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«La literatura es un lujo; la ficción, una necesidad». Chesterton Y a no recordábamos cuándo había empezado el invierno, pero dábamos por hecho que se alargaría. La carretera llevaba cor- tada al menos un mes y no habíamos recibido visitas en el orfanato desde hacía mucho. Nadie podía llegar hasta nosotros y no- sotros no podíamos llegar hasta nadie. Sin embargo, el Monstruo podía llegar a todas partes. Sustituía al profesor Martínez, que se había marchado tras haber desaprendido su escaso inglés y haberlo sustituido por un lenguaje de gruñidos con el que se comunicaba con nosotros. Si el señor Martínez se había ido a principios de verano, entonces el Monstruo llevaba con nosotros desde, tal vez, finales de agosto. Aunque siempre lo habíamos visto como a alguien extraño, nunca podíamos haber imaginado lo que ocurriría. Al fin y al cabo era un adulto, y los adultos siempre eran extraños y hacían cosas que no alcanzábamos a entender. De cualquier modo, el Monstruo no empezó a dar muestras de su comportamiento hasta la llegada del otoño, cuando, con la caída de la hoja, vino también la caída de Agnes, la cocinera. Hubiese sido lógico pensar que los dos hechos estaban rela- cionados, pero lo que le ocurrió a Agnes no fue algo natural. Sus pies desaparecieron. Así, sin más. Si hubiésemos sido mayores, ha- bríamos entendido la ironía de todo el asunto, pues no nos cansába- mos de escuchar cómo el director del centro le decía una y otra vez a Agnes que siempre tenía la cabeza en las nubes, que debía bajar y pisar tierra firme, pero seguíamos siendo niños y no entendíamos de esas cosas, solo lo que nos decían. - 5 -

Los turistas Capítulo 1

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Primer capítulo de la novela Los turistas, escrita por Rui Díaz e ilustrada por Ana Sender. Edita el Verano del Cohete

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«La literatura es un lujo; la ficción, una necesidad».Chesterton

Ya no recordábamos cuándo había empezado el invierno, pero dábamos por hecho que se alargaría. La carretera llevaba cor-tada al menos un mes y no habíamos recibido visitas en el

orfanato desde hacía mucho. Nadie podía llegar hasta nosotros y no-sotros no podíamos llegar hasta nadie. Sin embargo, el Monstruo podía llegar a todas partes.

Sustituía al profesor Martínez, que se había marchado tras haber desaprendido su escaso inglés y haberlo sustituido por un lenguaje de gruñidos con el que se comunicaba con nosotros.

Si el señor Martínez se había ido a principios de verano, entonces el Monstruo llevaba con nosotros desde, tal vez, finales de agosto.

Aunque siempre lo habíamos visto como a alguien extraño, nunca podíamos haber imaginado lo que ocurriría. Al fin y al cabo era un adulto, y los adultos siempre eran extraños y hacían cosas que no alcanzábamos a entender.

De cualquier modo, el Monstruo no empezó a dar muestras de su comportamiento hasta la llegada del otoño, cuando, con la caída de la hoja, vino también la caída de Agnes, la cocinera.

Hubiese sido lógico pensar que los dos hechos estaban rela-cionados, pero lo que le ocurrió a Agnes no fue algo natural. Sus pies desaparecieron. Así, sin más. Si hubiésemos sido mayores, ha-bríamos entendido la ironía de todo el asunto, pues no nos cansába-mos de escuchar cómo el director del centro le decía una y otra vez a Agnes que siempre tenía la cabeza en las nubes, que debía bajar y pisar tierra firme, pero seguíamos siendo niños y no entendíamos de esas cosas, solo lo que nos decían.

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Después de aquello, nunca volvimos a verla. Al menos no en-tera. Primero fueron sus pies y después se desvaneció por comple-to. No dejaba de ser otoño y muchas otras cosas habrían de caerse antes de llegar la siguiente estación.

Al poco tiempo también desapareció el director del orfanato. El ro-busto señor Tiny se esfumó sin dejar una sola pista. Fue entonces cuando todos nos pusimos nerviosos. Era como si lo hubiesen bo-rrado de la faz de la tierra. O del orfanato, que, al fin y al cabo, era la única tierra que conocíamos. Los pasillos se quedaron mudos y en silencio, como si las reprimendas hubiesen sido la principal motivación para comportarnos como lo que éramos, niños, y correr el riesgo de ser castigados hubiera sido el verdadero incentivo para romper las reglas.

Supongo que sería por esa época también cuando desapareció el señor Crowley, el jardinero, electricista, fontanero, albañil y soñador del orfanato. Al principio no nos alarmó que hubiese desaparecido, porque no pensábamos que lo hubiese hecho. Él solo, sin necesidad de ayuda, ya se tomaba sus descansos por sí mismo. Podíamos pasar días sin verlo y después encontrarlo en una esquina, detrás de una maceta o dentro de un falso techo, rodeado de herramientas y echándose la siesta. Uno de los tutores que tuvimos el año pasado nos había dicho que el señor Crowley padecía la enfermedad del sueño, que por eso podía quedarse dormido en cualquier parte. Creo que ninguno entendíamos qué tenía eso de enfermedad. Supongo que el señor Crowley tampoco lo entendía, porque siempre se despertaba malhumorado y a veces incluso algo violento. Normal. Nos daba tanto miedo que decíamos que lo que tenía era la enfermedad «del despierto». Y es que se le veía tan inocente y feliz mientras dormía…

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Así, casi sin darnos cuenta, nos fuimos quedando poco a poco sin adultos en el orfanato. La temporada de verano había sido buena y se habían producido muchas adopciones, por lo que apenas tam-poco quedábamos niños. Según mis cálculos estábamos allí siete de nosotros, pero no puedo asegurarlo, porque hay muchas cosas que se me han borrado de la memoria. Lo que no olvido ni quiero olvidar es que el Monstruo sí seguía allí. De hecho, sin nadie que sobrepasase la mayoría de edad, aquel profesor o tutor o, simple-mente, adulto sustituto se había hecho con el control total del orfa-nato. Y, muy a nuestro pesar, con el nuestro.

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