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Arte
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LOS UTENSILIOS DEL ARTE EN LA CENA DE LA POLÍTICA
Javier Etchemendi
Introducción
La gestión cultural es una disciplina de reflexión en la acción. O dicho
de otra manera, es una disciplina que precisa de la reflexión para
«pensar» una intervención.
Una asignatura transversal a toda la licenciatura debe perseguir un
objetivo mayor que el de ofrecer un cúmulo de información, que bien
podría consumir sin salir de la comodidad de mi casa. Voy a asumir el
riesgo de pensar que la pauta ofrecida es una oportunidad para
ejercitar nuestras capacidades como creadores y ejercer —lo que en
el fondo todo docente desea— el derecho a la desobediencia debida.
Después de haber laudado sobre la existencia taxativa de algo
parecido a un arte latinoamericano o latinoamericanista observado a
través de esa lente deformada del pos colonialismo, y una vez que
entendimos —Spivak mediante— las estrategias de dominación que
constituyen al sujeto subalterno, podemos empezar a pensar —o
seguir pensando — el arte como un ¿acontecimiento? vital, o acaso
como una acepción más amplia, religiosa y cromosómica de la
cultura.
Mi investigación se traduce en el desarrollo de una reflexión que no
comienza ahora y que sin duda no queda acotada a los límites de este
trabajo.
A partir del lunes 22 de junio voy a empezar a presidir la asociación
de amigos del Museo de las Migraciones y hace pocos días inauguré
allí mismo la curaduría de una muestra de fotografía y audiovisual
que se ocupa de las circunstancias que rodean al inmigrante
afrodescendiente. La magnitud de estos dos vectores, que no son los
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únicos que operan sobre esta realidad, unida a la responsabilidad que
asumiré como actor cultural, dirige esta reflexión que me ocupa
desde hace un tiempo. Sobre todo porque el Museo de las
Migraciones no es un museo con acervo material y menos de
expresiones artísticas, si bien esta muestra en particular ha podido
establecer una intersección entre política y arte, demostrando que los
límites solo existen para ser corridos, y que en un sentido u otro todo
está en construcción.
Marco de reflexión
Me interesa acotar el ámbito de esta reflexión a un área en particular
que está definida por los límites restrictivos de la caja expositiva. Me
gustaría pensar en voz alta acerca del rol que desempeñan el museo
y los expertos como instituciones en la noción —o en la falta de
noción— que tenemos acerca del arte.
Por supuesto que una reflexión de esta naturaleza sobreabundará en
interrogantes más que en certezas, pero aun así creemos que
desplegar ciertas preguntas nos ayudará a discriminar (esa es la
función del lenguaje) los distintos actores que intervienen en la
construcción de una manera de pensar el arte.
¿Puede pensarse el arte?
Esta pregunta podría acompañarse de otra que interrogara acerca de
la naturaleza sagrada del arte mediado por la política, la economía y
por las pulsiones libidinales.
Lo sagrado-antropológico no adolece de «profanación» sino de
actualización, una actualización carente de pasado, eso es el
posmodernismo dirá Levinas. Pero si pensar el arte es, de una manera
gnoseológica, pensar la realidad del mundo, vemos con cierto
desencanto que la realidad no puede escindirse para observarse a sí
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misma. No tiene, no goza, de aquellos atajos o corredores que exhibía
el modelo de la Matrix de los hermanos Wachowski y que Slavoj Zizek
analizara tan brillantemente.
Es cierto que nada puede escapar de la enunciación ni del poder
político del lenguaje, porque ni siquiera este es ajeno a su naturaleza
legislativa. De hecho no es posible pensar esta reflexión fuera del
marco político que establezco y desde el cual estoy siendo producido.
En este sentido me pregunto. ¿Hoy podría pensarse esta película
sin la performance vital que le imprimiera Andy Wachowski
(ahora Lana Wachowski) al exhibir públicamente su
transformación, su auto-creación-epítome de lo performático?
Situándonos sobre otro eje de sentido. ¿Qué impulsa al hotel
Esplendor de Montevideo a exhibir en una de sus vidrieras un
remedo de la compleja obra de Marcel Duchamp «La novia
desnudada por sus solteros o El gran vidrio»?
Podría pensarse esta intervención empresarial como un correlato
entre sofisticación y kitsch o simplemente como un homenaje al
consumo como una forma de súper excitación fenomenológica. En
todo caso el arte o la «fotografía» del arte (nunca mimética) —aunque
más bien debiéramos decir del «acto» artístico— se halla validado
desde hace decadas por los estudios Disney y en nuestro caso por los
murales y mandalas de la familia Vilaró.
Esta suerte de preguntas y pensamientos al parecer un tanto
inconexos bien podrían considerarse una obra en sí misma hacia la
cual podríamos asomarnos, algo así como las instrucciones de una
obra conceptual; unas habitaciones léxicas a las cuales es imposible
ingresar pues el ingreso propicia la desintegración del sentido… hallo
que Louis Burgeois estaría feliz de la apropiación.
pág. 3
Entiendo que no es posible pensar en la producción de sentido
separada de la obra o del «valor» de la obra, es decir, el sentido
produce valor. El sentido es una estrategia a la vez que de
conocimiento, política, militar, en su acepción territorialista,
demarcatoria. El sentido es historicista y tautológico, un pleonasmo.
El sentido no es la obra, nada tiene que ver con ella más que por su
proximidad temporal y/o geográfica. En otro contexto temporal y
geográfico ¿habría sido «Cabrerita» el Basquiat uruguayo?
En el mes de junio de 2011, curiosamente a pocos días de uno de los
actos violentamente más «creadores» de la modernidad, ya opacado
por subsiguientes guerras, se reunían en la galería Saatchi de Londres
un grupo de directores de museos, galeristas, críticos, expertos en
arte e intelectuales, para exponer y discutir acerca del rol de los
museos.
Me refiero específicamente a los debates IQ2 ofrecidos por Ben Lewis i, Cris Dercon ii, Matthew Collings iii y Alain de Botton iv, entre otros
expositores.1
¿Por qué debemos producir y exhibir arte?
Se presiente una distancia insalvable entre el sujeto productor de arte
y el receptor. No existe la posibilidad, no ya conceptual, sino
fenomenológica, de que la experiencia de uno y de otro sea similar ni
que el ejercicio de la producción se recree en la recepción. Tampoco
se puede asumir que este sea el objetivo de la transacción entre
ambos sujetos del arte. Ellos protagonizan distintas experiencias
vitales que se originan en puntos opuestos de la cadena de sentido.
Por otra parte la circunstancia de la mediación, llevada a cabo por
curadores, críticos, expertos y maestros, más allá de una posible
traducción, agrega un nuevo layer de significación. Debe entenderse
1 (Tómese como fuente primaria).
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la mediación como una distancia entre la voluntad del productor y la
vivencia del receptor. Y más allá de que esta distancia llegue de la
mano de cierta alfabetización, por momentos, quizás, necesaria,
también es cierto que no tiene la capacidad de reconstruir el nexo
histórico, entre el artista y su obra, de forma fidedigna.
Para continuar en la misma línea de pensamiento deseo introducir un
cuarto elemento a esta tríada constituida por el productor, la obra y el
receptor. La caja, el exhibidor —iba a decir natural pero en lugar de
eso prefiero decir naturalizado— el espacio contenedor de la obra de
arte: el museo.
El museo no es solamente el edificio, es, antes que nada, la
institución. La casa donde se ponen en juego los discursos y las
transliteraciones que en poco o en nada tiene que ven con la obra
original, con su contexto de producción y mucho menos con su
productor.
El discurso que inicia la obra de arte una vez colocada y exhibida en
el museo es de carácter irruptivo, es decir, es un discurso que
irrumpe, que empieza, que inaugura azarosamente una conversación
no prevista por el autor, tampoco por la institución. Quizás aquello
que le interese a la institución sea el discurso en sí, su naturaleza
jurídica y, precisamente, su capacidad de «empezar» pues si bien el
discurso está, como señala Foucault «en el orden de las leyes»,
también es cierto que «el mismo lugar que le honra es el que le
desarma», porque si consigue algún poder es de nosotros mismos.
(Foucault, 2010)
Cabría preguntarse si después de siglos de «mirar» a partir de la
pedagogía museística, y de asistir a la disolución de las
individualidades, si realmente alguna vez estuvimos en presencia del
arte o si tan solo hemos visto un recorte, el idiolecto de una imagen
total.
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La selección, la reproducción, los catálogos, los libros de fotografía, el
álbum doméstico del viaje configuran, todos, territorios de ultramar
en donde se continúa la prédica de los museos.
Es cierto, también, que de no ser por estos edificios, estas
instituciones, no existiría ese relato que conocemos como “la historia
del arte universal”. Y de igual manera esta ilusión de homogeneidad
es la que sostiene la importancia del museo como agente de cohesión
y productor de sentido dentro de la corriente del discurso del arte.
En este punto añado que la obra de arte —colgada en las paredes de
un museo en compañía de otras obras— ha sido vaciada de todo
posible impulso libidinal que le hubiese podido transferir el artista. En
este mismo sentido los esfuerzos por conferirle visibilidad a una obra
en los términos de una asimilación homogénea, no hacen más que
reforzar los circuitos de invisibilidad.
Ya en 1951 Arnold Hauser —y antes muchos otros— visualizaba los
conflictos que se establecían alrededor del fenómeno de la
“recepción” de la obra de arte. Si bien hacía una diferenciación entre
la mirada del experto, del conocedor y la del observador ingenuo,
pronto descubría que uno ni otro estaban en posición de componer
una recepción total, alineada con la voluntad original del artista.
Parece quedar claro que en algunas obras la noción de “artefacto” se
hace tan evidente que su naturaleza establece un límite ante el cual
se detiene la mirada ingenua. Se justifica de alguna manera cierta
mediación que llegará a través de un experto, de un curador; una
persona que tenga las herramientas para descifrar el código visual
utilizado por el artista.
No obstante Hauser reclama para sí la importancia de la mirada
ingenua como una vía de aproximación genuina a la obra. Ambos
observadores, el experto y el ingenuo, buscan y obtienen significados
que podríamos decir que se hallan opuestos en una misma línea de
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sentido. Mientras el primero entiende la obra de arte como ficción
pura y muestra de talento, el segundo hace de esta un objeto de la
realidad que lo completa en su experiencia vital.
Cabe decir que esta oposición podría ser una de las causas que fue
estableciendo la deriva desde la obra de arte hacia el artista. Es decir,
lo más concreto y real, lo más “artístico”, después de todo, parecería
que empezó a ser el propio artista, su vida, sus intervenciones, sus
actuaciones, su estilo de vida, sus declaraciones.
Cuando analizamos los distintos debates que mencionábamos arriba,
rápidamente percibimos que la problemática actual sigue siendo la
misma. La dicotomía entre artista y obra; entre obra y espectador y la
función mediadora de los expertos frente a una posible traducción.
Pero lo que parece estar sucediendo es una especie de rebelión.
Como bien dice Chris Dercon, los conflictos de intereses han tomado
estado público, han salido del ámbito del museo, y han escapado al
control de los actores. Los medios de comunicación masivos y la
intrusión del consumidor como parte activa de la producción (en su
doble condición de prosumidor) hacen que el escenario del museo,
como lugar donde las distintas fuerzas se hallan en tensión, se
traslade al espacio del discurso público, difícil de ocultar y controlar.
«Conflicto y negociación», dice Dercon y también dice «contexto
semántico», abonando, sin lugar a dudas, la idea de cuán necesaria
es la mediación de los expertos.
Deberíamos poder evadirnos de aquellos instantes de retórica en que
cada exponente mide su fuerza de seducción, su poder como
productor de discurso, y quedarnos con lo sustancial de cada
intervención.
Dercon se defiende, sobre todo de la postura adoptada por Ben Lewis,
acerca de cuánto han fallado los museos en decirnos porqué el arte
importa. Chris Dercon trata, a través del uso retórico del lenguaje, de
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constreñir las objeciones de Lewis bajo el rótulo de «comentarios
sarcásticos», es más, dice: « […] el Museo los llama comentarios
sarcásticos».
Sin duda que es irresistible observar cómo alguien que dirige un
espacio desde el cual se producen y obliteran narraciones, personifica
a la institución de esta manera: «el Museo los llama…».
Nos puede gustar o no la postura de Dercon. Lo que sí queda claro de
su modo de pensar es que la institución Museo está siendo atacada
desde distintos flancos, intencionalmente y pasivamente, es decir, las
circunstancias ontológicas del espectador han cambiado y los medios
tecnológicos le han conferido poder.
La pérdida de control de la institución, lejos de motivar una apertura,
hace que esta ensaye estrategias de cooptación. Parece que Dercon
atribuye a la independencia del consumidor un correlato que
establece como viable y hasta deseable, cierta volatilidad del arte.
Todo cambia —dice— cuando sabemos que esa aparente «mierda» de
caja (en el decir de Ben Lewis a propósito de la obra de Gabriel
Orozco) albergó un par de zapatos Louis Vuitton de 2.000 €.
Estamos de acuerdo con él en que algo cambia. La duda que nos
invade es si ese cambio abona a la idea de obra de arte, o si tan solo
convierte a la caja en un objeto extraño. No obstante Dercon apela a
la caja que contiene a la caja, es decir al museo, como elemento que
todo lo resignifica y como dador de «valor», sumado, claro está, a que
no importa tanto si la caja es una «mierda» (Ben Lewis, dixit), sino de
quién es esa mierda y qué está queriendo significar con su
deposición.
Alain de Botton, por otra parte, parece estar alineado con la postura
de Lewis al reafirmar que los museos han fracasado en su rol de
decirnos para qué sirve el arte. Pero al contrario que Lewis, este
ensaya una solución. Propone tomar como ejemplo a uno de los
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mayores mediadores de la experiencia artística, la religión. Botton
destaca el rol un tanto dictatorial pero educativo de la religión. Y un
propósito que ha triunfado al dar una respuesta acerca de para qué
sirve el arte. Lejos de un «estancamiento y aburrimiento» (falta de
pasión, dirá luego Matthew Collings) la religión ha provisto al arte de
una dirección, de un uso y lo más importante, de una pertinencia
aplicada a un objetivo preciso.
Regresando al punto del despliegue retórico, quizás el más
interesante sea el de Matthew Collings. Este traslada todas las
objeciones acerca de la neutralidad o pasividad de los museos y su
aparente fracaso a la hora de tomar posición, a una especie de
inducción al «coma semántico». Posiciona todo el problema en el
puro discurso y desde allí establece que el discurso más exitoso del
museo es el de no tener ninguno; o dicho de otra manera, la
neutralidad no es tal, en la medida en que es un “valor” a partir de la
intencionalidad. Dice « […] la neutralidad “no es nada”, es un valor,
una postura pedagógica. Lo contrario sería como aplanar las
diferencias implícitas en cada obra»
También dice algo muy revelador cuando postula que existe cierta
autonomía de visionado en la neutralidad pero que esta, además, no
está tan presente en los museos actuales (de arte moderno); donde
se acepta (y esto es lo revelador) « […] una especie de pérdida de
méritos por ocuparse de lo actual, lo vivo, lo vigente»
Si algo destaco como valioso de estas intervenciones es lo mismo que
sostiene Dercon acerca de que se estén dando todo tipo de
discusiones (en el caso de que sea así, efectivamente); pero no
coincido en que el mejor lugar sea el museo, quizá sí, uno de los
actores importantes, pero no el productor en exclusiva de los
discursos. Sí, creo posible que la sociedad —como él sostiene— mire
con expectativa hacia los museos para que se transformen en
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mediadores activos de estas discusiones, partiendo de la dificultad
empírica de que son ellos mismos parte del problema.
Ahora bien, cuando posamos la mirada en el panorama nacional. Y en
ese sentido hemos recurrido a la opinión del Gestor Cultural Manuel
Esmoris, hallamos que si bien la realidad museística, salvo
excepciones, se halla en un estado de pura orfandad, no obstante
parecería que el museo aún es necesario para dar algunas
respuestas, o al menos para dotar de pertinencia a algunas obras.
Desde la gestión cultural podría llegar a pensarse, tal vez,
ligeramente, que el museo ha agotado todo lo que tenía para
proporcionarle al arte. O que las obras de arte deberían acceder a
lugares donde el público no tuviese que exponerse al aura sagrada de
la obra. A propósito Esmoris dice.
En 1942, Joaquín Torres García y sus alumnos llenaron de manera generosa con hermosos murales constructivos el pabellón Martiriné del hospital Saint Bois. De este en la década del 70 se quitaron los del maestro, que se perdieron en el incendio de la exposición de Río. Luego, en el segundo gobierno de Sanguinetti, cuando se armó el superantojo, el Plan Fénix con su Torre de las Comunicaciones, se decidió el retiro del resto y su restauración. ¿Para qué? Para decorar las oficinas del edificio sede de Antel. Sí, para decorar. Los murales quedaron desperdigados entre escritorios y computadoras, donde nadie aprecia nada ni se da cuenta de su valor, porque no están colocados para esa función, ni las personas cuando están ahí se encuentran en disposición de apreciar obras de arte. ¿Se imaginan todos los murales juntos en un lugar al costado del puerto, en un galpón como los del Museo del Carnaval? ¿Se imaginan qué complemento con este? ¿Se imaginan durante la temporada de cruceros? ¿Se imaginan las escuelas y los liceos yendo a los dos durante el año lectivo? (Esmoris. Museos. Fuera de control, fuera de tu sensatez.)
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Antes de terminar, esta, por demás brevísima reflexión me gustaría
regresar a la noción del lenguaje como categoría legislativa y
transitiva.
Es tal el vigor «genital» del lenguaje en relación con las cosas que nombra, que se nos hace casi imposible pensar en él como un sistema discriminador. Sin embargo parecería que la dis-criminación fuese su esencia constitutiva. La potencia legislativa del lenguaje se sustenta, como casi toda la realidad conocida, en un sistema binario que excluye de la enunciación al término que elide.
Decir, nombrar, es, al mismo tiempo, discriminar, separar, territorializar; tomar de la masa amorfa del pensamiento una porción y delimitarla. Es la única manera que conocemos de traducir nuestro pensamiento y de constituirlo en el afuera.
El lenguaje es una súper estructura que al discriminar una palabra de la otra construye un complejo sistema de significados, que si bien a primera vista parecería que se agota en una relación binaria y recíproca, establece una red de implicancias emocionales y cognitivas muy similar a una mitosis celular.
Cuando pronunciamos, por ejemplo, la palabra «Amor» llegan en su auxilio constelaciones discursivas construidas con otras palabras y sentidos. La palabra «Amor» trae consigo lo que tiene de constitutivo, se aparta de todo aquello que no la define, pero necesita de esa especie de antimateria ubicua, que la excluye, la constriñe, la delimita y por esto mismo, la especifica.
El campo discursivo de la semántica, al igual que el de la fisca clásica, se construye en base a opuestos complementarios. Este campo, es decir, aquello que tiene sentido en el lenguaje formal o natural y que afecta la interpretación de las palabras, expresiones o representaciones formales que tienen su correspondencia en el mundo físico o abstracto, precisa de un sistema de tensiones a través del cual se despliegan las distintas estrategias que construyen y dan sentido a la realidad.
Es necesario entender que este sistema de tensiones se sustenta en relaciones meramente formales, equívocas o mágicas.
Si pensamos en los pares antagónicos amor/odio, negro/blanco, sol/luna, placer/dolor, desarrollo y cualquier palabra que podamos oponerle, detectamos que su antagonista no siempre es un vocablo opuesto o antónimo, sino que ambos términos constituyen una realidad de significados complementarios.
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Si bien el lenguaje como sistema establece discriminaciones prácticas y parece constituir relaciones restrictivas, esto no significa que este sistema al parecer simple y taxativo no haya expandido los límites de la imaginación y no nos permita crear realidades complejas a partir de nombrar las unidades simples. El poder del lenguaje es, precisamente, su capacidad «mágica» y jurídica para cristalizar distintas realidades en medio de los discursos.
No es menos cierto que cuando pensamos, decimos o escribimos la palabra «Amor», acuden asociadas otras tantas que no pertenecen estrictamente a esa «familia de palabras» pero que han ido construyendo ese compendio de emociones y representaciones que constituyen casi una galaxia de significados que termina constriñéndose en un solo término. En este sentido cuando meditamos sobre esta palabra no es equívoco pensar en otras tales como celos, corazón, beso, pertenencia, vínculo, compromiso, necesidad o, incluso, la expresión «desayuno en la cama».
No es de extrañar entonces que al intentar delimitar el campo semántico en el cual aparece el término Arte y todas sus variantes, debamos considerar una constelación de términos y sentidos provenientes de campos distintos y en algún punto hasta podríamos pensar opuestos y antagónicos.
A la génesis de este término —más allá de la carga cultural que luego incorpore— acuden la biología, la física, la genética, la política, la historia, la etnografía, la ciencia, la religión, la matemática, la filosofía, la etología y, seguramente, otras tantas disciplinas que este escueto trabajo no intentará agotar.
En este punto interesa introducir el concepto reelaborado por Foucault acerca del carácter de opacidad y parcialidad que detenta el discurso. Es decir, cuando introducimos el «concepto de arte» en el discurso, no podemos soslayar la circunstancia de que todo él configura un complejo sistema que se introduce en la corriente de un discurso a su vez mayor que viene dado; un sistema social de pensamiento e ideas.
[…] Supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros […] El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse. […] Como si el discurso lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la
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sexualidad se desarma y la política de pacifica, fuese más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, alguno de sus más temibles poderes. (Foucault, M. 2010, pp. 14,15).
Las palabras no se hallan, se producen. Nunca nadie halló un número tres tirado en la calle ni tampoco el término arte o la palabra amor. Cualquiera de estos términos, si bien discursos en sí mismos, precisan de un sistema mayor que les confiera el estatus jurídico necesario para ejercer.
Las palabras crean realidad y regulan los sistemas de convivencia entre las personas y entre naciones. Piénsese a su vez en el enunciado que realiza un juez en la ceremonia del matrimonio: «los declaro marido y mujer»; o en Génesis 1:3: «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz.»
Momentos antes de esta declaración esa nueva realidad no existía; podríamos decir que se hallaba latente, en potencia, que era una probabilidad.
Siguiendo esta línea de pensamiento podríamos decir, también, que el momento anterior a la declaración jurídica (de ambos ejemplos) es similar al que describe la paradoja de Schrödingerv, pronunciar las palabras mediadas por la autoridad jurídica configura un acontecimiento mágico de altísima efectividad realizativa. Pues todo enunciado tiene una propiedad perlocucionaria, relativa a lo que hace hacer, una dimensión persuasiva. (García, N. y Tordesilla, M., 2001, p. 126).
Todas estas facultades del lenguaje son posibles porque existe el Discurso como escenario en el cual todos estos «átomos» pueden alcanzar la fisión necesaria para realizar la explosión de sentido. Este sentido es el poder de lenguaje desplegado (desarrollado) en el discurso.
Coincidimos con la idea foucaultiana que caracteriza al sistema jurídico del lenguaje como una construcción política que opera por la negativa, mediante la prohibición, la reglamentación, el control y la tutela del sujeto que se ve inmerso en una estructura política que opera mediada por la contingencia y la retractación.
Es cierto también que el propio carácter binario al que antes hacíamos referencia —y este de ahora operando por la negativa— instituye la posibilidad de que el propio carácter restrictivo del lenguaje inaugure un espacio de resistencia. La restricción proporciona la ocasión para que algo del discurso se re-signifique.
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Toda ley porta el embrión de la resistencia, pues al destacar la prohibición «enseña» la oportunidad para la oposición.
Cuando pretendemos delimitar —territorializar— el campo semántico en donde hacen su aparición los distintos conceptos de «arte», constreñidos en un término que por sí solo prácticamente no significa nada, debemos tener en cuenta este mapa de intertextualidades y tensiones que lejos de apaciguar el discurso lo excitan, al punto de requerir nuevas y sucesivas delimitaciones a la hora de establecer el nuestro.
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i Ben Lewis, estudió Historia e Historia del Arte en Cambridge y Berlín. Cuando tenia veinte años trabajó
para la MTV, DJ-ed e incluso lideró un sello discográfico antes de trabajar en numerosos programas culturales para la BBC y Channel 4. En 2001 estableció su propia productora de documentales y películas, la BLTV.
Consultado en: https://www.filmin.es/director/ben-lewis#bio, junio de 2015
ii Chris Dercon. Director, Tate Modern.Function
Conceive and execute the curatorial programme of collection displays and exhibitions at Tate Modern and to represent the gallery externally and internally.
Consultado en: http://www.tate.org.uk/about/who-we-are/tate-structure-and-staff/tate-modern, junio de 2015.
iii Matthew Collings (born 1955) is a British art critic, writer, broadcaster, and artist. He is married to Emma Biggs, with whom he collaborates on art Works. Consultado en: https://en.wikipedia.org/wiki/Matthew_Collings, junio de 2015.
iv Alain de Botton es un escritor, presentador de televisión y emprendedor suizo Sus libros y programas de televisión discuten diversos temas desde un punto de vista filosófico, acentuando su relevancia en relación con la vida cotidiana.v El experimento del gato de Schrödinger o paradoja de Schrödinger es un experimento imaginario concebido en 1935 por el físico austríaco Erwin Schrödinger para exponer una de las consecuencias menos intuitivas de la mecánica cuántica.
La propuesta
Erwin Schrödinger plantea un sistema que se encuentra formado por una caja cerrada y opaca que contiene un gato en su interior, una botella de gas venenoso y un dispositivo, el cual contiene una partícula radiactiva con una probabilidad del 50% de desintegrarse en un tiempo dado, de manera que si la partícula se desintegra, el veneno se libera y el gato muere.
Al terminar el tiempo establecido, hay una probabilidad del 50% de que el dispositivo se haya activado y el gato esté muerto, y la misma probabilidad de que el dispositivo no se haya activado y el gato esté vivo. Según los principios de la mecánica cuántica, la descripción correcta del sistema en ese momento (su función de onda) será el resultado de la superposición de los estados «vivo» y «muerto» (a su vez descritos por su función de onda). Sin embargo, una vez que se abra la caja para comprobar el estado del gato, éste estará vivo o muerto. Sucede que hay una propiedad que poseen los electrones, de poder estar en dos lugares distintos al mismo tiempo, pudiendo ser detectados por los dos receptores y dándonos a sospechar que el gato está vivo y muerto a la vez, lo que se llama Superposición. Pero cuando abramos la caja y queramos comprobar si el gato sigue vivo o no, perturbaremos este estado y veremos si el gato está vivo, o muerto.