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Cony Muñoz Los que soñaron ácido

"Los que soñaron ácido" (2015) por Cony Muñoz

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Cony Muñoz

Los que

soñaron ácido

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“Los que soñaron ácido”

por Cony Muñoz Flores

2015

Diseño portada: Luz Muñoz Pereira

Co-producción Isidora Cartonera

Impreso en Santiago de Chile por

Editorial Isidora Cartonera

Primera edición

Contacto autor:

[email protected]

Se permite la reproducción parcial o total de la obra

sin fines de lucro y con autorización previa del autor

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“I don’t question our existence

I just question our modern needs”

Garden – Pearl Jam

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Sobre la revolución y el tiempo

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I

Apenas teniendo el mínimo segundo para acobardarse en la

indecisión, otra mano toca firmemente la puerta por encima de su

hombro. Son tres golpes secos en la madera oscura y tallada, tres

golpes bajo el obsceno número 69 de metal barato pegado en la

parte alta, y es como si fuera alguna especie de sentencia que no

debería sentirse así, pero lo hace. Es ridículo. Es estúpido. Y, sin

embargo, aunque trata de tragarlos, ahí los nervios se le anudan en

el estómago y la garganta, y esto no debería estar pasando. No

después de todo lo de las últimas semanas, por lo menos.

Tamara suspira y se gira para lanzarle una mirada un poquito

envenenada a Eloísa, mientras un sutil olor a tabaco y marihuana

quemando se desliza lascivamente por entre las bisagras doradas, y

el retumbar de la música hípster se amortigua en una humareda

sorda. Eloísa le mira de vuelta con los labios curvados en una de

esas sonrisas traviesas que Tamara odia, y entonces solo tiene cinco

segundos para alcanzar a apelmazarse un poco y casualmente el

cabello, largo y ondulado, antes de que la puerta se abra de un

golpe, en un intento de parecer algo así como alternativa,

conceptual, abstracta.

Y aunque ella no entiende muy bien cómo funcionan los

mecanismos del olvido y la trascendencia de los momentos que

parecen tan simples o pequeños, y luego ya no lo son, queda un

poco aturdida cuando una avalancha de colores encerrados como

en burbujas borrosas y superpuestas en un juego de luces, se viene

sobre ella. Tamara sabe que es inocente dejarse encandilar solo por

el placer de hacerlo, pero qué mierda importa a esta altura ya y se

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permite ser imprudente y saluda con un tímido “hola” al chico alto

y moreno que les ha abierto, y espera a que Eloísa despliegue uno

de los emotivos discursos que da cuando no ha visto a alguien en

mucho tiempo.

Para cuando ya logran quedar en medio de un salón un tanto kitsch

abarrotado de gente y humo, Tamara sabe que el chico que les ha

abierto la puerta se llama Baltazar y que ha sido amigo de Eloísa

por algo así como un intenso mes con dos semanas de separación.

Eloísa hace amigos intensamente con mucha facilidad para su

gusto, y entonces recuerda que ambas solo se conocen hace una

semana y con suerte, y le molesta saber de esos pequeños detalles

de la chica, le molesta que se haya metido tan a la fuerza en su vida

y la haya arrastrado a cosas que, en su normal apatía por el mundo

en general, no habría permitido ser arrastrada.

Pero ya está aquí, ya entró, y la música hípster que sonaba muy alta

desde fuera resulta ser un poco de jazz furioso de los años 40’s o

50’s. A Tamara le quiere entrar una risilla cuando se da cuenta de

que aquello que la encandiló no es más que un salón con un

decorado pop-art —cuya frivolidad quizá no alcanza a entenderse

como la crítica social que debería y queda en eso, una frivolidad

demasiado artificial—, ocupado por gente pretenciosa que usa

lentes de marcos gruesos y fuma en pipas y boquillas. Seguro y se

buscaron un tutorial en Youtube para hacerlo, mientras revisaban

una que otra película moderna o posmoderna para alimentar el

murmullo intelectual constante. Se aguanta la carcajada irónica y

prefiere ser un poco más liviana.

—¿Dónde están escondidos los hippies? Es lo único que le falta a

esta fiesta tan temática —inquiere Tamara, siguiendo a una Eloísa

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que comienza a recorrer la habitación, saludando gente que ella

evidentemente no conoce y tampoco quiere conocer.

—Qué pregunta más vulgar, querida —responde la aludida entre

besos en la mejilla a rostros sin cara, con esa falsa pedantería de la

que le gusta abusar para burlarse de su propia apariencia: alta,

pálida y rubia. Si no fuera porque le gusta vestir con la ropa usada

que venden en las ferias libres, y no se cortara —muy mal— la

melena ella misma, alguien podría confundirla con una de esas

modelos adolescentes de las revistas burguesas que Eloísa tanto

odia—. Claramente preferimos lo sofisticado y sutil del arte, antes

que la anticultura promovida por esos indigentes nudistas de San

Francisco. Desvirtuaron todo lo que la costa este le ofreció al

mundo.

—No puedo creer que tú empieces a dar sermones a esta altura —

recrimina Tamara en un murmullo, tratando de no hacerse notar

demasiado y que las personas comiencen a saludarla a ella

también. Peor, engatusarla en una conversación pueril sobre

vanguardias sin contenido.

—Sí, bueno, alguien tiene que darte una lección, jovencita.

—La única lección que está más allá de los límites morales.

—Esa es exactamente la lección más valiosa que vas a aprender

esta noche. O en esta vida —canturrea Eloísa, acomodándose el

cortaviento calipso-morado-verde que presume como nueva

adquisición de pueblo. Tamara solo suelta un largo bufido y sigue

caminando por entre los cuerpos, pensando en plástico fundido y

otras hipocresías.

Están en un séptimo piso así que, cuando ya no hay más living que

recorrer, Tamara sigue a Eloísa hacia el amplio balcón que se

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esconde tras un ventanal movible. Y tiene una vista preciosa. Si

generalmente la ciudad le parece un animal gris a punto de

devorarse al primero que se desalinee o no cargue consigo las

estructuras pesadas y antiquísimas que fueron construidas por

otros en los años de gloria del control, hoy encuentra hasta cierta

amabilidad en las siluetas urbanas desdibujadas por la noche,

amabilidad en la bestia tranquila y a punto de dormir que tiene a

sus pies, ronroneando a través de los motores del último tráfico del

día.

Pero quizá hay una forma de despertarla, y eso le molesta. En

medio de la oscuridad, un grupillo de unas diez personas sentadas

en unos sillones de mimbre corea unas canciones que ella no

reconoce, al ritmo de una guitarra bastante virtuosa, pero pedante.

Con el nivel de retro-excentricidad que se vive, no le sorprendería

que sean cánticos del siglo XVI o algo así, por lo que no puede

evitar poner los ojos en blanco y aguantarse el escalofrío que le

recorre la espina cuando el viento helado se le cuela por entre la

falda y las piernas desnudas.

Eloísa, casi como si no cupiera en su propia piel, comienza a besar a

todos y a reír entre saludos, mientras Tamara se mantiene

apartada, apoyada contra un macetero ridículamente grande que

contiene una planta exótica, seguramente importada. Niños ricos

con dinero y gustos estrafalarios, fue así desde el principio. Si los de

aquí son los músicos, los de adentro deben ser los artistas plásticos

o los fotógrafos. Quizá los intento de cineastas y los escritores. Ella

podría sentirse a gusto allí, con la gente de las letras y el

pensamiento, pero es que ni siquiera sabe cómo se dejó convencer

en primer lugar. Ve a Eloísa inmiscuirse más y más en el grupo, y se

ve tan natural, tan correcto, que a ella hasta le entran ganas de

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tirarse los pelos y echarse a llorar porque qué idiota, qué idiota, qué

idiota.

De pronto, llegan dos tipos con unos bongós y el lugar se llena de

música improvisada, hay una guitarra enérgica y una armónica

tímida, y parece que el éxtasis les recorre las venas a todos, porque

comienzan a cantar y bailar. Eloísa toma un papel protagónico y,

aunque hay cierta belleza en toda esa energía liberándose entre

caladas rápidas a papelillos de tabaco, en la búsqueda desesperada

por el sentir adormecido, Tamara solo se muerde la mejilla y lo

encuentra decadente. No entiende qué pudo obnubilarla hace un

rato, si todo se ha reducido a esto, un par de chicos moviéndose

descoordinadamente.

Tampoco es que trate, que quede claro. Pero tal vez, en serio, no

debería costar tanto. Tonta, tonta, tonta. Vuelve a suspirar y mira el

cielo que esta noche no tiene estrellas, mientras retuerce sus dedos

histéricamente, tratando de ignorar la catarsis musical y toda la

alucinación ni tan sobria que se despliega ante ella. ¿A esto le

llaman revolución? ¿De verdad es esto la revolución?

Entonces hay algo que le molesta en el estómago, pero no son

nervios, no, qué va. Es algo aún más visceral, algo que la incómoda

hasta remecerle el inconsciente y ponerla alerta de una catástrofe.

Vuelve a mirar hacia el grupo, y nota que hay alguien más que no

está disfrutando tal muestra de inspiración improvisada y poco

versada, alguien que, además estar echado sobre el sillón sin

ningún interés, en medio de todos, jugueteando con su celular

moderno y bostezando con un descaro que le parece fascinante, le

lanza una que otra mirada floja, pero intencionada. Sí, a ella. Ay.

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Siente la cara arder. Es eso, una llama caliente abrasando todo a su

paso: su juicio, su entendimiento, su dignidad. Ni siquiera puede

sostenerle la mirada, porque se siente estúpida y las manos le

sudan, se le resbalan entre ellas en movimientos involuntarios y

desagradables. Sabe que el chico le sigue mirando, seguramente

curioso de su cara tan roja y acalorada, pero es que Tamara no

puede hacer nada. Acaba de estar frente a frente con una extraña

visión parecida a un joven Syd Barett en plena década del 2010, y

así simplemente no se puede. ¿Así es como empieza una

revolución?

En medio de todo el humo y la música, siente que una carcajada

explota como miles de fuegos artificiales, tintinea en el vacío, y,

apenas atreviéndose a mirar, ve al chico, que viste una polera

blanca y unos jeans demasiado ajustados para ser saludables, con la

cabeza hacia atrás. Su pecho se sacude suavemente y la manzana

de Adán vibra en su cuello, todo en un movimiento tan elegante

que le parece va a acabar fulminando violentamente su propia

sensibilidad. Y es que es un buen momento para morir, piensa

Tamara, y entierra su mirada shockeada en sus botines negros. Y

esto es todo, es todo lo que la revolución de Eloísa puede quitarle

antes de que termine de drenarse por completo.

Apretando los puños, avanza rápidamente hacia el interior del

departamento con el corazón retumbándole en los oídos, bum,

bum, bum, fuerte, pesado, asfixiante, y el espeso vicio que puede

respirarse, la repentina penumbra en que la habitación envuelve

los sonidos de bocas húmedas y ávidas al ritmo del jazz, y la

vergüenza en niveles nunca antes sospechados o experimentados,

ahogan a Tamara a una velocidad vertiginosa y desesperada.

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Los colores pasteles del lugar se vierten sobre ella en un torbellino

de luces y sombras que llevan el eco de la risa del extraño, bum,

bum, bum, y a lo lejos, muy a lo lejos, alguien recita con

vehemencia: “He visto las mejores mentes de mi generación

destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre

arrastrándose por las calles…”.

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II

A veces sueño. Sí, a veces lo hago. Pero siempre son sueños jodidos,

de esos que te drenan las venas hasta que las pestañas te

convulsionan y las ideas burbujean pesadamente. Pero las malas

ideas. Las ideas de mierda. He sentido el peso de los sueños de toda

una generación sobre mis hombros, ahí, en mi propio sueño. Todos

los ecos del pasado susurrándome y ardiendo en mi nuca, pidiendo

y pidiendo un poco más de tiempo. Solo un poco, solo las migajas

sobrantes, y es que la muerte da miedo, ¿no? El olvido aún más. Es

una náusea por la espina que te hace sentir cagar, te liquida. Pero

fue por culpa de ese sueño, por culpa del loco Jimi que estaba ahí,

mal aconsejándome mientras paseaba su lengua húmeda y colérica

por las filosas cuerdas, casi como en una sentencia. Otra de tantas.

Y es que la lengua le empezó a sangrar y yo tuve que decirle que sí,

cómo no. Me hice cargo como me lo pidió, aunque ya no tuviéramos

relación alguna. Fue el peor error. Y ahora estoy entre los que

hablan de la revolución sin sentir ni una mierda. Ellos no saben

nada. Y, probablemente, yo tampoco.

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III

Antes de poder evitarlo, por tener los sentidos embotados y algo

destrozados, está chocando hombro contra hombro con Baltazar. Y

duele. No sabe si él la recuerda, pero la mira molesto, señalándole

toda la cerveza que le ha tirado encima por estar escapando como

una cobarde. Pero es que lo es, el tiempo no la ha hecho más

valiente, sino que algo así como una temerosa en potencia. Son por

cosas así que a Tamara de vez en cuando le dan ganas de protestar

contra el optimismo y el progreso, gritarles a todos esos

historiadores y filósofos que el ser humano es solo la criatura más

estúpida y desagradable, que la evolución viene de la mano de la

involución, que avanzar es imposible. No pensando así. No con

personas como ella, corriendo miserablemente hacia atrás.

—Perdón —dice Tamara, mientras el chico deja la lata que había

estado bebiendo en la mesa más cercana, para quitarse un poco el

exceso mojándole la carísima camisa azul eléctrico.

—¿Te venía persiguiendo el lobo? —pregunta él, un poco más

suave y comprensivo, aunque Tamara sospecha que es porque hay

una mujer —mujer, no muchacha— parada justo a su lado, y de

seguro no quiere perder la oportunidad de quedar bien parado a su

costa.

—Es la música de afuera. No me gustaba y…y… —miente Tamara,

aún demasiado agitada como para ser más coherente, y quizá

sintiéndose demasiado identificada con la analogía del lobo como

para sentirse cómoda. ¿Eso es lo que el extraño le pareció? ¿La

amenaza del depredador?

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—Están experimentando juntos aún —dice entonces la mujer. Debe

tener unos treinta años, pero tiene una expresión que la hace

parecer más sabia de lo que su juventud debería permitirle. O quizá

es el cúmulo de arruguitas en la frente, que definitivamente la

hacen ver como una fuente confiable de información—. Quizá por

eso suenan como la mierda. A mí tampoco me gusta, pero hay que

dejarlos ser, o nunca se van a encontrar.

—Es que una guitarra, bongós armónica… —deja escapar Baltazar,

un poco burlesco—. No debería prestar mi casa para estas cosas.

Ah, así que él es el responsable de la composición pretenciosa del

lugar. A Tamara no le sorprende al fijarse la forma tan arregladita y

poco casual en que se viste. Hasta suspensores lleva. Sin olvidar,

claro, la barbita en punta que este chico luce.

—No seas cruel, Baltazar —se queja, entonces, la mujer—. Tienen

el concepto, pero les falta la forma, ¿entiendes? Igual que al resto.

Yo pinto, siempre he pintado y sé lo que quiero decir, pero a veces

es difícil encontrar el cómo decirlo.

—Y por eso estamos aquí —sigue Baltazar, tratando de salvar el

infortunado comentario, poniéndose en sintonía con el ambiente

de la conversación que su interlocutora propone. Niño rico. Niño

cáscara—. Tenemos unas inquietudes en común y necesitamos

canalizarlas de algún modo.

—Estamos uniendo los puntos —asiente la mujer, dejando ahí la

carnada.

—¿Los puntos de qué? —pregunta Tamara, tal vez con un poco más

de desinterés del que debe mostrar para ser más empática. La

mujer la mira con suavidad, como si estuviera frente a una niña que

poco y nada sabe del mundo que la rodea. Y aunque, en cierta

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forma, Tamara es solo una niña que poco y nada sabe del mundo

que la rodea, no le gusta cómo se lo echa en cara porque, ¿a quién

le gusta enfrentar su propia ignorancia?

—Los puntos sueltos de tu vida, que están tratando

desesperadamente por unirse hasta formar la línea. Llámale

instinto. O destino. Pero estás construyendo algo con unos

momentos aislados que, inevitablemente, se encontrarán.

—Toma todos esos recuerdos que no tienen sentido para ti —le

dice Baltazar, de algún modo robándose su atención. Tamara no

puede dejar de mirarlo ahora. Es que si no lo pensara tanto, quizá

esté frente a una epifanía o algo así—. Todas esas veces que creíste

que tu vida se estaba desviando de lo que se suponía tiene que ser.

Pero, ¿qué tienen en común? ¿Qué es lo que tú misma te estás

diciendo?

—¿Te estás hablando? ¿Te estás escuchando? —inquiere la mujer,

con los ojos oscuros llenos de pasión.

—¿Cuál es la línea? —murmura Baltazar, con un deje de misterio,

levantando juguetonamente la ceja hacia la mujer, que comienza a

reír.

Hay una pausa que ambos ocupan para coquetearse entre risas.

—Aunque es solo una teoría sobre el sentido que estamos

construyendo —dice ella, entre carcajadas—. Hay mucha gente

aquí que no sabe a dónde va, pero tiene algo que decir.

—A lo mejor si se entienden a sí mismos, todo esto funcione —

Baltazar se encoje de hombros y saca papelillos y tabaco de su

bolsillo, y comienza a enrollar con una maestría admirable.

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—A quien desprecie la enajenación del mundo digital, la

indiferencia y el egoísmo del hombre contemporáneo, o se sienta

violentado por un sistema que solo se preocupa de construir

puentes o edificios —casi recita la mujer, con una voz solemne que

descoloca un poco a Tamara, tanto por la improvisación del

discurso como por la situación—, a quien odie vivir dentro de un

celular ansioso de ser aceptado, recibiendo mensajitos que son más

emoticones que palabras de verdad, a todo aquel que sienta que no

puede sentir estando encerrado en una ciudad así. Todos ellos, los

que se quieran sumar, estamos tratando de buscar la forma de

decírselo al resto.

—¿Tú qué haces? —inquiere Baltazar, mientras enciende un

papelillo que prende esplendorosamente. Brilla. Tamara ve cómo el

papelillo quema, y se quema rápido, y antes de darse cuenta ya va

hasta la mitad con una llamita que muere y se consume cada vez

más y, de pronto, solo hay un humo seco que se eleva sin forma en

medio de la oscuridad. Y ella quiere creer que está aprendiendo

algo.

—Intento escribir —responde apenas, de repente siendo

consciente de la música y el movimiento de la habitación. Oye las

risas superficiales, huele las drogas y siente un extraño espesor

contra la piel. ¿Cómo va a ser esto la revolución?

—¡Ah! Qué modesta —alaba la mujer—. ¿Por qué no vas con los

escritores? Creo que estaban más allá revisando unos libros y…

—No —la corta Tamara, pellizcándose un brazo—. No tiene caso.

Baltazar la mira extrañado, pero es que yo no quiero decir lo que

ustedes creen que están diciendo. Y antes de que pueda seguir

explicándose, antes de poder echarles en cara lo falso que es su

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contenido, otra vez siente la explosión. No. Las risas destellan por

encima de todo, y Tamara sabe que el extraño está cerca. Se

muerde los labios y el estómago se le va a los pies. Aún siente que

él se está riendo de ella. Más aún, sabe que es así, sabe que de

alguna forma enferma el sonido de esas carcajadas van a

perseguirla durante toda la noche, tal vez la vida, el sonido tan

picante y claro y fuerte, y ella tan desprotegida.

Sin querer empieza a retroceder, roja de vergüenza, y antes de que

Baltazar y la mujer puedan detenerla, Tamara ya se está perdiendo

nuevamente por entre el gentío sin rostro. Es tan estúpido, jugar al

pillarse, pero ella elige esconderse. Escoge correr y buscar un

refugio antes de terminar muriendo.

Muriendo así como el cigarro de Baltazar y la revolución de Eloísa.

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IV

Abstinentia

También sueño despierta, con cosas que no tienen que ver con la

revolución, pero sí con el deseo. La carretera chapotea y se abre

como una explosión de posibilidades a nuestro paso de rueda

furiosa. La perfecta línea ingeniera se deshace frente a nuestros

ojos para volverse la curvatura borrosa y vehemente del deseo, el

deseo de todo, el deseo de todos. Y tan solo eso basta. Estamos

hechos. O lo estuvimos por un tiempo, mientras soñábamos

libremente sin que nos ataran a tiempos pasados y otras mierdas.

Siento cómo alguien me acaricia el cabello, cómo me enreda los

dedos y el viento por entre las ondas apelmazadas que me deja en

la cabeza la humedad de la costa. Vamos llegando. No puedo ver

quien me regala las caricias, pero sé que estamos recostados en la

parte trasera de una camioneta sin conductor. Una camioneta que

corre rápido. Estamos tratando de salvarnos, del peso de otros

sobre nosotros. Quizá desde ese momento trato de escapar, pero no

puedo. No puedo. Es que… el tiempo. No me ayuda, no me ayuda en

nada.

Y entonces me doy cuenta de que quién me regala toques cariñosos

es alguien que ya he dejado ir, que ya no me pertenece ni yo le

pertenezco, así que, ¿por qué el loco Jimi sigue persiguiéndome en

los otros sueños? Me alejo rápido, asustada. Las manos quieren

volver a acunarme, pero ya es demasiado tarde. Tarde para él,

porque yo ya no tengo tiempo, ¿saben? No tengo.

Intento saltar de la camioneta, suicida, pero me doy cuenta de que

ya no está andando, que el viento no me sopla en los oídos y que no

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hay nadie a mi lado. Estoy tan sola. Quizá solo me queda correr por

la carretera, sin rumbo, solo largarme para llegar a ningún lugar. Sí,

quizá eso es todo.

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V

Tamara tuvo un novio que no fue realmente un novio, pero que se

sintió como que sí. Y, ciertamente, dolió como que sí. Una mañana

seguían siendo los mejores amigos, leyendo en algún blog de

internet resúmenes de obras filosóficas que les permitieran seguir

odiando el mundo juntos con un pseudo fundamento maltrecho y,

al siguiente, entre tanta palabra que ni entendían bien, tanta

lengua batida con veneno y saliva amarga tragada con pesadez, al

ritmo de canciones de protesta de los años 70’s, se miraron por

primera vez bien a los ojos. Y entonces besarse hasta el último

rincón de piel, hasta ese centímetro que no tenía nombre aún,

mientras Charly les cantaba te encontraré una mañana dentro de

mi habitación y prepararás la cama para dos tuturutururu, no se

sintió lo suficientemente loco como para detenerse. No mientras el

casette del que en verdad nunca llegó a ser su suegro pudiera

rebobinarse una y otra y otra y otra vez.

Él se llamaba Javier y se habían conocido en el colegio, en sexto

básico. Les costó más de medio semestre hablarse y luego otros dos

años ser realmente amigos, pero de los buenos amigos. Escuchaban

música juntos durante todo el verano, hablando de películas y

libros mientras descubrían el mundo de la adolescencia, y en otoño

e invierno se copiaban en las pruebas de matemáticas aunque a

ninguno le terminaba por ir bien. En primavera Javier reía poco y

despacio y era más bien áspero y hasta agrio, vestía siempre de

negro y gris, y tenía las pestañas más largas y negras que Tamara

había visto en su vida. También tenía la manía de suspirar mucho

durante todo el año, y mirarla entre parpadeos lánguidos pero

absorbentes, atrapando el tiempo en su mirada. Tamara siempre

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había estado enamorada torpemente de él, pero para qué meter la

pata. Se aguantó hasta que las cosas se dieron. Y qué manera de

darse.

Él le escribía malos y lúgubres poemas en las servilletas de las

cafeterías snobs que visitaban a la mañana siguiente de todas las

fiestas a las que él la invitaba —a diferencia de ella, Javier sí había

logrado meterse en un círculo considerable de gente—, y se los

regalaba junto con unos te amo que quizá eran demasiado ligeros y

aún ebrios como para sentirse reales. Pero Tamara estaba tan

deslumbrada por todo eso que nunca pensó poder llegar a sentir

alguna vez, que se convirtió una ferviente creyente de ellos.

Creyente de los te amo, los besos desesperados y los mensajes de

texto a las tres de la mañana. Creyente de las miradas eternas, la

inquietud constante y las lágrimas compartidas. Creyente de que

todo iba de puta madre.

Pero Javier no era un novio de verdad, era el mejor amigo con el

que podía odiar a la sociedad y fumar a escondidas de su abuela. Y,

a veces, los mejores amigos con los que puedes odiar a la sociedad

y fumar a escondidas, la cagan profundo. Como todos. Y Tamara se

re-enteró que la vida, a diferencia de los cassettes, no puede

rebobinarse.

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VI

Termina inclinada sobre el lavaplatos de la cocina desconocida, con

el chorro de agua golpeándole con fuerza las mejillas calientes,

ahogándola un poco, quemándole un poquito los pulmones. Pero

se siente bien esto, se siente bien que el sofoco venga de afuera y

no de adentro. Se siente bien que le duela la nariz y no el recordar

cómo el pecho del extraño se sacudía al compás de su risa dorada,

cómo sus clavículas se marcaban con una grosera perfección debajo

de la piel expuesta por el escote. A Tamara siempre le ha parecido,

como dijo Lemebel alguna vez, que las carcajadas dejan cicatrices, y

ahora siente sobre su espalda el sangrado previo a las marcas.

Alguien entra al lugar y abre el refrigerador sin decir una palabra,

así que ella lo ignora y continúa mojándose la cara, mirando un

punto fijo en la pared decorada con un mosaico de una imagen de

una manzana roja. Ese alguien eventualmente se va. La música

sigue retumbando por el departamento, y Tamara solo siente el

mínimo de energía como para salir en busca de Eloísa y exigirle una

explicación de cómo devolverse a su casa o cómo encontrar el

metro más cercano. Después de todo, no deben pasar de las once y

algo más.

Corta el agua sintiéndose culpable por despilfarrar sin necesidad de

hacerlo, y se pasa la manga de la chaqueta por el rostro húmedo,

recordando muy tarde que Eloísa le puso en los ojos algún tipo de

maquillaje antes de salir. Seguro ha de ser un desastre en este

momento, así que solo atina a acomodarse otra vez el cabello y

suspirar quedamente, mirando a su alrededor. Es una cocina

bonita. Toda madera y colores cálidos, y manzanas rojas y unos

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cuadros muy abstractos sobre comida colgados en armonía con el

espacio. Es una cocina con diario comedor y un gran mesón que

parece intacto, cómo no. Deben estar tan cerca de la cordillera que

le sorprende no encontrar una nana revoloteando por entre los

invitados. Aunque, claro, eso le habría hecho vomitar.

Dos personas más entran, dos amigos que parecen un poco

pasados de copas pero que, de igual manera, abren el refrigerador

en busca de cerveza. Uno de ellos, bajo, delgado y con más barba

que personalidad, le susurra un saludo interesado a Tamara, pero

ella se limita a devolverle la mirada brillante y borrosa y pasa de

largo, de vuelta al salón, donde se deja envolver por un momento.

Hay un saxofón de fondo que hace la instancia íntima, le da ritmo a

los besos regalados en la circunstancialidad de una noche más, una

noche menos. Muy más allá de sí, aún puede oír los bongós

marcando las canciones desconocidas, pero mejor no pensar en

eso, ¿no? Así que empieza a husmear el salón, a caminar por entre

el humo que, de un momento a otro, le regala entre su espesor una

lata de cerveza de una mano azarosa y solidaria. Tamara bebe un

sorbo frío y largo, y se siente un poco mejor, con ese regusto

decadente que le adormece el paladar y un poco la vergüenza

pasada.

Se para contra una pared cualquiera y, de casualidad, queda frente

a un grupillo que se congrega en la mesa del comedor, donde hay

muchos libros desparramados, abiertos, con notitas de colores

metidas entre medio, y ceniceros ubicados estratégicamente para

no poner en peligro las páginas amarillas y gastadas. A Tamara no le

sorprendería que los libros hubieran sido comprados de segunda

mano a propósito y no por carestía.

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—Por qué chucha se ponen a leer poesía en un carrete, fanáticos

de cartón… —murmura desde la cómoda posición del

descompromiso, dándole otro trago a la cerveza.

—Prueba con esto —le oye decir a una de las chicas que están en el

grupo, alta, desgarbada y enfundada en un bombacho lleno de

flores diminutas y marchitas. Le ofrece a otra, más bajita y

delgadita, una pastilla reluciente mientras le sonríe

sugestivamente. Una invitación sin retorno. Luego mira a su

alrededor, buscando aprobación, y el círculo asiente fumando y con

algunas exclamaciones de ánimo, así que la más bajita se traga lo

que sea que le hayan dado.

—“Qué es este universo/ sino un montón de olas/ Y un deseo

anhelante/ es una ola/ Perteneciente a una ola/ en un mundo de

olas…” —recita la que seguramente ha sido drogada, para gusto

del grupo, que sigue repasando las páginas y riendo.

A Tamara le entran unas ganitas pocas de echarse a reír con burla,

pero ahoga el impulso en un susurro. Tiene esa mala costumbre,

por cierto, murmurar sin consideración ni contexto.

—De qué le sirve, mina ridícula…

—Creen que les ayuda. En la disociación de los sentidos. A salir de

la anestesia de siempre —le responde una voz espesa y caliente,

justo detrás de su oído. Tamara pega un salto asustado agarrando

lo que alcanza a tocar de la parte posterior de su cuello, ahí donde

el aliento ajeno le hizo cosquillas, poniéndole la piel de gallina y

desbocándole el corazón. Un desastre apropiado, eso es todo lo

que es ella en este momento. Se gira, temerosa y con los ojos

abiertos de par en par, para encarar al extraño de risa picante que

la humilló hace un rato—. Hola.

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Tamara sabe que tiene que decir algo y no solo quedarse mirando

como un cervatillo los ojos pardos y los dientes blancos tras la

sonrisa burlona que le ofrece este chico. Sabe que no tiene que

quedar hipnotizada con las clavículas tan marcadas, aunque se le

aparezcan casi a la altura de los ojos. Y, por supuesto, sabe que

tiene que dejar de sentir eso que la lleva a estar a punto de

hundirse constantemente. Pero es que él la mira con algo ahí que

brilla y ella solo, ella solo no sabe, ¿ya ha empezado la revolución?,

ella se siente incapaz de hacer algo más que mirarlo. Al chico de las

cicatrices.

—Imagina un día normal —sigue él, ignorando deliberadamente la

falta de discurso de Tamara—. Imagínate caminando por las calles

del centro, todas las torres y todas las máquinas rodeándote y

dibujando el camino que deberías seguir para que el sistema siga

funcionando. Convirtiéndote en una pieza del engranaje. Imagina a

la gente pasar sin mirarte, con el cuello doblado hacia sus celulares.

Imagina a los conductores que reducen todo a la técnica. Imagina la

conspiración del mundo para que tú termines exactamente igual,

con unas metas ya inventadas y un destino ya trazado bajo la

promesa de una falsa meritocracia, para que unos sigan siendo

ricos y otros sigan siendo pobres. Imagina que todos estén tan

desinteresados por el otro que nadie piense en hacer algo por

cambiar alguna mierda. Hacen su día entre cuatro paredes,

soportan el taco de las seis de la tarde, ven las noticias en el plasma

en su casa, se compadecen un poco si sale un niño negro

muriéndose de hambre en África, insultan a los musulmanes y a los

peruanos, se alegran si la economía nacional crece aunque no

entiendan nada, y se acuestan a soñar con todos los préstamos que

deben para poder salir de vacaciones por una semana en el verano.

28

Imagina vivir en la sociedad más vigilada y segura de la historia.

Ahora, dime, ¿qué está mal en todo esto, cariño?

Tamara frunce el ceño y le da un nervioso sorbo a su cerveza, el

último sorbo, sintiéndose tan cohibida, tan acorralada. La mirada

del extraño demanda. La mirada del extraño quema y la hace sentir

resbalar de la cuerda floja.

—Tú —dice entonces, con un hilo de voz—. Y yo. Eso está mal.

El chico la mira un segundo eterno, y luego sonríe flojamente.

—Tú y yo. Nosotros. ¿Ya hay un nosotros? —No hay nada inocente

en la frase.

—¿Qué? ¡No! —¿Dónde está toda la intensidad y profundidad con

la que acaba de hablarle? ¿Dónde está la convicción?—. La relación

entre…

—Ya —la corta él, poniendo una mano en su hombro con una

familiaridad enfermante. Tamara siente sus manos transpirar otra

vez, siente que las puntas de los dedos le escuecen, cerda, cerda—.

¿Has leído alguna vez a Ginsberg? ¿A Keruac o Borroughs?

—Claro que sí —alcanza a replicar Tamara antes de que se le vaya

la voz, algo ofendida. Y como si hubiera sido el gatillo, uno de los

chicos del círculo se sube sobre una silla y comienza a recitar aún

más fuerte, por encima del jazz, Lucien, mientras la chica baja y

drogada lo mira con adoración y los ojos casi dormidos y soñadores.

La pausa le permite tratar de volver a respirar con normalidad.

—¿Y entiendes el porqué, cariño? —vuelve a preguntar el extraño,

apuntando al grupito y torciendo sutilmente la boca de labios finos

y filosos.

29

—Una metáfora burda —murmura Tamara, mordiendo cada

palabra. El extraño desliza su mano desde el hombro hasta la

quijada de la chica, que aprieta la mandíbula para calmar

temblorcito ridículo que el toque le provoca. El extraño le levanta el

mentón y la mira acusatoriamente, haciéndola responsable de algo.

Tamara cierra los ojos y recuerda un sueño lejano, recuerda el

porqué está aquí, por qué aceptó la invitación de Eloísa cuando

apenas y habían cruzado un par de palabras por entre los múltiples

pasillos de la facultad.

—¿Quieres una revolución de verdad, Tamara? —inquiere entonces

él, y hay tanto concentrado en solo ese momento preciosamente

curvo dentro de la línea recta, hay tanto destello, tantas preguntas,

qué haces aquí, cómo sabes mi nombre, por qué me ofreces eso que

anhelo, tanta incomodidad y añoranza, que Tamara suspira en la

cara del extraño con una necesidad imperial. Con la necesidad de

toda una vida. Asiente dos veces mientras abre los ojos otra vez,

sintiéndose febril, y ve al extraño regocijarse en una explosión de

luces que solo la encandila a ella y a su impresionable y escuálido

ser—. Entonces, créeme: te vas a sentir como una puta maravilla.

Y Tamara, tontamente, le cree.

30

VII

La primera vez que vio a Eloísa fue en uno de esos accidentes que

no se agradecen para nada. Tamara estaba encerrada en uno de los

cubículos del baño público de la facultad de música, la más alejada

de la de filosofía y humanidades, llorando sentada en el piso, con el

rostro enterrado en las rodillas, las manos pellizcando la piel de los

brazos hasta dejar pequeñas heriditas que ardían tanto como le

ardía el pecho. Era un día de mierda. Y, por más que trató de

ahogar los sollozos y las arcadas entre los ruidos de desperdicio

humano cayendo al agua sucia, y el rítmico tirar de las cadenas

puercas que acumulaban la inmundicia más baja en una corriente

de olores nauseabundos, de pronto, alguien tocó insistentemente

su puerta. La suya, la última, la que debía quedar olvidada en medio

de toda la maquinaria agitada y repugnante a la que había sido

reducida la vida.

Fue algo confuso y borroso entre que Tamara se decidió a quitarle

el pestillo a la puerta, solo por un impulso que lamentaría después,

hasta que sintiera como alguien la levantaba en vilo tironeándole la

camiseta arrugada y moqueada. Entre las pestañas llenas de

lágrimas y un temblor incontrolable en el cuerpo, se sintió

repentinamente acogida en un abrazo incómodo, intruso y

demasiado brusco. No había cuna alguna en esos brazos huesudos

que la estrechaban contra un cuerpo aún más huesudo, no había

cuna en las palabras de aliento y vacías que le murmuraba la

desconocida que la había encontrado y recogido. No había cuna,

pero se dejó acunar igual y gentilmente, entregándose, por una vez,

a la arbitraria intrascendencia de los momentos capsulados, esos

31

momentos que terminaban de componer y redondear el montaje

de la existencia humana sin que nadie se diera cuenta.

Pero Tamara supo, desde que se despegó del cuerpecillo que le

había dado un poquito de consuelo fortuito, que se arrepentiría el

resto de sus días por dejarse calmar en el instante menos preciso.

Se arrepentiría de colapsar nuevamente contra el piso húmedo y no

aguantarse más el vómito, mientras le lloraba a la desconocida

sobre un accidente en auto de años, años atrás, de su infancia, de

la muerte injusta y la vida plástica que regalaba la tecnología, de

cables y respiradores artificiales, de recaídas, heridas, infecciones y

antibióticos a la vena. De familias algo así como quebradas.

Tamara supo que se arrepentiría de dejar que la chica, entre

lágrimas también, le dijera que la llamara Eloísa y que la

considerara su amiga mientras le ayudaba a limpiarse la ropa para

disimular un poco el olor corrosivo. Y ella solo fue así de certera

porque, en cuanto respondió que no necesitaba nada de lo que

Eloísa estaba ofreciéndole —que con llorar y vomitarse en medio

de arcadas violentas y ácidas era más que suficiente—, la chica la

miró como si estuviera loca —aunque quizá si se estaba volviendo

un poco loca, pero en el mal sentido, en el sentido frenético y

condenable—.

—Tú necesitas ayuda —declaró Eloísa, con una convicción tan

digna, tan noble, tan agobiante.

—No. Lo que necesito es estar sola. Quiero estar sola —aseguró

Tamara, apoyada endeblemente contra el lavamanos y

refregándose el rostro sonrojado y los ojos aún acuosos, haciendo

el ademán de iniciar la marcha otra vez.

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—No, no quieres —replicó Eloísa, tomándola por el brazo para

detenerla—. Nadie quiere, en realidad, estar solo.

Tamara quiso escupirle en la cara perfecta, el cabello perfecto, las

uñas perfectamente cuidadas.

—Tú no me conoces.

—No —concedió la chica—. Pero puedo ayudarte a no volverte

adicta a la soledad.

—No —se negó Tamara—. No necesito eso, ya te lo dije.

—Lo único que me has dicho es cómo la miseria te está ganando la

partida —insistió Eloísa, apretando su agarre, casi suplicando—.

Pero, te juro, te lo juro, podemos dar vuelta el tablero.

A Tamara le picó la garganta y sintió la boca agria de rabia.

—Cómo —exigió.

—Con una revolución.

Y entonces Eloísa sonrió por primera vez con una de esas sonrisitas

traviesas que Tamara aprendería a odiar, sellando el símbolo final

de su arrepentimiento.

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VIII

El cogote me queda encadenado con la cadena fina y firme del tiempo en pause, como si hubiera encontrado en la contradicción del mundo moderno ese botón primordial. Ese stop de las máquinas. Dos líneas paralelas, blancas, enajenadas. Dos líneas que revolotean por la punta de la nariz, ignoradas por la mayoría de la turba que avanza rápido, así, al ritmo del reloj de pulsera más cercano. Y es que tienen al verdugo en su propio cuerpo, ya lo tienen incrustado en la carne, y ya se han insensibilizado al dolor. ¿No ven que pueden detenerse? ¿No ven que pueden presionar el botón? ¿No ven que yo ya me he parado? He parado hace años. Tantos años. Hay veces en que creo que va a volver a correr, que el tic-tac, tic-tac está por detrás de mi cuello, que voy a tener que apurarme, pero no. Nunca está. Ya me he parado, no estoy en presente, ni en pasado, ni futuro. Qué cómodo este tiempo verbal no existente, ¿eh? Estoy segura de que sostiene todo lo licuado por el paso de la vida. Me sostiene a mí. Y sostiene a ese único deseo delirante que se me escapa por entre los dedos sin que pueda cogerlo: la revolución.

34

IX

¿Qué es la revolución?

35

X

He contado cuántos sueños me lo han pedido, me han reclamado hacerme cargo, pero no la veo, a ella, a la revolución. Solo veo un par de clavículas color miel que se desbordan en líneas curvas que caen decantadas sobre mí, quemando. Solo siento el calor. Siento el calor y el anclaje. Perdón. Es que yo ya he parado.

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37

Sobre la revolución y la imagen

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39

XI

Nunca ha querido decirle a nadie, pero la marihuana no la hace

volar como a los otros. Cuando estaba con Javier, le gustaba fingir

que sentía toda esa hiper sensibilidad y la risa fácil y liviana, pero

apenas era un cosquilleo un poco molesto por todo el cuerpo.

Incluso detrás de las rodillas, detrás del oído y los codos, un

cosquilleo que Javier le calmaba a besos lentos y suavecitos. Pero

eso se siente lejano aunque, en verdad, no haya pasado ni dos

semanas completas. Solo es mejor si se siente lejano.

—Esto no te va mucho, ¿cierto? —pregunta el extraño. Tamara está

segura de que ha gritado, pero nadie más en el círculo de

fumadores de pipa y pseudo-pensadores en el que se inmiscuyeron,

para robar tabaco y algo, más parece notarlo. Ella no está muy

segura de poder descifrar cuáles son las verdaderas intenciones de

este chico, todo sonrisitas y preguntas agudas. Se pregunta si él

pretende ser así con ella, si es así con todos y cómo es que la gente

lo aguanta. Cómo Tamara lo aguanta solo con una simple promesa

hecha en un lugar tan plástico como este—. ¿Has fumado antes? —

insiste él, acercándose a su oído con demasiada confianza, y

Tamara sabe que él sabe que nadie se está dando cuenta, que la

tiene a su merced.

—Sí, lo he hecho —contesta ella, también en privado,

arrebatándole el papelillo que él ha estado fumando durante unos

minutos. Inhala tanto que comienza a toser como una novata, con

los ojos llenándoseles de lágrimas.

—Ya lo estoy viendo —se burla él, sonriendo mientras mantiene la

mirada fija en las pestañas húmedas de Tamara.

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Luego, como si no quisiera la cosa, desliza una de sus manos hasta

prácticamente (no) tocar su cintura, pero lo hace, lo hace y la chica

se siente aún más ahogada de lo que ya está. Odia ser tan

consciente de los movimientos del extraño, odia sentir cómo

mueve sus dedos a un milímetro de su piel, casi como si estuviera

incitándola, provocándola. No sabe si esto es eros o thanatos, pero

es. Es tanto, que a Tamara le da un poquito de miedo, porque la

cobardía siempre le gana el juego, claro que lo gana.

—Hey —dice Tamara, sintiéndose enrojecer—. Si fumo, yo sí…

—Sí, sí, sí. Te creo, tranquila.

—¿Te estás burlando de mí?

Hay tanta gente alrededor, que es ridículo que nadie se pare a

mirar lo que está pasando entre los dos. Tamara siente que el foco

de la vida está puesto por sobre sus cabezas, atento a lo que está

por pasar.

—No me atrevería.

Tamara se muerde los labios, frustrada. ¿Y la revolución? ¿Qué es lo

que hace falta para conseguirla? Ni siquiera le echa una última

mirada al extraño antes de dar media vuelta, repentinamente

apurada por ir a sacar a Eloísa del grupito de la música para que la

lleve de regreso a su casa. Tan estúpida. Está harta. Harta de todas

las promesas que se le hicieron y las promesas que hizo, harta de

los nuevos intentos de vanguardias que apenas tienen forma, por lo

tanto, ni un centímetro de profundidad en contenido. Harta del

extraño y su jueguecito de risas molestas y exageradas, frases a

medio terminar y con tantos significados, amparados en la

penumbra, que era difícil encontrar el código exacto para

comprender.

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Sin embargo, apenas logra respirar un aire un poco menos tóxico,

apenas la cabeza se le despeja un poco más, siente que la presencia

ya conocida le cierra el paso, con urgencia.

—A dónde vas —demanda el extraño, poniendo su mano sobre el

hombro de Tamara pero, ahí está el truco, casi sin tocar

nuevamente.

—No tengo nada más qué hacer aquí —dice ella, incluso algo

dolida—. Me mentiste —acusa.

—No te mentí.

—La revolución…

—Oh, cariño —interrumpe él—. ¿No lo sabes? La revolución no

está aquí, en este antro de mierda. Ellos están igual de

anestesiados que los de afuera.

—¿Entonces dónde está?

—Si supiera la respuesta… —murmura el extraño, con anhelo—.

¿Quieres salir de aquí?

Tamara ni siquiera tiene que pensarlo.

—Por favor.

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XII

El extraño le besa la mejilla con un pudor tibio y exquisito mientras ella se pone la chaqueta, sintiendo que la intimidad es demasiada para la casualidad de una noche. Pero no la intimidad del contacto, de la piel y el desesperante desasosiego que le causan las abrasantes yemas de los dedos de él en su brazo por encima de la ropa, no esa clase de intimidad tan ligera y confusa y hormonal, sino la otra, la intimidad de una mirada cómplice con ansias de lo mismo, el tipo de intimidad que ahoga y no suelta, la que aprieta, aprieta más fuerte, y Tamara mira al extraño mordiéndose los labios queriendo pedirle, pero sin atreverse, sin permitirse.

Tiene la pregunta ardiendo en la punta de la lengua, pero está demasiado distraída viendo totalmente encantada cómo el extraño roba uno de los libros de los chicos drogados que recitan arrebatadamente a la generación beat, viendo cómo hojea y vuelve a acercarse a ella, con una invitación implícita y morbosa en los ojos.

—¿Eres mechona?—pregunta él, y ella quiere replicar, en serio que sí, pero es que el extraño es tan fácil de mirar, tan fácil de ser el centro de atención del cuadro kitsch que ofrece el comedor, con colores tan vívidos escondidos en la penumbra de la fiesta.

Y es que el extraño es como, quizá, demasiado simple pero a la vez brillante. Es su camiseta blanca y su sonrisa ladina y también blanca, y además es esa sensación tan extraña que provoca en Tamara, como si el almíbar se derritiera frente a ella, como si un color jarabe y dulce se desbordara en su camino. Pero con un regusto picante, malicioso, burlón.

—Sí. —contesta ella, casi esperando algún tipo de aprobación, casi ¿y en qué año vas tú, qué es lo que haces, has leído este libro o emocionado al ver el amanecer después de desvelarte? Y cuando

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logras dormir, ¿qué es lo que sueñas por las noches? ¿Por qué, por qué estás aquí?

El extraño lanza una carcajada estrepitosa e irritante, y pasa los dedos, esos que estuvieron alguna vez en su hombro y mentón, por las páginas del libro que tiene en la mano, en una caricia fatigada pero tan intencionada. Debería estar prohibido dejarse seducir de esta forma tan ambigua y bohemia, condenada por el paso del tiempo a ser o no ser. Sería más bonito, piensa Tamara, poder prolongar el momento de las cosquillas y la curiosidad por siempre.

—¿Tienes edad siquiera para haberte tomado eso y fumar drogas? —provoca él, señalando la lata de cerveza que Tamara aún aprieta en su mano, y otra vez hay una cierta malicia, disfrazada de amabilidad fingida, en su voz y en sus ojos. Hay algo que desconcierta. ¿Qué tan verdadero es el interés cuando lo único que la oscuridad deja a la vista son las caretas? ¿Cómo confiar cuando la fragilidad está tan escondida?

—Puedo beber si quiero. Ya me viste fumar también —se defiende ella, deseando no ser tan estúpida.

—¿Cuántos años tienes, cariño?

—Dieciocho.

—¿Desde hace cuánto?

Hay una pausa que, tal vez, no debería ser pausa, pero que ambos ocupan para avanzar hacia la puerta de salida, en un acuerdo tácito.

—No te importa. ¿Por qué me haces tantas preguntas?

El extraño lanza una carcajada aguda.

—Tan jovencita y tan apática —dice él, gozando algún chiste privado—. Entonces, antes de irnos, empecemos por lo primero. ¿Qué es lo que te hace estar aquí?

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—Eloísa —responde Tamara, casi automáticamente.

—No, no. Qué. Qué, Tamara, cuéntame.

Tamara quiere preguntar, lo quiere tanto, y no entiende por qué no lo hace. ¿Qué es lo que lo hace tan difícil? Cerda, estúpida. ¿Dónde está Eloísa? ¿Dónde está la revolución?

—Los sueños.

—¿Qué sueños?

Se siente morir. La boca se le seca hasta que siente una pelota de arena amortiguándole la labia.

—Los de la revolución.

El extraño ya no sonríe de esa forma hipnotizante y molesta. Hay algo que cambia en todo el misterio que este hombre lleva cargando en los hombros, casi aplastándolo. Es una línea recta y dura en sus labios, un atisbo de entendimiento en sus ojos, y una postura indefensa, como si lo descubrieran in fraganti en una misión que ha de ser completada furtivamente.

—Los sueños ácidos —murmura él, con la voz enronquecida y casi rota. Tamara siente el espiral empujando por encima de ambos, siente el peso sobre sus hombros y recuerda las promesas que nunca debió hacer, pero entonces créeme: te vas a sentir como una puta maravilla, pero ¿a dónde llegaría todo esto? Ahora, dime, ¿qué está mal en todo esto, cariño?

Hay algo que ebulle, algo que termina por reventar el sistema nervioso de Tamara y que presiona hacia fuera un grito desgarrado y acallado por el paso de una vergüenza violenta e invasiva pregonada por años. Pero el grito se abre paso, rasga todo lo que está en su camino, y termina reducido en un susurro tembloroso y hambriento que busca descifrar solo uno de los tantos secretos de la noche:

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—¿Cómo te llamas?

El fin de la primera ignorancia.

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XIII

Hubo veces en que sentí que las conversaciones que se volvían profundas eran el inicio de la revolución. Conversaciones con Javier, que era tan oscuro, tan volátil y tan no mío. Recuerdo hablar de metafísica y el accidente de mis padres, la muerte de mi madre, mi padre conectado a la máquina, recuerdo los llantos y el desencanto, todo envuelto en una cómoda nube de entendimiento que no entendía nada. Éramos tan estúpidos. Somos tan estúpidos. Yo sabía que ya no avanzaba, pero seguía con él, que tenía el reloj enterrado en algún ligamento de su cuerpo, el tic-tac tan perpetuo.

Solo había pequeños momentos de lucidez, muy cortos y se nos escapaban por entre las manos demasiado rápido, antes de que en verdad nos enteráramos de algo importante. Recuerdo el cielo despejado y las nubes pareciendo algodón. Recuerdo ser consciente que de que era grosero querer mirarlas de más. Era grosero seguir hablando ya.

—Quizá deberíamos dejar de creer que vivimos lo que ellos vivieron. Deberíamos tener nuestra propia historia no histórica —dijo él, con una sabiduría ocasional y pasajera, mientras escuchábamos las bandas que a él le gustaban, las que terminaron gustándome a mí de pura inocencia.

—Su historia es nuestra historia, tenemos que levantar esto. Lo prometiste. Se lo prometimos a ellos. ¿Por qué rendirse ahora?

—No es rendirse. Es solo ceder.

—Ceder a qué.

—Ceder a que no necesitamos historia. La historia es de esas trampas metafísicas que lo destruyen todo. Todo. ¿Te gusta la música? Que te guste. Pero libre. Libre o te vas a dar cuenta que

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nunca lo vas a lograr, ¿entiendes? Que siempre vas a ser una mierda.

Eso tenía sentido. Sí, un poco. Pero yo seguía y sigo con la cadena en la garganta. Sigo sosteniendo el peso de la pared de la historia en mi espalda, sin poder despertar de los sueños que no quiero soñar. Los sueños de otros. Los sueños de nadie.

Los sueños del amor a una imagen, a una representación arbitraria. Javier no era para mí y yo no me di cuenta. Solo cuando descubrí que las relaciones no eran exclusivas ni incondicionales, lo entendí: el amor no siempre lleva a la revolución. No a la gente que ya ha parado, por lo menos.

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XIV

Tenía nueve años cuando ocurrió el accidente. Tenía nueve años

cuando rompí todos mis espejos y me convertí solo en pedazos

filosos de lo que creí ser alguna vez. Una mierda. A una pendeja no

debería arrebatársele el tiempo, no deberían empujarla así al borde

del abismo. Y la revolución no llega. ¿Lo hace alguna vez?

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XV

Fue después de una de esas fiestas hípsters que frecuentaban

últimamente en que todo se acabó, de inmediato de manera oficial.

Y humillantemente, claro. No quedaba más dignidad que ofrecer al

mejor postor, así que simplemente fueron unas lágrimas calientes

corriendo por las mejillas sonrojadas mientras Javier hablaba y

hablaba, sin atreverse a mirarla a los ojos, con la voz tan recogida y

cauta como solo la culpa podía influenciar.

Terminaron en una callecita trasera al bar donde había iniciado la

tragedia para Tamara, ambos sentados en la vereda con el

amanecer picando en sus rostros aún quizá demasiado ebrios y

demasiado honestos para tener la conversación. Pero era que

Tamara había escuchado, había escuchado escondida detrás de la

puerta del baño, como una rata, la escena de celos que el que se

suponía era su novio le hacía a Agustina, una de las tantas amigas

que tenían en común y que, en verdad ni siquiera era tanto su

amiga, solo una persona accidental en los momentos

intrascendentes de la vida. O eso era lo que parecía.

¿Es tu pololo?, había inquirido Javier, con un dolor borracho pero

tan real que hasta a Tamara le había dolido. En serio, porque ella

había visto a Agustina casi besarse con ese otro tipo de barba y

brazos fuertes en medio de la pista de baile. Y entonces Agustina,

con esa templanza que le era tan propia y tan desquiciante, esa que

Tamara odiaba tanto pero callaba, había respondido

lacónicamente, masticando cada palabra con reproche que ¿Un

pololo que me engañe? No necesito un pololo infiel, pololos de

mierda, solo hacen sufrir. Y Javier había tratado de excusarse, que

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se sentía como la mierda haciéndole esto a la Mara, pero es que… Y

Tamara se sintió tan gil, tan desolada, tan a punto de caer para

siempre que, por miedo al vacío, terminó apoyándose un poco

demasiado en la puerta sin seguro, y fue empujada por la vida para

quedar en medio de la escenita. Un teatro enfermo.

Hubo un silencio sepulcral y nadie atinó a respirar por lo que

pareció una larga eternidad concentrada, una eternidad a punto de

estallar. ¿Estaba permitido mirarse a los ojos cuando lo último que

al deseo se le apetecía era, justamente, ver? ¿Enfrentar? Y luego de

que el tiempo no perdonara, los gritos, las lágrimas que

necesitaban ser sollozadas, una carrera infructuosa que Javier

detuvo cuando ella logró llegar a la barra del bar, que se

fragmentaba en haces de luz de tantos colores, buscando algo,

alguien, lo que fuera, que pudiera sostenerla un ratito, ese ratito

que necesitaba y demandaba para poder detenerse y pensar y

sufrir tranquila en medio de ese pop estético y ligero que reventaba

los parlantes. ¿Por qué nadie más podía parar, como ella? Javier la

alcanzó demasiado rápido, sin dejarla respirar, y le suplicó una, dos,

tres veces, y ella lloró aunque ya ni siquiera sabía si el llanto era

verdadero o era un acto reflejo, algún tipo de defensa internalizado

para casos de emergencia. Quizá Tamara era solo un perro más de

Pavlov, quizá Javier había sido él último tropiezo antes de lograr

cuestionar de verdad.

Y aunque en un breve momento de lucidez, uno tan efímero como

el instante pesado y cansado que tomaba el parpadear entre

lágrimas, Tamara intentó comprender algún sentido teleológico de

tanto dolor innecesario, Javier le tomó el rostro entre las manos y

le pidió dejarle explicar, tal vez en un intento inútil y estúpido de

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matizar el daño, y le besó los ojos y el llanto, y Tamara no pudo

negarse porque ya qué.

Esquivando cualquier otro contacto, salieron al frío del amanecer,

mientras unos tonos irreales y esponjosos se alzaban ante ellos,

poderosos y aplastantes como solo la supremacía del cielo podía

darse el lujo de presumir, y Tamara y Javier, justo ahí, eran tan

pequeños e imperfectos, tan humanos e inhumanos…

Por supuesto que él suspiró antes de invitarla a sentarse y hablar y

empezar un triste monólogo lleno de autoreferencias y

autocompasión. Tamara escuchó atenta entre sollozos erráticos

que Javier trataba de calmar con una caricia a lo largo de su espalda

que ahora se sentía falsa, y cuando todo hubo terminado, solo una

pregunta rota quedó suspendida en medio de la fría brisa de la

mañana.

—¿Por qué?

Ni yo sé por qué, Mara fue lo que más dolió, pero nunca he querido

hacerte sufrir y es que ya no se siente igual que antes sobrepasaron

todo límite que Tamara pudo tener alguna vez.

—Ándate a la mierda, huevón.

No existía la revolución del amor. No existía.

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XVI

Deseos que se desean

—No. Ya se acabó.

—Pero tú hablabas de revolución.

—Era un sueño. Tiene que ser un sueño. Uno con regusto amargo.

—¿Un sueño morado?

—Ácido.

—¿Y si hubiéramos pensado así hace años? La muralla no se sostendría.

—La sostiene el cemento.

—La sostiene el deseo. Tú hablabas de revolución.

Ojalá ser artista. Ojalá ser artista y poder romper la cadena del tiempo y enseñarle a la muchedumbre a detenerse. Ojalá bastara con escribir un par de versos para derribar la pared de la historia alimentada por tantos ingenuos. Ojalá darse cuenta uno mismo sobre eso, sin la necesidad de una cachetada. Ojalá…

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XVII

Gustavo.

Gustavo. Gus-ta-vo. Tamara lo saborea, saborea el nombre entre sus labios, que están un poco quizá demasiado ansiosos. Pero es que sabe. Por fin sabe. La versión contemporánea de Syd Barett se llama Gustavo, tiene veintiún años y padece de sueños aún más ácidos que los que ella misma sueña. A Gustavo los sueños lo destrozan y lo reducen a la mínima expresión humana, a una categoría tan baja que aún no logra verbalizar. Y Tamara entiende. Por fin entiende.

—Es como estar en una pesadilla incluso si estás despierto —murmura él, aspirando ávidamente todo lo que el cogollo puede ofrecerle, y aunque Tamara quiere advertirle que no hay forma de escapar, que no hay alucinógeno o tranquilizante o-qué-sabe-ella que pueda ayudarlo a deshacerse de la pesadumbre y la incerteza, le permite creer que sí. Así que Gustavo sigue fumando, apoyando su cabeza en una de sus manos, encorvado, y Tamara tiene la sensación de que, comúnmente, él no es así de frágil. Quizá son los estereotipos hablando por ella, pero es que Gustavo tiene ese tatuaje en el brazo y la oreja llena de aros y una expansión pequeña. Y si él necesita proyectar eso, seguramente se comporta así también.

—¿Quién eres tú, Gustavo? —pregunta Tamara, no muy segura de querer saber la respuesta—. ¿Por qué te persiguen los sueños ácidos?

Gustavo inhala profundamente la última quemada que puede darle al cigarrillo, y entonces la mira largo y tendido. Tamara no sabe si realmente quiere conocer tan profundamente a este chico que se rio de ella sin haberle dirigido la palabra, que la invitó a la revolución sin explicarle. Bueno, tampoco es que ella haya preguntado. Es que Gustavo es de ese tipo de personas a las que no

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se les puede decir no ni rechazar porque, simplemente, a pesar de toda la careta, es entrañable. Es algo que no puede describir bien porque le hacen falta los adjetivos necesarios, pero verlo sentado en una esquinita de la mesa de los rapsodas, totalmente abatido por saberse sometido al pasado de otros, los ojos pesados y los hombros caídos con una franqueza que le ponen los pelos de punta, casi le dan ganas de acariciarle el cabello oscuro. Ganas de enredar sus dedos como en un recuerdo borroso que le ronda la mente, un recuerdo que incluye velocidad y una carretera. ¿Es real? ¿Es solo una trampa más de los sueños?

—Es que no he encontrado la línea —murmura Gustavo, tirando la colita del cogollo—. La he estado buscando, pero no tiene sentido. Por eso me persiguen. La Janis me persigue. ¿Quién te pidió que vinieras, en verdad?

—Jimi. El loco Jimi.

Gustavo vuelve a reír, pero no con tanta gracia.

—¿Te gustaba mucho The Jimi Hendrix’s Experience?

—No… —responde Tamara, cuidadosamente—. Solo un poco. Es que… a mi ex…

—¡No me digas! —Ahora sí, Gustavo ríe con sus carcajadas molestas y fuertes, casi poniéndola en ridículo. La mira por debajo de las pestañas oscuras, como a punto de revelarle un secreto importante, pero está tan drogado que Tamara duda diga algo coherente—. Eran una molesta pareja indiferenciada.

Le gustaría negarlo, oh, cuánto le gustaría.

—Pero ya no somos nada.

—¿Ni amigos?

—Amigos fue lo primero que dejamos de ser.

—¿Y por qué estaban juntos, entonces?

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¿Por qué le está contando estas cosas?

—Porque estábamos enamorados de puras imágenes de mierda.

—No lo has perdonado aún.

—No.

—¿Y él soñaba?

—No —repite Tamara, suspirando con tristeza. Hay algo de lo que acaba de enterarse—. Él avanzaba, libre.

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Sobre la metarevolución

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XVIII

No es que cuestione que estemos aquí, siendo, es que me molesta que la gente camine por la calle sin verse, sin sentirse afectada, sin que nada le importe más allá de su propia nariz. Me molesta porque a ellos el tiempo los tiene, así que no sueñan, no se preocupan, no sufren. No como deberían. Cuando tienes al tiempo, y lo paras, y te libras de las imágenes por un momento, y sueñas, no hay mucho qué hacer. Los momentos que parecen intrascendentes se amontonan, se sobreponen, buscando su ubicación, dibujando el camino.

Y quizá en eso está todo. En la calidez aturdida que sube por la garganta, abrazando lo que parecía ser un rompecabezas imposible. Y es que cuando entiendes, todo es más fácil. Tan fácil. Cuando caminas con las manos atadas detrás de la espalda, apresto para enfrentarte a la revolución, hay un instante inevitable en el que te das cuenta de que no hay una revolución del amor, porque hay un secreto aún más sublime y guardado.

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XIX

Es como una visión difusa pero que no parece falsa. Gustavo con el

tiempo se volverá demasiado transparente, demasiado abierto y

demasiado —se pasará de— fácil de leer una vez dominado ese

idioma suyo que está enterrado bajo la rabia, las pataletas y la

apariencia de chico rudo.

Gustavo será una gran carcajada refulgente, una ceja levantada

sugestivamente como invitación a todo lo que nunca deberías ser

moralmente invitado, será caminar a zancadas sin dejar que nada te

pise los talones ni te estorbe el paso, una broma obscena en la

punta de la lengua y una cerveza helada con unas caladas de un

papelillo con tabaco al atardecer. Gustavo será hojas interminables

con lo que parecerán garabatos inteligibles hechos con carbón,

difuminados, pero que en verdad tratarán de retratar y resumir la

ironía de la vida. Será canciones de Bob Dylan o la Janis sonando

fuerte, olor a cuero, verano y perfume en el hueco de las

maravillosas clavículas, será libros de hojas amarillas —por culpa

del paso del tiempo— escondidos detrás de su cama, y una sonrisa

pícara si le caes bien, o una mirada altiva si le caes mal. Será té con

leche al desayuno y criticar las noticias de la tele mientras cena

pizza casera recalentada. Gustavo será besar, lamer y morder, será

calor, humedad, saliva y paraíso, acurrucarse, aferrarse, quererse…

Se descubrirá como un niño asustado encadenado al cuerpo de un

hombre demasiado orgulloso para demostrar miedo, será ser

estúpidamente entregado y apasionado, todo o nada, será ser

insoportablemente omnipresente.

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Por eso cuando él la mire desde los diez centímetros que le saca, y

apenas haga un gesto de sorpresa con la ceja y un movimiento ni

tan nervioso con las manos, Tamara sabrá que esta vez sí la cagó.

Profundo. No con el hombre, con el niño.

—Miren quién está aquí: Tamara, la sorpresa del día. Pero es esta

justamente la puerta que no tienes que tocar si estás evitándome,

cariño.

Gustavo será una barba de tres días, pies descalzos y agresividad

para protegerse de la realidad. Será tan claro que la presencia de

Tamara lo atormenta, que la chica apretará los puños hasta

clavarse las uñas dolorosamente en las palmas, sintiéndose el

vertedero de la inmundicia humana. ¿Quién además de ella sería

capaz de lastimar al único hombre al que debería estar prohibido

lastimar? Los ojos de Gustavo gritarán perra asquerosa, pero sus

labios dirán parsimoniosamente cariño, ¿quién más se atrevería a

hacerle eso?

—No quiero evitarte. Quiero verte.

Lo quiero mucho. Quiero verte entero.

Su mirada parda brillará, y será evidente que esas cortas frases

harán mucho en él. A Tamara se le apretará el estómago, y es que

por qué tienes que ser tan tú, ¿por qué su mirada tendrá que ser

tan intensa, devorando el espacio, devorando el tiempo? ¿Por qué

tienes que ser la revolución?

—Ah, mierda —dirá él, tras una pausa, con ese tono coqueto y falso

que utiliza en casos de emergencia—. Qué raro. La última vez que

traté de acercarme a ti pusiste una mesa de cinco metros y a tu ex

entre nosotros. Quizá malinterpreté la señal.

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—Estaba tratando de alimentarte. Nadie vive del Pizza Hut de la

esquina.

—Ya, sí —reirá él con incredulidad—. Eso no explica al ex.

—No, no lo hace. La cosa es que quiero hablar contigo. Que

hablemos. Si quieres que Javier sea el tema de conversación, lo

será, y si quieres putearme, putéame. Pero hablemos.

—Sigue así y me voy a terminar creyendo que te importo un poco

más que una mierda, mi amor.

Habrá demasiado resentimiento en el momento en que él hará el

ademán de cerrarle la puerta en la cara. A Tamara se le encenderá

la alarma y pegará un salto hacia adelante, una mano haciendo

fuerza contra la puerta y la otra con los dedos enterrados en la

cintura de Gustavo.

—Por favor. Perdón. Gustavo. Lo siento —las palabras rebotarán en

el aire como plegarias incoherentes, pero Tamara verá que por lo

menos a él si le harán sentido. Los ojos de Gustavo serán un caos, y

ella aprovechará su confusión para pegar la frente contra su

cuello—. Me tienes que perdonar.

—O qué.

—O me voy a volver loca.

Tamara, la de ahora, comienza a creer que una vez que te dañaron

a ti, terminas por repetir el mismo patrón con la gente a tu

alrededor. También empieza a comprender que todos esos

momentos en pasado y futuro que la atormentan cuando los

sueños ácidos la dejan por un momento en paz, no son más que las

materias primas para entender su línea: el azar.

63

XX

Finale

Para cuando logran salir del departamento, es Tamara la que se

siente rara, y Gustavo el que muestra una entereza envidiable.

Ambos caminan cogidos de la mano porque la chica siente que en

cualquier momento puede resbalar y caer, así que avanzan por

entre las calles frías y vacías, acurrucados el uno contra el otro,

revelándose verdades que no todo el mundo alcanza a conocer o

logra reflexionar antes de morir.

Tamara tiene miedo de que le transpiren demasiado las manos y

que Gustavo lo note, así que lo mantiene ocupado hablando, lo

hace pensar sobre todas esas inquietudes que los sueños sobre la

revolución le han metido en los pensamientos, desordenándolos y

haciéndola sentir desquiciada. Le cuenta de miedos y pasiones, del

accidente de sus padres y de Javier, del pasado y el futuro, del

tiempo y las imágenes, y le tranquiliza darse cuenta que su discurso

sin sentido y explosivo maravilla a Gustavo. El chico acoge sus ideas

y le promete dibujar su historia, la de ella y la que han compartido

juntos esta noche, para que quede como testimonio y ayuda a

todos los que lleguen a soñar ácido algún día.

Y cuando el amanecer les hace re-encantarse con la belleza efímera

perdida entre tantos edificios levantados por pura avaricia, ambos

se tiran sobre el pasto de una plaza cercana para observar el cielo y

los colores, sentir los olores y el calor, sobrecogiéndose

tiernamente ante la tanta inmensidad a la que los hombres han

sido arrojados. Solo por este momento, solo por poder vivir aquí y

ahora, Tamara agradece negarse al yugo del tiempo y ser capaz de

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sobre exigir su cerebro, solo para sacar la más bella y obvia

conclusión:

—Gustavo. No existe la revolución del amor —le confidencia en un

murmullo íntimo, apretando su mano y respirando hondo—.

Estábamos buscando mal, todos estos años. No existe la revolución

del amor. La revolución es amor.

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“Los que soñaron ácido”

de Cony Muñoz Flores

se terminó de imprimir en el mes de Diciembre del

2015

en los talleres de

Editorial Isidora Cartonera