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Luciérnagas en fuga Lovey Argüello

Luciernagas en fuga

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Page 1: Luciernagas en fuga

Luciérnagas en fuga

Lovey Argüello

Page 2: Luciernagas en fuga

INTRODUCCIÓN

Las brumosas fronteras que deberé cruzar no serán un obstáculo en mi

recorrido. Cuando el crepúsculo me arrope, sé que llegaré ahí donde la

oscuridad me susurre que pliegue las alas. Entonces, sumisa al llamado de

la naturaleza, me detendré a meditar. Ante mi mirada surgirán las

imágenes que me han conmovido en los días de verano: la mariposa azul

en su último aleteo, los pétalos de la amapola antes de perderse en el

viento, la gota de miel que endulzó al colibrí. A ellos les diría que el vuelo

a ras de césped es muy gratificante, ya que los pulsos de la tierra se

vuelven también nuestros; que la fragilidad de mi ser se impregna de valor

al observar a los girasoles que, erguidos, desafían los vendavales del

destino; que, por volar bajito, descubro los ojos de agua que están a punto

de nacer. Así, el lente de mi sensibilidad se animaría a compartir las

transparencias enclavadas en el corazón de todo lo que me rodea. Y

bastaría un instante para conectarme con las voces acalladas. Sentiría el

latir de la piedra que llora el abandono no elegido; me uniría al llamado

de las espigas que piden el abono de fértil hermandad; escucharía al

peregrino que, al elevar una reverencia a la tolerancia, conquista el paisaje

de su alma; vería al poeta que se afana en esculpir el barro de su

renovación. De pronto, alzaría los ojos a las alturas y descubriría que hay

tonalidades que se resisten a desaparecer. Impulsada por la beatitud que

me circunda, me afianzaría al vitral del cielo, escalaría los peldaños

añorados y la noche perfumada adormecería mis sentidos.

Asomada así a la brisa azul que me envuelve, pienso en imágenes, y me

pregunto: ¿Qué debo hacer para unificar la miel y la hiel que percibo a

mi alrededor? ¿Será a través de la intermitencia de mi luz? ¿Qué he

conquistado yo? Las carencias me limitan. Voy conmigo misma

recordando las rutas que han marcado mi esencia. Y mi torrente lírico, al

expresar su sentir, sabe que mis pequeñísimas alas de luciérnaga se

caerán, irremediablemente, en un intento por concluir su ciclo. No

obstante, me esforzaré por terminar el itinerario que he trazado de cara a

la esperanza. Sí: ella será mi voz.

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Intento descifrar el

hálito que impulsa

a la renovación de

la tierra.

Me interno en sus

cavernas, navego

en sus océanos,

escalo sus cumbres.

Llevo brújulas y

compases.

El cauce de mis sentidos

se aclara al contemplar

un campo de dalias:

frágiles pétalos que

nunca cesan de

erguirse más allá

del vendaval y

de la aridez de

nuestro desamor.

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Llegué al borde del río.

Mojé mis pies en

un gesto de cercanía.

Buscaba la silueta

de mi destino sobre

la superficie.

De pronto, una pequeña

hoja comenzó a descender

en sutiles espirales.

No necesité más señales.

Me reconocí en su

fragilidad y en su

voluntad de navegar

sin hundirse.

Desde entonces ya

no voy al río.

Voy al bosque y me

interno en su ramaje.

Me impregno de su

fuerza y su ondular

ante la vida.

Soy hoja. Lo sé.

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Está a punto de nacer

la palabra que acrecentará

mi esencia.

Debo guardar silencio y

esperar el estallido

pleno.

¿Qué haré cuando la escuche?

Cantar tu nombre y

abrazar tus sílabas.

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Quebré el cristal del cielo

para apoderarme de sus luceros.

Necesitaba su calor y cercanía.

Esperé la noche más oscura,

rompí el cristal con

mis manos y las ráfagas

de luz incendiaron

mis pupilas.

Quebré el cristal del cielo

para apoderarme de sus luceros.

Y acorté el espacio hacia

la esperanza.

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-5-

Me equivoqué al querer medir

la distancia entre mis ojos

y el primer rayo del alba.

El sinfín de millas

se resuelve sin lentes

de largo alcance.

Me refugié en mi

paisaje más recóndito

y me encontré con

Su luz bendita y

por mí olvidada.

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Cuando la tierra ya no arda

se habrán ausentado los

ángeles.

Y en su último batir de

alas blancas

elevarán el amor que

infundieron en

nuestra alma.

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En el agua del cántaro

se mece el llanto

del niño que tiró dentro

la piedra de sus

quimeras.

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La arcilla está lenta

entre mis manos.

No logro encontrar las

formas anheladas.

Llego hasta el ocaso

con mis dedos rotos

y el alma acorralada.

Al alba, le rociaré

pétalos de rosas y

la fragua se

impulsará sola.

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Me entretengo bajo la lluvia

para que limpie mis mañanas.

La piel la acoge como a una

huésped huraña que hará

corta su visita, pero que

dejará rodar sus mejores perlas

para que no olvide

mi destino de manantial.

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El acantilado deja que resbalen

las añoranzas que se escapan de

las águilas en pleno vuelo.

El mar las recoge, las acaricia,

les impregna su fuerza y

las adormece sobre sus olas.

Y el misterio continúa.

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En el claro de la noche

me desprendo de las

ataduras del día.

Olvido la lluvia, el asfalto,

la puerta por donde no logré entrar.

Me detengo ante tu mirada.

Y la distancia que nos separa

es sólo una pequeña duna en

el desierto de nuestra alma.

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La estela que dejo

cuando me ausento de Ti

no entiende el itinerario

del sol ni el de las estrellas.

Sólo sabe que la miel

se esconde en las flores, y

que la hiel, en el peregrino

que ignora los celajes.

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Cada vez que llora la cantera

me detengo a ver sus lágrimas.

Y me pierdo en su llanto.

Quisiera acariciar sus bordes,

pero temo herirme en

el intento.

En la prudente distancia

que establezco reside el secreto

de su dolor.

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Que no se mueran

tus sueños antes

de haber nacido.

Imprímeles alas blancas

y rutas de girasoles.

Y en noches de tormenta,

rocía luciérnagas en

los surcos y amapolas

en los cañales.

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Si mezclo mi voz

con el rumor de las olas

su intensidad sobrepasa las

añoranzas más íntimas.

Y grito tu nombre que,

poco a poco, se transforma

en espuma.

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Hoy he comprendido que

me encuentro en una tierra

ya habitada.

Cavernas, aldeas, montes,

guardan huellas milenarias

de ásperas heridas.

¿Dónde secaré mis lágrimas?

¿Dónde depositaré mis versos?

Tendré que ocupar

un espacio que otros

abandonaron, limpiar

sus paredes, secar sus pisos y

empezar como si este día

naciera a la luz.

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Se abrieron los lirios

al paso del viento.

Cada frágil pétalo

ofrendó su desnudez

para atraer al

colibrí que engloba

el universo en su

mirada y lo dibuja

con sus alas de seda.

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Hay un pozo que

atrae mi atención.

Cada vez que

me acerco un aura

de paz atrapa

mis sentidos.

No me he asomado

a la superficie todavía.

Espero una noche clara

para encontrar dentro

la estrella que he perdido.

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El rumor del puerto me recibe

como a un ermitaño que ha

perdido su rumbo.

Y entre barcas, redes y gaviotas

encuentro a hombres y mujeres

cubiertos por el salitre.

Entonces mis pasos vuelven al

camino que conduce a la montaña,

en busca de la flor que

alimenta al ruiseñor.

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En los años que ya no veré

continuará alzándose la canción que

atraviesa los claros del bosque.

Mi nombre se quedará prendido

de una rama y no hará la travesía

acostumbrada.

Mas por cada letra que lo conforma

unos pétalos de sencillas amapolas

se soltarán en un reverente

adiós.

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En mi camino hacia ti

tropecé con piedras de

variados tamaños.

En todas encontré cincelada

la palabra soledad.

No me esperes temprano.

Antes debo abrazar su dolor.

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El ritmo de mi trazo

sobre el papel se origina

al calor de las primeras

estrellas.

Su impulso se acrecienta

a medida que se acerca

la aurora.

Son dos nacimientos que

añoran compartir su intensidad.

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Entre la lluvia y mi alma

se ha establecido una distancia

de prudente sigilo.

Las gotas se deslizan por el

perfil del viento,

en rimas solitarias.

E intuyo que así será

por siempre.

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Dentro de la caverna,

el manantial seco nos

sugiere la ruta donde

nadie nos espera y

en donde naufragaron

nuestros sueños.

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El florero vacío

clama por una

rosa blanca

que le devuelva

su razón de ser.

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Escalo el arco iris

al borde de la

añoranza.

Me desprendo de

los lazos que

lastiman.

Soy libre de

elegir el color

de mi esencia.

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He trabajado el

verano a golpe de

arado blanco.

He escrito mil palabras

y canciones bajo

el sol inclemente.

He dibujado arco iris,

estrellas y girasoles.

Y un hogar que acoja

la silueta renovada

de mi alma.

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Un niño ha pintado

el mar con acuarela

plateada.

Y ha colocado luceros

muy cerca del agua.

Sus ojos han captado

los acordes armoniosos

entre olas nocturnas

y constelaciones

del alma.

Un niño ha pintado

el mar con acuarela

plateada.

Y cada pincelada

es un canto

que se alza.

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Me estanqué en el

prólogo de mi destino,

ahí donde la música

carece de armonía,

donde los ríos esconden

guijarros partidos.

Me faltó trazar la línea

del horizonte que anhelo

y seguir su rumbo

sin escalas, en hondo silencio,

con los brazos abiertos

al fluir del viento.

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El ermitaño no quiere

caminar a mi lado.

Va dos pasos atrás, distraído

en su mundo de silencios.

Quisiera hacerlo mi confidente.

Al dejarme sola por la vereda,

intuyo que cada espiga

me la debo apropiar en

un vehemente monólogo.

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El cincel de mi pensamiento

esculpe palabras que

la luz acoge al atardecer.

Vagan al ritmo de

las olas que se cruzan

en el océano, y, henchidas

de emoción, regresan al alba.

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La hoja que soy

ha surcado cielos de

múltiples tañidos.

En su vagar ha compartido

lágrimas y cantos y

se ha enlazado a vientos

de hondas profecías.

Sabe que la tierra

es una estación

que no podrá evitar.

Pero ansía llegar

al maizal con los

bordes quemados

por el sol y por el

vendaval de la

entrega.

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Existo en el girasol

vuelto al cielo.

Me apropio de

su color y de

sus formas.

En el encuentro

con la luz

mis ojos también

buscan la

claridad infinita.

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Al permitir que la luz

se pose sobre mi rostro

penetro en el misterio

más antiguo.

¿De dónde surgirá la aurora?

Nunca lo sabré, mas sé

que su calor prolongará

mi esencia.

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Todo existe sin ti:

ríos, molinos, cielos.

Todo existe sin ti…

excepto la luz.

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Los puentes del vacío

se extienden sobre abismos

infranqueables,

se pierden entre la bruma

del olvido, y se entrelazan

con la nada.

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La ruta del labriego

la conoce el pájaro que

vuela sobre el campo

derramando las notas

de su canto.

Su fiel compañero lo

impulsa a una

oración de tierra fértil y

de sutil armonía.

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Habito en las estancias

que guardan las emociones

del colibrí y de la luciérnaga:

Vuelo y luz henchidos

de ilusión.

Al intuir su entrega

todo mi ser anhela

difundir su candor.

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Cada vez que pierdo

mi canción, un pensamiento

de exilio hace su nido

en mi alma.

No hay respuestas,

ni soluciones:

sólo una sombra

que borra cada nota

de mi pentagrama

más recóndito.

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Amanecí dentro de

una concha, y las perlas

eran mis ojos.

Así ahondé en la

espesura del mar y

en sus misterios.

Cuando quise aferrar

la hondura de su

vaivén,

desperté con un

sabor a sal

en los labios.

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Dentro de mí sobran cielos

cada vez que me

interno en tu mirada.

Regalo algunos a peregrinos

solitarios.

Y el resto los atesoro

para cuando la lluvia

me impida ver

tus ojos.

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Atrapado en el laberinto

de tu alma, me

esfuerzo por avivar

la llama de un

encuentro.

Mas los cauces dispares

corren sin brújula

ni timonel.

El espacio para

la luz se agota,

y con él, mi esperanza.

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Descendió sobre el trigal.

Y, en ese instante,

las espigas se convirtieron

en sutiles bastones de oro.

Tuvo que elegir un

sitio donde culminar

su esencia milenaria.

Una estrella fugaz

menos en el cielo.

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Esperaba el aleteo

de una mariposa

para reafirmar

mi existencia.

Y llegó el viento.

Hoy sé que

mis alas jamás

tendrán un

itinerario fijo

ni la misma flor

endulzará mi canto.

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Sumisa a tu silencio

escucho los latidos

que vagan de tu

alma a la mía.

En el aire se contagian

de los arpegios azules, y

así crezco en un

diálogo silente.

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Contra el muro del

abandono

se estrellan

las alas del ruiseñor,

del ensueño, de la ilusión.

Se rompen, se quiebran,

pero no mueren.

Recogen su plumaje y,

heridas,

buscan el sol.

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Cuando los guerreros

te desafíen con sus armas,

dispárales rosas rojas

desde el cañón

de tu alma.