermano, y luego Darcy
y tú… Al enterarme de que este milagro era una realidad,
renació en mí la esperanza: si ustedes lo lograron después
de tantos años, ¿qué puedo decir yo?, pero sinceramente
conservo el temor de que tarde en llegar.
Lizzie sintió mucha compasión por el sufrimiento de su
hermana, que había sido suyo hasta hacía unos meses y no
pudo evitar llorar con ella.
–¿Cómo le hiciste para nunca perder la esperanza? –indagó
Georgiana rozando su rostro con un pañuelo.
–Debo confesarte que sí la perdí, y varias veces; pero con el
ánimo que siempre me infundió Darcy continuamos
luchando. He de reconocer que llegó justo cuando yo pensé
que nunca me embarazaría, ya había aprendido a vivir sin
esa ilusión. Lo primero que debes hacer es no angustiarte y
ponerte en las manos de Dios. ¿Ya hablaste del tema con
Donohue?
–Sí, me dice que como médico recomienda esperar un poco
más. Me dijo que algunos estudios son muy dolorosos y que
tal vez sería apresurado iniciar con ese proceso.
–Si lo sabré yo –murmuró.
–Pero que si yo quiero hacerlos, él me apoya. El Dr.
Robinson sería el indicado para llevar mi caso.
Lizzie la vio conmovida, recordando su última carta, y le dijo
para reanimarla con sus ojos brillantes por las lágrimas:
–¿Te imaginas la dicha que sintió tu madre al saber que,
después de diez años, por fin estaba embarazada de ti? Y
cuando tu madre le dio la noticia a tu padre, debió ser el día
más feliz de su vida.
Georgiana sonrió recordando el cariño que siempre le
brindaron sus padres.
–Ten la seguridad de que hemos rezado por ustedes. Ahora
lo haremos con mayor devoción –concluyó Lizzie.
En ese momento se abrió la puerta y entraron Darcy,
Donohue y Bingley comentando de algún asunto cuando
Darcy se detuvo al ver a su mujer llorando.
–Lizzie, ¿estás bien? –inquirió con sincera preocupación.
Ella se puso de pie y respondió irascible:
–¡Creí que éste era un lugar para uso exclusivo de la señora
de la casa donde podía encontrar un poco de privacidad!
Dicho esto, esquivó a los señores y salió velozmente de la
habitación.
–¿Qué pasó? –indagó Darcy, sin comprender lo que sucedía.
–Es mi culpa, le hablaba de algunas cosas y se puso
sensible –indicó Georgiana.
–Hermano, vete acostumbrando a los cambios de humor de
tu mujer. De lo contrario, serán unos tormentosos meses –
comentó Bingley recordando a su esposa embarazada–.
Aunque el destinatario de sus ofensas seas tú, no es
personal.
Darcy miró a Donohue, quien le respondió:
–Es completamente normal.
–¿Y qué se supone que debo hacer?
–Además de resignarte, esperar a que pase la tormenta. Ella
se dará cuenta de su reacción exagerada –concluyó Bingley.
Unas horas más tarde, Darcy se encontraba en su despacho
escribiendo una misiva cuando alguien tocó a la puerta, él
autorizó que pasara y continuó su labor. El silencio se
perpetuó hasta que él alzó la vista y se puso de pie, dejando
la pluma sobre la hoja manchando la carta. Se inclinó para
saludar a su esposa sin saber qué esperar de ella. Lizzie se
acercó y lo abrazó con cariño.
–Perdóname, no quise ser grosera y no soporto estar
enojada contigo. Te estuve esperando a que fueras a la
habitación pero no llegaste.
–Iba a salir a buscarte desde hace rato pero pensé que
querías estar sola.
Lizzie se incorporó para verlo a los ojos.
–Tal vez te hubiera cerrado la puerta en las narices, aunque
habrías podido salvar tu carta de una catástrofe –se burló
Lizzie sonriendo al ver la carta manchada.
Darcy siguió su mirada y regresó a contemplar su hermosa
sonrisa.
–Prefiero salvar mi nariz y disfrutar de tu cercanía.
CAPÍTULO XII
Ya estaba todo listo para la cena de año nuevo. Georgiana
había estado pendiente junto con la Sra. Reynolds de todos
los preparativos, mientras Lizzie descansaba en su
habitación, cuando se oyó que alguien tocaba a la puerta con
cierta insistencia y Darcy fue a abrir.
–Srita. Mary –saludó estupefacto con el rostro encendido,
abrochándose la camisa desfajada que su esposa le había
retirado y pasando su mano entre sus alborotados cabellos
mojados de sudor.
–Sr. Darcy –correspondió avergonzada, sonrojándose.
–¿Buscaba a Lizzie?
–Sí, necesito hablar con ella antes de que llegue mi madre,
aunque creo que también es un tema que a usted le interesa
escuchar.
–Pase, por favor –dijo, pidiendo que se sentara en el sillón
de la sala que antecedía a su habitación.
Darcy entró a su alcoba y cerró nuevamente la puerta.
–Lizzie, te busca Mary.
–¿Mary? –gritó ella, tapándose la cara con la sábana.
–Sí, está en la sala –indicó con sosiego para que bajara el
volumen, cogiendo el vestido y la camisola para ayudarle a
colocárselo.
–¿Y saliste en ese estado? –indagó viéndolo.
–Creo que es mejor así que en el estado en que mi esposa
me dejó –se burló, recibiendo una mirada de censura de su
mujer–. Pensé que era el Sr. Smith con alguna emergencia.
Tocó varias veces la puerta.
–¿Habrá escuchado? La puerta de la sala estaba abierta.
¡Darcy, debiste haberte detenido!
–¿Y dejar a mi esposa insatisfecha? ¡Eso nunca! –exclamó
robándole un beso–. Además, no me lo habrías perdonado,
si ya me siento mal por haberme levantado tan rápido y
dejarte sola. Tal vez debí ahogar tus gemidos con mis besos,
pero me encanta escucharte –espetó sonriendo.
–¿Gemidos?, ojalá hubiera sido sólo eso. Ahora, ¿qué va a
pensar de mí?
–La verdad, que eres completa y absolutamente feliz a mi
lado.
Lizzie cogió la almohada y la lanzó contra su esposo, quien
se rió y se acercó rápidamente para disfrutar de su
estremecimiento bajo su cuerpo a base de cosquillas en los
lugares más sensibles que tenía, mientras ella se carcajeaba
y gritaba su nombre para que se detuviera.
–¡Darcy, compórtate! ¡Mi hermana nos está oyendo!
–Debiste haberlo pensado antes de lanzarme la almohada –
indicó, dándole un beso en los labios e incorporándose.
–¿Y qué te dijo? –preguntó jadeante.
–Quiere hablar contigo y sospecho que es de tu madre.
–¿Mi madre? –indagó azorada, mostrando su turbación.
Darcy se sentó junto a ella para cepillarle el cabello.
–No tienes de qué preocuparte, el Sr. Hayes está en prisión y
la Sra. Bennet está vigilada y cuidada por tu hermana.
Lizzie agradeció y se levantó para acercarse al tocador y
terminar de arreglarse mientras su marido se colocaba la
loción, el moño, el chaleco y la levita.
En tanto Lizzie se refrescaba con un poco de agua de rosas,
Darcy se acercó, olió su delicioso aroma en el cuello y le dijo:
–¿Acaso me estás invitando otra vez?
–¿Para que mi hermana complete sus lecciones antes de
casarse? ¡No, Sr. Darcy! Tendrás que esperar –indicó
mientras él la besaba en el cuello.
Los Sres. Darcy salieron luciendo un arreglo impecable y
Mary los saludó.
–Lizzie, ¿estás bien? –investigó con timidez.
–Sí, por supuesto –dijo invitándola a tomar asiento.
–Me da mucha pena molestarlos por esto, pero creo que es
importante.
Mary buscó en su bolsillo una carta que había sido abierta,
dirigida a la Sra. Bennet.
–Llegó esto del correo y gracias a Dios yo lo recibí y lo
guardé, sin que mi madre se enterara.
Lizzie la cogió y leyó en voz baja:
“Estimada Adele: Llevo varias semanas sin saber de ti y esto
me tiene sumido en la más absoluta depresión, aunado a la
vida a la que he sido arrojado injustamente gracias a las
influencias del Sr. Darcy. Debes saber que soy inocente de
todo cuanto me acusan y que estoy negociando con mi
abogado para recuperar pronto mi libertad y reunirme
nuevamente contigo, debido a que sin ti no puedo vivir. Te
agradecería enormemente que me mandaras, a través de la
Sra. Younge, la cantidad de dos mil libras para pagar mi
fianza y los servicios del abogado, necesarios para reunirme
contigo y completar los planes de los que habíamos platicado
antes de nuestra abrupta separación. Deseando sentir
nuevamente tus besos, siempre tuyo, J. Hayes”.
Lizzie, reflejando angustia en sus ojos, entregó la misiva a su
marido y él la leyó.
–Escribiré al comandante Randalls para participarle de esta
carta y que me explique lo que está sucediendo con ese
hombre, me dijo que lo mantendrían aislado del exterior y me
había asegurado que no podría salir de prisión hasta cumplir
su condena. Tal vez sólo sea una artimaña de ese hombre
para sacarle dinero a tu madre o de la Sra. Younge para
aprovecharse de la situación, pero saldremos de dudas en
un par de días.
Lizzie asintió, agradeciendo a su hermana que estuviera tan
al pendiente de su madre.
Los Sres. Darcy y Mary ya se aproximaban al salón principal
cuando anclaron los últimos invitados. Los Bingley y las
Bennet fueron recibidos con cariño por los huéspedes de
Pemberley.
–Sra. Darcy, hoy se ve con mejor semblante –afirmó la Sra.
Bennet cuando saludó a su hija–. Había querido venir a
visitarla los días anteriores, pero la Sra. Bingley me decía
que no era prudente. ¿Cómo no va a ser sensato que una
madre cuide de su hija cuando ella la necesita?
–¿Así como cuidaste de Jane cuando enfermó por haberla
mandado a caballo a cierta cena con la Srita. Bingley? –
recordó Kitty.
–Seguramente hoy agradece mi proceder. Si hubiera ido a
cuidarla, tal vez no se habría casado con el Sr. Bingley y no
estaríamos aquí.
–En eso creo que tienes razón –señaló Lizzie–. De todas
maneras te lo agradezco mucho. He gozado de excelente
compañía todo el tiempo.
–Si quieres que me quede más tiempo contigo, Lizzie, ahora
que se van los Sres. Donohue y los Sres. Gardiner, sólo
dime y vengo a ayudarte.
–Gracias mamá. Yo te avisaré si requiero ayuda más
adelante, por el momento no será necesario –aseguró
tratando de mostrarse segura de su decisión.
Lizzie se apreció entre la espada y la pared ya que sabía que
se sentiría atosigada con la continua presencia de su madre,
además de saber que a su marido no le sería grato tenerla
tanto tiempo en casa. Sin embargo, percibió cierta culpa por
negarse, dada la situación que habían vivido, reconociendo
también rencor hacia su madre que la hizo acongojarse por
el engaño y la manipulación a la que había sido objeto, así
como su orgullo herido por no haberlo sospechado antes de
leer aquella carta.
Georgiana los invitó a pasar a sentarse.
–Todavía no puedo creer que Lizzie, después de tantos
años, vaya a tener un bebé –afirmó la Sra. Bennet
alborozada–, seguramente será una criatura muy hermosa,
nada más hay que ver a sus padres. Sra. Darcy, después de
que recibí su carta, orondísima le fui a dar la noticia a Lady
Lucas. La Sra. Collins estaba de visita con sus dos hijos y,
francamente no tienen gracia y la pobre de la niña es muy
enfermiza, según nos comentó.
–La niña se la pasó tosiendo toda nuestra visita y Charlotte
se veía muy angustiada –recordó Kitty.
–Indudablemente mi nieto será un bebé muy sano, sus
padres gozan de excelente salud. Por eso, Sr. Darcy, debe
verificar que la Sra. Darcy no descuide su alimentación, aun
cuando no se sienta del todo bien. Todavía te veo muy
delgada, Lizzie.
–Siempre he sido delgada, mamá.
–El Dr. Thatcher nos indicó hace un par de días que la
evolución del embarazo es la adecuada y encontró a Lizzie
en mejores condiciones –explicó Darcy.
–¡Qué tranquilidad saberlo! –indicó la Sra. Bennet–. Y
¿cuándo recibiremos una noticia similar de los Sres.
Donohue?
–¿Qué importa cuándo sea, mientras el milagro de la vida
exista? –señaló rápidamente Lizzie, al ver tristeza en el
rostro de su hermana–. La alegría y el gozo que se siente es
maravilloso, aun cuando no se conozca el momento.
–Darcy, ¿ya sabe la noticia la Sra. de Bourgh? –averiguó
Bingley.
–No, todavía no. Tendré que escribirle pronto. Desde la boda
de Georgiana no he tenido noticias suyas, sólo que se
disculpó para la presentación de hace unas semanas.
–Parece que ha estado enferma –comentó Fitzwilliam.
–¿La has visto últimamente? –preguntó Darcy.
–Sí, me mandó llamar para ayudarle en unos asuntos.
–Yo vi a mi tía muy tranquila en mi boda –recordó
Georgiana, mientras Lizzie resonaba las palabras de su
señoría reclamándole su incapacidad para darle un legatario
a su sobrino–. Ojalá que la relación con ella mejore. Le he
escrito un par de cartas y me las ha contestado. Y también le
he escrito a la Srita. Anne.
–¿Cómo ha estado la Srita. Anne? –indagó Lizzie.
–¿La que había estado comprometida con el Sr. Darcy desde
que eran niños? –sondeó Kitty con indiscreción.
–Bien, gracias –afirmó Fitzwilliam mostrando incomodidad
hacia el comentario–. La he visto cuando he estado en
Rosings.
–Ojalá pronto nos dés buenas noticias –indicó Darcy con
esperanza de que ese compromiso se renovase.
–¿Buenas noticias?, ¿qué noticias? –curioseó la Sra.
Bennet que no estaba enterada de lo sucedido.
–Cuando las haya, seguro las conocerás –respondió Lizzie
silenciando a su madre.
–¿Qué pensará Lady Catherine ahora que Lizzie está
esperando bebé? –inquirió Kitty, recordando cuando la Sra.
de Bourgh habló con Lizzie en Longbourn para evitar un
supuesto compromiso con el Sr. Darcy–. ¿Se alegrará de
que el siguiente heredero de Pemberley sea hijo de… cómo
dijo ella… una muchacha de cuna inferior, sin ninguna
categoría?
Darcy endureció su expresión, recordando a su tía diciendo
esas palabras.
–Lizzie, ¿qué te hace falta de Londres para el bebé? –
averiguó la Sra. Gardiner para cambiar de tema.
–Tal vez una pequeña cuna, para los primeros meses.
–La cuna que ya tienes ¿no es de tu agrado? –cuestionó
Darcy.
–Sí, me gustó mucho. Aunque para los primeros meses
necesitaremos otra para ponerla en nuestra alcoba. El bebé
todavía será muy pequeño para dormir solo en su recámara.
–Y ciertamente la madre no querrá separarse de él ni un
momento –señaló Georgiana.
Lizzie se rió.
La cena estuvo agradable, salvo los estólidos comentarios de
Kitty, con platillos exquisitos como era la costumbre. Lizzie,
mejorando un poco su apetito y transigiendo su malestar,
pudo disfrutar más de los alimentos y de la grata compañía,
aunque se retiró temprano de la reunión apenas concluyó la
cena. Se despidió cariñosamente de su madre y de sus
hermanas, ya que al día siguiente partirían a Longbourn. La
Sra. Bennet volvió a insistir en quedarse una temporada para
ayudarla pero Lizzie se negó nuevamente, pidiéndole perdón
en su interior por no poder ser sincera con ella y explicarle
sus motivos.
Al día siguiente después del desayuno, los Donohue
partieron rumbo a Gales y los Sres. Gardiner y Fitzwilliam a
Londres. Nuevamente y por unos cuantos meses más los
Sres. Darcy se quedaron solos en Pemberley.
CAPÍTULO XIII
En los siguientes días la actividad en Pemberley se fue
reordenando poco a poco. Darcy trabajaba en su estudio o
salía de casa por la mañana después del desayuno mientras
Lizzie era acompañada por la Srita. Madison haciendo
alguna actividad como leer algún libro, bordar las sábanas
del bebé o descansar en su alcoba, según el vigor que
sentía. Acordó con Darcy que contrataría a un administrador,
el Sr. Mackenna, sobrino del Sr. Smith que había estudiado
en Oxford con la ayuda del Sr. Darcy con excelentes
resultados y que había administrado una de las haciendas
cercanas, a quien podría delegar todas las funciones que
desempeñaba en el negocio de la florería para que ella
pudiera cuidarse adecuadamente durante el embarazo y
dedicarse a su hijo una vez que naciera, recibiéndolo
únicamente una vez por mes para que le entregara todas las
cuentas. Por este motivo, Lizzie se reunió en su sala privada
con la Srita. Reynolds y con el Sr. Mackenna en varias
ocasiones hasta que él asumió el puesto.
También recibió la visita de Jane y de sus sobrinos que la
llenó de alegría. Diana se mostraba más cariñosa y le
llevaba algún regalo hecho por ella o alguna muñeca para
jugar con su madrina a los bebés como lo hacía con su
madre cuando esperaban un nuevo hermano. A Henry, cada
vez más inquieto y siempre saludando a su tía con un
apretado abrazo, le gustaba mucho jugar a la pelota en el
jardín cuando el clima lo permitía o en la nieve cuando su
madre lo autorizaba, por eso Jane siempre salía
acompañada por la Srita. Susan para que le ayudara a
entretenerlo. Marcus ya empezaba a sentarse y a jugar
largos ratos con sus juguetes, por lo que Lizzie y Jane
podían platicar y pasar unas horas muy agradables tomando
el té con Diana y viendo a los niños jugar.
Sin embargo, a las dos semanas el ritmo normal fue roto
intempestivamente por una petición exótica que había hecho
la señora de la casa, sabiendo de antemano que sus deseos
eran difíciles de cumplir.
–¡Darcy! –dijo Lizzie que lo esperaba para cenar,
acercándose a la puerta donde estaba su marido para
saludarlo ya que llegaba de visitar a sus arrendatarios,
esquivando la nevada que caía desde hacía una hora.
Darcy besó a su mujer en la frente, se retiró los guantes, el
abrigo y el sombrero, tirando un poco de nieve en el piso y
entregándoselos al Sr. Smith.
–¿Cómo estuvo tu día? –preguntó mientras pasaba su brazo
sobre los hombros de su mujer y la conducía al comedor.
–Bien, aunque no como me hubiera gustado.
–¿Por qué?
–Porque quería disfrutar de tu compañía.
Darcy sonrió y besó su frente.
–Mañana será sábado y estaré contigo todo el día.
–¿Podrás llevarme a Lambton?
–Sí quieres, a menos que siga nevando –dijo moviendo la
silla de su mujer para que tomara asiento.
–Espero que deje de nevar.
–¿Tienes algún interés especial en Lambton?
–Quería ir con la Sra. Fallon a preguntar si puede
conseguirme higos.
–¿Higos?, ¿en pleno invierno? La temporada es en
septiembre, según tengo entendido.
–Sí, es lo que me decía la Sra. Reynolds, pero sé que a
veces hacen algún tipo de conserva, tal vez le sobre algún
frasco de higos en almíbar o cristalizados.
–¿Por alguna razón importante?
–Desde la mañana desperté con irresistibles deseos de
comer higo –explicó, con cierta desesperación en su mirada.
–Me alegra que tu apetito esté mejorando –indicó
sorprendido–. Si ese es el deseo de mi esposa, haré que se
cumpla.
Lizzie sonrió mientras Darcy llamaba al Sr. Smith con la
campanilla.
–Sr. Smith, necesito que mañana a primera hora vaya usted
con la Sra. Fallon y me consiga higos para la señora.
–Señor, me parece que eso no será posible, la temporada es
en septiembre y este año no hubo en las tiendas.
Seguramente hay recesión en Francia y por eso la
producción disminuyó y limitaron las ventas al Reino Unido.
Darcy volteó a ver a su mujer, quien reflejó una profunda
decepción.
–Tal vez en Londres, señor –sugirió el Sr. Smith.
–Mañana quiero que mande a alguno de los lacayos y los
traiga.
–Como ordene, señor –indicó retirándose.
Lizzie sonrió y se acercó para besarlo.
–Yo sabré recompensarte por haber cumplido mi capricho.
–Espero entonces que sí los encuentre –suspiró, saboreando
su boca.
El lacayo fue enviado al amanecer del día siguiente a
Londres con el encargo especial del amo, aunque sólo
recibieron noticias de él por carta durante la semana ya que
no había higos en las tiendas ni en los mercados, pero por la
insistencia de sus patrones se esperó unos días a que, a
través del mercado negro, consiguieran algunas conservas
de la fruta. Mientras, el antojo de Lizzie fue aumentando y la
Sra. Reynolds junto con la cocinera le prepararon varias
tartas de diversas frutas, pero nunca como las había soñado,
prometiéndole que el próximo año harían conservas de los
higos que pudieran conseguir en el mercado. Lizzie
agradeció sus buenas intenciones y el interés de su marido
en complacerla, pero el deleite que tuvo cuando probó los
higos cristalizados que por fin consiguieron, sorprendió
gratamente a su esposo y la paz regresó a Pemberley.
Entre tanto, Darcy recibió correspondencia del comandante
Randalls en donde le explicaba que Hayes tenía que cumplir
con su condena y que lo mantendrían con mayor vigilancia
ya que tenía prohibido escribir cartas fuera de su abogado y
previamente revisadas por la autoridad. Le ofreció
mantenerlo informado de cualquier cambio en su situación y
le agradecía que estuviera tan preocupado por exigir justicia
a una persona que la había incumplido. Esto tranquilizó a
Lizzie, sabiendo que esa relación no tendría futuro, aun
cuando su madre todavía estuviera obsesionada.
La condición física de Lizzie se fue restableciendo con el
paso de las semanas, los malestares fueron disminuyendo
cada vez más, su apetito mejoraba paulatinamente hasta
haberse normalizado al aproximarse a los cuatro meses de
embarazo. A partir de entonces, Darcy sacaba a pasear a
Lizzie los sábados por la mañana a Lambton. Lizzie había
recuperado la vitalidad que la caracterizaba, su mirada
estaba resplandeciente y llena de alegría, y aprovechaba
estas salidas para visitar unos momentos la florería y
comprar algún adorno que le gustaba para la recámara del
bebé o que le hacía falta para continuar con los bordados
que estaba realizando, incluyendo la ropa de cama necesaria
para la cuna que estaría en su recámara y que la Sra.
Gardiner le regalaría próximamente. Aunque la mayoría de
las cosas ya estaban listas, Lizzie estaba llena de ilusión de
poner algunos detalles que llenarían con su amor ese
espacio de la casa tan especial.
Curiosamente, Darcy había notado a Lizzie inusualmente
distraída. Con frecuencia olvidaba algo en la casa cuando
salían de paseo, perdía su libro constantemente sin
acordarse dónde lo había colocado o dejaba de lado la bolsa
de la mercancía que acababa de adquirir. Las primeras
veces fue muy extraño ya que eso nunca había sucedido,
pero poco después comprendieron que todo se debía a su
estado y les ocasionaba gracia. Mientras eso sucedía, Darcy
tenía mayor cuidado hasta que se lo comentaron al doctor,
quien le preparó un suero nuevo que le ayudó a combatir la
falta de atención. Sin duda, el bebé se estaba alimentando
muy bien, aun a costa de su propia madre.
Por las tardes, Darcy procuraba pasar un tiempo con Lizzie,
dando un paseo por el jardín o en la biblioteca, consultando y
comentando alguno de los libros que les interesaban a
ambos. También les gustaba pasar un rato en la galería de
esculturas o en el salón principal, mientras Lizzie tocaba el
piano antes de la cena.
En ocasiones, Darcy compensaba el tiempo dedicado a
Lizzie trabajando por la noche, cuando ésta ya descansaba
en sus habitaciones. Sin duda, sabía que sus vidas sufrirían
un cambio drástico en los siguientes meses, cuando el bebé
naciera: Lizzie estaría muy ocupada atendiendo a la criatura
de día y de noche y quería aprovechar al máximo el tiempo
que les quedaba.
Una tarde, paseando por el jardín, Lizzie le preguntó:
–Darcy, ¿has tenido más trabajo que de costumbre?
–No, ¿por qué?
–He visto en varias ocasiones que te vas a trabajar a tu
despacho por las noches.
–¿Me viste? Yo me retiré cuando ya estabas dormida.
–Sí, me desperté y me pareció muy extraño no encontrarte y
bajé a buscarte. Cuando vi las velas encedidas en tu
despacho no quise interrumpir, pero tardaste mucho tiempo
en regresar. Y así han pasado varias noches.
–Quería aprovechar para adelantar lo más posible y poder
acompañarte más tiempo durante la tarde. Cuando nazca el
bebé estarás muy ocupada todo el día y parte de la noche y
te veré menos.
Lizzie sonrió.
–Te agradezco el tiempo que me dedicas. Sólo recuerda que
no es bueno que te desveles todos los días. Necesitas
descansar bien ahora que se puede. Ya habrá tiempo para
que nos desvelemos con el bebé.
–La que no debe desvelarse eres tú. Necesitas dormir toda
la noche –declaró tomándole la mano.
–Si quieres, podré acompañarte alguna vez en tu despacho,
si por la mañana no has terminado.
–No quisiera que te aburrieras.
–Será muy divertido verte trabajar, y prometo guardar
silencio.
–Será todo un reto para ambos no proferir palabra estando
uno frente al otro por tanto tiempo.
–¿Así trabajas con Fitzwilliam?
–Hay veces que sólo cruzamos palabra dos o tres veces en
todo el día. Pero con él es muy distinto.
Lizzie tomó asiento en la banca, frente al lago, y Darcy a su
lado.
–Y ¿qué tanto hacen mientras están en el despacho?
–En ocasiones, él ve un asunto y yo veo otro, apenas
intercambiamos algunas ideas pero la mayor parte del
tiempo estamos en silencio, y cuando hablamos, en juntas
con Bingley normalmente, el tema de conversación son los
negocios y todos los pendientes: los clientes en Derbyshire,
en Londres, en Bristol, en Oxford; la fábrica de textiles o de
porcelana, las minas de carbón y de hierro, los obreros, las
entregas, los pagos, las cobranzas, las cartas pendientes de
mandar, los trámites que se requieren, los contratos.
–Y ¿alguna vez platican de otro tema?
–Sí, cuando vamos a cabalgar o de pesca. Finalmente
también somos amigos, no todo es negocio en esta vida.
–Y ¿qué haces cuando visitas las fábricas y las minas?
–En ocasiones tenemos juntas con los jefes de los
trabajadores, pero la mayoría de los asuntos del negocio
Bingley y Fitzwilliam los ven con ellos, cuestiones que
previamente nosotros discutimos en el despacho. Pero lo
que más me interesa es platicar con las personas para saber
cómo se encuentran y que estén contentos con su trabajo,
que sus familias estén bien.
–Por eso te quiere tanto tu gente –indicó mostrándose muy
orgullosa.
Lizzie se sintió muy relajada del paseo y, respirando
profundamente, se llevó la mano a su vientre que ya había
crecido ligeramente.
–¿Te encuentras bien? –preguntó Darcy.
–Sí, pero creo que alguien nos está saludando –comentó
Lizzie con una sonrisa llena de alegría al sentir los primeros
movimientos del bebé.
Darcy la vio sorprendido mientras Lizzie tomaba su mano y le
compartía ese momento tan especial poniéndola sobre su
vientre. Darcy sintió una alegría en el corazón que nunca
había experimentado: pensar que ese ser que se movía y
que podía percibir era su hijo, tan esperado y tan deseado
por ambos.
Momentos después se sorprendieron al ver a los Sres.
Donohue que se aproximaron a saludar; venían de visita un
par de días. Lizzie y Darcy se pusieron de pie para recibirlos
con mucha alegría.
–¡Qué agradable sorpresa! –exclamó Darcy abrazando a su
hermana, notablemente dichoso.
–Lizzie, te ves muy bien, y debo señalar, muy bonita –afirmó
Georgiana ciñendo a su cuñada.
–Se ve encantadora.
–Muchas gracias –dijo Lizzie sonriendo.
–Tenía muchos deseos de venir a visitarlos y Patrick tuvo la
oportunidad de escaparse unos días, aunque he recibido
todas las cartas de mi hermano participándome los avances
de tu embarazo. También me platicó de tus antojos y quise
traerte algo.
Georgiana sacó una caja de la bolsa de su abrigo y se la
entregó.
–¿Higos cristalizados? –indagó Lizzie con una enorme
sonrisa, sacando uno y dándole una buena mordida.
–Directamente de España. Me comentó la Sra. Churchill todo
lo que tuvieron que hacer para conseguirte los higos,
además de que Patrick me dijo que son muy nutritivos.
–Es un excelente alimento para las mujeres embarazadas –
aclaró el Dr. Donohue.
–Me alegra saberlo –comentó Darcy.
–¿Cómo está nuestro sobrino? –cuestionó Georgiana.
–Muy bien, creciendo y moviéndose con mucha vitalidad –
respondió Lizzie.
–¿Ya has sentido sus movimientos?
–Sí, es maravilloso –indicó llena de alegría, emprendiendo el
camino de regreso a la mansión.
–¿Cómo estuvo su viaje? –preguntó Darcy.
–Muy bien gracias, aunque nos retrasamos porque fueron a
buscar a Patrick justo a la hora de partir para atender a un
paciente. Afortunadamente nada de gravedad –comentó
Georgiana.
–Sí, se trataba de una niña que había tenido un accidente en
su casa. Se cayó de un árbol y se fracturó la pierna –aclaró
Donohue.
–Recuerdo que me encantaba subirme a los árboles cuando
era niña y sí, me lastimé varias veces, siempre la misma
rodilla. Pero me sentía libre, como si pudiera volar como los
pájaros a lugares inimaginables, mientras la brisa rozaba
todo mi ser. ¿Quién iba a decir que esos lugares sí existen y
que los conocería algún día con tan excelsa compañía? –
aduló Lizzie viendo a su esposo que la llevaba de su brazo.
Darcy sonrió, recordando con ella sus maravillosos viajes.
Cuando arribaron a la casa, Georgiana le mostró la cuna con
la ropa que mandaba la Sra. Gardiner. Cuando Lizzie la vio,
se acercó para contemplarla: el tamaño era perfecto y el
acabado precioso, las sábanas y las cobijas eran suaves y
abrigadoras.
–La Sra. Gardiner tenía muchos deseos de traértela
personalmente, pero se sintió indispuesta –comentó
Georgiana.
–¿Mi tía ha estado enferma?
–Ha tenido un resfriado y se ha sentido cansada, nada grave
–explicó Donohue.
–Te manda saludos y con todo su cariño el regalo que ya
tenía preparado desde hace tiempo. Me dijo que lamentaba
no haber podido entregártela pero quería que la vieras para
saber si era de tu agrado –indicó Georgiana.
–Es hermosa, y al bebé también le agradó mucho –aseveró
Lizzie poniendo la mano sobre su vientre.
–¿Acaso se está moviendo? –investigó emocionada.
–Sí, acaba de dar un buen brinco –notó, tomando la mano de
Georgiana para que pudiera percibir.
–¡Se sienten sus patadas! Con certeza sabe que estamos
hablando de él y que estará rodeado de amor –esclareció
entusiasmada–. Y ¿qué te ha dicho el médico?
–Que el bebé está muy bien.
–Y que la madre se encuentra de maravilla –completó Darcy
ufano.
–Eso se ve a distancia –afirmó Georgiana–. Ella también
sabe que está rodeada de amor.
Lizzie y Darcy sonrieron.
La Sra. Reynolds indicó a la Sra. Darcy que la cena estaba
servida y pasaron al comedor, en tanto el Sr. Smith llevaba la
cuna y los accesorios a la alcoba.
–¿Cómo está la familia en Gales? –indagó Darcy.
–Muy bien, gracias. La boda de Robert será pronto; he traído
su invitación, aunque de antemano los he disculpado con mis
padres –respondió Donohue.
–Se alegraron al saber el motivo por el que no podrán acudir
al casamiento y les mandan sus parabienes –glosó
Georgiana.
–Todos son muy amables, gracias –respondió Lizzie.
–Y Lucy te mandó una carta –indicó y, sacándola de su
bolsillo, se la dio a Lizzie.
–Lucy es una niña dulcemente cariñosa.
–También Diana, y Henry va por el mismo camino. ¿Será
más bien que la Sra. Darcy tiene un encanto muy especial
con los niños? –ilustró Darcy.
Lizzie sonrió mientras observaba el hermoso dibujo que Lucy
le mandaba de una madre con su bebé en brazos.
–Únicamente con la Sra. Darcy y con Georgiana he visto a
mi pequeña hermana tan encariñada y con tan poco tiempo
de convivencia –observó Donohue.
–Sólo es cuestión de ser sus amigos: interesarse por sus
cosas, escucharlos y darles la atención que necesitan –
explicó Lizzie.
–Y proporcionarles todo el cariño que emana de tu corazón –
señaló Darcy.
–A ver si el Sr. Darcy no se pone celoso de su bebé –indicó
Georgiana en un tono en el que nunca le había hablado a su
hermano, mostrando más seguridad en sí misma.
–El Sr. Darcy sabe que él es la persona más importante para
mí –certificó Lizzie–. Y sin su cariño, yo no tengo cariño para
dar.
–Siempre me han gustado tus respuestas, Lizzie. Tienes una
viveza de pensamiento que a cualquiera le gustaría tener –
expuso con admiración.
–Y yo, Sra. Donohue, me embeleso con su sinceridad y
generosidad, su integridad y transparencia, la nobleza de su
corazón lleno de comprensión y de dulzura que me
conmueve y me alienta para luchar cada mañana –atestiguó
Donohue tomando su mano con afecto.
Lizzie y Darcy sonrieron complacidos viendo a Georgiana
que agradecía sus palabras.
La cena fue breve, ya que la futura madre se sentía cansada.
Los Sres. Darcy y los Sres. Donohue se despidieron y se
retiraron a descansar. Cuando Lizzie llegó a su alcoba vio la
cuna para su pequeño que ya estaba colocada; faltaba
todavía la mitad del embarazo pero le daba tanta ilusión verla
junto a su cama, como si ya fuera a nacer pronto. Se acercó
y acarició la colcha que tenía un bonito bordado, sólo le
faltaba su nombre. Darcy se aproximó a ella, la abrazó por la
espalda y puso su mano sobre su vientre para sentir los
delicados movimientos.
–Seguramente está dormido. A esta edad pueden dormir
hasta veinte horas seguidas, según me dijo el doctor –indicó
Lizzie, poniendo su mano sobre la de él.
Darcy la besó en la mejilla y le dijo:
–¿Te gustó la cuna?
–Sí, espero que no te moleste que ya la hayan puesto.
–No, si a ti te hace feliz.
–Darcy, ¿te imaginas cuando nazca nuestro bebé? Poder
sentir sus pequeñas manos, ver la perfección de la creación
en ese ser que Dios nos manda para darle nuestro amor,
nuestra seguridad. Hoy pudimos sentir sus patadas y ya
quiero ver sus ojos.
–Si la vida pasara tan deprisa se acabaría en un instante y
ya no la podríamos disfrutar.
–Sí, tienes razón. Hay tantos momentos que quiero disfrutar,
verlo crecer junto a ti.
–A mí me gustaría que el tiempo no pasara tan rápido
cuando estoy a tu lado. Siento que se me va de las manos.
–Sabes que yo siempre te amaré –dilucidó, volteándose para
verlo a los ojos.
–Sí, pero también sé que las cosas ya no serán iguales.
Tampoco mi amor por ti.
Lizzie bajó su rostro con desconsuelo y Darcy lo levantó con
su mano diciendo:
–Mi amor cada día será mayor, hasta el final de mi vida.
Darcy la besó con cariño.
CAPÍTULO XIV
A la mañana siguiente, los Sres. Darcy y los Sres. Donohue
salieron a Lambton a pasear y a buscar unos hilos para el
nuevo bordado de Lizzie, que quería combinar con los
colores de las cobijas que la Sra. Gardiner le había
obsequiado. Después de pasar a la florería y a la tienda de
hilos, entraron a la librería que estaba muy cerca y
curiosearon algunos libros por varios minutos en tanto Lizzie
se sintió incómoda, como si alguien la estuviera observando.
Volteó para ver de un lado a otro y se sorprendió de advertir
que alguien que había sido descubierto se acercaba a
saludarla. Lizzie se quedó suspendida mientras Darcy, sin
percatarse de lo ocurrido, continuaba hojeando un libro a
unos metros de distancia. El Sr. Philip Windsor se aproximó,
sin apartar su mirada de ella.
–Sra. Elizabeth, mis felicitaciones por la boda de la Srita.
Georgiana y ahora por su embarazo.
–Le agradezco su atención –contestó Lizzie amablemente.
Darcy, mientras dejaba el libro en el estante, vio a Lizzie
extrañado por la compañía que tenía y los observaba desde
su lugar, sintiendo pasar los segundos con una
impresionante lentitud y su enojo crecer con una notable
rapidez.
–¿Quién iba a decir que la encontraría nuevamente en una
librería? ¿Viene seguido aquí? –preguntó Windsor
marcadamente emocionado.
–Sí, vengo con mi esposo los sábados a ver si tienen
ejemplares que despierten nuestro interés.
–¡Claro!, tiene una afición muy especial por los libros. ¿Fue
de su agrado aquel ejemplar de la librería de Londres?
–Sí, gracias –respondió recordando con una sonrisa esos
gratos momentos–. Al Sr. Darcy le gustó mucho y yo también
disfruté su lectura. Y usted ¿viene seguido a Lambton?
–No, de hecho hace mucho que no venía. Desde que fui a su
casa a recoger a mi hermana Sandra, cuando fue invitada
por la Srita. Georgiana… Vi a su madre y a sus hermanas en
Londres hace unos meses.
–Sí, me lo comentaron.
–No sabía para entonces de su embarazo, pero me llena de
gusto por ustedes. Sé que usted lo anhelaba con gran
ilusión.
–Sí, estamos jubilosos –respondió bajando su mirada y con
una sonrisa que mostraba toda su alegría, mientras él la
observaba con cariño–. Sus padres ¿se encuentran bien de
salud? –indagó alzando su rostro.
–Sí, gracias. Los he visto poco desde que regresé de
Francia. He tenido que ponerme al corriente de varios
asuntos.
Darcy, atiborrado de irritación, se acercó rápidamente.
–Sr. Darcy –saludó Windsor con cortesía.
Él se quedó inmóvil, mostrando toda su arrogancia, con la
vista fija en su objetivo.
–Sra. Darcy, me alegro inmensamente verla tan dichosa y
que estén bien de salud. Mis mejores deseos para su familia
y mis parabienes por su exitosa florería, con su permiso.
Mientras los Sres. Darcy lo veían marcharse, Georgiana se
acercó con Donohue y les preguntó:
–¿Era el Sr. Windsor?
–Sí, te manda felicitar por tu casamiento –contestó Lizzie.
–Ya es hora de regresar a la casa –ordenó Darcy
severamente, sin admitir réplica.
Las cinco millas que separaban Lambton de Pemberley
fueron asombrosamente largas para Lizzie ya que Darcy
permaneció circunspecto, notablemente molesto. Georgiana,
sin saber qué había sucedido pero advirtiendo a su hermano
exasperado, escuchaba a su marido, quien comentaba algo
del libro que habían adquirido, pero al ver que nadie seguía
la conversación guardó finalmente silencio. Lizzie esperaba
llegar para aclarar las cosas con Darcy, sintiendo mucho frío,
aun cuando tenía puestos los pies sobre el ladrillo caliente y
la manta sobre sus piernas, colocados para aminorar el frío
de los pasajeros, deseando poder sentir su mano caliente
que estaba cerca de ella pero tan distante que no se atrevió
a buscar.
Cuando arribaron a Pemberley, los señores se bajaron y
ayudaron a sus esposas a descender del carruaje y, al entrar
a la mansión, la Sra. Reynolds los recibió con una
correspondencia para la Sra. Darcy, enviada por el Sr.
Windsor.
Darcy, al escuchar ese nombre nuevamente, sin decir
palabra se retiró a su despacho, dejando a todos atónitos.
Lizzie se disculpó con los Sres. Donohue y fue a alcanzar a
su esposo; entró con discreción sintiéndose invadida por los
nervios. Darcy ya la esperaba, de pie, frente a la ventana.
–El Sr. Windsor habla muy fluido cuando está con usted, Sra.
Elizabeth, como si le brotaran las palabras de una fuente. Y
parece que usted disfrutaba de su conversación.
–Darcy, nuestra conversación no tuvo nada de malo –
contestó Lizzie tratando de guardar la calma.
–Y hasta él se percató de que usted estaba dichosa –recalcó
volteando para ver a su mujer.
–¿Y no tengo razones de sobra para estarlo?
–Seguramente él fue muy amable y usted sólo contestó con
cortesía.
–Así fue.
–¡Sra. Elizabeth! –exclamó alzando la voz y acercándose–.
¡Vi cómo usted le sonreía y cómo la miraba! Me recordó
tanto a…
–¡Sr. Darcy! –gritó–, ¡usted no tiene derecho de ofenderme
de esa manera, nunca le he dado motivos y tampoco ahora!
–Entonces ¿por qué parecía que usted lo disfrutaba tanto? Y
luego recibe una carta de él en mi propia casa.
–¡Ah!, la carta. ¡Tómela, Sr. Darcy, si tanto desconfía usted
de mí! No me interesa saber su contenido, como a usted no
le interesa saber el tema de nuestra conversación.
Lizzie, agitada, puso la carta sobre el escritorio y se sentó en
el sillón, sintiendo un dolor en el vientre, mientras Darcy la
cogía para ver el mensaje y, abriéndola, la leyó en voz baja.
“Estimada Sra. Darcy: Nos ha dado una enorme alegría
saber por Sandra la gran noticia que invade de alegría a la
familia Darcy y ahora a la familia Donohue. Mi esposa, que
se ha sentido indispuesta, me insistió en no dejar pasar más
tiempo y enviarle nuestros mejores deseos de felicidad, a
usted y al Sr. Darcy, en esta nueva etapa de sus vidas que
indudablemente los colmará de júbilo. La Sra. Windsor le
manda un cariñoso abrazo y muchos saludos a su marido.
Con todo respeto, Sr. Windsor”.
Cuando terminó su lectura, Darcy suspiró profundamente
apenado y le dijo con serenidad:
–¿Puedo saber de qué hablaron hoy?
–¡No! Por favor llama al Dr. Donohue –le pidió Lizzie llorando
y tomando su rígido vientre con las dos manos, alarmada por
el dolor que iba en aumento.
Darcy volteó para verla, se acercó desconcertado y se
arrodilló frente a ella.
–Lizzie, ¿te encuentras bien?
–Por favor, ve por el doctor –instó inclinándose hacia
adelante.
Darcy salió corriendo de su despacho y unos momentos más
tarde regresó con el Dr. Donohue mientras Georgiana iba
por su maletín. Donohue ayudó a Lizzie a recostarse en tanto
ella respondía algunas preguntas. Darcy tapó a su esposa
con la cobija que tenía en su despacho y descubrió su
vientre para que Donohue la pudiera examinar. Georgiana
tocó a la puerta y Darcy fue a abrir, le recibió el maletín y
cerró la puerta, dejando a su hermana con mucha
preocupación; casi igual a la que él sentía en esos
momentos. Donohue le pidió a Lizzie que se tranquilizara,
asegurándole que todo iba a salir bien; acercó su oído a su
vientre para escuchar el corazón de la criatura y ella respiró
profundamente en varias ocasiones, hasta que Donohue le
indicó. Lizzie le mostró el lugar en donde había sentido el
dolor que empezaba paulatinamente a disminuir, él palpó su
abdomen sintiendo a la criatura. Luego le tomó la presión y
escuchó su corazón. Después de unos momentos, Donohue
le dijo:
–No quiero entrometerme pero debo preguntar. Sra. Darcy,
¿acaso tuvo algún disgusto o alguna impresión
recientemente?
Lizzie asintió con la cabeza, limpiando su rostro con un
pañuelo.
–¿Cómo están mi esposa y el bebé? –inquirió Darcy.
–Bien, los dos están bien, pero la Sra. Darcy debe
permanecer en reposo y estar tranquila, uno o dos días,
según se sienta mejor; recuerde que no le conviene
alterarse. Le recomiendo que la lleve a su recámara para que
pueda descansar y le pediré a la Sra. Reynolds que le
prepare un té que la ayude a serenarse. Llevaré a
Georgiana a caminar un rato al jardín, no se preocupen por
nosotros. Si tiene alguna otra molestia o duda, estoy para
servirles.
Donohue cogió su maletín y se retiró del despacho.
Darcy se acercó a su esposa que yacía sobre el sillón, aún
muy estremecida, se hincó y le tomó la mano diciéndole:
–Perdóname Lizzie, perdóname; me enfurecí sin tener razón,
me dejé llevar por lo que vi sin reflexionar lo sucedido como
debía, sentí que los celos me carcomían el alma sólo de ver
la alegría que irradiabas al sonreírle cuando él te hablaba.
–Me dolieron profundamente tus palabras y tu desconfianza.
–Sí, fui un tonto al decir las cosas sin recapacitar llevado
únicamente por un arrebato, olvidando todo el amor que
siempre me has demostrado. Me dejé llevar por mi orgullo y
mis prejuicios, me atiborré de envidia pensando que esa
sonrisa era exclusivamente para mí.
–Y así es.
–¿Cómo?
–Las veces que recuerdo haber sonreído era porque hablaba
de ti o de nuestro hijo al que tanto amamos y que está aquí
como fruto de nuestro amor.
–Perdóname –impetró besando su mano.
–Pensé que lo perdíamos –indicó con profusa angustia.
–No, no. No digas eso. Jamás me lo perdonaría.
Darcy, besando su rostro mojado, la estrechó entre sus
brazos con afecto.
Al salir Donohue del despacho, Georgiana le preguntó
mortificada qué había ocurrido.
–Sólo te puedo decir que la Sra. Darcy y el bebé están bien.
Ahora necesitan descansar y nosotros los dejaremos un rato.
–¿Puedo entrar a verla?
–No, en este momento es mejor dejarlos solos.
–Pero, ¿qué fue lo que pasó?
–No te puedo decir más.
–¡Pero son mis hermanos!
–Sí, y yo su médico, al menos por el momento, y no puedo
darte más detalles.
–¡Patrick! ¡Me dejas muy preocupada!
–Georgiana, la Sra. Darcy va a estar bien y también el bebé,
me cercioré de que así fuera; pero comprende que no puedo
profundizar en las circunstancias. Discúlpame, sólo tu
hermano o la Sra. Darcy te podrán decir qué fue lo que
sucedió, si ellos lo consideran pertinente; pero será más
tarde.
Georgiana, resignada, respondió:
–Pobre de Lizzie, se ha de haber asustado mucho para pedir
que tú la revisaras.
Los Sres. Donohue continuaron su paseo por largo rato.
Mientras, Darcy llevó en brazos a Lizzie hasta su recámara y
la recostó en la cama para que descansara, sirviéndole el té
que la Sra. Reynolds había llevado. Darcy le pidió que,
cuando fuera el momento, llevaran la cena a la habitación y
atendieran en su ausencia a los Sres. Donohue.
Después de la cena, los huéspedes fueron a la habitación de
Lizzie y Darcy los recibió. Donohue le expresó sus deseos de
revisar nuevamente a la Sra. Darcy para ver que ya todo
estuviera en orden y entró, mientras Georgiana esperó
afuera. Lizzie tenía un mejor semblante, estaba más
tranquila, ya había podido dormir un rato y se había disipado
por completo ese extraño dolor que la había atemorizado.
Sus signos vitales estaban bien y el bebé respondía
adecuadamente al escrutinio.
–¿Cómo está mi esposa? –preguntó Darcy al terminar
Donohue.
–La Sra. Darcy y la criatura se encuentran bien –afirmó
serenamente–. Ahora se está moviendo mucho, se ve que
será un bebé muy fuerte. Sólo le pido, Sra. Darcy, que trate
de estar tranquila en todo momento.
–Le agradezco mucho, doctor –expresó Lizzie.
–Georgiana ha estado toda la tarde muy preocupada por
usted, Sra. Darcy.
–Sí, yo también lo estaba cuando nos dio aquel susto.
–Ni me lo recuerde –señaló viendo a su esposa que se
aproximaba, después de que Darcy le permitió el acceso.
Donohue le dio permiso y, recogiendo sus cosas, se marchó
de la habitación.
–¿Ya te sientes mejor? –averiguó Georgiana sentándose al
lado de Lizzie.
–Sí, gracias.
–Me tenías alarmada y Donohue no quiso ahondar en
detalles. Para asuntos de sus pacientes es una tumba.
–Así debe ser –acentuó Darcy.
Georgiana, al escuchar la respuesta de su hermano,
comprendió que no era el momento de descubrir qué había
sucedido, tal vez en otra ocasión hablando con Lizzie; pero la
tranquilizó mucho ver que ambos estaban sosegados,
después de recordar el enojo que Darcy reflejaba en el
carruaje y al llegar a la casa cuando se retiró a su despacho,
y el rostro turbado de Lizzie cuando se disculpó para
alcanzarlo. Cualquier problema que se hubiere presentado
ya estaba solucionado. Advirtió que Donohue había tenido
razón en darles tiempo y espacio para poder hablar y
reconciliarse.
–Disculpa que no hayamos cenado con ustedes –expuso
Lizzie.
–¡Oh, no! no tengas pendiente –justificó Georgiana tomando
su mano–. Tú descansa todo lo que necesites para que ya
estés bien y no te preocupes por nosotros. Finalmente ésta
también es mi casa. Y si necesitas algo o que te acompañe
mientras Darcy está ocupado, lo haré con todo gusto.
Georgiana se despidió de Lizzie y de su hermano y se retiró
a su habitación, donde la esperaba su esposo.
Darcy se acercó a Lizzie y se sentó a su lado.
–¿Quieres que te sirva un poco más de té?
–Sí, gracias.
Darcy le sirvió y le dio su taza que bebió lentamente, como si
quisiera inmortalizar esos momentos. Luego, dándole la taza
a su esposo, éste la colocó sobre la mesa y ella, tomando
sus manos las puso sobre su suave vientre. El bebé se
movía con vigor y con entera libertad.
–Me tranquiliza sobremanera sentir a este pequeño luchar
por la vida –afirmó Darcy.
–Será un gran conquistador, como su padre.
–¿Piensas que es varón?
–Es posible.
–Entonces pronto buscaremos el siguiente para que llegue tu
princesa.
–¿Tú crees que pronto logremos otro embarazo?
–Si este milagro fue posible, seguramente se puede alcanzar
otro. Lo pediremos con insistencia desde ahora.
–Entonces será nuestra princesa. Ya quiero ver cómo te
derrites ante alguna petición de tu hija.
Darcy sonrió.
–Sólo necesito ver y sentir cómo me fundo cuando tú me
pides algo.
Lizzie sonrió.
Ya entrada la noche, Lizzie se despertó muy alterada,
interrumpiendo también el sueño de su esposo y, al darse
cuenta de que era nuevamente esa pesadilla y que estuvo
cerca de haberse cumplido, prorrumpió en llanto. Soñó una
vez más que cargaba a un bebé recién nacido y que se
desplomaba de sus brazos sin poder evitarlo.
–Lizzie ¿estás bien? ¿Tienes otra vez ese dolor? –preguntó
Darcy sumamente alarmado, poniendo la mano sobre su
vientre.
Al sentir a ese pequeño moverse con libertad, Darcy suspiró
lleno de alivio y la abrazó tratando de consolarla.
–Tuve otra vez esa espantosa pesadilla.
–Gracias a Dios tú y el bebé se encuentran bien. No voy a
permitir que algo te pase.
Lizzie se pudo serenar después de unos minutos y
nuevamente concilió el sueño, al contrario de Darcy que
desde entonces pasó la noche en vela pensando en lo
sucedido y en ese mal sueño que hacía mucho no se había
vuelto a presentar.
Darcy, a la mañana siguiente, no fue a cabalgar. Sin
embargo, se levantó apenas se acercaba el amanecer y, sin
hacer ruido, se puso a escribir unas cartas, entre ellas, al Sr.
Windsor agradeciendo sus buenos deseos y enviándole
también saludos a su esposa y a su familia. ¿Quién iba a
pensar que llevado únicamente por los celos fuera capaz de
hasta imaginar el contenido de una carta que ni el remitente
era quien él pensaba? Sólo de recordarlo se sentía
avergonzado por su proceder.
Lizzie, al despertar y ver a su marido trabajando en la mesa,
se levantó sin hacer ruido y se acercó a él, sobándole los
musculosos hombros.
–Pensé que ya te habías ido a cabalgar.
Darcy tomó su mano y la besó.
–No, hoy quiero estar todo el día contigo, desde el alba hasta
el anochecer –afirmó Darcy mientras guardaba los papeles
con los que estaba trabajando.
–Y estás aprovechando este rato para hacer tus pendientes
de trabajo.
–Sí, pero a partir de este momento me dedicaré a la persona
más importante en mi vida –señaló y, poniéndose de pie,
tomó sus manos–. ¿Cómo has amanecido?
–Bien, gracias.
–Me alegra saberlo.
Darcy, después de respirar profundamente, le dijo con su
rostro lleno de consternación:
–Lizzie, perdóname. Te pido mil veces perdón.
Ella lo miró extrañada.
–Me siento como un canalla después de lo que sucedió ayer.
Y haber provocado que hasta tu peor pesadilla regresara a tu
mente. Lizzie, perdóname por todo el sufrimiento que te he
ocasionado con mis dudas y con mis fallas. He de confesarte
que la carta ni siquiera era de él, aunque eso me llene de
vergüenza. Sólo era una misiva de su padre enviándonos
sus felicitaciones por nuestro hijo. No tengo ni cómo verte a
los ojos sin sentir una terrible turbación… ¿Cómo puedo
reparar mi comportamiento?
–Ya lo has hecho –contestó con una sonrisa–. Con el cariño
y la sinceridad con que me dices estas palabras, con el amor
que me brindas cuando estoy llena de temor, con las
atenciones que me das para que me sienta reconfortada, con
el tiempo que me dedicas aun cuando tienes muchas
responsabilidades, con tu mirada que me inunda de
tranquilidad y de esperanza. ¿Qué más puedo pedir? Sólo
que Dios me permita, después de numerosos años, entregar
mi espíritu en tu compañía.
Darcy la abrazó fuertemente y le imploró a Dios que cuando
llegara ese día, lo llamara a él también ante su presencia,
comprendiendo el dolor tan grande que su madre vivió a la
muerte de su padre.
Los Sres. Darcy bajaron a desayunar con los Sres. Donohue.
Darcy le había sugerido a Lizzie que descansara y que
desayunara en su habitación, pero ella le indicó que ya se
sentía más recuperada y que consideraba pertinente
acompañar a Georgiana y a Donohue, ya que ese día
partirían a Londres. Él accedió con la condición de que no
se agitara y que fuera a descansar en cuanto ellos se
retiraran. Así fue, desayunaron con sus hermanos, causando
una gran alegría en Georgiana, lo que conmovió
enormemente a Lizzie. Luego pudieron convivir un rato más
en el salón principal para que Lizzie pudiera pemanecer
recostada en el sillón y a medio día partieron hacia Londres.
El resto del día Darcy acompañó a su mujer en la recámara
quien, aunque ya se sentía mejor, se dejó consentir con el
cariño que le brindaba su esposo, tratando de disimular las
lágrimas que sentía agolparse en sus ojos, presa del
sentimiento de inseguridad que ese sueño le había
sembrado en su mente y en su corazón.
Ya en la noche, cuando el fuego alumbraba irregularmente la
alcoba y la respiración de su marido se había acompasado,
sintiendo el peso de su fuerte brazo sobre la espalda y
escuchando los latidos de su corazón a un ritmo relajado,
Lizzie sentía mucho miedo de quedarse dormida y percibir
nuevamente esa terrible sensación de pérdida que la había
acompañado durante los últimos años cuando esperaba
cumplir su mayor anhelo sin conseguirlo. Esa pesadilla le
había cimbrado todos los sentidos durante las noches más
difíciles de su vida, aun cuando su esposo había estado a su
lado. Lo abrazó fuertemente, tratando de no despertarlo,
pero asiéndose a él para no dejarse llevar por las
aprensiones que durante el día la habían atacado, pese a
que quiso ignorarlas y olvidarlas, ya que sabía que de
sacarlas a la luz causaría dolor a su marido, quien se sentía
culpable por haber despertado sus temores; temores que no
habían sido totalmente enterrados y que la invadieron
haciéndola presa de una angustia que hacía mucho tiempo
no sentía: ¿qué haría si esa pesadilla se hacía realidad y
provocaba la pérdida de ese ser tan querido por ambos?
Invadida por un dolor inimaginable, estalló en un llanto muy
lastimoso, todas y cada una de las partes de su cuerpo
sentían esa agonía y la única manera de aliviarlas era a
través de sus lágrimas. Sintió un movimiento de su bebé,
provocando que ella resollara para tratar de entrar en calma
sin lograrlo, percibiendo un desplazamiento mayor de su
cuerpo, provocado por el giro de su marido que la recostaba
en la cama y enjugaba su rostro con sus besos.
–Lizzie, no llores. No sabes el dolor que me causan tus
lágrimas, y más cuando yo soy el causante de tu sufrimiento
–dijo apoyando la cabeza sobre la frente de su mujer.
Sus sollozos se hicieron más fuertes, ahora que ya no tenía
sentido contenerse, mientras él la abrazaba con enorme
devoción brindándole su consuelo, hasta que encontró la paz
en su interior y se quedó dormida.
Darcy la acompañó los siguientes días hasta que vio
regresar su serenidad.
CAPÍTULO XV
Lizzie contestó algunas de sus cartas pendientes: le escribió
a la Sra. Gardiner correspondiéndole con todo el corazón la
cuna que le había mandado y deseándole pronta
recuperación. Igualmente envió una misiva a la Sra.
Donohue para felicitarla por las próximas nupcias de su hijo
Robert con afables saludos a todos y anexó una nota para
Lucy en agradecimiento por el dibujo que le había enviado
con Georgiana. También se dirigió a su amiga Charlotte, ya
que hacía tiempo no tenía noticias suyas; le comentó cómo
se había sentido y que gracias a Dios el embarazo se iba
desarrollando adecuadamente. A la par, aprovechó el
tiempo para revisar la alcoba de su bebé con ayuda de la
Srita. Madison y terminaron algunos detalles que Lizzie había
pensado en días previos.
Por las tardes, en cuanto se retiraba Fitzwilliam del
despacho, Lizzie acompañaba a Darcy mientras él trabajaba.
Los primeros días, efectivamente como había dicho su
marido, fue difícil para ambos permanecer sigilosos, ya que
sólo con sentir su compañía les despertaba el deseo de
conversar de algún tema de interés, pero finalmente
guardaban silencio. Los siguientes días, Lizzie se llevó los
bordados que estaba realizando o el libro que su esposo le
había recomendado ampliamente.
Mientras Darcy escribía alguna carta y su mujer leía su libro,
él interrumpió su labor y la vio con cariño. Lizzie, al darse
cuenta de que estaba siendo observada, alzó su rostro y se
encontraron sus miradas.
–¿Ya acabaste tu carta?
–No, aún no. Sólo contemplaba tu belleza.
Lizzie sonrió.
–¿Me podrías afilar la pluma, por favor? –solicitó Darcy,
mientras Lizzie lo miraba extrañada.
–Pensé que te gustaba hacerlo a ti.
–Sí, me agrada; pero no quiero desaprovechar mi tiempo en
eso, prefiero admirar tu hermoso rostro.
Lizzie cogió la pluma e inició su nueva labor.
–Recuerdo que alguna vez le dijiste a cierta señorita que tú
preferías afilar la pluma –comentó Lizzie refiriéndose a la
Srita. Bingley cuando Jane cayó enferma en Netherfield.
–Me sorprende la memoria que tienes y que, al menos, esos
detalles no los hayas olvidado con tu embarazo –señaló
Darcy con una sonrisa.
–¡Casi pierdo la cabeza! –comentó riendo–. Ya está lista su
pluma, Sr. Darcy.
Él la tomó, cogió una hoja en blanco e inició nuevamente su
escritura. Al cabo de unos momentos, Darcy le entregó la
hoja que decía: “Espero que siempre recuerdes que te amo”.
Lizzie sonrió.
Estaba cayendo la noche cuando los Sres. Darcy se
encontraban en el salón principal, Lizzie tocaba el piano y
Darcy leía un libro. El Sr. Smith, llamó a la puerta y entregó
una correspondencia urgente para el Sr. Darcy. Lizzie dejó
de tocar la melodía y Darcy, agradeciendo, abrió el
documento e inició su lectura. Al terminar, se quedó
pensativo y con el semblante preocupado.
–¿Sucede algo? –inquirió Lizzie.
–Son noticias de Bristol –contestó ausente–. Ha ocurrido un
problema que al parecer exige mi presencia urgentemente.
Tendré que partir mañana a primera hora.
–En ese caso, dispondré todo para que salgamos a Bristol –
respondió resuelta.
–Lizzie, esta vez tendré que ir solo. No podrás
acompañarme.
–Pero siempre he ido contigo a tus viajes y el Dr. Thatcher
hace un par de días nos dijo que estoy bien –declaró
sorprendida.
–Lizzie, el Dr. Thatcher ha sido muy claro en los cuidados
que tienes que observar durante tu embarazo; no podemos
arriesgarnos a que por la imprudencia de un viaje se
complique tu salud y la del bebé y, aunque me tranquiliza
saber que has estado mejor, no podemos bajar la guardia.
Debemos seguir las recomendaciones del médico tal como
las ha indicado.
El rostro de Lizzie se tornó sombrío, desvaneciéndose la
sonrisa que la caracterizaba.
–Y la situación en Bristol no admite demoras. Si esto no se
resuelve prontamente podría caerse todo el proyecto de la
venta de porcelana y el de las telas.
Darcy se acercó a su mujer.
–Me gustaría que en mi ausencia sigas practicando el piano,
has progresado mucho.
–Sí, lo haré –dijo con desánimo–. Entonces daré
instrucciones para que te preparen lo necesario para tu viaje.
Lizzie se levantó de su lugar, cerró el piano y se retiró. Darcy
se fue a su estudio y se dispuso a redactar algunas cartas
pendientes. Le escribió una a Fitzwilliam explicándole lo
sucedido para que se preparara para el viaje y llevara todos
los documentos necesarios para los trámites que se
requerían. También le envió una a Bingley para informarle de
su partida y dejarle los pendientes detallados en sus manos.
A la brevedad posible se las entregó al Sr. Peterson para que
las llevara a sus destinatarios. Revisó otras tareas que tenía
que resolver durante los siguientes días y otras misivas que
requerían su firma para ser aceptadas. El reloj caminaba y
caminaba sin parar viendo la pluma de Darcy deslizarse sin
detenerse, hasta que por fin terminó el último manuscrito y
guardó todo donde correspondía. Ordenó los documentos
con los que tendría que viajar, revisó en su mente que no le
faltara nada y vio el reloj: ya eran pasadas las dos de la
madrugada. Tomó la vela que se llevaría a su recámara,
apagó las demás y se marchó.
Cuando entró en su dormitorio se sorprendió al ver a Lizzie
sentada en la cama, pensativa, con una vela encendida.
–Pero ¿sigues despierta?
–Sí, no he podido dormir.
Darcy se acercó y se sentó al lado de su mujer.
–Es la primera vez desde que nos casamos que vamos a
separarnos –deploró Lizzie con los ojos llenos de lágrimas.
Darcy, tomando sus manos, la escuchó:
–¿No habrá manera de que te pueda acompañar? –sugirió
con cariño.
–Lo siento Lizzie, esta vez no será posible. Sabes que esto
no me agrada y que siempre he valorado tu maravillosa
compañía. Ahora me daré cuenta de toda la falta que me
haces, pero es por tu salud. El viaje es largo y cansado,
durante tu embarazo has tenido momentos de cuidado. Te
mantendré informada de todo y te escribiré a diario. Ahora sí
vas a tener una buena colección de mis cartas.
Lizzie sonrió con conformismo.
–En mi ausencia quiero que te cuides y cuides a nuestro
bebé. Si quieres, pídele a tu madre que venga a
acompañarte.
–No, mi madre no –respondió decidida–. Ya sabes cómo es
y me va a angustiar en lugar de ayudar.
–Sí, tienes razón. Me preocupa dejarte sola en estas
condiciones y no sé por cuánto tiempo.
–No tengas pendiente por mí, estaré bien –indicó con una
sonrisa.
Él acarició la mejilla de su esposa y le dio un beso.
–Te voy a extrañar –susurró y la besó nuevamente.
Al alba, Darcy ya estaba listo para partir y se acercó a su
mujer para despedirse en su alcoba.
–Te acompaño hasta la puerta –sugirió Lizzie.
–No, casi no has dormido, debes estar cansada y no quiero
que te agites. Además, hace frío –contestó con zozobra.
Lizzie lo abrazó fuertemente, tratando de contener el llanto y
de alargar los minutos que ya se agotaban. Después de unos
momentos, Darcy la tomó en sus brazos y la llevó a la cama.
–Quiero que descanses –expresó con afecto, abrigándola–.
Te amo.
Él la besó tiernamente y se marchó.
Durante el camino, Darcy permaneció casi todo el tiempo en
silencio, aun cuando Fitzwilliam le hizo varias preguntas sólo
daba respuestas muy vagas, mostrándose completamente
ausente. No podía apartar sus pensamientos de su esposa y
le llenaba de pena haber tenido que dejarla en esos cruciales
momentos. Sabía que la Sra. Reynolds y su hija estarían
muy al pendiente de ella y el Sr. Smith era de su total
confianza en caso de alguna emergencia, pero les había
tenido que encomendar a la persona más importante que
existía sobre la tierra para él, su tesoro más valioso. Él sabía
que aunque Lizzie se había granjeado el cariño de la gente
en Pemberley y que ella le guardaba similar confianza a sus
empleados, no sería igual que un familiar cuidara de ella,
alguien que la acompañara y con quien pudiera platicar para
que no se sintiera sola; aunque él, aun con todo lo que tenía
que hacer, la extrañaría enormemente. Ese día más que
nunca anheló que su hermana estuviera en Pemberley.
Afortunadamente jamás había tenido que viajar solo por más
de un día, pero era un gran consuelo dejar a su mujer en
compañía de Georgiana. Ahora que las circunstancias le
exigían ausentarse indefinidamente, dejarla sola le
preocupaba sobremanera. Su único consuelo era pensar
que Bingley permanecería en Derbyshire y Lizzie podría
recurrir a la Sra. Bingley.
Al llegar a su destino, Darcy le escribió una carta a Jane.
“Estimada Sra. Bingley: Como es sabido, he tenido que
ausentarme por tiempo indefinido para atender asuntos de
suma importancia en Bristol. Me he ido con gran
intranquilidad porque temo por la salud de Lizzie. Como
usted sabe, el médico le ha ordenado ciertos cuidados por
las molestias que se han presentado en su embarazo. Le
suplico de la manera más atenta que acompañe a mi esposa
durante mi ausencia, aunque sea sólo en el día. Estoy
seguro de que Lizzie se sentirá muy reconfortada teniendo
su compañía. Si así lo desea, puede llevar a sus hijos
consigo, ciertamente a Lizzie le dará mucho gusto verlos. Le
agradezco infinitamente todo su apoyo, F. Darcy”.
A los dos días de que Darcy se hubiese marchado, Jane
llegó a Pemberley. A Lizzie, que acababa de terminar de
desayunar solitariamente en el comedor, le dio inmensa
satisfacción la visita de su hermana y de sus sobrinos.
–¡Qué gusto que están aquí! –exclamó Lizzie al ver a sus
sobrinos y a Jane entrar al comedor, después de haber sido
anunciados por el Sr. Smith.
Lizzie le dio un cariñoso beso a los niños y un abrazo a su
hermana.
–Nos va a dar mucho gusto venir a visitarte durante estos
días.
–¿Van a venir también mañana?
–Mañana y todos los días hasta que el Sr. Darcy regrese.
–¡Qué alegría!
–Me pidió encarecidamente venir a acompañarte durante su
ausencia.
Lizzie sonrió muy conmovida.
–Se ve que partió con copiosa preocupación por ti –explicó
Jane.
–Me entusiasma tanto que hayan venido, así podremos
platicar y reírnos de las ridiculeces de la vida; ya empezaba a
sentirme sola y apenas han pasado dos días.
–Entonces fue oportuna la carta que me envió.
–Ya lo creo. Nunca imaginé poder extrañar a alguien tanto.
–Nunca me hubiera imaginado a mi hermana sufriendo por la
ausencia de su marido.
–Hace unos años me habría reído de esta circunstancia,
hasta que conocí al Sr. Darcy y me robó el corazón. Me ha
hecho tan feliz que ahora siento mi vida vacía.
Lizzie invitó a Jane y a los niños a salir un rato al jardín y
ellos, felices, corrieron hacia la puerta en tanto las señoras
los seguían. Mientras ellas platicaban, los niños jugaron en el
jardín con la Srita. Susan. Lizzie se tornó pensativa y evocó:
–Recuerdo que antes de conocer Pemberley tenía la
motivación de poder entrar al condado del Sr. Darcy
impunemente y hurtarle algunos pedruscos sin que él se
diera cuenta.
–¿Y lo hiciste? –indagó azorada.
–¡No pude, la Sra. Reynolds no me quitaba los ojos de
encima! –bromeó riendo, al ver la sorpresa en el rostro de su
hermana.
–¡Lizzie!
–Además, la piedra que sí me quería llevar se encuentra en
el salón de esculturas y habría sido muy difícil cargarla y
pasar inadvertida.
–Por lo menos podré informarle al Sr. Darcy que continúas
de buen humor.
–Espero que no reveles mis verdaderas intenciones de esos
días y me guardes el secreto.
–¡Hasta la tumba!
–¿Tú no extrañas a Bingley cuando se va?
–¿Tú también me guardarás el secreto?
Lizzie asintió y Jane continuó:
–Con mis hijos no me queda mucho tiempo de pensar ni
siquiera en mí misma.
–Espero que tu compañía tenga ese mismo efecto sobre mí.
Gracias por venir a acompañarme. Darcy pensó en la
persona perfecta: nos divertiremos juntas.
–¿Y cómo te has sentido, Lizzie?
–Bien gracias, después del susto que nos llevamos hace
unas semanas.
–¿Qué pasó?
–Tuve un fuerte dolor en el vientre que nos asustó de
sobremanera, pero afortunadamente estaba el Dr. Donohue
y me pudo atender.
–Y el Dr. Thatcher ¿ya te revisó?
–Sí, dice que estoy bien y que vendrá a revisarme la próxima
semana para ver que todo siga en orden. Darcy me pidió que
en cuanto terminara la consulta con el médico le informara
por carta. El bebé cada vez se mueve más. Nunca imaginé
que fuera tan bonito; me siento colmada de gozo con sólo
pensar que una vida está creciendo dentro de mí y que
cuando nazca va a ser tan pequeño que necesite de
numerosos cuidados y de todo nuestro cariño, para
regalarnos luego una sonrisa de agradecimiento y una
mirada llena de alegría al vernos cerca de él. Y cuando
escucha la voz de su padre siento que se excita, los dos se
emocionan intensamente. Darcy está feliz y eso me inunda
de satisfacción.
–Con sólo ver tu entusiasmo, cualquiera se emocionaría.
Lizzie sonrió complacida.
–Ahora que Darcy no está lo he notado más tranquilo.
–Pero ¿sigues sintiendo sus movimientos?
–Sí.
–Recuerda que si los dejas de sentir, es necesario buscar al
médico para que te revise.
–Sí, cada vez que el Dr. Thatcher viene a revisarme me lo
menciona. Y cuando tengo duda de que esté bien, muevo mi
vientre suavemente con la mano hasta sentir sus pequeñas
patadas y me tranquiliza.
–Recuerdo que yo también lo hacía. Y ¿cómo está
Georgiana?
–Bien, gracias. Esta última vez que vino la vi más tranquila
que en las fiestas navideñas.
–¿Más tranquila?
–Me dijo que han intentado lograr un embarazo sin éxito.
–¿Tendrá algún problema?
–Todavía no lo saben, parece que se van a esperar un
tiempo antes de iniciar un proceso médico.
–¡Lizzie, todavía no puedo creer que vayas a tener un hijo! –
exclamó emocionada–. Todos los días al levantarme doy
gracias a Dios por esta enorme bendición. ¿Recuerdas lo
que siempre soñamos?, tener nuestras familias y disfrutar
viendo jugar a nuestros hijos mientras nos visitamos una a la
otra.
Ella sonrió agradecida.
Las señoras pasaron toda la mañana en el jardín observando
a los niños jugar, mientras ellas recordaban anécdotas de su
infancia y Jane le comentaba todas las gracias que ya había
aprendido Marcus, los detalles llenos de ternura que tenía
Diana con sus padres, las travesuras de Henry y su
maravillosa manera de explicar las razones de su proceder
que les impedía llamarle la atención con severidad; todo ello
gozando de un agradable clima.
Al terminar la visita, Lizzie agradeció con emotividad a su
hermana y le dijo que esperaría con gran ilusión la mañana
siguiente para poder continuar con la amena plática, las
risas, los buenos recuerdos y los entretenidos juegos con los
niños.
Cuando Lizzie los despidió en la puerta y regresó a la casa,
volvió a sentir esa intensa soledad que le turbaba el alma;
con el único consuelo de percibir a su pequeño moverse
dentro de ella, siendo su única compañía al sentarse a la
mesa durante la cena. En las vísperas, nunca se imaginó
considerarse tan desolada en esa enorme mansión, aunque
fuera su casa desde hacía ya cinco años se sentía como una
verdadera extraña; sólo la reconfortaba advertir el aroma de
su esposo cerca de ella.
Al salir el alba, esperaba impaciente la llegada del cartero
que solía pasar cerca de la hora del desayuno, para ver si
ya había recibido correspondencia de Darcy y retirarse a su
sala privada para poder leerla y responderle antes de irse al
comedor. Ahora sí comprendió la ansiedad que sentía
Georgiana cuando, todavía soltera, recibía cartas de
Donohue desde Londres, y la tranquilidad que
experimentaba en cuanto recibía noticias suyas.
Jane fue los siguientes días con sus hijos durante las
mañanas y cuando ellos se retiraban, Lizzie gustaba de irse
a la galería de esculturas, donde leía su libro por un rato
antes de ir a practicar en el piano, como Darcy le había
solicitado, escoltada por la Srita. Madison.
En Bristol, Darcy estaba tremendamente ocupado durante el
día atendiendo asuntos de negocios con Fitzwilliam. Tuvieron
largas reuniones con los clientes para resolver las diferencias
que existían y llegar a los acuerdos requeridos, hicieron los
trámites necesarios para sacar los permisos que solicitaban y
estos tardaron varios días, ocasionando pérdidas de tiempo
que desesperaron a Darcy; pero todo ello era necesario y su
presencia era indispensable. Al llegar la noche se sentía
completamente vacío, solitario, añorando su regreso a casa;
su único consuelo era recibir noticias de Lizzie.
Darcy procuraba escribirle todas las noches y enviar las
cartas apenas amaneciera para que las recibiera en el
transcurso del día o a la mañana siguiente. A veces el correo
se retrasaba y las cartas no llegaban a tiempo y cuando no
había correspondencia Lizzie se quedaba encogida durante
el día, aunque trataba de verse más animada con Jane y con
los niños.
En una ocasión, Darcy y Fitzwilliam esperaban el carruaje en
el hotel comentando las impresiones que habían tenido de
las reuniones del día anterior, cuando una mujer se acercó a
ellos.
–Sr. Darcy, ¡qué gusto me da verlo! –saludó la Srita.
Campbell.
Darcy correspondió ásperamente con una leve inclinación.
–¿Qué lo trae al puerto, asuntos de negocios?
–Así es. Le presento a mi amigo, el coronel Fitzwilliam.
–¿Cómo se encuentra su esposa? ¿Ha venido con usted?
Quisiera saludarla.
–La Sra. Darcy por motivos de salud se ha quedado en
Pemberley en esta ocasión.
–Elizabeth Darcy en Pemberley –murmuró–. Pero ¿acaso se
encuentra enferma?
–No, el médico ha sugerido que se quede en casa, para que
su embarazo siga transcurriendo con normalidad.
–¡Oh!, ¿la Sra. Darcy está encinta? Es una maravillosa
noticia, ¡muchas felicidades! Después de tantos años de
espera la familia Darcy por fin tendrá un legatario,
esperemos que sea varón –contestó con sarcasmo.
–Ha sido un placer –se despidió fríamente y se retiró con el
coronel.
–¿Esa señorita es la que te buscó en las minas? –preguntó
Fitzwilliam con discreción. Es muy atractiva.
Darcy asintió.
Llegado el fin de semana, Lizzie le propuso a Jane salir a
Lambton por la mañana a dar un paseo por las tiendas, como
solía hacerlo con Georgiana hacía ya tiempo y como ellas
acostumbraban caminar en Hertfordshire. Jane decidió dejar
a sus hijos en casa para poder comprar algunas cosas que a
ella le hacían falta, aprovechando la vuelta, y las dos fueron
llevadas por el Sr. Peterson y escoltadas por el Sr. Smith, por
petición de Darcy. Después del desayuno, Jane pasó por
Lizzie en su carruaje y se dirigieron a su destino.
Lizzie visitó la florería y posteriormente buscó unas tablas de
madera que quería usar para hacerle alguna pintura a su
bebé y adornar el cuarto con cuadros que mostraran motivos
infantiles, también adquirió las pinturas de los colores de su
elección para realizar esta tarea en los próximos días. Luego
fueron a buscar lo que Jane necesitaba y en el camino
entraron unos momentos a la librería para preguntar si ya
había llegado un ejemplar que el Sr. Darcy había encargado
hacía unas semanas.
Cuando Jane encontró lo que buscaba, el Sr. Smith que las
escoltaba llamó al Sr. Peterson para que trajera el carruaje y
evitar que Lizzie caminara demasiado, éste se acercó, lo
abordaron y abandonaron el pueblo.
Al llegar a Pemberley, Lizzie quiso ir a descansar a su sala
privada y Jane la acompañó, después de tomar el té y
platicar un rato se fueron al salón principal donde le mostró
los avances que había tenido en el piano y que pocas
personas conocían hasta entonces. Lizzie tocó algunas
melodías y Jane le agradeció muy complacida. No la había
oído tocar desde hacía varios años, estando solteras en
Longbourn. Lizzie continuó con su interpretación por unos
minutos más hasta que fue inesperadamente interrumpida
por alguien que abría la puerta sin anunciarse previamente.
Era Darcy que recién había llegado. Lizzie, sumamente
sorprendida, casi corrió a su encuentro y lo abrazó
cariñosamente.
–Pero ¡que sorpresa! –exclamó Lizzie radiante de alegría–.
Pensé que estarías fuera más tiempo.
–Sí, pero te extrañaba tanto que decidí fugarme unos días,
aunque tendré que regresar a Bristol.
–¿Te irás pronto? –indagó con nostalgia.
–El lunes, pero hoy estoy aquí –respondió en tono
consolador–. Sra. Darcy, hoy se ve muy hermosa –indicó
viéndola con un enorme afecto y le dio un beso en la mejilla
con gran ternura.
Luego volteó y se dirigió a Jane:
–Sra. Bingley, le agradezco infinitamente que haya estado
estos días con Lizzie; me tranquilizó saber que usted la
acompañaba. Le insto que extienda mi gratitud a mi buen
amigo el Sr. Bingley, quien le permitió tomarse un tiempo
para estar aquí.
–No tiene que agradecer; usted sabe que el Sr. Bingley le
tiene un profundo aprecio que no dudó un momento cuando
le comuniqué sus deseos.
Jane se despidió y se marchó comprendiendo que los Sres.
Darcy querían disfrutar de su soledad. Lizzie se sentó y
Darcy a su lado, tomando sus manos.
–Y ¿cómo van las cosas en Bristol? –inquirió Lizzie.
–Bastante lento, diría yo; se me ha hecho una eternidad, y
todavía faltan varios asuntos por resolver. Pero no hablemos
de cosas que en este momento quiero olvidar. ¿Cómo han
estado tú y nuestro hijo?
–Bien, ayer vino el Dr. Thatcher y te escribí en cuanto se
retiró.
–No recibí tu carta, seguramente a mi regreso me la
entregarán. ¿Qué te dijo el doctor?
–Me encontró muy bien y al bebé cada vez más grande. Y
ahora que escucha tu voz se está moviendo con mayor
entusiasmo –anotó colocando la mano de su esposo sobre
su vientre.
–Yo soy el que sentía morir del entusiasmo en el camino con
sólo pensar que estaría otra vez a tu lado… Te extrañé tanto.
Darcy la besó amorosamente.
Al día siguiente después del desayuno salieron al templo y
luego pasaron juntos todo el día. Estuvieron en el salón de
esculturas donde Lizzie le dio el libro que había recogido en
la librería el día anterior. Darcy le agradeció que se hubiera
acordado, viendo con satisfacción que el suero del Dr.
Thatcher seguía funcionando y que el bebé continuaba
creciendo favorablemente.
–Quiero dejarte el libro para que tú lo vayas leyendo.
–¿No prefieres llevártelo?
–No, sólo lo llevaría a pasear. El único momento del día que
tengo para leer es por las noches, pero me siento tan solo
sin ti que prefiero dormirme sin dilación.
Por la tarde salieron a caminar al jardín, tratando de disfrutar
al máximo el tiempo que les quedaba antes de que Darcy
partiera otra vez. En esta ocasión saldría el mismo lunes muy
temprano para llegar a tiempo a la siguiente reunión. Sabía
que llegaría cansado del viaje, pero feliz de haber pasado
más tiempo con su esposa.
CAPÍTULO XVI
Apenas se asomaba la aurora cuando el carruaje esperaba
que el amo saliera para emprender su viaje a Bristol. Dentro
de la casa, los Sres. Darcy se aproximaron a las escaleras,
él ofreció su brazo para ayudar a su esposa a bajar. Al llegar
a la puerta, la tomó de las manos y las besó.
–Te escribiré cada noche antes de acostarme –aseguró
Darcy.
Lizzie no podía departir, sentía un nudo en la garganta y su
mirada brillante del día anterior ahora se veía nublada.
–Espero terminar pronto mis entrevistas en Bristol para
regresar lo antes posible.
Lizzie asintió con la cabeza y lo abrazó sin querer soltarlo.
Darcy, acariciando su mejilla con inmensa ternura, se
despidió con un beso.
Jane llegó nuevamente a acompañar a Lizzie después del
desayuno. Las horas que había podido convivir con Darcy
habían pasado tan rápido y ahora el tiempo se le hacía
terriblemente lento; con el único consuelo de saber que
recibiría carta pronto y que su marido haría lo posible por
regresar a la brevedad.
Desgraciadamente no fue así. Los siguientes días Lizzie no
recibió correspondencia de Bristol y, de hecho, ninguna
noticia aun cuando ella escribió todos los días, a veces dos
cartas por día, inclusive a Fitzwilliam que sabía que estaba
hospedado en el mismo hotel, para pedir información sobre
su esposo. Le angustiaba pensar que le hubiera pasado algo
en el camino o en el mismo puerto, ya que sabía con
anterioridad que era un lugar poco seguro. Jane la consolaba
diciendo que si hubiera ocurrido algo ya lo habrían sabido
por el mismo Fitzwilliam, pero Lizzie seguía preocupada.
Jane no le mencionó que Bingley también estaba muy
extrañado, ya que siempre había tenido noticias de Darcy en
sus viajes, inclusive en los viajes de placer que realizaba con
su esposa. Tampoco había recibido correspondencia de
Fitzwilliam, a pesar de que esperaba estar informado sobre
los avances de las reuniones con los clientes.
Ya había pasado una semana desde que Darcy se marchó
por segunda vez y no habían recibido informes suyos cuando
Jane, viendo a Lizzie muy desanimada, le sugirió ir a pasear
a Lambton para distraerse un poco. Lizzie, con abolido
entusiasmo, accedió.
Llegaron al pueblo en el vehículo conducido por el Sr.
Peterson y escoltadas por el Sr. Smith. Caminaron un rato
por las calles y Lizzie expresó sus deseos de tomar algo de
beber. Enfrente estaba el Hotel Rose & Crown que le traía
muy gratos recuerdos y se introdujeron en la posada a tomar
algún refrigerio. Mientras estaban sentadas en la mesa,
Lizzie recordó con nostalgia cuando se había hospedado por
primera vez en ese lugar en compañía de sus tíos, los Sres.
Gardiner, y los días previos a su boda, sin poner mucha
atención a todo lo que Jane le platicaba, tomando despacio
el jugo que había pedido.
De pronto, Lizzie se sorprendió al ver quién se aproximaba a
la mesa para visitarlas. Era la Srita. Bingley que saludó con
fingido cariño a Lizzie y a su cuñada y tomó asiento sin pedir
permiso, como si fueran grandes amigas.
–Sra. Elizabeth, he sabido hace poco la maravillosa noticia
de su embarazo, por lo visto no la han propagado hasta
ahora. Me ha llenado de alegría, después de tantos años de
espera.
–Muchas gracias –contestó Lizzie.
–Seguramente el Sr. Darcy está rebosante de alegría.
–Sí, aunque él no se encuentra en este momento en
Derbyshire.
–Sí, lo sé. El Sr. Darcy está en Bristol por asuntos de
negocios. Me escribió carta mi amiga, la Srita. Margaret
Campbell, participándome de su embarazo y me comentó
que ha visto al Sr. Darcy en varias ocasiones y que se ha
portado espléndidamente cortés con ella, recibiendo muchas
atenciones de su parte, como en los viejos tiempos…
–¿Cómo en los viejos tiempos? –preguntó aturdida.
–Sí, el Sr. Darcy y la Srita. Margaret se conocen desde la
juventud, de hecho había rumores de un posible matrimonio,
¿acaso no lo sabía?
El rostro de Lizzie se ensombreció. Jane en ese momento
intervino.
–¿Se quedará mucho tiempo en Derbyshire?
–¡Oh, no! Sólo vengo pocos días de visita a casa de unas
amistades y quería aprovechar para ir a saludar a mis
sobrinos, luego regresaré a Londres. Dígame Sra. Jane,
¿cuándo puedo ir?
–Si gusta puede ir mañana después del desayuno.
–Pero ustedes desayunan muy temprano. Y, ¿cuánto lleva
de embarazo, Sra. Darcy?
Lizzie estaba pensativa, con el rostro pálido, y no escuchó lo
que le decían; así que la Srita. Bingley repitió la pregunta, a
lo que ella respondió:
–Disculpe, tengo cinco meses.
–¡Oh! Se ve espléndidamente bien, me da mucho gusto –
contestó la Srita. Bingley con cierta ironía.
Satisfecha del resultado de su entrevista, la Srita. Bingley se
despidió y se marchó, dejando a las hermanas en la posada,
mientras los pensamientos de Lizzie se multiplicaron.
Además de sentir la angustia de no tener noticias de Darcy,
ahora especulaba con los comentarios de la Srita. Bingley.
–Lizzie, ¿te encuentras bien?, estás muy pálida –examinó
Jane.
–¿Acaso no escuchaste lo que dijo la Srita. Bingley? ¡Ya
quiero regresar a casa!
Lizzie se puso de pie rápidamente y sintió un fuerte mareo
por la impresión que la obligó a detenerse de la siguiente
mesa para no caer al suelo al momento que Philip Windsor la
sostenía cortésmente, quien había visto lo ocurrido desde
hacía rato mientras tomaba una taza de té en una mesa
cercana.
–Sra. Elizabeth, ¿se encuentra bien? –indagó Windsor al
tiempo que la acercaba a una silla para que se pudiera
sentar.
Jane se levantó y agradeció su amabilidad, trayendo el jugo
de Lizzie que apenas había probado. Le ayudó a bebérselo
mientras recuperaba el color en su rostro aunque no su
tranquilidad robada hacía apenas unos minutos. El Sr.
Windsor permaneció de pie observándolas hasta que Lizzie
pudo levantarse.
–Permítame por favor que la escolte hasta su carruaje –
indicó Windsor mientras le ofrecía el brazo que Lizzie aceptó
debido a que todavía sentía sus piernas temblar, pero ya no
quería pemanecer más tiempo en ese lugar sintiéndose
observada por toda la gente–. ¿Quiere que vaya a buscar al
Sr. Darcy?
–Él no está en el pueblo –respondió Lizzie con la voz
quebrada–. Ha viajado a Bristol.
Cuando salieron del hotel el Sr. Smith, al darse cuenta de
que la Sra. Darcy se sentía indispuesta, fue a ayudarle para
conducirla más rápidamente al carruaje, agradeciendo la
atención del caballero, quien se quedó inmóvil por varios
minutos mientras el coche se alejaba.
En el camino de regreso a Pemberley, Lizzie se recostó en
las piernas de su hermana, resonando en su cabeza las
palabras que había escuchado en tanto crecía su angustia,
mientras Jane trataba de confortarla diciéndole tantas cosas
que ella no escuchó, recordando que ese caballero era el
mismo que había observado con suma atención a su
hermana en la boda del Sr. Willis y repasando algunos
comentarios que le había oído decir a Kitty sobre ese señor y
su hermana Lizzie, aunque dudó de su veracidad.
En cuanto llegaron a Pemberley, el Sr. Smith ayudó a bajar a
la Sra. Darcy, quien preguntó a la Sra. Reynolds si ya había
llegado correspondencia, ésta le contestó con una nueva
negativa. Jane, preocupada, acompañó a Lizzie durante la
cena, en la cual no probó bocado, aun cuando le insistió que
debía comer.
Luego la escoltó hasta su alcoba y se retiró en cuanto Lizzie
pudo conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, Jane llegó más temprano que de
costumbre, alarmada por su hermana, y la custodió casi
desde que despertó, todavía muy desconcertada. El Sr.
Smith subió el desayuno a la recámara y Lizzie apenas
comió, sólo por la insistencia de Jane. Luego, la Sra.
Reynolds tocó a la puerta y Lizzie, al verla entrar, le preguntó
si ya había llegado carta, pero la Sra. Reynolds, contrariada,
le respondió que no y le avisó a la Sra. Bingley que había un
visitante que preguntaba por la salud de la Sra. Darcy. La
Sra. Reynolds acompañó a Lizzie mientras Jane bajaba a
recibirlo. Cuando Jane entró en el salón principal, el Sr.
Windsor se acercó y saludó amablemente.
–Sra. Bingley, no quiero ocasionar molestias; sólo he venido
a preguntar por el estado de salud de la Sra. Darcy y a
ofrecerle mi ayuda, en caso de que la necesitaran.
–Le agradezco su atención, pero la Sra. Darcy sigue
indispuesta.
–¿Ya han avisado a su médico?
–El Dr. Thatcher vendrá hoy a revisarla –señaló conturbada.
–Esperemos que no sea de gravedad. El Sr. Darcy ¿sigue
fuera de Derbyshire?
–Sí, estuvo aquí hace más de una semana pero nuevamente
salió.
–De todas maneras, si algo se les ofrece estoy hospedado
en el Hotel Rose & Crown.
–Yo le diré a mi hermana que vino.
–No, Sra. Bingley, le agradeceré mucho que no le mencione
mi visita. Con su permiso.
Windsor se retiró y Jane subió con Lizzie.
A media mañana llegó el Dr. Thatcher a revisar a Lizzie, con
la sorpresa de que su paciente no se había sentido bien.
Después de revisarla y hacerle algunas preguntas, le dijo:
–Recuerde, Sra. Darcy, que es muy importante que usted
esté tranquila y la veo angustiada, esa es la causa de los
malestares que ha tenido, debe serenarse. Desconozco la
razón de su preocupación, pero ahora necesita cuidarse y
comer bien como lo había estado haciendo hasta hace unos
días. Le mandaré un té para que le ayude a relajarse. Vendré
en tres días para revisarla.
Después de que el doctor se fue, Jane habló con Lizzie y le
recordó que las intenciones de la Srita. Bingley para con ella
siempre habían sido muy negativas, que hiciera caso omiso
a sus comentarios y que recordara que Darcy siempre la
había amado por encima de todo. Aunque Lizzie asintió,
seguía mortificada; continuó escribiendo cartas y cada vez
que alguien tocaba a la puerta preguntaba si había llegado
correspondencia.
CAPÍTULO XVII
Días más tarde, Lizzie, atormentada por no recibir noticias,
seguía luchando por no alentar esos malos pensamientos
que cada vez la asechaban con mayor frecuencia; escribió
una carta a Darcy pidiéndole que regresara de inmediato,
pero no recibió respuesta.
El Sr. Windsor fue a Pemberley nuevamente y Jane lo
recibió.
–Sra. Bingley, vengo a preguntar por la salud de la Sra.
Darcy. ¿Ya se encuentra en mejores condiciones?
–Disculpe que le haga esta pregunta pero, ¿por qué tanto
interés en el estado de salud de mi hermana?
–Sra. Bingley, le pido que no me malinterprete; me mueve
una desinteresada y sana preocupación por el bienestar de
la Sra. Darcy, ya que es una amiga muy querida de mi
familia.
–Pero prefiere que esta conversación no llegue a oídos de
ella.
–Le agradecería infinitamente su discreción.
–Y supongo que también debo tenerla con el Sr. Darcy.
–Si eso fuera posible.
–Creo que por el momento así tendrá que ser. La Sra. Darcy
todavía se siente indispuesta –reconoció con desasosiego.
–¿Y ya vino el médico a verla?
–Sí, le dijo que todo su malestar se debe a la preocupación
que ahora tiene. He hablado con ella para insistirle en que
debe cuidarse, pero está muy deprimida desde hace varios
días.
–Y el Sr. Darcy ¿ya sabe de su estado?
–No, ni siquiera ha respondido nuestras cartas, desde hace
ya dos semanas. Por eso es la angustia de mi hermana. El
Sr. Bingley también le ha escrito todos los días sin recibir
respuesta, y desgraciadamente él no puede viajar porque
está atendiendo unos problemas que se presentaron en las
minas del Sr. Darcy.
–Entiendo, Sra. Bingley. Yo partiré mañana hacia Bristol;
justo iré a recibir a mi hermano que regresa de América. Tal
vez podría investigar algo del paradero del Sr. Darcy y si es
posible avisarle que es urgente su retorno o al menos que
envíe noticias.
–¿Podría hacernos ese favor?
–Cuente usted con ello y debido a la premura de la situación,
adelantaré mi viaje y partiré apenas entregue unos
documentos.
–Le agradeceremos mucho.
El Sr. Windsor se retiró. Jane regresó con Lizzie y estuvo
tratando de animarla durante todo el día, diciéndole que
seguramente habría una explicación para todo lo que estaba
sucediendo.
A los dos días, Windsor fue a buscar a Jane otra vez a
Pemberley.
–Sra. Bingley –saludó Windsor.
–¿Ya tiene noticias del Sr. Darcy?, ¿qué pudo investigar?
–Sra. Bingley, durante todo el viaje de regreso estuve
meditando si era beneficioso venir a esta casa nuevamente.
Decidí presentarme sólo para cumplir la promesa que le
empeñé de traerle información.
–Pero ¿qué ha sucedido?
–Sólo puedo decirle que el Sr. Darcy se encuentra bien de
salud.
–¿Y por qué no ha respondido nuestras cartas?
–No lo sé.
–¿Usted habló con él?
–No. Sólo lo vi de lejos.
–No le entiendo.
–Sra. Bingley –indicó encrespado, haciendo un gran esfuerzo
por guardar la calma–, no sé si deba darle más detalle de lo
que vi, pero lo que menos quiero es que la Sra. Elizabeth
sufra y no tengo la certeza de estar en lo cierto y, aunque la
tuviera, sería muy imprudente de mi parte revelar algo que
no me corresponde. Lo único que le puedo decir es que el
Sr. Darcy, al menos hasta ayer, estaba en Bristol sano y
salvo.
–Disculpe que insista pero, ¿por qué no departió con él?
–Debido a los acontecimientos podrían haberse
malinterpretado mis intenciones y por lo tanto ocasionarle
una pena mayor a su hermana, cosa que quiero evitar a toda
costa.
–¿Cómo?
–No soy grato ante los ojos del Sr. Darcy desde hace ya
tiempo y si él sabe que yo fui a buscarlo, dadas las
circunstancias, podría ocasionarle más problemas a su
hermana aunque mis intenciones sean rectas.
–Entonces las sospechas de todos son ciertas.
–Sra. Bingley, le imploro su discreción y esto se lo digo sólo
para que pueda entender mejor mis palabras y evitar
confusiones. Yo amo a la Sra. Elizabeth y aunque sé que
nunca seré correspondido, siento la enorme obligación de
ayudarla en estos momentos de zozobra. Por eso le ofrecí mi
ayuda para ir a Bristol; mi único anhelo es saber que es feliz
al lado de su esposo que dice amarla profundamente. Deseo
sinceramente que así sea.
–Pero ¿qué razón debo darle a mi hermana para que se
sienta más tranquila? El Dr. Thatcher ya me advirtió que las
condiciones de Lizzie no son adecuadas, ya empezó a bajar
de peso otra vez y está desconsolada.
–Me apena mucho oír sus palabras y si puedo ser de utilidad
para otra cosa, pueden contar conmigo incondicionalmente.
Yo rezaré para que todo esto se solucione de la mejor
manera.
Jane regresó con Lizzie y ella preguntó:
–¿Quién vino a buscarte?
–Era la Sra. Nicholls, Diana ha estado con tos y me preguntó
qué medicina le podía dar.
–¿No ha llegado el cartero?
–Al menos con carta de Darcy, no. ¿Quieres que te acerque
tu comida?
–No. ¡Sólo quiero que vayan a buscar a Darcy! –suplicó
llorando.
Jane se acercó y consoló a su hermana diciendo que le
pediría a Bingley que fuera ese mismo día. En cuanto tuvo
oportunidad, Jane escribió un mensaje a su marido donde le
decía que era urgente que fuera a buscar a Darcy y lo envió
a la brevedad. Después de un rato, Bingley llegó a
Pemberley y su mujer lo recibió en el salón principal.
–¿Cómo está la Sra. Darcy?
–Estoy atribulada por mi hermana, sigue muy decaída y ya
vino el Sr. Windsor.
–¿Qué te dijo?
–Que el Sr. Darcy sigue en Bristol, al menos hasta ayer, que
lo vio de lejos sano y salvo.
–¿Y trajo alguna carta para la Sra. Darcy?
–No, me dijo que no tuvo oportunidad de entrevistarse con él,
por lo que desconocemos la razón por la que no ha mandado
correspondencia.
–Si está bien, eso podría tranquilizar a la Sra. Darcy.
–Y ¿cómo justifico su aislamiento? El Sr. Windsor se negó
rotundamente a darme mayor explicación, pero me dio a
entender que podría existir algún problema mucho mayor del
que nos imaginamos. Si hablo con Lizzie y le digo que recibí
noticias de que el Sr. Darcy se encuentra bien pero que no
ha respondido sus cartas, tal vez podría aumentar su
preocupación en lugar de tranquilizarla.
–Darcy es mi amigo y sé que no sería capaz.
–Yo he rezado para que así sea.
–Entonces saldré ahora mismo para Bristol y en cuanto
tenga noticias te escribiré.
–Te lo agradezco mucho.
Bingley se despidió de su esposa y se puso en marcha.
Jane regresó con su hermana y decidió quedarse a pasar la
noche acompañándola. Les mandó una carta a la Sra.
Nicholls y a la Srita. Susan encargándoles a sus hijos de
sobremanera, pero diciéndoles que la situación de su
hermana era muy delicada.
Al día siguiente, casi al anochecer, Jane recibió carta de
Bingley. La Sra. Reynolds se la entregó a Jane pero Lizzie,
levantándose de la cama, se la arrebató rápidamente y la
empezó a leer en voz baja.
“Jane y Sra. Darcy: Busqué a Darcy en el hotel de Bristol y el
encargado me dijo que abandonó el lugar ayer al amanecer y
no indicó su destino. Seguiré buscando para saber su
paradero. Charles Bingley”.
–Darcy está bien –suspiró aliviada–, pero entonces ¿por qué
no ha respondido a mis cartas? –preguntó sintiéndose
enojada y confundida–. ¡Cuando regrese…! –exclamó, y se
acostó en su cama haciéndose un ovillo, sintiéndose
desolada al darse cuenta de que tal vez no regresara.
Una ola de nuevas preguntas se agolparon en su cabeza,
aumentando su preocupación y su desánimo, al reflexionar
que si hubiera viajado a casa ya habría llegado.
El Dr. Thatcher fue a ver a Lizzie, estaba muy preocupado
por la evolución del embarazo y el estado de ansiedad en
que se encontraba su paciente. Le ordenó guardar reposo,
descansar y tranquilizarse, después de darle algún
medicamento. Al salir de la habitación, el Sr. Smith
aguardaba discretamente.
–Disculpe Dr. Thatcher, me ha ordenado el Sr. Darcy que en
su ausencia esté muy pendiente de la salud de la Sra. Darcy,
¿cómo se encuentra?
–La Sra. Darcy está muy delicada, temo por su embarazo. Le
he mandado reposo y vendré a verla todos los días, pero me
preocupa excesivamente. Ya le di instrucciones a la Sra.
Bingley sobre los cuidados necesarios y las medicinas.
–Le agradezco mucho, lo acompaño hasta la puerta –
contestó el Sr. Smith.
En cuanto el doctor se retiró, el Sr. Smith fue a buscar a
Jane.
–Disculpe que la moleste Sra. Bingley, quisiera ofrecerme
para ir en busca del Sr. Darcy a Bristol, me parece…
–Sí, Sr. Smith –interrumpió Jane–, creo que será
conveniente hacerlo lo antes posible. Le agradezco mucho.
–Muy bien, señora, saldré mañana a primera hora.
CAPÍTULO XVIII
Ya habían pasado tres semanas sin recibir novedades de
Darcy. Lizzie estaba completamente desconsolada y no
había salido de su habitación en varios días; se sentía mal,
había comido poco y casi no había podido dormir. Había
dado órdenes de que al recibir una carta se la llevaran de
inmediato, no importaba la hora. Sus pensamientos estaban
clavados en su esposo y se preguntaba: “¿por qué no ha
respondido a mis cartas?, ¿le habrá pasado algo?, ¿habrá
tenido un accidente?, ¿habrá sido víctima de asaltantes en
las calles de Bristol?, ¿habrá viajado a otro sitio?, y ¿con
quién habría ido?, o acaso ¿se habría ido con la Srita.
Margaret?” Todas estas preguntas sin respuesta inundaban
sus pensamientos, sin encontrar salida a este océano de
dudas.
Ya había caído la noche y Jane, angustiada, seguía tratando
de animarla. Lizzie, en medio de un llanto casi incontrolable,
apenas la podía escuchar.
–Lizzie, debes hacer un esfuerzo por tranquilizarte. Charles
sigue buscando a tu marido y el Sr. Smith y el Sr. Peterson
fueron a ayudarle. Seguramente él está bien y pronto
tendremos noticias suyas.
–¡Oh, Jane!, estoy desesperada, no aguanto más esta
angustia.
–¿Lizzie? –indagó Darcy atónito, mientras cerraba la puerta
después de haber entrado.
Ella, al escuchar su voz, se puso de pie con rapidez sintiendo
fuertemente los latidos de su corazón y, reclamando con
agresividad, interpeló:
–Sr. Darcy, ¡por fin tenemos noticias suyas!
Jane se puso de pie y se retiró inmediatamente.
–Lizzie, ¿sucede algo? –preguntó Darcy extrañado–. ¿Por
qué estás tan mortificada?
–¿Le parece poco la angustia en la que hemos estado
hundidos ya que no sabemos de usted desde hace tres
semanas? No he dejado de pensar que le hubiera ocurrido
algo, ¿por qué no respondió a mis cartas? La única noticia
que recibí fue de labios de la Srita. Bingley, quien se acercó
para felicitarme por mi embarazo y a burlarse de que usted
había visto a la Srita. Margaret en Bristol en repetidas
ocasiones.
–Sí, la vi varias veces.
–¿Y me va a negar que tuvo un trato “espléndidamente
cortés” con ella…
–¿Espléndidamente?
–…como en los viejos tiempos? –vociferó–. ¿Me va a negar
que ya la conocía desde su juventud y que tenían una
amistad de antaño que pudo haber terminado en
matrimonio? ¿Me va a negar que ella en esos encuentros le
estuvo coqueteando y…
–¡Sí, no lo niego! –interrumpió con vehemencia–. Yo conocía
a la Srita. Margaret desde mi juventud, teníamos amigos
comunes como los Bingley, pero luego ella se fue a Francia y
no supe más hasta el día que la vimos en la boda de
Georgiana. ¿Matrimonio con Margaret?, confieso que alguna
vez lo pensé pero lo deseché pronto. También fui muy cortés
en los encuentros que tuve con ella; acompañado del coronel
Fitzwilliam, quien es testigo de todo lo que he dicho.
Efectivamente, la Srita. Margaret me estuvo coqueteando y
haciendo insinuaciones que no son propias de una dama y a
las que siempre respondí con amabilidad, como corresponde
a un caballero. Bueno, no siempre. La última vez que la vi le
dije directamente que yo amo a mi esposa y que no estaba
dispuesto a soportar ese comportamiento suyo, sumamente
desagradable para mí, que sólo me hacía perder el tiempo y
el respeto a su persona… Después de esto, ella abandonó el
hotel.
Lizzie se quedó estupefacta, mientras Darcy recuperaba el
aliento e intensamente molesto, continuó:
–Yo estuve escribiendo cartas todos los días, las que el
coronel Fitzwilliam envió por correo cada mañana desde que
estuve fuera de casa. Igualmente, cuando tuvimos que
abandonar Bristol para ir a Oxford, mandé una misiva a usted
aduciendo las razones por las que se tuvo que cambiar de
ubicación. Como yo tampoco recibí epístola suya durante
este tiempo, al salir del hotel en Bristol dejé un mensaje para
ser entregado exclusivamente al Sr. Smith, a quien le di
instrucciones muy precisas antes de ausentarme de ir a
buscarme en caso de cualquier asunto de importancia
relacionado con mi esposa. En ese escrito le daba mi nueva
ubicación para ser localizado en caso de una emergencia.
Lizzie estalló en sollozos y sintió que su corazón le
abandonaba. En ese momento, alguien tocó a la puerta y él
fue a abrir. Era la Sra. Reynolds.
–Perdón Sr. Darcy, no sabía que ya estaba de regreso. La
Sra. Darcy me dijo que entregara la correspondencia apenas
llegara.
Le entregó un montón de pliegos que Darcy recibió, cerrando
nuevamente la puerta. Él se acercó a su mujer.
–Sra. Elizabeth, le entrego las cartas que el Sr. Darcy le
envió –remató lleno de ira y las puso sobre la mesa tan
rápido que algunas cayeron al piso.
En tanto él abandonaba la habitación, Lizzie sólo pudo
desplomarse en una silla al tiempo que llamaba a su esposo.
–¡Fitzwilliam…!
Pasados unos segundos, Lizzie reaccionó y se puso de pie
tratando de alcanzarlo, pero al llegar a la escalera se oyó
cerrar el portón fuertemente. Ella se postró en el suelo; sólo
la consolaba pensar que Darcy estaba vivo y… el fantasma
de la Srita. Margaret se había desvanecido.
Al cabo de un rato, en medio de su desesperación, Lizzie
sintió que se elevaba. Sí, era su esposo que la tomaba en
sus brazos y la llevaba hasta su alcoba.
Cuando empezó a clarear, Darcy volvió a sentir una patada
del bebé en su mano y suspiró. Él no había dormido y su
mano había estado toda la víspera sobre el vientre de su
esposa. Desde que la había acostado y la había abrazado en
su tribulación se percató de algunas contracciones que
fueron desapareciendo conforme ella fue recuperando la
calma hasta que se durmió agotada de tanto llorar.
Interiormente se debatía si debía llamar al médico y dejarla
sola o darle el sosiego que necesitaba con la esperanza de
que las contracciones cesaran, como había sucedido en el
pasado. Cuando ella dejó de sollozar, los espasmos
disminuyeron de frecuencia y él permaneció vigilante por si
se presentaba alguna señal para llamar al doctor, luego
advirtió algún movimiento de su bebé que se repitió
esporádicamente y percibió mayor tranquilidad, al menos en
ese aspecto. Sin embargo, la angustia que sentía por lo que
había sucedido lo había mantenido en vela toda la noche, el
llanto de su mujer lo había traspasado provocándole gran
dolor.
Se levantó y en silencio recogió las cartas que estaban
regadas y las juntó, observándolas. Era toda la
correspondencia que él había mandado y también la que
Lizzie le había escrito durante las últimas tres semanas.
Tenía grandes sospechas de quién había sido la responsable
de que no llegaran a su destino con sólo sentir su aroma;
sabía que esa persona era capaz de eso y más para
conseguir lo que quería, de no ser por el rechazo tan tajante
que había recibido. Las separó y abrió las que debía haber
recibido en Bristol y empezó a leer. Recordó lo diferente que
habían sido las primeras cartas que sí recibió en su
ausencia, llenas de ilusión y de esperanza de verlo pronto y
le perturbaron profundamente estas últimas, de las que hasta
entonces desconocía su contenido, reflejando tanta congoja,
desesperanza, consternación, implorando una respuesta que
deseó con toda su alma hubiera llegado cuando debía. Le
conmovió pensar en todo el sufrimiento que Lizzie había
pasado ante esa incertidumbre, y más en su estado. Volteó a
verla con preocupación, estaba más delgada que la última
vez, se imaginó cómo había pasado los últimos días y
recordó la amargura que manifestaba aun cuando ya podía
estrecharla entre sus brazos.
Todavía pasaron más de dos horas en las que Lizzie pudo
dormir profundamente. Estaba agotada física y
emocionalmente, tiempo suficiente para que Darcy,
desolado, pudiera leer todas sus cartas y reflexionar por
largo rato sobre lo sucedido.
Cuando por fin despertó, Darcy dejó los documentos en la
mesa y se levantó de la silla para acercarse a su esposa. Se
sentó a su lado, la miró con ternura y acarició su rostro,
mientras ella reflejaba las huellas de melancolía que sentía
todavía del día anterior. En silencio, él se avecinó para besar
su rostro con cariño en repetidas ocasiones, queriendo aliviar
con cada beso los minutos de angustia que ella había
pasado y enjugar las lágrimas que aún seguía derramando.
Después de varios minutos, cuando Lizzie empezó a sentir
un poco de sosiego, le dijo:
–Te extrañé mucho… pensé que te perdía. Sentí morirme de
tristeza sólo de pensar que algo te había pasado o que me
habías dejado de amar.
–No lo digas, ni siquiera lo pienses –señaló y se incorporó
mirando sus brillantes ojos.
Darcy rozó su rostro y ella, tomando su mano, la besó.
–Perdóname por el dolor que te causé –expuso Darcy.
–Perdóname por haber dudado de ti y por haber perdido la
esperanza de volver a verte, de apreciar el calor de tu cariño.
Sentí un dolor que no podía soportar sólo de pensar que no
regresarías a mi lado. Se me estremecía el alma y clamaba
sin cesar, rezando para que estuvieras bien… Gracias a Dios
ya estás aquí.
Él la estrechó fuertemente.
Los Sres. Darcy aguardaron con impaciencia el arribo del Dr.
Thatcher desayunando en la alcoba en completo silencio,
aun cuando las contracciones no se volvieron a presentar y
se sentían los movimientos del bebé, la preocupación de
ambos se palpaba en el ambiente, no se necesitaban las
palabras para decir la enorme turbación que Darcy
experimentaba por su esposa al verla tan desmejorada y por
la criatura, sangre de su sangre, que llevaba en sus
entrañas. Lizzie mostraba mucha zozobra en su mirada,
angustiada por su bebé, tomando su vientre con la mano
todo el tiempo. Cuando terminaron, el Sr. Smith, que venía
llegando, se reportó con el Sr. Darcy.
–Le agradezco que me haya ido a buscar a Bristol.
–Estuvimos en Bristol y en Oxford siguiéndole la pista, señor.
Todos estábamos muy preocupados por usted y también por
la Sra. Darcy.
–Gracias.
–El Dr. Thatcher está aquí.
Darcy se puso de pie para recibirlo.
–Sr. Darcy, ¡qué bueno que ya regresó de su viaje! Me da
mucho gusto –exclamó el Dr. Thatcher–. Sra. Darcy, el
motivo de sus angustias ya ha terminado, espero que ya se
sienta más tranquila.
Lizzie asintió.
El Dr. Thatcher revisó a su paciente y cuando terminó Darcy
lo acompañó a la puerta y le preguntó por su esposa y la
criatura, el médico respondió:
–Sr. Darcy, hemos pasado unos días muy difíciles, la Sra.
Darcy estuvo muy angustiada y eso me preocupa. Por el
momento tendrá que continuar en reposo unos días más y
vigilar que coma mejor para recuperar el peso que perdió. La
Sra. Darcy debe estar muy tranquila y usted nos ayudará a
lograrlo.
–¿Y el bebé?
–El bebé está bien, pero estará mejor conforme su madre se
recupere.
Cuando Darcy regresó a su habitación, Lizzie estaba
revisando la correspondencia que por fin había llegado,
leyendo alguna de las cartas que él había enviado. Darcy se
acercó y la abrazó con cariño, poniendo su mano sobre su
vientre y sintiendo unos ligeros movimientos. Distinguió el
documento, empezó su lectura en voz alta, mientras ella se
recargaba en su hombro para escucharlo, conmovida por el
gesto de protección que él había tenido para con ella y para
con su hijo:
–“Mi amada Lizzie: Hoy, al concluir una ardua jornada de
trabajo, regresé al hotel con la esperanza y la ilusión de
recibir una carta tuya que me animara a continuar luchando a
pesar de lo difícil que está siendo para mí estar lejos de ti.
No he recibido noticias tuyas en varios días, sólo me
tranquiliza saber que estás bien; de lo contrario ya me
habrían venido a buscar. Ojalá pronto puedas responder a
los mensajes que todos los días te escribo antes de
acostarme.
Fatigado, llegué a mi habitación, donde pude comprobar todo
el amor que siento por ti. Me llena de temor sólo de pensar
en la posibilidad de perderte si hubiera sucumbido en la
instigación de la que hoy fui objeto y que aborrecí como a mi
peor enemigo, rechazándola con todo el valor y la fortaleza
que siempre me has infundido con tu sonrisa, con tu amor,
con tu alegría. Al clausurar la puerta de la alcoba y
encontrarme nuevamente en mi soledad, libre de todo yerro,
anhelé más que nunca poder estrecharte entre mis brazos y
llenarte de mis besos, disfrutar de tu gozo y de tu sonrisa
como en tantas ocasiones. Recordé incontables momentos
de alegría que hemos pasado juntos y eso me colmó el
corazón de tranquilidad, de gozo y de plenitud; sólo contigo
puedo ser feliz. Le agradezco Sra. Darcy que, a pesar de la
distancia, pueda yo percibir el fervor de su cariño,
sintiéndome completamente adherido a su corazón; gracias a
eso respiro y mi corazón continúa latiendo, me sigo
enamorando como el primer día que la conocí, amándola con
mayor intensidad, como nunca me lo había imaginado…”
Escribí cartas mucho más bonitas que ésta –subrayó Darcy.
–Perdóname por la bienvenida que te di.
Darcy la besó en la mejilla.
–Dudé tanto en enviarte esta carta, pero pensé que sería
mejor darte la seguridad de mi amor, antes de que ella
intentara hacerte daño o que te enteraras por otra persona –
explicó, recordando que Philip Windsor por casualidad había
visto que la Srita. Margaret salía de la habitación del Sr.
Darcy aquella noche–. Quiero que conserves esta carta
siempre y que la recuerdes si llega el día en que alguien
quiera sembrarte la duda de mi amor.
–¿Ella tenía las cartas? –indagó, reconociendo la fragancia
de una mujer.
–Seguramente sobornó muy bien al encargado del correo y
al irse del hotel las olvidó y el ama de llaves las remitió. No
creo que ella haya sido capaz de mandarlas.
–Darcy –titubeó con cierto temor y, volteándose para mirarlo
a los ojos, continuó–. Quiero saber qué pasó en realidad con
la Srita. Margaret.
–Mi Lizzie preciosa –aclaró, acariciando su rostro–. No
quiero que te angusties por eso, y menos ahora. Lo único
que realmente importa y que quiero que siempre recuerdes
es que te he sido fiel en pensamiento y en obra en todo
momento y así será hasta el final de mi vida.
Lizzie lo miró, como sólo ella sabía para persuadirlo, y Darcy
prosiguió:
–Espero que este bebé sea varón.
–¿Por qué?
–Porque así aprenderé a ser padre sin que me manipulen.
Te lo diré pero no quiero que te mortifiques y recuerda
siempre que te amo. La Srita. Margaret quiso seducirme con
sus encantos en mi habitación, pero yo la rechacé, rayando
en la insolencia, tan concluyentemente que espero no volver
a verla en mi vida.
–¿Todos sus encantos? –indagó temerosa, sintiendo renacer
la angustia al pensar en cómo habrían sido esos momentos
mientras él confirmaba su honestidad con la mirada–. La
Srita. Margaret es muy atractiva –afirmó llena de tristeza
bajando la vista.
Darcy levantó su rostro con ternura y contestó:
–Ninguna mujer es tan bonita como tú y sólo a ti quiero
entregar mi amor.
–Te extrañé mucho.
–Yo también –suspiró y la besó ciñéndola devotamente.
Durante ese día, Darcy acompañó a su mujer en la alcoba
para que reposara. Vigiló que comiera como el doctor les
había indicado y estuvieron leyendo, entre otras cosas, las
cartas que él había enviado desde Bristol y una que había
llegado apenas ese día, desde Oxford. También les fueron
remitidas las cartas que Lizzie le había mandado a
Fitzwilliam para pedir información de su marido.
Ya por la tarde, fueron visitados por los Sres. Bingley,
anunciados por el Sr. Smith. Lizzie recibió a Jane en su
alcoba y Darcy estuvo con su amigo en su despacho. Jane
se había quedado muy preocupada por su hermana a causa
de todo lo sucedido pero, dadas las circunstancias, decidió
esperar hasta más tarde para ir a preguntar por la Sra.
Darcy. Por otro lado, Bingley tenía varios pendientes muy
importantes de las minas que comentarle a Darcy y, por
supuesto, saber que estaba bien.
Cuando el señor de la casa iba bajando los peldaños hacia
su despacho, el Sr. Smith, que venía con él, le dijo:
–Sr. Darcy, debo informarle que durante la mañana, mientras
estaban con el Dr. Thatcher, vino un caballero a investigar
sobre la salud de la Sra. Darcy.
–¿Un caballero?
–Sí. Su nombre era Philip Windsor.
–¿El Sr. Windsor?, ¿qué dijo?
–Preguntó por la Sra. Bingley y yo le informé que hoy no
había venido, debido a que usted ya se encontraba de
regreso y quiso saber únicamente por la salud de su esposa
y luego se retiró. Ese mismo caballero había venido varias
veces y se entrevistó con la Sra. Bingley.
–Por favor Sr. Smith, si ese caballero regresa, le pido que me
avise. Me gustaría aclarar unos asuntos con él.
–Sí, señor.
Jane se encontraba muy intranquila desde su regreso a
Starkholmes por la consternación en que había dejado a su
hermana la noche anterior y, con mesura, averiguó lo que
realmente había sucedido en Bristol, ya que se había
quedado inquieta desde la última entrevista que tuvo con el
Sr. Windsor. Lizzie le comentó que todo fue una maquinación
de la Srita. Campbell y que, sin duda, la Srita. Bingley había
sido su cómplice, pero afortunadamente ya estaba todo
aclarado entre su marido y ella.
Durante los siguientes días, Darcy estuvo trabajando por la
mañana en su despacho. Había varios asuntos serios que
aliñar de las minas pero no quería dejar sola a su mujer, por
lo que las personas encargadas fueron a Pemberley a
reunirse con el Sr. Darcy y el Sr. Bingley, mientras Fitzwilliam
resolvía otras cuestiones de importancia en Londres que
estaban pendientes. Lizzie, por la mañana, era acompañada
por su hermana y sus sobrinos o por la Srita. Madison. Por la
tarde Darcy le dedicó tiempo, acompañándola en su
recámara o en la habitación del bebé ya que debía guardar
todavía cierto reposo. Después de la cena en su alcoba,
Darcy esperaba a que su esposa se durmiera y se retiraba a
su despacho a trabajar para ponerse al corriente de todo lo
que se había quedado retrasado por su viaje.
El Dr. Thatcher fue a revisar a su paciente, encontrándola en
mejores condiciones, dando mucha tranquilidad a Darcy,
quien, sin mostrarlo, había sentido mucha vacilación por su
embarazo.
CAPÍTULO XIX
Había pasado una semana del regreso de Darcy y, ya
entrada la noche, Lizzie estaba en la habitación dormida y su
marido se encontraba trabajando en el estudio. Ella se
despertó sobresaltada sintiendo un terrible dolor en el
vientre. Cuando cesó, pudo respirar profundo y recostarse
nuevamente, pero a los pocos minutos éste se volvió a
presentar, causando gran temor en ella. ¡Sólo tenía seis
meses de embarazo! Los dolores se volvieron a repetir,
siendo cada vez más intensos. Con excesivo esfuerzo e
inundada de turbación se puso de pie, sintiendo su ropa
mojada, y se sostuvo de la mesa para evitar caerse al
percibir nuevamente ese dolor desgarrador que le recorría
toda la espalda y que la petrificaba por unos momentos.
Llorando, continuó su camino para dirigirse al baño y se
sostuvo de la pared gritando, sabiendo que nadie la
escucharía aun cuando clamara con todas sus fuerzas. Abrió
la puerta del baño lo más rápido que pudo antes de que se
presentara ese dolor que le impedía continuar, estiró su
brazo para alcanzar la cadena de la campanilla para pedir
ayuda pero se retorció del dolor viendo su ropa
ensangrentada, iluminada apenas por el fogón. Respiró
profundamente, aterrada, implorando a Dios socorro y
extendiendo su brazo sintió un dolor insoportable que
provocó que se arqueara y perdiera la consciencia.
Cuando Darcy terminó de escribir la carta, le dio una última
leída para revisarla y al fin la firmó. Diseminó un poco de
arenilla para que la tinta se secara más rápido, apartó la
carta y recogió con su mano los restos, colocándolos en un
bote que tenía al lado. Aseó sus manos con un lienzo, tapó la
tinta, limpió la pluma y guardó todo en el cajón. Tomó
nuevamente la carta, la dobló en tres, calentó el lacre
derramando dos gotas que fueron aplastadas por su sello
para enviarla al día siguiente a primera hora a Londres. Se
levantó, cogió la vela y salió rumbo a su alcoba.
Al entrar a su habitación se extrañó de ver la cama vacía
pero destendida, dejó la vela sobre la mesa de la entrada
llamando a su mujer, sin obtener respuesta. Se acercó a la
puerta de los vestidores volviendo a repetir el nombre de su
esposa. Vio la puerta del baño abierta y se aproximó a ésta,
quedándose suspendido por unos instantes: Lizzie yacía en
el piso en medio de un charco de sangre y agua. Se hincó, la
ciñó pensando que ya todo había terminado y explotó en
llanto, lamentándose con toda su alma no haber estado esa
noche a su lado. Cuando sintió su respiración en la mejilla, la
tomó en sus brazos, se levantó y tocó la campana
insistentemente para pedir auxilio, se dirigió hacia la cama
donde la colocó cuando alguien llamó a la puerta y Darcy
gritó con desesperación:
–¡Llamen al médico! ¡Es urgente!
Se inclinó nuevamente ante ella y pensó en todos los
hermosos momentos que había pasado a su lado, su sonrisa
que siempre lo había alentado, su listeza y su generosidad
que continuamente le había admirado, la alegría y la
compasión que desbordaba a los demás. Se resistía con
todas sus fuerzas a pensar que todo pudiera acabarse en un
instante. Veía a Lizzie sin reaccionar, empapada en sangre.
Atiborrado de temor, puso la mano sobre su vientre,
sintiéndolo duro e inmóvil y, mientras crecía su tormento
cada segundo, besaba a su mujer en repetidas ocasiones y
suplicaba al cielo que pudiera despertar.
Por fin, a la llegada del Dr. Thatcher, Darcy lo recibió
sumamente exasperado. La Sra. Reynolds lo sacó de la
habitación mientras el médico revisaba y atendía a Lizzie.
Él esperó afuera caminando de un lado al otro, sentándose y
parándose sin saber qué hacer, completamente enloquecido.
La Sra. Reynolds trataba de tranquilizarlo mientras el Sr.
Smith buscaba en su despacho un papel y una pluma para
que pudieran avisarle a los Sres. Bingley. Apenas pudo
escribir un pequeño mensaje, apresuradamente, casi ilegible,
ya que sus manos no dejaban de temblar y su corazón
palpitaba impetuosamente: “Sres. Bingley, por favor, vengan
a mi casa. Es urgente. F. Darcy”.
Transcurrió el tiempo y llegaron los Sres. Bingley. El
mayordomo los encaminó hasta el Sr. Darcy, quien estaba
en el pasillo parado junto a la ventana, acompañado por la
Sra. Reynolds que trataba de animarlo.
Jane corrió hacia su cuñado y le preguntó nerviosamente:
–¿Qué ha sucedido?
Darcy permaneció inmóvil y el ama de llaves pasó su brazo
por los hombros de Jane y le explicó, con los ojos
desbordados de lágrimas:
–No sabemos qué fue lo que pasó pero la Sra. Darcy tuvo
un accidente en el baño, seguramente se resbaló con agua.
El médico la está atendiendo.
Jane se quedó paralizada sin poder decir una palabra. En
eso, se abrió la puerta de la habitación y el doctor salió.
–La Sra. Darcy ha perdido mucha sangre, requiere una
transfusión. Por favor Sr. Darcy, usted me puede ayudar.
–En lo que usted necesite doctor –contestó él, acercándose
rápidamente mientras se escuchaba a Jane que estallaba en
un llanto desgarrador.
Al entrar en la alcoba, Darcy se quedó impactado de ver a
Lizzie postrada en la cama manchada, inconsciente,
luchando entre la vida y la muerte. Sintió que la vida se le iba
de las manos conjeturando el destino fatal del bebé y, tal
vez, sólo tal vez… Esperaba lo peor. Sacó brío de lo más
recóndito de su ser y continuó caminando, se sentó en una
silla al lado de su esposa, ofreciéndole hasta su misma vida
para que la pudiera salvar mientras el médico iniciaba el
procedimiento, al tiempo que le explicaba:
–Voy a ser muy sincero con usted. La Sra. Darcy está
alarmantemente delicada; no sé si pueda pasar la noche.
Este procedimiento es muy reciente en la medicina y ha
resultado exitoso en pocos casos, pero de no arriesgarme, la
Sra. Darcy con seguridad moriría en un par de horas. ¿Está
de acuerdo en continuar?
–¿Qué posibilidades hay de que funcione?
–No sabría decirle, pero tengo la certeza de que la sangre de
los dos es compatible. Por lo menos tendríamos una
oportunidad de salvarla ya que, de no hacerlo, no habría
esperanzas.
–Haga lo que tenga que hacer, doctor. ¡Sálvela!
El médico pidió que se quitara la levita y se descubriera el
brazo, luego lo tomó y lo pinchó con la aguja, mientras le
decía:
–En estos momentos es indispensable el apoyo que usted le
puede brindar. En gran parte de eso depende su vida, del
deseo que tenga para salir adelante. Yo sé que también para
usted es muy difícil esta situación, pero es ineludible. Tendrá
que sacar fuerzas, no sé de dónde.
Darcy escuchaba sentado, sosteniendo su cabeza con la otra
mano.
–También, siento mucho la pérdida de su bebé, era niño. Sé
con cuánto amor e ilusión lo esperaban. He guardado sus
restos para cristiana sepultura.
Cuando hubo terminado el procedimiento, el médico le dijo:
–Voy a quedarme para estar pendiente de ella. Iré a lavarme
y a cambiarme.
–Solicitaré que le preparen una habitación –indicó Darcy con
gran amargura.
–No, señor –interrumpió, deteniéndolo para que no se
levantara–. Yo lo haré. De ahora en adelante mi trabajo se
limitará a revisar a la paciente y realizar sus curaciones. Su
labor iniciará desde este momento.
Mientras se escuchaba la puerta abrirse y cerrarse
nuevamente, Darcy se arrodilló junto a Lizzie, le tomó la
mano e inclinó su cabeza. Estaba desgarrado, la vida de su
esposa dependía en gran medida de la fortaleza que le
pudiera transmitir, algo de lo que carecía por completo en
esos instantes. Se sentía culpable de que hubiera sucedido
el accidente; tal vez, si no se hubiera quedado tan tarde
trabajando, habría podido evitar esta caída… pero era
imposible saberlo. Sólo le quedaba una salida: rezar.
Rezar con toda el alma para que se salvara Lizzie, rezar para
que pudieran superar la irreparable pérdida del bebé que
habían deseado por tanto tiempo y que ya amaban
profundamente. Pensaba en cómo lo tomaría su mujer
cuando pudiera despertar… si despertaba. Oró para que
Dios le concediera esa fortaleza que necesitaba para
infundirle ánimo y superar esta terrible prueba. Imploró de mil
maneras diferentes para que Lizzie saliera adelante física y
emocionalmente de esta situación.
Cuando el doctor salió de la habitación, los Bingley, el Sr.
Smith, la Sra. Reynolds y el resto de la servidumbre
esperaban ansiosamente noticias.
–La Sra. Darcy está muy grave. Debemos estar preparados y
rezar.
Jane intensificó sus sollozos y Bingley la abrazó tratando de
apoyarla. La Sra. Reynolds preguntó:
–¿Y el bebé?
–Era varón, lo siento mucho.
El llanto de las mujeres presentes se hizo más penetrante,
sintiendo sinceramente la enorme pérdida de la familia y la
preocupación por su ama. El doctor se acercó al Sr. Smith y
le dijo:
–Me quedaré para atender a la señora. ¿Dónde me puedo
cambiar?
–Pase por aquí. Ya está lista su habitación para que pueda
descansar un poco.
–Muchas gracias. También voy a requerir que le pida al ama
de llaves que nos ayude a cambiar la ropa de cama de la
señora y limpiar el baño.
La Sra. Reynolds tocó a la puerta y solicitó permiso para
entrar con la Sra. Bingley, quien, a pesar de su enorme dolor
le rogó a su marido que le permitiera ayudar a su hermana.
–Disculpe Sr. Darcy, venimos a cambiar a la Sra. Darcy y la
ropa de cama.
Darcy seguía junto a su esposa y se puso de pie. Jane miró
a su hermana y no pudo evitar impresionarse por su estado
sintiendo un nuevo escozor en los ojos, angustiada por la
posibilidad de perderla. El olor a sangre inundaba la
habitación y eso la distrajo de su firme propósito de ser fuerte
y ayudar a Lizzie, se llevó a la nariz un pañuelo previamente
empapado de alcohol y se recargó en la pared respirando
profundamente, tratando de controlar el mareo que había
empezado a sentir, convenciéndose de que era su querida
Lizzie la que necesitaba de su ayuda, la que siempre había
estado a su lado en los momentos más difíciles de su vida.
Se acercó a su cuñado y le dio sus condolencias, rezando en
silencio para que su hermana saliera adelante. Él salió al
balcón de su alcoba; necesitaba aire fresco y no quería ver a
nadie, sólo estar con su mujer.
Mientras la Sra. Reynolds limpiaba el piso, Jane cambió a
Lizzie y la aseó con un paño humedecido con lavanda,
viendo su rostro pálido y su respiración débil, a pesar de las
lágrimas que continuamente nublaban su vista. Cuando
terminaron de cambiar a Lizzie, Jane salió al balcón para
buscar a Darcy y le dijo:
–Sr. Darcy, le pedimos su ayuda para mover a Lizzie de la
cama unos momentos para que puedan terminar de limpiar.
Darcy, con enorme cuidado, tomó a Lizzie en sus brazos, fue
al fondo de la habitación y se sentó en el sillón, acunando a
su esposa como si fuera un bebé que apaciblemente dormía.
Jane llevó una cobija para cubrirla y se alejó. Luego Darcy
empezó a platicarle y acariciar su rostro; le habló tiernamente
al oído y la abrazó con profunda devoción. En la habitación
sólo se escuchaba el ruido de las sábanas de seda que
estaban cambiando y la lluvia que caía con gran intensidad,
como si el cielo llorara con él sintiendo su ineludible agonía,
casi insoportable, como si esa amargura se hubiera
transmitido a todas partes mientras él procuraba infundirle el
ánimo del que carecía por completo, sólo por gracia divina.
Jane, viéndolos completamente conmovida, rezaba en
silencio.
Cuando la Sra. Reynolds hubo terminado, se retiraron de la
habitación.
CAPÍTULO XX
El Dr. Thatcher regresó para ver a la paciente y Darcy, quien
había estado en vela toda la noche acompañando a su
esposa, se puso de pie y se retiró.
Todos habían ido a descansar, se escuchaba paz en toda la
casa. Nadie se hubiera imaginado lo que hasta hacía unas
horas había sucedido. Se veían las primeras luces y, por fin,
había cesado la lluvia. Se escuchaba en el jardín el canto de
los pájaros y se veía a las ardillas salir de sus madrigueras
para buscar comida; brillaba el rocío de la mañana en las
hojas de los árboles y en las flores que Lizzie había
sembrado años atrás. Darcy, sentado en una banca del
pasillo, cabizbajo, esperaba al doctor. Continuó su oración,
dando gracias a Dios por la luz que se empezaba a
vislumbrar; al fin había concluido esa terrible noche y Lizzie
continuaba luchando, aunque la incertidumbre aún lo
atormentaba. Oró intensamente para que su amada tuviera
la fortaleza para seguir adelante; que le permitiera
transmitirle todo su amor aunque él se quedara desolado.
Bingley se acercó en silencio, viendo destrozado a su
querido amigo, y se sentó a su lado para acompañarlo en
estos cruciales momentos. Darcy, sintiendo su presencia, le
dijo:
–Les agradezco mucho que hayan venido.
–Darcy, no podía ser de otra manera; sabes el gran cariño
que Jane le tiene a su hermana y, por supuesto, quiero
acompañarte en estos momentos tan difíciles. Sabes que
puedes contar con nosotros. Sentimos mucho lo del bebé y
nos preocupa de sobremanera la Sra. Darcy, ¿cómo sigue?
–No lo sé, el Dr. Thatcher la está revisando.
–Estamos rezando devotamente para que pronto despierte.
–Bingley, no sé qué voy a hacer si la pierdo –deploró
poniéndose de pie y dirigiéndose a la ventana.
–No, no digas eso –respondió acercándose a su amigo–. La
Sra. Darcy es una mujer que siempre ha luchado por la vida.
–Y… si despierta, que lo deseo con toda el alma, no sé qué
le voy a decir –explicó sumamente angustiado.
–Recuerda que nunca está más oscuro que cuando va a
comenzar el amanecer.
Bingley puso la mano sobre su hombro para darle ánimo,
comprendiendo el momento tan difícil que estaba viviendo.
Nunca había visto a su amigo así; aquel hombre que siempre
había ganado su admiración por su fortaleza y su
inteligencia, su profunda gallardía, su mesura y su
ecuanimidad; ahora lo veía desgarrado, sintiendo mucha
compasión hacia él.
–Bingley, te pido que veas lo necesario para darle cristiana
sepultura a mi hijo.
–No te preocupes. Tú acompaña todo el tiempo a la Sra.
Darcy y yo me encargo de eso y de todos los pendientes que
tenemos.
Cuando salió el doctor, Darcy se acercó.
–¿Cómo está mi esposa?
–Muy débil, hay que esperar.
–¿Puedo entrar otra vez?
–Sí, señor, pero le sugiero que descanse y coma un poco;
necesitaremos darle nuestro apoyo cuando despierte. Va a
ser muy difícil para ella.
Darcy asintió.
–Iré por unas medicinas a mi casa y lo necesario para
prepararle un nuevo suero.
Darcy, al entrar a la habitación y ver desfallecida a Lizzie y a
su lado la cuna que sería para su hijo, sintió un gran
desconsuelo. Se acercó a la cuna y decidió recoger todo.
Dobló despacio las cobijas y las sábanas que Lizzie ya había
bordado para su bebé y recordó con cuánta ilusión lo
estaban esperando, todo el sufrimiento que habían
sobrellevado por varios años hasta recibir la noticia del
embarazo de su mujer. Se acordó tanto del Sr. Bennet y
deseó nunca haberlo escuchado; qué sufrimiento todavía
estaban viviendo, aún no se había acabado, cuando pensaba
que ya estaba superado y eran tan felices. Recordó lo que
aquel día les dijo en su lecho: “no pierdan las esperanzas,
aunque todo se vea muy difícil…” Finalmente la pesadilla de
Lizzie se había hecho realidad.
Sacó con cuidado la cuna con toda su ropa a la habitación
destinada para el bebé, observando con cuánto amor y
cuidado Lizzie, su hermana y él habían colaborado para
decorarla y tenerla lista, arrepintiéndose de haber entrado y
sintiendo un dolor casi insoportable, salió cerrándola con
llave y regresó al lado de su esposa.
Darcy seguía con la incertidumbre, Lizzie inconsciente;
deseaba tanto que despertara pero… ¿qué le iba a decir del
bebé?, ¿cómo lo tomaría? Sin duda sería un gran golpe para
ella. Rezó intensamente al lado de su mujer para que Dios lo
iluminara y le permitiera darle esa fatal noticia con todo el
amor y el cariño para que no fuera tan duro, que le diera la
fortaleza para superar esta terrible pérdida. Le habló
nuevamente al oído, platicando de todos los momentos
felices que habían vivido juntos y los que deseaba con toda
el alma que continuaran.
Más tarde, alguien tocó a la puerta y Darcy le indicó que
podía entrar. El Sr. Smith y Jane traían el desayuno para el
Sr. Darcy, quien se puso de pie para saludar a la Sra.
Bingley. Ella se acercó y preguntó por Lizzie:
–El Dr. Thatcher ya la revisó y dice que todavía está muy
débil.
–El Sr. Bingley ya se retiró para realizar sus encargos. Y a mí
me pidió ver que el Sr. Darcy desayunara, como le
recomendó el Dr. Thatcher.
–Le agradezco mucho, Sra. Bingley. Tal vez más tarde.
–También dijo el Dr. Thatcher que usted debía descansar.
–Gracias, pero no quiero separarme de Lizzie. Quiero estar a
su lado cuando despierte.
Darcy se volvió a sentar al lado de su mujer y continuó con
su oración, recogido, en silencio, tomando dulcemente su
mano. Suplicó para que despertara pronto, sabía que no
podría aguantar mucho tiempo de espera. Al menos cuando
Georgiana estuvo inconsciente luchando por su vida, Lizzie
estuvo a su lado, pero ahora se sentía tremendamente solo.
Jane, observando su enorme sufrimiento, se sentó y también
oró por Lizzie y por su hermano.
Al cabo de un rato regresó el doctor, revisó sus signos vitales
y le administró un nuevo suero con la medicina que
necesitaba. El Dr. Thatcher vio la mesa del desayuno puesta,
sin que la hubieran tocado, pero dejó de insistir; estaba
consciente de que el Sr. Darcy estaba pasando por
momentos muy difíciles.
–¿Cómo está la Sra. Darcy? –preguntó él.
–Sigue igual que en la mañana; espero que se fortalezca con
el suero que le estoy administrando.
La Sra. Bingley, después de la revisión del doctor, regresó a
Starkholmes para ver a sus hijos que estaban enfermos, no
sin antes pedirle a la Sra. Reynolds que les avisara en
cuanto hubiera algún cambio en el estado de su hermana, y
que también estuvieran al pendiente del Sr. Darcy. El doctor
se quedó con Darcy hasta que vio que Lizzie estaba
reaccionando positivamente al suero que le había
administrado.
Sumergido en sus pensamientos, Darcy se asomó a la
ventana. Los jardines estaban igual que todos los días, los
pájaros revoloteaban entre los árboles, las ardillas brincaban
buscando comida, el aire soplaba y mecía las hojas de los
árboles, las flores de diversos colores se abrían
aromatizando espléndidamente el lugar, el agua de las
fuentes subía y bajaba sinfín como un niño jugando sin parar.
Recordó las veces que desde la ventana de su despacho
veía a Lizzie caminar y disfrutar de su hermoso jardín. Todo
afuera parecía quietud, paz, armonía; pero dentro de la
habitación, y en lo más profundo de su corazón, ya nada se
veía igual.
Darcy escuchó algunos gemidos y, volteando, vio que era
Lizzie que tal vez estaba despertando. Se acercó velozmente
y se hincó a su lado, tomó su mano, la besó y dijo:
–Gracias al cielo que has despertado.
–¿Qué pasó? –preguntó Lizzie, tratando de recordar qué
había sucedido y tocando su vientre vacío, prosiguió–, ¿y mi
bebé?
–Ya está con tu padre –le anunció con los ojos humedecidos
y sintiendo una fuerte opresión en el pecho.
Lizzie giró hacia el otro lado desconsolada, inundada en
llanto. Darcy la acompañó en su sufrimiento: se sentó sobre
la cama, la abrazó y le habló dulcemente al oído por largo
rato, diciéndole cuánto la amaba y numerosas palabras de
consuelo que Lizzie no escuchó; le acarició y secó su rostro
comprendiendo el dolor que estaba sintiendo, hasta que se le
agotaron las lágrimas. Después, ella permaneció inmóvil,
viendo al vacío, sin proferir palabra, aun cuando Darcy
continuaba su monólogo. Parecía que estaba en otro mundo,
se había aislado para no sentir ese terrible dolor que la
atormentaba.
El Dr. Thatcher fue avisado por la Sra. Reynolds de que
Lizzie ya había despertado y también mandó un mensaje a la
Sra. Bingley a Starkholmes, como le había solicitado. El
médico la revisó nuevamente, pero aún se mostró muy
preocupado por su estado; estaba pasando por una
depresión muy fuerte que, de no superarla
satisfactoriamente, ocasionaría un serio detrimento en su
salud, tomando en cuenta que hasta hacía unos días había
estado al borde de la muerte.
Cuando Jane arribó, Darcy le dijo a su esposa que su
hermana quería verla, con la esperanza de que Lizzie
aceptara su visita y recibiera su apoyo, pero ella se negó a
recibirla. No quería ver a nadie, sólo permitía el acceso al
médico y a Darcy que no se apartaba de su lado. Jane se
quedó afuera, esperando a que su querida hermana la
quisiera recibir.
Lizzie no quería comer ni tomar agua por lo que el doctor le
dejó más tiempo el suero; continuó sin moverse, en silencio,
sumida en sus pensamientos. A veces recordaba lo bonito de
sentir a su bebé dentro de ella y lloraba añorando esos
momentos, pero no escuchaba las palabras de aliento que le
daban su marido y el médico. Cuando Lizzie se quedaba
dormida, el Dr. Thatcher le insistía a Darcy en que comiera y
descansara, aunque fuera un poco; él daba dos probadas a
la comida y se levantaba de la mesa nuevamente para
sentarse con Lizzie.
Darcy no quería dejar sola a su mujer viéndola en un estado
tan crítico, por lo que le pidió a Bingley más tiempo para
realizar el entierro del pequeño. Así pasaron varios días,
viendo a Lizzie deteriorarse cada vez más por su depresión,
por su retraimiento; como si estuviera viviendo las
consecuencias de su peor pesadilla.
Jane iba a preguntar por Lizzie todas la mañanas, con la
esperanza de que ya aceptara verla, pero siempre recibía
una negativa de la Sra. Reynolds, quien, alarmada por sus
patrones, habló con la Sra. Bingley.
La Sra. Reynolds había estado en esa casa desde que Darcy
tenía cuatro años de edad, lo había cuidado y lo había visto
crecer desde entonces. Debido a esto sentía un cariño muy
especial por su amo, y ahora por la Sra. Darcy, que además
se había ganado el afecto de todos en Pemberley. Estaba
preocupada y platicó con Jane con la intención de que ella o
el Sr. Bingley insistieran a Darcy en que debía alimentarse
adecuadamente para seguir apoyando a su esposa. Ella
temía por su salud ya que, aunque era un hombre de
excepcional vigor, sabía que tarde o temprano, bajo las
condiciones en que estaba sometido acabaría enfermando,
lo que agravaría la situación. Jane dialogó con Bingley al
respecto; era el único además del Dr. Thatcher que hablaba
con él, pero Darcy no hizo caso de esa observación.
Bingley le dijo que el entierro debía realizarse más pronto
que tarde, ya habían pasado varios días y no podía
retrasarse más tiempo.
El doctor, viendo que la reclusión de la Sra. Darcy era cada
vez mayor, decidió cambiar la fórmula del suero para dejar
que sintiera hambre y poderla sacar de sus pensamientos,
dejándola con lo indispensable. Darcy, esa mañana nublada
y fría, se acercó a Lizzie y le dijo:
–Hoy será el entierro de nuestro hijo, por favor, te suplico
que aceptes quedarte con Jane hasta mi regreso.
Lizzie permaneció en silencio, Jane entró en la habitación y
se sentó junto a ella. Por momentos se acercaba y trataba de
hablar con Lizzie, platicando de sus aventuras en Longbourn
cuando eran niñas pero, al darse cuenta que nada resultaba,
permaneció rezando a su lado.
Darcy estuvo ausente toda la mañana, acompañado por
Bingley y Fitzwilliam, continuando su oración por Lizzie
aunque se sintiera tan lejano de ella; se daba cuenta
tristemente de que no sólo la distancia lo separaba de su
esposa en esos momentos. Enterraron al pequeño al lado de
la tumba de sus abuelos, el primer nieto de los viejos Sres.
Darcy ya estaba con ellos. Terminado el sepelio regresó a
Pemberley al lado de Lizzie.
El Dr. Thatcher estuvo pendiente de su evolución ese día,
para ver si lograba sacarla de su encierro y decidió quitarle el
suero durante la noche. Darcy, turbado, resolvió confiar en el
buen criterio del médico.
Era de noche, Lizzie dormía y Darcy pensaba, como todas
esas noches que no podía conciliar el sueño; ¿cómo hacerlo
si Lizzie, aunque estaba a su lado, estaba tan ausente, sin
querer salir de su incomunicación en la que había
permanecido? Se levantó, encendió una vela y, sobre la
mesa, empezó a escribirle a su hermana:
“Querida Georgiana: Lamento mucho informarte que ha
sucedido una terrible desgracia. Lizzie tuvo un accidente,
por lo que hemos perdido a nuestro hijo. Hoy fue el entierro,
era varón. Tú sabes cuánto anhelábamos la llegada de
nuestro hijo, todo el tiempo de espera, de lucha y de
sufrimiento que pasamos para poder concebir. Recuerdo el
día en que Lizzie me dijo que esperábamos un hijo: era un
sueño que se había vuelto tan lejano, casi imposible; en ese
momento se hacía realidad y estaba frente a mí. Sólo fue
posible gracias a un milagro. Ese día lo recuerdo como de
los más felices de mi vida.
Quisiera volver a vivir cuando podía sentir que se movía al
poner mi mano en el vientre de Lizzie, un ser que era amado
y deseado desde antes de su concepción y que ahora yace
inmóvil, sin vida, en un solitario y frío sarcófago… Y nuestros
corazones están completamente vacíos, desolados, casi sin
vida, sin aliento, sin fuerzas, abandonados. Ahora
comprendo mejor el gran sufrimiento de mi esposa durante
estos años.
Lizzie estuvo en peligro de muerte; hemos pasado momentos
sumamente alarmantes, de gran incertidumbre, sólo
esperando que pudiera sobrevivir. No describiré la angustia
que sentí cuando el Dr. Thatcher me dijo que tal vez no
pasaría la noche, y luego verla postrada en la cama, con el
rostro casi sin vida.
Por fin despertó hace unos días, aún sigue muy delicada de
salud y… veo con infinita tristeza tan pocas esperanzas.
Lizzie está inconsolable, no quiere ver a nadie, apenas hoy
accedió a quedarse con Jane mientras yo iba al cortejo
mortuorio. Sigue muy delicada de salud y no quiere comer,
no quiere hablar con nadie; sólo está en silencio, hundida en
sus pensamientos, inmóvil, sin deseos de luchar.
Yo he rezado con toda mi alma, le hablo tratando de
animarla, le leo su libro para tratar de distraerla, el doctor
también ha hablado con ella; pero está ausente, como si no
escuchara a nadie, como si ya no estuviera en este mundo,
como si se estuviera dejando morir… Me duele tanto su
soledad, pero yo estoy aquí, con ella, con mi niña, yo
comparto su dolor.
¡Ah! mi querida hermana, ya no sé qué hacer, siento mi vida
al borde de un precipicio, a punto de perderlo todo, a la
persona que más he amado en este mundo y ya no tengo
fuerzas para continuar. El doctor me ha dicho que está muy
intranquilo por su salud, cada día se debilita más. Si continúa
así, tal vez necesite otra transfusión pero… ya no sé qué
pensar. Mi vida sin Lizzie ya no tendrá sentido, estaré
vacío…”
Darcy, sin poder concluir, estalló en sollozos sobre la mesa,
como un bebé en medio de una tremenda soledad. Después
de un rato, alguien tomó la carta en sus manos temblorosas,
se sentó y en silencio la leyó. Era Lizzie que al saber su
contenido se daba cuenta del gran sufrimiento que estaba
provocando a los seres que más amaba, que no estaba sola
en su dolor, que también Darcy sufría profundamente la
pérdida de su hijo y también por su estado de salud, y que, si
no luchaba por vivir…
Se daba cuenta de que tenía una razón muy importante por
la que vivir: la felicidad de su amado esposo.
Al terminar de leerla, también rompió en llanto. Darcy, al
sentir su presencia, la tomó en sus brazos y la regresó a la
cama, sin separarse de ella, llenándola de sus besos y
dando gracias al cielo. Por fin sentía el corazón de Lizzie
unido al suyo.
CAPÍTULO XXI
A la mañana siguiente cuando Lizzie despertó, Darcy se
acercó a ella y se sentó a su lado tomando su mano. Su
mirada, aunque triste y brillante por las lágrimas, ya lo veía, y
eso le daba una gran tranquilidad, a pesar de que el
sufrimiento por su reciente pérdida era intenso. Darcy
acarició su rostro y se acercó a su oído para decirle
nuevamente esas palabras que hasta el día anterior le había
repetido, pero que no habían sido atendidas. Lizzie resonaba
esas frases en su memoria, como si las hubiera escuchado
en un lejano y profundo sueño; esas palabras de aliento y de
ternura que la habían mantenido en ese lugar, luchando
interiormente con la insondable pena que estaba empezando
a salir nuevamente a través de sus sollozos. Lizzie le dijo
mientras Darcy prestaba atención:
–Soñé con mi padre y tenía a nuestro bebé en brazos. Era
muy hermoso. Yo quería irme con ellos, pero mi padre se lo
llevó… me sentí abandonada –explicó desolada.
–Mi niña, tu padre se ha ido pero yo me quedaré contigo –
dijo, entendiendo el suplicio que compartía con ella.
–Perdóname por no darme cuenta de que tú también sufrías.
–Mi sufrimiento no tiene importancia si con él se acaba el
tuyo.
Él la estrechó entre sus brazos.
Darcy ayudó a Lizzie a desayunar en la cama, el silencio era
interrumpido de vez en cuando por el resuello de Lizzie a
causa de su llanto, Darcy la tomó constantemente de la
mano para brindarle su apoyo, comprendiendo lo que
estaban viviendo, sabiendo que él tenía que mostrar toda su
fortaleza para transmitírsela a su mujer, a pesar de que se
sentía igualmente acongojado, terriblemente debilitado por la
mortificación de su amada.
Lizzie no quería pensar en lo que había sucedido, lo había
tratado de evitar desde que había recuperado la consciencia,
pero el dolor que sentía era agudo y el recuerdo de su
pequeño la abrumaba asiduamente. No quería comer, aun
cuando su estómago le indicaba la necesidad de alimento,
pero al ver la preocupación de su marido y su dedicación por
cuidarla, accedió a tomar el almuerzo lentamente, mientras
recordaba los años de sufrimiento que habían vivido
anhelando el embarazo que había concluido tan
abruptamente, al bebé que ahora los contemplaba desde el
cielo y que sentía muy lejos de su corazón.
Cuando Lizzie terminó, Darcy desayunó a su lado
observando su rostro bañado en lágrimas mientras rezaba en
silencio para ser capaz de darle el consuelo que requería
para salir adelante.
El Sr. Smith tocó a la puerta y anunció el arribo del Dr.
Thatcher.
–Me da mucho gusto ver que ya ha desayunado Sra. Darcy,
y usted también Sr. Darcy, son buenas noticias.
–Muchas gracias doctor –contestó él.
Darcy se retiró y el doctor revisó a Lizzie.
–Veo que ya se siente un poco mejor, eso me tranquiliza –
indicó el Dr. Thatcher–. Es normal que se sienta tan triste,
esta depresión pasará con los días, no se deje desanimar. Le
pido que, para lograr su completa recuperación, se alimente
y duerma bien, procure guardar reposo unos días más, no
baje escaleras y, sobre todo, mucha serenidad.
–¿Era varón? –preguntó Lizzie limpiando su rostro que
sentía permanentemente mojado.
–Sí, señora, le sugiero ponerle un nombre, para que usted le
platique, él la escucha desde el cielo.
–Muchas gracias por todo, doctor.
–No tiene nada que agradecer. Usted sabe el gran afecto
que le tengo a esta familia y usted se ha ganado también mi
cariño, le tengo especial estima. Me da mucho gusto haber
podido servirle y seguiré rezando por ustedes.
El Dr. Thatcher salió de la habitación y enseguida conversó
con Darcy:
–Veo mejor a la Sra. Darcy, sin duda hemos superado lo
peor.
–¡Gracias a Dios!
–Ahora hay que poner atención en algunos cuidados, de eso
dependerá su completa recuperación y lo que suceda en el
futuro.
–Y… ¿podremos tener familia? –preguntó nerviosamente,
con temor a escuchar la respuesta.
–Si la señora observa todos los cuidados y su convalecencia
es óptima, yo pienso que sí; pero habrá que esperar a lograr
su restablecimiento.
“No pierdan las esperanzas”… recordó Darcy en ese
instante.
–Muchas gracias, doctor.
–Vendré a verla mañana, pero si se presenta cualquier
molestia por favor avíseme de inmediato.
–Así lo haré –afirmó, sintiendo un poco de paz en su
corazón.
Darcy entró a su habitación y abrazó a su esposa, al tiempo
que decía:
–Gracias a Dios.
Luego tomó sus manos y las besó. Después de unos
momentos, Lizzie dijo:
–¿Vendrá pronto Jane?
–No lo sé, pero si quieres mandaré a buscarla para que no
demore –sugirió más animado y sonriendo.
Por fin había vuelto su Lizzie.
Jane y Bingley estaban desayunando en su casa,
preocupados por Lizzie. Ella estaba muy afligida, sentía un
profundo abatimiento por haber visto a su hermana tan
decaída el día anterior. El tiempo que estuvo acompañándola
mientras Darcy iba al sepelio permaneció en completo
silencio, ni siquiera la miró, pero sobre todo temía por su
salud, por su vida.
El mayordomo entregó una carta a la Sra. Bingley de la Sra.
Darcy, con un breve mensaje que incrementó la
incertidumbre de los Bingley.
–“Querida Jane: –leyó en voz alta–. Perdóname, te necesito;
por favor ven a mi casa. Lizzie”.
Jane se levantó y nerviosamente dijo:
–Tengo que ir de inmediato con Lizzie.
Al llegar a Pemberley, entró corriendo y se dirigió a la
habitación. El ama de llaves que le abrió la puerta sólo la vio
pasar, tocó a la puerta de la alcoba jadeando y Darcy le
abrió. Jane, al ver a su hermana sentada en la cama, sintió
un gran alivio en su corazón: ya estaba mejor.
–¡Lizzie! –exclamó caminando hacia ella y la ciñó
cariñosamente.
–Perdóname por no haber querido verte antes, pero…
–No, no te preocupes, has pasado por momentos muy
dolorosos.
–Sí, pero también ustedes y hasta ahora lo comprendo –
reflexionó llorando–. Le hemos puesto por nombre Frederic,
para que tú también le reces, él ya está en el cielo en
compañía de papá.
–Sí, Lizzie, así lo haremos –indicó conmovida.
Darcy se retiró a su estudio. La esperanza había vuelto a sus
corazones.
Jane pasó toda la mañana con Lizzie, la acompañó mientras
descansaba, platicaron de numerosas cosas, lloraron, rieron,
rezaron, leyeron. Eso vivificó a Lizzie y permitió que
continuara sacando su dolor.
A media tarde, Darcy regresó a la habitación y Jane se
levantó.
–Ya me retiro, me dio mucho gusto verte mejor.
–¿No te quedas a cenar?
–No, muchas gracias. El Sr. Bingley debe estar con
pendiente, pero mañana regreso.
–Te agradezco infinitamente Jane y… te pido que no le
avises a mi madre; yo lo haré cuando esté lista.
–Así se hará.
–La escolto a la puerta, Sra. Bingley –afirmó Darcy.
–No tenga cuidado, mejor acompañe a Lizzie. Muchas
gracias.
Jane se retiró y Darcy se sentó al lado de su esposa
tomándola de las manos.
–¿Te sientes mejor?
–Sí, gracias. Por lo menos ya puedo hacer algo más que
llorar –se burló de sí misma, con los ojos inundados de
lágrimas.
Darcy, conmovido, la abrazó amorosamente mientras ella le
decía:
–Te extrañé mucho.
–Yo también, no sabes cuánto.
–Te necesito más que nunca.
–Y yo estaré a tu lado hasta que te canses de mi compañía.
–Me alegro, así no te irás nunca –dijo separándose y
mirándolo con una sonrisa.
Darcy la besó en la frente con todo su afecto.
–¿Te dijo algo el Dr. Thatcher? –indagó Lizzie.
–Me indicó todos los cuidados que necesitamos observar.
Aunque a su lista yo agregaría unos muy importantes.
–¿Cuáles, Sr. Darcy?
–Unos como robarte una sonrisa en ayunas.
Lizzie sonrió.
–A media mañana leer contigo el libro que te he estado
leyendo.
–¿Y si estás trabajando?
–Entonces me daré un receso para venir un rato a visitarte.
–Tendrás que leer el libro desde el principio.
Darcy asintió.
–A medio día darte un abrazo y decirte que te amo. A la hora
del té escribirte unas líneas para que no olvides lo que siento
por ti e incrementes tu colección de cartas… Antes de la
cena, llenarte de mis besos y disfrutar de tu dulce mirada
mientras te consiento.
–¿Y en la noche? –murmuró.
–En la noche, acariciar tu rostro y velar tus apacibles sueños
mientras contemplo tu belleza.
Lizzie bajó su rostro, Darcy lo levantó con cariño y continuó:
–Y cuando ya estés dada de alta, te llevaré de viaje y estaré
entregado por completo a tus deseos.
–¿Me llevarás al teatro?
–No tenía eso en mente –aclaró sonriendo–, pero si tú
quieres.
–En ese caso Sr. Darcy, ¿podemos empezar con su lista de
cuidados, antes de que traigan la cena?
–Será un placer, madame –afirmó besándola con cariño.
Cuando Lizzie ya dormía profundamente, Darcy se levantó
de la cama y encendió una vela. Dio gracias a Dios por el
giro que habían dado sus vidas en tan sólo un día. Sin duda,
ambos sentían una inescrutable pena por la pérdida sufrida,
pero ya se veía luz en su camino, la esperanza había
renacido. Se sentó en la silla y empezó a escribir una nueva
carta para su hermana. La noticia era la misma, el dolor por
la expiración era el mismo, pero las circunstancias, gracias a
la intervención divina, eran diferentes.
“Querida Georgiana: Desde hace unos días he querido darte
una noticia que nos ha llenado de tristeza pero los
acontecimientos no me lo han permitido sino hasta ahora.
Lizzie tuvo un accidente y el bebé, Frederic, falleció. Yace
ahora junto a mis padres. Como era de esperarse, ella
estuvo muy delicada de salud y gracias a la oportuna
atención del Dr. Thatcher pudo salvarle la vida. Estuvo
deprimida por varios días y la estuve acompañando sin
separarme de su lado. Hoy, Lizzie, volvió a sonreír y, aunque
sé que su dolor sigue presente, me ha llenado de
tranquilidad y de esperanza verla más animada. Agradezco
tus oraciones de todos los días, estoy persuadido de que eso
nos ha ayudado a recobrarnos. Nosotros también hemos
rezado por ustedes, mi querida hermana, para que pronto
sean bendecidos. Con todo mi cariño, Darcy”.
Lizzie, al sentir que su marido no estaba a su lado, se
despertó y se levantó en silencio. Se acercó, lo abrazó por el
cuello y le dio un beso en la mejilla, luego le dijo:
–¿Ya hiciste el último cuidado de la lista?
–Sí, lo disfruté mucho –señaló besando su mano–. Aunque
tú deberías estar dormida.
–Y tú también, a mi lado. ¿Estás haciendo algún pendiente
de trabajo otra vez?
–No, quise escribirle una nueva carta a Georgiana, si la otra
llega a sus manos se va a angustiar mucho y Donohue no
me lo va a agradecer.
–Sí, tienes razón. ¿Puedo leerla?
–Tú conoces todos mis secretos –aseveró mientras se la
daba.
Lizzie leyó en silencio, mientras se sentaba en la silla que
estaba junto.
–Yo no estoy segura que todo haya sido gracias al Dr.
Thatcher –comentó Lizzie sonriendo al terminar de leer–.
Jane me dijo cómo me platicabas y me abrazabas esa
terrible noche.
–Puedo hacerlo otra vez si tú quieres.
–¿Podrías incluirlo en tu lista de cuidados importantes? –
indagó mientras se sentaba en su regazo y dejaba la carta
sobre la mesa.
Darcy sonrió y la abrazó.
–Sabes que este lugar te pertenece sólo a ti y que puedes
disponer de él como y cuando te plazca.
Lizzie sonrió.
–Y también me dijo que tu sangre corre por mis venas.
–Y doy gracias a Dios de que tú y yo no somos hermanos.
Él la besó con cariño.
–Darcy, ¿me llevarás a despedirme de nuestro hijo? –
preguntó mientras nuevas lágrimas recorrían su mejilla.
–Sí, mi Lizzie –certificó besando su rostro y ciñéndola
afectuosamente.
Darcy, a la mañana siguiente, cuando llevaron el desayuno a
su alcoba, solicitó al Sr. Smith que enviara la carta de
Georgiana a la brevedad. Después del desayuno, llegó Jane
y visitó a su hermana mientras Darcy trabajaba con Bingley
en su estudio, quien se dio unos momentos de descanso
para visitar a su esposa en su recámara. Cuando Lizzie le
contó a su hermana por qué habían recibido tan inesperada
visita y su marido le había leído dos páginas de su libro,
quedó conmovida por ese detalle. Igualmente Darcy hizo las
siguientes dos tareas importantes a la hora correspondiente
mientras Jane se salía al balcón para que disfrutaran de su
privacidad, en tanto Bingley, abandonado en su despacho,
se extrañó por sus repentinas desapariciones.
–Darcy, ¿sucede algo? ¿La Sra. Darcy se encuentra bien o
acaso tú estás enfermo?
–Si el amor se considera una enfermedad, entonces estoy
agonizando, querido hermano.
Bingley se rió advirtiendo a su amigo más tranquilo.
CAPÍTULO XXII
A la mañana siguiente, Darcy, viendo que el día anterior
Lizzie había estado más serena, fue a cabalgar antes del
desayuno y dejó que durmiera más tiempo. Cuando ella
despertó, observó desocupado el lugar donde había estado
colocada la cuna, se sentó y giró su mirada hacia la puerta
que conducía a la habitación adyacente, la que había sido
arreglada para su bebé. Se levantó y caminó lentamente
hacia esa dirección sintiendo un enorme temor que crecía
conforme se allegaba. Se paró frente a la puerta, apoyó su
cabeza en la misma y respiró profundamente, apreciando los
fuertes latidos de su corazón, avecinando que podría resurgir
el dolor que había tratado de sepultar los días anteriores,
pero sabía que no podía seguir evadiendo la necesidad de
introducirse en ese lugar, lo único que le quedaba de su hijo.
Lentamente puso la mano en la manija y giró, encontrando
que estaba con la cerradura puesta, soltándola
repentinamente así como un gemido que destrababa la
tensión acumulada. ¿Por qué lo habían cerrado, como si
pudiera olvidar su sufrimiento con sólo clausurar esa
habitación? Se giró y apoyó su espalda en la madera,
recordando que esa llave Darcy la tenía guardada en su
buró. Aspiró hondamente, retomando las fuerzas y la
decisión que había tomado y se dirigió al cajón donde, dentro
de una pequeña caja se hallaba la llave de plata que
necesitaba.
La tomó cuidadosamente sin evitar preguntarse cuántas
veces la habría utilizado el viejo Sr. Darcy para visitar a su
esposa. Contempló su brillo cuestionándose si en realidad
estaba preparada para dar ese paso: al cerrar la puerta con
llave lo único que Darcy quería era evitarle que su agonía se
incrementara, pero algún día tenía que hacerlo y en ese
momento podría sentirse, probablemente por última vez,
cerca de su pequeño. La asió con fuerza y se puso de pie,
colocó la caja dentro del cajón, recorrió pausadamente el
sendero, la introdujo dentro de la cerradura sintiendo que su
corazón se le salía del pecho y abrió la puerta.
Entró con enorme aprensión y cerró con cuidado, como si de
verdad su bebé estuviera durmiendo en el recinto. Se
desplomó ante el dolor que experimentó al encontrarse
verdaderamente sola en esa habitación en medio de
copiosos sollozos, ya no estaba su bebé con ella y ya no
estaría nunca más, ya no podría ver sus ojos ni escuchar su
risa con la que tanto había soñado.
Cuando recuperó el aliento, se puso de pie y se acercó a
aquella cuna donde dormiría esa criatura los primeros meses
de vida con su ropa perfectamente bien doblada; recorrió
lánguidamente toda la habitación con el rostro bañado de
lágrimas. Vio sobre la mesa las tablas de madera que
compró con Jane, con toda la pintura para hacer los cuadros
que había pensado colocar adornando las paredes. Se
aproximó a la cuna que su esposo le obsequió desde su
boda, observándola por varios minutos, vacía, como vacío
estaba su vientre. Recordó lo felices que habían sido estos
pocos meses que había durado el embarazo y dio gracias a
Dios por haber sido bendecidos, aunque fuera sólo de esta
manera; no obstante, sentía una profunda consternación.
Pero como cuando se descubre el verdadero amor que llena
el alma de felicidad, igualmente la maternidad de Lizzie, si
bien por un breve periodo de tiempo, la colmó de una dicha
indescriptible que anhelaba con toda el alma sentirla
nuevamente. Lloró implorando que ya no le fuera negada
esta enorme bendición, pero reiteradamente se entregó en
los brazos de su Señor para cumplir su voluntad.
Darcy llegó de cabalgar y se dirigió a su habitación; al no ver
a Lizzie la buscó por los vestidores y el baño alarmado,
pensando que le habría ocurrido algo. Se asomó por la
ventana y, enseguida, se dirigió al buró abriendo el cajón y
encontrando la caja vacía. Se sentó en la cama, angustiado
de saber que ella estaba allí, seguramente desolada,
viviendo uno de los momentos más dolorosos de su vida que
él había querido evitarle. ¿Por qué no lo predijo y guardó la
llave en otro lado?, se cuestionó pasando sus manos por el
cabello en señal de turbación. Reflexionó que ya no podía
hacer nada para evitarlo, sólo acompañarla, aunque para eso
tuviera que enfrentar él mismo su dolor y el dolor de ella que
lo atormentaba, a pesar de que no estuviera listo para
hacerlo. Se puso de pie y se dirigió a la alcoba del bebé. Al
entrar respiró profundamente, hallando a Lizzie sentada en el
sillón hecha un mar de lágrimas. Se avecinó y, sentándose a
su lado, la abrazó con infinito afecto. Sabía que tarde o
temprano tenían que afrontarlo de esa manera, pero habría
querido esperar más tiempo y hacerlo en su compañía.
Darcy permaneció con Lizzie toda la mañana en su
recámara, leyeron largo rato un libro que el Sr. Elton le había
prestado a Darcy, el día del entierro, y que los reconfortó en
su congoja, hasta que alguien tocó a la puerta y Darcy fue a
abrir. Georgiana abrazó con inmenso cariño a su hermano;
había llegado con Donohue hacía unos minutos a Pemberley
después de haber recibido la terrible noticia por carta.
–¡Darcy! ¡Qué desgracia lo que ha sucedido! –exclamó
llorando, queriendo darle todo el apoyo a su único hermano
que la había ayudado durante tantos años–. Nos ha dado
una enorme tristeza. Lo siento tanto.
Él agradeció advirtiendo un sofocante nudo en la garganta y
la volvió a estrechar.
Georgiana pasó a la alcoba a saludar a su hermana y la ciñó
con enorme apego, reflejando mucha congoja por todo lo
acontecido.
–Lizzie, cuando recibí la carta de Darcy sentí una gran
desolación, ¿cómo te sientes? –preguntó mostrándose
impresionada.
–Mejor, gracias. Te agradezco que hayas venido, me
consuela sentir tu cariño.
–Por supuesto que íbamos a venir, se trata de mis hermanos
y… lamento mucho su pérdida.
–¿Viniste con Donohue? –indagó Darcy.
–Sí, me dijo que iba a estar en la alcoba; no quiere ser
inoportuno y además viene muy cansado porque no ha
dormido atendiendo a un paciente. Afortunadamente el Dr.
Robinson accedió a quedarse con él mientras veníamos. Les
manda su pésame.
–Gracias.
Georgiana pasó con ellos el resto del día, tratando de
distraerlos comentándoles cómo le había ido a ella, las
novedades que había en Londres y sobre la próxima boda de
Robert Donohue. Darcy la interrumpió cortésmente en dos
ocasiones, dejándola sorprendida, para cumplir con los
cuidados especiales de su lista que la conmovieron
sobremanera. Lizzie, aunque con un aire melancólico, ya se
veía más tranquila y agradecía esos hermosos detalles y
Darcy, al ver a su esposa un poco más animada, se sintió
muy complacido con la visita. Cuando era casi la hora de
cenar, Georgiana se despidió de sus hermanos y se fue a
reunir con su esposo, dando oportunidad a Darcy de cumplir
con la penúltima tarea con toda libertad, la que más les
gustaba, antes de cenar en su alcoba.
Al día siguiente, el Dr. Thatcher fue a primera hora a revisar
a Lizzie, viendo notable mejoría en su estado. Le autorizó
bajar las escaleras una vez al día, dar un paseo corto en el
jardín y le indicó que poco a poco podría ir incrementando su
actividad hasta regularizarse por completo. Darcy se mostró
muy satisfecho con su recuperación y, recordando que su
hermana cumplía su primer aniversario de bodas, Lizzie
decidió bajar al desayuno y felicitar a sus hermanos en ese
día tan especial.
Los Sres. Donohue ya se encontraban en el salón principal
cuando los Sres. Darcy bajaron al desayuno. Georgiana, al
ver a Lizzie del brazo de su hermano, se puso de pie
complacida y se acercó a recibirlos.
–Lizzie, ¡qué bueno es verte más animada! ¿Ya te sientes
mejor?
–Sí, gracias.
–El Dr. Thatcher ya autorizó aumentar un poco su actividad –
explicó Darcy.
–¡Qué gusto oírlo!
–¡Muchas felicidades! –exclamó Lizzie abrazando a
Georgiana.
Igualmente Darcy dio el parabién a su hermana y a Donohue.
–Siento mucho su pérdida, Sr. y Sra. Darcy –lamentó
Donohue.
Los Darcy asintieron y todos tomaron asiento, mientras
aguardaban el desayuno.
–Georgiana nos comentó que pronto será la boda de su
hermano –indicó Lizzie a Donohue.
–Sí, será en dos semanas, aunque viajaremos a Gales una
semana antes. Llevaré a Georgiana de viaje de aniversario.
–Y ¿a dónde iremos? –preguntó Georgiana.
–Cuando sea tiempo, lo sabrás.
Georgiana sonrió entusiasmada, mientras Donohue
cariñosamene la tomaba de la mano.
–Me imagino que sus padres y toda su familia están muy
entretenidos con los preparativos de la boda –comentó
Lizzie.
–Sí, no han tenido tiempo libre, ni siquiera para escribir. Sólo
nos han escrito unas breves líneas mandándonos saludos.
–Y hoy, ¿han pensado algo para festejar su aniversario? –
curioseó Darcy.
–Después de ir al templo, Donohue me llevará a pasear a
Derby; hace mucho que no lo visitamos.
–Había pensado en llevarte al teatro en este día.
–Sí, pero te agradezco que hayas accedido a venir con mis
hermanos.
–No me gusta verte angustiada y, aunque en la carta del Sr.
Darcy te comunicaba que todo iba mejorando, tu inquietud
iba en aumento a medida que pasaban las horas.
–También me gustaría ir a visitar a mis padres.
Lizzie se mostró afligida, bajando su mirada. Darcy la tomó
de la mano y le dijo:
–En cuanto el médico te autorice salir, te llevaré.
–¿Y también me llevarías a visitar a mi padre?
–¿A Hertfordshire?
Lizzie asintió.
–Si tú quieres, yo estaré encantado de complacerte.
Podríamos ir antes de partir a nuestro viaje.
–¿Ustedes también saldrán? –inquirió Georgiana.
–Sí, le prometí a Lizzie que partiríamos de viaje una vez que
se haya recuperado por completo.
–Y ¿a dónde se escaparán en esta ocasión?
–Primero a Hertfordshire, luego a Londres y me gustaría ir
también a Lyme.
–¿A Lyme? –indagó Lizzie entusiasmada.
–Sí; la vez pasada aunque nos tocó buen tiempo hacía
mucho frío. Esta vez quiero que disfrutes el calor del verano
en la playa.
–Espero que nosotros estemos de regreso cuando vayan a
Londres –anheló Georgiana.
–Darcy me llevará al teatro. Tal vez podamos ir juntos –
sugirió Lizzie.
–Me encanta la idea.
Los concurrentes pasaron al comedor a desayunar y, en
cuanto concluyó, los Sres. Donohue se retiraron al templo
con Darcy. Cuando él regresó a Pemberley, pasearon un rato
en el jardín, disfrutando del aire fresco y del sol que irradiaba
un placentero calor. Luego regresaron al salón principal
donde permanecieron el resto del día, hasta que Donohue y
Georgiana estuvieron de vuelta y disfrutaron en su compañía
de una cena agradable. Al día siguiente, los Donohue se
regresaron a Londres después de almorzar con sus
anfitriones.
CAPÍTULO XXIII
Mientras los Sres. Darcy regresaban de su caminata, el Sr.
Smith se acercó para entregar una correspondencia al Sr.
Darcy. Éste se sorprendió al ver de quién se trataba: Lady
Catherine le había escrito, después de un año de sólo recibir
noticias de ella a través de Fitzwilliam. Darcy la abrió y leyó
en voz baja, mientras su mujer lo observaba.
–¡Vaya! –exclamó pasmado.
–¿Todo bien con tu tía?
–Nunca pensé que leería una carta de mi tía… así –señaló,
empezando nuevamente su lectura en voz alta–. “Estimado
Sr. Darcy: He sabido la lamentable noticia de que su esposa
ha perdido a su hijo, después de tantos años de espera. Sólo
una madre puede comprender el dolor que deben estar
pasando en estos momentos. El coronel Fitzwilliam me
informó lo acontecido y he sentido una profusa pena. Por
favor, déle a su esposa mis sinceras condolencias,
esperando que pronto puedan ser honrados con la bendición
de los hijos. Lady Catherine”.
–¡No puedo creerlo! –indicó confundida, tomando la carta
para verla–. ¿De verdad estas líneas fueron escritas por la
implacable Sra. de Bourgh, quien me retó en Longbourn y en
la boda de tu hermana?
–Efectivamente, a quien he escrito varias cartas por
insistencia tuya, buscando la reconciliación que tanto querías
alcanzar y que yo creía imposible. Es su puño y letra, su
firma es inconfundible.
–Pero, ¿por qué?
–Seguramente porque ella perdió a dos criaturas antes de
poder dar a luz a Anne. No me lo explico de otra manera –
comentó, retomando el paso de regreso a la casa.
–No lo sabía, debió ser muy doloroso para ella –declaró
afligida, sin poder evitar que los recuerdos surgieran,
mientras su esposo la abrazaba de la cintura–. De todo esto,
hay algo positivo –dijo, tratando de reanimarse–, por fin tus
cartas están cosechando sus frutos.
–Estos frutos te los debo a ti y a tu noble corazón. A pesar
del mal trato que has recibido de ella, siempre me has
alentado a crear lazos de unión con mi tía.
–Es muy triste que una familia esté siempre peleada. Es algo
que mi padre me enseñó; ante todo somos familia, a pesar
de las múltiples diferencias.
–¿Lo extrañas mucho?
–Sí, ahora en especial que recuerdo lo que me dijiste hace
un año, las palabras que mi padre te enunció en su lecho de
muerte.
–No ha pasado un día en que no las haya recordado desde
entonces. Gracias a esas palabras aprendí a poner mucha
atención a tu persona, olvidándome de mí, para amarte de tal
forma que, de no haber sido correspondido con tu amor, me
habría quedado completamente vacío.
Lizzie sonrió complacida.
Días más tarde, Lizzie recibió una visita muy agradable. Jane
y sus sobrinos fueron a saludarla. Diana corrió a los brazos
de su tía estrechándola con un enorme cariño, seguida por
Henry que venía más atrás. Luego, el pequeño Marcus se
acercó gateando y Lizzie se agachó para abrazarlo y
agradecerle su afecto, mientras Darcy la observaba con
dulzura. Bingley ofreció su pésame a la Sra. Darcy y,
enseguida, los señores se encaminaron a las minas y las
señoras salieron al jardín con los niños. Mientras Lizzie y
Jane se sentaron a platicar frente al lago, Diana se aproximó
a su madrina con una rosa del jardín y se la dio, diciendo:
–Mi mamá me ha dicho que has estado muy triste porque
Dios se llevó a tu bebé. Yo estoy muy contenta porque ya
tengo un primo que me cuida desde el cielo; pero para que
ya no estés triste le pediré que el siguiente bebé sí se quede
contigo.
–Si puedes, pídele también que venga pronto –insinuó Lizzie
sonriendo conmovida.
Diana la abrazó y le dio un cariñoso beso; luego, corriendo,
regresó a jugar con sus hermanos y con la Srita. Susan.
–¿Qué te ha dicho el Dr. Thatcher? –inquirió Jane.
–Me encuentra más recuperada. Tengo que guardar todavía
ciertos cuidados y podré incrementar mi actividad poco a
poco, hasta que me dé de alta.
–Y ¿podrán buscar otro bebé?
–Le dijo a Darcy que sí, sólo que termine mi convalecencia.
–Yo también rezaré para que pronto venga mi sobrino. ¿Ya
le escribiste a mi madre?
–No, todavía no. Le pedí a Darcy que me lleve a
Hertfordshire cuando el médico ya me autorice. Quiero visitar
la tumba de papá. Yo creo que allí le daré la noticia.
–Tal vez ella no esté para entonces. Me escribió avisándome
que iría a pasar una temporada con Lydia.
–¿Lydia está bien?
–Parece que tuvo serios problemas con Wickham.
–¿Con Wickham? –inquirió angustiada–. ¿Qué fue lo que
sucedió?
–No lo sé, pero en esta ocasión no dudó en demandarlo,
como el abogado del Sr. Darcy le indicó.
–¿El Sr. Robinson?
–Sí. Wickham estará una temporada en prisión por la
demanda puesta por Lydia y además por algunas deudas
que no ha pagado. Mi madre fue a ayudarle, está
embarazada.
–¿Embarazada? No creí que quisiera tener más hijos.
–Yo creo que ni siquiera lo pensó. Y le han ordenado
completo reposo, estuvo a punto de perderlo.
–¿Cómo?
–Desconozco los detalles, mi madre sólo me escribió unas
pocas líneas, pero creo que estuvo serio.
–¡Pobre Lydia! Le escribiré una carta para informarme de su
estado –indicó preocupada, sintiendo la necesidad de ir en
su ayuda, pero sabiendo que eso era imposible–. Deseo que
la prisión le enseñe a Wickham las cosas que nadie ha
podido meter en su cabeza, como el respeto a los demás –
dijo enfadada, recordando la amenaza que él había hecho,
en caso de no aceptar la oferta que le formuló hacía unos
meses.
Lizzie se cubrió el rostro con las manos, inclinándose hacia
enfrente, sintiéndose responsable por lo ocurrido.
–¿Te sientes bien Lizzie? –indagó turbada.
–Jane, ¡todo es mi culpa! –exclamó, girando la mirada hacia
su hermana.
–¿Por qué?
–La última vez que lo vi en Derbyshire, me quiso chantajear
para impedir que… –se interrumpió, guardando silencio–.
Tengo que buscar a Darcy –indicó poniéndose de pie.
–¿A las minas? –indagó Jane deteniéndola del brazo–.
¡Lizzie, estás convaleciendo y Wickham ya está en prisión!
En este momento no puedes hacer nada para mejorar la
situación. ¡Sólo te pondrás en riesgo y a tu marido no le va a
gustar!
Lizzie respiró profundo, tratando de sosegarse, reconociendo
que su hermana tenía razón y volvió a tomar asiento.
–¿Por qué dices que te quiso chantajear?
–Perdóname Jane, pero no estoy autorizada para hablar de
ese asunto. Sólo rezo para que todo se arregle y que su hijo
sea niño.
–Parece que Lydia tiene ilusión de que sea niña.
–Si es niña va a sufrir mucho con el padre que tiene y,
siendo Lydia como es, ella no podrá evitarlo; al contrario, le
enseñará el camino directo a la desdicha y seguirá sus
mismos pasos… ¿Y Mary y Kitty?
–Mary se quedó en Longbourn, pero Kitty fue a acompañar a
mi madre.
–¿Kitty está en Newcastle? ¡Eso mi padre no lo habría
permitido! –exclamó Lizzie mortificada.
–Según tengo entendido mi madre le agradeció su
compañía.
–¡Si sucede una desgracia por su comportamiento, a ver si
sigue muy agradecida!
–Le escribí a Kitty, a Newcastle, para invitarla a venirse
conmigo una temporada. Ojalá acepte y la podamos alejar
del peligro. Le dije que iríamos a Londres.
–Con la sola idea de ir a Londres con certeza aceptará tu
invitación –expuso Lizzie más tranquila–. ¿Cuándo irán?
–La próxima semana. Darcy le pidió a Bingley apoyar a
Fitzwilliam con unos asuntos en la ciudad. Parece que el Sr.
Darcy no quiere dejarte sola otra vez.
Lizzie sonrió conmovida.
–¿Y se quedarán con “tu hermana”?
–Eso es lo único que me desagrada.
–Estoy persuadida de que mi tía estará embelesada de que
la visites.
–Pensaba también ir con Georgiana.
–Los Sres. Donohue estarán fuera de la ciudad desde la
próxima semana. Robert Donohue se casa y viajarán a
Gales.
–Creo que me tendré que armar de mucha paciencia o no
saldremos de la casa de mi tía durante nuestra estancia.
–Tal vez Darcy les pueda prestar la casa para que se queden
allá.
–Bingley me dijo que se la había ofrecido, pero él prefiere ir
con Caroline. Hace mucho que no la ve.
–No me queda más que rezar para que tu estancia sea
aceptable.
–Después de lo que te ha hecho esa mujer, no verla sería
aceptable.
Lizzie, tomando la mano de su hermana, agradeció su
solidaridad.
En cuanto Darcy estuvo de regreso, Lizzie le comentó lo
sucedido con Lydia y él enfatizó que averiguaría con el Sr.
Robinson todos los detalles.
Días más tarde, Lizzie escribió una carta a Lydia para
preguntar por su salud, también a la Sra. Gardiner
comunicándole la triste noticia del bebé; y otra a Mary,
avisándole además que estarían de visita un par de días, en
cuanto el doctor diera su autorización. Pensó en escribirle
una carta a su madre a Newcastle, pero prefirió esperar a
que regresara de ayudar a Lydia; no quería que Wickham se
enterara de la noticia y que se alegrara de su dolor, al menos
no estando tan reciente.
Darcy recibió respuesta del Sr. Robinson, en la cual le decía
que la situación con Wickham ya estaba bajo control y
prefería comunicarle en persona los pormenores de lo
sucedido, cuando se vieran en su próxima reunión.
En la siguiente visita del Dr. Thatcher, Lizzie le expresó sus
deseos de ir a despedirse de su hijo donde había sido
sepultado. El médico autorizó la salida con la condición de
que no se agitara y no realizara un esfuerzo mayor. Fue
entonces, al día siguiente, cuando Darcy llevó a Lizzie al
lugar donde yacía su pequeño, junto a la tumba de sus
padres.
Lizzie se acercó con pasos lentos, tomando la mano de su
marido que la llevaba con cariño y cargando un ramo de
flores que ella misma cortó de su invernadero. El sol
calentaba agradablemente, acompañado por una suave brisa
y el canto de los pájaros que brincaban en las ramas de los
árboles cercanos. Al llegar, Lizzie pudo leer el nombre de su
bebé, así como su epitafio: “Frederic Darcy (1803): una
maravillosa luz de esperanza que alegró nuestras vidas”.
Tomó asiento sobre la tumba y rozó la inscripción, como
habría querido acariciar su rostro. Lizzie sintió que su
respiración se alteraba, dejó las flores encima y se cubrió los
brazos con las manos a la vez que su esposo se sentaba a
su lado, abrazándola con firmeza por la espalda, para
consolarla en su duelo. Darcy cerró los ojos y apoyó la
cabeza en su hombro, advirtiendo en el pecho y en el
corazón la agitación de su mujer y su propio dolor que
paulatinamente fue disminuyendo, así como el frío que ella
sentía en su cuerpo y en su alma, a pesar del calor que se
percibía en el ambiente.
Oraron y permanecieron allí por un largo rato, hasta que
Lizzie le indicó que ya se podían retirar. Le había dicho un
adiós, que siguió repitiendo en silencio por innumerables
días, siempre recordando a su pequeño Frederic y los
brincos que daba en su interior cuando ella sentía
emocionarse. Esa conexión entre madre e hijo, aunque cada
vez más diluida, por muchos años estuvo presente en la vida
de Lizzie. Una madre nunca olvida a aquel pequeño que
pierde en sus entrañas, aunque para el mundo ya no exista.
Pasaron unos días después de que habían ido al cementerio.
Lizzie siguió observando sus cuidados como el doctor le
había prescrito, esperando que pronto la diera de alta, pero
ese día no llegaba. Faltaba más de una semana todavía para
que el Dr. Thatcher realizara la última visita programada.
Darcy cariñosamente seguía cumpliendo la lista de los
cuidados importantes, pero eso sólo despertaba cada vez
más los deseos de ambos; cada momento estando juntos,
aunque fuera leyendo, se volvía más intenso. Lizzie
comprendió por qué las normas dentro de un noviazgo eran
tan estrictas que no permitían el acercamiento. Ellos,
estando casados y amándose profundamente, teniendo
derecho a demostrar su amor con una entrega total, debían
aguardar todavía un tiempo más por razones médicas, para
lograr su completa recuperación.
Los señores de la casa cenaron en el comedor y luego se
retiraron a su alcoba. Cuando Darcy cerró la puerta, Lizzie se
acercó a él abrazándolo con cariño y besándolo
amorosamente. Darcy correspondió con amor; para él
también había sido muy difícil esta larga espera, deseaba
con toda el alma que llegara el día en que pudiera donarse
por completo a su esposa y continuó besándola
apasionadamente, hasta que se detuvo jadeante, inspiró
profundamente sintiendo un escalofrío que le recorrió todo el
cuerpo y con un infinito afecto le dijo, acariciando su rostro:
–Creo que es mejor no seguir adelante. Todavía no
debemos.
–El Dr. Thatcher ya me autorizó hacer casi todas mis
actividades normales.
–Creo que esto es lo último que autorizará el médico, hasta
tu próxima revisión. No quiero lastimarte.
–Tú siempre me has cuidado y sabes cómo hacer para no
lesionarme.
–Esta vez no, Lizzie. Te amo y lo deseo tanto como tú, pero
cuidarte para mí es muy importante y esperaré el tiempo que
sea necesario. No me lo perdonaría si te hiciera daño.
Gracias a Dios mi amor es tan grande que puede dominar la
enorme pasión que despiertas en mí.
Darcy la estrechó en sus brazos con pródiga ternura,
besándola en la mejilla.
CAPÍTULO XXIV
Jane, a su regreso de Londres, fue a visitar a Lizzie, en
compañía de sus hijos y de Kitty. Lizzie, que estaba en su
sala privada, las recibió con un enorme cariño. Kitty le dio el
pésame por la pérdida de su bebé y ella agradeció
conmovida. Las damas salieron al jardín para que los niños
pudieran jugar mientras platicaban, era una mañana muy
agradable. Lizzie inició la conversación:
–¿Cómo estuvo su viaje a Londres?
–Estuvo muy interesante –recordó Kitty–. Los Sres. Gardiner
nos invitaron una noche a cenar y me presentaron a un
caballero muy apuesto, hijo de un amigo de mi tío, el Sr.
Bond. Muchas gracias Jane, por haberme invitado a tu viaje.
–Sabía que te agradaría visitar Londres –afirmó Jane.
–Newcastle es tan aburrido y Lydia en reposo absoluto; no
podíamos ni salir de la casa, mientras que el niño no dejaba
de correr.
–¿Cómo está Lydia? –indagó Lizzie.
–Después de lo que le hizo su marido, estuvo muy
deprimida.
–¿Qué le hizo Wickham?
–El doctor le ordenó a Lydia reposo por su embarazo y al
señor no le pareció que no pudiera complacerlo y… optó por
conseguir sus favores a la fuerza.
–¿Wickham se atrevió? –investigó turbada.
–Después de eso, Lydia lo denunció. Hubo un gran
escándalo en el tribunal, aun cuando tenía muchos
argumentos y el apoyo del médico que declaró a su favor. A
pesar de esta imputación, la razón principal de la que se
encontró culpable fue por las cuantiosas deudas que
pesaban en su contra desde hace varios años y que no
había podido pagar.
–Seguramente no querían inmiscuirse en la intimidad de la
relación conyugal –comentó Jane.
–¿Cómo es posible que les importen más las deudas
reclamadas que la integridad de una persona, de su esposa,
máxime si está encinta? –cuestionó Lizzie–. Ciertamente el
juez argumentó la marital rape exemption: –"El marido que
fuerza a su mujer a sostener relaciones íntimas no comete
violación"–. ¿Y Lydia?
–Seguirá en reposo por una temporada hasta que haya
pasado el peligro y el Sr. Robinson arregló que le pagaran
una pensión suficiente para su manutención hasta que
Wickham nuevamente pueda hacerse responsable. De
hecho, estará trabajando dentro de prisión para pagar parte
de esta retribución.
–Espero que se quede mucho tiempo encerrado.
–Y tú Lizzie, ¿cómo has estado? –preguntó Jane.
–Bien, gracias. El Dr. Thatcher había quedado de venir hace
unos días pero se le presentó una emergencia y no ha
podido revisarme, aunque ya me siento muy bien. Sólo
esperamos su visita para realizar nuestro viaje.
–¿A dónde irán en esta ocasión? –curioseó Kitty.
–El Sr. Darcy me llevará a visitar a mi padre, luego a
Londres.
–¡Yo quiero ir! –interrumpió–. ¡Me encanta Londres!
–Y también el Sr. Bond –comentó Jane.
–Disculpa Kitty, pero en esta ocasión iremos solos –
respondió Lizzie.
–¿Realizarán un viaje romántico? –indagó Kitty.
–¿Y cómo estuvo su estancia en Londres? ¿La Srita. Bingley
se portó amable? –interrogó para cambiar el tema.
–Amable y muy cariñosa, sólo cuando su hermano estaba
presente –contestó Jane–. Hasta se ofreció para cuidar de
mis hijos mientras estuvimos en la cena de mi tía. Yo le pedí
a la Srita. Susan que no se apartara de ellos, aun cuando los
dejé dormidos, pero Charles quedó muy complacido de que
su hermana se interesara por sus sobrinos. En cuanto
Charles salía de la casa, Caroline se portaba déspota con
ellos y preferí hacer mi vida fuera de casa. Visitamos muy
seguido a mi tía, que nos recibió cariñosamente y también
pudimos ir al parque varias veces.
–¿Bingley ya lo sabe?
–Hablé con él, pero dudo que crea en mis palabras. Sólo se
acerca Caroline a él y lo convence de su noble corazón.
–Y contigo ¿fue amable?
–No. En realidad no me importa cómo me trate esa mujer,
pero mis hijos no tienen la culpa y no tengo por qué transigir
sus groserías hacia ellos. Gracias a Dios la vemos en
contadas ocasiones, y tampoco le interesa nuestra
compañía.
–Preguntó por ti –expresó Kitty.
–¿Quién? ¿la Srita. Bingley? –indagó Lizzie.
–Sí.
–Seguramente debe estar burlándose de todo lo que pasó –
comentó con una gran amargura.
–Lizzie, no te apenes por eso; así habrá logrado su objetivo –
la confortó Jane.
Ella sonrió con desconsuelo y Jane la tomó de la mano para
brindarle su apoyo, mientras observaban el divertido juego
de los niños. Los visitantes permanecieron toda la mañana y
luego se retiraron.
Cuando Darcy regresó de su salida con Bingley, Lizzie se
encontraba en su sala privada y Darcy fue a buscarla. Ella se
puso de pie al verlo entrar y él se acercó para saludarla,
tomándole las manos.
–¿Cómo te fue en las minas?
–Bien, gracias. Ya todo está arreglado. Sólo falta la visita del
doctor para poder irnos de viaje. ¿Vino hoy?
–No, todavía no, pero estuvieron Jane y Kitty, y me
platicaron de Lydia.
–Sí, ya supe los detalles. También vino el Sr. Robinson a las
minas y me puso al tanto de todo.
–¿Crees que Wickham…? ¿Crees que haya sido mi culpa
por haberle negado el dinero?
–No, no. Wickham no conoce el significado del amor. Ignora
que con frecuencia requiere renuncia y siempre demanda
respeto y donación, entre otras muchas cualidades de las
que él carece.
–Yo agradezco que el Sr. Darcy posea estas y otras muchas
virtudes, como su trato lleno de delicadeza, de ternura, el ver
siempre por mi bienestar, su generosidad en los detalles que
me demuestran su amor en cada momento, la fortaleza que
logra transmitirme en tiempos de abstinencia, con las cuales
hace que me enamore cada día más de él.
–Es lo mínimo que se merece la dueña de mi corazón, y
lucho cada día por ser mejor para ti.
Darcy la besó con dulzura.
Al día siguiente, mientras Lizzie consultaba algún ejemplar
en la biblioteca, su marido trabajaba en el despacho. Darcy
revisaba las cuentas de sus libros pero su mente la tenía
ocupada en otros asuntos, por lo que decidió dejar a un lado
sus pendientes, tomó una hoja en blanco y empezó a
escribir:
“Mi amada Lizzie…”
Se detuvo sin saber qué más decirle ante las circunstancias
que habían vivido en los últimos tiempos para ayudarle a
sanar esa herida, a pesar de todas las palabras que ya le
había expresado. Se puso de pie y se asomó a la ventana
donde observó al Sr. Weston que estaba cortando los
rosales. Sabía que su mujer todavía estaba dolida por la
pérdida que habían padecido, ella no había hablado de eso
desde que fueron al cementerio pero por momentos la veía
melancólica y pensativa, él conocía perfectamente sus
sentimientos y que ella sufría, a pesar de su fortaleza, y
quería brindarle todo su apoyo. Darcy estaba al tanto de
todos sus sueños, sus esperanzas que ahora se habían
derrumbado, compartía con Lizzie sus aflicciones; recordó el
amor con el que esperaban a su hijo, revivió la incertidumbre
que deparaba el futuro y pensó en el tiempo que les tomaría
concebir otro, si es que lo lograban. Sabía que necesitaba
infundirle nuevas esperanzas para lograr salir de esta
congoja y caminar hacia adelante.
Pasó largo rato reflexionando y viendo el jardín, los cisnes
que nadaban en el lago, las ardillas que trepaban en los
árboles, las alondras que caminaban sobre el césped en
busca de ramitas para armar sus nidos, hasta que, con una
decisión sorprendente, se sentó, tomó otra hoja de papel y
empezó a escribir.
Terminada su carta, la dobló en tanto alguien tocó a la
puerta. El Sr. Smith anunció al Dr. Thatcher que venía a
revisar a la señora, Darcy guardó el documento en el cajón y
salió al pasillo para recibirlo mientras el mozo buscaba a la
Sra. Darcy para avisarle.
–Disculpe que haya podido venir hasta ahora, Sr. Darcy,
pero también mi ayudante estuvo en otra emergencia y no
hubo manera de coordinarnos para venir aquí. Creo que ya
es hora de conseguirme otro médico, no nos damos abasto –
explicó el Dr. Thatcher–. Además, quería venir
personalmente a revisar a la señora, quiero asegurarme de
que todo esté bien.
Lizzie se acercó y saludó a su médico. Luego se dirigieron a
la alcoba, donde el doctor revisó a la paciente
cuidadosamente. Cuando hubo terminado, éste informó:
–Encuentro muy bien a la señora. La herida que había
tardado en cicatrizar ya está completamente curada, por lo
que ya puede realizar todas sus actividades.
–Muchas gracias, doctor. Lo acompaño a la puerta –apuntó
Darcy.
–No se preocupe Sr. Darcy, conozco el camino desde que
usted era niño y venía a revisar a su madre. ¡Cuánto tiempo
ha pasado!
El Dr. Thatcher se despidió y se marchó. Darcy se avecinó a
su mujer, se sentó a su lado, la miró con profundo cariño y,
acariciando su rostro, logró despertar toda clase de
sensaciones con sólo acercarse, tocar sus labios y besarla
con devoción. Luego, Lizzie preguntó:
–¿Acaso no tenías pendientes de trabajo?
–Esos, pueden esperar. Ahora tengo una encomienda muy
importante con mi esposa que ya no quiero aplazar.
Darcy la besó abrazándola amorosamente.
Al salir el alba los Sres. Darcy se dirigieron a Hertfordshire,
cuando Lizzie divisó la posada George añoró llegar a su casa
como lo había hecho hacía varios años a su regreso de Kent
y que fue recibida por sus hermanas al bajar de la silla de
postas, pero llovía con intensidad. A su llegada se
hospedaron en el hotel y permanecieron en su habitación
hasta el día siguiente. Después del desayuno fueron al
cementerio donde estaba sepultado el Sr. Bennet, cerca de
Meryton. Lizzie, acompañada por Darcy, oró en silencio por
largo rato. Desde que había muerto su padre no había
estado en ese lugar, ni en toda la comarca, por lo que esta
visita le trajo innumerables recuerdos de su infancia. Luego
deambularon por los alrededores, caminaron en la Montaña
de Oagham y recordaron los paseos que realizaron unas
semanas antes de su boda hasta que llegaron a Longbourn,
visitaron la ermita y Lizzie resonó en su memoria los
momentos que había pasado allí. Las cosas no habían
cambiado: los árboles seguían siendo igual de frondosos y el
lago repleto de patos que jugaban con el agua, el breñal
donde había encontrado a Darcy al divisar las primeras luces
se veía como aquella hermosa mañana, el puente por el que
había brincado tantas veces permanecía intacto, aquel árbol
que le gustaba trepar y del que cayó en varias ocasiones
lastimándose la rodilla seguía lleno de nidos de pájaros, el
columpio donde gustaba pasar largas horas estaba en su
lugar…
Mary había salido a la librería de Clarke en Meryton, por lo
que la Sra. Hill les abrió la puerta. Recorrieron toda la
vivienda, estaba equivalente a como la había dejado hacía
cinco años: los muebles, los cuadros, los adornos, el retrato
del Sr. Bennet que Darcy había mandado copiar estaban en
su sitio. Lizzie le mostró a su esposo la recámara en donde
había dormido toda su vida de soltera, encontró la muñeca
de porcelana con la que solía jugar y la cogió para llevársela
pensando en que tal vez, si llegaba a tener una hija podría
regalársela. Miró el jardín a través de la ventana,
rememorando momentos muy gratos de su vida en esa casa,
y otros no tanto. Entraron en la biblioteca en donde el Sr.
Bennet había pasado incontables horas en compañía de su
pequeña descubriendo mundos increíbles a través de los
libros. Lizzie, rozando el escritorio, recordó el día en que
habló con su padre confesándole sus sentimientos hacia el
Sr. Darcy y lo sorprendido y conmovido que había quedado.
Luego se sentó en el sillón de su padre y le escribió unas
líneas a su madre comunicándole la triste noticia de la
pérdida de su nieto, sintiendo nuevamente esa melancolía
que creía haber superado. En el cajón del escritorio todavía
estaba ese libro que Darcy le había regalado al Sr. Bennet
en una de sus escapadas a Pemberley. Lizzie lo tomó con
cariño y se lo llevó, junto con otros libros que le había
regalado su padre antes de casarse y que habían
permanecido en ese lugar. Se sentía una intensa soledad
con la desaparición de su padre al que extrañaba tanto y
ahora, con la ausencia de su madre y de Kitty que seguían
de viaje, la primera con Lydia y la segunda con Jane, era
insólito el silencio que imperaba en esas paredes.
A su retorno Mary los recibió con cariño y les dio su pésame;
les ofreció una taza de té que aceptaron gustosos. Betsy les
sirvió mientras Lizzie le preguntaba a su hermana las
novedades del condado y de su familia. Mary comentó de los
libros que había leído con entera satisfacción que hacía
tiempo Lizzie le había comprado en Londres, y ejecutó una
pieza en el piano que había practicado con empeño después
de que Georgiana le enseñara a mejorar su técnica durante
una de sus visitas a Pemberley.
Lizzie se mostró complacida, observando que Mary había
avanzado en conocimiento y en sabiduría, recordando el
rechazo que ella había manifestado a la conducta de su
madre y de Kitty hacia el Sr. Hayes y sus amigos y el
posterior apoyo que recibió de ella para cuidar de la Sra.
Bennet.
Lizzie le entregó la carta dirigida a su madre, pidiéndole que
se la diera apenas regresara de su viaje. Ya acercándose la
noche, volvieron al hotel y al día siguiente partieron a
Londres.
CAPÍTULO XXV
Cuando los Sres. Darcy llegaron a la casa, el Sr. Churchill los
recibió, ofreciendo sus condolencias y la Sra. Churchill les
sirvió el té en el salón principal. Darcy le sugirió a Lizzie ir a
descansar un rato a la habitación mientras era la hora de
cenar y ella accedió. Cuando entraron a la alcoba, Lizzie
quedó sorprendida al ver un hermoso arreglo de rosas rojas
que había encima de la mesa, el cual contenía una carta.
Emocionada le agradeció a su esposo, pero él en silencio y
con una sonrisa, la impeló a leer el escrito. Se acercó y olió
el aroma a sándano característico de su marido mientras
cogía el papel y lo abrió. Era letra de Darcy, pero al iniciar la
lectura su corazón latió con imperiosa intensidad y no pudo
evitar que las lágrimas se desbordaran de sus ojos.
“Mamá: Te agradezco todo el amor que día a día he recibido
de ti desde antes de que mi existencia comenzara, aunque
ya no pueda estar a tu lado. Sé con cuánto cariño soñaste,
junto con mi padre, sentir mis movimientos mientras crecía
en tu interior, escuchar mis risas y hacerme sonreír sólo con
percibir que estás cerca de mí, abrazarme cubriendo mi
pequeño cuerpo llenándome de tu calor y acariciar mi rostro
con tus suaves y delicadas manos, verme crecer y jugar,
aprender y correr a tu alrededor. ¡Cómo desearía haber
sentido un beso tuyo! Desde antes de que supieras que
existía, yo también lo anhelaba. Era tan hermoso escuchar tu
voz y sentir la emoción que me transmitías cuando en tu
rostro se dibujaba una sonrisa y cuando mi padre te
demostraba su cariño me sentía inmensamente amado por
ustedes. Fui muy feliz el tiempo que estuve contigo y ahora
soy feliz porque desde donde estoy puedo contemplar tu
belleza. Desearía que perpetuamente me recordaras con
esa alegría que siempre has desbordado a los demás y que
tu tristeza se la llevara el viento; que tu esperanza por la vida
nueva sea tan auténtica como fue mi existencia y que mis
continuos rezos pidiendo a Dios por ti los escuches en tus
sueños y sean como un canto de amor. “Mamá” es la palabra
más hermosa y deseo que pronto la escuches de otros
labios, de los labios de mis hermanos que vendrán después
y que ambicionan poder abrazarte a lo largo de toda tu vida.
Te ama, tu siempre pequeño Frederic”.
Lizzie, conmovida, al terminar de leer estrechó ese pedazo
de papel contra su corazón, al tiempo que Darcy se acercaba
y, secándole el rostro con dulzura, le dijo:
–Tu hijo Frederic quiere verte feliz, y yo también.
Lizzie, sin poder articular palabra, lo abrazó y él correspondió
con devoción.
Al día siguiente, pasaron todo el día fuera de casa. Darcy
llevó a Lizzie a pasear un rato por las calles de Londres, y se
introdujeron a ver una exposición de pinturas y esculturas
que daban, cenaron en el Piazza y se fueron al teatro.
Georgiana y Donohue ya los esperaban a las puertas del
recinto cuando ellos arribaron en su carruaje. Georgiana
saludó afectuosamente a sus hermanos, igualmente
Donohue, y los cuatro entraron a tomar sus asientos.
Cuando hubo terminado la función, complacidos, salieron
del auditorio y, al buscar sus carruajes, los Sres. Darcy
fueron interceptados por Philip Windsor, quien también había
estado en la función. Darcy permaneció sorprendido pero
saludó con cortesía.
–Sr. y Sra. Darcy, supimos en la boda de Robert Donohue su
terrible pérdida; sólo quiero expresar mis más sinceras
condolencias. Lamento que el pago de ciertas acciones haya
trascendido a otras personas –dijo Windsor viendo con
enorme resentimiento a Darcy.
Darcy, disculpándose con Lizzie y los Sres. Donohue, tomó
del brazo a Windsor, caminaron unos pasos para alejarse de
la gente y le preguntó en perfecto francés, exasperado:
–Sr. Windsor, ¿me puede explicar qué pretende conseguir
diciendo tal calumnia? ¿Acaso quiere aparecer como el
caballero atento y considerado para cautivar la atención y la
simpatía de mi esposa?
–Yo no pretendo nada, Sr. Darcy –contestó iracundo–. Fui
testigo accidentalmente de algo que me ha desconcertado de
sobremanera y no quiero que eso le traiga un mayor
sufrimiento a la Sra. Elizabeth, a quien usted dice amar
profundamente.
–Usted fue testigo accidentalmente de un incidente que para
mi vida no tuvo trascendencia; y sí, yo amo profundamente a
mi esposa.
–La traición, aunque haya sido una sóla vez y “sin
importancia”, siempre trasciende a las personas más
cercanas, aunque se oculte la verdad.
Darcy negó con la cabeza, mientras escuchaba a Windsor.
–Usted, teniendo a una mujer excepcional que lo ama,
esperando un hijo suyo e inmensamente dichosa, ahora le ha
ocasionado un daño irreversible.
–Sr. Windsor, yo nunca he traicionado a nadie y menos a mi
esposa. Lo que usted está sugiriendo carece por completo
de sustento. Lamento que usted haya visto lo que vio, pero
lamento más que no haya presenciado lo que realmente
sucedió dentro de esa habitación.
–La Srita. Campbell me dijo que habían sido los momentos
más felices de su vida.
–¿Esa mujer se atrevió a decir eso después de la forma tan
impertinente con la cual la rechacé?
–¿Usted la rechazó? –inquirió suspenso.
–¡Por supuesto que sí!
–Pero si al salir de su habitación lo único que esa mujer traía
encima era su abrigo y sus zapatos, según aludió en su
conversación.
–Efectivamente. ¿Acaso le informó también cómo sobornó al
encargado del hotel para que le permitiera la entrada a mi
habitación y para que guardara toda mi correspondencia que
iba dirigida a la Sra. Darcy y la que me enviaron a Bristol?
Windsor negó con la cabeza.
–A mí tampoco me lo dijo pero no es difícil adivinarlo,
conociendo los métodos para alcanzar sus oscuros objetivos.
–¿La Sra. Elizabeth tiene conocimiento de estos detalles?
–Por supuesto.
–Creo que para usted sería muy fácil negar lo que realmente
sucedió, de esa forma puede continuar su intachable vida
con su esposa.
–Pero ¿qué no se da cuenta que ella es la que miente? Al
verse descaradamente repudiada, se encuentra en su
camino a un amigo de la familia que puede objetar mi versión
y encender la chispa de pólvora necesaria para generar
cotilleos que lleguen a los oídos de mi señora, completando
su venganza. ¿Acaso no fue a decírselo a la Sra. Bingley en
una de sus visitas que cínicamente hizo a Pemberley
mientras yo estaba fuera?
–Sr. Darcy, yo fui a Pemberley a ofrecer mi ayuda, ya que
supe que la Sra. Elizabeth se encontraba indispuesta, según
palabras de la Sra. Bingley, muy angustiada por la
incomunicación de su marido.
–¿Cómo supo que estaba indispuesta?
–La Sra. Elizabeth visitó la posada del Hotel Rose & Crown
en compañía de su hermana donde sufrió un fuerte mareo
tras haber tenido una entrevista con la Srita. Bingley. Fue
entonces que la ayudé a llegar a su carruaje y supe que
usted estaba en Bristol. Fui a Pemberley a preguntar por su
estado y hablé con la Sra. Bingley, a quien ofrecí ir a
buscarlo a Bristol ya que tenía que viajar para recibir a mi
hermano. A mi regreso hablé con la Sra. Bingley muy
desconcertado por mi descubrimiento, pero yo no le revelé
mis sospechas. Lo que menos quiero es que la Sra.
Elizabeth sufra, pero creo que fue imposible evitarlo del todo.
Perdóneme que me aferre a mi postura, yo sé que no tengo
ningún derecho a pedirle esto, pero ¿qué pruebas tiene de
sus palabras?
–¿Pruebas? El Sr. Fitzwilliam es testigo de mi frío
comportamiento hacia esa mujer a pesar de sus múltiples
insinuaciones, tengo todas las cartas que envié a Pemberley
y que recibimos a mi llegada, mismas que el Sr. Fitzwilliam
había entregado al encargado del hotel para enviarlas por
correo todas las mañanas. Y lo más importante, tengo mi
conciencia tranquila y la confianza de la Sra. Darcy que ha
creído en mis palabras, respaldadas por mis actos desde que
le hablé de mi amor la primera vez, y la Sra. Darcy, como
usted sabe, se caracteriza por su perspicacia. Le repito,
como se lo he dicho a la Sra. Darcy en innumerables
ocasiones y se lo aclaré también a la Srita. Campbell: yo
amo a mi esposa y nunca la traicionaría. Y esa noche pude
comprobar la veracidad de estas palabras.
Después de una pausa, mientras Darcy respiraba y Windsor
se libraba de la impresión, Darcy continuó:
–Habiendo despejado sus dudas, ¿me puede decir qué
pretende con todo esto y con sus visitas a Pemberley
preguntando por la salud de mi esposa?
–Mi único anhelo es saber que la Sra. Elizabeth es feliz y
correspondida como ella se merece y que pueda contar con
su consuelo y su apoyo cuando lo necesite, como aquella
tarde en el Hyde Park.
–La Sra. Darcy se merece eso y mucho más, y yo todos los
días me esmero para lograrlo. Pero, ¿por qué insiste en
incomodarla con su presencia y con su continua vigilancia
que es evidente hasta para un ciego?
–Disculpe, esa no ha sido mi intención pero usted
comprenderá que la Sra. Elizabeth es una persona que
fácilmente despierta la admiración…
–Usted y yo sabemos que no es sólo admiración lo que usted
siente por ella, pero para su desgracia la Sra. Elizabeth
Darcy está felizmente casada conmigo.
–Independientemente de lo que yo pueda o no sentir por ella,
mis intervenciones han sido únicamente cuando he visto
peligrar su salud. Espero que siga felizmente casada y que
usted sea digno del amor que ella le profesa. Me alegra que
todo haya sido una confusión, le extiendo una disculpa. Con
su permiso.
Darcy vio alejarse al Sr. Windsor y reflexionó sobre la
integridad de aquel hombre que podría haber sido un gran
amigo suyo si no se hubieran enamorado de la misma mujer.
Luego regresó con sus acompañantes, quienes aguardaban
su retorno para dirigirse a sus respectivas casas. Darcy, al
reunirse con su mujer, le tomó de la mano y la besó dándole
tranquilidad, por lo que Lizzie, sabiendo que todo estaba
bien, no hizo preguntas sobre la entrevista que los señores
habían tenido en privado.
Al día siguiente, los Sres. Darcy permanecieron en casa
viendo cómo caía la lluvia en las plantas de su hermoso
jardín y leyendo sus libros. Lizzie, deteniendo su lectura,
observó a su marido, éste le devolvió la mirada y ella le dijo:
–Nunca me has hablado en francés.
–¿Acaso se escuchó anoche? –preguntó Darcy preocupado
de que Georgiana o Donohue les hubieran seguido la
conversación, si bien sabía que Lizzie no hablaba ese
idioma.
–No, sólo tus primeras palabras. Además, Georgiana no
paraba de comentar que le había encantado la función…
Siempre he querido aprender francés.
–Mi amada esposa puede realizar todo lo que ella se
proponga –declaró tomando su mano–. Tal vez pudiéramos
pedirle sus servicios nuevamente a la Sra. Annesley para
que te enseñe.
–Por lo pronto, el Sr. Darcy me puede ayudar a educar el
oído leyéndome unas páginas de su libro en francés.
–Será un placer, aunque no sé si el tema sea de tu interés.
Habla de la política impuesta por Napoleón y todas sus
consecuencias.
Lizzie cerró su libro y lo depositó sobre la mesa,
disponiéndose a atender la lectura con copiosa atención,
admirada de escuchar el dominio que tenía su marido de
ese idioma.
En la víspera fueron a cenar a Curzon con los Sres.
Donohue. A la cena también asistieron los Sres. Gardiner
que saludaron con cariño a Lizzie, dándole sus condolencias.
Lizzie les agradeció su atención y su apoyo y todos tomaron
asiento.
–¿Qué tal estuvo su viaje a Gales? –investigó Lizzie.
–Bien, gracias. Patrick me llevó a unos lugares preciosos y
pasamos unos días excepcionales. Nos hacía falta este
tiempo para nosotros, Patrick ha tenido mucho trabajo en los
últimos meses.
–Te has casado con un médico muy solicitado, querida
Georgiana.
–Sí, lo sé y siempre lo supe, así es que no puedo quejarme;
pero el tiempo que me dedica lo disfruto mucho.
–Y ¿ya te llevó a conocer aquel castillo de encanto?
–Fuimos y estaba cerrado por mantenimiento, pero con sólo
ver la fachada agradecí que no hayamos podido entrar;
aunque sí nos platicaron la historia completa y recorrimos los
jardines. Al estar cerca de esas paredes sientes…
–Me imagino que ha de ser escalofriante.
–Y luego asistimos a la boda de Robert Donohue, estuvo
muy agradable. Lucy te manda un beso y un abrazo y me
dijo que sentía mucho lo de tu bebé.
–Gracias, ella siempre tan cariñosa.
–Toda mi familia les envía sus condolencias –completó
Donohue.
–Y yo no he dejado de rezar por ustedes –agregó Georgiana.
–Nosotros también los tenemos muy presentes en nuestras
oraciones –indicó la Sra. Gardiner.
Lizzie y Darcy agradecieron.
–Y ¿cómo te encontró el Dr. Thatcher la última vez? –
preguntó Georgiana.
–Me dijo que muy bien.
–Esperemos que pronto nos den una buena noticia.
–Nosotros también esperamos pronto buenas noticias de
ustedes –comentó Darcy con mucha esperanza.
–Me someteré al tratamiento que me mandó el Dr. Robinson.
–Verás que pronto dará resultado –afirmó Lizzie
comprendiendo lo que estaba viviendo mientras Donohue le
tomaba de la mano.
–Y ¿cómo está tu madre, Lizzie? –indagó la Sra. Gardiner–.
Le mandé correspondencia pero no me ha contestado.
–Supongo que bien. Por el momento se encuentra con Lydia
en Newcastle, le está ayudando ya que el médico le pidió
guardar reposo por su embarazo.
–¿Lydia está embarazada? –inquirió Georgiana.
Lizzie asintió.
–Le mandaré una carta para felicitarla –comentó la Sra.
Gardiner.
–Creo que son las únicas personas que faltan de saber lo
que pasó. No he querido avisarle a mi madre estando allá
para que no se angustie. Hasta Lady Catherine nos mandó
una carta –ilustró Lizzie.
–¿Mi tía les escribió?, ¿cómo está? –preguntó Georgiana.
–Parece que bien; en realidad fue muy breve –contestó
Darcy.
–Sr. Darcy, he sabido por unas amistades que su negocio de
porcelana aquí en Londres va progresando
satisfactoriamente –anunció el Sr. Gardiner.
–La gente ha aceptado con mucho agrado el producto, a
pesar de que se reanudó la guerra con Francia el mes
pasado –explicó Darcy.
–¡Qué razón tenía usted, Sr. Darcy, al decir que la paz era
pasajera! –glosó el Sr. Gardiner.
–Perdón, pero he estado desconectada de todo, ¿estamos
en guerra otra vez? –investigó Lizzie.
–Si, el 18 de mayo una fragata inglesa derrotó y capturó un
buque francés cerca de la Bretaña –dilucidó Darcy.
–A pesar de todo, mis hermanos están muy interesados en
comercializar la porcelana en Cardiff y otras ciudades de
Gales –señaló Donohue–. Quieren contactarlo pronto.
–Este negocio está avanzando más rápido de lo esperado.
–¡Qué gusto oírlo, hermano! –exclamó Georgiana.
–La Sra. Darcy tiene buen ojo para los negocios.
–El Sr. Darcy posee la habilidad para hacer realidad
cualquier proyecto –comentó Lizzie sonriendo.
La cena fue muy placentera. Cuando concluyó, Lizzie y
Georgiana tocaron el piano cada una un rato, los presentes
quedaron agradecidos y los Sres. Gardiner sorprendidos de
ver los avances que había tenido Lizzie desde que se casó.
Darcy se sentía envanecido y Lizzie reflejaba una
tranquilidad que sólo el amor de sus seres queridos le podía
proporcionar.
Los Sres. Darcy tenían programado permanecer en Londres
una semana más, para luego irse a Lyme.
CAPÍTULO XXVI
Un día antes de partir para Lyme, los Sres. Darcy habían
estado fuera todo el día en la ciudad y regresaron para
cenar. Darcy ayudó a bajar a Lizzie del carruaje y se
introdujeron a la casa. Cuando él cerró el portón, se acercó a
su mujer y, acariciando su rostro, le susurró al oído:
–Ya anhelaba disfrutar un poco de soledad a tu lado.
Lizzie sonrió sintiéndose dulcemente cortejada por su amado
esposo, quien la besó con un gran cariño.
–¡Sra. Darcy! –gritó la Sra. Bennet que se aproximaba con
Kitty.
Lizzie se soltó y se volteó rápidamente sintiendo su corazón
palpitar con fuerza y Darcy alzó su mirada atiborrada de
cólera al escuchar esa voz que no debía sonar allí.
–¿Siguen en su viaje de pasión? –inquirió Kitty burlándose.
–¡Me tenían muy preocupada! ¡Ya es muy tarde para andar
solos en las calles de Londres y después de tu accidente,
Lizzie!
La Sra. Bennet abrazó con mucho afecto a su hija, mientras
Lizzie no comprendía qué pasaba y Darcy las veía iracundo.
–Cuando Mary me dio tu carta y supe de tu accidente, Lizzie,
sentí una profunda tristeza y yo que estaba tan lejos de ti,
¡claro!, atendiendo a mi pobre Lydia. ¡Cuánta desgracia en la
familia en tan poco tiempo! Afortunadamente Lydia está
mejor; por eso me pude regresar para no dejar tanto tiempo
sola a Mary y fue cuando me entregó tu mensaje y corrí a
buscarte a Pemberley pero me dijo la Sra. Reynolds que
estaban aquí. Lizzie, tienes que recuperarte antes de realizar
un viaje.
–Mamá, ¡me alegro de que estés aquí! –exclamó ciñéndola
nuevamente, sintiéndose necesitada de su afecto.
–Por supuesto que tenía que venir. Perder a un hijo no es
cualquier cosa Lizzie. Yo perdí a mi último bebé; tal vez el
varón que siempre deseó tener tu padre y, después de eso
ya no pude encargar más hijos. Tenía que atender a mi
familia y no me cuidé como el doctor me lo sugirió.
Lizzie invitó a pasar a la Sra. Bennet y a Kitty al salón
principal y tomaron asiento, mientras Darcy escuchaba toda
la explicación de su suegra, viendo por la ventana, de pie,
armándose de toda su paciencia.
–La Sra. Reynolds fue muy amable conmigo y me sugirió
pasar la noche en tu casa, pero preferí irme a Starkholmes
donde Jane nos recibió y Kitty y yo partimos hoy muy
temprano para venir a tu lado y acompañarte en estos
momentos difíciles.
–¡No podía perderme la oportunidad de viajar a Londres! –
indicó Kitty.
–¡Claro! Jane no paraba de decirme que tal vez no era
prudente venir hasta acá, pero yo sólo pensaba en mi pobre
niña que necesita de mi apoyo. La ayuda que brinda una
madre en estos momentos no se puede reemplazar. Casi no
pude dormir ayer sólo pensando en que tenía que estar a tu
lado, aunque viajara por la mitad de Inglaterra para
alcanzarte. ¡Estoy agotada!
–¡Mamá! ¡Tienes que moderar tu locuacidad para poder
respirar! –exclamó Kitty.
–Tienes razón Kitty. Pero dime Lizzie, ¿qué fue lo que pasó?
Lizzie bajó la mirada y Darcy interrumpió con seriedad,
volviéndose a ver a su mujer:
–La Sra. Darcy seguramente no quiere hablar de eso.
–Sí Sr. Darcy, tiene usted razón. ¡Qué imprudencia de mi
parte hacer que recuerdes momentos tan dolorosos!
–Mamá, ¿ya cenaron? –inquirió Lizzie.
–Sí, como vimos que tardaban en regresar, los Sres.
Churchill fueron muy amables y nos atendieron muy bien.
Justo veníamos del comedor.
–Está deliciosa la cena, aunque indudablemente no como tu
momento romántico; se veían tan tiernos –suspiró Kitty–.
¿Qué se siente que te besen de esa manera?
–¿Acaso los interrumpimos?
–¿Gustan acompañarnos a cenar? –sugirió Lizzie irritada por
los comentarios de su hermana.
Todos pasaron al comedor y tomaron sus asientos.
–¿Y cómo se encuentra Lydia? –preguntó Lizzie.
–¡Ay, mi pobre hija! ¿Qué ha hecho mi malhadada Lydia para
vivir semejante desgracia? Gracias a Dios ese hombre ya
está recibiendo su castigo, mira que poner en riesgo la vida
de su hijo sólo por…
–Mamá, ya conocemos la historia. ¿Cómo está Lydia?
–¿Lydia?, mejor. El médico ya le levantó el reposo y una
amiga suya se ofreció a cuidarla de aquí en adelante.
–¡Qué mal momento! –masculló Darcy, sin ser escuchado
por las presentes.
–Ella le ayudará también con el niño. ¡Claro!, la Sra. Flint no
tiene hijos y se ha encariñado con Nigel, me parece que su
esposo está combatiendo con el ejército carmesí. ¡Ay, Dios!,
¿cuándo acabará esta guerra? Pero me tranquiliza ver que tú
estás bien, Lizzie.
–Sí mamá, gracias. El Dr. Thatcher ya me dio de alta.
–Y no quisieron perder el tiempo –aludió Kitty con descaro.
–Entonces podremos aprovechar estos días de visita para
distraerte un poco –sugirió la Sra. Bennet.
–¡Me encantaría visitar a mi tía mañana!
–¿A la Sra. Gardiner?
–Así podremos preguntar por el Sr. Bond. Tal vez lo
podamos invitar a cenar, Lizzie, para que mi madre lo
conozca.
–Entonces, no se diga más. Mañana iremos las tres a visitar
a la Sra. Gardiner.
–Pero el Sr. Darcy… –objetó Lizzie.
–Estoy persuadida de que el Sr. Darcy está saturado de
trabajo y apenas empieza la semana. Me han dicho que su
nuevo negocio marcha muy bien, Sr. Darcy.
Él no contestó.
–¿Acaso hice algo mal? –preguntó la Sra. Bennet.
–¿Además de interrumpir? –señaló Kitty riéndose.
–Con su permiso –indicó Darcy malquisto, marchándose del
comedor.
–El Sr. Darcy se encuentra indispuesto, voy a atenderlo –
indicó Lizzie poniéndose de pie y retirándose para alcanzar a
su marido que se introducía en su despacho.
–Sí hija, no te preocupes por nosotras.
Lizzie tocó a la puerta y entró. Darcy se encontraba parado
frente al hogar, tratando de avivar el fuego y despejar su
mente. Éste se volvió al escuchar que su mujer entraba.
–Darcy, perdona a mi madre… Sé que llegó en un momento
muy inoportuno y sabes que tengo mucha ilusión de ir a
Lyme, pero…
–Lizzie, perdóname, tú no has tenido la culpa; sólo que no
estaba preparado para recibirla.
–Sé que ha sido muy imprudente su visita, la estábamos
pasando tan bien. Hablaré con ella y le diré que ya teníamos
planes.
–Lizzie, mejor atiende a la Sra. Bennet estos días, sé que
para ti es muy importante cultivar una buena relación con tu
madre y no quiero que tengas más problemas con ella ni que
te angusties por eso. Nuestra visita a Lyme la podemos
posponer unos días. Solamente no me pidas que las
acompañe. Esperaba todo menos esta visita.
–Y ¿qué vas a hacer mientras nosotros salimos? –preguntó
acercándose a su esposo.
–En Londres siempre hay trabajo que hacer.
–¿Y seguirás enojado? Darcy, departiré con ella. No quiero
que estés molesto por ningún motivo.
–No Lizzie, contigo no estoy enfadado –aclaró
aproximándose y tomando sus manos–. Sólo que no puedo
evitar sentirme crispado por todo esto. Fue tan inesperado.
–Yo también estoy desconcertada, pero estando a tu lado se
me olvidan hasta los comentarios de Kitty…
Lizzie suspiró, se paró de puntillas y colocó las manos sobre
el pecho de su marido para acercarse a su oído y decirle:
–Yo también anhelaba disfrutar un poco de soledad a tu
lado… Después de esta irrupción, tal vez podamos continuar
donde estábamos.
–¿Ya no habrá más intrusiones?
–La falleba está cerrada –murmuró, viéndolo a los ojos.
Darcy sonrió, la ciñó y la besó con profundidad mientras el
carbón de la chimenea que él había puesto minutos antes
encendía copiosamente.
Lizzie, al ver que su marido no regresaba de cabalgar a la
misma hora, bajó al salón principal donde ya estaban Kitty y
la Sra. Bennet conversando sobre el Sr. Bond. Al cabo de un
rato se presentó Darcy y pasaron al comedor para
desayunar. Las Bennet continuaron con su conversación
mientras que los Sres. Darcy permanecieron en silencio.
Lizzie observaba preocupada a Darcy, pensando en que tal
vez seguía molesto por los cambios de planes tan
repentinos. Cuando concluyó el almuerzo, Darcy se disculpó
y Lizzie fue a alcanzarlo a su despacho.
–¿Acaso sigues molesto por nuestras visitas? Pensé que
irías a buscarme a nuestra alcoba, como todas las mañanas
–indagó turbada.
–No, Lizzie –aclaró acercándose y tomando sus manos–.
¡Claro!, todavía no me acostumbro a la idea de que estén
aquí.
–Entonces ¿tuviste algún contratiempo?
–No, en realidad me encontré al Sr. Willis y estuvimos
platicando largo rato. Está interesado en invertir en el
negocio de porcelana.
–¡Es una buena noticia!
–No sé. Tal vez no me interese tener socios inversionistas en
este negocio, nunca los he tenido. Tendré que meditarlo.
–¿El Sr. Bush no es tu socio?
–Sí, aunque en realidad lo es sólo de nombre. Prácticamente
le compré la fábrica y le ofrecí un excelente empleo. Ya es
una persona mayor y no estaba interesado en hacer las
funciones propias de un socio o un director, pero sí le
garanticé su reparto de utilidades, aunque no tenga peso en
las decisiones que se toman. El Sr. Willis, por el contrario,
quiere invertir y formar parte del consejo.
–Si el Sr. Willis está interesado es una señal de que el
negocio va prosperando muy bien, de lo contrario no se
hubiera interesado en él.
–Quedamos en reunirnos después de nuestro viaje a Lyme.
–¿Cuándo quieres que salgamos? Le puedo decir a mi
madre que iremos de viaje.
–¿Te parece bien el fin de semana?
Lizzie sonrió satisfecha y, dándole un beso, se despidió.
La Sra. Bennet y Kitty ya la esperaban en el carruaje, para ir
a visitar a la Sra. Gardiner. A su llegada fueron anunciadas
por el mayordomo y la Sra. Gardiner las recibió con mucha
sorpresa, sobre todo a la Sra. Darcy.
–Pensé que ya estarías camino a Lyme, Lizzie.
–Postergamos nuestro viaje unos días, querida tía.
–¿Hoy se iban a Lyme? –preguntó la Sra. Bennet.
–¡Cómo me encantaría conocer esas playas algún día! –
suspiró Kitty–. ¿Han visto nuevamente al Sr. Bond, tía?
–Ya salió a relucir el motivo de nuestra visita –observó Lizzie.
–No, Kitty. Desde la cena no lo hemos vuelto a ver.
La Sra. Gardiner las invitó a pasar y les ofreció té.
–Supe que estabas con Lydia en Newcastle –comentó la Sra.
Gardiner.
–Sí, regresé hace unos días a Longbourn y Mary me dio la
triste noticia de Lizzie, así que vine a buscarla –aclaró la Sra.
Bennet–. Una madre debe apoyar a su hija en los momentos
difíciles.
–Y quisimos aprovechar para venir a saludarla, tía Meg –
explicó Kitty.
–Y también a preguntar por el Sr. Bond –completó Lizzie.
–¿Verdad tía, que es muy apuesto?
–Sí, es un caballero bien parecido –respondió la Sra.
Gardiner.
–Y supongo que soltero –examinó la Sra. Bennet.
–Por supuesto que sí, mamá –aseveró Kitty.
–Y ¿a qué se dedica este caballero?, ¿acaso es investigador
privado? –indagó Lizzie en tono de burla.
–¿Investigador privado? Sería muy interesante.
–El Sr. Bond es banquero –dilucidó la Sra. Gardiner.
–Me gusta esa profesión, debe recibir una considerable
renta. Un banquero apuesto, ¡la combinación perfecta!
–No todo en la vida es apariencia o dinero, Kitty –comentó
Lizzie.
–Mira quién lo dice.
–Entonces seguramente tiene una buena posición –interpretó
la Sra. Bennet–. ¿Vive en Londres?
–Sí, radica en la ciudad desde hace varios años –expuso la
Sra. Gardiner.
–Posiblemente el Sr. Darcy lo conozca, aunque ayer que lo
mencionamos no hizo comentarios al respecto.
–El Sr. Darcy ayer estaba furibundo y ahora entiendo
perfectamente la razón –reveló Kitty riendo.
–¿Cuándo saldrán a Lyme, Lizzie? –preguntó la Sra.
Gardiner.
–El fin de semana, tía.
–Tenemos muy pocos días para conocer al Sr. Bond, Kitty,
quisiera conocerlo. ¿Habrá manera de contactarlo
nuevamente? –indagó la Sra. Bennet dirigiéndose a Lizzie.
–Mis labores como casamentera ya han terminado, mamá –
ratificó, recordando el apoyo que le brindó a Georgiana.
–Pero las mías no. Cuando tengas hijas solteras a mi edad,
aunque seas la Sra. Darcy, estarás igual de preocupada que
yo y entenderás mejor mi situación. ¡Qué afortunada me
sentía hace seis años que casé a tres de mis hijas y este año
tan lleno de desgracias!
–Una de ellas muy mal casada, por cierto –anotó Kitty.
–¡Vamos, Lizzie! Si el Sr. Darcy conoce al Sr. Bond será más
fácil que lo invite a cenar mientras están ustedes en Londres.
–Tendré que consultarlo con él.
La visita se extendió un rato más, comentando las noticias
que Mary les había escrito de la familia, las amistades que
tenían en Hertfordshire y de la problemática que había
sufrido Lydia hacía unas semanas.
Cuando se retiraron de la casa de la Sra. Gardiner, la Sra.
Bennet expresó sus deseos de ir a pasear un rato al Hyde
Park. Lizzie accedió y le indicó al Sr. Peterson su nuevo
destino. Cuando arribaron al parque, el Sr. Peterson escoltó
a las damas y Lizzie se alegró de ver quién se acercaba a
saludarla, más sorprendida que ella.
–¡Lizzie! ¡Pensé que ya estaban cerca de Lyme! –exclamó
Georgiana.
–Tuvimos que aplazar nuestro viaje unos días. Mi madre
llegó de visita ayer –explicó Lizzie sin ser escuchada por las
Bennet que venían más atrás.
Los acompañantes de Georgiana, el Sr. Robert Donohue y
su esposa, se acercaron a saludar.
–Sra. Darcy, Sra. Bennet, Srita. Bennet –saludó Robert
Donohue con cortesía.
Se hicieron las debidas presentaciones con la Sra. Clare
Donohue. Kitty observaba con detenimiento a Clare, de
estatura media y delgada, cabello castaño, ojos oscuros y
bonitas facciones; era una persona bastante seria a su
parecer y en gracia muy insignificante, tomando en cuenta
que hacía un año había sentido una fuerte atracción por el
caballero en cuestión, en la boda de Georgiana. En realidad,
la seriedad de esa muchacha se debía a su corta edad,
apenas contaba con dieciocho años y su gracia se había
visto disminuida por haberse sentido indispuesta esa
mañana. Justo habían salido del consultorio del Dr. Robinson
y habían querido dar un paseo para tomar un poco de sol.
Lizzie felicitó al Sr. Robert Donohue y a su esposa por su
matrimonio y ellos le dieron sus condolencias por su
deplorable pérdida.
–¿Cuándo partirán a Lyme? –preguntó Georgiana.
–El sábado a primera hora –enfatizó Lizzie para recordárselo
a su madre.
–Entonces tal vez el Sr. Donohue se pueda entrevistar con
Darcy en estos días.
–Estoy interesado en hablar de negocios con el Sr. Darcy –
aclaró el caballero.
–Seguramente al Sr. Darcy le agradará recibirlo, yo le
comentaré. Tal vez puedan cenar con nosotros uno de estos
días –propuso Lizzie.
–¡Oh!, estaremos embelesados, muchas gracias.
Georgiana se despidió de su hermana con un cariñoso
abrazo. En adelante, Kitty comentó de la insignificancia que
observó en la Sra. Clare Donohue y que, a su parecer, él
merecía algo mejor. La Sra. Bennet apoyó con osadía esa
opinión, sugiriendo por supuesto que sus hijas eran mejores
partidos que esa pobre muchacha. Lizzie las escuchaba sin
entrometerse en la discusión, en la que no encontraba
ningún interés, hasta que la Sra. Bennet, le tomó de las
manos y le dijo con los ojos llenos de lágrimas:
–Lizzie, me dijo Jane que estuvimos a punto de perderte.
Lizzie asintió, advirtiendo un nudo en la garganta que no la
dejaba respirar, por lo que aspiró profundamente tratando de
aliviar el dolor que resurgía de lo acontecido.
–¿Por qué no me avisaste antes, habría ido en cualquier
momento a tu lado para cuidarte?
–Supongo que entonces ya estaba fuera de peligro, no
quería preocuparte –dijo sintiéndose culpable por no haber
querido avisarle antes.
–Lizzie, yo sé que he tenido muchos errores como madre,
pero si hubieras muerto no me lo habría perdonado.
–Estabas ayudando a Lydia –la disculpó.
–Pero habría podido prescindir de mi ayuda si hubiéramos
sabido de tu condición. Tú eres tan importante para mí como
Lydia. Lizzie, perdóname por no haberte sabido valorar y por
nunca haberte dicho que te quiero.
Lizzie se llevó la mano a su boca para contener la sorpresa
que le causaron esas palabras, sintiendo las lágrimas
derramarse copiosamente.
–Y Dios sabe el dolor que sentí sólo de pensar en la
posibilidad de perderte. Habría querido estar a tu lado para
pedirte perdón y consolarte en tu pena. Jane me dijo que
estuviste muy deprimida.
–¡Perdí a mi bebé! –dijo sollozando mientras su madre la
abrazaba y Kitty la tomaba de la mano con afecto, llorando.
Cuando regresaron a la casa, Darcy estaba en su estudio y
Lizzie fue a saludarlo. Tocó a la puerta y entró. Él se puso
de pie preocupado al ver que había llorado y ella lo abrazó.
Darcy la ciñó con devoción, besándola en la frente, y luego
preguntó, enjugando sus lágrimas:
–¿Todo bien?
–Mi mamá me dijo que me quiere y que se preocupó mucho
al saber que estuve a punto de morir.
Él la estrechó firmemente, comprendiendo lo importante que
esas palabras eran para su mujer, palabras que tenía
derecho de escuchar desde niña pero que nunca habían sido
pronunciadas por su madre. Le agradeció a Dios que le
hubiera dado tantas oportunidades de decirle y demostrarle
el amor que sentía por ella y que había aprovechado con
generosidad.
Cuando Lizzie aflojó los brazos, él la besó en la mejilla y la
invitó a sentarse, pasando el brazo por sus hombros.
–¿Cómo está tu tía?
–Sorprendida de que no nos fuimos. También vimos a
Georgiana –respondió con sosiego.
–¿A Georgiana?
–Sí, en el Hyde Park. El Sr. Robert Donohue está de visita
con su esposa y quiere conversar de negocios con el Sr.
Darcy –comentó orgullosa.
Darcy sonrió.
–Les mandaré una invitación para que vengan a cenar.
–¿Tú conoces al Sr. Bond?
–¿Al Sr. Bond? ¿El banquero?
–Sí. Kitty casi no ha parado de hablar de él desde que
salimos.
Darcy se rió, agradeciendo ver a su mujer más tranquila.
–Sí, sí lo conozco, pero ya sabemos cómo va a acabar todo
esto.
–Quieren que lo invitemos a cenar.
–Mi lady, usted es la dueña y señora de esta casa, como
usted disponga.
–¿Así habrías reaccionado cuando Georgiana y yo
procuramos establecer contacto con el Dr. Donohue, si lo
hubieras sabido? –cuestionó riendo.
–Seguramente no. En este caso, si por casualidad llegara a
funcionar una relación, tal vez hasta nos estaría haciendo un
favor, de tal manera que no nos hace daño favorecer un
encuentro. Le mandaré una invitación para que venga a la
cena junto con los Sres. Donohue.
Lizzie agradeció y Darcy, después de recoger los papeles
con los que estaba trabajando, le ofreció el brazo y la escoltó
hasta el comedor para cenar. Las Bennet estaban ansiosas
de saber si invitarían al Sr. Bond y cuando Lizzie asintió, el
entusiasmo reinó durante toda la velada. Kitty volvió a
remembrar todo lo acontecido aquella noche con lujo de
detalles, hasta que por fin, todos se fueron a descansar.
Lizzie se despidió de su madre con enorme cariño que
conmovió a todos.
CAPÍTULO XXVII
La noche tan esperada había llegado. Kitty y la Sra. Bennet
se habían ataviado con un hermoso vestido para causar una
excelente impresión en el invitado que esperaban. Lizzie las
veía recordando el entusiasmo que todas mostraron cuando
supieron que un soltero muy rico proveniente del norte había
llegado a Hertfordshire, refiriéndose a Bingley, y que en ese
momento nunca se imaginó que su vida daría un giro tan
marcado. Recordó a su padre y la expresión de satisfacción
al ver la alegría de sus hijas.
Los Sres. Darcy y las Bennet ya esperaban a los invitados en
el salón principal cuando el Sr. Churchill anunció a los Sres.
Patrick y Georgiana Donohue, los Sres. Robert y Clare
Donohue, los Sres. Gardiner y al Sr. Bond.
Se realizaron las debidas presentaciones con el Sr. Bond.
Lizzie no había tenido el gusto de conocerlo, aun cuando él
manejaba las cuentas de la familia Darcy desde hacía
muchos años. Como todo el asunto de los bancos en
Londres lo llevaba Fitzwilliam, Darcy casi no veía al Sr. Bond,
únicamente en contadas ocasiones en sus viajes a Londres.
Después de los saludos, todos tomaron asiento.
–¡Qué pequeño es el mundo! El padre del Sr. Bond fue mi
amigo desde hace muchos años y ahora su hijo presta sus
servicios a la familia Darcy –comentó el Sr. Gardiner.
–Y ¿desde cuándo es usted banquero, Sr. Bond? –inquirió
Kitty.
–Desde hace diez años, Srita. Kitty –respondió el Sr. Bond.
–¿Y es usted de Londres? –investigó la Sra. Bennet.
–No, yo soy de Cambridge, aunque vine a la ciudad desde
que realicé mis estudios y me establecí aquí desde entonces.
–Y ¿usted cuenta el dinero de sus clientes? –curioseó Kitty
viendo al Sr. Darcy.
–Sí, aunque el manejo de las cuentas es mucho más
complicado que eso. Sugerimos a nuestros clientes dónde
pueden invertir su dinero para que obtengan más intereses,
además de facilitarles créditos en caso de que lo soliciten,
entre otras cosas.
Robert Donohue se mostró interesado en la plática del Sr.
Bond y los servicios a sus clientes y le preguntó más a
detalle todo lo relacionado con las prestaciones que el banco
ofrecía, especialmente en el tema de los créditos. El Sr.
Bond respondió a todas las preguntas que surgieron; Darcy
complementó comentando la buena experiencia que había
tenido siendo atendido por el Sr. Bond, aunque desconocía
propiamente el tema de los créditos, ya que nunca había
tenido necesidad de solicitar uno.
La plática de los caballeros se centró en el tema de los
negocios, inclusive logró captar la atención del Dr. Donohue
ya que él había invertido en el negocio de sus hermanos
tiempo atrás y estaba interesado en que creciera todavía
más. Esta conversación causó gran aburrimiento en Kitty y
en la Sra. Bennet que prefirieron entrar en la plática que
sostenían Lizzie y Georgiana con Clare, quien, aunque era
una persona tímida, se pudo explayar con más facilidad
debido a la confianza que le inspiró Lizzie, por lo que
comentó los detalles de su boda y de su familia.
Cuando Lizzie los invitó a pasar al comedor, todos se
pusieron de pie y se dirigieron a sus lugares. La Sra. Bennet
se percató de que no era recomendable tocar el tema de los
negocios y del banco nuevamente y preguntó, apenas todos
tomaron asiento:
–Sr. Bond, me comentaba la Sra. Gardiner que usted es
soltero.
–Sí, Sra. Bennet.
–Yo tengo cinco hijas, de las cuales tres ya están casadas.
La Sra. Darcy y la Sra. Bingley son las mayores y me han
llenado de satisfacción. Todavía tengo dos hijas solteras:
Kitty que usted ya conoce y Mary que en esta ocasión se ha
quedado en casa. Las dos son muy bonitas, como sus
hermanas. Nosotros somos de Hertfordshire.
–Tengo varios clientes que radican en ese condado.
–¿Acaso será Sir Lucas? Es un gran amigo de nosotros
desde hace varios años.
–Sí, tengo el gusto de conocerlo.
–Y Kitty es una excelente compañía, es una muchacha muy
alegre y de buenos sentimientos. No es porque yo lo diga
pero mis hijas superan en gracia a muchas señoritas –dijo la
Sra. Bennet viendo a Clare–. Y está en una edad perfecta
para casarse y formar un hogar como Dios manda.
–Parece que te urge que se case tu hija –murmuró Lizzie, sin
ser escuchada por el Sr. Bond, aunque Kitty casi echa la
carcajada.
Darcy vio a su esposa con afecto, comprendiendo lo que
había sucedido al leerle los labios, ya que estaba al otro
extremo de la mesa, mientras oía algo que comentó el Sr.
Bond junto a él. Darcy, al ver la tranquilidad y la alegría que
reflejaba Lizzie, se olvidó de las impertinencias de sus
familiares y disfrutó de la velada. La conversación cambió de
giro, muy a pesar de la Sra. Bennet, quien en varias
ocasiones trató de encausarla por otro camino, pero los
demás asistentes no le hacían segunda. Más bien
comentaron de los negocios de la familia Donohue en Gales,
de la forma en que el banco los podría beneficiar, el Sr.
Gardiner también aportó de su experiencia con la institución
financiera, mientras las damas escuchaban con interés,
excepto la Sra. Bennet y Kitty, quienes permanecieron
milagrosamente casi en silencio.
Al día siguiente, Darcy recibió por la mañana al Sr. Robert
Donohue en su despacho, ambos se mostraron
comparecientes en hablar con más detalle del proyecto que
querían arrancar en Gales, iniciando en Cardiff. Entre tanto,
Lizzie escoltó a Georgiana para enseñarle lugares de interés
a Clare. Las Bennet, con tal de no quedarse encerradas en
casa el último día de su visita, fueron al paseo aunque la
compañía no fue de su agrado. Lizzie se percató de que
Clare era una persona sencilla y amable, si bien un poco
introvertida pero de buenos sentimientos y, por lo que
comentaron, percibió que era feliz en su matrimonio.
Cuando Lizzie y las Bennet regresaron a casa, justo a la hora
de la cena, Darcy ya las esperaba en el salón principal y
salió a recibirlas a la puerta; sin embargo, exteriorizaba
preocupación en su semblante.
–Buenas noches, Sr. Darcy –saludó la Sra. Bennet–. Se le ve
fatigado.
–Afortunadamente mañana saldremos de viaje y nos
podremos olvidar del mundo –señaló Lizzie con gran alegría,
acercándose a su marido para saludarlo.
–¡Por fin van a continuar con su viaje romántico! –aclaró
Kitty.
Darcy ofreció su brazo a Lizzie para escoltarla y se dirigieron
al comedor. La Sra. Bennet glosó de lo bien que habían
pasado el día, de toda la gente que capturó su atención y
Kitty le hizo coro comentando de los caballeros que había
observado durante el paseo. Darcy permaneció ausente toda
la velada y Lizzie lo miraba turbada sin prestar oídos a la
conversación. En varias ocasiones la Sra. Bennet se dirigió
al Sr. Darcy con alguna glosa y él, sin escuchar, permanecía
abrumado con sus pensamientos.
Cuando la cena terminó, las Bennet se despidieron y se
retiraron a acomodar sus cosas. Lizzie se acercó a Darcy.
–¿Sucede algo? Has estado tan lejano durante toda la cena.
¿Sigues molesto por mi madre y Kitty?
–Lizzie, mañana a primera hora tendremos que salir a
Pemberley.
–¿Cómo? –preguntó sorprendida.
–Recibí una carta de Bingley poco antes de tu llegada.
–¿Jane y los niños están bien?
–Sí, ellos están bien, pero hubo un incendio en la fábrica de
telas. Parece que toda la producción se perdió.
–¡Cielos!
–Tengo que ir a ver si algo se puede recuperar y si no, ver
qué podemos hacer. Ya tenía comprometida la producción
para entregarla en las próximas semanas. Perdóname por no
llevarte a Lyme, pero…
–Sí, yo entiendo. Ya habrá más adelante otra oportunidad.
–Si todo se perdió, la única alternativa es destinar a la fábrica
de telas la inversión que tenía pensada aplicar en el negocio
de porcelana, para que el negocio no muera por esta
desgracia –comentó, pensando en voz alta.
–¿Y la fábrica de porcelana? ¡Es tu sueño!
–Tal vez eso siga siendo, un sueño –dijo lleno de decepción–
. No puedo permitir que las telas se derrumben en este
momento, aunque la porcelana tiene un futuro muy
prometedor. Tendré que retractarme con Robert Donohue,
no podremos iniciar el proyecto, y tal vez con otros clientes
también.
–Ya encontrarás una mejor solución a esto. Siempre lo haces
y podrás continuar con todos tus proyectos como los habías
concebido –reflexionó tratando de animarlo.
Los Sres. Darcy se marcharon a su habitación y terminaron
de acomodar algunas pertenencias que se llevarían a casa.
Darcy le dio vueltas a las posibles soluciones en su cabeza
mientras Lizzie lo observaba preocupada en completo
silencio.
Al día siguiente, Lizzie entregó un mensaje de despedida a
su madre con el Sr. Churchill y salieron apenas empezó a
clarear. En cuanto arribaron a Pemberley, Darcy dejó a Lizzie
en la mansión y salió a caballo rumbo a la fábrica, donde ya
lo esperaban Bingley y Fitzwilliam. Lizzie aguardó noticias y
fue hasta ya muy entrada la noche, cuando Darcy regresó de
su inspección. Lizzie, adormilada en su sala privada, se
levantó de un salto en cuanto escuchó que el portón se había
cerrado. Las pisadas de Darcy se escuchaban pesadas,
como la responsabilidad que sentía cargar sobre su espalda,
con la cabeza baja, hundido en sus pensamientos. Lizzie
salió de su sala en silencio, pero él prosiguió de largo al no
sentir su presencia y se dirigió a su despacho. Ella lo siguió y
entró, encontrando a su esposo sentado, sosteniendo su
frente con las manos en señal de agotamiento. Lizzie tocó a
la puerta, Darcy se incorporó y se puso de pie.
–¿Sigues despierta?
–Quise esperarte para saber cómo estabas. ¿Qué noticias
hay de la fábrica?
–¿La fábrica? Prácticamente ya no existe, la producción se
perdió en su totalidad. Tendremos que empezar nuevamente
y pronto, si queremos cumplir con los compromisos que ya
tenemos. Afortunadamente unas máquinas estaban en
reparación y no sufrieron daños, con ellas podríamos
comenzar, en otro lugar por el momento. Gracias a Dios no
hubo muertos pero varias personas resultaron heridas. Ya
las fui a visitar, están fuera de peligro.
–Debes venir muy cansado y hambriento –indicó
acercándose y acariciando su polvoriento rostro–. Ve a
recostarte y yo te llevaré la cena a la habitación –sugirió
dándole un beso en la mejilla.
Darcy agradeció besando su mano con cariño y,
obedeciendo, se retiró a su alcoba. Lizzie lo vio partir,
reflexionando que anteriormente era él quien había cuidado
de ella en los momentos en que necesitó de su protección,
ahora él precisaba de sus cuidados y de su apoyo, y se los
daría con todo su amor.
Bingley y Fitzwilliam llegaron desde muy temprano buscando
a Darcy, quien los esperaba en su despacho. Allí
permanecieron largas horas discutiendo y viendo las posibles
soluciones para poder echar a andar nuevamente la fábrica.
A medio día Lizzie los fue a buscar para invitarlos a
desayunar al comedor, después de recibir al Sr. Mackenna
en su sala privada: les llevó el té y luego los incitó a
quedarse a cenar, a lo que accedieron con agrado,
continuando su acalorada discusión en el comedor para
poder encontrar la mejor alternativa, después de haber
escuchado los puntos de vista de cada uno y haber
cuantificado los daños.
Lizzie continuó en su sala privada tratando de leer su libro y
luego dio un paseo por el jardín, esperando a que los
señores terminaran. Así fue toda la semana, Darcy trabajó
intensamente en su despacho, recibió a varias personas de
la fábrica y al comandante de la policía que realizaba una
investigación para conocer las causas del incendio. También
salió durante varios días desde muy temprano y regresó ya
entrada la oscuridad, hasta que una noche volvió con buenas
noticias, bastante más relajado que las vísperas anteriores.
Lizzie igualmente lo esperaba hasta su retorno en su sala
privada, pero en esta ocasión entró cerrando el portón y
caminó con más decisión, aunque cansado, Lizzie lo vio con
una luz de esperanza en la mirada.
Darcy se avecinó para saludarla, tomó sus manos y las besó;
ella sonrió al ver la alegría que reflejaba su marido.
–Lizzie, ¡hemos encontrado una buena solución! Ya no
tendremos que prescindir de la producción de porcelana para
rescatar la fábrica de telas.
–¡Qué buena noticia!
–Mañana mismo empezaremos a fabricar las telas que
entregaremos en dos semanas a los clientes de Londres; la
fábrica de porcelana se pondrá a trabajar para surtir los
pedidos pendientes, incluyendo los de Cardiff. La porcelana
llegará también a Irlanda el próximo mes, como lo habíamos
planeado.
–¡Muchas felicidades, Sr. Darcy! Yo sabía que encontraría la
mejor alternativa para lograr su objetivo. ¿Y me vas a platicar
los detalles?
–No quiero aburrirte con tanta información, pero finalmente
reconsideré la propuesta que el Sr. Willis me hizo en Londres
y acepté. Hoy firmamos el contrato de nuestra sociedad. De
esta manera, los fondos que yo tenía destinados para la
fábrica de porcelana, ahora los podré invertir en reconstruir la
fábrica y en la materia prima necesaria para cubrir la
producción pendiente, además de pagar los salarios de los
trabajadores y las indemnizaciones a los que resultaron
heridos. Así, los proyectos que tenía con la porcelana
seguirán su curso como estaba planeado y podremos cumplir
con todos nuestros compromisos.
Lizzie, entusiasmada, lo abrazó del cuello mientras él la
tomaba de la cintura y recargaba suavemente su cabeza en
la de su mujer, diciendo:
–Te podré llevar a Lyme tan pronto hayamos entregado los
pedidos de este mes.
Lizzie sonrió y Darcy la besó.
CAPÍTULO XXVIII
Para festejar su sociedad, Darcy había invitado a cenar al Sr.
Willis y a su esposa junto con los Sres. Bingley y Fitzwilliam,
para que Lizzie se familiarizara más con su antiguo amigo, a
quien por diversas razones había dejado de frecuentar. En
las semanas previas, Lizzie había tenido la oportunidad de
saludar al Sr. Willis, ya que había ido a trabajar con Darcy a
su despacho en varias ocasiones, pero su marido deseaba
que pudieran convivir socialmente.
Los Sres. Darcy esperaban a sus invitados en el salón
principal cuando estos arribaron. El Sr. Smith los anunció y
los anfitriones los recibieron ofreciéndoles una taza de té
mientras tomaban asiento.
Lizzie se sorprendió al ver a los Sres. Willis, ella los
recordaba de la boda en Matlock un tanto diferentes; ahora
la Sra. Jennifer Willis se veía mucho más joven que él, ella
era una mujer muy atractiva, con larga cabellera rojiza,
grandes y hermosos ojos azul profundo, de finas facciones,
tez blanca, menuda y con movimientos refinados. Llevaba un
vestido de muselina muy fino y escotado, adornando su
cuello con preciosas cuentas de diamantes que hacían juego
con los aretes y una pulsera en la mano derecha. El Sr. Willis
estaba acabado por los años, era alto y muy robusto, de
pelo negro aunque ya se le asomaban algunas canas, tez
apiñonada por el sol, con algunas arrugas que se marcaban
alrededor de sus ojos oscuros, usaba bigote y barba y eso le
hacía verse todavía mayor.
Los Sres. Willis, con tres años de casados, no tenían hijos,
pero eso no parecía importarle demasiado a la Sra. Willis,
por los comentarios que Lizzie le escuchó decir durante la
reunión. Ellos habían asistido a la inauguración de la florería
y a la boda de Georgiana, pero Lizzie no los recordaba; en
realidad no resonaba muchos detalles de ese día, aunque
cuando hablaron del tema ella asintió a todo lo que dijeron.
–Hace mucho tiempo que no visitábamos esta casa Sr.
Darcy, aun cuando no vivimos tan retirado de ustedes; desde
la boda de su hermana, la Sra. Georgiana –comentó la Sra.
Willis–. Ese día lo recuerdo muy bien, fue un evento
maravilloso e hicieron gala de su hospitalidad. Casi no
tuvimos oportunidad de conversar ese día, Sra. Darcy,
seguramente estuvo usted muy ocupada.
–Recuerdo que también en su boda, apenas pudimos
felicitarlos. Aunque fue un día muy agradable –indicó Lizzie
viendo a Darcy, evocando esos gratos momentos.
–Sra. Darcy, he quedado encantada de los hermosos
arreglos florales que elaboran en su florería y según sé, han
tenido mucho éxito. Es laudable su destacado espíritu
emprendedor, carácter muy inusual en una dama. ¡Vaya!,
debió ser difícil para usted enfrentarse a la crítica de toda la
sociedad y tal vez de su propia familia, únicamente por
dedicarse a una actividad digna que es de su agrado, pero
que no es aceptada por otros. Ojalá mi marido se convierta
en su cliente, como tantos caballeros que veo salir con flores
para sus esposas.
–Yo agradezco a la Sra. Darcy que me haya facilitado la
tarea de buscar flores bonitas para regalarle cada vez que
quiero halagarla y haya pensado en poner su invernadero a
unos cuantos pasos de aquí –comentó Darcy.
–En realidad, el invernadero fue regalo de aniversario de mi
esposo, a quien agradezco que quiera satisfacerme con
mucha frecuencia –indicó Lizzie complacida con los
comentarios.
–Sólo fue una muestra de mi apoyo a su innovador y exitoso
proyecto.
–¿Cómo se encuentra la Sra. Donohue? –inquirió el Sr.
Willis.
–Muy bien gracias. Mi hermana y el Dr. Donohue se
instalaron en Londres.
–Me han dicho muchas amistades que el Dr. Donohue es un
extraordinario médico y un perfecto caballero. Su hermana
ha tenido gran fortuna en haberse casado con él –glosó la
Sra. Willis.
–Siempre que uno se casa enamorado, es muy afortunado –
aclaró Darcy observando a su mujer.
–Casarse enamorado es relativamente sencillo, lo difícil es
permanecer enamorado a través de los años –aseguró el Sr.
Willis.
–Entonces soy doblemente afortunado –expresó besando la
mano de su consorte.
Lizzie sonrió gozosa.
–Sr. Darcy, mi esposo ya me ha llevado algunas muestras de
la porcelana que fabrican, es exquisita –repuso la Sra. Willis–
. ¿Cómo fue que decidió invertir en este negocio?
–Todo se lo debemos a la Sra. Darcy y a su gusto por la
porcelana y, debo añadir, por el interés que siempre muestra
en ayudar a los demás.
Lizzie sonrió mientras lo observaba con afecto.
–Me ha parecido estupendo que hayan podido combinar el
negocio de porcelana y el de la florería.
–Eso fue gracias a la excelente visión de negocios del Sr.
Darcy –indicó Lizzie oronda.
–Sra. Bingley, tengo entendido que ustedes se casaron el
mismo día que los Sres. Darcy.
–Sí, así es –contestó Jane.
–¿Y tienen hijos?
–Tenemos tres...
–¡Tres hijos, en cinco años de casados! Mis parabienes.
–En cambio tú, querida, te has dedicado a coleccionar perros
desde que nos casamos –indicó el Sr. Willis.
–Los perros son mi adoración y cada uno es tan especial.
–Tener tanto perro es una suntuosidad.
–Es cierto, es un lujo pero que me puedo dar gracias a la
generosidad de mi amado esposo.
–Disfrutamos mucho cuando visitamos Lyme en su
residencia, Sra. Willis –explicó Darcy, viendo al Sr. Willis con
el ceño fruncido.
–¡Oh, es una casa maravillosa!, mi esposo me dijo que
pensaban ir pronto. Nosotros también iremos y tal vez
pudieran ir a cenar. Me encanta cenar en la terraza
escuchando las olas del mar bajo un cielo preciosamente
estrellado y escasamente iluminado por la luz de la luna. ¡Es
muy romántico! Aunque eso no se puede hacer en invierno,
hace mucho frío.
–Pasamos unos días extraordinarios –dijo Lizzie viendo a su
marido, recordando también sus noches–, nos encantaría
aceptar su invitación.
–Sin embargo, queda prohibido discutir de negocios en esa
reunión, allí podré enseñarle mis cachorros.
–¿Los lleva también a la playa?
–Trato de no arredrarme de ellos, necesitan tanto de mi
cariño. Sra. Darcy, me parece como si ya fuéramos amigas
de mucho tiempo. Siento que ya la conozco muy bien.
–Me alegro de que hayan venido y nos hayamos conocido un
poco mejor. Tal vez podamos frecuentarnos más, sobre todo
cuando los caballeros estén ocupados con sus negocios.
–¡Sería magnífico! Entonces los esperamos a cenar a la casa
de Lyme, podríamos disfrutar de la terraza, ¿no te parece
David?
–Por fin en algo estamos de acuerdo querida, y los señores
cumpliremos la promesa de no hablar de negocios –afirmó el
Sr. Willis.
–Tal vez los Sres. Bingley puedan ir, asistirían con sus tres
pequeños y, por supuesto, usted también Sr. Fitzwilliam.
Será muy divertido.
–Muchas gracias, Sra. Willis –correspondió Bingley.
–Le agradezco, aunque alguien tiene que permanecer
vigilante de los asuntos del Sr. Darcy –comentó el coronel–.
Para esas fechas ya tengo agendados varios compromisos
de importancia.
–Olvidaba que el Sr. Darcy tiene también otros negocios, es
un empresario muy exitoso y se ha ganado la admiración de
todo el condado. ¿Usted lo apoya mucho? –curioseó la Sra.
Willis.
–Tanto Fitzwilliam como Bingley son mis manos derechas;
les confiaría todo lo que tengo –aseguró Darcy.
–¡Vaya!, eso habla muy bien de sus amigos.
–Eso es lo que son, más que otra cosa. Son mis grandes
amigos y en ellos me apoyo.
Durante la cena, la conversación se enfocó en el negocio de
la porcelana, cómo había iniciado, qué planes tenían para el
futuro y lo feliz que se sentía el Sr. Willis de haber entrado en
esta sociedad. La Sra. Willis se mostró satisfecha de que su
esposo hubiera seguido su consejo de invertir su dinero en
un proyecto productivo y muy entusiasta de que el Sr. Darcy
hubiera aceptado la propuesta. El Sr. Willis tenía
conocimiento del incendio de la fábrica, era una noticia que
había dado varias vueltas por el condado y que había
resonado considerablemente en Londres, pero no se
imaginaba que en realidad Darcy estaba agradecido con él
por lo oportuno de su propuesta que permitió que el proyecto
continuara sin menoscabo, más cuando hacía unos meses
había tenido que desembolsar una considerable suma de
dinero para resolver un serio problema en las minas.
Lizzie escuchaba la conversación, al igual que Jane,
sintiendo gran simpatía por la Sra. Willis y veía a su marido
entusiasmado por las próximas entregas que iban a realizar,
respirando con serenidad. Darcy comentó que el Sr. Robert
Donohue los había invitado a Cardiff para la inauguración de
la tienda de porcelana en esa ciudad, el próximo mes. El Sr.
Willis se manifestó complacido con la invitación y su esposa
agudamente animada.
CAPÍTULO XXIX
Semanas más tarde, los Sres. Darcy salieron rumbo a
Londres unos días para asisitir a una entrevista de Darcy con
los clientes a quienes entregarían la mercancía de la fábrica
de telas, sólo para darles certidumbre de que el resto del
pedido se suministraría a tiempo, a pesar de la desgracia
que se había vivido con anterioridad. Después de cumplir
con los pendientes de trabajo, los Sres. Darcy fueron a
Curzon a saludar a Georgiana, quien también había
permanecido preocupada por el asunto, aun cuando su
hermano le mandó una carta explicándole que ya todo se
estaba solucionando satisfactoriamente.
Georgiana los recibió con un caluroso abrazo y los invitó a
tomar una taza de té. Darcy le platicó sobre el incidente y ella
lo felicitó por poder continuar con el proyecto de porcelana
como lo había programado, a pesar del funesto incendio.
Lizzie igualmente le preguntó a su hermana cómo iba con las
revisiones del médico y ella le explicó, como Lizzie sabía,
que avanzaban lento, conforme el proceso se los iba
permitiendo, pero que había recibido un apoyo incondicional
de parte de Donohue, quien conocía todas las molestias por
las que estaba pasando. Lizzie recordó con cariño cuando
Darcy, aun sin ser médico, la apoyó y se preocupó por su
bienestar en esos días y noches de dolencias, y todos los
momentos de zozobra en que él le transmitió su fortaleza y
su esperanza para seguir adelante, incluso hasta esa fecha.
Los Sres. Darcy se quedaron a cenar con Georgiana,
mientras Donohue cuidaba a un paciente que había sido
gravemente herido el día anterior.
Los Sres. Darcy permanecieron en Londres un par de días
más y luego viajaron a Cardiff, Gales. Georgiana y Donohue
habían considerado la invitación de su hermano pero por el
paciente que él atendía en esos días ya no pudieron asistir y
mandaron una disculpa con los Sres. Darcy.
Al llegar a Cardiff, Darcy y Lizzie se hospedaron en un hotel
de la comarca y, después de instalarse y cambiar sus ropas,
se dirigieron a la posada donde ya los esperaba el Sr. Willis,
quien disculpó a su esposa por no haber viajado con él ya
que se había sentido indispuesta. En realidad, la Sra. Willis
no acostumbraba acompañar a su marido en viajes de
negocios, ya que le parecían extremadamente aburridos,
además de que había quedado con sus amigas para asistir a
un convite y una partida de chaquete que le interesaba de
sobremanera.
Cenaron en ese lugar, acompañados por música tocada por
unos jóvenes y entretenidos con la amena plática del Sr.
Willis. Sin duda, era un hombre con grandes conocimientos
de historia y conocía prácticamente todo el Reino Unido y
diversas partes del continente, de tal manera que Lizzie le
preguntó innumerables cuestiones al respecto y comentó
algo que había leído en sus múltiples libros sobre los lugares
de los que hablaron mientras Darcy la veía ufano.
A la mañana siguiente después del desayuno, Robert
Donohue los fue a buscar al hotel para recogerlos y dirigirse
hacia el lugar donde sería el evento. Al llegar, Lizzie
reconoció varios rostros que había visto en la fiesta del
pueblo, cuando visitaron Cardiff por primera vez.
Evidentemente toda la familia Donohue estaba presente y se
manifestaron apenados por la pérdida que habían sufrido
meses atrás. También estaban los Sres. Windsor con sus
hijos Murray y Sandra. La Sra. Windsor saludó a Lizzie con
un abrazo muy cariñoso:
–Sentimos profundamente todo lo sucedido, Sra. Darcy. La
Sra. Georgiana nos comentó y nos apenó mucho al
escucharlo. Sin embargo, me encantó el epitafio que
pusieron, es muy hermoso y deseo que conserven siempre la
esperanza.
–¿El epitafio?, ¿acaso estuvo en Derbyshire? –indagó Lizzie.
–No, pero Philip sí, lo vimos hace unos días, justo cuando
nos enteramos de su venida.
Darcy frunció el ceño.
–Y al saber que ustedes asistirían a la inauguración –
prosiguió la Sra. Windsor–, me dio mucha alegría saber que
ya estaba recuperada, a pesar de que mi hijo canceló su
visita a Cardiff en el último momento.
–Es extraño que no haya querido acompañarnos –comentó
la Srita. Sandra viendo a Lizzie con seriedad–, siempre viene
con nosotros a visitar a mis tíos en estas fechas, excepto
cuando se fue a Francia, como si quisiera buscar cualquier
pretexto para alejarse de la vida social.
–Tal vez sea por alguna enamorada –indicó el Sr. Windsor.
–Espero que no sea por la esposa de alguien que se
encuentra en este lugar –masculló la Srita. Sandra viendo a
Lizzie mientras Darcy endurecía su rostro–. Hay mujeres que
no merecen el amor sincero de un buen hombre –concluyó,
desviando la mirada hacia el Sr. Darcy, quien la observaba
con furia.
–¡Eso espero! –exclamó la Sra. Windsor.
Darcy, insondablemente agraviado, hizo una venia con toda
la cortesía que pudo reunir para retirarse con su esposa,
quien lo tomó firmemente de su brazo y giraron, topándose
con el Sr. Willis que conversaba con otra persona. El alcalde
–el Sr. Jolie– los abordó y les comentó de los pormenores
que habían tenido que sortear para la apertura de la tienda
en tanto Darcy, respirando profundamente, trataba de
encontrar el sosiego que el mensaje de la Srita. Sandra le
había expoliado; habría querido defender a su esposa de
esos comentarios, pero si lo hacía habría sido como tirarla en
el fango y reconocer que existía algo de verdad en sus
palabras. ¿Qué habría hecho Philip Windsor para que su
hermana se hubiera dado cuenta de la situación?,
recordando también la actitud reacia que la Srita. Sandra
mostró para con Lizzie.
Sin embargo, la segunda frase fue la que taladró su alma,
como si Lizzie fuera responsable de la situación. Recordó el
tiempo que estuvo fuera de Pemberley y las visitas que
Windsor realizó en su ausencia. Lizzie no le había
comentado nada de eso, tampoco de su casual encuentro en
la posada del hotel, aunque Jane había estado con ella, al
menos durante el día.
Apretó fuertemente los puños y la mandíbula y giró su vista
hacia un lado donde estaba su mujer, sintiendo un dolor
abismal ante la incertidumbre que se había despertado,
mientras ella conversaba con el alcalde animadamente.
Recordó el comentario que le hizo al Sr. Windsor, en el cual
él mismo había admitido que su esposa era una persona
muy perspicaz, a quien difícilmente se podría engañar, pero
evocó que por mucho tiempo le había ocultado la relación de
su hermana con Donohue, que había vivido engañado por su
propia esposa, en su propia casa. Quiso descartar esa
dolorosa sospecha recordando las cartas que ella le había
enviado a Bristol y el estado en que la encontró a su regreso,
eso no podía ser falso, así como el cariño que le demostraba
y la alegría que reflejaba en su compañía, la forma
maravillosamente apasionada en que respondía a sus besos
y a sus caricias todas las noches. Rememoró las discusiones
que había sostenido con ella sobre Windsor y reflexionó en
las respuestas que le había dado a sus dudas.
Finalmente desechó por completo su recelo recapitulando la
seguridad que sintió cuando conversó con Windsor, afuera
del teatro, quien le dijo que Lizzie lo amaba y que estaba
felizmente casada con él.
Lizzie, a su lado, se veía tranquila y alegre mientras
dialogaba con el alcalde, pero en realidad trataba de
aparentar el desconcierto que había surgido al haber
escuchado las palabras de la Srita. Sandra, pero sobre todo
al sentir la cólera de su marido, quien permanecía tenso y
ausente, temiblemente pensativo, sintiendo su mirada
implacable, augurando la acalorada discusión que con
seguridad sostendrían apenas hubiera oportunidad.
Robert Donohue interrumpió la conversación y le indicó al Sr.
Jolie que ya estaba todo listo para dar inicio al evento y los
asistentes esperaban a las puertas de la tienda, por lo que
éste se retiró. Las miradas de Darcy y de Lizzie se
encontraron y él tomó su mano para darle un beso.
–Pensé que estabas malquisto –comentó Lizzie con el
corazón acelerado.
–Sí, pero no contigo –musitó con ecuanimidad.
–Gracias por tu confianza –dijo sonriendo y acercándose a él
para besarlo delicadamente.
Fue un beso casto, tierno, acompañado por una suave
caricia en su rostro, pero lleno de amor y agradecimiento que
lo conmovió. Él se inclinó nuevamente buscando su boca
para corresponderle su afecto, anhelando en la caricia de
sus labios esa certeza que había sido menguada, queriendo
saborear la lealtad y la dulzura que lo derretían.
Una risita los sacó del hechizo, seguida de unos pasos
corriendo y la voz de un caballero que solicitaba la atención
de todos los presentes. Darcy ofreció el brazo a su mujer y
se acercaron donde todos se encontraban reunidos.
El evento fue presidido por Robert Donohue, en compañía
del alcalde. Después de unas palabras que ambos dirigieron
a la comunidad, se inauguró formalmente el lugar, cuando
los Sres. Darcy cortaron el listón y pudieron entrar al
establecimiento donde ya estaba dispuesta toda la
mercancía, lista para ser observada por los clientes. Lizzie y
Darcy dieron una vuelta por todo el establecimiento,
seguidos de un montón de gente que estaba interesada en
conocer los productos que tanto había anunciado semanas
atrás la familia Donohue, extensamente conocida por todos
en el pueblo.
Posteriormente se ofrecieron bocadillos y vino para festejar y
la gente se mostró interesada en comprar los productos.
Varios clientes se acercaron a platicar con los Sres. Darcy y
el Sr. Willis.
Terminado el evento con todo éxito, los Sres. Darcy y el Sr.
Willis fueron invitados a cenar a la casa de la familia
Donohue, acompañados también por la familia Windsor.
El crepúsculo vespertino se empezó a vislumbrar cuando los
Sres. Darcy arribaron en su carruaje a la casa de los
Donohue, quienes ya los esperaban para recibirlos. Fueron
anunciados por el mayordomo y saludados por toda la
familia. Lucy, que se había quedado en casa durante el día,
se acercó a Lizzie corriendo al escuchar que ya había
llegado y la saludó con un cariñoso abrazo. Ella correspondió
con afecto y se hincó para escuchar lo que la niña decía;
notó tristeza en su mirada, le acarició el rostro y la consoló
diciendo:
–Mi pequeño Frederic ya está en el cielo y pronto enviará a
sus hermanos con nosotros.
Lizzie sonrió conmovida, Lucy le dio un beso en la mejilla y
regresó al lado de su madre. Darcy le tomó de la mano para
que se apoyara en él y, girando a ver a su marido, ella
recordó en un instante aquella tarde, la primera vez que
sintió esa mano firme donde sostenerse, cuando el Sr. Darcy
tuvo la gentileza de ofrecerla para ayudarla a subir al
carruaje que la llevaría nuevamente a Longbourn, después
de haber pasado unos días cuidando de su hermana en
Netherfield. Lizzie miró a su esposo como aquella tarde, pero
acompañando su agradecimiento con una hermosa sonrisa.
Darcy dulcemente besó su mano, sintiendo una exquisita
emoción que los recuerdos les proporcionaron.
–¡Qué hermoso es ver que el amor perdura a través de los
años! –exclamó la Sra. Windsor que había visto lo sucedido.
Lizzie, sonrojada, bajó la mirada mientras Darcy la
observaba con cariño y se introdujeron en el salón principal
tomados de la mano. Los Sres. Darcy y el Sr. Willis
saludaron a los presentes y la Sra. Donohue los acució a
tomar asiento.
–Le agradecemos mucho, Sr. Darcy, que haya aceptado
nuestra invitación a la inauguración –comentó Robert
Donohue.
–Ha sido un placer –afirmó Darcy.
–Y al Sr. Willis le damos la bienvenida también a esta casa –
indicó la Sra. Donohue–. Pensamos que vendría su esposa.
–Desgraciadamente no pudo asistir en esta ocasión –la
disculpó el Sr. Willis.
–La tienda ha quedado muy bien aliñada –aseguró Lizzie.
–Toda la familia colaboró de una o de otra manera para que
todo estuviera listo para hoy –explicó el Sr. Donohue.
–Yo también ayudé para que se viera más bonita –intervino
Lucy.
–Se ve que pusieron mucho empeño en que todo saliera bien
–reconoció Lizzie sonriendo agradecida.
–No podría haber sido de otra manera. Ustedes siempre nos
han atendido muy bien Sra. Darcy, y juzgamos apropiado
que la fiesta de inauguración de la tienda fuera muy
agradable para ustedes y para nuestros futuros clientes –
anotó la Sra. Donohue.
–Lástima que Patrick y Georgiana no pudieron estar
presentes. Habría sido muy agradable que nos acompañaran
–aclaró Sandra Windsor.
–El Dr. Donohue permaneció en Londres atendiendo un
paciente –dilucidó Darcy con petulancia.
–Parece que Patrick tiene cada vez más trabajo –comentó el
Sr. Donohue–. No hemos recibido carta de nuestro hijo;
supimos de ellos sólo por las noticias que Robert nos informó
ahora que estuvieron en Londres hace unas semanas.
–Nosotros vimos a la Sra. Georgiana apenas hace unos días
–explicó Lizzie–, aunque no se encontraba el Dr. Donohue.
Les manda muchos saludos y siempre nos comenta el cariño
que les guarda, igualmente a usted Srita. Sandra.
–Le agradezco mucho, Sra. Darcy –contestó con afabilidad.
La cena fue agradable y la conversación se enfocó en el
negocio creciente de la porcelana, cómo había surgido y los
avances que había tenido desde su inicio. Darcy continuaba
resentido por aquel comentario y, tratando de dominar su
malestar, estuvo examinando el desenvolvimiento de la Srita.
Sandra durante la cena, en especial con relación a Lizzie,
pero no volvió a observar esa acritud para con ella.
Cuando la cena concluyó, los Sres. Darcy agradecieron
todas las atenciones y se retiraron al hotel, en compañía del
Sr. Willis.
De regreso, en el carruaje, Darcy y Willis comentaron sobre
todas sus impresiones de la inauguración y Willis se mostró
entusiasmado en todo lo relacionado con el negocio; sin
duda el haberse asociado con el Sr. Darcy lo hacía sentirse
realmente importante y le agradaba ese trato especial que
recibía de los demás. Lizzie escuchaba la conversación
mientras observaba el hermoso cielo estrellado que apenas
iluminaba el camino. Cuando arribaron al hotel, los Sres.
Darcy se marcharon a su habitación, donde Lizzie tomó las
manos de su marido y las acarició diciendo:
–Nunca te agradecí cuando me ayudaste a subir al carruaje
en Netherfield.
Darcy sonrió recordando ese momento tan especial:
–Cuando sentí tu mano por primera vez, mi corazón latía
como nunca lo había hecho. Sentí correr mi sangre por todo
el cuerpo como si tu mano me infundiera una nueva vida que
no quería perder al soltarte. Y tu mirada me dijo más de mil
palabras mientras yo agradecía al cielo que me hubiera
regalado ese momento que quise inmortalizar en mi corazón.
Lizzie sonrió, transportándose mentalmente a ese instante
que nunca olvidaría.
–Recuerdo que te vi alejarte con un paso garboso.
–Me sorprende que haya podido mostrar tranquilidad cuando
en realidad sentía que mi corazón estallaba de la emoción al
poder tocar tu delicada mano. Soñé, cubierto por la
oscuridad de innumerables noches, con repetir ese
momento. Es maravilloso sentirse hoy más enamorado que
aquel día cuando por primera vez sentí tu mano.
Lizzie sonrió y Darcy la besó con devoción.
Al día siguiente salieron rumbo a Bristol, en compañía del Sr.
Willis, para hacer la primera entrega formal de las figuras de
porcelana con los clientes del puerto y luego se trasladaron a
Irlanda, donde inauguraron la venta de esos productos con
los nuevos clientes en esa región. Cuando el Sr. Darcy y el
Sr. Willis terminaron sus ocupaciones, regresaron a casa.
CAPÍTULO XXX
Después de una semana de su llegada a Pemberley, en la
que Darcy se puso al corriente de sus pendientes con
Bingley y con Fitzwilliam mientras Lizzie recibía al Sr.
Mackenna y a la Srita. Reynolds, fueron invitados a cenar a
Starkholmes, previamente a su viaje a Lyme que realizarían
unos días más tarde. Los Sres. Darcy fueron anunciados por
el Sr. Nicholls y Diana corrió a abrazar a su madrina que
hacía tiempo no veía. Henry salió tras ella y Lizzie los
estrechó cariñosamente. Bingley, Jane y Marcus caminaron
despacio hacia ellos y los saludaron como correspondía.
Lizzie se sorprendió de ver a Marcus marchando sin ayuda y
le reconoció su progreso con una caricia. Bingley los invitó a
sentarse mientras Jane les ofrecía una taza de té y los niños
se retiraron con la Srita. Susan.
–¿Qué tal estuvo el viaje, Lizzie? –preguntó Jane.
–Fue muy placentero. El Sr. Willis es una persona muy
interesante y amable, pudimos conversar de múltiples temas
y la Sra. Willis no pudo asistir ya que estaba indispuesta.
–Les envían muchos saludos los Sres. Donohue y los Sres.
Windsor –comentó Darcy.
–Muchas gracias, ellos siempre han sido muy cordiales –
señaló Jane.
–Y ¿ya están listos para su viaje a Lyme? –inquirió Bingley.
–Sí, todo está listo. Espero que esta vez no se presente algo
que nos impida ir –explicó Darcy.
–Y ustedes, ¿asistirán a la invitación de la Sra. Willis? –
curioseó Lizzie.
–No, en realidad hemos tenido que hacer algunos cambios
en nuestros planes –respondió Bingley mirando a Jane–, por
instrucciones médicas.
–¿Instrucciones médicas? –indagó Lizzie sospechando el
motivo de esos cambios–. ¿Acaso…? –dijo mirando a Jane
con una sonrisa llena de alegría.
Jane asintió, sin saber a ciencia cierta cómo recibiría su
hermana la noticia, y Lizzie la abrazó con copioso
entusiasmo. Darcy igualmente felicitó a su hermano, lleno de
tranquilidad por la reacción de su mujer.
En ese momento, el Sr. Nicholls entró para anunciar a la
Srita. Bingley, causando que el frenesí de los Sres. Darcy se
desvaneciera, en tanto Jane permanecía a la expectativa y
Bingley recibía con alegría a su hermana.
–¿Me puedo unir a su celebración? –indagó la Srita. Bingley–
, se oían alborozados desde el corredor.
–Pasa Caroline, por supuesto que sí –afirmó Bingley–. Les
estábamos dando la noticia a los Sres. Darcy de que Jane
está embarazada.
–¡Muchas felicidades! –exclamó abrazando a su hermano y a
su cuñada.
Luego saludó a los Sres. Darcy, quienes únicamente
inclinaron la cabeza.
–Sra. Darcy, siento mucho todo lo que pasó y entiendo la
pena por la que debe estar pasando –explicó la Srita. Bingley
con hipocresía–. Sr. Darcy, mi más sentido pésame; sé con
cuánta ilusión esperaban a esa criatura. Por algo sucedieron
así las cosas.
–Y ¿qué la trae por aquí, Caroline, sin avisar? –preguntó
Jane.
–Mi hermana siempre es bien recibida en esta casa y me da
un enorme gusto poder disfrutar de tu visita –dilucidó
Bingley.
–Muchas gracias, Charles.
La Srita. Bingley se sentó en el sillón con absoluta confianza,
como si estuviera en su casa, mientras se dirigía a Darcy,
que se había quedado de pie, y los demás tomaban asiento:
–Supe del incendio en la fábrica de telas, Sr. Darcy. Esa
noticia circuló en todo Londres por varias semanas.
Darcy no contestó y Bingley tomó la palabra.
–El incendio destruyó prácticamente toda la fábrica. Poco se
pudo rescatar.
–Me apena mucho escuchar esa noticia –comentó la Srita.
Bingley.
–Pero ya se solucionó el problema y hemos entregado los
pedidos pendientes a tiempo.
–Debió haber perdido mucho dinero en ese incidente, Sr.
Darcy. Este año sin duda no le ha sonreído a los miembros
de su familia, excepto por el éxito que ha tenido la porcelana
en Londres. Muchas de mis amigas ya se han convertido en
compradoras habituales de figuras de porcelana.
–Estamos exaltados por la aceptación que ha tenido el
producto. Ya se ha llevado a Londres, a Oxford, Bristol,
Irlanda, Cardiff –respondió Bingley.
–¡Vaya!, para el poco tiempo que lleva, ya se han extendido
por varias ciudades. Mi amiga Margaret me ha dicho que ya
es muy conocida la porcelana en Dublín. Le manda
calurosos saludos Sr. Darcy, me dijo que disfrutó
enormemente de su compañía en Bristol.
Lizzie observaba a la Srita. Bingley con resentimiento y
Darcy contestó:
–Desgraciadamente yo no podría decir lo mismo, y así se lo
manifesté en su momento.
–Y Cardiff es un lugar extraordinario… Hace poco vi a los
Sres. Donohue en Londres. La Sra. Georgiana me comentó
que ya llevan tiempo buscando un bebé, pero parece que
ese mal persiste en la descendecia de los viejos Sres. Darcy;
¿no será mal de familia? Sra. Darcy, ¿cuándo habría nacido
su bebé, si no hubiera sucedido el accidente?
Lizzie bajó la cabeza y Darcy tenía en la mira a la Srita.
Bingley con un gesto amenazante mientras todos guardaban
silencio, hasta que Bingley respondió:
–Todos lo esperábamos para julio.
–Ya tendría entonces dos meses. Tal vez tengamos que
esperar otros cinco años, o probablemente Frederic era el
único heredero de Pemberley –aclaró la Srita. Bingley con
sarcasmo–. Lo siento mucho.
–Srita. Bingley –contestó Darcy con cortesía–, hoy me alegro
tanto de no haber escuchado las numerosas insinuaciones
de su hemano para formalizar mis relaciones con usted.
Al escuchar el exabrupto, ella se puso de pie y se retiró de la
casa. Bingley se levantó, atónito por lo que había sucedido,
sin poder comprender del todo la actitud de su hermana.
Jane se acercó a Lizzie y le preguntó:
–Lizzie, ¿te encuentras bien?
–Sí, Jane, gracias. He aprendido a hacer caso omiso de los
comentarios de esa señorita que sólo reflejan la enorme
frustración que tiene ante la vida.
Bingley, malquisto por el comentario de Darcy, le pidió que lo
acompañara a su despacho. Los enérgicos pasos de los
señores desaparecieron tras escuchar que la puerta del
estudio se cerraba.
Bingley lo interpeló con vehemencia:
–Darcy, ¿me puedes explicar por qué has sido tan grosero
con mi hermana?
–¿Grosero? Yo sólo he dicho la verdad, poca cosa en
realidad para lo que tu hermana se merece –contestó
enfadado–. ¿Acaso no te diste cuenta la manera en que le
habló a mi esposa y se burló de su sufrimiento?
–Pero si le dio su pésame.
Darcy suspiró y se armó de paciencia al reconocer
nuevamente la candidez de su amigo, quien había sido
manipulado por la Srita. Bingley desde hacía muchos años.
–Discúlpame que te contradiga pero en sus palabras
reflejaba un gozo por lo sucedido que a ninguno de los
presentes se nos escapó, excepto a ti. Cada vez que la
vemos dice algo en contra de mi mujer, y no te imaginas el
daño que le hizo la última vez que la vio. Ella fue la primera
que sembró las dudas de mi amor mientras yo estaba en
Bristol, incomunicado gracias a la astucia de su querida
amiga, la Srita. Campbell.
–¿De qué hablas?
–Tu hermana le informó a la Sra. Darcy que yo había visto a
esa mujer varias veces, con quien alguna vez consideré
casarme, presumiendo que había recibido un trato lleno de
atenciones de mi parte, siendo “espléndidamente cortés” con
ella, como cuando estaba soltero.
–Tú nunca la trataste con tanta cortesía.
–¡Claro que no! Pero esas palabras fueron suficientes para
que mi esposa pensara toda clase de posibilidades. Y antes
de su embarazo, una y otra vez que nos topábamos con ella,
se mofaba de su imposibilidad para concebir ocasionando
con toda intención que su sufrimiento aumentara, se burló de
su negocio y de las desavenecias que se presentaban entre
nosotros, hasta parecía que disfrutó con la muerte del Sr.
Bennet al saber el dolor que sobrellevaba mi mujer, al igual
que el de la Sra. Bingley.
–¿De Jane?
–Sí, nos visitó un día después de la navidad posterior al
deceso del Sr. Bennet para ridiculizar el sufrimiento de tu
esposa sin poder ocultar el desprecio que siente hacia ella, y
de la preocupación que tú mostraste por el estado de ánimo
de tu señora y la enfermedad que aquejaba a tu hija, de tan
sólo un año de edad.
–Jane me había comentado algo de eso, y que trataba con
desdén a mis hijos, pero yo no le creí. Darcy, mi hermana no
es capaz de algo así.
–Pues más te vale escuchar sus observaciones con más
atención, porque no lo dudo. Mi esposa, mi hermana, el Dr.
Donohue y yo somos testigos de eso. La Srita. Bingley es
una persona con aguda inteligencia pero que sólo usa para
conseguir sus propósitos: se ríe del comportamiento estólido
de las Bennet con el sólo objeto de evidenciar sus errores
para que yo tenga problemas con mi esposa, manipuló a la
hermana del Dr. Donohue para granjearse su afecto, igual
que hizo con Georgiana para conquistarme. Y debo aclararte
que no le ha importado mucho que yo esté casado.
–¡Darcy! ¡Esa es una acusación muy seria! –exclamó
azorado.
–Lo sé, pero ya es tiempo de que te quites la venda de los
ojos y te des cuenta la clase de hermana que tienes. Tuve
que prohibir su acceso a Pemberley para que dejara de
molestar a mi familia y, a pesar de todo no sé cómo
consiguió ir a la boda de Georgiana.
–No le mandaste invitación –recordó suspenso.
–Pero igual asistió, acompañada por la Srita. Campbell con
la intención de hacer pasar un mal rato a mi esposa.
Bingley se acercó a la ventana y se recargó en el alféizar,
con la cabeza baja, y permaneció en silencio recordando la
preocupación que Jane mostraba hacia la Sra. Darcy en la
boda de Georgiana, por algún comentario que su hermana
había hecho pero que él no había atendido. Así, fue
recapitulando todas y cada una de las veces que Jane le
había hablado del asunto, poniéndose siempre del lado de su
hermana, reconociendo su total ignorancia de su último
encuentro con la Sra. Darcy, seguramente Jane se había
cansado de decirle las cosas sin que le creyera. Le costaba
mucho trabajo pensar que Caroline fuera capaz de tanto y
que ante él se presentara con toda su inocencia, pero tenía
que reconocer que el testimonio de Darcy era certero ya que
consideraba a su amigo poseedor de un juicio muy superior
al suyo.
–Siento mucho que todo esto haya pasado y que te hayas
enterado por mi conducto –señaló Darcy–, pero si la Srita.
Bingley vuelve a atacar de alguna manera a mi mujer yo
saldré en su defensa.
–Lo comprendo y te ofrezco una disculpa por mi reclamo y
por la conducta de mi hermana –dijo, más tranquilo y
sumamente decepcionado–. Hablaré con ella a la primera
oportunidad.
Darcy y Bingley regresaron al salón principal y encontraron a
las damas, quienes habían platicado plácidamente sin
acordarse de lo sucedido, aunque Lizzie sintió tristeza por
Jane al darse cuenta cómo la Srita. Bingley tenía embrujado
a su hermano, quien, sin duda, algunas veces se olvidaba de
la opinión de su esposa.
Bingley se sentía intensamente apenado por lo sucedido y le
solicitó su indulto a la Sra. Darcy. Jane los invitó a pasar al
comedor y, después del desagradable momento, todo
transcurrió con alegría y festejaron el próximo nacimiento de
la familia Bingley.
Dos días después, los Sres. Darcy partieron sin
contratiempo a Lyme, a primera hora de la mañana, como lo
habían deseado hacer desde su estancia en Londres. Allí
pasaron dos semanas de maravillosa tranquilidad, donde
pudieron descansar y disfrutar de su mutua compañía, del
agradable clima, de las playas y las olas del mar, de los
hermosos paisajes que el lugar les ofrecía y los maravillosos
amaneceres y puestas de sol que pudieron contemplar.
CAPÍTULO XXXI
El último día que estuvieron en Lyme, los Darcy fueron
convidados a pasar la tarde y a cenar con los Sres. Willis en
su residencia. Llegaron muy entusiasmados, el mayordomo
los recibió y los anunció en la terraza, donde ya los
esperaban los Sres. Willis, acompañados por una docena de
perros de diferentes razas, tamaños y colores. Los mozos se
llevaron a todos los perros, después de que la Sra. Willis se
los enseñó a Lizzie. La Sra. Willis mostraba tanto cariño por
sus perros que llamó la atención de su invitada: los cargaba
y los besaba como si fueran sus hijos, tenían moños de
diferentes colores que hacían juego con su sueter, a pesar
de que la temperatura era muy agradable. La anfitriona
sugirió caminar un rato en la playa mientras esperaban a que
se ocultara el sol para poder disfrutar de la puesta en algún
sitio que les quería mostrar.
El lugar era muy bonito, tenía una vasta vegetación y una
amplia playa de fina y brillante arena donde las olas rompían
cerca de los pies descalzos de los caminantes, se divisaban
a lo lejos parvadas de gaviotas pescando su sustento, se
escuchaba el ruido y la espuma del mar acompañada por la
fresca brisa mientras brillaban los últimos rayos de sol que
les obsequiaba su calor e imperaba una soledad casi
absoluta, sólo irrumpida por sus actuales compañeros de
paseo que venían unos metros adelante, en silencio. Lizzie y
Darcy, tomados de la mano, recordaron lo grato que había
sido para ellos la visita anterior a ese mismo lugar años
atrás.
Después de disfrutar una puesta de sol maravillosa, a los
pies del mar abierto, los paseantes regresaron por un
sendero a la casa y se instalaron en la terraza, a unos
cuantos escalones de la playa, para disfrutar de una
espléndida cena que tenían preparada los anfitriones, a la luz
de unas pocas lámparas de aceite y con el cielo
hermosamente estrellado. La luna menguante se asomaba
con discreción, sin interferir en el espectáculo principal.
Todo era sumamente atractivo para Lizzie, quien se mostró
muy agradecida con la hospitalidad de sus anfitriones, hasta
que inició la cena.
–¡Qué placer que hayan podido venir! Pasaremos una velada
inolvidable. ¿Disfrutaron de su viaje a Gales? –averiguó la
Sra. Willis.
–Fue muy agradable, gracias –respondió Darcy.
–Los Sres. Donohue y los Sres. Windsor te mandan saludos,
cariño –indicó el Sr. Willis.
–Hace tanto tiempo que no los veo, desde la boda de la
Srita. Georgiana. Los Sres. Windsor fueron casi como mis
padres –explicó la Sra. Willis.
–No sabía que fueran tan allegados –comentó Lizzie.
–Viví un tiempo con ellos, cuando mi padre participó en la
guerra y mi madre estuvo enferma.
–¿Usted es de Oxford?
–Sí, allí viví toda mi infancia y mi juventud, hasta que me
casé. La Sra. Windsor era amiga íntima de mi madre y le
pidió ayuda mientras ella se restablecía. Pasé unos meses
inolvidables con ellos.
–Sí, sobre todo con Philip Windsor –replicó el Sr. Willis.
Darcy, discretamente, prestó toda su solicitud al escuchar
ese nombre.
–¿Otra vez te pondrás celoso del Sr. Windsor? –reclamó la
Sra. Willis–. Philip y yo éramos únicamente amigos.
–Según recuerdo eran un poco más que amigos, hasta que
se enamoró de su amor imposible y entonces permitiste que
yo entrara a tu vida.
–Para mí no hay amores imposibles. Lo único que hace
imposible el amor es no ser correspondido.
–Si su amor imposible no hubiera estado casada y le hubiera
correspondido, tal vez para él habría sido una historia
diferente, pero para ti…
–Para mí tal vez… si no hubiera aparecido esa mujer en su
vida, que sólo lo hechizó y lo hizo profundamente
desdichado.
Darcy frunció el ceño y sintió surgir la cólera al percatarse de
que estaban hablando de su esposa, corroborando una vez
más que Philip Windsor estaba enamorado de ella, aunque al
parecer todavía desconocían su identidad. Recordó lo que
había dicho la Srita. Sandra en Cardiff y todas las glosas que
escuchaba de las Bennet en relación a Philip Windsor y
Lizzie, pensando furioso que eso podría convertirse en un
rumor que podría llegar a perjudicar la reputación de su
familia, preguntándose quiénes más lo sabrían. Lizzie, por
otro lado, se percibió incómoda al escuchar el comentario y
al notar la tensión de su marido.
–Yo en su lugar, habría luchado por el amor de mi vida –
prosiguió la Sra. Willis.
–¿Aunque hubiera estado casado? –intervino Lizzie irritada
ante esa posibilidad.
–Yo creo que cuando uno se enamora, debe luchar por
conquistar ese amor. La vida se hizo para alcanzar la
felicidad, no sólo para contemplarla de lejos.
–Entonces ¿usted considera válido que un hombre o una
mujer luche por un amor, aun cuando el otro ya esté casado,
sin tomar en cuenta que con esto tal vez destruya a una
familia, causando una gran desdicha en muchas personas?
–En el caso del Sr. Philip Windsor, su enamorada no tenía
hijos, según supe en su momento.
Darcy la miró implacable.
–Aun cuando el matrimonio no haya tenido hijos, o inclusive
que existan algunos problemas, ¿cree que se puede justificar
interponerse entre dos personas que han decidido pasar su
vida juntos sólo para satisfacer su necesidad de felicidad
personal, provocando la desventura de los demás? ¿Acaso
es moralmente lícito luchar por un amor egoísta y temporal
sin pensar en las consecuencias que puede uno ocasionar,
destruyendo una unión que ha sido bendecida por Dios hasta
que la muerte los separe? Creo que la decisión que tomó el
Sr. Philip Windsor demuestra que es todo un caballero, digna
de ser aplaudida.
–Sr. Darcy, ¿qué piensa al respecto?
–Apoyo a la Sra. Darcy en todo lo que ha dicho –respondió
sosegado, sintiéndose orgulloso de escuchar la respuesta de
su mujer.
–Usted porque es feliz en su matrimonio, pero si en algún
momento la desdicha reinara entre ustedes y apareciera una
mujer joven, llena de vida y de hermosura que lograra
deslumbrarlo, siendo usted tan apuesto y caballeroso como
lo es hoy… –dijo la Sra. Willis moviendo su abanico con una
seducción que caía en el descaro.
–Para mí, esa mujer ya apareció en mi vida y he decidido
compartir mi existencia con ella hasta el fin de mis días –
replicó con arrogancia–. Yo he sido inmensamente fausto a
su lado y le retribuyo a mi esposa con mi fidelidad absoluta.
Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.
–Ojalá todos pensaran como ustedes –reconoció el Sr. Willis
muy incómodo por la actitud de su esposa.
–Y usted, Sra. Willis, que habla del amor y la felicidad por
sobre todas las cosas, ¿cree que un matrimonio puede
funcionar aunque no exista un amor verdadero? –preguntó
Lizzie indignada.
–En nuestra sociedad hay muchos matrimonios así. Mis
padres eran un ejemplo de eso, tal vez los suyos también.
Con el tiempo se llegan a enamorar o simplemente aprenden
a convivir en paz. De hecho, creo que son pocos los que se
casan por amor y que siguen eternamente enamorados, si es
que en verdad existen, disculpándome con el Sr. Darcy.
–Y ¿qué razones pueden llevar a estas parejas a casarse, si
no es el amor?
–Razones hay de sobra. Lo que es complicado es encontrar
los motivos que permitan continuar una relación, sino es la
obligación la única razón para permanecer unidos, lo que los
aleja de la verdadera felicidad. ¿Acaso usted, Sra. Darcy, se
casó únicamente por amor? Me es difícil, casi imposible,
pensar que no sintiera algún otro interés por su actual marido
al saber que su fortuna se contaba entre las más importantes
de Inglaterra –aseguró riendo.
–Creo que a usted le parece imposible aceptar lo que para
nosotros es indispensable en nuestra vida como matrimonio.
–Tal vez en unos años podamos reunirnos en este mismo
lugar para descubrir quién tuvo la razón. Posiblemente para
entonces ya estemos hablando de otra mujer en su vida, Sr.
Darcy, alguien que goce ser el centro de sus atenciones –
anotó flirteando con osadía–, y le prepararé una cena
romántica, con otro platillo especial de camarones.
–Siempre comemos camarones –observó el Sr. Willis.
–Seguramente usted desconoce que el mejor afrodisíaco es
el amor –concluyó Lizzie con severidad.
Lizzie se mordió la lengua y no quiso hacer todos los
comentarios que circulaban en su mente para no ser
imprudente con el Sr. Willis, pero estaba notablemente
enojada y sentía enorme compasión por el socio de su
marido que tenía que soportar a semejante mujer. Darcy vio
muy enfadada a su esposa por la actitud de la Sra. Willis y
mostró su interés de retirarse, agradeciendo con cortesía
toda la hospitalidad que recibieron. El Sr. Willis los
acompañó hasta su carruaje y se disculpó por los
comentarios que había hecho su consorte.
Durante el camino de regreso al hotel, en medio de su
irritación, Lizzie le dijo:
–¡Qué bueno que te has asociado con el Sr. Willis y no con
su mujer!
–No ha sido de tu agrado –reconoció Darcy–, pero él es un
buen hombre.
–Es un caballero muy agradable, pero sin su esposa. ¡Pobre
hombre!, fue presa del enamoramiento a primera vista y la
Srita. Jennifer, astuta cazadora de fortunas, se ofuscó por el
brillo de su fortuna, aceptándolo sin titubeos después de… –
Lizzie se interrumpió al pensar que había sido rechazada por
Windsor tras enamorarse de ella, mientras Darcy enducería
el entrecejo–. Se ve que es muy desdichado con esa mujer.
–Cualquiera sería malhadado con una mujer así –suspiró,
reconociendo que él había sido muy afortunado ya que
podría haber acabado como Philip Windsor, enamorado y
solo–. De hecho, yo sería totalmente infeliz si tú no
estuvieras conmigo. Hoy te agradezco infinitamente que me
hayas rechazado la primera vez que te hablé de mi amor.
–¿Por qué?
–Así pude estar totalmente seguro de que me aceptaste por
amor y no por interés. Si me hubieras aceptado desde
aquella tarde lluviosa, la sombra de la duda me habría
atormentado por mucho tiempo.
Darcy tomó su mano, comprendiendo su enojo, y prosiguió:
–El Sr. Willis me ofreció una disculpa por los comentarios de
su esposa. Le dije que nuestras intenciones de convivir en
familia eran buenas, pero los resultados han sido muy
desfavorables, por lo que comprendió que ya no haremos
este tipo de reuniones.
–¡Esa mujer no tiene escrúpulos! No quiero verte cerca de
ella.
–No me importa lo que opine esa mujer. Me da pena por mi
amigo, lo tiene totalmente subyugado; pero sí me interesa lo
que tú pienses y no quiero verte enojada por esa razón.
–¿Viste cómo te miraba y te hablaba?
–A mí sólo me importa cómo me miras tú –indicó acariciando
su rostro–. Tal vez tengas que leer cierta carta que te mandé
hace unos meses, y si no la traes, te la puedo recitar de
memoria.
–¿Te la aprendiste? –preguntó curvando ligeramente los
labios.
–La leí tantas veces antes de enviártela, aunque podría
improvisar sin problema con sólo contemplar tu bella sonrisa.
Lizzie lo observó conmovida.
–Sra. Darcy, ¿esta noche me dejará comprobar la veracidad
de su teoría?
–El resultado hoy no sería válido, acabamos de cenar
camarones.
–Pero antes no –señaló besando a su mujer.
–El Sr. Peterson está aquí –susurró.
–El Sr. Peterson está muy entretenido viendo el camino, no
le importará que bese a mi esposa mientras él trabaja y te
garantizo su completa discreción –dijo cerrando la cortina–.
Además, aquí puedo besarte sin que nos interrumpan.
Darcy la besó nuevamente.
Al día siguiente, después del desayuno, salieron a casa.
CAPÍTULO XXXII
A su llegada a Pemberley, los Sres. Darcy fueron recibidos
en el salón principal por los Sres. Donohue, quienes habían
ido a reposar, causando una gran alegría en ellos. Después
de saludarse con cariño, Georgiana preguntó:
–¿Cómo les fue en Lyme?, ¿pudieron descansar?
–En realidad vengo agotado –indicó Darcy, pensando en voz
alta.
–Esperemos que pronto tengamos buenas noticias y que su
estancia en Lyme haya sido provechosa –aludió jubilosa.
Lizzie se sonrojó, Darcy se acercó a su hermana y la besó en
la frente, pensando en que ya no era una niña.
–¿Cuándo llegaron? –indagó Darcy en tanto Lizzie los
invitaba a sentarse.
–Apenas ayer, pensábamos que ustedes también llegarían
ayer, pero veo que estuvieron un día más.
–Pasamos la tarde con el Sr. Willis y su esposa, en su
residencia.
–Tu nuevo socio. Y ¿qué tal estuvo su convivencia?
–La convivencia con esa mujer, sin miramientos, fue muy
desagradable –subrayó Lizzie.
–Sí, la recuerdo muy bien –comentó Donohue.
–¿Tú la conoces? –indagó Georgiana asombrada.
–Sí, la atendí un par de veces antes de que se casara, en
Londres. Y sé que tenía mucha relación con la familia
Windsor.
–Para haberla visto tan poco la recuerdas muy bien.
–Los recuerdos que guardo de ella no son agradables.
–Y a pesar de todo fuiste a su boda.
–Fui a su boda sólo para encontrarme contigo, corazón –
aclaró con cariño.
Georgiana se sintió apenada por su suspicacia.
–Y ustedes ¿cómo han estado? –investigó Darcy.
–Bien, gracias –respondió Donohue–, con mucho trabajo,
hasta hace unos días que Georgiana me sugirió venir a
visitarlos.
–Ya saben que siempre son bienvenidos en esta casa –
afirmó Lizzie–. ¿Cuánto tiempo tienen pensado quedarse?
–Sólo unos días, Georgiana tiene cita con el Dr. Robinson y
yo tendré que regresar al consultorio.
–¿Cómo vas con tu tratamiento, Georgiana?
–Hasta ese día nos dará los resultados.
–Esperemos que todo salga bien o que sea fácil de resolver
–anheló con esperanza.
En ese momento, el Sr. Smith interrumpió unos momentos
para anunciar a un visitante: Lady Catherine de Bourgh.
Todos los presentes se mostraron atónitos al oír ese nombre
y observaron cómo se introducía a la habitación, mientras
Darcy, más por reflejo que por cortesía, se ponía de pie,
junto con Donohue y Georgiana. Lizzie se levantó de su lugar
sin salir de su asombro, sintiendo su pulso acelerado, y
saludó con corrección.
–Le agradezco mucho, Sr. Smith. Me quedaré en la
habitación de siempre, si la señora de la casa no tiene
inconveniente –señaló Lady Catherine–. ¡Vaya!, todos están
reunidos aquí. Eso me agrada. Por fin podremos conocernos
mejor, Dr. Donohue.
–Estoy a sus órdenes, madame.
Darcy ofreció a su tía tomar asiento y ella agradeció con
amabilidad, observando con vigilancia a Lizzie que había
quedado justo frente a ella, mientras el Sr. Smith traía el té.
La anfitriona le sirvió a Lady Catherine en completo silencio,
sólo se escuchaba el ruido del agua vertiéndose en las tazas
y su choque con las cucharas, tratando de evitar que se
evidenciara el temblor de sus manos a causa del nerviosismo
que sentía.
Lizzie no podía creer que esa mujer estuviera esperando su
infusión sin demostrarle el desprecio que sentía hacia ella.
Recordó la última carta que habían recibido de Rosings en
donde les daba el pésame por la terrible pérdida. Sin
embargo, jamás olvidaría la última vez que la había visto, en
esa misma casa, conminándole a su marido para que pidiera
la anulación de su matrimonio, con el cual nunca estuvo de
acuerdo, y volverse a casar con una mujer de su clase que sí
pudiera darle descendencia. Dejó la jarra de plata sobre la
mesa y repartió las tazas a los demás convidados, sintiendo
el peso de las miradas expectantes, mientras todos se
preguntaban en medio del sigilio cuál era el objeto de la
visita. Tomó asiento, quedando enfrente de su Señoría,
percibiendo su contemplación escrutadora, como la
recordaba cuando la conoció en Rosings, sin imaginarse si
quiera que algún día llegaría a ser la Sra. Darcy. No
obstante, la expresión de odio en el rostro de Lady Catherine
cuando la corrió de Longbourn, tras haber tolerado sus
ofensas y su exigencia de que fuera renuente a un posible
compromiso con el Sr. Darcy, quedaría marcada en su
memoria.
Darcy observó a su tía, tratando de descifrar lo que traía
entre manos. Ellos se habían distanciado desde aquella
discusión que habían sostenido después de que Lady
Catherine estuviera en Longbourn, querella que permitió que
Darcy recuperara la esperanza de ser aceptado por Lizzie.
Desde aquella noche supo que se había granjeado un
enemigo y que se consolidaría en caso de que su matrimonio
con Lizzie fuera una realidad, pero sabía que su felicidad
valía más que la opinión de su tía y de muchas de sus
amistades. Examinó cómo observaba a su mujer, esperando
el momento en que tuviera que reaccionar para defenderla
de cualquier ataque.
Lady Catherine, después de dar un sorbo a su taza, la ubicó
en la mesa que estaba junto a su lugar.
–Sra. Georgiana, veo que antes de su boda colocó varias
mesas pintadas por usted. Están muy bien presentadas y de
excelente gusto.
–Querida tía, a mí no me corresponden esos halagos; la Sra.
Darcy decoró esas mesas.
–¡Oh! Lo ha hecho usted muy bien, debo reconocer Sra.
Elizabeth. Me da gusto que ocupe su tiempo en esa
actividad.
El silencio volvió por unos momentos.
–Sr. Darcy, he sabido por el coronel Fitzwilliam que hubo un
incendio en la fábrica de su padre y he querido informarme
personalmente de la situación.
–Lady Catherine, el incendio que prácticamente destruyó la
fábrica ocurrió hace dos meses. No obstante, la producción
continuó para poder cumplir los compromisos contraídos en
Londres, usando un local provisional, ya que el que
construyó mi padre resultó con serios daños.
Aprovecharemos esta coyuntura para realizar una
remodelación y optimizar el trabajo de los empleados,
pensando en incrementar la producción y cubrir nuevas
demandas que nos han solicitado –explicó Darcy.
–Me da mucho gusto escucharlo –contestó pensativa–.
También me comentó de un negocio que ha iniciado usted
con un socio.
–Así es, su Señoría. Invertimos hace unos años en una
fábrica de porcelana, e iniciamos las primeras ventas en
Derbyshire. Hasta la fecha hemos llegado a diversos clientes
de Londres, Oxford, Bristol, Irlanda y Gales, con mucha
aceptación del público. Tenemos proyectado extendernos a
otras ciudades.
–¿Gales? Dr. Donohue, tengo entendido que usted es de allí.
–Sí, madame –afirmó Donohue.
–Nuestros clientes en Cardiff son los hermanos del Dr.
Donohue –expuso Darcy.
–El coronel Fitzwilliam me obsequió una muestra de esos
productos. Debo reconocer que son de muy buena calidad,
Sr. Darcy. Y veo que a la Sra. Elizabeth le gusta coleccionar
esas piezas –anotó Lady Catherine observando a su
alrededor numerosos adornos producidos en la fábrica.
–Sí, su Señoría –respondió Lizzie, controlando el manojo de
nervios que sentía.
Tras refrescarse y cambiarse en sus habitaciones, bajaron
para la cena y Lizzie ofreció todas las atenciones de un buen
anfitrión a su más importante invitado, causando una
excelente impresión en Lady Catherine.
–¿Cómo se encuentra la Srita. Anne? –preguntó Darcy a su
tía.
–Bien Sr. Darcy, le agradezco su interés. Y ¿cómo se
encuentra la Sra. Bennet? –indagó Lady Catherine a Lizzie.
–Bien, gracias. Estuvo con nosotros en Londres hace dos
meses –manifestó Lizzie muy sorprendida por la atención.
–Me alegro de que su familia esté bien. Me habría gustado
conocer más a su madre, igualmente a su familia Dr.
Donohue, pero tal vez será en otra ocasión.
–Será un placer, su Señoría –repuso Donohue.
–Y ¿qué me dice de las minas que fundó su abuelo?, Sr.
Darcy.
–Las minas de carbón y de hierro se siguen explotando con
una mayor demanda y este año iniciamos la explotación de
las minas de piedra caliza –explicó Darcy.
–Entonces ha sabido aprovechar muy bien sus recursos para
acrecentar los negocios de la familia –expresó con entera
satisfacción–. Y al socio que tiene, ¿lo incluye también en la
fábrica textil y en las minas?
–No, Lady Catherine. El Sr. Willis únicamente participa con
una parte minoritaria del negocio de la porcelana, en realidad
desde hace un mes.
–¿Tuvo algo que ver el incendio con esta sociedad?
–Acepté asociarme con el Sr. Willis para poder sacar
adelante la fábrica textil, aun con la desgracia, y poder
continuar con los proyectos de ambas empresas. Conozco al
Sr. Willis desde hace muchos años y será un buen apoyo.
–Me gustaría conocerlo. Tal vez durante mi estancia en esta
casa pudiéramos invitarlo a cenar con su esposa.
–Los Sres. Willis están de viaje por el momento.
–Y ¿el Sr. Bingley sigue colaborando con usted?
–Sí. El coronel Fitzwilliam y el Sr. Bingley son mis más
importantes colaboradores.
–¿Podríamos invitarlos, Sra. Elizabeth? Me gustaría también
conocer a sus sobrinos. Ya son tres hijos, según tengo
entendido.
–Sí, su Señoría. Mi hermana Jane ya está esperando el
cuarto bebé –reveló Lizzie.
–¡Oh! Sin duda ha tenido mejor suerte. ¿Qué le ha dicho el
médico después de su accidente?
–El Dr. Thatcher me encontró en buenas condiciones.
–Tenemos muchas esperanzas de que pronto la Sra. Darcy
se vuelva a embarazar –completó Darcy.
–Entonces, tiene mucho trabajo Sr. Darcy. Debe usted
cuidar su salud.
–Afortunadamente gozo de excelente estado de salud.
–¿Lo revisa el médico periódicamente?
–Una vez al año, por lo menos.
–Me alegra escucharlo. Normalmente los hombres no
consultan al médico.
–En realidad lo hago desde que me casé, por petición de la
Sra. Darcy.
–¡Oh! –exclamó viendo a Lizzie analíticamente–. La cena
está muy apetecible, éste es un platillo nuevo para mí.
–La Sra. Darcy hizo algunas modificaciones en el menú que
al Sr. Darcy le agradaron desde que llegó a esta casa –
comentó Georgiana.
–Espero poder disfrutarlas durante mi visita.
–Será un placer –expuso Lizzie.
Cuando concluyó la cena, Lizzie se ofreció a acompañar a
Lady Catherine a su habitación y ella agradeció la cortesía,
aunque en realidad conocía muy bien la casa, mientras
Darcy las escoltaba. Lady Catherine observaba cada detalle
de la mansión, verificando que su cuidado fuera impecable y
reluciente, que todo estuviera en óptimas condiciones y se
mostró satisfecha de su escrutinio. Después, los Sres. Darcy
y los Sres. Donohue se retiraron a descansar.
CAPÍTULO XXXIII
Lady Catherine salió de sus aposentos al salir el alba e hizo
un recorrido a las recámaras que estaban disponibles;
observó que una de ellas contenía las pertenencias de la
difunta Lady Anne, tal como ella las había conservado en la
habitación que utilizó por muchos años, la cual se
encontraba junto a la alcoba principal, que ocupó el
predecesor del Sr. Darcy. Luego bajó y se metió hasta la
cocina, entrevistó a la cocinera y a los mayordomos, a las
señoritas mucamas, al Sr. Smith, a la Sra. Reynolds y a todo
el personal de servicio, preguntando sobre las actividades
que cada uno realizaba y la remuneración que recibían.
Revisó el menú que estaba contenido en dos cuadernos
escritos de puño y letra de la señora de la casa,
perfectamente bien planeado y balanceado; inspeccionó el
contenido de las despensas y la limpieza en todas las áreas
de servicio, investigó sobre el trato que los amos les daban a
sus empleados, la frecuencia con que viajaban o recibían
invitados y las alcobas que ocupaban. Indagó sobre la
habitación que había pertenecido a su difunta hermana y la
razón por la cual se encontraba bajo llave.
De su entrevista con el Sr. Smith y con la Sra. Reynolds no
obtuvo grandes resultados ya que ellos eran sumamente
discretos, pero se aprovechó de la falta de suspicacia que
mostró una de las mucamas, la más joven, para satisfacer su
curiosidad sobre los hábitos que tenía la que ostentaba el
nombre de su estimada hermana, la relación que guardaban
entre ellos los Sres. Darcy, si su sobrino se ausentaba
frecuentemente de la casa y la hora en que regresaba, si
viajaba solo o acompañado. La Srita. Colette incluso le
platicó sobre la discusión que había tenido lugar cuando
solicitaron la mano de la Srita. Georgiana y que esto
ocasionó que la Sra. Darcy durmiera sola en su habitación y
el señor en la alcoba que había pertenecido a su difunta
madre. También le detalló lo sucedido con el viaje del Sr.
Darcy a Bristol y el accidente en el que perdieron a su bebé,
cómo su amo había cuidado de su esposa cuando su vida
había estado en peligro y que procuraba su compañía cada
vez que tenía oportunidad. La mucama le reveló sobre los
horarios de actividades que tenían los señores de la casa, la
disposición de las habitaciones que utilizaban sus sobrinos y
la necesidad de cambiar sábanas todos los días.
Lady Catherine le preguntó sobre el nuevo invernadero que
habían instalado en el parque y la Srita. Colette le participó
toda la información que conocía sobre el negocio de la Sra.
Darcy. Lady Catherine, impresionada y sulfurada, mantuvo la
calma en todo momento, propiciando que la conversación
fuera agradable para su interlocutor y de esta manera
resolver todas sus dudas al respecto.
Cuando ya se acercaba la hora del desayuno, se introdujo al
salón principal para esperar a sus anfitriones. Minutos más
tarde, los Sres. Donohue bajaron por las escaleras.
Georgiana se acercó a su tía que revisaba algunos libros y la
saludó, seguida de su marido. Lady Catherine le preguntó a
Donohue más detalles de su familia, la ocupación de su
padre y de sus hermanos, la educación que sus progenitores
les habían proporcionado a él y a sus hermanos, y se
interesó también por la preparación que recibían sus
hermanas. Preguntó todas las referencias de su profesión y
resolvió sus múltiples incertidumbres sobre las posibilidades
que tenía el Dr. Donohue de ofrecerle una vida digna a su
querida ahijada.
Cuando los Sres. Darcy arribaron al salón principal,
inusualmente un poco después de la hora acostumbrada,
saludaron y pasaron a desayunar. Lady Catherine señaló
impertérrita:
–Sr. Darcy, recuerdo que en Rosings usted salía a cabalgar
antes del amanecer. ¿Desde que se casó ha perdido ese
hábito?
–No Lady Catherine, procuro cabalgar al salir el alba todos
los días, con sus excepciones, como hoy. Estaba muy
cansado y quise reponer mis fuerzas.
–¡Oh!, pero si acaban de venir de tomar unas vacaciones,
según me dijo el Sr. Smith. En fin, nunca deje de practicar
algún deporte. ¿Sigue ejercitándose en la esgrima?
–La practico ocasionalmente, así como la pesca y la cacería,
aunque ya no participo en las competencias.
–¿Usted realiza algún ejercicio, Dr. Donohue?
–También acostumbro cabalgar, madame.
–El deporte no es exclusivo para los caballeros. Sra.
Elizabeth, ¿usted también monta?
–No, su Señoría, pero acostumbro todos los días salir a dar
largas caminatas por el jardín o en el bosque.
–Bueno, no todos los deportes son para todas las personas.
Yo solía andar a caballo cuando era joven, pero hace mucho
que dejé de hacerlo. Me gustaría uno de estos días
acompañarla en su paseo, si no le molesta.
–Estaré encantada de disfrutar su compañía.
–Georgiana, ¿sigue usted cabalgando?
–Por el momento no tía. El Dr. Robinson me recomendó
dejar los caballos y caminar. Dice que es un excelente
ejercicio.
–¿Sufre usted de algún padecimiento?
–No tía. En realidad es una medida preventiva, en caso de
quedar encinta.
–Espero que sea pronto. Igualmente para usted, Sra.
Elizabeth.
Lizzie asintió con agradecimiento.
–Seguramente, desde mi llegada se han de preguntar el
motivo de mi inesperada visita. Además de informarme del
estado de los negocios de la familia Darcy, a raíz de la
conocida desgracia, he querido venir por tranquilidad
personal, para ver que todo esté funcionando como Dios
manda. No sabemos cuánto tiempo más esté entre ustedes y
quiero dejar este mundo con la serenidad de que mis seres
queridos y más próximos, los hijos de mi amada hermana,
estén bien. Por tal motivo, les pediré que ustedes realicen
las diligencias que acostumbran sin preocuparse por mí. Yo
ya tengo pensadas las actividades que quiero realizar estos
días y no quiero incomodarlos en absoluto.
–Por lo pronto, querida tía, después del desayuno iremos a la
iglesia. ¿Gusta acompañarnos? –indicó Darcy con
amabilidad.
–Me alegra mucho que conserven esa costumbre.
Durante el almuerzo, Lady Catherine continuó con su
interrogatorio al Dr. Donohue, con suprema diplomacia pero
resolviendo todas sus dudas; faltó poco para que le
preguntara el monto exacto de su renta e hizo amplias
recomendaciones a los presentes de cómo aprovechar mejor
sus recursos en los tiempos difíciles, así como optimizar el
trabajo de la servidumbre en una mansión de tales
dimensiones. Al terminar tomaron dos carruajes, ya que
Lady Catherine expresó sus deseos de ir a otro lugar
después de acudir al templo. Los Sres. Darcy abordaron el
coche en compañía de Lady Catherine y los Sres. Donohue
se fueron en el suyo.
Después de la iglesia, Lady Catherine fue escoltada por el
Sr. Peterson en el vehículo de los Sres. Darcy y le solicitó
que la llevara al cementerio donde estaba sepultada su
hermana; allí pasó un largo rato y observó la pequeña tumba
de Frederic Darcy. Luego le indicó que la llevara a la florería
de la Sra. Darcy, la cual estaba cerrada, pero pudo entrar y
platicar un rato con el Sr. Mackenna que había ido para
recoger los libros en donde llevaba las cuentas y así poder
poner al tanto a su patrona al día siguiente, como hacía cada
vez que ella regresaba de algún viaje.
Lady Catherine investigó sobre el trabajo del Sr. Mackenna y
el de la Srita. Reynolds, él comentó que administraba el
negocio, promovía los productos con los clientes nuevos o
los cautivos y recibía los pedidos que realizaban los
restaurantes y las posadas; y que ella armaba los arreglos
utilizando los diseños que la Sra. Darcy le había enseñado a
hacer, ayudaba a despachar a los clientes, así como a recibir
las flores que el Sr. Weston llevaba todos los días, a quien
encargaba las que iba necesitando y al Sr. Bush los floreros,
conforme estos se agotaban. Asimismo, comentó que él
entregaba las cuentas a la Sra. Darcy y le informaba de
todos los resultados cada mes, o antes si había algo
importante que comunicarle. Amplió la información
agradeciendo el generoso sueldo que recibía y el buen trato
que siempre le daba su patrona, comentando sobre los
clientes que frecuentaban el establecimiento y los que tenían
para dar servicio a domicilio, así como las excelentes
impresiones de los compradores sobre los productos que
manejaban.
Al término de su inspección Lady Catherine, disimulando
hipócritamente todo su horror, se despidió gentilmente del Sr.
Mackenna y abordó el carruaje de su sobrino en completo
silencio, hacia Pemberley.
Entre tanto, los Sres. Darcy y los Sres. Donohue, en el coche
de estos últimos, fueron a Lambton a dar un paseo.
Buscaron en la librería, como acostumbraban, algún título de
su interés y pasaron todo el día en su excursión comentando
asombrados del intenso interrogatorio del que habían sido
objeto los caballeros. Lizzie estaba a la expectativa para
conocer el momento en que le tocaría sentarse en la
banquilla, pero Darcy la tranquilizó diciendo que tenía plena
confianza en las habilidades que su esposa poseía para salir
avante de cualquier aprieto, como lo había hecho ya hacía
seis años con su tía y en repetidas ocasiones con otras
personas por diferentes motivos.
Cuando regresaron a Pemberley, la Sra. Reynolds los recibió
y expresó sus deseos de departir unos minutos en privado
con la Sra. Darcy. Le informó todo lo que Lady Catherine
había hecho durante la mañana y sus entrevistas antes del
almuerzo y que, a su regreso del templo, había solicitado que
se le permitiera el acceso a la habitación que permanecía
bajo llave.
–¿Le pidió la llave de la alcoba de mi bebé? ¿Y qué hizo
cuando entró? –preguntó Lizzie atónita.
–Revisó todos los muebles, se paseó por toda la habitación,
miró a través de la ventana, revisó la ropa del pequeño y,
después de varios minutos, me agradeció con mucha
amabilidad y salimos de la alcoba en silencio.
–Y ¿qué más ha hecho la Sra. de Bourgh?
–Me comentó el Sr. Peterson que después de la iglesia la
llevó al cementerio donde están sepultados los Sres. Darcy y
su pequeño, y que luego fueron a la florería, donde dialogó
con el Sr. Mackenna. A su regreso, recorrió toda la casa y
posteriormente estuvo hablando con el jardinero en el
invernadero.
–Gracias Sra. Reynolds. Le agradezco mucho su
colaboración para atender bien a la señora.
Lizzie entró a la casa y encontró a los Sres. Donohue en el
salón principal, ella preguntó por su marido y Georgiana le
indicó que estaba en su despacho con Lady Catherine, quien
le había solicitado una entrevista privada. Lizzie tomó
asiento, conociendo perfectamente el motivo de la misma.
Minutos antes, Darcy se introdujo a su estudio con Lady
Catherine, recordando la última audiencia que ellos habían
sostenido en ese mismo lugar, esperando que en esta
ocasión el resultado fuera más favorable. Ambos tomaron
asiento y Lady Catherine inició:
–Como es de su conocimiento, me he atrevido a entrar a
esta casa pacíficamente para ver con mis propios ojos que
todo marche como debe de marchar, aun cuando cierta
persona no sea de mi agrado.
–Si usted se está refiriendo a la Sra. Darcy, le aconsejo con
deferencia que cuide sus palabras. No voy a transigir…
–Sr. Darcy, no es mi intención insultar a nadie, pero me he
enterado de algo que no es posible permitir. ¿Cómo puede
explicarme, además de mantenerse en completa ceguera
gracias a las artes y las seducciones de su mujer, que usted
haya autorizado a la Sra. Elizabeth para que tenga un
negocio desde hace varios años? ¡Eso atenta contra el honor
de la familia, el decoro, la prudencia! ¿Qué ejemplo ha
recibido mi ahijada Georgiana mientras estuvo viviendo en
esta casa y qué otras cosas escandalosas le habrá
enseñado? ¿Qué ejemplo recibirán tus hijos, si es que los
tienes, teniendo una madre que…?
–¡Una madre que ama a la vida! –exclamó poniéndose de
pie, desafiante–. ¡Una mujer que está dispuesta a todo con
tal de ver a las personas de su alrededor felices! Georgiana
le debe su felicidad, yo le debo mi felicidad y mis hijos
seguramente también le deberán su felicidad. Sí, yo consentí
después de muchas cavilaciones que pusiera su negocio y
no me arrepiento de esa decisión, pero si sigue con esta
actitud, Lady Catherine, me arrepentiré de haberla recibido
en esta casa que ahora también es la casa de la Sra.
Elizabeth Darcy, aunque a su Señoría no le parezca. Y si en
esta ocasión me he permitido acogerla, ha sido en atención a
mi esposa, quien desde hace varios años me ha motivado a
buscar un acercamiento y una reconciliación con usted, pero
créame que yo no estoy interesado en mantener una relación
con una persona que se dedica a injuriar a mi mujer cada vez
que la veo. ¡Si desea continuar con esa actitud, le tendré que
exigir que se retire de mi casa definitivamente!
Un ambiente gélido recorrió la pieza y, tras varios minutos de
silencio y de intercambiar miradas intransigentes, Lady
Catherine dijo:
–Por la memoria de mi hermana y para cumplir con el
propósito de esta visita, pasaré por alto la actividad de su
mujer y me dirigiré hacia ella con toda propiedad, aun
cuando mi consciencia no quede tranquila con haberle
advertido de los dislates de su aquiescencia.
Lady Catherine se puso de pie y salió del despacho rumbo al
salón principal donde Georgiana estaba tocando el piano.
Lizzie se puso de pie al igual que Donohue, Lady Catherine
se introdujo y tomó asiento en silencio al tiempo que Darcy
hacía su aparición. Tomaron sus respectivos lugares y
continuaron escuchando la hermosa música que denotaban
las extraordinarias cualidades de la intérprete, que fueron
agradecidas por Lady Catherine.
Luego, pasaron al comedor y cenaron unos exquisitos
platillos. Georgiana le comentó a su tía el recorrido que
habían hecho, las novedades de la comarca y de las
primicias de Londres y todos los hermosos lugares que había
conocido en Gales, desde la primera vez que habían sido
invitados. Lady Catherine prosiguió con su investigación
haciendo algunas preguntas a los presentes, con su
acostumbrado modo inquisidor, irritando a Lizzie, quien
esperaba con incomodidad que los próximos días fueran más
abrumadores con su visitante, cuando Darcy ya se retirara a
su despacho a trabajar.
Al concluir, todos se despidieron y se dirigieron a sus
habitaciones. Cuando Darcy cerró la puerta de su alcoba,
después de que entraran, ella le dijo enfadada:
–¿Qué pretende tu tía?, ¿acaso ha venido a fiscalizarnos?
No dudo que quiera inmiscuirse en tu despacho. ¿Qué te dijo
en su entrevista privada?
–No quiero hablar de eso ahora.
–Estoy persuadida de que te reclamó de la florería… ¡Se
entrevistó con todos los empleados, revisó el menú, la
despensa, las alcobas, todas las habitaciones de la casa!
–Seguramente quiere comprobar con sus propios ojos lo que
nunca ha querido creer y que yo siempre le dije, que la Sra.
Darcy es una excelente ama de casa y que me cuida muy
bien –explicó acariciando su rostro y su cuello.
–¡Lady Catherine revisó la alcoba del bebé y visitó la tumba
de Frederic! ¿Acaso también querrá inspeccionar esta
alcoba?
–Con que no sea en este momento –aclaró besando el cuello
de su mujer y abrazándola.
–Creí que estabas cansado –indicó más relajada.
–Mi perla, cuando estoy a tu lado, ¿qué importa mi
cansancio? A menos que no tengas deseos.
–Sabes que te lo diría. ¿Cerraste bien la puerta?
–Siempre la cierro bien. ¿Acaso temes que quiera venir a
inspeccionar?
Lizzie rió, ciñéndolo por el cuello.
–Creo que se moriría de envidia.
Darcy, incorporándose, sonrió satisfecho y la besó.
CAPÍTULO XXXIV
Al día siguiente, Darcy salió antes del alba a montar y se
encontró con su tía que miraba el amanecer desde el balcón
del salón principal. Darcy se acercó a saludarla y ella
correspondió con cortesía.
–¿Ya se encamina a cabalgar, Sr. Darcy?
–Sí, madame, si usted me lo permite.
–¿La Sra. Elizabeth acostumbra despertarse tarde?
–No, en realidad ya está levantada, pero usualmente sale de
su habitación cuando yo regreso de cabalgar. Mientras
disfruta de sus libros.
–Me gustaría visitar su biblioteca. Ayer no pude revisar los
títulos.
–Cuando usted quiera. Ya sabe que ésta es su casa.
–Te agradezco hijo, que me hayas permitido entrar a tu casa,
aun cuando mi actitud en el pasado ha sido muy reprobable
–expuso contemplando el maravilloso paisaje.
Darcy permaneció a su lado unos minutos, observando en
silencio las nubes que cambiaban hermosamente de color
por la presencia del sol. Sin duda, estaba sorprendido y
agradecido por la conducta de su tía, aun cuando le hubiera
cuestionado lo del negocio de Lizzie. Luego se marchó.
Al regresar de su cabalgata no encontró a su tía ni a los
Sres. Donohue y fue a su alcoba a buscar a Lizzie. Tocó a la
puerta, entró y halló a su mujer cepillando su hermosa
cabellera. Ella sonrió al ver que arribaba, Darcy se acercó,
tomó el cepillo y le ayudó en su labor.
–Mi tía hoy quiere visitar la biblioteca.
–Y ¿mañana querrá visitar el salón de esculturas? –preguntó
burlándose.
–Tal vez.
–Entonces seguiré su consejo y tu consejo de hace unos
años, tendré que buscar otra actividad.
–¿Pensabas ir a la biblioteca?, creí que saldrías con
Georgiana.
–Tu hermana viene de descanso con su esposo, no creo que
quieran mi compañía.
–Mi tía agradeció que la hayamos recibido.
–Seguramente creyó que no la recibiría.
–Creo que te has portado como toda una Sra. Darcy y no se
lo esperaba. Se ve que está arrepentida por su
comportamiento. Tal vez puedas acompañarla a la biblioteca
y enseñarle los títulos que tanto te han gustado.
Indudablemente se complacerá en escucharte y la dejarás
asombrada por todos los conocimientos que has adquirido.
Yo mientras estaré en mi despacho.
–Y ¿podré correr a tu lado en caso de que quiera agredirme?
–indagó volteándose hacia su marido.
–¿Acaso lo harías?
–Tal vez sea más romántico ver cómo me defiendes a
desenfundar mi espada nuevamente. Me gusta mucho
cuando me resguardas.
–Será un placer –indicó sonriendo.
Pasados unos minutos en que él se atavió con ropa limpia,
los Sres. Darcy se encaminaron al salón principal donde ya
estaba Lady Catherine con los Sres. Donohue que acababan
de llegar. Lizzie los invitó a pasar al comedor y todos
tomaron sus asientos. Lady Catherine robó la palabra:
–¿Qué libro está leyendo, Sra. Elizabeth?
Lizzie, esperando su interrogatorio, contestó con seguridad:
–Estoy leyendo varios, su Señoría.
–¿Al mismo tiempo?
–Leo por las mañanas, antes del desayuno, alguna novela
regularmente; ahora estoy leyendo Pamela, de Samuel
Richardson.
–Tengo entendido que la obra completa contiene ocho
tomos.
–Sí, ahora estoy por concluir el cuarto.
–¿Y cuál es su opinión de la historia? ¿Acaso se identifica
con ella?
–No, de ninguna manera. Ella es muy sumisa, aunque firme
en sus decisiones.
–¿De qué trata la novela? –preguntó Georgiana.
–Es la historia de Pamela Andrews, la criada de un
distinguido conde que lucha por conservar su virtud a pesar
de las intrigas que su amo, el Sr. B, trama para seducirla.
–¿El Sr. B?
–Sí, el autor nunca menciona el nombre de quien se
convierte en su esposo, tras haberse enamorado
perdidamente de ella por su afán de conservarse inocente y
en gracia de Dios y descubrir en ella múltiples cualidades a
través de la lectura de las cartas que dirige a sus padres y
del diario donde ella describe todas sus desgracias mientras
se encuentra secuestrada por ese sujeto. Considero que es
una enseñanza para muchas mujeres que pueden estar en
una situación similar, puede ayudarlas a reflexionar que lo
más importante es darse a respetar ante los hombres, sin
importar las condiciones sociales en las que nos
encontremos.
–¿Qué otros libros está leyendo? –interrogó Lady Catherine.
–Después de ver los pendientes domésticos procuro visitar
la biblioteca, donde reviso y estudio algunos libros sobre
historia, arte, caracterología, biografías de personalidades
importantes. Por la tarde, cuando paseo por el jardín, me
gusta llevar algún libro de poesía; en las noches leo con mi
esposo el libro de su preferencia y últimamente disfruto
escuchar su lectura en francés para iniciarme en el idioma.
–¿Le gustaría aprender francés?
–Siempre lo he deseado, aunque no había tenido la
oportunidad sino hasta ahora.
–Pronto mandaré llamar a la Sra. Annesley para que pueda
avanzar más rápido en su aprendizaje –comentó Darcy.
–La Sra. Annesley es una excelente maestra –indicó
Georgiana–, y la Sra. Darcy es una excelente estudiante.
–¿Excelente estudiante? –murmuró Lady Catherine.
–Si gusta, podemos visitar la biblioteca –sugirió Lizzie.
–¡Vaya!, me agradaría mucho –aceptó complacida.
–Mi padre me enseñó un mundo maravilloso dentro de las
páginas de los libros y, sin duda, es mi pasatiempo favorito.
–Veo que ha dejado la pintura.
–En algunas ocasiones pinto alguna mesa o mueble, según
haya necesidad. He pensado pintarle a mi hermana algún
cuadro para su bebé.
–Seguramente le agradará mucho. Y ¿en qué momento ve
los asuntos de su negocio?
Darcy se tornó circunspecto y agudizó sus sentidos, mientras
su esposa respondía con confianza:
–En las mañanas me organizo para supervisar las tareas
domésticas y las de la florería, ya sea recibiendo al Sr.
Mackenna, diseñando algún nuevo arreglo o visitando el
local que usted ya pudo conocer. Antes desempeñaba más
funciones pero a raíz de mi embarazo decidí delegarlas a mi
administrador para dedicarme al cuidado de mi hijo.
–Veo que ha pensado bien, en caso de que pronto nazca un
heredero en esta casa. Y usted Sra. Georgiana, además de
practicar el piano, ¿continúa tocando el arpa?
–Sí tía, todos los días procuro practicar ambos instrumentos.
–Mi hermana estaría orondísima de ver su excelente
desempeño en la música y en la pintura. Y ¿ha seguido
practicando el francés?
–Sólo con la lectura. Acostumbro leer después de practicar
los instrumentos.
–Y usted, Dr. Donohue, ¿sabe hablar francés?
–Sí, su Señoría.
–Entonces pueden practicar entre ustedes.
Lady Catherine se mostró satisfecha con las respuestas, aun
cuando el tema del negocio de su anfitriona no era de su
agrado. Le agradeció a Lizzie la invitación a la biblioteca,
pero antes quería que Darcy le mostrara unos documentos
en su despacho. Lizzie, al escuchar esa propuesta, controló
muy bien su risa, recordando lo que le había dicho a su
marido. Darcy, extrañado, le informó que hoy se reuniría con
Bingley para trabajar en un asunto en su despacho y ella le
dijo que estaba muy interesada en estar presente, así
resolvería numerosas dudas que todavía tenía. Darcy no
tuvo más remedio que aceptar.
Cuando concluyó el desayuno, Darcy y Lady Catherine se
retiraron a su estudio, luego llegó Bingley y estuvieron toda la
mañana encerrados. Mientras tanto, Lizzie recibió al Sr.
Mackenna en su sala privada, luego acudió a la biblioteca
como lo había previsto y los Donohue se fueron a pasear al
bosque. Cuando Lady Catherine por fin dejó solos a los
señores, se reunió con Lizzie en la biblioteca donde
revisaron algunos títulos.
Era media tarde cuando el Sr. Smith interrumpió su debate
para anunciar que la Sra. Darcy tenía visita: la Srita. Kitty
entró y saludó a su anfitriona con un apretado abrazo
mientras Lizzie rezaba por el buen comportamiento de su
hermana hacia Lady Catherine, quien las observaba
detenidamente.
–Lady Catherine, es mi hermana Kitty, la cuarta…
–Sí, el Sr. Collins me ha puesto al tanto de los detalles de la
familia Bennet –aclaró sentada en su lugar.
Kitty se inclinó y tomó asiento mientras Lizzie servía el té.
–Nunca había entrado en esta habitación, ¿no sientes que te
asfixias? –preguntó Kitty observando las paredes llenas de
libros perfectamente ordenados–. Jane te manda muchos
saludos, habría querido venir pero Diana está enferma y yo
no quería irme de Starkholmes sin antes preguntarte cómo
les fue en su viaje. ¿Pronto nos darán la buena noticia?
–¿Qué noticia? –inquirió Lizzie extrañada.
–La de mi futuro sobrino, por supuesto –contestó con
impudicia.
Lizzie derramó un poco de la infusión sobre la mesa.
–O acaso no aprovecharon –se burló Kitty.
Lizzie lanzó una mirada rigurosa a su hermana, pidiéndole en
silencio más decoro ante su excelencia, mientras limpiaba
con una servilleta.
–¿Usted sigue siendo soltera Srita. Kitty? –indagó Lady
Catherine con arrogancia.
–Sí, aunque espero que no por mucho tiempo.
–¿Hay algún caballero que la pretenda?
–Por el momento no. Sin embargo, me han cortejado
algunos. Su sobrino, por ejemplo.
–¿El Sr. Darcy?
–No, aunque no me hubiera desagradado –dijo ufana,
mientras tomaba su té–. Me refería al coronel.
–¿Fitzwilliam? –indagó sorprendida, recordando que el
coronel había pedido la mano de su hija años atrás.
–Lo que mi hermana quiere decir es que ha sentido simpatía
por los caballeros pero no se ha enamorado –aclaró Lizzie
tomando su lugar–. Y el coronel ha sido amable con ella,
como lo es con todas las damas.
–Entonces espera algún día enamorarse para corresponder
las atenciones de algún caballero.
–Sí, aunque también pienso que el amor puede llegar
después, si es una unión conveniente –declaró Kitty.
–¡Vaya! Pensé que ese asunto de casarse por amor estaba
muy difundido en su familia. Me alegro por la Sra. Bennet
que no sea así.
–Disculpe Lady Catherine, pero tengo entendido que el
matrimonio de los difuntos Sres. Darcy estuvo lleno de
felicidad –indicó Lizzie.
–Como cualquier matrimonio que se forma con las debidas
personas, de la misma clase social.
–Como el suyo, estoy persuadida.
Lady Catherine asintió viéndola con curiosidad.
–¿Puedo preguntarle qué habría hecho si en su juventud el
Sr. Darcy hubiera pedido su mano? ¿La habría aceptado aun
sabiendo que amaba a su hermana Anne?
–No, por supuesto que no.
–¿Y lo habría aceptado si hubiera desconocido la existencia
de ese amor?
–Sí, supongo que sí.
–Pero afortunadamente usted conoció a su difunto marido y
aceptó casarse con él. Sin embargo, si se hubiera casado
con el Sr. Darcy, desconociendo el amor que ellos
secretamente se tenían, ¿usted cree que hubieran podido
alcanzar la felicidad que se obtiene fruto de la unión de las
debidas personas?
Lady Catherine guardó silencio mientras Kitty interrumpía:
–Lizzie, estar entre tanto libro te hace daño, tal vez el Sr.
Darcy disfruta más de tu compañía si piensas en otros
temas. ¡A veces eres tan aburrida! –exclamó, dejando su
taza sobre la mesa–. Entonces me retiro, no sin antes
decirle, Lady Catherine, que si tiene algún otro sobrino
soltero me encantaría conocerlo –dijo poniéndose de pie–.
Lizzie, mañana regreso a Longbourn porque asistiremos a un
baile el fin de semana, ya te contaré si conozco a alguien.
Me dio mucho gusto saber que disfrutaron de su viaje.
Cuando Lizzie cerró la puerta de la biblioteca y regresó a su
sitio, su convidada le dijo, controlando su desagrado:
–Tiene usted que cuidar mucho a esa hermana suya.
–Sí su Señoría, así lo hacemos. Le ruego que disculpe su
imprudencia.
Lady Catherine retomó el libro del que estaban discutiendo,
del cual le hizo innumerables preguntas para conocer su
opinión sobre los temas que había estado estudiando desde
hacía varios años. Su coloquio se alargó hasta el anochecer
mientras Lizzie respondía a todas sus interrogantes como
toda una maestra en la materia.
Darcy las fue a buscar para escoltarlas al comedor,
encontrándolas en una acalorada y amena discusión sobre la
historia de la Antigua Grecia, tema que apasionaba a Lizzie y
en el que su padre había hecho descubrimientos muy
interesantes que hasta entonces no se habían publicado.
Lady Catherine le hacía las interpelaciones en francés y ella
respondía en inglés pero entendiendo perfectamente el
significado de los cuestionamientos. Darcy, al observarlas
por varios minutos, se sorprendió del gran avance que su
esposa había tenido con sólo escuchar su lectura en francés
y Lady Catherine se quedó con una excelente impresión de
sus conocimientos, pero como era habitual en ella, no hizo
comentario alguno.
La cena estuvo un poco más agradable que las anteriores, el
interrogatorio había cambiado de tema. Lady Catherine le
preguntó a Darcy y a Donohue sobre la opinión que
guardaban de la guerra con Francia y el desempeño del
gobierno inglés y de todo el Reino Unido ante la problemática
social. Cuando terminó la cena pasaron al salón principal,
invitados por su anfitriona y, cuando todos tomaron asiento,
Lizzie se sentó en el piano e interpretó varias piezas con
excelente participación. Después de los aplausos que todos
le ofrecieron, Lady Catherine comentó:
–Muchas felicidades Sra. Darcy, su interpretación en el piano
ha mejorado notablemente.
Desde entonces, Lady Catherine se refirió a ella como la Sra.
Darcy, como si se hubiera granjeado el título al probar su
buen desempeño como ama de casa y como dama refinada,
según los conceptos de Lady Catherine. Lizzie, y desde
luego Darcy, al darse cuenta de este cambio de actitud, se
sintieron ufanos.
Ya en la habitación Darcy le dijo a su esposa:
–Muchas felicidades, Sra. Darcy, creo que respondió mejor a
los cuestionamientos de mi tía que yo. Ni siquiera mi madre
me había vigilado tanto.
–Espero que la presencia de Kitty no haya escandalizado a
tu tía.
–¿Kitty estuvo aquí?
–Sí, vino para preguntar cómo nos había ido en nuestro
viaje. No se reservó ningún comentario –declaró
sugerentemente rodeándolo del cuello–, y ante preguntas tan
explícitas no me quedó más remedio que responderlas con
claridad.
–No puedo creer que mi esposa haya perdido el pudor fuera
de esta habitación –espetó sonriendo, abrazándola de la
cintura y caminando hacia la cama lentamente.
–¿Qué quiere decir con esas palabras, Sr. Darcy? –inquirió
simulando sentirse ofendida ante la alusión.
–La verdad, mi lady, la exquisita verdad. ¿Qué fue lo que
respondió, Sra. Darcy?
–Que el Sr. Darcy fue muy solícito en complacer a su esposa
–explicó entre besos–, que casi no tuvimos tiempo de salir de
nuestra habitación…
–¿Y nuestros paseos en la playa?
–Sólo fuimos una vez, y claro, en otra ocasión con tu socio…
También le dije que ni siquiera había necesidad de vestirnos
o ponernos un camisón.
–¿Acaso llevabas camisón?
–No. He aprendido a no llevar cosas que me obligas a dejar
en el baúl.
–¿Te obligo? –indagó besándola en el cuello y estrechándola
con firmeza mientras ella se reía, lanzando su cabeza hacia
atrás–. ¿Le dijiste qué sientes cuando acaricio tus curvas,
cómo me haces perder la razón cuando te veo y percibo tu
maravillosa respuesta?
–¡Sí!
Lizzie topó con la cama y cayó de espaldas en medio de una
carcajada. Darcy la siguió y le dijo sonriendo:
–Entonces Lady Catherine se sintió muy orgullosa de mí.
Lizzie le dio un golpe en la espalda como respuesta a su
broma.
–Pero dime, ¿cómo estuvo tu día con la señora capataz? –
preguntó Lizzie.
–No tan estimulante como el tuyo –se burló–, pero nos hizo a
Bingley y a mí una lista interminable de preguntas, revisó
documentos como si quisiera asegurarse de que todo
marchara bien. Yo le dije que se han presentado algunos
problemas en las minas, igualmente en la fábrica textil, como
en todo negocio, pero que se han resuelto
satisfactoriamente. Aun así, hasta que no lo vio con sus
propios ojos no parecía quedarse tranquila.
–Ojalá que al Dr. Donohue no le pida inspeccionar su trabajo
en el consultorio. Sus pacientes saldrían corriendo
despavoridos.
–¿Como pienso inspeccionarte a ti?
Darcy recibió otro golpe de su esposa, sonrió y la besó.
Luego continuó:
–Te agradezco que hayas atendido bien a mi tía. Cuando ya
veníamos, me dio nuevamente las gracias y se veía
complacida, casi como yo, me siento muy orgulloso de ti. Te
felicito por tu interpretación en el piano, lo hiciste
maravillosamente y me satisface ver tus avances en el
francés.
Lizzie sonrió complacida y lo besó.
Unos días después, los Bingley fueron a Pemberley a
desayunar y los Sres. Darcy, Lady Catherine y los Donohue
los recibieron en el salón principal. Lady Catherine pudo
conocer a los hijos de Jane y verlos jugar en compañía de la
Srita. Susan en el jardín, mientras ellos desayunaban.
Hablaron un poco más de la familia Bennet, sin mencionar
los asuntos escabrosos, y de los Sres. Gardiner. Nadie
mencionó a Lydia ni a su familia y mucho menos a Wickham.
Lady Catherine preguntó a Bingley por su hermana y él le
proporcionó la información. Aparentemente ella tenía muy
buena imagen de la Srita. Bingley, quien al parecer la había
frecuentado en Rosings con cierta periodicidad en el pasado,
pero desde hacía mucho tiempo no había tenido noticias de
ella. Igualmente quiso saber más acerca del Sr. Willis y su
familia. Darcy le comentó de su relación con él hacía varios
años y su buen desempeño en los negocios; cuando
hablaron de la Sra. Willis no dieron mayores detalles. El tema
del negocio de la Sra. Darcy no se volvió a mencionar, Lady
Catherine, aunque crispada, sabía que ya era un tema
perdido que ahora tenía que aceptar si quería acercarse a su
sobrino. Con respecto a la visita de Kitty, Lady Catherine
pudo comprobar de primera mano los comentarios que el Sr.
Collins le había hecho con anterioridad, de tal manera que no
fue una sorpresa para ella, aunque sí un momento incómodo
que tuvo que soportar por la promesa hecha a su sobrino de
comportarse con mesura hacia su esposa.
Después del desayuno, los Sres. Donohue se retiraron a
Londres.
La visita de Lady Catherine duró quince días, tiempo en el
cual convivió más con la Sra. Darcy, acompañándola en sus
actividades regulares. Acudieron varias veces a la biblioteca,
realizaron algunas caminatas en el jardín y Lady Catherine
disfrutó de las diversas interpretaciones que Lizzie realizó en
el piano después de las cenas. Otros días estuvo en el
despacho de su sobrino y lo vio trabajar mientras ella, en
silencio, leía su libro o hacía algún bordado, disfrutando de
su compañía. También salió al condado a conocer la fábrica
de porcelana del Sr. Darcy y a realizar alguna visita a sus
amistades; incluso se hizo revisar médicamente por el Dr.
Thatcher, con quien estuvo en consulta toda una mañana en
su habitación. Después de su revisión y sin hacer comentario
alguno, regresó a Rosings a la mañana siguiente,
agradeciendo la hospitalidad de los Sres. Darcy y
mostrándose complacida de su revista.
CAPÍTULO XXXV
Una mañana durante el almuerzo, Darcy le comentaba a su
esposa de las últimas novedades del negocio y del próximo
viaje que tendrían que hacer a Londres, cuando el Sr. Smith
lo interrumpió para avisarle que el coronel Fitzwilliam ya
había arribado. Darcy se puso de pie y recibió a su primo,
mientras éste saludaba a Lizzie que había permanecido en
su asiento.
–Disculpen por haber llegado más temprano. Por favor,
terminen de comer.
Darcy agradeció y los caballeros tomaron asiento.
–¿Disponemos un servicio para usted, coronel? –indagó
Lizzie.
–Le agradezco mucho, sólo café. Supe que Lady Catherine
vino unos días de visita.
–Así es, estuvo dos semanas y partió en paz, ¿puedes
creerlo? –comentó Darcy–. ¿La has visto en estos días?
–No, me lo dijo Bingley. También me comentó de su revista a
los negocios de la familia Darcy.
–Tuviste suerte de no haber estado aquí esos días.
–Supe que hablará con el Sr. Robinson la próxima semana.
¿Te comentó algo?
–No, en absoluto. Parece que sólo buscaba las respuestas a
un intenso interrogatorio al que fuimos sometidos, claro, sin
olvidar que nos hizo varias recomendaciones.
El Sr. Smith entró y se dirigió a la Sra. Darcy:
–El Dr. Thatcher está aquí.
–¿El Dr. Thatcher? No sabía que hoy tocara revisión –
comentó Darcy a su esposa poniéndose de pie.
–No, en realidad lo he mandado llamar.
–¿Te sientes bien? –preguntó corriendo la silla de su mujer
para que se levantara, sintiendo que su corazón se
aceleraba.
Lizzie no contestó.
–¿Nos permites? –solicitó Darcy a su primo.
–Por supuesto. Te dejaré los documentos sobre el escritorio,
sólo necesita tu aprobación y tu firma.
Los Sres. Darcy y el coronel salieron del comedor y
saludaron al Dr. Thatcher y a su enfermera. Fitzwilliam se
retiró y los demás subieron las escaleras en silencio mientras
la preocupación de Darcy aumentaba. El Dr. Thatcher, Lizzie
y la enfermera entraron a la alcoba mientras Darcy esperaba
en el pasillo, caminando de un lado a otro. Después de un
rato, la enfermera salió.
–Si gusta pasar Sr. Darcy, el doctor lo espera adentro.
Él entró con nerviosismo, aunque reflejara su habitual
ecuanimidad.
–Tome asiento –solicitó el doctor.
–¿Cómo se encuentra mi esposa?
–Los malestares que tiene son normales debido a su estado.
Hubo un silencio de expectación, y luego continuó:
–La Sra. Darcy está encinta. Muchas felicidades.
Darcy, al escuchar la noticia, se llenó de alegría y se acercó
a Lizzie que estaba sentada en la cama, la abrazó
devotamente mientras que en los ojos de su mujer brotaban
lágrimas de emoción. Después de unos momentos, él la
besó en la frente enjugando su rostro, y dijo:
–Sra. Darcy, le agradezco la enorme alegría que me ha
dado.
Ella, sin decir una palabra, asintió.
Darcy se puso de pie y se dirigió al doctor, acompañándolo a
la puerta, junto con la enfermera.
–Le agradezco mucho, doctor.
–No tiene nada que agradecer. Estas noticias son las más
placenteras de mi profesión, y más si los padres son tan
buenos amigos.
–Doctor, ¿hay algún cuidado que debamos tener para la
adecuada evolución del embarazo?
–No, la Sra. Darcy me dijo que no ha tenido desmayos y las
molestias que presenta son normales, sólo hay que observar
los cuidados ordinarios que ya conoce muy bien.
–Me tranquilizan mucho sus palabras. ¿Cuánto tiempo tiene
de gestación?
–Ya tiene cinco semanas. Vendré de todas maneras
regularmente a revisarla, pero si hay alguna inquietud antes,
por favor me avisan.
–Así lo haré.
Darcy subió nuevamente a su habitación, pero se extrañó al
no encontrar a su mujer. Se asomó al balcón y vio a Lizzie
caminando en el jardín. Bajó a buscarla con marcado
entusiasmo para decirle las buenas noticias y la miró a lo
lejos sentada sobre el césped, abrazando sus piernas a la
sombra de un árbol. Conforme se acercaba, bajó la velocidad
y su rostro se tornó en preocupación: Lizzie, cabizbaja,
lloraba casi sin control. Darcy, en silencio, se sentó junto a
ella y la ciñó. Cuando Lizzie pudo hablar le dijo:
–Nuestro hijo Frederic no murió por el accidente.
–¿Cómo? –preguntó pasmado.
–Esa noche desperté con intensos dolores en el vientre, que
cada vez se hicieron más punzantes. Mi ropa estaba
manchada y fui al baño para tocar la campana cuando perdí
el conocimiento…
–Pero, ¿por qué no lo habías mencionado?
–Nuestro hijo ya había muerto y hace unos momentos… al
ver tu mirada inundada de alegría, ¡no pude! Tengo mucho
miedo de que suceda otra vez.
Darcy, con el rostro saturado de angustia, envolvió con
fuerza a su esposa.
–Se lo diremos al doctor y él nos dirá qué hacer, no te
preocupes –señaló Darcy sintiendo una enorme inquietud en
su corazón.
Cuando regresaron a la mansión, Darcy pidió al Sr. Smith
que fueran a buscar al Dr. Thatcher. Cuando llegó, los Sres.
Darcy lo esperaban en la alcoba. Darcy se puso de pie para
recibirlo y le dijo en la puerta:
–Doctor, disculpe que lo haya mandado llamar otra vez, pero
mi esposa me dijo algo que me ha dejado intranquilo.
Darcy le explicó al médico y éste se acercó a Lizzie que
estaba en la cama, sentándose junto a ella.
–¿Esos dolores eran muy fuertes?
–Sí, cada vez más intensos, casi no podía caminar.
–¿Los había sentido antes?
–No.
–Y su bebé, ¿sentía que se movía cuando despertó?
–No.
–Y ¿sentía sus movimientos antes de irse a dormir?
–No lo sé –respondió explotando en sollozos.
En medio de una gran incertidumbre, Darcy observaba a su
mujer mientras el doctor cariñosamente continuaba, tomando
su mano:
–Lizzie, mi niña Lizzie –dijo como le hablaría un padre a su
pequeña hija llena de temor–. Tu bebé va a estar bien, yo lo
voy a cuidar y tú me vas a ayudar. Necesito que me apoyes
estando tranquila. La angustia que sientes no le hace bien a
tu bebé, lo asusta, como a ti; pero él no sabe por qué estás
deprimida y siente que no lo quieres y se aflige. Tu bebé
necesita más que nunca de tu alegría y de tu serenidad para
que crezca sano, fuerte y tenga ganas de vivir.
Lizzie, conmovida profundamente al escuchar esas palabras
le recordó tanto a su padre cuando de niña se asustaba y él
trataba de consolarla. Resonó en su mente las últimas
palabras de su padre: “No pierdas las esperanzas, aunque
parezca que no hay solución, no pierdas las esperanzas”.
El doctor, al retirarse, le dijo a Darcy:
–Me voy muy preocupado por la Sra. Darcy. No podemos
saber qué pasó en realidad en el primer embarazo, pero lo
que sí sé es que el estado de angustia que vivió los días
previos a su aborto le hicieron mucho daño. No podemos
permitir que eso vuelva a suceder. Necesito mucho de su
ayuda para que la Sra. Darcy esté tranquila, es preciso que
se sienta segura y esa seguridad sólo se la puede dar usted.
–¿Podrían volver a presentarse esos dolores?
–Todos los embarazos son diferentes, no podría decirlo; pero
yo estaré muy pendiente de su evolución, tomaremos todas
las medidas de prevención y tendremos los cuidados
necesarios. Le pido que cualquier síntoma de alarma, me lo
comunique a la brevedad. Yo creo que amerita nuevamente
que esté acompañada por alguien todo el tiempo, alguna
persona de su confianza mientras usted no esté con ella. Le
recomiendo que realice una actividad, apropiada a su estado,
para que esté entretenida, se distraiga con algo. Y si los
malestares que siente ahora se presentan más fuertes,
avíseme para que no se debilite mucho.
–Sí doctor, así lo haré –indicó muy pensativo–. Muchas
gracias.
Él regresó con Lizzie y se sentó a su lado.
–¿Qué te ha dicho el doctor? –preguntó Lizzie.
–Que todo va a estar bien. Vendrá a verte con frecuencia
para prevenir cualquier complicación.
–Siento mucho que tu alegría se haya tornado en
preocupación –comentó tomando las manos de su esposo.
–¡Oh, no!, yo siento mucho que hayas tenido esta angustia
guardada por tanto tiempo, atormentándote –aclaró y besó
su mano–. Además, es una buena razón para estar más
tiempo a tu lado; yo cuidaré de ti el mayor tiempo posible.
–¿Y el viaje que tenías que hacer la próxima semana?
–Ya no iremos. Le pediré a Bingley que vaya en mi nombre y
representación o tal vez Fitzwilliam se pueda encargar del
asunto. Cuando mi presencia en las reuniones sea
indispensable, tendremos invitados en Pemberley.
–Mañana podríamos invitar a los Bingley a almorzar, así tú
podrías ver esos asuntos con Bingley y darles la noticia
personalmente –sugirió sonriendo.
–Sra. Darcy, me parece estupendo –contestó y la besó.
Al día siguiente, Lizzie y Darcy estaban en el salón principal,
él escribía una carta para Georgiana y ella tocaba el piano
cuando llegó la familia Bingley. Darcy saludó a Bingley y a
Jane mientras pasaban corriendo sus sobrinos para abrazar
a su hermana.
–¡Oh, mira qué grande estás! –indicó Lizzie a su sobrina–, ¡y
qué hermoso vestido!
Luego, se levantó del banco y se acercó a Jane.
–¡Qué alegría que hayan podido venir a pesar de la invitación
tan apresurada!
–Para nosotros siempre es un placer –contestó Bingley.
–Tomen asiento –solicitó la señora de la casa.
–Queremos celebrar con ustedes la gran noticia que hemos
recibido la Sra. Darcy y yo –anunció Darcy, quien continuó
de pie–. Lizzie está encinta.
Jane se levantó de su asiento y fue a abrazar a su hermana.
Bingley se puso de pie y felicitó a su amigo.
–¡Oh, querida Lizzie!, ¡qué maravillosa noticia nos han dado!,
¡qué alegría! Y, ¿ya te revisó el doctor?, ¿qué te ha dicho?
Ella, con la voz quebradiza, dijo:
–Que va a cuidar de mi bebé para que todo salga bien.
Jane miró sobrecogida a sus hermanos y contestó:
–Así va a ser. ¿Quieres salir al jardín con los niños?, demos
un paseo. Seguramente los señores tienen asuntos de
trabajo que tratar.
Bingley se acercó a Darcy, en tanto las señoras se
marchaban.
–¿Todo está bien con la Sra. Darcy?
–No lo sé, estoy muy preocupado. Lizzie me dijo algo que me
ha dejado perturbado, igual que al Dr. Thatcher.
–¿Qué te dijo?
Darcy le contó lo sucedido aquella noche y lo que había
dicho el doctor, luego prosiguió:
–Por eso te he mandado llamar. Mi primera obligación es
velar por mi esposa y mi futura familia, por lo que voy a
pedirte apoyo para que te encargues de los asuntos de
negocios que hay pendientes y, por lo pronto, la reunión que
habrá la próxima semana en Londres.
–Sí, no te preocupes por eso, yo me encargo.
Afortunadamente Jane se ha sentido bien y sólo serán unos
días.
–Quiero cuidar yo mismo de Lizzie el mayor tiempo posible y,
cuando los negocios me exijan mi presencia, tal vez
podamos realizar las reuniones en esta casa.
–Sí, yo creo que todos estarán encantados de venir a
Pemberley. ¿Y qué motivo diré para justificar tu ausencia?
–Sólo diles que mi esposa está delicada de salud –señaló
mirando por la ventana hacia el jardín.
CAPÍTULO XXXVI
Como era de esperarse, Lizzie empezó a verse más afectada
por las molestias propias del embarazo, por lo cual Darcy
habló al doctor para que la revisara. Celebraron su
aniversario en Pemberley con un reposo relativo y Darcy
estuvo con ella atendiéndola y cuidándola. Por este motivo
Lizzie decidió posponer el inicio de sus clases de francés,
aunque le gustaba escuchar la lectura de su esposo por las
noches. Lizzie escribió breves mensajes a su madre, a la
Sra. Gardiner y a Charlotte para comunicarles la noticia,
quienes mandaron sus felicitaciones; también Darcy escribió
una carta a Lady Catherine.
Los Sres. Darcy esperaban la aparición de sus invitados en
el salón principal para celebrar las fiestas navideñas: los
Sres. Donohue, los Sres. Gardiner y las Bennet, quienes se
quedarían unos días. La familia Bingley llegaría sólo para la
cena.
Darcy dejó su libro y se acercó al piano, donde Lizzie tocaba
una hermosa melodía. Cuando ella concluyó, él se sentó a
su lado y le dijo:
–Recuerdo que esta melodía la tocaba mi madre con
frecuencia.
–Mi papá me la quiso enseñar en innumerables ocasiones,
aunque no la tocaba muy bien; pero Georgiana me ayudó a
aprendérmela.
–Ahora la interpretas maravillosamente. Con certeza serás
una excelente maestra para nuestros hijos.
–Darcy, ¿crees que todo saldrá bien? –preguntó con gran
incertidumbre.
Él tomó su mano y le dijo:
–El médico dice que todo va muy bien y yo estaré a tu lado
para que te sientas segura. Ya hemos pasado la etapa más
difícil.
–Para mí no ha pasado –reflexionó con vacilación–, sólo con
un milagro.
–¿Milagro? –inquirió sonriendo y besando su mano con
cariño–. Cuando, por iniciativa tuya, tomaste mi mano y la
besaste, en aquella hermosa mañana, y consentiste nuestro
compromiso, pensé que estaba ocurriendo un milagro. La
primera vez que te besé, esa noche en nuestro balcón,
estaba siendo partícipe de un prodigio y… ¡qué decir cuando
después de cinco años de larga espera me anunciaste la
maravillosa noticia de que estabas encinta y Frederic se
encontraba en tu vientre, y luego esta criatura, de quien
pronto sentiremos sus patadas! Mi vida contigo ha sido un
portento y nuestras oraciones han suplicado al cielo para que
este nuevo milagro se realice.
Lizzie sonrió y recordó las palabras de su padre.
–Y debo añadir que sigo sintiendo lo mismo cada vez que te
beso, como la primera vez, asombrosamente se repite el
milagro cada mañana al despertar y sentir tus labios junto a
los míos.
–¿Cada mañana?
–Sí, dormida o despierta, aunque lo disfruto más cuando
estás despierta.
–Entonces procuraré amanecer antes de que te levantes.
–Y si por alguna razón no despiertas tan temprano y deseas
que te bese, con sólo pedirlo yo estaré encantado de
complacerte.
–Pensé que no tenía que pedir permiso –se rió.
Darcy sonrió y la besó con delicadeza.
La manija de la puerta se oyó girar suavemente y luego una
vez más, mientras Darcy se incorporaba y el Sr. Smith
entraba para anunciar la llegada de los Sres. Donohue, las
Bennet y los Sres. Gardiner. La Sra. Bennet se adelantó a
todos para felicitar a su hija y le dio un abrazo. Luego los
demás se introdujeron y congratularon a los Sres. Darcy;
Georgiana con un especial cariño ciñó a su hermano y a
Lizzie. Darcy los invitó a tomar asiento, mientras el Sr. Smith
les servía té.
–Sra. Darcy, ¿qué le ha dicho el médico de este embarazo?
Me tiene muy preocupada, desde que recibí su carta ya no
mandó más noticias –comentó la Sra. Bennet.
–Mamá, estoy bien, gracias –aclaró Lizzie.
–El médico la examinó ayer y nos informó que todo está en
orden –completó Darcy.
–Tiene mejor semblante que la vez anterior –observó la Sra.
Bennet.
–Te traje una caja grande de higos en diferentes conservas –
indicó Georgiana al tiempo que su cuñada agradecía–. Y
¿cuánto tiempo llevas de embarazo?
–Tengo doce semanas.
–Entonces, yo tenía razón. Patrick, ¿pronto iremos a Lyme?
–¡Ni que regalaran los bebés en Lyme! –exclamó Kitty.
–¿Acaso sigues pensando que vienen de París? –indagó
Lizzie con ironía.
Darcy vio a su esposa más segura de sí misma y eso le
inspiró serenidad.
–¡Doce semanas! Ya ha pasado el tiempo más complicado,
Sra. Darcy. Mi Jane lleva un mes más y Lydia en los
próximos días dará a luz y estaré a su lado, aunque ella no lo
sabe. ¡Qué alegría tan grande me han dado mis hijas!, pero
estoy muy nerviosa –declaró la Sra. Bennet.
–Mamá, debes tranquilizarte; de lo contrario, cuando estés
con Lydia provocarás que el bebé nazca antes de tiempo –
indicó Mary–. He leído que se puede adelantar un nacimiento
con las impresiones fuertes.
–Yo me llevaría una fuerte impresión al ver llegar a mi madre
sin previo aviso –aclaró Lizzie, recordando aquella noche en
Londres.
Kitty se echó a reír, tapándose la boca con la mano para
disimular su carcajada.
–Entonces te avisaré, Lizzie –repuso la Sra. Bennet–. Pensé
que te gustaban las sorpresas. Recuerdo que tu padre me
contaba que te alegrabas mucho al verlo llegar de improviso;
pero cuando una está embarazada todo se transforma, se
altera con mayor facilidad y se vuelve muy susceptible.
¡Claro!, todo se debe a ese estallido de hormonas, según me
lo explicó mi médico en ese entonces.
–Me pregunto si tus hormonas están en orden, mamá –
expresó Kitty.
–¡Ay, hija! Yo ya pasé por todas las etapas hormonales, el
Dr. Donohue te lo puede decir.
–Y sigues susceptible –anotó Mary.
Kitty rió.
Lizzie se levantó para encaminar a sus invitados a sus
habitaciones, pero Georgiana se ofreció para cumplir con las
obligaciones de recepción. Los invitados se retiraron con
Georgiana y los Sres. Darcy permanecieron disfrutando de
otra taza de té.
–¿Alguna vez pensaste que los bebés venían de París? –
inquirió Darcy.
–Sí.
–Espero no haberte decepcionado.
–No –declaró sonriendo–, ahora pienso que los bebés vienen
del cielo.
Darcy sonrió. Lizzie se acercó a él y lo besó delicadamente,
luego regresó al piano para interpretar alguna hermosa
melodía.
Pasado un rato, todos se volvieron a reunir en el salón
principal y a los pocos minutos la familia Bingley fue
anunciada por el mayordomo. Los niños entraron buscando a
Lizzie para felicitarla y luego los Sres. Bingley saludaron a
los presentes. La Sra. Bennet se acercó a Jane para
felicitarla.
–¡Qué bueno que entre Jane y Lizzie se llevan poco tiempo
de embarazo! Así podré estar con ellas cuando nazcan sus
bebés en un solo viaje. ¡Dos nietos casi al mismo tiempo!
Casi como su boda.
Darcy y Bingley se miraron al escucharla. Lizzie los invitó a
sentarse nuevamente.
–¡Qué tranquilidad ver a mis dos hijas en buenas
condiciones!, y a mis nietos que crecen sanos y fuertes.
–Y a tus hijas solteras casi ni las volteas a ver –señaló Kitty.
Todos guardaron silencio y éste fue interrumpido por el Sr.
Gardiner.
–¿Qué tal le ha parecido la firma del tratado de Napoleón
con España, Sr. Darcy?
–¿La firma de un tratado? –inquirió Bingley.
–En octubre se rubricó una avenencia que obliga a España a
financiar las campañas de Bonaparte –comentó Darcy.
–¿Acaso no le basta con el dinero de los franceses? –ironizó
Lizzie.
–Y ahora quiere disponer de los barcos de guerra de los
españoles –aclaró Darcy–. El poderío de Bonaparte se está
incrementando. Carlos IV de España declaró la guerra a
Inglaterra por petición suya.
–Unidos los ejércitos de España y de Francia, me imagino
que nos rebasan en número –supuso el Sr. Gardiner.
–Posiblemente eso es lo que busca Napoleón, pero los
números no equivalen a una buena estrategia –ilustró
Donohue.
–¡Ojalá que esto termine pronto! Todo el asunto de la guerra
me tiene muy nerviosa –afirmó la Sra. Bennet.
–¿También? –inquirió Kitty.
–¡Y a quién no! Si esta guerra se alarga, sabrá Dios cuánto
daño nos podrá causar en un futuro –comentó la Sra.
Bennet–. Si no fuera porque mi yerno está en prisión, tal vez
ya estaría en combate.
–¿El Sr. Wickham está en prisión? –preguntó Georgiana con
cierta satisfacción en la mirada.
–El Sr. Wickham tiene que pagar varias deudas pendientes y
otros daños ocasionados a mi hermana –declaró Lizzie–.
Espero que permanezca el tiempo suficiente.
–Y ¿cómo está Lydia? –averiguó la Sra. Gardiner.
–Me ha escrito varias cartas, dice que su embarazo ha
transcurrido con normalidad después de que el doctor le
levantó el reposo y que el pequeño Nigel se encuentra bien –
contestó la Sra. Bennet–. Ya pronto estaré con ella para
ayudarla. ¿Quién diría que teniendo tres hijas casadas, yo
tendría más trabajo? Este año me ha tocado viajar a
Newcastle dos veces para ayudar a Lydia y también a
Londres para acompañar a la Sra. Darcy en su lamentable
pérdida. Y el próximo año vendré a auxiliar a mis hijas en
sus partos.
–Mamá, yo ya no soy primeriza, tal vez no necesites venir
tanto tiempo –sugirió Jane.
–Yo estaré encantada de venir a ayudarte, no eres primeriza
pero tienes tres hijos más y eso lo complica. Y Lizzie, ella sí
es inexperta y necesitará tanto de mi ayuda.
–Mamá, he aprendido lo suficiente de ti y de Jane con sus
hijos –aclaró Lizzie.
–No es lo mismo atender a tus sobrinos que cuidar a un hijo.
–Y no olvides tu obligación de hacernos carabina en los
bailes –señaló Kitty.
–Sí, por supuesto. Espero que esa obligación coseche pronto
sus frutos.
Todos voltearon a ver a Kitty y Lizzie preguntó:
–¿Acaso conociste a alguien en un baile?
–No, aunque esa pregunta deberías hacérsela a Mary –
declaró Kitty.
–¿A Mary? –indagó mientras todos la veían sorprendidos,
notando rubor en su rostro.
Ella bajó la mirada ocultando sus emociones y guardó
silencio, mientras la Sra. Bennet explicaba:
–¡Es para no creerse!, pero yo fui testigo de eso. Un apuesto
caballero le pidió un baile a tu hermana y se lo concedió. ¡En
realidad bailaron dos veces!
–Y seguramente habrían bailado tres si las normas lo
hubieran permitido –aclaró Kitty, mientras Mary pedía al cielo
que se olvidaran del tema.
–¿Y a quién debemos ese milagro? –inquirió Lizzie
sonriendo.
–Al Sr. Posset, sobrino lejano del Sr. Morris. Es de las
Highlands, Escocia, y administra la hacienda de su familia.
Es alto, robusto, de cabello negro y ojos verdes, de aspecto
salvaje aunque de modales refinados…
–¡Parece que a ti también te gustó!
–Me encantaría verlo con su kilt.
–¿Y lo has visto después del baile? –preguntó Lizzie a Mary,
pero ella no respondió.
–El Sr. Posset regresó a su tierra –contestó la Sra. Bennet–.
No obstante, según nos dijo el Sr. Morris hace unos días, su
sobrino quedó muy impresionado con mi hija.
Lizzie observó a Mary pensativa, tratando de descubrir los
pensamientos que cruzaban por su mente, quería investigar
la situación con ese caballero, pero era obvio que su
hermana no quería tocar el tema y menos con toda la familia
reunida. Sin embargo, consideró que hablaría con ella a la
primera oportunidad que se presentara.
El Sr. Smith le avisó a la Sra. Darcy que la cena ya estaba
dispuesta, todos pasaron al comedor y tomaron sus asientos.
Los niños fueron atendidos en una habitación adyacente, con
un menú especial dispuesto por la anfitriona.
–Supimos del incendio de su fábrica, Sr. Darcy. Todo
Londres se enteró y se comentó en diversos círculos, ¿es
cierto que las pérdidas fueron cuantiosas? –inquirió el Sr.
Gardiner.
–Sí, es cierto, pero afortunadamente hicimos algunos
movimientos, se pudo poner en marcha una nueva
producción y se está reconstruyendo la fábrica.
–¿Un incendio? –investigó la Sra. Bennet.
–Sí mamá, justo cuando estábamos en Londres con ustedes
–aclaró Lizzie.
–Ya entiendo por qué esa salida tan repentina.
–Pensé que el incendio era por otra razón –aludió Kitty
riendo.
–Para este año que inicia, nos instalaremos en la fábrica ya
remodelada y adaptada para mejorar y aumentar la
producción –explicó Darcy.
–Me han dicho mis hermanos que en Gales se está
construyendo un nuevo medio de transporte que
seguramente revolucionará las comunicaciones –comentó
Donohue–. Le llaman ferrocarril, un invento de Richard
Trevithik, y que lo están experimentando en las minas de
carbón.
–Eso nos ayudaría enormemente para mejorar el transporte
de la mercancía, sin mencionar los beneficios que traería en
las minas –aspiró Bingley.
–Si apenas lo están probando, tal vez nos veremos
beneficiados después de varios años –señaló Darcy.
–Por cierto, antes de irnos de Londres esa mañana, vimos al
Sr. Philip Windsor y preguntó por la Sra. Darcy –recordó
Kitty–. Yo le dije que estaba en camino a Lyme con el Sr.
Darcy a un viaje de placer; espero no haber sido indiscreta.
–Tal vez ahora sí –masculló Lizzie.
–Y su viaje a Lyme, ¿cómo fue? –preguntó la Sra. Gardiner.
–Creo que los resultados hablan por sí solos –expresó Kitty
riendo.
–Muy agradable tía, gracias –afirmó Lizzie, interrumpiendo a
Kitty.
–Y ¿cómo les fue con los Sres. Willis? –indagó Jane.
–El Sr. Willis es una persona muy fina y atenta, aunque no
puedo decir lo mismo de su esposa –resonó Lizzie–. Y
¿cómo se encuentra la Sra. Clare Donohue? Me pareció una
mujer muy agradable.
–Sólo a ti –cuchicheó Kitty.
–Muy bien, iremos a verlos para fin de año. Tengo entendido
que ya está esperando bebé –suspiró Georgiana.
–¡Qué buena noticia! Les mandamos nuestras felicitaciones.
–Con todo gusto, Sra. Darcy –respondió Donohue.
Al terminar la cena, Georgiana invitó a las damas a pasar al
salón principal a tomar el té. Darcy condujo a su mujer y en
el camino le preguntó:
–¿Cómo se siente, Sra. Darcy?, ¿gusta que la escolte a su
alcoba?
–No, todavía no.
–No quiero que te agites mucho.
–Estoy bien, gracias. Tomaré un poco de té y esperaré a que
regreses. Me falta algo muy importante por hacer: tu regalo
de navidad.
Él sonrió, Lizzie tomó asiento, recibió la taza que le sirvió su
esposo y éste se retiró al comedor con los caballeros,
quienes lo esperaban para disfrutar en su compañía de una
copa de oporto. Cuando se reunieron con las damas, Lizzie
se acercó al piano, tomó asiento mientras que todas las
miradas se posaron en ella y empezó a interpretar melodías
propias de esa fiesta y algunas más, causando gran
asombro, sobre todo en la Sra. Bennet y en sus hermanas,
quienes desde soltera no la habían escuchado y
desconocían sus avances. Darcy, aunque no sorprendido, sí
se sentía envanecido. Después de animadas ovaciones de
los asistentes, Lizzie agradeció y Mary tomó su lugar
mejorando su ejecución. Finalmente Georgiana cerró con
broche de oro tocando el arpa de su madre. Todos
agradecieron y, cuando Lizzie se disponía a retirarse, la Sra.
Bennet le entregó un mediano paquete que abrió y sacó
unas sábanas bordadas por ella para la cuna de su bebé.
Lizzie, enternecida, correspondió a su madre con un cariñoso
abrazo, se despidió de todos y Darcy la escoltó a su alcoba
donde, agotada, se durmió casi en un instante. Darcy
regresó nuevamente para despedir a los Bingley, quienes
también se retiraron temprano y los demás se quedaron un
rato más, escuchando a Georgiana que continuó su
interpretación en el piano.
Durante los siguientes días Lizzie pudo disfrutar de la
compañía de sus tíos y de Mary, mientras Darcy salía con
Bingley para ver lo relacionado con la reconstrucción de la
fábrica de telas. Kitty se había quedado con Jane ya que le
parecía muy aburrido estar encerrada en Pemberley debido
al cansancio de su hermana. A los Donohue, aunque se
hospedaron en la mansión, apenas los vieron en las cenas,
ya que desaparecían durante todo el día hasta que se fueron
a Gales, justo antes de que cayera la primera nevada, lo que
hacía más pesado su viaje.
Mientras Lizzie y Mary estaban reunidas en la sala privada,
haciendo alguna labor de aguja, Lizzie la invitó a la
confidencia, dándole toda la confianza para que se abriera.
–Según la descripción de Kitty, el Sr. Posset es muy apuesto
–espetó Lizzie.
Mary bajó su mirada, tratando de ocultar el brillo de sus ojos
pero no su rubor, que su hermana detectó de inmediato.
–Recuerdo que cuando vi al Sr. Darcy por primera vez sentí
una emoción que nunca había experimentado, como si mi
corazón hubiera saltado al descubrir que nuestras miradas
se encontraron, sentí correr la sangre por todo mi cuerpo y
no pude evitar sonreír ante su cautivadora presencia –
declaró Lizzie–. Me encantó.
–Tú habías dicho que el caballero te había desagradado –
comentó Mary.
–Claro, el hechizo se opacó con su actitud posterior: no quiso
bailar conmigo aun cuando le sugerí la posibilidad y luego
aquel comentario. Pero esa intensa atracción estaba
presente, a pesar de que quería negarla a toda costa.
¿Cómo podría haberla reconocido ante mí y ante todos
después de escuchar lo que le dijo a Bingley? Cada vez que
advertía su cercanía me sentía tontamente feliz aunque
dijera lo contrario, me ponía nerviosa, con el pulso alterado y
lo observaba con discreción para descubrir en sus gestos
algún atisbo de interés.
–¿Y lo descubriste?
–No, el Sr. Darcy era una caja hermética para mí, hasta que
deseché toda esperanza y traté de continuar mi vida como si
él no existiera. Luego conocimos a Wickham y el Sr. Darcy
partió con los Bingley a Londres. Meses más tarde, Charlotte
me invitó a Kent y lo volví a ver.
–¿Lo viste en Kent?
–Allí fue la primera vez que me habló de sus sentimientos.
–¿No fue en Longbourn, la mañana en que se
comprometieron?
–No, en realidad esa tarde rechacé su proposición.
–Pero si te sentías atraída hacia él.
–Sí, pero había un abismo que nos separaba, y ciertamente
yo no quería enamorarme de un hombre así. Me había
formado una imagen muy negativa de él.
–Y sólo por amor aceptarías casarte.
–Antes de irse de Kent me escribió una carta en donde me
aclaraba todas las dudas que yo le había expresado, mis
razones para declinar su proposición, y me di cuenta que
había estado en un error. Lo volví a ver cuando viajé con mis
tíos a Derbyshire y fue cuando observé que teníamos
muchas cosas en común, que disfrutaba de su compañía,
empecé a admirarlo como hombre al ver la relación que
sostenía con Georgiana y las personas que estaban cerca de
él, conocí muchas de sus cualidades que me cautivaron –dijo
suspirando.
–Y que te siguen cautivando.
–Terminó de robarme el corazón cuando supe que había
hecho algo que estaba en contra de su orgullo y de sus
prejuicios para ayudarme, aun cuando no perseguía ningún
beneficio.
–¿Qué hizo?
–Él fue quien pagó el dinero que Wickham exigía para
casarse con Lydia.
–¿El Sr. Darcy? ¡No lo sabía! –exclamó azorada.
–Sólo mi padre, mis tíos Gardiner, Lydia y ahora tú lo saben.
Darcy quiere que permanezca en secreto, por lo que te pido
discreción.
–Y ¿por qué me lo cuentas?
–Supongo que para decirte que te quiero y que puedes
contar conmigo en caso de que lo necesites.
–Lizzie, creo que estoy enamorada –confesó nerviosa.
–¿Del Sr. Posset?
–Cuando lo vi esa noche tuve una sensación desconocida
que invadió todo mi ser y me llenó de terror, pero al ver que
me sonreía y se acercaba a mí, no pude evitar sentirme
especial ante sus ojos. Ningún hombre me ha mirado como
él lo hizo esa noche.
–Por eso aceptaste bailar con él –sonrió conmovida.
–Y me dijo cosas tan tiernas, toleró con amabilidad mis
errores en el baile por la falta de práctica y se ofreció a ser
mi compañero para ejercitarme. Lo vi dos días después
cuando me encaminé al pueblo, me escoltó en mis
menesteres, y de regreso… –titubeó, bajando su mirada–,
me besó como ningún hombre lo había hecho y como no
quiero que lo haga ningún otro más. Sentí que me derretía
en sus brazos, él me sostuvo y me acogió con una ternura
que nunca pensé que pudiera existir. No sé cuánto tiempo
pasó pero fueron los momentos más felices de mi vida, no
quería que se fuera.
–¿Y luego? –preguntó, disimulando su temor a escuchar lo
siguiente.
–Se separó y seguí entre sus brazos, me perdí en sus ojos
verdes y en la sonrisa que me regaló y luego continuamos
nuestro camino. Casi no podía caminar, mis piernas estaban
sin fuerzas, así que agradecí que me ofreciera su brazo para
apoyarme, fue todo un caballero. Se despidió antes de llegar
a la casa y, al día siguiente, supimos que se había ido a
Escocia.
–Recuerda que un caballero es aquel que conserva intacta la
virtud de su dama hasta el matrimonio.
–Sí Lizzie, siempre he pensado así y a través de los años
hemos comprobado la veracidad de ese principio. No quiero
vivir las desgracias de Lydia. Aunque no sé si vuelva a verlo.
–Habrá que esperar a que regrese a Hertfordshire.
–Por eso quiero volver a casa pasando las fiestas.
–¿Y me mantendrás informada, aunque sea por carta? –
preguntó, sintiéndose frustrada por no poder ayudarla mejor.
–Por supuesto.
Para la cena de año nuevo fueron invitados a Starkholmes,
pero los Sres. Darcy se disculparon con los Bingley debido a
un dolor en el vientre que se le presentó a Lizzie; el Dr.
Thatcher le pidió guardar reposo por unos días. La Sra.
Gardiner se ofreció a permanecer más tiempo en Pemberley
hasta que Lizzie se sintiera mejor. Pasado año nuevo, Mary y
Kitty regresaron a Longbourn y el Sr. Gardiner a Londres.
CAPÍTULO XXXVII
Lizzie recibió carta de su madre, en la cual le comunicaba la
noticia del nacimiento del hijo de Lydia, afortunadamente
varón, como lo había deseado Lizzie. Todo había salido muy
bien, salvo por las constantes quejas que tenía Lydia por la
escasa capacidad de dormir que había tenido las últimas
semanas y que habían incrementado, como era natural,
después del nacimiento de la criatura. Entre tanto, Lizzie
guardó reposo durante unas semanas; la Sra. Gardiner la
acompañaba durante las mañanas mientras Darcy se
ocupaba de los negocios en su despacho, y por las tardes él
la cuidaba en tanto su tía visitaba Starkholmes.
Una mañana, el Dr. Thatcher fue a revisar a Lizzie. Darcy lo
acompañó hasta la alcoba y, mientras la examinaba, esperó
afuera. Pasados unos minutos, la Sra. Gardiner salió y le
avisó que podía pasar. Darcy entró y se acercó al doctor, que
estaba de pie al lado de la cama, donde yacía Lizzie.
–La Sra. Darcy se encuentra bien y el bebé está creciendo
muy rápido, se ve que será una criatura grande –comentó el
doctor mirando el vientre de Lizzie que se apreciaba de
mayor tamaño que en el embarazo anterior.
–¿Y mi peso, doctor? –indagó Lizzie.
–Ya no me preocupa eso. Ya recuperó todo lo que perdió y,
dentro de los rangos recomendados, está en el límite
superior.
–¿Ahora me pondrá a dieta?
–No será necesario, al menos por ahora. Su rostro se ve
delgado, seguramente todo lo está aprovechando el bebé.
Continúe con su buena alimentación y con su suero diario.
Le pido que siga en reposo hasta la próxima revisión, sólo
como medida preventiva. Cualquier molestia que llegara a
sentir, me avisa por favor.
–Así lo haremos, muchas gracias doctor –afirmó Darcy
mientras se disponía a escoltarlo a la puerta.
–Si desea Sr. Darcy, yo lo acompaño –propuso la Sra.
Gardiner.
El Dr. Thatcher y la Sra. Gardiner salieron de la habitación.
Darcy se acercó a Lizzie, se sentó a su lado y puso la mano
en el vientre de su mujer.
–Me alegro tanto de que te haya encontrado bien y de que
este pequeño esté creciendo favorablemente. ¿Ya has
pensado algún nombre?
–¿Qué te parece, si es niño Christopher, si es niña
Stephany?
–Me parece muy bien. Me alegro de que tus temores hayan
disminuido.
–Eso se lo debemos al Sr. Darcy, a sus cuidados, su cariño y
sus atenciones.
Darcy la besó en la frente y, al incorporarse, se tornó serio.
–¿Sucede algo?
–Tengo que reunirme con unos clientes de Londres.
–¿Te irás? ¿cuándo? –indagó con preocupación.
Darcy sonrió y Lizzie lo miró extrañada.
–No me iré, no quiero dejarte sola ni un día, y menos en
estos momentos.
–¿Entonces?
–Los he invitado a pasar unos días aquí para resolver los
asuntos pendientes. Tú continuarás con tu reposo, como te
dijo el doctor, y yo me encargaré de los huéspedes.
–Y ¿acaso vendrá la Sra. Willis?
–¡No! El Sr. Willis vendrá un día, sin compañía, cuando
tratemos el asunto de la porcelana. Por cierto, me dijo el Sr.
Willis que te manda felicitar su esposa.
Lizzie asintió.
–Aunque esos días estaré completamente ocupado y no
podré acompañarte en las tardes.
Lizzie sonrió.
–Ya me has acompañado lo suficiente y te veré en las
noches. Además, si estás aquí, te puedo mandar llamar si te
necesito.
–En cualquier momento que lo desees.
–Le pediré a mi tía que se quede unos días más para que
permanezca conmigo.
–Así yo estaré tranquilo y trataré de resolver los pendientes
prontamente.
Lizzie sonrió, tomó la mano de su esposo que tenía sobre su
vientre y la movió hacia abajo, donde la criatura se estaba
moviendo. Darcy, al sentir esos movimientos casi
imperceptibles, sonrió inundado de satisfacción y la besó.
La reunión de negocios inició un lunes, después de que
arribaron los señores y fueron recibidos por Darcy, Bingley y
Fitzwilliam. Llegaron cinco de los clientes más importantes
de Londres y fueron hospedados en Pemberley, tres de ellos
venían con sus esposas, quienes afortunadamente eran
buenas amigas y habían hecho planes para ausentarse y
visitar los atractivos del condado durante el día, guiadas por
el Sr. Peterson, conscientes de que la señora de la casa
estaba delicada de salud. Las reuniones de trabajo
empezaban al concluir el desayuno y se realizaban en el
salón principal, donde pasaban gran parte del día. Los
caballeros apenas salían a descansar un rato al jardín,
mientras se servía el té y café a media mañana y a media
tarde, momento en que Darcy aprovechaba para ver a su
esposa que estaba en su alcoba con su tía. La Sra. Gardiner
se retiraba esa media hora a su recámara mientras los Sres.
Darcy disfrutaban de su compañía en privado.
En una ocasión, Lizzie platicaba con su tía y le comentó:
–Es curioso cómo a veces desconocemos asuntos
importantes de nuestra propia familia, mi padre me había
comentado que se enamoró de mi madre apenas la vio y que
poco tiempo después pidió su mano, pero nunca me hubiera
imaginado lo que sucedió por parte de mi madre, hasta que
mi tío lo mencionó en alguna ocasión.
–Sí, recuerdo que yo también me sorprendí al escucharlo,
así pude entender un poco mejor a la Sra. Bennet.
–Y ustedes tía, ¿cómo se conocieron?
–El Sr. Gardiner se dedicaba al comercio en Londres, como
ahora, aunque era originario de Brighton, y mi padre contrajo
una cuantiosa deuda con él para salvar el negocio de la
ruina. Después de algunos años el Sr. Gardiner reclamó el
préstamo que le había facilitado, pero mi padre no estaba en
condiciones de hacer el pago, o al menos eso fue lo que dijo
ya que por desgracia era aficionado al juego, por lo que le
sugirió la mano de su hija en matrimonio para saldar la
deuda.
–¿Cómo? ¿Su padre se atrevió a algo así?
–Mi padre distaba de ser un hombre ejemplar, como el tuyo,
y mi madre era la única que evitaba que hiciera locuras, pero
ella había fallecido meses antes. Entonces mi padre lo invitó
a cenar sin revelar las verdaderas intenciones que tenían.
Me pareció un buen hombre y disfruté de su agradable
compañía, hasta el día siguiente que por casualidad escuché
una conversación entre ellos en la que hablaban de las
condiciones de mi matrimonio y me di cuenta de que había
sido manipulada. Por eso mismo, dejé una carta a mi padre
expresándole mi desaprobación a ese compromiso y me fui a
casa de mis tías que vivían en Hertfordshire. Tus padres
vivían en Longbourn y tú ya habías nacido cuando los conocí
en una cena que mis tías ofrecieron a sus amigos, en la cual
también asistió el Sr. Gardiner.
–¿Fue a la cena? ¿Y usted, qué hizo? –preguntó mostrando
sumo interés.
–Me tuve que quedar, era la casa de mis tías que me habían
recibido con todo su cariño, no podía hacerles la grosería de
irme, aunque deseos no me faltaron. El Sr. Gardiner empezó
a frecuentar la casa con periodicidad con el pretexto de
saludar a mis tías y siempre me sacaba conversación. Al
principio fue muy desagradable para mí, pero luego advertí
que la imagen que me había formado de él era muy distinta a
la que observé en los días subsecuentes, por lo que empecé
a sentir simpatía y afecto por él, aunque continuaba recelosa.
El Sr. Gardiner viajaba con regularidad a Londres pero los
fines de semana y días festivos regresaba, y un día me
entregó una carta de la vecina de mi padre en la que me
comunicaba que él había fallecido. Luego supe por la
imprudencia de la Sra. Bennet que su hermano había
destruido los pagarés que había firmado mi padre, con lo
cual cancelaba la deuda que pesaba sobre mi familia. Meses
después me propuso matrimonio, cuando nos habíamos
enamorado, y supe que el Sr. Gardiner había ido a
Hertfordshire a buscarme ya que le había causado una
excelente impresión en la primera cena y tenía interés de
conocerme mejor y de borrar la mala impresión que yo me
había llevado de esa conversación, en la que él únicamente
estaba escuchando la propuesta de mi padre pero que no
tenía intención de hacerla realidad sin antes haberse
granjeado mi afecto y mi aprobación.
–¡Vaya! No quería creer que hubiera faltado amor cuando
contrajeron nupcias, si de alguien aprendí que un matrimonio
debe ser por amor es de ustedes. Por su ejemplo les estaré
eternamente agradecida, así como todo el amor que me han
brindado desde siempre. Y que se haya quedado unos días
más conmigo, es algo que jamás olvidaré, sé que casi nunca
se separa de mi tío.
–Tú eres como la hija que nunca tuve y estoy muy
agradecida de que hayas pensado en mí para ayudarte en
estos días.
–Tía, ustedes que ya sobrepasan los veinte años de
casados, ¿qué se necesita para que un matrimonio sea feliz
a pesar del paso de los años?
–En el matrimonio siempre habrá lágrimas, pero también
sonrisas. Deben procurar que las sonrisas sean más
frecuentes que las lágrimas: cultiven su amor a través de una
buena comunicación y de los detalles de cada día, buscando
siempre momentos divertidos en su vida de pareja,
construyan buenos recuerdos que esos son los que nos
inundan de felicidad todos los días y son los que recordamos
en la vejez, lo único que nos queda. Y esto también se aplica
a los hijos: los buenos recuerdos que hoy puedes construir
son los que conservarás para toda tu vida. Es muy
importante la entrega al cónyuge y a los hijos todos los días y
saber apreciar las virtudes del otro, amándolo también con
sus defectos.
Lizzie le reveló los detalles de su historia de amor que la Sra.
Gardiner desconocía y pasó un momento muy agradable
entre recuerdos y risas.
Alguien tocó a la puerta y entró Darcy, se acercó a su esposa
mientras ella dejaba su bordado sobre la mesa y la Sra.
Gardiner se retiraba. Darcy tomó sus manos y Lizzie
preguntó:
–¿Cómo ha estado tu reunión?
–Todos los asistentes te mandan sus saludos y su
agradecimiento, pero en realidad me he dado cuenta una vez
más de que el único lugar donde quisiera permanecer es a tu
lado.
Lizzie sonrió, mientras acariciaba sus manos. Darcy la besó
en la mejilla.
–Y las señoras, ¿hoy se fueron a su paseo?
–Sí, hoy visitarán Matlock, el Sr. Peterson las escoltará. Y tú
¿cómo te has sentido?
–Bien, mi tía me platicó cómo conoció a mi tío. Me acordé
tanto de aquella noche…
–Quisiera que de esa noche borraras todas mis palabras y
sólo recordaras mis miradas.
–No puedo creer que seas el mismo hombre, el único capaz
de herir mi orgullo de esa manera y que hoy está a mi lado
mostrándome todo su cariño.
–Tú sabes que no soy el mismo desde que me enamoré de ti
y espero nunca más haber lastimado tu orgullo, de lo que
estoy sinceramente arrepentido.
–No, después de eso fuiste ganando en gentileza.
–Aunque cuando te declaré mi amor y me rechazaste, mis
palabras fueron muy duras. Me disculpo por haberte
agraviado.
–Ya me habías pedido perdón, a pesar de que eran ciertas.
Yo creo que ese día, aunque fue difícil, necesitábamos
sincerarnos.
–Nunca nadie me había enfrentado de esa manera. Y nadie
más lo ha hecho.
–Te defendiste muy bien, yo creí que te espantarías.
–Eso habrías deseado.
–Eso habría hecho cualquier hombre que no fuera tan
inteligente como tú.
–Pero lo único que lograste fue que mi admiración por tu
persona incrementara. ¿Qué mujer resguardaría sus
principios de esa manera sino aquella por la que valdría la
pena dar hasta mi vida, sólo para verla feliz? Siempre me
sorprendiste. Desde la noche en que te conocí, declarabas
con prodigiosa seguridad tu punto de vista.
Lizzie suspiró recordando esos momentos con emoción y
continuó:
–Pensé que después de esa noche no me volverías a dirigir
la palabra. Y cuando entré a Netherfield, la vez que Jane
enfermó, me recibiste con una cortesía de la que te creí
incapaz de mostrar a una persona como yo, y luego, cuando
me ayudaste a abordar el carruaje…
–¿Disfrutaste como yo de ese momento?
–Fue un momento mágico, nunca había sentido una emoción
igual que sólo pude sacar de mi mente al evocar las primeras
impresiones que tuve de ti desde aquel baile. Aunque con tu
galantería me quedé sumamente extrañada, mis ojos te
miraban con gran desconfianza y no dejaba de resonar en
mi memoria esas palabras.
–Esas palabras que quiero que olvides para siempre. Admiro
tu memoria, aun con tu embarazo, pero en estos casos
lamento que sea tan precisa.
–Desde aquella noche me quedé con la inquietud.
–¿Cuál inquietud?
–Cuando te referiste a Jane como la chica más guapa del
salón; ¿alguna vez, aunque fuera sólo esa noche, te sentiste
atraído por ella?
–No mi Lizzie –contestó con una sonrisa–. Si Bingley se
hubiera referido como lo hizo, como la criatura más hermosa
que había visto en su vida, de alguna otra chica del salón,
igual le hubiera hecho segunda en su comentario con tal de
encubrir la excelente impresión que causaste en mí desde
esa noche. Impresión que ninguna mujer me había causado
antes y que sólo la has podido superar tú.
–¿Superar?
–Sí, cada día que pasa me percato de que tu belleza de
cuerpo y alma se incrementa y me enamoro más de ti.
Lizzie sonrió.
–Y ¿qué habrías hecho si Bingley se hubiera referido de mí
como la criatura más hermosa que había visto en su vida?
–¿Y se hubiera enamorado de ti?, no lo sé. ¿Acaso lo
habrías aceptado?
–No, siempre lo consideré un buen hombre, pero nunca lo
miré con buenos ojos para mí.
–Entonces yo habría luchado por tu amor y hoy te estaría
diciendo lo mucho que te amo.
Lizzie sonrió.
–Y tú, ¿qué primera impresión tuviste de mi persona? –
investigó Darcy.
–Mi primera impresión…
–¿Tan mala fue?
Lizzie rió.
–No, no fue tal mala, llamaste mucho mi atención. Te veías
muy apuesto vestido de negro, sin duda el hombre más
gallardo y elegante que había visto en mi vida, que caminaba
imperiosamente entre tanta gente. Y cuando nuestros ojos se
encontraron, tan sólo un segundo, y desviaste la mirada,
pensé que tal vez te habría gustado y me imaginé por un
instante a tu lado. Me dio lástima al ver lo desgraciado que
te sentías con tu ceja inquisitiva y luego mucho enojo y
decepción cuando… –Lizzie se detuvo, pensando en que
haría sentir mal a su marido–. Desde este momento prometo
olvidar esas palabras.
–Recuerdo que mientras caminaba por ese pasillo, pensaba
que la gente sólo veía en mí al soltero millonario, calculando
lo que valía mi peso en oro, el candidato perfecto para
desposar a una de sus hijas, arrepintiéndome con toda el
alma de haber aceptado acompañar a Bingley al baile, tras
varias horas de persuasión. ¿Quién iba a imaginar que en
ese lugar se encontraría escondida la mujer con la que
compartiría felizmente el resto de mi vida?
–Hoy le agradezco a Bingley que haya tenido la paciencia y
la perseverancia para finalmente convencerte.
–Y yo le agradezco a la Sra. Darcy, entonces Srita. Elizabeth
que, a pesar de mi orgullo y mis prejuicios, de mi altanería
que era resultado de una gran inseguridad, haya tenido la
gracia y la listeza para hacérmelo ver, y que haya soportado
con entereza y caridad todas mis desconsideraciones.
Darcy besó la mano de su mujer mientras ella le
correspondía con una sonrisa y, después de una pausa,
continuó:
–He pensado que sería conveniente que consideraras quién
te podría ayudar a cuidar de nuestro bebé.
–¿A cuidarlo? Darcy, yo quiero hacerlo. Me extraña que me
hagas esa pregunta –indicó bajando su mirada–. Lo hemos
deseado tanto, y hemos sufrido mucho esperando que
llegara y luego Frederic –explicó viéndolo a los ojos–. ¿Cómo
dejarlo al cuidado de una extraña cuando yo puedo estar a
su lado? Me aterro al pensar que le pudiera suceder algo por
el descuido de una mujer a quien le estaríamos confiando
nuestro mayor tesoro. Quiero disfrutar de cada momento de
su vida mientras crezca, que recurra a mí en caso de
sentirse triste, jugar con él y enseñarle las cosas
maravillosas de la vida.
–Como tú lo decidas –declaró con seriedad.
–Pero ¿estás de acuerdo conmigo?
–Lizzie, sólo quiero verte feliz.
–Y ¿siempre estarás a mi lado? –preguntó con
incertidumbre.
–Sí, mi niña, siempre; es lo único que deseo desde que te
conocí.
Lizzie lo abrazó y él correspondió con afecto.
–Te prometo regresar en cuanto termine la cena.
–Y tus invitados ¿querrán irse a descansar tan temprano?
–No lo sé, le pedí a Fitzwilliam que se encargara de
atenderlos y de organizar alguna partida de cartas para
reunirme contigo a la brevedad.
Darcy la besó en la frente, se marchó y a los pocos minutos
la Sra. Gardiner estaba de vuelta.
Al salir el alba, Darcy fue a cabalgar con sus huéspedes al
bosque y cuando regresó, una hora más tarde de lo habitual,
fue a buscar a Lizzie a su alcoba; estaba con su tía
terminando el desayuno. La Sra. Gardiner se levantó de su
asiento y se retiró a su habitación. Darcy se acercó y se
sentó a su lado.
–Creí que ya no vendrías a saludar –comentó Lizzie con
tristeza en su mirada.
–Lizzie, tú sabes que disfruto mucho de tu compañía aunque
sea por unos momentos –aclaró mientras acariciaba su
rostro con cariño–. Nos retrasamos en el paseo y a mi
llegada me entretuve con la Sra. Reynolds. ¿Sucede algo? –
indagó percatándose de su desconsuelo.
–No, sólo… sólo que te extraño mucho –indicó con los ojos
inundados de lágrimas.
Darcy la besó en la mejilla y la abrazó con inmenso cariño.
Minutos más tarde, él se retiró a desayunar con sus
convidados, deseando que pronto terminara la dichosa
reunión, preocupado por el actual estado de ánimo de su
esposa que, si bien sabía que era normal por su embarazo,
lo mantuvo reflexivo en el transcurso de las siguientes horas.
Durante la reunión con los clientes sus pensamientos
continuaban dispersos, tomó una hoja de papel y escribió
unas líneas, mientras los caballeros discutían algo
intrascendente y aburrido. Terminada su carta le pidió
discretamente al Sr. Smith que la llevara a su destinatario: la
Sra. Darcy.
Lizzie, en su alcoba, leía su libro en compañía de su tía
cuando el Sr. Smith llamó a la puerta y entró para entregar
alguna correspondencia. Lizzie agradeció y le pidió que le
trajeran una jarra con agua para prepararse su suero. El Sr.
Smith asintió y se retiró, mientras Lizzie revisaba el
documento.
“Mi dulce amada: Mientras los caballeros continúan
libremente su acalorado altercado sobre una trivialidad, yo no
he dejado de pensar en ti, deseando que todo esto termine
pronto y pueda volver a tu lado para estrecharte entre mis
brazos y decirte de mil maneras diferentes que te amo con
todo mi ser. Anhelo con fervor ver nuevamente en tus labios
esa hermosa sonrisa que me motiva a luchar todos los días
por ti y por esa criatura que llevas en tu seno y que pronto
podremos conocer. Siempre tuyo, Darcy”.
Lizzie, al terminar de leerla, sumamente conmovida, cogió
una hoja y le escribió unas líneas que pidió a la Sra.
Reynolds entregara a la brevedad.
En el salón principal continuaban deliberando la misma
problemática cuando el Sr. Smith se acercó al Sr. Darcy para
entregarle una epístola que abrió inmediatamente,
observando algunas partes del papel todavía mojadas por las
lágrimas vertidas.
“Mi amado esposo: Te agradezco de todo corazón las líneas
que me has escrito y que me han reconfortado en mi
abatimiento. Doy gracias a Dios por tenerte a mi lado, hoy no
puedo concebir mi vida sin ti. Cuando siento que puedo
perderte me inunda una enorme congoja, me he dado cuenta
de que dependo por completo de ti y eso me llena de
felicidad y de temor. Todos los días le suplico a Dios que te
conserve a mi lado, porque cuando te marches todo se habrá
acabado para mí.
Y, por otra parte, siento mucho miedo por los días que
vendrán: ¿todo saldrá bien?, ¿podré acariciar y besar a este
pequeño que ahora siento moverse dentro de mí?, ¿seré
capaz de educarlo para que sea una persona de bien? Mi
cabeza está llena de dudas sintiendo sobre mis hombros una
responsabilidad que desconozco si sabré llevarla a buen
término. La maternidad que antes deseaba con tanto fervor
ahora me atiborra de temor y me causa desconsuelo pensar
en que yo pueda ser el motivo de tristeza de las personas
que más amo: tú y nuestro bebé. Y ¿cómo no recordar a
Frederic que ahora estaría jugando a nuestro lado?
Perdóname, tú sólo me pediste mi sonrisa y yo he saturado
estas líneas con mis vacilaciones. Te extraño mucho, Lizzie”.
Darcy, al terminar de leer la carta, se puso de pie en silencio,
dejando a los señores ponerse de acuerdo.
Lizzie, acompañada por su tía, seguía con su libro en la
mano, tratando de disimular la pena que sentía leyendo y
releyendo, con exiguo interés, el mismo párrafo que no
lograba entender, esperando que el reloj caminara más
deprisa. No quería preocupar a su tía que la había cuidado
con tanto cariño.
Alguien tocó a la puerta y ésta se abrió, al momento en que
entraba Darcy. La Sra. Gardiner, sorprendida de ver que la
visita era más temprano que los días anteriores, se puso de
pie y se retiró. Darcy se sentó en el sillón, al lado de su mujer
y la estrechó cariñosamente mientras ella rompía en llanto.
Darcy, después de unos minutos, mientras la seguía
abrazando, le habló al oído dándole ánimo y consuelo, la
seguridad que la había abandonado, las respuestas a todas
sus vacilaciones. Le indicó que compartía con ella la
responsabilidad de su hijo y que siempre podría contar con
su apoyo; le dijo cuánto la amaba y que la cuidaría y la
protegería hasta el final de sus días. Lizzie lo ciñó
fuertemente deseando, como su esposo en esos momentos,
que ni la muerte fuera capaz de separarlos.
Lizzie, al sentirse más aliviada de descargar ese peso en su
marido, pudo serenarse mientras Darcy la consentía
acariciando su rostro y llenándola de sus besos.
Cuando Lizzie se reconfortó, Darcy la besó cariñosamente y
se retiró nuevamente a su reunión donde ya lo esperaban,
habiendo adelantado el descanso de la mañana para que el
Sr. Darcy no perdiera detalle en su ausencia.
A media tarde, en el siguiente receso, Darcy fue con su
esposa y en esta ocasión la sorprendió con un presente.
–Te he traído el motivo de mi retraso de esta mañana –
reveló Darcy entregándole una preciosa orquídea roja que
había encontrado esa mañana en el bosque y que el
jardinero había puesto en una maceta de porcelana.
Lizzie sonrió y la recibió mientras la Sra. Gardiner se retiraba
de la habitación.
–Nunca había visto una orquídea tan bonita, muchas gracias.
–Yo agradezco tu sonrisa que ya me ha iluminado el día.
–Perdóname por haberme sentido deprimida y hacerte pasar
un mal rato.
–No, sólo quiero que recuerdes que te amo y que haría lo
que fuera por verte feliz.
Darcy la besó cariñosamente y luego le dijo:
–¿Ya te sientes mejor?
–Sí gracias, iba a escribirte una carta pero temí que fuera a
interrumpirte nuevamente.
–Y yo habría estado feliz de anticipar mi visita. En cuanto
acabe esta reunión me tomaré unos días de descanso que
quiero dedicar exclusivamente a mi esposa.
–Gracias por las hermosas palabras que hoy me dijiste, por
todo el cariño que me has brindado y el consuelo que ha
alegrado mi corazón.
Darcy correspondió besando su mano con ternura.
CAPÍTULO XXXVIII
Había llegado el último día de trabajo con los clientes de
Londres, cuando tenían programado hablar de las ventas de
porcelana y esperaban al Sr. Willis para desayunar.
Llegaron los caballeros de su cabalgata y poco después
arribó el Sr. Willis, mientras Darcy iba a saludar a su esposa.
Luego fue el desayuno en el comedor con todos los
huéspedes y al concluir, las señoras se retiraron a su paseo
y los señores al salón principal para realizar la última sesión
de trabajo.
Como todos los días, a la hora del descanso, Darcy se
disculpó con sus invitados y se retiró por unos minutos.
Luego regresó y la jornada de trabajo siguió su curso normal
hasta que llegó la media tarde en donde las señoras
arribaron a la mansión, un poco antes de la hora
acostumbrada, con la sorpresa de que la Sra. Willis se había
unido al grupo de excursionistas. Los señores recibieron a
las damas en el salón principal, mientras Darcy y otro
caballero seguían discutiendo de algún asunto que había
quedado inconcluso.
Lizzie, al ver que su esposo no acudía a la hora
acostumbrada, mandó llamar a la Sra. Reynolds, quien subió
sin demora con el té para las señoras. Tocó a la puerta y la
Sra. Gardiner le abrió.
–Muchas gracias, Sra. Reynolds –expresó Lizzie mientras le
servía una taza de té–. ¿Usted sabe si los señores siguen
trabajando?
–No Sra. Darcy, me parece que ya han terminado y las
señoras han regresado de su paseo. Todos están reunidos
en el salón principal, inclusive los Sres. Willis.
–¿Los Sres. Willis?
–Sí, la Sra. Willis llegó con el grupo de las señoras hace una
hora.
Lizzie se aturdió al saber que la Sra. Willis estaba en la casa.
En cuanto la Sra. Reynolds se marchó, Lizzie le pidió a su tía
que le auxiliara a cambiarse rápidamente porque tenía que
bajar al salón principal. La Sra. Gardiner le cuestionó sus
deseos, pero al ver la insistencia que mostraba su sobrina,
accedió sin entender bien lo que sucedía.
Mientras, en el salón principal, las damas platicaban del
paseo que habían realizado y los caballeros las escuchaban.
Darcy continuaba con el Sr. Connell aclarando unas dudas
cuando los Sres. Willis se aproximaron a ellos, quedando
junto a Darcy la Sra. Willis, quien, a propósito, se acercó más
de lo que las reglas permitían. El Sr. Willis y el Sr. Connell se
apartaron dos metros de distancia para comentar algo
cuando toda la sala guardó silencio y los presentes se
pusieron de pie. Darcy, extrañado, volteó a la puerta
completamente sorprendido de lo que veía: su mujer había
bajado y se veía especialmente bonita. Lizzie, exasperada
por la compañía con la que había pillado a su esposo, lo veía
con severidad mientras él se acercaba para escoltarla e
introducirla a los invitados. Darcy hizo las debidas
presentaciones pero ella no puso atención a los nombres que
oía, sólo asintió y todos tomaron asiento.
–¡Qué gusto, Sra. Darcy, que se haya sentido mejor y
decidiera acompañarnos aunque fuera unos momentos! –
comentó la Sra. Connell.
–¿Acaso se ha sentido indispuesta? –indagó la Sra. Willis.
–El Dr. Thatcher le ha recomendado reposo, aunque es un
placer verla más recuperada –aclaró Darcy.
Las damas que estaban hospedadas en la mansión
expresaron sus deseos de cambiarse de ropa para la cena,
por lo que se retiraron a sus aposentos junto con los
señores, quedando únicamente los Sres. Darcy, los Sres.
Willis, la Sra. Gardiner y Bingley.
–El Dr. Thatcher es un excelente médico, lástima que ya está
muy grande. Yo prefiero atenderme con médicos más
jóvenes, como el Dr. Donohue –explicó la Sra. Willis.
–¿Cómo se encuentran los Sres. Donohue? –averiguó el Sr.
Willis.
–Bien gracias, la Sra. Georgiana goza de buena salud y el
Dr. Donohue continúa atendiendo cada vez a más pacientes
–declaró Darcy.
–¿Y la Sra. Bingley? Escuché que está embarazada –
preguntó la Sra. Willis a Bingley.
–Así es, esperamos a nuestro hijo para mayo.
–Entonces debemos felicitar a los Sres. Darcy y a los Sres.
Bingley doblemente, por los próximos nacimientos –indicó el
Sr. Willis.
–Yo me guardo mi felicitación hasta que nazca –declaró la
Sra. Willis riendo, ya que conocía los antecedentes de Lizzie.
–Y ¿cómo están sus cachorros, Sra. Willis? ¿Siguen
ocupando el lugar más importante de su vida? –investigó
Lizzie.
–Mis cachorros son una monada, los adoro.
–Mientras no estén cerca de mí –murmuró el Sr. Willis.
–Las personas que centran su vida en frivolidades alcanzan
una felicidad insignificante –aseguró Lizzie con serenidad,
ocultando su enorme disgusto.
–Sr. Darcy, cuando llegamos vi que tienen unos ejemplares
muy hermosos. He oído que la mezcla de yarborough y
meynell son excelentes por su estupendo aguante, fuerza y
mayor velocidad –glosó la Sra. Willis–. Me imagino que si
tiene de esos perros es porque le agradan.
–Sólo para la cacería –manifestó Darcy con poco interés.
–Y usted, ¿ha cazado muchos animales? Indudablemente es
un estupendo cazador, y le aseguro que no sólo ha atrapado
animales; usted con su porte y elegancia, su fino trato a los
demás, su personalidad emprendedora, me hace presumir
que tiene otras conquistas.
–Mi única conquista se encuentra a mi lado y, he de aclarar
que ella es la que me ha conquistado a mí con su dulzura y
su delicadeza –aseveró Darcy tomando la mano de su mujer.
–¡Ah, claro!, lo había olvidado; pero tal vez cuando nazca su
hijo lo pueda felicitar doblemente, al darse cuenta de que en
la vida no hay amores eternos.
–¿Acaso ya ha tenido esa experiencia, Sra. Willis? –inquirió
Lizzie molesta.
–No, usted sabe que no tengo hijos pero tengo muchas
amigas que en cuanto nace su primer bebé, se acaba la luna
de miel y los maridos buscan otros intereses.
–Sí, sin duda hay muchos casos así, con hijos o sin hijos,
porque no han sabido cultivar el amor en su matrimonio, si es
que éste existió alguna vez entre ellos.
–Y usted, ¿si sabrá cultivarlo?
–El amor dentro de un matrimonio es de dos y ambos deben
cultivarlo cada uno a su modo.
–Sra. Darcy, ¿qué piensa hacer cuando nazca su hijo?
¿Usted lo va a cuidar o lo pondrá al cuidado de otra mujer,
tal vez una extraña, a la que su hijo llegue a querer más que
a su propia madre?
–Yo lo cuidaré, por supuesto.
–¿Quién mejor que nadie para cuidar a un bebé que su
madre? Estoy de acuerdo con usted; así podrá disfrutar de
su alegría, verlo crecer y enseñarle tantas cosas hermosas
de la vida... Dejemos pasar el tiempo, Sra. Elizabeth, él nos
dará la respuesta. Cuando nazca su hijo naturalmente
cambiarán sus intereses, ya no tendrá oportunidad de pasar
tanto tiempo a solas con el Sr. Darcy. Tendrá la mente
ocupada en otros asuntos, estará más cansada atendiendo a
su dulce criatura y su esposo se empezará a sentir solo,
abandonado en su propia casa, aun cuando duerman en la
misma habitación. Es muy probable que ya no lo pueda
acompañar en sus viajes, al menos como acostumbraba, tal
vez por quedarse cuidando a su hijo enfermo o usted
convaleciendo, como ahora. El Sr. Darcy se enfocará más
tiempo al trabajo, con el negocio creciente tendrá que viajar a
lugares lejanos, por periodos indefinidos y tal vez encuentre
a alguien especial que llene su soledad. Puede preguntar a
matrimonios que tengan hijos, tal vez a sus hermanas.
Pregúntele al Sr. Bingley aquí presente cómo se sintió con el
nacimiento de sus hijos…
Bingley, titubeando, no supo qué contestar.
–La realidad se impone aunque no lo queramos –concluyó la
Sra. Willis.
–Yo pienso como la Sra. Darcy. Si los cónyuges se aman
profundamente, como es el caso de los Sres. Darcy, pueden
derribar cualquier obstáculo y seguir siendo felices como
hasta hoy –comentó la Sra. Gardiner.
–¿Cuántos hijos tiene, Sra…?
–Sra. Gardiner. No tengo hijos.
Todos guardaron silencio. El Sr. Willis tomó la palabra y
comentó con Darcy algunas inquietudes que tenía sobre la
reunión. Pasada media hora, los demás convidados se
reunieron con ellos para la cena.
Lizzie invitó a todos los asistentes a pasar al comedor al
tiempo que Darcy le ofrecía el brazo para escoltarla y todos
tomaron asiento.
–¿La reunión ha sido provechosa, Sr. Connell? –inquirió
Lizzie mostrando tranquilidad, como si las palabras de la Sra.
Willis no le hubieran importado.
–Sí, Sra. Darcy, considerablemente. Le agradecemos toda
su hospitalidad.
–Hemos estado excelentemente bien atendidos en su casa y
también hemos gozado de los atractivos de la región. El Sr.
Peterson ha sido muy amable en mostrarnos los lugares de
interés –comentó la Sra. Connell.
–Yo disfruté la visita a la iglesia de Derby y me impresionó la
torre de casi sesenta metros de altura; seguramente es de
las más altas de Inglaterra –indicó la Sra. Lodge.
–Y cómo olvidar la visita que hicimos a Kedleston Hall –
reveló la Sra. Connell.
–Fue el hogar de la familia Curzon por varios siglos y la
construyó Robert Adams –explicó Darcy.
–Me encantaron las pinturas que decoran las diferentes
habitaciones de la residencia –declaró la Sra. Connell.
–También el Sr. Peterson fue muy amable en llevarnos a la
mansión de Chatsworth House, ubicada en Bakewell –glosó
la Sra. Clairy–. Me habían hablado de ella pero me maravillé
al visitarla. El techo pintado por Verrio me fascinó y qué
hermosa chimenea, obra de Samuel Watson, según nos
dijeron.
–Yo disfruto mucho de ese paseo, sobre todo por las zonas
verdes y los asombrosos bosques que tiene la región –
expresó Lizzie.
–Pero el bosque que tienen en los alrededores de
Pemberley, Sra. Darcy, es como entrar en un paraíso.
Verdaderamente toda la propiedad es una belleza –anotó el
Sr. Marshall.
–La Sra. Darcy se ha encargado de conservar todo en
perfectas condiciones y de adornar bellamente los jardines –
esclareció Darcy.
–En realidad sólo le puse unos detalles. Este jardín siempre
ha sido muy hermoso –explicó Lizzie.
–Estos días han sido inolvidables. Hemos conocido lugares
excepcionalmente bonitos y hemos disfrutado de una
compañía maravillosa –dijo la Sra. Lodge.
–Pero sin duda todos hemos quedado muy conmovidos por
el detalle que el Sr. Darcy tuvo con su esposa. Los señores
han contado ese relato varias veces y cada vez me quedo
más nerviosa pensando en que pudo haber sido un
accidente fatal –resonó la Sra. Connell.
–¿Cómo? –murmuró Lizzie sin entender lo que decía.
–¡Ah, sí! Ya me han contado la faena que tuvo que hacer el
Sr. Darcy para cumplirle su capricho –señaló la Sra. Willis.
–¿Mi capricho?
–Sí, la famosa orquídea que encontró en el bosque.
–Una hazaña que sólo un hombre enamorado es capaz de
hacer –aclaró el coronel Fitzwilliam.
–Afortunadamente sólo se lastimó el brazo, cuando pudo
sostenerse de la rama del árbol antes de caer desde más de
tres metros de altura –indicó el Sr. Lodge.
–Claro que si él mide casi dos metros, sólo le quedaba uno
por recorrer –se burló la Sra. Willis.
–Ese mismo árbol lo trepaba cuando era niño –explicó Darcy,
restándole importancia.
–Pero esta vez no consideró que la rama se pudiera romper
por el peso y pudiera caer pegándose en la cabeza contra la
roca. Y fue magistral lo que tuvo que hacer para rescatar a la
hermosa flor –recordó el Sr. Fellon.
–Yo también me pongo nerviosa sólo de escuchar lo que
pasó. Y seguramente también la Sra. Darcy. Mejor hablemos
de otra cosa… –sugirió la Sra. Lodge.
Lizzie, a partir de ese momento, ya no escuchó la
conversación ni probó alimento. En su cabeza daban vueltas
todos los comentarios que había escuchado, recordando la
angustia que había sentido la mañana anterior cuando todo
estaba sucediendo aunque ella no lo supiera. Darcy, frente a
ella, la veía sabiendo lo que cruzaba por su mente y
esperaba que pronto concluyera la cena.
El banquete terminó y después de acompañar a sus
huéspedes con una copa mientras las señoras disfrutaban
del té en el salón principal, Darcy se dispensó y los
encomendó a Fitzwilliam.
–Pensé que esta noche nos concedería el honor de
acompañarnos más tiempo, Sr. Darcy –mencionó el Sr.
Lodge.
–Disculpen, pero mi esposa debe descansar.
Enseguida se retiró y fue a buscar a su mujer para escoltarla
a sus habitaciones, eximiéndose con las damas, quienes,
inclusive la Sra. Willis, se despidieron amablemente de los
Sres. Darcy. Ellos se marcharon en silencio a sus
habitaciones.
Al llegar a la alcoba, Lizzie salió al balcón donde había
puesto la hermosa orquídea. Necesitaba respirar aire fresco
para tranquilizarse de la angustia que la abrumaba, pero ya
no pudo retener las lágrimas, mientras Darcy dulcemente la
abrazaba por la espalda.
–Perdóname Lizzie, vi esa hermosa flor en el árbol,
iluminada por el sol y se me hizo muy fácil ir por ella. Había
trepado tantas veces ese árbol.
–Por eso ayer no querías quitarte la camisa cuando…
–No quise preocuparte.
–Creí que ya no te gustaba sentirme.
–No, no. Sabes que eso nunca sucederá –respondió
estrujándola con amor.
–Y ¿pensabas que no me daría cuenta de tu herida?
Darcy guardó silencio, luego dijo:
–No me imaginé que fueras a bajar a cenar.
–Y yo no me imaginé encontrarte con esa compañía. Tal vez
prefieras estar con ella a venirme a visitar. ¿Te estuvo
coqueteando, como acostumbra?
Darcy se puso enfrente de ella, la miró a los ojos y la tomó
de los brazos con seguridad.
–¡No! ¡No crucé palabra con ella! ¡Ni siquiera la volteé a
ver!... Lizzie sabes que te amo y que sólo quiero estar a tu
lado. ¿Cómo puedo hacer para que te convenzas de mis
palabras?
–Perdóname, estos días me he sentido muy insegura. Y
luego me pongo a pensar en todo lo que dijo esa mujer…
¡Ya no sé qué pensar! Tengo tanto miedo de que sus
palabras sean verdaderas…
–Lizzie, no quiero que te atormentes por lo que dijo la Sra.
Willis. Nosotros pensamos muy diferente a ella y vivimos una
realidad que ni en sueños ha podido imaginar esa pobre
mujer llena de insignificancia. No entiendo cómo pudo mi
amigo enamorarse de una mujer así.
Lizzie mostró irresolución con su mirada y Darcy continuó:
–Te prometo que lucharé por nuestro amor como lo he
venido haciendo desde que me enamoré de ti, todos los
días. Estoy persuadido de que tú también lo harás, como tú
misma lo dijiste. Que nuestro amor crezca o desaparezca
depende de nosotros, y yo diariamente le pido a Dios que
nos permita amarnos cada día más y nos dé la fortaleza y la
sabiduría para vencer los obstáculos que se presenten.
Lizzie abrazó a su marido y él correspondió con afecto.
Al día siguiente cuando Lizzie despertó, Darcy, que estaba a
su lado, la envolvió en sus brazos con cariño.
–Pensé que irías a cabalgar hoy –expuso Lizzie.
–No preciosa, hoy quiero estar a tu lado. Sólo tendré que
presentarme al desayuno para despedir a los huéspedes,
luego te dedicaré todo mi tiempo. ¿También se regresa tu tía
hoy?
–Sí. ¿Vendrán los Sres. Willis?
–No.
Lizzie vio el antebrazo de su esposo vendado y le preguntó:
–¿La herida está muy grande?
–La Sra. Reynolds tuvo que ponerme algunos puntos.
–¿La Sra. Reynolds? No sabía que fuera enfermera.
–Aprendió curándome de mis caídas. Mi madre se afectaba
mucho cuando me veía lastimado.
–¿Acaso eras un niño muy inquieto?
Darcy asintió.
Lizzie se sentó, mientras la sábana se deslizaba sobre su
piel, tomó el brazo de su marido y le quitó con cuidado la
venda. Darcy la miraba con un enorme cariño mientras
acariciaba su espalda.
–Tendré que acostumbrarme a curar las heridas. Este bebé
se mueve mucho dentro de mí, seguramente afuera será
como su padre.
Lizzie detuvo su labor al sentirse dulcemente observada.
–¿Me veo muy gruesa?
–¡Oh, no! –exclamó Darcy riendo–. No conozco mucho de
embarazos pero te aseguro que cualquier mujer encinta
envidiaría tu figura. Te ves encantadora.
Lizzie sonrió y continuó su labor. Cuando descubrió por
completo la herida se estremeció al ver el resultado de la
proeza de su esposo.
–Se ve más fea de lo que en realidad es –indicó Darcy–. Te
aseguro que no quedará cicatriz.
–No me importa la cicatriz, sino lo que pudo haberte pasado.
Lizzie se levantó, alcanzó un pañuelo y lo mojó con un poco
de agua; regresó, lavó la herida con cuidado y lo cubrió con
un lienzo limpio.
–Mis hijos tendrán una excelente enfermera.
Lizzie se acostó al lado de su esposo, lo abrazó
cariñosamente y le dijo:
–No quiero que te vuelvas a poner en riesgo otra vez.
–Si me abrazas tan bonito, no lo haré jamás.
CAPÍTULO XXXIX
Los siguientes días Darcy cuidó de Lizzie y disfrutaron de su
mutua compañía. Lizzie se sentía un poco más segura y
gozosa de sentirse mimada por su marido, quien la colmó de
atenciones y detalles de cariño. Pasada una semana, Darcy
volvió a atender algunos asuntos durante la mañana y
acompañaba a Lizzie en su paseo en el jardín por la tarde,
ya que el Dr. Thatcher le levantó el reposo.
Una mañana en la que Bingley fue a trabajar con Darcy,
Jane fue a visitar a Lizzie con sus hijos y ella los recibió con
mucho cariño. Salieron al jardín para que los niños jugaran
con la Srita. Susan que acompañaba a Jane y las hermanas
se sentaron en una banca, observando el divertido juego
mientras platicaban.
–¿Te ha revisado el Dr. Thatcher? –preguntó Jane.
–Sí, vino hace unos días y dice que el embarazo va muy
bien, yo también me siento más recuperada.
–Me alegra oírlo.
–¿Cómo te has sentido tú, Jane?
–Estoy derrengada pero es normal. Los niños ya no me
dejan descansar como antes, aunque la Srita. Susan me
apoye.
–Cuando Diana era bebé, ¿alguna vez sentiste que
necesitabas ayuda para cuidarla?
–Al principio, cuando nació yo no sabía cuidar a un bebé,
desde cómo cargarla, cómo bañarla, cómo vestirla, ¡cómo
alimentarla! Todo eso lo fui aprendiendo día a día y sí, al
principio me costó gran trabajo y habría deseado tener ayuda
sólo mientras aprendía a hacer todo, pero no la de mi madre.
–Sí, me imagino.
–Yo sentía mucha presión de su parte. Ella quería hacer
todo, me decía cómo tenía que hacer las cosas, me señalaba
continuamente mis errores y yo sólo deseaba ser la mejor
madre para mi hija y darle todo mi amor. Cuando pudimos
venir a Starkholmes, por fin aprendí a cuidarla sin la
vigilancia de la Sra. Bennet y fue más placentero. Allí decidí
encargarme de ella sin pedir ayuda. Fueron unos meses
repletos de gozo: verla crecer, disfrutar de su primera
sonrisa, observar su forma de descubrir al mundo, sentir su
alegría cuando percibía mi compañía, pensar que eres la
persona más importante para esa criatura a la que amas
tanto, que depende por completo de ti y que estás allí para
atenderla. Es un tiempo maravilloso que deseas que no
termine tan rápido y cuando ya ha crecido tu bebé anhelas
volverlos a vivir con tu siguiente hijo, pero ya no es igual. Por
eso yo te recomiendo que disfrutes al máximo a tu bebé.
–¿Por qué?
–El amor que sientes por el siguiente hijo es igual que el
primero, pero ya no puedes darle la misma atención y
dedicación que le has dado al primogénito. Ahora tendrás
que atender a dos hijos que tienen diferentes necesidades,
diversos horarios, frecuentemente uno se pondrá celoso del
otro: el mayor quiere jugar contigo mientras el bebé quiere
comer y tal vez tú te mueras de sueño porque no pudiste
dormir la noche anterior. Ese es el reto cuando tienes dos
hijos y fue entonces que consideré que la Srita. Susan me
apoyara, mientras yo estaba con uno ella atendía a otro.
¡Claro!, las alegrías y los momentos de satisfacción se
multiplican porque ahora disfrutas de dos criaturas que ven el
mundo con ojos diferentes, aprenden de un modo distinto
aunque sean hermanos, y más si son de distinto sexo.
Siendo madre es como llegas a comprender la naturaleza
humana del hombre y de la mujer, las diferencias que existen
y lo maravilloso que se complementan.
–¿Fue difícil para Diana acostumbrarse a la Srita. Susan?
–Yo pienso que cualquier cambio en la vida de un niño
pequeño es difícil. Afortunadamente, la Srita. Susan me
ayudó a cuidarla en los últimos meses del embarazo de
Henry, pero siempre es difícil para un hijo sentir que la
atención de la madre se divide. Los primeros meses después
del parto son muy complicados, primero aprendes a ser
madre, luego aprendes a ser madre de dos criaturas,
mientras los hijos se ejercitan en convivir con un nuevo
hermano; pero luego te llenas de satisfacción cuando los ves
crecer juntos, cada uno a su ritmo y a su forma, conviviendo
y jugando como hermanos, compartiendo todos los
momentos. Mientras Diana y Henry juegan y se divierten yo
puedo atender a Marcus, o los tres se ponen a jugar entre
ellos mientras yo los observo y siento las patadas que este
bebé da dentro de mí. Y Diana es un ángel, con sus cinco
años me ayuda a cuidar de sus hermanos.
–Esa niña tiene un corazón muy especial –indicó con cariño–
. Y tu relación con Bingley ¿se vio afectada de alguna forma?
–La llegada de los hijos, sin duda, para ellos también es un
gran cambio. Se inundan de alegría y quieren estar con su
pequeño cuando se desocupan del trabajo, lo cargan y lo
cuidan por un rato hasta que la criatura quiere comer o se
duerme en sus brazos. Ojalá todo fuera así. En las noches te
levantas varias veces para alimentar al bebé o cambiarlo y
lograr que se duerma otra vez, o cuidarlo cuando está
enfermo, causando desvelo en ti y a veces en el padre,
provocando su irritación: él está desvelado y aun así tiene
que ir a trabajar y tú a veces puedes darte tiempo de dormir
mientras el bebé descansa. La conversación cambia de
tema: ahora se centra en los hijos, en lo divertido que fue tu
día con tal o cual cosa que uno u otro hizo, la travesura del
día, el berrinche que te inventó porque no consiguió lo que
quería o la enfermedad que uno pescó y el otro está a punto
de ser contagiado, si es que tú no te enfermas con ellos. Él
opina lo que debes hacer para educarlos mejor y trata de
involucrarse en el juego y en la formación de los niños. Ya no
hablas de ti misma, de tus pensamientos o de tus
sentimientos, de tus preocupaciones o de tus alegrías y, en
ocasiones, él sólo se limita a preguntar cómo están los niños.
Él habla de su trabajo pero evita molestarte con lo que
realmente piensa o siente o con sus problemas, porque toda
tu mente está orientada a los niños. Mientras tú te enfocas al
cuidado de los hijos y les buscas alguna actividad en donde
estén entretenidos y a la vez aprendan, el marido sigue
trabajando… A veces, los pocos momentos en que puedes
estar a solas con él para platicar, son interrumpidos por esas
criaturas a las que amas profundamente pero que a veces
desearías que no despertaran sino hasta el día siguiente.
Luego, el marido se pone celoso porque ya no puedes
atenderlo como antes y surgen discusiones al respecto. Tú
estás cansada, agotada de entretener a los niños durante el
día y sólo te acuestas y te quedas profundamente dormida,
cuando él cultivaba la esperanza de estar contigo. Luego
esos deseos se van presentando cada vez más esporádicos,
sientes su alejamiento y empiezas a sentirte sola aunque
estés rodeada de tus hijos y tengas al lado a tu marido que a
veces te parece un extraño.
–Jane, ¿lo amas realmente?
–Sí Lizzie, me casé con él amándolo; tú fuiste testigo de mis
sentimientos. Y, a pesar de que nos hemos alejado uno del
otro, por las circunstancias de la vida, quiero luchar por
recuperar su cariño. Anhelo nuevamente platicar con él hasta
altas horas de la noche a la luz de la luna, reírnos de las
simplezas de la vida, salir a cabalgar, caminar en el jardín o
en el bosque como lo hacíamos antes, bailar con él, viajar.
Lo dejamos de hacer por los embarazos y la llegada de los
hijos. La maternidad es tan bonita que a veces te olvidas de
otra parte de tu vida también muy importante. Disfruta mucho
de tu bebé Lizzie, lo tendrás por muy poco tiempo, pero
procura no dejar esas actividades que gozas realizar con tu
marido y que son un medio de convivencia fundamental.
–Pero, ¿has sido feliz con Bingley?
–Sí, he sido dichosa a su lado. Él es un buen hombre que me
ama y ama a sus hijos infinitamente; me respeta, me cuida y
cuida de nuestros hijos con cariño. Le estaré eternamente
agradecida por la vida que me ha dado y, sobre todo, por los
hijos que tenemos, quienes, sin duda, son lo más maravilloso
que me ha pasado en la vida. No puedo imaginarme una vida
feliz sin ellos a mi lado.
–Recién había fallecido mi padre, Lydia me comentó algo a
lo que le resté importancia en su momento. Me dijo que para
ti no era agradable estar con tu marido en la intimidad.
–Sí, así fue mucho tiempo, y me arrepiento tanto haber visto
a esos momentos como una obligación. Ahora que he
descubierto lo maravilloso que es estar con él, que él
aprendió a acercarse a mí, y ahora lo siento tan alejado, y yo
tan sola.
–Y, ¿qué piensas hacer?
–No lo sé Lizzie. He hablado con el clérigo y me dice que
estas crisis en los matrimonios son normales. Me ha
recomendado ser paciente con Charles, tratar de atenderlo
más, demostrarle mi cariño con detalles, interesarme más
por sus cosas, volver a realizar esas actividades en donde
nos divertíamos juntos, buscar un acercamiento entre los
dos.
–Tal vez hoy podrías hacerle una cena romántica y buscarlo.
–Sí, también me lo sugirió, así como hacer un viaje nosotros
solos, sin los niños, para reencontrarnos nuevamente. Pero
con el embarazo eso es imposible, este bebé nacerá pronto,
luego lo amamantaré y tendré que atenderlo.
–Si quieres me puedes dejar hoy a tus hijos y con la ayuda
de la Srita. Susan los podré cuidar. O tal vez prefieras el fin
de semana, como si se fueran de viaje antes de que nazca
tu bebé, yo estaré encantada de tenerlos como huéspedes.
–Pero estoy embarazada, no puedo buscarlo.
–¿Por qué no? Es tu marido.
–Lizzie… no es correcto tener intimidad durante los
embarazos –dijo, como si fuera pecaminoso.
–Pues yo no pienso igual, y créeme, ha sido maravilloso.
Recuerdo que un día le prometí a mi madre nunca bailar con
el Sr. Darcy y ¡ahora no quiero que me quite las manos de
encima! –se burló de sí misma.
–¡Ay Lizzie! –se rió–. Y ¿qué piensa tu marido?
–Al principio estaba temeroso, hasta que habló con el Dr.
Donohue y aclaró sus dudas.
–¿Y no hay problema con el bebé? ¿Has hablado con el Dr.
Thatcher?
–Sí, lo confirmé con el Dr. Thatcher y no, no hay problema, a
menos que él te lo indique.
–No lo sabía –suspiró y miró su vientre pensativa.
–¿Y por qué no preguntaste al Dr. Jones o al Dr. Thatcher?
–Lizzie, esas cosas no las puede preguntar una mujer.
–No estoy de acuerdo contigo, amar a tu esposo no es algo
incorrecto, pero si te sientes incómoda con la situación
también puedes hablar con tu marido del asunto y que él
pregunte, como lo hizo Darcy. Recuerdo que pasó una
mañana vergonzosa pero valió la pena.
–Charles y yo no hablamos de eso.
–Pues tal vez es tiempo de que empiecen. Puedes invitarlo a
cenar, podría continuar con una divertida plática a la luz de la
luna y luego…
–Para llegar a una plática divertida tendríamos que sentarnos
a discutir de lo que piensa cada uno en este momento; pero
tengo miedo. No sabría qué decirle: ¿que me siento sola
porque ya no se acerca a mí?, ¿que siento que no me
escucha cuando en realidad no me atrevo a hablarle de lo
que me preocupa? Situación que yo misma he provocado por
volcarme a nuestros hijos y olvidarme de él. No sé si logrará
comprenderme. Tal vez sólo me responda que él también se
ha sentido abandonado y yo no lo escuché cuando me lo
dijo.
–Él te quiere y seguro te escuchará. Tal vez hoy la plática no
sea tan romántica o divertida, pero es necesario conversar
de su problema para resolverlo y lograr un acercamiento.
Este tiempo puede ser como un noviazgo: reencontrarse,
reconocerse, recomprenderse. Hay mil formas de manifestar
el cariño hacia la persona amada y hoy puedes empezar.
Puedes tener un detalle con él y sorprenderlo, acordarte de
algo que sabes que le agrada, procurar que hoy se sienta
más cómodo, decirle lo importante que él es para ti, a veces
con sólo regalarle una sonrisa él se sentirá complacido o tal
vez puedas ir a buscarlo mañana en su despacho para
llevarle el té y tomarlo con él.
–Hace tanto tiempo que no platico de eso con Charles y tal
vez me vea muy extrañado si hoy le ayudo a quitarse la levita
como lo hacía antes.
–Pues no dejes pasar más tiempo y habla hoy mismo con él.
Los caballeros se acercaron a buscar a las damas mientras
Diana, seguida por Henry, corrió a abrazar a su padre, quien
respondió con un enorme cariño.
–Lizzie, te agradezco tus palabras.
–Puedes contar conmigo y con mis oraciones también.
Jane abrazó a Lizzie y Bingley se despidió de los Sres.
Darcy. Los Bingley se retiraron en su carruaje y Darcy le
ofreció el brazo a Lizzie para conducirla a su habitación. En
el camino, vio a su mujer muy pensativa y preguntó:
–¿Sucede algo?
Lizzie le platicó lo que había hablado con Jane hacía unos
momentos y al final cuestionó:
–¿Tú crees que las palabras de la Sra. Willis sean ciertas?
–Son ciertas para las personas que no tienen deseos de
luchar, que se conforman con llevar un matrimonio pasadero
y que no cultivan su cariño con esmero. En la vida siempre
habrá problemas, haya hijos o no, y estos problemas pueden
fortalecer una relación o destruirla, dependiendo de cómo los
afrontes. Me apena que Bingley no los haya podido enfrentar
como se lo sugerí.
–¿Tú ya sabías de esta problemática?
–Sí. Bingley habló conmigo hace un par de años.
–¿Acaso le diste algunos consejos de cómo acercarse a su
esposa?
–Entre otras cosas.
–¿Y si platicas con él nuevamente?
–¿Para interceder por Jane? No Lizzie. Si él vuelve a solicitar
mi recomendación, por supuesto que le daré el consejo que
considere pertinente, pero no puedo inmiscuirme en su
relación, y tampoco tú.
–Tienes razón.
–Creo que con lo que le dijiste a Jane, si lo realiza, podrán
encontrarse nuevamente. Bingley es un buen hombre y
desea ese acercamiento desde hace mucho tiempo.
Al día siguiente, Lizzie se dedicó durante la mañana a iniciar
la pintura de los cuadros que había planeado hacer desde su
primer embarazo para decorar la alcoba de su bebé. Estuvo
acompañada por la Srita. Reynolds, quien le auxilió en su
labor en el taller de pintura. A media mañana, se limpió las
manos, se quitó el delantal, fue a la cocina a recoger la
charola de té que estaba preparada y se la llevó a su esposo,
quien trabajaba en el despacho. Al llegar, tocó a la puerta,
Darcy abrió y la recibió con gratitud.
–Sra. Darcy, le agradezco esta visita y que me haya traído el
té –indicó alegremente, tomando la charola para ayudarla.
Lizzie entró, seguida de su esposo, y le sirvió su taza. Luego
tomaron asiento.
–¿También le sugeriste a Jane llevarle el té a su marido? –
curioseó Darcy.
Ella asintió con una sonrisa.
–Me conviene que platiques de eso con Jane. Normalmente
no vienes a mi despacho cuando trabajo.
–Sabes que no me gusta interrumpirte.
–Sabes que para mí es un placer atenderte.
–Gracias –dijo sonriendo–. Comprendo que estás muy
ocupado, pero hoy he pensado mucho en ti.
–¿Por qué?
–Mientras estaba pintando los cuadros, recordaba todos los
momentos que hemos pasado juntos y quiero agradecerte
que me hayas hecho tan feliz estos años. Cuando pienso
que mi vida podría haber sido tan diferente lejos de ti, valoro
tanto el amor que siempre me has demostrado. Con nadie
habría podido ser tan feliz como lo soy contigo.
–Soy yo quien tiene que agradecerte que me hayas permitido
entrar a tu vida aquella hermosa mañana y sentir el calor de
tu cariño que ha llenado mi corazón desde entonces.
Alguien tocó a la puerta y Darcy atendió. Era el Sr. Smith con
una correspondencia para su amo, él agradeció y regresó al
lado de su esposa.
–Es carta de Georgiana.
Darcy la abrió y la leyó en voz alta:
–“Queridos hermanos: Les agradezco infinitamente la carta
que me enviaron con motivo de nuestro segundo aniversario
de bodas. Ciertamente la leí hasta un día después, ya que
Patrick y yo estuvimos juntos celebrando, como ustedes
acostumbran festejar las grandes ocasiones, a puerta
cerrada…”
Darcy se rió y dijo:
–Entonces sí escuché bien –y continuó la lectura–. “Patrick
ha tenido mucho trabajo, por lo que no hemos podido ir a
visitarlos, pero tengo deseos de verlos pronto y
aprovecharemos cualquier oportunidad. También, recibimos
de visita hace una semana a mi tía, Lady Catherine. Se le
veía más cansada y me quedé preocupada por ella, aunque
me aseguró que se encontraba bien. Se alegró mucho al
saber del embarazo de Lizzie por tu carta, Darcy, pero no te
ha respondido ya que ha estado enferma. Tal vez pronto
recibas noticias suyas…” ¿Mi tía se ha sentido indispuesta?
–masculló preocupado–. Me habías dicho que cuando vino la
revisó el Dr. Thatcher.
–Estuvo toda la mañana con él, pero no mencionó cómo la
encontró.
–Le escribiré una carta para preguntar por su salud –dijo
reflexivo y luego prosiguió–. “Lizzie y Darcy: Aunque soy
inmensamente feliz al lado de Patrick, los extraño mucho,
pero me consuela pensar que también son muy felices
esperando a mi sobrino que pronto nacerá. Anhelo saber qué
será: sobrino o sobrina. Con cariño, Georgiana”.
Darcy, al terminar de leer la carta, suspiró.
–¿La extrañas mucho? –inquirió Lizzie.
–Sí.
–Yo también la echo mucho de menos.
–Y sólo podemos tener noticias suyas por carta.
–Darcy –expuso con vacilación–, tú podrías ir a visitarla.
–¿Y dejarte aquí sola? No.
Lizzie sonrió con tranquilidad.
A los pocos días, Darcy recibió una carta de su tía.
“Estimado Sr. Darcy: Me ha dado tranquilidad saber por su
carta del embarazo de su esposa y confirmar con la Sra.
Georgiana Donohue que todo va por buen camino.
Seguramente mi querida hermana estaría jubilosa al verlos
felices a ustedes, como me pude percatar durante los días
que estuve en Pemberley hace unos meses. Le extiendo mis
felicitaciones, agradeciendo su interés por mi persona y por
mi salud, la cual se ha visto afectada por un resfriado sin
importancia. Le mando un saludo a la Sra. Darcy… Lady
Catherine de Bourgh”.
CAPÍTULO XL
Lizzie, aunque cansada por lo avanzado de su embarazo, se
sentía bien. Los Sres. Darcy esperaban en el despacho al Dr.
Thatcher para la revisión que estaba programada para ese
día mientras ella leía su libro y su esposo escribía carta a su
tía. Lizzie detuvo su lectura y dejó el libro a un lado al tiempo
que se ponía de pie y se acercó a su marido. Él levantó la
vista y la miró con cariño.
–¿Desea que le afile la pluma, Sr. Darcy?
Darcy sonrió y le entregó su pluma. Lizzie se sentó en la silla
e inició su tarea.
–Hoy te ves especialmente bonita –indicó mientras
contemplaba a su mujer.
Lizzie sonrió.
–A ver si opinas igual después de un par de meses más.
–Mi opinión al respecto no puede variar porque tu belleza
resalta día con día. Y para entonces te verás preciosa
cargando a nuestro hijo.
Lizzie suspiró profundamente.
–Darcy, mi madre me escribió. Quiere venir para ayudarme
en el parto y en mi recuperación pero… ¡yo no quiero que
venga! Yo sé que es mi madre, pero sólo de pensar que
estaría aquí tanto tiempo me pongo nerviosa. Quiero pasar
los últimos días de mi embarazo sólo contigo y después,
quiero disfrutar de nuestro hijo en tu compañía y sé que eso
sería imposible con ella de visita.
–¿Cuándo dice que vendrá?
–Me dijo que estará primero con Jane. Llegará en dos
semanas.
–Tal vez puedas invitarla unos días antes y hablar con ella.
–Y ¿qué le digo? Es mi madre y seguramente se ofenderá si
le digo que no quiero su ayuda.
–Le puedes decir que el Sr. Darcy no tiene deseos de recibir
su visita en esta ocasión.
–¿Cómo? ¡Eso es muy atrevido! –exclamó modulando la voz.
–Pero cierto. Así no se molestará contigo y no tendrá forma
de discutir el asunto. Si acaso se atreviera a replicar, sólo
dile que hable conmigo.
–Y todo acabará allí –declaró sonriendo emocionada.
–Lizzie, yo también quiero disfrutar esos momentos a solas
contigo.
El Sr. Smith tocó a la puerta y entró para anunciar al Dr.
Thatcher. Darcy se puso de pie, ayudó a Lizzie a levantarse
y ambos lo recibieron en el pasillo. Luego subieron a la
habitación donde entraron los tres. Mientras Lizzie se
preparaba en su vestidor, el Dr. Thatcher le explicó a Darcy
las indicaciones que tendrían que seguir en esos últimos
meses. Cuando Lizzie salió, se recostó en la cama, se cubrió
sus piernas con la sábana y destapó su abultado vientre. El
Dr. Thatcher le preguntó mientras palpaba su abdomen:
–¿Ha tenido alguna molestia, Sra. Darcy?
–Me he sentido más cansada, al final del día regularmente
tengo dolor de espalda, en la noche me cuesta trabajo
acomodarme y duermo mal, me despierto a veces
percibiendo algún calambre y en ocasiones siento que el
vientre se endurece.
–Son contracciones, ¿son dolorosas?, ¿se repiten?
–No, sólo siento mi vientre rígido y no se vuelven a presentar
si me recuesto un rato.
–Todo lo que me dice es normal, le modificaré un poco el
suero para disminuir los calambres y le pido que preste
copiosa atención a las contracciones; también son normales,
pero no deben ser dolorosas todavía y muy esporádicas. En
caso de sentir algo fuera de lo normal me avisa de inmediato.
Su bebé se mueve mucho, será una criatura llena de vida.
Lizzie y Darcy sonrieron.
El Dr. Thatcher colocó su oído en el vientre de Lizzie para
escuchar los latidos del bebé, luego sobre su pecho
encontrando su corazón en perfectas condiciones, revisó la
presión y apuntó sus observaciones en el expendiente.
Luego se puso de pie y se dirigió a Darcy:
–¿Gusta escuchar los latidos de su bebé?, ya se perciben
con claridad.
–Por supuesto.
El Dr. Thatcher le indicó dónde colocarse y Darcy apoyó su
cabeza sobre el vientre de su mujer por unos momentos,
escuchó levemente los rápidos latidos de su pequeño y sintió
sus movimientos. Darcy se incorporó colmado de
satisfacción y besó la mano de su esposa con cariño.
–La Sra. Darcy y la criatura se encuentran muy bien. Debe
continuar con su alimentación como hasta ahora, le enviaré
el nuevo suero y procure reposar con los pies en alto durante
el día para evitar que se canse demasiado. Puede realizar
sus paseos diarios en el jardín si lo desea, pero despacio,
siempre acompañada.
–Sí, doctor. Gracias.
Darcy lo escoltó hasta la puerta y regresó a su habitación
con su esposa. Se acercó a ella y Lizzie le preguntó
emocionada:
–¿Cómo se oían sus latidos?
–¡Perfectos! –exclamó dándole un beso en la mejilla.
Lizzie sonrió tomando sus manos.
–También le pedí permiso para llevarte a un lugar.
–¿A dónde? –preguntó extrañada.
–En una semana inauguraremos la nueva fábrica de textiles
y me gustaría que me acompañaras.
–¿Y sí lo concedió?
–Me dijo que si te sientes bien podrás ir, que procuremos no
cansarte.
–¡Será un placer! –afirmó sonriendo–. Estoy muy orgullosa
de ti.
Darcy sonrió complacido.
Cuando ya todo estaba oscuro y soplaba una ligera brisa en
la habitación de los Darcy, Lizzie se despertó a pesar de su
cansancio a causa de un dolor en el vientre que la atemorizó.
Inmediatamente movió a su exhausto esposo que yacía a su
lado, zarandeándolo para que la escuchara.
–¡Darcy, hay que llamar al médico!
–¿Cómo?, pero si todavía falta tiempo –dijo sentándose con
la respiración agitada.
–Tengo contracciones –explicó con el tono de voz que
reflejaba el temor que la había invadido y que turbó a su
marido, imaginándose lo peor.
Darcy se levantó deprisa, prendió una vela y se dirigió a
tocar fuertemente de las campanillas que tenían para llamar
al servicio. Enseguida, se dio cuenta de su desnudez y tomó
sus calzas y su camisa para colocárselas apresuradamente
para salir y pedir que llamaran urgentemente al médico.
Regresó preocupado al lado de Lizzie, quien continuaba
sentada en la cama, cubierta por la sábana y conteniendo el
dolor con las manos abrazando su vientre. Se sentó a su
lado tomando sus manos mientras pasaba el espasmo y se
adelantó a secar el rostro de su mujer que lo miraba
aterrada. Ambos recordaron lo que vivieron cuando Frederic
había fallecido, cada quien desde su punto de vista,
invadidos por un desasosiego que les aturdió el alma.
–¿Ya pasó el dolor? –preguntó Darcy sintiendo el vientre
suave otra vez junto con alguna patada del pequeño,
mientras ella asentía–. ¿Es muy doloroso?
–No como la otra noche –contestó con un hilo en la voz.
Respiró un poco aliviado, mientras apoyaba su cabeza
suavemente sobre el abultado vientre y rezaba para que todo
saliera bien.
–Darcy, tengo mucho miedo –dijo su esposa en medio del
llanto.
–Debes tranquilizarte, el doctor ya viene en camino y yo
estoy aquí para cuidarte. ¿Te ayudo con tu bata?
Ella asintió.
Antes de haber transcurrido diez minutos, el dolor se volvió a
presentar y Lizzie se afianzó de la mano de su marido
cuando la Sra. Reynolds tocó a la puerta y entró apurada,
con un frasco en la mano.
–¿Ya llegó el doctor? –preguntó Darcy.
–No señor, pero puedo ayudar a la señora –dijo mientras
servía un poco del contenido del frasco en una cuchara y le
daba a su ama cuando había pasado el malestar.
–¿Qué es eso?
–Aceite de pescado, le disminuirá las contracciones. Ahora
tome un poco de agua, también ayuda –explicó ofreciéndole
un vaso lleno–. Tómelo despacio pero beba todo el
contenido.
Lizzie obedeció con las manos visiblemente temblorosas.
–Sr. Darcy, ayúdeme a acostar a la señora, no debe estar
sentada, y recuéstela sobre su lado izquierdo. Gracias, ahora
yo me quedaré con ella y usted puede retirarse.
–No, Sra. Reynolds, me quedaré con ella –indicó con
determinación, sin dar lugar a réplica, acercando una silla a
la cama, se sentó y tomó la mano de su esposa, quien la
asió con fuerza.
Antes de la llegada del doctor, los dolores se volvieron a
presentar en tres ocasiones y los Sres. Darcy continuaban
temerosos de que el parto se desencadenara
prematuramente. La Sra. Reynolds se dedicó a prender
todas las velas de la habitación para que estuviera lista al
arribo del médico y luego colocó a la mano una vasija con
agua, jabón y toallas limpias. Cuando por fin llegó el médico,
se lavó las manos e inmediatamente empezó a revisar a la
señora que se encontraba en medio de la dolencia.
–¿La señora tuvo alguna actividad durante el día fuera de lo
normal? –indagó a Darcy palpando el vientre de la paciente.
–No, después de que usted se fue pasó el día
tranquilamente, estuvimos leyendo aquí –contestó el padre
preocupado.
–¿Bajó y subió muchas veces las escaleras?
–No, cenamos en la habitación.
–¿A qué hora iniciaron las contracciones?
–Hace casi una hora, cada diez minutos. La Sra. Reynolds le
dio una cucharada de aceite de pescado.
–Muy bien, han adelantado mi trabajo, aunque le
suministraré sulfato de magnesio para que se detengan más
pronto las contracciones. Este bebé todavía no debe nacer.
Después del escrutinio al que fue sometida Lizzie, el médico
le suministró el medicamento en completo silencio y la
auscultó en el pecho y en el vientre.
–Sra. Reynolds, le agradezco su ayuda, puede retirarse.
Cuando la puerta se cerró, el doctor interrumpió a Darcy
cuando éste iba a hacer su obligada pregunta.
–Sr. Darcy, su esposa y su bebé se encuentran bien.
–¿Y las contracciones?
–Están bajando de intensidad y de frecuencia, gracias a lo
que le hemos dado a su esposa y pronto desaparecerán por
completo, pero le recuerdo que deben abstenerse de forma
definitiva a tener intimidad desde el séptimo mes si no
queremos llevarnos un susto mayor. La próxima vez podría
nacer antes de tiempo y morir en el intento.
–No lo sabía, de haberlo sabido…
–Creo que olvidé aclarárselo, disculpe mi omisión –dijo
mientras Darcy lo veía inclemente–. Por lo pronto, la señora
debe estar en reposo absoluto y en una semana vendré a
revisarla. Siga tomando el aceite de pescado como medida
preventiva. Seguramente estará cansada los próximos días y
con mucho sueño, tal vez dolor de cabeza, pero es por el
medicamento que le suministré.
El médico permaneció una hora más, en la cual fueron
disminuyendo las contracciones hasta que éstas
desaparecieron por completo, volvió a revisar a la señora
que dormía profundamente y se retiró, dejando a un padre
preocupado y lleno de culpa que ya no pudo retomar el
sueño.
El Dr. Thatcher autorizó que la Sra. Darcy asistiera a la gran
inauguración de la fábrica de telas, esperada por toda la
familia. Aun así, un día antes Lizzie estuvo en la habitación
confinada probándose todos los vestidos con la costurera,
pero la sesión resultó ser un fracaso. La costurera, lejos de
ayudar a decidir a Lizzie el vestido que usaría al día
siguiente, le decía que todos eran muy bonitos y que le
quedaban bien, a pesar de que Lizzie se sentía incómoda
con lo que se pusiera, más cuando quería dar una excelente
impresión a su marido para que se sintiera orgulloso de ella.
¡Qué lejanos sentía los días en que su esposo no podía
apartar su mirada de ella!, aunque ese día había sido el
anterior.
Agotada de tanto probarse y verse en el espejo con la panza
enorme, despidió a la pobre señora y se sentó en un sillón
para descansar su espalda, sin soslayar el llanto lleno de
frustración que había retenido por largo rato.
Así la encontró Darcy cuando la fue a buscar para escoltarla
al comedor, sentada sollozando con el rostro cubierto con la
mano que descansaba en el brazo del sillón, ataviada con un
lindo vestido de seda verde de manga larga, el último que se
había probado. Ciertamente el embarazo era imposible
ocultar, pero se veía muy hermosa, aun cuando ella lo
negaba rotundamente.
Darcy respiró profundo y cerró la puerta, caminó en silencio y
se sentó al lado de su esposa abrazándola cariñosamente. A
estas alturas del embarazo ya dominaba los estados de
ánimo cambiantes de su mujer, aunque no los extrañaba.
–¿Qué sucede, mi niña?
–¡No tengo nada que ponerme para mañana! ¡Ya me probé
todo y me veo gigante!
–Estás embarazada y con lo que decidas llevar te verás
divina.
–¡Me veo ridículamente colosal con cualquier vestido! Todos
me voltearán a ver para burlarse de mi tamaño y no te voy a
gustar.
–El vestido que traes se te ve muy bien y es de mis favoritos,
recuerdo que la primera vez que te vi vestías uno del mismo
color y desde entonces no he podido dejar de mirarte.
–¡Ni siquiera puedo mirarme los pies cuando estoy parada!
–No necesitas verte los pies para que yo contemple tu
belleza.
–Lo único que quiero es que te sientas orgulloso de mí, y que
no tengas ojos para nadie más, pero en este estado eso es
imposible.
–Es tan posible y real que nunca me había sentido más
orgulloso de ti, ni más enamorado.
–¿Lo dices en serio?
–Sí, preciosa. Entonces ya está decidido, llevarás este
vestido.
–Pero ya está arrugado.
–Se lo daremos a la Sra. Reynolds para que lo tenga listo.
¿Quieres cenar aquí?
–Sólo quiero que me abraces –murmuró más tranquila, y al
poco tiempo se quedó dormida.
Esa mañana había salido el sol después de haber llovido con
intensidad los días anteriores. Lizzie, viendo por la ventana,
observó a Darcy que regresaba de cabalgar y salió al
balcón para admirar el dominio que tenía su marido sobre
aquel enorme animal. Hacía mucho que no lo veía montar en
su corcel. Después de unos minutos, Darcy entró en la
habitación y se acercó a Lizzie, quien se introdujo
nuevamente en la alcoba y cerró la puerta del balcón,
luciendo majestuosamente el vestido verde escogido por su
marido.
–Te vi llegando en tu caballo –declaró Lizzie.
–¿Ya has superado tus temores?
–En realidad todavía no, aunque algún día tendré que
superarlos. Seguramente querrás enseñar a cabalgar a
nuestro hijo y yo me sentiré muy orgullosa de que lo hagas.
Darcy sonrió.
–¿Te sientes bien para ir al evento?
–Perfectamente, sin embargo no sé si este vestido sea el
apropiado.
–Te ves preciosa –aseguró presagiando otro cambio en el
ánimo de su mujer.
–Gracias, pero por lo visto hoy será un día caluroso y con
manga larga me voy a sofocar.
Lizzie se retiró unos minutos para cambiarse, luego salió y
solicitó su ayuda para abrocharse el vestido. Ella se puso de
espaldas y él, lentamente recorrió la espalda con el dedo en
una delicada caricia, luego le dio un beso en el cuello.
–Será más difícil de lo que pensé –murmuró él en tanto ella
suspiraba.
Abrochó los botones mientras disfrutaba de su exquisito
aroma a lavanda y, admirado de la belleza de su esposa, le
ofreció el brazo para escoltarla al comedor. Al terminar el
desayuno salieron a la brevedad para dirigirse a la fábrica
con mucho tiempo de anticipación, ya que el carruaje no
debía avanzar a gran velocidad.
Cuando los Sres. Darcy llegaron, él ayudó a bajar a su
esposa cargándola cuidadosamente de su torso y se
encontraron con Fitzwilliam acompañado por dos caballeros,
los directores de la fábrica. Darcy presentó a Lizzie y los
señores la saludaron con cortesía y se introdujeron a las
instalaciones. Había numerosas personas reunidas: todos los
trabajadores con sus familias, el alcalde de Derby, algunas
amistades de la familia Darcy, los clientes de telas de
Londres, de Oxford, de Bristol. Asimismo se encontraban los
Sres. Windsor y los Sres. Bingley, y para sorpresa de los
Sres. Darcy, los Sres. Donohue también habían asistido.
Georgiana se acercó a sus hermanos y los ciñó con cariño,
acompañada de su esposo que se había escapado de la
capital para complacer a su esposa y poder acompañar a su
familia en un evento de tal importancia.
–¡Vaya! ¡Qué sorpresa! –exclamó Darcy jubiloso.
–Por fin Patrick se pudo ausentar unos días –explicó
Georgiana–. Tenía muchos deseos de verlos.
–Yo también, hermana querida –dijo besándola en la frente.
–Ha habido mucho trabajo en el consultorio y casi
milagrosamente me han dado libres unos cuantos días. Sé
que para Georgiana este evento es importante –declaró
Donohue.
–Sí, la fábrica de telas de mi padre ahora se reinaugura
gracias al esfuerzo de mi hermano –afirmó Georgiana.
–Yo diría que más bien es una refundación, prácticamente
empezaron a partir de cenizas, eso sólo el Sr. Darcy puede
hacerlo –indicó Lizzie orondísima mientras su marido la
estrechaba de la cintura.
La gente se acercó a saludar a los Sres. Darcy, aunque
Darcy siguió su camino para conducir a su esposa a una
mesa que estaba preparada para ellos para que pudiera
sentarse, seguidos por sus hermanos. Allí ya se encontraban
Jane y Bingley, las hermanas se saludaron con cariño y
luego tomaron asiento. Darcy correspondió al saludo de
algunos de sus colonos que alcanzaron a acercársele y a
mostrarle su agradecimiento por la ayuda que recibieron de
él en tal o cual situación. Darcy volvió a su lugar y todos
tomaron asiento, los Donohue se ubicaron en las primeras
filas. En la mesa los acompañaban también los directores de
la fábrica y el alcalde, quien tomó la palabra para dar un
mensaje.
–“Hace más de dos décadas el Sr. Vincent Darcy, junto con
su hijo que hoy preside la mesa, colocó en este mismo sitio
la primera piedra con la que se inició la construcción de la
que se convertiría en la fábrica textil más importante del
condado, y años más tarde, gracias al excelente crecimiento
que ese niño impulsó, se posicionó como la fábrica más
importante de Inglaterra en su ámbito, dando trabajo a
cientos de familias de la región. Como es del conocimiento
de todos, el año pasado hubo una desgracia que destruyó el
lugar, arruinó el producto de varios meses de trabajo de
todas las personas que laboran aquí, hubo heridos que
afortunadamente nos acompañan ya totalmente
recuperados. Hoy nos encontramos en esta fábrica que se
encuentra completamente reconstruida, ofreciendo más
trabajo a nuestra comunidad y enormes satisfacciones a todo
el condado gracias a ese niño que antes acompañaba a su
padre y que ahora ha transformado a esta industria en la
más importante de todo el Reino Unido: el Sr. Fitzwilliam
Darcy”.
Todos los asistentes aplaudieron entusiasmados, mientras
Darcy agradecía sin concederse la importancia que le habían
atribuido.
Uno de los directores se puso de pie y dijo:
–“Recuerdo la vista que ofrecía este lugar hace un año,
aquella noche que fue iluminada por las llamas que ardían en
toda la construcción, viendo destruirse el trabajo de cientos
de nuestros empleados, y con ello los sueños y las ilusiones
de sus familias. También recuerdo la colaboración que
recibimos de muchos de ustedes, ajenos a esta fábrica, para
ayudarnos a sofocar el incendio. El Sr. Darcy fue avisado de
la desgracia y estuvo con nosotros apenas regresó de
Londres, sacando escombros y revisando lo poco que había
quedado, visitó también a los heridos y a sus familias,
dándoles la confianza de que todo se resolvería aun cuando
el panorama se veía oscurecido. Vimos cómo en una noche
el trabajo del Sr. Vincent Darcy era demolido por el fuego y
hoy vemos cómo continúa, tras varios meses de intenso
trabajo, gracias a la preocupación, al esfuerzo, a la
dedicación, a la fortaleza y la esperanza que el Sr. Darcy
siempre mostró. Por eso, a nombre de todas las familias de
las fábricas, le ofrecemos nuestro agradecimiento”.
Los presentes aplaudieron y el alcalde retomó la palabra:
–“Aunque estamos en un evento de la fábrica de textiles, por
petición de mucha gente aquí presente, queremos darle un
reconocimiento al Sr. Darcy de parte de todo el condado por
su extraordinaria labor en nuestra sociedad. Por un lado,
llevar al auge a las empresas familiares que él recibió desde
la enfermedad de su padre, así como haber emprendido en
la industria de porcelana que ahora pertenece a su familia y
que ha hecho posible un desarrollo inimaginable para sus
fundadores, los Sres. Bush, colocando muy en alto el nombre
de nuestra localidad, ya que ha llevado productos de
excelente calidad a las ciudades más importantes de nuestro
país, de Irlanda y de Gales. Y, por otro lado, toda la ayuda
que el Sr. Darcy ha otorgado a obras de caridad y el apoyo
desinteresado que varias familias han recibido de su parte.
Sr. Darcy: le agradecemos toda la generosidad que ha
mostrado y su preocupación por el bien común de nuestra
sociedad”.
Todos los invitados se pusieron de pie y dieron ovaciones, al
tiempo que Darcy se levantó de su lugar para recibir un
obsequio que le tenían preparado: una charola de plata con
una leyenda que resumía el motivo de su reconocimiento. El
alcalde se lo entregó y le solicitó que dirigiera unas palabras
a los asistentes. Darcy, renuente a la petición, accedió por la
insistencia de su amigo y, cuando todos guardaron silencio,
expresó:
–Les agradezco a los presentes su asistencia y todo su
apoyo para hacer posible que esta fábrica fuera reconstruida
en tan poco tiempo. El maravilloso resultado que hoy
podemos ver es fruto del esfuerzo de cada uno de los
trabajadores de esta industria y el apoyo de sus familias; y
digo lo mismo para las demás empresas que indignamente
administro, pero que me han llenado de grandes
satisfacciones. También agradezco a mis más cercanos
colaboradores, el coronel Fitzwilliam y el Sr. Bingley, al señor
alcalde, de quien recibimos un invaluable apoyo después del
siniestro, a mi familia, a mi hermana la Sra. Donohue y a
alguien muy especial, que me ha acompañado y motivado
con su presencia y su alegría en todo momento, la Sra.
Darcy.
Nuevamente los asistentes aplaudieron por varios minutos,
Darcy se acercó a su esposa y la besó en la frente en tanto
ella lo rodeaba del cuello dándole sus parabienes y
mostrando toda su admiración, él le enseñó el obsequio que
había recibido y tomaron asiento. El alcalde volvió a tomar la
palabra para proceder formalmente a la inauguración de la
fábrica. Acto seguido, se realizó un recorrido por las
instalaciones del lugar, y luego se sirvieron algunos
bocadillos y vino, acompañando la convivencia con música
de fondo que deleitó a los asistentes. Lizzie, sintiéndose muy
orgullosa de su esposo, lo acompañó en su recorrido y en el
convivio; pero Darcy, preocupado de que no se cansara, le
instó a que tomara asiento con Jane, que había permanecido
en la mesa principal.
Después de transcurrido el tiempo de obligada presencia,
Darcy se retiró con Lizzie y con los Sres. Donohue y
regresaron a Pemberley. Llegaron a media tarde y Lizzie
mostró deseos de irse a descansar a su alcoba, por lo que
Darcy la acompañó y los Donohue hicieron lo mismo, ya que
habían salido de madrugada.
Mientras Darcy le daba un masaje en la espalda para
disminuirle el dolor, Lizzie le dijo:
–Estuvo preciosa la ceremonia, muchas gracias por haberme
invitado. Me sentí la esposa más feliz de la tierra al ver todo
lo que has logrado como empresario, ya que cualquier
proyecto que te propones sale adelante. Pero lo más
importante de todo es el invaluable cariño que las personas
te tienen y que has ganado al preocuparte por ellas y
apoyarlas cuando más lo necesitan, esa es la razón por la
que me enamoré de ti.
Darcy sonrió.
–Y te agradezco que te hayas referido tan bonito sobre mí –
continuó Lizzie.
–Es lo menos que podía hacer, sabes que mucho de ese
crecimiento en las empresas te lo debo a ti.
–¿A mí?
–Tú me has motivado con tu alegría y tu sonrisa a alcanzar
metas que antes sólo había soñado, pero que ahora son una
realidad.
Los Donohue permanecieron en Pemberley los siguientes
días y pudieron convivir con sus anfitriones en los desayunos
y en las cenas, ya que durante el día desaparecían, al igual
que Lizzie, quien prefería reposar en sus aposentos leyendo
su libro, acompañada por la Sra. Reynolds mientras Darcy se
ausentaba.
CAPÍTULO XLI
Las Bennet arribaron a Pemberley cuando los Sres. Darcy y
los Sres. Donohue ya las esperaban para la cena. La Sra.
Bennet saludó con infinito cariño a su hija, mostrándose muy
entusiasmada con el próximo nacimiento. Lizzie las invitó a
pasar a sentarse y tomar una taza de té que el Sr. Smith le
ayudó a servir.
–¿Cómo les fue en el viaje? –indagó Lizzie.
–Muy bien, gracias –respondió la Sra. Bennet–. A pesar de
que salimos a buena hora de Longbourn para evitar viajar
con tanto calor, los caballos se agotaron y perdimos mucho
tiempo en esperar a que descansaran y se recuperaran.
¿Cómo se encuentra la futura madre? ¡Estoy tan
emocionada!
–Bien mamá, gracias.
–¡Creí que ya no llegaríamos a tiempo para el parto de Jane!,
pero Lady Lucas me pidió encarecidamente que asistiéramos
a una cena que dio ayer en su casa. ¡Estuvo tan agradable!
No me arrepiento de haberla complacido.
–¿Cómo está la familia Lucas?
–Todos se encuentran muy bien. Le envía muchos saludos la
Sra. Charlotte Collins, también asistió a la velada.
–¿Fue con sus hijos?
–Sí, aunque no estuvieron en la cena. Parece que alguno
estaba enfermo, seguramente la niña, que dice que es la
más enclenque; no como mis nietos que son unos niños
maravillosamente sanos y bien educados.
–Yo he visto que tus nietos se enferman como todos los
niños, mamá –afirmó Kitty.
–No como todos, la niña Collins es especialmente enfermiza
y hasta ahora sabemos la razón. Parece que la madre no se
alimentó como debía durante el embarazo y allí están los
resultados. ¿Cómo es posible que el Sr. Collins haya
descuidado ese aspecto tan importante de su esposa? ¡Ay,
Lizzie!, gracias a Dios me escuchaste cuando te aconsejé
rechazar a ese hombre cuando te habló de matrimonio.
–¿Tú me aconsejaste? –examinó Lizzie, recordando una
historia completamente diferente.
–Me alegro de que tú, Lizzie, estés tan bien. Se ve que tu
bebé se ha alimentado estupendamente y será una criatura
muy sana. Y aquí está el Dr. Donohue para corroborarlo.
¡Qué bueno que ya estamos aquí! En unos días, si no nos
avisan antes, iremos a ayudar a Jane con sus niños y con
todo lo que necesite, seguramente ya está muy cansada.
–¿Ya podremos? –indagó Kitty–, yo no he venido a cuidar
niños.
–Entonces ¿vienes a pescar un marido? –curioseó Lizzie–.
¿Acaso en la cena de los Lucas no había algún caballero?
–No que despertara mi interés.
–¿Acaso tal hombre existe? –indicó burlándose, ocasionando
que Darcy se riera, aun cuando procuró guardar la
compostura.
–Todavía hay hombres que viven en el siglo pasado, que
piensan que el agua les va a ocasionar alguna enfermedad y
que únicamente se perfuman y se cambian de camisa para
estar presentables, aunque usen cloro para que ésta luzca
reluciente.
–Me alegro de que, al menos, seas selectiva.
–He leído que en la Antigüedad, los romanos acostumbraban
pasar mucho tiempo en las termas colectivas, sabiendo la
importancia que tiene el cuidado del cuerpo, inclusive hasta
en la Edad Media. No me explico en qué momento se perdió
la costumbre del baño diario –reflexionó Mary.
–Mis colegas médicos del siglo XVI pensaban que el agua,
sobre todo la caliente, debilita el cuerpo haciéndolo propenso
a las enfermedades, por lo que la gente empezó a perder el
hábito de la higiene, hasta pensar que con cambiarse de
ropa era suficiente. Pero esto a todas luces es falso y hasta
ahora los médicos estamos luchando por erradicar estas
ideas –explicó Donohue.
Terminada la cena, Lizzie manifestó deseos de retirarse a
descansar y Darcy la acompañó a su alcoba, donde ella se
durmió casi en un instante. Luego Darcy bajó, ya que tenía
una partida de ajedrez pendiente con Donohue, quien
escuchaba la música que su esposa interpretaba al piano en
compañía de las damas que jugaban cartas junto al hogar.
A la mañana siguiente, mientras Lizzie terminaba de
alistarse, Darcy entró jubiloso. Ella se puso de pie, Darcy se
acercó y le tomó las manos.
–Hoy te fue bien en tu paseo y seguramente ganaste la
partida –señaló Lizzie.
Darcy la besó en la mejilla, recordando que el juego de
ajedrez se había rescindido.
–¿Pudiste descansar anoche?, estabas agotada.
–Sí, cada día me canso más, aun cuando mi actividad sea
reducida.
–¿Quieres que cancele la visita a Starkholmes?
–No, quiero ver a Jane aunque sea unos momentos y luego
regresaremos a casa. Mi madre y mis hermanas saldrán a
Derby.
–Me alegro, hoy quiero pasar el día contigo.
–¿Y Georgiana?, la has visto poco; pensé que querrías pasar
el día con ellos. Sólo estarán unos días más.
Darcy sonrió y Lizzie lo miró extrañada.
–Aunque siempre agradeceré el tiempo que quieras
dedicarme –completó ella.
Después de ayudarle a ponerse su hermoso collar, le ofreció
el brazo para custodiarla hasta el salón principal donde ya se
encontraban reunidas las Bennet. Los Sres. Darcy las
saludaron y les ofrecieron tomar asiento en tanto los Sres.
Donohue bajaban a desayunar.
–Ayer por la noche advertí mucho alboroto en el pasillo –
comentó la Sra. Bennet–. Se escuchaban las voces alteradas
del Sr. Darcy y del Dr. Donohue.
–Yo también las oí, abrí la puerta de la alcoba pero
únicamente vi subir y bajar a la Sra. Reynolds corriendo –
indicó Kitty.
–¿Qué pasó anoche? –preguntó Lizzie a su marido.
–Todo está bien –respondió Darcy.
–¿Acaso no escuchaste? –indagó la Sra. Bennet–.
Seguramente estabas profundamente dormida, pero yo sé
que algo serio ocurrió para que los señores estuvieran tan
perturbados. Yo me asusté mucho Lizzie, pensando en que
algo te había sucedido, por lo que me puse la bata y subí al
tercer piso, me dirigí a tu habitación y toqué la puerta, pero
nadie respondió y al percatarme de que todo estaba
silencioso me dispuse a regresar a la cama cuando vi a la
Sra. Reynolds salir de la habitación de la Sra. Georgiana, le
pregunté qué había sucedido, pero ella no me dio detalles.
–¿La habitación de Georgiana? –inquirió turbada.
–Todos se encuentran bien, no tienes de qué preocuparte
Lizzie –le susurró Darcy al oído, viendo a su esposa afligida,
y tomó su mano para tranquilizarla.
Georgiana entró, saludó a los presentes y Lizzie se acercó
para saludarla.
–¿Cómo te encuentras? –investigó Lizzie.
–Estoy bien, gracias –repuso Georgiana viendo a Darcy y
éste, a su vez, volteó a ver a la Sra. Bennet.
–¿Esperamos al Dr. Donohue?
–Sí, en un momento viene; está llevando el equipaje al
carruaje.
–Pero ¿se retiran tan pronto?
–Nos iremos a Londres después del desayuno y de ir al
templo.
–Entiendo, seguramente surgió una emergencia.
Donohue entró en el salón principal.
–¡Qué lástima que ya se tengan que retirar! –exclamó la Sra.
Bennet–, pero así es la vida de un médico.
–En realidad, nos retiramos por otro motivo –declaró
Georgiana con una sonrisa.
Lizzie la vio extrañada. Georgiana se acercó, tomó sus
manos y le susurró al oído:
–Ya pronto tendrás un sobrino en Londres.
Lizzie se separó sorprendida, vio a su hermana, sonrió y la
abrazó llena de felicidad.
–¿Acaso se trata de una buena noticia? –examinó la Sra.
Bennet.
Donohue asintió, irradiando una enorme alegría, y les
comunicó la primicia. Todas se abalanzaron para felicitar a
los futuros padres, menos Darcy, quien ya había sido
anunciado de la noticia la noche anterior, motivo por el cual
pospusieron la partida para una mejor ocasión. Luego
pasaron al comedor para el almuerzo y, como era de
esperarse, toda la conversación giró alrededor de los
actuales embarazos y los próximos nacimientos. Después se
alistaron para ir al templo y allí se despidieron de los Sres.
Donohue. Georgiana le agradeció a Darcy que le hubiera
guardado el secreto, ya que ella quería darle la noticia a
Lizzie.
Los Sres. Darcy y las Bennet se dirigieron a Starkholmes,
donde ya los esperaban los Sres. Bingley. La madre se
acercó entusiasmada a saludar a su hija y a abrazarla,
aunque Jane permaneció sentada. Las hermanas se
acercaron, saludaron y luego tomaron asiento, mientras los
caballeros se retiraron al estudio.
–Hoy es un día fabuloso, me siento tan bien en compañía de
mis hijas. Sólo falta Lydia –comentó la Sra. Bennet.
–¿Cómo ha estado? –preguntó Jane.
–Me escribió hace un mes que sus hijos enfermaron de
sarampión y estuvieron muy delicados, pero
afortunadamente se están recuperando. Recuerdo que
cuando ustedes eran pequeñas, varios niños del condado
murieron por esa enfermedad y ¡yo no podía dormir de la
preocupación! Le agradezco a Dios que ustedes no
padecieron de eso. A Lydia también la contagiaron y se
sentía muy mal pero su amiga, la Sra. Flint, le estuvo
ayudando a cuidarlos mientras ella se restablecía. Pero
ahora traemos una novedad que te va a sorprender, querida
Jane.
–¿Una novedad?
–Todavía no puedo creer lo que nos dijeron los Sres.
Donohue esta mañana.
–Pues ¿qué les dijeron?
–Que ya no van a necesitar ir a Lyme –se burló Kitty.
–¿A Lyme? –preguntó Jane sin entender, mientras Lizzie
sonreía girando su cabeza de un lado a otro, resignada a los
comentarios de su hermana.
–¡Georgiana está esperando un bebé! –afirmó la Sra.
Bennet–. ¡No es mi nieto pero siento como si lo fuera!
–Georgiana y Donohue deben de estar jubilosos y por lo
visto también los tíos –dijo con gozo mirando la sonrisa de
Lizzie.
–Hoy regresaron a Londres, pero les mandan muchos
saludos –indicó Lizzie.
–Y tú, hija, te ves cansada, seguramente no has dormido
bien –observó la Sra. Bennet, dirigiéndose a Jane–.
¿Cuándo quieres que vengamos a ayudarte? Si quieres
mañana mismo, si Lizzie está de acuerdo. Pasaremos unos
días contigo para que podamos ayudarte con sus hijos
mientras tú descansas y cuando nazca tu bebé te puedas
dedicar por completo a su cuidado.
–Mamá, la Srita. Susan me ayuda muy bien con mis hijos.
–Y luego iremos a auxiliar a la Sra. Darcy con su bebé –
completó.
–Mamá, tus planes tendrán que cambiar –aclaró Lizzie
seriamente.
–¿Mis planes? ¿Por qué?
–Porque el Sr. Darcy no quiere recibir la visita de ustedes en
esas fechas.
–¿Cómo?, ¡pero eso no es posible! ¡Yo soy tu madre! Yo
creo que entendiste mal, ¿quién te va a cuidar después del
parto?
–El Sr. Darcy fue muy claro cuando me lo dijo y si tienes
duda, puedes ir a hablar con él para preguntarle –dilucidó
con mucha determinación.
La Sra. Bennet permaneció atónita por lo que escuchó,
mientras todas guardaban silencio.
En ese momento, los niños se acercaron a saludar a las
visitas, seguidos por la Srita. Susan. Luego el Sr. Churchill
les sirvió una taza de té mientras continuaban su plática
sobre las últimas novedades de Hertfordshire, aunque la Sra.
Bennet ya no volvió a participar, hasta que Kitty le recordó a
su madre que le había prometido el paseo a Derby y las
Bennet se marcharon con la consigna de regresar a
Pemberley a buena hora para la cena.
Lizzie preguntó a Jane:
–¿Cómo te has sentido?
–Bien, aunque mi madre tiene razón, estoy agotada. Pensé
que este parto se iba a adelantar como los otros pero parece
que cumpliré las cuarenta semanas. Y tú ¿cómo has estado?
–También muy cansada y con enorme dificultad para
moverme. Mi abdomen ha crecido lo mismo que el tuyo y tú
ya casi estás en término.
–¿Te puso a dieta el Dr. Thatcher?
–No. Me dijo que continuara alimentándome igual, que todo
lo está aprovechando el bebé.
–Si no fuera por tu vientre, diría que estás igual de delgada
que siempre.
–Yo sólo sé que mi panza es descomunal. Y ¿ya pudiste
hablar con Bingley?
–Sí Lizzie, pero las cosas siguen igual, aunque sí está muy
extrañado de que busque más su compañía.
–Debes ser paciente y perseverar. ¿Quién puede resistirse
eternamente a que lo amen? Ni siquiera yo –indicó riendo.
–¡Ay, Lizzie! Sólo me acuerdo de la forma tan bonita que te
trató Darcy cuando fue tu accidente. ¿Así de cariñoso es
siempre contigo?
Lizzie asintió con una sonrisa.
–Ha de ser maravilloso que te amen de esa manera.
–Con certeza Bingley también te ama, sólo que tal vez ha
perdido la confianza en demostrar su afecto.
–Bingley nunca ha sido tan cariñoso, aunque me conformaría
con un poco más de lo que es ahora, como cuando nos
casamos. ¿Quién se iba a imaginar que el Sr. Darcy que
conocimos aquella noche en Hertfordshire se convertiría en
un hombre tan detallista contigo?
–Además de tierno, ardiente y apasionado.
–¿Tanto así?
Lizzie suspiró.
–Me hace el amor todo el día.
–¿Cómo? ¿Por eso mi marido trabaja tanto?
–No me refiero en la cama. Claro que no necesitas la cama
para hacerlo.
–¿No?
–Quiero decir que continuamente me halaga con sus
atenciones y detalles, todo el tiempo piensa en mí y yo en él.
–Y lo amas mucho.
–Con toda mi alma. Y tú ¿cuántas veces le dices que lo
amas?
–Hace tanto que no lo hago.
–Deberías de decírselo más seguido. Seguramente él siente
el mismo temor y la misma desconfianza que tú, pero alguien
debe romper el hielo. No esperes a que él lo haga.
–¡Ay, Lizzie! ¡Ya me estoy arrepintiendo de haber aceptado
que mi madre viniera a ayudarme! –exclamó al recordar las
alharacas de la Sra. Bennet–. ¡Sólo estuvo un rato aquí y ya
me puso nerviosa! Y le prometí que esta vez sí entraría al
parto, pero ya no sé si será prudente, me insistió tanto.
–Tal vez la única manera en que ella acceda a claudicar
sería asegurándose de que estarás debidamente apoyada
por alguien de la familia.
–Pero Kitty es igual a mi madre, con el agravante de que no
sabe nada de eso y se va a asustar, y Mary seguramente se
va a desmayar, por lo que no son buenas candidatas.
–A menos que le pidas a tu hermana, la Srita. Bingley –dijo
riendo.
–Después de lo que pasó la última vez, Charles ya no le ha
permitido entrar a esta casa.
–¡Vaya! Entonces tu única alternativa es que tu hermana
favorita te acompañe mientras das a luz a tu bebé.
–¡Sería maravilloso! Te extrañé tanto en los partos
anteriores, pero sé que es imposible.
–¿Por qué? Sólo estaría sentada apoyándote y soportando
tus fuertes apretones de mano y tus gritos –se burló
recordando el nacimiento de Diana.
–El Sr. Darcy no te daría permiso.
–El Sr. Darcy es mi marido, no mi papá, y el Dr. Thatcher
dice que estoy en perfectas condiciones. Me encantará
acompañarte y ver nacer a otro de tus hijos.
Lizzie se detuvo al sentir tensión en el ambiente y el rostro
turbado de Jane cuando giró hacia su espalda y se encontró
con la penetrante y hosca mirada de su esposo que venía
acompañado por Bingley.
Las damas se inclinaron, luego Lizzie abrazó a su hermana
para despedirse y se marchó aceptando la mano que su
marido le ofreció más por obligación que por cortesía.
En el viaje de regreso a Pemberley y en la cena, en
compañía de las Bennet, Darcy estuvo huraño, y se retiró a
la habitación apenas hubo terminado sus alimentos. La Sra.
Bennet se mostró indiferente a la conversación que Kitty
intentaba perpetuar sin mayor éxito, lanzándoles miradas de
desagrado a sus anfitriones por la falta de civilidad que
habían tenido para con ella. Lizzie observaba a su marido en
silencio, resonando en su memoria las últimas palabras que
le dirigió a Jane y que por desgracia él había escuchado.
Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarlo, aunque
quiso quedarse a acompañar a sus hermanas y a su madre
lo más tarde que pudo, aun cuando se moría de sueño y le
dolía la espalda. No pudiendo aplazar más dicha audiencia,
despidió a Kitty en la puerta de su alcoba y continuó su
camino por las escaleras en completo silencio.
Vio por la orilla de la puerta que la habitación estaba lo
suficientemente alumbrada como para que él se hubiera
dormido. Respiró profundo y giró la perilla lentamente,
rezando para que el enojo de su marido no fuera tan grave.
Se introdujo y lo encontró de pie, viendo a la ventana, con las
manos en la espalda en actitud de espera. Lizzie se sentó al
borde de la cama y se quitó los zapatos en silencio, ya no
aguantaba los pies y los masajeó por un momento con los
ojos cerrados hasta que levantó la vista y encontró la severa
mirada de su marido que la observaba.
–Prefieres morirte del dolor y del cansancio que enfrentar a
tu esposo y reconocer tu error –espetó con el ceño fruncido,
haciendo alusión al orgullo de su mujer.
–Estuve con mi madre y mis hermanas que mañana se van a
Starkholmes –dijo en un último intento para excusarse–. Te
pediría que mañana hablemos de este asunto, estoy
agotada.
–Estás agotada, pero te desvelas con ellas sabiendo que no
puedes excederte en tu actividad y que necesitas descansar,
y no lo digo yo solamente, lo ha dicho reiteradamente el Dr.
Thatcher, de quien al parecer sí tomas en cuenta su opinión
para tus decisiones.
–Y ¿cuál sería su opinión al respecto, Sr. Darcy, si no
hubiera estado oyendo conversaciones ajenas? –preguntó
elevando su tono de voz.
–Yo no oigo conversaciones ajenas, fue una casualidad, pero
ya sabe usted mi respuesta, Sra. Elizabeth. No estoy de
acuerdo con su decisión, la que ni siquiera tuvo el decoro de
consultarme –enfatizó con enfado.
–No veo por qué se niega sin, al menos, escuchar mi punto
de vista.
–Y ¿qué tengo yo que escuchar que me pueda hacer
cambiar de opinión?
–Yo quiero estar en el parto de Jane, ella me necesita.
–Para eso ha venido la Sra. Bennet desde tan lejos, para
ayudarla en esos menesteres.
–Pero Jane no quiere que ella la acompañe, además ya lo he
hecho, no veo por qué no hacerlo esta vez.
–Creo que la respuesta la puede obtener con sólo bajar su
mirada y observar su vientre. Si tiene un poco de prudencia
lo podrá comprender. ¡Está embarazada de ocho meses! ¡No
se puede estar exponiendo a ningún tipo de estrés, a menos
que sea usted tan egoísta que por satisfacer su orgullo y
cumplir su capricho ponga la vida de mi hijo en peligro!
–¿Cómo? –cuestionó atónita ante tal ofensa–. ¡Entonces
sólo le preocupa el bienestar de su hijo! ¡Claro, la que menos
le interesa soy yo! –vociferó rabiosa.
Lizzie bajó la mirada para que su marido no notara sus
lágrimas, pero fue demasiado el dolor y cayeron por las
mejillas. Luego de retirarlas con el dorso de la mano
continuó:
–No debe sorprenderme esta falta de sincero interés ya que
no le importó someter a su esposa, a la madre de su hijo, a
ese estrés que dice querer evitar a toda costa y discutir este
trivial asunto a altas horas de la noche a pesar de que yo le
solicité amablemente hablarlo por la mañana. Sólo le importa
salvaguardar su orgullo herido por haber escuchado un
comentario mío y que fue a parar a oídos de su amigo: ¿qué
va a decir el Sr. Bingley del Sr. Darcy al escuchar que su
propia esposa no se somete a sus decisiones ciegamente? –
increpó quedándose sin aliento.
Darcy guardó silencio y respiró profundamente buscando el
sosiego para encontrar una solución: se dio cuenta de que
seguir discutiendo era estéril y, lo que más le preocupaba era
el estado de su esposa, si él continuaba reaccionando a sus
acusaciones, ella se defendería todavía más y se
encapricharía en esa imprudente ocurrencia, además de que
el estrés le hacía mucho daño y pondría en riesgo su vida y
la de su pequeño. Recordó las innumerables
recomendaciones de los médicos de que estuviera tranquila,
las palabras de Bingley diciéndole que los cambios de
humor de su esposa no eran ofensas hacia él sino que se
debían al embarazo que provocaba exaltar su sensibilidad al
máximo nivel, y decidió tomarlo como un intento de expresar
su inconformidad y su frustración hacia lo que no se puede
cambiar. Remembró lo sucedido con Frederic y se
estremeció al pensar que, de continuar así, podrían repetir la
misma historia, por lo que resolvió cambiar de táctica para
hacerla entrar en razón.
Darcy se sentó a su lado y empezó a desabrochar el vestido
de su mujer.
–¿Qué haces? ¿Ahora quieres solucionar el conflicto en la
cama para hacerme cambiar de opinión y de paso satisfacer
tus apetitos carnales poniendo nuevamente a tu hijo en
riesgo, sin hablar del peligro que conlleva a mi persona?
–No es esa mi intención –respondió impertérrito, tomando
por el cuello a su orgullo.
–¡Entonces déjame! –exclamó encolerizada apartándose un
poco de él.
–Sólo quiero ayudarte, como todas la noches, a desabrochar
los botones que no alcanzas –aclaró continuando con su
labor, haciendo caso omiso de las injurias recibidas.
–¿Y me negarás que este procedimiento te excita
considerablemente?
–No, me conoces muy bien y de nada serviría negarlo, pero
estás exhausta y necesitas descanso, no es bueno para tu
salud desvelarte tanto.
–Querrás decir que no es bueno para el bienestar de tu hijo.
–Sé lo que he querido decir y lo reitero, no es bueno para la
salud de mi amada esposa –dijo con una calma asombrosa,
a pesar de la incesante provocación de su mujer, mientras le
quitaba el vestido y las horquillas del cabello.
–¡Dijiste que no te importaba mi bienestar! –expresó llorando,
con todo su sentimiento.
–Me importa sobremanera, si no me importara ya no estaría
aquí.
–¿Quieres decir que soy una persona insoportable?
–Yo no he dicho eso, sólo dije que estás cansada y enojada
por mi negativa, pero eso no quiere decir que no te ame.
–Me dijiste egoísta e imprudente.
–Sí, lo sé, y lo siento profundamente –dijo mientras la
cargaba para acostarla en la cama–. Estaba enojado y no
medí mis palabras. Perdóname.
–Insinuaste que soy orgullosa e incongruente.
–Lo primero sabemos que es una realidad, tomando en
cuenta que no necesariamente es un defecto.
Lizzie escondió una sonrisa al recordar cuál era la definición
de orgullo que tenía su marido.
–Y lo segundo, sólo puedo decirte que todos nos
equivocamos.
–¿Ya no estás enojado?
–No.
–¿Entonces me dejarás estar con Jane en su parto?
Darcy disimuló su sonrisa al ver que ya le estaba pidiendo su
permiso.
–¿Me permite, amada mía, retomar sus palabras y cumplir su
solicitud de posponer esta plática para el día de mañana?
–Debiste hacerme caso desde el principio.
–Sí, reconozco que tienes razón –dijo acallando con
vehemencia el grito de su orgullo.
–Tengo calor, ¿me quitas la camisola?
–¿Quieres vengarte de mí torturándome de esa manera? –
inquirió robándole una sonrisa a su amada–. Ahora duerme –
concluyó con un dulce beso.
A la mañana siguiente Darcy se despertó, encontró a su
esposa apoyada sobre su pecho y sintió su respiración
acompasada; sonrió al apreciar las patadas que provenían
del voluminoso vientre en su costado. Agradeció al cielo
poder amanecer en medio de esa paz, a pesar de que estuvo
a punto de ser rasgada, pudiendo traer lamentables
consecuencias. Sin duda, la noche anterior había tenido que
hacer uso de toda su fuerza de voluntad para anteponer el
bienestar de su mujer a su orgullo, reconoció lo difícil que
había sido esa lucha interna pero los resultados le trajeron
infinita satisfacción. Sin embargo, sabía que la batalla
todavía no estaba ganada.
A los pocos minutos, Lizzie respiró profundamente y se
desperezó, después de haber disfrutado de un agradable
descanso. Darcy la observó regocijado de su compañía y
Lizzie se acercó y lo besó larga y profundamente. Él giró
hacia su costado para intensificar y adueñarse de la situación
y al separarse para recuperar el aliento, preguntó con
inocencia:
–¿Puedo acariciar la suave y delicada piel de mi esposa?
–Está bien, pero no olvides que algunas caricias están
prohibidas.
–Trataré de recordarlo… Te aclaro que tú no tienes esas
restricciones.
Lizzie rió y continuó disfrutando del asalto en los labios, en la
barbilla, en el cuello.
–Sr. Darcy, allí no.
–Discúlpame.
Cambió de lugar la mano y continuó con su labor mientras
sus labios recorrían delicadamente la clavícula de su esposa.
–Sr. Darcy, le voy a retirar el permiso.
–Pensé que esa zona sí estaba permitida –indicó con
ingenuidad.
–Hoy no, y tampoco del otro lado –dilucidó leyéndole el
pensamiento.
–Bueno, ya me comportaré.
Darcy prosiguió un rato más con su tarea, cumpliendo las
reglas que su mujer le había impuesto, pero satisfecho de
arrancarle uno que otro suspiro.
–¡Auch! –se quejó Lizzie y al instante Darcy se separó.
–¿Te lastimé?
–Fue tu hijo.
–¿Ya va a…?
–No, todavía no –se rió–. Sólo fue una buena patada.
–Tendré que hablar con él para que se comporte.
–¿Con él?
–Quiero decir él o ella. Igual no deseo que lastime a mi
preciosa mujer –dijo y apartó las sábanas para besar el
vientre de su esposa y murmurar algo inaudible.
Luego se acostó de espaldas y Lizzie se aproximó a él y le
acarició el torso.
–¿Ahora es mi turno?
–Darcy, quiero acompañar a Jane en su parto, es mi
hermana y me necesita –declaró viéndolo a los ojos.
–¿Ese es el precio por el apapacho?
–No, sabes que no, pero en algún momento tendremos que
retomar el tema.
–Espero que pacíficamente.
Ella asintió y continuó con sus caricias.
–Lizzie, ayer no pude apartar mis pensamientos de Frederic
y sentí mucho temor de repetir la historia. No soportaría
perderte, sé que no resistirías otra pérdida semejante,
llenaríamos nuestros corazones de una culpa imposible de
superar, sólo por no mantener mi negativa cuando fue
necesario. Quiero que me contestes con toda sinceridad,
olvidándote de tu orgullo y la auténtica preocupación por tu
hermana, ¿consideras sensato, por tu estado, acompañar a
Jane?
–No, en realidad no.
Lizzie se recostó sintiendo el calor del cariño de su esposo
que la abrazaba devotamente.
Antes del desayuno, Lizzie se dirigió a la habitación donde se
encontraba Mary. Tocó a la puerta y su hermana le abrió.
–¡Lizzie! ¿Todo está bien? –preguntó, extrañada de verla.
–Sí, todo está en orden. ¿Tienes unos minutos?
–Por supuesto –indicó, permitiéndole el paso.
Las hermanas se introdujeron y tomaron asiento en el sillón.
–Sólo venía a preguntarte cómo has estado. Sé que la
pregunta suena ridícula ya que nos hemos visto desde ayer,
pero con mi madre y Kitty no se puede hablar de ciertos
temas –aludió, refiriéndose al Sr. Posset–. Después de
navidad pensé que me escribirías.
–Sí, yo también, aunque en realidad no ha habido ninguna
noticia que valiera la pena para escribirte.
–¿Por qué?
–El Sr. Posset no ha regresado a Hertfordshire, seguramente
ya perdió el interés en mí, si es que alguna vez lo tuvo en
realidad –afirmó completamente decepcionada.
–¡Mary!, lo siento tanto –indicó, comprendiendo su tristeza, y
la abrazó.
Después del desayuno, las Bennet partieron a Starkholmes.
CAPÍTULO XLII
Al cabo de una semana, los Sres. Darcy estaban
desayunando en el comedor cuando el Sr. Smith se
aproximó a su amo para entregarle una correspondencia de
Bingley. Lizzie, ansiosa por conocer el contenido de la carta,
esperaba impaciente a que su marido la abriera. Darcy la
leyó y releyó en silencio y luego alzó su mirada.
–¿Qué dice la carta? ¿Ya nació mi sobrino? ¿Qué fue? –
investigó Lizzie muy emocionada.
Darcy no contestó. Lizzie, al ver que no había respuesta,
insistió.
–¿Sucede algo?, ¿acaso hay alguna emergencia?, ¿tienes
que irte de viaje?
Él respiró profundamente, sin saber cómo empezar, le tomó
de la mano mientras crecía el nerviosismo de su esposa y le
dijo:
–Jane…
–¿Qué sucede? –preguntó con tono suplicante.
–Jane está bien, pero la criatura no.
–¿Cómo?
–El bebé no sobrevivió.
Lizzie, estupefacta, sintió que el mundo se derrumbaba a sus
pies. Recordó la mirada de alegría que reflejaba su hermana
hacía unos días, ilusionada por el nacimiento de su hijo, y se
imaginó el sufrimiento que estaría sintiendo en esos
momentos, reviviendo el dolor que ella pasó hacía más de un
año.
–Bingley me pide que vaya a Starkholmes.
–¡Vamos!
–No, Lizzie. Tal vez no sea prudente…
–Darcy, ¡es mi hermana! Su criatura nació muerta, debe
estar desconsolada –expuso con lágrimas en los ojos.
–Sí, pero tú tienes que estar tranquila, te puedes alterar si
vas.
–¿Y crees que aquí estaré más tranquila?
Darcy, pensativo, indicó:
–Si vas, tienes que prometerme que estarás serena. Todavía
te falta un mes para que nuestro hijo nazca y se podría
adelantar si te impresionas demasiado, este periodo todavía
es de riesgo.
–Te prometo que voy a estar bien.
Los Sres. Darcy salieron a la brevedad rumbo a Starkholmes.
Cuando llegaron fueron recibidos por el Sr. Nicholls y los
condujo a la parte superior de la casa, donde se encontraba
Bingley, que caminaba de un lado al otro del pasillo hecho un
manojo de nervios, la Sra. Bennet lloraba sentada en una
banca con Mary y Kitty; todos esperaban a que el doctor
terminara de atender a Jane. Bingley, al ver a su amigo, se
acercó y Darcy preguntó:
–¿Qué ha pasado?
–El Dr. Thatcher me informó que la criatura no sobrevivió al
parto y que casi perdemos a Jane, fueron muchas horas.
–¿Cómo está Jane? –indagó Lizzie muy alarmada.
–Ya está fuera de peligro, pero está sufriendo mucho.
La Sra. Bennet se aproximó a Lizzie y la abrazó
desesperada; ella trató de tranquilizarla y se sentó a su lado.
–Mi pobre hija, lo que debe estar sufriendo. ¡Qué desgracia!
Ya no podrá tener más hijos.
–¿Es cierto eso? –preguntó Lizzie a su cuñado.
Bingley asintió con un agudo dolor en su rostro.
El Dr. Thatcher salió de la habitación, Bingley se acercó y
departió con él, luego entró, mientras el médico se retiraba
con su enfermera. Después de unos minutos de escuchar los
lamentos de la suegra en el pasillo, Bingley salió y le indicó a
Lizzie que Jane quería verla. La Sra. Bennet se quejó
amargamente de que su hija no quisiera recibirla, pero Lizzie
hizo caso omiso.
Cuando entró en la habitación, vio a Jane postrada en la
cama sin dejar de llorar y al lado, una cuna vacía que
ansiaba ser ocupada por esa criatura que no había resistido.
Lizzie recordó el enorme dolor que ella había sufrido a la
muerte de su pequeño Frederic, sintió un gran desconsuelo y
no pudo evitar sentir lágrimas deslizarse sobre sus mejillas,
al tiempo que percibía una opresión en el pecho y su seno
rígido. Caminó hacia su hermana y se sentó a su lado,
acarició su rostro con una mano y con la otra su vientre
mientras imploraba a Dios que su bebé estuviera bien.
–¿Cómo pudiste soportar este dolor tan grande Lizzie? ¡Yo
amaba a mi niña! ¡Yo quería tener más hijos y ya no podrá
ser posible!
Lizzie, en silencio, la acompañó en su dolor hasta que se
durmió, gracias al medicamento que el doctor le había
suministrado.
Entre tanto, afuera, por fin se habían quedado solos Darcy y
Bingley. La Sra. Bennet había bajado a desayunar con sus
hijas, aun cuando estaba muy deprimida. Darcy se acercó a
Bingley y éste le comentó:
–Jane está muy abatida.
–No es para menos. Sin embargo, ustedes ya formaron una
hermosa familia; tienen tres hijos encantadores que han
llenado su vida de felicidad. Por ellos deben salir adelante de
esta situación.
–No sé qué decirle a Jane, está tan triste. ¡Y pensar que
ustedes habían esperado por tanto tiempo a su bebé y
finalmente se muere! ¿Cómo hiciste para apoyar a la Sra.
Darcy en esa desgracia?
–Recé por ella día y noche, le dije cuánto la amaba de mil
maneras diferentes, le demostré mi cariño y la consolé en su
dolor, comprendiendo la mortificación que vivía. Y una vez
que reaccionó, continué con infinidad de detalles y
atenciones.
–Recuerdo las escapadas que te dabas de tu despacho para
visitarla.
–Lo único que hice y que he hecho desde que me casé con
Lizzie es demostrarle en todo momento el amor que siento
por ella, hacer todo lo que esté a mi alcance para que sea
feliz. Y, sin duda, cuando la tribulación se presenta y la
enfrentas adecuadamente, fortalece el amor dentro del
matrimonio. Es hora de que tú le demuestres todo el cariño
que le tienes, olvida la soledad que antes habías sentido y
reconcíliate con ella. Tu esposa ahora te necesita más que
nunca.
–Y ¿qué hago con las visitas?
–Lo más importante para ti es tu esposa en estos momentos,
olvídate de lo demás. La Sra. Bennet vino a cuidar de sus
nietos mientras tu mujer atendía a su bebé, que a eso se
dedique y tú ocúpate de la Sra. Bingley.
–Tienes razón.
–Y no te preocupes por los pendientes del trabajo. Mandaré
llamar a Fitzwilliam para que nos apoye en lo que se
necesita. Le pediré que se encargue de organizar el funeral
de tu pequeña.
–Gracias.
Lizzie contempló a su hermana que por fin había alcanzado
un poco de paz, sintió de nuevo una contracción en el vientre
y respiró profundamente hasta que pasó. Se puso de pie,
caminó despacio y salió de la habitación. Los caballeros se
acercaron y Lizzie dijo preocupada:
–Jane está dormida, pero sigue muy afectada.
–Me dijo el Dr. Thatcher que va a estar deprimida por un
tiempo –explicó Bingley.
–Ya sabes qué hacer amigo –indicó Darcy.
–Gracias, así lo haré.
–Darcy, tenemos que irnos –solicitó Lizzie sujetando su
vientre con las manos.
–¿Estás bien Lizzie?
–Sí, pero estaré mejor en casa.
–¿Le gustaría recostarse en una de las recámaras? –sugirió
Bingley–. Le pediré a la Sra. Nicholls que le lleve un té.
–No gracias, no quiero causar molestias, prefiero que nos
vayamos a casa.
Darcy condujo a su mujer al carruaje, donde Lizzie,
recargada en su marido, se sentó y levantó los pies para
descansar mejor. Darcy la abrazó con cariño, colocó la mano
sobre su vientre y percibió los movimientos del bebé.
–¿Te sientes un poco mejor? –investigó Darcy.
–Sí, gracias –suspiró Lizzie–. Sentía que me ahogaba allí
dentro. Jane está tan triste, nunca la había visto así –declaró
angustiada.
–Tú mejor que nadie debes comprender lo que está viviendo.
–¿Hablaste con Bingley?
–Sí. Las cosas suceden por algo, tal vez éste sea el inicio de
un acercamiento entre ellos, aunque…
–¿Qué ocurre? –preguntó al ver que él se detenía en su
reflexión.
–Nada importante –aclaró, la besó en la cabeza y hundió su
rostro en el cuello de su mujer, pensativo.
–Darcy, dime qué pasa.
–Sólo pensaba que si Jane ya no puede tener hijos, ojalá
puedan sortear esa situación…
Ambos se quedaron perdidos en sus cavilaciones todo el
camino, mientras Lizzie rezaba por su hermana y su
recuperación, pidiendo a Dios que todo se resolviera y que
nunca la pusiera a ella en una situación semejante.
Cuando llegaron a Pemberley, Lizzie se retiró a su habitación
con Darcy donde él escribió una carta para Fitzwilliam
pidiéndole que viniera a apoyarlos y la envió lo más pronto
posible. Las contracciones en el vientre de Lizzie se
volvieron a repetir pero cada vez más espaciadas y luego se
disiparon. Darcy la acompañó el resto del día y le leyó su
libro pero sus pensamientos estaban en otro sitio.
Al día siguiente, Darcy acompañó a su esposa en la alcoba,
pendiente de que los dolores no se volvieran a presentar.
Lizzie había dormido mejor, aun cuando tardó en conciliar el
sueño. Cuando ella despertó, Darcy, que escribía alguna
carta, se acercó a ella y se sentó a su lado.
–¿Cómo te sientes?
–Bien. ¿Has tenido noticias de Jane?
–No, aunque Fitzwilliam no debe de tardar. En cuanto llegue
le pediré que vaya a preguntar.
–Darcy, me gustaría ir con Jane.
–Lizzie, yo creo que no es sensato. Ayer tuviste algunos
dolores. Es mejor que nos quedemos.
–Quiero apoyar a mi hermana en estos momentos.
–Dejemos mejor que Bingley se encargue de eso, vamos a
darles también su espacio y su tiempo. Además, la vida de
Jane no corre peligro y ella comprenderá que es un riesgo
para ti y para el bebé si vamos otra vez. Pienso que es poca
la ayuda que podemos ofrecer estando allá. Posiblemente
quieras escribirle alguna carta para reconfortarla y la envío
con Fitzwilliam.
–Estaba tan triste ayer.
–Sí, pero se repondrá.
–¿Cómo lo sabes?, tú no estuviste con ella.
–Observando tu estado de ánimo me puedo dar cuenta de
muchas cosas.
Lizzie sonrió, mientras él besaba su frente. Darcy se puso de
pie, le pasó una hoja con un libro para apoyarse y ella
escribió unas líneas:
“Querida Jane: Me gustaría mucho poder acompañarte en el
dolor tan grande que sientes en estos momentos. No he
dejado de pensar en ti ni de rezar por tu pronta recuperación
desde que dejé tu casa. Me imagino también lo difícil que
será para tus pequeños saber la noticia de su hermana.
Ojalá pudiera estar allí para darte mi apoyo, pero Darcy
considera necesario que me quede en casa y creo que tiene
razón.
Recuerda que siempre puedes contar con nuestro apoyo y
dale un cariñoso abrazo a mi querida Diana de mi parte. Con
cariño, Lizzie”.
Pasados unos momentos, alguien tocó a la puerta y Darcy
abrió. Era la Sra. Reynolds que venía a anunciar que el
coronel Fitzwilliam había llegado y aguardaba en el salón
principal. Darcy avisó que regresaba en unos minutos y se
llevó la carta de Lizzie. Entraron al despacho y Darcy le pidió
que fuera a Starkholmes para entregar la carta de Lizzie y
pedir informes de la Sra. Bingley, luego que realizara unos
pendientes, entre ellos lo necesario para el funeral de la hija
de los Bingley.
–¡Vaya! ¡Qué triste noticia! –deploró Fitzwilliam–, bueno ¿a
quién se lo digo?, tú ya pasaste por una pena similar.
–Afortunadamente la Sra. Bingley está fuera de peligro y en
vías de recuperación.
–Una buena noticia dentro de tantas malas.
–¿Sucede algo? –preguntó extrañado.
–Supongo que no te has enterado. Salió ayer en los
periódicos.
Darcy guardó silencio y esperó para conocer la noticia.
–Hace unos días, el Tirano Bonaparte se declaró Emperador
de Francia.
–¿Cómo?
–Como tú alguna vez lo dijiste… Falta mucho para que se
acabe esta guerra.
Fitzwilliam se despidió y se retiró. Darcy juntó unos papeles
que necesitaba antes de reunirse con su esposa mientras
meditaba en las palabras de su primo y todas sus
repercusiones: la guerra contra Francia se había reanudado
hacía un año, granjeándose un nuevo enemigo, España,
quien además estaba financiando las campañas de
Napoleón. La monarquía inglesa estaba preocupada y había
aumentado cada vez más los impuestos, provocando mayor
descontento en la población, sin mencionar la incertidumbre
y la desesperanza que se palpaba en las calles. La carestía
aumentaría al mismo tiempo que la delincuencia, las ventas
se podrían venir abajo generando desempleo, aunque él
podría sortear muy bien la situación ya que los productos de
las minas y de las telas aumentarían su demanda por la
guerra. El Canal y la fuerza de la marina inglesa eran lo
único que realmente los protegía de la invasión francesa.
Napoleón estaba decidido a derrotarlos y, por lo visto, haría
todo lo que fuera para lograrlo, y siendo emperador podría
conseguir más aliados contra los ingleses, dificultando
todavía más las defensas de su país. Verdaderamente hacía
honor al título que los ingleses le habían puesto: el
Usurpador Universal.
A media mañana, Fitzwilliam regresó a Pemberley y le
entregó a su primo una carta para la Sra. Darcy y otros
pendientes que había podido realizar; luego volvió a salir.
Darcy le llevó el mensaje a su esposa, pero al entrar a la
habitación se extrañó de no encontrarla. Se dirigió a la
habitación del bebé y localizó a Lizzie, en compañía de la
Srita. Madison, revisando que la ropita de su bebé estuviera
lista y acomodada. Darcy observó algunos cuadros que
Lizzie había pintado colgados en las paredes mientras la
Srita. Madison se retiraba y su esposa sacaba la muñeca de
porcelana que le había pertenecido y la colocaba sobre una
repisa.
–Te quedaron muy bien estos cuadros. Has mejorado mucho
en tu dibujo.
–Le había preparado uno a Jane, creo que más adelante se
lo regalaré a Diana.
–Seguramente le va a gustar mucho.
–¿Has sabido algo de Jane?
–Fitzwilliam me entregó esto para ti –dijo dándole la carta.
Lizzie la recibió con cierto temor, tomó asiento, la abrió y la
leyó en silencio.
“Querida Lizzie: Te agradezco mucho la carta que me
enviaste, me siento un poco más aliviada que ayer, aunque
con una enorme tristeza que invade mi corazón. Ahora
entiendo mucho mejor todo el sufrimiento que viviste durante
todos estos años, con la incertidumbre de no saber si podrías
tener familia o no. Yo ya tengo tres hermosos hijos y aun así
siento una gran melancolía por la pérdida que hemos sufrido
y por tener la certeza de que ya no habrá más en esta casa;
pero por estos hijos que ya están aquí, tengo que salir
adelante, no me puedo derrumbar. ¡Ay Lizzie!, Bingley ha
estado conmigo todo el tiempo acompañándome y tratando
de animarme. Se ha desafanado de todos sus pendientes y,
en medio de tanto dolor, me siento reconfortada por su
compañía, por su cariño, por sus atenciones.
Indudablemente tú tuviste que ver en este cambio y el Sr.
Darcy también, y se los agradezco. Diana te manda muchos
saludos, está muy triste como era de esperarse, pero
ilusionada por el primo que ya pronto nacerá.
Lizzie, tienes que cuidarte, no me lo perdonaría si te pasara
algo a ti o a tu bebé por mi causa. Me dejaste preocupada
con tu carta pero el coronel Fitzwilliam le informó a Bingley
que estás bien. Recuerda que debes pensar en tu pequeño
que te necesita, comprendo perfectamente que no puedas
venir y quiero que no te preocupes por nosotros. Estaremos
bien, saldremos adelante. El Dr. Thatcher me dijo que mi
depresión es normal y que durará un poco más de lo que
dura después del parto. Claro, tú mejor que nadie me lo
podrás decir. Rezo para que tú y tu bebé estén bien y nazca
pronto, lleno de salud. Con amor, Jane”.
Lizzie suspiró. Darcy se acercó y tomó asiento a su lado.
–¿Todo bien?
–Sí, Jane me dice que Bingley ha estado con ella y se siente
mejor.
–Entonces ¿algo te preocupa?
–Darcy, Jane estaba bien antes de que su bebé… –indicó
angustiada, tomando su vientre con las dos manos–. ¿Crees
que todo saldrá bien?
–Yo he rezado a Dios todos los días para que así sea –
afirmó mientras la abrazaba con afecto.
CAPÍTULO XLIII
A los pocos días, Fitzwilliam le avisó a Darcy que sería el
entierro de la hija de los Sres. Bingley. Lizzie había
permanecido en casa con reducida actividad por el
cansancio que sentía durante todo el día. Por lo mismo,
Darcy consideró sensato que continuara con su reposo y
Lizzie aceptó, por lo que la acompañó casi todo el tiempo.
Lizzie estaba terminando de bordar una ropa con la que
vestiría la cuna que ya estaba instalada en su recámara,
esperando pacientemente el nacimiento de su bebé,
sintiendo en su espalda el cobijo de los rayos del sol
mientras su marido terminaba de escribir una carta.
Darcy detuvo su labor y observó por unos momentos a su
esposa que, concentrada, tomaba con suma delicadeza la
sábana y hacía una obra de arte con las manos y una
pequeña aguja, perforando esa tela, como había perforado
su corazón, para hacer un hermoso dibujo que permaneciera
adherido imborrablemente, so pena de destruirlo, con el
único objeto de agradar a ese hijo que estaba por llegar y
sacarle una sonrisa cuando lo viera, cuando lo tocara: eso
había hecho Lizzie con su vida. Sonrió ante la maravillosa
realidad que estaba viviendo, había compartido varios años
de infinita felicidad con la persona más importante para él y
estaban a punto de derramar ese amor a una nueva persona
que habían esperado desde siempre.
Lizzie giró su vista hacia él y le sonrió. Darcy sintió
estremecerse y dio gracias a Dios por esta bendición; se
acercó a su lado, tomó su mano y acarició su rostro con
cariño.
–Hoy te ves sublime.
–Me ves así por el amor que me tienes –indicó ella, dejando
el bordado a un lado.
–Creo que he errado en mi vocación… debí haber sido pintor
–dijo rozando el contorno de su semblante–, aunque no
cambiaría mi vida si eso significara perderte. Es
extraordinario tenerte a mi lado, saber que existes.
Darcy la besó con ternura. Cuando se separó, apoyó la
cabeza en su frente y le susurró, como si le doliera:
–¿Te das cuenta de que falta poco para que nazca? No
volveremos a disfrutar de esta soledad en mucho tiempo.
–Podríamos disfrutarla por última vez.
–¿Ya quieres que nazca? –indagó buscando sus labios y
esperando una respuesta.
–Hace mucho que no estamos juntos –contestó rozando su
boca.
Darcy sintió desmayada su voluntad y continuó el beso por
varios minutos, mientras la acariciaba con afecto. Cuando su
mano percibió un brinco de la criatura, él se separó, besó el
vientre de su esposa y le dijo, jadeando y mirándola a los
ojos:
–Si seguimos, este bebé podría nacer hoy.
–Darcy, te amo –musitó besándolo y acariciando su rostro.
–Yo también te amo –concluyó abrazándola, hasta que sus
corazones recuperaron su ritmo normal.
A los dos días, Lizzie despertó sin encontrar a su marido a su
lado, se estiró y se sentó observando la batalla que el sol
daba a las cortinas para abrirse paso. Se levantó lentamente
sintiendo el movimiento de su bebé y se avecinó a las
ventanas para desnudarlas y poder observar la
majestuosidad del día. Se sentó en una silla que le
obsequiaba una agradable vista de su jardín y tomó el libro
que había estado leyendo desde hacía pocos días y que su
padre le había regalado el día en que fue presentada en
sociedad: Canciones de inocencia, de William Blake.
Recordó el cariño con el que su padre la observó bailar con
diversos caballeros durante la velada, dándole libertad de
elección pero sintiendo en todo momento su mirada
protectora, anhelando percibir su compañía y asiéndose a los
recuerdos que tenía de él, lo único que le quedaba. Estrechó
contra su pecho el ejemplar, deseando abrazar a su padre y
reírse con él como lo había hecho en el sueño del que
acababa de despertar.
La puerta del vestidor se abrió, dejando el paso a Darcy que
lucía su negra ropa de montar. La observó con admiración
bañada por la luz del sol, con su camisón marfil de seda, el
cabello recogido en una trenza y el hermoso brillo en sus
ojos que lo cautivaban.
–¿Me vas a saludar? –inquirió Lizzie con la mirada burlona
que aparecía cuando él se quedaba extasiado al
contemplarla.
–Por supuesto –dijo, dedicándole una sonrisa y
aproximándose a ella para besarla–. Creo que el cielo ha
bajado a mi recámara –comentó tomando asiento a su lado.
Lizzie sonrió y aflojó los brazos, provocando que su marido
se perdiera en la fascinación.
–Darcy, ¿me ayudas con mi bata?
Él alzó la mirada y, tras deleitarse en sus ojos, acercó los
labios para robarle un tierno beso a su amada. Se puso de
pie, le alcanzó la prenda que lo devolvía a la realidad y, muy
a su pesar, se la colocó.
Desayunaron tranquilamente en la alcoba conversando de
temas triviales y, antes de que Darcy saliera al funeral, tomó
sus manos para despedirse.
–¿Estás persuadida de que no prefieres que me quede
contigo?
–Me has acompañado todos estos días y lo he disfrutado
profundamente, pero Bingley es tu amigo y te agradecerá el
apoyo que hoy le des.
–Sí, es un momento difícil en la vida de un padre –declaró,
sin eludir los recuerdos que lo asaltaron.
–Darcy, perdóname por no haber estado a tu lado cuando…
–se interrumpió al sentir quebrarse la voz.
Darcy la abrazó y ella se afianzó de su cuello gimiendo,
tratando de controlar el temor que la asediaba para que su
esposo no se preocupara, pero no lo logró. Él permaneció a
su lado, dándole la certidumbre de que todo saldría bien, de
que en tan sólo unas semanas ya podrían acariciar el rostro
de su bebé y escuchar su llanto, hasta que vio que sus ojos
se secaron y volvió la sonrisa y la tranquilidad a su espíritu.
Lizzie lo instó para que acompañara a su amigo,
asegurándole que ya se sentía sosegada. Hasta entonces
fue que Darcy se retiró, dejando a su esposa en compañía
de la Srita. Madison.
En el cementerio ya estaban reunidos con el pastor Bingley,
Fitzwilliam, la Sra. Bennet y Mary. Kitty no había querido ir y
se quedó en Starkholmes “acompañando” a Jane, quien
tenía que guardar reposo por el siguiente mes. En cuanto
Darcy se unió al grupo, cerca de donde estaban sepultados
los Sres. Darcy, empezó a hablar el clérigo. La Sra. Bennet
miraba con cierto resentimiento a su yerno recién llegado
mientras todos escuchaban con atención las palabras de
consuelo y de aliento, de esperanza en una vida futura y
plena. Darcy hizo caso omiso de la actitud de su suegra,
recordó con nostalgia la mañana lluviosa y fría en que habían
sepultado a su pequeño. Nunca pudo cargarlo, nunca pudo
escuchar su llanto, nunca pudo ver sus ojos; ¿habrían sido
como los de Lizzie?, ¿se habría parecido a él, como lo había
visto su esposa en su sueño? Colocado enfrente de aquella
pequeña caja, vio cómo la introducían para sepultarla bajo la
tierra; rezó en silencio para que ese momento no se volviera
a repetir. No quería perder a otro ser querido, ya había
pasado varias veces por esos momentos sumamente
dolorosos. Recordó la muerte de su padre, luego la de su
madre y pidió a Dios para que ese bebé que pronto nacería
estuviera bien, al igual que su madre a la que amaba
profundamente.
Todos estaban hundidos en oración en completo silencio,
mientras contemplaban el lugar donde yacía la pequeña
recientemente cubierta por la tierra. La Sra. Bennet estalló en
llanto, interrumpiendo la plegaria de todos e inició con sus
lamentos. Mary trató de consolarla pero decía:
–¡Qué dolor tan grande se siente enterrar a un nieto! Ojalá
me hubiera muerto junto con el Sr. Bennet para no sentir
este dolor tan grande. Mi pobre Jane estaba muy triste hoy.
Nunca la había visto tan deprimida. ¡Qué desgracias le han
ocurrido a mi familia! Y mi pobre Lizzie que la han separado
de su madre en estos momentos en que tanto me necesita…
Darcy se estaba despidiendo de sus amigos cuando sintió
que alguien lo tomaba del brazo.
–Sr. Darcy –dijo el Sr. Smith, con la respiración agitada,
tratando de ser sumamente discreto–.
Éste se volteó, se alejó a tiro de piedra de sus amigos y
escuchó:
–La Sra. Darcy…
–¿Mi esposa está bien? –investigó su amo preocupado.
–Se acerca el momento.
Darcy, sin decir una palabra, corrió a donde estaba su
caballo, seguido por su mayordomo, y cabalgó a toda
velocidad hacia Pemberley sintiendo que el camino era
eternamente largo, lamentándose haberla dejado sola. Al
llegar a la mansión abandonó al corcel en la puerta y subió
apresuradamente los peldaños rumbo a su habitación.
Cuando entró vio a Lizzie postrada en la cama, hundida en
un profundo dolor, acompañada de la Sra. Reynolds, quien
trataba de animarla. Darcy se acercó rápidamente, la Sra.
Reynolds le cedió su lugar y se retiró, él se sentó al lado de
su esposa. Lizzie respiró profundamente, se sintió por unos
segundos aliviada de su dolor y de la angustia provocada por
la ausencia de su marido y le dijo llorando:
–El bebé no se mueve desde hace rato. ¡Tengo mucho
miedo!
Darcy, turbado, tocó su vientre con su mano y al no percibir
los movimientos, colocó su cabeza sobre su abdomen para
escuchar los latidos del bebé. Darcy buscó hasta que
encontró lo que parecían sus palpitaciones y permaneció allí
por unos segundos. Lizzie nuevamente se retorció pero
Darcy la abrazó sintiendo todo su dolor. Cuando Lizzie se
pudo relajar él se incorporó, le tomó de la mano para darle
un beso y le dijo al oído mientras ella respiraba hondamente:
–El bebé está bien, ya escuché su corazón. Pronto llegará el
doctor.
–Tengo mucho miedo. ¡No quiero que te vayas!
–Yo voy a estar contigo, todo va a salir bien –aseveró
tratando de conservar la calma que en su espíritu no
apreciaba.
Lizzie sintió una contracción que le recorrió toda la espalda,
apretó con todas sus fuerzas la mano de su esposo que la
sostenía en este mundo y percibió su ropa empapada. Darcy,
rezando en silencio, enjugó su rostro de las lágrimas
derramadas y el sudor que corría sobre su frente con un
paño humedecido con lavanda.
En ese momento, el Dr. Thatcher se introdujo en la alcoba
acompañado por su enfermera, quien le solicitó al Sr. Darcy
que desalojara la habitación. Lizzie, al escuchar esa petición,
tomó con las dos manos la mano de su esposo y dijo con
una mirada llena de consternación:
–¡Te suplico que no te vayas! ¡No resistiría quedarme sola!
–Me quedaré contigo.
Darcy volteó a ver al doctor, quien recordó las veces que él
había apoyado a su paciente en innumerables consultas, y
asintió. El médico empezó el escrutinio mientras Darcy le
hablaba al oído para infundirle valor. La Sra. Reynolds entró
con el agua caliente y las toallas limpias mientras la
enfermera preparaba todos los instrumentos necesarios.
–Será cuestión de unos minutos, Sra. Darcy. Recuerde que
al sentir el dolor, debe respirar profundo y pensar en
relajarse.
Lizzie inhaló intensamente al tiempo que sentía la siguiente
contracción, transmitiendo todo su dolor al apretar con vigor
la mano de su esposo. Darcy, angustiado de ver sufrir a su
esposa, trataba de consolarla diciéndole al oído cuánto
amaban a esa criatura desde antes de ser concebida, cómo
habían soñado con el momento de tenerla en sus brazos y
ver su sonrisa, que serían inmensamente dichosos al
escuchar las risas de su hijo que estaba a punto de nacer.
Lizzie, en medio de su dolor, inspiraba llenando sus
pulmones pero tenía mucho miedo de lo que podría suceder;
sentía que se balanceaba entre la vida y la muerte, se
sostenía enérgicamente de la mano de su esposo para
mantenerse en este mundo, temiendo también por la vida de
esa criatura que luchaba por nacer y ver la luz. Ya no podría
soportar perder otro pequeño, el dolor que ahora sentía no
se comparaba con el sufrimiento que vivió cuando su hijo
había muerto. Deseaba con toda su alma que pudiera
escuchar pronto ese llanto con el que aliviaría y olvidaría la
dolencia que sentía en todo su cuerpo y la angustia y el
pavor que inundaban todo su ser.
Lizzie, tiritando y sintiéndose agotada, trató de relajarse
mientras su esposo la cobijaba para aliviar un poco su
malestar y preguntó con voz muy tenue:
–¿Cómo está mi bebé?
–¡Sra. Darcy, ya falta poco! –exclamó el doctor–. Necesito
que me ayude y ayude a su bebé. Cuando sienta otra vez
ese dolor, quiero que puje con todas sus fuerzas.
–¡Ya va a nacer! ¡Ya lo tendrás en tus brazos! –expresó
Darcy notablemente emocionado y besó la mano de su
esposa que la sostenía desfallecida.
Lizzie sintió una conmoción extraordinaria, vio una luz de
esperanza que cada vez percibía más cerca de ella; inspiró
profundamente, tomó la mano de su esposo con todas sus
fuerzas y con la otra el barrote de su cabecera e hizo el
mayor de los esfuerzos; aun así, el bebé no salió. Jadeando,
ella volvió a respirar por pocos minutos mientras Darcy
secaba su rostro con su pañuelo. Con toda su voluntad
controló al máximo el dolor que de nuevo iniciaba, sintió que
sus temores se desvanecían y concentró toda su mente en
ese hijo que le pedía su auxilio a gritos silenciosos; volvió a
pujar con todas sus fuerzas, mientras Darcy apoyaba
suavemente su frente sobre la cabeza de su esposa y rezaba
para que ya todo acabara.
–¡Sra. Darcy!, ¡un poco más! ¡Ya está saliendo su cabeza! –
gritó el doctor.
Lizzie, exhausta, sintió flaquear todas sus fuerzas y todo su
ser. Continuaba el silencio en la habitación cuando habría
deseado escuchar ese llanto tan anhelado.
–¿Mi bebé está bien? –preguntó Lizzie con la voz muy
desmayada.
–Sí mi niña, sólo un poco más –alentó Darcy besándole en la
frente.
“Un poco más”, repetía Lizzie en su cabeza, sin saber de
dónde sacaría la energía que ya se había consumido por
completo, sintiendo esa tregua como un oasis para recuperar
el aliento.
Lizzie respiró recónditamente, pensando que sería el último
dolor que sentiría y que ya escucharía a su bebé salir de sus
entrañas. Pujó con todo su ímpetu sosteniendo su esfuerzo
por unos momentos que parecían interminables y, en cuanto
el silencio se rompió con el llanto de la criatura, ella sintió
una emoción nunca antes imaginada y estalló en sollozos.
Darcy acarició su rostro y apoyó nuevamente su frente en la
de ella, dando gracias a Dios de que ya todo había acabado,
mientras Lizzie sentía un alivio en todo su cuerpo.
El doctor secó a la criatura con la toalla mientras les
anunciaba que su bebé era varón y que se encontraba bien y
se lo pasó a la enfermera para su revisión, cuando Lizzie
volvió a sentir ese dolor que creía ya había desaparecido y,
sintiéndose fuera de control, tomó de nuevo la mano de su
esposo enérgicamente y chilló al tiempo que pujaba sin
poderse dominar. Darcy, asustado, volteó a ver al doctor,
buscando la respuesta a esta situación completamente
inesperada para ellos, pero que confirmaba las sospechas
del médico.
–Sra. Darcy, necesito un poco más de su ayuda –pidió el
doctor cuando la contracción cesó–. Falta un bebé por salir.
–¿Son gemelos? –inquirió Darcy sorprendido.
Lizzie, sin poder controlar su llanto y su deseo de pujo, gritó
y se estremeció cuando el dolor le recorrió toda la espalda,
en tanto su esposo la sostuvo deseando transmitirle su brío
para continuar un poco más. Lizzie, en el siguiente intervalo,
hizo un esfuerzo sobrehumano por controlar el huracán de
emociones que sentía en su corazón: ¡dos hijos! Respiró
profundamente y pujó con todo su ímpetu ayudando a ese
pequeño que no esperaban pero que les inundaba de una
alegría insospechada. La criatura sollozó, haciendo coro con
su hermano que le precedió y con su madre que al fin
encontró descanso. No había palabras ni fuerzas para que
Lizzie pudiera expresar la felicidad que sintió en medio de
sus lágrimas, en medio del llanto de sus hijos.
La enfermera colocó al bebé en su regazo mientras el doctor
secaba a la otra criatura y se la entregaba a la enfermera.
Lizzie, extenuada, lloraba viendo a su pequeño envuelto en
una cobija que buscaba con sus ojos azules distinguir la luz
que ahora lo ofuscaba.
–Ya tiene a sus dos primeros hijos. Esta criatura también fue
varón –informó el Dr. Thatcher satisfecho.
El médico continuó con toda la labor de limpieza y curación,
pidiendo a la Sra. Darcy más de su paciencia por las
molestias que aún sentía. La criatura empezó a inquietarse y
a buscar alimento en los brazos de su madre, por lo que
Lizzie se descubrió y le ofreció de su pecho el alimento que
saciaría su hambre y el cariño que enriquecería su corazón.
Darcy observaba enternecido a su esposa y a su
primogénito, acariciando la cabeza de Lizzie, mientras daba
gracias a Dios por la bendición recibida y la besó en la frente.
Momentos más tarde, la enfermera le entregó al padre el
bebé que faltaba. Darcy, nervioso de recibir a una criatura
tan diminuta en sus brazos, la cargó vacilante demostrando
su completa ignorancia en esa labor. No había cargado a un
bebé desde que tuvo en sus brazos a su hermana, hacía
más de veinte años. La enfermera le indicó que sostuviera la
cabeza con cautela y el doctor bromeó diciendo que ahora
tendría mucho tiempo para practicar con sus hijos hasta
alcanzar el dominio de esa destreza.
Darcy contemplaba a ese pequeño en sus brazos que
observaba impresionado las facciones de su padre. Cuando
la otra criatura terminó de comer y alcanzó el sueño, la
enfermera le retiró el bebé a Lizzie y lo colocó en la cuna.
Darcy le pasó al otro pequeño y Lizzie lo alimentó hasta que
se quedó dormido, experimentando una felicidad que nunca
había imaginado.
–Las molestias que siente al darles de comer son normales,
Sra. Darcy, y posiblemente se incrementarán –explicó el Dr.
Thatcher–. Ya le daré indicaciones para que se cuide y se
lastime lo menos posible. Por lo pronto, quiero felicitarlos por
sus bebés, felicitarla a usted y agradecerle toda su ayuda, lo
hizo usted muy bien. Iré a asearme a alguna habitación si
me lo permite, Sr. Darcy, y le pediré a la Sra. Reynolds que
nos ayude a cambiar la ropa de la señora y de la cama.
El Dr. Thatcher y la enfermera se retiraron y, como era de
esperarse, todas las personas de la casa esperaban noticias
de su ama. El doctor les dio las buenas novedades y todos
se alegraron. Minutos después la Sra. Reynolds entró con lo
necesario para cambiar la ropa de cama y buscó en el
vestidor de su señora un camisón limpio, mientras Darcy
colocaba a la criatura en la cuna con su hermano. Darcy
auxilió a Lizzie a cambiarse y con cuidado la cargó y la
recostó en el sillón previamente preparado por la Sra.
Reynolds mientras aseaban el lugar. Darcy la cobijó con
cuidado, se sentó a su lado y dijo:
–Ahora tendremos que pensar en otro nombre para el bebé.
–¿Cuál te gustaría? –preguntó sin poder creer lo que
estaban viviendo.
–¿Qué te parece Christopher para el primero, como tú
querías, y Matthew para el segundo?
–Me agrada, pero ¿cómo los distinguiremos? ¡Son iguales!
Se parecen tanto a ti –indicó sonriendo, mostrando su alegría
con el brillo de sus ojos.
–Tendremos que ponerles algún distintivo y conseguir otra
cuna. Pronto crecerán y no cabrán allí.
Darcy miró con copiosa ternura a su esposa, acarició su
rostro y la besó.
–Le agradezco Sra. Darcy, la felicidad con la que hoy ha
inundado mi corazón.
El Dr. Thatcher regresó a la habitación, examinó a los dos
bebés y los encontró muy bien; luego revisó los signos
vitales de Lizzie y dio una maravillosa tranquilidad a los Sres.
Darcy al informarles que todo estaba en orden. Darcy
regresó a su esposa a la cama donde durmió las siguientes
dos horas, hasta que el hambre de sus pequeños
demandaba ansiosamente alimento.
Entre tanto, Darcy permaneció en su habitación y escribió
una carta a Georgiana para comunicarle la feliz noticia y
pedirles que fueran padrinos de uno de sus hijos, una misiva
a su tía y otra dirigida a Bingley, sabiendo la revolución que
la noticia ocasionaría en esa casa, sobre todo con la Sra.
Bennet. Entregó a la brevedad al Sr. Smith el documento
para la Sra. Donohue y para Lady Catherine y reservó el de
Bingley, pensando en enviárselo al día siguiente, cuando
Lizzie ya estuviera más descansada.
Cuando Christopher lloró hambriento, Darcy dejó su libro
sobre la mesa y cargó con cuidado a su pequeño. Lizzie
despertó, él se acercó con el bebé y lo colocó sobre su
regazo para que lo alimentara. Él se sentó a su lado y le
auxilió para incorporarse. Lizzie, nerviosa, se preparó para
su importante labor y sintió severamente el tirón de la
succión.
–¿Es muy molesto? –indagó Darcy.
–Sí, no pensé que doliera tanto.
–¿Cómo te sientes?, ¿pudiste descansar?
–Sí, gracias.
–Me dijo el doctor que regresaría más tarde para revisarte –
comentó mirando a la ventana que ya había oscurecido–. No
debe demorar.
–¿Y Matthew está bien?
–Sí, aún duerme como un ángel. Ya le mandé carta a
Georgiana y a Lady Catherine.
–Seguramente tu hermana se pondrá feliz, y más al saber
que será madrina de uno de ellos –indicó sonriendo.
–Escribí una carta para Bingley, pero decidí enviarla
mañana. Quiero que descanses lo más posible antes de que
vengan a visitarte.
–Tal vez se la puedas mandar a medio día, para que sólo
vengan por la tarde y no estén toda la jornada aquí.
–Me parece bien, así podrás descansar un poco más.
–Y disfrutar de tu compañía con nuestros hijos.
Darcy acarició su rostro y la besó con cariño.
–Gracias por haberme acompañado todo el tiempo, por tu
apoyo y tus palabras que me alentaron en medio del dolor.
Habría sido más difícil para mí haber soportado tanto
estando sola –declaró Lizzie.
–Gracias por permitirme estar a tu lado y compartir conmigo
esa experiencia única en la vida de un ser humano –
completó Darcy besándola nuevamente.
Matthew despertó, interrumpiendo a sus padres, con un
llanto desconsolado de hambre. Darcy lo cargó mientras
Lizzie terminaba con Christopher y luego se intercambiaron
los bebés para que Matthew pudiera comer.
–Por lo visto, en tanto come uno, yo tendré que entretener al
otro –explicó Darcy sonriendo y viendo a su pequeño todavía
insatisfecho.
Lizzie observó conmovida a su esposo, quien reflejaba en su
mirada un júbilo hasta ahora desconocido, nunca había visto
esa expresión de plenitud en su marido mientras acariciaba
el rostro de su niño y examinaba sus pequeñas manos. Los
padres se sentían colmados de una felicidad extraordinaria
que habían deseado por tanto tiempo, aun ignorando todas
sus delicias.
Más tarde, la Sra. Reynolds anunció al Dr. Thatcher y Darcy
lo recibió con su bebé en brazos. Revisó a las dos criaturas y
luego a su madre y se mostró satisfecho de encontrarlos
bien. Resolvió algunas dudas que Lizzie tenía de su
convalecencia y el cuidado de los bebés. Luego confirmó que
al día siguiente vendría a inspeccionarlos nuevamente y se
marchó. Después, los Sres. Darcy cenaron en la alcoba y
durmieron, mientras los bebés los dejaban descansar, ya que
tuvieron que despertarse repetidas veces para atenderlos.
Darcy ayudó a Lizzie para que no se levantara y consoló al
bebé que esperaba ser alimentado.
CAPÍTULO XLIV
Al día siguiente, tras haber pasado muy mala noche, Darcy
despertó al escuchar el llanto de uno de sus pequeños. Se
sorprendió de pensar que su vida había cambiado
drásticamente de un día para otro. Vio a Lizzie todavía
dormida y, después de darle un dulce beso, se levantó para
entretener a Matthew mientras despertaba su madre. Sabía
que había descansado poco y estaba consciente de que
necesitaba reponerse del día anterior. Paseó por un rato a su
bebé reflexionando que habían llegado dos personitas que
iban a transformar sus vidas con sólo cambiar la expresión
de su rostro, a través de una sonrisa o de su llanto podrían
conseguir lo que quisieran, sólo esperaba que fuera con la
primera opción, deseando que no lo manejaran como lo
hacía su mujer. Sonrió al recordar el semblante de su
esposa, bañado en lágrimas, mirando a sus recién nacidos,
sintiéndose muy orgulloso de que se parecieran a él. Ahora
la atención de su esposa y de todos los habitantes de la casa
estaría enfocada a estas dos criaturas que cautivaba el
corazón de quien los veía. Cuando lloró Christopher, dejó a
Matthew sobre la cama, sacó a su hermano y se dedicó a
entretenerlos a los dos con gran éxito.
Cuando Lizzie despertó, enternecida observó a su esposo en
silencio, quien distraía a sus hijos mostrándoles su brillante
reloj de oro acostados sobre la cama. Recordó cómo había
amanecido el día anterior, todavía sintiendo las patadas de
su pequeño, de sus pequeños –se corrigió–, en su interior.
Ahora su vientre estaba vacío y adolorido, pero su corazón
estaba inundado de una felicidad extraordinaria, sintiendo
enormes deseos de estirar la mano para acariciar a sus
bebés y a su fausto esposo, de cargarlos y estrecharlos
mientras sentía la firmeza de los brazos de su marido y la
delicadeza de su amor.
Darcy, al advertir su mirada, volteó y sonrió, se acercó a ella
y la besó en la frente mientras ella lo abrazaba y él
correspondía generosamente.
–¿Cómo te sientes? –indagó acariciando su rostro.
–Un poco mejor, gracias.
–Debes seguir muy cansada.
–Y tú también dormiste muy poco.
Las dos criaturas se empezaron a impacientar y Darcy le
entregó a Matthew, cargó a Christopher por unos minutos y
lo paseó por toda la habitación. Luego los intercambiaron y
cuando Matthew se quedó adormecido, Darcy se fue a
alistar. Cuando salió del vestidor, vio a Lizzie dormida
cargando a Christopher, quien descansaba en sus brazos.
Sin hacer ruido, los cobijó, cogió su libro y leyó por un rato,
hasta que el hambre despertó a su mujer. Darcy solicitó el
desayuno en la habitación y cuando hubieron acabado, el Sr.
Smith anunció la llegada del Dr. Thatcher. La consulta fue
larga, revisó a Lizzie y a las dos criaturas y contestó algunas
otras preguntas e inquietudes que surgieron en los padres.
Dio permiso a Lizzie de levantarse y caminar en su
habitación, al principio con ayuda ya que era probable que
tuviera mareo. Además, les dio algunos consejos para poder
atender a las dos criaturas.
–Si los bebés se despiertan tan seguido es porque se
quedan con hambre. Es normal que al principio esto suceda,
ya que se estimula la producción de leche con la succión,
pero la demanda es mayor en el caso de dos bebés y
necesitaremos mucha paciencia de todos. Otra alternativa es
conseguir una nodriza para que ayude a la señora a
alimentarlos.
–No, eso no –interrumpió Lizzie decidida.
Ante tal respuesta, dejaron el tema a un lado y el doctor, tras
recoger sus cosas, se marchó. Darcy sabía lo importante que
era para Lizzie cuidar de sus bebés y no insistió en el tema,
pero estaba consciente de que, de continuar así, pasarían
muchas noches de desvelo. No obstante, decidió apoyar a su
esposa en todo lo que pudiera.
Después de atender a los pequeños, Darcy ayudó a Lizzie a
bañarse y tuvo oportunidad de descansar un rato antes de
que el Sr. Smith llevara la carta a Bingley. Axiomáticamente,
en cuanto recibieron la noticia en Starkholmes todos
enloquecieron de alegría y salieron a Pemberley para visitar
a Lizzie. Los Sres. Bingley permanecieron en Starkholmes
pero mandaron una carta de felicitación con la Sra. Bennet,
con cierto temor de que la perdiera en el camino de tan
emocionada que estaba al recibir la invitación del Sr. Darcy
para visitar a su hija y conocer a sus dos nietos esa tarde.
–¡Dos nietos! ¡no puedo creerlo! –exclamó la Sra. Bennet al
entrar a Pemberley, olvidándose de la pena que el día
anterior sintiera en el cementerio.
–Ya lo has dicho todo el camino, mamá –aclaró Kitty que la
seguía.
Cuando la Sra. Reynolds anunció la llegada de las Bennet,
Lizzie terminaba de dar de comer a uno de los pequeños en
la sala que antecedía a su habitación. Darcy se puso de pie,
saludó a sus visitantes y se retiró a su despacho.
–¡Quiero conocer a mis nietos! ¿Se parecen al Sr. Bennet? –
preguntó la Sra. Bennet acercándose a la cuna que estaba al
lado de Lizzie–. ¡Oh!, tienen unos ojos hermosos y ¡son
iguales!
–Son gemelos, mamá. Si no fueran iguales serían mellizos y
podrían ser niño y niña, según he leído en varios libros –
aclaró Mary.
–Seguramente serán tan guapos como su padre –afirmó Kitty
al acercarse a conocerlos–. ¡Vaya!, si este lugar es hermoso,
¿cómo será tu alcoba, Lizzie? ¿Sigues durmiendo con el Sr.
Darcy? –curioseó mientras admiraba la suntuosa pieza.
–Y ¿cómo estás tú, Lizzie? –investigó la Sra. Bennet.
–Bien gracias, mamá –contestó tomando su mano,
preguntándose si alguna vez su madre experimentó los
hermosos sentimientos que ella estaba sintiendo desde el
día anterior por sus hijos.
–Me imagino que no has podido dormir bien. ¿Por qué no me
avisaste ayer que todo había empezado? Vimos cuando el
Sr. Darcy salió en su caballo apresuradamente del
cementerio y nos dejaron con enorme pendiente. ¡Claro que
hay numerosas razones por las cuales pueden buscar al Sr.
Darcy! Es tan importante.
–Pero ninguna tan apremiante como su mujercita –declaró
Kitty riendo–. Me habría encantado estar en el entierro sólo
para ver la cara que puso el Sr. Darcy cuando le avisaron
que estabas en trabajo de parto. ¡Seguro llegó corriendo
para estar a tu lado!
Lizzie sonrió.
–Tus hijos son perfectos. Recuerdo lo maravilloso que era
tenerlas en mis brazos cuando estaban de este tamaño. Le
doy gracias a Dios que por fin te ha dado esta alegría, Lizzie.
–Gracias mamá –dijo, enfatizando su sonrisa y dando
gracias a Dios por sentir a su madre más cerca de ella–.
¿Cómo está Jane?
–¡Ay, casi lo olvido! Te manda una carta. Hoy amaneció
sintiéndose un poco mejor –comentó mientras buscaba el
papel en su bolsillo y entregaba la carta.
Lizzie la revisó. Una era de Bingley dirigida al Sr. Darcy, que
guardó en la bolsa de su bata, y otra para ella de Jane. La
segunda la abrió y la leyó en silencio.
“Querida Lizzie: ¡Qué maravillosa noticia nos han dado!
¡Muchas felicidades! Me gustaría tanto visitarte y conocer a
mis sobrinos, desearía cargarlos; pero sé que tengo que
recuperarme del todo antes de salir de casa.
Afortunadamente me siento mejor, aunque dice el doctor que
debo cuidarme mucho ya que, de no convalecer
adecuadamente, podría padecer algunas consecuencias en
el futuro. Quisiera obsequiarte la cuna que era para mi bebé;
la han usado todos mis hijos y ahora que está disponible
quiero que la conserves y la uses para tus hijos. Mañana por
la mañana te la podré enviar con el Sr. Churchill. Con todo mi
cariño, Jane”.
Lizzie, con una sonrisa, dobló la carta y la puso sobre la
mesa, mientras oía de su madre exclamaciones de júbilo por
el nacimiento de sus nietos.
–¿Puedo cargar a tu bebé? –solicitó la Sra. Bennet
refiriéndose al que su hija tenía en sus brazos.
Matthew, en la cuna, empezó a llorar y la madre, despacio,
se levantó del sillón y cargó a su pequeño para alimentarlo.
–¿Ya puedes levantarte Lizzie? –examinó la Sra. Bennet
preocupada.
–Sí mamá, ya me lo autorizó el doctor.
–Ahora se ven diminutos, pero con seguridad crecerán muy
sanos y fuertes. ¿Los estás alimentando bien, Lizzie?
–Estoy haciendo todo lo que el doctor me indicó, mamá.
–La lactancia es difícil con una criatura y con dos, ¡no quiero
ni imaginármelo! Tienes que tomar mucha agua, comer
adecuadamente, limpiarte muy bien y estar descansada.
Recuerdo que cuando ustedes nacieron no dormí una noche
completa en los ocho primeros meses y de recién nacidas se
despertaban cada dos o tres horas, aunque sólo las pude
amamantar tres o cuatro meses por los embarazos tan
seguidos. Tenía que aprovechar sus siestas para descansar
un poco. ¡Lizzie, así te puedes lastimar! –gritó la Sra. Bennet
viendo que no estaba alimentando al bebé apropiadamente.
Lizzie alzó la mirada, Christopher empezó a llorar asustado
por el grito de su abuela y ésta se tuvo que levantar para
pasearlo por la habitación, mientras continuaba:
–Estoy persuadida de que no dormiste anoche, Lizzie. Yo
puedo quedarme contigo a ayudarte, tienes que aprender
tantas cosas que sólo una madre te puede enseñar. Traje
mis maletas en el carruaje por si deseas que me quede.
–No es necesario mamá –indicó con la voz insegura,
temiendo que su madre se enojara con ella.
–Comprendo que no quieres que el Sr. Darcy se enfade. Mira
que fue muy descortés al no permitir que viniera a auxiliarte.
–Pero el señor descortés permitió que hoy vinieras a conocer
a tus nietos –recalcó Mary.
–Tal vez ahora que esté desvelado a causa de sus criaturas,
reconsidere y consienta mi visita –completó la Sra. Bennet.
–Gracias mamá, pero es mejor que permanezcas en
Starkholmes y sólo vengas cuando te avisemos –repuso
Lizzie, mostrándose más segura de lo que realmente quería,
ya que si accedía a su insistencia, Darcy ya no estaría con
ella para acompañarla.
–¡Ay Lizzie!, cualquiera diría que eres tú la que no quiere mi
visita –afirmó la Sra. Bennet.
–Y ¿cómo se llamarán? –preguntó Mary.
–Christopher y Matthew –reveló Lizzie.
–¡Me encantan esos nombres! Y con certeza habrá fiesta
cuando los bauticen –expuso Kitty.
–Todavía no hemos hablado de eso.
–¡Claro!, primero tienes que recuperarte. Jane bautizó a sus
hijos muy pronto, pero no es lo mismo criar a uno que a dos
–indicó la Sra. Bennet–. ¡Ay, el Sr. Bennet estaría gozoso de
conocer a tus hijos!, pero Lizzie, para hacer que repitan bien
debes cargarlos contra tu pecho y darles golpecitos en la
espalda, si no lo haces debidamente tendrán cólicos y
estarán llorando muy inquietos.
–Sí mamá, ya lo sé, sólo me falta práctica.
–Y ¿ya los bañaron?
–No, lo haremos por la noche. Tal vez así duerman mejor.
–Recuerda sostenerles muy bien la cabeza; y la temperatura
del agua no debe de ser más caliente que la temperatura de
tu codo.
–Sí mamá. Todo eso ya me lo indicó el doctor.
–Si te sientes cansada yo podría bañarlos antes de irme.
–Gracias, pero no es necesario. Darcy me ayudará.
–¿El Sr. Darcy te va a ayudar? ¡Qué considerado! –exclamó
Kitty–. Así me encantaría que fuera el hombre con el que me
case.
–Es muy aplaudible su buena intención, pero ¿sabe cómo
hacerlo? Bañar a un recién nacido no es fácil. Te aseguro
que no sabe ni cargarlos –comentó la Sra. Bennet.
–Creo que ya se está haciendo de noche –indicó Lizzie
deseando que ya se fueran.
–Es cierto, Lizzie; entonces, si no necesitas algo más o ya no
tienes dudas que resolver, nos retiramos. Mañana
vendremos a verte.
–¿Mañana?
–Sí, hija, vendré a ayudarte.
–Mamá, mañana y los siguientes días Darcy me va a ayudar.
Arregló todo para tener unos días libres. Te agradezco que
quieras venir pero yo te aviso cuando necesite de tu apoyo –
expresó con cortesía, pero persuadida de que no quería
escuchar todo el día sus recomendaciones, como alguna vez
tuvo que tolerar Jane, sabiendo que tenía que poner
claramente los límites para que no fueran quebrados por su
madre.
La Sra. Bennet, extrañada, dejó a la criatura en su cuna, se
despidió y se retiró con sus hijas. A los pocos minutos, Darcy
estaba de vuelta y Lizzie se alegró mucho de verlo.
–¡Qué bueno que ya estás conmigo! ¡Ya quería que se
fueran!
–¿Por qué? –indagó mientras colocaba a Matthew en la cuna
y tomaba a su mujer entre sus brazos para recostarla en la
cama de su habitación.
–Mi madre ya me había puesto muy nerviosa con todas sus
enseñanzas y observaciones; no paraba de indicarme cómo
hacer las cosas. Sé que tengo mucho que aprender, sobre
todo a darles de comer, pero prefiero ejercitarme sobre la
marcha.
–¿Y cómo estás? ¿Te sigue doliendo?
–Sí, a pesar de que he hecho todo lo que me indicó el doctor.
–¿Se siguen despertando muy seguido?
–Sí, cada dos horas o menos. Cuando coinciden le doy de
comer a uno y luego se queda dormido, despierta el otro y lo
alimento cuando el primero ya está inquieto otra vez; pero
aun así, me embelesa tenerlos en mis brazos. Se siente tan
bonito cuando los cargo y me doy cuenta de que estarán a
mi lado siempre.
–Si quieres los bañamos pronto para que puedas descansar.
–Gracias Darcy, mi madre se ofreció a ayudarme pero no
quiero intentarlo con ella. Me expresó que quería venir
mañana otra vez, pero le dije que tendrá que esperar a que
nosotros le avisemos. No quiero ni siquiera imaginarme
teniéndola aquí todos los días.
–Ya arreglé mis pendientes con Fitzwilliam para estar libre
toda la semana; te manda felicitar, y recibí carta de
Georgiana.
–¿De Georgiana? ¡Por poco lo olvido!, también Bingley te
manda una carta –comentó entregándole el documento y
recibiendo el otro.
Ambos los abrieron y los leyeron en silencio.
“Queridos Darcy y Lizzie: Me han dado una alegría que
nunca había imaginado: ¡dos sobrinos! Me encantaría poder
estar allí para conocerlos y cargarlos, estaremos fascinados
de ser padrinos de uno de ellos. Me alegro Lizzie, de que
todo haya salido muy bien, recé mucho para que así fuera.
Patrick también les manda sus felicitaciones y sus saludos.
Yo me he sentido mal desde hace unos días, pero dice
Patrick que es normal, ahora entiendo tus malestares. Sin
embargo, me ha cuidado con mucho cariño y me he sentido
muy complacida. La Sra. Gardiner me vino a visitar y leí tu
carta en su presencia, se alegró mucho con la noticia,
seguramente les escribirá pronto. Con cariño, Georgiana”.
–Entonces ¿Jane te regalará su cuna? –investigó Darcy.
–Sí, me dijo que mañana me la manda. Le escribiré una
carta para agradecerle.
–Ciertamente le agradará.
Christopher empezó a llorar y Darcy fue por él, lo colocó
sobre la cama al lado de Lizzie, igualmente recogió a
Matthew y llamó a la Sra. Reynolds para que les ayudara a
preparar el baño en tanto él iba por la ropa. Cuando todo
estuvo listo, la Sra. Reynolds bañó a Matthew para
enseñarles todos los detalles, luego el padre duchó a
Christopher mostrándose muy torpe en sus movimientos,
aunque la criatura no lo percibió; mientras la madre
permanecía sentada, observaba todo el procedimiento y
alimentaba a Matthew. Luego, dio de comer a Christopher
hasta que se quedaron dormidos en su cuna. Posteriormente
los Sres. Darcy cenaron en su alcoba y se acostaron a
descansar, sabiendo que pronto su sueño sería interrumpido
por alguno de sus chiquillos.
CAPÍTULO XLV
Así fue. A las once de la noche, Lizzie atendió a sus bebés y
se quedaron dormidos. Luego, desde las dos de la
madrugada, Matthew se despertó y no dejó de llorar hasta
las cinco de la mañana que se durmió agotado, cuando
Christopher ya estaba despertándose. Lizzie lo amamantó
todo ese tiempo sin lograr que se calmara. Por momentos lo
paseó, le cantó y se fue a la otra habitación para que su
marido pudiera descansar; luego Darcy se levantó para
ayudarle, pero no daba resultado. Lizzie volvió a intentar
alimentarlo pero se sentía completamente seca. La criatura,
agotada, se durmió en los brazos del padre que lo paseó por
un rato mientras la madre trataba de alimentar a Christopher
que recién había despertado, sin lograr saciar su hambre.
Pasaron tres horas más de escuchar un llanto muy lastimoso
de su pequeño, sin poder calmarlo, intentando darle de
comer, cuando ya estaba despierto el otro. Lizzie,
desesperada y sumamente adolorida, prorrumpió en
sollozos. Darcy, con Matthew en brazos, se acercó, se sentó
a su lado y la escuchó:
–Me siento totalmente inútil. ¡Ni siquiera soy capaz de
alimentarlos!
–Recuerda que el doctor dijo que necesitábamos mucha
paciencia y que la producción de leche aumentaría conforme
se acucie con la succión.
–¡Llevo horas dándoles de comer y no da resultado!
–Y lo único que has logrado es lastimarte –notó estremecido
al ver sus heridas en el momento en que el pequeño por fin
se separó llorando.
Darcy, en medio del llanto que inundaba la habitación, tomó
un paño limpio que Lizzie tenía sobre el buró, lo mojó con
agua fresca y con extremo cuidado limpió la sangre que salía
de las lesiones de su mujer. Luego la secó con una pequeña
toalla y la cubrió; ella tomó su mano y la besó con cariño.
Después enjugó las lágrimas de Christopher y su boca
manchada, se puso de pie y se retiró un momento de la
habitación. Después de unos minutos regresó, tomó al otro
bebé y salió. Enseguida retornó y Lizzie, mortificada,
preguntó:
–¿Qué has hecho con ellos?
–La Sra. Reynolds se encargará de ellos un rato. Ya estás
muy cansada y angustiada y eso no nos ayuda.
–¡Ellos tienen hambre y yo no puedo darles de comer!
–Tal vez sea hora de considerar la propuesta del Dr.
Thatcher. Ya lo he mandado llamar.
–¿Qué propuesta?
–Que una nodriza te ayude a alimentarlos.
–No Darcy. ¡Yo quiero alimentarlos! No quiero que lo haga
otra mujer. ¡Son mis hijos y nadie tiene derecho a
quitármelos! No quiero que les pase nada. Voy a volver a
intentar, estoy segura de que es cuestión de tiempo.
–De tiempo, de que descanses, de que estés tranquila y de
que te recuperes de tus lesiones. Estás muy herida y, de
continuar, sólo se agravará tu situación.
–El doctor dice que me tienen que succionar.
–Y mientras te lastimas más, ¿dejarás que tus hijos estén
hambrientos y que su vida peligre por no ser alimentados?
No Lizzie, te aseguro que nadie te los quitará y ellos estarán
bien, pero necesitas que te ayuden.
En medio de sus lágrimas y de su completa decepción, Lizzie
bajó la cabeza y luego continuó:
–Soñé por tanto tiempo con ser una buena madre, tener a mi
bebé en brazos, alimentarlo de mi leche y de mi cariño
mientras lo acariciaba y ahora no puedo.
Darcy tomó sus manos con cariño.
–El que ahora no puedas alimentarlos no significa que seas
una mala madre y tampoco quiere decir que en unos días no
puedas hacerlo. La ayuda que te brindará la nodriza será
temporal, si tú lo decides así.
–¡Ella será una extraña para nosotros!
–El Dr. Thatcher nos la recomendará y tú podrás quedarte
con ella mientras los alimente, si así te sientes más segura.
Podrás cargarlos a tu antojo mientras observas los cuidados
que te indicará el doctor. Lizzie, sólo quiero ver que tú y
nuestros hijos estén bien y me doy cuenta de que esto no
está resultando.
La Sra. Reynolds tocó a la puerta y Darcy atendió.
–Los bebés ya están dormidos. Les di un poco de agua con
azúcar para tranquilizarles el hambre. ¿Gusta que se los
traiga, Sr. Darcy?
Él asintió y agradeció, luego acompañó a la Sra. Reynolds
para traer a los dos pequeños y los acomodaron en la cuna.
La Sra. Reynolds se retiró al tiempo que Darcy se acercaba a
su esposa, quien, acostada, suspiraba profundamente a
causa de su llanto. Él acarició su cabello en tanto conciliaba
el sueño y lograba descansar por un rato. Después, Darcy se
alistó.
Cuando el Dr. Thatcher arribó, los Sres. Darcy estaban
concluyendo su desayuno y atendiendo a las criaturas que,
hambrientas, demandaban alimento. El médico los revisó
mientras Lizzie y Darcy le explicaban lo sucedido durante la
noche. El Dr. Thatcher también examinó a la madre y le dijo:
–Sra. Darcy, por su bien, estamos a un paso de prohibirle
amamantar a sus hijos. Se encuentra muy lastimada y, si se
llega a infectar, no podrá alimentarlos más; por lo menos
hasta que sanen sus heridas, si es que todavía hubiera
manera de incitarla para producir leche. Tendremos que
conseguirle a una nodriza.
Lizzie observaba con seriedad al doctor, en completo
silencio.
–En cuanto a los bebés, se encuentran bien, por lo visto muy
hambrientos. El remedio que les dio la Sra. Reynolds
funciona; si bien no los alimenta como es debido, se puede
llegar a usar en caso desesperado y yo le agregaría un poco
del polvo del suero que usted tiene, Sra. Darcy; sin embargo,
no es conveniente acostumbrarlos. Enseguida le traeré a la
Sra. Largorn para que ayude a alimentar a sus bebés. Es
una señora con varios hijos que quiere destetar a su
pequeño de un año y que tiene todavía buena producción de
leche. Posiblemente esté interesada en amamantar a sus
bebés, ya que su esposo se lesionó y estará incapacitado
por algún tiempo. Por el día de hoy, Sra. Darcy, le pediré que
dejemos la alimentación de sus hijos a esta persona.
Mañana usted los podrá lactar diez minutos de cada lado
cada vez que tengan apetito y luego les terminará de dar
pecho la Sra. Largorn. Esto es con el objeto de que hoy
descanse y empiece la cicatrización y mañana continúe con
la estimulación, únicamente el tiempo que le señalo para no
agravar sus lesiones o provocar nuevas. Así, sus pequeños
se alimentarán de su calostro y de leche, estarán satisfechos
y usted cicatrizará y producirá leche. En unos días usted
sentirá que la producción de leche aumentará y podrá saciar
el apetito de sus pequeños sin ayuda. Su cuerpo se
acostumbrará poco a poco, ya no habrá lesiones y las
molestias se irán reduciendo. Necesito que por el momento,
limpie y seque bien sus heridas, descanse trayendo ropa
suelta hasta que se normalice su situación y continúe usando
su faja.
Lizzie, resignada a las nuevas circunstancias, asintió. El Dr.
Thatcher se marchó y Darcy regresó para ayudarle a
tranquilizar a uno de los pequeños, mientras su esposa
cargaba al otro. Pasaron unos minutos cuando el Sr. Smith
anunció que traían la cuna de la Sra. Bingley, pasó y
acomodó lo necesario con ayuda de la Sra. Reynolds y luego
regresó para notificar la llegada del Dr. Thatcher con la Sra.
Largorn. Ellos se introdujeron a la habitación y Lizzie miró
con recelo a esa señora que representaba a todas las
mujeres de las que deseaba alejar a sus pequeños. El doctor
le dio las últimas indicaciones pertinentes y la nodriza se
acercó a cargar a uno de los bebés, el que traía Lizzie en
brazos que se encontraba más inquieto y demandaba mayor
atención de su madre.
Lizzie se sintió impotente al observar el sufrimiento de su
pequeño sin poder saciar su necesidad y llena de envidia al
ver la facilidad con la que esta mujer se sentaba a darle de
comer mientras los señores salían de la habitación. El bebé
succionaba con intensidad al tiempo que salía abundante
leche que satisfacía su voraz apetito. Después de unos
minutos, la señora se lo despegó, lo cargó para que repitiera,
lográndolo fácilmente y lo puso del otro lado mientras
continuaba succionando, hasta que pronto se serenó y se
durmió. Cuando la matrona terminó con Matthew, se lo pasó
a Lizzie y continuó la misma operación con Christopher,
alcanzando por fin la paz tan deseada. Al concluir, dejó al
pequeño al lado de su madre y la felicitó por sus hermosos
bebés; le dijo que estaría con la Sra. Reynolds para ayudar
en la cocina y se marchó. A los pocos minutos, Darcy
regresó y encontró a toda su familia tranquila, aunque no
todos felices.
La misma operación se repitió a las dos horas, cuando los
bebés se despertaron con apetito. Darcy llamó a la Sra.
Largorn, quien subió a atender a las criaturas al tiempo que
él se retiraba a su despacho. A la media hora de que la
nodriza había concluido, el padre regresó. Así transcurrió el
resto del día, luego bañaron a los chiquillos con ayuda de la
Sra. Reynolds. Los Sres. Darcy cenaron en su alcoba
cuando ya los pequeños dormían profundamente y se fueron
a descansar.
CAPÍTULO XLVI
Esta vez los bebés despertaron hasta la una de la mañana.
Lizzie se levantó y tocó la campana para llamar a la Sra.
Largorn, quien acudió a la habitación contigua donde la
madre ya la esperaba para que los alimentara. Pasados tres
cuartos de hora, Lizzie se los llevó nuevamente a su alcoba y
se volvió a acostar donde su esposo la esperaba,
abrazándola con cariño. Esta operación se repitió
nuevamente a las cinco de la mañana. Después despertaron
alrededor de las nueve, dando tiempo suficiente para que
Lizzie pudiera descansar un poco más y desayunar con
tranquilidad al lado de su esposo. Aun así, ella se veía
deprimida y todavía muy adolorida, aunque ya no sangraba;
a pesar de todo le dio de comer a sus pequeños, como el
doctor indicó, antes de llamar a la nodriza.
Mientras Lizzie cumplía con su delicada e importante labor,
Darcy le comentó algunas novedades que había leído en el
periódico, pero ella no escuchó, ya que trataba de soportar
en silencio el dolor que todavía sentía. Cuando el pequeño
empezó a comer del otro lado, Lizzie no pudo evitar que las
lágrimas brotaran de sus ojos, percibiendo un dolor que se
pronunciaba con el paso del tiempo. Darcy, al notar la
incomodidad de su esposa, aun cuando ella cuidó de
secarse el rostro, le dijo preocupado:
–¿Es muy doloroso?
–Sí, mucho. También me duele el vientre.
–¿Es normal? –preguntó preocupado.
–Me dijo el doctor que sí. ¡Y pensar que la Sra. Largorn lo
hace con tanta facilidad!, hasta diría yo que le es agradable.
–Así te veré en un par de meses, o tal vez menos, y
recordaremos de estos días sólo lo placentero.
–¡Me había imaginado tan diferente estos días! –suspiró
Lizzie mientras otras lágrimas surgían de sus ojos–. Mi
madre tenía razón: es muy diferente cuidar a hijos propios
que ajenos. Cada vez que oigo el llanto de alguno de
nuestros hijos siento que ponen a prueba mi cariño hacia
ellos, como si quisieran calificar mi deficiente desempeño al
cuidarlos o alimentarlos, en hacerlos sentir amados.
Recuerdo que con Diana era tan fácil mimarla y dormirla en
mis brazos. Cada vez que los cargo pienso que seré incapaz
de consolarlos y lograr que se duerman. Me siento
desarmada, torpe para hacerlos sentir bien, me pregunto si
podré cuidarlos, ¿cómo saber si lloran por hambre, por
sueño o por alguna dolencia?, no estoy segura de poder
producir suficiente leche para los dos, si podré hacerlos
felices mientras estén a mi lado…
–Lizzie –indicó conmovido acariciando su rostro–, es normal
que estés tan afligida e insegura, nos lo dijo el doctor hace
unas semanas y verás que pasará en unos días. Te aseguro
que ellos sienten el amor que les tienes, aunque no los
pudieras alimentar. El calor del cariño de una madre es
incomparable, ella es la única que se los puede dar y tendrás
toda una vida para regalárselos. Estoy convencido de que
serás una madre maravillosa, como maravillosa eres como
esposa.
Darcy la besó en la frente y la abrazó con cariño. Después
de unos momentos, Lizzie dijo:
–¿Te quedarás conmigo todo el día?
–Sí, sólo vendrá Fitzwilliam unos minutos.
–Tendré que llamar a la Sra. Largorn, me estoy lastimando
mucho otra vez.
Darcy la besó en la mejilla, se puso de pie y tocó la campana
para hablar a la nodriza. Pasados unos minutos ella tocó a la
puerta y Darcy le permitió el acceso. Él regresó para
despedirse de Lizzie e indicarle que estaría en su despacho.
–¿Ya llegó Fitzwilliam?
–No, me dijo que vendría por la tarde.
–Te extraño mucho cuando te vas –insinuó con cariño.
Darcy se sentó, rozó su rostro y le susurró al oído
afectuosamente:
–Me encantaría quedarme contigo pero seguramente la Sra.
Largorn se sentiría incómoda, al igual que yo, si estoy
presente cuando alimenta a mis hijos. Vendré en cuanto ella
acabe –concluyó besándola en la mejilla y se marchó.
La nodriza tomó a la criatura que tenía Lizzie en los brazos,
se sentó, empezó su labor y comentó:
–Se ve que su esposo la quiere mucho. Es tan importante y
valioso el apoyo que brinda el esposo a la madre en estos
momentos, no todas tuvimos su misma suerte.
Lizzie sonrió sintiendo sus ojos humedecidos.
–Le esperan muchos años de enorme felicidad con sus hijos,
sólo deje que pasen estos primeros días de acoplamiento –
indicó la Sra. Largorn comprendiendo lo que su patrona
estaba sintiendo.
Lizzie discretamente le preguntó cuál había sido su
experiencia en el alumbramiento de sus hijos y ella le platicó
que se había sentido muy desalentada con cada nacimiento
mientras el padre se iba de fiesta con sus amigos. Las
preocupaciones o los motivos de su tristeza se modificaban
según las circunstancias, pero finalmente había tenido la
misma depresión en todos los casos, aunque ésta se
desvaneció al paso de los días, devolviéndole la seguridad
en sí misma, al tiempo que físicamente también se
recuperaba y regresaba toda su fuerza, su vitalidad y su
tranquilidad. Lizzie, en un intento de reconfortarse, reflexionó
en esas madres que tenían que enfrentar solas esta etapa de
sus vidas y que tal vez tenían que trabajar o amamantar a
otro pequeño para poder sobrevivir, dejando a sus bebés con
otra persona, pero siguió sintiendo la misma tristeza, aunque
daba gracias a Dios por el amor de su marido.
Ya entradas en confianza, Lizzie indagó sobre sus hijos, su
familia, el trabajo de su esposo, y la Sra. Largorn ahondó en
más detalles. Durante la charla Lizzie encontró que esa
mujer no era su rival sino su aliada, que le podría enseñar
numerosas cosas con toda su experiencia. Cuando la
nodriza terminó con Christopher lo colocó en la cuna y le
pasó a Matthew para que ella le diera de comer primero.
Mientras Lizzie lo amamantaba, la Sra. Largorn le enseñó
con paciencia y cariño la mejor manera de hacerlo, inclusive
con los dos al mismo tiempo, uno en cada brazo, ya que una
de sus hermanas había tenido gemelos.
Transcurrieron un par de horas, en medio de una amena y
constructiva plática, cuando la Sra. Largorn se retiró a ayudar
en alguna labor de la casa, tras pasar por el despacho del
Sr. Darcy para avisar que ya había terminado. Darcy dejó
sus pendientes sobre su escritorio y se fue a su alcoba. Tocó
a la puerta y abrió, en tanto Lizzie se levantaba del sillón
para recibir a su esposo con un abrazo. Él correspondió con
enorme cariño y le dio tranquilidad encontrarla más
animada.
–Pensé que acabarían antes –indicó Darcy–, ya iba a
mandar a la Sra. Reynolds para ver si todo estaba bien.
–Sí, todo está bien –aclaró sonriendo–. La Sra. Largorn y yo
platicamos largamente, por lo menos no soy la única que se
ha sentido tan insegura con todo esto. Te agradezco que
hayas podido acompañarme en estos días.
–Recuerda que prefiero acompañarte y consolarte en tu
abatimiento que saber que sufres estando lejos de ti –
aseguró acariciando su rostro y besándola con cariño.
Darcy acompañó a su esposa mientras sus bebés
descansaban. Entre tanto, él leyó el libro que habían tenido
que dejar desde hacía días, pero que había despertado su
interés, Lizzie pudo dormitar escuchando la voz de su marido
que le infundía gran serenidad. Cuando los pequeños se
despertaron otra vez, ella empezó su labor con un poco más
de seguridad, mientras Darcy la veía ufano. Al concluir con
uno, se lo entregó al padre y luego fue por el otro para
continuar con su tarea; toleraba un poco más las molestias
tras pensar en que pronto sanaría y estaría bien. Terminada
la faena, Lizzie llamó a la Sra. Largorn, luego se acercó a su
esposo y se sentó a su lado.
–Lo único que me sigue disgustando es que te tengas que ir
–afirmó Lizzie.
–Sólo serán unos minutos, creo que ya has hecho gran parte
del trabajo.
–¿Ya pronto llegará Fitzwilliam?
–Sí, me va a traer un documento para que lo revise y lo
firme. Terminaré pronto.
Darcy, al escuchar que tocaban la puerta, besó a su esposa
con afecto y atendió, retirándose de la habitación al tiempo
que la nodriza entraba.
CAPÍTULO XLVII
A las dos semanas de que habían nacido los bebés, el Dr.
Thatcher fue a examinar a la Sra. Darcy y a sus hijos. Ella
ya se sentía mejor de los maltratos del parto y la leche ya
se producía en cantidad suficiente, sus lesiones estaban
cicatrizando bien aunque continuaba con un poco de
molestia al amamantar, que se había visto reducida
paulatinamente. Los bebés habían aumentado de peso y de
talla mientras Lizzie las había reducido convenientemente y
el doctor se mostró satisfecho del resultado de su revisión.
La Sra. Largorn continuaba ayudando a Lizzie, pero ya no
para alimentarlos sino en otras labores de la casa y a
consolar a los pequeños cuando se inquietaban mucho.
Darcy, al ver con más fortaleza a su mujer y en mejor estado
de ánimo, se incorporó poco a poco a su trabajo por las
mañanas y dejaba libres las tardes para convivir con su
familia. Lizzie tenía que guardar ciertos cuidados todavía, por
lo que permanecía en su habitación o en la habitación de los
bebés todo el día.
Por las noches los bebés se despertaban cada tres o cuatro
horas, Lizzie los alimentaba y cuando se ponían inquietos se
los llevaba a la alcoba contigua para que su marido
descansara. En ocasiones, él le ayudaba con alguno cuando
estaba muy intranquilo. Lizzie, aunque a veces dormía poco
por el tiempo que invertía en atender a sus pequeños de
noche, aprovechaba las siestas de sus bebés en la mañana
para recuperarse, algo que Darcy no podía hacer con tanta
facilidad, por lo que ella trató de prescindir de su ayuda por la
noche.
Después de la primera semana Lizzie recobró su seguridad,
su alegría y su entusiasmo que siempre la habían
caracterizado. Estaba descubriendo lo hermoso de la
maternidad, empezaba a disfrutar el tiempo en que les daba
de comer a sus bebés mientras adquiría mayor destreza en
esa tarea. Los pequeños todavía dormían mucho durante el
día, aunque Lizzie se alegraba de los momentos en que los
cargaba incluso dormidos: los contemplaba, los acariciaba y
se acurrucaba con ellos para descansar a su lado. Cuando
estaban despiertos los entretenía con algún juguete, los
paseaba o les cantaba hasta que demandaban alimento y se
dormían. Todo el día estaba ocupada en sus hijos y por las
tardes Darcy le ayudaba a cuidarlos y luego a bañarlos,
permanecía admirada de ver el cariño que su esposo les
profesaba. Gradualmente adquirió mayor confianza para
bañarlos, al igual que su marido, quien fue perfeccionando su
técnica.
En esos días los Sres. Darcy recibieron carta de los Sres.
Gardiner, de los Sres. Donohue –padres del Dr. Donohue–,
de los Sres. Windsor y de los Sres. Collins, todos ellos los
felicitaban por el nacimiento de sus gemelos. También
recibió una carta de su madre, desde Starkholmes, en la cual
le pedía de la manera más atenta que le fuera concedido de
parte del Sr. Darcy su asentimiento para visitar a sus nietos.
Lizzie, mientras amamantaba a Christopher, la leyó en
silencio y se rió, enseñándosela a su marido, quien se
encontraba con Matthew a su lado. Darcy la revisó y
comentó alborozado:
–¿Cuándo quiere la Sra. Darcy que yo dé mi autorización?
–Puede ser mañana por la mañana.
–Pensé que preferías verlas por la tarde.
–No, si vienen por la tarde a ti te veré hasta en la noche y
me encanta que vengas a verme. Claro que tendré que
especificarles un horario de salida. Además, me gusta ver lo
cariñoso que eres con nuestros hijos, cómo los cargas y
cómo los observas. Nunca te habías mostrado afectuoso
con algún niño hasta que nacieron tus hijos.
Él sonrió y la miró con cariño.
–Todo eso te lo debo a ti.
Darcy acarició su rostro con afecto y la besó. Su mano se
deslizó cariñosamente hasta que Lizzie se sintió incómoda
por las intenciones de su marido, la detuvo y aclaró:
–Todavía no se puede.
–Perdóname, tienes razón –comentó incorporándose y
besando la mano de su esposa.
Lizzie se cubrió con la cobija de su bebé mientras Darcy se
puso de pie para pasear a su pequeño que dormía en sus
brazos.
–¿Cuándo vendrá el Dr. Thatcher? –indagó él.
–Cuando los bebés cumplan un mes, aunque me dará de
alta posiblemente al mes y medio.
Darcy colocó a Matthew en la cuna, cogió su libro, se sentó
junto a su esposa y leyó en voz alta, en tanto Lizzie cargaba
a Christopher para sacarle el aire aunque sin poner atención
a la lectura, extrañada de haber sentido esa sensación que
nunca había experimentado.
Al cabo de un rato, los Sres. Darcy cenaron en su habitación
y Lizzie le pidió al Sr. Smith que enviara un mensaje a
Starkholmes, dedicado a la Sra. Bennet, para recibirla por la
mañana.
Al día siguiente Darcy salió a cabalgar un poco más
temprano que lo habitual, se había despertado con el llanto
de Matthew y, aunque Lizzie lo atendió con prontitud, él ya
no pudo conciliar el sueño. Después de un rato, ella se
durmió en tanto alimentaba a su pequeño. Darcy se levantó,
la observó con cariño y la besó en la mejilla, deseando que
pasara pronto el tiempo de su convalecencia para poder
entregarse a ella nuevamente. Besó a su pequeño en la
cabeza, los cobijó y se retiró para alistarse.
Transcurridos unos minutos de que Darcy se había retirado,
Christopher despertó hambriento. Lizzie dejó a Matthew en la
cuna, cargó al otro bebé para que lactara y se percató de
que su marido ya no estaba. Extrañada, lo buscó en el
vestidor sin encontrarlo y escuchó el ruido de un caballo, por
lo que se asomó a la ventana viendo la silueta de su esposo,
quien montaba con gran agilidad su corcel negro, se alejaba
y se introducía en el bosque escasamente alumbrado por la
luz de la luna. Lizzie sintió frío y regresó a la cama con su
pequeño en brazos que comía con entusiasmo.
Al amanecer Lizzie dejó a sus pequeños tranquilos y se retiró
a arreglarse, pensando que su marido regresaría más
temprano de lo habitual, pero no fue así. De hecho, regresó
justo a la hora del almuerzo. Lizzie ya lo esperaba,
impaciente por saber si estaba bien. Respiró profundamente
cuando escuchó por la ventana el caballo que corría a gran
velocidad aproximarse a la casa. A los pocos minutos, Darcy
tocó a la puerta de la alcoba y entró. Lizzie, de pie, lo
esperaba y se acercó a él para abrazarlo, luego le dijo:
–Hoy te fuiste más temprano que de costumbre. ¿Todo está
bien?
–Sí, me desperté y ya no pude volver a dormir.
–Cuando te pasaba eso te quedabas conmigo para ver el
amanecer.
–Perdóname. No pensé que hoy querías verlo, has estado
muy ocupada. Además, habría sido más difícil para mí estar
a tu lado y no poder estrecharte entre mis brazos.
–Sí me puedes abrazar.
–Sabes a qué me refiero.
Lizzie bajó la cabeza y, sintiéndose culpable, susurró:
–Perdóname.
–No tengo nada que perdonarte Lizzie –indicó levantando su
rostro con cariño–. Yo sé que todavía no podemos y quiero
respetar el tiempo necesario para que te recuperes por
completo. Sólo que no es fácil para mí, sabes lo mucho que
te necesito, por lo menos salir a cabalgar me despeja la
mente.
–¿Estuvo agradable el paseo?
–Sí, gracias.
–Debes venir hambriento –comentó tomando su mano para
invitarlo a sentarse a la mesa.
Los Sres. Darcy desayunaron y, al poco tiempo, los bebés se
despertaron. Darcy cargó a uno de ellos y lo paseó por la
habitación mientras Lizzie se ocupaba del otro. Al cabo de un
rato, el Sr. Smith tocó a la puerta y Lizzie se cubrió para que
recogieran el servicio. Pasados unos minutos, regresó el Sr.
Smith para anunciar a la Sra. Bennet y a sus hijas. Darcy
saludó a las visitas y se marchó. La Sra. Bennet se avalanzó
hacia su hija para ver a su nieto que estaba comiendo.
–¡Vaya! Tu marido se ve muy contento, aun cuando trate de
aparentar seriedad –comentó Kitty.
–¡Quién no va a estar feliz al contemplar estas criaturas!,
además de que por fin tiene a sus herederos. Para los
hombres es tan importante saber que todo su esfuerzo algún
día descansará sobre su descendencia, y también es un
consuelo para la madre asegurarse de que tendrá lo
necesario para ella y para su familia, aun cuando llegue a
faltar el marido. Se ven tan bonitos cuando comen –afirmó la
Sra. Bennet mientras lo observaba–. ¡Qué bueno que ya
tengas leche! ¿Te alcanza para alimentar a los dos?
–Sí mamá.
–Debes de comer muy bien Lizzie. No te descuides, te ves
muy delgada.
–Creo que en realidad nunca engordó –reveló Kitty
acercándose a ver el pequeño despierto.
–¿Puedo cargarlo? –preguntó Mary viendo al otro bebé
dormido en su cuna.
Lizzie asintió.
–¿Cómo está Jane? –inquirió Lizzie.
–Bien, ya está mucho más animada y falta poco para que el
doctor le dé de alta. Te manda saludos y me dijo que vendrá
a visitarte en cuanto el doctor le autorice salir –contestó la
Sra. Bennet.
–Y ¿qué tal te ha ido con los bebés y el nuevo padre? –
curioseó Kitty.
–Bien, gracias –respondió Lizzie sonriendo.
–Y ¿han pensado cuándo celebrarán el bautismo? –investigó
la Sra. Bennet.
–No, pero no quiero dilatarme; tal vez en cuanto el doctor me
dé de alta podamos poner una fecha.
–¡Falta mucho! Mamá, creo que nuestra visita en Derbyshire
pronto llegará a su fin –expuso Kitty aburrida–. Además,
según la carta de la Sra. Hill hay temas más interesantes de
qué comentar en Hertfordshire –se burló, al tiempo que Mary
se sonrojaba.
–¿Y cuáles son esos temas interesantes de los que hablas?
–preguntó Lizzie.
–La inesperada visita de un caballero escocés a Longbourn.
–¿El Sr. Posset?
–¿Así se llamaba, Mary? –inquirió a su hermana.
Mary no contestó, pero miró a Lizzie con un atisbo de
esperanza.
–Según le comentó que se quedaría en el condado algunos
días, deseando saludar a la Srita. Bennet. A ver si nos da
tiempo de llegar antes de que se vaya otra vez.
–Sí hija, ustedes pueden irse mañana y yo las alcanzaré
cuando Jane termine su convalecencia.
–¡Mamá! ¿Y quién estará en la casa para cuidar a mis
hermanas si ese caballero decide volver? –indagó Lizzie
preocupada.
–La Sra. Hill es una mujer respetable que puede ayudar en
mi ausencia. Le mandaré una carta para pedirle que haga las
funciones de carabina.
–No me parece que sea correcto.
–Según tengo entendido las carabinas nunca fueron del
agrado de la Srita. Elizabeth –se burló Kitty.
–Pero el Sr. Darcy siempre ha sido un caballero conmigo.
–¿Siempre?, ¿acaso no te dio un pequeño beso antes de la
boda?
–Mamá, no conocemos bien al Sr. Posset, sólo sabemos que
es pariente del Sr. Morris, pero…
–Lizzie, ¡gracias por tu preocupación pero ya no soy una
niña! –exclamó Mary, sorprendiendo a todas.
–Mary, es por tu seguridad.
–Te lo agradezco, pero ya está decidido. Mañana Kitty y yo
volveremos y mi madre nos alcanzará en unos días –expresó
enojada por la falta de confianza que había manifestado su
hermana.
–Entonces así se hará. No podemos desaprovechar que un
caballero se haya interesado por Mary. ¡Eso nunca había
sucedido! –espetó la Sra. Bennet.
–Tal vez le puedas decir que tenemos interés de conocerlo –
indicó Lizzie a Mary, tratando de limar las asperezas.
–Es buena idea. Ya nos avisarás cuándo se realizará el
bautismo para acompañarlos, si es que el Sr. Darcy nos
autoriza asistir –dijo, enfatizando lo último.
–Mamá, no le guardes rencor a Darcy –pidió Lizzie.
–No hija, no se lo guardo pero dime, ¿qué clase de medida
desconsiderada fue la de separar una hija de su madre
cuando más necesitaba de su apoyo? Yo tuve cinco hijas y
sé lo que se siente parirlas y criarlas. Es algo que los
hombres nunca entenderán.
–Lamento que hayas sido de las mujeres que pasaron todo
eso prescindiendo del apoyo de sus maridos.
–¿Entonces el Sr. Darcy estuvo contigo acompañándote? –
preguntó Kitty asombrada.
–Sí, casi no se separó de mí.
–¡Quién lo hubiera pensado! –exclamó recordando la actitud
altanera y engreída del Sr. Darcy cuando estaba soltero–. ¡Ni
siquiera el Sr. Bingley!
–¿Acaso le dieron oportunidad?
Todas guardaron silencio, viendo a la Sra. Bennet. Después,
ella, con mucho temor, le pidió a Lizzie que le permitiera
cargar al bebé que tenía en brazos. Lizzie se lo dio y la Sra.
Bennet lo paseó por toda la habitación en milagroso sigilo, al
tiempo que Kitty le comentaba a Lizzie lo fastidiada que se
sentía en este viaje, ya que no habían salido prácticamente
de Starkholmes.
Cuando la hora de salida ya estaba próxima, la Sra. Bennet
interrumpió la conversación de sus hijas y le indicó a Lizzie:
–Ya es hora de que nos despidamos, seguramente el Sr.
Darcy querrá venir a acompañarte.
Lizzie asintió y recibió al bebé que traía la Sra. Bennet. Las
hermanas se despidieron y se retiraron. A los pocos minutos,
Darcy subió, sorprendido de que las visitas ya se hubieran
ido.
CAPÍTULO XLVIII
–¿Eres feliz? –preguntó Darcy a su esposa, quien
contemplaba a los bebés que dormían sobre la cama de sus
padres en una soleada mañana.
Lizzie suspiró, sintiendo una enorme emoción.
–Soy inmensamente feliz a tu lado y al lado de estos dos
pequeños con los que Dios nos ha bendecido. Me había
imaginado la maternidad como algo muy bonito pero nunca
pensé que fuera tan maravilloso; y con dos criaturas, siento
en todo mi ser una enorme felicidad, una alegría
extraordinaria que ha inundado mi corazón. Quiero gozar
cada momento con ellos, sin perderme detalle. Disfruto tanto
cómo observan mi rostro y el tuyo, o las cosas simples de la
vida que les rodea. Me regocijo al sentir su calor cuando
desesperados quieren saciar su hambre y se tranquilizan
hasta alcanzar el sueño cuando están satisfechos en mis
brazos. Veo sus manos, sus hermosos ojos azules que me
recuerdan tanto a ti, siento sus cuerpos unidos al mío
cuando los cargo y les regalo mi cariño. Me imagino lo bonito
que se ha de sentir ver sus primeras sonrisas, escuchar sus
primeras carcajadas, percibir su alegría cuando se percatan
de que estoy cerca de ellos. Es impresionante cómo, cuando
se despiertan y empiezo a hablarles desde lejos, me
escuchan y reconocen mi voz y se tranquilizan esperando
que los cargue. ¿Te imaginas cuánto amor ha de sentir Dios
hacia nosotros, los seres humanos, que nos comparte esta
alegría de la creación? Él que es la paternidad y la
maternidad perfectas. Si un padre o una madre que ama a su
criatura con todo su ser, daría todo por su hijo, ¿cuánto amor
hemos recibido de Dios, día a día, a veces sin darnos
cuenta? ¿Qué amor tan grande ha de sentir Dios por estos
pequeños seres que manda tan indefensos buscando el
cariño y la protección de unos padres inexpertos, pero que
son capaces de suplir todas sus deficiencias por amor a
ellos, de sacrificarse con alegría y salir adelante a pesar de
todas las dificultades que la maternidad y la paternidad traen
consigo? Hoy le agradezco a Dios esta felicidad con la que
nos ha bendecido y quiero agradecerte a ti por haberme
convertido en la madre de tus hijos.
Darcy sonrió satisfecho de ver a su mujer inundada de gozo,
con su mayor sueño hecho realidad.
–Y tú, ¿eres feliz? –inquirió Lizzie.
–Soy feliz desde el momento en que aceptaste mi amor y
supe que me amabas. He sido feliz cada minuto que he
compartido contigo durante estos años; ahora soy más feliz
porque a través de nuestros hijos puedo amarte cada vez
más y porque he descubierto en tu persona nuevas
cualidades que me maravillan y por las cuales me enamoro
más de ti. Y yo te agradezco que me hayas colmado de tanta
felicidad.
Darcy se aproximó y la besó con devoción.
Más tarde, Lizzie estaba con sus pequeños en su alcoba
cuando la Sra. Reynolds tocó a la puerta para anunciar a la
Sra. Bingley y sus hijos.
–¡Jane! –exclamó Lizzie llena de entusiasmo poniéndose de
pie para recibirla con un abrazo.
Ella la ciñó con cariño y la felicitó. Lizzie la invitó a pasar a
conocer a sus sobrinos que estaban despiertos sobre la
cama. Los niños la abrazaron con afecto y se acercaron con
su madre a conocer a sus primos alegremente. Diana le pidió
cargar unos momentos a los bebés y Jane le ayudó en esta
importante labor mientras Marcus y Henry los miraban con
atención. Luego, la Srita. Susan se llevó a los niños al jardín.
Jane cargó a uno de sus sobrinos con cierta mirada de
melancolía, mientras Lizzie cargaba al otro para alimentarlo.
–¡Son hermosos Lizzie! –exclamó Jane.
–Y se portan excelente. ¿Cómo te has sentido? Te he
extrañado mucho.
–Como tú sabes, perder a un hijo es algo que nunca superas
por completo, aunque debo agradecer que Charles me ha
acompañado y apoyado como nunca pensé que lo haría; se
ha vuelto más cariñoso y está más al pendiente de mí y de
nuestros hijos.
–¿A pesar de la Sra. Bennet?
–Creo que el Sr. Darcy le puso el ejemplo de cómo hacer
para prescindir de su compañía cuando ésta llega a ser
incómoda.
–¡No puedo creerlo! ¿Qué le dijo?
–Que si quería volver a ser invitada a Starkholmes tenía que
acatar las nuevas reglas. Únicamente me podía acompañar
unas horas después del desayuno, mientras él revisaba sus
pendientes con Fitzwilliam. Cuando Charles volvía de su
despacho, mi madre se retiraba con mis hijos de inmediato.
–¡Vaya! Creo que por fin estamos hallando la manera de
moderar a la Sra. Bennet.
–Gracias a eso, Charles estuvo mucho tiempo conmigo y mi
madre se entretuvo con sus nietos durante su estancia. Ayer
por fin se regresó a Longbourn, pensé que no llegaría ese
día; pero, a pesar de todo Charles y yo pudimos platicar de
tantas cosas y me dijo que todavía me ama, que nunca
dejará de amarme, sin embargo no será fácil.
–¿Qué quieres decir? –preguntó notando nostalgia en su
mirada.
–El Dr. Thatcher nos ha confirmado que ya no puedo
embarazarme, ya que mi vida correría grave peligro…
Los ojos de Jane se llenaron de lágrimas, su hermana la miró
preocupada tomando sus manos.
–Siento mucho que ya no puedas… Sé lo difícil que es
desear a un hijo sabiendo que ya no vendrá.
–Charles está de acuerdo con el doctor… –continuó con la
voz entrecortada, como si no la hubiera escuchado–, y no
quiere correr ningún riesgo.
Lizzie sintió una punzada en el corazón al entender el
significado de las palabras de su hermana y no pudo evitar
preguntarse ¿qué haría ella en una situación semejante?,
percibiendo un intenso escozor en los ojos. Trató de recordar
lo que le había dicho el médico de su recuperación y respiró
profundamente al repetir en su memoria la última consulta
que había tenido. Regresó la mirada a su hermana y enjugó
sus lágrimas.
–Jane, Charles te ama y tienes una hermosa familia, tus hijos
son adorables.
–Me quejé en silencio tantas veces, rezando para que Dios
me excusara de esa obligación, pero ahora no sería ninguna
obligación para mí. Lizzie, disfruté tan pocas veces de su
cercanía y ahora nunca más podré tenerlo plenamente, y
sabrá Dios si él, con el tiempo, busque otra…
–No, Jane –interrumpió silenciando sus labios con su mano–,
él no sería capaz.
Jane rompió en llanto y Lizzie pasó el brazo libre por sus
hombros para reconfortarla, acompañándola en su dolor, en
su pérdida, y reflexionando en sus palabras.
Después de un largo silencio, Jane se incorporó, secó su
rostro con su pañuelo y continuó, más repuesta:
–Me alegro tanto de verte feliz con tus dos pequeños y que la
cuna te sea de utilidad. Te agradezco la carta que me
enviaste.
–Yo te agradezco que te hayas desprendido de algo tan
valioso para ti y me lo hayas obsequiado.
–Y tú, ¿cómo te has sentido? Mi madre cuando estaba
conmigo, habló la mitad del tiempo de ti, preocupada de
cómo pasarías tus primeros días de maternidad.
–Los pasé como cualquier madre, llorando todo el tiempo,
pero Darcy no se separó de mí desde que empezó todo. El
inicio de la lactancia fue difícil, así que me ayudó una nodriza
a alimentarlos.
–Pero veo que ya te las arreglas muy bien sola y que mis
sobrinos han crecido de maravilla. ¡Dos bebés al mismo
tiempo! ¿Te dejan dormir?
–Todavía se despiertan seguido por la noche y, aunque
duermo un poco mejor que al principio, acabo agotada.
–¡Ay Lizzie! Es hermoso ver el fruto de tantos años de
oración. Es un milagro verte cargando a tus hijos.
–Te agradezco todas tus oraciones y el apoyo que me
brindaste cuando más lo necesité. Ahora me toca rezar por
ustedes para que superen esta situación.
Jane sonrió conmovida y agradeció.
–Y ¿cómo viste a Mary antes de que se fuera? –preguntó
Lizzie.
–Bien, no hizo ningún comentario, como siempre, y Kitty no
dejó de hablar del Sr. Posset.
–Afortunadamente mi madre no tardó tanto en reunirse con
ellas, pero me quedé preocupada por Mary.
–¿Crees que esté interesada por ese hombre?
–Me dijo que estaba enamorada… que ya la besó, y por lo
que me narró no fue un beso casto.
–Pero si es sobrino del Sr. Morris, debe ser un caballero.
–Eso espero.
Las hermanas se intercambiaron a los bebés para que la
madre alimentara a Christopher, mientras le pedía a Jane
que fueran los padrinos de uno de los pequeños, quien
aceptó con notable alegría.
Después de un rato, alguien tocó a la puerta y entró Darcy.
Al ver a Jane, se disculpó por la interrupción, ya que
ignoraba su presencia, la saludó y le ofreció su pésame.
Jane correspondió su atención y se despidió de su hermana.
Darcy se acercó a su mujer y se sentó a su lado, mientras los
bebés dormían en sus cunas.
–Recibí carta de Georgiana, me informó que Donohue la
puso en reposo –indicó Darcy preocupado.
–¿Ella está bien?
–Sí, aunque tuvo un sangrado que los alarmó. Quiero ir a
verla, en cuanto el Dr. Thatcher te dé de alta.
–Conociendo al Dr. Donohue, debe estar muy pendiente de
su caso y seguramente la estará cuidando todo el tiempo,
está en las mejores manos.
–Sí, eso me tranquiliza, aunque no dejo de pensar en lo que
le espera. Ella no es tan fuerte como tú.
–Gran parte de mi fortaleza te la debo a ti y al amor que
todos los días me demuestras –repuso sonriendo.
–Tal vez, según como se encuentre Georgiana, podríamos
bautizar a los bebés en Londres.
–Ya le pedí a Jane que fueran padrinos de uno.
–En cuanto lleguemos allá hablaré con Donohue para
preguntarle si lo considera conveniente.
–Así podré avisarle a mi madre con tiempo.
–Tal vez no sea con tanto tiempo.
–Conociendo a mi madre, con avisarle un día antes sería
suficiente. Al momento de recibir la invitación, saldría para
Londres –comentó riendo–. Y tal vez el Sr. Posset nos
acompañe.
–¿El que bailó con Mary?
–Sí, me dijo mi hermana que está interesada en él.
–¡Habrá que conocerlo! Y yo quiero hacerte una invitación al
teatro, tú y yo solos. Me dijo Fitzwilliam que en unos días
estrenarán una obra que te encanta.
–¿Y los bebés? ¡No los puedo dejar! –expuso extrañada.
–Sólo iríamos al teatro –aclaró sorprendido de la negativa de
su esposa.
–Y ¿con quién los dejaríamos? ¿Qué tal si les da hambre y
yo no estoy?
–La Sra. Churchill estará encantada de cuidarlos y si les da
hambre les pueden preparar de tu suero. El Dr. Thatcher dijo
que eso se podía usar.
–Sólo en casos desesperados. Y seguramente van a
extrañarme, se pondrán tristes y estarán llorando todo el
tiempo.
Darcy se puso de pie, se acercó a la ventana mirando al
jardín y dijo:
–Como tú quieras Lizzie.
–Darcy, compréndeme –pidió acercándose a su marido–. No
quiero que sufran, y menos por mi causa. Sólo de pensar en
su sufrimiento siento lo que ellos sentirían, como si los
abandonara. Ellos son muy pequeños todavía y si se
percatan de mi ausencia pensarán que se han quedado
solos, o con alguien extraño para ellos, y se angustiarán. Si
cuando me baño ellos se despiertan y lloran, siento una
ansiedad terrible por terminar e ir con ellos para abrazarlos y
tranquilizarlos para que no se sientan solos. Ya tendrán
mejores razones para sufrir en la vida.
Lizzie suspiró y continuó, aumentando la angustia en su tono
de voz:
–Y si les sucede algo, no podría perdonarme el haberme
ausentado. Darcy, los hemos esperado por tanto tiempo y ya
perdimos a un bebé. No quiero que les pase nada, no quiero
perderlos.
–Está bien Lizzie –afirmó volteándose–. Sólo quería estar un
rato contigo.
–Y podemos estar todo el tiempo que quieras juntos –indicó
tomándole las manos–. Sabes que me encanta.
–Te extraño mucho –murmuró acercándose para besarla al
tiempo que Matthew despertaba llorando.
Lizzie se retiró y fue a sacar a su bebé de la cuna, mientras
Darcy la veía alejarse con el rostro endurecido.
CAPÍTULO XLIX
Después del desayuno, Darcy ayudó a Lizzie con sus
pequeños que lloraban irritados. A pesar de que ya habían
comido, no lograban conciliar el sueño. Lizzie, angustiada
por escuchar su llanto saturado de dolor, cargaba a
Christopher, quien se veía con mayor malestar, lo paseaba y
trataba de tranquilizarlo sin lograrlo, mientras Darcy atendía
al otro que no podía conciliar el sueño. Darcy, viendo que
Christopher lloraba con mayor intensidad y la preocupación
de su mujer aumentaba, llamó al Sr. Smith para que fueran a
buscar al Dr. Thatcher.
Después de un rato, el médico fue anunciado por el
mayordomo y entró para revisar a Christopher, quien
continuaba desesperado. Cuando terminó con su inspección,
le administró una medicina.
–El bebé padece de un fuerte cólico, estos suelen ser
frecuentes en bebés menores de tres meses y son muy
molestos. Cuando se encuentre alguno de sus pequeños en
este estado, les puede dar esta medicina para aliviarles el
dolor y los puede acostar boca abajo para tranquilizarlos un
poco –explicó el doctor mientras le mostraba cómo hacerlo y
el bebé dejó de llorar.
Matthew, al serenarse su hermano, logró descansar en
brazos de su padre. A pesar de eso, el doctor lo revisó y lo
encontró en buenas condiciones. Darcy lo acomodó en su
cuna.
–Quisiera aprovechar para revisar a la Sra. Darcy, faltan
pocos días para que se cumpla su cuarentena.
–Sí doctor –dijo ella retirándose a su vestidor para colocarse
la bata mientras el médico entregaba la criatura al padre.
Al poco tiempo Lizzie regresó, el doctor la examinó y la vio
en excelente estado de salud. Darcy preguntó si ya podían
viajar a Londres y el médico le indicó que la Sra. Darcy ya
podía realizar todas sus actividades y que los bebés estaban
saludables. El Dr. Thatcher le mandó saludos a la Sra.
Donohue y se marchó. Darcy dejó con cuidado a su pequeño
en la cuna y lo cobijó, mientras Lizzie se levantaba para
cambiarse cuando él se acercó y la detuvo con cariño,
acariciando su rostro y besándola.
–¿Acaso no tenías pendientes de trabajo?
Darcy sonrió y recordó cuando su mujer había dicho esas
mismas palabras.
–Esos pueden esperar. Ahora tengo una encomienda muy
importante con mi esposa que ya no quiero aplazar –indicó
besándola amorosamente en el cuello y abrazándola con
profunda devoción.
Lizzie, al percibir sus caricias, se sintió nuevamente a
disgusto y, sin saber qué hacer ni por qué le sucedía esto,
confundida y tensa, rezaba para que ya no siguiera al tiempo
que Darcy descubría su hombro y su espalda y la recorría
con sus labios apasionadamente. Christopher empezó a
lloriquear en tanto Darcy, sin querer escuchar, continuó,
sintiendo una enorme necesidad de estar con ella después
de tanto tiempo de espera. Lizzie se separó, se acomodó
bien la bata y fue por su pequeño.
–Es Christopher, tal vez sienta ese dolor otra vez –explicó
ella.
Lizzie lo cargó y lo abrazó, como habría querido Darcy ser
abrazado en esos momentos, mientras él la observaba con el
ceño fruncido. Lizzie, al ver que el bebé estaba bien, se
sentó y le dio de comer, cubriéndose adecuadamente.
Darcy, enojado, se retiró a su despacho para terminar todos
sus pendientes, cuestionándose por el cambio de actitud de
su esposa: recordó lo diferente que se había comportado en
su convalecencia pasada, de hecho la abstinencia había sido
más corta y era ella quien lo buscaba. Ahora la sentía
distante y él estaba cada vez más sensible, con sólo
escuchar su voz, percibir su aroma o admirar su caminar
imaginando sus hermosas caderas era suficiente para que
todo su cuerpo reaccionara, sintiendo una enorme necesidad
de abrazarla y de amarla, y cuando la veía alimentando a sus
bebés… Apartó estos pensamientos de su cabeza que sólo
lo enfurecían mientras bajaba la escalera con mayor
velocidad, como si quisiera escapar de la tensión que
cargaba todo su ser y que tenía que tolerar, sabiendo que le
costaría mucho trabajo concentrarse en sus labores.
–Parece que el Sr. Darcy no fue bienvenido en la cama de la
señora –indicó una de las mucamas con una simulada risa.
Al pasar la puerta de la sala privada donde estaba esa mujer,
Darcy se detuvo iracundo, respirando hondamente.
–¿Acaso tú aceptarías a un hombre después de tener a otros
dos pegados a tus mamas? –inquirió otra mujer conteniendo
la carcajada–. Por lo menos ya la va a dejar respirar.
Ante el exabrupto, Darcy retornó en silencio y se paró en la
puerta, con una mirada que ninguna persona desearía sentir
y que provocó que las mucamas giraran su vista con el
corazón saliéndose de sus cuerpos.
–¡En este momento quiero que salgan de mi casa! ¡No las
quiero volver a ver! –increpó Darcy con vehemencia.
–Sr. Darcy, usted no puede, perdone nuestra imprudencia –
dijo una de ellas con los ojos llenos de lágrimas.
Darcy endureció el rostro, lanzando toda su furia por los ojos.
–Pueden pasar por su finiquito con el Sr. Smith.
Él se retiró y entró a su despacho, llamó al Sr. Smith y éste
se presentó con la Sra. Reynolds después de unos minutos.
Entraron y el Sr. Smith inició:
–Sr. Darcy, me dijo la Srita. Colette que tuvieron un problema
con usted.
–¡La Srita. Colette y su amiga osaron ofender a la señora de
esta casa y a mí con sus grotescos comentarios que no voy
a tolerar! –vociferó–. Y le advierto Sra. Reynolds que esto es
responsabilidad de usted, porque no es la primera vez que
escucho burlas de los empleados. Además de la función de
ama de llaves de esta casa, usted debe vigilar que todo el
personal se conduzca con educación y con respeto hacia
todas las personas, máxime con sus amos que son los que
les dan de comer, y si usted se siente incapaz de ejercer
adecuadamente sus funciones, entonces le agradeceré que
presente su renuncia.
–¿Cómo? –preguntó la Sra. Reynolds con la voz
entrecortada y a punto de llorar.
–Sr. Darcy –interrumpió el Sr. Smith–, disculpe que me
entrometa pero la Sra. Reynolds lleva en esta casa toda su
vida, no puede…
–¿Usted se atreve a cuestionar mis órdenes? ¿Acaso
también se siente incapaz de afrontar su responsabilidad y
quiere presentar su abdicación?
–No, señor, usted sabe que no.
–Entonces no se hable más del asunto y queda prohibido
que molesten a la señora. Le pido que prepare los finiquitos y
que despida a las mucamas, y la Sra. Reynolds puede
permanecer aquí hasta que se consiga quien la sustituya.
–¡Sr. Darcy!, no quiero irme de esta casa –indicó la Sra.
Reynolds hecha un mar de lágrimas.
Darcy, viendo que la paz que quería encontrar en su
despacho sería imposible de alcanzar, cogió los guantes y la
fusta y fue a buscar a su caballo al establo, donde también
tuvo una acalorada discusión con uno de los mozos de
cuadra por no tener listo a su corcel, como nunca pensó que
podría reaccionar, y se dirigió a buscar a Bingley para ir a las
minas y a las fábricas.
Aunque en realidad no tenía pensado salir, necesitaba
alejarse de la casa para despejar la mente y canalizar sus
energías a través del ejercicio, antes de que alguien más se
le pusiera enfrente y quisiera desquitarse a golpes, por lo
que la cabalgata le ayudó a bajar la tensión que lo abrumaba
y a reflexionar las cosas con más objetividad.
Lizzie, extrañada de ver que no recibía su visita, cuando los
bebés se durmieron llamó a la Sra. Reynolds para que se
quedara con ellos un momento. Cuando la observó con los
ojos llorosos, le preguntó qué le pasaba y la Sra. Reynolds le
narró lo sucedido. Al ver que su marido se había excedido
con su empleada de confianza, quiso departir con él pero no
lo encontró en su despacho y el Sr. Smith le indicó que no
había regresado. Lizzie volvió a su habitación, habló con la
Sra. Reynolds para tranquilizarla y darle esperanzas de que
todo se solucionaría, atendió a sus pequeños y prepararon
las cosas para el viaje a Londres. Como Darcy no llegaba,
ella bañó a los bebés y los acostó.
Ya de noche, Darcy regresó mucho más tranquilo de como
se había ido, pensando en que las circunstancias no habían
sido favorables: Christopher no se había sentido bien, Lizzie
estaba cansada y desvelada, los bebés estaban despiertos.
Cuando entró en su alcoba, Lizzie, que leía su libro, se puso
de pie y lo recibió. Él se acercó a ver a sus pequeños que
dormían apaciblemente.
–¿Cómo están los bebés?
–Bien –dijo Lizzie bajando su rostro con tristeza, recordando
las palabras de Jane.
Darcy se acercó, cariñosamente alzó su rostro e indagó:
–Y tú, ¿cómo estás?
–Bien, gracias –repuso sonriendo, sintiéndose consolada por
la pregunta.
Darcy la besó con cariño.
–Estoy sucumbiendo de hambre –indicó él.
Los Sres. Darcy se sentaron a cenar.
–Pensé que ibas a venir en la tarde a acompañarme.
–Perdóname, decidí terminar todos los pendientes para
poder salir mañana a Londres lo antes posible y tenía que
entrevistarme con unas personas de las minas y de las
fábricas. ¿Ya están listos para irnos a Londres?
–Sí, la Sra. Reynolds me ayudó.
–¿Podría concederme su aceptación de ser invitada el
viernes a cenar conmigo a solas, en la casa, madame? –
inquirió tomando su mano con cariño.
Lizzie sonrió, conmovida por la pregunta, y asintió. Darcy,
mostrándose agradecido, besó su mano.
–Darcy, la Sra. Reynolds me dijo lo que pasó.
–¿Cómo? Les prohibí que trataran el tema contigo.
–¿Por qué? ¿Crees que no soy capaz de resolver los
problemas que se presentan en mi casa?
–No, no quería que te molestaran por esa tontería. Ya estás
muy ocupada con los bebés como para estar preocupada por
otras cuestiones.
–Para la Sra. Reynolds no fue una tontería, y seguramente
para las mucamas tampoco.
–¿Ahora tú las vas a defender? No quiero volver a ver a esas
mujeres en esta casa, te ofendieron y me ofendieron con un
comentario que me daría vergüenza repetirlo en tu
presencia. La decisión ya está tomada, no daré marcha atrás
y que sirva de escarmiento para los demás.
–Darcy, la Sra. Reynolds ha estado por muchos años en esta
casa, vio nacer a tu hermana y a nuestros hijos, siempre ha
sido muy leal, te tiene un enorme cariño y yo también le
tengo mucha estima, reconsidera su situación. No sabes lo
desconsolada que estaba y cómo veía a los bebés pensando
en que pronto se iría de la casa.
–Reconozco que fui duro con ella –dijo, aun en contra de lo
que su orgullo le dictaba, tratando de controlar la ira que
sentía desbordarse para no confrontar a su mujer y perder la
oportunidad de disfrutar de su compañía–. Aunque debe
aceptar que ya no se ha desempeñado como antes.
–Pero ese no es motivo para correrla, tal vez necesite ayuda
o le podamos asignar otra ocupación.
–Mañana hablaré con ella.
–Y le pedirás una disculpa. Darcy, nunca habías reaccionado
de esta manera con tus empleados, ¿tienes alguna dificultad
en el trabajo?
Darcy contestó afirmativamente con la cabeza, reconociendo
en su interior la falsedad de su respuesta ya que no podía
sincerarse con ella y mostrar la vulnerabilidad en que se
encontraba por su causa.
–Estoy persuadida de que todo se arreglará.
–Espero que sea pronto –afirmó abrazándola, aspiró su
aroma y anheló resolverlo esa misma noche.
Cuando terminaron de cenar, Darcy se fue a alistar
deseando que la ocasión fuera más adecuada. Matthew se
despertó y Lizzie lo atendió. Exhausta, se sentó en el sillón y
le dio de comer; al poco tiempo ella se quedó profundamente
dormida con el bebé descansando en su regazo. Darcy,
quien leía su libro en la cama esperando pacientemente a su
mujer, los observó al percatarse del profundo silencio que
reinaba en la habitación. Se levantó resignado, tomó a su
bebé y lo llevó a la cuna; luego cargó a su esposa para
llevarla a la cama, la cobijó con cariño y se acostó a su lado.
A las tres horas de haberse dormido Lizzie, Christopher
lloriqueó y su madre prendió una vela y lo atendió
inmediatamente para evitar que Darcy interrumpiera su
sueño. Luego cargó a Matthew y lo alimentó; al terminar se
acostó, apagó la vela y se durmió casi al instante. A las
cuatro de la mañana el silencio fue interrumpido por Darcy,
quien despertó repentinamente, empapado y jadeando, con
los latidos del corazón a su máximo nivel.
–Antes pelirroja y ahora rubia –masculló enojado, pasando la
mano por la cabeza.
–¿Cómo dices? –preguntó Lizzie con la voz ronca–, ¿ya
despertaron los bebés?
–No, vuelve a dormir –respiró aliviado de que no lo hubiera
escuchado y de que la oscuridad ocultara la vergüenza de su
situación, así no tendría que dar explicaciones que su mujer
no querría escuchar.
Se volvió a acostar, pero al percibir el aroma de su esposa
sus deseos se incrementaron y pensó en lo fácil que sería
que esos sueños desaparecieran. Se sintió frustrado y,
aunque sabía que no era culpable de nada, reconoció que
cada vez se estaban presentando con mayor frecuencia y
mayor intensidad. Al menos, si fuera Lizzie con quien soñara,
no se sentiría tan condenado. Se acercó más a ella, sin
despertarla, para sentir su respiración en el rostro, deseando
que la protagonista de su próximo sueño fuera ella, un sueño
que se hiciera realidad, que su vida regresara a la
normalidad.
A las cinco de la mañana los bebés despertaron y Darcy se
levantó para ayudarle con uno mientras ella alimentaba al
otro. Cuando Lizzie acostó a Matthew, lactó a Christopher al
tiempo que Darcy abría las cortinas y, tras comprobar que
seguía oscuro, se acostó nuevamente al lado de su esposa.
El bebé se quedó dormido y Lizzie lo llevó a la cuna, apagó
la vela y regresó a la cama para ver el amanecer. Darcy la
abrazó y acariciando su cabellera le dijo:
–Hace mucho tiempo que no veíamos juntos las primeras
luces.
–Ya lo extrañaba.
–Cada vez que veo el amanecer recuerdo aquella hermosa
mañana cuando mi vida cambió por completo, desde el
momento en que tomaste mi mano con cariño y la besaste.
Ha sido el amanecer más hermoso que he presenciado.
–En realidad no vimos ese amanecer –recordó mientras
acariciaba el torso de su marido.
–No, no lo observamos con los ojos, pero yo vi salir el sol
dentro de mi ser y hasta el día de hoy me ilumina y me da
fortaleza para continuar adelante. Y, cuando besé tu frente
por primera vez antes de irnos, pensando que estaba
besando a la mujer más hermosa sobre la tierra y que había
aceptado ser mi esposa, a la persona más importante para
mí, que creía haberla perdido para siempre, sentí que esa luz
irradiaba toda mi existencia.
Darcy giró para ver a su mujer a los ojos con las primeras
luces mientras acariciaba su rostro.
–Eso mismo siento cuando estoy cerca de ti –concluyó
besándola amorosamente.
Después de los besos, siguieron las caricias y cuando Darcy
sintió la extraña frialdad y rigidez de su esposa, se separó y
preguntó:
–¿Sigues sintiendo alguna molestia?
–No.
–¿Te sientes bien?
–No.
–¿Quieres que llamemos al Dr. Thatcher?
–No.
Darcy, sin comprender qué sucedía, continuó indagando:
–¿Estás enojada por algo que hice sin propósito de
ofenderte?
–No.
–¿Acaso me has dejado de amar?
–¡No!
–¿Entonces?
–No sé qué me pasa, perdóname; sólo dame unos días.
Darcy se puso de pie y caminó rumbo a su vestidor, Lizzie lo
siguió y dijo:
–Darcy, por favor, ¡no te vayas!
Él se volteó, Lizzie se acercó y lo besó al tiempo que él la
abrazaba apasionadamente. Darcy la tomó en sus brazos y
la llevó a la cama, sintiendo que su interior se abrasaba y
que deseaba profundamente recorrer su tez con sus labios y
percibir el gozo de su mujer como en tantas ocasiones; pero
cuando se percató de la insensibilidad y el alejamiento en
que Lizzie permanecía, aun en contra de su voluntad, Darcy
se detuvo y le dijo:
–Así no Lizzie. No quiero que lo hagas por obligación.
Darcy se levantó, soportando un intenso dolor que casi no lo
dejaba caminar y deseando sumergirse en agua fría, se retiró
a su vestidor, mientras Lizzie permaneció recostada sin
comprender lo que le sucedía. Al poco tiempo, Darcy salió en
busca de su caballo, recordando que esa mañana no había
sido la primera vez que su mujer estaba alejada de él,
aunque no había querido reconocerlo anteriormente. Se
preguntaba una y mil veces cuál podría ser la razón de su
comportamiento y si él había tenido que ver en ese cambio.
Sentía un amor muy profundo hacia su esposa y quería
demostrárselo con mil atenciones, como siempre lo había
hecho, para verla feliz; pero estaba desconcertado por lo que
sucedía. ¿Cómo volver a ser cariñoso en los detalles
simples de la vida, si ella no quería tenerlo cerca?, ¿cómo
acariciar su rostro y besarlo, controlando la creciente pasión
que ella despertaba en él, sin aproximarse más de lo que ella
admitía?
Darcy, reflexionando en todo esto, cabalgó por varias horas,
tratando de sacar su coraje y su desilusión en cada trote que
realizaba con su corcel y; sin darse cuenta, se le fue el
tiempo. Se sentía inseguro de sí mismo, irascible, fracasado,
reconoció que había tenido que hacer un gran esfuerzo por
controlar la ansiedad y el mal humor que la situación le había
generado y que cada día se iba incrementando, sabiendo
que eso sólo agravaría la situación. Recordó la tonta
discusión que había sostenido con su ayuda de cámara por
no haber tenido lista la camisa que hacía unos días se quería
poner y todo lo sucedido el día anterior con la servidumbre,
su cólera no era exclusiva de su esposa, aunque con ella
procuraba dominarse. Tal vez si pasara menos tiempo con
ella podría volver a controlarse, necesitaba distraerse y
ocuparse en otra actividad, hasta que las aguas regresaran a
su cauce, aun sin poder comprender el cambio de actitud tan
drástico que había tenido su esposa, al menos si supiera la
razón podría manejarlo de una mejor manera. De algo sí
podía estar seguro: los intereses de Lizzie habían cambiado
y parecía que él ya no estaba en la lista, dicha cavilación le
destrozó el corazón.
A los pocos minutos de que Darcy se había ido, Matthew
despertó con un cólico muy fuerte y Lizzie se levantó para
atenderlo, luego se despertó el otro demandando alimento
por lo que la madre, angustiada, trataba de atender a los dos
pequeños al mismo tiempo; a uno le daba pecho y al otro lo
cargaba con enorme dificultad para que soportara el dolor
mientras hacía efecto la medicina. Lizzie, pensando en que
su marido regresaría pronto y que se quería ir a la brevedad
posible a Londres, en cuanto Christopher terminó de comer,
llamó a la Sra. Reynolds para que le ayudara con los bebés
en tanto se alistaba. Luego, mientras veía angustiada pasar
los minutos sin haber terminado sus labores, atendía a la
criatura que continuaba sin poder dormirse y la Sra.
Reynolds le auxiliaba a guardar las interminables cosas que
faltaban de los bebés para el viaje.
Cuando Darcy llegó ya estaba todo listo y Lizzie lo esperaba
en el salón principal con sus hijos. Los Sres. Darcy
desayunaron en el comedor, en silencio, mientras la Sra.
Reynolds cuidaba de los pequeños. Darcy se dirigió a la Sra.
Reynolds para ofrecerle una disculpa y ella solicitó su indulto
ya que se sentía muy apenada con la situación. Al concluir,
salieron rumbo a Londres.
CAPÍTULO L
El viaje fue eterno. Lizzie y Darcy permanecieron casi sin
cruzar palabra durante todo el camino, escuchando el llanto
lastimoso de Christopher que se quejaba de retortijón y
Matthew que no lograba apaciguarse. Lizzie, preocupada por
sentir cómo se estremecía Christopher en sus brazos cada
vez que venía ese dolor, lo cargaba para consolarlo en tanto
esperaba que la medicina funcionara y aliviara a su niño.
Darcy, con el otro bebé en los brazos, trató de olvidar un
poco su resentimiento y le ayudó a cargar a Christopher, sin
conseguir que se calmara mientras Lizzie alimentaba, ahora
hasta su vista tenía que controlar. Ambos, estresados de ver
a su pequeño sin lograr sosegarse, al llegar a Londres
mandaron llamar al Dr. Robinson y lo esperaron en su
habitación. Minutos más tarde, éste llegó y revisó a la
criatura; encontró que la medicina administrada no había
sido suficiente para el dolor tan intenso que el bebé sentía y
le dio una de mayor efecto. El Dr. Robinson regresó al bebé
a los brazos de su madre y le obsequió un frasco con la
nueva medicina que serviría para casos de agudo malestar.
Al poco tiempo Christopher, agotado, descansó por fin al
recibir el anhelado consuelo. El Dr. Robinson se marchó y los
Sres. Darcy, cansados del viaje, cenaron y se acostaron.
Durante la noche Lizzie se levantó varias veces para asistir a
sus bebés, entre el hambre, el cambio de ambiente y un
poco de cólico que les impedía conciliar el sueño. Para no
molestar a su marido y sabiendo que al día siguiente tendría
asuntos de trabajo que tratar, se fue a la habitación de al
lado, que se comunicaba interiormente con la recámara
principal, donde continuó atendiendo a sus pequeños hasta
que logró calmarlos, y se acostó agotada en la cama donde
pudo dormir unas pocas horas.
Cuando ya se asomaban las primeras luces, Darcy despertó
extrañando la compañía de su mujer. Se levantó y, al no
encontrarla, se asomó a la pieza que lindaba con su alcoba,
donde estaba Lizzie acostada en la cama junto con sus dos
bebés profundamente dormidos. Darcy se acercó y los
cobijó, comprendiendo que él ya no era la única persona en
la vida de su esposa, que ahora eran otros los seres más
importantes para ella: sus propios hijos. Tratándose de
resignar, se retiró a su vestidor para alistarse. Cuando Lizzie
despertó, escuchó el caballo de su marido alejarse y se
asomó a la ventana, extrañada de que no la hubiera ido a
saludar. Al poco rato, los bebés despertaron pidiendo la
atención de su madre.
Cuando Darcy regresó, entró unos momentos a su estudio y
se entretuvo con algún asunto al tiempo que Lizzie, sin saber
que ya había llegado, lo esperaba preocupada en el salón
principal con sus bebés. Uno de ellos empezó a llorar y fue
cuando Darcy se percató de la hora y salió a buscar a su
esposa, quien se asombró de que saliera de su despacho,
sin haber ido a visitarla a su alcoba como acostumbraba,
donde ella lo había esperado hasta que decidió bajar.
–Buenos días. ¿Hace mucho que llegaste? –indagó Lizzie
circunspecta.
–Hace rato –respondió Darcy con indiferencia–. Tendré que
salir en unos momentos. ¿Ya estará listo el desayuno?
Lizzie asintió.
–Me gustaría ir a visitar a Georgiana en la tarde. ¿Quieres
que pase por ti?
–Sí –declaró, confundida de que formulara la pregunta,
mientras Darcy cedía el paso a su mujer para encaminarse al
comedor.
Los Sres. Darcy desayunaron y comentaron de temas
superficiales con cierto temor de expresar lo que cada quien
pensaba de la actitud del otro. Cuando concluyó, Darcy se
despidió de su esposa y se retiró.
Durante el día Lizzie salió un rato a caminar a su jardín, con
ayuda de la Sra. Churchill, quien la auxilió a cargar a uno de
los bebés para que tomaran su baño de sol. Luego
regresaron a la casa y Lizzie les dio de comer en su alcoba,
donde ella pudo descansar y recuperarse un poco de las
desveladas.
En la tarde, Darcy llegó a buscarla y Lizzie ya estaba lista
con los bebés para ir a visitar a Georgiana. La familia Darcy
salió en su carruaje y, al arribar a Curzon, el mayordomo los
anunció y los anfitriones los recibieron en el salón principal.
Georgiana, aunque permaneció sentada todo el tiempo, se
mostró entusiasmada de la visita y de que le fueran
presentados sus apuestos sobrinos. Los cargó por unos
momentos, mientras Donohue cuidaba de que no hiciera
algún esfuerzo y le ayudaba en todo lo que necesitaba.
Darcy y Lizzie los veían conmovidos, recordando cómo era
su situación hasta hacía unas semanas y cómo su vida se
había transformado con la llegada de sus amados hijos.
–Darcy me dijo que te habían puesto en reposo absoluto –
comentó Lizzie a Georgiana.
–Sí, de hecho sigo en reposo, pero para que no me aburra
encerrada en mi habitación, Patrick me baja en la mañana y
me sube por la noche. Cuida mucho de que no realice ningún
esfuerzo extra, me tiene bien supervisada –aclaró Georgiana
sonriendo, mientras él cariñosamente la observaba.
–Usted, Sra. Donohue, es la paciente más importante que he
tenido –indicó Donohue con una sonrisa.
Georgiana lo miró complacida y luego preguntó:
–Y tú Lizzie, ¿cómo te sientes?
–Muy bien –Darcy la vio circunspecto, mientras ella
continuaba–, aunque todavía estoy aprendiendo muchas
cosas. No te imaginas lo diferente que es cuidar a un hijo.
–¿Cómo se portan mi ahijado y mi sobrino?
–Son unos ángeles, comen de maravilla y han crecido
mucho, aunque últimamente han tenido cólico. Se siente tan
feo cuando lloran por alguna dolencia. No sé qué voy a hacer
cuando se enfermen.
–No es fácil cuidar a un bebé enfermo –indicó Donohue–,
además de que lloran mucho o su ánimo sufre menoscabo,
cualquier enfermedad se puede complicar muy fácil si no es
atendida oportunamente.
–Y ¿cómo saber que están enfermos? –investigó Lizzie.
–Cualquer síntoma que presente es importante comentárselo
al médico, por mínimo que sea, para que se prevenga que la
enfermedad prospere. Si está más inquieto o más tranquilo
que de costumbre, si ha dejado de comer como normalmente
lo hace, si presenta fiebre, tos o algún dolor que no se le
quita.
–Lo bueno es que yo vivo con mi médico de cabecera –
afirmó Georgiana muy orgullosa de su marido.
Donohue sonrió viendo a su esposa con devoción.
–Y tú hermano, ¿te sientes bien? –preguntó Georgiana
viendo a Darcy muy serio.
–Sí, seguramente las desveladas están cobrando sus efectos
–contestó Darcy viendo a su mujer–. Hemos pasado malas
noches y ayer tuvimos un viaje pesado.
Lizzie bajó su mirada al descifrar el mensaje oculto de su
marido.
–También Darcy ha estado preocupado por ti, desde que
recibió tu carta me comunicó sus deseos de venir a verte.
–Darcy, gracias por tu preocupación pero Patrick me ha
cuidado con considerable diligencia. Además, yo también los
he extrañado a los dos, y ahora tendré que decir que a los
cuatro.
Los Darcy y los Donohue departieron de cuándo podría
realizarse el bautismo y Donohue, por insistencia de
Georgiana, autorizó que fuera en su casa en dos semanas,
siempre y cuando la Sra. Donohue mantuviera su reposo y
no hiciera esfuerzo alguno. Lizzie, muy entusiasmada con la
idea, indicó que sólo invitarían a la familia cercana y que ella
se encargaría de la comida y de los concurrentes.
El resto de la semana, Darcy iba a cabalgar temprano y
luego del desayuno se retiraba a su despacho todo el día o
salía de casa y regresaba ya en la noche, pasando un par de
horas todos los días en el club de esgrima y dejando a sus
contrincantes admirados de su destreza. La decisión que
había tomado de poner cierta distancia con su esposa había
funcionado, al menos lo distraía durante el día, pero en
cuanto se acercaba a ella se intensificaban los deseos y
regresaba el mal humor, cada vez más difícil de controlar,
aun cuando luchaba por ser paciente y comprensivo. Lizzie
atendía a sus criaturas y organizaba el bautismo: la comida y
las bebidas que se servirían, la ropa que utilizarían, los
arreglos florales que necesitaba, los utensilios religiosos que
requería y que el pastor le indicó, y las invitaciones a sus
familiares: las Bennet, los Bingley, los Sres. Gardiner,
Fitzwilliam y Lady Catherine con su hija.
Lizzie y Darcy, por lo tanto, se vieron muy poco tiempo,
además de que cada vez se sentía uno más alejado del otro.
La comunicación entre ellos se enfocaba en las actividades
que habían realizado para la organización del bautismo,
cómo se encontraban ese día los bebés, para cuándo
esperaban la llegada de las Bennet que se hospedarían con
ellos, que su madre le había escrito avisándole que el Sr.
Posset, a quien había incluido en la invitación, no asistiría al
bautismo ya que se había regresado a Escocia antes de que
Mary y Kitty llegaran a Longbourn. Le comentó de los
ropones que usarían los bebés y todo lo necesario que ella
estaba viendo y él, ausente, sólo escuchaba a su mujer y
daba escasos detalles de sus entrevistas realizadas. Lizzie
sintió cierta melancolía, empezaba a extrañar esa cercanía
con su esposo, esa espontaneidad en los detalles que uno u
otro tenía hacia el cónyuge; esas conversaciones en donde
ahondaban más en sus pensamientos, en sus sentimientos,
en sus proyectos de vida, en sus ilusiones; esas caricias y
esos abrazos que todas las noches recibía de él y que ya no
le procuraba.
Lizzie, con cierta ilusión de que llegara la noche del viernes
para poder platicar a solas con su marido de otras cosas,
pidió al Sr. Churchill el menú favorito de Darcy y preparó a
los bebés para que se durmieran temprano mientras la Sra.
Churchill se quedaba con ellos. Se puso un hermoso vestido
de terciopelo amatista que su marido le había regalado hacía
tiempo y un juego de collar y de aretes de perlas que en la
primera navidad le había obsequiado. Cuando se
aproximaba la hora en la que Darcy acostumbraba llegar,
Lizzie ya tenía todo preparado. Esperó en el salón principal
mientras leía su libro. Luego se puso de pie y se asomó al
jardín para ver si se aproximaba el carruaje de su consorte.
Se volvió a sentar, viendo los minutos pasar con lentitud
mientras su preocupación ascendía. Los minutos se
convirtieron en horas, horas en que Lizzie esperó hasta que
la Sra. Churchill bajó para avisarle que los pequeños estaban
despiertos. Cuando vio que su amo no se encontraba y que
la mesa seguía dispuesta, dijo:
–Sra. Darcy, disculpe que me entrometa pero es muy extraño
que el Sr. Darcy no haya llegado. Desde que se casó esto no
había ocurrido, y más sabiendo que iba a cenar con usted.
¿Gusta que mande al Sr. Churchill a buscarlo?
–Gracias Sra. Churchill, tal vez lo haya olvidado.
–El Sr. Darcy nunca olvida un compromiso con usted.
–Al menos sabemos que está con el Sr. Peterson –aclaró
tratando de esconder su preocupación.
–¿Gusta que deje la mesa dispuesta o ya recojo?
–Puede recoger por favor.
Lizzie, desilusionada, fue a atender a sus hijos. Cuando
terminó y vio el reloj ya eran pasadas las doce de la noche
cuando se escuchó que se acercaba un carruaje. Ella se
asomó y respiró profundamente; esperó en su habitación
para no dejar a sus bebés solos cuando Darcy entró,
asombrado de verla levantada y todavía vestida.
–Pensé que ya estarías dormida.
–Te esperé para nuestra cena.
–¿Nuestra cena?
–Sí, ayer fue viernes; ¿recuerdas que me habías invitado?
–¡Oh!, lo olvidé por completo, perdóname. Me entretuve con
Fitzwilliam atendiendo unos asuntos hasta tarde.
Discúlpame, iré a cambiarme, vengo agotado.
–¿Quieres que te traiga algo de cenar?
–No gracias, ya cené.
–Tal vez hoy podamos hacer nuestra cita –sugirió siguiendo
a su marido.
–No creo que me desocupe a tiempo; trabajaremos
Fitzwilliam y yo con unos clientes todo el día. ¿Cómo están
Christopher y Matthew?, ¿hoy te dejaron descansar más?
–Sí, bien gracias –respondió con tristeza.
–¿Tuvieron cólico?
–No –declaró mientras guardaba la ropa de su marido en
silencio.
Darcy pasó a asearse y cerró la puerta, mientras Lizzie
esperó afuera. Cuando él salió, ella insistió:
–Tal vez el domingo podamos ir a pasear después de ir al
templo, solos.
–No lo sé Lizzie, me dijo Bingley que quiere hablar conmigo
de un asunto importante.
–Yo también –susurró viendo que su esposo se retiraba sin
voltear a mirarla.
Lizzie se cambió y, cuando se fue a acostar Darcy ya estaba
dormido o, al menos, eso parecía.
CAPÍTULO LI
Era viernes y ya estaba todo listo para el bautismo que se
celebraría a medio día. Las Bennet iban a llegar
directamente a Curzon, aunque después se hospedarían
unos días en la residencia de los Darcy. Los Bingley habían
arribado el día anterior y se albergaban en Grosvenor, ya
que Bingley quería visitar a su hermana. Desde temprano
Lizzie se había levantado para tener a sus hijos arreglados y
dirigirse a casa de Georgiana a buena hora para supervisar
que todo estuviera preparado. Darcy salió a cabalgar al
amanecer y, después del desayuno, resolvió algunos
asuntos con Fitzwilliam en la ciudad para posteriormente
alcanzar a su familia en el lugar del evento.
Lizzie, aunque sentía desconsuelo por el creciente
alejamiento de su esposo, estaba muy ilusionada y se atavió
con un vestido marfil, el que más le gustaba a Darcy, con el
cual lucía un escote que resaltaba su esbelta figura,
adornado con el prendedor de oro en forma de paloma con
una rama de olivo que Darcy le había regalado en su primer
cumpleaños de casada, acompañado por unos aretes del
mismo metal con un detalle de esmeralda que le hacía juego.
Peinó y decoró su cabello de una manera diferente a como
acostumbraba y se veía excepcionalmente bonita. Ella llegó
con sus hijos y con los Sres. Churchill antes que los
invitados, supervisó y apoyó para que todo estuviera listo a la
llegada del pastor y de los asistentes.
Las primeras en llegar fueron las Bennet y, al cabo de un
rato, arribaron los Sres. Gardiner y los Bingley. Lizzie y sus
anfitriones recibieron a los convidados, quienes, después de
saludar y felicitar a la Sra. Darcy y a los padrinos,
preguntaron por el paradero del nuevo padre, extrañados de
no encontrarlo en la reunión. Lizzie indicó que ya no tardaría
y se acercaron a ver a los bebés. La Sra. Gardiner abrazó a
su sobrina afectuosamente para darle sus parabienes y ella
agradeció su atención. Pasaron unos minutos en que
conversaron de algún asunto que Lizzie no atendió y el
pastor llegó; sólo faltaba que el padre de las criaturas se
presentara para poder comenzar la ceremonia. Transcurrió el
tiempo y Lizzie, nerviosa por la extraña tardanza de su
marido, suspiró cuando escuchó su voz al saludar al
mayordomo. Darcy y Fitzwilliam se introdujeron al salón
principal donde todos los esperaban. Darcy, en la puerta, se
paralizó al contemplar la belleza de su mujer al fondo de la
habitación, quien aguardaba su advenimiento con una
esplendorosa sonrisa. Cuando pudo retomar el paso, saludó
y correspondió las felicitaciones que todos le prodigaron.
Darcy, sin dejar de admirar a su esposa, se avecinó a su
lado para empezar la ceremonia.
El pastor inició con el rito. Los padres atendían con solicitud
mientras los bebés eran cargados por Jane y por el Dr.
Donohue. Georgiana, sentada al lado de su marido,
escuchaba y oraba por su ahijado. Cuando concluyó la
ceremonia Darcy besó a su mujer en la frente con
magnánimo cariño, ella sintió que su corazón se inundaba de
una enorme felicidad y le sonrió con una mirada muy
especial que sólo ellos conocían: él la había observado en la
intimidad, una mirada que lo estremeció y que lo invitaba a
besarla y a amarla con todo su ser, devolviéndole la
confianza en sí mismo.
Los padres y los padrinos fueron congratulados por sus
familiares y el pastor se marchó. Desde ese momento Lizzie
empezó a irradiar una alegría y una seguridad en sí misma
que, si bien era conocida por todos, no se le había visto en
las últimas semanas, lo cual provocó que Darcy la
contemplara durante toda la reunión, sintiéndose
especialmente gozoso y recordando a esa mujer
encantadora que lo tenía perdidamente enamorado, sin
hacer caso de las glosas que absurdamente hacían su
suegra y su cuñada.
Casi al finalizar la cena, la Sra. Churchill avisó a Lizzie que
los bebés demandaban su atención; ella se levantó de la
mesa y se retiró a la alcoba donde se encontraban sus hijos,
mientras la Sra. Churchill permaneció ayudando a servir el té
en el salón principal, a donde los invitados se dirigían. Lizzie
alimentó a sus hijos mientras los acariciaba con apego y
reflexionaba que desde ese día ya eran hijos de Dios.
Cuando lactaba a Christopher se escuchó que se abría la
puerta y ella, asustada, se cubrió rápidamente con una cobija
de lana que estaba a su alcance y suspiró de alivio al ver que
era su marido. Él se acercó, se sentó a su lado, la observó
tiernamente mientras rozaba su rostro y dijo:
–Hoy se ve muy hermosa, Sra. Darcy.
Lizzie sonrió.
–Hace tiempo que no sonríes así –continuó Darcy.
–Sólo el Sr. Darcy sabe cómo robarme esa sonrisa –indicó
Lizzie y, luego, con cierto temor, preguntó–. ¿Todavía me
amas?
–Nunca he dejado de amarte y te amaré por el resto de mi
vida.
Él la besó sentidamente.
–Te he extrañado tanto –susurró Lizzie besándolo de nuevo.
Darcy la envolvió emotivamente y, después de unos
momentos, escucharon un ruido infrecuente en su pequeño
que Lizzie tenía en sus brazos. Ella se separó, se quitó la
cobija y vieron a Christopher que respiraba con una enorme
dificultad. Lizzie, aterrada, lo levantó sin lograr ayudarlo;
Darcy lo cogió y salió con premura en busca del doctor.
Lizzie, angustiada, se arregló precipitadamente el vestido y
alcanzó a su marido corriendo tras él, quien descendió
vertiginosamente la escalera y llegó al salón principal.
Donohue se puso de pie, al igual que todos los caballeros y,
al ver la zozobra de Darcy con el bebé en brazos, se
aproximó para recibir a su ahijado y se encaminó a su
consultorio, dejando a todos los presentes espantados por lo
sucedido. Los Sres. Darcy lo siguieron, en tanto Lizzie le
pedía a Jane que fuera con Matthew. Donohue puso al bebé
sobre la camilla mientras los padres lo observaban
abrumados y le dio un medicamento que paulatinamente
permitió que Christopher recobrara el color y el ritmo normal
de respiración. Lizzie, al ver que su bebé regresaba a la vida
rompió en llanto, sacando toda la angustia acumulada,
mientras Darcy la estrechaba y Donohue revisaba los signos
vitales de la criatura.
Al verificar que ya todo estaba en orden, Donohue vistió al
bebé y se lo entregó a su madre, quien anhelaba ceñirlo
entrañablemente. Donohue se sentó al igual que los Sres.
Darcy, al tiempo que Lizzie, un poco más tranquila, limpiaba
su rostro.
–El bebé, ¿ha estado en contacto con algún animal o plantas
con muchas flores recientemente?
–No, hoy no lo saqué al jardín y esto nunca había ocurrido –
indicó Lizzie estrechando a su bebé contra su corazón.
–¿Alguna prenda de vestir con el que el bebé haya estado
cerca, que provenga de la piel de algún animal?
–Hace unos momentos Lizzie lo tapó con una cobija de lana
–declaró Darcy.
–Sí… Por el momento es muy prematuro dar un diagnóstico
preciso, sobre todo siendo tan pequeño pero le recomiendo
alejarlo de pieles de animales, plantas con flores y del polvo
o tierra. Puede sacarlo a pasear al jardín, pero no lo recueste
en el pasto.
–¿Qué tiene mi bebé? –preguntó Lizzie con desazón.
–Su organismo tuvo una reacción al estar en contacto con la
lana. Su sistema respiratorio todavía está muy inmaduro y
espero que esa sea la razón, por lo que es muy sensible a
las cosas que le mencioné. Por lo pronto está fuera de
peligro. Le voy a dar la medicina que le administré en caso
de que se vuelva a presentar un episodio semejante, pero le
sugiero llamar al médico a la brevedad para que lo revise, en
caso de repetirse la crisis. Recuerde que en bebés tan
pequeños cualquier cosa se puede complicar rápidamente.
Donohue se levantó y dijo:
–Iré a avisar que todo está en orden. Pueden permanecer
aquí el tiempo que ustedes deseen.
El médico se retiró y afuera encontró un gran alboroto, sobre
todo por la Sra. Bennet, mientras dentro Lizzie se lamentaba
llorando:
–¿Cómo pude ser tan irresponsable? El Dr. Thatcher ya nos
había dicho que evitáramos las cobijas de lana.
–Tú no podías saber que esto iba a ocurrir. Supongo que
sólo pensaste en cubrirte cuando entré. Debí tocar la puerta
para que no te asustaras.
–¡Pensé que lo perdíamos! Ya no lo podría soportar.
–Yo tampoco –murmuró mientras abrazaba a su esposa.
Cuando Lizzie se sintió más serena, los Sres. Darcy salieron
del consultorio, la madre recogió a Matthew y se despidieron
de todos, que también estaban por retirarse. Las Bennet
abordaron su carruaje y llegaron al mismo tiempo que la
familia Darcy a la mansión. Todos se bajaron de sus
vehículos y partieron a sus habitaciones a descansar. Lizzie
alimentó a sus bebés y, agotada, se quedó dormida
prontamente en los brazos de su marido.
CAPÍTULO LII
Durante la noche, Lizzie, angustiada, se despertó en
diversas ocasiones para revisar si sus bebés se encontraban
bien, cerciorándose de que las cobijas no fueran de lana y de
que Christopher respirara con normalidad, además de
atender a sus pequeños cuando ellos lo solicitaron. A pesar
de que estaba exhausta, durmió muy poco y con gran
ansiedad y procuró no entorpecer el descanso de su esposo
que, profundamente, dormía a su lado.
A las cinco de la mañana que Christopher despertó a sus
padres, Lizzie se levantó para amamantarlo. Cuando
terminó, con enorme esfuerzo cargó a Matthew para
ofrecerle pecho, luego lo acostó y revisó con cautela la
respiración de Christopher; por último volvió a la cama para
recuperarse un poco de la mala noche. Gracias a la irrisoria
luz que ofrecía una vela, Darcy observó todos sus
movimientos, la recibió abrazándola con un enorme cariño y
besándola apasionadamente. Lizzie, sin poder dejar de
pensar en su pequeño que casi perdía el día anterior, se
aborreció a sí misma por no poder controlar su frigidez que,
al poco tiempo Darcy percibió, levantándose de su lecho
sumamente molesto.
–Perdóneme, Sra. Elizabeth, por instar en algo que se ha
vuelto desagradable para usted.
–Darcy, perdóname, no fue mi intención; no sé qué me pasa
–expresó poniéndose de pie.
Darcy giró, se acercó a ella y le dijo encrespado:
–Tal vez has estado muy ocupada últimamente y te has
olvidado de muchas cosas.
–Estoy muy preocupada por Christopher. ¡Ayer casi se me
muere en mis brazos!
–Christopher ya está bien y lo acabas de comprobar.
–Sí, ¡lo he tenido que comprobar durante toda la noche
mientras tú dormías espléndidamente! ¡Me dejaste con toda
la responsabilidad de cuidarlo cuando ayer casi lo perdemos!
Donohue nos dijo que en cualquier momento se puede
repetir una crisis, y tú sólo piensas en… –se trabó enojada–,
me aterra pensar de que le suceda cuando estemos
dormidos o mientras…
–¡Yo me daría cuenta en caso necesario! Y no sólo se puede
volver a repetir, se van a enfermar miles de veces, pero esa
no es razón para que te olvides de tu matrimonio. ¿Acaso
quieres que yo también te dé motivos de desasosiego para
que me pongas atención? Ya no me procuras como antes, ya
no me cuidas, sólo te preocupas por tus hijos, parece que yo
he desaparecido de tu vida.
–No, Darcy, eres tú el que se ha alejado al salirte de la casa
todo el día o pasando muchas horas en tu despacho, aun los
fines de semana. Ni siquiera te interesó llegar a la cena a la
que tú me habías invitado, sabrá Dios dónde estuviste, y
también llegaste tarde al bautismo, sabiendo lo importante
que era para los dos, o por lo menos para mí. Ya no procuras
nuestra compañía.
–Y ¿para qué la busco?, ¿para recibir nuevamente tu
rechazo? ¿No entiendes que cada vez que estoy cerca de ti
tengo que aguantar para que mi corazón no estalle y te
abrace apasionadamente? Por eso prefiero encerrarme en
mi despacho y ocupar mi mente aunque sea leyendo un libro,
cabalgando o empuñando la espada, tratando de escapar de
este sentimiento que me persigue y que no puedo desfogar
si estoy contigo. ¿Para qué te demuestro mi cariño y el amor
que siento por ti en las cosas simples de la vida si no me
permites donarme por completo? Lizzie, te he buscado de
todas las maneras posibles, he estado contigo en los
momentos felices y en los momentos difíciles de nuestro
matrimonio con el único afán de hacerte feliz. No entiendo
por qué estás separando tu matrimonio de tu maternidad, si
ésta es una etapa llena de felicidad para nuestra familia… No
sé cómo ayudarte ahora. ¿Te doy tiempo? Te doy todo el
tiempo que quieras pero…
–Necesito mucho de tu cariño y de tu comprensión –replicó
impetrando.
–¡Yo también, Lizzie! Entiendo perfectamente tu imperiosa
necesidad de afecto, que he tratado de satisfacer todos los
días, pero también es preciso que comprendas que mi
necesidad sexual es igualmente profunda, es como el agua o
el aire. Desearía que este deseo no fuera tan fuerte, pero soy
hombre y ¡necesito hacerte el amor! –exclamó, sincerándose
por completo–. Al menos si supiera la razón, sería más fácil
controlarme. En fin, cuando sepas cómo puedo ayudarte,
estaré encantado de hacerlo. Mientras dime, ¿qué hago?
Lizzie, sin saber qué contestar y sintiéndose responsable de
lo sucedido, guardó silencio. Darcy la veía con vigilancia
esperando su respuesta, se dio la vuelta y se retiró al baño
para alistarse. Al cabo de un rato salió y encontró a su
esposa frente a la ventana con la mirada perdida en la
oscuridad, como cuando le entregó aquella carta en la
abadía de Hunsford, y partió a cabalgar. A diferencia de esa
ocasión, Lizzie se sentía avergonzada y aturrullada,
arrepentida y decepcionada por no haber podido dominar su
inapetencia, abatida al sentir a su marido tan distante; rezaba
para que todo volviera a ser como antes, angustiada de no
saber cómo lo lograría. Recordó las palabras de la Sra.
Willis y de Jane y se mortificó terriblemente de pensar que
eso mismo empezaba a suceder en su matrimonio, sintiendo
una fuerte opresión en el pecho.
No quitó el ojo del horizonte por varias horas, reflexionando
en lo acontecido, sin darse cuenta de que el reloj caminaba
deprisa. Afortunadamente sus pequeños la sacaron de sus
pensamientos y, después de atenderlos, se alistó con
inmensa desgana; escribió una carta a Jane para pedirle que
la visitara, dejó a sus hijos al cuidado de la Sra. Churchill,
bajó para atender a sus invitadas y solicitó al mayordomo
que entregara el documento a la Sra. Bingley.
Las Bennet ya esperaban a sus anfitriones en el salón
principal. Darcy, si bien ya pasaba la hora del desayuno, no
había regresado, cuando el Sr. Churchill anunció la visita del
coronel Fitzwilliam. Éste se introdujo y saludó a las
presentes, Lizzie le ofreció tomar asiento mientras Darcy
arribaba.
–Disculpe, no quiero molestar, pensé que ya habían
terminado de almorzar –indicó Fitzwilliam.
–Ya habríamos acabado si nuestro anfitrión hubiera llegado a
la hora acostumbrada. Es extraño que él se retrase tanto –
comentó la Sra. Bennet.
–Ayer me quedé preocupado por Christopher. ¿Ha seguido
mejor de salud?
–Sí, gracias –indicó Lizzie.
Darcy arribaba en ese momento, por lo que todos se
pusieron de pie para recibirlo, él correspondió con una leve
inclinación pero sin proferir palabra. Lizzie invitó a todos a
pasar al comedor. El Sr. Churchill disponía otro servicio en la
mesa mientras todos se colocaron en sus lugares. Fitzwilliam
agradeció, sin perder de vista a su primo que tenía una
expresión de enfado que hacía mucho no le observaba.
–La ceremonia de ayer estuvo preciosa –afirmó la Sra.
Bennet.
–Yo pensé que iban a hacer una fiesta más grande para
festejar el nacimiento de los herederos del Sr. Darcy,
después de tanto tiempo de espera –indicó Kitty–. No todos
los días nace el primogénito y el de recambio.
–Sí, es una lástima que no se pudo hacer la fiesta más
grande. Seguramente por la Sra. Georgiana.
–Lo más importante es que los bebés ya estén bautizados –
reflexionó Fitzwilliam, observando a sus anfitriones absortos
en sus pensamientos.
–Es cierto, pero la ocasión ameritaba una gran celebración.
–Más, tomando en cuenta sus antecedentes, tal vez ya no
haya otro nacimiento que festejar en esta familia –dijo Kitty–.
Ni aunque se vayan a Lyme.
–¿A Lyme? –preguntó el coronel.
–Sí, ¿acaso no sabía que los gemelos Darcy fueron
concebidos en Lyme?
Kitty se rió, esperando tener la respuesta reprobatoria de su
hermana que nunca llegó. Darcy observaba con mucha
atención a su mujer, mientras ella tomaba sus alimentos con
la vista baja, sintiendo la penetrante mirada de su marido que
trataba de hallar respuestas a sus interrogantes, donde no
había.
–No digas eso, aunque tal vez tengas razón, es posible que
mi hija ya no me dé más nietos. Pero Lizzie, ¿te sientes
bien? No nos has escuchado.
Lizzie permaneció en silencio, al igual que su esposo.
–¡Lizzie! ¿Te sientes bien? –repitió la Sra. Bennet con más
énfasis.
–¿Perdón? –reaccionó Lizzie, por lo cual su madre volvió a
preguntar–. Sí mamá, estoy bien, sólo un poco cansada.
–Pobre de mi hija, seguramente pasaste mala noche, entre la
lactancia y el bebé enfermo no pudiste dormir y, por lo visto,
tampoco tu marido –señaló observando a su yerno–. Te
conviene descansar para recuperarte hija, todo lo que tus
bebés te permitan.
–Sí mamá.
Mientras la conversación fluía entre Kitty y la Sra. Bennet,
con alguna que otra intervención de Mary, Fitzwilliam
observó detenidamente a Darcy. Desde hacía días que lo
veía ausente, preocupado, en ocasiones irascible y frustrado,
y durante el bautismo lo había visto muy tranquilo, hasta que
se presentó la crisis de Christopher. Le extrañaba que en las
últimas semanas hubiera pasado más tiempo con él que con
su familia y que se lo hubiera encontrado tantas veces en el
club de esgrima derrotando a sus adversarios con una
pasión increíble, a pesar de haber sido testigo de la gran
alegría que manifestaba por el nacimiento de sus hijos. Este
cambio tan drástico había llamado su atención, conturbado
por su amigo y confirmando sus sospechas al ver también la
actitud de la Sra. Darcy que, sin duda, no sólo se debía a los
desvelos con sus hijos.
–Usted coronel, seguramente debe conocer a unas
amistades del Sr. Darcy, los Sres. Philip y Murray Windsor –
comentó Kitty.
–Sí, por supuesto.
–¿Ha tenido alguna noticia de ellos? Hace mucho tiempo que
no los vemos ni escuchamos de ellos, ya que estos nombres
están prohibidos en esta mesa, sobre todo el primero.
–Si sabes que están prohibidos, ¿por qué los mencionas en
este momento? –inquirió Mary.
–Porque el desvelo de los Sres. Darcy me lo permite y tal vez
esta oportunidad no se vuelva a repetir. Ni siquiera se han
dado cuenta de quiénes hablamos.
–No Srita. Kitty, no he tenido el gusto de verlos últimamente,
aunque no creo que exista inconveniente en preguntárselo
abiertamente a su hermana.
–¿En presencia de su marido?
Fitzwilliam asintió.
–Entonces ¿usted no está enterado?
Fitzwilliam interrogó con la mirada.
–¡El Sr. Philip Windsor está enamorado de la Sra. Darcy! –
exclamó con descaro.
Darcy, al escuchar ese nombre reaccionó y vio
implacablemente a Kitty por haber hecho esa aseveración,
se puso de pie y se retiró del comedor. Lizzie alzó la mirada
y siguió con la vista a su marido, sin entender del todo lo que
había sucedido.
–Coronel, sé que han tenido excesivo trabajo estos últimos
días, ya que el Sr. Darcy estuvo mucho tiempo ausente de
sus asuntos en la capital, pero no es frecuente que pase
tanto tiempo fuera de casa –comentó Lizzie con seriedad.
–¿Acaso ha llegado tarde a casa? –curioseó Kitty con
ligereza.
–Sí, Sra. Darcy, hemos tenido más trabajo que de
costumbre, lo que ha obligado a permanecer más tiempo
para ponernos al corriente; con ello usted puede explicar las
llegadas fuera de su horario habitual –reveló Fitzwilliam con
cierta inseguridad para encubrir a su amigo.
–Por lo visto, no sólo las desveladas son la causa del
problema. Me pregunto qué más habrá –murmuró Kitty–. Si
las cosas siguen así, olvídate de tener más nietos mamá, a
menos que yo me case –comentó viendo al coronel.
Lizzie volteó a ver a su hermana, sintiendo un nudo en la
garganta, y dijo al ponerse de pie:
–Si me disculpan, iré a ver a mis hijos.
Tras un breve silencio, Kitty se echó a reír mientras Mary la
veía con incomodidad y la Sra. Bennet anunció que ya era
hora de retirarse a su paseo, por lo cual el coronel también
se disculpó y se marcharon. Fitzwilliam se dirigió al despacho
de su primo, tocó a la puerta y entró, encontrándolo asomado
a la ventana viendo hacia el jardín.
–Darcy, no quiero ser impertinente pero realmente estoy muy
preocupado por ti, y también la Sra. Darcy me ha
manifestado su turbación.
Al escuchar el nombre de su esposa, Darcy se giró para ver
a su amigo.
–Desde su llegada a Londres tu actitud ha sido diferente,
procuras mi compañía más de lo que en tu vida has hecho.
¡Vaya!, ¿desde cuándo no pisabas el club de St. James?, te
quedaste conmigo platicando hasta pasada la media noche y
no precisamente por asuntos de trabajo, dejando a tu familia
sola. Siempre quieres acabar pronto para regresar con la
Sra. Darcy. Ayer, al verlos juntos, vi que volvió tu serenidad
hasta que sucedió el incidente con Christopher, pero hoy la
situación ha empeorado y por lo visto no es por tu hijo. Ni tú
ni la Sra. Darcy estaban realmente en el desayuno, y ¡de qué
cosas me voy enterando! ¿Acaso es eso?
Darcy se volteó otra vez.
–Tú no estás en condiciones de entender mi situación.
–No, tal vez no, pero estaría dispuesto a escucharte y a
tratar de comprender, si es que tú me lo permites. Y te aclaro
que prefiero que busques mi compañía si es que necesitas
estar con alguien fuera de casa, pero sinceramente tienes a
la mejor compañera que existe y sólo por celos la estás
perdiendo.
–¡Ojalá supiera por qué la estoy perdiendo! –exclamó furioso,
y se retiró de la habitación.
A los pocos minutos se escuchó el caballo del Sr. Darcy
corriendo a toda velocidad.
CAPÍTULO LIII
Lizzie se dirigió a sus aposentos donde se encontraba la Sra.
Churchill cuidando de sus hijos que ya solicitaban alimento.
Amamantó a Christopher mientras Matthew era sostenido por
la Sra. Churchill y luego intercambiaron bebés hasta lograr
que ambos se durmieran y el ama de llaves se retiró. Lizzie
acostó a Matthew en su cuna y observó que Christopher
respirara con tranquilidad. Resonó en su memoria las
palabras que su marido había enunciado el día anterior
asegurando la firmeza de su amor por el resto de sus vidas,
sin importar lo que sucediera en el camino; revivió ese
maravilloso beso en donde expresaba la sinceridad de sus
sentimientos, esa caricia que la hizo vibrar aun cuando sólo
fue en el rostro, y ese cariñoso abrazo que la envolvió
ofreciendo entregarle todo su amor después de tanto tiempo.
¿Cómo era posible que las cosas hubieran cambiado tanto
otra vez? Recordó que esa mañana Darcy había sido tierno y
delicado, la había besado como en tantas ocasiones, en las
cuales ella se había derretido en sus brazos, pero lo había
sentido como una invasión, acosada por sus caricias, que en
otro momento había disfrutado y la habían hecho
estremecer, ahora las había aborrecido. Lizzie se sentó en el
sillón, percibiendo lágrimas sobre sus mejillas, recordando
que su marido no le comentó sobre su regreso a la esgrima y
¡sabrá Dios si habría alguna otra cosa! Se tomó la cabeza
con las manos tratando de explicarse lo que le estaba
sucediendo, rezando para que pronto llegara su hermana y
pudiera descubrir en ella lo que sentía en su corazón.
La espera fue larga, los pensamientos de Lizzie se
multiplicaron, la angustia fue creciendo, aun cuando ella
permaneció inmóvil tratando de encontrar la solución al
conflicto que tanto daño estaba ocasionando a su marido y a
su matrimonio. Recordó las palabras que él mismo le
expresó para manifestar sus sentimientos, evocó la ira que
reflejaba en su mirada mientras se lo decía y esperaba la
respuesta a sus cuestionamientos, que ella no había podido
descubrir. Sintió una enorme necesidad de ir a su lado para
hablar con él, pero ¿qué le podía decir para explicarle lo que
le sucedía si ella misma no lo entendía? ¿Cómo decirle que
lo amaba, que necesitaba mucho de su cariño y de su apoyo,
pero que se sentía incómoda cuando él se aproximaba
demasiado a ella, sin lastimarlo y desconociendo la razón y
la solución a su problema? ¿Cómo responder a sus
preguntas, comprendiendo perfectamente su posición, si ella
no sabía qué hacer?
Pensó que tal vez abriendo su corazón con sinceridad
podrían descubrir juntos lo que estaba sucediendo, al menos
él vería su preocupación y su buena disposición de
solucionar la situación.
Se puso de pie y llamó a la Sra. Churchill para que se
quedara con sus hijos, al tiempo que le preguntó si ya habían
entregado la carta a la Sra. Bingley. Ella respondió que el Sr.
Peterson había regresado con la encomienda cumplida.
Lizzie bajó las escaleras y se dirigió al despacho, tocó a la
puerta y abrió, encontrando que el coronel estaba trabajando
solo.
Fitzwilliam se puso de pie, dejando la carta que estaba
escribiendo y la pluma en el tintero.
–Disculpe que lo interrumpa coronel. Quería hablar con el Sr.
Darcy.
–El Sr. Darcy salió hace un par de horas y no ha regresado.
Me he quedado para adelantar el trabajo que teníamos
pendiente para hoy.
–¿Tenía programado algún compromiso?
–No Sra. Darcy. Su salida fue por otro motivo.
–¿Georgiana está bien? –indagó preocupada.
–Sí.
–¿Entonces?
–Seguramente usted conoce sus motivos mejor que yo. Él es
muy reservado y no ha querido manifestarme la razón de su
inconformidad.
Lizzie bajó su triste mirada mostrando toda su decepción.
–Siendo así, lo dejo trabajar y esperaré su retorno en mi
habitación.
Lizzie se retiró después de hacer una leve inclinación de
cabeza y se dirigió a su alcoba donde le pidió a la Sra.
Churchill que le avisara en cuanto llegara su marido o la Sra.
Bingley.
A media tarde, viendo que su marido no había regresado,
acudió nuevamente al despacho donde Fitzwilliam estaba
guardando los papeles que había concluido en esa jornada
de trabajo, esperando únicamente la autorización del patrón
para ser enviados con la firma requerida.
Al ver que Lizzie entraba, Fitzwilliam se puso de pie y saludó.
Lizzie preguntó:
–¿Ha tenido noticias de mi marido?
–No Sra. Darcy, pero estoy persuadido de que ya no ha de
tardar. Ya pronto será la hora de la cena.
–Sí, ya van a llegar mi madre y mis hermanas de su paseo.
–Yo siempre le he dicho a mi amigo, y hoy me permití
recordárselo, que es muy afortunado en tener a alguien que
se preocupe por él. Usted es la mejor compañera que pudo
haber encontrado.
Lizzie bajó la cabeza, dudando de dicha afirmación,
sintiéndose culpable por lo sucedido.
–Lamenté mucho cuando mi esposo me dijo que su
compromiso con la Srita. Anne de Bourgh se había
cancelado definitivamente.
Fitzwilliam agradeció con la mirada, acompañado por un
gesto de desengaño.
El Sr. Churchill se asomó al despacho e interrumpió por unos
momentos para anunciar a un visitante: la Sra. Willis.
–¿La Sra. Willis? ¿Qué querrá era mujer? –murmuró Lizzie
azorada.
–¿Gusta que la escolte para recibirla? –preguntó Fitzwilliam.
Ambos salieron del despacho y se dirigieron al salón
principal donde estaba la Sra. Willis admirando el retrato de
Lizzie. Al escuchar el ruido de las pisadas giró y saludó con
entusiasmo:
–¡Sra. Elizabeth! Se ve completamente restablecida, sólo he
venido a felicitarla por el nacimiento y el bautismo de sus
hijos. Coronel Fitzwilliam –saludó con formalidad.
–¿Quiere tomar asiento? –ofreció Lizzie.
–Coronel, hace mucho que no nos veíamos, aun cuando
usted sí ve a mi esposo con más frecuencia.
–Sí, la última vez fue en la fábrica de porcelana.
–Mi marido me dijo que habían visitado la fábrica y que el Sr.
Darcy estaba alborozado por el nacimiento de sus hijos. He
querido darle también mis parabienes.
–El Sr. Darcy no se encuentra.
–Y usted, coronel, ¿trabaja con frecuencia en el despacho
del Sr. Darcy mientras se ausenta acompañado por su
esposa?
–Sólo cuando lo amerita el trabajo. Había premura en
terminar unas cartas que el Sr. Darcy me había solicitado.
–Y la Sra. Darcy ¿no debería estar cuidando de sus hijos
mientras su marido regresa?
–Eso he hecho desde la mañana.
–¡Vaya! ¡Cómo cambian las cosas una vez que nacen los
hijos! ¿Tardará mucho en regresar el Sr. Darcy?
–Eso no es de su incumbencia.
–Según me había dicho mi marido alguna vez, el Sr. Darcy
siempre cena con su esposa. ¿Sus hijos les permiten
continuar con esa costumbre?
Lizzie mostró turbación ante la pregunta, pero se repuso al
ver que el Sr. Churchill entraba para anunciar que las Bennet
habían regresado de su paseo. Ellas entraron y fueron
presentadas con la Sra. Willis. Todos se volvieron a sentar,
excepto Lizzie que se disponía a servir el té a los visitantes.
–No había tenido el gusto de conocer a su familia, Sra.
Elizabeth, exceptuando a su hermana, la Sra. Bingley.
–¿Usted es la esposa del socio del Sr. Darcy? –preguntó la
Sra. Bennet.
La Sra. Willis asintió con cortesía.
–Y el Sr. Darcy ¿no ha regresado? –indagó Kitty–. ¡Claro!,
después de lo que ocurrió en el desayuno, sabrá Dios a qué
hora se presente. Cuando salió de la casa se veía furioso.
–Te dije que no mencionaras ese nombre en la mesa –
murmuró Mary.
–Pero si el Sr. Darcy ya estaba enojado desde antes, ¿qué le
habrás hecho a tu marido para que estuviera de ese humor,
Lizzie?
–¡Sí que las cosas han cambiado desde el nacimiento de sus
hijos! Ya le decía yo, y tan sólo han transcurrido dos meses –
afirmó la Sra. Willis con una sonrisa maliciosa.
–Ya está oscureciendo. Tal vez sea juicioso que lo
mandemos buscar. Las calles de Londres son peligrosas –
insinuó la Sra. Bennet.
La Sra. Willis se rió y prosiguió:
–Yo le sugeriría empezar a buscar en un par de horas en las
calles de East End, allí es donde los caballeros millonarios
buscan la compañía que sus esposas les han negado. Claro
que quién sabe si lo encuentren de buen humor, in fraganti.
–Pero usted, ¿quién se ha creído que es para hablarle a mi
hija, a la Sra. Darcy, de ese modo? –increpó la Sra. Bennet
levantándose.
La Sra. Willis se puso de pie y continuó:
–Sra. Elizabeth, yo me retiro, ha sido un placer verla, y por
favor, salude a su esposo cuando regrese, si regresa hoy, y
le ofrece mis más sinceras felicitaciones. Bienvenidos al
mundo real.
La Sra. Willis se marchó, dejando a Lizzie constipada con la
taza de té en sus manos temblorosas, de pie, a punto de
desfallecer.
–¡El problema es serio! Pero ¿qué habrá querido decir con
“bienvenidos al mundo real”? –indagó Kitty con curiosidad.
Lizzie tomó asiento, dejando la taza sobre la mesa para
evitar dejarla caer al piso.
–Lizzie, ¿quieres que pida que el Sr. Peterson salga en su
búsqueda? –inquirió la Sra. Bennet.
–No mamá. Seguramente el Sr. Darcy se presentará de un
momento a otro. ¿Gusta acompañarnos a cenar, coronel? –
investigó con impresionante serenidad, aun cuando sentía
derrumbarse por dentro.
–Permaneceré aquí hasta que el Sr. Darcy haya llegado, si
me lo permite.
–¿Cómo ha seguido Christopher? –investigó la Sra. Bennet.
–Bien, ha comido y ha dormido con normalidad durante el
día, parece que lo de ayer sólo fue un susto.
–Los Sres. Gardiner mandan sus saludos y sus buenos
deseos de salud para el pequeño Christopher.
La Sra. Bennet narró lo divertido que había sido su paseo y
los comentarios que los Gardiner habían hecho del evento
del día anterior, mostrándose muy agradecidos por la
exclusiva invitación, mientras Lizzie se zambullía en sus
pensamientos, preocupada por ver correr el reloj sin noticias
de su marido.
Al cabo de una hora de espera, Lizzie los invitó a pasar al
comedor. Durante la cena sólo se escuchó la voz de las
Bennet y cuando por fin concluyeron, se despidieron y se
retiraron a descansar, mientras Lizzie y el coronel
permanecieron en el salón principal en espera de informes.
Lizzie solicitó al Sr. Peterson y al Sr. Churchill que fueran a
buscar al Sr. Darcy y después de un rato subió a su
habitación para darle de comer a sus hijos, mientras el
coronel permaneció en el despacho en espera del arribo del
Sr. Darcy.
Lizzie estuvo despierta hasta altas horas de la noche, con la
creciente zozobra de la ausencia de su marido, de quien no
recibía noticias hasta ese momento. Su cabeza estaba llena
de ideas que en otro momento le hubieran parecido tan
alejadas de la realidad, pero que ahora eran las únicas
razones por las que podía explicar lo que estaba sucediendo.
Las palabras de la Sra. Willis penetraban en su mente como
una fuerte aserción, tratándolas de desmentir a toda costa
sin conseguir la serenidad de su alma; por el contrario, entre
más pasaba el tiempo más se sembraba y se arraigaba la
duda en su corazón.
En medio de un espeluznante sigilo, por fin se abrió la puerta
de la sala que antecedía a la habitación y Lizzie se puso de
pie mientras observaba la sombra de su marido al cerrar la
puerta y la irresolución en su paso, que delataba su
inadecuado proceder. Se acercó a la siguiente puerta donde
se quedó de pie al observar a su mujer, quien le interpeló
inflexiblemente:
–¿Dónde has estado?
–Necesitaba hablar con alguien.
–¡Fizwilliam me dijo que hoy no tenías compromisos de
trabajo!
–No era por algún compromiso de trabajo.
–¿Y qué tema era el que te obligó a permanecer en las calles
hasta altas horas de la noche, sin avisar siquiera tu
paradero? –vociferó acercándose de forma amenazante–.
¿Con quién has estado en todo este tiempo que ni siquiera te
acordaste de avisarnos? El Sr. Peterson y el Sr. Churchill
llevan horas buscándote por todos los lugares que sueles
frecuentar y lo siguen haciendo. ¿Acaso estabas en algún
sitio en donde no querías ser encontrado y con qué
compañía has estado? –enfatizó con fuerza esto último.
–¿Acaso estás insinuando algo?
–¿Y qué es lo que quieres que piense después de que has
sido totalmente irresponsable y te has ido desde la mañana
hasta este momento de la casa, sin avisar y sin ser
encontrado en todos los lugares honorables de la ciudad,
aun cuando tu hijo estuvo a punto de morir ayer y después
de que entre nosotros…? –increpó Lizzie y se detuvo.
–¡Explícate completo, entre nosotros no ha habido nada, ese
es el problema, yo no sé por qué razón! –reprendió con
vehemencia–. Sí, andaba desesperado por las calles
buscando a una persona con quién conversar de mis
problemas y que me pudiera comprender y aconsejar porque
mi esposa no ha sabido recibirme, pero no es la persona que
tú tienes en la cabeza a la que yo recurrí. Pero ¿qué clase de
persona crees que soy si piensas que sería tan ruin de irme
con alguna otra a satisfacer mis necesidades y entregarme a
los placeres de la carne olvidándome de ti y de mi familia?
¡Si antes de conocerte no lo hice, menos ahora, aunque
decidas no recibirme más en tus brazos!
Darcy respiró para recuperar el aliento.
–¿Cómo es posible que después de todos estos años y de lo
que hemos compartido puedas dudar de mi amor por una
noche que llego tarde, en lugar de preocuparte, y dejarte
influenciar por las opiniones que seguramente la Sra. Bennet
o tu hermana comentaron durante toda la cena? ¡Así
dudarás de mí en cualquier otro momento! Y para que
puedas dormir tranquila, te diré que únicamente buscaba el
consejo de un padre, y al único que encontré después de
tantas horas de cabalgar fue a tu tío, el Sr. Gardiner, en su
casa. Estuve con él hasta hace unos minutos y me dijo que
te comprendiera y te diera el tiempo que necesitaras con
toda paciencia. Pero mi paciencia tiene un límite y no
permito que me insultes con tus dudas.
Darcy se dio la vuelta para retirarse y Lizzie gritó:
–¿A dónde vas?
–Sra. Elizabeth –giró con fingida tranquilidad–. Ésta es su
alcoba y no quiero seguir incomodándola. Me iré a otra
habitación.
Darcy continuó su camino y se marchó cogiendo la vela que
había dejado sobre la mesa.
Lizzie se quedó suspendida por varios minutos, avergonzada
de haber pensado mal de su marido y aumentando el
sentimiento de culpa que ya percibía desde hacía horas. Se
acostó sintiendo el frío de las sábanas y una intensa soledad
la invadió, lo que impidió que conciliara el sueño en toda la
noche.
CAPÍTULO LIV
La vigilia fue larga, Lizzie rezaba para que ya terminara
aunque su desazón no podía disminuir, al igual que la
preocupación de no saber qué hacer, ¿cómo enfrentaría a su
marido a la mañana siguiente, después de todo lo que había
ocurrido?
Cuando los pájaros empezaron su canto, Lizzie apartó las
cobijas y se levantó para alistarse rápidamente y alcanzar a
su esposo antes de que se fuera a cabalgar. Al salir del
vestidor atendió a sus hijos deseando terminar pronto para
bajar al salón principal, solicitó a la Sra. Churchill que se
quedara con ellos en la alcoba adyacente para evitar que se
enfriaran y ella bajó, pensando en que tal vez ya era tarde
para encontrar a su marido en la casa. Llamó al Sr. Churchill,
quien le informó que el señor aún no había bajado, Lizzie
preparó una nueva carta a Jane instándole que fuera a
visitarla, ya que tenía urgencia de hablar con ella, y se la dio
al Sr. Churchill para que fuera entregada a la brevedad, en
manos de su destinatario, y se sentó a esperar.
Pasaron dos horas durante las que no se escuchó ningún
movimiento, únicamente las hojas de un libro que Lizzie
saltaba sin leer. Las Bennet arribaron al salón principal con
sus acostumbrados coloquios y Lizzie las recibió poniéndose
de pie.
–Sra. Darcy, buen día. Pero hija, traes muy mala cara, ¿tus
hijos no te dejaron dormir? –indagó la Sra. Bennet.
–Tus hijos o tu marido –indicó Kitty.
–Estoy bien mamá.
–¡Estos hombres que sólo nos traen preocupaciones! Mira
que dejarte con la angustia sin avisar dónde estaba.
–¿Por fin a qué hora llegó tu marido? –interrogó Kitty.
Lizzie bajó la cabeza, pensando en que realmente
desconocía la respuesta a esa pregunta.
Afuera en el pasillo se escucharon las generosas risas de los
caballeros, Darcy caminaba en compañía de Fitzwilliam
comentando de algún asunto que les había hecho gracia.
Ellos entraron risueños y las damas los saludaron.
–Se ve a todas luces que pasó una noche agradable, Sr.
Darcy –reveló Kitty.
–Sí, en realidad más de lo que yo esperaba. Fue una noche
magnífica –contestó Darcy satisfecho.
–Y por lo visto no en compañía de mi hermana.
–Por el momento la Sra. Darcy se encuentra indispuesta, por
lo que he decidido no perturbarla.
–¡Qué fácil resuelven los problemas los hombres! –exclamó
la Sra. Bennet exasperada–. El Sr. Bennet nunca cambió de
cama, a pesar de todos los problemas que tuvimos.
–Estoy persuadido de que es saludable hacer algún cambio
de vez en cuando. Hasta el Sr. Bennet lo hacía cuando
visitaba Pemberley.
–¿Cómo? –indagó aturdida.
–Ahora, si me permite la señora –indicó dirigiéndose a Lizzie,
rozando su barba incipiente con la mano–, iré a cambiarme
de ropa.
Darcy observó por unos momentos a su esposa, quien
reflejaba tristeza en su mirada, sintiendo un deseo
insondable de acercarse, acariciar su rostro y cubrirlo con
sus besos hasta aflorar una sonrisa, abrazarla y sentir el
aroma que lo embriagaba, reconociendo que la había
extrañado desde hacía muchos días. Quería dejar en el
olvido todo lo pasado, pero sabía que ella no lo deseaba y se
dio la vuelta apretando los puños vigorosamente. Cuando el
señor de la casa cerró la puerta tras de sí, todos tomaron
asiento.
–¡Pero qué desfachatez! –espetó la Sra. Bennet indignada–.
Nunca había oído decir algo similar. ¿Cómo es posible que
reconozca su falta como si fuera lo más natural del mundo y
tú, Lizzie, te resignes sin remedio? ¡Y afirmar que el Sr.
Bennet hizo lo mismo! Yo pondría las manos al fuego por mi
difunto marido antes de imaginar que haya sido capaz de
algo así. ¡Sólo de pensarlo me horrorizo!
–Afortunadamente el Sr. Bennet ya no está aquí, de lo
contrario tal vez te impresionarías de su respuesta. Si el Sr.
Darcy resolvió su problema de esa manera, ¿qué no hará el
resto de los hombres?, disculpándome con el coronel –indicó
Kitty.
–¡Nunca lo hubiera pensado! Lo que es tener tanto dinero y
pensar que de esa manera puede comprar a la gente para
tenerla a su servicio cuando él lo necesite, pueden conseguir
hasta el silencio de las personas sin mayor complicación. De
haber sabido que este día llegaría, nunca habría aceptado
que te casaras con ese hombre. Lizzie, sabes que las
puertas de Longbourn están abiertas para ti y tus hijos, si
decides regresar con nosotras podremos partir hoy mismo.
–¡Entonces ya no iremos de paseo! –se quejó Kitty.
–¡Qué importa nuestro paseo cuando tu hermana está
pasando por momentos difíciles!
–Yo recuerdo que cuando Lydia te pidió ayuda y se fue de su
casa con su hijo, tú le aconsejaste que regresara a
Newcastle y que resolviera sus diferencias con su marido,
aun cuando había la sospecha de infidelidad –comentó Mary.
–Bueno, Wickham no tiene ni en qué caerse muerto y estaba
dispuesto a armar un escándalo para lograr sus fines, en
cambio el Sr. Darcy estará obligado a cubrir generosamente
las necesidades de su esposa y de sus herederos sin la
menor disputa, ya que así podría salir a relucir el motivo de la
decisión de mi hija. Además, la Sra. Darcy tiene su negocio y
recibe ingresos independientes de su marido.
–Negocio que se encuentra dentro de la propiedad de la
familia Darcy –aclaró Kitty.
–Asimismo, Lizzie correría el riesgo de ser separada de sus
hijos. El padre tiene la patria potestad de los hijos y todo el
derecho de decidir su destino, sin tomar en cuenta la opinión
de la madre –comentó Mary.
–¡Eso sería como asesinar a mi hija! –exclamó la Sra.
Bennet turbada–. ¡Ellos necesitan de su madre, son muy
pequeños todavía! No creo que el Sr. Darcy sea capaz de
esa bajeza.
–Ya no sabemos de qué puede ser capaz –indicó Kitty.
–Iré a ver si ya está el desayuno –dijo Lizzie con apatía,
retirándose de la pieza.
–Parece que tú, mamá, estás más preocupada por tu hija
que ella misma –señaló Kitty.
Lizzie salió y se recargó en la pared, suspirando
profundamente, tratando de aliviar el intenso dolor que sentía
en el pecho y de contener las lágrimas que se desbordaban
pródigamente. Percibía un poderoso impulso de correr hasta
su habitación y abrazar a su marido, pedirle perdón por su
confusión, pero él ni siquiera la había extrañado esa noche,
cuando a ella le había hecho tanta falta. Sabía que seguía
enojado, había notado cómo fruncía el ceño antes de
retirarse y cómo estrujaba las manos mientras salía. Unos
pasos que escuchó la sacaron de sus pensamientos, se
limpió el rostro con un pañuelo y continuó su camino.
A los pocos minutos regresó Darcy luciendo un arreglo
impecable, por lo que el tema de conversación cambió
radicalmente. Sin embargo, la actitud de la Sra. Bennet hacia
su yerno era parca, cayendo en la grosería, pero él no lo
tomó en cuenta.
Lizzie volvió e invitó a todos al comedor, la conversación
durante el desayuno se limitó a temas superficiales en los
cuales participaron las Bennet y el coronel. Lizzie
permaneció reservada, ocultando la pena que retenía en su
corazón, mientras Darcy se mostraba serio y distante. Lizzie
lo sentía sumamente frío e indiferente para con ella, hasta le
infundía un cierto temor cuando sus miradas se llegaban a
encontrar, incrementando el dolor y el remordimiento,
consciente de que todo eso era por su causa.
Terminado el desayuno, las Bennet se alistaron para salir a
su paseo con los Sres. Gardiner, Fitzwilliam se despidió y se
retiró. Lizzie se afligió profundamente al escuchar que su
marido estaría en el despacho, resonando en su memoria las
palabras que le había dicho el día anterior.
Lizzie permaneció en su habitación atendiendo a sus
pequeños hasta que se quedaron dormidos. Trató de distraer
su mente con la lectura, esperando que Jane pudiera asistir
a su llamado; cada minuto que pasaba estaba más
confundida, sin saber qué hacer, sin entender lo que estaba
sucediendo.
La Sra. Churchill tocó a la puerta y anunció a la Sra. Bingley.
Lizzie respiró profundamente al ver que su hermana ya
estaba con ella y la recibió con un abrazo. Jane explicó:
–Perdona que viniera hasta ahora pero Caroline recibió ayer
tu primera carta y no me la entregó, una más de sus
reticencias. Lo supe hoy cuando el Sr. Peterson me dio el
aviso en las manos y vine en cuanto pude. ¿Christopher y
Matthew se encuentran bien?
–Sí, gracias –aclaró y la invitó a tomar asiento.
–Me quedé preocupada el día del bautismo y más cuando
recibí tu carta. ¿Todo está bien?
–Jane –inició rompiendo en llanto, sumamente angustiada–.
¡Estoy perdiendo a mi marido y no sé qué hacer!
–¿Cómo? –preguntó sorprendida, sin entender sus palabras–
. Él te ama infinitamente. ¡Yo soy testigo de eso!
–Sí, me ama y yo lo amo con toda mi alma pero, no sé qué
me pasa. ¡Lo estoy alejando de mi vida y no sé cómo
evitarlo!
–¿Pero por qué?
–Desde hace cinco meses que no estamos juntos; primero
por indicaciones médicas y ahora…
–No tienes deseos de estar con él.
–Jane, ¡nunca había sentido esto y no sé cómo sortearlo!
Desde que él se ha dado cuenta se ha alejado de mí,
procura salirse de la casa todo el día o está en su despacho
sin salir; y cuando está con nosotros, casi como si no
estuviera. ¿Qué está sucediendo?
–Lizzie, es normal lo que sientes y también me sucedió a mí.
Yo lo comprendí muchos años después, provocando el
alejamiento que sufrí con mi marido.
–¡No quiero que me suceda eso! ¿Qué hago? ¿Qué está
pasando?
–La lactancia es maravillosa para la madre y para los hijos,
pero te quita el deseo de estar con tu esposo. Y la
maternidad es algo extraordinario, el amor y la dedicación
que les das a tus hijos es una fuente de realización para la
mujer pero a veces te deslumbra tanto que te olvidas que
también tu marido necesita atención y se siente abandonado
en todos los sentidos.
–¿Entonces? Yo quiero seguir amamantando a mis hijos;
todavía están muy pequeños y los adoro. ¿Cómo no atender
a estas criaturas que tanto me necesitan?
–Tu marido y tus hijos no tienen por qué estar en
competencia; pero eso depende de ti, de que esto les ayude
a crecer en lugar de destruirlos.
–¿Qué puedo hacer?
–Así como eres generosa con tus hijos y los quieres
amamantar y atender con todo tu amor, también debes ser
generosa con tu marido cuando él te pide atención,
cualquiera que ésta sea. Lizzie, el deseo de la mujer se
despierta en la mente: si tú estás receptiva para estar con tu
marido sus caricias te enloquecerán, pero si no lo estás
podrás aborrecerlas. En otras palabras, si tú piensas en tus
hijos todo el tiempo, inclusive cuando estás con tu marido, no
lo vas a lograr. Cada uno debe tener su tiempo y su espacio
y tú debes procurar un equilibrio, muy difícil de alcanzar, pero
debes luchar por conquistarlo todos los días. A veces estarás
muy cansada por atender a tus hijos o tendrás que cuidar a
un hijo enfermo y eso lo puede entender perfectamente
Darcy; pero si te niegas en todas las ocasiones en las cuales
él quiere platicar, convivir contigo o estar a tu lado sin darle
una explicación o solución al problema, anteponiendo
siempre a tus hijos, él va a estar confundido, enojado,
inconforme, inseguro y por eso se aleja, sintiéndose exiliado
de tu vida.
–Así me dijo que se sentía.
–Yo te recomiendo que, en la medida de lo posible,
continúes haciendo las actividades que te gusta hacer con tu
marido, a solas. Una o dos veces a la semana puedes
pedirle a alguien de tu confianza que cuide a tus hijos, te
aseguro que no les va a suceder nada. Váyanse al teatro, a
buscar algún libro en la librería o llévale el té a su despacho
y sorpréndelo.
–Jane, me da terror dejar a mis hijos mucho tiempo.
Christopher casi se muere en mis brazos. ¿Con qué
tranquilidad los podría dejar más tiempo con la preocupación
de que se vuelva a presentar una crisis?
–Te comprendo Lizzie; pero, ¿acaso prefieres ver a tu
marido en brazos de otra mujer? –preguntó con sorprendente
determinación.
–¡No, eso no! No sabes la angustia que he sentido al
recordar las palabras que me dijo la Sra. Willis, como si
estuviera convencida de que ese destino es irremediable en
todo matrimonio, viendo que se está cumpliendo en mi vida.
–Entonces te sugiero que domines tus miedos. Acuérdate de
todos los temores que él venció para acercarse a ti y hablarte
de sus sentimientos, del esfuerzo que tuvo que hacer para
sobreponerse a la pena de perder a un hijo y darte toda la
prioridad para que salieras adelante de tu sufrimiento. Su
amor ha crecido por el esfuerzo que le han dedicado ustedes
cada uno de los días de su matrimonio cubriendo las
necesidades emocionales que tienen, no ha sido por arte de
magia, y hoy te toca querer amar, a pesar de las dificultades.
–¿De qué necesidades emocionales hablas?
–Para la mujer el afecto es lo más importante, tener a alguien
con quien hablar de sus sentimientos y de sus pensamientos,
así como la honestidad que él puede tener para con ella, sin
olvidar el sostén económico y la ayuda que recibes en el
cuidado y la educación de los hijos. Para el hombre la
satisfacción sexual es lo primordial, necesita también que su
esposa sea su compañera en la recreación, muchos precisan
que su mujer se conserve atractiva para ellos y sentir que
ellas los admiran por sus logros, así como todo lo
relacionado con el mantenimiento de la casa. Si estas
necesidades no están cubiertas por cualquiera de las partes,
hay resentimiento y frustración e inician los problemas.
Evalúa las necesidades que ustedes tienen y la importancia
que cada uno le da en su relación…
–¿Cómo lo sabes?
–Me lo dijo el cura hace unos meses.
–¿El Sr. Elton?
–Sí. Y recuerda que cuando estés con él, en esa cita,
procura no pensar en tus hijos; estás con él y él también
necesita de ti. Recuerda que tus hijos algún día crecerán, se
irán de tu lado y te quedarás con Darcy: tú y él solos
nuevamente.
–Si antes no me abandona –indicó muy afligida.
–Lizzie, yo sé que Darcy nunca te abandonaría, pero tal vez
perderían varios años de felicidad juntos, como Charles y yo.
¿Dónde está él?
–Está en su despacho.
–Pues ve a hablar con él ahora mismo, no pierdas más
tiempo conmigo. Yo cuido a tus hijos.
Lizzie agradeció a su hermana, la abrazó con inmenso cariño
y se retiró. Salió de su alcoba y corrió rumbo al despacho. Al
llegar entró jadeando y encontró a su marido que leía su
libro. Darcy, al percatarse de su presencia, se puso de pie,
dejando su libro en el escritorio y, preocupado de ver a su
esposa hecha un mar de lágrimas, se acercó y preguntó
alarmado:
–Lizzie, ¿qué sucede? ¿Christopher está bien?
–Sí, ellos están bien –contestó acercándose y abrazó a su
marido mientras sollozaba.
Darcy la estrechó entre sus brazos con amor y la consoló por
varios minutos, sintiendo esa misma inquietud e
incertidumbre que sufrió cuando en Lambton la Srita.
Elizabeth recibió la carta de su hermana y se enteró de la
fuga de Lydia con Wickham; ignorando nuevamente el
motivo de la angustia de su amada con un ferviente deseo de
ayudarla a recobrar la calma. Al menos en esta ocasión
podía ceñirla con toda su devoción.
Cuando Lizzie se pudo serenar, se incorporó y le dijo:
–Perdóname Darcy, no quiero perderte, ¡no quiero que me
abandones!
–Yo nunca te abandonaría –esclareció con afecto,
acariciando su rostro y sintiendo un gran alivio al entender el
motivo de su aflicción.
–Quiero ser tuya para siempre –susurró.
–Y así será –murmuró besándola amorosamente y sintiendo
una exultación desorbitante.
CAPÍTULO LV
Darcy pasó el resto del día con Lizzie. La acompañó a
atender a sus bebés y, mientras ellos dormían supervisados
por la Sra. Churchill, salieron a caminar un rato al jardín y
platicaron agradablemente de diversos temas. Lizzie
preguntó, mientras paseaban tomados de la mano:
–¿De verdad pasaste una noche agradable?
–Sí, en realidad si me hubiera dormido en el suelo habría
sido igual de agradable. Estaba agotado, me agoté a
propósito cabalgando.
–Y ahora estarás exhausto por culpa de tu esposa –se burló–
. Gracias por recordarme lo maravilloso que es estar contigo.
Darcy sonrió, acercó su boca y capturó su labio inferior para
mordisquearlo y saborear su suavidad mientras Lizzie sentía
que se desmayaba en sus brazos, se abrasaba y se hundía
en el beso apasionado que le siguió sintiendo el corazón
desbocado, recordando lo que habían vivido en el despacho;
él dedicó toda su atención en hacerle el amor a su boca sin
poder detenerse, aumentando cada vez más su deseo y
dejándola casi sin sentido, hasta que él se separó
sosteniéndola con firmeza para que no cayera y
observándola con devoción.
–Un pequeño adelanto Sra. Darcy, de lo que recibirá por la
noche.
–¿Hasta la noche? –musitó con los ojos cerrados, causando
que su esposo se riera y la volviera a besar tiernamente, un
beso destinado a demostrarle su amor y sosegar el deseo
que había enardecido en su interior–. Darcy, no vuelvas a
salirte sin avisar, sí estaba tremendamente preocupada por
ti, pasé momentos muy dolorosos al sentirte tan alejado, me
sentía tan vulnerable.
–Intentaré que no vuelva a pasar, pero siempre recuerda que
mi amor por ti es más fuerte que cualquier otro sentimiento,
podría salirme sin avisar o enojado, buscando el sosiego que
me hace falta, pero no por eso pienses que te he dejado de
amar. No quiero que vuelvas a dudar de mí, aunque alguien
quiera alimentar tu incertidumbre, eso sí nos hace
vulnerables como familia, ante nosotros mismos y ante los
demás, provocando que se metan en nuestra vida y dañen
nuestra relación.
Darcy la abrazó cariñosamente. Cuando retomaron el paso,
Lizzie comentó:
–Mi madre se quedó con muy mala impresión.
–¿Mala impresión? Seguramente por el comentario que hice
del Sr. Bennet, pero tú sabes que es cierto, él iba a
Pemberley para visitarte y cambiar de aires, lógicamente que
también de cama.
–Darcy, mi madre y mis hermanas piensan que pasaste la
noche en alguna cama de la calle East End.
–¿En East End? –preguntó entendiendo el significado de
aquella conversación–. ¿Ellas también pensaban que yo…?
–Sí. Ayer vino la Sra. Willis a felicitarnos por el nacimiento de
nuestros hijos y entre comentarios que hizo Kitty y mi madre,
sugirió que te fuéramos a buscar a ese lugar.
–¿Y tú no las desmentiste?
–Mis ánimos no estaban para entrar en una acalorada
discusión con ellas, y menos en presencia de tu primo.
–Dadas las circunstancias, le debo una disculpa a tu madre
por haber sugerido que tu padre…
–Ellas son las que nos deben una disculpa por meterse y
hacer conjeturas sobre nuestra vida privada. Además,
seguramente no tendrán ni cómo verte a los ojos cuando se
desmientan ante el Sr. Gardiner y todo se aclare por sí sólo.
¿Y dónde pasaste la noche?
–En la pieza que ocupé cuando era niño, a unas cuantas
puertas de tu alcoba.
–De nuestra alcoba Darcy.
Él sonrió, pasó el brazo por los hombros de su mujer para
estrecharla y la besó en la frente mientras Lizzie continuó,
rodeándolo de la cintura:
–Estabas tan cerca de mí y yo te sentía tan lejos. Estuve
tentada a salir a buscarte para hablar contigo pero no me
imaginaba dónde estarías.
–Me alegro de que no lo hicieras, ¿qué tal si te encontrabas
primero a Fitzwilliam?
–¿El coronel durmió aquí?
–Sí, anoche llegué muy tarde y le dije que era mejor que se
quedara. Las calles de Londres son peligrosas después de
cierta hora.
–¿Por qué no pensaste eso mismo ayer mientras estabas
fuera?
–Porque tenía la mente ocupada en asuntos mucho más
importantes que quería resolver con presteza. Tu tío me
ofreció alojamiento en su casa pero ya quería regresar a tu
lado, aunque sólo fuera para contemplar tu belleza mientras
dormías.
Al estar próximos al quiosco y al rosal que muchos años
atrás Lady Anne había sembrado; Darcy, como hacía unos
años, cortó unas hermosas rosas rojas y se las obsequió a
su mujer, quien lo veía con inmenso cariño y gratitud, al
tiempo que él le decía:
–Perdóname por haber causado tu aflicción estos días.
–Quiero olvidar las ofensas del pasado y sólo recordar los
momentos placenteros –repuso Lizzie sonriendo y lo besó en
la mejilla en señal de agradecimiento.
–Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo con tanta
facilidad. Admiro más tu tranquilidad de conciencia que esa
filosofía tuya. Me alegra que tus memorias estén limpias de
todo reproche.
–El Sr. Darcy, con su amor, me hace olvidar fácilmente mis
faltas. ¿Podré yo, con mi amor, causar el mismo efecto en el
Sr. Darcy?
–Usted, Sra. Darcy, ha hecho maravillas y me ha
transformado por completo –reveló besándola
afectuosamente.
Cuando los Sres. Darcy caminaban de regreso a la casa, el
Sr. Churchill se acercó para entregar una correspondencia, al
tiempo que le indicaba a su amo que la habían enviado de
Pemberley. Darcy agradeció a su mayordomo, mientras abría
la carta de Lady Catherine, desde Rosings Park. Darcy la
leyó en silencio, al lado de su esposa, mientras el Sr.
Churchill se retiraba. Después de unos momentos, comentó:
–Te manda sus felicitaciones por el nacimiento de los
gemelos, envía saludos a Georgiana y… me encomienda
mucho a su hija Anne.
–¿Te encomienda a su hija?
–Sí, así dice; que me encargue de ella como si fuera mi
hermana.
–¡Vaya! La transformación de Lady Catherine continúa.
¿Quién lo habría imaginado hace unos años?
–Seguramente a través del tiempo se ha dado cuenta de sus
errores y ahora quiere enmendarlos.
–Seguramente también se habrá convencido de que el Sr.
Darcy es un maravilloso hombre, un excelente hermano y un
exitoso empresario. Y ella no tiene por qué admitirlo, pero yo
agregaría que eres el más amoroso de los maridos.
–Me atribuyes demasiadas cualidades de las que yo no
gozo ningún mérito –declaró negando con la cabeza.
–Y ¿qué me dices de tu preocupación y tu ayuda
desinteresada que les has brindado a tanta gente que te
rodea, inclusive a mí cuando Lydia se fugó con Wickham?
–No puedes comparar el amor que siento por ti desde
entonces a la ayuda que he ofrecido a los demás.
–No, pero a pesar de que yo ya te había rechazado y de que
el error de mi hermana llevaría a la ruina la reputación de mi
familia tras un deplorable escándalo, los buscaste pasando
muchos días de incomodidad y molestias resolviendo el
problema.
–Era lo menos que podía hacer para ayudarte. Sabes que mi
corazón estaba obligado, no por salvar la reputación de tu
familia, sino para recuperar tu tranquilidad y que pudieras ser
feliz aunque para ello hubieras aceptado casarte con otro
hombre.
–Me has dado la razón. Tu corazón siempre está lleno de
generosidad hacia los demás. Me salvaste de la ruina y me
dejaste en completa libertad de elegir mi destino. Cualquier
otro hombre que hubiera sido rechazado como tú, se habría
mostrado indiferente ante tal desgracia, agradeciendo
inclusive mi desprecio, o habría aprovechado esa situación
para conseguir lo que quería.
–Cualquier hombre que no te amara de verdad. Mi único
mérito es amarte con toda mi alma, lo restante te lo debo a
ti. Además, el haberte conocido y todos los momentos que
he vivido a tu lado han sido lo más hermoso que me ha
sucedido en toda mi vida –concluyó besando la mano de su
esposa, quien, en su interior, anhelaba que el día llegara a
su fin.
Lizzie sonrió y, al entrar a la casa, se dirigieron a su
habitación. La Sra. Churchill preparaba la ropa de los bebés
para su baño cuando ellos despertaron. Los Sres. Darcy
entraron en la alcoba y se acercaron para ver a sus
pequeños que lloraban desde sus cunas. La madre cargó a
Matthew y el padre a Christopher en tanto agradecían la
ayuda de la Sra. Churchill y ésta se retiró. En unos cuantos
minutos Darcy bañó a sus hijos mientras Lizzie los
desnudaba, los vestía y les daba de comer; luego los
pasearon por toda la habitación. Cuando ya estaba oscuro se
escuchó la llegada de un carruaje y los acostaron en sus
cunas. La Sra. Bennet y sus hijas ya habían arribado de su
paseo. Lizzie llamó a la Sra. Churchill y cuando llegó, Darcy
ofreció el brazo a su esposa para dirigirse al comedor a
cenar.
Mientras bajaban las escaleras, se escuchaba desde el salón
principal la voz de la Sra. Bennet que se quedó muda al ver
entrar a su hija del brazo de su marido, quienes se
mostraron alborozados. Lizzie las invitó a pasar al comedor
con una sonrisa que reflejaba su tranquilidad y que provocó
que la Sra. Bennet se sintiera avergonzada por los
comentarios que había dicho esa mañana.
Al tomar asiento, Darcy preguntó:
–¿Ha sido agradable su paseo, Sra. Bennet?
Ella asintió bajando su mirada, sin saber qué hacer para
ocultar su incomodidad.
–Y ¿a dónde fueron? –investigó Lizzie.
–Mi tío Edward, además de aclarar que el Sr. Darcy estuvo
con él ayer en la noche, nos llevó a visitar la Torre de
Londres –indicó Kitty–. Por más que le preguntamos cuál
había sido el motivo de su entrevista a esas horas, no nos
quiso decir, aun cuando mi madre le explicó la razón de su
incertidumbre.
–¿Cuándo aprenderán a no meterse donde no las llaman? –
murmuró Lizzie–. ¿Y qué tal el paseo?
–Con sólo mencionar al encargado de la torre que éramos
familiares de la Sra. Darcy nos dieron una atención muy
especial.
–Vimos la “casa de fieras”, una colección de animales que
acaban de inaugurar al público hace poco y el Sr. Gardiner
dijo haber reconocido entre los distinguidos visitantes al
poeta y pintor William Blake, quien admiraba a un
majestuoso tigre –completó Mary.
–Dicen que se ha visto a la difunta Ana Bolena caminar por
esos lugares donde fue ejecutada hace casi tres siglos. ¿Te
imaginas presenciar una de sus apariciones?
–Y luego visitamos la Iglesia de Southwark, donde está
enterrado el hermano de Shakespeare, Edmund.
–Y no olvides que visitamos el hotel Grillon, en la calle
Mayfair, donde conocí a un caballero.
–¡Vaya forma de presentarse y de sacarle la conversación! –
exclamó la Sra. Bennet.
–¿Por qué? –preguntó Lizzie a su madre, para ofrecerle la
confianza que ella había perdido.
–Le dijo que su rostro se le hacía muy conocido, que tal vez
habían sido presentados en alguna de las reuniones del Sr.
Darcy y él asintió diciendo que era su amigo.
–Sí, el Sr. Alexander Grillon –indicó Kitty.
–El Sr. Grillon abrió el hotel hace un año –reveló Darcy.
–¿Es el dueño del hotel? –preguntó para cerciorarse, con los
ojos brillantes de interés.
–¡Vaya forma poco ortodoxa de lograr una presentación! –
comentó Lizzie.
–Pero muy efectiva. Nos mostró las suntuosas instalaciones
del hotel y nos invitó un exquisito refrigerio. Le manda
muchos saludos, Sr. Darcy, y también a la Sra. Darcy, a
quien recuerda muy bien de la boda de la Srita. Georgiana.
–Entonces su visita fue muy variada y estimulante –expresó
alegremente.
–Sí, como a ti te gustan.
–Yo prefiero un paseo con más gente y menos paredes,
aunque me gustó mucho ese hotel. Mañana quedamos de ir
con la Sra. Gardiner al Hyde Park –comentó la Sra. Bennet–.
Si no estuvieras tan ocupada con tus dos criaturas, sabes
que con gusto te invitaríamos.
–Gracias mamá, además mañana ya tengo un compromiso
muy importante –reveló Lizzie mirando a su marido con
cariño.
–¿Un compromiso? –indagó Darcy, desconociendo a qué se
refería.
–El Sr. Darcy me llevará al teatro en la tarde.
Darcy sonrió complacido.
–¿Podría ir con ustedes? Me encanta el teatro –curioseó
Kitty.
–Lo que te encanta es admirar a los caballeros –aclaró Lizzie
riendo–, pero esta vez iremos solos, Kitty.
–¿Y tus hijos? –inquirió la Sra. Bennet.
–La Sra. Churchill los cuidará en mi ausencia.
–Yo podría cuidar de ellos, Lizzie.
–Gracias mamá, pero ya le pedí el favor a la Sra. Churchill y
aceptó encantada. Así podrás irte a tu paseo sin
preocupación por regresar temprano.
Cuando la cena concluyó, Kitty y Mary se despidieron y la
Sra. Bennet permaneció un momento para disculparse con
su hija por las injurias que había prodigado esa mañana.
Lizzie la abrazó con cariño y luego se retiraron a sus
habitaciones.
La Sra. Churchill, al ver entrar a sus amos, se puso de pie y
se marchó. Lizzie se acercó a ver a sus pequeños dormidos
en sus cunas y Darcy se aproximó a ella, abrazándola por la
espalda, y le dijo:
–¿Me permite formalizar mi invitación al teatro, Sra. Darcy?
–Será un placer –afirmó girándose y mostrando una hermosa
sonrisa.
–Me hechiza tu sonrisa.
–Me fascina cuando me haces la corte.
Darcy la besó emotivamente.
Las Bennet permanecieron en Londres toda la semana y
luego regresaron a Longbourn y los Bingley a Starkholmes
por petición especial de Jane, ya que la convivencia con la
Srita. Bingley cada vez se hacía más espinosa. La familia
Darcy permaneció en Londres, ya que Darcy tuvo que
atender unos asuntos en la capital debido a que Fitzwilliam
se ausentó por esos días acudiendo a un llamado especial
de Lady Catherine. Darcy le pidió al coronel que lo
mantuviera informado de lo que sucediera en Rosings
porque se había quedado preocupado al recibir la carta de
su tía. A los pocos días de que Fitzwilliam llegó a Rosings, le
envió un mensaje en el cual le avisaba que la condición de
salud de Lady Catherine era seria. Darcy, apenado por la
enfermedad de su tía, le escribió una carta participándole
que a la brevedad posible partiría para Kent.
CAPÍTULO LVI
Una tarde en la cual los Sres. Darcy descansaban de una
semana muy pesada a causa del intenso trabajo que se le
había acumulado a Darcy por la ausencia de su primo y por
unas noches de desvelo derivadas de la inquietud de sus
pequeños por molestos cólicos; Christopher despertó de su
siesta, lo que provocó que Lizzie se levantara y Darcy hiciera
una pausa en la lectura. La madre le dio de comer,
escuchando nuevamente el relato de su esposo y, cuando el
bebé se mostró satisfecho, lo acostó sobre sus piernas y
jugueteó con él por un rato. Al ver el brillo de esos hermosos
ojos azules acompañados de una primorosa sonrisa dirigida
a su madre por primera vez, Lizzie sonrió con los ojos
ahogados en lágrimas, sintiendo un calor que le recorría todo
el cuerpo y una emoción maravillosa, por lo que se acercó a
besarlo cariñosamente en la frente.
Darcy, al ver el obsequio de su criatura y la alegría que
reflejaba su mujer, cerró su libro y sonrió complacido,
hinchado de felicidad, agradeciendo al cielo que pudiera
contemplar esa conmovedora escena que compensaba todo
el sufrimiento que habían vivido, mientras Lizzie tomaba su
mano con cariño para compartirle su regodeo.
Luego, Darcy se acercó a cargar a Matthew y advirtió en él
una sonrisa al recibir su atención, se sentó al lado de su
mujer colocando a su pequeño sobre su regazo y
observando la penetrante mirada de su hijo que lo estudiaba
con vigilancia.
Después se intercambiaron los bebés para que Matthew
fuera alimentado y disfrutaron un rato de su compañía antes
de que el Sr. Churchill interrumpiera su actividad al tocar la
puerta de su habitación. Darcy fue a atender y recibió una
correspondencia del Dr. Donohue. Con mucha preocupación,
temiendo que algo había sucedido con su hermana, abrió la
carta prontamente, empezó su lectura en voz baja y respiró
profundamente al terminar de leerla.
–¿Sucede algo? –investigó Lizzie.
Darcy le entregó el manuscrito sentándose a su lado y ella
leyó, rezando para que fueran buenas noticias.
–¡Ya le levantó el reposo a Georgiana! ¡Entonces su
embarazo va por buen camino!
–Gracias a Dios.
–¡Qué hermoso detalle que Donohue quiera festejar el
cumpleaños de Georgiana y que nos hayan convidado! Yo
no habría aceptado invitados a mi celebración.
–¡Yo tampoco! Aunque nuestra manera de festejar no tienen
que realizarla todos los matrimonios.
–¿Acaso estás celoso?
Darcy guardó silencio.
–Tu hermana ya no es una niña, está felizmente casada y
ellos están enamorados. No puedes negar que es el mejor
regalo que puedes dar a quien amas.
–No, por supuesto que no, así como las muestras de afecto y
todos los demás detalles que te hacen feliz y que sólo una
persona que te conoce a la perfección te puede dar.
Lizzie sonrió.
–Pinceladas que te demuestran que todo el tiempo estás en
mis pensamientos y que llenan de plenitud una relación.
Darcy sonrió y la besó.
Los Sres. Darcy acudieron a la invitación a cenar a Curzon,
con mucha ilusión de ver a su hermana en mejores
condiciones de salud. Los Sres. Donohue los recibieron en el
salón principal y les ofrecieron una taza de té que el señor de
la casa les sirvió para evitar que su mujer hiciera el menor de
los esfuerzos.
–Pensé que ya te habían levantado el reposo –comentó
Darcy.
–Sí, aunque Patrick insiste en que no debo cansarme, al
menos mientras él está conmigo –indicó Georgiana–.
Supongo que el haber estado tan consciente del peligro que
corríamos el bebé y yo ha hecho que ahora extreme
precauciones.
–Entonces tú déjate consentir –espetó Lizzie–. Seguramente
en este tiempo has perdido peso ya que no se advierte tu
estado. ¿Cuánto tienes de embarazo?
–Cuatro meses y gracias a Dios mi apetito ha mejorado.
–¡Maravilloso regalo de aniversario!
Georgiana se ruborizó mientras capturaba la atención de los
presentes. Luego Darcy se encontró con la mirada y la
sonrisa de su esposa, recordando las palabras que había
dicho al respecto.
–¿Ya sentiste los movimientos del bebé? –indagó Lizzie.
–No, aunque Patrick me ha dicho que debo estar muy
relajada para sentirlos, que puede ser en cualquier
momento. ¡Estoy ansiosa!
Donohue sonrió mientras le daba la taza a su mujer.
Darcy veía a su hermana con un gran afecto, imaginando la
alegría que sentirían sus padres si aún vivieran, gozando de
los nietos que empezaban a llegar y de la alegría que les
transmitían a pesar de que todavía no conocieran sus rostros
y no hubieran tocado sus manos, ni siquiera sabían su sexo
o su nombre. Recordó la maravillosa sensación que percibió
con la sonrisa de sus hijos, el júbilo que su esposa
expresaba al tenerlos sobre su regazo, imaginando a su
madre cargando a sus nietos y a su padre orgulloso mientras
los observaba desde su sillón.
–¿Cómo ha seguido Christopher? –inquirió Donohue.
–Bien –suspiró Lizzie con una sonrisa–. Es extraordinario
verlos crecer, observar cómo estudian las cosas sencillas
que hay a su alrededor, cómo se dan cuenta que pueden
tocarlas al estirar sus brazos. Y las sonrisas que te regalan
cuando te acercas a ellos… Tiemblo con sólo pensar que
estuvimos a punto de perder a uno de nuestros hijos.
–Bajo esas circunstancias, es sorprendente que hayas
venido sin ellos –reflexionó Georgiana.
Lizzie bajó su mirada.
–Los dejé encargados con la Sra. Churchill con todas las
medicinas necesarias a la mano y una lista con todo detalle
de su uso, en caso necesario, y con plena confianza en Dios
de que estarán bien.
–Además de que la Sra. Churchill tiene una amplia
experiencia en el cuidado de bebés y de niños y, como tú
sabes, goza de toda nuestra confianza desde toda la vida –
completó Darcy.
La cena fue breve pero muy agradable, ya que los Darcy
disponían de poco tiempo para regresar a alimentar a los
bebés, además de que sabían que Georgiana tenía que
descansar. Durante la cena comentaron sobre el bautismo
de los niños Darcy, sobre la visita de las Bennet y la obra de
teatro a la que Lizzie y Darcy habían asistido hacía unos días
y que les había gustado mucho, donde Donohue ofreció
llevar a Georgiana en los siguientes días aprovechando el
palco de la familia Darcy.
Al término de la cena, el mayordomo trajo la torta de
cumpleaños que colocó enfrente de la señora de la casa,
quien, con mucho entusiasmo inició la repartida de las
rebanadas, fijándose muy bien antes de entregarlas si no
había algún objeto escondido que fuera destinado para la
festejada. En alguna de ellas encontró un anillo de oro con
una gema de aguamarina, azul clara transparente, la piedra
de la felicidad que se asocia con Afrodita, la diosa del amor.
Georgiana quedó muy agradecida por este gesto y su marido
y sus hermanos satisfechos de verla gozosa.
Mientras los caballeros estuvieron en el comedor tomando
una copa de oporto, Darcy le informó que saldría a Kent a la
brevedad posible por el delicado estado de salud de Lady
Catherine y que regresaría a Londres para informarse de la
evolución del embarazo de su hermana.
En el carruaje camino a su casa, Lizzie comentó:
–¡Qué hermoso detalle tenía Donohue para tu hermana! Me
recordó tanto el primer cumpleaños que pasé contigo.
–Fue un día magnífico. Y recuerdo que el prendedor que te
regalé lo usaste hace poco.
–¡Qué mejor día para usarlo y celebrar el resultado de tus
buenos deseos que el día del bautismo de nuestros hijos!
Darcy sonrió recordando esos momentos. Luego indicó:
–Me gustaría salir mañana mismo a Kent.
–¿Por qué?
–Fitzwilliam me escribió hace unos días, diciendo que mi tía
está delicada de salud. Sólo me esperé a que Georgiana se
restableciera. Donohue tiene muchas esperanzas de que
todo vaya mejor.
–En cuanto lleguemos a casa, prepararé lo necesario para
que salgamos a primera hora.
–Lizzie, ya no es tan fácil viajar con los bebés. ¿No prefieres
quedarte en Londres? Yo regresaré en unos días.
–Darcy, yo quiero acompañarte; sabes que no me gusta que
te vayas solo. A menos que tú quieras que me quede.
–No, en realidad me gustaría que vinieras conmigo, pero sólo
si tú también lo deseas.
–Entonces, le pediré a la Sra. Churchill que nos acompañe
para que, en caso necesario, cuide de los bebés.
Al día siguiente la familia Darcy, acompañada por la Sra.
Churchill, salió rumbo a Kent. El viaje fue pesado, aunque no
como la vez anterior; la plática de Lizzie con la Sra. Churchill
giró alrededor de los bebés y su experiencia en cuidar a hijos
propios y ajenos. Hicieron una parada en una posada del
camino donde pernoctaron y continuaron su camino. Al llegar
al hotel, Darcy hizo los preparativos para que le asignaran
una habitación y, como era costumbre de sus anfitriones,
recibieron a los Sres. Darcy con todas las atenciones y los
felicitaron por el nacimiento de sus hijos. Una vez que
llegaron a su alcoba, Darcy escribió una carta a Fitzwilliam
avisándole de su llegada y luego se recostó debido a un
fuerte dolor de cabeza sin poder conciliar el sueño, en tanto
su esposa atendía a los bebés y les preparaba su baño.
Cuando por fin Lizzie terminó de acostar a sus pequeños, se
acercó a Darcy, quien observaba todos sus movimientos,
trayéndole el té y el láudano que le ayudaría a aminorar su
malestar. Lizzie se sentó a su lado.
–Perdóname por dártelo hasta ahora.
–Entiendo que estás más ocupada. Además, tú sabes bien
que en realidad tu cariño es el que me hace sentir mejor.
Lizzie sonrió.
–¿Quieres que me prepare para ir a Rosings?
–No –indicó mientras la estrechaba entre sus brazos y
girando, la acostó a su lado, alborozado de escuchar la dulce
risa de su mujer–. No quiero desaprovechar ni un momento
que tú me puedas dedicar, aunque sea sólo para contemplar
tu belleza –declaró acariciando su rostro.
–¿Acaso el Sr. Darcy está celoso de sus hijos?
–De todo aquel que ose separarme de mi esposa –afirmó
sonriendo.
–Tendremos que poner un remedio a eso.
–¿Y cuál sugiere usted, Sra. Darcy?
–Con su dolor de cabeza, tendré que pensar en otra
alternativa.
–¿Otra aternativa?
–Sí. Tal vez pedir la cena con su platillo favorito.
–Excelente. Con eso el dolor desaparecerá por completo,
aunque no los celos.
–Luego podríamos salir al balcón a contemplar las estrellas
mientras platicamos y reímos de tantas cosas.
–Suena muy bien, hace mucho que no lo hacemos.
–Después darte tu ropa para que te puedas cambiar. Tal vez,
si me permites, pueda desabrochar tu camisa.
–Y yo, si me autorizas, te ayude a desabotonar tu vestido.
–Y, si y sólo si te sientes mejor…
–Podría besar a la Sra. Darcy en la frente –sugirió él
mientras lo hacía y ella sonreía–, luego en su mejilla.
Darcy con notable delicadeza besó su nariz y su otra
mejilla, recordando la primera vez que lo había hecho.
–Ya me siento mejor –murmuró besándola con ternura.
Temprano por la mañana, Darcy salió a cabalgar y a su
regreso Lizzie le entregó una correspondencia de Fitzwilliam
que había recibido hacía rato. Darcy la abrió y la leyó en
silencio y, al terminar, permaneció sereno y pensativo.
Caminó hacia la ventana y observó inmóvil por unos
momentos, dejando extrañada a Lizzie, quien, sentada en el
sillón, lo veía mientras alimentaba a Matthew.
–¿Sucede algo? –preguntó Lizzie preocupada, rompiendo el
sigilo.
–Me informa Fitzwilliam que… –dijo Darcy mientras se
volteaba a ver a su esposa–, Lady Catherine falleció hace
unas horas.
–¡Cómo! –exclamó azorada, dejando a su pequeño sobre la
cama y acercándose a su marido.
–La enfermedad que por tantos años pudo sortear, por fin
concluyó, llevándosela a ella.
–No sabía que estuviera enferma de gravedad.
–Diabetes, pero ella me escribió que sólo era un resfriado
y… –se detuvo al sentir que su garganta se cerraba por el
dolor y bajó su mirada.
Lizzie lo abrazó con devoción comprendiendo su sufrimiento
y agradeciendo al cielo que Lady Catherine hubiera aceptado
la rama de olivo que le ofrecieron en su visita, mientras que
Darcy recibió su consuelo ciñéndola fuertemente, pensando
en lo difícil que fue para él superar la pérdida de sus padres
y de su bebé sin su compañía, sintiéndose profundamente
desamparado e inseguro por haber perdido a la última
pariente cercana de la generación de sus padres que le
había servido de referencia, de soporte: aun con todos los
problemas que existían entre ellos su tía siempre se
preocupó por él y por los intereses de la familia al haber
asumido el papel de tutora a la muerte de Lady Anne.
Percibía un gran peso sobre sus espaldas por la enorme
responsabilidad de toda su familia: ahora él era la única
cabeza, el guía, y en sus manos estaba la felicidad de
muchas personas, las más importantes para él, inclusive la
de su prima, a quien su tía le había encomendado para que
fuera su guardián.
–Tendré que ir a Rosings pronto –indicó Darcy cuando se
separó, más repuesto.
–Por lo menos desayuna, ya está todo listo –propuso
tomándolo de las manos.
Darcy se sentó a la mesa junto a su mujer, en completo
silencio. Después de un rato, Lizzie comentó:
–Perdóname Darcy, tal vez debí haber insistido ayer en que
fuéramos a verla.
–No, Lizzie. Yo tomé mi decisión y tú no tuviste nada que ver
con eso. No te sientas responsable.
–¿Quieres que te acompañe? Sólo me cambiaría de vestido.
Los bebés ya comieron.
–No sé cuánto tiempo me voy a tardar, con certeza
necesitarán de mi ayuda para los trámites. Tal vez sea mejor
que te quedes aquí y yo te mandaré avisar para el velorio. Te
pido que le escribas una carta al Dr. Donohue
comunicándole de la noticia, él sabrá el mejor momento para
decírselo a Georgiana. A pesar de todo le guardaba un
sincero cariño.
Cuando Darcy terminó se despidió de Lizzie, quien se mostró
muy cariñosa con él, y se retiró.
Pasaron varias horas antes de que Lizzie, vestida de negro,
tuviera noticias de su marido; esperó en su habitación, en
compañía de la Sra. Churchill. Había usado ese mismo
vestido cuando su padre pereció y le trajo innumerables
recuerdos, sintiendo mucha nostalgia. Cuando por fin alguien
tocó a la puerta, la Sra. Churchill abrió y era el Sr. Peterson,
con una carta dirigida a la Sra. Darcy. Lizzie la recibió y la
leyó, enterándose del horario en que debía presentarse en
Rosings. Antes de irse, atendió nuevamente a sus pequeños
y se los confió encarecidamente a la Sra. Churchill,
dejándole un poco de suero y las medicinas con las
indicaciones por escrito.
Lizzie llegó a Rosings cuando mucha gente, desde el jardín,
ya estaba congregada al conocer la noticia de la defunción
de su bienhechora. Cuando trataba de localizar a su marido,
fue interceptada por su querida amiga Charlotte, quien, al
verla de lejos se acercó a ella y la abrazó con enorme cariño,
reflejando cuantioso dolor por la lamentable pérdida. Lizzie la
ciñó sintiéndose por fin en manos amigas en medio de tantas
personas desconocidas. Había sido su compañera de toda la
vida, aun cuando había varios años de diferencia entre ellas,
razón por la cual Charlotte siempre tuvo los pies sobre la
tierra mientras Lizzie le expresaba sus más profundos
sueños, sus más tiernas ilusiones que se habían empezado
a cumplir desde su matrimonio. Charlotte la felicitó por el
nacimiento de sus gemelos y agradeció la carta que le había
enviado. Lizzie le preguntó por Darcy y su amiga la condujo
hasta el salón donde estaban reunidos personas muy
cercanas a Lady Catherine, la poca familia que le quedaba y
algunas amistades íntimas de la difunta.
En ese lugar estaba la Srita. Anne, quien lloraba sin
encontrar consuelo a su sufrimiento, acompañada por la Sra.
Jenkinson, mientras todos escuchaban las palabras de
esperanza que el Sr. Collins, frente al sarcófago, enunciaba
como sacadas de un libro y con los ademanes notablemente
ensayados para la ocasión. Lizzie se acercó a la Srita. Anne
para ofrecerle su pésame y ella agradeció. Observó la
pantomima que estaba dando el Sr. Collins y agradeció al
cielo que hubiera rechazado su proposición de matrimonio, a
su lado su vida se habría convertido en un infierno, no sólo
por la falta de amor que siempre existió sino por la falta de
respeto que le inspiró desde el primer día en que lo vio en
Longbourn. Se preguntó cómo sería la vida de su amiga al
lado de ese hombre, conociendo que Charlotte lo había
aceptado únicamente por no haber tenido otra alternativa de
vida y para evitarle la carga a sus padres, conformándose
con lo que la vida escasamente le ofrecía sin luchar por sus
sueños, como lo había hecho Lizzie, aun cuando hubiera la
posibilidad de quedar solterona. Por el miedo a enfrentarse a
la vida había alcanzado una situación mediocre, sólo
esperaba que su amiga fuera feliz en su realidad.
Darcy arribó un rato después, en compañía de Fitzwilliam, y
se allegó a su mujer al tiempo que el coronel se dirigía al
lugar de la Srita. Anne para custodiarla. El Sr. Collins inició la
ceremonia religiosa para pedir por el eterno descanso de la
antigua y amada dueña de esas tierras, en la cual recordó la
generosidad que siempre había manifestado hacia los más
necesitados de su comunidad. La gente se acercó para
escuchar, a pesar de los llantos que algunas personas
dejaban escapar, aun cuando no eran tan cercanos a la
afectada.
Al concluir el servicio, Lizzie permaneció un rato más
acompañando a su marido mientras la gente formada se
acercaba para dar el pésame a los familiares y, después de
un tiempo razonable se retiró al hotel para alimentar a sus
bebés. Luego volvió a salir rumbo al cementerio donde se
había quedado de ver con Darcy. Cuando llegó, muchos ya
esperaban la llegada de la difunta, entre ellos la Srita.
Bingley, quien se arrimó para darle el pésame y saludarla.
–¡Vaya, en donde nos fuimos a encontrar! –comentó la Srita.
Bingley–. Y portando un vestido un poco pasado de moda,
que no es digno de la Sra. Darcy ¿No le parece, Sra.
Elizabeth?
–No acostumbro vestirme de negro todos los días, sólo para
asistir a funerales. ¿Usted sí?
–¡Qué extraño! Me parece que usted ha asistido a más
funerales que yo en los últimos años –indicó riendo–.
Seguramente éste fue el que usó en el entierro del difunto Sr.
Bennet y claro, de su pequeño Frederic. Y estuvo a punto de
utilizarlo nuevamente hace unas semanas, con Christopher.
Por cierto, ¿cómo ha seguido? La Sra. Bingley estaba muy
preocupada cuando leyó la carta que usted le envió, olvidé
entregarle la que mandó el día anterior. Espero no haberle
ocasionado más problemas.
–Es triste cuando una persona como el Sr. Darcy cambia su
concepto de una dama que en su tiempo le parecía perfecta
y que ahora la considere una mujer indeseable sólo por el
comportamiento lleno de rencor y de envidia que insiste en
manifestar cada vez que la vemos.
–¿Cómo? –inquirió exacerbada.
–Si quiere, pregúntele usted misma –insinuó sonriendo y
viendo a su esposo que se acercaba a ella.
Darcy, tomando la mano de su mujer, vio alejarse a la Srita.
Bingley sumamente molesta.
–¡Qué le habrás dicho para que se vaya de esa manera!
–Sólo la verdad –indicó riendo.
Darcy, sonriendo, la besó en la frente y la invitó a pasar a
sus lugares, donde ya los esperaban para comenzar la
ceremonia que nuevamente el Sr. Collins presidió.
Al terminar, continuaron por unos minutos recibiendo el
pésame de algunos que aguardaban formados, entre ellos
Bingley, quien venía solo ya que Jane se había quedado en
Starkholmes con sus hijos enfermos de varicela. Darcy le
presentó a Lizzie varias personas que habían asistido, luego
se despidieron de la Srita. Anne y de Fitzwilliam y se
retiraron al hotel. En el camino, Darcy comentó:
–Parece que pronto asistiremos a una boda.
–¿Una boda?
–Lady Catherine, en su lecho de muerte, dio su aquiescencia
para la boda de la Srita. Anne con Fitzwilliam. Me alegro de
no haber ido a verla anoche, así no interferimos en ese
momento que seguramente fue muy especial para mi prima.
–¡Qué gusto me da que por fin el coronel y la Srita. Anne
sean felices! A pesar de haber pasado varios años desde
que Lady Catherine se negó a dar su anuencia para su
compromiso, se ve que se siguen amando.
–Lizzie, tal vez sea pronto para programarlo, pero me
gustaría que consideraras la posibilidad de que nos vayamos
de viaje de aniversario.
–¿En diciembre? –cuestionó sorprendida, pensando qué
haría con sus hijos.
–Sí, claro, como normalmente lo hacemos. Únicamente
estaríamos en Londres unas semanas antes, esperando el
nacimiento del hijo de Georgiana.
Lizzie asintió con cierta duda en su corazón.
–Aunque si lo prefieres lo podemos posponer –indicó Darcy
al ver vacilante a su mujer.
–No, sólo pensaba si Jane aceptaría quedarse con
Christopher y Matthew.
–Seguramente sí. La Sra. Reynolds podría apoyarla, o su
hija.
–Y tendría que preguntar al Dr. Thatcher cómo continuamos
con la lactancia.
–Para entonces ya tendrán seis meses. ¿Pensabas darles
por más tiempo?
–No, no había pensado en eso –aclaró aparentando lo mejor
posible su desilusión.
–Tengo que ver lo de nuestro viaje con tiempo, ya que si
habrá boda tal vez Fitzwilliam ya no pueda apoyarme como
hasta ahora y tendré que ver a quién pongo en su lugar.
La familia Darcy permaneció una semana en Kent, en donde
Darcy auxilió a Fitzwilliam con algunos trámites y Lizzie
aprovechó para visitar a Charlotte, llevando a sus hijos con
ayuda de la Sra. Churchill. Regresaron a Londres y visitaron
a Georgiana, quien lamentó profundamente la noticia del
fallecimiento de su tía, y luego regresaron a Pemberley.
CAPÍTULO LVII
A su llegada, después de su larga ausencia, los Sres. Darcy
fueron recibidos por el Sr. Smith con algunas cartas, entre
ellas una para la Sra. Darcy de Lydia Wickham. Lizzie la leyó
cuando tuvo oportunidad.
“Querida Sra. Darcy: ¡Me encanta cómo suena tu nombre! Se
escucha tan importante y ahora más que ya nacieron tus dos
primeros herederos. Muchas felicidades Lizzie, me imagino
que has de estar feliz y muy ocupada atendiéndolos, aunque
seguramente ayuda no te ha de faltar. En cambio yo que no
paro en todo el día, atendiendo a mis hijos y la casa. ¡Me
encantaría conocer a mis sobrinos! Tal vez podamos hacer
válida la invitación que había quedado pendiente
aprovechando que Wickham sigue en prisión, aunque no sé
si pronto vaya a salir. Cuando invites a mi madre ojalá
puedas invitarme, sería tan bonito que los primos se
conozcan, aunque tus hijos estén tan pequeños. A mi papá le
encantaría ver a toda la familia reunida nuevamente. Con
afecto, Lydia”.
Lizzie, consultando previamente con su marido, le respondió
a Lydia que quería convidarla para la navidad en Londres, ya
que Georgiana estaría incapacitada para viajar y Darcy
deseaba pasar las fiestas en compañía de su hermana,
siempre y cuando Wickham no asistiera en caso de que
saliera de prisión.
Darcy estuvo muy ocupado desde su llegada, se reunió con
varias personas de las fábricas, con el Sr. Willis, con Bingley
y con Fitzwilliam, quien le anticipó que pronto pregonarían
su compromiso y que ya no podría atender todos los asuntos
como antes, debido a que era voluntad de Lady Catherine
que él administrara los bienes de los Bourgh. Fitzwilliam
también le manifestó su interés de asociarse en su momento
con los negocios de la familia Darcy, que ya conocía tan
bien. Darcy, presionado por tener que prescindir del apoyo
de Fitzwilliam, entrevistó a los diferentes directores de las
fábricas para evaluar y escoger al mejor candidato para
reemplazar a su gran amigo y colaborador, hasta que se
decidió por el Sr. Boston, discípulo de Fitzwilliam desde
hacía varios años, quien había mostrado un excelente
desempeño en su trabajo y su completa lealtad a los
intereses de los negocios de la familia Darcy.
Lizzie, ocupada en atender a sus hijos y en recibir al Sr.
Mackenna un par de veces, a ratos pudo retomar sus libros
con inmensa satisfacción y en una ocasión recibió la
agradable visita de Jane y de sus sobrinos. Jane aceptó
encantada cuidar a sus sobrinos cuando los Sres. Darcy se
fueran de viaje y Darcy le solicitó a Bingley que en esos días
atendiera unos asuntos en Londres, por lo que los convidó a
hospedarse en su mansión mientras ellos estuvieran
ausentes y Bingley aceptó el ofrecimiento de su amigo.
Lizzie habló con el Dr. Thatcher y se decepcionó mucho ya
que tendría que dejar la lactancia e iniciar con alimentos
sólidos si quería irse de viaje unos días, con alta probabilidad
de no poder continuarla a su regreso. Debido a esto, y
dándole prioridad a la petición que su marido le había hecho,
decidió preparar a sus hijos con tiempo para que pudieran
acoplarse a esta nueva situación.
Lizzie batalló copiosamente por este proceso porque los
bebés todavía la buscaban ansiosos de que ella los
alimentara, por lo que se apoyó de la Sra. Reynolds y de su
hija para alimentarlos con las papillas y regresaba a cuidarlos
cuando ya estaban satisfechos, pensando en que se fueran
acostumbrando a su ausencia, aunque sentía mucha tristeza
por dejarlos en esos momentos.
Los bebés ya permanecían despiertos más tiempo y jugaban
con los juguetes que les acercaba; cada día que pasaba se
podían sostener mejor y permanecían sentados por largo
rato, recargados con cojines para evitar que se cayeran. Ya
se les había escuchado divertidas risas y tenían una
expresión de felicidad que llenaba de júbilo a su madre y que
su padre disfrutaba mucho el tiempo que pasaba en su
compañía.
Una noche, mientras Lizzie le daba de comer a Christopher
antes de acostarlo, Darcy le comentó:
–Mañana me confirmarán la disponibilidad de la casa que
deseo rentar en Bath, en Camden Place, es una zona
preciosa.
–Si no mal recuerdo, es la zona más elegante de Bath.
–Así es, sólo lo mejor para mi esposa. Y me gustaría llevarte
al Pump Room.
–Pensé que no querrías salir de la casa.
–Sí, lo pensé, pero sería egoísta de mi parte que no
conocieras un poco más de Bath que la vez anterior que sólo
visitamos el puente Pulteney. Podría llevarte también al
Royal Crescent, por citar alguna atracción.
–Suena fantástico. ¡Christopher! –chilló separándolo de ella
rápidamente.
–¿Qué pasó?
–Nada, sólo una mordida de tu hijo. Me ha costado mucho
trabajo quitarles el pecho pero esto no lo voy a extrañar.
–No los culpo, pero yo nunca me atrevería a morderte.
–¿No?
–No para lograr esa reacción de tu parte –ironizó–. ¿Quieres
que lo lleve a su cuna?
–¿Para ocupar tú su lugar? –se burló con una sonrisa.
Darcy rió.
–Agradezco al cielo que yo tenga boleto permanente.
A mediados de noviembre la familia Darcy viajó a Londres
para liquidar unos negocios del Sr. Darcy en la capital y para
ver a su hermana, quien ya esperaba el alumbramiento de su
criatura en los siguientes días, previo al viaje que había
planeado con su esposa a Bath.
Mientras los bebés jugaban con sus juguetes sentados en la
gran cama de sus padres, vigilados por Darcy que leía su
libro, en tanto Lizzie acomodaba en el cuarto contiguo
algunas de las prendas de sus pequeños, Christopher
empezó a toser, seguido por Matthew, al tiempo que
continuaban con su juego. A los pocos segundos, uno
continuó con la tos y el otro le hizo coro, pasaron unos
minutos y el patrón se volvió a repetir mientras el padre los
observaba con atención.
Lizzie regresó y escuchó la tos que presentaba sus
pequeños.
–Darcy, ¿acaso tienen tos?
Ella lo miró esperando su respuesta mientras él continuaba
contemplando a sus hijos. Los pequeños volvieron a toser,
uno después del otro y Lizzie dijo con cierta preocupación:
–Tal vez sea prudente que llamemos al médico. Dejaré de
preparar el baño, es posible que no sea conveniente
bañarlos si se enfriaron durante el viaje.
La conducta de los niños se volvió a repetir y Darcy seguía
con actitud vigilante, como si no prestara atención a los
comentarios de su esposa.
–Llamaré al Sr. Churchill para que busque al Dr. Robinson –
continuó ella girando hacia la puerta–, seguramente
Donohue no querrá separarse de Georgiana en estos
momentos.
–No es necesario que lo mandes llamar –dijo con una
sonrisa, cerrando el libro que hacía rato había dejado de
atender.
–¿Cómo? Pero tienen tos.
–Se ven felices, sólo están jugando, así se están
comunicando entre ellos. ¡Obsérvalos!
Ella se acercó y se sentó en la cama mientras Christopher la
volteaba a ver y tosía con una sonrisa en los labios y sus
ojos brillando de alegría, cuando Matthew volvió a toser y se
impulsó hacia adelante para ser alcanzado por su madre, al
tiempo que echaba la carcajada al ver que así conseguían la
atención de sus padres.
Lizzie los abrazó, sorprendida de ver lo fácil que les
resultaba conquistar su cuidado y los besó en la frente
mientras Darcy los observaba envanecido.
A la mañana siguiente Darcy salió después del desayuno con
el Sr. Boston y con Fitzwilliam a unos asuntos del negocio y
regresó hasta media tarde, encontrando a su mujer y a sus
hijos en la pieza contigua de su alcoba, refugiándose de la
lluvia que había caído durante las últimas horas.
Darcy entró y se acercó a su mujer que estaba sentada en el
piso con un montón de pelotas en su regazo que iba
aventando a sus pequeños a unos metros de distancia,
sentados en el suelo y rodeados por cojines y almohadas
utilizadas para ese fin, recibiendo las pelotas y arrojándolas
hacia todas partes en medio de risas y carcajadas. Lizzie
extendió su brazo y Darcy la tomó de las manos para
levantarla al tiempo que todas las pelotas se derramaban en
el suelo. Darcy la tomó dulcemente de la cintura y le dio un
cariñoso beso, mientras Lizzie colocaba sus manos sobre su
pecho, sintiendo la ropa mojada.
–Iré a cambiarme de casaca y enseguida te ayudo a recoger.
Christopher y Matthew estiraron los brazos para que los
cargara su papá. Darcy se quitó la levita y el chaleco,
quedándose con la camisa, y se agachó para cargar a sus
hijos que se pusieron a jugar con su moño.
Alguien tocó a la puerta y Lizzie atendió, era el Sr. Churchill
con una correspondencia para Darcy, del Dr. Donohue.
Darcy dejó a sus hijos en el suelo y Lizzie le entregó la
misiva, notando preocupación en su rostro y premura para
abrir la carta.
Darcy la leyó casi sin respirar, hasta que lanzó una
insondable exhalación.
–¿Qué noticias hay? –investigó Lizzie igualmente turbada.
Darcy le entregó la carta y ella la leyó.
–¿Una niña? ¿Fue niña? –indagó muy emocionada.
–Y Georgiana está bien –resolló Darcy.
–¿Iremos pronto a verlas?
–En cuanto la Sra. Darcy me lo indique –aseveró sonriendo.
Lizzie tocó la campana para llamar a la Sra. Churchill.
Enseguida cogió su abrigo y al llegar el aya, le dio algunas
indicaciones y se retiraron. Cuando arribaron a la residencia
de los Sres. Donohue, el mayordomo les abrió y los
encaminó hasta la alcoba principal donde los recibió el Dr.
Donohue, anegado de regocijo, y Georgiana, quien yacía en
la cama con la criatura en los brazos. Darcy sintió una
gigantesca emoción, se acercó rápidamente a su hermana,
se sentó a su lado y la abrazó con cariño; luego conoció a su
sobrina que se parecía mucho a su madre y a su abuela,
Lady Anne. Lizzie también se aproximó, felicitó a Georgiana
ciñéndola y se sentó en una silla, mirando con cariño a esa
pequeña en los brazos de su madre, en tanto que Darcy
preguntaba:
–¿Cómo te sientes?
–Muy cansada, pero bien, gracias. Feliz de que esta
pequeña se portara tan bien, aun cuando su madre no sabía
ni qué hacer; a pesar de que Patrick me lo explicó varias
veces antes de que todo comenzara y me apoyó durante el
parto mientras el Dr. Robinson nos asistía médicamente.
–Georgiana, lo hiciste muy bien –aclaró Donohue ufano.
–Eso nos sucede a todas la primera vez –comentó Lizzie
sonriendo–, y yo creo que también la segunda.
–Lo importante es que todo haya salido bien y que tu bebé
esté sana –indicó Darcy.
–Querido hermano, queremos que nos hagan el honor de ser
los padrinos de Rose.
Lizzie y Darcy se mostraron entusiasmados con la propuesta
de Georgiana y agradecieron con cariño. La bebé empezó a
llorar y Darcy acarició a su sobrina, se despidió de ella y de
su hermana con un beso y se retiró con Donohue para que
alimentara a su pequeña.
–¿Quién iba a decir que mi hermano se manifestaría tan
cariñoso con mi hija? –comentó Georgiana.
–Desde que nacieron sus hijos ha tenido una transformación
completa. Nunca lo había visto tan afectuoso con los niños.
Sin duda los hijos nos permiten conocer aspectos de nuestro
cónyuge que no habíamos descubierto.
–¿A pesar de tus casi siete años de casada?
–Sí, y también cosas que desconocemos de nosotros
mismos.
–Lizzie, nunca pensé que fuera tan bonito.
–Es maravilloso, pero no es fácil. Tu vida cambia
radicalmente en todos los sentidos y acoplarse a esta nueva
situación, tanto para ti como para el padre y para la hija es
difícil y lleva tiempo.
–Afortunadamente cuento con el apoyo de Patrick. El Dr.
Robinson le dio unos días de descanso y me ayudará estas
primeras semanas.
Georgiana le comentó cómo había estado su parto y que
había sentido cierto temor de que Donohue menospreciara
su malestar por haber atendido muchos partos previos al de
su esposa, pero que él la apoyó en todo momento a pesar de
las inseguridades que sentía. Lizzie le ofreció su ayuda para
lo que necesitara y Georgiana se lo agradeció.
Cuando Lizzie consideró ponderado retirarse para regresar
con sus hijos y dejar que Georgiana descansara, se despidió
y fue a buscar a su marido, quien platicaba con Donohue de
la situación del momento. Al percatarse de la presencia de la
Sra. Darcy, los señores se pusieron de pie; las visitas se
despidieron y se marcharon en su carruaje.
El bautismo de Rose se celebró dos semanas después en
Curzon, con los familiares cercanos de Donohue, los Darcy,
Fitzwilliam y los Sres. Gardiner.
CAPÍTULO LVIII
A pocos días de su viaje a Bath, Lizzie aliñó todo lo
necesario para que Jane y su familia se sintieran como en su
casa los días que se hospedaran en la mansión mientras
ellos se ausentaban. La Srita. Madison y la Sra. Reynolds
arribaron para ayudar a su ama y a la Sra. Bingley al cuidado
de los niños. Lizzie, ilusionada por su viaje y afligida por
tener que separarse de sus amados hijos, trató de
disfrutarlos lo más que pudo esos últimos días. Los bebés
por fin se habían acoplado al nuevo régimen alimenticio y el
Dr. Robinson se había mostrado satisfecho de su consulta,
ya que había encontrado a los dos bebés en buenas
condiciones.
Con esa confianza, Lizzie, dos días antes de su viaje, sacó a
sus hijos a pasear al jardín acompañada por la Srita.
Madison, ya que el día estaba muy soleado y el clima
agradable. Los bebés tomaron su baño de sol jugando
sentados sobre una manta que Lizzie llevó para no
colocarlos directamente sobre el pasto, como medida
preventiva. Cuando Lizzie sintió que empezó a refrescar
regresaron a la casa para darles de cenar y bañarlos. La
Srita. Madison le ayudó en esta labor y se quedó con ellos
mientras los Sres. Darcy cenaban en el comedor.
Darcy tomó la mano de su esposa que estaba sentada a su
lado y le dijo:
–Por fin tendremos tú y yo un tiempo de descanso, estoy
agotado.
–¿Estás seguro que estos días serán de descanso?
Darcy se rió.
–Por lo menos me complaceré con tu compañía, y podremos
dormir toda la noche.
–Eso es cierto. A pesar de que ya no los estoy
amamantando, se despiertan por lo menos una vez en la
noche. Y rara vez se despiertan al mismo tiempo.
–¿Ya se lo comentaste al doctor?
–Sí, me dice que es normal y que poco a poco se
acostumbrarán a dormir más tiempo, pero puede llevarse
unos meses más.
–Tal vez nos ayude, a nuestro regreso, que los bebés ya
duerman en su alcoba. Podremos mantener la puerta de
comunicación entreabierta, así estarás tranquila de tener
cerca a tus hijos.
–Y tú feliz de poder dormir toda la noche.
–O de disfrutar de tu compañía sin que tengas el temor de
que ellos se despierten.
Lizzie sonrió.
–Tendrás que reconocer que ese tema me preocupa cada
vez menos.
–Pero cuando ya se puedan sentar por sí solos, entonces sí
te va a preocupar si se siguen quedando con nosotros.
Lizzie suspiró.
–El tiempo ha pasado tan rápido. Apenas hace unos meses
estaban tan pequeños y hoy estuvieron a punto de
permanecer sentados sin apoyo. Y mañana ya estarán
moviéndose por sí solos buscando en qué entretenerse y
explorando el mundo que los rodea. Hoy Christopher jugaba
con un colibrí que se acercó y lo vio alejarse queriendo volar
tras él.
–Y supongo que la madre lo admiraba con todo su amor.
Lizzie bajó su mirada recordando ese precioso momento.
–Ojalá mañana puedas darte un rato para estar con tus hijos.
Has trabajado mucho estos últimos días y casi no los has
visto. Te extrañan.
–Trataré de desocuparme lo antes posible. Aunque a la que
verdaderamente van a extrañar es a su madre.
Lizzie bajó la mirada con tristeza.
–Con la compañía de sus primos seguramente estarán muy
contentos y Diana feliz de jugar y cuidar de ellos –completó
Darcy percatándose de su desconsuelo–. No obstante, si tú
quieres, podemos suspender nuestro viaje.
–Pero tienes mucha ilusión de realizarlo.
–Sí, sólo si tú también quieres hacerlo. No quiero que lo
hagas sacrificándote por mí.
–Y ¿por qué supones que implicaría un sacrificio?
–No necesito de mucho para darme cuenta de que los vas a
extrañar y que tal vez estarás preocupada por ellos.
–Sí, es cierto, pero también sé que tú necesitas descanso y
que aquí será muy difícil lograrlo. Y en este viaje quiero
consentirte y demostrarte que tú eres la persona más
importante para mí.
Darcy sonrió satisfecho.
Al terminar la cena, él ofreció el brazo a su mujer para
retirarse a la alcoba, con la sorpresa de que los bebés
continuaban despiertos, aun cuando la Srita. Reynolds les
dio su leche para que se durmieran. Ésta, al ver a sus
patrones entrar a la habitación, volvió a meter a los
pequeños en su cuna y se retiró.
Lizzie se acercó a ver a sus infantes al lado de su esposo,
quienes tranquilamente jugaban con sus móviles y, después
de unos momentos, Darcy se sentó en el sillón, cogió su libro
y reanudó su lectura en silencio. Lizzie se aproximó y le
sugirió:
–Posiblemente si lees en voz alta los bebés se arrullen y se
duerman más pronto. Así podré consentirte desde hoy.
–Está en italiano.
–¡Perfecto!, así los iniciarás en el idioma y yo desempolvaré
el mío.
Darcy sonrió y puso en práctica el consejo de su mujer, con
la esperanza de recibir su recompensa, mientras ella se fue a
cambiar. Al cabo de unos minutos, regresó y revisó a sus
pequeños que seguían muy entretenidos y prestando
atención a la lectura de su padre. Se sentó al lado de su
marido mientras él la recibía abrazándola y besando
lentamente su cuello.
–Parece que a tus hijos les gustará leer a Aristóteles –indicó
ella.
–Seguí tu consejo pero no creo que hoy tengan intenciones
de dormirse y anhelo con toda el alma saborear tu exquisita
piel.
–Tal vez podamos esperar un rato más.
Darcy se rió, incorporándose.
–Antes te preocupabas de no despertar a tus hijos y ahora
porque no se duermen. Además, están muy tranquilos y
todavía están muy chicos como para que se salgan de sus
cunas.
–¿No crees que podrían asustarse?
–Yo creo que sólo recordarán lo feliz que te sientes cuando
estoy a tu lado y, según hago memoria, tú siempre escoges
el momento en que deseas que te colme de gozo –murmuró.
–Según recuerdo, a veces te das a desear.
–Sólo para que mi amada alcance mayor satisfacción.
¿Cómo lo quiere hoy, Sra. Darcy? –indagó sonriendo y luego
la besó.
A las dos de la mañana Christopher se despertó muy
inquieto, Lizzie prendió una vela y se puso la bata para
atenderlo. Lo cargó e intentó darle de la leche que tenía
preparada pero él no quiso tomarla. Trató de tranquilizarlo y
al ver que no lo lograba, se fue a la habitación de junto. Lo
trató de consolar por un largo rato preocupada de ver que
nada daba resultado. Lo cambió de ropa, le ofreció leche en
diversas ocasiones, revisó su estómago pensando en que
tenía algún dolor y examinó su respiración, percatándose de
que la tenía un poco agitada, además de sentirlo más
caliente de lo habitual.
Darcy, al despertar con el llanto de Matthew y al no encontrar
a su esposa a su lado, se levantó para atenderlo y buscar a
Lizzie, quien seguía con el bebé sumamente inquieto sin
saber la causa que le afectaba. Ella le explicó cómo lo había
visto y él, cargando a su bebé, conjeturó:
–Tal vez su malestar se deba al proceso de dentición.
–¿Y su respiración? Me aterra pensar que pueda
presentarse otra vez esa crisis.
–¿Tienes la medicina a la mano?
Lizzie asintió asustada. Darcy lo revisó, mientras su mujer
atendía a Matthew y comprobó que su bebé tenía fiebre. Al
poco rato inició con tos y a la brevedad llamaron al Dr.
Robinson para que lo revisara. Por la mañana llegó el
médico y confirmó las sospechas de los preocupados
padres. Christopher tenía una infección y requería iniciar un
tratamiento inmediatamente, ya que su respiración era cada
vez más veloz y la realizaba con mayor dificultad. Su tos se
había agudizado y su ánimo había decaído notablemente. La
medicina que le administró el doctor permitió regularizar su
respiración y que durmiera un poco mejor ya que estaba
agotado, pero la fiebre se iba incrementando y procuraron
controlársela con fomentos de agua. El médico recomendó
que Matthew fuera cuidado por otra persona, para evitar
contagios, pero a las pocas horas se encontraba igualmente
inquieto y con fiebre, aunque su cuadro no se presentó tan
agudo. Lizzie casi no se separó de ellos en todo el día y su
marido, a ratos, salía de su despacho para ver cómo se
encontraban sus hijos y para acompañar a su esposa, quien
se sentía angustiada por la salud de sus pequeños. Darcy
comprendió que su viaje tendría que posponerse para una
mejor ocasión y, cuando terminó de ver los asuntos
pendientes, ayudó a Lizzie a cuidar de sus enfermos.
Los Bingley arribaron a la mansión antes del anochecer y
fueron recibidos por Darcy en el salón principal, tras haber
sido anunciados por el Sr. Churchill. Jane se lamentó que
sus sobrinos hubieran enfermado y, después de acomodarse
en las habitaciones que les fueron asignadas y preparase
para la cena, merendaron en el comedor con la limitada
compañía de Lizzie, ya que se retiró temprano para cuidar de
sus hijos.
La noche fue larga. Lizzie, mortificada, no se despegó de sus
hijos, controló que la temperatura no se disparara
colocándoles fomentos en la cabeza y revisaba
periódicamente que su respiración fuera aceptablemente
normal. Darcy, aunque trató de dormir por insistencia de
Lizzie, acabó ayudándole a cargarlos cuando los bebés se
despertaban inquietos por su malestar y los paseó por toda
la habitación para darles un poco de consuelo.
Los padres, agotados de pasar prácticamente toda la noche
en vela, vieron el amanecer del día en que tenían
programado realizar su viaje con una gran decepción. Lizzie
dijo:
–Perdóname Darcy, estos días que habrías querido
descansar se han arruinado.
–Ya habrá oportunidad más adelante para descansar.
–Pero ya estabas agotado debido a la carga de trabajo y
ahora…
–Ahora estoy ayudando a la persona que más amo en este
mundo. Además, ésta es tu segunda noche de desvelo.
–Y seguramente no será la última. Ahora que ya están más
tranquilos quiero que te acuestes y duermas un poco.
–Sólo si tú vienes conmigo.
Lizzie aceptó, sin dejar de pensar en sus pequeños, mientras
Darcy conciliaba el sueño casi al instante.
Varias horas después, Matthew despertó, robándole
nuevamente la siesta a sus padres, y Lizzie se levantó para
atenderlo. Darcy se puso de pie, se acercó a su esposa y la
besó en la mejilla.
–¿Pudiste descansar? –preguntó Darcy.
–Sí, gracias. Al menos lo suficiente para seguir cuidando de
nuestros hijos –afirmó y, tras un suspiro, prosiguió–. Darcy,
Matthew todavía sigue muy caliente y Christopher está igual
que ayer.
–No te preocupes Lizzie, recuerda que estamos en las
mejores manos y el Dr. Robinson nos dijo que esto podría
durar varios días.
–Apenas el jueves estaban perfectamente bien. No debí
sacarlos al jardín.
–No podías saber que se enfermarían o que refrescaría más
de lo habitual.
Lizzie bajó su mirada con preocupación.
–Además, mis hijos tienen la mejor madre. Indudablemente
con tus cuidados pronto se aliviarán –declaró Darcy y le dio
un beso en la frente–. Hoy es el aniversario luctuoso de tu
padre.
–Si, yo creo que hoy no podremos ir al templo. Me
preocupan los bebés.
–Como tú digas. Sin embargo, quiero darte algo que
seguramente tu padre habría deseado que tuvieras.
Lizzie lo miró extrañada, sin imaginar a qué se refería. Darcy
se acercó a la cómoda y sacó de uno de los cajones una
hermosa caja de caoba. Lizzie la recibió, la abrió y sacó de
ella con notable asombro un libro encuadernado en cuero
que decía en su portada: “Descubrimientos recientes sobre la
historia de la Antigua Grecia, por Frederic Bennet”.
–¡Darcy, no puedo creerlo! –exclamó entusiasmada,
rodeándolo del cuello para agradecerle mientras él la
estrechaba orgulloso.
Lizzie se separó y empezó a hojear el ejemplar ampliamente
conmovida, mientras Darcy le explicaba:
–Lo publicarán el año que viene.
–Pero ¿cómo?, ¿cómo conseguiste sus manuscritos?
–Cuando fuimos a Longbourn a visitar la tumba de tu padre
los vi en la biblioteca y se los solicité a Mary. Mi amigo
Walter Scott me hizo el favor de revisarlos y completarlos.
–¿El juez de paz?
–Y también escritor. ¿Recuerdas los Poemas de la frontera
escocesa, publicados en 1802?
–¿Él los escribió?
–Sí. Y debo decirte que le gustó mucho la investigación de tu
padre.
Lizzie suspiró y recordó cuando encontraba a su padre
hundido en los libros y las horas que disfrutó de su
compañía mientras lo escuchaba hablando de su tema
favorito, en tanto veía y acariciaba el fruto de varios años de
trabajo, sintiendo un nudo en la garganta.
–Ésta era la ilusión de su vida. Y ahora, a cinco años de su
muerte, es una realidad gracias a ti, agapimeni.
–¿Cómo? –indagó sorprendido.
–Mi amor.
Darcy la besó tiernamente. Luego Lizzie empezó la lectura
de la primera hoja, donde decía:
“Agradezco a la criatura más hermosa que haya visto sobre
la tierra, quien me acompañó llenando mi vida de esperanza
y felicidad, cuyo entusiasmo me mantuvo firme en los
momentos difíciles; su comprensión y su ternura fueron un
aliento para seguir adelante, su mirada fue como ver el cielo
en la tierra, como si Dios me hablara a través de sus ojos. F.
Bennet”.
–Eso mismo me dijo mi padre antes de morir –susurró Lizzie
reflexiva.
–¿Quieres ver lo que encontré en la última hoja de sus
trabajos?
Darcy le entregó los manuscritos originales, escrito todo con
la letra del Sr. Bennet y le mostró la última cuartilla donde
decía:
“Mi Lizzie: Me queda muy poco tiempo y sufro al pensar que
tal vez ya no te volveré a ver. ¡Cuántos momentos compartí
contigo! Estaré eternamente agradecido con el Creador por
haberme dado una hija como tú, quien me acompañó
llenando mi vida de esperanza y felicidad, cuyo entusiasmo
me mantuvo firme en los momentos difíciles. Tu comprensión
y tu ternura fueron un aliento para seguir adelante, tu mirada
fue como ver el cielo en la tierra, como si Dios me hablara a
través de tus ojos. Te amo hija y agradezco la vida que Dios
me dio, dándome la oportunidad de ver con infinito orgullo
todos tus progresos, tus alegrías, el haberte acompañado en
tus tristezas desde que eras niña. Ahora has llenado de júbilo
mi corazón al saberte felizmente casada con un hombre que
te ama y que te cuidará debidamente, con quien, sin duda,
enfrentarás diversos problemas, como todos, pero que tal
vez ocasionen una terrible angustia en tu corazón. No
pierdas las esperanzas, hija, y recuerda que siempre estaré
rezando por ustedes. Dejo en tus manos los trabajos que
realicé en tu compañía por varios años y que nos llenó de
satisfacción, esperando que algún día se los muestres a tus
hijos, quienes, te aseguro, llegarán. Con amor, tu padre”.
Lizzie alzó su brillante mirada derramando abundantes
lágrimas y abrazando el cuaderno con el que había trabajado
su padre, recordando los hermosos momentos que compartió
con él y agradeciendo sus palabras.
–Nunca dejaré de extrañarlo, pero estos días he pensado
tanto en él, y ahora esto. ¡Es maravilloso!
Darcy la abrazó con devoción.
–Habría querido decirle que lo amaba, todavía lo amo y me
hace mucha falta.
–Recuerdo que se lo dijiste varias veces.
–Pero no tantas como él se merecía.
–Él sabe que lo amas y conoce todo el cariño que siempre le
has guardado. Estoy persuadido de que se siente muy
orgulloso de ver que te has convertido en una hermosa
madre de unos niños maravillosos gracias a la fe, a la
fortaleza y al espíritu de lucha que él te inculcó y que
siempre te ha caracterizado, a pesar de la falta de esperanza
que alguna vez tuvimos. Y seguramente está muy
agradecido porque has visto por el bienestar de tu madre y
de tus hermanas. Alguna vez me dijo que tú eras la alegría
de su vida y que fuiste su fuente de satisfacción, has podido
cumplir sus últimos deseos –indicó aflojando su abrazo y
viéndola a los ojos, resonando que él no había cumplido el
último deseo de su padre.
–Doy gracias a Dios por haberme bendecido con un esposo
tan comprensivo –suspiró y lo besó en agradecimiento.
–Quise editar la dedicatoria del libro para evitarte problemas
con tu madre, pero este documento que hasta ahora llega a
tus manos te pertenece y podrás conservarlo.
Lizzie lo abrazó y él correspondió con cariño.
Durante el día, mientras los Bingley salían de paseo, el Dr.
Robinson fue a revisar a sus pacientes y, sin ver mejoría
pero tampoco retroceso, motivó a la madre a tener confianza
en que el tratamiento era el adecuado y que sus hijos en
unos días iban a sentirse más aliviados. Darcy ayudó a
cuidarlos y procuró que su mujer descansara mientras los
bebés dormían, a pesar de que ella quería iniciar la lectura
del libro de su padre. Él, para complacerla, lo leyó en voz alta
mientras ella, entre sueños, lo oía.
Al día siguiente, Darcy se levantó temprano, se alistó para
salir y regresó media hora después, mientras Lizzie seguía
dormida después de una pesada noche. Cuando ella
despertó, Darcy, quien leía su libro, se acercó
sorprendiéndola con un ramo de hermosas flores que su
esposa recibió con alegría.
–Pensé que ya me habías dado mi regalo de aniversario –
comentó Lizzie refiriéndose al libro de su padre.
–No, tu regalo de aniversario te lo daré en cuanto podamos
realizar nuestro viaje, o por lo menos cuando nuestros hijos
te dejen descansar. Las flores son un pequeño adelanto.
Lizzie sonrió, colocándolas sobre su buró. Darcy tomó sus
manos con cariño y las besó, luego dijo:
–Hoy te agradezco todos los hermosos momentos que he
disfrutado a tu lado en estos siete años, que han sido los
más maravillosos de toda mi vida. Y quiero renovar mis votos
hacia ti, como lo hice el día de nuestro casamiento, pero
ahora sabiendo con toda certeza lo que significan y más
enamorado que aquel día: “Lizzie, te tomo por esposa y
prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud
y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de
mi vida”.
–Y yo, Lizzie, te amo con todo mi ser y te tomo a ti, Darcy,
como mi esposo y prometo serte fiel en lo próspero y en lo
adverso, en la salud y en la enfermedad y amarte y
respetarte todos los días de mi vida.
Darcy sonrió y la besó con ternura, como habría deseado
hacerlo la vez que pronunció esas palabras ante el altar.
Los Sres. Darcy cuidaron de sus bebés todo el tiempo.
Lizzie, al ver que ya no realizarían su viaje, programó una
cena con el menú favorito de su marido y lo disfrutaron en el
comedor en compañía de los Sres. Bingley, mientras la Sra.
Reynolds y su hija atendían a los enfermos en la alcoba.
Lizzie, preocupada por la salud de sus pequeños,
permaneció taciturna durante la cena mientras su marido
trataba de distraerla con una amena conversación en donde
participaron sus invitados. Luego se retiraron a descansar o,
al menos, ésa era su idea: los infantes continuaban con
fiebre y permanecieron intranquilos hasta altas horas de la
noche.
Así pasaron dos semanas, en las cuales los bebés se fueron
recuperando lentamente con la poca ayuda del clima que
había recrudecido de sobremanera en los últimos días.
Matthew había tenido una recuperación satisfactoria a pesar
de que mostraba mucha inquietud; pero Christopher, tras
varios sustos, continuaba con mucha tos y con el ánimo muy
decaído, con poco apetito y su horario muy desordenado.
Lizzie se apoyó en la Srita. Madison para cuidar a los dos
pequeños en diferentes habitaciones y así evitar que
Matthew tuviera una recaída.
El Dr. Robinson fue varias veces a revisar a sus pequeños
pacientes, satisfecho de la evolución de Matthew, pero
preocupado por el lento progreso que mostraba Christopher.
Su sistema respiratorio presentaba una inmadurez superior a
la de su edad y se había visto más afectado por la infección
que su hermano. El médico recomendó todavía ciertos
cuidados que tuvieron que observar días previos a las fiestas
de navidad, para evitar un agravamiento en el pequeño.
CAPÍTULO LIX
Para la navidad habían invitado a las Bennet, a Lydia y a sus
dos hijos, a los Donohue, a la Srita. Anne de Bourgh con
Fitzwilliam y los Sres. Gardiner iban a llegar para la cena.
Mientras arribaban sus invitados, Lizzie y Darcy cuidaron de
sus hijos, sobre todo de Christopher que continuaba con
mucha tos, aunque ya había cedido la fiebre. En cuanto
empezaron a llegar los invitados que se hospedarían en la
casa, el Sr. Smith los anunció y Darcy bajó a recibirlos junto
con Bingley, mientras Jane terminaba de alistar a sus hijos.
Los primeros en llegar afortunadamente fueron los Donohue
y Darcy recibió a su hermana con un cariñoso abrazo y un
beso para su ahijada Rose, mientras la cargaba por unos
momentos. Georgiana, extrañada de no ver a Lizzie,
preguntó por ella y Darcy le explicó que Christopher se
encontraba convaleciendo. Georgiana, apenada por la
noticia, fue a saludar a su hermana y a visitar a sus sobrinos
que se encontraban en la habitación de los bebés, mientras
los caballeros permanecieron con la pequeña en el salón
principal.
Después llegaron los Sres. Gardiner, Fitzwilliam y la Srita.
Anne de Bourgh con la Sra. Jenkinson como carabina. El
coronel presentó a su prometida y recibieron las
felicitaciones de todos los presentes y el pésame por el
deceso de su madre. Al final llegaron las Bennet con Lydia y
sus hijos, quienes se mostraron sumamente entusiasmadas
por el viaje.
Lydia se quedó azorada al ver la suntuosa mansión de su
hermana, mientras la Sra. Bennet presumía de todos los
beneficios que había disfrutado por ser la madre de la Sra.
Darcy, poco le faltó para cometer la indiscreción de revelar
que el Sr. Darcy era el magnánimo caballero que había
resuelto todos sus problemas financieros a la muerte de su
marido. Entre risas y alharacas, las Bennet entraron al salón
principal donde fueron anunciadas por el Sr. Churchill,
causando incomodidad en los presentes, que se pusieron de
pie para recibirlas al tiempo que Lydia soltaba una carcajada
por algo que Kitty había dicho, tratando de contenerse sin
lograrlo al ver el rostro de fastidio de su gallardo anfitrión.
Las damas saludaron y se hicieron las debidas
presentaciones con la Srita. Anne.
–Escuché que hace poco Lady Catherine de Bourgh falleció,
fue una lamentable pérdida –comentó la Sra. Bennet, dando
su pésame a la afectada–, pero seguramente estaría muy
contenta con la noticia de su próxima boda con tan
distinguido caballero. ¡Qué buena novedad la que hoy nos
han comunicado! ¿Quién iba a decir que el coronel se
casaría con la Srita. Anne? Y… ¿la Sra. Darcy se encuentra
indispuesta? –indagó viendo a su yerno al percatarse de la
ausencia de su hija.
–No Sra. Bennet, en un momento estará con nosotros –
aclaró Darcy, ofreciendo que tomaran asiento.
–Seguramente está atendiendo a mis dos apuestos nietos.
Todos los aquí presentes, excepto la distinguida Srita. Anne
y mi querida Lydia, ya los conocen y opinan lo mismo. Son
encantadores.
–¿A quién se parecen? –preguntó Lydia.
–Son el vivo retrato de mi hermano –contestó Georgiana.
–¡Entonces han de estar muy guapos! Y tu hija está preciosa,
se parece al papá –afirmó viendo a Donohue con mucha
admiración, causando irritación en Georgiana.
–Y ¿cuándo será la boda, coronel? –inquirió la Sra. Bennet.
–En febrero, Sra. Bennet.
–¿No le parece que es demasiado pronto, Srita. Anne?
La Srita. de Bourgh se turbó y no supo qué contestar, ya que
habían estado enamorados desde hacía más de cinco años
pero Lady Catherine había prohibido su relación, a pesar de
que Darcy había ido a hablar con ella para interceder por sus
primos. Volteó a ver a su prometido, quien respondió:
–Lady Catherine nos dio su beneplácito antes de morir y
quiso que se realizara lo antes posible.
–Seguramente deseaba que se dieran prisa para que el
coronel no se arrepintiera –declaró Kitty burlándose con
Lydia que estaba a su lado, provocando que nuevamente su
interlocutor soltara la carcajada.
En ese momento, todos se pusieron de pie al percatarse de
la llegada de su anfitriona. Lizzie había bajado y se veía
desmejorada por las desveladas que había tenido en las
últimas noches, más delgada que de costumbre, aunque
trató de disimular su cansancio. Saludó a los presentes con
alegría y Lydia se acercó para abrazar a su hermana, a quien
tenía mucho tiempo de no ver. Luego Lizzie se aproximó a su
pequeña ahijada que estaba en los brazos de Georgiana y la
cargó con inmenso cariño y una notable emoción en el
rostro. Darcy le cedió su lugar para que tomara asiento.
–Sra. Darcy, ¿acaso hoy nos darán una buena noticia
ustedes también? –preguntó la Sra. Bennet–. Podría jurar
que tendrá un bebé. ¡Ojalá sea tu niña! ¿Por qué no me
habían dicho que te sentías mal? Habría venido antes para
ayudarte con tus hijos.
–No mamá, estoy bien y por lo pronto no estoy embarazada
–aclaró Lizzie mostrando una sonrisa.
–Seguro no tardas –dijo Kitty burlándose.
–¿Entonces? Te ves más delgada. ¿No has comido bien?
Debes cuidarte para poder seguir alimentando a tus bebés.
–Ya no los estoy alimentando mamá.
–¿Ya dejaste la lactancia? Así se van a enfermar más tus
hijos. El hijo de Lydia va a cumplir un año y todavía lo
alimenta su madre y es un bebé muy sano. Seguramente la
Sra. Donohue sigue amamantando a su hija, ya que el Dr.
Donohue conoce todos los beneficios que da la lactancia a la
madre y al hijo.
–Mamá, hay circunstancias en la vida en donde tienes que
tomar una decisión y así lo hice. ¿Qué circunstancia se
presentó en tu vida para que tomaras la decisión de dejar de
lactarme a escasos dos meses de edad?
La Sra. Bennet guardó silencio.
–Me alegro de que yo sí haya podido continuar con la
lactancia con Morris. ¡Es maravilloso, tremendamente fácil y
muy económico! –explicó Lydia mientras recibía a su niño,
quien casi la desviste para que le diera de comer,
pudiéndose tapar a medias enfrente de todos los señores,
causando incomodidad en los asistentes–. Todavía no he
necesitado prepararle papillas y pronto ya comerá lo que
Nigel y yo comemos, además de poder yacer con mi amante
sin embarazarme.
–¡Lydia! –increpó la Sra. Bennet escandalizada.
–Mamá, ¿qué hay de malo en eso? Lizzie, según recuerdo
algún comentario suyo, igualmente yace con un estupendo
amante por las noches –afirmó viendo a Darcy–. No todas
pueden decir lo mismo.
Algunos de los presentes cambiaron de color y desviaron la
mirada como si no hubieran escuchado; otros, sobre todo los
caballeros y curiosamente Kitty, observaron a sus anfitriones:
Darcy permaneció ecuánime e irradiando satisfacción y
Lizzie, abochornada, endureció su expresión, arrepintiéndose
de haber invitado a su hermana y repasando en su memoria
si había alguna otra observación que pudiera ser utilizada en
su contra.
–Lo dice quien tiene a su marido en prisión –murmuró Mary
rompiendo el sigilo, sin darse cuenta de que sus
pensamientos se habían escuchado más fuerte de lo
deseado.
–Eso no representa ningún problema.
–Entonces, ¿no te puedes embarazar durante la lactancia?
Tienes que enseñarme muchas cosas hermana –indicó Kitty.
–En algunos asuntos eres tan inocente –dijo con desdén.
–En realidad, no siempre se cumple esa regla. Hay mujeres
que se logran embarazar aun con la lactancia –aclaró
Donohue.
–Pues me alegro de haber tenido tanta suerte.
–Lydia, si quieres puedes pasar a una habitación –sugirió
Lizzie viendo el disgusto que generaba su pésimo
comportamiento y sus comentarios, observando que Lydia
era la misma niña malcriada e inmadura de siempre y que su
vulgaridad se había visto penosamente incrementada.
–Gracias, aquí estoy bien.
Rose empezó a llorar, su madre se levantó y Lizzie se la
entregó, retirándose a su habitación para alimentarla.
–Y ¿cuánto tiempo más le darás pecho a tu hijo? –curioseó
Kitty a Lydia.
–No lo sé, mientras el médico me diga que puedo seguir.
Usted, Dr. Donohue, ¿qué recomienda a sus pacientes?
–Lo recomendable es de seis meses a un año, pero depende
de cada caso –contestó Donohue.
Diana entró corriendo al salón principal, seguida de sus
hermanos y de Jane. Todos se pusieron de pie para
recibirlos, excepto Lydia, en tanto que ellos se introdujeron.
Diana saludó con un cariñoso abrazo a Lizzie y preguntó por
sus primos; ella le explicó:
–Todavía siguen un poco enfermos, pero ya están mejor.
–¿Cómo? ¿Mis nietos están enfermos? –investigó la Sra.
Bennet alarmada–. ¡Están muy chicos para enfermarse! ¡Es
un peligro!, ¿verdad Dr. Donohue?
–No conozco el caso de sus nietos Sra. Bennet, pero sé que
el Dr. Robinson los ha estado atendiendo y están en
excelentes manos.
–Recuerdo que cada vez que alguna de mis hijas se
enfermaba sentía una angustia terrible.
–Tú te angustias por todo, mamá –afirmó Kitty.
–Y ahora siento lo mismo por mis nietos. ¡Son tan pequeños!
¿Puedo verlos?
–Será en otro momento, mamá. Los dejé dormidos y
cuidados por la Sra. Reynolds –repuso su hija.
Lizzie se llevó a sus sobrinos, en compañía de Jane y de
Lydia a darles de cenar y luego fueron a un salón que
estaban acondicionando para destinarlo a los niños y Diana
le enseñó a su madrina la nueva destreza que había
desarrollado: ya sabía leer. Lizzie, emocionada, la felicitó con
cariño y le regaló unos cuentos que ella había disfrutado a su
edad. Observó también a los hijos de Lydia, sintiendo una
enorme decepción por la forma en que su hermana los
estaba educando: les dejaba hacer lo que quisieran sin
atender a las reglas o al bienestar de los demás, por lo que
hubo varios pleitos que tuvieron que detener, ocasionados
por Nigel o Morris, quienes no querían compartir los juguetes
y se mostraban rebeldes a cualquier indicación, mientras que
los hijos de Jane, cada uno según su madurez, se
comportaban obedientes y dóciles a las instrucciones que
decían los adultos.
Cuando las damas se retiraron, dejaron a los niños al
cuidado de la Srita. Susan. Entre tanto, los señores
intercambiaron diferentes opiniones de los últimos
acontecimientos, provocando terrible aburrición en la Sra.
Bennet y en Kitty.
Cuando Lizzie y sus hermanas regresaron, Georgiana ya se
había unido al grupo después de dejar a su pequeña
encargada con la Srita. Madison en su habitación y pasaron
al comedor.
–Sr. Darcy, tengo entendido que tenía proyectado, en un
futuro, extender su mercado a Norteamérica –comentó el Sr.
Gardiner–. Ahora, con el bloqueo continental que está
aplicando Boney y su imperio francés para disuadir que
Inglaterra inunde a Europa y a Norteamérica con los
excelentes productos que se estaban exportando hasta hace
unos meses, ¿ha pensado en alguna otra alternativa?
–Con el negocio de porcelana y de telas ya hemos llegado a
Irlanda, gracias a los contactos que el Dr. Donohue nos
proporcionó hace tiempo. Por el momento no podremos
extendernos a Norteamérica, pero hemos escuchado que
hay posibilidades de abrir mercado en la América española.
Por lo pronto nuestra producción va en aumento y he
pensado colocarla en otras ciudades del Reino Unido, hasta
que se vean opciones de ofrecerla en el nuevo continente.
Nuestros productos, además de tener excelente calidad, el
costo de producción ha disminuido notablemente abaratando
la mercancía y haciéndola más accesible a nuestros clientes.
Por esa razón, sin duda, Napoleón impuso el bloqueo
comercial, los productos ingleses difícilmente encontrarán
competencia con los productos europeos, apoderándose
fuertemente de los mercados.
–Yo rezo todos los días para que esta guerra con Francia
acabe –afirmó la Sra. Gardiner.
–Y ahora también tenemos guerra con España –reveló
Bingley.
–Napoleón sabe que la flota francesa no puede derrotar a la
marina inglesa sin ayuda. Por eso intervino para conseguir
que España se le uniera –dilucidó Darcy.
–Tal vez Wickham salga de prisión antes de tiempo. Me dijo
su superior que están reuniendo a todos los soldados para
que apoyen en la batalla –comentó Lydia.
–¡Ahora hasta a mi familia le está afectando la guerra! Ojalá
que alguien se anime a borrar a ese hombre del mapa –
expuso la Sra. Bennet.
–Para evitar que haya conspiraciones en su contra, hace
unos meses proclamaron el imperio francés como
hereditario. Ni siquiera con un asesinato los franceses se
podrán librar de su régimen y nosotros de sus amenazas.
Eso se lo debemos a Fouché –manifestó Fitzwilliam.
–Después de que el emperador Napoleón, hace unos días,
se ciñó la corona a sí mismo y se la puso a su mujer,
Josefina, enfrente del Papa Pío VII, ¿qué más podremos
esperar de su creciente deseo de poder? –reflexionó Lizzie–.
Todavía Bonaparte será causa de preocupación en todo el
mundo.
–¡Lizzie, ya no me asustes! –exclamó la Sra. Bennet–. ¡Sólo
pienso en mis nietos! ¿Qué mundo les estamos dejando?
Tras un silencio que perduró por unos segundos, la señora
de la casa pregonó para cambiar de tema:
–El año que viene todos estaremos invitados a la
presentación de un libro.
–La Sra. Darcy siempre pensando en los libros –afirmó la
Sra. Bennet.
–¿La presentación de un libro?, ¿eso es divertido? –
cuestionó Lydia.
–Sólo si hay caballeros apuestos y solteros en el evento –
señaló Kitty causando que Lydia se riera.
–Lydia, tú eres una mujer casada; no lo olvides –murmuró la
Sra. Bennet que estaba cerca de ella.
–¿Cómo olvidarlo si a cada momento tú me lo recuerdas? Y
mi marido también –indicó Lydia.
–¿Por qué? –preguntó Kitty que estaba sentada a su lado.
Lydia le respondió en secreto y, asombrada, dijo:
–¿Cinturón de…?
–¡Shhh! –la silenció Lydia inmediatamente.
–¿Todavía se usan? –investigó riendo con indiscreción.
–¿De quién es el libro? –indagó Georgiana.
–Fue escrito hace varios años pero hasta ahora se va a dar a
conocer –ahondó Lizzie–. El autor es el Sr. Frederic Bennet.
–¿Frederic Bennet? –inquirieron al unísono las hijas y la
viuda.
–No me imagino a mi padre escribiendo un libro, si apenas
escribía cartas a Newcastle –reveló Lydia.
–El Sr. Bennet no era afecto a escribir cartas –aclaró Lizzie–,
pero sobre sus estudios…
–¿Los estudios de mi padre? –rebuscó Jane asombrada.
–Sí. El Sr. Darcy hizo todos los arreglos para que se
publicaran y será una realidad en los próximos meses –
completó colmada de orgullo.
–Posiblemente en febrero –aclaró Darcy–, sólo estoy
esperando que el coronel me confirme la fecha de su boda
para que no se empalmen los eventos.
–A la brevedad posible te lo ratificaré –aseguró Fitzwilliam.
–¿Podremos ir, Charles? –preguntó Jane muy entusiasmada,
mientras su esposo asentía.
–¡El libro de mi marido! ¡El apellido Bennet por fin será
famoso! –expresó la Sra. Bennet entusiasmada–. Yo siempre
se lo dije, que sus trabajos eran muy valiosos. Pues claro,
dedicaba gran parte de su tiempo libre a su investigación.
Tendré que llevar un vestido especial para el evento. ¡Ay, mi
querido Bennet!
–¿Ahora sí te acuerdas de él? –cuestionó Kitty.
–¿Me podrías regalar un ejemplar, Lizzie, cuando los
tengas? –preguntó Mary conmovida.
Lizzie asintió y presenció placenteramente la transformación
de los rostros de sus invitadas al haber cambiado el tema de
conversación, al tiempo que Darcy la observaba con cariño.
El resto de la reunión transcurrió con tranquilidad, a pesar de
los comentarios desatinados que expresaban Lydia y Kitty.
Lizzie y Georgiana interpretaron cada una un rato en el
piano, recibiendo abundantes ovaciones de los asistentes.
Lizzie les mostró el ejemplar del libro que Darcy le había
regalado y la Sra. Bennet se hinchó de vanidad y gratitud
hacia su difunto marido al leer la dedicatoria del libro,
pensando evidentemente que se refería a ella. Lizzie y Darcy
contemplaban la escena en silencio.
Cuando todos se fueron a descansar, los Sres. Darcy
entraron a su alcoba y Lizzie fue a ver a sus hijos que
estaban en la habitación de junto, acompañados por la Sra.
Reynolds, quien se despidió y se retiró. Lizzie cobijó con
cariño a sus bebés y, apagando las velas, salió dejando la
puerta entreabierta.
Darcy, quien veía por la ventana, invitó a su esposa
poniéndole su abrigo para salir al balcón y disfrutar de la
hermosa noche estrellada, iluminada por la luna llena.
Lizzie respiró profundamente el aire frío que llenó sus
pulmones de una sensación de paz que había perdido en los
últimos días, a causa de la enfermedad de sus hijos, y Darcy
se acercó a ella para abrazarla por la espalda y aliviar el frío
que ella sentía.
–Gracias por haber acogido a mi familia con cariño y con
tanta paciencia –expuso Lizzie pensando en la actitud de sus
hermanas.
–Tu sonrisa me hace olvidar todo lo que sucede a nuestro
alrededor.
–Estoy persuadida de que hoy mi sonrisa no fue
determinante.
–Debo reconocer que Lydia, a pesar de su indiscreción, hizo
un comentario que me agradó. ¿Acaso le has dicho algo de
nosotros?
–No con esas palabras, pero por lo visto captó la esencia del
mensaje.
Darcy sonrió y la besó en la mejilla.
–También me quedé con la incertidumbre por lo que dijiste a
tu madre. ¿Habrías deseado continuar con la lactancia por
más tiempo?
–Nada se le escapa al Sr. Darcy –afirmó sonriendo.
–Todo lo que le ocurra a la Sra. Darcy es de mi interés y
estoy muy atento a ello. ¿Por qué no me lo dijiste?
Habríamos podido hacer el viaje unos meses después, como
de todas maneras lo haremos.
–No quería que te molestaras. Tenías mucha ilusión de
realizar ese viaje y… me gusta cuando me consientes.
–Sabes que puedo consentirte en cualquier momento y yo
estaré encantado de hacerlo. No obstante, a todo esto le
encuentro una ventaja.
–¿Una ventaja?
–Así podremos buscar pronto a la niña que tanto deseas.
Con la lactancia eso sería muy difícil.
–Aunque no imposible. Y ¿cómo sabes que el próximo será
niña?
–No lo sé, pero se lo he pedido mucho a Dios. Será que
Frederic me lo ha dicho en mis sueños.
–¿Has soñado con Frederic alguna vez?
–Sí. Con Frederic jugando con sus hermanos en el jardín,
mientras unas hermosas niñas te traen flores.
–Y ¿cómo sabes que es Frederic y no alguno de sus primos?
–Porque así lo llamas tú, pidiéndole que cuide de sus
hermanos.
Lizzie bajó su mirada, conmovida, mientras Darcy la besaba
en la mejilla. Luego, ella se recargó en su hombro y mirando
a una hermosa estrella, le dijo:
–Todos los días le pido a Frederic que cuide de sus
hermanos, y también de ti.
CAPÍTULO LX
Lizzie agradeció que las Bennet, en compañía de los Sres.
Gardiner y los Bingley, hubieran salido a la ciudad al día
siguiente; así pudieron olvidarse de las glosas absurdas que
continuaron diciendo durante el desayuno. Darcy sugirió al
resto de sus invitados, especialmente a su mujer, salir a
caminar un rato al jardín para que se distrajera un poco.
Lizzie, sin poder negarse, accedió y dejó a sus hijos
ampliamente encomendados con la Sra. Reynolds y la Srita.
Madison, quienes también estaban al cuidado de Rose.
El día estaba soleado, aunque se sentía una fresca brisa
llena de humedad que pregonaba las lluvias que
posiblemente caerían durante la tarde. Los rostros de los
caminantes que admiraban el esplendor del paisaje en
completo silencio eran acariciados por el aire, cada uno al
lado de su pareja, aspirando una paz en el ambiente y
escuchando el dulce cantar de los pájaros que habitaban
entre los troncos de los árboles y el crujir de las hojas al
avanzar sobre el sendero con cada pisada. Llegaron hasta el
quiosco donde la Srita. Anne sintió deseos de descansar.
Las damas se sentaron observando las ramas desnudas
bailar al ritmo del viento que había aumentado de intensidad
mientras una ardilla ascendía a un árbol en busca de
bellotas.
Darcy, viendo una preciosa orquídea en la rama alta, la
observó con todo el deseo de ir por ella, pero al sentir la
mirada de su esposa, desistió de su idea y Fitzwilliam le dijo:
–¿Has visto esa magnífica orquídea?
–Sí, es muy hermosa; pero tengo en la vida todo lo que
deseo, no necesito más.
Lizzie sonrió mientras sus miradas se encontraron.
–Además, tengo una promesa que cumplir a una maravillosa
persona.
–Sí, me imagino. Y me alegra que entre ustedes ya se hayan
arreglado –susurró el coronel acercándose a su primo para
no ser escuchado por los demás.
–Voy a extrañarte, buen amigo. Me vas a hacer mucha falta
–reconoció Darcy, recordando el sincero interés que su
amigo mostró cuando tuvo problemas con su esposa.
Mientras, Georgiana comentaba:
–Había olvidado la paz que se siente en este lugar.
–Yo hace más de diez años no pisaba estas tierras, al igual
que Pemberley –indicó la Srita. Anne, sorprendiendo a Lizzie
que prácticamente no conocía su voz.
–¿Qué pensaste Lizzie, la primera vez que estuviste en
Pemberley? –preguntó Georgiana.
–¿Cuándo fui con mis tíos? Yo no quería visitarlo, pensando
únicamente en la posibilidad de encontrarme con el Sr.
Darcy, aunque tenía una enorme curiosidad de conocer la
propiedad. Me habían hablado tanto de ese lugar y mis tíos
me convencieron diciéndome que él no estaría allí. Y antes
de entrar, verifiqué con la Sra. Reynolds que su amo no
estuviera en casa para no enfrentarme a él después de
aquella entrevista en Kent. Pero las cosas se dieron muy
diferente.
–¿Quién iba a decir que esa visita cambiaría mi vida? –
reflexionó Darcy.
–¿Quién iba a decir que, a partir de ese día conocería a un
Sr. Darcy completamente diferente al que me presentaron en
la noche del baile de Hertfordshire?
–¿Cómo se mostró mi hermano después de que salió
corriendo tras de ti? –indagó Georgiana.
–Como un hombre atento, cariñoso y preocupado por esa
pobre mujer que quería desaparecer de la tierra, olvidándose
de su persona y de su orgullo que siempre había antepuesto
a los demás; al menos eso era lo que yo había visto.
–Yo le dije, Sra. Elizabeth, que el Sr. Darcy era un
compañero muy leal –recordó el coronel.
–Sí, que había salvado a su mejor amigo de un casamiento
imprudente.
–¿Tú le dijiste a la Srita. Elizabeth que yo…? –indagó Darcy.
–Perdóname hermano, no sabía que… –contestó Fitzwilliam.
–Ya no importa.
–Si el amor es verdadero tarde o temprano acaba venciendo
los obstáculos y, lejos de debilitarse se fortalece –enunció
Lizzie recordando cuando su marido había hecho esa misma
reflexión.
Darcy sonrió viendo a su esposa.
–Eso mismo me dijo el Sr. Darcy hace unos años –evocó el
coronel.
–Espero, Srita. Anne, que ahora nos visite con más
frecuencia –sugirió Lizzie.
–Nosotros esperamos que nos acompañen más seguido en
Rosings –propuso Fitzwilliam.
–Mi madre dejó intacta la habitación donde el Sr. Darcy se
hospedaba cuando nos visitaba, de soltero –indicó la Srita.
Anne.
–La última vez que te hospedaste en la mansión, recuerdo
haberte visto completamente empapado –señaló el coronel–.
No sé cómo no te enfermaste esa vez.
–Podría haber muerto de no haber sido porque tenía que
entregar una carta muy importante –explicó Darcy viendo a
su mujer.
–Y ahora sabemos quién era la destinataria.
–Desde que usted entró a Rosings, supe que era una gran
mujer, pese a las críticas que recibió de mi madre, y me
alegró mucho saber que se casaría con mi primo –afirmó la
Srita. Anne a Lizzie.
–Y yo me puse feliz cuando Darcy me escribió la carta,
desde Hertfordshire, con la fecha de la boda –remembró
Georgiana.
–A nosotros nos dio una gran alegría, en medio de la pena
del fallecimiento de su madre, que reanudaran su
compromiso –compartió Lizzie a la Srita. Anne y al coronel.
–Nunca había visto a una persona que tuviera el valor de
enfrentar de esa manera a Lady Catherine, sin olvidar que
después también el Sr. Darcy, en defensa de su amor, le
aclaró una serie de cosas de las que mi madre se lamentó
por mucho tiempo –recordó la Srita. Anne–. Desde entonces
ha ganado mi aprecio y mi admiración.
Lizzie sonrió con agradecimiento.
Los señores se ausentaron un rato buscando alguna
orquídea en los alrededores que sí pudieran bajar con
facilidad, ya que Donohue quería lisonjear a su esposa,
mientras las damas se quedaron conversando.
Lizzie pudo conversar más con la Srita. Anne, quien se
mostró igual de introvertida pero un poco más segura de sí
misma. Sin duda, la muerte de su madre la había eximido de
un terrible yugo por el que estuvo sometida durante toda su
vida, a pesar de que le guardara luto en su corazón.
Georgiana, con una enorme alegría de encontrarse con su
familia, charló ampliamente con su cuñada, quien disfrutó de
su compañía recordando todos los momentos agradables
que vivieron cuando todavía era la Srita. Darcy. Georgiana le
platicó lo bien que ya se sentía cuidando a su pequeña y lo
comprensivo que su marido se había mostrado en su
proceso de adaptación.
Cuando los caballeros regresaron, Donohue le llevaba a
Georgiana una orquídea rosa muy bonita, ella la recibió con
alegría y la colocaron en una maceta de porcelana que su
hermana le obsequió apenas llegaron de su paseo.
En cuanto arribaron a la casa, Lizzie quiso ir a ver a sus hijos
y Georgiana y la Srita. Anne la acompañaron mientras los
señores se dirigieron al salón principal a continuar la
conversación. La Srita. Anne se mostró muy emocionada al
conocer a sus tres sobrinos y los estuvo cargando un rato a
cada uno mientras las damas platicaban agradablemente.
A media tarde, las Bennet y los Bingley llegaron muy
entusiasmados de su paseo, que decidieron repetirlo en los
diferentes días en que estuvieron de visita. Gracias a eso,
Lizzie se sintió más tranquila de no incomodar a su marido y
a sus invitados con los comentarios absurdos de sus
hermanas que cada vez estaban más desatadas, hasta que
habló con ellas y se tranquilizaron, al menos en presencia de
los demás invitados.
Christopher y Matthew ya estaban más recuperados y un día
los Sres. Darcy los sacaron a pasear al jardín en compañía
de los Sres. Donohue y de su pequeña Rose.
Las fiestas de año nuevo las pasaron únicamente con los
Bingley, los Donohue, los Gardiner y las Bennet, ya que
Fitzwilliam y la Srita. Anne se habían retirado, al igual que
Lydia y sus hijos. Disfrutaron de una velada muy agradable
donde las damas jugaron cartas, mientras Donohue y Darcy
tenían una interesante partida de ajedrez, acompañados por
Bingley y el Sr. Gardiner.
Cuando el turno de tirar le tocaba a Lydia, preguntó para
ponerse al tanto:
–En una de sus cartas mi madre me escribió que un tal Sr.
Posset ha visitado Longbourn, ¿acaso es tu nuevo
pretendiente, Kitty?
–¿Mío?, ¡no, ya quisiera! En esta ocasión, aunque no lo
creas, era para visitar a Mary, pero estábamos en Londres.
–¿Una visita para Mary? ¿Acaso también es un intelectual?
–No, es escocés y administra sus haciendas, pero es tan
apuesto.
–¿Y tú, qué dices? –inquirió a Mary–. ¿Ya te ha besado?
Mary se ruborizó y bajó la mirada, sintiendo que todas la
observaban.
–¡Lydia! ¡Qué cosas dices! Sólo lo vio una noche en el baile
–espetó la Sra. Bennet.
–Y según nos dijo la Sra. Hill una tarde lo vio caminando al
lado de Mary –aclaró Kitty–, eso no nos habías contado. Y
debo añadir que recibió una carta de él antes de venir,
¿estás segura de que sólo te felicitaba por las navidades?
Mary guardó silencio y se encerró a sí misma tratando de
disimular las emociones que sentía. Lizzie la observó y
cambió de tema.
–Recuerdo que Jane recibió un poema de uno de sus
pretendientes y empezó a tener visitas de diferentes
caballeros, seguramente todo el condado se enteró por los
comentarios de mi madre y no querían perder su
oportunidad.
–En cambio tú Lizzie, siempre despreciaste a los hombres
que se acercaban a ti.
–No los despreciaba, sólo bailaba con ellos y platicaba pero
ninguno me interesó.
–Sin embargo, no te quitaban la vista de encima. En el baile
de Meryton bailaste con uno que fue a buscarte varias veces
a la casa, aunque no te encontró.
–Seguramente se asustó cuando supo de tu afición por los
libros, estoy convencida de que eso le pasa a Mary –indicó
Lydia.
–Si se asustan ante una mujer inteligente, quiere decir que
no valen la pena. El mundo es muy grande y puedes
encontrar a un hombre que cubra tus expectativas –afirmó
viendo a Mary, para darle seguridad en su persona–, con
quien realmente alcances la felicidad.
–Siempre hablabas de tus sueños románticos, ¿acaso se
han cumplido?
–Yo diría que han sido superados –declaró con una sonrisa
que hablaba por sí misma.
–En cambio yo, he tenido una vida llena de desdicha.
–Los sueños, aunque a algunas personas les parezcan
aburridos o tontos, nos permiten tener una meta en la vida,
trazarnos un camino y poner los medios para alcanzarlos. Si
no sueñas en la juventud, no tienes a dónde ir cuando eres
adulto y no logras el crecimiento personal ni la felicidad que
podrías obtener dadas tus cualidades.
–Pues entonces seguiré soñando con mi príncipe azul –
declaró Kitty.
–Tal vez tú te excedes en sueños y prescindes de los medios
necesarios con los que hoy puedes trabajar –indicó Jane.
–Y usted, Sra. Georgiana, ¿cuál ha sido su experiencia? –
indagó Lydia.
–Yo le agradezco tanto a Lizzie que haya estado cerca de mí
para aconsejarme y motivarme a conservar la esperanza
cuando yo la tenía perdida. Así pude realizar mi sueño.
El Sr. Churchill interrumpió el juego de las damas para
avisarle a la Sra. Georgiana que la buscaban en su
habitación. Las damas dieron por terminada la partida unos
minutos después y se fueron a descansar.
Los Darcy, los Bingley y las Bennet regresaron a sus lugares
de origen en los primeros días de enero, para reincorporarse
a sus actividades cotidianas.
CAPÍTULO LXI
Darcy recibió carta de Fitzwilliam, confirmando por fin la
fecha de la boda y, solicitándole, por una especial petición de
la Srita. Anne, que él entregara a la novia en el altar el día
de la ceremonia. Mientras revisaba el documento en su
despacho, alguien tocó a la puerta y entró Lizzie, llevando el
té a su marido. Darcy se puso de pie y le ayudó con la
charola, agradeciendo su atención y ofreciendo que tomara
asiento, sirvió las tazas de té y se la entregó, sentándose a
su lado.
–¡Qué agradable sorpresa!
Lizzie sonrió.
–Los bebés están tomando su siesta y quise venir a visitarte.
–¿Los dos al mismo tiempo?
–Sí, parece que sus horarios ya se están emparejando un
poco más.
–Eso es una excelente noticia. Tal vez así pueda recibir más
seguido tu visita.
–¿Aun cuando estés ocupado atendiendo a una persona?
–Por lo visto, últimamente tú has estado más ocupada que
yo y con gusto haré un espacio en mi agenda para verte.
Todos los asuntos diferentes a mi familia pueden esperar.
–Y ¿has tenido muchos pendientes hoy?
–No. Hace unos momentos se retiró el Sr. Boston, ha
resultado más eficiente de lo que yo había esperado y
pudimos adelantar lo más importante de la semana. Y estaba
revisando la correspondencia. Por fin escribió Fitzwilliam
para confirmar la fecha de la boda.
–¿Cuándo será?
–Me dice que el 26 de febrero, aunque nos esperan unos
días antes en Rosings.
–¿En Rosings? Nunca me hubiera imaginado hospedarme
en esa casa.
–Me ha pedido la Srita. Anne que la entregue en el altar, ¿te
parece bien? No quiero que te sientas incómoda.
–Me parece muy bien y eres el más indicado para hacerlo.
Eres su pariente más cercano y Lady Catherine te la
encomendó hace tiempo, pidiéndote que la acogieras como
tu hermana. Además, así podré verte desfilar por el pasillo de
la iglesia.
–Y yo estaré ansioso de reunirme contigo.
–El Sr. Collins se verá muy extraño junto a ustedes dos. El
coronel y tú son tan altos y él…
–Parece que los casará otro cura.
–¿Otro cura?
–Sí, así dice en la invitación –dijo colocando su taza en la
mesa y sacando la carta de su levita–. El Sr. Ensdale –
señaló y se la mostró.
–Es extraño. Tal vez fue cambio de último momento porque
Charlotte me dijo que seguirían en la abadía.
–Había pensado que la presentación del libro de tu padre
fuera una semana antes de la boda, para luego irnos a Kent.
Voy a confirmar la fecha con el editor para que se hagan
todos los arreglos y tú puedas invitar a tu madre y a tus
hermanas.
–Será una larga semana, sobre todo si Lydia acepta
acompañarnos.
–Para que no te parezca tan larga, tal vez podamos llegar
unos días antes, invitarte al teatro y pasar esos días tú y yo
solos.
–¿Y los bebés?
–Georgiana me dijo que estaría encantada de cuidarlos. No
hemos podido realizar nuestro viaje y tal vez hasta abril
pueda ser posible.
–Me gusta el mes de abril, aunque pensé que en este mes
íbamos a ir.
–No. Aunque sí viajaremos, pero por motivos de negocios,
con el Sr. Willis. La próxima semana tenemos que ir a Oxford
y luego a Bristol.
–Le pediré al Dr. Thatcher que venga a revisar a Christopher
unos días antes.
–Ya ha estado mejor. ¿Acaso lo has visto inquieto o es la
madre la que está nerviosa?
–Tienes razón Darcy, pero me sentiría más tranquila si el
médico me asegura que está bien de salud.
–Y ya que he dejado de ser el único dueño de tus noches,
espero que reserves alguna para mí –dijo tomando sus
manos.
–¿Otra vez estás celoso? –preguntó con cierta ternura en su
mirada.
–Entiendo que has estado muy ocupada y terminas agotada,
más cuando los niños están enfermos, pero te extraño. Por
eso le pedí al Sr. Boston que vaya, él llegará unos días antes
para adelantar los trámites que se tienen que hacer y así
podré acompañarte más durante el día. Y si la Sra. Reynolds
nos ayuda con nuestros hijos, tal vez podamos escaparnos
un día completo.
–Y ¿a dónde me llevarás? –indagó sonriendo.
–A cualquier lugar que desees, donde pueda estar contigo,
sólo contigo. Podría ser a una habitación del mismo hotel,
donde nadie nos interrumpa.
Lizzie sonrió y lo besó con cariño mientras él la estrechaba
entre sus brazos.
–Me halaga saber que me necesitas.
–Siempre te necesito –afirmó Darcy y la besó devotamente.
En los siguientes días, Lizzie escribió a su madre y a sus
hermanas, incluyendo a Lydia y a Jane, para avisarles la
fecha en que se realizaría la presentación del libro del Sr.
Bennet, en Londres. Asimismo, hizo todos los arreglos para
el viaje y recibió al Dr. Thatcher dos días antes de partir,
quien revisó a los pequeños y puso especial atención en
Christopher, por los antecedentes que había presentado. Le
dio algunas recomendaciones y le comunicó que lo
encontraba muy bien de salud, dejando a la madre más
tranquila y al padre satisfecho.
Un día antes de viajar, Darcy estuvo ocupado atendiendo
asuntos con Bingley, se disculpó con él e hizo una visita
sorprendiendo a su mujer que se encontraba en la alcoba de
sus hijos, velando su sueño. Lizzie, alegre de ver a su marido
entrar, dejó su libro y se acercó para abrazarlo al tiempo que
él la besaba.
–Pensé que hoy no te vería sino hasta en la noche –declaró
Lizzie sonriendo y bajando el tono de su voz, para que los
niños no despertaran.
–Vine a visitar a la mujer más maravillosa sobre la tierra –
murmuró Darcy acariciando su rostro–. ¿Cómo no darte un
poco de mi tiempo, más cuando ellos duermen y esta bella
dama está desocupada?
–Me encanta que me sorprendas.
–Me encanta ver esa sonrisa en tus labios.
–Tú sabes cómo robarme sonrisas.
–Pero esa no siempre la consigo.
–Y ¿qué de especial tiene esta sonrisa?
–La que me dice que me amas, que deseas que yo te ame y
que me invita a consentirte. Es irresistible –susurró
besándola.
–Aquí sólo lograríamos despertarlos.
–Estamos a una puerta de disfrutar nuestra privacidad.
–¿Y Bingley?
–Él, puede esperar.
Lizzie lo besó.
Al día siguiente, terminando el desayuno, la familia Darcy
salió rumbo a Oxford, acompañada por la Sra. Reynolds,
quien le ayudaría a Lizzie a cuidar de los pequeños en
ausencia de su marido. Cuando llegaron al hotel, a media
tarde, Darcy se registró y les asignaron sus habitaciones, las
más bonitas de la posada. Se retiraron a descansar y a
preparar a los niños para dormir. Para la cena, los Sres.
Darcy bajaron al comedor y se encontraron con el Sr. Willis,
quien felicitó ampliamente a Lizzie por el nacimiento de sus
hijos. Aun cuando el Sr. Willis había visitado Pemberley
varias veces en los últimos meses, no había tenido
oportunidad de felicitar a la Sra. Darcy personalmente.
La cena fue agradable, conversaron de temas de interés
general y no se mencionó a la Sra. Willis en toda la velada,
como si el Sr. Willis hubiera deseado sentirse libre de la
presencia de su esposa, inclusive en su pensamiento,
reflejando una tranquilidad que únicamente en su soledad
podía disfrutar. Se retiraron temprano a descansar, ya que el
viaje había sido largo y cansado.
Por la mañana, después del desayuno, Darcy y el Sr. Willis
se retiraron con el Sr. Boston y Lizzie, con ayuda de la Sra.
Reynolds, se quedó en el hotel, disfrutando de los hermosos
jardines de que disponían y de un placentero clima en
compañía de sus hijos que ya se sentaban perfectamente
bien y pasaban ratos largos jugando en el suelo o sobre el
pasto cubierto por alguna sábana que su madre les llevó.
En medio de risas y plática que Lizzie sostuvo con la Sra.
Reynolds, la Sra. Windsor se acercó a saludarla y a felicitarla
cariñosamente.
–Sra. Darcy, ¡qué gusto de verla en Oxford! No sabía que
estarían aquí en estos días.
Lizzie se puso de pie y saludó con cortesía, invitándola a
tomar asiento con ellas.
–Sus hijos están hermosos. Son iguales al papá, que debe
sentirse muy orgulloso de ellos.
–El Sr. Darcy está muy contento –afirmó Lizzie sonriendo.
–Y veo que la madre está llena de júbilo. Así tenía que ser,
después de tanto tiempo de espera, por fin Dios los bendijo
con estas hemosas criaturas. Ojalá que pronto mi hijo Murray
me dé los nietos que tanto he deseado. Pronto se casará.
–¿Su hijo Murray se va casar? –preguntó sorprendida–.
Muchas felicidades.
–Gracias. Apenas nos anunció la noticia hace unos días, ya
les mandaremos la invitación de la boda. Se casará con una
señorita que vive en Cambrigde.
–¿Y él se encuentra en Oxford?
–No, ni él ni Philip están en la ciudad. Disfrute mucho de sus
hijos Sra. Darcy, cuando crezcan y ya sean independientes
uno los deja de ver por semanas o meses y los extraña. En
cambio las hijas, ellas nos acompañan más y se interesan
más por su familia. Ojalá pronto tenga una niña, ciertamente
será tan bonita como usted.
–Gracias, Sra. Windsor.
–Me encantaría que vinieran a cenar durante su estancia,
aunque yo comprendo que con hijos pequeños es más difícil.
–Yo le comentaré al Sr. Darcy.
–Ya me retiro Sra. Darcy, pero fue un gusto volver a verla y
conocer a sus hijos, de los que había escuchado hablar
mucho por mi hija Sandra, la Sra. Georgiana le ha escrito
manifestándole lo orgullosa que se siente de sus sobrinos.
Cualquier cosa que se le ofrezca mientras esté en la ciudad,
puede mandarme buscar y será un placer serle de utilidad,
ya sabe que le tenemos un cariño muy especial a la familia
Darcy.
Lizzie agradeció su atención y la Sra. Windsor se retiró. Las
damas permanecieron un rato más hasta que Matthew se
empezó a inquietar y Christopher se acostó en la sábana,
mostrándose muy cansado: era la hora de la siesta. Lizzie y
la Sra. Reynolds cargaron a los bebés y se retiraron a la
habitación para que reposaran.
Matthew se durmió apenas se sintió cómodo en la cuna, pero
Christopher no logró conciliar el sueño. Por el contrario, no
quería tomar su leche aun cuando su madre se la ofreció en
repetidas ocasiones. Lizzie lo sacó de la cuna y lo paseó por
toda la habitación. Estaba insólitamente tranquilo, se veía
fatigado, no tenía deseos de jugar, ni de comer, sólo de estar
en brazos de su madre donde sentía la seguridad que en
ningún otro lado encontraría en esos momentos. Lizzie,
preocupada, lo abrazó y escuchó ese ruido en el pecho que
la alarmó sobremanera. Lo acostó en la cama y, quitándole
la ropa de su pequeño torso, observó cómo se le veían las
costillas al tratar de jalar el aire que necesitaba para respirar.
Alarmada, llamó a la Sra. Reynolds, pero ella había salido a
traer agua para el té de su señora. Se levantó, sin poder
concentrarse, buscando entre sus cosas la medicina que en
alguna ocasión le había dado Donohue, con la esperanza de
que pasara la crisis rápidamente. El niño empezó a jalar con
mayor dificultad el aire que escasamente alimentaba sus
pulmones y Lizzie, tirando al piso la maleta con todas las
medicinas, la vació desesperada buscando el frasco que
juraba haber guardado unos días antes en ese lugar,
escuchando a su pequeño que producía un mayor ruido con
el paso del tiempo, sin poder encontrar el remedio que
suplicaba, hincada, apareciera para salvarle la vida a su
bebé.
La Sra. Reynolds entró, encontrando a su ama a punto de
enloquecer mientras el bebé ya se encontraba morado por la
falta de oxígeno, dejó caer la charola que traía, provocando
que Matthew despertara llorando, y corrió a la cómoda donde
había dejado la medicina para dársela finalmente al pequeño
que, minutos después, recuperaba el color lentamente,
aunque no la tranquilidad. Lizzie se levantó con una enorme
dificultad sintiendo que sus piernas no le respondían, le
temblaban las manos y su tez estaba pálida: su corazón latía
tan fuerte que apenas la dejaba respirar. Se sentó al lado de
su pequeño, acariciando su rostro mientras sus ojos azules
la veían con una profunda tristeza de abandonarla que la
conmovió enormemente. Aún continuaba con dificultad para
respirar, Lizzie lo revisó con mucho cuidado, viendo que
jalaba aire con menor esfuerzo pero estaba lejos de haberse
normalizado.
–Necesitamos hablarle a un médico –indicó Lizzie
preocupada, mientras la Sra. Reynolds le daba nuevamente
la leche a Matthew para que siguiera su siesta.
–Veré si hay alguno hospedado en el hotel.
–Por favor, es urgente –pidió angustiada.
La Sra. Reynolds se retiró rápidamente mientras Lizzie
observaba a su pequeño y rezaba para que pudieran
conseguir ayuda a tiempo. Unos momentos después, regresó
la Sra. Reynolds con malas noticias: el médico que ayudaba
en el hotel había salido y no había otro disponible que
pudiera ayudar. Lizzie se levantó, escribió unas líneas y pidió
perentoriamente que entregaran la carta a la destinataria: la
Sra. Windsor, recordando que alguna vez le había ofrecido
los datos de su médico y que se lo había recomendado
ampliamente.
En cuanto la Sra. Reynolds pidió al mensajero del hotel
entregara el documento, regresó con su ama que ahora
atendía también a Matthew que ya había despertado. La Sra.
Reynolds cargó al bebé mientras Lizzie regresaba al lado de
Christopher que había empezado a toser fuertemente. Lo
cargó tratando de darle ánimo para que continuara luchando,
a pesar de la molestia que aún presentaba y proporcionarle
todo su cariño, tratando de disimular su preocupación y de
no angustiar más a su pequeño.
Los minutos parecían horas; mientras Lizzie rezaba en
silencio escuchaba ese silbido que todavía no se había
disipado y el llanto de Matthew que quería seguir durmiendo
en tanto la Sra. Reynolds lo cambiaba y lo limpiaba. ¿Qué
había sucedido para que Christopher perdiera la sonrisa que
hacía unas horas embelesaba y maravillaba a su madre?
Lizzie lo veía completamente fatigado, flácido, casi sin
fuerzas para sostener su cabeza y apenas con el deseo de
continuar, sostenido en esta vida sólo por el amor de su
madre, mientras ella veía por la ventana si algún carruaje se
acercaba.
Alguien tocó a la puerta y la Sra. Reynolds atendió. Por fin
había llegado el médico. Lizzie respiró profundamente y se
volteó, quedándose paralizada por unos momentos. El
médico estaba acompañado por el Sr. Philip Windsor, quien
sagazmente se había quedado en la puerta y correspondió a
la venia que Lizzie les ofreció con vacilación. El doctor le dijo:
–Pase Sr. Windsor.
–No quiero importunar, doctor.
–Es importante que usted esté presente para que escuche
mis indicaciones –insistió–. ¿Dónde está el paciente?
–Aquí –contestó Lizzie mientras Windsor cerraba la puerta,
quedándose de pie, tras haber esquivado la charola y los
pedazos de tazas que apenas la Sra. Reynolds estaba
terminando de alzar.
Lizzie colocó nerviosamente la criatura sobre la cama
mientras el pequeño abría los ojos buscando a su madre que
le acarició la cabeza en tanto el doctor lo revisaba en
silencio. Lizzie observó al médico, un hombre mayor, casi un
anciano, con exiguo cabello blanco y ojos cafés rodeados de
piel completamente arrugada por los años, que trataba a su
pequeño paciente con mucha delicadeza, explicando a su
madre lo que observaba.
–Tiene la respiración muy agitada. Su corazón está latiendo
con mayor velocidad por la falta de oxígeno en los pulmones.
Sus bronquios están muy inflamados. Con persuasión siente
un dolor intenso en el pecho.
–Le di hace una hora esta medicina, cuando empezó la
crisis, pero la vez anterior funcionó mejor –explicó Lizzie
mostrándole el frasco, sintiendo en el pecho una fuerte
presión y un nudo en la garganta que apenas la dejaba
hablar.
–¿Ya se ha repetido esta crisis?
–Sí, desde los dos meses, cuando lo tapé con una cobija de
lana y el médico me dio esta medicina. Hace un mes estuvo
muy enfermo de los bronquios, pero antes de venir aquí el
médico lo revisó indicándonos que estaba bien de salud.
Hace rato el ruido era mayor y casi no podía respirar.
–Su primera crisis ¿fue aquí en Oxford?
–No, estábamos en Londres.
–¿Y su hermano ha padecido algo similar?
–No, Matthew está bien. Se enfermó hace un mes pero de
menor gravedad.
–Y ¿ha presentado tos muy fuerte?
–Sí, es lo que más tuvo mientras enfermó y tardó mucho
tiempo en desaparecer, además de tener altas
temperaturas.
–Es posible que más tarde tenga tos. Le daré una medicina
que le ayudará a desinflamar los bronquios más rápidamente
para que su respiración se normalice.
El doctor le pidió a Windsor su maletín y él se lo acercó.
Sacó un frasco, le dio unas gotas al pequeño y esperó a que
la medicina surtiera efecto, dándole a la madre un poco del
remedio para una emergencia.
–Esta crisis, por lo que me dice, fue más fuerte que la
anterior. Le doy esta medicina para que se la aplique sólo en
casos de emergencia, este medicamento es de empleo
delicado y debe de comentárselo a su médico para que esté
informado. Antes fue la lana, ahora posiblemente se haya
presentado por la vegetación o algo en el ambiente que
provocó esta reacción. Su niño debe estar alejado de
cualquier animal, su habitación estar libre de polvo y de
plantas, también hay que cuidarlo muy bien del frío. ¿En su
casa ha presentado algún problema de tos?
–Sólo mientras estuvo enfermo, las crisis se han presentado
en otros lugares.
–Estos viajes suelen darnos sorpresas, los cambios de clima
y de ambiente perjudican a los más débiles. Es mejor que se
quede en casa, si allí no ha presentado mayor problema, y
vea cuanto antes a su médico para que siga tratando su
problema de la mejor manera.
–¿Pero qué es exactamente lo que tiene mi hijo? –preguntó
angustiada, sintiendo que sus ojos se ahogaban y que su
fortaleza se derrumbaba.
–Es pronto para definir alguna enfermedad, pero por lo visto
debemos tomar medidas para que él se mantenga bien y
evitemos el riesgo de una crisis mayor. Su hijo va a estar
bien y usted nos ayudará a darle la seguridad que necesita
viéndola tranquila y ofreciéndole todo su cariño.
Lizzie asintió respirando con profundidad para recuperar la
calma, mientras el médico revisaba nuevamente al pequeño
que ya respiraba con normalidad y se estaba quedando
dormido. Su madre lo tapó con una cobija.
–Le daré un medicamento que puede ayudar a prevenir una
crisis, al menos en lo que regresa a su casa y ve a su
médico. Es normal que presente tos y mucho cansancio, le
pido que administre el remedio como se lo voy a dejar
escrito. Aquí le dejo mi dirección, aunque su marido ya sabe
dónde localizarme.
–Sí, Dr. Praed –dijo, viendo el nombre en la hoja y
limpiándose el rostro con discreción para que los caballeros,
en especial el Sr. Windsor, no se percataran de su estado,
cuidando de no encontrarse con la mirada que sentía
constantemente sobre su persona.
Lizzie se puso de pie para acompañarlo mientras Windsor
abría la puerta y salió junto con el médico.
–Le agradezco mucho doctor –indicó Lizzie inclinándose.
–Ha sido un placer, Sra. Windsor.
–¿Sra. Windsor? –murmuró Darcy que estaba llegando en
esos momentos, sorprendido, sin entender lo que estaba
sucediendo, clavando la mirada en el Sr. Windsor, quien alzó
el rostro desafiando a su contrincante, también azorado por
la confusión, reflexionando que le hubiera gustado mucho
que ella llevara su apellido.
–Dr. Praed, le presento a mi marido, el Sr. Darcy –repuso
Lizzie.
–Pero, ¿no es usted la Sra. Windsor?
Lizzie negó con la cabeza, seriamente.
–Disculpe, Sra. Darcy. Ha sido una confusión mía. Sr. Darcy,
un placer conocerlo –se despidió el doctor nerviosamente.
Los caballeros se fueron mientras los Sres. Darcy se
introducían a su habitación y la Sra. Reynolds se retiraba.
Darcy, desconcertado, cerró la puerta.
–¿Qué hacía ese hombre aquí? –interpeló encrespado.
Darcy dio dos pasos y sintió el tapete de la entrada
totalmente empapado, vio a Matthew dormido en su cuna, al
lado de la cama estaban tiradas las medicinas y Christopher
acostado y perfectamente cobijado. En silencio, Lizzie se
acercó a la cama y sentándose en el piso guardó todas las
medicinas en su bolsa. Luego se recargó y, cubriendo su
rostro con sus manos, rompió en llanto.
Darcy, olvidándose del enojo que sentía por haber visto ese
hombre allí y por la confusión del médico, se acercó a ver a
Christopher, pensando lo peor, y lo destapó revisando su
respiración. El padre, sintiéndose libre de una enorme culpa,
lo cobijó con cariño y se sentó al lado de su esposa,
abrazándola.
Darcy permaneció toda la tarde con su familia. Christopher
continuó muy cansado y con mucha tos, como lo había
predicho el médico. Lizzie no quería separarse de su lado,
pero su marido le insistió en que le ayudaría a cuidarlo
durante la noche para que ella pudiera descansar. De todas
maneras no pudo encontrar reposo debido a la intensa tos
que molestaba a su pequeño y a la angustia que renacía en
ella recordando lo sucedido y las palabras del médico.
Por la mañana, Darcy partió del hotel perturbado por su
pequeño y por su esposa y en cuanto pudo desocuparse
regresó con su familia, encontrando a todos un poco más
tranquilos. Christopher ya había comido y dormido suficiente
y, aunque continuaba tosiendo, ya se veía interesado en
jugar. Esa tos continuó todavía por varios días y Darcy
comprendió que Lizzie no se quisiera arriesgar a realizar el
viaje a Bristol, por lo que decidieron que ella y los bebés se
quedarían en Oxford con la Sra. Reynolds y el Sr. Peterson y
Darcy viajaría con el Sr. Willis, procurando regresar lo antes
posible.
CAPÍTULO LXII
Era lunes, casi al amanecer, cuando Darcy ya tenía todo listo
para viajar con el Sr. Willis a Bristol. Se encontraba todavía
en la habitación del hotel cuando se acercó a sus pequeños
que dormían en sus cunas para despedirse con una caricia y
luego de su esposa que miraba por la ventana el carruaje
que él abordaría minutos después y que lo llevaría lejos de
sus brazos. Darcy la ciñó por la espalda y le dijo:
–Te escribiré todas las noches para decirte que te extraño.
–Tengo miedo de que te vayas.
–Lizzie, sabes que únicamente voy porque es importante mi
presencia, pero sólo serán unos días. Le mandé una carta a
la Sra. Windsor avisándole que te quedarás con los niños
aquí, sabes que te tiene mucho cariño y puedes recurrir a
ella en caso necesario.
–Le tiene mucho cariño a la familia Darcy.
–¡Ustedes son la familia Darcy! –ratificó girando suavemente
a su esposa para mirarla a los ojos, tomando sus brazos con
afecto–. ¡Tú eres parte de ella! Sin duda, ese cariño se ha
incrementado gracias a ti.
–¿Le dijiste a pesar de que su hijo está en la ciudad?
–Aunque me cueste reconocerlo, el Sr. Windsor sólo ha
querido ayudar desinteresadamente. Y me voy muy tranquilo
sabiendo que mi amor por ti es igualmente correspondido.
Me lo has demostrado cada minuto que has estado a mi lado
y eso me ha inundado de una indescriptible felicidad y una
sólida confianza que hoy te agradezco infinitamente.
–Todas las noches me asomaré a la ventana viendo a las
estrellas para acompañarte mientras me escribes, deseando
tu pronto retorno.
–Y yo saldré al balcón para leer tu carta y escribir todo el
amor que siento por ti.
Christopher empezó a toser, inquietando un poco a sus
padres y Darcy le dijo:
–Avísame cómo están los niños.
Lizzie asintió. Darcy la besó y se retiró.
La Sra. Windsor visitó a Lizzie por la mañana. Había querido
ir a verla antes para preguntar por sus hijos pero no lo
consideró mesurado hasta que recibió la carta del Sr. Darcy
avisándole que partía y que su familia se quedaría en la
ciudad por motivos de salud. Le dijo que ella se había
alarmado mucho por esa carta, ya que conocía la situación
de Christopher por los comentarios que su hijo Philip le había
hecho de lo acontecido. Lizzie agradeció su interés y el
cariño que siempre había mostrado a la familia Darcy.
–Desde que usted se casó, la alegría y la esperanza regresó
a Pemberley y a todos sus miembros, en especial a la Srita.
Georgiana y al Sr. Darcy, por supuesto –afirmó la Sra.
Windsor–. Él siempre ha sido muy serio y reservado, pero
ahora transmite una paz y una felicidad que nunca le había
visto, y yo sé que eso se lo debemos a usted. A Lady Anne
seguramente le habría encantado conocerla y ver lo feliz que
usted ha hecho a su hijo. Y claro, he de reconocer que esa
alegría que usted transmite a los demás con su sola
presencia ha hecho que todos le tengamos un cariño y una
admiración muy especial. Mi hija Sandra quería venir hoy a
visitarla pero se encontraba un poco resfriada y le dije que no
era prudente por el estado de salud de su bebé, pero
también le tiene un sincero afecto. Y mi hijo Philip, aunque es
muy difícil saber qué pensamientos ocupan su mente,
cuando le mostré la carta que me envió pidiendo los datos
del Dr. Praed, se ofreció rápidamente ir a buscarlo para
ayudarle en la emergencia que se le había presentado. Mi
esposo me encomendó mandarle atentos saludos de su
parte y también Murray habló por mucho tiempo con gran
elocuencia de la familia Darcy, aunque desde que regresó de
Norteamérica casi no lo hemos visto.
–Usted tiene una hermosa familia y deseo que todos sus
hijos sean felices, como nosotros lo hemos sido.
–Es lo que más deseo, muchas gracias.
La Sra. Windsor repitió sus visitas para acompañar a Lizzie,
cumpliendo la encomienda que le dejó el Sr. Darcy, y
disfutando de una amena plática que entretuvo a las dos.
Darcy mandó carta todas las noches, mismas que Lizzie
recibió por las mañanas y que ella contestaba para enviarlas
a la brevedad y que él las recibiera por la noche,
comunicándole el lento pero seguro progreso de Christopher
y lo mucho que lamentaban su ausencia.
El crepúsculo vespertino ya se empezaba a vislumbrar y
Lizzie, cansada de un pesado día, lo contemplaba como
todas las tardes desde la ventana de la alcoba mientras la
Sra. Reynolds guardaba los utensilios que habían ocupado
para el baño de los bebés, quienes dormían plácidamente en
sus cunas. Lizzie, con cierto temor a que llegara nuevamente
esa soledad que inundaba su corazón todas aquellas
noches, añoraba que pasaran más deprisa las horas que
faltaban para el retorno de su esposo. Faltaba tan sólo un día
para que él regresara, según le había comunicado por carta
el día anterior.
Cuando el sol ya se había ocultado y Lizzie se iba a preparar
para cenar, se escuchó que se avecinaba un carruaje. Lizzie,
con melancolía lo observó y vio que de él bajaba un hombre
alto y esbelto vestido de negro, acompañado de otras
personas. Su corazón se llenó de alegría al confirmar sus
sospechas y ver que se trataba de su marido. Lizzie, feliz,
dejó a sus hijos con la Sra. Reynolds y salió corriendo de su
alcoba bajando rápidamente las escaleras, que era lo único
que la separaba de su esposo, pero cuando se abrió la
puerta de la posada, se detuvo en seco al ver lo que sucedía:
la Sra. Willis entraba con su marido y Darcy. Su rostro se
transformó en un segundo, pensando en todas las horas de
camino que debieron haber pasado juntos desde Bristol.
–Sra. Darcy, viene usted muy agitada. ¿Acaso hay otra
emergencia con su pequeño Christopher? –indagó la Sra.
Willis burlándose.
Lizzie, jadeando y sintiéndose vulnerable, bajó su mirada.
Darcy se aproximó a ella y levantó dulcemente su rostro.
–¿Cómo se encuentra hoy mi preciosa Sra. Darcy? –
murmuró Darcy con ternura, reflejando en su mirada el gozo
que sentía de volver a ver a su amada.
Lizzie, recordando todas las hermosas cartas que había
recibido de su marido en los días anteriores, despejó las
dudas que habían despertado en su mente y sonrió. Darcy la
besó cariñosamente, deseando no haber tenido que
separarse de ella, ciñéndola entre sus brazos para
sostenerla al sentir que sus rodillas desmayaban mientras
ella lo rodeaba por el cuello.
–Se le ve muy cansada, Sra. Elizabeth –señaló la Sra. Willis
observándolos inundada de envidia mientras ellos ignoraban
su presencia.
Por fin, Darcy se separó a regañadientes y le ofreció el brazo
a su mujer para escoltarla hasta el comedor, sin hacer caso a
los comentarios de sus acompañantes, mientras el Sr. Willis
le decía a su esposa que dejara en paz a los señores.
Los cuatro tomaron asiento en una de las mesas.
–Me han dicho que sus gemelos se parecen a su padre, con
seguridad serán muy apuestos, aunque es una pena que uno
de ellos esté delicado de salud –comentó la Sra. Willis.
–Afortunadamente Christopher está mejor –aseveró Lizzie.
–Y con la condición de su hijo, ¿no es peligroso que se
queden solos, aun cuando estén dormidos?
–Mis hijos no se quedan solos. La Sra. Reynolds está con
ellos.
–¿La Sra. Reynolds?, ¿es la extraña que cuida de sus hijos?
–No es una extraña, mi esposo la conoce desde hace
muchos años.
–¿Acaso es la que curó la herida de su esposo cuando le
obsequió la orquídea? Al principio pensé que usted lo había
curado pero por lo visto ni siquiera estaba enterada de lo
sucedido –recordó riendo.
–Es una buena mujer, de toda nuestra confianza y sólo me
ayuda con ellos cuando lo necesito.
–Claro, cuidar a dos criaturas al mismo tiempo debe ser
agotador. Se le ve muy cansada, ¿acaso no ha dormido
bien? Debe de cuidarse, de lo contrario usted será la próxima
enferma, y así menos podrá acompañar a su esposo en sus
viajes –se burló la Sra. Willis–. Parece que se están
cumpliendo mis palabras, una vez más. ¡Qué lástima que no
pudo ir a Bristol! Fue una visita encantadora y la compañía
fue maravillosa. Gracias Sr. Darcy, por habernos mostrado
los atractivos del puerto, no pensé que tuviera sitios tan
interesantes. Fue muy divertido.
Darcy la observó con petulancia.
–¿Pasó muchos días en Bristol? –preguntó Lizzie.
–Casi desde que llegaron los señores. Me apené mucho al
saber que usted no había podido viajar. Pero así sucede
cuando hay hijos: ellos se enferman con mucha facilidad y no
están acostumbrados a los cambios de clima que vivimos
constantemente. Estamos a finales de enero y ayer todavía
hubo nevadas.
–Este invierno ha nevado muy poco –replicó el Sr. Willis.
–Pero son impredescibles, así como las lluvias. Y ¿qué tal le
ha ido con sus dos bebés en casa, Sr. Darcy? ¿Ya los dejan
dormir toda la noche? ¡Claro!, cuando están sanos.
–Y sus adorados perros, ¿los dejan dormir toda la noche? –
indagó Lizzie molesta.
–¡Ah!, esos perros –murmuró el Sr. Willis malquisto.
–Mis adorados cachorros son tan cariñosos que no paso frío
en la noche, aun cuando mi esposo duerma en su habitación.
¿Usted siente frío cuando su marido no la acompaña? –
indagó la Sra. Willis.
–Sí, sólo cuando viaja, pero es maravilloso sentir el calor de
su cuerpo cuando está a mi lado todas las noches, el peso
de su brazo cuando me abraza, su aliento cerca de mí,
inclusive cuando hace frío y únicamente nos cubre una
cobija. Siempre encuentra la manera de que yo entre en
calor. No necesito más –repuso Lizzie.
–Así, embarazada seguramente sentía sofocarse.
–No. Sólo usábamos la sábana.
–Y dígame, ¿no extraña a su pequeño Frederic? –indagó la
Sra. Willis.
–¿Frederic? –susurró asombrada de que ella lo supiera.
–¡Jennifer!, creo que no es prudente tocar el tema –espetó el
Sr. Willis.
–No se preocupe, Sr. Willis. Eso es algo que ni siquiera a
usted se lo deseo, aunque es muy reconfortante saber que
alguien tan querido nos cuida desde el cielo –afirmó,
encubriendo la ira que sentía desbordar.
–Sr. Darcy, ¿cuándo podríamos repetir una visita guiada con
usted? –investigó la Sra. Willis con su tono de seducción
descarado–. Me encantó conocer esos magníficos lugares
con una persona tan culta que tiene respuesta para todas
mis dudas. Tal vez aquí en Oxford podamos aprovechar para
visitar algún sitio de interés.
–Usted es de Oxford, ¿acaso no conoce su ciudad? –indagó
Lizzie cada vez más enfadada.
–Sí, Sra. Elizabeth, pero seguramente habrá detalles que
desconozco y que el Sr. Darcy nos puede explicar.
–Creo que su marido, por las pláticas que hemos sostenido
en su ausencia, también es una persona muy culta y le gusta
investigar sobre temas de historia de los lugares que visita.
–¿David? Si acaso tuviera ese gusto, nunca lo he oído hablar
de eso.
–Pensé que no te interesaba Jennifer.
–Pues me ha parecido muy interesante. Son admirables
todos los conocimientos que tiene el Sr. Darcy, es una
persona muy inteligente y estoy persuadida de que es muy
estudioso.
–Sí, mi esposo es muy inteligente y no se deja impresionar
por loas que le expresa cualquier persona –espetó Lizzie.
Darcy, cansado de escuchar la voz de la Sra. Willis que no
paraba desde que inició el viaje y viendo que su tono era
cada vez más agresivo, cambió de tema y empezó a hablar
de negocios con su socio, quien le explicó detalladamente
todas sus buenas impresiones de las reuniones que habían
podido concretar con los clientes y sus retroalimentaciones.
Lizzie, enfadada de escuchar las tonterías de esa mujer,
trató de serenarse y mostrarse como si nada hubiera pasado,
inclusive haciéndole preguntas a los señores de los temas
que trataban y participando de una amena plática con sus
comentarios juguetones e inteligentes, mientras la Sra. Willis,
molesta por las contestaciones que había hecho Lizzie y por
no haber conseguido que ella se enojara, oía sin interés la
conversación que sostenían los comensales.
Cuando por fin terminó la cena, se fueron a descansar a sus
habitaciones. Los Sres. Darcy entraron en la alcoba y la Sra.
Reynolds se levantó de su asiento y se retiró al tiempo que
Darcy cerraba la puerta, observando a su esposa indignada.
Se acercó a ver a sus hijos que dormían apaciblemente y le
dijo:
–Los extrañé mucho.
–Seguramente con la compañía que tenías ni siquiera te
acordaste de nosotros.
–No dejé de pensar en ti y en los niños –certificó
acercándose a su esposa.
–Y ¿desde cuándo, Sr. Darcy, sabía que esa mujer iba a
viajar a Bristol? –preguntó exacerbada, alzando la voz.
–Yo no sabía que la íbamos a encontrar allá –contestó
alterado–. De hecho, estoy seguro que su marido se llevó la
misma sorpresa que yo y mostró igual su desagrado. ¿Qué
podía haber hecho, si teníamos reuniones importantes de
trabajo?
–¿Y las interesantes y divertidas visitas que usted, Sr. Darcy,
se complació realizar en su compañía?
–Sra. Elizabeth, sólo le comenté al Sr. Willis de los lugares
que visité con usted hace unos años y se mostró muy
interesado en conocerlos. Yo no sabía que ella nos estaba
esperando en Bristol.
–¿Y tuvieron mucho tiempo para divertirse? En lugar de
haber aprovechado el tiempo para regresar antes.
–Con o sin visitas, de todas maneras habría retornado hoy.
De hecho íbamos a volver hasta mañana pero pudimos
adelantar para venir antes.
–¿Fue agradable el coqueteo que seguramente la Sra. Willis
le practicó todos estos días?
–¿Usted cree, Sra. Elizabeth, que fue agradable su
compañía? Tener que soportarla todo el viaje de venida y
toda la cena, además de varios días antes. No sé cómo la
tolera su marido y permite que se comporte de esa manera
con cualquier hombre que esté presente, no solamente
conmigo. Fue muy desagradable y yo ya quería llegar a tu
lado.
–Y Frederic, ¿cómo les pudiste haber contado? –inquirió con
decepción, un poco más tranquila.
–Yo no les comenté, no sé cómo se enteró –declaró más
sereno.
–No me gusta que estés acompañado por esa mujer. Y sólo
de pensar en todo lo que te pudo haber dicho, aun en
presencia de su marido…
–Dijo muchas cosas que yo no escuché. ¿Para qué perder
mi tiempo escuchando a esa mujer si en mis pensamientos
vive la mujer más hermosa que hay sobre la tierra y que me
espera con los brazos abiertos?, aun cuando esté enojada –
indicó con cariño.
–¿Se nota tanto? –preguntó apenada.
–Sólo para quien te conoce a la perfección, lo sabes
disimular muy bien en presencia de otras personas.
Darcy y Lizzie escucharon que cerca de su habitación había
unas personas iniciando una discusión muy acaloradamente.
Lizzie se acercó a su marido y le dijo, tomando sus manos:
–Perdóname Darcy. Cuando te vi por la ventana salí
corriendo para darte la mejor de las bienvenidas y sólo
pensaba en abrazarte. Te extrañé mucho. Y al ver a esa
mujer…
–Yo también te eché de menos, no tienes idea cuánto. Y
recibiste varias cartas que comprueban mis palabras.
–Algunas tendré que guardarlas bajo llave, sólo las puedo
leer yo –reconoció sonriendo.
Darcy la besó apasionadamente mientras se abrazaban.
Al día siguiente, Darcy salió a cabalgar con el Sr. Willis,
mientras Lizzie se alistaba con los bebés, ya que regresarían
a Pemberley apenas acabaran de desayunar. Cuando Darcy
regresó fue a buscar a Lizzie a su habitación, y al salir rumbo
al comedor se encontraron a la Sra. Willis que salía de su
alcoba y, después de saludar, preguntó, siguiendo su
camino:
–¿Cómo sigue su hijo? Anoche estuvo tosiendo mucho –
comentó la Sra. Willis.
–¿Estuvo tosiendo Christopher? –indagó Lizzie con Darcy.
–Sí, un poco. Le dí su medicina –respondió él.
–Entonces, ¿podremos irnos hoy?
–Si la Sra. Darcy quiere regresarse, yo estoy a su
disposición.
–¿Se regresarán hoy? Pensé que se quedarían unos días
más –comentó la Sra. Willis–. Tal vez pudiéramos visitar
algún lugar de interés, con usted por supuesto, Sra.
Elizabeth.
–Será en otra ocasión –replicó Lizzie.
–¿Disfrutó de su cabalgata, Sr. Darcy? –inquirió la Sra.
Willis.
–Sí, gracias.
–A usted Sra. Elizabeth, ¿le agradó montar?
–Yo no acostumbro montar –declaró Lizzie circunspecta.
–Ayer parecía que lo disfrutaba mucho –reveló la Sra. Willis
en tono de burla, queriendo avergonzar a Lizzie, aunque ella
la miró con extrañeza–. ¡Claro!, después de esa discusión la
reconciliación debió ser muy placentera, se escuchaba tan
eufórica –aludió riéndose–. Pensé que nunca acabarían.
¿Qué se siente que una mujer grite su nombre de esa
manera, Sr. Darcy?
–¿A usted sí le gusta montar? –preguntó Lizzie sosegada,
apretando la mano de Darcy que ya iba a responder.
–Me encanta.
–Tal vez esa sea la única manera en que logre estar cerca
de su marido, aun cuando coma frecuentemente camarones.
Yo siempre tengo finales felices, ¿usted también, Sra. Willis?
Lizzie, satisfecha, tomó el brazo de su esposo y se adelantó
con él, dejando a la Sra. Willis encolerizada y atiborrada de
envidia, milagrosamente en silencio. Darcy le susurró al oído,
notablemente fausto.
–¿Siempre tienes finales felices?
–Tú lo sabes bien –contestó con una sonrisa.
Darcy la besó en la frente al tiempo que ella reía.
–Espero que hoy te puedas sentar.
–Por lo visto, ayer olvidaste cortarte las uñas –recordó él
mientras tomaba su mano y la besaba, confirmando que ya
le había puesto remedio a esa situación, en tanto la Sra.
Willis los observaba alejarse.
Cuando llegaron al comedor, se encontraron con el Sr. Willis
y se sentaron a la mesa. Estuvieron comentando sobre la
mejoría que se veía en el clima que beneficiaría su regreso.
Minutos más tarde, llegó la Sra. Willis. Los caballeros se
pusieron de pie para recibirla, ella se sentó y permaneció
muda todo el tiempo, mientras los demás disfrutaron de un
breve pero agradable desayuno.
Los Sres. Darcy, al concluir, se despidieron y se retiraron,
abordando su carruaje con sus pequeños y la Sra. Reynolds.
CAPÍTULO LXIII
Al llegar a Pemberley Lizzie mandó llamar al Dr. Thatcher
para ponerlo al corriente de lo sucedido en Oxford con
Christopher, quien lo revisó y aprobó el tratamiento
preventivo que le había sugerido el Dr. Praed. A pesar de la
revisión del doctor, Christopher estuvo tosiendo más en la
noche, provocando que sus padres apenas pudieran
dormitar.
Al día siguiente, Lizzie se quedó cuidando de su hijo que
continuaba decaído mientras observaba el juego divertido de
Matthew, con cierta tristeza de que Christopher no pudiera
disfrutar del momento agradable. A media tarde, cuando
Darcy se había desocupado, regresó a la habitación de sus
hijos encontrando a su esposa alarmada por la tos que no
cesaba. Volvieron a llamar al doctor preocupados también de
que Matthew pudiera contagiarse, él les explicó que el origen
de todo su padecimiento no era una enfermedad infecciosa.
–Si no es infecciosa, entonces ¿de qué está enfermo mi hijo?
–preguntó Lizzie.
–Tiene un padecimiento por el que reacciona
exageradamente ante ciertos agentes que lo dañan. La
constante tos que presenta es una forma de defenderse ante
esos agentes, igualmente la inflamación en los bronquios
que impide en ocasiones la libre respiración. Aunque bajo
estas condiciones es muy fácil que se desencadene un
proceso infeccioso.
–Entonces, ¿qué se puede hacer?
–Debemos tener mucha paciencia porque el tratamiento al
que lo hemos sometido es muy largo y en el camino habrá
nuevamente crisis y tendremos que tratar de prevenirlas de
la mejor manera posible para que no genere un proceso
patógeno que agrave la situación. Habrá veces en que no se
pueda controlar y le tendremos que administrar otros
medicamentos para lograr su recuperación, pero confío en
que salga adelante. Conforme el niño crezca, su situación va
a ir mejorando y las crisis se presentarán cada vez más
esporádicamente, ya que madurará su sistema respiratorio y
su sistema inmunológico.
–Y ¿cuáles son esos agentes que lo dañan?
–Pueden ser varios, relacionados con pieles de animales,
plantas, posiblemente alimentos.
–¿Alimentos?
–Yo le iré indicando la manera correcta de administrárselos
cuando veamos que su madurez lo permita. Por el momento,
su dieta es completamente inocua. Por prevención, también
a Matthew se los iremos administrando lentamente.
–¿Matthew podría presentar lo mismo?
–Podría, aunque tomaremos las medidas necesarias
anticipadamente. Pero a él yo lo veo muy bien.
El Dr. Thatcher le indicó las medicinas que tendría que
administrarle y se retiró, escoltado por la Sra. Reynolds,
quien le entregó a su ama una carta urgente de su madre.
Lizzie la abrió inmediatamente, con el corazón acelerado, e
inició su lectura:
“Querida Sra. Darcy: Tengo la premura de comunicarle una
noticia que ni yo he podido creer: ¡Mary se casa!...”
–¿Cómo? –musitó azorada–. ¡No es posible!
–¿Sucede algo? –indagó Darcy turbado.
–No sé… no sé si alegrarme o preocuparme.
Lizzie leyó la primera parte en voz alta y continuó:
–“…El Sr. Posset ha pedido su mano en matrimonio y el
dichoso evento tendrá lugar en seis meses. He querido
invitarlo a la presentación del libro del Sr. Bennet pero
lamentablemente no podrá asistir, aunque le he insistido en
la importancia que tiene conocer a la familia; por tal motivo
nosotras viajaremos a Escocia en dos meses, ¿no es
increíble?...” Ya lo creo que sí –indicó con amargura–. “…¡Mi
hija, la Sra. Mary Posset! ¡Todavía no salgo de mi
asombro!...”
–Yo tampoco.
–Darcy, no sé si esto está bien.
–¿Qué es lo que te preocupa? –inquirió acercándose y
tomando su mano.
–Ella me dijo que está enamorada, pero no lo conocemos –
indicó bajando la carta y recordando la plática que había
sostenido con su hermana.
–Durante nuestro viaje a Londres habla con Mary y exprésale
tus deseos de conocerlo. Faltan seis meses, seguramente
tendremos alguna oportunidad. ¿Estás más tranquila por
Christopher?
–Creo que estoy más asustada.
–Estamos en buenas manos. El Dr. Thatcher es un excelente
médico.
–Si, lo sé, pero no puedo evitar preocuparme por su salud.
¿Y si Matthew está igual?
–El doctor lo detectaría a tiempo y lo atenderíamos pero dijo
que se veía bien.
–Recuerdo que mi padre tosía constantemente cuando los
campos empezaban a florecer y trataba de disimular ante
nosotras, pero varias veces creí que se ahogaría. Me da
terror pensar que eso mismo le pueda suceder a nuestro hijo.
De hecho ya le ha sucedido.
–Lamento no haber estado contigo cuando tuvo la crisis en
Oxford.
–Ya se acerca la primavera. Será su primera primavera. ¿Y
si se agravan las crisis?
–Aquí no se ha presentado mayor problema.
–Pero estamos en medio del bosque. Aquí hay cualquier
variedad de plantas.
–Le consultaremos al médico si cree conveniente que nos
vayamos a Londres esta primavera. De todas maneras
iremos en unas semanas para la presentación del libro de tu
padre.
–Y luego la boda de tu primo –dijo preocupada, recordando
las palabras del Dr. Praed, que decía que era preferible
permanecer en casa y no realizar tantos viajes.
–Lizzie, debes relajarte. El Dr. Thatcher nos manifestó que
tiene esperanzas de que salga adelante.
–Y también dijo que se podrán presentar otras crisis. Yo no
quiero ver sufrir a mi hijo.
–Y yo quiero verte serena. Él necesita que su madre esté
tranquila para que sepa que todo va a estar bien.
–Tienes razón Darcy. Siempre me adelanto a los
acontecimientos y termino angustiándome más de lo que
debería.
Darcy, acariciando su rostro, la besó en la mejilla.
Pasaron los días y, lejos de mejorar, la tos de Christopher se
fue incrementando, a pesar de todos los cuidados que el
médico le aconsejó y que su madre observó para que ésta
cesara. Lizzie volvió a llamar al médico para que lo revisara y
el Dr. Thatcher, avalando su observación de que podría
agravarse la salud del bebé si permanecían en Pemberley
durante la primavera, sugirió que al menos unos meses
radicaran en Londres, extendiéndole un amplio informe de la
situación del pequeño para que le pudiera dar seguimiento el
Dr. Robinson o el Dr. Donohue.
Por este motivo, la familia Darcy, acompañada por la Sra.
Reynolds, adelantó unos días su viaje a Londres, con la
esperanza de que la salud de Christopher mejorara. Y así
fue, con ayuda del tratamiento en unos cuantos días la tos
fue cediendo, volviendo poco a poco la tranquilidad de los
padres y la confianza en Lizzie de dejar a sus hijos
encargados con la Sra. Reynolds para asistir a la
presentación del libro de su padre.
A su llegada, el Sr. Churchill le entregó una carta a la Sra.
Darcy de Lydia, informándole que no podría asistir a la
presentación del libro del Sr. Bennet ya que Wickham
saldría de prisión esos días y estaría con su familia antes de
irse al campo de batalla. Lizzie, mostrando una desilusión
que en realidad no sentía, respondió a esa carta con cariño,
agradeciéndole que le hubiera informado de su situación y
mandándoles muchos saludos.
CAPÍTULO LXIV
Era miércoles y los Sres. Darcy esperaban la llegada de las
Bennet en el salón principal, después de haber acostado a
sus hijos. Lizzie recordó la primera vez que habían invitado a
su familia a esa casa, con el Sr. Bennet, y todos los gratos
momentos que había pasado con su padre. Añoró las visitas
que sorpresivamente le había hecho en Pemberley antes de
su fallecimiento, con las cuales había podido concluir el
trabajo de investigación que en pocos días se publicaría,
gracias a una atención especial que su esposo había tenido
con ella. Darcy, al verla tan distante, le dijo:
–¿Todavía te preocupa Christopher o pensabas en Mary?
Lizzie sonrió.
–Recordaba a mi padre, cuando estuvo aquí y las veces que
me visitó en Pemberley. Lo disfruté tanto y hay días en que
lo extraño más.
Darcy tomó su mano.
–Tu padre fue un hombre muy dichoso al tenerte como hija.
Estoy persuadido de que fue maravilloso verte crecer y
conocer el mundo, esparciendo toda la alegría que llevas en
el corazón y compartiendo tu cariño a todos los que te
rodean. Y yo, aun sin merecerlo, soy el hombre más
afortunado y venturoso al tenerte como esposa. Sin duda,
“una buena esposa es el mejor y final regalo del cielo al
hombre, su ángel y ministro de gracias innumerables, su joya
de mayores virtudes. Su voz es su música más dulce, su
sonrisa su día más brillante, sus besos la guardia de su
inocencia, sus brazos su seguridad, su industria su más
segura salud, su economía su más seguro compañerismo,
sus labios son sus más seguros consejeros, su pecho es la
más suave almohada de sus cuidados, y su oración el más
capacitado abogado de las bendiciones del cielo sobre su
cabeza”.
–Eso lo escribió Jeremy Taylor –notó sonriendo.
–Y yo te lo dedico –afirmó al tiempo que besaba su mano.
La voz de la Sra. Bennet empezó a resonar en el pasillo
cuando el Sr. Churchill entró en el salón principal a anunciar
la llegada de las visitantes. Los Sres. Darcy se pusieron de
pie para recibirlas al tiempo que ellas entraban.
–Sra. Darcy –saludó la Sra. Bennet con un abrazo a su hija–.
¿Cómo han estado los niños? Pensé que llegaríamos a
tiempo para saludarlos pero nos retrasamos en el viaje.
–Bien, gracias mamá.
–¿Lydia ya está aquí?
–Me escribió diciendo que no podrá venir ya que su marido
estará con su familia estos días.
–¿Wickham ya salió de prisión?
–Parece que sí, pero irá al campo de batalla.
–¡Ay, esta guerra que no termina!
–Tampoco tus lamentos –aclaró Kitty.
Lizzie abrazó cariñosamente a Mary, felicitándola por su
compromiso, y ella agradeció. Luego condujo a Kitty a su
habitación y acompañó a Mary a la suya, donde se
introdujeron.
–¡Ahora sí, me tienes que contar los detalles! ¿Qué noticias
hay del Sr. Posset? –indagó Lizzie aparentando una alegría
que no sentía, para que su hermana se sintiera en confianza.
–¡Ay, Lizzie! Estuvo en Hertfordshire hace un mes y visitó
varias veces Longbourn, donde me platicó de tantos temas,
de sus planes y de su trabajo. No había podido regresar
porque su madre había enfermado y falleció a fines de año.
Me dijo que en su ausencia se dio cuenta que se había
enamorado de mí, habló con mi madre y acordamos la fecha
de la boda.
–¡Me alegro mucho! Me gustaría conocerlo.
–Le recordaré por carta para programar pronto una visita.
–Recuerda que te quiero mucho y deseo lo mejor para ti.
–Lizzie, ¿has sido feliz en tu matrimonio?
–Inmensamente feliz, pero esa felicidad no llega como
magia, como alguna vez soñamos, no existe el “… fueron
felices para siempre”, hay que construirla día a día y a veces
es difícil, pero si hay amor y unes esfuerzos la lucha es más
llevadera. No me puedo imaginar un matrimonio sin amor, sin
Darcy, mi vida sin él ya no sería posible.
Cuando bajaron se encontraron con Darcy, quien leía su libro
en el salón principal, y le ofreció el brazo a su mujer para
dirigirse al comedor. Todos tomaron asiento.
–¿Estuvo agradable su viaje, Sra. Bennet? –indagó Darcy.
–Sí Sr. Darcy, usted siempre tan amable y atento –declaró la
Sra. Bennet alborozada–. Sra. Darcy, invité a la presentación
del libro del Sr. Bennet a nuestras amistades de
Hertfordshire, Sir Lucas estará presente con su esposa, al
igual que los Sres. Morris, los Sres. King y la Sra. Long, esta
última vendrá en coche de alquiler, todos ellos ya están
enterados del compromiso de Mary y nos han felicitado. Y
traje el vestido que usé en la boda de la Sra. Georgiana, el
verde que me queda muy bien, para ir al evento de mañana.
¡Ay!, será un día muy especial. Le comenté a nuestras
amistades la hermosa dedicatoria que hizo el Sr. Bennet
para mí y la Sra. Long no podía creer que fuera cierto, yo le
dije que mi marido, aunque muy reservado en sus
sentimientos, era un hombre de gran corazón y ahora se lo
voy a comprobar. ¡Fuimos tan felices juntos!
–Sólo en tus sueños, mamá –replicó Kitty.
–Estoy tan orgullosa de mi Sr. Bennet. Ya quiero ver las
montañas de libros que venderán en las diferentes librerías,
y en la de Meryton, con la hermosa dedicatoria que me
escribió. Así todos los del pueblo la podrán leer.
Seguramente hablarán durante semanas del asunto.
–Y también querrás ver cómo se incrementan los ingresos de
la granja por este concepto –afirmó Mary.
–Bueno, tú sabes que ya no me preocupa eso, gracias al… a
mi difunto marido que arregló sus asuntos antes de morir,
aunque siempre es bueno un ingreso extra.
–Y una cabeza menos que alimentar –ironizó Kitty.
La Sra. Bennet no paró de departir del regocijo que sentía a
causa del evento tan esperado por su familia, en donde vería
coronados los esfuerzos de varios años de trabajo de su
marido y habiéndolo dedicado a ella era algo que la hinchaba
de emoción. Lizzie la veía conmovida, en tanto Darcy sonreía
complacido al observar a su mujer.
Ya en su habitación, Lizzie se acercó:
–Darcy, te agradezco tanto el evento de mañana. Pocas
veces he visto tan alborozada a mi madre.
–Y yo soy feliz de ver a mi Sra. Darcy jubilosa.
–Si mi madre supiera la verdad.
–No tiene por qué saberlo. Sólo tú y yo lo sabemos y ese
secreto me lo llevaré a la tumba.
–¿El Sr. Taylor no lo vio cuando revisó el trabajo?
–Le pedí su completa discreción. Me dijo el editor que
necesitará que alguien de la familia represente a tu padre en
el panel de mañana. Pensé que tal vez tú podrías hacerlo.
–No, no. Yo creo que será mejor que mi madre esté en ese
lugar. Se sentirá la más importante de la tarde, será como su
fiesta; valorará por primera vez el trabajo de mi padre, se
sentirá envanecida de un trabajo que mi padre y yo hicimos y
que nunca reconoció. Si le robo ese lugar, ese momento,
sería como quitarle el mérito que hoy se atribuye, aunque no
le corresponda.
Darcy sonrió satisfecho.
–Seguramente a tu padre le gustaría que ocuparas ese lugar.
–También le gustaría que la relación entre madre e hija siga
siendo tan buena como lo es ahora y como nunca había sido
antes, y mucho de eso se lo debo al Sr. Darcy y a su
generosidad.
–Todo ha sido para verte feliz –indicó besándola en la
frente–. Por cierto Lizzie, Fitzwilliam me pidió que llegáramos
un día antes de lo planeado a Rosings, quiere enseñarme
algunos documentos que dejó pendientes mi tía. Tendremos
que salir el miércoles próximo.
–¿El miércoles?
–Sí, ¿tienes algún inconveniente?
–No –dijo con vacilación–, sólo me preocupa Christopher.
–Pero ya está mejor.
–Sí, ya está mejor, pero al viajar nuevamente nos
arriesgamos a que recaiga, más en Rosings que está
rodeado de bosque. Y si necesitamos a un médico,
Georgiana y Donohue no saben si van a ir.
–¿Acaso estás contemplando quedarte en Londres? –
indagó molesto.
–Darcy, no te enojes conmigo –pidió acercándose a él–. Yo
sé que tú tienes que ir y quiero acompañarte, pero no puedo
dejar de preocuparme.
–Dejarías de ser Lizzie si no pensaras en los demás –indicó
con una sonrisa.
Al día siguiente después del desayuno, las Bennet salieron a
pasear al Hyde Park y regresaron a medio día para
prepararse para la presentación del libro. Pasada la hora del
té, los Sres. Darcy y las Bennet abordaron sus carruajes
rumbo a la Biblioteca Británica, donde ya estaba todo listo
para el evento tan esperado por la familia. Al introducirse en
el recinto, había congregada una gran cantidad de personas.
Los Sres. Darcy y las Bennet fueron recibidos por el Sr.
Aslop, amigo de Darcy y dueño de la editorial responsable de
la publicación, así como por el Sr. Taylor, quienes los
escoltaron a sus lugares mientras saludaban a los invitados,
entre los que se encontraban representantes de varias
universidades, medios de prensa, algunos escritores y
personalidades destacadas del mundo de la cultura. En el
presídium habían colocado una mesa decorada con
hermosos arreglos florales donde se sentaron el Sr. Aslop, el
Sr. Taylor, otros maestros en la materia y la Sra. Bennet.
Cuando el evento dio inicio todos tomaron asiento, los Sres.
Darcy se encontraban en las primeras filas, junto con el
resto de la familia, y escucharon la perorata que dieron
algunas de las personalidades que se localizaban en el
panel, hablando del trabajo de investigación que por varios
años había realizado el Sr. Bennet y que ahora representaba
una importante aportación para el aservo cultural de la
nación.
Lizzie observaba conmovida a su madre que, en silencio,
aparentaba prestar escucha a las alocuciones, sin poder
disimular el gozo y el orgullo que sentía de ver reconocido el
trabajo de su esposo y, sobre todo, que a ella le hubieran
asignado el lugar más importante de la reunión. Los Sres.
Bingley y Mary, cerca de los Sres. Darcy, escuchaban con
toda atención, mientras Kitty bostezaba continuamente,
aburrida de oír tantas cosas que no eran de su interés,
deseando que terminaran de hablar y comenzara el brindis.
Después de los discursos y de los aplausos de la
concurrencia, el Sr. Aslop hizo la entrega formal de un
ejemplar de la obra a la Sra. Bennet, quien lo recibió jubilosa,
agradeciendo las finas atenciones.
Enseguida se dio paso al brindis. Los familiares y amigos se
acercaron a la Sra. Bennet para darle los parabienes. Darcy
introdujo a su esposa a algunas de sus amistades mientras
Lizzie estuvo cuidando con la mirada del buen
comportamiento de Kitty y de la Sra. Bennet, con quienes
había hablado durante el desayuno para recordarles que si
querían seguir siendo invitadas a su casa tendrían que
comportarse con el mayor decoro. También platicó con los
Sres. Morris, indagando más información sobre el Sr. Posset.
Georgiana se aproximó a saludar a sus hermanos y disculpó
a su marido por no poder asistir al evento, ya que estaba
cuidando de algún paciente. Lizzie le preguntó discretamente
si Donohue asistiría a la boda de Rosings y ella no le supo
contestar con certeza, ya que dependía del restablecimiento
del enfermo.
El evento se alargó por un par de horas más, en donde
estuvieron conversando con los asistentes. Lizzie se pudo
percatar de que Mary, lejos de la vigilancia de su madre,
platicaba con un caballero que se había acercado a ella para
felicitarla y había permanecido a su lado desde entonces
hasta que se terminó el convivio. Lizzie los veía, intrigada de
saber el tema que conversaban con tanto interés, gozosa de
ver a su hermana desenvolviéndose con libertad.
Cuando ya había poca gente y las mesas en donde habían
estado expuestos los libros que se presentaban para la venta
se habían vaciado, los familiares se retiraron, aun cuando la
Sra. Bennet quería continuar la celebración. Los Sres.
Gardiner ofrecieron a la Sra. Bennet y a sus hijas llevarlas a
cenar al Pantheon, mientras los Sres. Darcy y Georgiana se
despidieron y se dirigieron a sus respectivas residencias.
A su llegada, los Darcy encontraron que la tos de Christopher
se había visto recrudecida nuevamente en las últimas horas,
por lo que la Sra. Reynolds le administró el medicamento que
le habían dado en Oxford y esperaba el arribo del Dr.
Robinson. A los pocos minutos éste fue anunciado y los
Sres. Darcy, preocupados, lo recibieron. El médico examinó
al pequeño que yacía en la cama, desganado, observando a
su madre con atención mientras aspiraba el aire que le había
faltado, como el consuelo que sólo ella le proporcionaba en
esos momentos de angustia. Lizzie, al verlo, se sintió
culpable por no haber estado con él para brindarle su
cuidado y su protección.
Cuando el Dr. Robinson terminó su exploración, les indicó
que el bebé estaba fuera de peligro, a pesar de que la tos
persistía. Recomendó extremar las medidas preventivas que
les había señalado con anterioridad y que lo mantuvieran
dentro de la casa, comprometiéndose a revisarlo antes del
viaje a Kent. Lizzie, descorazonada por su hijo, lo recibió en
sus brazos al tiempo que el Dr. Robinson se despedía y se
retiraba, escoltado por la Sra. Reynolds.
La noche fue difícil, la tos de Christopher no cedía y Matthew
parecía querer acompañarlo en su malestar, permaneciendo
despierto gran parte de la víspera. Por ese motivo, Lizzie
cuidó de ellos en la habitación contigua para no interferir en
el necesario descanso de su marido, quien tenía varios
pendientes importantes de trabajo al día siguiente.
Llegado el amanecer, sumamente anhelado por Lizzie ya
que había pasado la noche en vela cargando a Christopher
para que se aminorara su dolencia, al fin pudo colocar a su
pequeño agotado en su cuna sin que se despertara, parecía
que había esperado ver las primeras luces para conciliar
tranquilamente el sueño. Matthew, tras haberse mantenido
despierto hasta la madrugada, pudo dormirse incluso con la
asidua tos que se escuchaba en la habitación.
Lizzie caminó sigilosamente hasta la puerta que comunicaba
con su alcoba y la abrió, encontrándose con su marido que
iba en su búsqueda para ver cómo estaba su familia. Al ver
el rostro de agotamiento de su esposa, se acercó y la abrazó
con cariño, la escoltó hasta su cama y la cobijó besándola en
la frente. Lizzie se durmió al instante y Darcy, tras
contemplarla unos minutos, se fue a alistar y partió rumbo a
la ciudad, dando instrucciones precisas de que nadie
molestara a la Sra. Darcy.
Las Bennet fueron avisadas de que la Sra. Darcy no las
acompañaría al desayuno, por lo que almorzaron y se
marcharon a su paseo.
Cuando Matthew despertó, Lizzie, todavía cansada por la
desvelada, fue por él y revisó a Christopher que dormía
serenamente. La vida tenía que continuar, aun cuando
habría deseado extender un poco su descanso. Desayunó en
su alcoba y pasó el resto del día con sus pequeños, con la
preocupación de ver que la tos, aunque menos frecuente,
todavía persistía.
Llegada la noche, Darcy arribó un poco antes de la cena y
se dirigió a la habitación donde Lizzie arrullaba a Christopher
antes de colocarlo en su cuna. La Sra. Reynolds cuidó de los
pequeños mientras los señores cenaban en el comedor con
sus invitadas.
–¿Cómo sigue Christopher? –indagó la Sra. Bennet.
–Un poco mejor, gracias –contestó Lizzie.
–El evento de ayer estuvo magnífico –resonó con
elocuencia–. ¡Qué personalidades estaban presentes y
habrase visto tal amabilidad!
–Si cuando menos hubiera habido caballeros apuestos y
solteros, habría sido más interesante –comentó Kitty–.
Aunque eso no le importó mucho a Mary, aun cuando ya está
comprometida.
–¿A Mary?
–Sí, claro. Estuvo acompañada de un caballero y ¿quién lo
diría?, platicando largo rato con él.
–Me preguntó sobre el trabajo de mi padre –aclaró Mary sin
darle importancia.
–¿Y le aclaraste que ya estás comprometida?
–Por supuesto.
–Creo que la plática se extendió más de lo debido. ¿Acaso
el tema de conversación era sobre algún intelectual que
desconozco? –se burló.
–Seguramente, no creo que te interesen los libros de John
Locke –indicó Mary.
–¿Quién?
–John Locke, político y filósofo inglés que escribió el Ensayo
sobre el entendimiento humano, publicado en 1690.
–¡Hace más de un siglo!
–¿Es el mismo que escribió Tratados sobre el gobierno civil?
–preguntó Lizzie.
–Así es –declaró Darcy–. ¿Quién iba a decir que las bases
ideológicas que dieron impulso a la independencia de las
colonias inglesas en América las escribió un inglés?
–Sin olvidar su propuesta de dividir el poder del Estado en el
poder ejecutivo, legislativo y federativo, para evitar la
corrupción del mismo, quedando en manos de la soberanía
nacional.
–Si invitaras a ese caballero a esta mesa, la conversación
sería muy aburrida –aseguró Kitty.
–¿Quién dijo que lo iba a invitar? Es un desconocido –
aseveró la Sra. Bennet–. La Sra. Morris quedó encantada
con la presentación. Hoy la volvimos a ver y me dijo que
compró el libro de mi marido y que ya lo empezó a leer. Me
agradeció mucho que la hubiera invitado.
–Y tú, ¿ya leíste el libro de tu marido? O sólo la primera hoja.
–Los Sres. Aslop y Taylor me trataron con generosa
afabilidad y me felicitaron por los trabajos del Sr. Bennet.
–Que seguramente desconoces –murmuró.
–El Sr. Lauper ya lo leyó y me dio sus parabienes –afirmó
Mary.
–¿El Sr. Lauper? –indagó la Sra. Bennet.
–¿Ese es su nombre? –investigó Kitty.
–¿Y cuánto recibe de renta ese caballero? –investigó sin
razonar.
–¿Crees que es propio de una dama, una dama
comprometida, hacer ese tipo de preguntas? –cuestionó
Mary.
–¿Una dama? –disputó la Sra. Bennet sin considerar a su
hija bajo ese título–. Tienes razón.
–Y hoy, ¿conocieron algún lugar en especial? –curioseó
Lizzie.
–Fuimos con mis tíos a la Catedral de San Pablo –respondió
Kitty–, parece que el Sr. Gardiner insiste en enseñarnos
todos los templos de la ciudad, aunque ya lo habíamos
visitado con mi padre. Pero pudimos ver el Cambio de
Guardia en el Palacio de Buckingham, ¡qué apuestos eran
los soldados con sus coloridos uniformes!
–Y mañana nos invitará a la Ceremonia de las Llaves que se
celebra en la Torres de Londres por la noche –indicó la Sra.
Bennet–. No podremos venir a cenar Lizzie, dicen que es
una ceremonia magnífica y que sólo con una invitación
puedes asistir.
Las Bennet continuaron su conversación sobre el paseo que
habían realizado, pero Lizzie estaba agotada y no prestó
atención, deseando que acabara pronto la cena para ir a ver
a sus hijos y dormir.
Al retirarse a descansar, Lizzie vio con preocupación que la
tos de su bebé se volvía a intensificar, augurando
nuevamente una mala víspera. Así fue, aunque esta vez fue
Darcy quien permaneció al cuidado del enfermo.
Los siguientes días y noches fueron similares, y se acercaba
el día en que tendrían que salir rumbo a Kent. Lizzie,
preocupada por viajar con su hijo en esas condiciones u
horrorizada de dejarlo en Londres bajo la supervisión de la
Sra. Reynolds, esperó impaciente la visita del Dr. Robinson
para conocer su punto de vista.
Darcy la acompañó la tarde del martes y, mientras cargaba a
Christopher y Lizzie atendía a Matthew, le preguntó:
–¿Ya tienes todo listo para el viaje?
–Sí, la Sra. Reynolds me ayudó a terminar en la mañana,
aunque… no sé si sea mesurado que yo vaya.
–¿Por qué? Christopher está mejor.
–Su tos todavía está muy seca y Georgiana me dijo que no
sabía si iba ir Donohue a la boda. Si vamos con él y empeora
me sentiría responsable de su estado y no puedo
abandonarlo aquí.
–Si se queda aquí, estoy persuadido de que estará bien. La
Sra. Reynolds ha demostrado ser capaz de cuidarlo
adecuadamente; además, en caso necesario el Dr. Donohue
o el Dr. Robinson estarán pendientes de su evolución, y si
Donohue no va, tal vez Georgiana se quede también y
podríamos dejarlos con ellos, con el apoyo de la Sra.
Reynolds.
–Darcy, compréndeme. Es la primera vez que me separo de
ellos, no podría estar tranquila sin saber cómo están.
–Entonces ya está decidido –aseveró enojado.
–No Darcy. Quiero ir contigo, no me gustaría que fueras solo.
–Si voy solo, espero que tu madre comprenda que quiero
irme en carruajes diferentes.
–Por supuesto.
En ese momento, el Sr. Churchill anunció la visita del Dr.
Donohue, quien venía a revisar a Christopher. Los Sres.
Darcy lo recibieron y el médico procedió a examinarlo
cuidadosamente. El bebé todavía presentaba tos, aunque la
frecuencia había disminuido y se le veía en mejores
condiciones anímicas. Donohue les indicó que le cambiaría
el medicamento, pero que en general lo veía más
restablecido. Darcy preguntó si estaba en condiciones de
realizar el viaje a Kent y respondió que, como él iba a asistir
con su familia no encontraba ningún inconveniente, sólo que
lo protegieran del frío durante el camino y permaneciera
resguardado dentro de la casa. Terminada su labor, sugirió
también revisar a Matthew, a quien encontró en buen estado
de salud.
Fitzwilliam les había ofrecido con anterioridad a sus primos y
a Bingley que se hospedaran en Rosings y que la casa
estaría a su completa disposición para que hicieran uso de
ella de la forma en que más les conviniera para que se
sintieran cómodos con su familia. Con esa confianza, antes
de la recaída de Christopher, ya habían pensado en llevar a
la Sra. Reynolds y que los bebés, incluída Rose, se
quedaran a su cuidado en alguna de las habitaciones de la
casa.
–Ahora sí, Sra. Darcy, ¿me puede indicar si desea ir a Kent?
–preguntó Darcy jubiloso en cuanto Donohue se retiró.
Lizzie rió más tranquila.
–Ya ves que tu enojo fue completamente injustificado.
–Por lo visto, también tu preocupación.
Cenaron con las Bennet, quienes estaban muy emocionadas
con la boda de los próximos días y de poder conocer ese
condado del que tanto habían oído.
CAPÍTULO LXV
Lizzie reposó lo suficiente, era la primera noche que pudo
dormir completa después de varias jornadas. Se levantó y
fue a ver a sus hijos, ya que Darcy había salido a cabalgar
antes de partir a Kent. Los atendió y se alistó para
prepararse para el desayuno, mientras la Sra. Reynolds le
auxiliaba a guardar las últimas cosas de los bebés dentro de
los baúles. Cuando estuvo lista, Darcy la fue a buscar a la
alcoba y se dirigieron al comedor para el almuerzo con sus
invitadas. Al término del mismo, partieron a Kent.
A su llegada, fueron anunciados por el Sr. Harvey y los
recibió la Srita. Anne en compañía de Fitzwilliam, los Bingley
y los Sres. Donohue, quienes habían llegado un poco antes.
Las Bennet se habían desviado rumbo al hotel del pueblo
donde se hospedarían junto con los Sres. Gardiner.
La Srita. Anne los invitó a uno de los salones de recepción a
tomar el té, donde los recibía Lady Catherine cuando iba
Lizzie a visitarla, estando hospedada con los Collins. Las
cosas se encontraban dispuestas igual que aquellos días: los
muebles, las alfombras persas de trescientas libras, el piano,
los cuadros, las mesas ataviadas con los adornos de plata,
los murales, los ventanales de veinte mil libras, las cortinas;
pero la vida de Lizzie había cambiado tanto desde entonces,
desde aquella visita a Kent que había transformado su vida,
así como la de Jane, aunque ella lo ignorara. Después de
tomar el té y sostener una pequeña conversación con los
anfitriones, la Srita. Anne, auxiliada por la Sra. Jenkinson,
escoltó a los huéspedes a sus habitaciones para que se
instalaran y posteriormente bajaron para la cena.
Los pequeños se quedaron al cuidado de la Sra. Reynolds y
de la Srita. Susan, quienes les dieron de cenar en el salón
lindante y luego se dispusieron a bañarlos y acostarlos en las
respectivas alcobas. Mientras, los señores cenaron en el
comedor, disfrutando de la amena plática a la que invitaba la
compañía: todos los reunidos eran como hermanos, excepto
la Srita. Anne, quien estuvo prácticamente en silencio.
Terminada la cena, los señores permanecieron en el
comedor disfrutando de una copa y luego de una partida de
ajedrez que los entretuvo hasta altas horas de la noche.
Lizzie, tras cumplir con la invitación de la Srita. Anne a tomar
la taza de té en el salón con sus hermanas, se retiró a
descansar.
Al amanecer, Darcy salió a cabalgar con los caballeros y a su
regreso fue a buscar a su esposa en la habitación. Tocó a la
puerta y entró, sorprendiéndose al ver a su mujer en bata,
quien, alborozada de verlo, se acercó a saludarlo.
–Creí que ya estarías lista para el desayuno –declaró
sonriendo y tomando sus manos–. ¿Acaso necesitas ayuda?
–Sólo falta ponerme el vestido –repuso y se acercó a él para
encontrarse con sus labios–. Te estaba esperando, hace
mucho que no me llenas de tus besos.
Darcy rió y esclareció con cariño:
–Únicamente han transcurrido dos semanas desde entonces.
–¿No se te hace una eternidad?
–Sí, aunque no ha sido por falta de deseo y lo sabes, primero
no podías y luego tus hijos…
–Ahora se puede y los niños están muy bien cuidados.
Sueño con sentir tus labios en donde nunca me hayas
besado.
–Sra. Darcy –dijo él abrazándola de la cintura–, tendré que
pedirle que me responda con toda sinceridad; si su respuesta
es afirmativa, me convertiré en su esclavo toda la noche.
–¿Qué tengo que responder? –indagó con su sonrisa vertida
de avidez mientras desabrochaba la corbata de su marido.
–Sólo con el poder de tu sonrisa logras seducirme –murmuró
y prosiguió con más decisión–. ¿Acaso ese lugar existe?
Lizzie, pensativa y contrariada, negó con la cabeza.
–No importa, para mí tu piel es territorio inexplorado –
aseguró Darcy apartando la tela del hombro de su esposa–.
Creí que sólo te faltaba el vestido –advirtió estremeciéndose.
–Quería facilitarte las cosas.
–Eres increíblemente hermosa.
Darcy atrajo su cuerpo con firmeza disfrutando de la
suavidad de su piel con sus labios y ella se dejó abrazar
aferrándose a su cuello como si temiera desmoronarse, la
acarició donde ella más lo anhelaba provocando que sintiera
un escalofrío en todo el cuerpo y dejara escapar unos
suspiros que complacieron a su esposo mientras ella se
lanzaba de cabeza a ese fuego, donde sentía todo su ser
derretirse y fundirse con el de su marido, olvidándose de
todo lo demás.
En ese momento, alguien tocó a la puerta. Darcy, esperando
que el causante de esa interrupción se retirara al no ser
atendido, tomó a su esposa en brazos, la colocó en la cama,
se quitó la levita y el chaleco mientras ella aflojaba las calzas
y continuó con su placentera tarea, yaciendo a su lado. A los
pocos minutos, el intruso volvió a insistir.
–¡Sr. Darcy! –el mayordomo alzó la voz para llamarlo a
través de la puerta.
–No cabe duda de que no estamos en casa –dijo Darcy
entorpeciendo su ocupación.
–No te detengas –susurró Lizzie sin soltarlo del cuello.
Darcy la besó saciando la ansiedad que ambos sentían en
los labios, recuperando con asombrosa facilidad la
sensualidad de sus caricias destinadas a su boca que la
dejaban sin respiro y aumentaban el deseo de tenerlo más
cerca. Al escuchar un golpe en la habitación contigua y el
inicio del llanto de uno de sus hijos, finalmente él se separó
mientras el mayordomo insistía nuevamente en la puerta.
–Hoy se han puesto de acuerdo para impedir que te
complazca.
Lizzie asintió resignada. Darcy se incorporó, alcanzó la
prenda de su esposa y le ayudó a colocársela, ella también
se levantó para ver qué había sucedido con su pequeño.
Darcy se ajustó las calzas y atendió al mayordomo mientras
Lizzie se introducía a la alcoba de sus hijos por la puerta que
interiormente comunicaba las dos habitaciones. Ella cargó
unos momentos a Matthew, quien se había pegado, y
cuando éste se tranquilizó volvió a su recámara, donde su
marido la esperaba colocándose la corbata y la levita.
–¿Todo bien con los niños?
–Matthew se pegó, pero ya está bien. Y a ti ¿quién te
buscaba?
–El Sr. Harvey, me dice que el Sr. Boston quiere hablar
urgentemente conmigo.
–Entiendo.
–Pero esta noche estaré dedicado a consentir a mi esposa
como se merece –dijo tomándola de la cintura.
–¿Hoy no jugarás ajedrez con Donohue? –preguntó
sonriendo.
–No –dijo besándola–. Hoy quiero hacerte feliz.
–Esperaré con impaciencia que termine la cena.
–Yo también.
Lizzie lo besó delicadamente mientras él la envolvía en sus
brazos. Luego se retiró. Ella lo vio partir y se dispuso a
alistarse para bajar al desayuno.
Cuando Lizzie entró al salón principal, ya estaban reunidos
los Sres. Donohue, Jane y la Srita. Anne. Darcy y Fitzwilliam
junto con Bingley y Boston tardaron media hora más en salir,
desayunaron en el comedor y posteriormente se retiraron al
despacho, de donde no salieron sino hasta la hora de la
cena. Entre tanto, Lizzie estuvo con sus hijos y con su
ahijada Rose, auxiliada por la Sra. Reynolds, ya que los
Sres. Donohue habían salido de Rosings y Jane, con sus
niños, se reunió con las Bennet en su paseo. Cuando
Georgiana llegó por Rose y se la llevó a su habitación, la
Sra. Reynolds preparó el baño de los bebés y ayudó a su
ama a asearlos y acostarlos, ella permaneció acompañando
a los pequeños mientras Lizzie se cambiaba para la cena y
se adornó con un elegante vestido color granate con
bordados en hilo de oro.
En cuanto estuvo lista y al ver que ya era la hora de cenar,
bajó y en el salón principal ya estaban reunidos los Sres.
Donohue con la Srita. Anne y Jane; los caballeros
continuaban en el despacho. Minutos más tarde, los señores
salieron del estudio para la cena.
En el comedor, Fitzwilliam inició la conversación que
continuó con Donohue y Georgiana y luego con alguna
aportación de Bingley, pero los pensamientos de Lizzie
estaban en otra parte y, por lo visto también los de su
marido, que la buscaba con la mirada en diversas ocasiones
en completo silencio, mientras ella le sonreía. ¡Cómo
desearía estar en su casa para sentarse a su lado, tomar su
mano y sentir sus caricias! Sin duda, las reglas de etiqueta
estaban destinadas a cumplir las necesidades de los
hombres de admirar la belleza de sus esposas al sentar a los
cónyuges uno enfrente del otro, pero no a los requerimientos
de las mujeres.
Cuando la Srita. Anne invitó a las damas a retirarse al salón
para tomar el té, los caballeros se levantaron para ayudarles
con las sillas y éstas agradecieron y se marcharon.
La Sra. Jenkinson auxilió a la Srita. Anne a servir el té,
mientras la conversación entre Georgiana y Jane continuó
por un rato, hasta que los caballeros hicieron su aparición.
Lizzie, con sólo escuchar la voz de su marido en el camino,
percibió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo y el
fuerte latido del corazón, esperando que fuera por ella y la
condujera hasta su alcoba, sintiendo el impulso de correr a
su lado y estrecharlo amorosamente. Las damas se pusieron
de pie, Darcy se aproximó a su esposa y le susurró en el
oído tomando sus manos, deleitándose con su exquisito
aroma y sintiendo el calor que emanaba, deseando envolver
su rostro con las manos y acercar los labios a los suyos,
mientras los caballeros se disponían a irse al despacho:
–Lizzie, perdóname. Procuparé no dilatarme, pero tal vez
puedas esperarme en la habitación en bata y con la
chimenea encendida.
–Llevaré una botella de vino –dijo ella mientras su marido la
besaba en la mejilla.
Georgiana se dirigió al piano en tanto su hermano las
abandonaba y la Srita. Anne invitó a las damas y al Dr.
Donohue a tomar asiento nuevamente. Lizzie esperaba a
que se oyeran las voces de los caballeros saliendo del
despacho, pero éstas no se apreciaron; recordó con
devoción los momentos que había pasado con su marido esa
mañana, que sólo habían servido para encender su deseo y
avivar sus expectativas, anhelando sentirse nuevamente
entre sus brazos y percibir sus labios sobre los suyos.
Cuando Georgiana terminó su interpretación, Jane se
dispuso a retirarse y Lizzie hizo lo mismo. Al llegar a su
habitación fue a ver a sus hijos y despidió a la Sra. Reynolds,
luego se aseó y se cambió, poniéndose la bata de muselina
favorita de su marido; enseguida prendió la chimenea, sirvió
las dos copas de vino y las colocó sobre la mesa. Luego se
sentó en el sillón con su libro a esperar el arribo de su
esposo. Lizzie no pudo avanzar en la lectura, después de un
rato de intentar concentrarse, desistió y se paseó por la
alcoba rozando los adornos que alguna vez Lady Catherine
había colocado en ese mismo lugar, sin imaginar que algún
día esas paredes serían testigos del amor que existía entre
su sobrino y la mujer que alguna vez odió por ser la que
degradaba el buen nombre de su familia. Observó por la
ventana la oscuridad de la noche ligeramente interrumpida
por la luna; sintiendo que el tiempo pasaba muy lentamente
vio el reloj y ya habían pasado dos horas de haber terminado
la cena. Se metió a la cama y esperó por un rato más hasta
que Darcy entró. Lizzie se levantó y se acercó mientras él se
quitaba la levita y la corbata.
–Perdóname Lizzie, pero hasta ahora hemos terminado.
–Debes venir cansado, estuvieron trabajando todo el día.
–Y me retumba la cabeza.
Lizzie suspiró desabrochando el chaleco de su marido.
–Pero si me das láudano estaré como nuevo en unos
minutos –aclaró Darcy levantando su rostro delicadamente
mientras ella sonreía al cultivar nuevas esperanzas.
Darcy la besó, pasó al vestidor y al regresar se metió en la
cama en tanto observaba cómo su mujer preparaba el
remedio que lo revitalizaría. Lizzie vertió un poco más de
agua y endulzó la solución para que el sabor amargo del
jarabe no desagradara a su marido. Cuando se dirigió hacia
él, lo vio acostado con el torso descubierto y profundamente
dormido. Lizzie colocó el vaso en su buró, lo cobijó, apagó
las velas, dejó su bata sobre la silla y se acostó abrazándolo,
sintiendo su piel erizarse al contacto con la de él y su deseo
desbordarse, resignada a esperar nuevamente.
CAPÍTULO LXVI
Lizzie se atavió con un vestido verde de manga corta y una
gargantilla de diamantes que hacía juego con sus aretes y
se veía muy atractiva. Cuando Darcy la fue a buscar a su
alcoba se sorprendió de su belleza y de la felicidad que
irradiaba.
–Sra. Darcy, hoy luce increíblemente hermosa –afirmó él
acercándose a su esposa y tomando sus manos.
–Gran parte se lo debo al Sr. Darcy –aseguró Lizzie con una
sonrisa muy especial–. Estaba en un maravilloso sueño con
mi marido, del cual no quería despertar, pero me di cuenta
que mi realidad era mil veces mejor. Gracias por el inicio de
día tan bonito.
–Perdóname por haberme quedado dormido ayer.
–Estabas cansado y hoy lo has compensado con creces.
Estuviste fantástico –susurró acercándose y lo besó con
cariño.
–Fue un placer –indicó sonriendo–, pero todavía me siento
en deuda con mi bella dama. ¿Me permite resarcir mi falta,
mi lady?
–¿Pronto realizaremos nuestro viaje?
–Pensaba en algo más inmediato. Sin embargo, llegando a
Londres puedo hacer válido el ofrecimiento de Georgiana
para que cuide de los niños unos días si así lo deseas.
–Las dos sugerencias suenan muy seductoras.
–Empecemos con la primera –murmuró acercándose con
lentitud para tomar su boca y mordisquear su labio inferior a
placer antes de besarla apasionadamente.
Al cabo de un rato, los Sres. Darcy salieron de su alcoba y
Lizzie lucía un vestido azul cielo de tirantes con un bordado
al frente que destacaba bellamente su silueta, con el collar y
los pendientes de diamantes que se había puesto. Pasaron
un momento a la habitación de los pequeños, donde se
encontraba la Sra. Reynolds que los estaba terminando de
alistar para bajar al desayuno, junto con Rose. Luego bajaron
al salón principal donde ya se encontraban los anfitriones, los
Donohue y los Bingley para dirigirse al comedor a desayunar
y, al concluir, Georgiana y la Srita. Anne se retiraron con la
Sra. Jenkinson para proceder al arreglo de la novia. Los
demás se quedaron conversando en el salón principal
mientras daba la hora de irse al templo.
El novio se fue de Rosings antes de que la novia saliera de
su habitación y Darcy la recibió al pie de la escalera para
conducirla al carruaje que los llevaría por media milla a la
abadía de Hunsford. Los Donohue ofrecieron llevar a Lizzie,
después de que las madres se despidieron de sus bebés que
se quedaron al cuidado de la Sra. Reynolds en su habitación.
El carruaje de Lizzie llegó primero y Donohue ayudó a bajar
a las damas, luego arribó el de los Bingley. Había mucha
gente esperando el advenimiento de la novia y el novio ya se
encontraba en el interior del templo. Se acercaron a Lizzie
varias amistades de la familia a saludarla y a felicitarla por el
nacimiento de sus hijos, igualmente a Georgiana y al Dr.
Donohue que la acompañaban. Lizzie recordó que esas
mismas personas habían sido imprudentes con sus
comentarios en la boda de Georgiana, queriendo averiguar
en ese entonces si habría o no herederos del Sr. Darcy. La
Srita. Bingley tuvo el valor de acercarse a saludar, pero no
hizo ningún comentario, retirándose a la primera oportunidad.
El Sr. Philip Windsor se inclinó cortésmente ante Lizzie y los
Sres. Donohue, preguntando por la salud de su hijo. Ella le
agradeció que hubiera llevado al médico al hotel y él se puso
nuevamente a sus órdenes.
Lizzie y sus acompañantes se introdujeron al templo y
tomaron los asientos que les habían asignado enfrente del
altar, donde ya estaba el novio observando los últimos
movimientos del clérigo antes de iniciar la ceremonia. Las
Bennet ya estaban en el interior del templo, igualmente los
Sres. Gardiner. El Sr. Murray Windsor venía solo, aun
cuando ya había notificado su próximo casamiento a sus
familiares, y se sentó muy cerca de los Sres. Donohue, de
quienes no arredró la mirada. Los Sres. Willis también
habían asistido y se sentaron junto a los Sres. Windsor y su
hija Sandra.
El clérigo se dispuso a salir del templo, caminando por el
pasillo para recibir a la novia que ya esperaba tomada del
brazo de su primo que la llevaría hacia el altar. Todos
guardaron silencio e inició la música de procesión. Diana
inició el paso, llevando un ramo de flores blancas muy bonito,
acompañada de un lado por su hermano Henry y del otro
por Marcus, ambos cargando una caja con los anillos y las
arras. Enseguida entró el cura y, por último, el Sr. Darcy y la
Srita. Anne a quien llevaba lentamente de su brazo, sin
apartar la vista de su amada que lo miraba desfilar con
inmenso cariño. Darcy entregó a la novia y tomó su lugar
junto a su esposa, diciéndole al oído:
–Te ves preciosa, muy atractiva debo reconocer. Siento
mucho que por mi causa hayas tenido que cambiar de
vestido.
–Ese lo podré usar en Londres si me invitas a cenar –dijo
Lizzie sonriendo.
–Pensé que querrías cenar esos días en nuestra alcoba, a
solas, con la chimenea encendida, como hace mucho no lo
hacemos.
–Me encantaría.
Darcy la besó en la mejilla y se incorporó para escuchar las
palabras del pastor.
La ceremonia estuvo llena de hermosa música y mensajes
de alegría y buenos deseos que el Sr. Ensdale les brindó,
recordando a la madre de la novia y de toda la bondad de su
corazón que mostró a lo largo de toda su vida.
Terminada la ceremonia, Fitzwilliam ofreció el brazo a su
esposa y salieron caminando por el pasillo, seguidos del
pastor y de los familiares cercanos: los Darcy y los Donohue.
Los Sres. Darcy felicitaron a los novios, quienes
agradecieron mucho su atención. Luego Darcy tomó a su
esposa de la mano con la intención de irse lo más pronto
posible, pero varios invitados se aproximaron a ellos para
saludarlos. La Sra. Bennet se acercó muy entusiasmada a
darles la enhorabuena con Mary y con Kitty y a recordarle a
Lizzie que presentara a Kitty los caballeros solteros que
fueran buenos candidatos. Cuando por fin sus amistades se
los permitieron, los Sres. Darcy abordaron el carruaje para
dirigirse a Rosings.
En cuanto llegaron, Lizzie y Georgiana fueron a ver a sus
hijos a la alcoba para asegurarse de que todo estuviera en
orden, sintiéndose con más confianza de pasar una tarde
divertida. Regresaron con sus maridos a la mesa que tenían
asignada, cerca de los novios, y en compañía de los Sres.
Bingley. Las damas se sentaron y estuvieron platicando muy
entretenidamente mientras los señores conversaban. Al cabo
de un rato, Lizzie subió a ver a los niños y, antes de la
comida, Georgiana se ofreció a ir nuevamente para que
ambas estuvieran tranquilas de que sus hijos permanecieran
contentos. Los Sres. Windsor se acercaron a saludar y
platicaron un rato con ellos, participándoles de la próxima
boda de su hijo Murray. Georgiana, al igual que Donohue, se
sorprendió al saber la noticia aunque ambos lo disimularon
con discreción, recordando que hacía unos años había
recibido una propuesta de matrimonio de su parte, antes de
aceptar casarse con su marido. Cuando los Windsor se
retiraron a su mesa, Georgiana le contó a su esposo y a su
hermano esa tarde que recibieron la visita del Sr. Murray
Windsor en el salón de esculturas con lujo de detalles, con la
participación de Lizzie que adornaba graciosamente la
conversación.
Los novios fueron recibidos por todos los invitados con
grandes ovaciones y se sentaron en la mesa principal para
dar inicio al banquete. La comida comprendía distinguidos
platillos regionales, todos preparados con sumo cuidado en
las cocinas de Rosings y con una hermosa presentación que
abría el apetito con sólo mirarlos, el vino circuló por todas las
mesas acompañando exquisitamente los alimentos. Los
comensales disfrutaron de todas las atenciones otorgadas,
escuchando una agradable música de fondo que siguió
deliciosamente durante toda la fiesta.
Cuando la comida terminó, Lizzie se disculpó para ir a ver a
sus hijos y a su ahijada y regresó unos minutos después, a
tiempo para el primer baile. Darcy le ofreció el brazo cuando
dieron la señal y la condujo entre la gente hasta la pista,
seguidos por los Donohue. La música del baile inició, al igual
que la conversación que en privado podían sostener los
bailarines, a pesar de encontrarse rodeados de gente.
–Hace mucho que no asistíamos a un baile –indicó Darcy.
–Sí, desde la boda de Georgiana. Han pasado tantas cosas
desde entonces.
–Me he enamorado más de ti, tú estás cada día más
bonita…
–Y yo soy más feliz a tu lado.
–Además de los hermosos hijos que me has dado y toda la
alegría que me has regalado. ¿Cómo poder compensarte de
todo lo que me has brindado?
–Lo sabes hacer muy bien, con todas tus atenciones y
detalles de cada día, con el amor y el cariño que me brindas
en todo momento…
–Siento que ni en toda mi vida podré darte todo el amor que
tengo para ti.
–Con que nunca me dejes de amar…
–Te amaré por toda la eternidad –afirmó sosteniéndola
dulcemente de sus brazos, mirándola con ternura, y luego la
besó en la frente.
–¿Te sigue gustando interrumpir nuestro baile? –indagó
sonriendo.
–Lástima que no es un baile privado y hay mucha gente que
observa tu belleza pero…
–Pero…
–…ansío que llegue la noche para llenarte de mis besos y
contemplar el maravilloso brillo de tus ojos cuando te amo.
–Bésame.
Darcy se acercó, rozó su rostro y capturó su boca,
olvidándose del mundo y escuchando el acelerado ritmo de
su corazón mientras acariciaba delicadamente sus labios y
se fascinaba con la fogosa respuesta que recibía de su
amada. Se separó y, tras contemplar la resplandeciente
mirada de su esposa, prosiguió con la danza.
Al terminar el baile, los participantes aplaudieron a los
músicos y se retiraron a sus lugares. Darcy le ofreció el
brazo a Lizzie cuando la Sra. Willis se acercó a ellos para
saludarlos.
–¡Dr. Donohue! ¡Cuánto tiempo sin verlo! Ya no he ido a
consulta con usted, gracias al cielo he gozado de buena
salud –aseveró la Sra. Willis con su acostumbrado tono de
coquetería–. Sra. Georgiana –saludó de mala gana–.
¡Felicidades por su hija doctor, me han dicho que es muy
hermosa! Seguramente se parece a usted.
–Gracias Sra. Willis –dijo Donohue con seriedad.
–Sr. Darcy, es usted un excelente bailarín. Ojalá mi marido
tuviera un poquito de sus múltiples caletres. ¿Me concedería
la siguiente pieza?
–Disculpe. Sólo bailo con mi esposa.
–Y con su hermana, cuando ella se lo pide –indicó
recordando que en su boda los vio bailar juntos–. Y dígame,
¿sólo a su esposa ha besado?
–Únicamente a la Sra. Darcy, por supuesto. Con su permiso
–certificó con altanería, retirándose con sus acompañantes.
–¿Es la esposa del socio de Darcy? –preguntó Georgiana a
Lizzie muy molesta mientras se alejaban–. Es una
descarada, yo pensaba que era como la Srita. Bingley que
únicamente se complacía en molestar a los demás.
–No, esta mujer es de cuidado. Y lo que viste es poco en
comparación de lo que es capaz. No tiene escrúpulos y hace
cualquier cosa para conseguir sus propósitos, aun cuando
vaya en contra del decoro.
–¿Y la ven seguido?
–Gracias a Dios sólo en contadas ocasiones. Pero hoy he
decidido no enojarme, aunque se empeñe en fastidiar a los
demás.
Se sentaron en la mesa a conversar mientras Georgiana fue
a ver a los bebés, regresando con buenas noticias: todos
habían comido bien y disfrutaban de una agradable tarde.
Los Sres. Darcy pudieron disfrutar de varios bailes más antes
de que Lizzie recordara que había olvidado la medicina que
Christopher tenía que tomar en un cajón de su alcoba. Darcy
se ofreció a ir por el frasco para llevárselo a la Sra. Reynolds
pero Lizzie, agradeciendo la cortesía de su esposo, insistió
en ir. Se alejó jubilosa mientras él la observaba con cariño.
Georgiana se percató de esa mirada y le dijo a su hermano:
–Me encanta cómo ves a Lizzie, tan enamorado, como si hoy
hubiera sido el día de tu boda.
–Es la misma mirada que veo en los ojos de tu marido
cuando te observa.
Georgiana sonrió complacida viendo a Donohue y
comprobando la veracidad de esas palabras.
Lizzie subió los peldaños de la casa sin percatarse de que
alguien la seguía hasta que se introdujo en el pasillo rumbo a
la alcoba, en el tercer piso, donde el ruido de la fiesta se
percibía lejano y escuchó unos pasos a su espalda.
Asustada, volteó y se sobresaltó al ver de quién se trataba.
–¡Sr. Hayes! –dijo con el tono de voz alterado.
Él estaba vestido con el uniforme de mayordomo y traía una
charola con algunas copas de vino que iba a llevar a los
invitados. Dejó la charola sobre una mesa y se acercó
lentamente.
–No se espante, Sra. Darcy. Hace mucho que no teníamos el
placer de vernos. Desde que por su culpa me metieron a
prisión.
–¿Qué hace aquí?
–Sólo vine a saludarla y a decirle lo bonita que se ve hoy.
Sus joyas son muy hermosas, ¿se las regaló el Sr. Darcy?
–¿Qué quiere de mí? –preguntó con agresividad, sintiendo
que el corazón se salía de su cuerpo, con enorme temor.
–Vi que baila muy bien. Tal vez pudiera concederme una
pieza –pidió caminando hacia ella.
–Sólo bailo con mi esposo –declaró dando unos pasos hacia
atrás hasta que se encontró con la pared, provocando que él
la acorralara.
–Con certeza sólo con su esposo ha tenido intimidad. Hoy
vengo a cambiar eso –indicó besándola mientras ella trataba
de empujarlo con fuerza sin poder zafarse de sus brazos que
la constreñían con gran vitalidad.
Lizzie alcanzó a morderlo provocando que él se saliera de
sus casillas y la golpeara tirándola al piso. Enseguida la tomó
fuertemente de los brazos, levantándola mientras ella gritaba
pidiendo ayuda que nadie le otorgó al tiempo que se
escuchaba la música del siguiente baile. La llevó casi a
rastras en tanto ella lo pateaba y forcejeaba, él abrió la
puerta de una habitación que había quedado a unos pasos y
la empujó provocando que cayera al piso y se pegara en la
cabeza con la pata de una mesa, quedando inconsciente.
En la fiesta, los invitados participaban alegremente mientras
Darcy observaba a su hermana bailando con Donohue y a
Bingley con su esposa, su suegra platicaba muy alegremente
con los Sres. Windsor a unas cuantas mesas de él
acompañada de Mary, en tanto Kitty bailaba con un
caballero. Fitzwilliam se acercó y le agradeció el apoyo que
había recibido de él en todo momento. Cuando terminó el
baile, los Sres. Donohue se acercaron a Darcy y a
Fitzwilliam, al tiempo que Darcy, extrañado por la tardanza
de su esposa, indicó que iría a buscarla. Georgiana le dijo
que ella quería ver cómo estaba Rose, donde estaba Lizzie,
y se retiró, dejando a los caballeros platicando. Llegó a la
habitación donde se encontraban los bebés y preguntó a la
Sra. Reynolds por Lizzie, pero no supo darle ninguna razón
de ella, por lo que Georgiana, extrañada, salió de la alcoba
en busca de su hermana.
Lizzie despertó con un intenso dolor de cabeza debido a una
herida que todavía le sangraba. Estaba sola en la habitación,
su vestido desarreglado y las joyas habían desaparecido,
sintiendo frío en sus brazos y sus piernas descubiertas.
Intentó levantarse con enorme dificultad, descalza, pero le
dolía todo el cuerpo; llegó hasta la puerta que abrió con un
enorme esfuerzo y cayó debido a un penetrante mareo.
Cuando Georgiana venía de regreso se acoquinó al ver a
Lizzie en el suelo, con la cabeza, el cuello y la boca
ensangrentada. Se hincó ante ella pensando en que tal vez
la habían perdido, acariciando su rostro, pero Lizzie no
respondía. Se levantó rápidamente, llorando, y fue corriendo
hasta donde estaban su marido y su hermano, esquivando
con dificultad a la gente que estaba en el camino, sin poder
apartar de su mente la imagen de Lizzie. Cuando se acercó a
ellos, notablemente angustiada, sin decir palabra Darcy
corrió hacia las escaleras pensando en que algo había
sucedido. Donohue se avecinó a su esposa, la tomó de los
brazos y escuchó lo que ella le dijo:
–No dejes solo a mi hermano.
Donohue, sin entender por completo sus palabras, salió
velozmente tras de Darcy y ambos subieron la escalera
rumbo a la alcoba de los bebés. Darcy, al ver a Lizzie tirada
en el piso, se detuvo en seco mientras Donohue se acercó a
ella para revisarla. Estaba con vida.
Darcy, al ver que había esperanzas, se aproximó a ella, la
tomó en sus brazos y la introdujo en la habitación
colocándola sobre la cama, seguido por su cuñado que inició
su escrutinio. Darcy, desesperado, cerró la puerta de la
alcoba y caminaba de un lado al otro sin hacer ruido tratando
de explicarse lo que había sucedido, temiendo lo peor,
preocupado por la condición de su esposa que había sido
atacada. Georgiana tocó a la puerta, entró con el maletín de
su marido y se lo entregó inundada en llanto. Donohue lo
recibió y Georgiana abrazó a su hermano.
Después de unos momentos, Donohue se puso de pie y
Georgiana se incorporó, esperando recibir alguna respuesta.
Donohue le dijo:
–Georgiana, necesito hablar con el Sr. Darcy, a solas.
–Pero, ¿qué tiene Lizzie?
–Por favor, Georgiana.
Donohue le abrió la puerta a su mujer y ella salió con él un
momento. A los pocos minutos Donohue volvió a entrar solo
y se acercó a Darcy, quien esperaba impaciente la respuesta
del médico.
–Sr. Darcy, su esposa tiene un golpe en la cabeza, presumo
que se pegó con aquella mesa –explicó viendo la mancha de
sangre en el tapete, cerca de donde estaban tirados los
zapatos y las medias–, pero tiene lastimados los brazos y la
cara.
Darcy, viendo el estado de su esposa, preguntó:
–¿Quién la agredió de esa manera?
–No lo sé, pero al parecer fue un robo. Sus joyas han
desaparecido. Aunque…
Darcy lo vio, rezando para que no confirmara lo que pasaba
por su mente al verla en esas condiciones, con mucha pena
y lleno de remordimiento.
–…el golpe en la cabeza no es grave, no sé hasta qué punto
sufrió lesiones. Necesito su autorización para revisarla
cuidadosamente. Si quiere puede permanecer en la
habitación. Cuando acabe el escrutinio levantaré un informe
para que pueda presentar una denuncia.
–¿Y despertará pronto?
–No sabría decirle. Es posible. Ayudaría mucho conocer su
testimonio.
–Haga lo que tenga que hacer –declaró, viendo consternado
a su mujer que, además del golpe en la cara, tenía inflamado
el labio, conjeturando que aquel hombre la había besado
violentamente.
Quería acariciar su mejilla que estaba enrojecida, así como
el cuello, aumentando en él la furia que tenía que dominar,
pensando en que ese sujeto la había raspado con su barba,
sintiendo terror de pensar en lo que encontrarían bajo las
ropas.
Donohue empezó la revisión y Darcy tomó asiento en la silla
al lado de la mesa con la que se había golpeado su esposa,
tratando de acordarse quién de los asistentes traía la barba
crecida, lo necesario para dejar esas marcas. Tendría que
ser un hombre al que le creciera muy rápido o que hubiera
omitido rasurarse esa mañana, lo que disminuía las
probabilidades de error al mínimo. Estuvo tentado a ir a
buscar al culpable pero ciertamente era posible que ya
estuviera lejos o fuera verdaderamente un desvergonzado
para continuar en la fiesta como si nada hubiera sucedido,
además de que no quería apartarse de su esposa en esos
momentos.
Los nervios aumentaron conforme pasó el tiempo, viendo
desde lejos las lesiones que se habían marcado en su
espalda, imaginando el sufrimiento que ella vivió en esos
momentos. Se puso de pie y caminó en silencio por la
habitación, recordando el rostro de felicidad que ella había
mostrado la última vez que la vio antes del ataque, y
observándola ahora con la cara lesionada, lamentándose con
toda su alma haberla dejado ir. Sumergido en sus
pensamientos, pisó algo que le llamó la atención y se agachó
para ver qué era, reconociendo de inmediato uno de los
botones, forrado de tela azul cielo; sin duda pertenecía al
vestido de su esposa que él había abrochado esa mañana.
Giró su vista hacia el corpiño confirmando que faltaban otras
piezas, seguramente el desgraciado las había arrancado.
Apretó duramente las manos hasta dejarse los nudillos
blancos, jurando que encontraría a ese canalla y lo haría
pagar.
Cuando Donohue terminó, se puso de pie y se acercó a
Darcy, quien esperaba ansioso el resultado, aunque con una
enorme turbación.
–Debo preguntar, Sr. Darcy. ¿Cuándo fue la última vez que
tuvo intimidad con su esposa?
–Hoy por la mañana.
Donohue suspiró.
–¿Mi esposa fue atacada sexualmente?
–No lo sé. Casi todo me hace pensar que sí, pero tengo
ciertas dudas de que el acto se haya consumado. Lamento
mucho que todo esto haya sucedido. Iré a preparar el
informe y solicitar que busquen al comandante.
–Le suplico total discreción en el asunto.
–Cuente usted con ello, Sr. Darcy.
Los caballeros giraron hacia la cama al escuchar que Lizzie
gemía, llevándose la mano a la cabeza. Darcy se acercó y se
sentó a su lado, acariciando su rostro y diciéndole que ya
estaba a salvo, mientras Donohue salía de la habitación y
Lizzie estallaba en sollozos, recordando lo que había vivido.
Darcy la abrazó queriendo aliviar toda la angustia que sentía,
cargando sobre sus hombros toda la responsabilidad de lo
sucedido. ¿Cómo era posible que Lizzie hubiera sido
agredida a unos metros de distancia y nadie se hubiera dado
cuenta? Recordó que él se había ofrecido a ir por la medicina
y ver a sus hijos y se arrepintió con toda el alma de no
haberle insistido en que ella se quedara.
Cuando Lizzie pudo serenarse, Darcy se incorporó
acariciando su cabeza, ella le contó lo sucedido y luego
añadió:
–Cuando me aventó contra el suelo y me pegué en la
cabeza, ese hombre se acercó a mí y vi a mi padre a mi lado
y a Frederic que acariciaba mi rostro, y sentí que me moría
mientras mi niño me daba un beso en la frente. Luego perdí
la conciencia y no sé qué pasó.
–¿Quién era ese hombre?
–Hayes –dijo casi sin aliento.
Darcy bajó la cabeza sintiendo un terrible odio hacia ese
animal y una sed de venganza que apenas podía contener,
recordando la última vez que lo había visto, a punto de
agredir a su mujer en su propia casa. Esta vez sí lo había
conseguido y de qué manera.
–Darcy, perdóname.
–No Lizzie. No tengo nada que perdonarte, tú has sido
víctima de ese calamitoso –dilucidó frunciendo el ceño, con
una mirada que infundía temor, pensando en toda la
información de que disponían para hacer las debidas
declaraciones al comandante y localizar al agresor a la
brevedad.
–Pero ahora tal vez yo te provoque repugnancia.
–¡No Lizzie! No lo digas, ni siquiera lo pienses –aseveró
abrazándola.
Después de un rato, cuando casi todo era silencio, alguien
tocó a la puerta y Darcy fue a abrir. Era Georgiana que venía
a avisarle que el comandante había llegado. Darcy se retiró,
dejando a su esposa en compañía de su hermana.
La fiesta ya había concluido, los novios estaban despidiendo
a los últimos invitados cuando Darcy, en compañía de
Donohue, bajaba las escaleras.
–¿La Sra. Darcy recordó lo sucedido?
–Sí –respondió con amargura.
–Sr. Darcy, entiendo la gravedad de lo que están viviendo y
quiero respetar su intimidad, pero le pido que si su esposa
siente náuseas, tiene vómito, dolor de cabeza muy intenso y
persistente, cualquier dificultad motora, hormigueo en sus
extremidades o falta de visión me lo informe de inmediato. La
revisión que le hice en la cabeza no mostró ningún daño
serio pero tenemos que estar pendiente de los síntomas para
descartar el peligro.
Al acercarse al despacho que había sido de su tío años atrás
y que a partir de ese día era de su amigo, la Sra. Bennet los
interceptó.
–Sr. Darcy, hace rato que no veo a mi hija, muchos me han
preguntado por ella, queríamos despedirnos, igualmente de
la Sra. Georgiana.
–Lizzie fue a ver a los bebés y se ha quedado recostada en
la recámara.
–¿Se siente mal?
–Un dolor de cabeza.
–Me gustaría verla, ¿me indica dónde está su alcoba?
–Disculpe Sra. Bennet pero la dejé dormida, yo le expresaré
su interés.
La Sra. Bennet se despidió y giró para retirarse con sus hijas,
felicitando a Fitzwilliam que se aproximaba a Darcy.
–El comandante está aquí. ¿Ha sucedido algo? –preguntó el
coronel.
–Disculpa que te moleste en estos momentos pero necesito
por favor toda la información que tengas de Hayes.
–¿La persona que investigué en Londres?
–Sí. Es urgente.
Fitzwilliam se disculpó con la novia y se encaminaron al
despacho, donde además de saludar al comandante le
entregó el archivo que tenía de la investigación que años
atrás habían hecho de ese hombre. Darcy le pidió a su amigo
que lo dejara a solas con el comandante, con quien habló por
largo rato y levantó la denuncia correspondiente, con el
testimonio de su médico.
Lizzie, con ayuda de Georgiana, se fue a su habitación y se
dio un prolongado baño, confirmando con infinita angustia
sus sospechas de que sus ropas habían sido removidas. Vio
las lesiones que dicho ataque le había provocado en todo el
cuerpo y pensó en todo lo que ese hombre le pudo haber
hecho mientras ella estaba inconsciente, sumiéndose en una
desesperación tal que la incitó a lavarse con intenso vigor, a
pesar de su cuerpo adolorido, lastimando su piel al tratar de
quitar toda mancha que aquel hombre había dejado en ella.
A su regreso, Darcy buscó a su mujer y a su hermana donde
se había efectuado el ataque, sin encontrarlas. Pasó a la
habitación donde estaban los bebés con la Sra. Reynolds,
encontrando todo en orden y pidiéndole que se encargara de
su cuidado por la noche, luego fue a su alcoba. Georgiana
estaba parada en la puerta del baño, escuchando el llanto de
su hermana que se encontraba encerrada mientras la
llamaba insistentemente para que le permitiera el acceso.
Darcy le habló a través de la puerta pero eso sólo provocó
que su consternación aumentara pensando en la posibilidad
de perderlo con todo lo ocurrido. Darcy, angustiado, empujó
fuertemente la puerta con su pierna abriéndola
impetuosamente y encontrando a su mujer en la bañera,
sollozando, abrazando sus piernas con toda su fuerza.
Él se acercó, se hincó a su lado, acarició su frío rostro
secando sus lágrimas y le habló al oído tratando de darle
ánimo, diciéndole que la seguía amando con toda su alma y
que todo iba a estar bien. Lizzie sintió su consuelo, el calor
de su afecto que le dio valor para salir adelante. Georgiana
los veía sintiendo mucha compasión por su hermana y,
percibiendo que su ayuda había terminado, se retiró. Lizzie
empezó a temblar debido a que el agua estaba fría y Darcy
alcanzó una toalla con la que la cubrió después de ver
rasguñada y enrojecida su delicada piel, a pesar de que ella
intentó taparse con los brazos rápidamente sintiendo mucha
vergüenza; él comprendió el dolor que estaba padeciendo.
La secó con extremo cuidado, la abrigó con un camisón de
satén y la llevó en brazos hasta la cama donde la cobijó para
que pudiera descansar, acostándose a su lado para
abrazarla y calentarla. Lizzie, sintiéndose resguardada, se
quedó dormida.
Darcy no pudo conciliar el sueño, pensando en el daño que
le habían hecho a su mujer y en cómo apoyarla en esta
situación para recobrar esa sonrisa que le había sido robada
violentamente. Lizzie despertó varias veces con sobresalto,
reviviendo en sueños esos tormentosos momentos, pero el
cariño de su marido la tranquilizó profundamente.
Al día siguiente, Darcy se levantó desde temprano y se
alistó. Caminó hacia la ventana donde observó por largo rato
el amanecer y el hermoso jardín donde las ardillas trepaban
los álamos y los pinos buscando su comida, los pájaros
volaban desplegando sus alas majestuosamente hasta
alcanzar el cielo azul, las hojas bailaban al ritmo de la suave
brisa que acariciaba delicadamente las copas de los árboles,
los ciervos se aproximaban al río que se vislumbraba desde
su alcoba a beber agua. Todo se veía en armonía y volteó a
ver a Lizzie que dormía profundamente. En su bello rostro se
le notaba todavía la huella del brutal golpe que el día anterior
había recibido. Sabía que esa contusión se desvanecería en
unos días, pero ¿cómo borrar la herida del alma que sin
duda los había marcado?, ¿cómo aliviar el sufrimiento de su
esposa que no podía apartar de su mente desde que la vio
postrada en el suelo, imaginando lo que había vivido minutos
antes?, ¿cómo acercarse a ella para demostrarle su cariño y
brindarle todo su soporte sin provocar que se sintiera
acosada?
Darcy se acercó al ver que ya despertaba, se sentó a su lado
y, acariciando su rostro, la besó en la frente.
–¿Cómo te sientes?
–Mal –susurró llorando al saberse ultrajada en lo más íntimo
de su ser, reflejando toda la tristeza que sentía en su alma.
–Perdóname por no haber estado a tu lado para defenderte –
impetró con impotencia, juzgándose despreciablemente
condenado.
–¿Me vas a seguir queriendo?
–Con todo mi ser. Mi amor por ti es tan fuerte que ni siquiera
esta prueba lo puede derrumbar.
–Necesito mucho de tu cariño –suplicó.
–Y yo te lo daré hasta el final de mis días –aseguró al tiempo
que la abrazaba con devoción, besándola delicadamente en
la mejilla.
Darcy, al ver que Lizzie seguía adolorida, se incorporó y le
dijo:
–Le pediré al Dr. Donohue que te revise la herida. ¿Quieres
que nos quedemos unos días para que puedas descansar?
–No. Quiero regresar a casa hoy mismo. Ya no quiero
permanecer más tiempo en este lugar. ¿Y Matthew y
Christopher?
–Ellos están bien. Christopher ya tomó su medicina. Le dije a
la Sra. Reynolds que te sentías indispuesta y le pedí que se
encargara de cuidarlos.
–Quiero verlos, pero no quiero que me dejes sola mucho
tiempo.
–No tardaré.
Darcy la miró con esperanza de que recuperara la paz al
estar con sus hijos, besó su mano y se puso de pie para ir
por ellos. A los pocos minutos entró nuevamente a la alcoba
con sus dos pequeños en brazos. Lizzie se sentó en la cama
para recibirlos y les dio un cariñoso abrazo, aguantando la
dolencia producida por los golpes, como si quisiera aliviar
todo su dolor con el afecto de su marido y de sus hijos,
sosteniéndose de ellos para no dejarse caer. Permaneció
con los niños un rato, viéndolos jugar y olvidando un poco su
suplicio en tanto Darcy pidió a la Sra. Reynolds que fuera en
busca del Dr. Donohue.
El médico revisó la herida de la cabeza y autorizó su retorno
a Londres esa misma mañana, comprendiendo la difícil
situación que estaban viviendo, ofreció que ellos se llevaran
a los niños en el carruaje con la Sra. Reynolds para que
Lizzie pudiera recostarse en el camino y descansar mejor.
Luego Donohue se llevó a sus sobrinos para que Darcy
pudiera auxiliar a Lizzie a alistarse para bajar al almuerzo.
Darcy le preparó el baño con abundantes burbujas y la
ayudó, comprendiendo el sentimiento de vergüenza y de
inseguridad que la había invadido, por lo que fue
especialmente cariñoso y escrupuloso en su trato cuidando
de no rozar su piel con la mano ya que ella se sobresaltaba
con facilidad, mientras la lavaba con una suave esponja la
tranquilizaba con su voz y le escurría agua caliente en sus
hombros y espalda para disminuir su tensión y lograr su
relajación. Luego la envolvió en un albornoz y la vistió sin
destaparla. Por último le cepilló el cabello cuando Georgiana
fue a saludar. Ella la abrazó con profuso afecto mientras
Lizzie se guardaba sus quejas para sí. Georgiana
desconocía la gravedad de la situación, sólo sabía que su
hermana había sufrido el robo de sus joyas con violencia, ya
que todo se había manejado con extrema confidencialidad.
Lizzie, tambaleando en su fortaleza, logró mostrar sosiego y
le agradeció su ayuda y su apoyo, que habían sido muy
valiosos para ella.
Ese día peinó su brillante y sedoso cabello suelto con un
medio chongo atrás para disimular la herida de la cabeza,
usó un vestido de manga larga para esconder el maltrato que
había padecido en los brazos, una fina mascada para
enmascarar las lesiones del cuello y trató de disminuir el
golpe en su rostro con polvo de arroz que justificó con una
caída que había sufrido en la recámara, mostrándose
ejemplarmente ecuánime y moviéndose con la mayor
naturalidad que pudo, sin levantar sospechas de lo que
realmente había ocurrido, aun cuando Jane se mostró
turbada al saludarla.
Durante el almuerzo, Lizzie y Darcy permanecieron en
silencio mientras Fitzwilliam, la Sra. Anne, los Bingley y los
Sres. Donohue comentaban de lo más sobresaliente del
casamiento. Los familiares felicitaron nuevamente a los
novios y se despidieron para dirigirse rumbo a su casa.
A su llegada a Londres, Darcy mandó llamar al comandante
Randalls para ponerlo al tanto de la denuncia interpuesta en
Kent para localizar lo más pronto posible al agresor de su
esposa. El comandante ya había recibido la información y
había ordenado la búsqueda del Sr. Hayes en su jurisdicción.
Luego regresó con su esposa que estaba terminando de
acostar a los bebés en su habitación. La Sra. Reynolds que
se había quedado a acompañarla se retiró y Darcy se acercó
y la abrazó por la espalda mientras ella acariciaba
dulcemente la cabeza de Matthew que tardó en conciliar el
sueño. Lizzie se recargó en el hombro de su esposo y,
colocando sus manos sobre las de él, le dijo con la voz
quebradiza:
–Perdóname por provocar que nuestras vidas cambiaran
drásticamente.
–No Lizzie. Tú no tuviste la culpa, eres la que más está
sufriendo y eso me llena de desconsuelo.
–Es que… es que… ese hombre me besó y me tocó y…
¡sabrá Dios cuánta cosa más!
Lizzie rompió en llanto y Darcy, girándola con cuidado, le
dijo:
–Tú no lo besaste y no consentiste que se acercara a ti. Te
atacó de la manera más vil.
–Solamente tú me habías besado, era exclusivamente tuya.
–Y así seguirás siendo.
–Pero me ha dejado lacerada… Ya no soy digna de tu amor
–indicó con gran amargura.
–¡Lizzie! –exclamó alzando la voz–. Te amo con toda mi
alma, eres mi esposa y la madre de mis hijos, daría la vida
por verte feliz y regresarte la tranquilidad que ese canalla te
robó. Aun cuando tú lo hubieras consentido, yo seguiría
amándote y te perdonaría si quisieras continuar a mi lado.
¿No te das cuenta de todo lo que hemos construido? Todos
los hermosos momentos que hemos vivido juntos no se
pueden demoler. Nuestra vida, nuestra familia y todo lo que
nos falta por caminar.
Darcy la estrechó entre sus brazos y ella sacó toda la
angustia que había acumulado desde que había despertado.
CAPÍTULO LXVII
Darcy decidió pasar los siguientes días con su esposa y con
sus hijos, dejando los pendientes de trabajo encargados al
Sr. Boston. Lizzie se veía ansiosa, insegura, deprimida y con
la autoestima por los suelos, sintiéndose culpable por lo
sucedido, no quería quedarse sola porque la invadían los
recuerdos de ese hombre besándola y tocándola, liberando
su tensión a través de ataques de pánico, le costaba trabajo
dormir y tenía sueños llenos de angustia, comía poco, se
mareaba con frecuencia y no prestaba demasiada atención a
la conversación. Debido a esto, Darcy dirigió la atención a su
esposa y encargó a sus hijos con la Sra. Reynolds. Donohue
le dijo que todo esto era normal y que el proceso de
recuperación les demandaría algún tiempo, pero le
recomendó que, en cuanto las contusiones hubieran sanado,
le hiciera masajes en el cuerpo para lograr su relajación y
que volviera a tolerar el contacto con la piel, aunque muy
paulatinamente y conforme ella se sintiera cómoda.
Poco a poco la ansiedad fue bajando, aunque Lizzie reflejaba
en su mirada una profunda tristeza que se fue incrementando
con el paso de los días, viendo que su esposo se había
alejado de ella emocionalmente debido a su preocupación,
obsesionado con encontrar al Sr. Hayes, entrevistándose
todos los días con el comandante para acelerar su
localización, con quien dejaba aflorar su ira, como si de esa
manera quisiera borrar el sufrimiento de su mujer y, por lo
tanto, la culpa que pesaba sobre sus hombros, la
vulnerabilidad de la que había sido objeto por tan ruin
ataque, como hacía mucho tiempo no se sentía, advirtiendo
crecer su odio como nunca lo había imaginado.
Darcy regresó a sus ocupaciones y Lizzie sentía mucha
pena, recordando las palabras que le había dicho su esposo
a su llegada a Londres y comprobar con los hechos que la
lesión que ese insulto les había provocado había sido más
profunda de lo que había estimado, observando las
consecuencias en el deterioro de su relación, pensando cada
vez con mayor certeza que Darcy trataba de no acercarse a
ella: terminando el obligado masaje él la cubría con su bata,
desayunaban en completo silencio, él se disculpaba y se
retiraba todo el día mientras Lizzie se quedaba con sus hijos
en compañía de la Sra. Reynolds, la cena transcurría de
igual manera y se acostaban a dormir guardando las debidas
distancias.
Pasaron los días y este desapego se hizo cada vez más
pronunciado. Lizzie se sentía más insegura, Darcy estaba
cada vez más presionado por la desaparición de ese
hombre, parecía que se lo había tragado la tierra. Se veía
ausente, irascible, frustrado e impotente al ver la tristeza que
Lizzie reflejaba en su mirada sin poder hacer nada, sin darse
cuenta que la solución la tenía, en gran medida, al alcance
de sus manos.
Lizzie, preocupada, una noche después de la cena, se
acercó a él que escribía una carta en su recámara y se sentó
a su lado.
–¿Has tenido mucho trabajo? Te ves cansado.
–No he dormido bien estos últimos días.
–Y cuando puedes descansar te dedicas a hacer cartas.
–Le escribo al comandante Randalls. Quiero saber si ya tiene
noticias.
–Y cuando ya tenga noticias de ese hombre, ¿podrás
descansar?
Darcy la volteó a ver en silencio, reflexionando en sus
palabras.
–Me preocupa tu salud, has comido muy poco, trabajas
mucho y casi no descansas, estás muy tensionado por todo
este asunto y… ya casi no hablamos –indicó Lizzie reflejando
esa congoja en su mirada, sedienta de recibir el cariño de su
esposo.
Darcy, conmovido, sintiendo su corazón hervir nuevamente,
se acercó para besarla mientras Lizzie cerraba los ojos
deseando volver a sentir esos labios que le daban el calor de
su afecto cuando él remembró el sufrimiento que su esposa
había sentido con ese hombre. Se apartó, poniéndose de
pie, y se dirigió hacia la puerta. Lizzie, descorazonada,
sintiéndose finalmente rechazada, se puso de pie y le gritó
llorando:
–¿Acaso encontrando a ese desgraciado regresará tu
tranquilidad?
–Mi tranquilidad no importa mientras pueda recuperar tu paz
–contestó Darcy acercándose, con voz enérgica.
–¿Y crees que así alcanzaré la paz que necesito?
–Lizzie, ¿qué pretendes con esto?, ¿no ves que lo hago por
ti? –preguntó enojado, acercándose a ella.
–Parece que en lugar de ayudarme sólo lo haces para limpiar
tu conciencia.
–¡Quiero ayudarte!
–Y también limpiar tu conciencia. Si quisieras ayudarme, te
olvidarías por un momento de ese hombre y te acordarías de
mí.
–Si lo único que hago es pensar en ti. ¿No comprendes que
ese hombre puede venir otra vez e intentar hacernos más
daño?
–¿Más daño? Si ya consiguió lo que quería: bastante dinero,
vengarse de mí humillándome y destruir nuestras vidas.
–¿Destruir nuestras vidas? ¡Yo no lo voy a permitir! ¡Si ese
comandante no es capaz de encontrarlo, iré yo a buscarlo!
Darcy se dio la media vuelta y caminó, mientras Lizzie lo vio
alejarse y desaparecer finalmente de su vista,
comprendiendo que su marido se había convertido en un
extraño para ella, que el Sr. Darcy de la ceja inquisitiva había
regresado.
Lizzie se sentó en la cama, apagó las velas y se recostó
hecha un mar de lágrimas. Sólo se escuchaba su llanto hasta
que se quedó dormida.
Darcy fue a su despacho y sacó del cajón una pistola, revisó
que estuviera cargada y se la colocó en la cintura, ajustada
con las calzas. Fue a buscar a su caballo, cabalgó hacia la
ciudad y se dirigió a East End; se detuvo en los bares que
ese sujeto solía frecuentar y preguntó a los despachadores
por el paradero de ese hombre, sin encontrar pistas. Se
internó en las calles oscuras donde había mujeres,
sugerentemente vestidas, ofreciendo sus servicios, a quienes
preguntó por Hayes, no sin antes ser objeto de sus
coqueterías. Alguna de ellas le indicó que últimamente había
oído hablar de ese hombre a una amiga que se encontraba
en un burdel de Spitalfields. Darcy remontó su corcel y se
dirigió a ese lugar, en donde, después de descender de su
caballo, le solicitó a un golfillo que cuidara de su animal.
Tocó a la puerta y ésta fue abierta por una mujer rubia, joven
y muy atractiva, exageradamente maquillada, con un
escandaloso vestido de terciopelo color carmesí que
acentuaba cada curva de su cuerpo y con un escote
sumamente pronunciado.
–¿Quién llamó a la puerta? –una voz femenina se escuchó
desde el interior, rodeada de música, risas y algún chillido.
–Un cliente nuevo –gritó la mujer rubia–, y debo decir que
muy atractivo –completó coqueteando al visitante–. ¿Gusta
pasar, Sr…?
–Disculpe la molestia, sólo vengo a preguntar por un hombre
que acostumbra frecuentar este lugar.
–Entonces ¿hoy no tendremos el placer de atenderlo? ¡Qué
lástima! La próxima vez que pase por aquí, pregunte por
mí…
–Busco al Sr. Hayes, ¿usted lo conoce? –indagó
mostrándole lo que ganaría sólo por proporcionarle esa
información.
–¿El Sr. Hayes? ¡Claro! Estuvo aquí hace dos semanas,
pasamos una noche muy divertida y me enseñó unas joyas
bellísimas.
–¿Dónde puedo encontrarlo?
–¿Encontrarlo? No creo que pueda encontrarlo, ya debe
estar muy lejos de aquí. Dijo que desaparecería de este país,
pero no me reveló a dónde iría.
–Si por alguna razón sabe de él, tal vez pueda ayudarnos y
recibir otra gratificación.
Darcy le dio un papel con el nombre y la dirección del
comandante, junto con las veinte libras prometidas.
–Gracias, Sr. Randalls, es usted un hombre gallardo y muy
generoso.
Darcy se retiró, le dio diez peniques al golfillo y cabalgó en
busca de alguna otra pista. Regresó a su casa en la
madrugada, exhausto y lleno de frustración por su fracaso al
no haber encontrado a ese sujeto. Se acostó encima de la
cobija al lado de su esposa que estaba en un profundo
sueño, quedándose dormido casi al instante.
Al día siguiente, Darcy se levantó temprano y en lugar de irse
a cabalgar fue a ver al comandante. Lizzie se despertó un
rato después, viendo con desilusión que su marido apenas
había regresado para llevarse la carta y cambiarse de ropa.
Se alistó y atendió a sus hijos, esperando el incierto retorno
de su esposo que no se dio sino hasta que ella estaba en el
comedor desayunando, aun cuando lo esperó un rato.
Al llegar, Darcy saludó y se sentó a medio comer sus
alimentos, sin hacer comentario alguno. Todo era silencio,
cuando el Sr. Churchill anunció la llegada de Georgiana que
venía con su hija a visitar a sus hermanos. Se había
quedado preocupada por Lizzie pero no había podido ir a
verla ya que Rose había enfermado desde su regreso. Los
señores de la casa la recibieron.
–Lizzie, ¡qué gusto ver que tus heridas ya han sanado!
Aunque te ves pálida. ¿Te has sentido bien? –preguntó
Georgiana.
–Sí, gracias –aseguró para no aumentar la preocupación de
su marido, sabiendo que en realidad se sentía física y
emocionalmente mal.
Lizzie ofreció una taza de té a Georgiana, invitándola a tomar
asiento con ellos.
–Y ¿ya han localizado al delincuente? –indagó Georgiana.
–No. No ha aparecido a pesar de que lo han buscado por
toda Inglaterra –declaró Darcy circunspecto.
–Probablemente con el collar que te robó ya se fue a
América.
–¡Si es así, entonces iré a América a traerlo de regreso para
que cumpla con su castigo! –exclamó iracundo.
–¡Darcy! –le llamó Lizzie.
–Pero si sólo es un collar –replicó Georgiana con temor, sin
entender el motivo de esa reacción.
–¡No fue sólo un collar o unos aretes! –gritó furioso,
retirándose a su despacho.
–¿Así ha estado? –inquirió azorada.
Lizzie asintió.
–¡Está irreconocible!
Lizzie bajó su mirada con tristeza. Luego preguntó:
–¿Tu marido tendrá mucho trabajo hoy?
–¿Quieres que lo mande llamar? ¿Christopher está bien?
–Ha tenido un poco de tos, pero preferiría que lo viera.
–Le enviaré una nota para que venga lo más pronto posible.
Georgiana mandó el mensaje y las damas se quedaron
conversando un rato en el comedor y luego fueron a buscar a
Christopher y a Matthew a su habitación, donde estaban
jugando con la Sra. Reynolds. Ella, al ver entrar a las
señoras, se retiró, dejándolas con los niños toda la mañana,
hasta que el Sr. Churchill anunció la llegada del Dr.
Donohue.
Las damas se pusieron de pie para recibirlo y Donohue entró
en la habitación. Lizzie le informó sobre la evolución de
Christopher en esos días y él lo revisó, encontrando que el
tratamiento era el indicado para su situación y que era
cuestión de tiempo para que la tos que le afectaba se
disipara. Lizzie, al ver que ya había terminado la consulta,
solicitó con cierto temor:
–Dr. Donohue, ¿me permite hacerle una consulta, en
privado?
–Por supuesto Sra. Darcy.
Lizzie le indicó el camino y Georgiana los vio retirarse
preocupada, intuyendo que algo estaba sucediendo. Lizzie lo
llevó a su habitación, donde, inundada de nerviosismo, dijo:
–Dr. Donohue, supongo que usted… Supongo que usted me
revisó después de ese incidente en Rosings.
–Sí, Sra. Darcy. Su esposo me autorizó y él me acompañó
todo el tiempo.
–Doctor, quisiera aprovechar para que usted me revise, me
he sentido mal últimamente –pidió mientras su incertidumbre
aumentaba, temiendo que sus sospechas fueran
confirmadas.
El médico le hizo algunas preguntas y procedió a revisarla.
Lizzie, viendo en los ojos de su cuñado cierta consternación,
sintió que su vida se le iba de las manos cuando empezó a
guardar sus instrumentos en silencio, sin saber cómo decirle
su diagnóstico. Donohue, viendo la inevitable angustia de su
paciente, se sentó, le tomó de la mano y le informó:
–Sra. Darcy, usted está encinta.
Lizzie, poniéndose blanca del susto, preguntó casi sin
aliento:
–¿Cuánto llevo de embarazo?
–Tres semanas.
–Hace tres semanas de… –dijo con la voz temblorosa–. ¿Es
posible que… este bebé sea del hombre que me atacó?
–Sí Sra. Darcy. Esa posibilidad no está descartada –indicó
con intensa pena en su mirada.
Lizzie, gimiendo, tratando de sostener el llanto, se llevó la
mano a la boca pensando en lo que le diría a su marido,
aterrada de su reacción, y prorrumpió en sollozos.
Donohue trató de consolarla diciéndole que ella había sido
víctima de ese sujeto y que el hijo que llevaba en sus
entrañas también era inocente de lo sucedido. Lizzie le pidió
y le rogó que no le dijera nada a Darcy, aun cuando él le
explicó que el Sr. Darcy sabía que todo había sido en contra
de su voluntad y que estaba consciente del sufrimiento que
ella estaba padeciendo desde entonces.
Lizzie, dándose cuenta que ese bebé ocasionaría el
alejamiento definitivo de su marido, lloró por largo rato,
sintiendo un gran desprecio por ese hombre y un rechazo a
ese ser que iniciaba su vida en su vientre, concibiéndose
como la peor de las mujeres, sin escuchar las razones que le
daba su hermano para ayudarla. Donohue, al sentirse
completamente incompetente, la acompañó en silencio hasta
que alguien llamó a la puerta. Era Georgiana que, al
escuchar que Lizzie lloraba en el interior de la habitación,
entró y se sentó a su lado para abrazarla y consolarla, sin
entender lo que estaba sucediendo. Se incorporó para
acariciar su rostro y escuchar lo que Lizzie trataba de
explicar.
–Georgiana, estoy encinta… pero no sé si es de tu hermano.
–¿Cómo? –indagó Georgiana poniéndose de pie,
completamente consternada, viendo a su marido, como si él
fuera el culpable de todo.
Donohue se acercó a ella, tomando sus brazos, y le dijo:
–¡No es lo que tú piensas!
–¿Cómo pudiste?
–¡El hombre que me atacó abusó de mí y no sé de quién es
este bebé! –gritó Lizzie.
Georgiana se quedó paralizada, comprendiendo por fin lo
que en realidad estaba sucediendo. Donohue la soltó y,
cuando pudo reaccionar, se acercó nuevamente a Lizzie
abrazándola y la acompañó en su sufrimiento. Donohue se
retiró y ella le dijo:
–Darcy no debe saberlo. No ahora.
–Pero si dices que fue sin tu consentimiento. ¿Él ya lo sabe?
–Sí, ya lo sabe y desde ese día se ha obsesionado en
buscarlo y cada día que pasa lo siento más alejado de mí y
con esto…
–Lizzie, él te ama.
–Ya no –aseguró con enorme tristeza en su mirada–. Le
causo repugnancia.
–¡No puede ser!
–Desde que sucedió todo, no se ha acercado a mí, todo lo
contrario. Nunca me había sentido tan sola, aun en
compañía de mi marido. Y ahora esto…
Georgiana, angustiada de ver así a su hermana, estuvo con
ella tratando de animarla hasta que, agotada, se quedó
dormida. No podía creer lo que había dicho de su hermano,
recordando esa mirada tan especial que le dedicaba a Lizzie,
reviviendo todos los momentos que en esa casa y en
Pemberley había compartido con su hermano y con su
esposa, todo el amor que siempre le había profesado. Él
había sido su ejemplo y su guía, un amigo y un padre, el que
con su testimonio de vida le enseñó el camino de la felicidad.
¿Cómo era posible que en unos cuantos días se hubiera
transformado tanto? Recordó con pena lo colérico que
estaba esa mañana, comprendiendo por fin la razón de su
irritabilidad.
Georgiana fue a recoger a Rose que se había quedado con
la Sra. Reynolds y bajó las escaleras, muy abrumada por lo
sucedido, cuando se encontró a Darcy en el camino.
–El Sr. Churchill me informó que vino el Dr. Donohue. ¿Todo
bien con Christopher?
–Tu hijo está bien. La que me preocupa es Lizzie.
–¿Lizzie?
–¿Podemos hablar?
Darcy le cedió el paso y se encaminaron al despacho.
Georgiana tomó asiento, sintiendo ese temor que su
hermano le imponía en circunstancias difíciles percibiendo
que sus manos estaban sudando, pero respiró
profundamente recordando cómo había vencido ese miedo
cuando habló con Darcy de su noviazgo, sin saber si
finalmente sería aceptado. Recordó el rostro de angustia de
Lizzie y todo lo que ella le había ayudado en el pasado y dijo
titubeando:
–Lizzie me pidió mandar llamar al Dr. Donohue porque se ha
sentido indispuesta estos días.
–¿Lizzie?, ¿está enferma?
–¿Ni siquiera te habías percatado de su malestar?
Solamente me bastó con verla en la mañana para darme
cuenta que apenas tenía color. Lizzie tenía razón, estás
obsesionado con encontrar a ese hombre.
–Tú no sabes.
–Es la primera vez en mi vida que me doy cuenta que sé
más que nadie lo que está sucediendo y me asusta esta
responsabilidad. Lizzie me contó todo lo que sucedió en
Rosings.
Darcy se quedó en silencio.
–¿La sigues amando a pesar de todo?
–Tú sabes que sí y ella también lo sabe.
–Lizzie ya no está segura de tu amor y está desconsolada.
Nunca la había visto así. Me dijo que te has alejado de ella y
que ha sentido tu rechazo.
–¿Mi rechazo?
–Sí, me dijo que sientes repugnancia hacia ella.
Darcy se puso de pie y caminó por todo el despacho, dando
vueltas de un lado al otro tratando de entender las palabras
de Georgiana que para él estaban alejadas de la realidad,
pero que tal vez eso era lo que había reflejado, imaginando
la aflicción de su mujer.
–Hay algo más que debes saber, aunque Lizzie me pidió que
no te lo dijera.
Darcy se detuvo, viéndola con suma atención.
–Está embarazada y no sabe si tú eres el padre.
Darcy, gélido, mostró una rigidez en el rostro que paralizó a
su hermana; sintió que el mundo se le derrumbaba, la
cabeza le daba vueltas recordando ese terrible día y las
horas siguientes, las palabras del comandante diciéndole
que Hayes había desaparecido, el hombre que había llegado
a odiar tanto y que ahora tendría que recordar todos los días
de su vida en el rostro de una criatura a la que estaba
obligado a reconocer como suya, advirtiendo la cólera
incrementarse a niveles desorbitantes, deseando encontrarlo
y verter toda su furia en él, ese animal que le había robado
su felicidad, su tranquilidad, su hombría, y que había atacado
su orgullo de manera inconcebible dejándolo completamente
endeble.
En completo silencio, Darcy salió de su despacho y cerró la
puerta, jurando que no descansaría hasta ver completada su
venganza. Georgiana, sintiendo que su sangre corría a gran
velocidad, estrechó a su pequeña que tenía en el regazo y
rezó para que el corazón de Darcy se ablandara, sintiendo
un enorme temor de arrepentirse por habérselo contado. Tal
vez Lizzie tenía razón y había cometido la imprudencia más
grande de su vida, ocasionando un daño que sólo el tiempo
podía determinar.
Cuando Darcy llegó a su alcoba, abrió rápidamente la puerta
para encontrar a Lizzie pero se sorprendió de ver que el
lugar estaba vacío. Con esperanza se dirigió a la recámara
de sus hijos encontrándolos en compañía de la Sra.
Reynolds, quien le dijo que la Sra. Darcy había estado hacía
rato con ellos, a solas, y que luego se retiró. Darcy,
observando por la ventana de la pieza su hermoso jardín, fue
corriendo a buscarla pero no la encontró. Recorrió todos los
rincones del jardín, inclusive en el quiosco donde esperaba
verla. Regresó a la casa y revisó todas las habitaciones sin
hallar pista de ella. Fue a preguntar por el Sr. Peterson pero
él estaba lavando los caballos y no la había visto. Darcy
regresó a su despacho, localizando a Georgiana con su hija
y le dijo muy preocupado:
–Lizzie se ha ido.
–¿Cómo?
–No está en ninguna parte y el Sr. Peterson está aquí. Nadie
la vio excepto la Sra. Reynolds, pero no sabe a dónde se
dirigió. No debe estar muy lejos si se fue caminando, más en
su estado, sabe que puede ser peligroso.
–No creo que en estos momentos Lizzie esté pensando con
mucha prudencia.
–Por favor quédate aquí por si regresa. Necesito encontrarla
antes de que oscurezca –pidió angustiado.
Cogió su arma y salió, izó a su caballo y cabalgó por todos
los alrededores sin encontrarla. Recordó que en alguna
ocasión, Lizzie había ido a Gracechurch a visitar a su tía y
decidió dirigirse a la ciudad en su búsqueda, viendo por todo
el camino para ver si la encontraba, preocupado por su
estado, por el peligro de que saliera sola y con la angustia de
que ese hombre o algún otro delincuente la fuera a
encontrar, viendo que quedaba poco tiempo con la luz del
día. Sabía que estaba sola, sintiéndose mal emocional y
físicamente, sin ayuda y a merced de todos los riesgos que
existían en la ciudad. Revivió el sentimiento de culpa viendo
sus vidas caerse a pedazos, se imaginó a Lizzie forcejeando
y tratando de defenderse de la agresión de ese hombre
gritando sin ser escuchada, el sufrimiento de su mujer
cuando la encontró desesperada en la bañera, la impresión
que debió haber recibido cuando Donohue le confirmó su
embarazo en completa soledad, la angustia y el desierto que
seguramente estaba sintiendo en esos momentos, resonó
con intenso dolor y remordimiento las palabras que su
esposa le había dicho la noche anterior y que por orgullo no
había comprendido.
Llegó a la casa y habló unos momentos con la Sra. Gardiner
para indagar si tenía razón de Lizzie, ella le dijo que no sabía
nada, le pidió encarecidamente que de tener alguna noticia
de ella se lo informara. Darcy regresó a su caballo y fue a
Curzon a preguntar por ella, luego al consultorio del Dr.
Donohue, pero no la habían visto por ese lugar. Fue al Hyde
Park antes de que lo cerraran y recorrió todo el parque sin
encontrar a su mujer. La noche estaba cayendo cuando salió
de allí y continuó su búsqueda por todos los lugares donde
imaginó que pudiera estar, inclusive en el hotel Grillon,
guardando la esperanza de que a su regreso a casa ella
estuviera a salvo. Después de agotar todas las posibilidades
que se le ocurrieron, Darcy regresó a su casa con la noticia
de que no había regresado. Acompañó a su hermana a
Curzon donde la esperaba Donohue y luego fue a buscar al
comandante Randalls para pedirle su ayuda, pero él le dijo
que iniciarían la búsqueda de la Sra. Darcy pasadas
veinticuatro horas de su desaparición. Darcy le dijo frenético:
–¡La Sra. Darcy corre un grave peligro en las calles de
Londres y usted se desafana de la situación! El Sr. Hayes, a
quien usted no ha podido descubrir, la puede encontrar
haciéndole daño nuevamente.
–Disculpe Sr. Darcy, pero nosotros no podemos movilizar a
tanta gente para localizar a una señora que por
desavenencias matrimoniales decidió irse de su casa.
–Esto no es sólo cuestión de desavenencias matrimoniales.
Si usted no hubiera permitido que ese hombre saliera de las
cárceles flotantes del Támesis, nada de esto habría
sucedido. ¡La vida de mi esposa corre peligro y la de mi hijo,
que lleva en sus entrañas, y si algo les sucede, dos vidas
pesarán en su conciencia!
–¿La Sra. Darcy está embarazada? No lo sabía Sr. Darcy.
Haré todo lo posible por mandar algunas personas a
buscarla.
Darcy salió de la comandancia y cabalgó hacia su casa, pero
Lizzie no había regresado. Desesperado, sin saber qué
hacer, salió nuevamente a continuar su búsqueda, pasando
las horas más angustiantes de toda su vida, recordando con
desesperación los momentos en que su mujer estuvo en
peligro de vida años atrás, pero sintiendo que ahora todo era
su culpa: Lizzie se había ido, tal vez para siempre, por
sentirse rechazada o quizás había intentado algo peor en su
desesperación. Estaba aterrorizado con sólo pensar en que
podrían encontrar su cuerpo flotando por el Támesis. Si la
hubiera escuchado, si no se hubiera obsesionado con
encontrar a ese hombre y se hubiera dedicado a cuidar y a
apoyar a su mujer como siempre lo había hecho en los
momentos difíciles, eso no habría pasado. Advirtió una
profunda animadversión por sí mismo al darse cuenta de que
con su razonamiento había logrado lo que Hayes se propuso:
los había separado y había convertido un lamentable
incidente en una terrible tragedia. Estaba arrepentido de su
proceder y rezó al cielo para que apareciera.
Lizzie, en esos momentos se encontraba en una de las
habitaciones de la casa de la familia Windsor en Londres.
Cuando salió de su residencia, caminó por largo rato sin
rumbo pensando sobre su situación, y en el camino se
encontró a la Sra. Windsor, quien le ofreció su ayuda al verla
tan afligida. Lizzie no habló, sólo le pidió que la recibiera en
su casa esa noche y la Sra. Windsor le dio refugio. Mientras
Darcy rezaba a bordo de su caballo, su mujer sollozaba en
ese lugar siendo escuchada por el Sr. Philip Windsor que, a
través de la puerta y sin comprender su sufrimiento, la
acompañó con su oración sin ser visto por su familia.
Se sentía sumamente angustiada por su embarazo,
recordando la cara de su agresor acercándose a ella,
imaginando que al ver el rostro de su hijo resonaría lo
sucedido ese día, renovando continuamente su amargura.
Habría deseado con toda el alma recibir la noticia de su
estado en otro momento, en otras circunstancias, recordó
todos los años de sufrimiento y de espera que vivieron antes
de lograr quedar encinta, pensó en Frederic y lo mucho que
anhelaba tener un hijo de su esposo en sus brazos, lo
mucho que había disfrutado a Christopher y a Matthew
habiendo saboreado las delicias de la maternidad. Ahora se
sentía la peor de las madres, llena de remordimiento, con
ese sentimiento de rencor y de tirria hacia ese pequeño
inocente que crecía en su seno y que deseaba en el fondo
del corazón que no naciera, pero era irremediable. Recordó
con recóndita tristeza todos los momentos felices que había
vivido al lado de su esposo y reclamó al cielo esta injusticia a
la que ahora se enfrentaba, sabiendo que su vida cambiaría
radicalmente. No cesaba de revivir el momento en que se
sintió rechazada por su marido y veía cómo este bebé
lograría separarlos definitivamente. Se sentía sola,
abandonada a su suerte, aturrullada y mortificada. Rezó
pidiendo perdón por este sentimiento que no podía
enmascarar, rezó para que su corazón se detuviera esa
noche, perdiendo toda la esperanza de recuperar el amor de
su vida.
Darcy regresó a su casa cuando había amanecido, su
caballo estaba agotado y ya no podía continuar y se
sorprendió sobremanera al ver que en la puerta de su casa
se encontraba el Sr. Philip Windsor. Darcy se apeó del
caballo y se acercó al visitante, quien lo saludó.
–Debe sorprenderle mi visita tan temprano.
–Debe sorprenderle encontrarme en este estado, llegando a
mi casa a esta hora.
–Supongo que ha cabalgado desde lejos, su caballo viene
exhausto.
–Al pobre animal no le he dado respiro en toda la noche,
pero ha sido ineludible –explicó reflejando toda su
preocupación–. Sólo he venido a cambiar de caballo para
continuar mi búsqueda.
–Y ¿ha tenido indicios de la Sra. Darcy?
–No –contestó con decepción–. ¿Usted sabe algo? –indagó
con cierta esperanza, tratándose de explicar el motivo de su
visita.
–Sr. Darcy, yo no sé qué haya sucedido entre ustedes, pero
me imagino que ha sido grave como para que haya llegado a
esta situación.
–Le suplico, Sr. Windsor, que acabe con mi agonía. ¿Sabe
algo de mi esposa?
–Sí Sr. Darcy.
–¿Ella está bien?
–Sí, está a salvo, aunque anímicamente está muy afectada.
Por eso me atreví a venir, aun sin su autorización, pensando
que usted estaría muy preocupado.
–¿Dónde está?
–Antes de que le diga su paradero, quiero advertirle Sr.
Darcy, que si la Sra. Elizabeth, después de hablar con usted,
decide no regresar a esta casa por el motivo que sea, mi
familia está dispuesta a recibirla. Confío en que ella tendrá
su buen criterio de siempre para tomar la mejor decisión.
Darcy asintió.
–Mi madre la encontró deambulando, sola, desde ayer en la
tarde, y le dio refugio en mi casa.
Darcy salió corriendo a las caballerizas por otro caballo y
salió a toda velocidad rumbo a la casa de los Sres. Windsor,
seguido por el visitante.
Cuando llegaron, entraron a la casa y la Sra. Windsor se
alegró de ver al Sr. Darcy y le dijo:
–La Sra. Darcy sigue descansando en la habitación. No he
querido molestarla porque pasó muy mala noche, pobrecita.
Ayer no quiso cenar.
–Muchas gracias Sra. Windsor. ¿Me permite pasar a verla?
Philip Windsor le mostró el camino, aunque le advirtió a
Darcy que permanecería cerca en caso de que Lizzie se
exaltara. Darcy tocó a la puerta de la habitación y entró en
silencio. Lizzie estaba acostada en la cama, parecía que
dormía. Las cortinas estaban cerradas aunque se veía en la
orilla la luz del día, traía puesto el mismo vestido del día
anterior a pesar de que la Sra. Windsor le había prestado
ropa para cambiarse, que seguía doblada sobre una
pequeña mesa junto a una charola con la cena que nadie
había comido, ni siquiera el agua había sido tocada. Lizzie
suspiró, revelando involuntariamente que había llorado por
largo rato y que estaba despierta. Darcy, lentamente se
acercó y le dijo:
–Lizzie, perdóname. Perdóname por no acompañarte en
estos días en que tu sufrimiento continuaba presente,
perdóname por obsesionarme por encontrar a ese hombre
olvidándome que necesitabas de mi apoyo y de mi cariño,
perdóname por haberme distanciado de ti con el único objeto
de no presionarte…
Darcy se acercó al escuchar que Lizzie lloraba y se sentó a
su lado, acariciando su rostro, logrando que ella lo mirara a
los ojos y continuó:
–…perdóname por darte la impresión de un rechazo que en
realidad sólo era el reflejo de mi frustración al ver tu tristeza,
perdóname por provocar que dudaras del amor que siento
por ti, perdóname por dejarte sola en los momentos de
incertidumbre y tribulación, perdóname por haberte hecho
sentir tan insegura que hayas perdido el camino sin ofrecerte
mi guía y mi protección, perdóname por permitir que te
fueras esa tarde sin defenderte de tu agresor, perdóname
por haberme dejado dominar por el orgullo y no escuchar tus
razones. ¿Cómo puedo reparar mi comportamiento?
–Darcy –susurró casi sin aliento y con un enorme temor–.
Voy a tener un hijo y no sé si es tuyo.
–Lizzie, se haya o no consumado el acto, sea o no este bebé
de mi sangre, yo te amo y lo recibiré como mi hijo y lo amaré
como amo a los hijos que me has dado.
Lizzie lo abrazó sollozando y él la estrechó entre sus brazos
hasta que toda la zozobra que había almacenado desde que
salió de su casa se desvaneció.
Philip Windsor que aguardaba afuera, al escuchar
nuevamente el lamento de Lizzie, entreabrió la puerta y
confirmó con tranquilidad que todo se había solucionado,
retirándose de su casa.
Los Sres. Darcy regresaron a su mansión a media mañana
en el carruaje que la Sra. Windsor les facilitó. Lizzie, fatigada,
se quedó dormida en el camino y Darcy la condujo en brazos
hasta su alcoba para que descansara. Darcy, agotado,
escribió una carta para el comandante, agradeciéndole todo
su apoyo para la búsqueda de su esposa reiterándole que
recibiría de él amplias recomendaciones con sus superiores.
También escribió una carta a su hermana y a la Sra.
Gardiner, avisándoles que Lizzie se encontraba a salvo en su
casa, le pidió al Sr. Churchill que las enviara a la brevedad,
fue a ver a sus hijos unos momentos y, por último, se acostó
al lado de su esposa.
Cuando Lizzie despertó, Darcy ya le tenía la mesa puesta
para que comiera. Lizzie lo vio con ternura y agradecimiento
y él, tomando la rosa que estaba en la mesa, se acercó a ella
sentándose a su lado y se la dio.
–¿Pudiste descansar?
–Sí, gracias.
–Le pedí a la Sra. Churchill que te preparara tu platillo
favorito. Tienes que alimentarte bien para que nuestro hijo
crezca como sus hermanos.
–Nuestro hijo –repitió llevando la mano a su vientre.
–Sí Lizzie, nuestro hijo –aseguró poniendo su mano sobre la
mano de su esposa al tiempo que la besaba en la frente.
Darcy se incorporó y se extrañó de ver a su mujer con los
ojos inundados de lágrimas.
–¿Sucede algo?
–Perdóname Darcy. Tú has demostrado ser un hombre recto
y generoso, un esposo dedicado y amoroso, un padre
responsable y ejemplar y yo no soy digna de ser llamada
madre.
–¿Por qué?
–Tú aceptaste a esta criatura sin titubeos a pesar de todo. En
cambio yo, desde que Donohue me confirmó mis sospechas
de estar embarazada con la posibilidad de que tú no fueras
el padre, he sentido un resentimiento hacia este pobre
inocente que anhelé con todas mis fuerzas morirme esa
noche desamparando a mi familia.
–Lizzie, no te culpes por ese sentimiento que cualquier
persona puede sentir en una situación así. Estabas envuelta
en un mar de confusión, sumergida en una angustia que sólo
tú puedes cuantificar. No te juzgues tan duramente sólo por
unos momentos de desolación. Eres una excelente madre: te
preocupas por tus hijos, los cuidas y les brindas todo tu
amor, les compartes tu alegría enseñándoles con la sencillez
de la vida lo felices que pueden ser. Apenas empieza tu
camino de generosidad y de entrega hacia ellos y te aseguro
que con este bebé será igual.
–¿Crees que algún día nuestro hijo me perdone?
–Estoy persuadido de que ya te ha perdonado y desea
apreciar lo bonito de tu alegría cuando sonríes y lo
maravilloso que te sientes cuando eres amada.
Darcy la besó delicadamente.
Más tarde, Georgiana fue a visitarlos con Rose y los Sres.
Darcy la recibieron en su habitación con sus hijos, acabando
de comer. Georgiana saludó con enorme cariño a su
hermana y se sentó.
–¿Cómo te sientes?
–Mejor, gracias.
–Hemos pasado una noche llena de preocupación.
–Por lo visto el Sr. Darcy me buscó por todo Londres –
comentó sonriendo ligeramente–. Recibí hace rato una carta
de mi tía preguntando cómo estaba.
–Para encontrar tu sonrisa buscaría por todo el universo –
afirmó Darcy complacido.
Lizzie sonrió nuevamente, mostrándose más tranquila y
segura de sí misma y le dijo:
–Espero no haberte ocasionado un mal rato con tu marido,
por la confusión que provoqué.
–Bueno. Ya todo está aclarado –declaró Georgiana
sintiéndose más sosegada al ver que sus hermanos se
habían reconciliado–. Lo importante es que ya estás en casa
con tu familia y que te cuides para que todo salga bien.
Georgiana permaneció un rato con ellos conversando y
recordando innumerables momentos que pasaron juntos
años atrás y que los entretuvieron y los hicieron reír como
hacía varias semanas no lo habían hecho, viendo a los niños
jugar con satisfacción.
CAPÍTULO LXVIII
Lizzie le escribió una carta a su madre y a Jane,
participándoles de su embarazo y comentando que todos
estaban muy bien –aun cuando ella sufría las secuelas del
ataque– y que habían decidido, por beneficio de la salud de
Christopher, permanecer en Londres hasta el nacimiento de
su hijo. La Sra. Gardiner le hizo una visita y Lizzie le participó
de su embarazo, recibiendo de ella sus felicitaciones.
Asimismo, le envió una carta a su amiga Charlotte, a
Hertfordshire, extrañada de no haberla visto en Kent y de no
saber su nuevo paradero. Le avisó de su estado y le pidió
que le comunicara en cuanto supiera su nueva dirección para
continuar en contacto con ella.
Pasaron unos días y Lizzie, mientras cuidaba a Christopher
que había enfermado nuevamente, recibió la visita de la Sra.
Collins. Lizzie, sorprendida, se puso de pie para recibirla
cariñosamente.
–Tus hijos han crecido mucho y son muy apuestos –le dijo
Charlotte.
–Gracias. Christopher ha estado delicado, pero el nuevo
tratamiento que iniciamos hace poco le ha sentado bien.
–Recuerdo que tu padre enfermaba mucho de los bronquios.
–¿Recibiste mi carta?
–No. ¿A dónde la enviaste?
–A “Quinta Lucas” –la casa de Sir Lucas, en Hertfordshire–.
Supe en la boda del coronel Fitzwilliam que se habían ido de
Kent. Ahora ¿dónde están?
–Aquí y allá. En realidad no hemos encontrado una abadía.
Unas semanas fuimos a quedarnos a casa de mis padres,
recién salimos de Hunsford, pero mi marido ha estado
buscando dónde ofrecer sus servicios. Supe por el Dr.
Donohue que estabas en Londres y quise venir a visitarte,
¿cómo estás?
–Bien, gracias. Cuidando a mis hijos y tratando de cuidarme
a mí.
–¿Estás enferma?
–No. Estoy encinta –declaró, repitiendo para sus adentros
que era el hijo de su esposo.
–¿Estás encinta? –preguntó sorprendida–. ¡Muchas
felicidades! Y ¿cómo te has sentido?
–Muy cansada y mal, como todos mis embarazos.
–El Sr. Darcy debe estar feliz con la noticia. Y tus hijos, ¿lo
han resentido?
–Un poco, se han vuelto más demandantes de mi atención y
aunque la Sra. Reynolds me ayuda a cuidarlos me canso
mucho, y más desde que empezaron a gatear. Parece que
ya no paran, era más fácil cuando estaban sentados en un
sólo lugar. Por eso adaptamos la habitación de junto para
que puedan jugar sin salirse de allí y poderlos cuidar más
fácilmente, aunque es muy divertido ver cómo van
descubriendo el mundo y la convivencia que hay entre ellos.
–Y tienes todo un jardín para que exploren y jueguen.
–Nos han recomendado abstenernos de sacarlos al jardín,
por Christopher, para evitar que tenga alguna crisis. Eso es
algo que extraño hacer, salir al jardín y respirar aire fresco,
sintiendo el sol y la brisa sobre mi piel, como antes lo
hacíamos.
–Sí, lo recuerdo. Siempre querías salir al campo, internarte
en el bosque o hacer largas caminatas en el pueblo.
–Tal vez cuando crezca más podamos disfrutar nuevamente
de los jardines, y regresar a Pemberley.
–¿Cuánto más estarán en Londres?
–Por lo pronto, todo mi embarazo. Luego, ya veremos. Y
ustedes, ¿por qué decidieron salirse de Kent? Pensé que
permanecerían allí eternamente.
–Ya ves que no. Parece que la Srita. Anne se sentía más a
gusto con otro cura y…
–Y… se hizo su voluntad. ¡Vaya!, yo pensé que el Sr. Collins
le simpatizaba –comentó recordando todo lo que dijo el Sr.
Collins cuando estuvo en Longbourn de la Srita. Anne de
Bourgh–. Tal vez pudiera venir a hablar con el Sr. Darcy. En
la abadía de Kimpton el Sr. Elton ya está viejo y cansado, tal
vez necesite ayuda pronto.
–¿Crees que sería posible, Lizzie?
–No pierden nada con intentarlo.
Al cabo de un rato, Charlotte se despidió de su amiga y se
retiró. Lizzie, con ayuda de la Sra. Reynolds les dio de cenar
a sus hijos y luego los bañó, acostándolos como todas las
noches y esperó a que su esposo la buscara para ir al
comedor, ya que sentía temor de bajar sola las escaleras.
Durante la cena, Darcy preguntó:
–¿Cómo estuvo tu día?
–Matthew está gateando más deprisa que Christopher y por
más tiempo. Tengo la impresión de que Christopher se cansa
muy rápido porque quiere alcanzar a su hermano y empieza
nuevamente esa tos que no termina de quitarse y se queda
sentado por un rato.
–¿Ya se lo comentaste a Donohue?
–Sí, me dijo que siguiera dándole la medicina como hasta
ahora, que mientras no le llegue a faltar el aire no use la
medicina de emergencia.
–Y la Sra. Darcy, ¿cómo se sintió? –indagó tomando su
mano.
–Muy cansada. Me agoto al estar cuidando a los niños para
que no se peguen o no se caigan cuando intentan ponerse
de pie. Ya me imagino cómo será cuando empiecen a
caminar.
–Le puedes pedir a la Sra. Reynolds que te ayude. Esta
etapa es extenuante y más en tu estado.
–Sí, ella me apoya pero los niños quieren estar conmigo más
tiempo y que yo juegue con ellos.
–Y ¿te sientes más tranquila? –indagó tomando su mano,
recordando que todavía reflejaba angustia en sus sueños, a
pesar de que los masajes habían dado buenos resultados.
–Te extraño mucho –indicó con los ojos inundados de
lágrimas–, contigo me siento más segura, aunque la Sra.
Reynolds me acompañe.
–Procuraré terminar mañana los pendientes y luego te
acompañaré –afirmó acariciando su rostro y acercándose
para besar su mejilla húmeda y darle el consuelo que su
corazón necesitaba, reflexionando que todavía la sentía muy
dependiente de él, deseando regresarle, con su cariño, la
confianza que siempre la había caracterizado.
–Gracias por tu comprensión y tu apoyo.
Lizzie buscó sus labios y los besó, convencida de que el
amor de su esposo le ayudaría a salir adelante. Cuando ella
se separó, Darcy preguntó:
–¿Qué más me puedes platicar de tu día?
–Vino Charlotte a visitarme. Parece que ya no regresarán a
Kent.
–¿Por qué?
–Me dijo Charlotte que al parecer el Sr. Collins no es de la
simpatía de tu prima. No me extraña, cuando Collins estuvo
con mi familia en Longbourn hablaba de que siempre le
hacía elogios, estudiados y ensayados previamente, con tal
de lisonjear a Lady Catherine y a su hija. Seguramente se
cansó de esa situación. Cualquiera se cansaría de convivir
tanto con ese hombre.
–Y pensar que tu madre te insistió en que aceptaras su
propuesta de matrimonio.
–Ni se lo recuerdes. Ese capítulo de su vida se ha borrado
de su mente desde hace varios años. Por ningún motivo
acepta que ella quería casarme con ese hombre. Pero me
dijo Charlotte que no han encontrado una abadía en donde
quedarse, y la vi preocupada por su situación.
–Y seguramente la Sra. Darcy quiere ayudar a su amiga, de
alguna manera.
Lizzie sonrió.
–Me conoces a la perfección. Y sé que el Sr. Darcy tiene
posibilidades de ver si hay algún espacio en la abadía de
Kimpton, aunque me gustaría que el Sr. Elton se quedara,
considero que es un hombre muy sabio. Claro, el Sr. Collins
tendría que buscarte para ofrecerte sus servicios.
Darcy asintió.
–¿Y sabes algo de los recién casados? –inquirió Lizzie.
–No. Según tengo entendido regresarán a Rosings en un
mes.
El Sr. Churchill entró para entregar una correspondencia
urgente al Sr. Darcy, quien la recibió y la leyó.
–¿Alguna noticia de Pemberley?
–No. Es carta del comandante Randalls –notificó
transformando su rostro, provocando que Lizzie se alterara.
–¿Del comandante?
Darcy guardó silencio, preocupado, como si todo ese dolor
hubiera resurgido nuevamente.
–¿Qué sucede? –cuestionó Lizzie impaciente.
–Encontraron a ese hombre, en Bristol, a punto de abordar
un barco a América, llevando consigo todo el dinero que
obtuvo al vender las joyas que te robó.
Lizzie escuchaba azorada con aguda atención.
–Lo traerán a Londres mañana. El comandante calcula que
estarán en la ciudad a medio día. Tendré que cancelar una
cita para poder ir.
–¿A dónde irás?
–A la comandancia, por supuesto.
–¿Para qué?
–Lizzie, juré que limpiaría tu honor y un duelo es la manera
socialmente aceptada para hacerlo. Yo me encargaré de que
ese hombre no vuelva a ver la luz del día.
–¡Darcy! ¡No vayas a cometer una locura!
–¡Locura la que ha cometido él!
–No quiero perderte Darcy.
–Lizzie, no sólo por deporte o por hagazajarte con una buena
carne practico la cacería. No tienes de qué preocuparte.
–Yo sé que tú manejas muy bien las armas pero no sé cómo
lo haga él. Puedes pedirle a alguno de tus sirvientes que te
represente en el duelo o solicitar que sea “a la primer sangre”
y así conseguirás restaurar mi honor y lograr tu satisfacción.
No vale la pena que manches tu conciencia con la sangre de
ese hombre.
–¿A la primer sangre? Lizzie, tu honor está en juego, te
insultó de la peor manera, no me conformaré con herirlo
superficialmente después del daño que nos ha provocado. Lo
más importante que tengo en la vida eres tú. ¿Qué clase de
hombre sería yo si no te defendiera, aun a costa de mi propia
existencia?
–Tú me prometiste que no te pondrías nunca más en riesgo.
–Y lo he cumplido, pero no me pidas que me mantenga al
margen de esto. Hablaré con ese hombre hasta que confiese
su delito y entonces le tiraré el guante.
–Entonces, por favor, pídele a Donohue que sea tu padrino.
Al menos dame el consuelo de saber que si sales herido
podrás recibir la ayuda que necesites a tiempo –imploró
angustiada.
Darcy asintió y el silencio reinó el resto de la noche.
Al día siguiente, Lizzie estuvo cuidando de sus pequeños
toda la mañana, sintiendo como nunca el estómago revuelto,
angustiada por la visita que su esposo realizaría a la
comandancia en las siguientes horas. Recibió la visita de
Georgiana, quien le expresó conturbada, mientras
observaban el juego de los niños:
–Donohue me dijo que hoy iría a la comandancia con Darcy y
que será su padrino en un duelo. ¿Eso es cierto?
–Sí. Ya encontraron a Hayes y hoy llegará a la ciudad. Darcy
está empeñado otra vez en resarcir mi honor a costa de la
vida de ese hombre. Georgiana, estoy muy preocupada,
¿qué tal si…? ¡No quiero ni pensarlo!
–Lizzie, debes tranquilizarte, le puede hacer daño a tu bebé
–afirmó tratando de animarla.
–Georgiana, si tú estuvieras en mi lugar, ¿estarías muy
tranquila?
Ella guardó silencio, comprendiendo lo que estaba viviendo
su hermana.
Alguien tocó a la puerta y Darcy entró, encontrando a las dos
damas observándolo con toda su atención, en un
espeluznante silencio. Él se acercó despacio a su mujer y le
tomó de las manos.
–Venía a despedirme. Ya me voy a la comandancia.
Lizzie lo abrazó y Darcy correspondió con cariño mientras la
besaba en la mejilla. Luego Georgiana lo abrazó y él le pidió
que acompañara esa tarde a su mujer, hasta su regreso. Él
agradeció y, poniéndose los guantes con los que desafiaría a
su ofensor, se retiró de la habitación.
Darcy llegó a la comandancia acompañado por Donohue y
esperaron con el comandante a que llegara el agresor para
ser sometido a un interrogatorio, en el cual el desafiante y su
padrino podían estar presentes. Después de varias horas y
tras repetidas disculpas del comandante por el inevitable
retraso, llevaron al Sr. Hayes. Darcy, al verlo entrar, lo
observó con tal odio que el hombre no pudo sostenerle la
mirada. Tomó asiento en una silla que habían preparado
para él, resguardado por un guardia que estaba listo para
inmovilizarlo en caso necesario, ya que conocían sus
antecedentes de violencia, y el comandante procedió a iniciar
el interrogatorio. Primero hizo preguntas de identificación,
basado en gran medida en la investigación que Darcy había
hecho de ese sujeto años atrás y que había entregado en su
momento, el Sr. Hayes confirmó que todo ese testimonio era
auténtico y luego se leyeron los cargos por los que estaba
siendo imputado.
–El Sr. John Hayes es acusado por el Sr. Fitzwilliam Darcy,
agredido en su honor y en representación legítima de la
familia de Bourgh por intrusión en propiedad privada, al
haberse entrometido sin autorización a la residencia de dicha
familia, en Rosings, ubicada en Kent, el pasado 26 de
febrero. Asimismo, el agresor es responsable de haber
cometido un cuantioso robo con el uso de violencia en contra
de la Sra. Darcy, esposa del desafiante, y haberla ultrajado…
–Disculpe comandante –interrumpió el Sr. Hayes–. ¿Podría
repetir esa última parte?
–¿Qué parte de esa acusación no entendiste? –vituperó
Darcy acercándose a ese sujeto, tomándolo de la ropa y
levantándolo contra la pared con espeluznante frenesí–.
¡Golpeaste a mi esposa brutalmente dejándola en estado de
inconsciencia y luego te aprovechaste de ella!
–¡Yo no me aproveché de ella! –dijo recordando el terror que
sintió al advertir el fuerte y helado vendaval dentro de la
habitación cuando le quitaba las medias de seda a su
víctima–. No niego que tenía toda la intención de vengarme
de esa mujer y de usted, habría sido muy placentero
poseerla aunque fuera una vez, su piel es tan delicada,
aunque veo que al menos los escarmenté acoquinando a su
esposa de esa manera.
Darcy, encolerizado, lo aventó al piso y le tiró su guante en
señal de desafío.
–¡Mañana al amanecer! –gritó Darcy, y se retiró con
Donohue.
Darcy, al salir de la comandancia, sintió un alivio enorme por
haber conocido la verdad de lo que sucedió, quitándose de
encima todo el sufrimiento que habían vivido con esa
incertidumbre y al poder comprobar con el testimonio de ese
hombre que el hijo que esperaba su esposa era de él. Aún
así, estaba dispuesto a desafíarlo en duelo, para defender el
honor de su mujer.
Lizzie, tras una tarde de insondable angustia, viendo el reloj
avanzar con una indescriptible pesadez aunado al retraso en
la llegada de su esposo, esperaba con Georgiana en el salón
principal el arribo de los señores, después de haber dejado
dormidos a sus hijos y a su ahijada en la habitación,
acompañados por la Sra. Reynolds.
Ya estaba oscureciendo cuando los caballos se escucharon
acercarse, Lizzie se puso rápidamente de pie y sin pensarlo
salió corriendo a recibir a su esposo que se apeó del caballo
para abrazarla lleno de alegría. Lizzie sintió una infinita paz
al ver el júbilo que reflejaba su esposo y el cariño con que la
besaba, al tiempo que Donohue se introducía a la casa con
su esposa que había salido a la puerta.
–¡Veo que hay excelentes noticias! –exclamó Lizzie.
–¡Más que excelentes, son extraordinarias! El Sr. Hayes
confesó que después de que perdiste la consciencia, él huyó
sin provocarte más daños.
–¿No abusó de mí? –inquirió suspirando fuertemente,
eximiéndose de una indescifrable carga–. ¡Entonces, con
toda seguridad es tu hijo!
–Sí mi Lizzie –certificó abrazándola con cariño.
–Y supongo que ya no habrá duelo –dijo llena de alegría.
–El duelo será mañana –aclaró con seriedad.
–¿Cómo? –preguntó, separándose de su esposo para verlo a
los ojos y transformando drásticamente su rostro.
–Lizzie, gracias a Dios no te atacó de esa manera, pero tenía
toda la intención de hacerlo y aunque me sentí satisfecho de
liberarte de esa carga, ese hombre es culpable de haberte
golpeado y de provocar el sufrimiento que viviste todo este
tiempo.
–¿Y dónde será el campo de honor?
–Perdóname pero no quiero que lo sepas. Donohue aceptó
acompañarme y hoy se quedarán aquí para que Georgiana
esté contigo desde mi partida. Me iré antes del amanecer.
–¿Antes del amanecer? ¿No podremos ver el amanecer
juntos? –cuestionó con la voz quebradiza–. Darcy, ¡no quiero
perderte! ¡No quiero que mis hijos crezcan sin su padre! –
exclamó llorando.
–Te amo, te amo, te amo Lizzie, y siempre veré por ti y por
nuestros hijos desde donde esté, pero el duelo ya está
decidido.
Darcy le dio un beso en la frente y la abrazó con cariño.
CAPÍTULO LXIX
A una hora del amanecer, Darcy se despertó, abrazó a su
esposa que dormía profundamente a su lado, la besó con
dulzura sin despertarla y se levantó para alistarse. Después
de unos minutos, salió y vio a su mujer descansar
plácidamente; sabía que ella había dormido poco y que
estaba cansada, así lo había previsto para evitar que esa
despedida fuera más difícil para ambos. Bebió el agua que
estaba servida en su vaso y escribió una nota que dejó sobre
la mesa con una rosa roja. Se acercó a Lizzie y
delicadamente la besó, procurando no interrumpir su
descanso, aunque ansiaba con locura tenerla nuevamente
entre sus brazos. Caminó sin hacer ruido a la habitación de
sus hijos y entró para despedirse de ellos, los besó en la
frente y se dirigió a su despacho.
Estuvo unos minutos, poniendo a la mano unos papeles que
Lizzie necesitaría en caso de que él no regresara y sacó de
un cajón un estuche con las dos pistolas que presentaría
para el duelo, revisando que ambas tuvieran una bala.
Alguien tocó a la puerta y Darcy, con la esperanza de que
fuera Lizzie, abrió desilusionado al ver que era Donohue.
Salió de su despacho y observó que, de las escaleras donde
años atrás Georgiana se había accidentado gravemente,
venía bajando su hermana, quien lo abrazó emotivamente,
rompiendo en llanto. Él correspondió con cariño y le pidió
que en cuanto ellos partieran se fuera a acompañar a su
mujer para no dejarla sola. Darcy le dio el estuche a
Donohue y le pidió que lo esperara afuera, pasó al salón
principal donde estaba el retrato de Lizzie y el de sus padres
y permaneció unos momentos reflexionando en la hazaña
que estaba a punto de realizar, recordando los momentos
más importantes de su vida, percatándose de que, en casi
todos, Lizzie había estado presente, en los más felices y en
los más dolorosos, y sintió temor. Temor de perder todo lo
que había alcanzado con tantos años de esfuerzo, pero
sabía que valdría la pena ofrecer su vida a favor de su dama
y de su familia. Darcy se despidió y salió al pasillo rumbo a la
puerta cuando escuchó:
–¡Darcy!
Lizzie, que se había dado cuenta de que su esposo se había
ido, se cubrió con su bata de satén y salió corriendo de su
habitación, mientras él, esperanzado de verla por última vez,
cruzó el pasillo para acercarse a las escaleras y estrechar a
su mujer que, llorando, lo abrazó.
–Perdóname por haberme quedado dormida. No me habría
perdonado haberte dejado solo en estos momentos.
–Sabía que estabas cansada y no quise despertarte –indicó
sonriendo, sintiéndose complacido.
–Estaré rezando por ti para que regreses a mi lado y le
suplicaré a mi padre y a Frederic que te cuiden.
–Recuerda que el Sr. Robinson tiene todos los papeles de mi
testamento.
–¡Darcy! No me tortures así.
–Cuida de mis hijos y diles que los amo.
Lizzie lo estrujó mientras él la envolvía y la besaba
inmortalizando todo su amor, sabiendo que tal vez sería el
último beso que podría darle a su mujer. Lizzie correspondió
con intensa devoción, a pesar de que había recibido sus
besos y su cariño toda la noche.
Darcy la vio con ternura a los ojos, besó su mano para tomar
la valentía que necesitaba en el corazón y se retiró con paso
gallardo, mientras su esposa lo veía alejarse hasta cruzar el
portón. Georgiana se regresó viendo hacia el jardín y sintió
que su hermana se recargaba en su hombro al ver que los
señores desaparecían en la oscuridad de la noche.
Faltaba poco para el amanecer cuando Donohue y Darcy
llegaron al campo de honor, en el Hyde Park. Ya se
encontraba en el lugar el comandante con el Sr. Hayes y su
padrino. Darcy y Donohue se bajaron de sus caballos y se
acercaron al lugar acordado para proceder a la revisión de
las armas y verificar que el duelo fuera justo. El comandante
recordó a los participantes las reglas del combate y les
solicitó que se colocaran en sus lugares, uno de espaldas
con el otro. El sol ya estaba saliendo cuando el comandante
dio la orden de iniciar al tiempo que Darcy y Hayes daban los
pasos que previamente el desafiante había solicitado para
satisfacción de su honor.
Mientras, Lizzie y Georgiana, asomadas a la ventana de la
recámara de Lizzie viendo el amanecer, rezaban para que
Darcy saliera con bien del desafío. A lo lejos se alcanzaron a
escuchar dos disparos, al tiempo que Lizzie rompió en llanto,
apretando fuertemente con su mano la carta que pocos
minutos había leído y que había dejado su esposo en la
mesa diciéndole que su amor trascendería a la eternidad,
sabiendo que tal vez todo había terminado. Continuaron con
su oración por un largo rato, esperando impacientes las
noticias que necesitaban para acabar con la incertidumbre
que las estaba matando en vida. Lizzie se conmovió
enormemente cuando vio entrar por la puerta a sus dos
pequeños, los herederos del Sr. Darcy, gateando,
buscándola y llamándola “mamá”, y se acercó a ellos para
abrazarlos. Georgiana dijo, con cierta desilusión en su tono
de voz:
–Se acerca un caballo.
Lizzie, pensando que era el Dr. Donohue, especuló que ya
todo había concluido y abrazó a sus dos pequeños con todo
su amor, refugiándose en ellos para no sentirse morir y tomar
el valor necesario para salir adelante y luchar por ellos, los
hijos de su amado Darcy, mientras veía ese retrato de su
esposo que tanto le gustaba y que él le había regalado en
una ocasión.
Georgiana, sorprendida y llena de emoción, gritó mientras
observaba al jinete que se acercaba en su corcel:
–¡Es Darcy!
Lizzie, al escucharla, se puso de pie y se asomó a la ventana
pero ya no se veía. Se dio la media vuelta y, rezando para
que su hermana tuviera razón, corrió rumbo a las escaleras
donde, llena de alegría, se encontró con su esposo que
había salido ileso y que la abrazaba con todo su amor,
girando y dando vueltas.
Georgiana se acercó y, conmovida, observó a sus hermanos
que por fin habían encontrado paz en sus corazones.
–¿Estás bien? –preguntó Lizzie con los ojos aún llorosos.
–Sí, pero ese hombre…
–¿Murió?
–No. Ese hombre valía tan poco que decidí dejarlo con vida
sufriendo su castigo el resto de su miserable existencia. Me
aseguré de que no vuelva a molestar a otra dama y que
nunca más se acerque a nosotros. Tenías razón: no vale la
pena manchar mis manos con la sangre de ese hombre.
–¿Y Donohue? –indagó Georgiana preocupada.
–El Dr. Donohue tuvo que atender una emergencia, un pobre
hombre que entró a un duelo caminando y salió cargado por
su padrino. Pero le manda saludos a su esposa.
–Gracias por la hermosa carta que me dejaste en la mañana
–dijo Lizzie sonriendo.
–Con todo mi amor, Sra. Darcy –aseguró complacido y la
besó con ternura.
El resto del día y los subsecuentes, Darcy permaneció con
su familia, percatándose de que los malestares de su mujer
se iban incrementando, pero a ella no le importó. Lo único
importante para Lizzie era que su familia estuviera unida, que
su marido estuviera a su lado y que juntos pudieran disfrutar
de su mutua compañía y del juego de sus hijos.
Georgiana y Rose retornaron a su casa y esperaron el
advenimiento de su marido que tuvo lugar hasta la tarde,
cuando el comandante había conseguido que otro médico
continuara con la atención que necesitaba Hayes, quien fue
encarcelado nuevamente una vez que se restableció.
La familia Darcy permaneció en Londres en completa
armonía. Lizzie pudo encontrar la calma durante varias
semanas, sin saber que pronto sufriría una separación que la
inundaría de soledad. Por el momento, en su mente sólo
existía la ilusión de iniciar, al lado de su esposo, los
preparativos necesarios para la fiesta del primer cumpleaños
de sus pequeños.