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1 LOS RELATOS BÍBLICOS COMO HERRAMIENTA PEDAGÓGICA Dr. Pedro Barrado Fernández Escuela Juan XXIII INTRODUCCIÓN Lo primero que hay que decir es una obviedad: la “herramienta” que aparece en el título no quiere tener nada que ver con una mera instrumentalización de los textos bíblicos. Dice Jean-Louis Ska en el prólogo de un conocido manual de narratología del Antiguo Testamento: “Ciertamente, los relatos bíblicos se ‘utilizan’ todos los días para ilustrar verdades o confirmar el valor de enseñanzas morales. Pero, para decirlo con Umberto Eco, se trata de una utilización de los relatos, no de su interpretación” (Ska, 2012b: 4; cf. también Marguerat - Bourquin, 2000). Tampoco de su noble empleo pedagógico, añadimos nosotros aquí. Los relatos bíblicos son, como creo que tendremos ocasión de ver, un buen instrumento educativo sin tener que reducirlos a meras herramientas. En segundo lugar, el adjetivo “pedagógica” que también figura en el título de este texto apunta al sentido corriente de la pedagogía, que toma su nombre del personaje de la antigua Grecia cuya tarea era acompañar al niño a la escuela. Para ejercer adecuadamente esa tarea –pensamos nosotros hoy–, el esclavo debía conjugar dos extremos: el respeto al ritmo del niño –sin adelantarse a él ni retrasarse– y, a la vez, ser su guía y conducirlo, guiarlo, lo cual exige tomar la iniciativa. Esta doble actuación es la que nos llevará a considerar los relatos bíblicos –en cuanto textos que hablan de Dios, del ser humano y de la relación entre ambos– también bajo una doble perspectiva: en primer lugar, como textos apegados a circunstancias culturales, sociales, económicas… concretas, y quizá por eso poco inteligibles en otros contextos. Pero, en segundo lugar, como relatos que “enseñan” o muestran perspectivas “nuevas” de Dios y del ser humano, abren pistas, marcan tendencias… Y de ahí que sean pedagógicamente relevantes.

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LOS RELATOS BÍBLICOS

COMO HERRAMIENTA PEDAGÓGICA

Dr. Pedro Barrado Fernández

Escuela Juan XXIII

INTRODUCCIÓN

Lo primero que hay que decir es una obviedad: la “herramienta” que aparece en el título

no quiere tener nada que ver con una mera instrumentalización de los textos bíblicos.

Dice Jean-Louis Ska en el prólogo de un conocido manual de narratología del Antiguo

Testamento: “Ciertamente, los relatos bíblicos se ‘utilizan’ todos los días para ilustrar

verdades o confirmar el valor de enseñanzas morales. Pero, para decirlo con Umberto

Eco, se trata de una utilización de los relatos, no de su interpretación” (Ska, 2012b: 4;

cf. también Marguerat - Bourquin, 2000). Tampoco de su noble empleo pedagógico,

añadimos nosotros aquí. Los relatos bíblicos son, como creo que tendremos ocasión de

ver, un buen instrumento educativo sin tener que reducirlos a meras herramientas.

En segundo lugar, el adjetivo “pedagógica” que también figura en el título de

este texto apunta al sentido corriente de la pedagogía, que toma su nombre del personaje

de la antigua Grecia cuya tarea era acompañar al niño a la escuela. Para ejercer

adecuadamente esa tarea –pensamos nosotros hoy–, el esclavo debía conjugar dos

extremos: el respeto al ritmo del niño –sin adelantarse a él ni retrasarse– y, a la vez, ser

su guía y conducirlo, guiarlo, lo cual exige tomar la iniciativa.

Esta doble actuación es la que nos llevará a considerar los relatos bíblicos –en

cuanto textos que hablan de Dios, del ser humano y de la relación entre ambos– también

bajo una doble perspectiva: en primer lugar, como textos apegados a circunstancias

culturales, sociales, económicas… concretas, y quizá por eso poco inteligibles en otros

contextos. Pero, en segundo lugar, como relatos que “enseñan” o muestran perspectivas

“nuevas” de Dios y del ser humano, abren pistas, marcan tendencias… Y de ahí que

sean pedagógicamente relevantes.

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Una última consideración inicial es que esta exposición pretende hacer una reflexión

general sobre la relación entre relato bíblico y pedagogía teniendo en cuenta diferentes

aspectos de esa relación, y no tanto ofrecer “recetas” para tratar en el aula o en la sala de

catequesis este o aquel relato bíblico. Estoy convencido de que solo el conocimiento y

el disfrute de las narraciones de la Escritura es lo que permitirá el acceso a las

pedagogías concretas que sin duda habrá que poner en práctica en los distintos ámbitos

educativos.

1. EL SER HUMANO Y LA NARRACIÓN

1.1 ¿Por qué se cuentan historias?

Esta pregunta tiene muchas respuestas. Así, la que daría Sherezade, la protagonista de

los cuentos de Las mil y una noches, tendría que ver nada menos que con salvar la vida:

las historias que le cuenta al sultán durante la noche le sirven para que este vaya

aplazando día tras día su decapitación. Desde el punto de vista psicológico, los expertos

nos dicen que las historias sirven para elaborar y dar forma a las propias

representaciones, y esto sea cual sea el estadio evolutivo en que se encuentre el ser

humano, aunque es más claro en las etapas iniciales.

Desde una perspectiva más antropológica, Lluís Duch afirma que “la vida humana y la

narración hacen una sola cosa” (Duch, 2012: 248).

El ser humano es hijo de la narración. […] Narrar es imprescindible para

lograr la construcción del espacio y el tiempo humanos, porque nos hace comprender

que desde el nacimiento hasta la muerte “estamos enredados en historias” (Schap), que

nuestra Historia (con mayúsculas) solo es una recolección, más o menos consistente, de

relatos, de peripecias variadas que “empalabran”, casi siempre entre el sueño y la

realidad, el día a día de nuestra vida cotidiana, recogiendo todos los tics propios de

nuestra biografía personal. Está suficientemente comprobado que la narración

constituye un empalabramiento de nosotros mismos y de la realidad (Duch, 2011: 7).

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Podemos decir, pues, que el hombre cuenta historias porque quiere –o necesita–

comprenderse a sí mismo y el mundo en el que vive. En realidad, el hombre cuenta

historias porque necesita contarse a sí mismo: quién es, qué relación tiene con el mundo

que le rodea y le sustenta, cuál es su papel en la vida (cf. Duch, 2012: 252)... “Quien

relata historias tiene que tener siempre a alguien a quien contárselas, y solo así puede

contárselas a sí mismo”, dice el personaje Baudolino en la novela homónima de

Umberto Eco.

Las narraciones, sigue diciendo el profesor Duch, son un universal humano […]

intentos de respuesta a los grandes interrogantes (mal, muerte, destino, beligerancia,

enfermedad, etc.) que, incesantemente, entre la desesperación y el consuelo, se han

planteado y se plantean los humanos de todas las latitudes y condiciones como señales

inequívocas de su humanidad o inhumanidad (Duch, 2012: 255).

Así pues, la narración es importante porque, en el fondo, tiene que ver con la verdad del

ser humano:

La inclinación del ser humano de todas las latitudes hacia la narración proviene

del hecho de que se está plenamente convencido de que las narraciones, mejor que las

aproximaciones discursivas o que las definiciones de la realidad con el concurso de los

conceptos, expresan plástica y dramáticamente la verdad, con frecuencia trágica y

abrupta, de la existencia humana (Duch, 2012: 257).

Daniel Marguerat, acercándose más al campo bíblico, afirma que la magia de un

relato reside en su capacidad para construir un mundo. Una frase basta. “Al principio

creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica…” (Gn 1,1). Una frase,

y el narrador abre un espacio que el lector y la lectora están invitados a habitar. El

poder de atracción del relato es el de desplegar un mundo que el lector va a recorrer,

un mundo poblado de personajes arrastrados en una acción en la que el narrador ha

preparado sorpresas y consecuencias. Porque solicita la imaginación del lector, el

relato, mediante un guiño, hace viajar en el espacio y el tiempo. La magia del “érase

una vez…” (Marguerat, 2005: 6).

Finalmente, desde la filosofía, Paul Ricoeur liga la narración al tiempo, como se

pone de relieve en el propio título de una de sus obras más importantes: Tiempo y

4  

 

narración. La razón es clara: si, para el filósofo francés, la temporalidad es la

característica determinante de la experiencia humana, el relato, tan íntimamente ligado

al ser del hombre, ya que es su expresión, necesariamente debe compartir también esa

“esencia temporal” (el “ser en el tiempo” heideggeriano). Así pues, la esencia de la

narración es que “pasen” cosas, aunque sea mínimamente, como en el famoso cuento El

dinosaurio, de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba

allí”.

1.2 Los primeros relatos de la humanidad

Los relatos hunden sus raíces en la noche de los tiempos. Evidentemente, no poseemos

registros sonoros de las conversaciones de los primeros seres humanos (fueran estos los

que fueran). Dejando volar la imaginación, aunque razonablemente, podríamos pensar

quizá en relatos de caza o de peripecias en la recolección de frutos contados al amor de

la hoguera y, quizá, con el concurso de la representación “teatral”.

Lo que sí conservamos, en cambio, son registros gráficos de la estancia de

aquellos hombres y mujeres en cuevas y abrigos naturales. Independientemente del

significado que se dé a esas pinturas o representaciones rupestres (“estético”: el arte por

el arte; “mágico”: se buscaría una buena caza o la fertilidad por el principio de que lo

semejante produce lo semejante; “simbólico”: de fuerte contenido religioso, sobre todo

en relación con las pinturas realizadas en lugares interiores y de difícil acceso de las

cuevas), lo cierto es que muchas de esas pinturas lo que plasman es un auténtico “relato

visual” en el que, por ejemplo, se representan los avatares de una partida de caza (como

alguna de Tassili n’Ajjer [Argelia] o del Barranco de la Valltorta, en Castellón).

1.3 Los primeros relatos de la historia

La invención de la escritura, allá por el año 3000 a. C. en Mesopotamia, supuso un hito

en la “historia del relato”, aunque los primeros documentos escritos resultan mucho más

prosaicos que las apasionadas y apasionantes historias de dioses y hombres. En realidad,

la escritura nació probablemente como una exigencia administrativa y económica: había

que llevar la contabilidad de las ofrendas depositadas en los templos o los impuestos

entregados en los palacios.

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Ahora bien, una vez descubierta su utilidad expresiva para las cuentas y los “números”,

la escritura pronto se mostró también como una extraordinaria herramienta para dejar

constancia y reflejar esas cuestiones más profundas que anidaban en el corazón del

hombre: quién era, por qué estaba en el mundo, cuál era su finalidad, etc. Se trataba de

dar una explicación del ser humano en el mundo, un mundo del que, naturalmente,

también formaban parte los dioses.

De esta manera, aquellos hombres del Próximo Oriente antiguo nos han legado

mitos como los de Enki y Ninhursag, donde se habla del paraíso sumerio en que vivían

los dioses en el tiempo primordial, o el Enuma elish, poema babilónico de la creación, o

la Epopeya de Gilgamés, con la denodada lucha de este legendario rey de Uruk por

conseguir la inmortalidad, o el mito de Atrahasis, con un relato de diluvio que sin duda

influyó en Gn 6-9, o el Descenso de Ishtar (o Inanna) a los infiernos, con la

representación del ciclo de la vida, ligado a la eterna rueda de las estaciones, etc.

Evidentemente, de todas estas narraciones –junto con las similares de Egipto,

Canaán o Siria– cabe decir lo que Thomas Mann afirma de los mitos: “El mito es el

cimiento de la vida, el esquema eterno, la fórmula piadosa en que la vida fluye, cuando

reproduce sus rasgos sacados del inconsciente” (cit. en Blanch, 1995: 359-360; el

propio Blanch comprende el mito como “aquella representación [relato fantástico y/o

dramático] que pretende comunicar una totalidad de sentido, en situaciones esenciales,

aunque oscuras, de nuestra existencia” [357], sean estas favorables [nacimiento,

fertilidad, victoria] o desfavorables [catástrofes, angustia, muerte]).

2. BIBLIA Y RELATO

Ahora vamos a considerar algunas cuestiones que tienen que ver, de una forma u otra,

con la relación entre la Biblia y los relatos. En concreto nos asomaremos a cuatro: las

características literarias de los relatos bíblicos, su función en la Escritura (fijándonos en

el Pentateuco como relato fundacional), el evangelio como “relato biográfico” y la

relación entre teología y narración.

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2.1 Características literarias de los relatos bíblicos

Con respecto a las características literarias de la narrativa bíblica –especialmente la del

AT– se podrían señalar, de forma sintética, las siguientes (cf. Ska - Sonnet - Wénin,

2001: 9-15):

• Prioridad de la acción, con una general ausencia de descripciones; escaso

interés por la psicología de los personajes, con sobriedad absoluta con

respecto a su carácter y falta notable de introspección; ausencia casi total

de descripciones paisajísticas, estando el decorado claramente al servicio

de la acción; un mundo homogéneo y poco diferenciado (por ejemplo en

la lengua en que hablan los personajes de diversas culturas o niveles

sociales), propio de relatos populares; mayor número de detalles que en

la literatura «clásica» y «democratización» de los héroes, que son de

cualquier clase social; tramas unificadas (una sola acción) y “lisas” (sin

tramas secundarias o paralelas); número limitado de personajes activos

en las escenas (principio de “economía narrativa”); lógica del relato

limitada a un solo episodio; concisión.

Luis Alonso Schökel las resume de esta otra manera, coincidiendo sustancialmente con

las características que se acaban de mencionar:

La narración clásica del AT, representada en Jue, Sam, Re, Gn, trozos de Jr, se

caracteriza por la economía, que se atiene a lo esencial, por la inmediatez de la

presentación, sin análisis sutiles y con pocas reflexiones distractivas, por la

elaboración cuidadosa de cada escena, por la composición posterior y menos trabada

de conjuntos narrativos, por la exploración e intensificación de recursos de detalle. Los

diálogos son escuetos, de tres o cinco intervenciones, más rítmicos que el resto. Se

utiliza el ensanchamiento y estrechamiento rítmico de frases sucesivas. El gesto es

esencial, a falta de introspección. No faltan los apartes y pensamientos en voz alta.

Domina la figura del autor omnisciente, que cuenta sin mediadores y es muy discreto en

exponer sus ideas y convicciones (Alonso, 1990: 373).

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2.2 El Pentateuco como relato fundacional

El Prof. J.-L. Ska emplea la sugestiva imagen del Pentateuco como la Constitución de

Israel, en el contexto de la Escritura –el Antiguo Testamento– como la Biblioteca

Nacional de Israel (Ska, 2012a: 27ss). Así, en la Ley de Moisés –el Pentateuco–

encontraríamos el relato fundacional de la identidad israelita, que consistiría

básicamente en una narración de los orígenes nacionales (en torno a la epopeya del

Éxodo) con dos prólogos: uno propiamente nacional (con las historias de los

antepasados patriarcales: Gn 12-50) y otro universal (con la constitución del mundo: Gn

1-11).

De esta manera, el Pentateuco podría relacionarse con otras obras

“historiográficas” de la antigüedad. Así, se han estudiado y discutido las posibles

vinculaciones con la historiografía de los griegos Heródoto (Historias), Hecateo de

Mileto y Helánico de Lesbos, así como con las Babiloniaka de Beroso y las Aigyptiaka

de Manetón, que pretenden establecer unos relatos normativos, una especie de “historia

nacional” –que se remonta a unos tiempos primordiales– de sus respectivos pueblos.

Los autores griegos mencionados escribieron en torno al siglo V a. C., y por eso su

comparación con el texto bíblico resulta especialmente pertinente, habida cuenta de las

opiniones que se van imponiendo a propósito de la fecha de composición del Pentateuco

(una obra que habría sido finalmente redactada precisamente en torno a los siglos VI o

V). Los sacerdotes Beroso (babilonio) y Manetón (egipcio) compusieron sus obras

alrededor del siglo III. En todo caso, parece que Israel fue el primero en establecer esa

historia nacional remontándose a los comienzos absolutos (y míticos) (cf. (Blenkinsopp,

1999: 62-63).

2.3 El evangelio como “biografía”

Resulta evidente que en los evangelios nos encontramos con narraciones de corte

biográfico. Mucho se ha discutido a propósito del género literario de los evangelios,

pero recientemente va cobrando peso la opinión que los relaciona con las “biografías” o

“vidas” de la antigüedad greco-latina (bioi o vitae) (cf. Guijarro, 2012b: 43-67; 2012a:

57ss).

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Aunque no hay homogeneidad en el desarrollo de estas “vidas” antiguas, sí parece que

tenían un esquema relativamente fijo, en el que se incluía la descripción de un

nacimiento u origen noble, unas acciones también nobles y una muerte asimismo noble.

En el caso de Jesús, este guión se cumple a la perfección, aunque en gran parte de modo

paradójico y “contracultural”. El objetivo de estas “biografías” no era tanto contar la

peripecia vital de un personaje –como pretenden las biografías modernas– cuanto

describir quién era ese personaje, su valor, honorabilidad e importancia. En ese sentido,

el elemento encomiástico resultará fundamental en esta clase de escritos. En todo caso,

es interesante notar cómo el cristianismo primitivo, cuando tuvo que expresar su fe, lo

que hizo fue elaborar un “relato de Jesús”.

S. Guijarro subraya el hecho de que las vitae se interesen por la persona

(Guijarro, 2012b: 51-56). Y ahí encuentra la razón de por qué este género fue asumido

por las primeras generaciones cristianas para poder conservar y transmitir la memoria de

Jesús: no importaban tanto los hechos o los dichos de Jesús –recopilados algunos de

ellos en colecciones tempranas– cuanto quién era la persona capaz de haberlos hecho y

haberlos pronunciado (en el fondo se trataría de responder a la pregunta por la identidad

de Jesús). Una comparación con la literatura judía de la época puede iluminar el

panorama, ya que apenas existen referencias personales a los rabinos de aquel tiempo o

posteriores, debido a que, para el judaísmo, importaba más la Torá que la persona que la

interpretaba o la explicaba (cf. Strack - Stemberger, 1988: 106-107).

2.4 Teología y narración

Por último, un extremo que conviene tener en cuenta, sobre todo atendiendo

específicamente al carácter pedagógico y educativo propio de los relatos, es la relación

entre teología y narración. En nuestra tradición, esos dos conceptos han acabado casi

ignorándose mutuamente. Es muy probable que el carácter racional-conceptual del

pensamiento de Occidente platónico y aristotélico, constituya un factor importante en el

“olvido” de la narración. Así, se podría decir que en Occidente somos hijos en primer

lugar de Platón (por la importancia concedida a las “ideas”) y en segundo lugar de

Descartes (por las ideas “claras y distintas”).

J. Trebolle, reconociendo ese desfase entre narración y “teología”, se fija en un

período más reciente:

9  

 

Se ha denunciado “el eclipse” que la narración bíblica sufrió en la hermenéutica de la

Modernidad a partir del siglo XVIII a favor del pensamiento, o de lo doctrinal o

edificante. […] La Biblia se complace en contar historias –“nuestros padres nos

contaron” (Salmo 44,2) –, como Jesús lo hizo al “hablar en parábolas” (Trebolle,

2008: 188).

En este mismo sentido, Ll. Duch afirma que “toda religión, si no quiere

convertirse en una ‘religión muerta’, debe ser un proceso narrativo de carácter iniciático

centrado en las ‘cuestiones fundacionales’ de toda existencia humana” (Duch, 2012:

287-288).

Yendo más allá de la oposición entre teología y narración, aunque en este mismo

sentido, el mismo Ll. Duch se atreve a descubrir en el “déficit narrativo” la razón del

declive religioso moderno: “La crisis de la tradición en la sociedad moderna y, más

concretamente aún, la crisis del cristianismo como religión, puede ser considerada desde

la perspectiva del enorme déficit narrativo que, desde hace mucho tiempo, experimenta

el mundo occidental” (Duch, 2012: 262-263).

Pero tampoco podemos olvidar que, junto a una teología mayoritariamente

conceptual, también ha existido la hagiografía, un fenómeno eminentemente narrativo

presente en todas las épocas y todas las religiones (cf. Duch, 2012: 291-294), y que en

Occidente ha nutrido abundantemente la religiosidad popular. En todo caso, como

afirma Domingo Cía, “se tendría que dejar que los textos religiosos hablaran en primer

lugar, con anterioridad a las explicaciones dogmáticas de las diferentes teologías

religiosas, que tratan de esquivar el escándalo y la provocación de sus ficciones y

muchas veces atrevidas metáforas” (Cía, 2011: 22-23).

En el caso del judaísmo, en cambio, la narración ha pervivido como una

presencia significativa en su tradición, sobre todo en la teología que subyace en las

obras de carácter haggádico. La haggadá –que se puede traducir precisamente por

“relato”– es la “narración que cuenta, resume y actualiza los grandes acontecimientos

salvíficos del pasado” (Maier - Schäfer, 1996: 175). Trata de interpretar el significado

de la historia de Dios con Israel de modo que sirva para los oyentes o lectores del

presente. Aunque las obras haggádicas –los midrases de corte haggádico– están

compuestas por un conglomerado de formas literarias diversas, en ellas descuellan las

propiamente narrativas, como parábolas, leyendas, sagas, cuentos, etc.

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Un caso especialmente llamativo del uso de la narración como vehículo de transmisión

de la “teología” judía lo tenemos en el jasidismo europeo del siglo XVIII. (Los cuentos

también desempeñan un importante papel en el mundo sefardí; cf. una preciosa

recopilación en Koen-Sarano, 1986.) Las principales ideas de este movimiento

“pietista” y carismático, que surge precisamente como reacción a la ortodoxia talmúdica

y rabínica (los llamados mitnaggedim), mucho más “racional” o conceptual, se

transmitirán por medio de los cuentos que narran las peripecias y sucesos en torno a los

maestros o tsadiqim del movimiento jasídico: el Baal Sem Tob –su fundador–, Dov Ber

de Mezeritch, Najmán de Breslov, etc. Pero, en esas narraciones, lo que en realidad se

descubrirá “en acción” es la debequt (unión del alma con la divinidad inmanente), la

kawwaná (o rectitud de intención), etc. (La recopilación clásica –no exenta de polémica

por su posible manipulación– es la de Buber, 1978-1983.) Dice Martin Buber:

Según las creencias jasídicas, la primigenia luz de Dios se derramó sobre los

“tzadikim”, se volcó luego sobre sus obras y de ellas pasó a las palabras con que los

jasidim las refieren. […] El relato es mucho más que una simple reflexión. La sagrada

esencia que atestigua pervive en él. El milagro, al ser narrado, adquiere nueva fuerza;

el poder que una vez fuera activo se difunde en la palabra viviente y continúa siendo

aún activo a través de las generaciones (Buber, 1978: I, 17).

3. LOS RELATOS BÍBLICOS COMO PEDAGOGÍA DIVINA

Entramos ahora en la cuestión verdaderamente central de cómo los relatos bíblicos

cumplen con la función pedagógica de “enseñar” perspectivas “nuevas” de Dios, a la

vez que son configurados conforme a unas circunstancias históricas concretas.

Empezaremos por este último aspecto.

3.1 El relato y sus circunstancias

Ya hemos dicho que el relato tiene fuerza porque expresa el ser del hombre. Pero,

precisamente porque es expresión del ser humano, la narración también tiene unas

servidumbres con respecto a las diversas circunstancias que constituyen la condición de

11  

 

posibilidad de las personas concretas: circunstancias culturales, sociales, económicas,

políticas, religiosas, etc.

En el caso de los relatos bíblicos, es evidente que estamos ante textos escritos

hace mucho tiempo y en una cultura muy distinta y distante de la nuestra. Eso hace que

debamos poner mucha atención cuando leamos un texto bíblico o lo empleemos para la

enseñanza o la catequesis, para asegurarnos de que logramos conectar con su sentido

propio y no lo traicionamos: “Aunque los textos bíblicos no son totalmente herméticos,

existe el riesgo, no obstante, de comprender solo parcialmente su significado o de elegir

un camino equivocado” (Ska, 2012a: 10). Veremos solo un par de ejemplos.

Suele ser habitual la mala comprensión de la llamada “marca de Caín” –en

alusión a Gn 4,15–, entendida como si fuera una especie de estigma con que Dios señala

a Caín y cuya función es proclamar a los cuatro vientos el pecado que acaba de cometer

el primogénito de Adán y Eva al asesinar a su hermano Abel. El texto bíblico, sin

embargo, dice algo bien distinto:

Caín contestó al Señor: “Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Tú me

echas de este suelo, y tengo que ocultarme de tu vista; seré un forajido que huye por la

tierra, y el que me encuentre me matará”. El Señor le dijo: “El que mate a Caín será

castigado siete veces”. Y el Señor puso una marca a Caín, para que no lo matara quien

lo encontrase (Gn 4,13-15).

Como se ve, el significado de la marca es exactamente el contrario del que se le

da vulgarmente: se trata más bien de la señal con la que se está anunciando que Caín no

está solo en el mundo, sino que pertenece a la familia de Dios, a su clan. No es difícil

imaginar que el contexto social que subyace en este texto es el de las tribus y clanes de

las tierras del Próximo Oriente, que se distinguían unos de otros por ciertos tatuajes, los

colores de su vestimenta o el uso de determinadas prendas. Esa sería la “marca” de

Caín, quizá malinterpretada por una lectura superficial y deficiente del relato (cf.

Barrado, 2012: 29-31).

Otro texto –esta vez del Nuevo Testamento– cuyo significado profundo muchas

veces pasa inadvertido es el de la adoración de los magos en el evangelio de san Mateo.

Los estudiosos están de acuerdo en que el relato fue compuesto para “escenificar” una

convicción del evangelista y su comunidad, muy vinculados ambos al mundo judío (de

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hecho se ha llegado a hablar de este relato como de un midrás): Jesús es el Mesías

anunciado en las Escrituras de Israel. Para ello, el evangelista recurre muy

probablemente a algunos temas presentes en el texto veterotestamentario. Así, la estrella

que siguen los magos y que indica el lugar donde se encuentra el Niño en Belén podría

ser una alusión a la estrella mencionada en la visión del adivino Balaán (Nm 24,17: “Lo

veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: avanza una estrella de Jacob, y

surge un cetro de Israel…”). Aunque también podría evocar la creencia antigua de que

el nacimiento de personajes relevantes venía anunciado por la aparición de una estrella

o un signo en el cielo. Asimismo, el acto de adoración de los magos y la ofrenda de

presentes evoca el cumplimiento –categoría muy querida para Mateo– de algunos textos

del Antiguo Testamento relativos a los días del Mesías: Is 60,6 y Sal 72,10-11. Incluso

en la escena siguiente, una vez desaparecidos los magos, Mateo evocará a Jesús como el

nuevo Moisés. De ahí que, si Moisés fue perseguido al nacer por los poderes de su

tiempo –el faraón de Egipto–, así también Jesús será perseguido con intenciones

criminales por el “rey de los judíos”, Herodes.

En todo caso, es muy probable que todos estos sentidos –sin duda pretendidos

por el evangelista en su relato– estén ausentes en las interpretaciones y consideraciones

populares o “navideñas” de la narración de los magos, rebajándola simplemente a un

sentimental relato de un nacimiento más o menos extraordinario.

La pregunta que podríamos plantearnos es si son estas “circunstancias” de los

relatos bíblicos las responsables de que muchas veces estos sean percibidos como lo

hace, por ejemplo, el protagonista de la novela de John Kennedy Toole, La Biblia de

neón: “Recuerdo que el predicador me dio un libro de relatos bíblicos […] Yo estaba en

la sección de Juego Preescolar, pero nunca jugábamos, como era de esperar por ese

nombre, sino que teníamos que escuchar los relatos de un libro para adultos que nos leía

alguna anciana y que no entendíamos”.

Por otra parte, y de cara al aspecto pedagógico de los relatos bíblicos, es

evidente que un mayor y mejor conocimiento de estos, en cualquiera de sus

circunstancias, redundará en que resulten elocuentes y valiosos para los que los

escuchen o lean.

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3.2 La novedad de los relatos bíblicos

Los relatos bíblicos no solo están tejidos por las circunstancias de su época de

composición (lengua, cultura, religión…), sino que también abren a comprensiones

nuevas de Dios. Igual que hemos hecho en el apartado anterior, vamos a ofrecer un par

de ejemplos –uno del Antiguo Testamento y otro del Nuevo– de los muchos que se

podrían poner.

Entre los escritos proféticos encontramos uno que destaca entre ellos por su

rareza: el libro de Jonás. No estamos ante un libro profético “clásico”, sino más bien

ante un relato –L. Alonso Schökel o J. D. Crossan lo califican de parábola–

enormemente interesante y, desde el punto de vista de la narración, a la altura de los

mejores de la Biblia. Su protagonista, un profeta recalcitrante, hace lo contrario de lo

que se espera de un profeta. Por eso algunos han pensado que esta obra –con un alto

contenido de ironía e incluso de sarcasmo– es, en realidad, una parodia de los escritos

proféticos (cf. Knauf, 2008: 424-425). En el libro, Jonás sería el “malo”, porque trata

por todos los medios de zafarse de su tarea profética, mientras que los habitantes de

Nínive serían los “buenos”, ya que son receptivos a la palabra del profeta y acaban

convirtiéndose. Sea como fuere, lo más interesante, desde el punto de vista teológico, es

la imagen de Dios que se quiere transmitir: un Dios capaz de perdonar incluso a los

ninivitas, paradigma del mal y la opresión para Israel.

El ejemplo del Nuevo Testamento que queremos proponer es el de las parábolas

de Jesús. Hoy día, los estudiosos están de acuerdo en que la parábola fue la principal

herramienta en la predicación de Jesús: cualquiera de las reconstrucciones actuales del

Jesús histórico así lo pone de relieve (cf. Theissen - Merz, 2000: 355-387). Y, en este

sentido, no deja de ser significativo que Jesús nunca defina el “reino de Dios”, sino que

aluda a él con parábolas (y acciones altamente “simbólicas”, como los “milagros” y las

comidas).

En términos generales podemos decir que las parábolas son relatos compuestos a

base de elementos de la vida corriente de los campesinos o pescadores de Galilea,

incluidos los sueños de salir de una vida precaria y pobre (de ahí las parábolas de

hallazgos de tesoros escondidos en el campo y perlas de gran valor). Pero en casi todas

ellas, por no decir todas –en una medida mayor o menor– encontramos algún elemento

excéntrico o extravagante que hace que la historia contada no solo despegue de la

14  

 

realidad y llame la atención, sino que lleve a un sentido más allá del natural de la

narración (Ramos, 1996: 259-285, habla en este caso de “nueva jerarquía de valores”).

Es probable que la introducción de este elemento excéntrico –sin duda debido al talento

narrativo de Jesús– ayudara a que la parábola se conservase en la memoria de los que

escuchaban, así como a poner de relieve su sentido.

Ahora aludiremos brevemente solo a tres de ellas: la del padre misericordioso (o

del hijo pródigo), la de la oveja perdida y la del siervo despiadado. En la parábola del

padre y los dos hijos (Lc 15,1-32) se presenta una figura paterna tan extravagante en el

contexto social de la época, en que el honor y la vergüenza constituyen los valores

sociales cardinales, que resulta completamente inverosímil: sencillamente era imposible

que un paterfamilias se comportara como lo hace el padre de la parábola (entregando la

fortuna en vida, permitiendo que el hijo se marche de casa, echando a correr cuando lo

ve regresar desharrapado, etc.). En la parábola de la oveja perdida (Mt 18,12-14; Lc

15,1-7) se presenta una situación humanamente descabellada: a pesar de que en el

propio texto se considera normal, ¿qué pastor en su sano juicio abandonaría noventa y

nueve ovejas en el desierto (Lc) o en el monte (Mt) para ir a buscar una que se ha

perdido? (En el apócrifo Evangelio de Tomás 107, donde se cuenta una versión de esta

parábola, se dice que la oveja perdida era la “más gorda”, con lo cual se desactiva la

excentricidad de la parábola jesuánica, su mordiente, haciéndola más humanamente

aceptable.) Por último, en la parábola del siervo despiadado (Mt 18,23-35), donde la

clave está en la diferencia de deudas que son perdonadas o no, la cantidad que el rey

perdona al primer siervo –diez mil talentos– resulta absolutamente exorbitante, ya que

equivaldría a unos 340.000 kilos de plata o sesenta millones de jornadas de trabajo (las

rentas anuales del rey Herodes el Grande, por ejemplo, eran aproximadamente de unos

novecientos talentos). Es imposible que un siervo pudiera deberle a su señor esa

cantidad –y más aún que pueda ser perdonada–, pero eso es precisamente lo que pone de

relieve la generosidad del perdón divino.

Mediante estas y otras narraciones –las del buen samaritano, los obreros de la

última hora…–, Jesús ofrece un rostro de Dios con rasgos inéditos en su perdón y su

misericordia. Sin duda, unos buenos “instrumentos pedagógicos” para nuestra situación

actual.

15  

 

La apremiante necesidad de transmisiones religiosas de nuestro tiempo solo podrá ser

satisfecha mediante una rehabilitación de las narrativas religiosas. En el caso del

cristianismo, los tesoros inagotables de las parábolas evangélicas nos permiten

mantener la firme esperanza en la continuada vitalidad, a pesar de todo, de su mensaje

de salvación y de libertad (Duch, 2012: 302).

4. LA BIBLIA Y EL CINE

Finalmente, echaremos un vistazo a la relación entre Biblia y cine, por ser dos mundos

cuya interacción sin duda resultará muy fecunda (para ambos) y, sobre todo, para poner

de relieve la estrecha conexión que puede producirse entre la Biblia y el cine de cara a

potenciar el valor pedagógico de aquella.

4.1 La palabra y la imagen

La Biblia y el cine pueden ser dos buenos compañeros de camino, aunque no siempre lo

sean. A la fuerza de la palabra con que se expresa el relato bíblico hay que añadir la de

la imagen. En este sentido, la imagen puede aportarle al texto bíblico la “modernidad” o

la vivacidad que este podría haber perdido con el paso del tiempo, habida cuenta de la

vigencia actual de la cultura audiovisual (cf. Sánchez Rodríguez, 2007): si los

hagiógrafos hubieran vivido en nuestra época, quizá no hubieran escrito libros, sino que

habrían rodado películas (o videoclips). No es despreciable la aportación artística que el

cine puede prestarle a la Escritura, aunque también es claro que la Escritura puede

fecundar al cine mediante la profundidad argumental o de planteamientos, ya que las

historias bíblicas son en gran parte universales. De esta manera, determinadas películas,

personajes o episodios bien pueden convertirse en modernas figuras o typoi, al estilo de

la interpretación tipológica de la época patrística.

En la historia del cine encontramos casi desde sus inicios versiones de episodios

o relatos bíblicos. Así, ya en 1903 hallamos una película de seis minutos con el título de

Sansón y Dalila, dirigida por Ferdinand Zecca, o Judit de Betulia (1913) y dos de las

historias de Intolerancia –la pasión y muerte de Jesús y la caída de Babilonia–, de D.

W. Griffith (1916). Aunque probablemente sean Los diez mandamientos, de Cecil B.

DeMille, el icono clásico del cine religioso (la versión conocida por todos,

16  

 

protagonizada por Charlton Heston, es de 1956, pero DeMille rodó otra anterior, en

1923).

Habitualmente se suele distinguir entre “cine religioso”, es decir, apologético o

explícitamente confesional (a veces hasta catequético), y “cine espiritual”, más

vinculado a valores y encarnado en películas “laicas” (cf. Celada, 2013: 9-13). Aunque

esta distinción no es aceptada unánimemente, sí resulta útil a la hora de considerar y

valorar el papel del relato bíblico –o de la Biblia en general– en el cine.

A mi modo de ver, la principal dificultad con que choca el cine religioso con

respecto a los relatos bíblicos es la confusión de géneros y lenguajes. Hay que darse

cuenta de que, en el fondo, estamos ante géneros distintos, normalmente con lógicas,

enfoques, lenguajes y objetivos diferentes. Así, textos que en la Biblia no tienen

carácter histórico –aunque el lenguaje del relato haga que puedan ser interpretados

equivocadamente de esa manera–, en la pantalla aparecen o podrían aparecer, por mor

del guión y de las imágenes, como sucesos realmente acaecidos en la historia y, por

tanto, distorsionados con respecto a su fuente original. Baste imaginar una película

basada literalmente en el relato del Apocalipsis, con un cordero degollado que

permanece en pie y comparte trono con un venerable anciano de cabellos blancos, o un

desfile de jinetes montando caballos de colores, o una prostituta sentada sobre una

bestia de color escarlata… Una buena adaptación de un relato bíblico exigiría sin duda

un trabajo de elaboración mucho más profundo y una verdadera “traducción” –no solo

mera y superficial plasmación– en guión e imágenes. Por seguir con el ejemplo del

Apocalipsis, en la saga de películas de El Señor de los anillos (Peter Jackson, 2001-

2003) encontraremos pasajes de enorme proximidad con el último libro bíblico, aunque

formalmente bastante alejados de él.

Por otra parte, en no pocas ocasiones el cine simplifica la trama narrativa del

texto bíblico, privándolo así de sus riquezas: ciertamente, el relato del Éxodo –con sus

matices e incluso contradicciones– no se ve tratado con justicia en muchos aspectos de

Los diez mandamientos. Así, por ejemplo, las aguas del mar Rojo se dividen en la

película de forma instantánea únicamente por la acción de Moisés, con su brazo

extendido sobre el mar, mientras que se olvida que también “el Señor hizo retirarse el

mar con un fuerte viento del este que sopló toda la noche” (Ex 14,21).

17  

 

4.2 Providencia, entrega y gratitud

Sin embargo, en otras ocasiones el cine ha logrado llevar a ciertos textos bíblicos a

insospechadas cumbres narrativas y de sentido. Propondré ahora tres ejemplos de ello,

curiosamente textos que no son formalmente relatos propiamente dichos.

El primero lo tenemos en el Salmo 23, que ha sido llevado a la pantalla en

decenas de películas, habitualmente norteamericanas. En todas ellas se repite casi

fatigosamente la misma escena del entierro o el funeral en el que el pastor o el sacerdote

de turno recitan al menos las palabras iniciales del salmo: “El Señor es mi pastor, nada

me falta…” Sin embargo, en El hombre elefante (David Lynch, 1980), el salmo ocupa

un lugar diferente. Ya no se trata de un entierro, sino todo lo contrario: el “nacimiento”

de la humanidad de una persona, considerada hasta ese momento poco menos que un

monstruo o un animal. (El Salmo 23, siendo una pieza poética y litúrgica, “cuenta”, sin

embargo, dos historias. La primera [vv. 1-4] habla de un pastor que se ocupa

solícitamente de su rebaño. La segunda [vv. 5-6] contempla a un huésped que encuentra

alojamiento en la casa o la tienda de un anfitrión inmejorable, atendiéndole conforme a

las reglas de la hospitalidad oriental.)

El hombre elefante cuenta la historia real de Joseph Merrick (John en la

película), un hombre con unas deformidades tales que le asemejan a un elefante. Un

médico –el doctor Treves– lo encuentra en un circo y lo lleva –tras comprarlo– al

Hospital de Londres, donde se topa con la oposición de su director para que Merrick

pueda quedarse. El doctor Treves enseña a John algunas frases corteses y el comienzo

del Salmo 23 para que lo repita ante el director, pero, llegado el momento del “examen”,

Merrick no está a la altura de las circunstancias. Sin embargo, cuando el director del

hospital y el doctor Treves abandonan la habitación, John Merrick recitará el Salmo 23

entero, dejando así patente que es una persona inteligente y que incluso sabe leer.

Preguntado por el doctor, Merrick confiesa que de pequeño su madre le leía los salmos,

y que el Salmo 23 es su favorito.

De este modo, el Salmo 23 ha sido “relatado” en la película de tal manera que ha

acabado formando parte de una historia de dignidad humana e incluso –por el contenido

del salmo– de providencia divina: también Dios está (v. 4) con el “hombre elefante”.

El segundo ejemplo lo encontramos en la película El festín de Babette (Gabriel

Axel, 1987). Se trata de un filme en el que aparecen multitud de referencias bíblicas,

18  

 

desde el Eclesiastés a la carta de Santiago, pasando por el libro de los Números. Pero

sobre todo es una obra en la que el conjunto podría convertirse en una magnífica

relectura de algunos temas paulinos capitales, como la gracia, la salvación –derramadas

ambas abundantemente–, la caducidad de la ley, etc. En este caso, las imágenes con que

se cuenta la historia permitirán un acceso estético de primer orden a esas cuestiones.

En la película –basada en un relato breve de Isak Dinesen (pseudónimo de Karen

Blixen) –, una famosa cocinera francesa acaba en un pueblo de Jutlandia (Dinamarca)

en 1871. Alojada sin saber quién es en casa de dos piadosas hermanas solteras, hijas de

un pastor protestante, acabará por mostrar a una comunidad religiosa envejecida y

esclerotizada el poder de la gracia y de la vida precisamente a través del don y la

entrega. La ocasión será un banquete de agradecimiento que Babette quiere ofrecer a las

dos hermanas y a la comunidad que se reúne en su casa, donde ella sirve (el banquete,

incluyendo su preparación, dura unos cincuenta minutos, más de la mitad de la

película). Al final de la espléndida cena –que hay que verla en contraposición con las

austeras comidas preparadas por las hermanas–, uno de los comensales, el general

Loewenhielm, pronuncia un breve discurso en el que expresa el sentido y la clave de la

vida, un descubrimiento en el que sin duda ha tenido mucho que ver el banquete:

La misericordia y la verdad se han encontrado, la justicia y la dicha se besarán

mutuamente. En nuestra humana debilidad y miopía creemos que debemos hacer una

elección en esta vida, y temblamos ante el riesgo que corremos. Nuestra elección no

importa nada. Llega un tiempo en el que se abren nuestros ojos y llegan a comprender

que la gracia es infinita, y lo maravilloso, lo único que debemos hacer es esperar con

confianza y recibirla con gratitud. La gracia no pone condiciones. Y, mirad, lo que

hemos elegido nos es concedido, y lo que rechazamos nos es dado. Incluso se nos

devuelve aquello que tiramos. Porque la misericordia y la verdad se han encontrado, la

justicia y la dicha se besarán.

Como se ve, el discurso empieza y acaba con la cita de Sal 85,11: “La misericordia y la

fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan”.

Por último, en la película Enrique V (Kenneth Branagh, 1989), otra vez un salmo

–en esta ocasión el 115– va a entrar en una “narración”, alcanzando la conjunción entre

19  

 

imagen, música y texto (latino) del comienzo del salmo un resultado verdaderamente

notable.

La película pone en escena una obra de William Shakespeare, La vida de

Enrique V (1599), en la que se cuenta la campaña militar llevada a cabo por el joven

monarca inglés en Francia. El culmen de la historia es la batalla de Agincourt (o

Azincourt), librada el día de San Crispín (25 de octubre) de 1415, en la que las tropas

francesas superaban a las inglesas en una proporción de cinco a uno. Sin embargo, la

victoria caerá del lado inglés, además con sorprendentes pocas bajas (diez mil franceses

por apenas veinticinco ingleses, según la obra). Cuando le comunican a Enrique el

resultado de la batalla, el rey reconoce que “Dios luchó por nosotros” y ordena a sus

hombres no jactarse de un triunfo que solo le corresponde a Dios. A continuación

manda rezar el Non nobis y el Te Deum como acción de gracias. En la obra de

Shakespeare, este es justamente el final del acto IV: “Cumplamos los santos ritos.

Cantemos el Non nobis y el Te Deum. Enterremos a los muertos caritativamente en cal,

y después a Calais y luego a Inglaterra, adonde nunca habrán llegado de Francia

hombres más felices”, pero sin rastro de las oraciones mencionadas.

Sin embargo, en la película, el director aprovecha e introduce una hermosa pieza

(compuesta por Patrick Doyle) que consiste en la repetición cantada a varias voces de

las primeras palabras del Salmo 115 en su versión latina: Non nobis, Domine, non nobis,

sed nomini tuo da gloriam (“No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la

gloria”). Mientras tanto, en la pantalla se contempla un travelling de casi cuatro minutos

en el que en primer plano se ve al rey con su escudero muerto –asesinado vilmente,

junto a los otros pajes, por los franceses– llevándolo hasta un carro; en segundo plano

van y vienen muchos personajes: gente del pueblo, soldados, oficiales o nobles ingleses

o franceses, unos recogiendo cadáveres, otros mostrando su satisfacción, su rabia, su

acatamiento al monarca…

El Salmo 115 –un salmo de confianza y reconocimiento de Dios frente a los

ídolos– ha entrado así a formar parte de un relato en el que se reconoce que la victoria,

en este caso construida sobre la sangre y la muerte, no corresponde a los hombres, sino

solo a Dios: “Solo a tu nombre da la gloria”. Y lo hace además mediante el movimiento

de cámara más “narrativo” de la técnica cinematográfica, el travelling, un recorrido que

va mostrando –y construyendo– el desarrollo de una acción, es decir, una narración.

20  

 

4.3 El marketing y las narraciones

Por último, y en cierta manera sin salir del cine, narración e imagen vuelven a

encontrarse en un “género” particular: el marketing.

Los teóricos del “marketing” también han descubierto la fuerza irresistible de

la narración. A las informaciones objetivas y secas hay que responder con la narración

de bellas historias. […] Casi se puede afirmar que la gente no adquiere productos, sino

las historias que representan esos productos; no adquieren marcas, sino los mitos y los

arquetipos que esas marcas simbolizan (Duch, 2012: 261).

De hecho, hoy son cada vez más los spots de la televisión que cuentan verdaderas

historias concentradas en veinte o treinta segundos. Algo de esto sin duda es lo que está

detrás de lo que se denomina marketing emocional. Un ejemplo destacado es el anuncio

de una colonia, protagonizado por el actor Eduardo Noriega, y que se presenta como el

tráiler de una película que narra un “Viaje a Ceylán”, precisamente el título de la

supuesta película y el nombre del perfume.

Otros spots con “historia” y que emplean el humor –elemento imprescindible en

los mejores anuncios– son los de dos automóviles. En el primero, un niño disfrazado del

personaje de Darth Vader, de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), trata de

poner en práctica los “poderes” de su modelo cinematográfico. En el segundo anuncio,

un joven pretende quedar bien con su pareja, con la que acaba de romper, ofreciéndole

el utilitario que tenían en común cuando vivían juntos, cuando en realidad él ya se ha

comprado el coche que se publicita. Una particularidad es que en este último anuncio no

aparece imagen alguna del coche en cuestión: lo que se está vendiendo no es tanto el

coche concreto, sino la marca. El mensaje es: puedes fiarte del automóvil que te ofrezca

esa marca de coches, incluso sin verlo, porque será bueno. Un buen “anuncio” que

también vendría bien para explicar qué es la fe, tal como se contempla en Gn 12 o 15…

La mención del marketing resulta oportuna en su relación con los relatos

bíblicos porque no hay que olvidar que, por ejemplo, la confesión de fe de Hch 2,22-24

podría ser perfectamente un spot del cristianismo primitivo: en unos treinta segundos se

cuenta lo sustancial del “acontecimiento Jesús”: su vida pública (“Jesús el Nazareno,

varón acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y signos que Dios

21  

 

realizó por medio de él”), su pasión y muerte (“a este, entregado conforme al plan que

Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de

hombres inicuos”), y su resurrección (“pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores

de la muerte, por cuanto no era posible que esta lo retuviera bajo su dominio”). De

hecho, es muy probable que esta confesión de fe naciera precisamente en el contexto de

los anuncios cristianos en el proceso de evangelización.

5. CONCLUSIONES

La primera conclusión que se podría sacar viene de la mano de una película de Woody

Allen, La rosa púrpura de El Cairo (1985). En ella, una mujer que asiste tarde tras tarde

al cine a ver una película de amor y aventuras, para olvidar una vida desdichada,

comprueba con sorpresa que, un día, un personaje de la película –el galán justamente–

sale de la pantalla y le invita a entrar en la historia que se proyecta. La conocida biblista

Dolores Aleixandre cuenta que, tras ver esta película, entendió verdaderamente lo que

era la Biblia: una historia que narraba la propia historia (cf. Aleixandre, 2004). Los

relatos bíblicos siguen siendo elocuentes hoy día –a pesar de sus circunstancias

históricas– porque cuentan no una historia ajena, sino la propia.

Una segunda conclusión que se podría sacar es que los relatos no tienen solo una

función práctica o instrumental, sino que, de alguna manera, la propia narración ya

contiene en sí misma la fuerza suficiente para hacer verdad lo que cuenta. Aquí se

podría aplicar la conocida expresión del teórico de la comunicación Marshall McLuhan:

“El medio es el mensaje”, o hablar de lenguaje “performativo”, que cumple lo que dice.

Probablemente ninguna explicación será capaz de sugerir tanto sobre el reino de Dios

como las parábolas que contaba Jesús sobre semillas que crecían en diferentes terrenos

o que acababan convirtiéndose en arbustos capaces de albergar a los pájaros del cielo.

Pero quizá ello solo no baste hoy en día –y esta sería una tercera conclusión–

precisamente por las circunstancias históricas de los relatos bíblicos de las que hemos

hablado. Con seguridad, la mejor pedagogía que podemos encontrar no es otra que un

buen pedagogo. A finales del año pasado conocimos la noticia de la muerte de Fernando

Argenta, un extraordinario “pedagogo” de la música clásica, que supo acercarla a niños

y adultos. Pero el mérito de Fernando Argenta no era otro que su amor y su pasión por

la música clásica. Si nosotros somos capaces de entrar en los relatos bíblicos y dejarnos

22  

 

cautivar por ellos, seguro que también sabremos ayudar a que otros –niños o adultos–

puedan disfrutarlos.

Y una cuarta conclusión, válida para cualquier educador en la fe –y

modestamente sugerida–, es que hay que estar atentos al cine (e incluso a los anuncios),

ya que la imagen puede ayudar a ofrecer un rostro actual y muy vivo del contenido de

determinados relatos bíblicos.

Ojalá que las narraciones bíblicas nos ayuden a entender que la vida no “es un

cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia” (Macbeth, acto V, escena 5ª),

sino, parafraseando el título de una obra del teólogo dominico Edward Schillebeeckx,

un “relato de Dios” (Schillebeeckx, 1995) del que las narraciones bíblicas son su mejor

testimonio.

23  

 

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