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En las lejanas antípodas de Leyre, Navarra, un escondido y olvidado monasterio se erige portador de un secreto antiguo, imperecedero. ¿Qué extrañas y misteriosas puertas se abrirán cuando sea revelado? Sin embargo sólo unos pocos tienen respuesta a este interrogante, y están muy lejos de desear que salga a la luz...
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Ilustración: Francisco Sáenz
«¡Oh, necias criaturas!, ¡Cuán grande es la ignoran-cia que os extravía!»
La Divina Comedia – Dante
«Estar loco se dice que es haber perdido la razón.La razón, pero no la verdad, porque hay locos quedicen las verdades que los demás callan por no serracional ni razonable decirlas, y por eso se dice queestán locos. ¿Y qué es la razón? La razón es aquelloen que estamos todos de acuerdo. La verdad es otracosa»
Miguel de Unamuno
«¿Sabe qué respondía [Dumas] a quienes le acusabande violar la Historia?... La violo, es cierto. Pero le hagobellas criaturas»
El Club Dumas – Arturo Pérez Reverte
INDICE
Pag.
I NOTAS EN LA NOCHE 10
II LA CÁRCEL DEL SANTO TRIBUNAL 16
III SOSPECHAS Y MIEDOS DEL PASADO 34
IV INTRIGA EN LA SANTA SEDE 50
V UNA VISITA. . . INESPERADA? 83
VI BOCANEGRA 97
VII EL ORÁCULO 123
VIII VESALIO 134
IX LA TRAICIÓN DEL PRIOR 159
i 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
X EXTRAÑAS DECLARACIONES DE UN BUEN SAMA-
RITANO 171
XI EL CRISMÓN CARMESÍ 197
XII FERNDANDO VALDÉS Y SALAS, SUMO INQUISIDOR 209
XIII REFLEXIONES 233
XIV FRATER SERVUS 244
XV DISCUSIÓN Y DESCUBRIMIENTO EN LA NOCHE 279
XVI FRATERNITAS VERA LUCIS 294
XVII FALSAS APARIENCIAS 310
XVIII EL MANO ROJA 320
ii 334
Preludio
Praga, Año de Nuestro Señor de 1526
Las pesadas puertas de la iglesia se abrieron
con brusquedad, y permitieron que dos fe-
briles y enajenados ojos irrumpieran en la
penumbra del vasto salón. La mirada torva deambuló
unos segundos con espanto, mientras las imágenes
de los vitrales en lo más alto de la cúpula le parecían
girar, caer, desvanecerse entre el contraste de luces y
sombras.
Contuvo el aliento largos segundos hasta lograr
por �n suavizar el mareo, haciendo que aquellas imá-
1 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
genes antes difusas adquirieran nuevamente sus con-
tornos de�nidos. Presuroso y aterrado ingresó hacia
el interior. Tenía la impresión de que se desmayaría
a cada paso, mientras buscaba desesperado algo a lo
que aferrarse.
Aun tambaleante, logró cruzar la nave principal
hasta llegar al presbiterio. La rendija que lo rodeaba
parecía húmeda y brillante. El hombre la observó con
detenimiento: una sustancia semilíquida, viscosa, se
desparramaba por todo el metal. Su espanto creció
aun más cuando al levantar la vista, notó que del
púlpito a uno de los costados manaba un torrente es-
carlata y oleoso. «Dios mío, protegedme, Dios mío»,
se repetía a�igido, mientras acariciaba el medallón
carmesí ceñido a su cuello. Parecía desear que su men-
te fuese presa de algún tipo de engaño, de male�cio,
y no de la terrible certeza de la que se creía víctima.
Se armó de valor y sus dedos temblorosos abrieron
al �n la rendija. Delante, un hueco empotrado bajo
un arco de medio punto abría el único camino que
podía seguir.
En medio de su confusión oyó nuevamente aquella
2 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
risilla espeluznante que lo acechaba. El eco de ese
sonido malvado desgarró la quietud del monasterio,
y llegó nítido y estridente a sus oídos. Debía escapar
y sobrevivir, debía hacerlo, pues la maldad que se ges-
taba en aquel frío y olvidado sitio del mundo pronto
alcanzaría dimensiones extraordinarias si él, el más
férreo de los frater servus de la ancestral Hermandad,
no lograba escapar con vida. Sin pensarlo se adentró
hacia la suprema oscuridad de la entrada de debajo
del presbiterio.
A su espalda se escuchó el inconfundible estruendo
de las puertas de la iglesia al abrirse y cerrarse con
violencia nuevamente; ya casi no le quedaba tiempo.
Horrorizado, extrajo de debajo de su roída túnica
negra unos pergaminos arrugados. Parecían hojas
arrancadas de un libro enorme. Las observó preci-
pitadamente, asegurándose de que estaban a salvo.
Luego, a la carrera, volvió a esconderlas entre sus
ropas. Se le había encomendado mantenerlas ocultas,
o en tal caso impedir que las tomaran; y no estaba
dispuesto a fracasar en su misión. Pensó por un mo-
mento en destruirlas, pero si lo hacía, nadie sabría en
3 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
adelante cómo combatir ese mal que había aniquilado
la fe y corrompido la virtud de aquel monasterio por
completo. Ese mal que se cernía ahora a su espalda.
«Dios mío, salvadme», repitió con afán. Recorrió a la
carrera y casi de memoria la oscuridad del angosto
y húmedo pasillo, hasta aprestarse ya muy cerca del
otro extremo. Un poco más y lograría su cometido.
Un muy suave resplandor ingresó tímido por un
tragaluz circular que pudo divisar al �nal del pasillo.
Apremió el paso, jadeante; pues su salvación distaba
a unos pocos palmos de distancia.
Detrás suyo sin embargo, las pisadas se oían aho-
ra nítidas, con claridad; parecían acercarse cada vez
más, no importaba cuán rápido corriera, lo estaban
alcanzando. Volvió a sonar entonces ese chillido mal-
vado y diabólico a su espalda, como la risa triunfal
del cazador que araña a su presa, la que cree tener al
alcance de la mano.
Con la respiración entrecortada, agitado, el hombre
logró alcanzar el tragaluz. El vidrio sucio que lo se-
paraba del exterior estalló en pedazos ante el frenesí
de sus puños. Sus ojos asomaron al borde y pudo ver
4 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
claramente del otro lado el camposanto bañado por la
opalescente luz de la luna. Con gran esfuerzo comen-
zó a traspasar el pequeño hueco, que era apenas más
grande que la circunferencia de su cabeza redonda
y calva. Las ensangrentadas palmas de sus manos
tantearon la hierba, sintieron la libertad, y una leve
y estúpida sonrisa, la de la esperanza, asomó a sus
labios leporinos. «Puedo hacerlo, puedo lograrlo», se
animó.
Sin embargo esa esperanza de libertad se desvane-
ció en el instante en que sintió que con brusquedad lo
sujetaban de las piernas. Horrorizado trató, en prin-
cipio sin éxito, de sujetarse a la hierba, de clavar sus
uñas tan profundamente en la tierra como para lograr
anclarse a la salvación del exterior. Sintió un corte
en una de sus pantorrillas y el dolor fue mortífero,
desgarrador. Pateó salvajemente y con espanto, has-
ta que la fuerza del otro lado menguó tan de súbito
como había comenzado.
Extenuado y casi sin aliento logró sacar su cuer-
po por completo y arrastrarse unos metros hacia el
exterior. Su pierna izquierda era un manojo de car-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ne abierta y desgarrada; el dolor era punzante, y la
sangre manaba oscura y tibia impregnándolo todo.
Sin embargo el aire frío que golpeó su rostro contor-
sionado y la hierba húmeda que se pegó a sus dedos
pareció aliviarlo, como si fueran un símbolo de vic-
toria. Se encontraba exhausto y herido, pero estaba
libre. Tembloroso se puso en pie, apoyándose en su
pierna sana, y tanteó sus desgarradas ropas en busca
de algún jirón que le sirviera de torniquete. El co-
razón le latía de tal forma que parecía que el alma
abandonaría su cuerpo a cada instante.
Bastaron sólo unos segundos para que notara y
comprendiera la situación; en su huída desesperada
había perdido los pergaminos que tan celosamente
debía proteger. Su semblante cambió hasta tornar-
se furioso, demencial. Encaminóse entonces hacia
el pequeño tragaluz de donde había salido resuelto
a ingresar nuevamente, a enfrentarse a aquello sin
importarle ya nada con tal de recuperar lo que se la
había con�ado en cuidar. Sin embargo luego de un
instante se detuvo: allí, desde la oscuridad más ab-
soluta, el huidizo centelleo de dos pequeñas cuencas
6 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que brillaron desde el interior con un fulgor despia-
dado y maligno lo atemorizaron. «Aun no tengo la
fuerza». Fue confuso y fugaz, es cierto, pero tal fue
lo que sus ojos habían creído ver; luego de un mo-
mento, esa imagen se desvaneció para siempre en la
profundidad de la noche de Praga.
El miedo aun lo aturdía cuando, sin perder tiem-
po, se dirigió rengueando hacia el establo, mientras
desprendía con dolor los pedazos de vidrio aun in-
crustados en su carne. Pocos segundos después y tras
montar con esfuerzo uno de los caballos, desapareció
al galope perdiéndose en la espesura del bosque que
nacía alrededor de aquella escondida y vieja fortaleza.
Debía recuperar esos pergaminos, pero sabía muy
bien que no lograría hacerlo sin la ayuda de la Her-
mandad.
7 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
POSECIONES DE LOS HABSBURGO EN EUROPA –
1556. REGENCIA DE FELIPE II
8 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
NAVARRA – 1556
9 334
I | NOTAS EN LA NOCHE
Navarra, invierno de 1556
UNA OSCURA SILUETA SE MOVÍA ENTRE
LAS SOMBRAS. Parecía observar todo a su
alrededor con semblante indeciso y teme-
roso. Sin embargo atravesó el camino enlodado tan
deprisa y silenciosamente como le fue posible. Acer-
cóse aquella sombra hasta el portón de la iglesia de
San Salvador, en la sierras de Leyre, en Navarra, y gol-
peó tímido. A esas horas, aquel páramo gris parecía
abandonado.
10 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
No obtuvo respuestas. Insistió golpeando la puerta
con más fuerza.
Luego de unos segundos, un ruido de metal chi-
rriante sonó estridente, mientras el viento pesado y
turbio expandía aquel sonido hasta cada rincón de la
plaza central. La puerta cedió, y de su interior asomó
un rostro arrugado y somnoliento, cuya lámpara ate-
nazada en la mano apenas alumbraba parte de una
humilde túnica franciscana. Acercó éste entonces la
candela hacia la �gura que tenía en frente y agudizó
la vista. Sus ojos pequeños y cenicientos se abrieron
con sorpresa al reconocer a su joven pupilo. Luego
se entrecerraron, alertas, al notar con esfuerzo el gra-
vado en el papel que el muchacho traía consigo. Era
la señal, lo supo.
El viejo fraile se enderezó de repente. Tomó al jo-
vencito de las ropas y lo atrajo hacia el interior de
la nave, sin dejar en ningún momento de observar
descon�ado hacia un lado y otro, para �nalmente
cerrar tras de sí la enorme puerta.
Una vez en el interior, el zagal observó la cúpula
con ojos desorbitados: era en verdad una magní�ca
11 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
obra arquitectónica y no lograba acostumbrarse a su
visión embriagadora. Sentía que su construcción ro-
mánica y antigua le daba un matiz misterioso, lleno
de recovecos y lugares secretos. De las tres naves
que conformaban aquel enorme habitáculo, la cen-
tral destacaba por sobre las laterales. Las columnas a
los costados del altar eran imponentes, marcadas en
relieves con bellas �guras �namente esculpidas; sin
embargo sus capiteles se encontraban decorados de
manera austera. La imagen en la cabecera de Santa
María de Leyre, y una talla de Cristo muerto en la
cruz chispeaban relampagueantes ante sus inexper-
tos y aturdidos ojos. A la derecha del altar, debajo de
un arco de medio punto esgrimido en la dura piedra,
una delicada cortina y un fondo falso cubrían una
poterna vieja como el tiempo y la mantenían oculta.
Era el misterioso acceso que comunicaba a la iglesia
por dentro con la antigua cripta en desuso, él lo sabía,
aunque más le parecía una fría y húmeda cueva. Sa-
bía también que ese oscuro habitáculo era ignorado
por todos dado que los restos de los antiguos reyes
de Pamplona, con los que se honraba la existencia
12 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de aquel olvidado monasterio, no se encontraban allí
como cabría esperarse, sino que descansaban en el
panteón ubicado en el lado septentrional de la nave,
cruzando el altar.
–Dadme ese papel, Tristán, que el tiempo apre-
mia –interrumpió el fraile con un susurro imperativo,
mientras arrebataba el lienzo de las manos de aquel
muchacho atontado. Al leerlo, los ojos del viejo se
abrieron más aun y sintió su corazón acelerar a nive-
les escandalosos. «¿Cómo puede ser?», se preguntó
entonces. Ya no importaba; parecía ser demasiado
tarde.
Un suave tirón en su larga túnica lo volvió a la
realidad, al presente. Posó la mirada sobre su aprendiz
una vez más, y vio en el desconcierto de aquel rostro
imberbe el re�ejo del suyo propio, gris y temeroso.
Supo pues que le era imposible disimular el miedo,
un miedo que ni la inmensa oscuridad de la nave
podía ocultar. Lo observó por largos segundos, con
la mirada perdida. Al �n se recompuso y sin mediar
explicación, lo despachó mientras le recordaba que
lo esperaría a la hora prima como era costumbre.
13 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Tenía que pensar, todo era aun muy confuso para él.
Abrió lentamente la puerta ojival de la iglesia cuyos
goznes chirriaron una vez más en la profundidad de
las sombras.
Confundido, y al ver a su maestro sumido una vez
más en sus pensamientos, el joven Tristán no pudo
más que marcharse sin discutir, mientras el ruido de
la robusta madera al encajar en la cerradura sonó
como un trueno a su espalda. Cruzó la desolada plaza
tan deprisa como había llegado, y se detuvo del otro
lado mientras alzaba sus desconcertados ojos hacia
el cielo.
La noche se estaba adueñando del �rmamento.
Enormes nubes de tormenta lo cubrían; sin embargo
pudo observar algunas estrellas asomándose tímidas
sobre lo que incluso a la lejanía se adivinaba como el
monasterio más importante del antiguo reino de Pam-
plona. El inmenso edi�cio se hallaba ahora envuel-
to por la oscuridad; sus tres variados y fuertemente
destacados per�les de naves y pináculos se fundían,
junto a la torre cuadrangular, en una densa y sombría
masa. Veía sin embargo las distantes colinas allende
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
el bosque, que lindaban con la parte occidental de
Aragón, aún claramente de�nidas en el oscuro azul
del cielo. Sus cimas cónicas y sus picos, entre los que
destacaba el poderoso Arangoiti, retenían un matiz
purpúreo tenue y hermoso que le pareció como si
la luz desease demorarse en ese lejano punto, y al
marcharse, hubiese dejado ese tinte como promesa
de un glorioso amanecer.
Sin embargo el malestar re�ejado en el rostro de
su viejo maestro logró persuadirlo de aquel pensa-
miento e indicarle algo trágico, muy distinto a las
ensoñaciones de sus estúpidos divagues.
Desengañóse entonces de tales inclinaciones pues
algo se avecinaba, aunque no sabía qué, no podía
saberlo.
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II | LACÁRCELDEL SANTOTRIBUNAL
PERCIBIÓ LA LUMBRE PÁLIDA DE LA LU-
NA. El suave y tenue resplandor venía de
la escalera y se �ltraba allí a través de una
rendija minúscula. Pudo apreciar débilmente en ese
calabozo onírico algunas poleas, argollas y clavos
ensangrentados, un caballete marcado por el látigo.
Eran los únicos muebles que sus fatigados ojos al-
canzaban a vislumbrar en aquel malsano cautiverio.
La celda no era pequeña, pero sus dimensiones pare-
cían inferiores dado que se arqueaba hacia la cúpula;
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
el suelo era de ladrillo, y sus paredes de piedra fría
y gruesa despedían una humedad tal que parecían
estar mojadas por gotas de rocío. En un rincón apar-
tado, yacían agonizantes otros dos bultos debajo de
jirones malolientes y cabelleras enmarañadas. En su
confusión no pudo recordar el momento en que se
percató por primera vez de que compartía celda con
esos despojos, y en verdad que otras preocupaciones
lo aquejaban más que saber si Dios había abandonado
o no a esas pobres criaturas.
El tenue ruido de pisadas bajando escalones y el
chirrido de la reja que se abría al pie de aquellos, ter-
minaron despertándolo de su duermevela. Con sus
agotados párpados entreabiertos, y entre espumara-
jos de sangre coagulada pudo distinguir detrás del
pequeño crepitar de una bujía una silueta que avan-
zaba decidida hacia él. Sus fuerzas lo habían abando-
nado casi por completo, tenía los brazos desnudos,
estirados y encadenados por sobre su cabeza, prendi-
dos con fuertes grilletes a la dura y fría pared. Una
horquilla de hierro mantenía erguida su cabeza a la
fuerza; era lo único que hacía posible que su torso,
17 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
descubierto y lacerado, no yaciera como un misera-
ble bulto en el suelo de aquel infame agujero. La paja
distribuida y dispersa a su alrededor había evitado
que muriera de frío, sin embargo eso no resultaba un
consuelo para ese hombre encadenado, pues por el
contrario, sólo el deseo de morir se apoderaba enton-
ces de sus pensamientos. «¿Por qué?», se preguntaba
sin descanso entre sollozos.
Mediante un suave movimiento de sus labios y en
un tono de voz apenas perceptible, comenzó a salmo-
diar un verso que parecía, en ese divague tormentoso,
animarlo levemente.
Juntos estamos cinco o seisy la carne que alimentamos a demasiado costoestá, después de mucho, roída y putrefacta,
y nosotros, huesos, nos volvemos cenizas y polvo.De nuestros males no se burle nadie:
¡y rogad a Dios que nos absuelva a todos!
Su mirada se posó débil en la sombra que se erguía
ahora delante de sus ojos. Pudo notar también que
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
otras �guras se sumaban en derredor, reconociendo
con terror entre ellas el caminar cojo y furibundo
del monje encargado del tormento. Sin embargo és-
te se mantenía al margen, expectante, difuminado
y etéreo bajo el sombrío contraste del fuego de la
pequeña bujía. Ninguno de ellos había mostrado el
menor sentido de piedad al pasar frente a los cuerpos
que yacían a un costado; como si no existieran, como
si ya no fuesen cuerpos, como si en verdad la vida
que los hubo animado hubiese desaparecido de ellos
por completo.
La esbelta silueta que destacaba entre las otras
tomó la escueta candela que su ayudante mantenía
aferrada con �rmeza. El fulgor relampagueante de
su luz re�ejó el contorno de un rostro �rme y a�la-
do, cuyos pómulos altos y precisos daban un aspecto
inclemente. Lo observó acercar la luz parpadeante
lentamente hacia su rostro, cegándolo por un mo-
mento. Temeroso, continuó en un susurro recitando
su conocido verso.
No nos desdeñéis, hermanos, en nuestro clamor,19 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
porque hayamos sido muertos nosotros,en homenaje a la justicia. Pues debéis entenderque el espíritu sereno no saben tenerlo todos;perdonadnos ahora, después de nuestra muerte
frente al hijo de la Virgen María, solos;
Susurraba con pasión, como si el escuchar quedamen-
te su propia voz le sirviera para saber, para sentir de
alguna manera, que la vida aun no lo había abando-
nado.
De repente, la profunda voz que sonó delante suyo
atrajo por completo su atención.
–Con que vos sois Ferrán el cillerero, ¿no es así?
–preguntó aquella imagen oscura con una voz caver-
nosa y pausada, severa. El preso lo observó obsecuen-
te, con ojos entrecerrados y vidriosos, e ignorando la
pregunta continuó la cantinela:
Procurad que Su gracia no nos sea negada,y pueda preservarnos de los infernales rescoldos.
Muertos estamos, no nos moleste nadie:¡y rogad a Dios que nos absuelva a todos!
20 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Os he hecho una pregunta simple –interrumpió el
otro con una mueca de piedad, aunque en lo profundo
de sus ojos rezumaba un desprecio que era incapaz
de ocultar por completo. Había escuchado antes esas
palabras, esos versos, y los recordaba bien–. Quiero
escuchar de vuestra propia boca quién sois y los peca-
dos que os han traído hasta aquí –insistió, haciendo
a un lado sus recuerdos.
El hombre pareció al �n salir de aquel trance hip-
nótico. Forzó la vista con sus ojos extenuados, ciegos
ante la luz.
–Mm. . .mm, mi nombre... –balbuceó casi en un
susurro, con la boca reseca y pastosa. Parecía que sus
partidos labios apenas podían pronunciar palabra sin
que un dolor punzante le atravesara el rostro como
un hierro incandescente.
–Dadle a este hombre un poco de agua –sugirió el
inquisidor, menospreciando la agonía de aquel sujeto.
Algo en su voz no dejaba de sonar en todo momen-
to amenazante, no pudiendo esconder detrás de su
ademán conciliador, el fanatismo que acentuaba vi-
siblemente sus facciones y que la luminiscencia de
21 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
sus implacables ojos ponía en evidencia–. Entiendo
que sabéis de sobra por qué hoy os encontráis con
nosotros y tan lejos de vuestra tierra, hijo mío; y por
qué comparecéis ahora ante el Santo Tribunal. Lo
sabéis ¿no es cierto, Ferrán?
–No. . . –se escuchó quedamente, luego de que el
agua fría resbalara por su barbilla hacia un piso lleno
de inmundicias–. Ya una vez –se animó entre ester-
tores– v. . . vosotros me habéis hecho pagar por mis
errores. P. . . pp, pero ahora no sé... yo no sé... –y el
llanto débil que brotó de sus fatigados ojos le impidió
continuar.
–¡Mentís! –acusó imperioso el inquisidor. Inmedia-
tamente hizo una pausa, respiró profundo y retomó
el diálogo con paciencia–. Sabéis muy bien por qué
estáis de vuelta entre los impenitentes, ya que mi
buen ayudante os ha exhortado repetidas veces a
confesar. Sin embargo me informa que vuestra impía
obstinación no os deja tomar sano juicio.
–¡Ya os he dicho que he pagado mis culpas del pasa-
do! –soltó en un sollozo con furia contenida, mientras
las cadenas de sus muñecas se tensaban sujetas a la
22 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
pared. Sus ojos se encendieron por un instante muy
breve, pero las lágrimas volvieron a apagar esa leve
chispa–. D. . . decidme por Dios q. . . qué cosa queréis
que con�ese ahora y así lo haré. Tened piedad por
favor –rogó. El inmenso dolor en sus extremidades
dislocadas por las poleas de la garrucha lo atormen-
taba hasta la locura–. Os juro que hace mucho me
sustraje a las seducciones de la herejía.
–Admirable artimaña. . . –acotó el otro, condescen-
diente–. Con que os sustrajisteis a las seducciones
de la herejía. Mas parece que hábilmente os sustrajis-
teis a la encuesta del encargado de descubrir vuestro
comportamiento relapso. Y decís que confesaréis lo
que yo quiero, o sea, que no hay nada que de corazón
deseéis purgar, revelando vuestro proceder indigno
y herético al no someteros al santo sacramento de la
confesión. ¿Ya veis, Ferrán, cómo lleváis marcada en
vuestra frente el estigma de la herejía?
–No... que no soy un hereje, a fe de Dios –insistió
con voz temblorosa. Las débiles lágrimas se mezcla-
ban con la sangre reseca en sus mejillas. Las heridas
lacerantes que cubrían su piel supuraban una sustan-
23 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cia infecta, pero no más malsana que el repugnante
hedor que allí moraba.
–Ahí está, ¡lo niega! –acusó con voz estridente y
áspera el monje encargado del tormento aun desde
las sombras–. ¡Niega haber pecado perteneciendo a
esa secta iluminista de Valladolid! No es más que
un seguidor de creencias vanas y diabólicas, señor
inquisidor. . . –sus ojos fulgurantes se desviaron hacia
el preso–. ¡Lo negáis porque aun seguís arraigado a
esas creencias! ¡Lo negáis, y es precisamente ésa la
mayor prueba de vuestra culpabilidad!
–Pp... pero no he dicho eso... –balbució el hombre,
atónito.
–Entonces, ¿no lo negáis? –interrumpió ahora el
inquisidor–. ¿Eso quiere decir que pertenecéis aun
a dicha secta, como es nuestra información, a la que
tan gustoso os habéis adherido en el pasado? ¿Quiere
decir que habéis vuelto a blasfemar contra los sacra-
mentos renegando de ellos? ¿Quiere decir que aun
no creéis en el purgatorio? Decidme por la gracia de
Dios, Ferrán ¿en qué creéis �nalmente?
Pero aquel desgraciado ya no podía responder.
24 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Atormentado y confundido se echó a llorar sin con-
suelo. Ante una seña del inquisidor, el monje cojitran-
co tomó un paño sucio y con violencia lo introdujo
en la boca del acusado, quien forcejeaba frenético. Su
resistencia fue en vano; no pudo evitar que el pér�do
ayudante introdujera el trapo hasta alcanzar su gar-
ganta. Luego tomándolo de los cabellos de la nuca
le arrojó a la cara agua vertida de un jarro. Los ojos
del monje parecían inyectados en sangre, mientras
observaba excitado la respiración fatigada, el rostro
desesperado del ahogo. Repitió esta operación tres
veces. Finalmente, entre gritos ahogados y vómito,
el monje redentor soltó el agarre y sacó el paño de
la boca del acusado evitando que éste perdiera el
conocimiento.
–Está claro que es vuestro deseo aprovecharos de
un alma buena y piadosa como la mía –continuó
el inquisidor, quien se había mantenido incólume–.
Pero debo advertiros que esas artimañas no os servi-
rán conmigo, pues sólo otorgaré el perdón si decidís
cooperar. He venido hoy para libraros misericordiosa-
mente del tormento, pero dado que habéis reincidido,
25 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
no basta vuestra confesión, sino que también debéis
indicar dónde se encuentra la malsana cimiente de
vuestro comportamiento tan impío y descarado. Sólo
así podréis salvar vuestra alma de la herejía. No os
comportéis como un necio y sigáis su ejemplo –dijo
señalando a los bultos del rincón–. Confío en que
denunciaréis a quien os ha instigado y volcado hacia
la corrupción de las santas ideas. Sabéis a quién me
re�ero; dadme la información que os pido de manera
tan humilde y os liberaré. Recordad que nadie aquí
os desea el mal hijo mío, sólo atraeros de nuevo a la
santa senda de Dios.
El hombre se encontraba casi desvanecido. Los
tormentos eran ya inaguantables para él. Moriría si
no confesaba, lo sabía, o lo que era peor, podría seguir
la suerte de aquellas dos infelices.
Sin embargo y a pesar de todas sus sospechas y
temores, sus pensamientos volvieron a extraviarse
unos segundos en lo profundo de su razón. Danzaban,
débiles, alrededor de un verso.
Príncipe Jesús, que sobre todo reinas,26 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
procura que el in�erno no lleve las almas nuestras:nada tenemos que hacer y pagar en su lodo.
Hombres, en esto no hay duda alguna:¡y rogad a Dios que nos absuelva a todos!
–¿Y bien? –lo despertó de aquel estado la voz grave
y pausada del inquisidor. El hombre pareció despa-
bilarse–. ¿Estáis dispuesto entonces a evitar que el
fuerte brazo del Santo Tribunal caiga de nuevo sobre
vos, cooperando con nosotros? ¿Me diréis por �n el
lugar exacto en dónde encontrar a esa meretriz? Sa-
béis bien lo que tiene en su poder. Sabéis que debe
ser devuelto a la Santa madre Iglesia, de donde esa
mujerzuela fornicadora lo ha robado.
–¡CONFESAD! –rugió de repente con voz ahogada
y áspera el monje redentor–. ¡Vuestra alma está sucia
y llena de pecados, como el coño de una puta lasciva!
–Comprendéis muy bien –continuó el inquisidor
alzando la voz– que la fuente de las iniquidades de los
herejes se nutren, no sólo de las prédicas de distintos
hombres, sino también del fatídico comportamiento
de las mujerzuelas, que esparcen con su mala vida la
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
recia semilla del mal –el inquisidor lo observaba �ja-
mente. Sus ojos negros, expectantes como la muerte,
mantenían un fulgor intenso y despiadado–. Ferrán,
bien sabéis que vuestros pecados os llevarán a la ho-
guera, a menos que me digáis lo que deseo, aceptando
la voluntad de Dios. Tal vez, y sólo tal vez, si decidís
cooperar os dé crédito a vuestras palabras y crea be-
nignamente que sí, que de verdad os habéis sustraído
a todo tipo de herejías.
El inquisidor tomó un pergamino de manos de su
ayudante y lentamente lo acercó al rostro del preso,
quien lo observó abatido; éste no intentó, no pudo
siquiera leer el contenido de la hoja.
–Esta es vuestra confesión –lo interrumpió aleján-
dole bruscamente el documento–. Como os he dicho,
es deseo de Dios que me digáis el lugar exacto dónde
ubicarla. Debe comparecer ante el Santo Tribunal, ya
que en su depravación sin límites ha tomado algo de
importancia y que nos pertenece. Decidme lo que os
pido pues no queda demasiado tiempo; ¡hacedlo de
una vez! –solicitó, ya impaciente.
El aturdido y débil cillerero no sabía cómo reac-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cionar. Parecía contrariado. Se encontraba física y
mentalmente agotado por los tormentos recibidos
durante días. Estaba dispuesto a delatar hasta a su
madre de ser necesario, pero no podía pensar con cla-
ridad: el miedo lo confundía, lo paralizaba. La mente
puede paralizarse de terror ante situaciones extremas,
ante la sospecha lacerante de una muerte horrenda.
No podía dejar de pensar en aquellos bultos a quienes
la muerte había tardado tan fatalmente en encontrar,
luego de un buen número de suplicios. «Ya no queda
vida en ellas; de eso no hay dudas. . . ». El inquisidor
pareció al �n perder por completo la paciencia; ne-
gó con la cabeza en dos oportunidades, desahuciado
ante la duda del acusado, y observó nuevamente al
monje redentor con el rabillo del ojo. Éste, sin perder
un momento, tomó una enorme pinza de hierro y la
acercó hacia el reo. De nada sirvieron las súplicas y
los ruegos. Le sujetó con fuerza las manos, e intro-
dujo uno de sus dedos en aquel artefacto. Un rugido
de dolor estremeció cada rincón de la lúgubre celda,
mientras lentamente una carcomida uña comenzó
a desprenderse de la carne, dejando en su lugar un
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
pequeño hueco sanguinolento.
–¡Aahhh, yyy-aaaahhh! ¡Clemencia!, ¡por favor...
eee-aahahh, esta bien, está bien! –imploró desespera-
do. El espanto cubría cada centímetro de su rostro–.
¡Os diré. . . os diré lo que me pedís, señor! S. . . sólo
tened clemencia. . . –tosió ásperamente, y un ligero
chorro de sangre salió de su boca.
El interrogatorio duró toda la noche. La húmeda
sala se encontraba nuevamente a oscuras. La débil
bujía casi se había extinguido, y con ella, la completa
voluntad y resistencia del acusado. Delgados hilos
de sangre recorrían sus entumecidos antebrazos. A
su lado, sobre la paja mugrienta de excrementos y
orines, las tenazas descansaban junto a una pequeña
montaña de uñas partidas.
–Hijo mío –comenzó el inquisidor suavemente. Pa-
recía inmune al hedor que deambulaba intolerable
por la sala, a la severidad del tormento. Estaba satis-
fecho de sus labores, de haber llenado de paz al �n
el corazón de aquel pecador–, he aquí el �n de mi
trabajo. Alegraos puesto que la fraternal tarea de co-
rrección ha terminado. Habéis ayudado con vuestra
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
amable denuncia a la santa causa del tribunal de Dios,
y demostrasteis así a los que os creían la higuera rea-
cia, que por su contumaz esterilidad está condenada
a secarse, cuán equivocados estaban. Relajaos, podéis
estar en paz ahora.
–¿Ss... saldré entonces de este sitio? –se animó
con voz trémula–. Os he contado todo, por favor,
sacadme de aquí, os lo ruego. No permitáis que el
tormento continúe, ya no lo aguanto, os lo suplico,
no lo permitáis –imploró, postrado y con las lágrimas
que iban en aumento, convencido de que su súplica
lo dejaría libre.
Pero el inquisidor había dejado de escuchar. Hizo la
señal de la cruz y se puso de pie lentamente. Se dirigió
hacia la salida, y sólo lo detuvo la imagen de los dos
cuerpos que yacían como puercos sobre sus propias
deposiciones y �uidos; fue un instante fugaz, pero al
contrario de lo que se hubiese creído, pudo descifrar
que aun respiraban bajo estertores caprichosos que
revelaban el afán de vivir una vida, una vida que sólo
le depararía el fuego. Luego de ello, abrió la reja de
metal chirriante, y desapareció en el sinuoso ascenso
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de las escaleras. Estaba cansado, y tenía un fatigoso
viaje por delante: debía dirigirse hacia Madrid cuanto
antes, en donde informaría sus progresos al Inquisi-
dor General de España, el arzobispo Fernando Valdés
y Salas.
Mientras ascendía por los húmedos escalones, re-
pitió con desaire y para sí el verso que había sido
sepultado hacía unos minutos en los con�nes de sus
pensamientos, pero que ahora parecía re�otar y to-
mar signi�cado. En su rostro se re�ejó el desdén, el
amargo desprecio; recordaba perfectamente en dón-
de había escuchado antes esos versos entonados por
el preso a quien acababa de interrogar: «Sevilla», se
dijo suavemente, y el malestar hizo cuna en su pecho.
Alcanzó al �n el último peldaño. Un largo y opaco
pasillo de piedra se desplegaba delante suyo, cuyos
contornos abovedados se perdían en la penumbra
relampagueante. Atravesó sin remordimientos la pe-
queña abertura ojival, arqueándose al pasar por de-
bajo del dintel. Un candelabro de hierro emitía �nos
trazos de una luz ámbar, cuyos matices y débiles tona-
lidades se difuminaban hasta perderse en la negrura
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que recorría la larga senda. Lo tomó delicadamente
para alumbrar el camino, mientras repelía de su paso
la oscuridad absoluta.
Antes de alejarse de�nitivamente, logró escuchar
los desesperados gritos de dolor de Ferrán el cillerero
que, como una bruma tenebrosa, comenzaron una
vez más a �otar por el aire malsano de las cárceles
del Santo O�cio.
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III | SOSPECHAS Y MIEDOSDEL PASADO
FUE UNA NOCHE LARGA. Entre pensamien-
tos y recuerdos, el viejo fraile se mantenía
despierto, agotado luego de no haber po-
dido pegar ojo. Los primeros rayos de luz que se
re�ejaban opacos en la bruma de la mañana sorpren-
dieron su preocupado rostro insomne. Una serie de
imágenes se adueñaron de él, y se instalaron luego de
varios años nuevamente en su memoria. Recuerdos
escalofriantes que creía haber olvidado por completo
inundaron sus pensamientos: veía una vez más los
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tormentos desgarradores, escuchaba ahora los gri-
tos agónicos, parecía incluso sentir el olor rancio y
amargo de la carne lacerada, quemándose.
Alonso Iturbe, fraile cuya tendencia humanista lo
había hecho en el pasado objeto de sendas persecu-
ciones por parte del Santo Tribunal, había arribado a
aquel apartado y escondido monasterio luego de que
la Sagrada Institución lo culpara de herejía en Sevilla
y le abriera al �n un proceso en donde no solo sus
ideas, sino su vida, se encontraban en peligro. Hacía
ya muchos años que realizaba las tareas de sacristán
en la iglesia de San Salvador de Leyre, lugar que ocu-
pó gracias a la ayuda de viejos amigos y �nalmente
a la intervención del prior del monasterio. Apenas si
había podido escapar del suplicio de Sevilla cruzando
la mitad del territorio español, ocultándose primero
en Logroño y en varios pueblos rurales de la zona
después, antes de atravesar de�nitivamente, como
le habían recomendado, las sierras de Leyre. «Veinte
años», se repetía ahora, y los sucesos en su antigua
abadía volvían a revivir en él las desventuras atenua-
das levemente por el tiempo, esas desgracias nacidas
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
del intelecto, por pensar, por creer que existían otras
formas y caminos, lejos de la ignorancia y supersti-
ción propia de su época, para convertirse en un buen
cristiano. Su herida, apaciguada por el paso de los
años, volvió a abrirse esa noche y se encendió no co-
mo una braza agonizante, sino como una horrorosa
llama que todo lo quemaba.
Ya tocaba la hora prima. El o�cio litúrgico comen-
zaría en pocos minutos, y si bien los pocos monjes
cistercienses que habitaban el monasterio no tenían
por obligación asistir a misa, no tardarían en reunir-
se en la iglesia para celebrar todos juntos aquellas
oraciones al despuntar el alba, como tenían por cos-
tumbre. Tristán, su joven pupilo, aun no llegaba, y
el fraile ya no podía esperarlo, pues la impaciencia
le carcomía las entrañas. Tomó �nalmente la inicia-
tiva y raudo atravesó con decisión el robusto portal
de la iglesia. Durante varios minutos deambuló con
semblante ausente y dubitativo entre aquellas caras
sucias y cenicientas de los pobladores, quienes cami-
naban apáticos realizando sus cotidianos quehaceres.
Sus ojos no paraban de escudriñar en derredor, in-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
quietos, preocupados. Algo no andaba bien, lo sabía.
«¿Acaso puede esto tratarse de una casualidad?», se
preguntaba sin cesar. «¿Cómo puede ser posible?».
En esos pensamientos estaba cuando distinguió por
�n la esbelta silueta que atravesaba con soltura los
caminos grises y embarrados del monasterio. Vestía
una túnica verde, vaporosa, que se alzaba ondulante
con el fuerte viento que soplaba esa mañana. Su ca-
bello de un escandaloso azabache, brillaba recogido
y sujeto delicadamente con una especie de tiara he-
cha de bellas nomeolvides y clavelinas, cuyos colores
intensos contrastaban gravemente con su piel tersa
y nívea. La observaba y le parecía que el tiempo no
la había cambiado en absoluto desde que la conoció
en el bosque, cuando tan solo era una niña pequeña.
Se sintió aliviado al verla, pero no tenía tiempo pa-
ra demostraciones de afecto, no ahora; debía hablar
con ella cuanto antes, aunque no supiera aun cómo
encarar la situación. Todo le resultaba muy confuso
y necesitaba ordenar sus pensamientos y llenar los
casilleros en blanco.
–¡Alonso! –saludó la joven con un sonrisa encanta-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
dora, sacándolo de ese estado de ensueño, de recuer-
do. Los años la habían convertido en una muchacha
esbelta, preciosa.
–¡Helena! Aquí estáis, por Dios –respondió con
voz ahogada, presuroso, haciendo grandes muecas y
gestos con los brazos.
La joven lo miraba divertida.
–¿Qué sucede? –preguntó al acercarse y ver en al
fraile una expresión agitada, un rostro surcado por
la preocupación–. ¿Habéis tenido alguna de vuestras
pesadillas?
–No pequeña, no. Es otra cosa... pero venid, apu-
raos. Ya os contaré qué sucede en privado.
La muchacha se mostraba siempre resuelta y una
sonrisa juvenil y algo impertinente solía decorarle
el rostro. Sin embargo poseía en ciertas ocasiones
una mirada extrañamente profunda y estremecedora,
antigua, como si en sus párpados pesara un desgaste
arrastrado por siglos; una vieja nostalgia que fulgu-
raba en sus ojos tornándolos por momentos demasia-
do maduros y misteriosos. Centelleaban con cierto
magnetismo, como el interior de un aljibe, de donde
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
emana una atracción tortuosa, algo secreto siempre
dispuesto a brillar desde su mismo fondo; algo oscuro
y a la vez fascinante, que a quien sea que la mirara
le hacía sentir una especie de vacío en la cabeza, de
vértigo.
–Rápido –apresuró el viejo fraile–. Creo que no
tenemos demasiado tiempo.
Todo había comenzado dos semanas atrás, ahora lo
veía claro, cuando la madre de la jovencita lo previno,
con cierta ligereza, de que vendrían por ella. Alonso
notó aquella noche el carácter perentorio de sus pala-
bras, y el matiz receloso re�ejado en cada uno de sus
gestos. Debía escapar, le había dicho, para proteger a
su hija y lo instaba a él a cuidarla. Pero a quién acaso
podría importarle la hija de una infeliz desdichada
de aspecto patibulario y andrajoso, pensó en ese mo-
mento. Incluso, según aseguraban algunos monjes,
sus hábitos misteriosos eran prueba de cierta falta
de mesura. Sin embargo ésta le había advertido con
lujo de detalles lo que sucedería y los motivos que la
inducían a asegurar tales absurdos. Claro que sus ar-
gumentos no alcanzaban para que Alonso le creyera,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
y a decir verdad, hasta sintió algo de lástima hacia
ella, ya que por cierto parecía haber perdido el juicio.
Pero a la vez tenía muy presente que esa mujer jamás
hubiese traspasado sus propios límites, adentrándose
en los del monasterio sin una buena razón. Por ello
desde aquel momento no pudo sacarse ese encuentro
de la cabeza. Y ahora, teniendo en cuenta los suce-
sos de la noche anterior y las nuevas que sin saber
Tristán le trajo acerca de la captura de su viejo amigo
Ferrán, el antiguo cillerero del monasterio, todo se
tiñó de negro para el fraile, quien con�rmaba de a po-
co lo que en un principio se había negado a creer. Los
acontecimientos transcurrieron tal cual Mal-alma, co-
mo se la conocía entre los hermanos legos, le había
advertido. «¿Cómo pudo saberlo?». Se estremeció. Es
verdad que conocía a ciertos clérigos que aseguraban
que aquella ermitaña se dedicaba a las artes mágicas
del sortilegio y la adivinación, y que bien se había ga-
nado su nombre, pero eran historias que el viejo fraile
desestimaba por creerlas supersticiosas. Pese a esto,
no pudo evitar preguntarse si acaso serían ciertos los
rumores que se esparcían sobre ella; si acaso. . . «No,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
no pueden ser ciertos», se convenció; recordó ahora
una vez más a Petrarca y a Alighieri, a Paracelso y
a otros sabios de su época, y a los clásicos que tanto
in�uían en él como Platón o Aristóteles: debía haber
una explicación razonable. A la vez se preocupó en
las cosas que pudiera contar Ferrán, de haber sido
atrapado en verdad, a costa de evitar el tormento. Lo
harían hablar, el Santo Tribunal sabía cómo. No creía
sinceramente que todo lo que esa mujer le había con-
�ado llegara a cumplirse en verdad, pero el giro de
los acontecimientos lo preocupaba.
–¿Qué sucede Alonso? De veras que estáis muy
raro hoy –observó la joven mirándolo de reojo. El
viejo fraile notó entonces que su expresión divertida
y adolescente era opacada como en otras ocasiones
por esa otra mirada tan profunda y misteriosa. Sin
duda no parecía tan niña ahora.
–Vamos, deprisa, deprisa –se limitó sin embargo a
contestar.
El viento comenzó a sobrevolar las calles con más
fuerza, haciendo que alguno de entre la chusma de-
sesperara para evitar perder las humildes raciones de
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
alimento que el monasterio les repartía cada mañana.
A un costado de la iglesia unos niños se divertían
jugando al comercio para obtener algún pedazo de
pan a cambio de pequeñas estatuillas de barro de la
Santa patrona del lugar, o de reliquias pertenecientes
al obispo mártir San Babil del siglo XI y hasta a�rma-
ban poseer los fastuosos ropajes que San Eulogio de
Córdoba habría preferido no utilizar en su paso por
Leyre, demostrando ser, como las historias contaban,
un varón muy señalado en el temor de Dios.
Finalmente ingresaron a la vieja iglesia, donde Tris-
tán ya se encontraba ordenando los objetos consagra-
dos para la misa, llenando jofainas de agua bendita y
encendiendo apresuradamente las velas que decora-
ban el pequeño púlpito al costado del altar. Sobresal-
tado volteó al oír el chirriante sonido de los oxidados
goznes. El re�ejo de sus ojos brillosos atravesó el sa-
lón oscuro y solemne. Dejó sus quehaceres por un
momento y se dirigió trémulo hacia la entrada de la
nave, esperando el inevitable regaño de su maestro
por el retraso, pero al llegar donde él, sus mejillas pa-
recieron tomar de golpe un matiz rojizo, mientras sus
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
manos humedecían debajo de los puños apretados.
Un mareo súbito lo ahogó por un momento, y sin
poder evitarlo se perdió, una vez más, en el abismo
negro que formaba el brilloso cabello de la muchacha.
Creía sentir incluso su perfume salvaje, mezcla de pi-
nos y prohibidos ungüentos que en sus catorce años
nunca probó ni probaría jamás. Sus grandes y tiernos
ojos volvieron a parpadear y la expresión idiota de su
rostro desapareció ante el reproche del viejo fraile.
–¡Con que al �n habéis llegado, zagal! Ya veré qué
hacer con vos más tarde; ahora esperad afuera; y avi-
sadme si veis o escucháis algo extraño. Tengo cosas
que hablar con Helena; anda ve –el jovencito agachó
la mirada y se largó de inmediato, sin emitir palabra.
Sin embargo, al pasar al lado de aquella muchacha,
un magnetismo incómodo y misterioso se apoderó
de su voluntad, como ya le había pasado en otras
ocasiones, obligándolo a mirarla de reojo. Su belle-
za era escandalosa. Ella lo observó también, a la vez
inocente e incitante, y antes de que éste atravesara
las puertas le obsequió una fugaz y deliciosa sonrisa.
Luego volteó, y preguntó con calma.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–¿Qué es eso tan importante que tenéis que decir-
me, Alonso? Os estáis comportando muy extraño.
–Anda, decidme primero dónde está vuestra madre.
¿Os ha contado lo que a mí?
–¡Ola!, que no me ha contado nada; además ¿a
qué se debe ese interés tan repentino por mi madre?
–la singular y penetrante mirada que mantenía hasta
ese momento desapareció de súbito. Nuevamente lo
observaba burlona, juvenil.
–Niña, niña –reprochó fastidioso–. Veo que no sa-
béis nada y no tenemos demasiado tiempo. Mucho
me temo que por un tiempo no volveréis a verla –le
informó sin preámbulos, mientras sacaba lo que pa-
recía una pequeña escarcela que mantenía escondida
detrás de un cáliz apoyado en un viejo mueble de
madera.
–¿Pero de qué habláis? Pues que mi madre está en
cruzando Los montes de Areta, camino hacia Aribe. . .
estará ausente unos días.
–Escuchadme. . . –dijo sujetándola de los hom-
bros–. Vuestra madre se ha marchado y sospecho
que no precisamente hacia donde fuera que os haya
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
dicho. Creo que estáis en grave peligro. Disculpadme
que os lo diga de ésta manera pero las circunstancias
lo requieren –luego la soltó y se dirigió presuroso
hacia el armario. Abrió un cajón y del fondo tomó un
pergamino arrugado–. Tomad, debéis dirigiros hacia
allí de inmediato.
La joven lo observó confundida mientras tomaba
el papel a desgano. Si hubiese sabido, hubiera podido
leer “LA POSADA DE SILENO”. En el reverso, y para
su suerte, se detallaba en detalle el camino que debía
seguir.
Alonso ingresó a la sacristía, visiblemente nervioso
y preocupado. Observó a través de las cortinas que
daban hacia la parte lateral de la iglesia.
–En verdad lo siento –continuó desde la ventana–.
Sé que esto os puede resultar un tanto confuso, así
como ridículo para mí; pero haced la voluntad de mi
consejo –el fraile soltó las cortinas y se dirigió hacia
la joven, agitado–. Allí en Pamplona os esperará un
amigo �el que os dará cobijo hasta que todo vuel-
va a la normalidad. Vuestra madre me advirtió, ¡me
lo advirtió!, y yo decidí ignorarla –se reprochó–. Al
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
parecer os están buscando hija mía, y temo que no
es gente agradable. Aun no lo sé con certeza, pero
es mejor que os escondáis por unos días. Por la no-
che mandé ensillar un caballo para que os dirijáis
hacia allí, en donde vuestra madre prometió busca-
ros en unos días –dijo señalando el papel–. Ahora
es indispensable que os apuréis; llegarán de un mo-
mento a otro... –Tristán ingresó cuando el murmullo
diáfano de la mañana daba paso a exclamaciones pro-
venientes de la plazoleta central. Apresurado y con
cierta excitación con�rmó el arribo de una extraña
comitiva.
–Rápido hija, temo que se ha acabado el tiempo –y
dirigió una mirada a�igida hacia su aprendiz–. Tris-
tán, conocéis la cripta; llevadla con vos y escondeos
entre las columnas. No salgáis por nada hasta que yo
mismo os busque ¿Me habéis entendido? –el joven
lo miró alarmado, parecía no poder reaccionar. Su
enorme corazón estaba hecho sólo para servir con
humildad, pero la agitación y urgencia que denun-
ciada el rostro de su maestro lo confundía. Dudó un
instante, contrariado, mientras una sensación de es-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
calofrío comenzaba a recorrer su espalda. Era apenas
un jovencito–. ¿Me habéis entendido? –insistió el
fraile, mientras señalaba la cortina entre las colum-
nas, la cual tapaba el hueco que descendía hasta la
vieja y olvidada cripta de la Iglesia. La poterna estaba
muy bien disimulada; una pared le hacía de fondo
falso, por lo que al correr la cortina, quien la mirara
desde afuera sólo la tendría como parte del muro de
piedra. A la cripta se podía acceder por el costado de
esa pared falsa, por una abertura que con la oscuri-
dad propia del recinto era difícil descifrar. Era, según
creyó, un buen resguardo.
Mientras tanto la joven observó detenidamente a
aquel aprendiz que asintió en silencio. Volvió su vista
al fraile, ceñuda y desconcertada, pero al hacerlo notó
en él, en sus facciones viejas y siempre calmas, un
miedo que la alarmó. Se dejó tomar de la mano por el
muchacho, quien la sujetó trémulo pero con decisión
para dirigirse hacia el escondite. Ante el umbral se
detuvo, contrariada.
–¡Entrad, daos prisa! ¡Con�ad en mí! –los apre-
suró Alonso ya con gestos de impaciencia, mientras
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
observaba a uno y otro lado. Tomó aire, respirando
profundamente. Después de tanto tiempo no podía
aun controlar su miedo. ¿Podía acaso tratarse sólo de
una casualidad? «Esa mujer es sólo una campesina,
pero lo que dijo. . . , no, no puede ser cierto. Fue una
confesión absurda... ¿por qué creer en una cosa tan
descabellada? ¿Por qué no puedo quitarme de la ca-
beza las palabras de alguien que ni siquiera se atiene
a los santos sacramentos, y que más bien se vuelca
a cuentos y propagandas baratas acerca de saberes,
conjuros y libros perdidos? Es sólo una casualidad, sí,
sólo eso». Dejó sin embargo sus pensamientos de la-
do, se persignó con pasión, y acomodándose su vieja
y desgastada túnica salió al encuentro de la comitiva.
Casualidad o no, sus puertas eran golpeadas una vez
más por esos de quien en el pasado habíase evadido
con éxito hacia aquel lugar tan recóndito. No sabía si
realmente buscaban a la joven pero las palabras de
aquella mujer llenaban sus pensamientos. No correría
el riesgo; ocultarla sería lo mejor. Tampoco intentaría
huir, pues no encontraba mérito en ello; tendría una
oportunidad si pasaba inadvertido, si evitaba que lo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
reconocieran para que todo siguiera su curso, pues
según creía, no existían recuerdos ni rencores capa-
ces de soportar la erosión aplastante de tantos años.
Resopló por segunda vez. Finalmente más tranquilo y
con valor, abrió la puerta. Una solitaria pero potente
ráfaga de luz lo cegó por unos segundos.
El viento soplaba aun con más fuerzas por lo que
cubrió sus ojos con el antebrazo. Sus párpados en-
treabiertos fueron aclimatándose, hasta que logró
enfocar la gruesa y borrosa silueta que se alzaba ante
él. El aviso, temió, había llegado demasiado tarde.
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IV | INTRIGAENLA SANTASEDE
LLAMA A GUEROLAMO DE INMEDIA-
TO HE DICHO! ¡QUE VENGA AHO-
RA ANTE MÍ! –bramó con vehemen-
cia, notoriamente molesto, dirigiéndose hacia su jo-
ven paje desde el fondo de la extensa habitación.
La noche vagaba por toda la amplia sala. Una mor-
tecina luna emitía su tenue y sereno resplandor el
cual alcanzaba sólo para entrever la delgada silueta
que enmarcaba una barba larga e hirsuta. El mucha-
cho volvió a marcharse, cerrando la pesada y lujosa
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
puerta tras de sí.
El anciano permaneció sentado en una enorme si-
lla y la luz de la luna que ingresaba por el ventanal a
su espalda ocultaba en contraste su rostro a�ebrado,
nervioso. Apoyó su codo derecho en el apoyabrazos
y en un movimiento pausado y lento se tomó el men-
tón, pensativo.«Paulo IV», se repetía entre dientes
Gian Pietro Carafa, «aun soy Paulo IV», insistía con
la mandíbula contraída, mientras sus pensamientos
develaban malestar y preocupación. Se encontraba
demasiado viejo; sin embargo, a pesar de ello y de
su estado de salud comprometido, poseía en su mi-
rada la �ereza de un temple con el que años antes
había manejado con denuedo la Congregación del
Santo O�cio de Roma. Desde su estricto punto de
vista, no se estaba procediendo allí de manera que se
viera bene�ciada por ser la capital del cristianismo.
No dejaba de pensar en ello, y aun en aquella oscu-
ra habitación se percibía su profundo descontento.
Las arcas comenzaban a declinar; luego de la denun-
cia del hereje Lutero, el número de interesados en
comprar perdones había disminuido notablemente.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
También había perdido in�uencia en gran parte del
territorio español, en donde el Tribunal del Consejo,
o la Suprema, se empeñaba en desarrollar un poder
su�cientemente grande e independiente como para
representar una amenaza a los intereses ponti�cios.
Sin embargo, a pesar de todo sentía que la situa-
ción podía mejorar: su sobrino, el Cardenal Carlo
Carafa, bien le había advertido acerca de ciertos mer-
caderes germánicos que, seducidos por sus intereses
económicos, habían adherido a las ideas del agustino
Lutero y de ese otro hereje francés de Juan Calvino,
y comenzaban a transportar esas ideas a Flandes y a
los puertos periféricos que, si bien aun permanecían
en poder de la Corona española, como Brujas, Gantes
y Amberes, veían al joven Felipe II cual un extranjero
sin autoridad, en contraposición al cristianísimo ex
emperador Carlos V quien había abdicado reciente-
mente. El Cardenal Carafa le había aconsejado que no
debía desaprovechar esa oportunidad, y que era me-
nester fomentar la discordia existente entre España y
Francia para ver sus ambiciones concretadas. Por su
parte, el pontí�ce sabía muy bien que si brindaba su
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
apoyo a los franceses podría no sólo desterrar para
siempre la autoridad de la Casa de Habsburgo en un
intento apasionado y de�nitivo por expulsar a los
españoles de Italia, sino también debilitar el poder
interno español y tomar el control de esos puntos
estratégicos de comercio alejados de la capital espa-
ñola. Debía manejar la situación delicadamente, sin
precipitarse. Sólo existía un problema, un gran pro-
blema: el Inquisidor General de España, el arzobispo
Fernando Valdés y Salas.
Existía entre ellos una rivalidad acerba y oculta,
que hasta allí habían sabido disimular muy bien bajo
el abrigo de la política. Sentía que cada decisión de
Valdés atentaba contra sus intereses, representándole
por ello un verdadero dolor de cabeza. Hacía tiempo
que el Sumo Inquisidor había dejado de responder
ante Roma para tejer junto a la Suprema el aumento
económico de la institución en España. El pontí�ce
sabía que mientras Valdés se interpusiera, no podría
excomulgar fácil y abiertamente al viejo Carlos o a su
hijo el Regente. Le eran conocidos los deseos del astu-
riano por mantener en su poder la Abadía de Toledo,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
y ser él mismo el usufructuario de la sede más impor-
tante del mundo católico después de Roma, ya que el
viejo y enfermo Juan Martínez Silíceo pronto dejaría
ese puesto vacante. Paulo IV conocía bien el estado
de la economía en España: los brotes disidentes en las
ciudades cercanas al mar del norte que comenzaban
a bogar por su independencia se hacían notar poco a
poco en el tesoro real, al interrumpirse y disminuir
notablemente el comercio de la lana. Por otro lado,
los comuneros habían logrado fastidiar al emperador,
y si bien sus revueltas habían sido sangrientamente
sofocadas hacía ya tiempo, el costo de la guerra in-
testina aun perduraba, lo que también alentaba las
decisiones del Papa. Castilla, único sustento o�cial
del reino, comenzaba a menguar y precipitarse a una
futura e inevitable quiebra. Los españoles necesita-
rían no sólo de las arcas de Sevilla, que aumentaban
conforme el trá�co con el Nuevo Mundo, sino tam-
bién del control de la sede en Toledo para mantener
su economía a �ote, lo sabía.
Y el Sumo Pontí�ce de Roma no era un improvisa-
do.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Junto a su sobrino y a los consejos que éste tan
sabia y astutamente le susurraba, había comenzado
ya la construcción de las telarañas que mantendrían
atrapados a los españoles bajo los aguijones de Ro-
ma. Había recomendado para el puesto de abad de
Toledo a su preferido, el fraile Bartolomé Carranza y
Miranda, quien acérrimo luchador contra los desvíos
de la religión en la siempre herética Inglaterra, se
mostraba devoto a la �delidad del papado, y mante-
nía a la vez excelentes relaciones con el nuevo rey
Felipe II. Sabía que el joven e inexperto descendiente
de los Habsburgo no sería capaz de negarle el puesto
al impetuoso Carranza dada la amistad que los unía
desde hacía tiempo. Sin embargo, había llegado a sus
oídos cierta información inquietante acerca de Ca-
rranza, motivo por el cual se encontraba pensativo,
preocupado y molesto. No podía permitir que esos
datos trascendieran, ya que si Valdés los averiguaba,
si tomaba conocimiento de dicha información, no du-
daría en utilizarla con el �n de sacarlo de carrera y
hacerse de una vez con la sede de Toledo. Paulo IV
sospechaba que algo no marchaba de acuerdo a lo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
planeado y no estaba dispuesto a que un escándalo
le impidiera realizar con efectividad los planes que
había urdido tan minuciosamente. Era hora de actuar
como un líder, sin importarle la minucia de incumplir
con ciertos mandamientos de Dios. Después de todo,
él era su representante en la tierra, ungido para tal
�n, y debía proteger el estado de la iglesia de Cristo
fuerte y lozano. Su odio hacia los españoles lo anima-
ba. Sentía repulsión al verlos, al escucharlos. El Santo
Tribunal español debía por �n comparecer ante Ro-
ma, sumirse nuevamente a su voluntad, y no seguir
realizando sus tareas libremente como si tuviera au-
toridad secular, separada de los caminos y mandatos
del Vaticano. Su sobrino tenía razón, la tenía. . . era
imprescindible para sus planes, si deseaba recuperar
los bene�cios y el control sobre la economía de la ins-
titución en España, evitar que el asturiano tomara el
poder de Toledo. Por otra parte, sabía que Carlo había
logrado persuadir a ciertas autoridades eclesiásticas
francesas para sabotear por todos los medios el poder
interno castellano mediante una serie de medidas a
destajo. Por esto, y a pesar de sentir que la oportuni-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
dad estaba dada, el Papa, en un nuevo arrebato de ira,
tronó rabioso– ¡Llama a Guerolamo, he dicho! –pero
el asustado paje ya se había marchado a cumplir con
la orden nuevamente.
Se había visto forzado a regresar antes de tiempo
al Vaticano de su viaje a las tierras de Metz, en dónde
también por intermedio de su sobrino, mantenía una
secreta entrevista con el tan gentilhombre y nobilísi-
mo Duque de Guisa y el mismísimo Rey de Francia
Enrique II. Allí se le informó que, a sabiendas de su
ausencia, la delegación proveniente de Madrid que
esperaba para los días posteriores había arribado a
Roma para reunírsele. Eso le resultó sospechoso: era
un hombre versado en las intrigas palaciegas y el
hecho de que el delegado español llegara antes de lo
previsto y utilizando el viejo camino de las postas no
dejó de extrañarle. Recurrió por eso al anciano monje.
Sabía que si alguien conocía los rumores y secretos
del Vaticano, ese era el viejo benedictino, hombre que
a la vez, había realizado algunos encargos útiles para
su joven sobrino a quien se unía con estrecha relación.
En cuestión de minutos oyó el golpeteo pausado de
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
los zapatos contra el suelo a través de la puerta. Dos
golpes trémulos anunciaron la presencia del monje
encargado de la biblioteca y los estamentos legales
de Roma, el nonagenario Guerolamo Benforte.
–Adelante –indicó Carafa, ansioso.
Enseguida ingresó a la gran habitación su paje
acompañado de un hombre encorvado, con aire con-
fuso. Era incluso mayor que el pontí�ce, pero desem-
peñaba las funciones correspondientes a la de biblio-
tecario y hasta notario del mundo cristiano de manera
certera. A pesar de su aspecto desgarbado e impreciso,
había un brillo extraño que acentuaba sus enormes
ojos saltones, un fulgor que deambulaba intermiten-
te en su mirada astuta de zorro. Parecía captar cada
uno de los movimientos que se desarrollaban a su
alrededor, oír cada susurro, interpretar cada gesto.
El trémulo ayudante lo tomó de las blancas y frías
manos y lo ayudó a ingresar a las estancias.
–Guerolamo, pasad por favor, y no demoréis en
sentaros –se apuró Carafa, nervioso, mientras se acer-
caba hacia al viejo, e impaciente le indicaba con un
brazo la silla preparada para él. Éste, con paso len-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
to pero seguro y semblante extraviado, se encaminó
cansinamente hacia allí para hacer la voluntad del
Sumo Pontí�ce y reposar su cuerpo decrépito.
–Su Santidad –comenzó, fatigado luego de carras-
pear largo rato–. Veo que me estabais buscando con
denuedo –tosió ásperamente–. Vuestro paje casi me
levanta en andas para traerme más deprisa. ¿Qué
es eso tan importante que tenéis que hablar conmi-
go? Oportuno sería recordar las escrituras cuando
dicen que en el mucho hablar no faltará el pecado
–reprochó.
–Sabréis disculpar el arrebato del muchacho, pero
existen asuntos que no pueden esperar, Guerolamo
–respondió huraño. El porte �aco y viejo del Sumo
Pontí�ce lo hacían verse endeble, pero era un hombre
muy agudo. Su tono al hablar, decidido, era su arma
más preciada. Sin embargo sus ojos grises y fríos, aun-
que ciertamente capaces de clavarse en alguien sin
revelar sentimiento alguno, despedían ahora destellos
ambiguos, pues a menudo era presa de exabruptos
que le eran imposible controlar, expresando visible-
mente sus pasiones irascibles.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Mmm...ejem. Qué asuntos serán esos, su Santidad,
que sacan a los viejos como yo de sus pobres claustros
a horas aciagas, me pregunto humildemente –repro-
chó con seriedad, mientras elevaba las palmas de las
manos hacia el cielo, en señal de devoción–. Como
el delegado de Dios, bien sabéis que no es bueno in-
terrumpir a un alma vieja como yo en sus devotas
oraciones –indicó ofuscado.
–Lo sé. Sin embargo temo que no entiendo com-
pletamente cuando habláis de oraciones en vuestro
humilde claustro –observó ahora con malignidad–.
Digo, mi ayudante fue anteriormente en vuestra bus-
ca y no fueron oraciones las que escuchó escandaliza-
do a través de la puerta. Creyó que eran, cómo decirlo,
otro tipo de exclamaciones... en �n –concluyó con el
ceño fruncido y un movimiento leve de su mano. Eran
conocidos los apetitos del lujurioso Guerolamo; se
rumoreaba que su avanzada edad no había alcanzado
para mitigar tales deseos de la carne. Al parecer, las
noches entre los viejos tomos le resultaban solitarias,
demasiado frías. Detrás de su rostro apergaminado
y siempre ceniciento, parecía obrar un alma lúbrica
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
y pecadora. Sus placeres innobles �otaban como su-
surros en el aire impenitente del vaticano, pero la
per�dia y corrupción que envolvía cada rincón de Ro-
ma lo toleraba mansamente. Sin embargo no lo había
mandado a llamar para reprenderlo, pues necesitaba
de su ayuda.
–¡Oh!, ejemmm. . . vuestro lacayo ignora tal vez las
palabras del Libro... ¿acaso no fue el apóstol Mateo
quien sabiamente escribe que el espíritu a la verdad
esta dispuesto, pero la carne es débil? –se preguntó
en vos alta, distraído.
Sin embargo el viejo Guerolamo no era estúpido
ni mucho menos necio; estaba al tanto de los proce-
dimientos de Gian Pietro Carafa antes de ser ungido
como Santo Padre, de sus meticulosas consultas y de
sus habilidades para obtener lo que deseaba cuando
lo deseaba. Mantener con él una relación trabada era
el último de sus deseos. Además estaba ese otro que
lo protegía. . . ese del que todo el mundo se cuidaba.
El viejo tosió, incómodo, antes de continuar.
–Ejemmmm. . . pero dejemos humildemente de lado
la indigna y tediosa tarea de hablar de mí. . . decidme
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
mejor qué puedo hacer por Vuestra Eminencia.
–Sois el encargado de uno de los lugares más im-
portante del Vaticano desde hace mucho tiempo, Gue-
rolamo, y por tal, vuestras prestaciones serán bien
tenidas en cuenta –hablaba apresurado, nervioso. Pa-
recía querer abordar por completo al astuto monje–.
Como os daréis cuenta no tardaré demasiado en par-
tir a los brazos de Dios y me pregunto si seguiréis
siendo tan leal como hasta ahora con el próximo que
tenga en sus manos la pesada carga de la conduc-
ción. Mi sobrino Carlo me ha recomendado vuestros
inestimables servicios. . .
–Oh, por supuesto, Su Santidad, por supuesto.
Ejemm. . . tal y como san Benito rezó, el primer paso
hacia la humildad es la obediencia indiscutible.
–Ya lo imaginaba, Guerolamo. Entiendo entonces
que todo cuanto pase por vuestros oídos será utilizado
a favor y para gloria de nuestra santa madre Iglesia,
¿no es así?
–Oh sí, sin lugar a dudas –aceptó el anciano con
aire fatigado, desentendido. Parecía acostumbrado a
esos tipos de cumplidos y juramentos.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Bien. Podréis decirme entonces algo acerca de la
visita de la delegación española que llegó hace dos no-
ches a Roma, ¿no es cierto? –un suave viento se paseó
por la habitación, mientras las lejanas y débiles luces
de un candelabro relampaguearon, intermitentes. El
viejo Guerolamo se sobresaltó.
–Veo que Su Eminencia está bien informado –co-
mentó intranquilo, mientras observaba con descon-
�anza en derredor–. Bueno, ejemmm, sé que algunos
cardenales sostuvieron en persona una entrevista con
el delegado proveniente de Madrid en la madrugada
de ayer –los ojos del Papa se abrieron furiosos, e in-
cluso en la oscuridad el monje pudo notarlo–. Sólo
os puedo confesar que fue una reunión muy discreta.
Hasta donde sé era objetivo de la comitiva concre-
tar la reunión pactada con vuestra Santidad, como
bien sabe, pero su permanencia en, el exterior, ha
malogrado dicho encuentro....
–Eso es lo que no deja de preocuparme –interrum-
pió–. Deseo que me ayudéis a armar un rompecabe-
zas. Sólo tenéis que decirme de qué se habló allí. Si
sabéis algo que yo no, sería sabio que me lo confíes
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–concluyó tajante.
–¡Oh!, ejemmm, nada hay que yo sepa –se apresuró
el viejo monje. Había cierto recelo que se re�ejaba en
sus ojos grandes y esquivos, y que parecían advertir
al Sumo Pontí�ce que no soltaría su lengua simoníaca
a menos de obtener algún provecho. Hizo una pausa
y miró hacia ambos lados lentamente–. Como he
advertido a Su Eminencia, algunos de los cardenales
creyeron prudente concertar una entrevista. Tal vez
si acudís a ellos os lo dirán.
–¡No, no puedo hacerlo! Debéis haber escucha-
do algo, Guerolamo, haced memoria –insistió febril,
mientras su mandíbula se tensionaba.
–Se escuchan muchas cosas en estos tiempos, pero
es difícil saber si la verdad está entre ellas.
–¡La respuesta de un político! –reprochó impacien-
te–. Parece que sacaros información es difícil como
abrir una puerta atrancada con arti�cios mágicos –el
semblante del sumo pontí�ce se ensombreció aun
más. Sus ojos parecían chispear–. Déjame recordaros
Guerolamo, que la puerta que no se abre con cerradu-
ra alguna puede ser quebrantada por el calor de la fe,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ya que siempre detrás de ellas rezuman, execrables,
las pér�das herejías –�nalizó con tono amenazan-
te–. Decidme pues qué cosas, por insigni�cantes que
sean, fueron las que escuchasteis decir de esa reunión.
Yo determinaré cuáles son importantes y verdaderas,
y cuáles no –insistió dejando entrever en cada una
de sus palabras un matiz tenebroso que comenzó a
inquietar al anciano monje. Sin embargo el viejo pare-
cía resistirse, aunque su rostro comenzaba ya a tomar
un matiz temeroso. Sabía que era una maniobra peli-
grosa enfrentar con tal atrevimiento a aquel Vicario
de Cristo.
–Me es fácil entender cómo fue que mantuvisteis
vuestro puesto por tanto tiempo –retomó con cinis-
mo el Pontí�ce, al obtener el silencio como respuesta.
La luna a su espalda describía �namente el contorno
exacto de su persona, mientras que su rostro perma-
necía nervioso en las más oscuras tinieblas.
Guerolamo se encontraba inquieto. Comenzó a sen-
tir incluso que alguien lo observaba desde la penum-
bra ilimitada de la enorme habitación. «¿Acaso eso
estaría allí?», se preguntó. Sus grandes ojos escru-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
taban la oscuridad con insistencia, ya que el débil
re�ejo de los candelabros no alcanzaba para siquiera
vislumbrar los rincones de aquel basto salón.
–Seré un poco más claro con vos –continuó Gian
Pietro Carafa–. Mis informantes me han comenta-
do algo llamativo. Como sabréis, la sede de Toledo
siempre tan provechosa y fructífera pronto quedará
vacante. Ese puesto debe ser ocupado por el fraile
Bartolomé de Carranza y Miranda, quien nos ofrece
tan devotamente su lealtad –Guerolamo escuchaba
intranquilo, mientras sus ojos no paraban de investi-
gar en las sombras–. Por lo tanto –continuó al Papa
alzando la voz– y entendiendo que es hora de tomar
partido, nuestro buen fraile negro, como lo han apo-
dado los ingleses, ha decidido otorgar su apoyo a la
causa de la santidad romana, con prudencia, dada su
amistad con Felipe II. Ahora bien, Guerolamo; por
un lado me han llegado noticias de que Carranza ha
tenido en el pasado algún contacto inconveniente con
ciertas ideas heréticas, o cuando mucho con personas
que fueron condenadas por practicarlas, lo cual hace
peligrar mis planes, que son los del Altísimo, ya que
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
el inquisidor general español ansía para sí –«para
España», pensó–, el poder de la renombrada sede
y no vacilará un instante en denunciar a mi prefe-
rido de conocerse dicha información. Eso, digamos,
provocaría un escándalo, por tanto debe evitarse.
–Mmmm...ejemmm, curioso –dijo volviendo la vis-
ta hacia el Sumo Pontí�ce. Pareció muy interesado
en los secretos españoles–. Sin embargo según sé,
Carranza cuenta aun con el favor de Felipe, por lo
que no creo que Valdés, si es que algo sabe, se atre-
va a acusarlo de herejía sin una prueba convincente
–acotó sagaz, recuperando la calma lentamente.
–Bien, veo que me seguís, buen Guerolamo. Os he
contado lo que por un lado mis buenos informantes
han investigado. Por otro sin embargo, he sabido que
Valdés, con la autorización y el apoyo de ese viejo
loco de Carlos I, está recorriendo toda la península
en persecución de hechiceras según dicen –el pontí-
�ce realizó una mueca de desprecio–. ¡Es obvio que
sólo utiliza ese ardid para obtener a ojos del pueblo
el beneplácito de Roma y evitar así la vergüenza de
su Excomunión! Pero hay algo que no alcanzo a en-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tender en ese nuevo movimiento del inquisidor.
–Disculpe Su Santidad a un pobre viejo... ejemmm,
pero ¿os referís tal vez a que la caza ha comenzado
por el norte, por los señoríos de Navarra, en lugar de
las zonas lindantes a los países bajos o las zonas de
Cataluña donde los herejes se pasean a sus anchas?
–inquirió hábil el viejo, sorprendentemente al tanto
de todos los movimientos de la corte española.
–Exacto. Por un lado, Flandes y las zonas portua-
rias más importantes, como Amberes, se encuentran
a merced de las herejías luterana y calvinista; por
otro, las zonas aragonesas lindantes a los territorios
normandos bullen en un nuevo brote de pensamien-
tos heréticos, y Valdés decide empezar su persecución
no por tierras catalanas sino por los países vascos
del norte, llenos de campesinos pobres e ignorantes
y chusma supersticiosa. ¿Por qué?, me pregunto.
–Oohh... veo que vuestro rompecabezas no carece
de tantas piezas.
–¿Qué pensáis al respecto, Guerolamo?
–Bueno, bueno... es tan incierto lo que un servidor
tan humilde como yo pueda pensar. . . Podríamos su-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
poner que ha descubierto algo, o que sospecha de la
alianza, que según se comenta, se tejió entre Francia
y vuestra Eminencia, para que aquellos os ayuden a
despojar por �n Italia del opresivo poder del imperio
de los Austrias... ejemmm, o supongamos que tal vez
tiene datos acerca de algún complot alentado para
facilitar el ingreso de herejes franceses a través de
los límites occidentales que limitan con las tierras
navarras. Mmm, quién sabe, podríamos suponer tam-
bién que alguien lo alertó de todo, o tal vez. . . tal vez
ninguna de nuestras suposiciones sean las correc-
tas –observó abriendo sus enormes ojos, aludiendo
orgullosamente que estaba al tanto de las últimas
decisiones del Papa, quien lo observó sorprendido.
–Eso mismo sospecho yo –masculló frunciendo los
labios–. Dudo si es sólo el haberse enterado de una
alianza o una conjura en su contra lo que movilizó
a Valdés –respondió secamente, ignorando adrede
el comentario del astuto anciano, pero inquieto y
molesto por el conocimiento que éste demostraba
tener también respecto a sus propios y ambiciosos
planes.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Mmm... y cuál es la sospecha de Su Santidad, me
pregunto humildemente.
–Es pronto aun para dispensar juicio –sostuvo cor-
tante, mientras se tomaba el mentón con su temblo-
rosa mano derecha–. Por eso mismo os he mandado
a llamar. Tal vez queráis decirme algo que ignoro,
y ayudar así al futuro de la Santa Iglesia de Roma.
Mi sobrino Carlo, que bien sabéis se encuentra como
nuncio en Francia, me ha puesto al tanto de vuestras
habilidades para obtener datos precisos –hizo una pe-
queña pausa, y alzando las cejas continuó–. Ocurren
muchas cosas desgraciadas en estos tiempos, y la sos-
pecha de herejía, también lo sabéis, puede recaer en
cualquiera, tanto en quien la comete como en quien
la encubre y no está dispuesto a colaborar. Sería un
error me temo, no trabajar juntos en esto.
Amén su débil resistencia, Guerolamo no era tonto.
Las palabras y el énfasis por momentos lunático de
aquel hombre lo atemorizaban. No seguiría jugando
al gato y al ratón, no ahora que sospechaba que él era
el ratón. Los rumores que corrían acerca del extraño
sobrino del Pontí�ce no eran para tomarlos a la ligera,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
lo sabía. Miró una vez más hacia ambos lados, como
cuidándose de no ser escuchado.
–¡Oohh!, ahora que lo insinúa tal vez recuerde al-
go más. . . sí, ejemm, tal vez –susurró �nalmente el
anciano–. Valdés es un hombre astuto, incluso dema-
siado para su condición de español –se detuvo unos
segundos, tosió con fuertes estertores y continuó–.
Es seguro que conoce la traición que Carranza podría
engendrar, y también la actitud de Su Santidad con
respecto a los franceses, a quienes alentáis a través
de vuestro eminísimo sobrino para que sus herejes
sean liberados traspasando la frontera, según se dice,
claro. Pero creo estar en condiciones de suponer que
es otra cosa lo que lo ha movido hacia el norte.
–¿Por qué estáis tan seguro?
–Bueno... esa sí que es una información valiosa, Su
Reverencia. Sabe Dios que no es virtuoso incurrir en
el pecado del orgullo ni la ambición, pero ese tipo
de información, bueno, ejemm, vuestra Excelencia,
tiene su santo precio.
–¡Condenación! Decidme sin más cuál es el precio
de esa información, Guerolamo –accedió con claros
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
gestos de impaciencia, mientras su respiración se
aceleraba ante aquella impunidad tan descarada que
mostraba el monje.
–Oh, no... ninguno que el Sumo Pontí�ce no pueda
cumplir, por supuesto. Sólo es una minucia, si me
entiende. Tal vez, un anciano como yo, siempre �el
a la cristiandad, podría después de todo mantener
un puesto honorable para terminar sus devotos días.
Ejem, un puesto otorgado bajo el manto y la gracia de
la propia e indiscutible elección papal. El de Camar-
lengo por ejemplo, ya que necesita allí a una persona
devota y �el, que lo apoye denodadamente.
–¡Pero ya existe un camarlengo, alma de Caín!
Sabéis muy bien que es un cargo vitalicio y que no
pertenecéis a la más alta curia como para reclamarlo.
No sois un Cardenal ordenado.
–Oh, claro, claro, minucias –repitió con las palmas
hacia el cielo–. Pero los designios del Altísimo son
inescrutables... y aunque no sea yo el que arroje som-
bras de muerte sobre hombres beneméritos como su
actual preferido, tal vez vuestra Eminencia podría, có-
mo decirlo, apurar misericordiosamente su ascenso al
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
reino celeste. De esta forma podría yo oportunamente
ocupar su vacante. Se rumorea que Su Santidad po-
see ahora los medios adecuados –concluyó mientras
observaba una vez más a uno y otro lado, indagando
en la profunda oscuridad.
–Comprendo –interrumpió Gian Pietro Carafa,
asintiendo lentamente. Guerolamo sabía lo que que-
ría y cómo conseguirlo. Movía sus �chas en el table-
ro hábilmente–. Creo que nos estamos entendiendo,
Guerolamo. Entonces, que así sea –accedió ofuscado,
entrecerrando los ojos. Y en verdad comprendía a
la perfección la naturaleza de hombres como aquel
anciano. Deseaba por el momento mantener a esa
mente ágil y astuta de su lado–. Muy pronto seréis mi
preferido. Convertiros en Cardenal no será sencillo,
pero podré hacerlo... lo he hecho antes. Luego será
más fácil nombraros camarlengo; nadie os desplazará
de esas funciones, os daré por empeño mi palabra.
Ahora decidme todo lo que suponéis: por qué estáis
tan seguro de que Valdés sospecha la traición de Ca-
rranza y sabe de mi relación con Enrique II. Qué fue
lo que lo ha movido hacia el norte. Con�adme vues-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tras suposiciones, pero hablad directo y claro de una
vez –concluyó perdiendo ya la paciencia.
–La anticipada visita española tuvo un �n –sostu-
vo sin rodeos–. Se dice que Valdés desea posponer
el nombramiento del sucesor del arzobispo Silíceo
a como dé lugar, y hará todo lo que esté a su alcan-
ce para lograrlo. Ha argumentado que el viejo rey
mantiene un gravísimo estado de salud, y que toda
la atención del reino se encuentra volcada hacia ese
menester. Podría asegurar que Valdés sabe que Su
Santidad no otorgaría tal dispensa, y fue por esto,
según comprobé, que envió la comitiva no sólo antes
de tiempo sino por caminos ya ignotos para despis-
tar a vuestros informantes e intentar convencer y
poner de su lado, ¡mediante la simonía!, a ciertos car-
denales aprovechando vuestro viaje –el viejo tosió
fuertemente hasta el punto de ahogarse con su pro-
pia �ema. Carraspeó por unos segundos y prosiguió
con aire sopesado–. Logré, antes de que se marchen a
sus estancias a esperar la reunión con Su Eminencia,
escuchar algo interesante. El más viejo del colegiado,
el cardenal Bernardo del Carpio, haciendo uso y gala
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de su nombre y en una hábil maniobra para satisfacer
intereses mezquinos y egoístas, se reunió en vues-
tra ausencia con el delegado castellano. Al parecer
Valdés �nalmente ha conseguido en su aventura al
norte la manera segura de mantener Toledo a su dis-
posición. Ha localizado, como dicen los españoles,
su, Dios me perdone, chivo expiatorio. Simplemente
desea tiempo. Y consiguió seducir al simoníaco car-
denal Del Carpio quien, ejem, ejem, me temo en este
momento estará tratando de volcar a la mayoría en
contra de Vuestra eminísima Santidad.
–Del Carpio... –susurró entre dientes, rabioso,
mientras mantenía los puños apretados–. Así que de-
�nitivamente Valdés lo sabe. . . ¡De cualquier manera
carece de pruebas que vinculen a Roma con Enrique
II, y mucho menos con los herejes de la frontera fran-
cesa! –sostuvo en un exabrupto–. Después de todo,
esas fronteras nunca estuvieron bien custodiadas por
la Corona. Sin embargo lo otro me intriga bastante.
Según tenéis por seguro, ha logrado descubrir algo
más, algo que yo aun ignoro.
–Aahh, así es; sin duda sabe muy bien de la po-
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sibilidad de que Carranza sea nombrado arzobispo
de Toledo, y a pesar de esto traicione su sangre y
otorgue su �delidad a Roma. Su Santidad adivinará
por ello que también conoce, de alguna manera, las
relaciones que mantuvo con esas ideas erróneas años
antes, y no es difícil suponer que esté tras la prueba
que vincule a Carranza con ellas... podemos dar por
hecho que ha encontrado algo o a alguien que dé tes-
timonio de tan abominable e inconveniente noticia, y
debe Su Eminencia tener por cierto que utilizará este
tiempo para convencer con ayuda del viejo rey, por
un lado, al inepto Felipe acerca de vuestros planes,
y por otro inducir a algunos de nuestros cardenales
como lo ha hecho, mediante la abominable simonía, a
caer en los abismos del averno –el anciano tosió una
vez más, mientras la �ema gorjeaba en su garganta–.
Ejemm, debo advertiros que el cardenal Del Carpio
ha asegurado, empeñando su pér�do honor, que hará
que Su Santidad otorgue un plazo prudente para el
nombramiento a como dé lugar. Se le ha escuchado
decir que desea acabar con la enemistad entre los
reinos, alegando el hipócrita, que lo hace por el bien
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de la Santa Madre Iglesia. Pero yo sé que desea más
que nada, casi con lujuria ocupar él mismo el puesto
en el trono del apóstol Pedro, y espera que la fuerte
decisión de España y sus in�uencias políticas y mili-
tares lo favorezca en el próximo cónclave, cuando Su
Santidad... bueno, no hace falta decir más –el nona-
genario monje juntó las manos, entrecruzó los dedos
y con actitud devota y tono desinteresado continuó–.
¡Oohh!, a veces me pregunto cuánto más tardará Dios
en tomar de los brazos a todos los que intrigan en
contra de sus planes divinos. Dadas las actitudes del
cardenal Del Carpio, es claro que contraria los de-
seos del Altísimo, dejando en evidencia su conducta
simoníaca, y por tanto hereje y diabólica –�nalizó
agobiado por el énfasis de sus propias palabras.
Pasaron varios segundos en un silencio absoluto.
El fatigado monje parecía ciertamente complacido de
su gestión. El nerviosismo que lo hubo ganado en los
primeros instantes de la reunión fue opacándose len-
tamente y dio paso a su carácter resoluto. Daban en
ese momento las campanas de la Capilla, que anun-
ciaban a completas, y nada indeciso se atrevió con
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
audacia a dirigirle la palabra a un Carafa furioso y
absorto en sus pensamientos.
–Decidme, Su Santidad –se animó por �n alenta-
do por el lejano resonar–. Por pura curiosidad, ¿por
qué os interesa tanto Toledo, cuando podéis remiti-
ros y con�ar vuestro interés todo a Francia, y tomar
Flandes, Gantes o Amberes? Con la ayuda del rey
francés es seguro que el reino de Nápoles, e incluso el
Milanesado quedarían inmersos bajo el manto Papal.
Después de todo, esas son ciudades ricas que también
se encuentran bajo la opresión herética, y la periferia
al reino de Castilla hará más fácil la conquista. Ade-
más –continuó sugerente– tened por seguro que os
puedo ayudar aquí en el vaticano, sí, pero temo no
poder llegar tan lejos como para saber con certeza
cuáles son los verdaderos planes del artero Valdés. En
todo caso, opino, tal vez deberíais mejorar la calidad
de vuestros informantes allá en España –concluyó
insinuante, mientras escrutaba una vez más la oscu-
ridad a su alrededor.
El Papa lo observó detenidamente y una sonrisa
febril enmarcó sus labios.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Sois en verdad un viejo muy astuto, más a pesar
de eso no habéis alcanzado aun la sabiduría. Roma
debe controlar Toledo cueste lo que cueste y no de-
jarla caer en las manos de Valdés. Espero entiendas
que no discutiré eso con vos. Por otro lado, creo que
tenéis razón acerca de mis informantes. Debo sope-
sar vuestro consejo, pues son pocos en los que puedo
con�ar –indicó pensativo–. Os agradezco ahora los
servicios que tan amablemente me habéis prestado,
leal Guerolamo; continuad pues con vuestros queha-
ceres –concluyó mientras se levantaba de la silla y
tomaba de los brazos al viejo monje. Con una seña
llamó a su joven paje y le exhortó a que acompañe al
anciano hacia su recámara nuevamente. Una vez que
se hubieron marchado, el Santo Padre volvió a tomar
asiento.
–Ya podéis salir Vesalio –dijo.
Desde los con�nes de la habitación se abrió paso
a través de la pesada oscuridad una silueta extraña,
casi imperceptible, cuyo contorno se iba delimitan-
do tenuemente conforme avanzaba hacia la silla en
donde lo esperaba el Sumo Pontí�ce. Era de corta es-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tatura pero de hombros anchos y fuertes. Una barba
mal afeitada cubría su rostro de pesadilla, en donde
los únicos claros eran producidos por los surcos que
dejaron las horribles cicatrices, marcas indelebles de
una vida tortuosa. Su andar era ligero y ágil como el
de un felino, de pasos cortos y silenciosos, parecía
caminar sin tocar siquiera el piso. Su presencia, que
había permanecido velada en la penumbra de la sala,
se aprestaba ahora cual tenebrosa gárgola al costado
del sumo pontí�ce.
–Vesalio, viejo amigo –dijo con calma, pensativo–.
Os dirigiréis sin demora hacia España. Necesito in-
formación y sólo en vos depositaré esta misión por
completo. Debéis descubrir cuáles son exactamente
los planes del inquisidor Valdés y traerme esos da-
tos cuanto antes. No intervengáis, a menos que sea
preciso, pues sentiría mucho que os acaeciese alguna
desgracia. Antes bien, averiguad qué fue realmente
lo que hizo que Valdés se moviera hacia los seño-
ríos de norte. Nadie, Vesalio, nadie puede interferir
y exponer a Carranza. Aun estamos a tiempo. Yo me
encargaré de informarle a mi buen sobrino cuáles fue-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ron vuestras urgencias; no os demoréis; me reuniré
con la comitiva y una vez partan, le daréis alcance
sin perderle pisada, vayan por donde vayan. Síguelos
de cerca, leal amigo, y traedme esa información que
ahora os solicito.
Una voz tenebrosa y sibilante se dejó oír debajo de
una capucha negra como el pecado.
–Será –siseó con su voz infame, mientras comen-
zaba a alejarse.
–Vesalio –llamó el vicario de Cristo una vez más–.
Habéis escuchado bien al viejo bibliotecario. Parece
que ese bastardo de Del Carpio tiene aspiraciones
demasiado grandes, pues su audacia y malicia no
tienen límites. Es hora de que demos un pequeño
escarmiento a nuestro simoníaco cardenal, ¿estáis de
acuerdo? –
Vesalio mantuvose imperturbable, pero una �na y
débil sonrisa se dibujó desde dentro de la ilimitada
penumbra que anochecía sus facciones.
–¿Y Ascanio? –siseó suavemente.
–Aunque Guerolamo haya sido claro respecto al
camarlengo, no podemos deshacernos así de fácil de
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Guido Ascanio. Después de todo es un Sforza y su
apellido no es fácil de roer. Encargaos de esto prime-
ro, ya habrá tiempo cuando regreséis. . . –concluyó
pensativo.
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V | UNA VISITA. . . INESPE-RADA?
LA COMITIVA ESTABA CONFORMADA POR
TRES CARRUAJES. Su escolta, un reducido
pero avezado grupo de infantería �eles al
nuevo monarca Felipe II, era comandada por un cor-
pulento y temido ex Alférez de los tercios de nombre
Martín Fernández de Álzaga, a quien algunos apoda-
ban La Roca. Una cicatriz horrenda provocada por el
�lo de un hacha atravesaba su rostro vetusto de lado
a lado, haciendo que sus labios parecieran fruncidos
y su nariz siempre arrugada, con ademán fastidioso.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Cabalgaba erguido en un negro semental, con una
a�lada tizona en mano y dos pistolas ceñidas a la
cintura. Cinco alabarderos a cada lado y un sargento
de armas cubrían los �ancos. A retaguardia, veinte
piqueros de porte soberbio, caminaban con el pecho
erguido mientras sus largas armas se posaban tran-
quilas sobre sus hombros.
–¡ABRID PASO! –bramaba el gigante desde arriba
de aquel brioso semental tan imponente como él–.
¡Abrid paso he dicho, hideputas! –su mirada gélida se
clavaba en los rostros sucios de la chusma con desdén
y soberbia. Mediante un gesto indicó el alto a su gru-
po, quienes al unísono se detuvieron delante mismo
de los tres magní�cos ábsides y la torre cuadrangular
del monasterio, justo al lado del atrio de la iglesia.
La marcialidad de la comitiva acentuábase aun más
dado el temor que parecían sentir hacia su propio
jefe, ya que muchos de los que marchaban junto a
él conocían su beligerancia y la brutalidad con que
correspondía a la indisciplina.
Un primer carruaje se revelaba modesto, aunque
de gran dimensión. El segundo, si bien más pequeño
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
no era menos impresionante, pues digno de un alto
rango eclesiástico, resultaba majestuoso. Del primero
comenzaron entonces a descender lentamente una
decena de personas entre familiares de la inquisición,
clérigos seculares, escribas y notarios, mientras que
en el otro aun no se producían movimientos. Detrás
de estos dos, se cernía débil un tercer vehículo. Era
una carreta endeble, en donde encadenadas de pies
y manos, varias personas mostraban sus rostros a�i-
gidos y condenados. Eran tres mujeres y un hombre
muy viejo, quien observaba miserablemente en lon-
tananza con sus ojos nublados y perdidos, ciegos.
Alonso, quien se encontraba ya en la puerta de la
iglesia, pudo descifrar una quinta �gura que se cernía
en el fondo de esa última carreta. Parecía una persona
más. Agudizó la vista y comprendió que se trataba de
una e�gie tallada en madera de tamaño natural. Con-
tinuó observando atónito el espectáculo, percatado
en especial de la crueldad con que esa gente era trata-
da. Dos de las mujeres eran niñas que no superaban
los quince inviernos. La tercera era una mujer mayor,
de unos cuarenta años aproximadamente, notándose
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
en ella los rigores inconfundibles de los elementos.
Las tres poseían un aspecto andrajoso y sus cabellos
hirsutos y despeinados les daban un aire salvaje.
–¿Os espantáis, viejo? –preguntó de pronto una
atronadora voz sacando al fraile de sus cavilaciones–.
Despreocupaos, que no son sino brujos. A aquellas
–continuó señalando con su cuadrada mandíbula– se
las cazó aclamando por la lluvia mientras meaban
en los cultivos ya podridos por el agua. Veremos si
en verdad dominan el agua a su antojo cuando las
llamas de la hoguera las rodeen –concluyó el gigante
con una sonrisa maligna y altanera.
El fraile se estremeció ante aquel comentario lleno
de desprecio, y limitóse a indignarse en silencio. Le
llamó la atención sin embargo, la cruz y el medallón
carmesí que el hombre traía colgado consigo. No pu-
do observarlo bien, parecía un monograma. Por un
instante creyó que lo había visto antes.
De la carreta majestuosa asomó de pronto una si-
lueta. Un hombre bajo y de vientre abultado y ancho,
vestido a la manera de los dominicos, posó al �n su
pie en el barro de la calle. Su capa negra, larga has-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ta los tobillos, ocultaba casi por completo el hábito
blanco propio de la Orden, que se encontraba des-
gastado y sucio. Una sonrisa maliciosa que asustaba
le surcaba el rostro altivo y virulento, sonrisa que
Alonso pudo distinguir mientras aquel se acercaba
lentamente. Era calvo y a pesar de la distancia, el
fraile vio en él a una �gura familiar. El monje caminó
unos pocos pasos más, su�cientes para descubrir en
él una acentuada cojera. Con una mano se refregó los
ojos cansados por el viaje, mientras que con la otra se
secaba grotescamente el sudor que le perlaba la calva
pronunciada. Cuando se hubo limpiado, volvió hacia
la carreta y extendió un brazo hacia la puerta: desde
el interior, una mano huesuda y nívea despreció la
ayuda. Lentamente comenzó a descender una �gura
de hábito también blanco, de esclavina impoluta. Una
capa negra y brillante entornaba aquel cuerpo alto
y esbelto. Alonso se sintió desvanecer al reconocer
casi de inmediato a ese hombre. Quien alguna vez lo
hubiese visto lo reconocería en el acto. De todos los
inquisidores posibles no podía creer que se tratara
de él. Una serie de recuerdos, de trágicas y perver-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
sas imágenes volvieron a a�orar al ver nuevamente
después de tantos años al hombre culpable de que se
encuentre en aquella tierra lejana y gris. Su rostro
re�ejaba pequeñas y recias arrugas, es cierto, aquel
infatigable estigma del tiempo; pero esas facciones
rígidas, precisas, esos ojos atentos. . . era él, estaba
seguro. Era uno de esos rostros que en cuanto se ven
se rememoran sin mucho esfuerzo. Ese rostro res-
ponsable de quemar en la hoguera a seis hermanos
franciscanos en Sevilla bajo la sola sospecha de he-
rejía, sólo por poseer unos cuantos libros que no le
hacían gracia a la Inquisición; que se había atrevido
a levantar proceso en contra mismo del abad Virués,
cuyo pellejo fue salvado sólo porque el mismísimo
rey Carlos intercedió por él; que parecía disfrutar
del olor de la carne humana al quemarse, de ver los
espumarajos sanguinolentos esparcidos en las salas
de interrogatorios. Un ser cruel y despiadado, imposi-
ble de olvidar para quien alguna vez lo hubiese visto
directamente a los ojos.
Era fama que aquel sabueso, a quien por la espalda
llamaban El Mastín, era de temer. A pesar de los años
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
transcurridos, Alonso lo recordó en detalle: hábil en
los interrogatorios, proponía caminos alternativos e
indecorosos para llegar a la verdad cuando esa ha-
bilidad no resultaba su�ciente. El fraile, estupefacto,
no comprendía por qué Dios en sus designios había
decidido que sus caminos volvieran a cruzarse una
vez más. Pero, ¿respondía en realidad a los designios
de Dios el haberse encontrado nuevamente? ¿O era
por obra del diablo que el mismísimo inquisidor que
a punto estuvo de quemarlo en la hoguera hacía ya
tanto tiempo regresaba del pasado materializado en
una nueva amenaza? «Esto no puede tratarse simple-
mente del azar», se dijo.
La potente y atronadora voz del gigante soberbio
que tenía en frente lo despabiló.
–¡El ilustrísimo Inquisidor de Toledo, Leopoldo
Bocanegra! –bramó.
El monje que lo acompañaba realizó una reverencia
exagerada, y Alonso lo recordó también infelizmente:
no podía ser otro que el fanático y pér�do monje
Anselmo López de Trejo, el singular Procurador Fiscal
a quien llamaban no con poca ironía: El Mesías.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Vaya... nomás mirad a quien tengo delante �nal-
mente –soltó el inquisidor de forma cadenciosa, con
su voz pausada y grave al acercarse y reconocer tam-
bién sin mucho esfuerzo al fraile Alonso Iturbe. Sin
embargo no era sorpresa lo que su rostro expresaba;
como si estuviese seguro de aquel encuentro desde
mucho antes. El Mesías, por su parte, se acercó con
velocidad a pesar de su marcada cojera, haciendo que
su larga túnica negra como su alma, rozara con la
tierra del piso formando una escamosa capa de ba-
rro en el borde que le daba una apariencia aun más
vulgar y desagradable. Con las manos entrelazadas,
mirando a uno y otro lado, caminó hacia el sacerdo-
te mientras una sonrisa enfermiza asomaba en sus
labios leporinos.
–Hay olor a hereje, mi señor –acusó con su vos
chillona y áspera–. Hay mucho olor a herejía, a falso
apóstol, mi señor Inquisidor.
–Alonso Iturbe... con que era cierto que os escon-
díais aquí –continuó Bocanegra sin sobresaltarse, el
aire canalla, mencionando el nombre como si lo es-
cupiera–. Veo que los años os han causado pocos
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cambios; os encontráis algo desgastado tal vez, pe-
ro tal cual os recuerdo. Me pregunto qué ungüento
pudo manteneros en tan buen estado... sí, es cierto;
debe ser el peculiar aire de esta tierra, cercana a los
herejes franceses, lo que os sienta tan bien –bromeó
cínico–. Sí que os habéis escondido hábilmente allá
en Logroño. Aun lo recuerdo, lograsteis escabullirte
como la rata que sois –su tono cambió bruscamente
y su mirada se volvió gélida.
–Bocanegra... –comenzó el fraile tratando de de-
jar la conmoción de lado. Cada minuto que pasaba
convencíase más y más de que aquel encuentro no
podía ser casual. Mantuvo con esfuerzo la compos-
tura, actuando con naturalidad; de alguna manera
siempre supo que volverían a cruzarse, y los años
lo habían preparado para enfrentarse a eso cuando
sucediera–. Es cierto. . . a pasado tiempo desde aque-
lla vez, y como yo, veo que me recordáis bien. «Sin
embargo parece que no habéis aprendido nada: es
fácil ver que el rencor anida en vuestra alma, y la
venganza pueril se ha convertido en vuestra pobre
guía».
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Bien; eso nos ahorrará bastante tiempo. Hubiese
odiado cruzar la mitad del reino para que un recono-
cido hereje y protector de brujas no me recordara.
Los pocos monjes cistercienses que se dirigían a
la iglesia a celebrar el o�cio de la mañana, y que se
habían detenido a contemplar el espectáculo, fueron
abordados por un comisario inquisitorial. Comenza-
ron entonces a murmurar hasta que éste se dirigió a
toda marcha hacia el interior del monasterio, condu-
cido por el séquito de monjes.
Bocanegra observó hacia ambos lados con deteni-
miento, hasta �jar sus ojos una vez más en el francis-
cano.
–Pero no os preocupéis demasiado; no estoy aquí
sólo para escuchar a un fraticelli desgraciado como
vos; he venido por algo más importante –sentenció
con desprecio in�nito.
Alonso lo observaba directamente a los ojos. «Sé
muy bien que no tiene importancia lo que un buen
hombre de Dios tenga para deciros; eso. . . eso ya
quedó demostrado en Sevilla».
–No creo que haya nada aquí que pueda interesaros
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–respondió al �n.
–¡Aahhh! –rugió de pronto el viejo dominico An-
selmo sin poder contenerse–. Mantenéis intacta vues-
tra petulancia; habláis altanero, como los herejes!
–¿Qué queréis decir con eso? –cortó Alonso, sose-
gado–. Hace sólo un momento me habéis acusado con
desprecio y altanera soberbia. ¿Diríais por eso que
también vosotros actuáis como herejes? ¿O es que
acaso la Inquisición puede vulnerar los pecados de la
arrogancia? Explicadme por favor, si es que eso está a
vuestro alcance. . . y si así no lo fuere, escupid vuestro
veneno en otra parte –si bien temeroso de Dios, no
estaba dispuesto a que aquel ser, más Hefesto que
Mesías, le dijera cómo comportarse.
–¡Ah. . . perversidad! –masculló el monje por lo ba-
jo–. Vuestra retorcida palabrería no os salvará del
fuego, brujo. Sois igual que aquellos desdichados de
Sevilla, aquellos seudoapóstoles que hedían a azufre
germánico. . .
–Y vos sois un espíritu ardoroso, mi buen Ansel-
mo –interrumpió el inquisidor, mientras su huesuda
mano tocaba el hombro de su ayudante–. Pero dejad-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
me hablar a mí –el monje realizó una brutal reveren-
cia, y postrado como un lacayo, levantó sus brazos en
señal de obediencia–. Bien, así está mejor. Anselmo
sabe, porque tiene una mente juiciosa, a qué atenerse;
sapere ad sobrietatem ¿lo creéis, Alonso? –concluyó
con ademán amenazante. El viejo fraile se encontraba
aun abrumado, y sólo se limitó a agachar la cabeza–.
Pero dejemos el espectáculo de lado. Por supuesto
que no he olvidado vuestras ofensas, es cierto; siem-
pre supe que os volvería a ver. Aunque con�eso que
me ha costado trabajo descubrir que os escondíais en
este lugar tan apartado. Sí, no os sorprendáis, pues de
antemano sabía que os encontraría aquí. Sin embargo
y muy a mí pesar, os traigo un trato que tal vez os
interesará. Entremos; hablemos en privado –y señaló
la entrada de la iglesia. Miró hacia uno de los lados
y vio a un hombre obeso que se acercaba decidido,
acompañado de cerca por el comisario inquisitorial
y rodeado de varios monjes. Bastó sólo un leve mo-
vimiento de cabeza de Fernández de Álzaga quien
también lo había visto, para que el sargento de armas
del destacamento se interpusiera brusco, cortándole
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
el paso a aquel gordo que caminaba tan decidido.
–¡Dejadme pasar soldado! –reprochó éste, agita-
do–. ¿Acaso no sabéis que soy Ambaraleón Castañe-
da, siervo de los siervos de Dios y prior de Leyre?
El inquisidor pareció escucharlo. Levantó sus cejas
y se dirigió hacia aquel obeso lentamente.
–Monseñor. . . ¿Ambaraleón, decís?, que oportuno
–intervino con naturalidad, luego de que éste tratara
sin éxito de traspasar al curtido sargento–. Justamen-
te había pensado en presentarme ante vos, monseñor,
pero ya veis que no podía perder tiempo. Por tan-
to, preferí requerir vuestra ilustre presencia, que es
indispensable y necesaria –concluyó señalándole al
comisario.
Fray Alonso recordaba bien a Bocanegra; sabía que
sus juicios no eran en vano. Era astuto; no hablaba
con nadie a menos que supiera que sacaría algún pro-
vecho. Le disgustaba la idea de que lo interrogaran
junto con el prior, a quien también conocía bastante
bien, y de sobra. Sin embargo otros miedos poblaban
ahora sus inquietos pensamientos, haciendo que solo
el silencio anidara en su garganta. Además Amba-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
raleón Castañeda, como buen custodio de la fe, no
podría negarse ante ningún pedido hecho por ese
inquisidor, lo sabía. Parecía por momentos que éste
tenía un poder sobrenatural al pronunciar cada pala-
bra. Por un lado sus frases y su tono al hablar sonaban
melodiosos, seductores; pero por otro la férrea mira-
da que brillaba en sus pupilas nunca lo abandonaba.
Observaba a cada uno de los presentes con cara de
ave rapaz, escrutando la situación, como si de un mo-
mento a otro pudieran caer en sus garras sin ningún
tipo de resistencia.
Bocanegra volteó hacia el bravo ex alférez con de-
tenimiento, mientras en el cielo cubierto de repente,
nubes negras auguraban tormentas.
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VI | BOCANEGRA
LOS DOS GOLPES SECOS RETUMBARON EN
TODA LA ENORME HABITACIÓN. El ayu-
dante se dirigió rápidamente y abrió la pesa-
da hoja de madera. Allí parado vio erigirse una ima-
gen que atemorizaba. Lo conocía, todos lo conocían.
Pero verlo en persona resultaba mucho más impac-
tante que lo que se decía de él. Era un hombre alto,
de facciones cortantes, demasiado simétricas, rígidas
como un témpano de hielo. Su rostro níveo, no dejaba
traslucir ningún tipo de sentimiento ni sensaciones.
Una marcada tonsura decoraba su frente, dejando
relucir una prolija y brillosa calva. Vestía un hábi-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
to religioso en donde predominaba el blanco, lo que
otorgaba a sus precisas y gélidas facciones un rictus
por demás severo. La discreta cruz de hierro bruñido
ceñida en su pecho y la capa de un negro intenso
eran lo único que rompía con su sobria vestimenta.
El joven ayudante no pudo sostenerle la mirada, y
le indicó con un brazo que pasara, que lo estaban
esperando.
–¡Leopoldo, qué alegría me da veros! –lo saludó
afectuosamente una voz serena y amigable, desde la
oscuridad de la sala–. Venid, sentaos a mi lado buen
amigo.
Leopoldo Bocanegra, tercer inquisidor de Toledo,
se dirigió lentamente hacia el altar. El salón era am-
plio y majestuoso. Gigantescos anaqueles de libros
llenaban las paredes laterales. Los candelabros de oro
re�ejaban un color ámbar intermitente en la habita-
ción, en donde libremente deambulaba el aroma a
incienso y a escritos ancestrales plasmados en viejos
y cuidados pergaminos. Hermosos vitrales se cernían
imponentes en lo alto, mientras permitían el ingre-
so tímido de la tenue luz de la luna. Al fondo de la
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
lujosa habitación, detrás de un robusto y decorado
escritorio de madera, una voz afectuosa y desprovista
de ceremonia lo invitaba a acercarse. Allí, debajo de
hermosas representaciones artísticas que marcaban
la pasión de Cristo en la cruz, sentado con una co-
pa en la mano, lo esperaba su amigo, el Inquisidor
General Fernando Valdés y Salas. Era un hombre de
aspecto sereno, pero altivo. Sus grandes ojos verdes
lo observaban desde abajo, jugando con la bebida
de su copa a medio llenar. Mantenía un semblante
juguetón, risueño.
–Su Eminencia –saludo Bocanegra con un gesto
amable de cabeza–. ¿En qué puedo serviros, monse-
ñor?
Hacía ya muchos años que se conocían. Habían
compartido una cantidad de reuniones y pareceres
que los acercaba y los unía abiertamente. Sin em-
bargo, ni el tiempo ni el afecto podían cambiar la
expresión y el respeto hacia el Sumo Inquisidor de
España. No importaba cuánto coincidiesen; Leopoldo
Bocanegra mantenía una conducta castrense, en don-
de las informalidades no tenían lugar. Habían pasado
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tres días desde su arribo a Madrid para informar los
resultados del interrogatorio. Ya se encontraba presto
a marcharse de vuelta al �n hacia Toledo, cuando fue
llamado nuevamente a las estancias de la máxima
autoridad de la inquisición.
–Vamos, Leopoldo, sentaos y bebed conmigo. Ni
vos podríais desaprovechar un vino como este; es
de las mejores uvas francesas ¿sabéis? Una nueva
cepa de Ánjou, excelente. Poneos cómodo por favor
y tomad una copa –invitó suavemente Valdés.
–Vuestra Excelencia sabe que no soy adepto a la
bebida... menos aun si fue realizada con las manos
de la nación que hoy mancilla la Santa Fe –rechazó
gentil, pero con decisión.
–No seáis tan exigente, Leopoldo –lo reprendió
amistosamente, sonriendo–. Sólo deseo que os rela-
jéis un poco a mí lado. Pero si no queréis beber, no
me ofendo –y bebió delicadamente un largo sorbo–.
Por cierto, dado las buenas nuevas del interrogatorio,
debo felicitaros ya que lo habéis manejado correcta-
mente y sin contratiempos, justo y como lo pensé.
Vos, como ningún otro, habéis obtenido al �n la in-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
formación necesaria. Sabe Dios que siempre os tengo
en cuenta para mantener el orden de nuestra santa
institución. Sin embargo me temo que debo pediros
algo más, amigo mío. Por favor, sentaos, debemos
hablar –insistió.
Leopoldo Bocanegra accedió y tomó asiento. Su
aspecto siempre fúnebre no dejaba traslucir ningún
tipo de sensación. Una pequeña mueca que se ase-
mejaba tal vez a una sonrisa se escapaba de aquella
cárcel de sentimientos que era su rostro, sólo en con-
tadas ocasiones, cuando se encontraba en el cadalso
puri�cando al hereje, al turco in�el o al indigno ju-
daizante. No porque lo divirtiera su trabajo, pues no
era un canalla que gozara de la crueldad; simplemen-
te era la satisfacción de completar su misión como
le era encomendada por Dios; de cumplir sus desig-
nios, de sentirse hábil y útil a la causa divina. Era
un Elegido, lo sabía. Creía fervientemente que de no
luchar con el denuedo de que hacía gala, el reino se
vería penosamente invadido por herejes y personas
malvadas que hostigaban al mundo manteniendo con-
tacto con saberes sacrílegos y prohibidos. La vida en
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
la iglesia le había dado una causa y sostenía que el
orden impartido por ésta, aunque a veces discutido
y reprochado por ciertos profanos, era necesario pa-
ra mantener la justicia y la paz entre las personas
en aquel mundo imperfecto, pecador. El Mastín, le
decían. Era un sabueso del Santo O�cio, y como ese
gran can se destaca de los otros perros debido a su
perfección y singular agudeza que le permite recono-
cer al amo y cazar �eras en los bosques, Bocanegra
se distinguía de sus colegas inquisidores dada su in-
cansable lucha para proteger el rebaño de Dios de
las fauces de los lobos infernales. Se sabía el humilde
instrumento del Todopoderoso, quien lo utilizaba pa-
ra combatir la amenaza impía de los herejes. Sentía
que su brazo había sido ungido y creado para tal �n,
como la espada de Miguel fue creada para expulsar
del cielo a Lucifer, y que su presencia anunciaba el
derrumbe de los heresiarcas, así como la trompeta
de Josué la caída de los muros de Jericó. Ésa era la
misión que le había sido encomendada en la tierra, y
no estaba dispuesto a desviarse de aquel camino tan
virtuoso.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Por su parte, el Sumo Inquisidor Valdés lo sabía;
sabía que Leopoldo Bocanegra era el mejor y más
implacable combatiente de Dios, que acataría sus de-
seos como si devinieran por orden misma de su Señor
Jesucristo. Su fanatismo, percibía, no conocía lími-
tes. Había logrado con el tiempo inducir hábilmente
las decisiones de éste para satisfacer sus propios in-
tereses, ya que era un político hábil y persuasivo.
Manejaba a su antojo no sólo el cargo de mayor ran-
go del organismo en España, sino que contaba con
el incondicional apoyo del Consejo o Suprema y, por
sobre todo había contado durante mucho tiempo con
el favor del rey Carlos, quien ahora viejo y enfermo
y ya alejado de la corte al abdicar a favor de su hijo
Felipe, le rendía ciega con�anza.
Valdés lo evaluó detenidamente por unos segundos.
Sus ojos verdes brillaban como dos luciérnagas en
medio de la oscuridad de la sala, y de sus pupilas
emanaba un leve centelleo con cada pestañeo.
–Necesito que cumpláis con una misión que sólo
podré con�árosla a vos, Leopoldo –disparó–. Si bien
es cierto que el tal Ferrán el cillerero hace tiempo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ha aceptado sus conductas heréticas, sólo vos habéis
logrado salvar su alma y su cuerpo al conseguir al
�n la confesión que Dios deseaba: el lugar exacto en
donde hallar al �n a la última bruja. Como lo suponía,
acertado estuve al sospechar que sus dos hermanas
ocultaban información preciosa. Sin embargo, amigo
mío, no os pongáis en demasiado relajo pues la guerra
contra los esbirros del demonio sigue aun, y me temo
que más fuerte que nunca.
–Solo tenéis que decir, Su Eminencia, y cumpliré
de inmediato vuestra voluntad –aseguró Bocanegra.
«Claro que así será» comentaron los ojos verdes
del Sumo Inquisidor.
–No esperaba menos de vos Leopoldo –dijo al �n–.
Son deseos de nuestro viejo y antiguo rey, así como
también de su hijo Felipe quien me ha puesto al fren-
te de su iglesia, que las desviaciones de la religión
sean erradicadas para siempre de nuestros dominios
–observó a Bocanegra asintir levemente–. Sin embar-
go, como veis, el poder maligno del Diablo no sólo
se remite a corromper mentes astutas para que ellas
proclamen las descaradas herejías que ponen en ries-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
go al pueblo de Dios. También, tal cual os he con�ado
antes, existen otras formas de corromper el alma hu-
mana, formas que no son nuevas –el astuto inquisidor
general realizó una pausa, como repasando mental-
mente cada una de sus palabras. Mojó sus labios en
el vino y continuó, escondiendo detrás de ese aire
desinteresado, la audacia de su �losa lengua–. Desde
hace un tiempo ya, nos han llegado todo tipo de no-
ticias de sectas satánicas en los señoríos del norte y
en las zonas orientales del reino de Aragón, que lejos
del poder central y ejempli�cador de gente como vos
hijo mío, han sucumbido a la tentación del mal. Como
sabéis, esto coincide con los datos reconstruidos a
partir de la encuesta a esas brujas y se ajustan �el-
mente a la confesión del impío Ferrán, quien señaló
aquella dirección como fuente del poder maligno que
desde hace tiempo ha tenido en desatarse por todo el
reino. La hemos encontrado, estoy seguro; y nuestra
misión Leopoldo, es impedir que esta mala semilla
siga esparciéndose libremente. Debéis saber que el
buen Carlos, ve en el resurgimiento de este viejo tipo
de aberraciones heréticas, un nuevo con�icto como
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
el que ha dividido a Alemania. Por eso para él sólo
cabe una respuesta a esta situación.
–¿A qué se re�ere Su Excelencia? –Bocanegra se
enderezó en la silla.
–Al exterminio implacable, a que no hay lugar para
la misericordia –mencionó sombrío–. No podemos
abandonar al pueblo indefenso. Como os he dicho,
el compendio de versiones, hoy con�rmadas con la
confesión de Ferrán el cillerero, nos dan fehaciente
prueba de que por acción e in�uencia de aquella abo-
minación, en efecto, ciertas personas pueden realizar
tratos directos con el Diablo, quien no sólo envenena
y corrompe sus mentes, sino que les traspasa poderes
reales y extraordinarios. Brujos y hechiceras deambu-
lan libremente por los territorios navarros del norte
y las tierras catalanas del este, alentados por la ac-
ción de ciertos herejes que traspasan la frontera con
Francia. Festejan impunes sus reuniones, molestan
y asustan a la población devota arruinando sus cose-
chas, matando a su ganado. Eso es algo que nosotros
no podemos permitir –concluyó Valdés, mientras da-
ba un nuevo y delicado sorbo a su sabrosa copa y, por
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
encima de ella, no perdía detalle del semblante de su
interlocutor.
El inquisidor Bocanegra, por su parte, no parecía
ahora sorprendido. Como hombre instruido, había leí-
do historias escritas en viejas y olvidadas páginas al
respecto, y escuchado ciertos rumores de esos aconte-
cimientos en tierras germánicas. Tal vez en el pasado
nunca hubiese dado crédito a habladurías tan extra-
ñas. Sin embargo era cierto que eso no era nuevo,
lo sabía; además esas historias parecían ahora tomar
aun más importancia en la lucha contra el Maligno,
más la simple herejía era nuevamente eclipsada por
el resurgir de estas abominaciones pretéritas: brujos.
Su ayudante y Procurador Fiscal, un grotesco mon-
je dominico, lo aprovisionaba día a día con rumores
demoníacos y hasta incluso le había enseñado su
manual de cacería preferido, un santo libro llamado
Malleus Male�carum, escrito hacía casi un siglo por
dos hermanos de la misma Orden, quienes enseñaban
en sus santísimas páginas los métodos para la cacería
de los que realizaban pactos con el Diablo. Brujos,
hechiceras, magia, �ltros, ungüentos y conjuros; no
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
podía liberarse de esos pensamientos que, a tan co-
munes, abundaban en la imaginación de las buenas
gentes de su tiempo. Recordaba haber luchado y ca-
zado a los herejes quienes, sin duda bajo el in�ujo
del diablo, habían pecado y mancillado el honor de
la Santa Iglesia. Más al principio le costó creer que
ciertos in�eles y apóstatas establecieran algún tipo de
contacto plausible con el demonio meridiano, ya que
creía que tales rumores eran patrimonio exclusivo
del vulgo y la chusma, tan fervientes como apáticos,
tan fanáticos como supersticiosos. Pero ahora era el
mismísimo Valdés quien le reportaba esta informa-
ción; no podía dudar de sus palabras. Qué extraño
ser era aquel que podía establecer contacto directo
con las fuerzas demoníacas, se preguntaba Leopoldo
en ciertas ocasiones. Pero él no había sido concebido
para preguntar, sino para actuar; ¿acaso cuestionaría
alguna vez las razones de Dios? Heresiarca, brujo o
hechicera le daba igual. No merecían el perdón del
Altísimo.
–Decidme, su excelencia –parecía turbado–. ¿Cuá-
les son vuestros deseos?
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Los de Dios, hijo mío, los de Dios –se apresuró a
corregir el Sumo inquisidor, mientras celebraba para
sí la repentina sombra de malestar que nubló el ros-
tro de Bocanegra–. Las zonas catalanas están siendo
evaluadas por nuestros hermanos inquisidores de Za-
ragoza y Valencia, quienes me mantienen informado
al respecto. A vos sin embargo, os tengo otra misión
–su tono era delicado ahora, meticuloso–. Hace años
envié hacia un pueblo cercano a Pamplona, llamado
Monreal, a un clérigo obediente, quien me mantie-
ne informado de lo que ocurre en aquella zona. Fue
con su ayuda que pudimos recapturar al tal Ferrán
y descubrir al �n el paradero de la bruja que tan in-
tensamente hemos buscado; además, me ha contado
algo que creo que os interesará... ¿Os suena familiar
el nombre de Alonso Iturbe y García?
Leopoldo Bocanegra frunció el ceño, sorprendido.
Lo recordaba, por supuesto. El Mastín nunca olvidaba
un nombre, menos aun si se trataba de alguien a
quien había descubierto en herejía. Recordaba con
toda claridad la vergüenza que padeció por la culpa
de aquel sujeto.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
El Sumo Inquisidor pareció asentir, sonriente y
complacido por su propio conocimiento de las pa-
siones humanas. Sus dedos comenzaron a frotar con
delicadeza el borde de la copa.
–Como os decía, envié hacia Monreal a un clérigo
que se ofreció no sólo a investigar, sino a evangelizar
y proteger esa zona –continuó suavemente–, un hom-
bre que ha estado realizando sus tareas acorde a la
fe de Dios. Su nombre es Zacarías. Es un ser curioso,
y a pesar de que ha sido víctima de ciertos inicuos
rumores, me ha sido de gran utilidad. He recibido una
carta en la que me refería que el tal Alonso Iturbe ha-
bía encontrado protección como simple sacristán en
el escondido y viejo monasterio detrás de las sierras
de Leyre –hizo una pausa y sonrió–. Me informó que
sectas en el norte estaban haciendo estragos y que
junto con su amigo, dijo, luchaban por erradicarlas
–sonó una risa más elevada esta vez–. Perdonad el
sobresalto Leopoldo, pero es que sólo al preguntarle
quién era ese amigo del que hablaba, me ha revelado
su nombre. Aun me cuesta creer que se trate del mis-
mo, pues debe de estar muy viejo ya. En �n, nuestro
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
informante es a veces un tanto inocente; confraterni-
zó durante largo tiempo en nuestras propias narices
con ese hereje fraile franciscano. Pero no deseo ser
demasiado duro con Zacarías, ni pretendo que vos lo
seáis. Ya veis que las cosas por los señoríos del norte
no andan bien, y es por eso que tenéis la obligación
santa de dirigiros hacia allí. Sólo vos podréis manejar
la situación correctamente poniendo a esos esbirros
del mal nuevamente en el recto y virtuoso camino
de Dios, y a la vez, atrapar al �n con mi beneplácito
a ese prófugo. Si podéis con�rmar que se trata del
mismo, haremos que pague como es debido –�nalizó
con aire sombrío.
Leopoldo Bocanegra se encontraba ahora absorto
en sus pensamientos. No podía creer lo que sus oídos
escuchaban. Mucho tiempo había transcurrido desde
aquel proceso en la ciudad de Sevilla, donde varios
monjes franciscanos fueron acusados de iluminados
y anabaptistas y quemados en la hoguera. Él mismo
había presidido el auto de fe. Lo recordaba perfec-
tamente, y no sólo por haber sido aquel el primer
proceso llevado a cabo bajo su completo mando. Era
111 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
otro el recuerdo que lo torturaba sin cesar, desde ha-
cía casi veinte años: uno de los involucrados en el
sumario había conseguido escapar a la encuesta del
Santo Tribunal, no sólo una, sino dos veces, y eso era
algo que nunca pudo perdonarse. Fue ese día cuando
Bocanegra juró y se prometió a sí mismo que nun-
ca volvería a cometer el error de dejar escapar a un
heresiarca. Siguiendo pistas y testimonios, lo había
perseguido hasta Logroño. Sin embargo su búsqueda
se vio trunca y fue llamado a Madrid por la Suprema
para asentar de�nitivamente el informe de lo ocu-
rrido, ya que la Orden Franciscana en Logroño era
fuerte y, empeñados, sostenían desconocer el parade-
ro del prófugo, situación que se vio bene�ciada por la
animosidad de la inquisición de Logroño al ver avasa-
llada su jurisdicción. Humillado, se marchó sin haber
podido encontrar el rastro del acusado, quien lo había
burlado nuevamente. Y ahora sería el encargado, por
tercera vez, de darle caza. Era una oportunidad que
no estaba dispuesto a desaprovechar. Recordó viva-
mente el canturreo blasfemo de Ferrán mientras era
interrogado, y supo entonces cómo fue que ese impío
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cillerero conocía ese verso. «Con que formabais parte
de la secta de Sevilla. . . »
El sonido de la jarra entrechocando con la copa
hecha de precioso metal lo sacó de sus cavilaciones.
–Leopoldo –continuó el Sumo Inquisidor mientras
su escanciador se retiraba en silencio–. Partiréis a
cargo de una comitiva hacia Navarra a proclamar el
Edicto de Fe. He recibido una orden explícita del rey
nuestro señor de que marchéis de inmediato y que
llevéis con vos un buen número de clérigos secula-
res. No importa lo que escuchéis ni lo que os digan,
tenéis mi autorización y un poder �rmado para re-
levar del puesto, si es necesario, a cada uno de los
sacerdotes de Pamplona, y de las comarcas rurales
que os queden de paso, como Unzué, Tiebas o San
Vicente. De no colaborar, hasta el mismísimo prior
del monasterio puede ser removido de su cargo –Val-
dés le estiró suavemente un pergamino. Al pie, el
poder estaba certi�cado por él mismo, autorizando a
proceder de la manera indicada–. Las zonas navarras
necesitan ahora pastores que guíen el rebaño acorde
a la fe de Dios Nuestro Señor. Os he preparado al res-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
to de la comitiva, partiréis con ellos por la mañana.
Además designé especialmente a un viejo soldado de
los tercios para que os guíe hasta allí. Seguro habéis
escuchado hablar de Martín Fernández de Álzaga.
«Fernández de Álzaga», repitió para sí Bocanegra.
«Un regadero de susurros hierve donde quiera que
su nombre se alce. Bien es verdad que cada uno lleva
en sí el sol o la tempestad. Buena idea y grave asunto
debe de ser en verdad este».
–Es un hombre bravo y leal –continuó Valdés ante
un nuevo asentimiento de aquel inquisidor de Tole-
do–. Os escoltará y así no tendréis que preocuparos
por salteadores ni bandoleros en el trayecto. Tomad
primero el camino hacia Pamplona, allí os desviaréis
hacia el este, hacia Monreal, en donde os esperará
Zacarías y os dará los detalles. Encontradlo y sacadle
la información que preciséis.
–Así será –contestó al �n–. Marcharé en cuanto
vuestra voluntad lo disponga, su Excelencia, pero es
preciso que me saquéis de una duda, pues tengo por
cierto que la Inquisición de Logroño tiene la juris-
dicción en Navarra. Cómo pasaré yo por alto tal des-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
consideración una vez más. . . –si bien parecía sentir
grandes deseos de marchar de inmediato su planteo
resultaba acertado. Pero Valdés se había adelantado
nuevamente.
–Cierto es, Leopoldo. Sin embargo podéis a�rmar
que os mando en misión o�cial. Si alguien duda de
vuestras palabras, hacedme llegar el nombre y lo so-
lucionaré de inmediato.
Bocanegra parecía satisfecho con las seguridades
recibidas. Dios le había dado �nalmente la oportuni-
dad de redimirse de su anterior fracaso, y luchar en
su favor lo enorgullecía.
–Por otra parte, es preciso que no olvidéis lo so-
cavado de esas criaturas, como asimismo lo que ese
Ferrán ha dicho, Leopoldo –continuó el Sumo Inqui-
sidor, y como recordando el hecho, agregó–. ¿Aún
permanecen con vida, no es así?
El grave inquisidor de Toledo se limitó a mover
a�rmativamente la cabeza.
–Mejor así. . . bien; los mantendremos encerrados
hasta vuestro regreso. Por su bien y el de la Santa
Iglesia espero que tengáis éxito en vuestra misión.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Apresad a los sacerdotes ineptos, ya veremos que ha-
cer con ellos –indicó con un gesto desinteresado de
la mano–. Por otro lado, anunciad que un auto de fe
ha de practicarse si es necesario en esa bruja prófuga,
si la colaboración no es la esperada –su mirada se
volvió sombría, impetuosa–. Pero traed sin falta a su
hija ante mí, y tened cuidado al hacerlo, es peligrosa.
No os dejéis engañar por su apariencia ordinaria. Esa
niña posee cierto poder, y os lo mostrará si la dejáis.
Hay cosas que deben permanecer veladas, conoci-
mientos que deben ser anulados, y libros que deben
ser devueltos a las sombras de donde han salido. Si
antes os he revelado ciertos detalles, sólo lo he he-
cho porque confío en que estáis ya preparado para
procesar tales verdades. . . –dijo mientras lo miraba
directamente a los ojos–. . . . debemos por todos los
medios recuperar lo que por culpa del traidor Ca-
rranza se nos ha arrebatado. El Oráculo alquímico es
un instrumento poderoso, debéis traérmelo para que
pueda encerrar por siempre los secretos que nunca
han de haber salido a la luz. Después de todo, la culpa
de esto es sólo mía...
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Fuerte es el agravio, monseñor; desengañaos de
ello, pues esto no tiene otro culpable sino el diablo.
–Tal vez, tal vez. Pero a veces el diablo actúa a
través nuestro sin darnos cuenta. El diablo es ladino,
nos engaña Leopoldo. Algunas de nuestras decisiones
nos las susurra él, y no el Altísimo. No os sorprendáis
por ello; no está a nuestro alcance el darnos cuenta,
pues todos nosotros somos pecadores. Sólo una vez
reveladas las consecuencias de nuestros actos pode-
mos saberlo. Es por eso que no basta decidir, hay que
seguir el recorrido de esas decisiones para ver en qué
desencadenan; mirar para otro lado no signi�ca que
hemos decidido sabiamente, ni siquiera aun cuando
hayamos obtenido algún rédito al respecto.
–No os entiendo, Su Excelencia, ¿qué queréis decir
con eso?
–¿Sabíais que hace años, en Granada, nos reuni-
mos para determinar qué tipo de actitud tomar contra
un brote de brujas desatado en Navarra? Sí Leopoldo;
y fui justamente yo quien optó por mantener una
actitud demasiado compasiva contra las versiones
que surgían de aquel lugar. Aun lo recuerdo; sostuve
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que eran puros cuentos, que no debíamos incurrir
fácilmente en la creencia de tales cosas. Discutimos
el problema en Granada, y aunque la mayoría de los
reunidos consideró como verdaderas las confesiones
de las brujas, una minoría más decidida manifestamos
que las confesiones eran poco más que engaños. Fi-
nalmente sostuvimos de común acuerdo una política
benigna hacia aquel proceso. Corría el año 1526 Leo-
poldo, hace ya casi treinta años; era joven e inexperto.
Hasta ahora me desengaño del error cometido. Sin
embargo, mucho después, cuando se os ordenó volver
de Logroño, tuve a bien el enviar bajo mi protección
a algunos clérigos de con�anza hacia esos lugares
para que me reportaran el avance de esa situación
brujeril, más aun luego de un incidente ocurrido en
Praga. Y ya veis que no me he equivocado con Zaca-
rías –Valdés bebió lentamente de su copa y respiró
profundo–. Por eso debéis traérmela, es mi responsa-
bilidad acabar con mis propias manos con la brujería
que yo mismo fomenté sin desearlo y espero haber
encontrado en vos un servidor �el y discreto, antes
bien, dispuesto a realizar la tarea.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Sobre los Evangelios, juro que no os engañáis,
monseñor –respondió solemne.
–Además –continuó con seriedad– será un ejemplo
claro y un mani�esto directo a través del cual com-
prenderán nuestro desacuerdo sobre ciertas políticas
llevadas a cabo en el Vaticano por ese sinvergüenza y
pér�do de Carlo Carafa, quien además de ciertamen-
te haber corrompido con su ponzoña tanto al Santo
Padre como a Roma, tan infecta en estos tiempos,
facilitó que hasta un simple hereje como Lutero haya
logrado desestabilizar los cimientos de nuestra inma-
culada cristiandad. No podemos permitir que esas
sectas de perdición acampen sin más por el reino es-
pañol. Cuento con vos Leopoldo, necesitamos acallar
el mal para siempre –�nalizó suavemente el Sumo
Inquisidor.
–No os preocupéis, su excelencia. Tendréis a esa
mala semilla ante vuestros ojos en poco tiempo, tal
y como me lo habéis solicitado; de ninguna manera
permitiré que esa plaga se siga dispersando. Por otro
lado, adaptaré mi conducta a vuestros consejos, y
si así fuere necesario cada uno de esos pueblos ten-
119 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
drá un buen pastor que cuide de sus ovejas como es
debido.
–Deberéis sin embargo manejaros con prudencia,
hijo mío –recomendó Valdés, persuasivo, mientras
ladeaba delicadamente la copa en su mano–. Es cierto
que es indispensable separar a los pastores que no
cuidan de su rebaño, como vos decís, pero debe ha-
cerse de manera en que no queden completamente
expuestos al desprecio de los demás. Recordad las
enseñanzas del grande Torquemada: sabéis muy bien
que su severidad en la persecución de los herejes fue
grande y que devotamente estableció las normas que
dieron tanta y temible fama a nuestra institución, sin
embargo aseguró que no es, digamos, conveniente,
que se actúe de manera en que los �eles vean que un
guía puede fácilmente sucumbir ante los efectos del
Maligno. Ya San Umberto, tan conocido en el mundo
de la erudición, indica sabiamente: “si un pastor falla,
hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si
las ovejas empezaran a descon�ar de los pastores!”
(1)
Leopoldo Bocanegra estuvo de acuerdo y Valdés
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
pareció complacido. Se levantaron lentamente. Ya
no había nada que decir; El Mastín se acercó hacia
el Sumo Inquisidor quien con el beso de la paz dio
por terminada la reunión. Lentamente abandonó la
enorme sala. Las débiles llamas de los candelabros de
oro �nalmente se extinguieron. Dentro sólo quedaban
Valdés y el silencio; un silencio tan pesado que parecía
corpóreo, denso e impenetrable.
Desde la profunda oscuridad, el inquisidor general
llamó a su lacayo.
–Haced preparar mi carruaje Jorge. Por la mañana
partiremos a Extremadura –anunció de forma caden-
ciosa, satisfecho. «Es tiempo de que el viejo �rme,
sí», fue lo siguiente que dijo, pero para sí. El joven
asintió en dos oportunidades y se marchó veloz y en
silencio hacia las estancias de las caballerizas.
La mirada �ja en la nada de la máxima autoridad
de la inquisición española parecía escrutar a la per-
fección aquella enorme y lujosa sala. Bebió un buen
sorbo de aquel formidable vino de Ánjou y depositó
la copa vacía delicadamente sobre la mesa. Sus manos
acariciaron el �no y extraño medallón que llevaba ce-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ñido al cuello: sólo las letras alfa y omega, una a cada
lado de la imagen, podían vislumbrarse en aquella
oscuridad. Sus �nos y rosados labios se ensancharon,
mientras sus gélidos ojos esmeraldas chispeaban, an-
siosos. Debía moverse con rapidez, pues sentía que
el curso de los acontecimientos al �n lo favorecía.
122 334
VII | EL ORÁCULO
FRAY ALONSO FUE EL PRIMERO EN INGRE-
SAR A LA ENORME BÓVEDA Y observar
con cierto resquemor el pasadizo que lle-
vaba hacia la cripta: todo marchaba bien; la poterna
estaba perfectamente tapada por la cortina y el fondo
falso que impedía vislumbrar siquiera el hueco de
entrada. A excepción del prior y de él mismo, sólo
Tristán conocía con exactitud los distintos recovecos
y secretos de aquella imperecedera construcción y de
la existencia de la portezuela oculta que conducía a
la vieja cripta en desuso. Sintió sin embargo, que el
nerviosismo le inundaba la boca de un sabor amargo,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
al recordar que también Ferrán, el antiguo cillerero,
conocía aquella entrada.
Escuchóse entonces un golpe seco en la puerta y
por unos momentos todo fue silencio; tras ordenar a
los familiares mantenerse a distancia prudente, el in-
quisidor había ingresado el ultimo, cerrando la puerta
tras de sí.
El viento azotaba ahora en el exterior. Los puebleri-
nos se miraron unos a otros, extrañados pero sin salir
jamás de su acostumbrada apatía, propia en la gentu-
za rural, para luego desentenderse lentamente de la
situación. La visita inesperada de un representante
del Santo Tribunal resultaba ciertamente un aconteci-
miento excepcional, pero sus estómagos no se llena-
ban con visitas, antes bien y conociendo éstos la regla
general, visitas extraordinarias requerían más trabajo
y privaciones. Se divisaban a la vez algunas nubes
de tormenta, por lo que decidieron al �n continuar
con sus labores diarias para que la lluvia amenazante
no les echara a perder los pocos alimentos con que
contaban. Así las cosas, el lugar fue despejándose y
los aldeanos volvieron a refugiarse en la felicidad en
124 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
la que dulce y cotidianamente se arropa el ignorante.
Mientras, dentro de la nave principal la voz de
Bocanegra retumbó por todos los rincones del amplio
salón.
–Parece, monseñor, que en estos días, por solicitud
del arzobispo de Sevilla, el Sumo Inquisidor Fernando
Valdés y Salas, y para cumplir con la santa tarea que
me ha sido encomendada por Dios Nuestro Señor,
tendré que ocuparme de unos hechos deplorables en
los que se huele la pestífera presencia del demonio
–su voz era severa, cortante. Su mirada gélida se po-
saba implacable en el gordo prior–. Me han contado
que justamente aquí, las escuadras del mal libres de
toda represión, inclinan la balanza hacia su lado. Ayu-
dadme en mí empresa, y os prometo que no buscaré
vuestra ruina. Vengo por una joven y sé que la co-
nocéis pues se me ha informado que se encuentra
entre vuestro rebaño –continuó mientras comenzaba
a caminar lentamente observando con detenimiento
la inmensa sala–. Es hija de una meretriz, una de las
hechiceras poderosas de Valladolid a quien, según
entiendo, conocéis como una simple ermitaña, pero
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que ha escapado hace tiempo a un proceso iniciado
en su contra –continuó con vaguedad mientras estu-
diaba los motivos sobrios de los capiteles. Notó sin
embargo, admirado, que sus cimacios de círculos y ra-
yas caprichosas comprendían puntillados profundos
y notables. Luego, como si tal cosa, retornó la vista
hacia el grupo–. ¿Os suena familiar? Contadme cuan-
to sabéis, y os ruego me digáis la verdad –concluyó
amenazante.
Observó el prior a fray Alonso con cierto subter-
fugio, mientras de su eminísima frente y de su fofa
papada brotaban las primeras gotas de un sudor frío,
pues lo veía casi cotidianamente pasear con la joven.
La conocía, por supuesto, o creía reconocerla, pues
estaba seguro de que se trataba de esa bella muchacha
morena que solía frecuentarlo. A la vez, las noticias
acerca de su accionar en Valladolid lo extrañaron, tan-
to como el proceso que la tal ermitaña había sufrido
había sufrido en el pasado; pero para nada lograron
sorprenderlo, pues corrían rumores acerca de la na-
turaleza de aquella mujer extraña. Por tanto, la caída
en desgracia de la propia hija avalaba los rumores
126 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que de la madre proliferaban, y por supuesto que no
deseaba a la inquisición allí, mucho menos si lo acusa-
ban de buenas a primeras de encubrir a una prófuga,
una niña que según sus propias sospechas, provenía
de una cimiente in�el que practicaba la brujería, o
algún tipo de arte oscura y maligna tan en aumento
en esos tiempos. Sin embargo tampoco podía dejar al
descubierto así como así a su buen sacristán. Después
de todo, lo había acogido fraternalmente hacía largos
años, por intermedio del viejo Ferrán es cierto, pero
aquello no evitaría que se le creara un sumario por
ayudar a quien, en el pasado, también había escapado
de la Inquisición. Entre tanto pensamiento una idea
surgió triunfante.
–Ejem, pues que debéis saber, hermano Bocanegra
–comenzó agitado y presuroso– que la tal abomina-
ción no vive entre esta pobre gentuza –aclaraba sin
parar de asentir con la cabeza y señalar hacia las
puertas–. Según he escuchado se vale por sí sola, con
seguridad con ayuda del diablo, es claro ahora que
lo decís, en el bosque a unas cuantas leguas de aquí,
cruzando incluso lo que vosotros conocéis como sie-
127 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
rra de Errando, camino al pueblo de Guesa. Es de mi
opinión el que deberíais buscarla allí.
–Mucho me temo no haberme explicado bien an-
te vuestra Eminencia –cortó secamente El Mastín–.
No estoy buscando a esa bruja, sino a su peligroso
esbirro –aclaró tajante–. Es imperativo encontrarla
ya que posee, sólo digamos que algo muy preciado
para Dios. Según entiendo, monseñor, mora hoy en
los lindes del bosque, no muy lejos de los alrededo-
res del monasterio, por tanto, debe de estar cerca en
estos momentos. Por cierto, que me alegra ver que
sabéis bien de quién estoy hablando –observó al prior
directamente a los ojos, mientras éste agachaba la ca-
beza, impotente–. No querría pensar que una �gura
paternal como la vuestra, que debe salvaguardar la
integridad espiritual de los habitantes desconoce los
movimientos de su propio rebaño. Sería inconvenien-
te, lo sabéis, que la Santa Inquisición tome cartas en
el asunto y ponga vuestro puesto en peligro. Antes
bien, imagino que no iríais a correr ese riesgo al pun-
to de que os con�squen vuestros privilegios por una
información tan sencilla, ¿no es así?
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–¡Escupid dónde está la bruja! –increpó a la vez
el Mesías al franciscano–. Ese súcubo depravado y
fornicador desea utilizar el Oráculo de la alquimia.
¡Entregadla de una vez!
–Y vos, ¿tenéis algo para decir? –continuó Boca-
negra, volteando también hacia el fraile Alonso con
aire severo, mientras entrecerraba ligeramente los
ojos–. Plena era mi con�anza de que os hayáis pues-
to a bien con Dios luego de daros una oportunidad
de redención, sin embargo llegó a mí la triste noticia
de que os entendéis muy bien con la joven que busco.
Es preciso, ya que vuestra memoria puede abando-
naros, que os la refresque un poco –e hizo un gesto
con la cabeza a Anselmo, quien salió de inmediato de
la nave. En cuestión de segundos volvió seguido del
enorme Fernández de Álzaga en cuyos musculosos
brazos se retorcía una mujer andrajosa a quien Alon-
so reconoció al instante. Sus ojos se nublaron por
un momento, velados por las lágrimas que arrima-
ban al sentir un dolor opresivo en su pecho. Apreció
los hematomas en el rostro absorto y lejano, y sus
ropas desgarradas dejaban a la vista grandes partes
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de aquel cuerpo desnudo. No lograba entender có-
mo habían podido dar con ella. ¿Acaso no se había
marchado aun? A esas alturas, se dijo, la esperaba ya
muy lejos del monasterio y no podía creer por ello
que la desgraciada Mal-alma había sido capturada, y
por uno de los inquisidores más temibles del reino. Su
suerte estaba echada. Una sensación que lo quemaba
recorrió su cuerpo, atravesó abruptamente su pecho,
y se instaló en su garganta, anidando allí como un
volcán a punto de entrar en erupción.
–¡Pero qué signi�ca esto! –sostuvo escandalizado–.
¿Es que creéis digno este trato hacia una criatura
de Dios? ¡Y en su mismísima casa. . . ! ¡Exijo que la
soltéis!
–¿Exigís? –replicó Leopoldo–. ¿Qué os hace pensar
que tenéis derecho a exigir? El que hayáis sido exi-
mido una vez de comparecer ante el Santo Tribunal
de Dios no signi�ca que os perdonaré vuestra ofen-
sa. Tarde o temprano acabaréis como debe ser, con
el destino que os corresponde, despreciable y ruin.
¿EXIGIS? –repitió gravemente El Mastín, como si esa
sola palabra le representara una ofensa terrible.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
El bueno de Ambaraleón Castañeda se mantenía
al margen, lo su�cientemente acobardado como para
no emitir sonido. El temperamento del inquisidor lo
abrumaba y la amenaza de desplazarlo por incompe-
tente germinaba en él sus primeras oscuras raíces, y
ahora no podía pensar en otra cosa que en su cuer-
po pudriéndose en una celda oscura, mientras sus
privilegios les eran arrebatados por el Santo Tribu-
nal. Se descubría ciertamente débil y apocado ante
la fatalidad, pero no idiota: no había llegado a prior
por comportarse como paladín de la justicia. Desde
hacía ya largos años, quien lo mirara, no vería en él
precisamente a un héroe, dado que sus botas habían-
se embarrado alguna que otra vez en su ascenso al
poder. Pareció salir de su letargo, precipitado y casi
sin aire ante la urgencia, se dirigió a fray Alonso.
–¡Hablad hermano, por vida del Papa! Sabéis que
son enemigas de la verdadera fe. Si tenéis algo de
piedad hablad, brindad la información que se os pide,
y liberad de esta suerte a nuestro monasterio y a esta
pobre alma descarriada –acusó escandalizado.
–¡Aaahh! Así que el hereje continúa aun en la sen-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
da del pecado –acotó el viejo dominico. Luego, con
un movimiento brusco tomó a la ermitaña de los ca-
bellos y la arrastró hasta delante del fraile– ¡Hablad
pues, impío! ¡O acaso tenéis comercio con esta bruja!
–rugió mientras zamarreaba salvajemente a la pobre
mujer, quien comenzaba a gemir con desesperación.
Alonso estaba atónito, pues difícil le resultaba creer
que todo aquello volviera a repetirse. Qué conjunción
divina del ilimitado cosmos permitía la existencia de
religiosos como aquel monje, cuyo fanatismo y se-
veridad en el cumplimiento de lo acordado por la fe
católica le atribuía el apodo de El Mesías, se pregun-
taba. Levantó la cabeza; sus ojos rojos contenían el
brillo de la impotencia.
–Sois débil de fe Alonso, siempre lo fuisteis –in-
terrumpió Bocanegra–. Os invito a confesar lo que
sabéis. ¿O acaso sigue siendo vuestro deseo arder en
los fuegos eternos? ¿Dónde está la joven? –pregun-
tó sin perder nunca del todo la calma. El inquisidor
se manejaba muy tranquilo, acostumbrado a los mo-
mentos de tensión. Se valía de un arma formidable
que utilizaba hábilmente en el ejercicio de su fun-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ción: el miedo del otro. Parecía olfatearlo, y cuando
lo sentía, no perdía la oportunidad–. Miradla: arderá
si no mostráis compasión –continuó–. Aprovechad
la posibilidad que os otorgo de abandonar de una vez
y para siempre vuestra herejía.
Un pesado viento recorrió de pronto la nave. Las
débiles y parpadeantes luces de velas y bujías se apa-
garon de súbito, y el re�ejo intermitente de un sol
diáfano que ingresaba tímido desde lo alto a través
del tragaluz circular alcanzó para que el fraile creyera
ver cómo el rostro del Cristo en la cruz resplandecía,
mientras los surcos de sangre que manaban de sus
ojos y de su frente por obra de aquella corona espi-
nosa, parecieran avivarse intensamente, como si la
pintura fuera fresca una vez más, como si esos anti-
guos estigmas antes abiertos por la traición de Judas
volvieran ahora a sangrar ante la Historia, siempre
empecinada en repetirse. Conmocionado y aturdido,
sólo una cosa se cruzó por su cabeza. ¿Acaso estaba
dispuesto a confesar?
Leopoldo Bocanegra sabía muy bien cómo trans-
formar en pánico el miedo de sus víctimas.
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VIII | VESALIO
LAS EXEQUIAS ESTABAN A PUNTO DE
CONCLUIR. Finalmente la ceremonia pós-
tuma del Cardenal Bernardo del Carpio se
había llevado a cabo. Tras su sorpresiva y extraña
muerte, un conmocionado vaticano oraba por el des-
canso eterno de aquel hombre de la curia a quien
muchos habían creído el futuro sucesor al trono del
apóstol Pedro. Sin embargo allí estaba: frío y rígido,
mientras su espíritu y convicciones ascendían a los
cielos junto con el vaporoso humo de los inciensos. El
Sumo Pontí�ce de Roma lo observaba todo, impasible,
mientras encabezaba con sosiego la celebración.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
La voluntad de seguir servilmente y alinearse a
las decisiones del napolitano Gian Pietro Carafa ha-
bía aumentado en los últimos días, dado que poco a
poco y en el tiempo que llevaba a cargo del control
del mundo cristiano habíanse sucedido ciertos trá-
gicos acontecimientos que lo convertían en un pilar
indómito. Deseaba éste demostrar que sus medidas
fortalecerían la fe de antaño, venida a menos en los
últimos tiempos por las actividades de los luteranos y
calvinistas «Reformistas, se dicen. . . ¡Condenación a
los herejes!», se le escuchaba vociferar con recurren-
cia. No le resultaba demasiado difícil ahora obtener la
aprobación sin miramientos de la sede del Vaticano
en la mayoría de sus decisiones, ya que gran parte de
los cardenales habían sido persuadidos para otorgarle
su apoyo, conociéndolo como un estricto y fanático
defensor de los intereses espirituales y económicos
de Roma. Por otro lado, la misteriosa muerte del car-
denal Del Carpio, uno de sus enemigos más acérrimos
dentro del colegio de cardenales y serio aspirante a
portar el Anillo del Pescador, terminó por convencer
a los rezagados a inclinar, sabios y prudentes, su favor
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
hacia aquel napolitano.
No eran una novedad los rumores de que una mano
negra y oculta había contribuido, no sólo al precipi-
tado ascenso del anterior Santo Padre Marcelo II al
reino celeste, sino también a acallar las voces contra-
rias a las radicales ideas que el nuevo pontí�ce había
establecido en su particular forma de llevar adelante
los preceptos de la Iglesia. Y esa mano negra tenía
nombre y apellido; Carlo Carafa, el sobrino de su
Santidad, era mejor conocido por su temperamento
ambicioso y despiadado en lugar del carácter angé-
lico que más convenía a su condición de Cardenal.
En una Roma viciada de intrigas, nadie se atrevía a
enfrentarse a quien con tanto empeño susurraba y
envenenaba, utilizando todos los medios a su alcance,
la mente enfebrecida del viejo Pontí�ce.
Claras eran en Roma las aguas para el astuto, mien-
tras que profundas y turbulentas lo eran para el in-
genuo, pues no se engañaba quien creyera que para
sobrevivir allí debíase andar con cuidado, prudentes
y no ligeros a dispensar juicios que pudieran ser es-
cuchados por oídos poco escrupulosos e indiscretos,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
y evitar de esta manera sufrir el acecho de la misma
implacable mano que había, sospechaban muchos, da-
do la orden para enterrar ahora al viejo Bernardo del
Carpio. Se decía que Carlo Carafa contaba con espías
hábiles que trabajaban secretamente para él, y que al
marchar hacia Francia los había dejado al servicio de
su tío, según decía, para ayudarlo en la lucha contra
los enemigos de la Iglesia. Guerolamo, el nonagenario
monje, por ejemplo, quien demostraba que su amis-
tad podría ser muy conveniente. La promesa de Paulo
IV de convertirlo en cardenal para que desempeñe
el cargo vitalicio de camarlengo, parecía alentarlo a
inmiscuirse aun más entre los círculos privados. El
sumo pontí�ce creía tenerlo controlado bajo su ala,
y lo utilizaría para descubrir las opiniones y diferen-
cias que algunos aun pudieran sostener en su contra.
Sabía que acostumbraba a reunirse en secreto con
prelados, sobornaba camareros y hasta pagaba a sir-
vientes y pinches de cocina para hacerse con valiosa
información. Tenía por cierto que cuando el anciano
benedictino se enterara de que alguien concebía ideas
diferentes a las propias, inmediatamente se dirigiría a
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
informarlo acerca de todo y cuanto lograba descubrir.
Eso bastaría para que Vesalio, el más peligroso de
los secuaces que su sobrino le había dispensado, des-
pertara del letargo y desde las sombras más siniestras
y oscuras se extendiera y se abalanzara imperceptible
sobre sus enemigos.
Nadie sabía a ciencia cierta quién era; no conocían
sus facciones, no había descripción que echase luz
a su existir. Y le temían justamente por ello, porque
realizaba su trabajo como ningún otro, sembrando
el caos y el terror a su paso. Aparecía en claustros
malolientes y habitaciones lujosas por igual, de la
nada, como una sombra camu�ada en la inmensa
oscuridad de la noche, una silueta hecha por completo
de silencio y negrura. Tras sus sinuosos movimientos
la vida se disipaba, se extinguía como la llama se
extingue en el pantano. Así amedrentaba más y más
a los pocos imprudentes que aun se alzaban en contra
del sumo Pontí�ce. En Roma, todos, explotados y
explotadores, tenían en claro que vivían más en un
mercado que en la corte del representante de Cristo.
Era el paraíso para asesinos como él, para los hombres
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de su raza.
Vesalio acostumbraba esperar obediente la orden
de su amo Carlo para ajusticiar debidamente a quien
osara entrometerse en su pér�do camino, y ahora
y por orden de aquel, de quien se interpusiera tam-
bién en la senda febril del Santo Padre. «El hombre
sin rostro», decían algunos; «La Cuarta Parca» a�r-
maban otros. Su fama crecía noche tras noche en el
submundo donde se movía. «La Cuarta Parca», susu-
rraban. Sus habilidades preocupaban dentro y fuera
de las paredes de la Basílica de San Pedro, en donde
el menor ruido, la más imperceptible de las brisas,
el parpadeante e inocente movimiento de las luces
desprendidas por una mísera bujía, bastaba para disi-
par cualquier reunión y acallar cualquier intriga; sin
excepción se dispersaban huyendo precipitados ya
que todos temían caer bajo el in�ujo del cuchillo de
aquel ser, siempre deseoso de derramar en torrentes
escarlata el líquido vital de aquellos que no concibie-
ran las mismas ideas que su protector. La tensión y
el temor a ser reprendido por esa presencia oscura
como el pecado eran manejados con astucia por el
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ambicioso y cínico Cardenal, quien representaba por
esto el brazo perverso del Sumo Pontí�ce. «El hom-
bre sin rostro». La Cuarta de las Parcas andaba suelta,
decían, y no era conveniente abrir la boca de manera
imprudente y precipitada.
Los pocos que conocían a Vesalio no se atrevían si-
quiera a mirarlo de frente, cuyo rostro se rumoreaba,
era tan lúgubre y espantoso como la muerte. Más a
pesar de esto, la codicia en Roma era grande, y algu-
nos cardenales contrarios a Carlo Carafa acudían con
temeraria obstinación, de vez en vez, al submundo
de los criminales romanos, con ideas de contratar a
alguien capaz de sacar del camino a aquel que, según
se acusaba en cerrados círculos, tanto había envene-
nado las ideas del Sumo Pontí�ce. Pero el hampa toda
se negaba, ninguno de ellos aceptaba paga alguna. To-
dos conocían a quien, agazapado entre las sombras,
protegía a aquel hombre sin escrúpulos. La muerte
lo rodeaba, y los últimos que se habían atrevido a
conjurar contra él, ya nunca podrían volver a hacerlo.
Cualquier hombre habituado a las ingratas tareas del
crimen conocía esto. La Parca rondaba, y sus hilos
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
eran demasiado largos, tanto que El Papa contaba,
a pesar de la permanencia de su sobrino en Francia,
con cierta inmunidad. Por orden de Carlo, Vesalio
permanecía ahora siempre junto al pontí�ce, prote-
giéndolo y realizando el trabajo sucio, como la bestia
siempre �el a la mano que durante tanto tiempo bien
le ha dado de comer.
La misma noche de las pompas fúnebres del car-
denal Del Carpio, momentos después de terminar su
escarmiento, el sicario del Cardenal Carafa se encon-
traba deambulando por los alrededores de la Basílica.
Todo parecía bajo control, desarrollándose en com-
pleta calma y según lo previsto. El plan había sido
repasado con exactitud la noche anterior, por lo que
su presencia en Roma era ahora circunstancial. La
discreta comitiva proveniente de Madrid había mar-
chado por la tarde del día anterior, luego de que Paulo
IV los despidiera con la promesa y garantía de que
aguardaría a la recuperación del antiguo rey para re-
solver asuntos de política. Sin embargo, Vesalio sabía
que las palabras y recomendaciones del viejo y astuto
Guerolamo habían calado hondo en el Santo Padre,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
lo supo en cuanto lo escuchó, en cuanto observó la
duda en el rostro delgado y furibundo del anciano
pontí�ce aquella noche; supo que el colérico y des-
gastado viejo estaba dispuesto a dispensar incluso de
su propio guardián con tal de darse en averiguar exac-
tamente lo que Valdés se traía entre manos. Luego de
la partida de la delegación castellana, y siguiendo el
consejo del bibliotecario, le ordenó que los siguiera
sin perder tiempo, ya que los españoles llevaban más
de un día de ventaja. «Yo hablaré con Carlo, Vesalio.
Necesito que hagáis esto por mí sin perder tiempo»,
le había encargado.
Vesalio se dirigió entonces hacia las oscuras antípo-
das de Roma, a aprovisionarse de insumos necesarios
para salir de cacería. Ingresó a una fría y húmeda
taberna de aspecto realmente miserable. Algunas mi-
radas sombrías se dirigieron a las puertas, pero rápi-
damente se desviaron, se desvanecieron al comprobar
de quién se trataba. Caminó unos pasos hacia una
mesa alejada del ajetreo nocturno, atravesando una
marea de hombres y mujerzuelas que corrían obsce-
namente por el salón, sin pudor a que sus prácticas
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
voluptuosas fueran allí a la vista de todo el mundo.
Vesalio alcanzó la mesa que buscaba y se sentó. Todo
parecía normal; música y hombres entregándose a
los muchos placeres que otorgaba la carne; alguna
riña alentada por el alcohol, no mucho más. Dirigió
su mirada hacia el mostrador y pudo distinguir, fu-
gaz, a dos sujetos que lo observaban �jamente. Les
restó importancia y continuó sumido en sus oscu-
ros pensamientos. Era la última noche que pasaría
en Roma, ya que Paulo había sido claro al respecto,
ordenándole partir de inmediato tras la preciada in-
formación. Al igual que aquel, Vesalio también creía
que el tal Guerolamo tenía razón y que el empleo
de toda su habilidad resultaba necesario, pero no allí
en Roma donde ya todos temían contrariar al Sumo
Pontí�ce. Sin embargo él no con�aba en aquel viejo
monje pues resultábale del todo despreciable y era
incapaz de darle algún crédito a sus palabras; tal vez
sus enormes ojos huidizos, su sonrisa traicionera o
sus susurros cargados de acertijos, no lo sabía, pero
no con�aba en él. Sin embargo el Papa deseaba por
sobre todo ver de una vez concretarse con éxito sus
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
planes concernientes al arzobispado de Toledo y al
control absoluto sobre el Consejo de la Inquisición y
economía españolas, y creía que enviándolo podría al
�n socavar la información que le asegurase su propó-
sito. Nadie podría pues convencerlo de lo contrario, y
su principal consejero estaba a unos cuantos cientos
de leguas de distancia como para lograr persuadirlo.
El camarero se acercó a la mesa. Era un hombre-
tón enorme y de aspecto patibulario. Una cabellera
enmarañada se alzaba arriba de sus pobladas cejas
negras. Sus facciones, anochecidas por una espesa y
oscura barba, descubrían a un hombre rústico pero un
semblante timorato �otaba ahora en sus ojos. A pesar
de su aspecto de ru�án no lograba esconder el temor
que le provocaba dirigirle la palabra a aquel sinies-
tro y oscuro personaje. Su espasmódica mano limpió
lenta y delicadamente la mesa del asesino, tomando
unas jarras con algo de líquido que habían quedado
de algún cliente mientras Vesalio lo observaba por
debajo de la capucha.
–¿Qu...qué vais a beber, mi señor? –alcanzó a bal-
bucir el enorme camarero.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Ppsss... –chistó con desprecio por toda respues-
ta, y con un movimiento de cabeza le indicó que se
largara. El gigante hizo una reverencia y se retiró ca-
minando hacia atrás, pero una pareja de mujerzuelas
que escapaban de las lascivas manos de un bebedor
se le atravesó, y las jarras que el infeliz llevaba de
vuelta hacia la cocina volaron fatalmente por el aire.
El poco líquido que aun contenían se dispersó muy
cerca del peligroso Vesalio, mientras que el estruen-
do provocó gran risa entre los borrachos del lugar,
que eran muchos. Pero el camarero, lejos de reír, y
una vez repuesto del incidente, sujetó del cuello al
acosador con tal energía que podría haberle roto los
huesos.
–¡Mirad lo que habéis provocado, miserable! –tro-
nó con brutalidad, mientras arrimaba con fuerza her-
cúlea la cara del pobre infeliz a sus botas. El borracho
era incapaz de defenderse de aquel gigante, y cuan-
do comenzaba a rezar su último pésame fue liberado
�eramente a unos pocos centímetros del piso–. La
próxima os daré por culo y os mandaré a volar de
aquí –vociferó furioso. Observó luego y de soslayo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
al asesino, que para su fortuna y felicidad no había
reparado siquiera en el incidente; en lugar de eso,
notó que observaba en dirección a la barra. Sus ojos
punzantes habían detectado algo y el camarero así
lo comprendió, pues luego de voltear descubrió que
dos hombres, antes parados en frente del mostrador,
se dirigían lentamente hacia ellos. Algo no andaba
bien allí, pensó. Siempre que había visto a ese a quien
llamaban Vesalio rondar por su posada, lo hacía sólo,
y tenía por cierto que no toleraba la compañía de
nadie. Sin embargo los ru�anes seguían acercándose
temerariamente. Debía hacer algo o habría proble-
mas, lo sabía. Se interpuso al �n en el camino de esos
dos sujetos.
–¡Eah! ¿Pero qué queréis vosotros, par de chi�a-
dos? –los increpó observándolos con cara de pocos
amigos–. Largaos de aquí bellacos, que no quiero
problemas esta noche.
Uno de los hombres era de corta estatura. Ape-
nas le llegaba al camarero por encima del ombligo.
Su aspecto era sin embargo odioso: calvo, con ojos
pequeños y muy profundamente incrustados en su
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cráneo; unos dientes pútridos dejaban deambular li-
bremente su halo de fetidez insoportable. Parte de
su rostro parecía carcomido por alguna enfermedad
virulenta, pues aun se descubrían las marcas de pasa-
das pústulas en la piel. El otro, sin embargo, era alto,
inclusive tanto como él mismo, pero de complexión
más menuda. También, al igual que Vesalio, sus fac-
ciones estaban cubiertas por una capucha, o por un
momento lo estuvieron, ya que no tardó en quitársela,
dejando ver un rostro a�lado de piel curtida sin que
faltase en aquel la astucia de zorro, enmarcada en
una �na y delgada nariz aguileña y un prolijo bigote
que se ensanchaba hacia los costados. Entrecerró este
extraño hombre ligeramente los ojos, y acariciando
suavemente la punta de su bigote acercó su cara a la
del enorme camarero, como realizando un esfuerzo
por entender las palabras que éste les había dicho.
–¡Ola, ola! Que si no van a beber o a follarse a
alguna de mis putas, antes bien deberíais largaros de
aquí. Os he dicho claramente que no quiero disturbios
en mi posada.
El hombrecito calvo soltó una mueca que parecía
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ser una sonrisa. Fue un gesto inocente pero despre-
ciable, que provocó en el camarero ganas de partirle
el cráneo de un golpe sin esperar un segundo. Esa
criatura más se parecía a una musaraña que a un
ser humano, se dijo mientras lo observaba con asco
in�nito. El enano seguía riendo, parecía divertirse,
a la vez que emitía una in�nidad de sonidos y ge-
midos guturales resultando evidente para el gigante
del delantal que aquel hombrecito carecía de sano
juicio. Estaba a punto de propinarle un buen golpe,
harto ya de sus muecas grotescas, cuando la voz de
su acompañante lo distrajo.
–Sería inteligente y conveniente para vuesamercé,
que nos dejéis pasar –habló pausado, con una voz
tan cansina que hasta parecía amable. Su imperfecto
italiano sonaba sugerente, cadencioso y hasta delica-
do, como el de un gentilhombre, aunque se notaba
un notorio y vulgar acento español, que nada tenía
que ver con cortesano alguno.
El gordo quedó atónito al escuchar esa voz tan sua-
ve y aletargada, tanto que en principio no supo cómo
reaccionar. Su confusión quedó atrás cuando oyó los
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
mugidos del enano que babeaba mientras sonreía con
inocencia. El camarero no quería problemas, Dios
sabía cuánto le disgustaba echar a patadas de su esta-
blecimiento a los indeseables. Pero debía mantenerse
�rme si no quería que allí ocurriera algo terrible que
echara a perder su negocio.
–¡He dicho que os larguéis, bandidos! Marchaos
de aquí, cuernos de Lucifer, antes de que pierda la
paciencia y os dé el trato que corresponde a los de
vuestra ralea.
–Micer –lo interrumpió el otro en aquel italiano
tan rústico que practicaba– temo que debo insistiros.
Tened a bien retiraos, que asuntos pendientes que
nada tienen que ver con vuesamercé, son los que me
han traío hasta este sitio.
–¡Me importa una bendita mierda los asuntos de un
bruto español! –contestó el camarero, entendiendo
con esfuerzo las palabras de aquel hombre misterio-
so–. Ahora volad de aquí, que mi cliente no quiere
ser molestado –bramó altivo y con orgullo, mientras
se cruzaba de brazos. Se dio la vuelta lentamente,
esperando la aprobación de Vesalio, pero la mirada
149 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que éste mantenía �ja sobre él lo desconcertó por
completo. Confundido, volteó nuevamente pero era
ya demasiado tarde; una pequeña pero �losa daga
se recostó sobre su delantal, con grandes deseos de
introducirse en su macilenta carne y tripas.
–Os he dicho con claridá que se retire vuesamercé
–insistió con voz suave y pausada el español–. Tengo
cosas que hablar con mi amigo, y si osáis volver a
interponeros, os degollaré como el sucio cerdo que
sois.
El asustado y sorprendido camarero palideció. Sus
ojos negros se abrieron como platos, tanto que pare-
cían querer salir de sus órbitas. Logró sin embargo
tartamudear un par de sílabas, pero fue interrumpido
nuevamente por su atacante.
–¡Vive Dios! Que os habéis meado como un bellaco.
Anda, largaos de aquí de una maldita vez y dejad a los
hombres discutir, ¡largaos he dicho, costal de mierda!
El bullicio del establecimiento alcanzaba para tapar
cualquier ruido de acero y en la oscuridad reinante
no existía brillo que adquiriera fulgor. Si aquel espa-
ñol hubiese deseado matarlo, ya hubiese dado buena
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cuenta de él. Teniendo esto por cierto, apresuró el
paso y se alejó humillado camino al mostrador, donde
lo esperaban varias copas que servir.
El español se paró justo enfrente de Vesalio. Guar-
dó su a�lada daga trapera, se acomodó los prolijos
mostachos del bigote con suavidad y mientras se qui-
taba los guantes, tomó asiento sin esperar invitación.
El otro permaneció de pie y risueño a su lado.
–¡Vientre de Obispo!, que ya veo por qué nuestra
Católica Majestad el rey de las Españas se hace tan
fácilmente con el poder del mundo, conocío y por
conocer. Que si son vuesas mercedes como ese bruto
cobarde, está bien y es fe de Dios que todo le per-
tenezca al señor emperador don Carlos el primero
–sentenció con sorna el español–. El problema de
los romanos, amigo Vesalio, es que son demasiados
golfos y cobardes, joder. –se burló groseramente.
Vesalio decidió ignorar el audaz comentario de
aquel bribón. Sus ojos sin embargo emanaron una
chispa siniestra, apenas perceptible, que se deshizo
en un instante como una pequeña e insigni�cante
vela en medio de un tormentoso y oscuro océano.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–¡Jah! ¡Voto a Dios por esa verdad! –gritó divertido
el español. Emilio Salazar y Tenorio, el Mano Roja,
siempre había sido un bravucón irritante–. ¡Que me
ha costao encontraros, cuerpo de Dios! –saludó ahora
amistosamente–. ¿Es cierto lo que dicen, de que Roma
paga bien por las cabezas de los cardenales?
–Más paga por españolas –respondió ásperamente
Vesalio, aun velado por la oscuridad de su capucha,
con esa voz suave y siseante. A pesar de conocerse
hacía largos años, el italiano resultaba osco y pragmá-
tico al hablar, como si el hecho de pronunciar discurso
le costara más que enterrar un �loso cuchillo en el
vientre de algún miserable. Emilio Salazar era la única
persona con quien Vesalio podía entablar conversa-
ción en todo el mundo conocido, pero en su o�cio
esa era una gracia que no merecía mayor con�anza.
Sin embargo recordaba aun una deuda que el español
le tenía pendiente.
–¡Con que cabezas españolas! Hace falta mucho
más que una daga para cortar una cabeza española,
pardiez. Que son duras como roca. Pero decidme mi
buen amigo de qué va todo esto. Por qué me habéis
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
mandado llamar. Y por qué, me pregunto piadosa-
mente y con Dios el misericordioso como testigo, no
hay vino y buenas putas en esta mesa. He sabido a
quien servís, pero nunca me imaginé que os hayáis
vuelto célibe.
–Os tengo un encargo; cumplidlo, y vuestra deuda
estará saldada.
–¡Que va! Un español primero paga sus deudas,
para entrar limpio y derecho al reino de Dios. Y yo,
Vesalio, os debo más que eso. Mandad, y os ayudaré
en lo que os plazca –fanfarroneó el español.
–Simple –siseó como una serpiente. Cada una de
sus palabras parecía estar acompañada de violencia
y amenazas, de odio y profundo rencor. No había
dudas de que sus conversaciones se simpli�caban en
la punta de su acero–. Alcanzaréis una delegación
que partió por la tarde y os in�ltraréis en ella. Os
seguiré muy de cerca, y podréis así remitirme sin
demora todo acerca de los planes del tal Valdés.
–¡Pardiez, hombre, un momento! Delegación reli-
giosa. . . ¡qué va! No estaréis hablando por casualidad
del Sumo Inquisidor Valdés, ¿verdad?
153 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–El mismo.
–¿Y qué deseáis saber de ese hombre de tan mal
vivir? Es un hombre peligroso. ¿Acaso vais a echarle
una visita?
–Eso no os importa. Al llegar a España recibiréis
vuestra paga. ¿Aceptáis?
–¿España? ¡Cuerpo de Dios! ¡A fe mía que este
plan se está volviendo insolvente! Que me he tenío
que marchar de allí por las malas artes del santo tri-
buno, pero eso ya lo sabéis. No sé si quiero regresar
adonde hombres de toda y la peor calaña se tienten
de hundirme un buen acero en mis tripas. Más, tam-
poco me gusta nada cobrar en partes... de anticipado
me vendría mejor, en el caso de que lleguemos a un
acuerdo y acepte, claro, ya que tengo a este bella-
co hideputa que veis aquí a mí cuidado y, pues, que
alimentarlo me cuesta algunos escudos –observó son-
riente al hombrecito que lo acompañaba–. Lo veis feo
al maldito, pero Hermenegildo es �el como un perro.
Lo rescaté de la calle, allá por el siempre peligroso
Palermo, y desde entonces no ha vivido sino para
servirme, hasta el punto de realizar cualquier encar-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
go que le solicite. Pardiez, que mi lacayo se viene
conmigo –concluyó.
Vesalio lo miró largamente.
–No llegaréis a Madrid, sino hasta el cruce de Aqui-
tania, en la frontera. Además, es plan para uno.
–¡Joder! Que si queréis que ponga una bota en Es-
paña, amparo de corrupción, hideputas y asesinos
religiosos, me sentiría más seguro con éste a mi lado,
pardiez –cerró los ojos en un gesto de �ngida a�ic-
ción, y continuó–. Soy lo único que el pobre tiene en
la vida, y que me he encariñáo, como se encariña uno
con una bestia. Además, de dejarlo, sabed que me
seguirá allá donde vaya. Por lo tanto, Vesalio, si me
necesitáis, voto a Dios que deberéis también desem-
bolsar algo para Hermenegildo –concluyó mientras
lo señalaba con la cabeza.
Vesalio lo observaba aun �jamente. Sospechaba
que aquel pequeño infeliz no vería un solo real de la
paga a Emilio. Pero le servía al artero español como
herramienta para pedir el doble de la paga en sus
trabajos. Luego, terminados los mismos, de seguro
se hacía con todo y botín y tiraba unas migajas a ese
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
pobre diablo que tenía de lacayo. Ese español siempre
había sido un bandido bravucón, lo sabía.
Después de meditar un momento, el tenebroso ase-
sino italiano se levantó e hizo una seña al madrileño
para que lo acompañara. Lentamente los tres se diri-
gieron hacia afuera. Vesalio, quien se había adelanta-
do unos metros, detuvose luego de unos largos pasos
en la oscuridad de la callejuela romana. Volteó muy
lentamente, y preguntó por segunda vez:
–¿Aceptáis Emilio?
–¡Que me lleve la puta virgen! –blasfemó–. No
puedo volver a España, lo sabéis pardiez, y sin em-
bargo me exigís que vuelva y ponga en riesgo mi
lindo cuello para saldar mi puta deuda –se detuvo
brevemente y sus ojos brillaron meditando en silen-
cio, en un suspiro interno. Temía mucho en verdad
volver a la Península y caer en las garras del Santo
Tribunal quien lo acechaba desde hacía largo tiempo.
Conocían su rostro, sus costumbres, los lugares que
frecuentaba; y tenía muy presente que enemistarse
con la inquisición signi�caba escapar por siempre, o
en caso contrario afrontar una serie de horrores que
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
a menudo incluían prisión, tortura, hoguera y muerte.
Hasta los hombres más crudos temblaban a la sola
mención del Santo O�cio. Sin embargo, enemistarse
con Vesalio parecía preocupar aun más al español
Emilio Salazar y Tenorio.
–No me habéis respondido Emilio, y deseo que lo
hagáis ahora –interrumpió Vesalio, y en un abrir y
cerrar de ojos con destreza felina, alcanzó el sorpren-
dido e indefenso cuerpecito del calvo por la espalda.
Con suma facilidad logró enterrar el �loso acero de
su cuchillo en el estómago del infeliz, incrustándolo
con la diestra hasta la empuñadura, mientras que con
la otra mano tapabale la boca evitando que ese último
grito alertara a algún caminante nocturno. La hoja
rasgó sus tripas, y luego el �lo se acomodó, tranquilo
y gustoso, en el cuello de aquel pobre diablo, para
rajarle un tajo de parte a parte y producir en el mise-
rable un burbujeante estertor �nal. Unos segundos
después se desvanecía en sus brazos, ya inerte. Fue
un movimiento veloz y raudo como el gélido viento
de la madrugada, y como éste, produjo en el español
un escalofrío in�nito que lo inmovilizó por comple-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
to–. Además –retomó La Parca con su voz sibilante y
pausada– os dije que es trabajo para uno. Por última
vez, ¿aceptáis Emilio? –concluyó, mientras soltaba la
informe masa cadavérica que hubo sido Hermenegil-
do y que ahora caía lenta y suavemente al piso en la
oscura madrugada de Roma.
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IX | LA TRAICIÓN DELPRIOR
{DIRÉ LO QUE SÉ, PERO DEJADLA IR. No
es necesario que la tratéis de este mo-
do –pidió Alonso con pesar–. Dejadla
ir a su hogar y yo en persona os daré la información
que deseáis –sostuvo mientras observaba los ojos del
inquisidor. Sin embargo los suyos propios parecían
resistirse a acompañar tal a�rmación. No sería él el
nuevo Iscariote de aquella joven inocente.
Bocanegra mantuvo su mirada punzante, estudián-
dolo con detenimiento «Os creéis astuto; ya veremos
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
qué tenéis para decirme», se dijo. Ya una vez había
sido engañado por éste, no volvería a caer nuevamen-
te en sus trampas y redes de palabras adornadas y
retóricas. «Posiblemente sólo deseáis ganar tiempo.
Eso querría decir que está cerca. . . » .
–Me alegra que accedáis tan amablemente –dijo
mientras dirigía su vista hacia el monje Anselmo,
quien ante una seña suya soltó bruscamente a la er-
mitaña, empujándola hacia el piso con desprecio. En
tanto, ésta soportaba ahora el maltrato casi sin emitir
sonido. Sus cabellos revueltos cubrían el contorno
de su rostro sudado. Se levantó cansina, apoyando
una de sus manos en la dura piedra, mientras que
con la otra se acomodaba lentamente las ropas ha-
rapientas y separaba los húmedos mechones de su
rostro. Parecía imposible creer que esa sucia mujer
fuera culpable de algo que no fuera un carácter ex-
travagante y sus maneras tal vez misteriosas. Incluso
su apodo de Mal-alma parecía ahora poca cosa ante
el sometimiento del que era víctima. Sin embargo,
inesperadamente y ante la mirada desconcertada de
los presentes comenzó a reír. Era en principio una
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
risilla apenas audible, pero la vastedad de la sala no
tardó en transformarla en una risa fuerte y áspera.
Un aire perverso parecía escapar de aquel sonido.
–¡Ya veis que es una bruja! Se burla de nosotros
los hombres de Dios. . .
–Anselmo. . . –interrumpió Bocanegra–. Dejad por
ahora a la meretriz –y su mirada descansó en el gi-
gante que se encontraba en la puerta quien parecía
disfrutar de aquella situación–. Señor Álzaga, llevadla
con el resto y haced que se comporte.
El hombre se acercó lentamente y no dudó en abor-
darla con brutalidad, a la vez que esbozaba una sonri-
sa maliciosa y temible, y la sujetaba fuertemente con
sus brazos tan gruesos como el cuello de un toro.
Mientras la llevaba a la rastra sin el menor atisbo
de contemplación, un malestar insoportable recorrió
las venas del fraile, quien observaba atónito. Sintió su
respiración entrecortarse; se dio cuenta de que man-
tenía los puños apretados y la mandíbula seriamente
contraída. Luego de mucho tiempo, un sentimiento
dormido pareció re�otar en su interior y concentró
todo su odio en un semejante, elevándose en él el de-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
seo de golpear y hasta de arrancar la vida a otro ser
vivo de estar a su alcance la decisión. «Tranquilo»,
se dijo «sólo desea que pierda los estribos». Respiró
profundo y a poco logró serenarse, apelando a su fe,
que lo recompuso como en tantas otras ocasiones y
diole fuerzas para afrontar la situación. Se enderezó,
y con semblante decidido levantó la vista nuevamen-
te hacia el tercer Inquisidor de Toledo. Sin embargo,
un grito sórdido y áspero lo impactó.
–¡No dejéis que lo tomen! –bramó la mujer, mien-
tras era arrastrada a través de la enorme sala. Sus
cuerdas vocales emitieron un sonido atronador, desa-
pacible y antinatural. Intentó seguir gritando, pero
aquella voz estridente y ominosa se dobló al igual que
su cuerpo, cuando un puñetazo del grueso capitán
fue a dar contra la boca de su estómago. Fernández
de Álzaga sonrió una vez más. Todos parecían con-
movidos por la situación, por aquel grito terrible y
desgarrador, todos menos él. Observó al fraile con
esa sonrisa taimada y, como si nada hubiera ocurrido,
se largó cerrando brutalmente la puerta tras de sí.
–¡Dejad de maltratarla, por todos los santos! –reac-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cionó Alonso dejando su desconcierto de lado–. Es
cierto, conozco a la hija de esa mujer, pero qué es lo
que os hace creer con tanta seguridad que sé dónde
se encuentra. ¿Quién os ha revelado tal cosa? Claro. . .
Dios os ha vuelto a hablar, ¿no es así Leopoldo?
El inquisidor decidió omitir la insolencia. Las pala-
bras de un hereje no cambiarían el hecho de que él
fuese un Enviado, un Elegido.
–¿Vais a decirme que no sabéis nada? –se limitó a
preguntar.
–Es exactamente lo que os digo.
–¡Mentís!
–No miento, juro que os digo la verdad.
–¡Un juramento! –dijo escandalizado–. Esa no es
sino otra prueba de vuestra maldad. ¡Creéis que no
sé que los iluministas adúlteros y sodomitas de Sevi-
lla se permitían ese tipo de artimañas para engañar
a los inquisidores! Y luego, cuando se ordenaba la
liberación de los acusados, éstos abjuraban inmedia-
tamente, lavando sus culpas ante sus acólitos, que no
eran otras sino las de haber confesado con decencia
minutos antes. He venido desde muy lejos reunien-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
do información como para que cometáis el error de
subestimarme una vez más.
–Nunca lo hice. . . pero eso no signi�ca que no
hayáis venido en vano, lo siento.
–Con que lo sentís, ¡Ira de Dios!. . . os advierto
que varias personas os han acusado y contribuido
así a la causa del Santo Tribunal. Vamos; acabáis de
escuchar en persona el aullido maligno de esa bruja;
fuisteis testigo de la corrupción de la naturaleza, de
su expresión inquina y aberrante. Y su hija a quien
protegéis es aun peor. Tal vez no comprendas a qué os
enfrentáis realmente, tal vez, ya que de saberlo haríais
caso a mi voluntad y la entregaríais de inmediato.
Sé que la ocultáis en algún sitio, pues nos ha sido
corroborado por un clérigo de la villa de Monreal,
ese hombre tuerto llamado Zacarías, quien de paso
por estas tierras no pudo dejar de percibir vuestra
a�nidad por los brujos y por esa en particular.
–¡Vive Dios! Si vuestra fuente de inspiración santa
es Zacarías, pues mucho me temo que habéis perdido
el rumbo; ¿desde cuándo os dais en creer en personas
como él? Si de verdad lo habéis visto, sabríais que no
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
os engaño al a�rmar que no es de �ar, y que en tal
caso, lo que os haya dicho no fue sino alentado por
el miedo, por el temor de sus propios pecados.
–¿Eso es lo que creéis? –se burló–. Os diré que
habló sin preámbulos, sin guardarse nada, ese goliar-
do imbécil a quien tenéis por amigo, y que no tuvo
reparo ninguno en delataros de inmediato. Veo con
tristeza que no me he equivocado en sospechar que
estabais con vida, y lo que es peor, aun involucrado
en viejas herejías –y dirigió una mirada profunda y
llena de malicia hacia el gordo y obsoleto prior que
permanecía rígido y mudo a un costado, con la boca
y los ojos abiertos como platos. La situación pare-
cía desbordarlo por completo–. ¿Y vos qué pensáis,
monseñor? Después de todo habéis dado albergue a
un conocido proscrito. Decidme, ¿creéis que soy un
estúpido que se ha equivocado?
Ambaraleón Castañeda temblaba de miedo. La co-
bardía hacíale olvidar por completo su prestigioso
cargo, antes bien parecía que a aquel inquisidor poco
le importaban tales menesteres. Si bien era tratado
por éste con política, su voz pausada y grave lo turba-
165 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ba hasta casi despojarlo de su investidura. No sabía
cómo contestar. Si decía que no se había equivocado,
ponía de mani�esto abiertamente que su buen sacris-
tán mentía, ocultando el paradero de la muchacha. El
haberle brindado protección dentro del monasterio
sería un penoso antecedente y le jugaría en contra
entonces. Por otro lado, eran conocidos en gran parte
de España los métodos de aquel Inquisidor de Toledo,
y a�rmar que uno de los más severos y astutos in-
quisidores del reino se había equivocado, dejándose
engañar por la chusma de las comarcas rurales re-
sultaría por demás un insulto gravísimo y hasta un
riesgo de cárcel.
–Creo haberos hecho una pregunta simple, mon-
señor. . . –insistió El Mastín con voz calma, mientras
enderezaba su espalda y cruzaba los brazos.
Alonso observó detenidamente al inquisidor, y pu-
do vislumbrar en sus ojos un brillo por él conocido,
una mirada mixta que concentraba en ella una indul-
gencia hipócrita y mentirosa; decía “no temáis, estáis
en manos de una asamblea fraterna que sólo puede
querer vuestro bien”. Pero en realidad su postura,
166 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
corporalmente violenta, le refería otra frase, algo así
como “todavía no sabéis cuál es vuestro bien, pero
pronto os lo diré”.
El gordo y cobarde Ambaraleón Castañeda torció
la vista hacia Alonso, pero la vergüenza no le permitía
mantener esa mirada. Agachó la cabeza y durante un
instante sumió su cara entre sus enormes y rollizas
manos cubiertas de anillos, conmovido. No deseaba
traicionar a quien anteriormente había rescatado y
protegido, pero sabía Dios el castigo que le tocaría
en gracia si engañaba al inquisidor. Debía encontrar
una salida decorosa que favoreciera a todos, o a él
por lo menos.
–Hermano –le dijo entonces muy débilmente–. En-
tenderéis que no deseo que la sospecha de brujería
recaiga amargamente sobre estos santos y tan anti-
guos muros –se santiguó escandalizado–. Desde que
inocentemente os acogí, ignorando vuestro pasado
por supuesto, se os ha dicho que vuestro deber es pro-
teger las puertas de este santo lugar, así como el mío
consiste en guiar y proteger las almas de los �eles y
sus cuerpos en el mundo terreno. Tal es así que no
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
puedo protegerlos si no resguardo el mío propio pri-
mero. Os ruego no creáis que mi reacción es injusta,
por favor, pero es hora de estar a bien con Dios y pro-
teger mi vida y salud, por tanto la salud de mi pueblo,
como bien dicen las sagradas escrituras que es deber
del buen pastor –el fraile lo observaba �jamente, con
ojos de reproche–. Decidle al dignísimo inquisidor
dónde está la joven, pues según entiendo lo sabéis de
sobra, ya que me ha corrido el rumor de que se os ha
visto con ella esta misma mañana –concluyó con una
simulada actitud doliente. Sin embargo, el prior no
había llegado a su posición realizando sólo buenas
obras. Como buen político sabía muy bien cuándo
apostar al ganador–. Estoy seguro de que compren-
deréis, Alonso, que es mejor que le digáis la verdad a
este hombre santo. Haced la voluntad de mi humilde
consejo; de hacerlo, quiera el Altísimo, os otorgará
el perdón buenamente. Además –dijo elevando las
palmas– es tarea de todo buen cristiano proteger la
vida, sea del prójimo o la de uno mismo –concluyó.
–No os preocupéis demasiado, monseñor –inte-
rrumpió complacido el inquisidor al ver la mirada
168 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de desaprobación del viejo fraile–. Esa mujer no es
una simple ermitaña, es una vieja y conocida bruja
llamada Francisca Hernández, cuyas vilezas son por
muchos conocidas en varios puntos del reino, princi-
palmente en Valladolid, donde sus hermanas han sido
al �n atrapadas e inducidas a confesar; en tanto su
hija tampoco es una niña ordinaria como creéis tan
inocentemente; es en efecto, una peligrosa aberración
que posee algo que nos pertenece, y es deseo de Dios
recuperarlo. Habéis hecho bien en denunciarla, pues
es vuestro deber cristiano.
–¡Debe ser puri�cada! –recomendó El Mesías.
–Pero antes debemos recuperar algo que su madre,
esa mala cimiente, nos ha robado hace tiempo y que
se cree ha legado a su vástago –continuó el inquisi-
dor–. En tanto a vos –y volvió su rostro con desdén
hacia el párroco–, deshonráis una vez más vuestros
votos y juramentos; el tiempo me ha dado la razón.
Aun transitáis el oscuro camino de los apóstatas, des-
preocupado del mandamiento divino que exige regar
la palabra en lugares como estos. Os creéis un hom-
bre de doctrina por haber leído unos cuántos libros
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
herejes. . . ¡Condenación!, que no han servido sino
para renegar de vuestra fe y del ejemplo del após-
tol Pedro, y para fundar vuestro desvío conforme el
avance de vuestra propia depravación. Siempre sos-
tuve que permitiros la vida sin arrepentimiento era
un grave error; no me hicieron caso y acá estáis –hi-
zo una pausa, serenándose–. Sin embargo, y os digo
que muy a mi pesar, tengo un trato para ofreceros:
decidme ahora lo que deseo, y todo seguirá su curso
normal, esa es mi promesa. Me olvidaré para siempre
de vuestra miserable vida. De lo contrario padeceréis
sin remedio las consecuencias de vuestra indolente
negativa. ¿Deseáis eso, fraile Alonso? ¿Deseáis aca-
so que se repita el capítulo de Sevilla? Bien, está en
vuestras manos la decisión –sentenció implacable.
Intuía que el fraile no deseaba ser testigo una vez
más del peso del Santo Tribunal. Hablaría, antes o
después, pero hablaría.
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X | EXTRAÑAS DECLARA-CIONES DE UN BUENSAMARITANO
EL PUEBLO DE MONREAL ERA AHORA SU
HOGAR. Se encontraba en la periferia de
Navarra, a unas cinco o seis leguas de la ciu-
dad de Pamplona. Había llegado desde el sur, desde
Logroño, tomando la ruta real que separaba los reinos
de Castilla y Aragón, hasta cruzar el Camino de San-
tiago. En aquella gran ciudad, la bellísima catedral
de San Bartolomé no había podido albergarlo más.
Tras su paso, ya no sólo sería recordada por el es-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
plendor de sus maravillosos vitrales, o por su cándida
mampostería. Tampoco por su hermosa y magní�ca
portada ojival, la cual contenía las más bellas escultu-
ras románicas que narraban la vida del santo y otros
pasajes de la biblia.
Pues más a pesar de la belleza de la portada y de
sus diecinueve viñetas, una decadencia moral impreg-
naba ahora de rumores a la catedral de San Bartolomé
de Logroño, decadencia que nacía justamente de ha-
ber dado albergue al infame Zacarías del Monte y
Ozorio.
A comienzos del año 1538, franciscanos del mo-
nasterio aledaño fueron acusados de mantener escon-
dido a un prófugo ligado a las herejías iluministas
de Sevilla, que había logrado escapar a los autos de
fe celebrados allí meses antes. Se sospechaba que
el acusado, quien había conquistado conocimientos
diversos de distintas religiones y creencias, y cuya
prédica le valió el proceso, se encontraba escondido
bajo cálido abrazo de los frailes que o�ciaban en el
monasterio de la catedral, que lo protegían por ser
parte de la misma Orden. Leopoldo Bocanegra, el jo-
172 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ven tribuno que llevaba adelante las pesquisas, no
pudo vulnerar la obstinación, no solo de aquellos frai-
les, sino también del orgulloso palacio inquisitorial
de Logroño que se arrojaba la potestad de�nitiva en
el territorio cuya jurisdicción era indiscutible, y al
no contar con aquel apoyo que se hubiese revelado
capital, encontrar al acusado fue una tarea que rápi-
damente la Suprema entendió imposible, ordenando
por ello suspender la caprichosa búsqueda y llamar
al Comisario inquisitorial, al Procurador Fiscal, a los
familiares y al gran número de soldados de la guar-
dia imperial, cuyos costos se estaban excediendo del
presupuesto o�cial.
No quedó otro remedio que cesar en la persecu-
ción, pero la vergüenza del inquisidor Bocanegra por
no haber encontrado a su trofeo pareció su�ciente
para inspirar a su amigo, un in�uyente Obispo de
León, quien apartado de los medios o�ciales, tenía
sus motivos para no abandonar del todo la empresa.
Así fue como a �nales de ese mismo año, por or-
den de ese Obispo llamado Fernando Valdés y Salas,
futuro Inquisidor General, un joven clérigo de nom-
173 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
bre Zacarías llegó al monasterio de San Bartolomé
con la tarea, según se comentaba en un principio,
de controlar el cumplimiento de los sagrados ritos
y encontrar información que sirviera para apresar a
quien anteriormente había escapado de las manos del
joven Bocanegra. Sin embargo, al llegar y para sor-
presa de todos, su comportamiento distaba mucho de
lo esperado: nunca pudo localizar el rastro del hereje
prófugo al que, suponían, le habían ordenado buscar,
y sus excesos eran materia de nuevas habladurías
entre los monjes y sacerdotes de la gran ciudad.
Quienes lo conocían, sostenían que era un hombre
extraño. Algunos a�rmaban que sus comportamien-
tos eran más bien algo sospechosos, de conductas
inapropiadas o, cuanto menos, poco convenientes a
un hombre que se había ligado a los votos solemnes
de pobreza, obediencia y castidad. Estas versiones
comenzaron a trascender, por lo que ante el reproche
y la desaprobación constante, el pícaro se vio forzado
a marcharse de Logroño, desconcertando a los que lo
creían informante.
Sin embargo y contra todo pronóstico, el beneplá-
174 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cito obtenido de una de las más in�uyentes �guras
del mundo cristiano en España, logró convertirlo in-
creíblemente en el sacerdote de la precaria parroquia
de Monreal, que se erigía muy cerca de las ruinas del
antiguo castillo de los reyes de Navarra, mandado a
derribar por el monarca Carlos. Luego de vagar con
rumbo incierto por varios pueblos de los alrededores
de Pamplona, se instaló en Monreal y desde allí co-
menzó a difundir su prédica singular y trasnochada.
De esta forma, esta vieja villa se había convertido
en su nuevo y querido hogar.
El tiempo había pasado y Zacarías era ahora un
hombre de unos cuarenta años, entrado en carnes.
Su aspecto rechoncho y poco agraciado, pues sus fac-
ciones se veían alteradas por una horrenda cicatriz
sobre su ojo derecho, lo habrían hecho vulnerable al
rechazo de la gente de no haber mediado su posición
religiosa. Para los habitantes de Monreal, su pasado
resultaba esquivo y difuso, y se perdía en un torbe-
llino de habladurías. Se lo conocía como El Tuerto,
y su efusiva prédica y animosidad en contra del de-
monio iba siendo cada vez más conocida en toda la
175 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
zona. Siempre lo acompañaba su pequeño aprendiz,
un guiñapo tartamudo a quien había sacado de la ca-
lle llamado Xacome, quien con los ojos bien abiertos
no perdía detalle de las reuniones malé�cas narradas
por Zacarías.
Hacía unos años y durante una tarea de evangeliza-
ción, según a�rmaba, había comenzado una incursión
por las comarcas norteñas de Lantz, Santesteban y
Elizondo, llegando incluso hasta las lejanas y oscuras
villas de Urdax y Zugarramurdi, ya a �nales del año
1554. Fue en esta travesía justamente que enteróse de
la existencia una secta diabólica que merodeaba en la
zona, cuyos malignos acólitos se escondían de la luz
del día en los bosques de los alrededores que, como él
muy bien sabía, eran muy aptos para cobijar a tales
oscuros seres. Recorrió gran parte de las tierras Na-
varras en toda su extensión, investigando acerca de
los vuelos nocturnos de las brujas, tal era su pasión,
hasta atravesar incluso las sierras de Leyre, al este de
Monreal. Reunióse allí por primera vez con un fraile
franciscano quien realizaba las tareas de sacristán en
la Iglesia de San Salvador, en el apartado monasterio
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que se erigía al pie del inmenso Arangoiti. Zacarías
nunca sospechó que el sacristán de la vieja iglesia
de Leyre fuera el mismo hombre que años antes, y
según creían algunos, le habían ordenado buscar en
Logroño, tal era la magia de la casualidad.
Su primer encuentro con el fraile no había resulta-
do demasiado fructífero. En su opinión, y como más
tarde le había advertido a su aprendiz, el franciscano
mantenía una actitud casi neutral, demasiado laxa pa-
ra con las sectas que descaradamente se congregaban
al caer la noche, y que se habían expandido incluso
hasta las orillas del canal de Verdún, lecho del pan-
tano de Yesa. Zacarías le remitía todo tipo de historias
acerca de las reuniones y los bailes nocturnos que los
brujos realizaban con total descaro y despreocupados
de la salvación de su alma ya corrompida. Le contaba
todo esto sin reparar en la presencia de su pequeño
aprendiz, pues sostenía que el guiñapo debía algún
día saber defender a su rebaño de las garras pestífe-
ras del Diablo, amén que aquel también comandaba
un grupo de pilluelos y bien les haría a los peque-
ños bellacos estar advertidos de aquellos desórdenes
177 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de la naturaleza, que por cierto era el mensaje que
Zacarías quería brindar al pueblo indefenso. Pero el
viejo fraile parecía siempre, a ojos del escandalizado
clérigo, desoír las advertencias de éste y cada uno
de sus comentarios enfebrecidos. Alonso Iturbe, tal
era el nombre del sacristán, estaba al tanto de todo lo
que ocurría en los alrededores y tras las sierras más
allá del monasterio, a más sobrevolaban versiones
que hablaban del tuerto como de un hombre que se
entregaba con frecuencia a los vicios de la gula y la
avaricia, y por sobre todo a los pecaminosos placeres
de la carne, cediendo con recurrencia a las lisonjas de
la naturaleza. Eran conocidos por la zona los rumores
de que Zacarías nutría pasiones que no convenían de
ninguna manera a hombres de fe, quienes entregaban
su amor solamente a Dios. Los deslices sexuales que
a su alrededor se propagaban como fuego en hierva
seca, sin embargo, no eran lo peor. Algo que preo-
cupaba más a fray Alonso, no era por lo general la
inmoralidad entre personas conscientes de sus ac-
tos, sino el pecado de solicitatione ad libidinem in
actu confessionis. El viejo franciscano tenía claro que
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
al no existir aun en los pequeños pueblos barreras
físicas entre confesor y penitente, las ocasiones de
pecar resultaban, para un clérigo de la reputación
de Zacarías, sencillas y recurrentes. Sin embargo no
podía juzgarlo, pues no se creía quién para hacerlo.
¿Acaso no había dicho el mismo Jesús “no juzguéis o
seréis juzgado”? Pero los susurros que revoloteaban
alrededor de ese hombre eran su�cientes como para
tomar sus palabras cuanto menos con cautela. Antes
bien, prefería desviar el curso de la conversación ha-
cia otros menesteres más amables, indicándole que
podría tratarse de algún tipo de engaño o alucinación,
restándole importancia a la prédica vehemente del
hombre que permanecía inquieto en su silla. Duran-
te varios meses aunque de forma esporádica, siguió
recibiendo la visita de aquel clérigo, pero siempre,
decoroso, evitaba de algún modo ceder a los pedidos
de este peculiar hombre. Sin embargo, por un moti-
vo u otro Zacarías siempre regresaba para tratar de
obtener su adhesión en la lucha contra la brujería, y
siempre se encontraba con que sus pedidos resulta-
ban del todo infructíferos a la hora de convencerlo.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Alonso, por su parte, llegó al punto de creer que no
intentaba hacerlo entrar en razón, y que sólo regresa-
ba a su compañía como pretexto para reunirse, comer
su comida y beberse todo el vino que tanto parecía
disfrutar.
Cierta información inquietante despabiló una ma-
ñana los oídos del alunado Zacarías. En su última
incursión hacia los pueblos del norte había sido inter-
pelado por el matasanos de Santesteban, un tal doctor
Bilbao, quien lo puso al tanto de que la secta satánica
que el clérigo seguía desde hacía tiempo era lidera-
da ahora por una bruja que se había instalado muy
cerca en las afueras de la villa, adentrándose en el
bosque. Allí vivía momentáneamente con una joven
que, le aseguró de acuerdo a ciertos rumores, había
sido concebida en el pecado supremo. El parecer de
una eminencia como el doctor Bilbao, vascongado y
cristiano viejo, produjo en Zacarías un malestar que
solo fue acallado al dirigirse él mismo como defen-
sor del pueblo de Dios a las profundidades de dicho
bosque. Comprobó con espanto, según se lo oyó ase-
gurar en alguna triste taberna tiempo después, que
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
una bruja horrenda se encontraba abiertamente al
servicio del Diablo. Pero como luego reconoció, él era
un hombre devoto, y por eso regresó una y otra vez a
internarse en la espesura de aquel bosque encantado
e intentar atraer a esa triste y pobre alma descarriada
nuevamente al recto camino de Dios... o eso era lo
que había a�rmado. «Los santos se salvan solos», era
su divisa, «pero a los pecadores hay que buscarlos
allí donde se encuentran». (2)
Tal parecía que su devoción no lograba convencer
a la criatura para que acepte los preceptos divinos,
dado que seguía intentándolo más y más arduamente
cada noche, a la hora en la que según su testimonio
se practicaban las reuniones malé�cas. Hasta que un
buen día le perdió el rastro. Entonces recurrió nue-
vamente a la ayuda del sacristán del monasterio de
Leyre, quien una vez más y como tantas veces le re-
comendó que dejara en paz a esas pobres gentes, que
tal vez sólo deseaban mantenerse fuera del alcance de
seres indeseables. Fray Alonso lo convidó esa noche
a beber un buen vino, como era su costumbre cada
vez que Zacarías acudía a por su ayuda y consejo,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
para acallar un poco su alma tempestuosa ya que co-
nocía la debilidad del clérigo por la buena bebida. No
eran amigos, pero el fraile sentía cierta simpatía por
Zacarías, quien incansable y siempre escandalizado
lo aprovisionaba de información de la secta, la que
según ahora a�rmaba, se había extendido ya hasta
los límites mismos del monasterio.
–Tenéis que hacer algo, amigo Alonso, ¡tenéis que
ayudarme! –apremió urgente el clérigo en aquella
última oportunidad–. Allí –y señaló agitado en di-
rección al bosque lindante que se extendía hacia los
Montes de Areta– los secretos del maligno se encuen-
tran bien custodiados –su aguda voz sonaba a�igida,
como la de quien guarda un secreto y no sabe qué
hacer con él.
–¿Si? –dijo Alonso enarcando las cejas, mientras
con más importancia escanciaba una provechosa co-
pa de buen vino–. ¿Custodiadas detrás de puertas
atrancadas, por ejemplo?
–¡Oh, no! Más que eso.
–¿Más aun? –preguntó el fraile siguiéndole la co-
rriente.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Si... ya os dije que por todo el territorio circu-
lan historias de que en los bosques de toda Navarra
suceden cosas... extrañas.
–Bien, pero ¿qué tipo de cosas?
–Extrañas. Os vuelvo a repetir que el médico de
Santesteban también ha notado que con más frecuen-
cia se practican ciertas artes ocultas y oscuras. En
dichos encuentros, todos se mezclan en una marea
de piernas desnudas y torsos transpirados, lo sé bien
pues yo mismo, urgido por un sentimiento piadoso
claro está, me dirigí hacia allí a comprobarlo repetidas
veces. Recordad que los santos se salvan solos. . .
–. . . pero a los pecadores hay que buscarlos allí
donde se encuentran, lo sé, lo sé –completó el fraile
con una sonrisa cómplice.
Zacarías se persignó con frenesí.
–Os digo que no debemos dejar jugar a los lobos
cerca de nuestros indefensos corderos.
–No debéis creer todo cuanto os cuentan, her-
mano. Algunas veces las personas engañan a las al-
mas inocentes como la vuestra, atraídos por la malicia
simplemente, o por algún que otro interés sólo por
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Dios conocido. Pero no prestéis oídos a palabras ne-
cias.
–No... –susurraba mientras se refregaba las ma-
nos–. Yo mismo lo he visto, ¡por los clavos de Cristo!,
os lo repito, y con mis propios ojos. Una de las noches
en que me dirigí hacia allí...
–¿Os dirigisteis hacia los bosques de noche? –inte-
rrumpió con �ngida sorpresa el anciano fraile.
–¡Oh!, sí, sí. Deseaba descubrir al maligno en su
acto impuro y derrotarlo –sorbió de un trago todo
el contenido de la copa. Se limpió las gotas de vino
que comenzaban a chorrear grotescamente por sus
comisuras con el antebrazo–. Os decía... ah, sí. Una
noche me dirigía dispuesto a acabar con esta abomi-
nación, y lo que vi me llenó de espanto –miró hacia
sus costados, y con aire de con�dencia, susurró–. Co-
menzaban a prepararse para el acto inicuo del pecado
carnal, oh, y se untaban su cuerpo con un ungüento
maloliente a la vez que cantaban un conjuro para
luego salir volando en sus escobas alrededor de la
fogata.
–¿Pudisteis oler acaso la fragancia del ungüento?
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–preguntó con aire taimado el buen fraile que no creía
en todo aquello.
–¡Por supuesto!, vos también podríais, os lo asegu-
ro –asentía vehemente el clérigo.
–¿Y qué más visteis?
–Ellos danzan con una cruz invertida en la mano,
porque se sirven de este tipo de alegorías para blas-
femar contra Dios. En sus misas satánicas, celebran
la eucaristía con hostias negras, y... oh, no me atrevo,
no me atrevo a continuar –pronunció agachando la
cabeza y entrecruzando las manos en el pecho.
–Continuad, os lo suplico –exhortó cómplice y
gentilmente el viejo fraile, a quien entretenían, y en
cierto grado divertían las historias de Zacarías.
–Bueno, pues... se dicen que están hechas de niños;
que los brujos desgarran el cuerpecito de niños sin
bautizar y los mezclan con harina para fabricar sus
hostias blasfemas.
–¡Por Jesucristo Nuestro Señor! –se escandalizó
esta vez el buen fraile. Eso había sido demasiado–.
Zacarías, no podéis andar contando esas cosas por
ahí. Son cosas horrendas que nada resuelven los pro-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
blemas de la gente. Es más, los perturban más cada
día y creen ellos que ven diablos y brujas en todas
direcciones. Eso es peligroso, pues no es necesario
estar loco para ver cosas que sólo existen en nues-
tra imaginación, Zacarías. Recuerda, la locura y la
desesperación son primos cercanos. No alimentéis
la hojarasca seca, ávida de este tipo de cuentos, pa-
ra nutrir y avivar el fuego de esa locura. Tenemos
una misión, hermano, y no es la de asustar a los �e-
les de nuestra iglesia, sino la de atraerlos en base a
preceptos de amor y caridad.
–Cierto es, amigo, cierto es. Tal vez he pecado...
¡oh!, sin duda he pecado; pero qué otra cosa puede ha-
cer un pecador. Sin embargo también es cierto lo que
ocurre en el bosque, podría jurarlo, pues yo mismo lo
he comprobado. Estas tierras se encuentran olvidadas
por Dios, es el prado de la desdicha, el prado donde
habita el macho cabrío, ¡es el akelarre, os lo digo! Ella
manda aquí con ayuda del Maligno, con quien copula
con total descaro.
–¿Ella? ¿Quién es ella? No os referiréis de vuelta
a...
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–La bruja del Monte Areta, sí. Es una hechicera
intensamente buscada hace años. . . os lo con�eso
aunque. . . aunque no debería; pero esto no da sino
buena prueba del grande aprecio que os tengo y de
mi entera con�anza. Se habla de que posee partes de
un viejo manuscrito cuyo correcto uso y utilizando
las palabras adecuadas es capaz de abrir las puertas
del mismísimo in�erno y conjurar a Lucifer, hojas
de un libro antiguo que se creía perdido y que es-
conde abominables secretos: el. . . el misterioso Codex
Gigas, escrito bajo supervisión del mismísimo Rey
de las Tinieblas. También se dice que tiene el poder
para invocarlo y trasmutarlo al mundo terreno a tra-
vés de un oráculo extraño, ya que ha conseguido el
secreto del muy herético Opus Magnum –el clérigo
parecía perturbado–. He oído que su hija es hija del
demonio, que como tal, viene al mundo a sembrar
la desdicha, y hasta ella misma inclusive me lo ha
sugerido una vez; me dijo que su hija fue concebi-
da para cambiar al mundo, ¡Oh! He logrado también
sonsacarle confesiones aberrantes, cómo copula con
su amo y señor, por ejemplo; me lo ha confesado en
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
una ocasión, de seguro para mitigar el ardor de su
alma incandescente.
–Así que habéis vístola de cerca, y hasta habla-
do con ella Zacarías. . . –a�rmó ahora ciertamente
interesado el fraile. Sabía muy bien a quién se refería.
–Algunas veces... –y volvió a persignarse–. Y siem-
pre en esas ocasiones ha intentado tentarme para
que sucumba a sus oscuros placeres, pero Dios me
ha dado un alma fuerte y devota. Me ha costado salir
del trance, pues como todo hombre llevo el pecado
en mí, lo con�eso, pero con Su ayuda lo he logrado,
y sus hechizos jamás tuvieron el efecto que ella tan
desesperadamente ansiaba en mí. Sin embargo, una
vez pude sonsacarle, misericordiosamente para depu-
rar sus culpas, cómo fue que tuvo comercio con el
diablo. Me dijo que la penetró por las partes ordina-
rias y. . . por las otras...Y que por éstas últimas tuvo
ella el mismo contento, aunque sentía algún dolor
por ser el miembro más grande y duro... oh, que ho-
rror –�nalizó con los ojos cerrados mientras negaba
con la cabeza–. La primera vez que la vi, supe que se
trataba del vehículo del demonio, pero no fue nada
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
comparado con el temor que sentí al observar los ojos
de su hija... –el clérigo se estremeció–. Debo adver-
tiros, que en mi camino hacia Santesteban, atravesé
las pequeñas comarcas de Lantz y Olague, y allí es-
cuché la confesión de una de las acólitas arrepentida
de haber participado en esos rituales pecaminosos
en los bosques del norte. Era un bruja muy hermosa,
cuyos encantos lo supe, eran productos de tratos con
el Maligno. Gracias a Dios me encontraba dispuesto
a puri�carle el alma, escuchándola en confesión. Su
mirada, mientras me enunciaba los pecados más im-
perdonables, era de pura lujuria, como la mirada del
súcubo que busca el comercio con Satán. Cualquiera
diría que me estaba tentando a que sucumba a sus
impuros deseos, antes bien, decidí, como todo buen
cristiano haría, dejar de lado mis miedos e intervenir
al servicio de Dios de manera radical –Zacarías bebió
largamente y continuó–. Teniendo en cuenta lo des-
garradora de su confesión, tomé valor y me dirigí de
una vez por todas, con la santa palabra en mi mano,
hacia lo profundo del bosque a dar cuenta de una
bendita vez de aquella abominación. Fue entonces
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cuando la vi por primera vez; mi instinto racional me
incitaba a gritar “¡vade retro!”, y alejarme de aque-
lla cosa gimiente, pero algo en mí me impulsó hacia
adelante, como si quisiese tomar parte en un hecho
prodigioso... y allí, luego de rogar por mi alma a Dios,
entablé conversación con la niña. Intenté por todos
los medios que abandonara la senda del pecado, pero
fue en vano. No me escuchaba, sólo se burlaba y me
miraba con esos ojos extraños. . . extraños y aterrado-
res. Hasta que �nalmente escaparon de aquella zona
para establecerse, como os vengo a advertir, en el
Monte de Areta.
–Basta de tantas historias, Zacarías. No es bueno
que un hombre de fe se deje llevar por la superstición
propia de la gente ignorante. Me habéis hablado de
brujas, de libros secretos y antiguos, de hechizos y
conjuros alquímicos arcanos que harían que Lucifer
volviera del mismísimo in�erno. La existencia de un
libro escrito en colaboración del Rey de las Tinieblas
como el Codex Gigas no es sino un mito ancestral y
ridículo. Entiendo que la gente abrace con facilidad
ese tipo de creencias, porque no son hombres de doc-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
trina como nosotros. Por otro lado, no podríais sos-
tener esas acusaciones y lo único que conseguiríais
sería que la gente se mire con ojos descon�ados entre
ellas, que germine en su interior la envidia, el odio, la
violencia, sentimientos nacidos de un solo principio:
el miedo que otorga la ignorancia y lo desconocido.
Creo prudente, mi buen amigo, el no alentar a la gen-
te a descubrir demonios y diablos dónde solo hay una
imaginación disoluta –tomó un sorbo del suave vino
y continuó, re�exivo, mientras se ponía lentamente
de pie–. He pensado en dichas reuniones, en esos
bailes que tan fervientemente describís Zacarías. No
voy a justi�car ese comportamiento en caso de que
existiera, pero tampoco me toca a mí juzgar. Tal vez
sí se juntan, tal vez sí bailan, pero ¿es que acaso no
podéis barajar la posibilidad de que existiesen per-
sonas dispuestas a reunirse a cantar y bailar, comer
y hasta satisfacer sus bajos instintos a la luz de la
luna, sin que se encuentren bajo el poder opresivo de
Satán?
El clérigo lo observaba �jamente, como sorprendi-
do, con los ojos bien abiertos. En silencio e incapaz
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de desviar la mirada del fraile, se sirvió otra copa de
vino y volvió a vaciarla de un sólo trago.
–¡Hay que alertar al pueblo, Alonso! Esto no es
una alucinación –repetía mientras se persignaba una
tercera vez.
–Escuchadme amigo mío. Nunca como en estos
últimos años los predicadores han ofrecido al pue-
blo, para estimular su piedad y su terror, palabras y
situaciones tan truculentas y perturbadoras. Nunca
como hoy se ha insistido en excitar la fe de la gen-
te describiéndoles las penas del in�erno en la tierra.
¿No os parece extraño que todo esto ocurra justo y
cuando el merma del reformismo hace mella en la Ma-
dre Iglesia? ¿O cuándo los rumores acerca del corte
con Roma se esparcen como el polen en primavera?
¿Acaso no os habéis preguntado por qué Zacarías?
–Por necesidad de penitencia, sin duda –mencionó
con las palmas elevadas y expresión devota–. Vos,
que tanta piedad tenéis para con los brujos, que si no
os conociera tan bien como lo hago, diría incluso que
parecéis defenderlos, vos amigo mío, debéis creerme.
Yo lo vi con mis propios ojos, lo vi.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–¿A quién os referís exactamente?
–¡Al mismísimo Maligno!
–Zacarías...
–Era enorme, tenía dos cuernos en lo más alto de
su cabeza, bebía y bailaba como un energúmeno mien-
tras tocaba el tambor haciendo que los que yacían a
uno y otro lado reptaran como serpientes y copularan
como animales en celo. Su sed no tenía límites, como
si beber de ese modo podría acaso apagarle los fatuos
y eternos fuegos de su alma. Yo mismo me sentía,
os lo con�eso, confundido por esa visión... Tal vez,
¡oh que tormento!, fui sin darme cuenta el inocente
blanco de un �ltro malé�co, lo que produjo en mí
una sensación de malestar y mareo, de embriaguez
diría, que nubló mi vista y mi certero juicio. Pero lo
vi, estoy seguro y dispuesto a jurarlo ante Dios mi
Señor y su hijo Jesucristo muerto en la cruz. Luego
había tomado, para engañarme y seducirme lo sé, la
forma del ruiseñor con que el mismísimo San Virila
estuvo obnubilado en su sueño místico de trescientos
años. A fe mía que deseaba atraparme en la inmen-
sidad del bosque, no lo dudéis, al reconocer en mí a
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
un férreo paladín de la cristiandad. Entiendo vuestro
desconcierto; pero no temáis, pues sé cuan difícil es
luchar contra el demonio, y por tal es preciso que
os aliente a hacerlo con todas las fuerzas –y se le-
vantó lentamente de la silla, embriagado en parte de
audacia, en parte de fe y por completo de vino, pero
no de visión alguna, como fray Alonso sospechaba
sosegado mientras Zacarías le narraba lo ocurrido
ante sus ojos–. Y aquí, en estas tierras, abundan ya
los aquelarres, os lo digo. Hay que abrir bien los ojos.
Ahora me voy. Me internaré en vuestro bosque, ya
que a esta hora comienzan las reuniones brujeriles.
Los espiaré hasta el amanecer, pues para dar bata-
lla al demonio, es preciso conocer sus movimientos
y maniobras blasfemas. Lucharé, por el bien de mi
rebaño, para no sucumbir nunca a la ¡hip..! tentación.
–No me engaño de que así no fuere, Zacarías. ¿Que-
réis que os acompañe? –consultó con una sonrisa
fútil el buen fraile. Ya empezaba a sospechar acerca
de las causas y las razones que inducían a Zacarías
a internarse cada noche en los con�nes del bosque
y a arriesgar a tal extremo su singular beatitud. El
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
viejo fraile comprobaba de a poco, apesadumbrado,
la veracidad de las malas lenguas.
–Oh, no... esta noche no hace falta. Podrían hechi-
zaros fácilmente. Quedaos con vuestras ovejas, que
Dios tiene al bueno de Zacarías para luchar contra los
poderes del Maligno. Solo os vengo a alertar contra
su poder corrupto y opresivo para que hagáis lo que
yo, y prediquéis con fervor contra tales rituales, y a la
vez, mantengáis a vuestras ovejas a salvo en el recto
camino de, hip!, Dios Nuestros Señor, hip! –apresuró
una nueva copa de vino, una más, se persignó con
énfasis una última vez y se marchó tambaleante, per-
diéndose en la oscuridad.
El viejo franciscano Alonso Iturbe no volvió a ver
al clérigo durante un largo tiempo. Al reencontrarse,
recordaría la re�exión de aquel hombre tuerto: ese
lugar estaba ganado por el demonio, era cierto, sólo
que no era el que Zacarías perseguía; a su entender
era uno muy distinto y a la vez demasiado real, que
buscaba mantener bien sujeta la mente del pueblo,
corromper y distorsionar todos y cada uno de los com-
portamientos de la sociedad. Era el astuto demonio
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que operaba con bastones, sirvientes, testigos falsos
y mantos negros, y que amenazaba con la hoguera
a quien no se sometiera. Para el viejo franciscano,
paradójicamente, el demonio no era otro que la Santa
Inquisición.
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XI | EL CRISMÓN CARMESÍ
ALONSO SE ENCONTRABA ATURDIDO Y EL
DESCONCIERTO VEÍASE REFLEJADO tan
claramente en su rostro como el brillante sol
se re�eja en el más cristalino y puro de los charcos.
Era tan sólo una jovencita, y no podía el buen fraile
permitir que cayera en manos de Bocanegra quien,
según tuvo por cierto, parecía no haber caído en la
trampa. Difícil era desorientar a ese sujeto, que más
parecía un cazador de hombres que un representante
de la ley de Dios. Su argucia para ganar tiempo no
surgió el efecto deseado en aquel astuto y rencoroso
inquisidor, cuya atención no se desviaba cuando te-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
nía �ja la vista en su presa. ¿Por qué sostenía tales
acusaciones? «Sólo es un niña, no puede ser. . . ».
Por otro lado, no podría soportar el sufrimiento de
cualquier otro inocente que cayera bajo la redada y
la encuesta del Santo Tribunal, ya que sabedor de los
métodos con los que se valía Bocanegra para obte-
ner sus confesiones, no dudaba que implementaría
en aquellos los tormentos más severos en misión de
que declarasen su voluntad. Pensó entonces también
en la harapienta madre de la joven, a quien tampo-
co podía dejar librada su suerte a la merced de ese
hombre inclemente y del malvado y pér�do Ansel-
mo López de Trejo, estando a su alcance la solución.
¿Qué haría? ¿Acaso traicionaría la con�anza de esa
mujer, entregando a su hija a la Inquisición? ¿Callaría
y la condenaría a la opresión y al castigo del Santo
Tribunal? ¿Qué harían exactamente con Helena si la
entregaba? Era una niña inocente, lo sentía dentro
suyo, pero eso poco le importaría al Mastín, bien lo
sabía. No lograba soportarlo más, y sus nervios colap-
sarían sin la idea salvadora. Abrumado, observó a los
presentes, hasta que entre tantos azores, su mirada
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
captó algo que llamó vagamente su atención: notó
por primera vez el medallón que colgaba en el pecho
del Procurador Fiscal en lugar de la acostumbrada
cruz de los quince misterios; pudo ver que era idénti-
co al del alférez y ahora lo percibía más claramente;
parecía un monograma, un crismón en cuyo centro
destacaba un triángulo que envolvía un sol eclipsado
por la luna y una daga en forma de cruz. Le resul-
taba familiar, pero ¿dónde la había visto antes? No
lograba recordarlo; a los costados de la �gura cen-
tral, distinguió tímidamente las letras alfa y omega
que indicaban el principio y el �n. . . «de qué», se
preguntó.
–¿Renegáis de vuestros deberes e insistís en pro-
teger a esa meretriz? –bramó entonces Anselmo al
sentir la mirada punzante del viejo fraile posarse so-
bre su extraña divisa–. ¿Cuánto tiempo transcurrió
hasta que os ha permitido que la folles con tu ver-
ga herética? ¡Responded, brujo impío! Seguís siendo
parte de la secta satánica e impenitente de Sevilla. Os
habéis dejado sobornar por el esbirro del mal, quien
os ha alimentado los deseos carnales hasta haceros
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
caer en las antípodas del in�erno. Os sedujo, imbé-
cil. ¿Acaso no os dais cuenta? Os enroscó como la
serpiente en celo de los jardines del Edén.
El prior pareció apiadarse por un momento y acer-
cóse a otorgarle su cristiano apoyo al sacristán, quien
a pesar de su obstinación, parecía ahora pasmado.
–¡Quedaos quieto! –se interpuso de repente el in-
quisidor. El obeso hombre lo miró aterrorizado, y aca-
tó la orden sin pensarlo–. Permitidme hablar con fray
Alonso, a solas –continuó ahora con voz pací�ca, pe-
ro �rme. Los dos hombres lo observaron y, temeroso
uno y obediente el otro, se retiraron silenciosamente.
Bocanegra observó una vez más el amplio salón
con detenimiento. Comenzó a deambular inspeccio-
nando cada una de sus paredes, susurradas por el
eco que producía el rugir del viento en el exterior,
que azotaba cada vez con más fuerza. Se detuvo a
apreciar los hermosos y austeros capiteles de las co-
lumnas. Palpaba cada lugar, cada rincón, como quien
inspecciona la limpieza y pulcritud de un lugar santo.
Observó con interés de artista un ejemplar de ese mo-
derno y adornado mueble usado para el sacramento
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de la reconciliación, que reposaba impasible al lado de
un arco de medio punto esgrimido en la piedra, cuyo
contorno se mostraba hermosamente tallado. Clavó
entonces allí su mirada, atraído de súbito por el �no
cortinaje que decoraba aquel marco. Lento y fruncido
el ceño, descorrió la cortina y en la penumbra, detrás,
sólo reconoció una pared. Comenzó a tantearla deli-
cadamente, hasta que fue sorprendido por una fuerte
ráfaga de viento que en aquel momento golpeó con
brusquedad la portezuela lateral a su espalda, que era
la antigua unión al monasterio, abriéndola de par en
par y permitiendo que grava y la marea otoñal de
hojarasca ingresaran en fuertes remolinos hasta casi
enceguecer al sorprendido inquisidor quien, precipi-
tado, había volteado ante tal estrépito. Olvidó lo que
por un momento había ocupado sus pensamientos,
y dirigióse ahora resoluto hacia la puerta de noble y
vieja madera. La cerró no sin cierta di�cultad y, luego
de que los viejos goznes crujieran debajo de sus frías
manos, y repuesto ya del incidente, volcó una vez
más su atención en el viejo fraile.
–¿De verdad creéis conocer bien a esa muchacha?
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Más os conozco a vos Bocanegra. Y eso me bas-
ta por ahora –respondió incólume, recuperando la
compostura.
El inquisidor se acercó cansino hacia el fraile.
–Veo. Queréis hacerme creer que todo lo ignoráis
acerca de su naturaleza. Sin embargo, sería prudente
para vos entender que no es necesario este espectácu-
lo, ya os lo he dicho, pues si no accedéis a mi simple
pedido, os repito, no tendré otra alternativa más que
mandar a entrevistar a vuestra mujerzuela como es
debido. Y debo avisaros, que al principio Anselmo es
algo escéptico y reacio a creer lo que se le dice, por
lo que insistirá hasta estar seguro...vos me entendéis
–pronunciaba cada palabra con soltura, aunque no
dejaban de sonar amenazantes–.
–No podréis hacerla confesar. . .
–Oh, sí, sí podré –dijo con una sonrisa maliciosa–
Ahora bien, si me con�áis la información que os pido
tan amablemente, en cambio, le evitaréis un mal mo-
mento a la Hernández. No seáis necio, no os perdáis
y suméis a vuestras desdichas el sufrimiento de otros.
No juguéis conmigo; de seguro estaréis bien enterado
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de los pecados que ella carga consigo; ¿no es cierto?
Sabéis que es la última de Valladolid que ha escapado
con vida, ¿verdad?
–¡Que no sé dónde encontrar a la muchacha, vi-
ve Dios! –contestó Alonso, desentendiéndose de la
pregunta–. Ignoro para qué la buscáis, pero puedo de-
sengañaros de que aquí la encontrareis. Sólo os diré
que es demasiado tarde, que se ha marchado –conclu-
yó decidido–. Habéis caído bajo si de verdad esperáis
encontrar y castigar a una pequeña joven inocente.
Os ruego que abandonéis el monasterio tal cual como
habéis llegado, pues ya no tengo deudas con vuestro
tribunal.
–Entiendo... –pronunció el inquisidor mientras se
tomaba la barbilla. Sus ojos centellearon fugazmente–.
No me dejáis opción, ¡y a pesar de que os he adverti-
do bien sobre las consecuencias de vuestra negativa!
Me resigno al pensamiento de que vuestra herejía ya
no os deja pensar sabiamente, pero enteraos antes de
que en el camino hacia el descenso supremo, arrastra-
réis con vos el alma de esa bruja. Si esos son vuestros
deseos, que así sea –concluyó mientras se encami-
203 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
naba hacia la salida con tranquilidad. Algo pareció
detenerlo antes de salir y lo hizo voltear, re�exivo–.
¿No tenéis acaso noción de lo que estáis protegiendo?
¡Condenación, que no sabéis nada pobre imbécil!
–¿Soy yo el que nada sabe? –preguntó altivo ante
un Bocanegra que parecía ahora extrañado–. ¿Sabéis
vos acaso por qué buscáis a esa niña? ¿Os han re-
velado cuáles son los espurios intereses de vuestros
líderes? Escuché rumores, sí. . . pero no pretenderéis
que crea que la Inquisición venga en busca de un
libro escrito por el mismísimo Lucifer. ¿Acaso vos lo
creéis? –el fraile sonrió con amargura. «Claro que lo
creéis; sois Leopoldo Bocanegra».
Ya desde el umbral de la puerta, el inquisidor lo
observaba con desprecio.
–Lo que yo creo no tiene importancia –replicó im-
pasible–. Lo único que interesa en este caso es vuestra
pér�da lujuria por el conocimiento, una lujuria que
os atrapa y no os deja ser un buen cristiano. Vues-
tro orgulloso pecado del intelecto os hizo caer en
las más abominables herejías en el pasado, y vues-
tra ignorancia presente hará que paguéis por ellas
204 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–luego abrió la pesada puerta de la iglesia. El lugar
estaba nuevamente rodeado de monjes y curiosos,
entre los cuales destacaba la obesa y rosada cara del
prior Ambaraleón. El inquisidor hizo una leve seña
hacia su capitán, quien se acercó al instante. Luego
volteó con total lentitud; el sol no llegaba a iluminarle
todo el rostro, que se escondía ahora bajo una pesada
sombra.
–¡Estáis arrestado, fraile Alonso Iturbe y García,
por los cargos de heresiarca y de ejercer la hechicería
junto a la bruja Francisca Hernández de Valladolid!
Quedáis ahora a completa disposición del brazo secu-
lar hasta el anochecer; y sólo allí hablaremos, tenedlo
por seguro. Y si os da bien en persistir aun en vuestra
obstinación, os perderéis, a fe de Dios.
La silueta del ex alférez se irguió entonces como
una montaña y eclipsó el poco sol que atravesaba el
portal de la iglesia. Temible y brutal, Fernández de
Álzaga ingresó nuevamente y observó al fraile con
�jeza, altanero. Luego volteó hacia sus hombres.
–Encerradlo en el establo –bramó–. Allí tendrá
tiempo para pensar.
205 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Dos soldados del destacamento lo tomaron brus-
camente de los brazos. El viejo fraile no tenía las
fuerzas para resistirse, y aunque las hubiese tenido,
nunca impondría su humilde voluntad a los desig-
nios de Dios. Apenado y abatido se dejó arrastrar con
dignidad, pues nada quedaba de la ira que lo había
capturado hacía tan solo unos minutos. Antes bien,
sentía que su vida había resultado buena y provecho-
sa en varios aspectos, que habíase entregado a Dios
con pasión, haciendo su voluntad sin caer en lo que
él llamaba superstición, la que a su entender, era la
mayor de las ofensas a la religión. Pensando así se
había interesado en estudiar todo aquello que podría
interferir entre el conocimiento real y el exaltado e
inocente conocimiento popular: órdenes esotéricas,
cazadores de brujas, libros malditos y un sinfín de
historias y leyendas que enfebrecían los pensamien-
tos de la chusma y que algunos sabios comenzaban a
utilizar en pos de oscuros intereses. Tenía por cierto
haber utilizado con prudencia y no poca sabiduría, el
don que según su pensamiento sólo era otorgado a
los hombres, que era el de razonar, la capacidad de
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
detenerse a pensar para ser mejores seres humanos,
como predicaban los santos evangelios. «Dios nos
pone en el mundo y nos otorga elementos, como la
razón, para entender la naturaleza de las cosas» le
había enseñado cierta vez a su pupilo Tristán, «y no
utilizar nuestros dones otorgados para ese �n, sería
blasfemar contra la misma decisión divina, sería creer
que Dios es un inepto que no sabe lo que hace». Gran-
de era la admiración de aquel zagal hacia su maestro,
quien recordaba ahora aquellas palabras. Sentía que
pensar era lo único que diferenciaba al hombre de las
bestias. Sin embargo allí estaba; tal era la voluntad
de Dios de ponerlo a prueba una vez más.
Rendido ante la fuerza de los soldados imperiales,
dejóse llevar con resignación. Agachó la cabeza, pero
en el último instante antes de cerrar sus párpados
ganados por las lágrimas y la amargura, vio por el
rabillo del ojo un movimiento detrás del cortinado
que apenas ocultaba ahora la poterna de la cripta en
donde a�oraba al exterior la parte superior de una
brillante y negra melena coronada de �ores, que nadie
excepto él había notado. Comprendió que Helena
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
no pudo aguantar esa situación, que deseaba salir,
entregarse ella misma y evitar de esa manera que
se produjese un acto en contra de la vida de los que
quería. Lo supo en cuanto la observó, cuando sus ojos
se encontraron por un instante. Negó casi de forma
imperceptible, justo al tiempo en que el cuerpo de la
joven ingresó de un tirón nuevamente al escondite. El
fraile respiró profundo, aliviado, pues conocedor de
la audacia de su aprendiz, con�ó en que éste cuidaría
de ella cuanto pudiese.
Sin embargo una sensación extraña lo cubrió por
completo; recorrió fríamente su cuerpo y se instaló
sin desearlo en su cabeza. Un último e inesperado
pensamiento se apoderó de él. ¿Realmente conocía a
esa muchacha?
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XII | FERNDANDO VALDÉSY SALAS, SUMO INQUI-SIDOR
EL VIENTO CÁLIDO DE LA MAÑANA TRAS-
PASABA LOS MUROS DEL MONASTERIO.
Se metía allí, en todos los recovecos de pie-
dra, vagando por los rincones abandonados y más
recónditos de la estancia. Los pasos apresurados de la
servidumbre que lo habían acompañado hasta aquella
nueva morada, y que ahora correteaban de un lado a
otro detrás de su puerta, sonaban en su cabeza como
el retumbar de un ejército. El canto de los ruiseño-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
res atravesaba el cerrado ventanal de su habitación,
deambulaba por allí, alrededor de las paredes hasta
inmiscuirse, agudo y estridente, en la profundidad
de sus perturbados oídos. Ese canto hermoso y subli-
me parecía ahora atormentarlo: interpretaba el suave
silbar de las aves como las trompetas que indicaban
el momento terrible e inevitable de la batalla. Años
y años de enfrentamiento bélico habían trastornado
sus sentidos, y los malsanos dolores de la gota termi-
naron por convertirlo en un ser parco y huraño. Por
recomendación de los doctores de la corte se sumía
ahora en el aburrimiento supremo dentro de aquel
apartado monasterio de Yuste, en la ciudad de Extre-
madura, y debido a los deseos explícitos de su hijo el
nuevo rey Felipe II, no se le permitía a la servidumbre
o a ningún amigo o consejero, llevarle noticias acerca
de la política que el reino llevaba adelante. En los mo-
mentos de lucidez, cuando su razón no se encontraba
extraviada en alguna lejana batalla, o cuando sus vo-
ciferantes gruñidos de dolor daban paso a la dulce
melancolía, su reclusión en aquel lugar más le sabía a
prisión que a un retiro voluntario. El cristianísimo rey
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Carlos I, gloria de la corona española durante largo
tiempo, fuerte ejecutor de las políticas económicas
con los reinos vecinos y acérrimo luchador y paladín
de la raza española, se estaba muriendo poco a poco.
En su intempestivo aburrimiento, mientras deambu-
laba por el perímetro de su habitación, recordaba aun
su gloria pasada, perdida. Un sonido seco lo despertó
de su ensueño.
–Entrad –pronunció casi en un susurro, ensimis-
mado aun en sus divagues. La puerta se abrió y len-
tamente el mayordomo mayor, un hombre calvo de
ojos bonachones, ingresó con paso vacilante.
–Su Majestad –dijo sin ceremonia pero con políti-
ca– os vengo a informar que tenéis visitas. ¿Deseáis
atenderla?
–Decidme qué otra cosa puedo hacer, Martín –indi-
có con gesto sombrío al leal hombre, que elegía desoír
las órdenes del nuevo monarca con tal de aminorar
en la medida de lo posible el aburrimiento de su viejo
y antiguo rey–. Apresuraos y haced pasar al que sea,
me vendrá bien un poco de charla. ¡Vamos, apuraos,
pardiez!
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
De inmediato Martín de Gaztelu, su ex escribano
que hacía ahora de Mayordomo Mayor por ser el
hombre de mayor con�anza del envejecido empera-
dor, se apartó de la entrada y desde atrás una esbelta
�gura se alzó imponente en el umbral de la puerta.
Los ojos del emperador se abrieron sorprendidos. Lo
estaba esperando ansiosamente.
–Veo que seguís disconforme con los buenos tratos
que os dispensan en el monasterio, Su Majestad –indi-
có el visitante con vos risueña y juguetona mientras
atravesaba delicadamente la puerta. Luego dirigió su
mirada hacia el viejo mayordomo y agregó–. No le
hagáis caso a vuestra excelencia, tanto trabajar por
el bien del reino lo ha desgastado un poco –y sonrió.
Sus ojos verdes parecieron brillar en la oscuridad de
la habitación.
–Retiraos, Martín, y advertid que no deseo ser mo-
lestado. ¡Vamos, afuera, afuera, vive Dios! –apresuró
el monarca a su mayordomo.
Los dos hombres se acercaron y estrecharon sus
manos. El viejo rey Carlos estaba emocionado; al
�n tendría la ocasión de saber lo que ocurría en su
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
reino, sin dilación. El Sumo Inquisidor Valdés era el
único contacto de con�anza, después de su hija Juana,
que tenía con el exterior. Toda la energía contra los
herejes era ahora canalizada a través de ese hombre
agudo, al que delegaba plena con�anza.
–¿Qué noticias traéis del reino, mi �el amigo? Con-
tadme de una vez –exhortó sin preámbulos, pues
acogía con urgente ansiedad los informes acerca de
los acontecimientos ocurridos durante su pasiva re-
clusión.
–Vuestro hijo está organizando una nueva comiti-
va hacia los Países Bajos, su excelencia, ya que le han
recomendado volver allí para fraternizar con aquellos
que aun lo ven como a un extranjero. . . –indicó el
otro mientras agachaba la cabeza, como reproban-
do el hecho, pues al igual que para él mismo, sabía
que aquello resultaría inaceptable para el envejecido
emperador.
–¡A los Países Bajos! –tronó el anciano–. ¡Voto a
mil! Ese territorio está atraído por completo por la he-
rejía. ¡Malditos calvinistas! Es indispensable hacerse
con el control de Toledo, como vos mismo me aconse-
213 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
jasteis tan sabiamente, no podemos perder más tiem-
po. ¿Acaso no habéis podido trasladar mi voluntad a
mi hijo, buen amigo?
–La juventud, Su Majestad, nos hace creer que
somos invencibles, y vuestro hijo Felipe, bueno pues,
dispone aun de aquella virtud. Pero no debéis llevaros
por la fatalidad... a pesar de eso pude convencerlo
para que os visitara en Yuste antes de partir, antes
bien, no os engañáis si creéis que por ello su viaje
deberá esperar unos meses. Tal vez vuestra eminísima
majestad podría amedrentarlo buenamente una vez
él aquí. Mientras tanto no he dejado que el tiempo
corra en vano –agregó con tono misterioso el Sumo
inquisidor. Sabía muy bien cómo captar la atención,
cómo atrapar a una mente frágil, cansada y débil.
–¿A qué os referís?
–Envié un mensaje a Roma. Intentaré que se res-
pete vuestra salud, y se posponga el nombramiento
del nuevo Obispo de Toledo, cuando el bueno de Silí-
ceo parta hacia los brazos de Dios. El Papa, sospecho,
nos concederá un tiempo favorable –sonrió–. Sin em-
bargo, es preocupante lo que se dice de vuestro hijo,
214 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
quien inocente y gentilhombre como es, ha caído bajo
las caricias del papado. Según rumores, otorgaría ese
cargo capital a Fray Bartolomé de Carranza. . . tal vez
su visita a Extremadura podría abrirle los ojos. . .
–¡Y así será! A fe de Dios que no deseo que un
nuevo con�icto herético fustigue a España, y divi-
da nuestro grande y fuerte reino como ocurrió en
Alemania. He luchado mucho y he pagado durante
años el error de permitir que doctrinas heresiarcas se
introduzcan en nuestras tierras. Además, la sede en
Toledo se encuentra en pleno centro de la península,
por lo que su control debe permanecer para los espa-
ñoles, y no en poder de esos bastardos extranjeros, ni
de ninguno de sus lacayos. ¡Bah!, extranjero, osaron
también decirme en el pasado. . . a mí, a vuestro líder.
Siempre sospeché que esos iluministas e inclusive los
luteranos de España, son lo que deben su aborreci-
ble origen a los conversos, doctrinas que representan
aberraciones producidas por minorías no españolas.
¡Vive Dios! ¡Tenéis razón cuando decís que dentro
del territorio español, todo debe de pertenecer a la
pura raza de los españoles! Solo así habremos de ase-
215 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
gurarnos que el reino siga unido, y a más lograda y
a�anzada esa unión, será el turno de los Países Bajos.
–La razón es pues del arzobispo Juan Martínez Si-
líceo –corrigió Valdés–. Fue él quien, no sin esfuerzo,
me susurró en su lecho, que es fama y se tiene por
cierto que los principales herejes de Alemania que
han destruido toda aquella nación y la han puesto en
grandes herejías, descienden de linajes judíos –citó
el inquisidor general, evocando viva y astutamente la
voz del moribundo arzobispo de Toledo, sabedor de
que no había palabras ningunas que excitaran más la
enfebrecida mente del anciano rey que las pronun-
ciadas en las horas supremas en las que solo se debe
pensar en Dios.
–¡A fe de Dios que así es! –con�rmó éste en un
exabrupto.
–Por otra parte, Su Majestad, me he tomado la mo-
lestia de la iniciativa –comenzó nuevamente Valdés.
–No os entiendo –inquirió Carlos, aun con sus
pensamientos en otro sitio.
–Los con�ictos con ciertos rebeldes en Flandes y
la inserción allí del calvinismo nos está costando mu-
216 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cho, Su Majestad. Necesitamos dinero para mantener
nuestras tropas de Tercios que valientemente man-
tienen aun a raya posibles desbandes en esa zona.
No podemos contar por siempre con lo recaudado en
el Nuevo Mundo, menos aun cuando a menudo nos
llegan informes de que corsarios ingleses y desleales,
atacan nuestras galeras y roban mucha de vuestras
ganancias. Las negociaciones con Inglaterra caducan,
ya que aseguran que sus piratas no obedecen a la
Reina, sino que su única ley es el pillaje. No son sino
bandidos sin patria.
–Mmm...pues que sigo sin entender, ¡voto a mil!...
tened la bondad de explicaros mejor, por favor.
–La plaza de Toledo, indispensable por cierto, no
nos asegurará de por sí el ingreso de su�ciente dinero
para mantener las arcas del reino, Su Majestad.
–¡Ola, ola!, que estamos hablando de dinero, ¡Cuer-
po de Cristo! Ya vendrá el oro cuando recuperemos
el comercio de Flandes y Amberes, ¿no es cierto?
–Tal vez...pero esperar tranquilos a que ello suceda
no es aconsejable en nuestra situación. . .
El viejo emperador no lograba comprender del to-
217 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
do. Su estado, que por momentos acariciaba lo senil,
y sus dolorosas a�icciones de la gota, nublaban cruel-
mente su juicio. Levantó su rostro hacia el inquisidor
y con aspecto vacilante, susurró.
–Nuestra situación, pardiez... ¿Y qué proponéis?
Ya estaba hecho. Había logrado captar la atención
del viejo Carlos. Como en varias oportunidades no
le costaría trabajo lograr su consentimiento y entero
favor. El astuto inquisidor general lo observó deteni-
damente. Se paseó lento por la sala hasta posarse en
el borde de la gran ventana que daba al camposan-
to del monasterio. La abrió lentamente, permitiendo
contemplar el diáfano sol que, afuera, iluminaba por
completo las cruces de los que ya habían partido ha-
cia la eterna Gracia de Dios. Volteó hacia el viejo
monarca.
–Es curioso, ¿no lo creéis? –preguntó de improvi-
so, desconcertando aun más al confundido Carlos–.
Hemos tenido durante mucho tiempo la respuesta en
nuestras narices y nunca la hemos visto con claridad.
El viejo lo observaba con ojos lejanos, absortos.
«¿De qué diantres está hablando este hombre?».
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Sí...eso mismo creo yo –respondió débilmente–.
¿Os referís a que hay que mandar a la tumba a más
herejes impuros de orígenes no español? –atinó el
perturbado anciano, al estirar el cuello hacia afuera
y observar el cementerio del monasterio.
–Algo así, Su Majestad, algo así –concluyó miste-
rioso el inquisidor, con una sonrisa apenas percep-
tible–. Tomad un abrigo Su Excelencia, saldremos a
tomar un poco de aire, pues tengo algo que conta-
ros y no podemos dejar que algún oído inquieto nos
escuche.
Los pasillos del monasterio bullían aun de sirvien-
tes correteando de un lado a otro ante la sorpresa
de ver a la luz del día al apesadumbrado Habsburgo.
Por su parte, los silenciosos monjes Jerónimos, sin al-
canzar a comprender qué sucedía pero al ver al viejo
monarca andar libremente por las estancias, dejaron
sus actividades y se dirigieron como por mandato di-
vino a sus claustros. Los dos hombres atravesaron los
pasillos de invierno como abstraídos, y lentamente
se inmiscuyeron en el frondoso jardín que reclamaba
sus susurros, entrelazados de los brazos, como apo-
219 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
yándose mutuamente. El día se encontraba despejado
en las afueras, y Carlos I “el César”, veía luego de
mucho tiempo el resplandor diáfano y brilloso de un
sol lejano re�ejarse en el breve estanque del monaste-
rio. Se adentraron al �n en la hierba del camposanto,
sorteando la innumerable cantidad de cruces, último
descanso de los pasados monjes de la Orden. Habían
recorrido muchos metros en silencio, mientras el can-
dor del sol impregnaba con un poco de vida el alma
desgastada del antiguo Emperador, cuando el Sumo
Inquisidor �nalmente tomó la palabra.
–Los tiempos de cambios son aciagos, Su Majestad.
–Ejem...claro, claro, aciagos –respondió absorto
aun en una realidad perdida, una realidad que se
encontraba, al igual que su cuerpo, dentro de paredes
de dura y oscura piedra.
–Os he dicho que no podemos esperar de brazos
cruzados el tomar el control de Toledo –continuó
pausadamente–. Corren rumores de que el ladino y
perjuro rey de Francia anulará el tratado de Vaucelles,
instigado por el mismísimo Papa, quien busca por so-
bre todas las cosas correr a los españoles de las tierras
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que, sostiene, pertenecen a Italia. El duque de Alba,
vuestro leal Fernando Álvarez de Toledo, no tardará
en partir hacia Nápoles, dado los acontecimientos y
las pruebas que hemos podido recolectar; la hora de
las represalias llegará pronto, no os engañéis de ello,
ya que el propio pontí�ce ha tentado al francés con el
bálsamo de la intriga que aquel pueblo tanto disfruta,
y que le pasa por infalible. Sin embargo, urge tener en
cuenta otro aspecto que insu�a la audacia del viejo
pontí�ce y de su aliado el francés, pues sabéis que
no sobra el dinero, y he aquí una idea que nos sacará
de algún apuro, mientras investigamos también la
forma de hacer a un lado al hereje de Carranza.
–Carranza... ¡Bellaco traidor! –tronó. Y luego de un
lapso, como en un suspiro, continuó–. ¿Dónde está
mi hijo? Debo advertirle de la traición de Carranza.
–No os molestéis Su excelencia. Vuestro hijo os vi-
sitará pronto, tenedlo por cierto. Pero antes es preciso
que os pida vuestro sabio beneplácito.
El antiguo rey lo miró a los ojos. Por momentos
parecía que no lo reconocía, sólo eran instantes en esa
mirada fugaz. Luego, retomaba el curso de la charla.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Ignoraba por completo las decisiones secretas del
inquisidor, hombre de su entera con�anza.
–¿Beneplácito? Lo tenéis, lo tenéis pues.
–He descubierto que Paulo IV, nuestro Santo Pa-
dre, aconsejado por su infame sobrino Carlo Carafa,
y con objeto de aprovechar todas nuestras posibles
debilidades, ha urdido alguna medida con pequeñas
tonalidades de venganza en contra de nuestro cristia-
nísimo reino.
–¡Jah! –rió el viejo con vehemencia–. El papado de
Roma es el peor de todos los tiempos, la corrupción
se acerca a ellos y los sujeta con su abominable garra.
¿Qué daño podrían causar al grande y puro reino
español, esa jauría de bandidos simoníacos?
–Paulo IV es peligroso, su Ilustrísima. Y es tal la
per�dia y el odio que lo envenena, que predica rui-
na a todo lo que representa lo español; a fe que es
un adversario a tener en cuenta –indicó con caute-
la–. No sólo, como os he dicho, instiga con el rey
de Francia para recuperar los territorios lindantes
al mar del norte ganados por su majestad, sino que
su detestable sobrino se ha puesto en contacto con
222 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
autoridades eclesiásticas francesas para que los des-
leales, despreocupado de la fe católica, relajen sus
fronteras y permitan el traspaso de ciertos indesea-
bles hacia nuestros propios territorios del norte. Los
países navarros y aragoneses corren el riesgo de ser
tomados por la corrupción de las ideas inmorales de
éstos herejes. Los franceses, por lo demás siempre
tan vengativos y ventajeros, desean con fervor man-
tenernos ocupados en guerras intestinas para poder,
en medio de nuestros esfuerzos locales, recuperar
esas tierras que han perdido antaño en manos de la
gloria española. Los rumores, acallados ahora sólo
por las pruebas, nos hacen temer que el Papa otorgue
su bendición para que los franceses tomen Flandes a
cambio de Nápoles.
–¡Franceses! ¡Ira de Jesucristo! Traedme unos cuan-
tos de ellos y los aplastaré con mi puño como las
moscas que son –bramó el viejo.
–Lo cierto –continuó Valdés ignorando el exabrup-
to– es que algunas medidas iniciadas por los Carafa y
sus conspiradores franceses, que en principio creye-
ron dañinas para nuestra corona, se han vuelto hoy
223 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
una buena oportunidad para reforzar nuestro propio
poder.
–Mmm... pues que no comprendo completamente,
pardiez.
–Los franceses han abierto sus fronteras –repitió
lentamente, con paciencia in�nita–, los muy perver-
sos, aconsejados por el simoníaco Cardenal Carafa,
para que nuestras tierras del norte se llenen de here-
jes provenientes de sus tierras infectas, Su Majestad,
como os he dicho, con la intención de mantenernos
ocupados en guerras intestinas.
–¡Vive Dios! ¡Eso es imperdonable! ¡Haced formar
�las! ¡Hay que atacar a los canallas y tomar Paris!
–protestó alzando un puño en alto.
–No hace falta, Su Majestad, no os precipitéis, que
aún queda gente leal en vuestras �las... como yo –fue
el susurro �nal del inquisidor, mientras caminaba
alrededor del rey y abrazaba sus anchos y cansados
hombros–. Espero que no me malinterpretéis, pero
lo que os diré ayudará a la justa causa de España.
He dicho antes que necesitamos dinero, y por tal, es
necesario aumentar la presión tributaria en vuestras
224 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tierras.
–Continuad, por favor –exhortó atraído de golpe
el viejo, mirándolo con ojos excitados, como de niño.
–Para lograr que esto sea viable, habría que con-
seguir que ciertos lugares, tanto del norte o del sur,
necesiten del poder central, pues si saben cuidarse
por sí mismos, si pueden lavar su propia ropa sucia
sin necesidad del paternal brazo de la Corona... ¿por
qué irían a pagar más impuestos? ¿Comprendéis?
–Lo intento.
–Lo que ocurre es que en los últimos tiempos, más
a pesar del alzamiento de los comuneros, vuestras
tierras del norte y principalmente los países vascos-
navarros por ejemplo, han sido azotadas por esos
heresiarcas, apoyados por Roma y Francia para crear
el horror y la idea de que en España no se combate
la herejía. En parte de Aragón también se han sus-
citado ciertos alzamientos e inconvenientes de este
tipo, pero ya me encargaré de eso. Las tierras de Na-
varra son hoy nuestra principal preocupación, ya que
esas ideas erróneas cuentan aun con fuerte in�uencia
sobre aquella población, situación aprovechada por
225 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
los conspiradores dada la periferia de ese territorio.
Pues bien, he encontrado la forma de neutralizar esos
ataques.
–¡Decidme, voto al Diablo! ¡No podemos permitir
que herejes hijos de mala madre sigan contaminando
al buen pueblo español!
–Verá, Su Majestad. Luego de investigar con �rme-
za y durante mucho tiempo, hemos concluido junto
al gracioso y eminente �lósofo Melchor Cano, que
antiguos cultos amenazan aun a los pobladores de
aquellos sitios, y por eso la adhesión a ciertas herejías
se hace más fácil. Sabéis cuan caprichosa puede ser
la chusma, que hasta algunos creen que sus deidades
arcanas resultan mucho más convenientes y mejores
que el Todopoderoso Dios que nosotros proclama-
mos. Y mientras esas ideas erróneas perduren y se
les permita evolucionar y fusionarse con los herejes
que por allí deambulan corremos peligro de que la
distancia espiritual entre esas zonas y el poder cen-
tral sea mayor cada vez. ¿Veis entonces la comunión
entre todo ello?
–Dispensadme un momento, buen amigo, pero es
226 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que la gota. . . –dijo reprimiendo un gesto de dolor–.
Por lo demás –continuó ahora repuesto– qué diantres
tiene que ver eso con los impuestos. Aumentadlos y
ya, se sumirán al poder central de inmediato, pardiez.
–Su majestad, temo que haya muchas razones que
llevan al distanciamiento y a la fatalidad, pero sólo
una que a nosotros, como hombres de fe, nos con-
cierne: la religión, que es la misma que de�ende Su
Gracia, o en este caso, vuestro hijo el �amante rey.
Entonces, si sus deidades paganas son capaces de res-
tablecer el orden, de aportarles dicha y felicidad, es
engañoso creer que nos necesiten para aplacar sus
males... ¿por qué entonces, repito, querrían pagar más
impuestos si se valen por ellos mismos sin necesidad
del monarca?
–¿Queréis decir que...
–. . . que es menester que entiendan que todos los
males que los atosigan, cualesquiera que fueren, son
producto del poder perverso de Lucifer, ese que los
cristianos a�rmamos capaz de traer el mal y la des-
gracia, destrozando la virtud de las personas a través
de sus esbirros: los brujos. A veces es necesaria la in-
227 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tervención de algo cercano y real como ellos, alguien
que puedan ver y tocar, alguien palpable que acusen
de tratos directos con el diablo. Alguien capaz de des-
truir sus vidas miserables si no cuentan con la ayuda
de la Inquisición y del poder real. ¿Entendéis? Si ellos
creen que el demonio, a través de sus delegados, se
pasea libremente por su suelo, que puede corromper
a sus vecinos, contaminar sus cosechas y matar a su
ganado, y conseguimos encauzar este miedo a sus
ritos paganos y relacionarlos, entonces nos necesi-
tarán. Buscarán salvación en el seno de éste reino
nuestro, donde habita el infalible y verdadero Dios, el
único capaz de derrotar a los representantes del dia-
blo, los brujos, por consiguiente, de curar sus males
–el viejo lo miraba absorto. Parecía apenas compren-
der las ideas del Sumo Inquisidor, quien continuó con
calma–. Delicadamente –dijo– podremos excitar las
fantasías de la gente, y junto con ello acabaremos
de un solo golpe dos frentes, su Ilustrísima: por un
lado la herejía en la conjura alentada por Roma, y por
el otro desterraremos de una vez y para siempre el
paganismo de nuestro reino vinculando todo lo ruin
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
y desgraciado que les ocurra con la brujería de que
aquellas viejas creencias están imbuidas, de seguro,
y no tardará la chusma en pedir a gritos voces la in-
tervención del Santo Tribunal para dar socorro a sus
vidas.
–Les crearéis brujos a la gente. . .
–Quién podría hablar de crearlos, cuando la crea-
ción es potestad exclusiva de Dios. . . no, Su excelen-
cia, se los mostraremos, para que puedan identi�carlo
más fácilmente y por sí mismos en el futuro. Allí radi-
ca la e�cacia de la humilde organización cuya pesada
carga recae ahora sobre mí; en mostrar cómo la ver-
dadera fe destierra y se deshace de los esbirros del
mal.
–Mmm...que es una idea peligrosa –re�exionó aho-
ra Carlos con amargura cómplice.
–Cierto, pero no por eso menos necesaria –sostuvo
el otro con decisión.
–Y decidme, mi �el amigo, ¿cómo podréis soslayar
las di�cultades que vuestro santo acto os demandará?
–He mandado, alentado por los sabios consejos del
eminísimo Melchor Cano, una comitiva con varios
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
clérigos seculares para que amedrenten el ánimo de
esos pueblos, quienes se pondrán en contacto con
hombres leales a la Santa causa que desde hace tiem-
po se encuentran trabajando en el adoctrinamiento
de aquella zona. Cada uno de los señoríos del nor-
te tendrá un sacerdote destinado para tal �n. Veréis
cómo todos se adhieren a la causa cristiana en poco
tiempo, Su Excelencia. Envié a uno de los mejores y
más feroces defensores de la palabra, que se encar-
gará de regar nuestras buenas cimientes por todo el
territorio navarro. A fe de Dios que los herejes se
esconden hábilmente, se pierden entre los simples,
pero los brujos son otro cantar... digamos que sus
estigmas son fáciles de reconocer y localizar –con-
cluyó el inquisidor, mientras una sonrisa asomaba a
sus �nos labios.
La tarde corría y el viento soplaba ahora con más
fuerza. El sol había ya desaparecido por completo y
sólo quedaba de él un brillo demasiado tenue asenta-
do en la super�cie brillosa y cristalina del estanque
del monasterio. Desde el exterior de la habitación
sólo se �ltraba el tímido pero constante ulular de los
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
pájaros y demás cazadores que acechaban al caer la
noche. El monarca se encontraba nuevamente en sus
aposentos, solo en la penumbra, absorto en in�nitos
pensamientos. Uno de ellos, sin embargo, lo mantenía
ansioso: antes de irse esa tarde, el Sumo Inquisidor le
informó que volvería a entrevistarse con él cuando
la comitiva que había partido hacia Roma regresase.
En esa oportunidad, le aseguró, y si la fortuna estaba
de su lado, convencerían sin problema a Felipe, para
que quitara de una vez el apoyo a su preferido, el
fraile Bartolomé de Carranza y Miranda. El astuto ar-
zobispo Valdés, Sumo Inquisidor del Santo Tribunal,
tenía todo planeado, y sus deseos de controlar Toledo
parecían superar cualquier escollo en el camino.
El viejo monarca observó detenidamente a su alre-
dedor, sintiéndose perdido de repente, sin saber por
un momento dónde estaba. En sus manos mantenía
aferrada aun la pluma con la que había �rmado los
documentos que Valdez había recomendado, los que
le otorgaban a éste autoridad extraordinaria en el
desempeño de sus funciones. Sus confundidos ojos
se movían vacilantes, inquietos de un lado a otro de-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
trás de sus párpados entrecerrados. Todo era, como
siempre, demasiado oscuro, demasiado confuso en su
cerebro.
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XIII | REFLEXIONES
LA NOCHE SE APODERABA DEL CIELO, y
el escondido en el monasterio antes dormi-
do bajo la sombra del olvido, era ahora pa-
trullado por un reducido destacamento de soldados.
Durante la mañana, un pequeño grupo de la comi-
tiva habíase marchado con cierta presura sin dejar
pasar más que unos pocos minutos desde su arribo,
haciendo tanto alboroto que incluso Tristán, desde el
interior de aquella subterránea cripta, había podido
escucharlos. Sin embargo entre los estremecedores
gritos que habíanse sucedido en la super�cie y la an-
gustia que lo asolaba ante el arresto de su maestro, tan
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
sólo pudo escuchar lo su�ciente como para entender
que la reciente delegación rápidamente se encontró
mermada ante la partida sin demora de aquel grupo
luego de una atronadora orden recibida por su co-
mandante. Después de eso ya nada pudo escuchar,
y el silencio se apoderó de la situación durante lo
que sintió como la jornada más larga de su vida, pues
la oscuridad misma parecía tragarse los susurros y
rumores que se �ltraban desde arriba.
El viento había amainado bastante pero aun zum-
baba insistente una brisa fresca que acariciaba las
copas de los árboles, meciéndolos con suavidad. Por
encima de la cúpula de la iglesia asomaban nevadas
cimas de montaña que auguraban un invierno crudo,
mientras que el sonido misterioso y pausado de los
búhos y algún que otro lejano aullido eran lo único
que cortaban la quietud en aquel escondido y oscuro
valle. Las enlodadas callejuelas aledañas al monas-
terio se encontrarían desiertas de no ser por unos
perros famélicos que se movían como sombras es-
queléticas en la noche, y por los piqueros, quienes
ahora mermados en número las recorrían por orden
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
del imponente Fernández de Álzaga; a la vez éste
había dispuesto que el precario ayuntamiento fue-
ra concedido para permanencia de los acusados, de
cuya custodia estaban a cargo unos pocos lanceros
apostados en el techo y en las puertas del edi�cio. El
monasterio por lo pronto, fue concedido para el des-
canso de la delegación religiosa, de la que un grupo
se turnaban en la construcción de lo que parecía un
improvisado patíbulo para el día siguiente.
La húmeda y vieja cripta de la iglesia se encontraba
en completa penumbras. Sólo un pequeño resplandor
de luna lograba �ltrarse muy débilmente a través del
hueco de la falsa pared que daba a la cúpula princi-
pal de la iglesia. El aire allí abajo estaba viciado del
penetrante y rancio olor ocre de la humedad que im-
pregnaba cada rincón del fatídico escondite, mientras
las carcomidas y frías paredes que reinaban a su al-
rededor azoraban los ánimos de los fugitivos, por lo
menos los de Tristán que no podía conciliar sueño, y
que a más audaz, era por momentos pusilánime antes
tales agravios imprevistos que la vida le deparaba a
tan temprana edad. Estupefacto observaba el intrin-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cado bosque de piedra de columnas desiguales y capi-
teles decorados por bellos cimacios que se extendían
ante él como un oscuro y silencioso laberinto cuyos
robustos pilares, pensó, parecían en aquella negrura
contener cierta armonía. Ni él ni su acompañante
se habían atrevido siquiera a mencionar los rústicos
candelabros bien dispuestos a los lados de la escalera
y en algunas de sus columnas, ya que encenderlos los
delataría al instante. El silencio inundaba la fría sala,
y arriba, desde donde no sin esfuerzo logró escuchar
tenuemente las acusaciones durante el día, reinaba
ahora una vez más la acostumbrada solemnidad. El
túnel, sinuoso y desconocido, que se alargaba traspa-
sando las columnas hasta el antiguo monasterio, le
daba pavor, ante la seguridad de que sólo era cuestión
de tiempo para que investigaran y dieran con aquella
vieja y oculta cripta y los descubrieran. En tanto eso,
aun se reprochaba el haber permitido que Helena se
hubiese asomado hacia la salida, y se expusiera tan
estúpidamente a ser detenida. Sin pararse a pensar
siquiera, habíala sujetado y, de un fuerte tirón, atraí-
do hacia detrás del fondo falso nuevamente. Nadie la
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
había visto, estaba seguro de ello, y ese pensamiento
le hacía sentir orgulloso. A pesar de no saber bien
qué estaba pasando y del temor que por momentos
atenazaba sus nervios, decidió montar guardia en la
base de la escalera, al amparo de la oscuridad, resuel-
to a no volver a permitirse tal descuido. Sin embargo
por momentos la falta de luz parecíale gloriosa, a
más que evitaba a su bella acompañante descubrir el
temor que por dentro lo devoraba, al no presentar-
se respuesta ninguna para sus tantos interrogantes.
¿Por qué la buscaban con tanta pasión? ¿Qué pecado
atroz había cometido para ser cazada de esa mane-
ra? ¿Podría ser que aquella graciosa joven estuviera
involucrada siquiera en los rumores oscuros que ro-
deaban a la madre? «Imposible», se decía, dado que
las historias de las artes oscuras siempre hablaban
de viejas feas y hurañas, cuyo pacto con el diablo las
dotaba de inicuo poder. Sin embargo las actividades
de aquella señora eran motivo de habladurías en los
pueblos de los alrededores, no sería él quien lo nega-
ría. . . pero qué decía su maestro siempre al respecto:
«es más importante la conciencia que la reputación»,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
le repetía; «la reputación es lo que los demás piensan
de vos, más vuestra conciencia es lo que en verdad
sois. Vuestro proceder, Tristán, es lo que enseñará a
otros quién sois realmente». Con eso había zanjado el
tema en varias oportunidades. «¡que no es posible!»,
se convencía. Además también le había escuchado
decir varias veces que ser supersticioso era carecer
de entendimiento al igual que un necio, y que ser
necio era un pecado. «Los necios no escuchan ni ana-
lizan las cosas; se aferran a una idea orgullosamente
y cuando actúan lo hacen �nalmente por inercia e
irresponsabilidad. A fe de Dios que por ello son pe-
cadores, pues desestiman el libre albedrío: dicen lo
que otros dicen y hacen lo que otros hacen», le había
enseñado tan sabiamente. Pero entonces ¿Qué poder
residía en la bella jovencita que descansaba ahora a su
lado? ¿Y qué era ese Oráculo del que había escuchado
referirse a ese siniestro ayudante del inquisidor? Sin
dudas su audacia no había llegado a los niveles de la
sabiduría, y allí en la oscuridad, sólo la sorprendente
calma de la joven lo tranquilizaba. «¡Cómo puede
mantener la calma y conciliar sueño, vaya al diablo!»,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
se había dicho. Hubo un instante en que sintió que
lo sujetaba cándidamente de la mano, y aunque el
calor y la humedad de sus dedos lo sobresaltó, se
había dejado tomar; sin decir palabra y apretando
levemente correspondió entonces aquel suave agarre.
Parecía tranquila, y la paz que emanaba logró cal-
marlo también, sintiéndose extraño, pero protegido.
Luego se sintió un idiota por mostrar semejante com-
portamiento temeroso e impropio de todo hombre.
Pero él no era un hombre, ni siquiera un novicio: sólo
era un vascongado hambrón ahora aprendiz de un
sacristán. Continuó en silencio, pero el ruido de sus
pensamientos ya comenzaba a aturdirlo. Con seguri-
dad, se dijo, la soledad del mundo monástico había
de ser más llevadera que ese silencio tan embarazo-
so. Ni siquiera sabía con exactitud por qué debían
mantenerse ocultos y el aire viciado de una hume-
dad imperecedera lo incomodaba grandemente. Aun
así se mantuvo callado y aun meditabundo obligóse
a pensar en su maestro, de quien no tenía novedad
alguna y que no se engañaba al saberlo encerrado
en algún lugar desconocido; procuró concentrarse
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
en esto pero ciertas inclinaciones, caras a la ciega
juventud que carece de re�exión y juicio, no son fáci-
les de apartar: el encierro complicaba la situación y
conforme las horas pasaban, resonaba en sus oídos
el tibio y suave susurro de la respiración de aquella
joven; un gemido cálido, apenas perceptible, que des-
cubría en ella el feliz abrazo del sueño, y que lejos
de contagiarlo y llevarlo al acostumbrado estado de
semi-inconsciencia, lo perdía cada vez más sintiendo
el espasmo en cada nervio de su ser ante la cálida
ternura de aquel cuerpo escondido bajo el �no vesti-
do apretado al suyo. No habían cruzado palabra en
todo el día, y mientras ella dormía ahora suavemen-
te a su lado, él se sentía desfallecer. Necesitaba de
urgencia alejarse de todo pensamiento pues comen-
zaba a apoderarse de su entrepierna un ardoroso y
agudo entumecimiento. Con sobrehumano esfuerzo,
concentróse sólo en prestar interés una vez más a la
suerte de su buen maestro, quien sabía Dios si estaba
a salvo o si acaso lo mantenían siquiera con vida.
Mientras la guerra de sensaciones no daba tregua
dentro del zagal, no era necesario para Alonso a�nar
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
el oído para escuchar los pasos detrás de su puerta, o
algunas risas y comentarios acerca del sufrimiento
de morir en la hoguera. Todo estaba dispuesto adre-
de; separado de los demás detenidos, entendía los
procedimientos de la Inquisición. Tenía por cierto
que buscarían quebrarlo y sonsacarle la información
que deseaban, primero de esa forma, una violencia
mental; luego otra más sádica pero muchas veces con
mejores resultados. Sin embargo no deseaba traicio-
nar la con�anza de aquella campesina taciturna, y
menos aun pondría en riesgo la vida de su joven hija.
No sabía con exactitud a qué se refería Bocanegra al
señalar a esa pobre Mal-alma como “la última bruja
de Valladolid”, o a los pecados que arrastraba consigo,
pero se dijo que una niña no debía pagar por los peca-
dos de su madre. Sospechaba que manteniendo calma
y silencio, sólo sería cuestión de horas para que el
resto de la comitiva se marchara en busca de infor-
mación a los poblados lindantes, pues había podido
comprobar esa misma mañana mientras lo llevaban a
su improvisada celda que una parte de aquel cuerpo
de infantería se había puesto en marcha y abando-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
nado el monasterio ante una orden recibida por su
comandante. Eso le daba esperanzas, y sin duda le
daría a Helena el tiempo su�ciente para escapar. Era
cierto que era una jovencita algo extraña, a más di-
ferente, y esa era una cualidad que no cuadraba en
la España de los tiempos que corrían. Él lo sabía de
sobra.
Por momentos pensaba en lo que su madre debía
estar padeciendo a esas horas, pues bien conocía los
martirios a los que se exponían a todos los acusados
por el Santo Tribunal. Primero comenzaban con los
azotes, para los que en la práctica no había límite de
edad, conociendo casos de niñas pequeñas, menores
a los diez años y ancianas que superaban los sesenta.
Luego la mutilación, y para cuando terminaban los
suplicios, sabía que el poste se volvía un deseo anhe-
lado por el acusado, ansioso de buscar consuelo en
la muerta que lo librara de los tormentos, tales eran
entonces las costumbres practicadas sobre los herejes.
Aun se mantenían vívidos los recuerdos de sus her-
manos de Sevilla, muchos de los cuales sostuvieron
una actitud obstinada, y por eso, fueron torturados
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
incluso en el potro. Recordaba los desesperados gri-
tos de agonía, mientras sus cuerpos atados a una silla,
fuertemente rodeados y envueltos en cuerdas y alam-
bres controlados por los verdugos, eran apretados
mediante vueltas a su entorno hasta morder y lacerar
la carne. Gritaron, vaya si lo hicieron. Gritos, muchos
gritos, aullidos y alaridos de dolor, pero era cierto que
ninguno sonó como el que la tal Hernández había
lanzado por la tarde. Un espasmo gutural y estridente,
ominoso, que lo estremeció con sólo recordarlo.
Todo era muy confuso; había logrado olvidar todo
aquello por mucho tiempo, pero en pocos minutos
esos pensamientos retornaron a su mente reclaman-
do las espantosas imágenes del recuerdo que tanto
había deseado sepultar. Se abandonó en el piso del es-
tablo, sin poder contener las lágrimas que asomaban
decididas.
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XIV | FRATER SERVUS
ESCUCHÓ UNOS GOLPES LEJANOS PERO
APREMIANTES TRONAR EN LA PUERTA
DEL EDIFICIO. Malhumorado y fastidioso
como cada mañana, el hirsuto clérigo levantóse mo-
lesto de su mullido colchón. Aun somnoliento, tomó
un cáliz que había sustraído de contrabando de la
bella catedral de San Bartolomé de Logroño. Luego,
tomó una botella y escanció en aquel cáliz el vino
consagrado para la eucaristía, blasfemando contra
los santos ritos. Por �n a la tercera copa pudo despa-
bilarse por completo. Se sentó, aun algo confundido,
en la orilla de su cama. Unos largos y esbeltos bra-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
zos lo tomaron cándidamente por la cintura, desde
atrás. Dióse vuelta entonces, y excitado por el deseo,
desató un lazo no muy suavemente, hasta adueñarse
de unos senos que sus labios devoraron con avidez.
Dos piernas desnudas, blancas y resplandecientes co-
mo una mañana de verano, lo rodearon, apresándolo
bajo una sensación cálida y húmeda. Una mordedura
amorosa lo hizo desfallecer, y las manos comenza-
ron ahora a frotar su vientre hasta provocar en el
libidinoso clérigo el hervor de�nitivo de la sangre.
Mientras una sonrisa innoble surcaba su deformado
rostro, desnudose precipitado, y despojado ya de sus
paños menores, una excitada vergüenza viril emergió
con vigor de entre una mata de pelo. Torció su cabe-
za hacia un lado y otro, ávido de voluptuosidades, y
con gesto obsceno envolvió con su lengua lúbrica el
cuello entero de su acompañante.
Nuevos golpes lo sacaron de su panacea.
Zacarías levantóse de mala gana, fastidiado por
quien se atrevía a molestarlo en sus cotidianas prácti-
cas impenitentes. Se deshizo de los atractivos brazos
que lo exhortaban a quedarse y a yacer en ese dulce
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
abrazo. Muy contra su pesar, decidió atender el lla-
mado intempestivo que parecía querer tirar abajo el
pórtico de la iglesia parroquial de Monreal. Se ciñó
rápidamente el hábito al cuerpo y fue cuando escu-
chó también otros ruidos, provenientes éstos últimos
de detrás del precario edi�cio. Asomóse entonces
con curiosidad, descorrió levemente las cortinas que
impedían su visión y lo que descubrió terminó de
despertarlo por completo. Afuera, en el mal habido
establo de la parroquia, sobre un imponente Andaluz
negro, un hombre más imponente aun parecía dar
órdenes a un reducido cuerpo de infantería del rey.
Reconoció, recordando al instante y atemorizado, ese
porte recio y los ademanes imperativos de aquel con
quien tiempo atrás había tenido la fatalidad de tratar.
Se escondió. Petri�cado, permaneció allí un momen-
to, al abrigo de las cortinas. Volvió a mirar. Esta vez
vio a varios hombres de hábitos y bastones que se
apostaron alrededor de un par de enormes carretas.
El corazón se le aceleró tanto hasta tornarse casi un
solo latido largo y tortuoso. Siguió mirando, asustado.
De uno de los carruajes descendió un hombre alto
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
y esbelto, cuya túnica larga hasta los tobillos y esca-
pulario blanco, apenas podían verse por debajo de la
esclavina y la amplia capa de color negro. Sólo la �na
y tradicional cruz de hierro de su Orden le adornaba
el atuendo. Pero Zacarías tenía por cierto que ese no
era un simple monje dominico; antes bien, supo que
se trataba, como él solía decir, de un hombre de ca-
lidad, pues la enorme y prolija tonsura en la cabeza,
que hacía de su cabello algo más que una tiara, el
semblante tenebroso y fundamentalmente la mirada
que denotaba fanática �rmeza, lo desengañaban de
tal anhelo. No hizo falta mirar más: era el inquisidor
de Toledo, temió. Ese porte recio alcanzó para que
Zacarías se despabile por completo y con renovada
urgencia volteara hacia la joven fulana que aun reto-
zaba como un gato en celo sobre sus propias sábanas.
El clérigo posó su mano derecha en su propia frente
y negó con pesar, ladeando la cabeza.
–Oh, he pecado –reconoció en susurros, el aire
abatido–. Sin duda he pecado. . . ¿pero qué otra cosa
puede hacer un pecador?
Los estrepitosos golpes en la puerta del otro extre-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
mo sonaron una vez más. Rápidamente terminó de
acomodarse las vestiduras y apremió a la joven mu-
chacha a que adoptara su ejemplo. Debía despacharla
cuanto antes, o él podría tener serios problemas. Co-
rrió todo lo largo de la parroquia y abrió lentamente
la puerta de dos aguas. Una luz brillosa de mediodía
lo cegó por completo, y luego de que la sensación de
ardor en sus pesados párpados se desvaneció, logró
distinguir una pequeña y ancha silueta que se alzaba
justo enfrente. Allí parado se encontraba un pequeño
rollizo, cuyos marcados rizos envolvían una cara an-
tipática de rosadas mejillas. El niño, bellaco en todo
aspecto y de enormes fosas nasales, parecía excitado
y su voz chillona tartamudeó con apremio desde el
interior de aquella boca tan ancha como la de un pez.
–¡M. . . mm. . . maestro! –chilló el pequeño Xacome
con una mezcla de nervios y audacia ya usual en aquel
tuno. Sus grandes y ordinarios ojos marrones dejaban
entrever una ansiedad desmedida ante el sentido de
la oportunidad–. ¡D. . . de. . . debéis salir de inmedia-
to! –concluyó al �n ante la preocupada mirada del
clérigo.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Oh, pequeño bellaco, pero si solamente sois vos. . .
–descubrió aliviado mientras observaba una y otra
vez hacia adentro, esperando que por �n apareciera la
joven y se marchara de una bendita vez. De repente,
mientras posaba la vista en el feo rostro del niño, tuvo
una idea–. ¡A Dios gracias que habéis venido! Nece-
sito de vuestra ayuda –apuró–. Pasad, pasad rápido...
ejem. . . , que hay una mujer de grandes pecados que
no para de orar por sus culpas. Habéis llegado justo
a tiempo para sacarme de tan mal trance, dado que
no parece que la santa penitencia pueda consolarla.
–P. . . p. . . pero maestro. . .
–¡Calla, tunante! Que la pobre está muy contraria-
da os lo digo, y pienso que tal vez, bueno, con vuestra
cristiana ayuda pueda sacarla rápidamente de aquí,
ya que es menester que lave sus culpas en privado –y
haciéndose el desentendido ante la mirada extrañada
del mozo, diole unas palmaditas en la espalda mien-
tras lo apremiaba a socorrerlo de aquellos bastos tan
penosamente barajados.
–¡Q. . . que la Inquisición, m. . .maestro, la Inquisi-
ción! –tartamudeó el otro–. Os digo q. . . que la inqui-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
sición ha venido hasta Monreal.
Xacome estaba frenético con la nueva noticia. Te-
nía mucho que preguntar y que aprender de la de-
legación que acababa de poner pie en la villa, y lo
que no pudiera aprender ya bien lo inventaría an-
te los pilluelos que comandaba por estricto pedido
de Zacarías. Además aun sonaban en sus oídos las
palabras del doctor Bilbao, quien a�rmaba a la pobla-
ción de Santesteban y al propio clérigo Zacarías al
visitarla, que la existencia de sectas satánicas y ac-
tividades demoníacas se desarrollaban cada vez con
más y más frecuencia en toda la zona Navarra. Aquel
matasanos relacionaba el crecimiento de esta activi-
dad nocturna y malé�ca al paso de una mujer, una
hechicera poderosa según a�rmaba, que había llega-
do desde las más lejanas antípodas para establecerse
en la espesura de los bosques de los alrededores, pero
cuya locación real nunca se revelaba cierta. El doctor
Bilbao, eminencia oriunda de la pequeña comarca
de Santesteban, quien se jactaba de su condición de
vascongado y cristiano viejo, se había vuelto un espe-
cialista según parecía en el estudio y reconocimiento
250 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
de las brujas que tanto habían intensi�cado su accio-
nar en los últimos tiempos y había encontrado en el
alunado clérigo un buen aliado a la hora de dispensar
juicio acerca de las actividades de muchas curande-
ras y otras tantas mujeres judaizantes, gente siempre
de dudosa procedencia, según señalaba. El pequeño
ayudante de Zacarías lo admiraba mucho: no sólo
por ser un docto en la materia, sino también porque
siempre estaba dispuesto a adoctrinar a quien demos-
trara interés por el grave tema de las brujas y los
pactos que las desgraciadas hacían con el diablo. Así
fue como el pequeño tartamudo, poco a poco, había
sido seducido por las palabras del doctor Bilbao, a
quien aun recordaba acaloradamente y cuyos testi-
monios consentía en repetir, no siempre �elmente,
frente a los pilluelos de la villa que tenía por secuaces.
A la vez esas doctrinas eran apoyadas por su propio
maestro, que con el pretexto de curar y escuchar san-
tamente en confesión a quien hubiese participado en
los aquelarres, día a día aumentaba en su confesiona-
rio el número de brujas y hechiceras que acudían a
buscar la santa absolución. Xacome pensaba que era
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
una tarea demasiado ardua para su buen maestro, y
así les había advertido a sus amigos, ya que de cada
confesión lo veía salir exhausto, como si el hecho de
confesar a una bruja sea la tarea más noble y difícil
que se pudiera realizar para estar a bien con Dios. En
esos momentos, al pequeño tartamudo se le henchía
el corazón de orgullo por el santo varón que, creía,
tenía como guía y mentor.
–¡Os digo q..q. . . que la inquisición ha llegado, maes-
tro! P..p. . . por �n el calvario de las brujas y l..l. . . los
cabalísticos terminará, ¿n..no lo creéis? –soltó el ni-
ño cuya ansiedad trababa aun más su desgraciada
lengua.
–Oh, si, las brujas... ¡cómo lo he olvidado! –se re-
prochó el clérigo, nublada la vista. De pronto, pareció
volver en sí–. Claro, claro, Xacome. Las brujas, por
supuesto, ¡vive Dios! –decía, cuando lo sorprendió
una nueva sombra que se formó esta vez a un costado.
Zacarías torció y levantó la vista lentamente y pudo
distinguir otra silueta, oscura y esbelta, que se cernía
justo delante suyo. Era él. El diablo lo llevara si algu-
na vez hubo visto tales rasgos severos en algún ser
252 334
Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
humano; el rostro de ese hombre era a�lado como el
de un halcón. Su nariz pequeña y recta, daba a aquel
rostro blanco y simétrico un aire como de escultura.
Sus ojos pequeños lo miraban �jamente.
–¿Zacarías? –preguntó con voz de hielo aquel hom-
bre.
–E...el mismo, Su Eminencia –respondió el vetusto
clérigo tomado por sorpresa–. Zacarías del Monte y
Ozorio, para serviros –repuso ahora con más energía
y seguridad, realizando una reverencia mal ensayada.
El inquisidor lo observó detenidamente, impasible.
Su rostro no dejaba escapar pensamiento alguno, y
era realmente difícil saber qué era lo que imaginaban
esos ojos que provocaban temor. Lo observó por un
momento sin pestañear.
«Eminencia. . . »
–¿Sabéis con quién habláis, clérigo? –lanzó �nal-
mente con mirada torva.
–Bueno, que no lo he visto nunca, pero...ejem...
el Excelentísimo Inquisidor General de las Españas,
el arzobispo Fernando Valdés y Salas, a quien devo-
tamente represento, me ha comentado que vuestra
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Paternidad llegaría pronto. Debo deciros, Su Eminen-
cia, que vuestra fama le precede, y por lo que veo, no
en vano –aduló con soltura.
–Hermano Zacarías, no soy ninguna Eminencia,
soy Leopoldo Bocanegra –interrumpió–. Y este buen
monje que me acompaña es el Procurador Anselmo
López de Trejo –dijo lentamente, señalando con un
movimiento leve de su mano en dirección al dominico
que estaba a su lado.
Sin embargo no hacía falta la presentación, pues
Zacarías conocía perfectamente a ese monje fanático
y terrible; ya lo había visto, había tenido la desven-
tura de tratar con él en otra oportunidad, la misma
en que cruzóse a aquel gigante que se alzaba ahora
distinguido en el brioso semental, hacía tiempo, y
los recordaba bien. Habíase visto enredado entre esa
gente peligrosa en el pasado y aun perduraba en su
memoria la imagen de sus rostros que la fatalidad
volvía a poner delante de sus ojos. Pero sus órdenes
habían sido claras al respecto, y nadie, ni siquiera
ese inquisidor, debía enterarse de la relación extraña
y misteriosa que los envolvía. Sus ojos rehuyeron
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
los de aquel monje horrendo, sin embargo alcanzó
a notar que la mirada febril de Anselmo se desviaba
hacia las sombras de la nave principal, indagando en
su interior. Zacarías lo siguió observando de soslayo,
y pudo ver que los ojos del monje se tornaban ahora
más severos, inyectándose en sangre. El clérigo temió
lo peor y volteó hacia su espalda, donde la mirada
de El Mesías se dirigía con tanta aversión. Entonces
vio aparecer ante él a la joven que había servido para
calmar sus lujuriosos apetitos de la carne, y sintióse
enfermo de repente, mientras la sangre hervía en su
cabeza; un potente escalofrío se apoderó de su cuerpo,
y por un instante se creyó perdido, chamuscado.
La muchacha sin embargo parecía despreocupada.
Simplemente agachó la cabeza, y con una graciosa
ceremonia agradeció al clérigo por sus santos servi-
cios.
–Iré a cumplir vuestra voluntad, padre, y os prome-
to meditar en mi penitencia –dijo quedamente con un
hilillo tímido de voz–. De verdad que habéis quitado
gran peso de mi alma, rezaré pues por la de vuesamer-
cé –concluyó la joven mientras a�oraba una sonrisa
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
taimada. Observó fugazmente al inquisidor, realizó
una reverencia y se marchó veloz, desparramando a
un grupo de tunantes que habíanse reunido ante tales
tumultos poco habituales en las calles de Monreal.
Zacarías tragó saliva y respiró quedamente. No había
ignorado desde luego el gesto de desprecio que aquel
viejo y horrendo monje, ahora Procurador de la In-
quisición, le dedicó a su singular penitente. No tenía
dudas ahora de que sus habilidades, que habían llega-
do como simples rumores hasta él en el pasado, eran
efectivamente ciertas: ese Anselmo sabía distinguir
el mal cuando lo veía. Eso lo alarmó, es cierto, pero
se sentía ahora mucho más aliviado al salir airoso de
aquel trance. En esos pensamientos estaba, cuando
la voz de Bocanegra lo despertó de sus recuerdos.
–Veo que la gente de vuestro pueblo os respeta y
agradece mucho que intercedáis por ellos ante Dios,
Zacarías –un halo de desprecio pareció a�orar en el
semblante del inquisidor, quien pronunció el nombre
como si lo escupiese.
–Así parece, mi señor inquisidor, así parece –acotó
Anselmo, pernicioso, mientras la muchacha desapa-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
recía entre la multitud. El monje pareció olfatear el
aire, como si acaso pudiera oler la estela de aroma
que aquella dejaba a su paso, y Zacarías recordó que
así era, que de una manera extraña podía sentir y
reconocer muy bien el aroma azufrado.
Amén sus deslices, Zacarías no era tan estúpido co-
mo parecía. A veces actuaba como un simplón bellaco
y se le escapaban varios detalles, pero allí parado, sa-
bía que se jugaba la cabeza. La fama de Bocanegra le
precedía, eso era una verdad consumada, Dios lo sabía
y él comenzaba a sospecharlo. Observó confundido
y temeroso al viejo dominico y continuó, cuidándo-
se bien en ignorar ese y cualquier otro comentario
ponzoñoso que se desprendiera de esos hombres.
–Cierto es, su Paternidad, cierto es. Ellos saben que
cuentan con el bueno de Zacarías para limpiar sus
culpas –apuntó hábilmente el clérigo–. Habéis venido
justo y cuando más lo necesitamos. ¿Es cierto que el
Sumo Inquisidor os puso al tanto acerca de mis infor-
mes? –insistió. Desviar el curso de la conversación
lo apremiaba.
–Silencio –ordenó de repente Bocanegra. Su voz, si
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
bien calma, parecía ahora más severa–. No he venido
para que me llenéis de preguntas que no os incumben.
Al contrario Zacarías, he venido a que vos respondáis
las mías –sentenció secamente.
–Oh, pero...
–No hay peros.
–Oh, sí, sí, disculpad su Paternidad, simplemente
creí...
–¡Pues creíste mal! –tronó ahora Bocanegra.
Zacarías se encontraba en problemas. Recordaba
haber escuchado el temor que aquel Bocanegra produ-
cía hasta en los más bandidos y bravos. La inminencia
del fuego no se tomaba a la ligera en la España de esos
tiempos. Nadie quería andarse con tratos, ni malos
ni buenos, con ese inquisidor tan vehemente. Igual
podía ser uno un servicial testigo falso declarando a
su favor, que ser tratado al día siguiente como el peor
de los herejes, y sufrir los azotes o el destierro, o aun
peor, el arduo e ingrato trabajo en las galeras. Man-
tenerse despierto y tranquilo era un deber en tales
circunstancias, ya que si tan sólo uno de sus pecados
era conocido y corroborado por aquel hombre, nadie,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ni siquiera el Sumo Inquisidor Valdés, de quien era
protegido, ni su pobre posición como frater servus
de la Hermandad podría ayudarlo. El clérigo tragó
saliva por segunda vez aquella mañana.
–Oh, –continuó con los brazos en alto en señal de
devoción–. Siempre estoy dispuesto a los deseos que
la Hermandad. . .
–Mejor así hermano. . . –interrumpió la voz áspe-
ra de El Mesías, quien lo fulminó con la mirada–.
Eso quiere decir que sois un hombre sabio. Mejor así
–repitió.
El inquisidor los observó de soslayo, extrañado.
–Hablaremos en privado –dijo restándole impor-
tancia al entredicho–. No os preocupéis; si todo sale
bien, y me decís lo que deseo y como lo deseo, nos
iremos antes del amanecer. De lo contrario, sabe Dios
qué os espera por la mañana –concluyó severo. Luego
se dirigió hacia su ayudante–. Tenéis vuestras tareas,
Anselmo. Retiraos y volved cuando terminéis que
deseo tener la oportunidad de un momento a solas
con Zacarías. Y llevad a éste niño con vos, tal vez os
sea de utilidad.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
El pequeño Xacome lo miró con ojos abiertos co-
mo platos. De inmediato se desprendió del lado de su
maestro para dirigirse hacia el dominico. El Mesías
era un hombre muy poco agraciado, no acostumbra-
do a la charla que no fuera acerca de las brujas y
temas por el estilo. Era parco e irascible, escondiendo
detrás de esa actitud tan despreciable, su tendencia
misógina. Su fanatismo desmesurado se liberaba ante
la menor provocación y muestra de herejía o brujería.
Aun recordaba las heridas que el demonio le había
in�igido en el pasado, y su ansiedad y aversión au-
mentaban conforme creía se iba acercando al objetivo.
Sin embargo en esa oportunidad tomó al tuno de la
mano, sumiso, y observó a Zacarías una última vez
directamente a los ojos. Era una mirada tenebrosa y
fulminante, que le recordaba –que le advertía– cuáles
habían sido sus órdenes. Luego se alejó junto al niño
hacia la comitiva, donde otros clérigos y familiares
de la inquisición descansaban luego de un largo viaje.
–Decidme, su Paternidad, en qué puedo seros útil
–se atrevió quedamente el asustado clérigo, mientras
ingresaban a la parroquia.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–En no pocas cosas Zacarías. He recorrido un lar-
go camino, y estoy algo cansado. Como de seguro
os imagináis, eso no es bueno para mí humor, por
lo que debo pediros que seáis directo con vuestras
respuestas. ¿Comprendéis lo que os digo?
Zacarías asintió en silencio.
–Tengo entendido –continuó Bocanegra– que sec-
tas satánicas operan en la zona. Eso, debo deciros,
al principio resultó una gran sorpresa para mí, pero
dado los datos y acontecimientos, pues, me he con-
vencido de que así van los tiempos de Dios. ¿Qué me
podéis contar al respecto? –preguntó con cierto de-
sinterés mientras observaba con semblante distraído
el atrio de la iglesia.
Zacarías lo observó confundido. «¿Acaso no le han
dicho nada? ¿Qué clase de frater puede preguntar
eso?»
–Oh, muchas cosas, su Excelencia, muchas cosas
–dijo al �n, extrañado–. Es cierto que he podido des-
cubrir varias sectas satánicas en los bosques, princi-
palmente en las afueras de Navarra, desde las villas
de Santesteban y Elizondo al norte, hasta los Mon-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tes de Areta, al este. Justamente, hace un tiempo he
hablado con un hermano del monasterio de Leyre
acerca de tales sectas. Le he informado y alertado de
que merodea por allí una bruja peligrosa. . . la misma,
según he descubierto, que hace tiempo corrompió el
monasterio del Císter en. . . –Zacarías notó un brillo
de emoción que pareció formarse por un instante en
el rostro de aquel hombre. Reconoció en sus ojos el
resplandor del que logra descubrir al �n algo inten-
samente buscado. Sin embargo una nueva pregunta
del inquisidor terminó de descolocarlo, creyéndola
irrelevante.
–Alertasteis a un hermano de Leyre decís... –inte-
rrumpió– ¿hay quién desconoce aun estos temas tan
serios, Zacarías? ¿De quién se trata?
–Oh, no Su Paternidad, nada de eso. Pero como
os decía, es esa poderosa hechicera que desde hace
tiempo hemos buscado, y bien sabéis que no todos se
encuentran preparados para luchar contra tales abo-
minaciones. ¡Por los clavos de Cristo que yo mismo
me interesé bastante en develar ese misterio!
–Misterio. . . explicaos.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Exacto. . . mucho tiempo me he preguntado cómo
ha llegado hasta estas tierras, después de mucho an-
dar. El por qué lo deduje por mis propios medios, a
la vez de que he podido comprobar otras cosas, que
si monseñor me lo permite, os contaré con lujos de
detalles.
–Hablad –indicó levemente interesado el inquisi-
dor. «Hablad con tranquilidad gusano».
–Bueno, pues, a fe mía, que os diré tal y como se lo
conté a nuestro hermano de Leyre. Hace largo tiem-
po que se ve por los bosques lindantes un aumento
desmesurado en el ajetreo nocturno de los engendros
del mal, esbirros demoníacos que se atreven a realizar
sus �estas malé�cas y satánicas en lo profundo del
bosque. Muchas mujeres que como sabéis son muy
débiles e ignorantes, se han unido a esta bruja y se
han entregado al poder opresivo del Maligno, des-
preocupadas por cierto de la fe católica. Por esto he
decidido poner manos a la obra para reinstaurar la
paz de Dios en estos pueblos de poca fe.
–Bien hacéis Zacarías. Y decidme, ese hermano de
Leyre a quien os referís y que os ha ayudado en vues-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tra empresa, de quién se trata. «Continuad; decidme
lo que he venido a buscar».
Tal vez fuera la forma en que se lo preguntó, tal
vez el fulgor de sus ojos oscuros. Lo cierto fue que
Zacarías creyó notar que aquel hombre se interesaba
por este detalle en particular más aun que en la apari-
ción de la bruja que debía ser el verdadero motivo de
su arribo. «¿Por qué?», se preguntó. Alonso era un
buen hombre, lo sabía. ¿Acaso la Hermandad sospe-
charía de aquel fraile? Después de todo parecía que
Bocanegra estaba deseoso de llevar la conversación
hacia esos menesteres. Frunció el seño levemente y
se dijo que podría ser solo una idea suya.
–Contestad a mi pregunta Zacarías. ¿Cuál es el
nombre del hermano a quien hacéis referencia? –in-
sistió impaciente Bocanegra.
Las dudas se iban disipando; era casi un hecho la
singular curiosidad del inquisidor por su amigo de
Leyre. La intriga ahora lo carcomía. «¿Qué querrían
con él? La última hechicera es lo más importante»,
se dijo mientras parecía comenzar a comprender.
–Decidme todo lo que sabéis de él, todo, ¿me habéis
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
oído? –concluyó El Mastín, quien notó cierta duda
en los ojos de Zacarías.
–Bueno, no se mucho –mintió. Algo dentro suyo
parecía advertirle que Alonso podría encontrarse en
peligro y pre�rió mantener en la medida de lo posible
su identidad a salvo–. Sin embargo puedo imaginar-
me...
–Sí, imaginaos; y procurad hacerlo con todo detalle,
os lo ruego. Sería penosísimo que así no lo hicierais.
–Oh sí, claro, su Paternidad, no os engañáis si así lo
creéis –se apresuró el clérigo, luego de tragar saliva
nuevamente–. Os ayudaré, como es misión del buen
pastor, en todo lo que me pidáis. Podéis tenerme por
un amigo �el monseñor.
Sin embargo Bocanegra no con�aba en ese hombre.
Todo en él le parecía detestable: desde su horrenda
cicatriz en su ojo derecho, estigma de corrupción sin
duda, hasta los gestos exagerados que hacía al hablar,
provocando la descon�anza absoluta en cualquiera
fuera su interlocutor. Lo había creído un ser estúpido,
pero a medida que la reunión corría, se iba conven-
ciendo de que Zacarías era más astuto de lo que en
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
realidad demostraba. Después de todo, pensó, debía
de tener alguna virtud por la cual portar el honor
de ser uno de los pocos protegidos del Sumo Inquisi-
dor español. «Sin embargo oléis muy mal Zacarías;
apestáis a herejía, a leña ardiente».
–Os tengo por tal –sentenció al �n–. Y prometo
no sacar a relucir vuestras miserias si me dispensáis
la información que os pido.
–Miserias, oh, miserias –repitió el clérigo con des-
dén.
–Sin embargo, debo advertiros que ciertos pecados
no pueden ser pasados por alto jamás –indicó con
severidad. Sus ojos se clavaron en los de Zacarías
quien no pudo mantenerle la mirada–. Así que os
advierto, no me hagáis buscar la paja en vuestro ojo,
más me temo que puede ser mucha, tanta así como
para armar una buena pira. ¿Me entendéis Zacarías?
Vuestra abnegada posición no será en este caso un
atenuante.
El clérigo ya no parecía tan locuaz como al prin-
cipio, y ante estas últimas palabras del inquisidor,
quedó petri�cado. Tenía ahora la �rme creencia de
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que Bocanegra era un hombre sumamente hábil; pa-
recía estar al corriente de sus pequeñas desviaciones.
Su decisión de mantener en el anonimato los datos
del sacristán de Leyre comenzó a declinar lentamente,
pues aun no tenía por deseo rendir su alma a Dios,
aunque esa información le pareciera algo irrelevante.
–Su Paternidad –se atrevió con los brazos hacia
el cielo en señal de alabanza–. Temo que no logro
entenderos bien. ¿Qué queréis decir?
–¡Quiero decir lo que digo! Hay rumores acerca
de vuestro comportamiento, Zacarías. Sabed que si
por mí fuera ya estaríais sufriendo una encuesta más
animosa. ¿O creéis acaso que me he dejado engañar
por las palabras de aquella joven que salió de aquí tan
precipitadamente? Un protegido de Fernando Valdez
y Salas en íntima y sospechosa actitud con uno de sus
feligreses –re�exionó con desdén–. Y no quiero seguir
indagando al respecto, porque temo que de saber más,
volvería la espalda a la Suprema y al mismísimo Sumo
Inquisidor, y antes del alba pero luego del tormento,
vuestras cenizas podrían esparcirse en paz al �n por
todo el pueblo. Por tanto, Zacarías, no abuséis de
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
vuestros protectores.
Zacarías se supo en un grave aprieto. Sospechó
que de nada le serviría disimular o �ngir ante aquel
hombre implacable. «Antes bien, soy perdido si no
hablo». Pudo comprender, sin embargo, dos cosas
de capital importancia: la primera, de que estaba a
su merced a pesar de ser un frater nombrado y re-
conocido por la Hermandad, tal era la fatalidad que
la distancia que los separaba de Madrid podría ejer-
cer en las decisiones de Bocanegra. La segunda y tal
vez la más extraña, era que Fernando Valdés y Salas
estaba usando a un inquisidor que todo lo ignoraba
acerca de dicha Hermandad, de su existencia y obje-
tivos, y mucho más de la existencia de la Cofradía.
«¿Qué es realmente lo que busca este hombre».
–¡Oh!, he pecado –reconoció abatido, agachando
la cabeza y estirando los brazos, condescendiente–
sin duda he pecado, Su Paternidad. ¿Pero qué otra
cosa puede hacer un pecador?
–No me habléis de pecados, Zacarías. ¿O acaso
pensáis que el Sumo Inquisidor Valdés desconoce los
rumores acerca de vuestro carácter fornicador? Dudo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
siquiera de vuestras intenciones cuando os dirigís a
las profundidades del bosque –indicó con desprecio.
–Oh, monseñor, me ultrajáis con vuestras palabras
–se defendió miserablemente el clérigo–. Vuestra Pa-
ternidad sabe que los santos se salvan solos, más a los
pecadores hay que buscarlos allí donde se encuentran
–apuntó el ladino de forma devota.
–¡Vil pretexto! Cada una de vuestras palabras se
parece a la de los herejes impenitentes. Ahorraos para
vos esas frases tan santas, canalla, y decidme lo que
deseo de una vez. Me estáis impacientando. . .
–Señaladme el camino –imploró entonces– y pro-
meto recorrerlo devotamente. Decidme qué queréis
que os diga, y gustoso os daré la información a cam-
bio del perdón.
–¿A CAMBIO DEL PERDÓN? ¡Que Dios os fulmi-
ne escoria! No necesito daros nada a cambio de lo
que os pido, miserable. Basta con que os permita la
vida.
El clérigo Zacarías decidió recapitular completa-
mente, o en poco tiempo sería perdido, y sus carnes
llenarían un buen brasero, sin dudas. Supo con certe-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
za que estaba a merced de uno de los más fanáticos y
peligrosos inquisidores de la España del gran Carlos
I. No tenía escapatoria, y si entregar la cabeza de su
amigo en bandeja de plata y convertirse en un nuevo
Herodes Antipas le signi�caba salvar su miserable
vida, era entonces lo que gustosamente haría. «¡Por
los clavos de Cristo!», se dijo mientras se persignaba,
«que Dios es grande y sabe perdonar la traición».
–Su nombre es Alonso, Su Paternidad –se apresu-
ró sin miramientos–. Es un viejo franciscano que se
esconde allá en Leyre, y ahora que lo insinuáis, ¡oh,
sí!, siempre he sospechado, casi una certeza, que pro-
tege a nuestra bruja y a su progenie y a todos los que
realizan pactos malé�cos –completó ya totalmente
convertido en Judas. Pensó que con una información
más completa y detallada, aunque careciera de escrú-
pulos y veracidad, acerca de ese que tanto parecía
interesar al inquisidor podía complacerlo y hacer que
éste olvidara y dejara atrás por completo toda aquella
discusión tan embarazosa para el clérigo. Animado
por su buen tiento, continuó, vendiendo su temerosa
�delidad a quién creía mejor postor–. Lo con�rmé
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cuando al volver de unas de mis incursiones de la
comarca de Zugarramurdi, descubrí que la hechicera,
última del grupo de Valladolid, de la que había perdi-
do el rastro, se había establecido en los alrededores
del monasterio como una simple ermitaña y desde
allí, supe, era apoyada como sus dos hermanas por
el sacerdote de Leyre, ahora no me caben dudas ¡oh!,
lo recuerdo claramente. Os ruego perdone a un hu-
milde servidor por sus pecadillos, pero os aseguro
que nunca entregué mi alma al mal, y que siempre
me dispuse a cumplir con los designios de Dios mi
Señor y luchar contra Lucifer –concluyó persignán-
dose repetidamente. Era la última argucia que jugaba,
esperando ser convincente pues la orden había sido
clara–. Os lo aseguro, Su Paternidad, permitid que me
redima con las pruebas que gustosamente os entrego.
–Y decidme, ese franciscano a quien llamáis Alonso,
¿es de estas tierras?
–Oh no –aclaró Zacarías–. Alonso Iturbe ha llega-
do hace largos años, sí, pero según sé no es de aquí.
Lo único que me queda claro ahora es que se oculta
en ese escondido monasterio, y desde allí, teje sus
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
oscuros hilos.
Era todo y cuanto Leopoldo deseaba saber. No ne-
cesitaba más. Estaba convencido ahora de que al �n
había logrado retomar el rastro de aquel que había
logrado evadirlo y burlarse de él. Solo necesitaba
corroborar el lugar exacto del monasterio, una des-
cripción acorde, y todo sería cosa hecha. Sin embargo
tenía una misión principal que debía honrar.
–Así que no es de aquí. . . bien Zacarías –retomó
el inquisidor cambiando el tono–. Sabemos entonces
gracias a vos, que cierta bruja habita las cercanías
del monasterio, y según nos aseguráis, es la misma
que se ha mantenido oculta por años. La situación
es más grave de lo que pensé, puesto que al parecer,
la cercanía de ésta con los herejes los ha alentado a
mezclarse. Debéis decirme dónde se encuentra exac-
tamente esa hechicera ya que se cree que mantiene
pacto con vuestro amigo, a quien también se lo busca
hace ya largo tiempo.
–¡Oh!, os señalaré el camino, Su Paternidad –se
apresuró el clérigo sin importarle ya nada. Sin em-
bargo creyó oportuno agregar–. Pero debo advertiros
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
que es peligrosa, pues hace uso de varios conjuros,
pócimas y �ltros para tentar hasta al hombre más
santo, señor mío. Yo mismo la he visto, y su hija, oh. . .
es aun peor. Se dice que ha nacido del pacto ¡oh, per-
donadme Jesucristo!, del pacto maligno que sostuvo
con Satán. Os será difícil atraparla, y escuchadme
bien lo que os advierto, ya que si por azar lo lográis,
es posible que sea porque ella así lo haya querido. . .
–¡Dónde, Zacarías! –insistió, impaciente, desesti-
mando la advertencia.
–Oh sí, disculpadme; os diré dónde se encuentra
“la Hernández”. Pero es que también debéis saber que,
bueno. . . que. . . –se interrumpió mientras se santi-
guaba repetidas veces. Y al ver un gesto apático y
desinteresado por toda respuesta, decidió mantener
la compostura y limitóse solamente a indicar con lujo
de detalles el lugar exacto en donde el inquisidor po-
dría encontrar a la bruja y al fraile que tanto parecía
interesarle.
–Sois un hombre pecador, es cierto Zacarías, tal
vez más que cualquier otro –observó secamente el
inquisidor cuando obtuvo la información–. Vuestras
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
manos y conciencia están manchadas con la depra-
vación. Sin duda vuestra imagen no es modelo de
virtud; pero Dios sabe escribir recto aun con renglo-
nes torcidos (3). Valoraré con paternal benevolencia
la buena voluntad con que me habéis abierto vuestra
alma. Ahora todos descansaremos y por la mañana
al despuntar el alba me marcharé hacia aquel viejo
monasterio a apresar al �n a esa bruja y al heresiar-
ca Alonso Iturbe, quien como dije, es intensamente
buscado desde hace tiempo por escapar a la justicia
de Dios. Aun no comprendo cómo no os habéis dado
cuenta de que no es sino el mismo que hace años
escapó de Sevilla y Logroño y a quien, según tengo
por cierto, vos teníais el deber de encontrar. ¿Acaso
no lo recordasteis?
Zacarías parecía muy confundido. Fruncido el ceño
y mientras movía sin parar sus regordetas manos,
detuvose en aquella pregunta. «De qué diantres habla
este hombre. ¡Vaya el diablo si recordara tal misión!».
Sin embargo y luego de unos segundos, se atrevió a
decir:
–¡Misericordia! Ahora lo recuerdo. . . –mintió, pues
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por mucho que pensara, no recordaba nada en abso-
luto–. Tanto tiempo, tanto. ¿Está monseñor seguro
de que se trata del mismo? No pude reconocerlo, no
podría, oh. . .
–¡Hasta que lo habéis hecho! Pero no os preocu-
péis ahora. Estoy seguro de que se trata del mismo. Y
dado que habéis cumplido al �n vuestra santa labor,
prometo que seré tan indulgente como mi humilde
o�cio me lo permita. Después de todo, vuestro testi-
monio a servido para localizarlo. Pero no os pongáis
demasiado cómodo; procurad que ese tal Bilbao esté
aquí para cuando regresemos. Ahora volved a vues-
tros quehaceres, a vuestra habitación a meditar, y
espera en la misericordia del Señor.
Zacarías estaba perplejo y aterrado. Sin levantar
siquiera la cabeza decidió marcharse rápidamente
para evitar nuevos embates del inquisidor, pero la
voz de Bocanegra lo golpeó como un látigo desde
atrás.
–Hicisteis hoy referencia a una Hermandad, y mu-
cho me temo que no os comprendí entonces... ¿a qué
os referíais exactamente, Zacarías?
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Oh. . . pues, yo. . . ¡pues que me refería a la San-
ta Inquisición! Eso mismo quise decir, Inquisición.
¿Hermandad dije? Oh. . . ya no sé ni lo que digo, su
Paternidad, pero pensando bien, ¿no es acaso la San-
ta Inquisición una hermandad que responde a los
intereses de Dios?
Bocanegra lo miró durante unos segundos, hasta
que con sólo un gesto y satisfecho con su respuesta,
le indicó que se largara.
Una vez en su habitación, entre lágrimas y pesares
permaneció el resto del día y toda la noche, con un
miedo que le recorría el cuerpo y un asomo de culpa
que golpeaba sus sienes sin cesar. La vil traición que
había llevado a cabo para salvar la vida sería una
mancha difícil de quitar. Durmió tortuosamente esa
noche.
A la mañana siguiente se levantó a o�ciar la mi-
sa acostumbrada. Los acontecimientos del día ante-
rior parecían ahora demasiado lejanos, demasiado
borrosos e irreales. Su pequeño ayudante Xacome,
no paraba de contarle de manera excitada cuánto
había de santo varón en aquel monje que lo había
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tomado de la mano el día anterior. Todo lo dicho por
Anselmo era lo único que aquel tuno deseaba escu-
char para convencerse de cuán necesaria era la lucha
contra los esbirros del mal y mantener la admiración
de los otros pilluelos del pueblo quienes lo tenían
por sabio y escuchaban cada una de sus historias. La
comitiva se había marchado con las primeras luces
del amanecer, y ahora todo parecía tomar su curso
acostumbrado. Mientras el pequeño comentaba con
lujo de detalles lo aprendido el día anterior de boca
del dominico, cómo había que hacer para reconocer a
una bruja, cuáles eran sus costumbres malé�cas y qué
elementos eran lícitos para interrogarlas, se escucha-
ron tres golpecitos débiles en la puerta de la capilla.
El clérigo indicó a su ayudante que atendiera. Así lo
hizo. Volvió veloz a la sacristía, en dónde Zacarías
terminaba de guardar los elementos sacramentales.
–Maestro –indicó con apremio– q..q. . . que lo bus-
can para la confesión.
El clérigo se detuvo en el acto. Volvió lentamente
a sacar el vino y el cáliz de dónde lo había guarda-
do, sólo el vino y el cáliz, y le indicó al joven que se
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marchara, que debía entregarse al humilde acto de
confesión y cumplir con sus responsabilidades. Xa-
come lo observó detenidamente: sus ojos marrones
destellaron orgullo y alegría por su buen maestro. «
¡Que hombre santo!», se dijo para sus adentros. Son-
rió y se retiró. Al salir de la habitación, la penitente,
una muchacha de profundos y sugerente ojos negros,
lo saludó y cerró la puerta tras de sí. Zacarías levantó
la cabeza en dirección a la muchacha.
–Oh... que otra cosa puede hacer un pecador –su-
surró, mientras la botella de vino tomaba forma ho-
rizontal, y su líquido se esparcía suavemente dentro
del bello cáliz otrora propiedad de Logroño.
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XV | DISCUSIÓN Y DESCU-BRIMIENTO EN LANOCHE
PASARON LARGOS MINUTOS HASTA QUE
LOS HERRUMBROSOS GOZNES DE LA
PUERTA CHILLARON NUEVAMENTE. En
el espacio entreabierto apenas iluminado por la luz
de una triste bujía, los ojos lobunos del viejo mon-
je Anselmo chispeaban con desprecio. Ingresó éste
despacio, con la túnica barriendo el piso y gastadas
sus mugrientas sandalias, tanto así que con suerte
cubrían solo en parte sus enlodados pies.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–¡De pie, asqueroso brujo! –vociferó con su voz es-
tridente y áspera–. El señor inquisidor os interrogará
ahora –parecía que aquel monje disfrutaba de esos
momentos–. ¡Poneos de pie, he dicho, voto al diablo!
–y lo pateó con salvajismo.
–¡Su�ciente! –ordenó la voz de un Bocanegra aun
indescifrable tras las sombras de la noche–. Haced
la voluntad de mi orden que yo me ocuparé de él
–concluyó severo mientras atravesaba el dintel de la
puerta.
El dominico se persignó. Luego volvió su torva
mirada hacia el acusado.
Alonso sabía que aquel Hefesto a quien con ironía
llamaban El Mesías había sido testigo de innumera-
bles martirios, y no comprendía por qué ahora Boca-
negra le exigía que abandonase la habitación. Pareció-
le por un momento que para el monje, la oportunidad
de aplicar todo lo aprendido del Malleus Male�carum
le era insoslayable, lo que insu�aba su audacia y lo
instaba a contrariar débilmente la orden del inquisi-
dor. Tenía por cierto que lo único que deseaba aquel
fanático era demostrar cuánto había aprendido del
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tal manual santo, de que podía ahora identi�car la
mentira de los impíos y hacer confesar a los brujos,
como requería su condición de Procurador Fiscal. No
obstante esto, según observó extrañado, su fervor
debía esperar. Lo vio �nalmente agachar la cabeza,
sumiso, y retirarse sin emitir sonido.
–Dispensad por esta vez a Anselmo –comenzó la-
cónicamente Bocanegra, mientras se adentraba len-
tamente al interior de aquella celda tan elemental.
La capucha de la esclavina descansaba sobre su ca-
beza y más a pesar de su piel nívea, su rostro todo
permanecía oculto en las sombras. Su forma de ha-
blar era pausada, demasiado tranquila ahora. Parecía
querer inducir los deseos del obstinado fraile en su
favor, aplacar en algo su comportamiento obstinado
que hasta ese momento había mantenido ante toda
amenaza.
Sin embargo Alonso parecía abstraído; la intriga
de ver una vez más aquella imagen. . . dónde la había
visto antes. La �gura del brutal Fernández de Álzaga
se le vino también a la mente, ya que estaba seguro
ahora de que el monje que acababa de retirarse lle-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
vaba ceñido a su cuello el mismo extraño medallón
que decoraba el robusto cuello del capitán, y que al
franciscano le resultaba tan familiar. «Dónde lo he
visto antes. . . », pensaba.
–No vengo a atormentaros como de seguro os ima-
gináis –comentó Bocanegra sacándolo de sus pensa-
mientos–. Antes bien, he dispensado del Procurador
pues vengo a daros piadosamente una última oportu-
nidad de redención, a hablaros como cristiano, espe-
rando la gracia de vuestra confesión, a �n de rogar a
Dios que os perdone vuestros sacrilegios. Más a pesar
de esta actitud que tomo, os advierto que no toleraré
que os burléis nuevamente de mí.
Alonso respiró profundamente, mientras por la
puerta ingresaba lentamente un hombre encorvado,
de semblante sereno, que lo observaba de soslayo. En
sus manos pudo apreciar una larga pluma, y una hoja
en la que, sospechó, anotaría punto por punto las pa-
labras salidas de su boca. Aquel notario reproduciría
hasta los gestos realizados por el acusado. Sin embar-
go el fraile no estaba dispuesto a hablar; callaría, no le
importaba lo que de él pudieran hacer. Se mantendría
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
�rme en su decisión, pues nada de lo que ese inqui-
sidor decía le resultaba digno de gracia; solo podía
obsequiarle a aquel su descon�ada mirada, dado que
esa nueva actitud conciliadora no lo conmovía, y a
más, no se encontraban allí ninguno de los sórdidos
elementos de esos que ablandaban el espíritu y la
lengua. ¿Qué nuevo plan elucubrara aquel hombre?,
se preguntó.
–A veces pienso –indicó con decisión– que el único
mal en cometer herejía es enturbiar las ideas de hom-
bres como vos. Desengañaos de lo contrario, pues
ellos me han llevado a pensar que a menudo son los
propios inquisidores los que crean a los herejes. Y
no solo por que los imaginan donde no existen, sino
porque reprimen con tal vehemencia la herejía que al
hacerlo impulsan a muchos a mezclarse con ella, no
por inmorales ni apóstatas, sino por odio a quienes
la fustigan. Vosotros sois culpables de incentivar al
demonio a crear ese círculo infernal. Por tanto, no
contéis conmigo y no perdáis vuestro tiempo, ya que
nada tengo para deciros.
–A sí que pensáis que nosotros creamos a los here-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
jes... ¿Creéis entonces que nosotros creamos a frailes
como vos, Alonso? –inquirió para encolerizar al vie-
jo fraile–. ¿Sabéis que algunos de vuestros amigos
de Sevilla sostenían que el in�erno no existe? Así
convencían a las monjas, incitándolas a pecar, susu-
rrándoles que se puede satisfacer los deseos carnales
sin ofender a Dios, que podían recibir el cuerpo de
Cristo después de haber yacido con ellos. De que
el Mesías nacería de la unión de una beata con su
confesor. . .
«¡Mentiras! Eso nunca lo pudisteis comprobar».
–¿No vais a decir nada eh? Pues yo si os diré que
hubo cosas de aquel proceso que nunca conocisteis;
que ni siquiera me atreví a incluirlas en las actas
para no tentar a espíritus inocentes a sucumbir en
esas depravaciones, y sobre todo, para no ensuciar
la abadía de Sevilla. A vos se os permitió escapar, ya
que ninguno de vuestros hermanos confesó a tiempo,
inclusive mediante el justo tormento, que estuvierais
involucrado en esas prácticas tan impías.
–Bien sabéis que no teníais las pruebas –comentó
ahora sin poder contenerse–. Me perseguisteis sim-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
plemente porque queríais cumplir vuestros caprichos
enfermizos. Hasta la causa más innoble puede acep-
tarse si se presenta como justa.
–¡Ira de Dios! Con que sostenéis que eran causas
innobles. . . que pelear para Dios nada vale. Pero en-
tiendo que digáis eso, ya que lo único que hacemos es
luchar contra esbirros diabólicos como vuestra ami-
ga. . . o amante. Esa hereje a la que por sus encantos
demoníacos no podéis dejar de venerar. El único error,
ahora lo sé, fue creer tan rápidamente la confesión de
vuestros hermanos, pues veo sin asombro que tam-
bién vos al igual que ellos os sumís en el mismo y
abominable pecado.
«Maldito. Sabéis que nunca he mancillado mi ho-
nor».
–Continuaréis callado, como vuestra miserable me-
retriz. . . como el malvado heresiarca que sois ¿no es
cierto?
–No perderé el tiempo respondiendo vuestras de-
gradantes preguntas –soltó Alonso–. Haced lo que
queráis conmigo, pero a ella deberéis soltarla tarde
o temprano, porque no ignoráis que no es una here-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
je. Sabéis que no incumple los sacramentos, pues no
comparte nuestras creencias; es imposible que traicio-
ne nuestro bautismo, que no es el suyo, por lo que el
tribunal que representáis no tiene jurisdicción sobre
ella. No ha recibido sacramento alguno, por tanto no
los ha traicionado.
–¡¿VEIS!? –gruñó Bocanegra observando al escriba
que se mantenía callado en un rincón, en cuyo rostro
danzaba el re�ejo de la débil luz de una vela. Escribía;
escribía y observaba horrorizado.
–Aahhh. . . –susurró éste– utiliza hábilmente su re-
torcida retórica aprendida de sus maestros paganos. . .
–sentenció, mientras no había dejado escapar ni una
sola palabra de su certera pluma– Curioso, habla de
jurisdicción como el simoníaco Papa de Roma... un
signo de los heresiarcas, sin duda, sin duda. . .
–No toleraré que me habléis con razonamientos de
jurisdicción –agregó el inquisidor– Sois tan perverso
como vuestros hermanos anabaptistas de Sevilla, y
los estúpidos infames que os protegieron en Logroño.
–Me insultáis porque os habéis quedado sin argu-
mentos –objetó desa�ante.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Os insulto porque contrariáis la ley de Dios –inte-
rrumpió con semblante glacial–. Porque el rey nues-
tro señor ha luchado hasta el hartazgo contra las sec-
tas de perdición, y nos legó el poder para continuar
su cruzada. Os insulto porque el reino todo es la juris-
dicción de la Santa Iglesia, y por tanto, los que aquí
habitan. Además –continuó altivo– la Hernández fue
encontrada culpable de las fechorías y desmanes que
organizaba junto a sus hermanas en Valladolid, de
donde escapó para reincidir en la brujería. Colaborad
conmigo, o juro ante los sagrados libros que la veréis
sufrir y arder hasta que purgue sus pecados. ¿O vas a
decirme que lo ignoráis todo acerca de sus crímenes?
–«¿Acerca de sus crímenes...? ¡No serán sino puras
mentiras!». Ni siquiera vos –dijo, sopesado– tenéis
la potestad de realizar un auto de fe sin previa auto-
rización del Consejo. Es cierto que nunca como en
estos tiempos se ha insistido en excitar la fe de la
gente describiéndoles las penas del in�erno, pero eso
no será su�ciente para que el prior y las autoridades
permanezcan de brazos cruzados. Evitad el escándalo,
Leopoldo; llevadme ante las puertas del mismísimo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Tribunal si es vuestra voluntad, pero enteraos de que
aquí no encontraréis ya a la muchacha.
–¿Creéis que algún miserable miembro de esa chus-
ma de campesinos hará algo para detenerme? –su
semblante cambió y se volvió suave–. ¿Pensáis acaso
que el Consejo tiene autoridad sobre mí?
A qué se refería Bocanegra con eso, se preguntó
Alonso por un instante; sabía muy bien que el Conse-
jo de la Real Inquisición, o La Suprema, manejaba por
completo los temas concernientes a los hechos de he-
rejía y brujería. Ninguna decisión vulneraba la previa
seña de este consejo, a menos que el Sumo Inquisidor,
quien lo presidía, respondiera a una orden directa
y explícita del Santo Padre. ¿Bocanegra se refería a
esto último? Sin embargo conocía las disidencias que
aquejaban las relaciones entre Roma y España, por
tanto le costaba creer que el mismísimo pontí�ce me-
tiera sus narices en tales menesteres. «No, esto no es
obra del Santo Padre»; por tanto, sostenía, una orden,
aunque proviniera del sumo inquisidor en persona,
no podría hacerse efectiva ni mucho menos o�cial
sin el aval del consejo. De pronto, la imagen de aquel
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
extraño crismón carmesí se �jo de inmediato y reve-
ladora en sus pensamientos una vez más. Las ideas
en su cabeza se enlazaban como telaraña, tejiendo
entre ellas una red que lo condujo al difuso recuerdo,
tal es así que resurgieron en él las investigaciones
en la biblioteca de Sevilla acerca de sectas heréticas,
de extrañas y pretéritas órdenes monásticas y de ca-
ballería, y hasta de leyendas medievales de culto y
silencio. Los extraños y radicales Dulcinianos y Frati-
cellis en Italia, el hermetismo del Consejo Alquímico
en Austria y Bohemia, los oscuros rumores de Tem-
plarios seguidores de la deidad herética Baphomet en
Francia, la misteriosa y extravagante Orden del Dra-
gón patrimonio de los Voivodas, entre tantos otros;
y estaba seguro ahora de haber visto ese símbolo en
una de las viejas y secretas páginas de estudio: hacía
mención a una Hermandad hermética –«¿Fraternitas
Vera Lucis?», se preguntó débilmente– que ciertos ini-
ciados fanáticos habían fomentado en Bruselas hacía
casi un siglo. Según creía recordar, esta Hermandad
primigenia habíase dividido en dos ramas, una de la
cual prevaleció para la formación de la Orden del Toi-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
són Dorado por exigencia de los Habsburgo; «es una
leyenda conocida». De la otra no recordaba mucho, y
las páginas al respecto eran pocas, al igual que los ru-
mores, por lo que esa otra rama de la tal Hermandad
se había perdido en el tiempo y el olvido ingrato de
su vieja memoria. Al principio le costó relacionar ese
símbolo con aquella Hermandad misteriosa ya que
no era ese su distintivo principal, de eso estaba segu-
ro. Pero a pesar de reconocerlo vagamente, tampoco
tenía dudas de que lo había visto en las pocas páginas
referidas al tema. «¿Será ésta la extraña divisa de esa
otra rama perdida y olvidada?, no. . . no puedo a�r-
marlo». Lo que sí supo fue que luego de tantos años,
vislumbraba nuevamente esa imagen, inapreciable
para quien ignorara tales secretos pero no para él.
«Es demasiado extraño. . . Además, en tal caso, ¿qué
relación une a toda esta historia con Leopoldo Bo-
canegra, con el Sumo Inquisidor o con la Iglesia de
España?».
–Os perdéis, fraile –agregó el inquisidor–. ¿Ha-
béis visto acaso las caras de vuestro rebaño, o la de
vuestro �el amigo el prior? No olvidéis que vengo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
en misión o�cial del Consejo, tal así la orden me fue
impartida por el mismísimo Sumo Inquisidor Valdés
en persona, y no hay otra autoridad que pueda alterar
esa decisión. La niña, os lo podría asegurar, no es lo
que creéis, pues. . . .
«Con que misión o�cial del Consejo. . . a fe que es
lo que sin duda os han dicho. Pero ese símbolo; yo
recuerdo muy bien ese símbolo».
–¿Pensáis que os engaño? –continuaba con calma
Leopoldo– Reconozco esa mirada, la he visto antes.
Haeresis est maxima opera male�carum non credere.
Vos mismo me habéis dicho que sabéis de la existencia
de libros heréticos cuyos conjuros y hechizos son un
mal para la población; libros que vuestra amante ma-
neja tan ávidamente. . . ¿cómo entonces os permitís tal
necedad? He intentado convenceros por las buenas,
pero al parecer estoy perdiendo el tiempo. Está bien:
no habléis conmigo esta noche, pero ésta decisión os
pesará el resto de vuestra miserable vida. Y agradeced
la misericordia in�nita del Sumo Inquisidor que ha
sido muy claro al respecto de vuestra existencia impe-
nitente, y esta noche no os tocará sufrir los tormentos
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
puri�cantes –ofuscado, volteó violentamente hacia el
escriba, mientras le ordenaba salir de inmediato del
recinto. Ya afuera, fray Anselmo lo esperaba ansioso.
–¿Han obtenido algo de esa bruja? –bramó impa-
ciente Bocanegra al reconocerlo en la oscuridad.
–No monseñor, esa puta es terca como una mula,
y obstinada como el peor de los esbirros de Satán. El
brazo secular y el verdugo han hecho lo su�ciente
para hacerla confesar, pero el perverso súcubo no
habla –pronunció por lo bajo, casi en un susurro.
De repente, de entre sus vestiduras sacó un libro y
miró de frente al inquisidor con esa cara lobuna que
lo caracterizaba. Parecía como si una sonrisa, no se
distinguía bien si inocente o maligna, le asomara a
los labios.
Leopoldo observó por unos segundos su rostro fe-
bril, ansioso, que solicitaba su intervención y asintió
levemente.
–Si Anselmo, comprendo. Haced lo que debáis ha-
cer; con�emos en que de esta forma abra su corazón y
con�ese. Debo recuperar esos escritos y puedo sentir
que esa joven no anda muy lejos de aquí. A veces, me
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
temo, hay que hablar con el diablo en su mismo idio-
ma –sentenció, y rápidamente el monje desapareció
entre las sombras del establo en dirección hacia el
ayuntamiento una vez más en donde se encontraban
los acusados.
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XVI | FRATERNITAS VERALUCIS
{¿TENÉIS NOTICIA ALGUNA DE
BONCANEGRA? –preguntó de
pronto un hombre alto y encor-
vado con voz aletargada y suave. Hablaba con la ca-
beza gacha, sumidos sus grandes y astutos ojos en el
pergamino que tenía en sus manos. Tomó una hermo-
sa pluma de su escritorio de mármol y con delicadeza
la mojó en el tintero. Lentamente levantó la vista; si
bien había tratado de darle un tono desinteresado a
sus palabras, ni su rostro gris, ni su gesto humilde
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
conseguían disimular la ansiedad en su mirada aguda
y altanera–. ¿Y bien?
–¿Acaso debo interpretar vuestra encuesta como
un sumario? –preguntó risueño el hombre que tenía
enfrente, mientras ladeaba una copa en su mano. Su
voz melodiosa y juguetona, no dejaba de lado ese
matiz que solo poseen los que están acostumbrados
a dar órdenes.
–¡Jah! Qué ironía. El Sumo Inquisidor de España
interrogado por un simple obispo. . . eso sí que es
gracioso.
Ambos rieron amistosamente. El hombre conclu-
yó en su labor de �rmar los pocos documentos que
aun descansaban en su escritorio y se los dio a su
joven secretario que los esperaba a su lado. Luego
de que éste se hubiera marchado, depositó la pluma
nuevamente en el tintero, pensativo.
–Ese Bocanegra me preocupa, Fernando –dijo–.
¿Habéis escuchado que le dicen El Mastín? No es más
que un sabueso, pero estáis enterado de eso; y aun así
lo habéis enviado. Parece ser algo temperamental. Un
hombre de Dios no debería dejarse llevar fácilmente
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
por sus pasiones. Además, ¿no considerasteis que su
ignorancia podría acarrearnos algunas di�cultades?
Valdés sonrió. Ese apodo le producía gracia cada
vez que lo escuchaba. Sin embargo sabía que Leopol-
do lo detestaba por completo.
–Mi buen amigo Cano. . . –replicó contemplativo–.
¿Y acaso no creéis vos que toda caja de herramientas
necesita un martillo?
Las risas volvieron a sonar suavemente en la sala.
–Ya lo creo, Fernando –contestó catedrático.
Melchor Cano no era un hombre de razón acotada;
bien sabía que el Sumo Inquisidor era astuto, y tenía
por cierto que escogía sus amigos tan sabiamente
como sus palabras. Si Valdés con�aba en Leopoldo
Bocanegra de seguro existía alguna buena razón. No
obstante eso, continuó.
–Es cierto buen amigo. Toda caja de herramientas
necesita un martillo; pero qué si el carpintero pierde
su herramienta más preciada. . . Un martillo no puede
funcionar por sí solo, no os engañáis de ello, nece-
sita de una mano fuerte y hábil que lo guíe en todo
momento. De otro modo, a fe mía, la silla construida
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
por esa herramienta se verá endeble y no tardará en
ceder, desvencijada.
–Entiendo que me retratéis como a un carpintero;
decidme entonces ¿acaso no fue un carpintero de
Nazaret quien dejó ir a su hijo, con�ando en él y
quedándose atrás, mientras ese pequeño enseñaba en
el templo? –acotó Valdés aun risueño.
–Cuidado Fernando. . . –reprochó amistosamente
Cano–. No olvidéis que Jesús es el hijo de Dios. Sólo
el azar determinó que José estuviera comprometido
con la Virgen Santa. Por tanto ese carpintero a quien
os referís no era el padre ni el guía, sólo el marido de
la vasija que sirvió para engendrar a Nuestro Señor
Jesucristo. Vuestra broma os acerca a la blasfemia. . .
–Es cierto –se disculpó sonriente–. Como también
es cierto que no era un simple carpintero, lo sabéis.
Recordad las palabras de Mateo en el Libro, que si
mal no recuerdo, nos lo muestra como modelo de
�delidad y obediencia. . . dos cualidades casualmente
muy marcadas en Bocanegra.
El obispo de Canaria río de buen grado. No podía
pillar desprevenido al Sumo Inquisidor.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–Y hablando de �delidad y obediencia –preguntó
Melchor Cano recuperando la compostura–. ¿Pudis-
teis convencer a Felipe para que visite Extremadura
antes de viajar nuevamente hacia Flandes? Según lo
que me habéis dicho, su padre lo desea con fervor.
–Lo único que Su antigua majestad desea con fer-
vor es desenfundar un acero –contestó con tono con-
descendiente–. Para cuando Felipe visite Extremadu-
ra, el pobre de Carlos, abatido por los dolores de la
gota, ya habrá olvidado para qué lo mandó a llamar.
Lo importante amigo mío no es convencer a Felipe,
pues Carlos ya ha �rmado el documento que necesi-
tábamos. Recordad que sin este documento �rmado,
vuestro tan ilustre y queridísimo Duque de Alba no
se movería ni un palmo.
–No os burléis de mí, que Fernando Álvarez de
Toledo es un hombre honorable; digno y orgulloso
descendiente de los Paleólogos de Constantinopla
–respondió Cano con admiración.
–Algunos no piensan de acuerdo a vuestro pare-
cer –mencionó casi al pasar, distraído–. Antes bien,
sostienen que más se asemeja al tirano de Siracusa. . .
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
¿era acaso Dionisio. . . ?
–Esos algunos gustan de embeberse en teorías y
fantochadas antiespañolas –argumentó con grave-
dad–. El Duque sólo acata órdenes de nuestro ya
antiguo rey y de nadie más. Sin su beneplácito no
responderá con hostilidad y mucho menos con un ata-
que abierto hacia las tierras que Enrique y los Carafa
desean usurpar, lo sabéis, pues tal es su �delidad y su
espíritu castrense; por lo menos no hasta estar seguro
de tales acontecimientos. Su tropa de guerreros le es
denodadamente �el.
–Las tropas del reino querrás decir. Ya sé que vues-
tro tan honorable Duque no aceptará orden del Conse-
jo, mucho menos sin comprobar él mismo la situación,
si no sólo los deseos explícitos del rey. . . –Valdés pare-
cía levemente molesto–. A veces amigo mío, el honor
más parece una trampa, un arma hipócrita de doble
�lo. Es cierto que es honorable respetar nuestros con-
vicciones y juramentos; pero qué pasa si algunos de
ellos se contraponen.
–¿A qué os referís exactamente?
–Acabar con la vida, lo sabéis, va contra la natura-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
leza. Sólo Dios puede determinar nuestro momento
póstumo, ¿no es así? San Pablo jamás dijo que se le
quitase la vida corporal a alguien, solo requería la
excomunión, la muerte espiritual del �el que haya
dos veces faltado a su fe, para que aquel, en soledad,
pudiera re�exionar y volver arrepentido al seno de
la iglesia. Y hasta Jesucristo enseñó a san Pedro que
no solo había que absolver y reconciliar al que rein-
cida dos o siete veces en sus culpas, sino aun cuando
cayera setenta y siete veces, o sea, cuantas veces se
arrepienta. A la vez, nosotros juramos proteger esa
enseñanza y regar la palabra. Pero nos encontramos
que para hacerlo hay que aplastar con �rmeza las
doctrinas heresiarcas. . .
–Explicaos claro, por favor Fernando. . .
–“EXURGE DOMINE ET JUDICA CAUSAM
TUAM”, es lo que reza nuestro símbolo ¿verdad? Pues
bien; qué hacemos nosotros con esta leyenda que es
nuestro juramento. Nos alzamos; quemamos y silen-
ciamos en la hoguera el cantar de la herejía, y somos
honorables al hacerlo ya que lo respetamos con so-
lemnidad y a raja tabla. . . pero a qué costo. Yo os
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
diré a qué costo: despreciando a la vez la autoridad
divina, pues como dije, Dios es el Único que puede
determinar nuestro momento póstumo. Decidme en-
tonces amigo mío: a veces, lo que es un honor por
un lado, ¿no representa por otro un deshonor más
grande aún?
–Esa es una idea inquietante. . .
–Lo inquietante en este caso es otra cosa –inte-
rrumpió sonriente. Parecía un juego para él–. Es no
poder tomar una postura sin intentar engañarnos;
es no dejar de lado nuestra hipocresía. Eso es lo in-
quietante. No podemos negar que cada decisión que
tomamos en estos tiempos difíciles nos acarrea un
deshonor. Ahora bien, ¿cuál es la postura que más
nos conviene, o debí decir, que más nos honra?
–Pero los herejes no merecen el perdón del Al-
tísimo, Fernando. No están dentro de la naturaleza
aceptada por Dios. Por tanto es justo y lícito ese cas-
tigo.
–Tal vez sea así. . . –dijo restándole importancia al
hecho–. De todos modos contamos ahora con la auto-
rización de Carlos, que es lo mismo que decir del rey
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Felipe. Vuestro honorable Duque de Alba hará ahora
lo que le pidamos. ¿Cuándo llegará su emisario?
–Dentro de unos pocos días, según entiendo. Mu-
cho espero que para entonces vuestra delegación ha-
ya regresado también con buenas noticias de Roma,
aunque supe que sus hojas de rutas se desviaban bas-
tante de los caminos acostumbrados para comitivas
o�ciales. . . en �n. Esos Carafa son astutos como zo-
rros, en especial ese cerdo infame de Carlo Carafa,
promotor de todas las nefastas historias que se espar-
cen con respecto a Roma. Pero su astucia, creo, puede
ser su peor enemiga. Si se confía puede que logremos
doblegarlo.
–¿Doblegarlo? No me importa doblegar a ese mal-
dito, ni a su tío –dijo Valdés, risueño. Lentamente
recorrió con la mirada la lujosa estancia del obispo.
Una pintura decoraba el muro del extremo opues-
to de donde descansaba el escritorio de mármol. La
observó con detenimiento.
–¿Nuevamente no os entiendo Fernando? –inte-
rrumpió Cano desde atrás– ¿Acaso no estáis haciendo
todo esto para doblegar a ese canalla y a su tío, que
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
han llevado nuestra iglesia hacia la perdición?
–¿Es del divino Morales verdad? Lo he visto en
Badajoz hace un mes, al volver de Extremadura –se
limitó a contestar con la mirada aun la pintura.
Allí depositada ante sus ojos, le resultaba magní�-
ca. Sus trazos resultaban sobrios y moderados, pero
con detalles tan puros como naturales. La santa vir-
gen mantenía en sus brazos a un pequeño Jesús a
quien cuidaba con devoción. Le parecía una concep-
ción artística inmejorablemente humana. No había
aureola, ni luz, ni mantos dorados, ni magia. . . nada.
Sólo María manteniendo en sus brazos a un Jesús
completamente despojado de lo divino. Era la ima-
gen misma de sus pensamientos, en donde el Poder
descansaba, y debía hacerlo, en los afectuosos brazos
de lo humano. Luego de unos segundos, volteó hacía
el obispo Cano.
–Es menester recuperar el mando de nuestra insti-
tución –dijo pensativo–. Nada me importa la fortuna
bélica del Duque sino para mantener a raya a los
enemigos de la Corona y entretener a la soldades-
ca mientras nos sean de utilidad. Pero la iglesia de
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
España debe ser controlada nuevamente por la Her-
mandad, seré in�exible en eso, y por ello debemos
mantener en nuestro poder no sólo la sede de Toledo,
sino también la �delidad espiritual de los pueblos
que conforman nuestro reino. Si Bocanegra no puede
traer lo que necesitamos a tiempo, entonces temo que
todo podría perderse.
–¡No lo quiera Dios, Fernando! Pero no me habéis
respondido lo que os pregunté. Además no deberíais
subestimar al ejército y mucho menos al noble Du-
que, pues diestro en el arte de la guerra como es, la
devoción hacia el Rey lo hace temerario; por tanto,
no os engaño cuando a�rmo que sin duda nos será be-
ne�cioso en circunstancias menos amables. Algunos
piensan que es invencible; hay quienes aseguran que
es la reencarnación del Héctor griego, y que no ten-
drá problemas en frenar un ataque Francés. Enrique
es muy osado o muy estúpido si cree que la bendición
del simoniaco pontí�ce determinará su éxito en su
triste aventura. Fernando Álvarez de Toledo no es
un niño al que le guste jugar, lo sabéis, pues a hierro
y sangre a hecho acrecentar su fama. Él protegerá
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
devotamente la península si lo necesitamos. Por otro
lado, contamos en Flandes con los Tercios del conde
de Navarrete. . . y conocéis la reputación del conde. A
más, dicen que vuestro martillo es duro de roer. Por
cierto, ¿de verdad no habéis escuchado que le dicen
El Mastín?
–No me malinterpretéis; no conocéis a Bocanegra,
él conseguirá lo que fue a buscar y no pongo en duda
aquello. Pero debe hacerlo rápido –su semblante pa-
reció relajarse nuevamente–. Tal vez tengáis razón
amigo mío. El Duque no es un niño, y los temera-
rios soldados al mando de Alonso de Navarrete nos
garantizaran la tranquilidad en caso de que el enfren-
tamiento pase a mayores y los necesitemos. Además,
si mal no recuerdo, tenemos de nuestro lado al peli-
groso Duque de Saboya. . . ya encontraré yo utilidad
para ese Filiberto, que juró odiar a los franceses has-
ta el día de su muerte cuando lo despojaron de sus
tierras. Todos ellos nos darán tiempo su�ciente hasta
recuperar los secretos del Opus Magnum, y así poder
completar nuevamente el Codex. Luego, no importa-
rá que Carranza cuente con la gracia de Felipe o que
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Enrique hostigue y tome nuestras tierras en el norte.
Os he dicho bien que no deseo al Papa ni a su esbirro
doblegados; los deseo depuestos.
–¡Eso sería un verdadero milagro de Dios, Fernan-
do! –acotó Cano elevando las palmas–. Siempre sos-
tuve que la administración de las rentas y bienes de
nuestra iglesia debe ser manejada en la península.
A veces pienso que ese viejo de Paulo ha de haber
perdido el juicio completamente.
–Por eso pronto perderán también la gracia de
Dios. Sus espías no podrán informarle a tiempo lo
que nosotros hemos descubierto. Me parece verlo
desde acá, nervioso, muriendo de la rabia dentro de
las paredes frías y corrompidas del Vaticano –Valdés
parecía muy complacido. Su risa resonó en toda la
estancia–. Paulo IV ya no es inmune amigo mío. Está
desprotegido.
Melchor Cano lo observaba con admiración. Pa-
recía que Valdés tenía todo controlado, que conocía
muy bien los movimientos de Roma.
–Dispensadme Fernando. Os conozco demasiado
bien como para saber cuándo tenéis algo entre manos,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
pero. . . ¿cómo sabéis que está desprotegido?
–Temo que no me conocéis lo su�ciente si me pre-
guntáis eso –respondió con una sonrisa que asomaba
en sus �nos labios rosados–. Mis ojos y oídos llegan
más allá de las paredes de la Basílica de San Pedro, y
la información atraviesa el territorio más rápido que
las carretas las postas. No os preocupéis, pues mis
informantes son muy hábiles. Ya tendréis el agrado
de conocerlos –Valdés bebió delicadamente un sorbo
de sabroso vino–. En pocas semanas Bocanegra habrá
llegado y con un poco de suerte nuestros emisarios
alcanzarán a Felipe antes de que marche a Flandes;
y si la suerte nos da la espalda, bueno, ya me ade-
lantaré yo a hablar con él; no me caben dudas de
que mucha será su curiosidad por escuchar lo que
tenga para decirle entonces. Por otro lado, con un
Carafa desprotegido no costará mucho hacer nuestra
voluntad. Además, la muerte del cardenal Del Carpió
nos es propicia; ahora nadie se interpone en nuestro
camino.
–Tenía por cierto que apoyabais al cardenal Del
Carpio. . . y decidme, ¿qué os hace creer que Paulo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
dejará el cargo? Eso no ha sucedido nunca –replicó
Melchor Cano.
–Dejadme deciros, por un lado, que bien hacéis en
creer que apoyé a Del Carpio, pues así fue, y muy
abiertamente –Valdés sonrió sin que Cano supiera
qué estaba pensando ni por qué lo hacía–. Por otro
lado –continuó risueño– no dije que nuestro pontí-
�ce o su maldito sobrino vayan a dejar su cargo así
sin más; tal vez un pequeño escarmiento pueda abrir-
le los ojos, ¿no lo creéis? Una vez que tengamos en
nuestro poder el secreto del Opus Magnum y com-
pletemos el Codex, podremos al �n publicar el Índice
tal y como lo planeamos, y resguardar así todo aquel
conocimiento que quedará entonces sumido nueva-
mente en el silencio del nunca debería haber salido
–concluyó sombrío.
El ex obispo de Canaria lo observó agradecido. La
hermética y ancestral Fraternitas Vera Lucis, orga-
nización que él mismo tenía el honor de integrar en
España, recaía ahora en buenas manos. Había tomado
una decisión y acertado con ella, pues los deseos del
primer Gran Maestre Bernardo de Claraval estaban a
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
punto de hacerse realidad gracias a la intervención
a la Oscura Cofradía del Sagrado Silencio, el ala re-
ligiosa, radical y siempre oculta de La Hermandad,
representada en la persona de Fernando Valdés y Sa-
las.
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XVII | FALSAS APARIEN-CIAS
ENCONTRABASE EL PRIOR ABSORTO EN
SUS PENSAMIENTOS. Sumida su volumino-
sa persona en un grueso sillón de robusta
madera, meditaba entonces los acontecimientos ocu-
rridos durante ese largo día. Todo había sido demasia-
do confuso, y sabía Dios qué medidas hubiese tomado
ese inquisidor tan vehemente de haberse negado a
cooperar.
La mortecina luz que alumbraba el salón emitía
juguetones re�ejos que danzaban en el rostro contra-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
riado del prior Ambaraleón Castañeda, y la extraña
sensación por haber dejado en evidencia a su párroco
ante Bocanegra parecía representarle ahora un esco-
llo difícil de vadear, donde la angustia y la culpa lo
esperaban ante la primera pisada en falso. Extendió
el brazo hacia Lucas, su joven lacayo, quien raudo es-
canció una nueva y provechosa medida de buen licor.
Pero ¿no debía Alonso ser responsable de sus actos?,
se preguntaba sin cesar. «A fe mía, que así es; qué ha-
go entonces morti�cándome por un hombre sumido
en la blasfemia y en el sacrilegio; ¡Vive el diablo si
cada cual no cosecha lo que siembra!», pensaba. Sin
embargo no por ello evitaba que el remordimiento lo
acechara, pero tenía por cierto que más le pesaría ver
aquel ancestral monasterio adornado con horrorosos
sambenitos, los cuales marcarían la infausta fortuna
de su legado. «He cumplido como buen cristiano, eso
es todo», intentaba convencerse, y sólo le restaba
ahora rogar a Dios el perdón para el hijo descarriado.
Vació la copa de un sorbo y extendió su brazo
una vez más. Observó en derredor con detenimiento,
mientras la bebida llenaba suave una nueva copa. Las
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
paredes de piedra decoradas por viejas pinturas lo
aturdían; ángeles pretéritos luchando contra demo-
nios infernales lo confundían más y más. ¿Cuan cierta
resultaba toda aquella colorida historia acerca de la
gran batalla del Apocalipsis?, se preguntaba. «¿Cuál
es el verdadero mal contra el que debe de lucharse?
¡Vive Dios!». No había en sus estancias un solo libro
que le diera las respuestas necesarias para completar
los casilleros en blanco de su cabeza. La paciencia y
el amor en la dedicación al estudio no eran virtudes
que rozaran siquiera al prior Ambaraleón Castañeda,
siervo de los siervos de Dios. Era fama en el resto
de la península que los “monjes blancos” no estaban
dotados para tales gracias de la razón. «¿Pero acaso
Dios no es la razón?», pensaba. «¿De qué sirve enton-
ces un carácter intrépido, una personalidad inquieta
que arrastre al alma hacia la herejía, por tanto a la
condenación, y al cuerpo hacia las llamas?». Era en
verdad un hombre muy simple y no tenía respuestas
para esos enigmas que ahora se planteaba. Recordó
en ese instante, muy oportunamente, una frase con-
soladora que el propio Alonso le había dicho cierta
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
vez: «Solo conocemos una gota de agua en el mar de
incertidumbre que es la vida». Ahora sin embargo
el buen sacristán había caído amargamente en des-
gracia. Decidido en alejar esas dañinas ideas de su
obsoleta cabeza, bebió de un trago el contenido de su
copa.
Tal era la gracia del Altísimo para con sus hijos
más necesitados, que tres fuertes golpes sonaron en-
tonces en la puerta y lo sacaron para siempre de esas
penosísimas cavilaciones. El joven lacayo se enca-
minó hacia allí y sin preguntar siquiera, evitando
política y ceremonia alguna, abrió la pesada hoja de
madera. El prior dirigió a la vez su mirada hacia la
puerta, cuando sus ojos se abrieron despabilados al
contemplar la silueta que se alzaba sombría por sobre
el umbral. Su grueso cuerpo se despegó de la silla casi
de un salto.
–¡Hermano Bocanegra! –exclamó–. Pasad por fa-
vor, pasad –dijo con diligencia y presura, mientras lo
invitaba a tomar asiento junto a él.
–Dispensadme monseñor por haberos interrum-
pido –indicó Leopoldo con tranquilidad, mientras
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
ingresaba lentamente–. Sólo he venido a informaros
que por la mañana se realizará el auto de fe. La bruja
de Valladolid será puri�cada a través del fuego –el
rostro del prior palideció. Sentía que de sus manos
brotaba un líquido espeso, que no era sudor, sino san-
gre; sus manos se habían manchado con ella–. Si bien
ha confesado algunas de sus prácticas malé�cas, y
nos ha dado ciertos nombres de quienes la seguían en
la senda del pecado, nada ha dicho acerca de lo que
venimos a buscar. He de intentar una última carta
con ella esta noche, y a menos que decida cooperar,
mucho me temo que poco podré hacer para evitar el
fuego.
–Pero hermano –acotó visiblemente inquieto el
prior–. ¡Ha decidido confesar, se ha arrepentido no-
blemente gracias a vuestra santa intervención! Me
pregunto si las llamas son necesarias, después de to-
do ha hecho las paces con Dios Padre, y tal vez, como
decís, consigáis algo más de ella esta noche. . .
–. . . si bien ha intentado la paz con Dios –interrum-
pió–, a veces es preciso aplicar el castigo para que
el pecador pueda entrar triunfante al reino celeste.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
A más, ha incurrido en el delito de reincidir en su
pecado, ha faltado a su juramento de vhementi, y
practicado una vez más la brujería. Mucho me temo,
monseñor, que de no obtener respuesta, no quedará
otro camino –concluyó con desaire.
Ambaraleón Castañeda notó cierto desgaste en el
inquisidor. Parecíale cansado, agotado de aquella jor-
nada. No se engañaba al notar que sus ojos habían
perdido algo del severo brillo re�ejado en ellos la pri-
mera vez que lo vio por la mañana. «Vaya forma de
expiar el pecado original», se dijo; «tal vez no fuera
tan inmisericorde como aparenta, antes bien, parece
sentir culpa por realizar el encargo que le es impuesto
por juramento y obligación». Por un momento sin-
tió el gordo Prior pena por la responsabilidad que,
pensaba, lo atormentaba secretamente.
–¿Y qué hay del párroco sacristán? –preguntó en-
tonces amigable.
El semblante del inquisidor cambió de súbito hasta
tornarse sombrío, y su expresión volvióse glacial una
vez más.
–No morirá ni sufrirá esta noche si a eso os referís
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
–dijo re�exivo–. Pero en adelante, Lucifer le susurra-
ra cada noche y lo atormentará tanto que deseará
haber sido él quien hubiese pagado con el fuego. Verá
su necedad en el rostro ardiente de su meretriz; la
verá en las caras del tribunal que lo condenará; en
los reclusos con quien compartirá el cautiverio; en
las sombras de su eterna celda. La verá en cada mo-
mento, hasta cuando cierre los ojos podrá verla. La
culpa lo perseguirá hasta el �n de su miserable exis-
tencia, y esa, y no el encierro, serán su justo castigo.
Entonces me recordará; recordará esta noche en que
pudo confesar, y deseará volver el tiempo atrás para
evitar que esa maldición recaiga sobre él. Dad eso por
hecho, monseñor; ese recuerdo lo atormentará y será
su justo castigo.
El gordo lo observaba abrumado. Entendía ahora
la naturaleza de aquel hombre, y no le quedaban du-
das al respecto. Se sintió estúpido al pensar por un
momento que. . . «ya no importa. . . »
–Por ahora eso es todo y cuanto os interesa saber
–agregó Bocanegra–. Si la situación continúa, debe-
réis al amanecer de mañana ser testigo en el cadalso,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
como vuestra investidura y la política lo requieren.
El prior asintió débilmente, aun impactado por las
palabras que acababa de escuchar. Sus brillantes y
temerosas pupilas se re�ejaban intensas con la te-
nue intermitencia de las bujías; «¡Qué remedio, vive
Dios!». Respiró profundo y asintió una vez más, con
mayor dedición esta vez. Leopoldo Bocanegra se dio
la vuelta, y sin más, comenzó a retirarse.
–Decidme, hermano Bocanegra –interrumpió el
prior desde atrás, resoluto, mientras el Mastín se de-
tenía y volteaba lentamente–. He sabido que habéis
tenido una visita esta mañana y que por ello dispen-
sasteis de la mitad de vuestra guardia a un sacerdote
en apuros, ¿acaso sospecháis que la joven haya esca-
pado? ¿En tal caso qué es lo que esperáis de ella? Y
perdonad mi insistencia pero me gustaría saber qué
es exactamente ese Oráculo que estáis buscando y al
que vuestro ayudante se ha referido esta mañana.
Un centelleo fugaz en los ojos del inquisidor estre-
meció al prior.
–Creo haberos mencionado claramente todo y
cuánto necesitabais saber por vuestra investidura,
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
monseñor –respondió parco– No hay razón para os
llene en cuestiones que solo lograrían perturbar a tan
ilustre representante de Cristo –concluyó. Segundos
después, había desaparecido atravesando el oscuro
pasillo que llevaba hacia la salida del monasterio.
Ambaraleón Castañeda se mantuvo meditabundo
aun durante varias horas. Una tras otra fue bebiendo
las copas del exquisito licor que se cultivaba en sus
provechosas tierras, mientras caminaba por toda la
habitación y barajaba la posibilidad o la excusa para
no tener que asistir por la mañana a semejante ce-
remonia. Sin embargo no lograba encontrar alguna
buena razón que lo sacara de su responsabilidad, y
no podía negarse así como así. Por un momento se
le ocurrió que todo eso no era más que una reacción
precipitada, que llegado el momento, un arrepenti-
miento público que sonara verdadero y creíble evita-
ría aquel teatro desagradable; que se levantarían las
voces del populacho pidiendo clemencia, la que se-
ría �nalmente otorgada por ese inquisidor tan digno
descendiente de Torquemada o Bernardo Gui, el cual
mostraría al �n su escondida magnanimidad. Sí; que
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
no era sino un mal sueño del que no tardaría en des-
pertar. Convencióse de ello casi con felicidad, pero
tal corazonada no estaba destinada a perpetuarse.
Un débil resplandor proveniente del exterior, llamo-
le poderosamente la atención. Se acercó con lentitud
hacia el amplio ventanal, atraído por el inconfundible
crepitar de las antorchas. El susurro débil y distante
que oyó en principio, fue elevándose más y más hasta
transformarse en un murmullo organizado. Asomó
inquieto su cabeza y logró ver un espectáculo del que
sólo había oído hablar. Era cierto, y no un mal sueño
como por un momento quiso convencerse.
Las voces de los familiares y clérigos de la comitiva
se alzaban en la plaza central, en donde comenzarían
la llamada Peregrinación de la Cruz Verde. El auto de
fe parecía pues indeclinable; ahora sólo podía aferrar-
se a la esperanza, la última, de que el clamor de piedad
de unos pocos e insigni�cantes paisanos, ablandaran
el corazón marchito de Leopoldo Bocanegra, y evi-
taran así que se encienda una sola y seca gavilla de
leña.
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XVIII | EL MANO ROJA
EMILIO SALAZAR Y TENORIO, EL MANO RO-
JA, ERA UN HOMBRE PELIGROSO. Su vi-
da tortuosa hacía de su corazón el albergue
ideal en donde el rencor y la desidia se mezclaban
con la añoranza y el pesar. Empleabase como matador
a sueldo, allá donde un cornudo no se animara a li-
mar sus propios cuernos, o donde una infame intriga
proporcionara la paga necesaria para su subsistencia.
Un puñal por aquí, un veneno por allá, igual daba.
Un comerciante descuidado, un pleito o una herencia
dudosa, deudas de juego pagadas a medias era todo
cuanto necesitaba ahora para sobrevivir. Un poco de
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
oscuridad y todo era muy fácil para él. En el pasa-
do, las sórdidas y oscuras calles madrileñas le habían
resultado el paraíso, en donde igual podía amar sal-
vajemente a una fulana que matar sin miramientos
a algún desgraciado distraído. Los caminos y su po-
ca iluminación habíanle servido de an�teatro a sus
ruines deseos y quehaceres elevando su rango en el
hampa en que se movía. A más, habituado a la trage-
dia de esa vida, poseía siempre un humor exultante
parecido en nada a Vesalio, siempre tan parco y oscu-
ro; antes bien, él era un bravucón ventajero y ladino,
por eso peligroso. Sus vivaces ojos, siempre atentos,
no mostraban siquiera un arrimo de �delidad hacia
nada ni nadie. Era del tipo aventurero, astuto y jac-
tancioso, que nada temían a Dios ni al diablo y hasta
buen camarada cuando no había bene�cio ninguno
en portarse mal. Tenía por cierto que se ganaba la
vida dignamente, como los soldados del rey en las
guerras. Sin embargo no peleaba por rey alguno, pe-
leaba por su estómago, ensartando su �losa vizcaína
en las tripas de algún pobre diablo, sin darle tiempo
siquiera a decir confesión. Sus maneras corteses y
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
galantes, cual si fuera un hidalgo, le habían valido
varios trabajos de buena paga, haciendo que su repu-
tación como matador a sueldo creciera al unísono.
Acostumbraba por ello a caminar cuidándose la es-
palda de algún mozo de su misma ralea, tales eran lo
ánimos en la España de esos tiempos, en donde no
faltaban motivos ni oportunidades para vengar viejas
afrentas. Supo ser un hábil espadachín, merodeador
corriente y certero de toda taberna y prostíbulo de
su católica majestad. Sin embargo, ahora lejos de la
patria que lo había visto nacer, vendía su habilidad
precariamente a quien estuviera dispuesto a pagar
sus exigencias, que no eran muchas. La inquisición
lo había perseguido por un encargo mal resuelto, y
desde aquel entonces, su añorada Madrid convirtióse
en palabra prohibida para él.
Intacto había conservado su orgullo y habilidad,
pero la esperanza de volver a España era un término
del recuerdo.
–¡Jah! ¡Cuerpo de Dios! –decía ahora Emilio a sus
nuevos compañeros de viaje, mientras destapaba una
hermosa bota de cuero. La inclinó despacio, y un �no
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
chorro de sabroso Borgoña refrescó su garganta.
Dos clérigos sonreían discretamente de sus bra-
vuconadas al amparo de una fogata. A unos metros,
unos soldados vigilaban el perímetro del pequeño
vivac. Se estaban acercando ya al límite sur de Aqui-
tania, que dividía la localidad gascona francesa del
reino de España, buscando cuanto antes pasar des-
apercibidos a la última posta y dejar territorio francés
de una vez por todas. Se había corrido el rumor de
que el rey Enrique odiaba tanto a los españoles, que
había ordenado a sus súbditos, honor malhabido del
que un gascón se enorgullecía, que en cuanto vieran
alguno se le diera caza de inmediato, sin importar si
llevaba falda, sotana, pluma o birrete, y las bandas
de forajidos no esperaron a saber si aquel rumor era
cierto, cuando habíanse entregado por completo al
pillaje.
La delegación era pequeña: dos clérigos y sólo unos
cuantos guardias de la Corona. Precario era el resguar-
do y pobre, sino nulo, el conocimiento de aquellas
tierras, la verdad sea dicha, y tales desconocimientos
los ponían más nerviosos aun de lo que ya estaban.
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
Por ello, cuando ese hombre de largos y delicados
bigotes y de acento tan cortés y familiar se acercó al
grupo e informó que los conduciría por caminos se-
guros a cambio de unas pocas monedas, lo aceptaron
de buen grado.
Emilio poseía una voz cargada de adulaciones y
galanterías, que aunque vulgares, se parecían a la de
esos gentileshombres que habitaban en la corte. Fue
fácil para él convencer a los asustados clérigos que los
soldados disponibles no alcanzarían para refrenar la
furia de los herejes en un eventual caso de ataque. Así
viajó con ellos durante dos semanas, conduciéndolos
fuera del camino real, por pasos desconocidos y aban-
donados, en donde no corrían peligro de ser víctimas
de emboscadas de salteadores furtivos o bandoleros,
hasta ganarse poco a poco la con�anza de la pequeña
delegación. «¡Camino Real! ¡Joder!» se había burlado.
«¡Realmente peligroso, queráis decir!».
–A fe de Dios que vuesasmercedes ignorabais este
atajo –había mencionado poco después de conocer-
los–. Pues bien, escuchad con atención. Los aldeanos
piensan que habitan aquí diversos brujos y deidades
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
malignas. Por ello son seguros, porque están desier-
tos –los rostros de los clérigos parecían dubitativos
ante la mirada astuta del viajero–. Pero no os preocu-
péis, ¡joder! –dijo mostrando su daga trapera– ¡voto
a mil!, que si alguno de esa calaña maligna nomás se
acercara, lo ensarto y le dejo un agujero más grande
que el de mi puta madre. ¡Cuerpo de Dios! –y rió gro-
seramente. Los clérigos no habían tardado en con�ar
sus vidas a aquel guía tan resuelto.
Era noche cerrada.
La espesa vegetación no permitía que la luz de
la luna alcanzara para re�ejar aquellos rostros tré-
mulos. Las ramas de los árboles estaban dobladas
hacia el centro del camino y formaban una cúpula
abovedada haciendo que El Paso del Diablo, como
lo llamaba Emilio, pareciera un túnel al mismísimo
in�erno. Detuvieronse ya entrada la noche y comie-
ron unas cebollas asadas al abrigo de la fogata y de la
tupida fronda del bosque, que a esas horas se alzaba
imponente y lúgubre, con sus hojas susurradas por
el viento y la enmarañada marea de ramas que se
extendía como una enorme telaraña.
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–Parece que bien conocéis este paso, viajero –a�r-
mó uno de los sacerdotes. Era un jovencito calvo y
gordo. Bajo la lumbre parpadeante del fuego, sus ojos
brillaban ansiosos, inocentes y juguetones como los
de una niña.
–Pardiez, cómo puedo no conocerlo, joven –replicó
al instante Emilio–. Estos caminos son los que me
han dao de comer en estos tiempos de poca fe.
–En estas tierras de poca fe, queráis decir hijo mío
–corrigió el clérigo más viejo, con la calma propia del
hombre recio cuyo carácter fue forjado en la soledad
de largas e incontables noches de vigilia y alaban-
zas; era alto y delgado, y escondía detrás de sus ojos
taciturnos y su aspecto endeble una frialdad en su
carácter que los años no hicieron sino transformarlo
en témpano–. Es de entender que en estas tierras se
alimenten historias tales.
–Dispense vuesamercé –interrumpió cortés Emi-
lio–. Es cierto que los herejes abundan, pero como
dice el conocido proverbio: al santo que no milagrea,
velas se le niegan.
Ambos clérigos se miraron y asintieron en silencio.
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–Y bien –retomó el clérigo gordo–. Me decíais, ¿así
que sois un forajido?
Emilio lo observó torvo. Era cierto que hacía largo
tiempo se había exiliado por temor a ser reprendido
por el Santo Tribunal, pero era algo de lo que no se
enorgullecía. Había cumplido una cantidad iniguala-
ble de encargos para una Inquisición que bien pagaba,
pero en aquella última oportunidad se había acobar-
dado, no se había atrevido. Era demasiado lo que se le
pedía, inclusive para un hombre de tan escasa honra
como él; aun lo recordaba. Pero estaba arrepentido: la
sangre española hervíale en su torrente, y extrañaba
ahora su tierra, su vino, sus mujeres siempre dispues-
tas al amor mercenario. Qué daría por volver a pisar
su suelo con tranquilidad; por volver a respirar el
sudor de las putas de Madrid ¿Qué no haría acaso
para recuperar, después de todo, la verdadera liber-
tad? Pareció molesto de repente. «¿Quién mierda es
este gordo virgen para llamarme forajido?», se dijo
mientras lo miraba de soslayo.
–Pues que forajido me parece exagerado –sostuvo,
mientras refrenaba el sorbo de vino, observándolo
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
por encima de la bota–. Antes bien os diría que soy
una víctima, cuanto menos un exiliado por políticos
facinerosos.
–No nos incumbe lo que hayáis sido en el pasado
–interrumpió el clérigo más viejo con política–. Dios
sabe perdonar hasta a su creación más proterva, más
aun cuando, como vos, muestra arrepentimiento y
devoción al ayudar a los que riegan su palabra –com-
pletó amonestando ceñudamente al clérigo gordo.
–Ah, políticos. . . todos vosotros usáis a veces pa-
labras tan dulces como la miel ¡Cuerpo de Dios! –re-
prochó y bebió �nalmente de la bota–. Y hablando
de todo, aun no me habéis dicho vuesamercé a qué
habéis ido a Roma.
–¿Y cómo estáis vos al tanto de nuestra proceden-
cia? –alertó el más viejo de los clérigos.
–Bueno, que no fue un secreto precisamente vues-
tra visita al Santo Padre; os he visto merodear por
allí antes de partir. . . . Luego no fue difícil recono-
ceros, pues Emilio Salazar tiene buen ojo y mejor
memoria. . .
El viejo lo observó extrañado.
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–Los asuntos de la iglesia no os incumben, viajero
–contesto sin más, con tono glacial.
–¡Voto a Dios que así es! –replicó Emilio diverti-
do–. Sólo pensé que quería vuesamercé compartir
una charla amena. Después de todo, Roma es un ni-
do de habladurías. Rumores hablan de que el Papa
tiene ciertas diferencias con nuestra amada tierra.
Los ánimos están caldeados, y se susurran cosas que
de seguro, pienso, podrían interesar incluso hasta al
mismísimo Sumo Inquisidor –aludió haciéndose el
desentendido.
–¿Cosas como cuáles, Emilio?
–Aaahh. . . parece que entramos en con�anza nue-
vamente –se burló–. Nada en especial, si vuesamercé
entiende, sólo cosas de guerra, política, intrigas y
otras por el estilo, igualmente desgraciadas y oscu-
ras.
–¿A qué os referís exactamente? ¿Acaso un simple
como vos está al tanto de los rumores que corren
acerca de los asuntos de estado españoles? Qué ha de
saber la chusma de guerras e intrigas, me pregunto
–se dijo en voz alta, mientras una �na sonrisa deco-
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raba su rostro.
–No debería vuesamercé burlaros de un guía tan
bien informado. . . El nombre de Valdés es por todos
conocido, así como los hilos que tan hábilmente ma-
neja –se atrevió Emilio con audacia.
–¡Jah!; los hilos que maneja, decís. . . ¿también es-
táis al tanto de ello? Me gustaría mucho que com-
partáis conmigo vuestras historias. . . –mencionó con
sorna. Sin embargo Emilio notó la nube que cubrió
de pronto el rostro del clérigo.
–¡Pardiez! Claro que estoy al tanto de todo –min-
tió, pues no estaba al tanto de nada en absoluto. Pero
era un error que estaba dispuesto a remediar–. Sa-
béis cómo corren los rumores. . . se dice además que
hay quien lo tiene entre ojos, y no es sólo el Papa
de Roma, a quien, según se cuenta, hace tiempo ha
dejado de servir. «Y por lo que veo en vuestro rostro,
habéis escuchado algún rumor también ¡Joder!». Os
recomiendo que alertéis a vuestro Sumo Inquisidor
a que cuide su espalda, aunque por lo que sé, no me
fío que salga airoso.
El viejo clérigo pareció preocupado, y ya no pu-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
do disimular el ligero malestar que envolvía como
una sombra sus facciones. «¡Ola, que audacia! Este
hombre parece saber más de lo que aparenta», se dijo
para sus adentros.
La reducida guardia del vivac cambiaba de ronda.
Tres soldados se dirigían al descanso luego de que
otros dos los relevaran, pasando justo en frente de la
pequeña fogata. El viejo clérigo observó con recato a
su alrededor, esperando que los soldados ocuparan
sus puestos, lejos del alcance de palabras que no de-
berían escuchar. Una vez se hubieron alejado, indicó
al gordo que se marchara, que rezara sus oraciones
y se acostara a dormir. Él velaría por su descanso, le
había dicho con cierta diligencia.
–Tal vez –comenzó ahora a solas con Emilio, gana-
do por la curiosidad– me precipité con mi respuesta.
Os pido disculpas; sólo que no es costumbre hablar
del Sumo Inquisidor con alguien que no fuera de la
curia. Contadme Emilio, qué escuchasteis decir al
respecto –concluyó amable, intrigado.
«¡Ah, el muy canalla!» se dijo el Mano Roja. «¿Es-
táis ansioso, eh? Ya os contaré yo lo que deseáis es-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
cuchar» pensó, astuto.
–Pues, he escuchado algo es cierto, pero vuesamer-
cé sabe, que muchas de las cosas que se oyen son
puros cuentos. . . digo, cosas que para el oído poco
entrenado suenan a herejías.
La mirada del anciano se avivó, deseosa ahora de sa-
ber qué diablos se decía en Roma del Sumo Inquisidor
español, e inclusive si se sabía algo de La Hermandad,
la secta que no debía de ninguna manera �otar en el
mar de rumores de la chusma. «Ya os sacaré lo que
sabéis, y veremos si no son solo bravuconadas», se
dijo para sí, mientras sus pensamientos se volcaban
en quién podría estar al acecho.
–Os escucho, Emilio. No reproduciré nuestra char-
la a nadie, con�ad en mí.
–Bueno, ciertamente no se mucho, o por lo me-
nos nada que pueda con�aros así como así; aunque
tal vez, quién sabe. Lo que sí tengo por seguro, en
cambio, es que entre los gentileshombres como yo
se acostumbra, bueno, a cambiar ayuda por ayuda,
pardiez. . .
–¡Vos no sois ningún gentilhombre, ni mucho me-
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
nos un cortesano! No sois más que un bribón, ¿que-
réis más oro de lo acordado? Es eso ¿verdad? Y me
queréis engañar con historias y bufonadas para que
os lo de –el viejo frunció el ceño, molesto–. No ju-
guéis conmigo forajido, os lo advierto.
–¡Que va! ¡Que Emilio Salazar y Tenorio no es un
bellaco! Sólo os digo que tal vez, y si queréis oír lo
que tengo para deciros, más os vale una pequeña
contribución que nada tiene que ver con doblones,
¡voto a tal! Sabéis lo que dice ese otro viejo y conocido
proverbio, que una mano lava la otra. . .
El clérigo pareció meditar unos segundos. Qué era
lo que aquel hombre misterioso ocultaba tan hábil-
mente. ¿Acaso un simple como aquel podría revelarle
algún secreto de importancia al que sacarle prove-
cho? La ansiedad comenzaba a desbordarlo. Por un
momento creyó que solo era el ardid que cualquier
ru�án utilizaría para regocijo de su escarcela, pero lo
desestimó cuando éste negó recibir la paga extra. Si
no se trataba de dinero, entonces de qué, se pregun-
tó. Entonces comenzó a sospechar que el encuentro
hacía dos semanas con aquel viajero de costumbres
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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I
tan galantes no había sido para nada casual.
–Decidme entonces y claramente, Emilio, ¿qué que-
réis a cambio de vuestra información?
–¡Vive Dios! Pensé que nunca lo ibais a preguntar
–soltó Emilio Salazar y Tenorio mientras realizaba
una mueca guasona. Había movido sus �chas con
maestría, y sólo quedaba una cosa por hacer ahora.
Una vez ganada la con�anza de aquel viejo, todo re-
sultaría tal cual lo planeado–. Bien. . . os diré a vuesa-
mercé algo que os interesará, y mucho. ¡Joder! ¡Voto
a Dios por ello!
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