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LOS UTENSILIOS DEL ARTE EN LA CENA DE LA POLÍTICA Javier Etchemendi Introducción La gestión cultural es una disciplina de reflexión en la acción. O dicho de otra manera, es una disciplina que precisa de la reflexión para «pensar» una intervención. Una asignatura transversal a toda la licenciatura debe perseguir un objetivo mayor que el de ofrecer un cúmulo de información, que bien podría consumir sin salir de la comodidad de mi casa. Voy a asumir el riesgo de pensar que la pauta ofrecida es una oportunidad para ejercitar nuestras capacidades como creadores y ejercer —lo que en el fondo todo docente desea— el derecho a la desobediencia debida. Después de haber laudado sobre la existencia taxativa de algo parecido a un arte latinoamericano o latinoamericanista observado a través de esa lente deformada del pos colonialismo, y una vez que entendimos —Spivak mediante— las estrategias de dominación que constituyen al sujeto subalterno, podemos empezar a pensar —o seguir pensando — el arte como un ¿acontecimiento? vital, o acaso como una acepción más amplia, religiosa y cromosómica de la cultura. pág. 1

Los Utensilios Del Arte

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LOS UTENSILIOS DEL ARTE EN LA CENA DE LA POLÍTICA

Javier Etchemendi

Introducción

La gestión cultural es una disciplina de reflexión en la acción. O dicho

de otra manera, es una disciplina que precisa de la reflexión para

«pensar» una intervención.

Una asignatura transversal a toda la licenciatura debe perseguir un

objetivo mayor que el de ofrecer un cúmulo de información, que bien

podría consumir sin salir de la comodidad de mi casa. Voy a asumir el

riesgo de pensar que la pauta ofrecida es una oportunidad para

ejercitar nuestras capacidades como creadores y ejercer —lo que en

el fondo todo docente desea— el derecho a la desobediencia debida.

Después de haber laudado sobre la existencia taxativa de algo

parecido a un arte latinoamericano o latinoamericanista observado a

través de esa lente deformada del pos colonialismo, y una vez que

entendimos —Spivak mediante— las estrategias de dominación que

constituyen al sujeto subalterno, podemos empezar a pensar —o

seguir pensando — el arte como un ¿acontecimiento? vital, o acaso

como una acepción más amplia, religiosa y cromosómica de la

cultura.

Mi investigación se traduce en el desarrollo de una reflexión que no

comienza ahora y que sin duda no queda acotada a los límites de este

trabajo.

A partir del lunes 22 de junio voy a empezar a presidir la asociación

de amigos del Museo de las Migraciones y hace pocos días inauguré

allí mismo la curaduría de una muestra de fotografía y audiovisual

que se ocupa de las circunstancias que rodean al inmigrante

afrodescendiente. La magnitud de estos dos vectores, que no son los

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únicos que operan sobre esta realidad, unida a la responsabilidad que

asumiré como actor cultural, dirige esta reflexión que me ocupa

desde hace un tiempo. Sobre todo porque el Museo de las

Migraciones no es un museo con acervo material y menos de

expresiones artísticas, si bien esta muestra en particular ha podido

establecer una intersección entre política y arte, demostrando que los

límites solo existen para ser corridos, y que en un sentido u otro todo

está en construcción.

Marco de reflexión

Me interesa acotar el ámbito de esta reflexión a un área en particular

que está definida por los límites restrictivos de la caja expositiva. Me

gustaría pensar en voz alta acerca del rol que desempeñan el museo

y los expertos como instituciones en la noción —o en la falta de

noción— que tenemos acerca del arte.

Por supuesto que una reflexión de esta naturaleza sobreabundará en

interrogantes más que en certezas, pero aun así creemos que

desplegar ciertas preguntas nos ayudará a discriminar (esa es la

función del lenguaje) los distintos actores que intervienen en la

construcción de una manera de pensar el arte.

¿Puede pensarse el arte?

Esta pregunta podría acompañarse de otra que interrogara acerca de

la naturaleza sagrada del arte mediado por la política, la economía y

por las pulsiones libidinales.

Lo sagrado-antropológico no adolece de «profanación» sino de

actualización, una actualización carente de pasado, eso es el

posmodernismo dirá Levinas. Pero si pensar el arte es, de una manera

gnoseológica, pensar la realidad del mundo, vemos con cierto

desencanto que la realidad no puede escindirse para observarse a sí

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misma. No tiene, no goza, de aquellos atajos o corredores que exhibía

el modelo de la Matrix de los hermanos Wachowski y que Slavoj Zizek

analizara tan brillantemente.

Es cierto que nada puede escapar de la enunciación ni del poder

político del lenguaje, porque ni siquiera este es ajeno a su naturaleza

legislativa. De hecho no es posible pensar esta reflexión fuera del

marco político que establezco y desde el cual estoy siendo producido.

En este sentido me pregunto. ¿Hoy podría pensarse esta película

sin la performance vital que le imprimiera Andy Wachowski

(ahora Lana Wachowski) al exhibir públicamente su

transformación, su auto-creación-epítome de lo performático?

Situándonos sobre otro eje de sentido. ¿Qué impulsa al hotel

Esplendor de Montevideo a exhibir en una de sus vidrieras un

remedo de la compleja obra de Marcel Duchamp «La novia

desnudada por sus solteros o El gran vidrio»?

Podría pensarse esta intervención empresarial como un correlato

entre sofisticación y kitsch o simplemente como un homenaje al

consumo como una forma de súper excitación fenomenológica. En

todo caso el arte o la «fotografía» del arte (nunca mimética) —aunque

más bien debiéramos decir del «acto» artístico— se halla validado

desde hace decadas por los estudios Disney y en nuestro caso por los

murales y mandalas de la familia Vilaró.

Esta suerte de preguntas y pensamientos al parecer un tanto

inconexos bien podrían considerarse una obra en sí misma hacia la

cual podríamos asomarnos, algo así como las instrucciones de una

obra conceptual; unas habitaciones léxicas a las cuales es imposible

ingresar pues el ingreso propicia la desintegración del sentido… hallo

que Louis Burgeois estaría feliz de la apropiación.

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Entiendo que no es posible pensar en la producción de sentido

separada de la obra o del «valor» de la obra, es decir, el sentido

produce valor. El sentido es una estrategia a la vez que de

conocimiento, política, militar, en su acepción territorialista,

demarcatoria. El sentido es historicista y tautológico, un pleonasmo.

El sentido no es la obra, nada tiene que ver con ella más que por su

proximidad temporal y/o geográfica. En otro contexto temporal y

geográfico ¿habría sido «Cabrerita» el Basquiat uruguayo?

En el mes de junio de 2011, curiosamente a pocos días de uno de los

actos violentamente más «creadores» de la modernidad, ya opacado

por subsiguientes guerras, se reunían en la galería Saatchi de Londres

un grupo de directores de museos, galeristas, críticos, expertos en

arte e intelectuales, para exponer y discutir acerca del rol de los

museos.

Me refiero específicamente a los debates IQ2 ofrecidos por Ben Lewis i, Cris Dercon ii, Matthew Collings iii y Alain de Botton iv, entre otros

expositores.1

¿Por qué debemos producir y exhibir arte?

Se presiente una distancia insalvable entre el sujeto productor de arte

y el receptor. No existe la posibilidad, no ya conceptual, sino

fenomenológica, de que la experiencia de uno y de otro sea similar ni

que el ejercicio de la producción se recree en la recepción. Tampoco

se puede asumir que este sea el objetivo de la transacción entre

ambos sujetos del arte. Ellos protagonizan distintas experiencias

vitales que se originan en puntos opuestos de la cadena de sentido.

Por otra parte la circunstancia de la mediación, llevada a cabo por

curadores, críticos, expertos y maestros, más allá de una posible

traducción, agrega un nuevo layer de significación. Debe entenderse

1 (Tómese como fuente primaria).

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la mediación como una distancia entre la voluntad del productor y la

vivencia del receptor. Y más allá de que esta distancia llegue de la

mano de cierta alfabetización, por momentos, quizás, necesaria,

también es cierto que no tiene la capacidad de reconstruir el nexo

histórico, entre el artista y su obra, de forma fidedigna.

Para continuar en la misma línea de pensamiento deseo introducir un

cuarto elemento a esta tríada constituida por el productor, la obra y el

receptor. La caja, el exhibidor —iba a decir natural pero en lugar de

eso prefiero decir naturalizado— el espacio contenedor de la obra de

arte: el museo.

El museo no es solamente el edificio, es, antes que nada, la

institución. La casa donde se ponen en juego los discursos y las

transliteraciones que en poco o en nada tiene que ven con la obra

original, con su contexto de producción y mucho menos con su

productor.

El discurso que inicia la obra de arte una vez colocada y exhibida en

el museo es de carácter irruptivo, es decir, es un discurso que

irrumpe, que empieza, que inaugura azarosamente una conversación

no prevista por el autor, tampoco por la institución. Quizás aquello

que le interese a la institución sea el discurso en sí, su naturaleza

jurídica y, precisamente, su capacidad de «empezar» pues si bien el

discurso está, como señala Foucault «en el orden de las leyes»,

también es cierto que «el mismo lugar que le honra es el que le

desarma», porque si consigue algún poder es de nosotros mismos.

(Foucault, 2010)

Cabría preguntarse si después de siglos de «mirar» a partir de la

pedagogía museística, y de asistir a la disolución de las

individualidades, si realmente alguna vez estuvimos en presencia del

arte o si tan solo hemos visto un recorte, el idiolecto de una imagen

total.

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La selección, la reproducción, los catálogos, los libros de fotografía, el

álbum doméstico del viaje configuran, todos, territorios de ultramar

en donde se continúa la prédica de los museos.

Es cierto, también, que de no ser por estos edificios, estas

instituciones, no existiría ese relato que conocemos como “la historia

del arte universal”. Y de igual manera esta ilusión de homogeneidad

es la que sostiene la importancia del museo como agente de cohesión

y productor de sentido dentro de la corriente del discurso del arte.

En este punto añado que la obra de arte —colgada en las paredes de

un museo en compañía de otras obras— ha sido vaciada de todo

posible impulso libidinal que le hubiese podido transferir el artista. En

este mismo sentido los esfuerzos por conferirle visibilidad a una obra

en los términos de una asimilación homogénea, no hacen más que

reforzar los circuitos de invisibilidad.

Ya en 1951 Arnold Hauser —y antes muchos otros— visualizaba los

conflictos que se establecían alrededor del fenómeno de la

“recepción” de la obra de arte. Si bien hacía una diferenciación entre

la mirada del experto, del conocedor y la del observador ingenuo,

pronto descubría que uno ni otro estaban en posición de componer

una recepción total, alineada con la voluntad original del artista.

Parece quedar claro que en algunas obras la noción de “artefacto” se

hace tan evidente que su naturaleza establece un límite ante el cual

se detiene la mirada ingenua. Se justifica de alguna manera cierta

mediación que llegará a través de un experto, de un curador; una

persona que tenga las herramientas para descifrar el código visual

utilizado por el artista.

No obstante Hauser reclama para sí la importancia de la mirada

ingenua como una vía de aproximación genuina a la obra. Ambos

observadores, el experto y el ingenuo, buscan y obtienen significados

que podríamos decir que se hallan opuestos en una misma línea de

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sentido. Mientras el primero entiende la obra de arte como ficción

pura y muestra de talento, el segundo hace de esta un objeto de la

realidad que lo completa en su experiencia vital.

Cabe decir que esta oposición podría ser una de las causas que fue

estableciendo la deriva desde la obra de arte hacia el artista. Es decir,

lo más concreto y real, lo más “artístico”, después de todo, parecería

que empezó a ser el propio artista, su vida, sus intervenciones, sus

actuaciones, su estilo de vida, sus declaraciones.

Cuando analizamos los distintos debates que mencionábamos arriba,

rápidamente percibimos que la problemática actual sigue siendo la

misma. La dicotomía entre artista y obra; entre obra y espectador y la

función mediadora de los expertos frente a una posible traducción.

Pero lo que parece estar sucediendo es una especie de rebelión.

Como bien dice Chris Dercon, los conflictos de intereses han tomado

estado público, han salido del ámbito del museo, y han escapado al

control de los actores. Los medios de comunicación masivos y la

intrusión del consumidor como parte activa de la producción (en su

doble condición de prosumidor) hacen que el escenario del museo,

como lugar donde las distintas fuerzas se hallan en tensión, se

traslade al espacio del discurso público, difícil de ocultar y controlar.

«Conflicto y negociación», dice Dercon y también dice «contexto

semántico», abonando, sin lugar a dudas, la idea de cuán necesaria

es la mediación de los expertos.

Deberíamos poder evadirnos de aquellos instantes de retórica en que

cada exponente mide su fuerza de seducción, su poder como

productor de discurso, y quedarnos con lo sustancial de cada

intervención.

Dercon se defiende, sobre todo de la postura adoptada por Ben Lewis,

acerca de cuánto han fallado los museos en decirnos porqué el arte

importa. Chris Dercon trata, a través del uso retórico del lenguaje, de

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constreñir las objeciones de Lewis bajo el rótulo de «comentarios

sarcásticos», es más, dice: « […] el Museo los llama comentarios

sarcásticos».

Sin duda que es irresistible observar cómo alguien que dirige un

espacio desde el cual se producen y obliteran narraciones, personifica

a la institución de esta manera: «el Museo los llama…».

Nos puede gustar o no la postura de Dercon. Lo que sí queda claro de

su modo de pensar es que la institución Museo está siendo atacada

desde distintos flancos, intencionalmente y pasivamente, es decir, las

circunstancias ontológicas del espectador han cambiado y los medios

tecnológicos le han conferido poder.

La pérdida de control de la institución, lejos de motivar una apertura,

hace que esta ensaye estrategias de cooptación. Parece que Dercon

atribuye a la independencia del consumidor un correlato que

establece como viable y hasta deseable, cierta volatilidad del arte.

Todo cambia —dice— cuando sabemos que esa aparente «mierda» de

caja (en el decir de Ben Lewis a propósito de la obra de Gabriel

Orozco) albergó un par de zapatos Louis Vuitton de 2.000 €.

Estamos de acuerdo con él en que algo cambia. La duda que nos

invade es si ese cambio abona a la idea de obra de arte, o si tan solo

convierte a la caja en un objeto extraño. No obstante Dercon apela a

la caja que contiene a la caja, es decir al museo, como elemento que

todo lo resignifica y como dador de «valor», sumado, claro está, a que

no importa tanto si la caja es una «mierda» (Ben Lewis, dixit), sino de

quién es esa mierda y qué está queriendo significar con su

deposición.

Alain de Botton, por otra parte, parece estar alineado con la postura

de Lewis al reafirmar que los museos han fracasado en su rol de

decirnos para qué sirve el arte. Pero al contrario que Lewis, este

ensaya una solución. Propone tomar como ejemplo a uno de los

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mayores mediadores de la experiencia artística, la religión. Botton

destaca el rol un tanto dictatorial pero educativo de la religión. Y un

propósito que ha triunfado al dar una respuesta acerca de para qué

sirve el arte. Lejos de un «estancamiento y aburrimiento» (falta de

pasión, dirá luego Matthew Collings) la religión ha provisto al arte de

una dirección, de un uso y lo más importante, de una pertinencia

aplicada a un objetivo preciso.

Regresando al punto del despliegue retórico, quizás el más

interesante sea el de Matthew Collings. Este traslada todas las

objeciones acerca de la neutralidad o pasividad de los museos y su

aparente fracaso a la hora de tomar posición, a una especie de

inducción al «coma semántico». Posiciona todo el problema en el

puro discurso y desde allí establece que el discurso más exitoso del

museo es el de no tener ninguno; o dicho de otra manera, la

neutralidad no es tal, en la medida en que es un “valor” a partir de la

intencionalidad. Dice « […] la neutralidad “no es nada”, es un valor,

una postura pedagógica. Lo contrario sería como aplanar las

diferencias implícitas en cada obra»

También dice algo muy revelador cuando postula que existe cierta

autonomía de visionado en la neutralidad pero que esta, además, no

está tan presente en los museos actuales (de arte moderno); donde

se acepta (y esto es lo revelador) « […] una especie de pérdida de

méritos por ocuparse de lo actual, lo vivo, lo vigente»

Si algo destaco como valioso de estas intervenciones es lo mismo que

sostiene Dercon acerca de que se estén dando todo tipo de

discusiones (en el caso de que sea así, efectivamente); pero no

coincido en que el mejor lugar sea el museo, quizá sí, uno de los

actores importantes, pero no el productor en exclusiva de los

discursos. Sí, creo posible que la sociedad —como él sostiene— mire

con expectativa hacia los museos para que se transformen en

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mediadores activos de estas discusiones, partiendo de la dificultad

empírica de que son ellos mismos parte del problema.

Ahora bien, cuando posamos la mirada en el panorama nacional. Y en

ese sentido hemos recurrido a la opinión del Gestor Cultural Manuel

Esmoris, hallamos que si bien la realidad museística, salvo

excepciones, se halla en un estado de pura orfandad, no obstante

parecería que el museo aún es necesario para dar algunas

respuestas, o al menos para dotar de pertinencia a algunas obras.

Desde la gestión cultural podría llegar a pensarse, tal vez,

ligeramente, que el museo ha agotado todo lo que tenía para

proporcionarle al arte. O que las obras de arte deberían acceder a

lugares donde el público no tuviese que exponerse al aura sagrada de

la obra. A propósito Esmoris dice.

En 1942, Joaquín Torres García y sus alumnos llenaron de manera generosa con hermosos murales constructivos el pabellón Martiriné del hospital Saint Bois. De este en la década del 70 se quitaron los del maestro, que se perdieron en el incendio de la exposición de Río. Luego, en el segundo gobierno de Sanguinetti, cuando se armó el superantojo, el Plan Fénix con su Torre de las Comunicaciones, se decidió el retiro del resto y su restauración. ¿Para qué? Para decorar las oficinas del edificio sede de Antel. Sí, para decorar. Los murales quedaron desperdigados entre escritorios y computadoras, donde nadie aprecia nada ni se da cuenta de su valor, porque no están colocados para esa función, ni las personas cuando están ahí se encuentran en disposición de apreciar obras de arte. ¿Se imaginan todos los murales juntos en un lugar al costado del puerto, en un galpón como los del Museo del Carnaval? ¿Se imaginan qué complemento con este? ¿Se imaginan durante la temporada de cruceros? ¿Se imaginan las escuelas y los liceos yendo a los dos durante el año lectivo? (Esmoris. Museos. Fuera de control, fuera de tu sensatez.)

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Antes de terminar, esta, por demás brevísima reflexión me gustaría

regresar a la noción del lenguaje como categoría legislativa y

transitiva.

Es tal el vigor «genital» del lenguaje en relación con las cosas que nombra, que se nos hace casi imposible pensar en él como un sistema discriminador. Sin embargo parecería que la dis-criminación fuese su esencia constitutiva. La potencia legislativa del lenguaje se sustenta, como casi toda la realidad conocida, en un sistema binario que excluye de la enunciación al término que elide.

Decir, nombrar, es, al mismo tiempo, discriminar, separar, territorializar; tomar de la masa amorfa del pensamiento una porción y delimitarla. Es la única manera que conocemos de traducir nuestro pensamiento y de constituirlo en el afuera.

El lenguaje es una súper estructura que al discriminar una palabra de la otra construye un complejo sistema de significados, que si bien a primera vista parecería que se agota en una relación binaria y recíproca, establece una red de implicancias emocionales y cognitivas muy similar a una mitosis celular.

Cuando pronunciamos, por ejemplo, la palabra «Amor» llegan en su auxilio constelaciones discursivas construidas con otras palabras y sentidos. La palabra «Amor» trae consigo lo que tiene de constitutivo, se aparta de todo aquello que no la define, pero necesita de esa especie de antimateria ubicua, que la excluye, la constriñe, la delimita y por esto mismo, la especifica.

El campo discursivo de la semántica, al igual que el de la fisca clásica, se construye en base a opuestos complementarios. Este campo, es decir, aquello que tiene sentido en el lenguaje formal o natural y que afecta la interpretación de las palabras, expresiones o representaciones formales que tienen su correspondencia en el mundo físico o abstracto, precisa de un sistema de tensiones a través del cual se despliegan las distintas estrategias que construyen y dan sentido a la realidad.

Es necesario entender que este sistema de tensiones se sustenta en relaciones meramente formales, equívocas o mágicas.

Si pensamos en los pares antagónicos amor/odio, negro/blanco, sol/luna, placer/dolor, desarrollo y cualquier palabra que podamos oponerle, detectamos que su antagonista no siempre es un vocablo opuesto o antónimo, sino que ambos términos constituyen una realidad de significados complementarios.

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Si bien el lenguaje como sistema establece discriminaciones prácticas y parece constituir relaciones restrictivas, esto no significa que este sistema al parecer simple y taxativo no haya expandido los límites de la imaginación y no nos permita crear realidades complejas a partir de nombrar las unidades simples. El poder del lenguaje es, precisamente, su capacidad «mágica» y jurídica para cristalizar distintas realidades en medio de los discursos.

No es menos cierto que cuando pensamos, decimos o escribimos la palabra «Amor», acuden asociadas otras tantas que no pertenecen estrictamente a esa «familia de palabras» pero que han ido construyendo ese compendio de emociones y representaciones que constituyen casi una galaxia de significados que termina constriñéndose en un solo término. En este sentido cuando meditamos sobre esta palabra no es equívoco pensar en otras tales como celos, corazón, beso, pertenencia, vínculo, compromiso, necesidad o, incluso, la expresión «desayuno en la cama».

No es de extrañar entonces que al intentar delimitar el campo semántico en el cual aparece el término Arte y todas sus variantes, debamos considerar una constelación de términos y sentidos provenientes de campos distintos y en algún punto hasta podríamos pensar opuestos y antagónicos.

A la génesis de este término —más allá de la carga cultural que luego incorpore— acuden la biología, la física, la genética, la política, la historia, la etnografía, la ciencia, la religión, la matemática, la filosofía, la etología y, seguramente, otras tantas disciplinas que este escueto trabajo no intentará agotar.

En este punto interesa introducir el concepto reelaborado por Foucault acerca del carácter de opacidad y parcialidad que detenta el discurso. Es decir, cuando introducimos el «concepto de arte» en el discurso, no podemos soslayar la circunstancia de que todo él configura un complejo sistema que se introduce en la corriente de un discurso a su vez mayor que viene dado; un sistema social de pensamiento e ideas.

[…] Supongo que en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar sus poderes y peligros […] El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse. […] Como si el discurso lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la

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sexualidad se desarma y la política de pacifica, fuese más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, alguno de sus más temibles poderes. (Foucault, M. 2010, pp. 14,15).

Las palabras no se hallan, se producen. Nunca nadie halló un número tres tirado en la calle ni tampoco el término arte o la palabra amor. Cualquiera de estos términos, si bien discursos en sí mismos, precisan de un sistema mayor que les confiera el estatus jurídico necesario para ejercer.

Las palabras crean realidad y regulan los sistemas de convivencia entre las personas y entre naciones. Piénsese a su vez en el enunciado que realiza un juez en la ceremonia del matrimonio: «los declaro marido y mujer»; o en Génesis 1:3: «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz.»

Momentos antes de esta declaración esa nueva realidad no existía; podríamos decir que se hallaba latente, en potencia, que era una probabilidad.

Siguiendo esta línea de pensamiento podríamos decir, también, que el momento anterior a la declaración jurídica (de ambos ejemplos) es similar al que describe la paradoja de Schrödingerv, pronunciar las palabras mediadas por la autoridad jurídica configura un acontecimiento mágico de altísima efectividad realizativa. Pues todo enunciado tiene una propiedad perlocucionaria, relativa a lo que hace hacer, una dimensión persuasiva. (García, N. y Tordesilla, M., 2001, p. 126).

Todas estas facultades del lenguaje son posibles porque existe el Discurso como escenario en el cual todos estos «átomos» pueden alcanzar la fisión necesaria para realizar la explosión de sentido. Este sentido es el poder de lenguaje desplegado (desarrollado) en el discurso.

Coincidimos con la idea foucaultiana que caracteriza al sistema jurídico del lenguaje como una construcción política que opera por la negativa, mediante la prohibición, la reglamentación, el control y la tutela del sujeto que se ve inmerso en una estructura política que opera mediada por la contingencia y la retractación.

Es cierto también que el propio carácter binario al que antes hacíamos referencia —y este de ahora operando por la negativa— instituye la posibilidad de que el propio carácter restrictivo del lenguaje inaugure un espacio de resistencia. La restricción proporciona la ocasión para que algo del discurso se re-signifique.

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Toda ley porta el embrión de la resistencia, pues al destacar la prohibición «enseña» la oportunidad para la oposición.

Cuando pretendemos delimitar —territorializar— el campo semántico en donde hacen su aparición los distintos conceptos de «arte», constreñidos en un término que por sí solo prácticamente no significa nada, debemos tener en cuenta este mapa de intertextualidades y tensiones que lejos de apaciguar el discurso lo excitan, al punto de requerir nuevas y sucesivas delimitaciones a la hora de establecer el nuestro.

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i Ben Lewis, estudió Historia e Historia del Arte en Cambridge y Berlín. Cuando tenia veinte años trabajó

para la MTV, DJ-ed e incluso lideró un sello discográfico antes de trabajar en numerosos programas culturales para la BBC y Channel 4. En 2001 estableció su propia productora de documentales y películas, la BLTV.

Consultado en: https://www.filmin.es/director/ben-lewis#bio, junio de 2015

ii Chris Dercon. Director, Tate Modern.Function

Conceive and execute the curatorial programme of collection displays and exhibitions at Tate Modern and to represent the gallery externally and internally.

Consultado en: http://www.tate.org.uk/about/who-we-are/tate-structure-and-staff/tate-modern, junio de 2015.

iii Matthew Collings (born 1955) is a British art critic, writer, broadcaster, and artist. He is married to Emma Biggs, with whom he collaborates on art Works. Consultado en: https://en.wikipedia.org/wiki/Matthew_Collings, junio de 2015.

iv Alain de Botton es un escritor, presentador de televisión y emprendedor suizo Sus libros y programas de televisión discuten diversos temas desde un punto de vista filosófico, acentuando su relevancia en relación con la vida cotidiana.v El experimento del gato de Schrödinger o paradoja de Schrödinger es un experimento imaginario concebido en 1935 por el físico austríaco Erwin Schrödinger para exponer una de las consecuencias menos intuitivas de la mecánica cuántica.

La propuesta

Erwin Schrödinger plantea un sistema que se encuentra formado por una caja cerrada y opaca que contiene un gato en su interior, una botella de gas venenoso y un dispositivo, el cual contiene una partícula radiactiva con una probabilidad del 50% de desintegrarse en un tiempo dado, de manera que si la partícula se desintegra, el veneno se libera y el gato muere.

Al terminar el tiempo establecido, hay una probabilidad del 50% de que el dispositivo se haya activado y el gato esté muerto, y la misma probabilidad de que el dispositivo no se haya activado y el gato esté vivo. Según los principios de la mecánica cuántica, la descripción correcta del sistema en ese momento (su función de onda) será el resultado de la superposición de los estados «vivo» y «muerto» (a su vez descritos por su función de onda). Sin embargo, una vez que se abra la caja para comprobar el estado del gato, éste estará vivo o muerto. Sucede que hay una propiedad que poseen los electrones, de poder estar en dos lugares distintos al mismo tiempo, pudiendo ser detectados por los dos receptores y dándonos a sospechar que el gato está vivo y muerto a la vez, lo que se llama Superposición. Pero cuando abramos la caja y queramos comprobar si el gato sigue vivo o no, perturbaremos este estado y veremos si el gato está vivo, o muerto.