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Luis González-Carvajal Santabárbara d… · libro de conversaciones publicado cuando era todavía candidato a pre-sidente 2 y repetiría unos meses después en su discurso de bienvenida

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Luis González-Carvajal Santabárbara

PRESENCIA PÚBLICA

DE LOS CRISTIANOS

EN UN ESTADO LAICO

Lección inaugural del curso académico 2009-2010de la Universidad Pontificia Comillas

Pronunciada el 30 de septiembre de 2009

2009

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Con las debidas licencias

© Universidad Pontificia Comillas de Madrid

ISBN: 978-84-8468-263-9Depósito legal: M-33440-2009

Imprime:Gráficas ORMAGe-mail: [email protected]. de la Industria, 8. Nave 28. Teléf. 91 661 78 5828108 ALCOBENDAS (Madrid)

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ÍNDICE

Págs.

INTRODUCCIÓN ................................................................................... 7

1. DE AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS......................................... 8

2. CAMINANDO HACIA LA PAZ RELIGIOSA ....................................... 10

3. ESPAÑA, UN ESTADO LAICO .......................................................... 12

4. FUNDAMENTO ÉTICO DE LA LEGISLACIÓN CIVIL ..................... 15

5. DIFERENCIAS DE NATURALEZA ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO 20

6. LOS CRISTIANOS ANTE UNA LEY INJUSTA ................................... 22

BIBLIOGRAFÍA ...................................................................................... 29

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El 20 de diciembre de 2009 se conmovieron los cimientos de Francia —la patria del laicismo— cuando el Presidente Sarkozy tomó posesión del título de canónigo de honor de la basílica romana de san Juan de Letrán, que conceden los papas a la suprema autoridad del país vecino desde 1593. Mientras los presidentes Coty, Pompidou y Mitterrand rehusaron hacerlo considerando —seguramente con bastante razón— que se trataba de un privilegio anacrónico, Sarkozy no sólo lo aceptó sino que, con ese motivo, pronunció un interesante discurso en el que anunció su propósito de implantar en Francia «una laicidad positiva, es decir, una laicidad que, vigilante siempre por la libertad de pensar, de creer y no creer, no considere que las religiones son un peligro, sino que son un valor» 1. Era algo que había defendido anteriormente en un libro de conversaciones publicado cuando era todavía candidato a pre-sidente 2 y repetiría unos meses después en su discurso de bienvenida a Benedicto XVI cuando visitó Francia3.

Las apasionadas reacciones de uno y otro signo provocadas por las palabras de Sarkozy ponen de manifiesto hasta qué punto las relaciones entre las religiones y los Estados siguen siendo un tema candente, en el sentido literal de la palabra: al rojo vivo.

Como observaba José Casanova, en nuestros días somos «testigos de un proceso de “desprivatización” de la religión en el mundo moderno.

1 NICOLAS SARKOZY, «Discurso en la Sala de la Signatura del Palacio de Letrán, con motivo de su toma de posesión como canónigo honorario de la basílica romana de San Juan de Letrán» (20 de diciembre de 2007), Revista de Fomento Social, 249 (2008), 146.

2 Cf. NICOLAS SARKOZY, La República, las religiones, la esperanza: conversaciones con Thibaud Collin y Philippe Verdin, Gota a gota, Madrid, 2006, pp. 23-24.

3 Cf. «Discurso del presidente de la República Francesa, señor Nicolas Sarkozy, a Benedicto XVI en el palacio del Elíseo de París» (12-9-2008), Ecclesia, 3.434 (4 de octubre de 2008), 1.469.

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(...) Las tradiciones religiosas están rehusando aceptar el rol marginal y privatizado que las teorías de la modernidad y las de la secularización han reservado para ellas» 4. Basta recordar, en efecto, fenómenos ocurridos a lo largo de las tres últimas décadas, como la Revolución Islámica en Irán, la aparición del sindicato Solidarnošc en Polonia, el papel del Catolicismo en la revolución Sandinista y en otros conflictos políticos a lo largo de Amé-rica Latina, la influencia del Dalai Lama sobre la política china en el Tíbet a pesar de vivir en el exilio desde 1959, o el resurgir del fundamentalismo protestante como una fuerza poderosa en la política norteamericana 5.

La cuestión que debemos plantearnos unos y otros es si resulta com-patible, y en qué condiciones, la democracia de carácter laico —que pare-ce una conquista irrenunciable del mundo moderno— con una presencia pública de las religiones —que la mayoría de ellas consideran igualmente irrenunciable—.

Ante la imposibilidad de desarrollar un panorama completo en una reflexión que necesariamente debe ser breve, me centraré en Europa, con una atención especial al caso de España y la religión católica.

1. DE AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS

Empecemos contextualizando el tema. Seguramente si me acompa-ñan ustedes en un sucinto recorrido por la historia acabaremos dando la razón a Quevedo cuando decía: «Ha sido necesario decir lo que fuimos para disculpar lo que somos y encaminar lo que pretendemos ser» 6.

Durante las edades Media y Moderna las relaciones entre la Iglesia y el Estado estuvieron regidas por lo que Arquillière, en un libro clásico, llamó «agustinismo político», aunque él mismo reconoce que sólo algunos pasajes de san Agustín justifican ese nombre 7.

4 JOSÉ CASANOVA, «Dimensiones públicas de la religión en las modernas sociedades occidentales»,Iglesia viva, 178-179 (1995), 396.

5 Puede verse un análisis pormenorizado de cada uno de esos procesos (excepto el del Tíbet) en JOSÉ CASANOVA, Religiones públicas en el mundo moderno, PPC, Madrid, 2000, pp. 101-285.

6 FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS, La fortuna con seso y la hora de todos (Obras completas,tomo I, Aguilar, Madrid, 6.ª ed., 1979, p. 300).

7 Cf. HENRI-XAVIER ARQUILLIÈRE, El agustinismo político. Ensayo sobre la formación de las teorías políticas en la Edad Media, Universidad de Granada-Universitat de València, Granada, 2005, p. 8.

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Al principio, la Iglesia reivindicó una potestad directa sobre el Estado: Considerándose los papas con un poder superior al de cualquier otra auto-ridad, bien fuera civil o religiosa, intervenían continuamente en cuestiones temporales exigiendo obediencia a los príncipes. A partir del siglo XIV se delimitaron un poco más las competencias de unos y otros sosteniendo que, si bien Cristo había entregado al Papa tanto el poder eclesial como el poder civil, sólo ejercía por sí mismo el primero; el segundo lo delegaba en los príncipes. Pero las interferencias no disminuyeron demasiado y ade-más, como los príncipes ejercían su autoridad en nombre del Papa, podían ser depuestos por éste, algo que de hecho ocurrió en varias ocasiones.

Lógicamente, era necesario poner fin a esa situación y Francia fue el primer país en hacerlo. Como es sabido, Francia presumía de ser «la hija primogénita de la Iglesia» porque el rey franco Clodoveo I fue el primer soberano bárbaro que profesó la fe católica (año 496), y con él todo el pueblo. Pues bien, la hija primogénita fue también la primera en emanciparse de su madre. Si los siglos anteriores se caracterizaron por el clericalismo —es decir, una «influencia excesiva del clero en los asun-tos políticos» 8—, ahora se dio el nombre de laicismo (del griego ,laós=pueblo) a la emancipación del «pueblo», constituido en Estado sobe-rano, respecto de las autoridades eclesiásticas que habían regido su vida hasta entonces. Se hizo en dos etapas:

En la primera de ellas, se mantuvo el absolutismo anterior, na-–da más que invertido: con la Iglesia subordinada al Estado. Esta etapa alcanzó su apogeo en 1790 con la promulgación de la Constitución Civil del Clero que reestructuró unilateralmente los límites de las parroquias y diócesis haciéndolos coincidir con las circunscripciones civiles y transformó a los sacerdotes y obispos en «funcionarios públicos eclesiásticos», obligándoles a prestar juramento de fidelidad a las autoridades civiles, y estableciendo que en lo sucesivo fueran elegidos por todos los habitantes de su circunscripción, incluyendo a los no católicos.En la segunda etapa, que comienza con el siglo – XIX, en vez de someter la religión al Estado, Francia optó por expulsarla de la

8 REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario de la Lengua Española, Espasa Calpe, Madrid, 22.ª ed., 2001, p. 385.

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vida pública, admitiendo únicamente que quienes lo desearan mantuvieran la fe en algún lugar privadísimo de sus existencias. En lo relativo a la educación, por ejemplo, el país vecino empezó suprimiendo la enseñanza de la religión en las escuelas públicas, después municipalizó las escuelas católicas y por último prohibió a los religiosos y religiosas enseñar cualquier materia en las escuelas públicas (las únicas que habían quedado). Según un hombre tan poco sospechoso como el redactor jefe de Le Monde diplomati-que, la estrategia del laicismo se orientaba «no sólo a separar la Iglesia del Estado, sino a quebrar la Iglesia católica, a subvertirla desde dentro» 9. Lógicamente, la Iglesia nunca aceptó semejantes abusos de poder.

2. CAMINANDO HACIA LA PAZ RELIGIOSA

Tras la Primera Guerra Mundial, el laicismo francés empezó a limar sus aristas más hirientes. Dos factores contribuyeron a ello: la necesidad de distanciarse de la política anti-religiosa que por aquellos años seguía la Rusia comunista y la unánime valoración positiva que mereció la actitud de la Iglesia durante la guerra: murieron en el frente 1.800 sacerdotes, 1.500 religiosos y 1.300 seminaristas. Con palabras de Sarkozy, «fue sobre todo por el sacrificio en las trincheras de la gran guerra y por el sufrimiento compartido, como los sacerdotes y religiosos franceses desar-maron el anticlericalismo y fue la comprensión común entre ellos la que permitió a Francia y a la Santa Sede superar sus querellas y restablecer sus relaciones» 10.

La Iglesia, efectivamente, una vez concluido el duelo por el poder perdido, revisó sus pretensiones a la baja y reconoció —con palabras de los obispos franceses— «el carácter positivo de la laicidad, no tal y como ésta era en su origen, cuando se presentaba como una ideología belicosa

9 ALAIN GRESH, «En los orígenes de las controversias sobre el laicismo», Le Monde Diplomatique,94 (agosto 2003), p. 18.

10 NICOLAS SARKOZY, «Discurso en la Sala de la Signatura del Palacio de Letrán, con motivo de su toma de posesión como canónigo honorario de la basílica romana de San Juan de Letrán» (20 de diciembre de 2007), Revista de Fomento Social, 249 (2008), 143.

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y anticatólica, sino en la forma que ha asumido después de más de un siglo de evoluciones culturales y políticas» 11.

Hasta este momento hemos venido hablando de «laicismo», pero aca-ba de aparecer un término distinto: «laicidad». Lo empleó por primera vez en 1882 el filósofo y premio Nobel de la Paz Ferdinand Buisson 12,aunque para él tenía el mismo sentido que «laicismo». Sin embargo, hacia 1925 los teólogos y pastoralistas empezaron a distinguir entre ambos términos, reservando «laicismo»/«laicista» para la ideología hostil frente al hecho religioso y «laicidad»/«laico» para la nueva concepción que por aquellos años empezaba a abrirse camino; una concepción que consi-deraba irrenunciable la independencia entre el Estado y la Iglesia, pero valoraba positivamente el hecho religioso y consideraba beneficiosa una colaboración entre ambas instancias.

Fuera del ámbito eclesial, «laicismo» y «laicidad» siguen siendo sinóni-mos, lo cual obliga a añadirles algún adjetivo para distinguir las dos realida-des: laicismo o laicidad «de combate», «excluyente», «indiferente»…, frente a laicismo o laicidad «positiva», «inclusiva», «nueva», «moderna»…

Hoy en Europa sólo Francia conserva todavía el laicismo, si no «de combate», al menos «indiferente» frente al hecho religioso, aunque desde hace varias décadas mantienen en el país vecino un interesante debate sobre la necesidad de construir una «nueva laicidad» 13 y el propio presi-dente Sarkozy hemos visto que manifestó su confianza en la pronta im-plantación de esa «laicidad positiva» 14. En el resto de Europa predomina una relación entre el Estado y las iglesias caracterizada a la vez por la independencia y la colaboración; e incluso quedan todavía algunos Esta-dos confesionales, como Inglaterra (que es anglicana), Grecia (ortodoxa), Noruega, Suecia, Dinamarca, Islandia y Finlandia (luteranas).

11 CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, «La Iglesia en la sociedad actual» (9 de noviembre de 1996), Primera Parte, II, 2, Ecclesia, 2.835-2.836 (5-12 de abril de 2007), 516.

12 Cf. FERDINAND BUISSON, Dictionnaire de pédagogique et d’instruction primaire, Hachette, Paris, 1882, voz «Laïcité».

13 Véase una síntesis bien documentada del debate francés sobre la nueva laicidad en RAFAEL DÍAZ-SALAZAR, España laica, Espasa, Madrid, 2007, pp. 39-55.

14 Ver nota 1. Rafael Díaz-Salazar piensa «que va a ser muy difícil transformar el modelo tradi-cional de laicidad en Francia pues, aunque algunos de sus componentes son una excepción europea, constituye una parte muy importante de la identidad nacional compartida por amplios sectores de di-versas tendencias ideológicas, políticas y religiosas» [RAFAEL DÍAZ-SALAZAR MARTÍN, «La laicidad después de Sarkozy», Revista de Fomento Social, 249 (2008), 99].

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3. ESPAÑA, UN ESTADO LAICO

Desde el Concilio Vaticano II la Iglesia Católica no considera que el Estado confesional constituya un ideal, sino más bien una excepción que, si en algún lugar se mantuviera todavía por razones históricas, debería garantizar la plena libertad religiosa a quienes profesen una religión di-ferente de la oficial 15. Actualmente, el ideal para la Iglesia Católica es el Estado laico, que se distingue tanto del Estado confesional como del Estado laicista.

Se distingue del Estado confesional porque se mantiene neutral frente a las distintas religiones, sin hacer suya ni proteger de modo especial a ninguna de ellas. Pero se distingue también del Estado laicista, porque contempla con benevolencia el hecho religioso y apoya a cada iglesia de modo proporcional a su implantación social.

El apoyo de un Estado laico a las distintas confesiones religiosas —que es la praxis existente en casi todos los países europeos— se justifica por las mismas razones que su apoyo a la cultura o al deporte: porque las comunidades políticas existen para promover el bien común 16, es decir, ese conjunto de condiciones sociales que posibilitan a los ciudadanos de-sarrollar con mayor plenitud y facilidad su propia perfección 17.

El problema, obviamente, está en precisar en qué consiste la perfec-ción humana. En nuestros días no hay consenso sobre el particular. Las minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas, han tomado la palabra y se ha generalizado la convicción de que ya no existe una sola for-ma de humanidad verdadera. Recordemos aquella constatación hecha por Pascal trescientos años atrás: Lo que es verdad a un lado de los Pirineos es error en el lado opuesto 18. Pues bien, hoy no es necesario atravesar los Pirineos; basta entrar en casa del vecino para descubrir un mundo dis-tinto al mío. Por eso la cultura actual resulta muy compleja; casi caótica.

15 CONCILIO VATICANO II, Dignitatis humanae, 6 c (Concilio Vaticano II. Constituciones. Decre-tos. Declaraciones. Legislación postconciliar, 7.ª ed., BAC, Madrid, 1970, p. 791).

16 Cf. JUAN XXIII, Pacem in terris, 54, (Once grandes mensajes, 14.ª ed., BAC, Madrid, 1992, p. 226); CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 74 a y b (Concilio Vaticano II..., p. 378).

17 Cf. JUAN XXIII, Mater et magistra, 65 (Once grandes mensajes, pp. 147-148); Pacem in terris, 58 (ed. cit., p. 227); CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 26 a (ed. cit., p. 295); Dignitatishumanae, 6 a (ed. cit., p. 790).

18 BLAISE PASCAL, Pensamientos, 60 (Obras, Alfaguara, Madrid, 1981, p. 367).

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Es verdad que siempre existieron subculturas (las subculturas vienen a ser para la cultura a la que pertenecen algo parecido a lo que son los dialectos respecto de la lengua), pero en nuestros días muchas de esas subculturas producen más sensación de lenguas distintas que de dialectos.

En lo relativo a nuestro tema, es evidente que no todos los ciudadanos consideran necesario ir al templo o a la mezquita para su perfecciona-miento personal, como tampoco todos consideran necesario ir al teatro, al polideportivo o a los museos. Pero sólo los Estados totalitarios preten-den unificar ideológica, política y moralmente a los ciudadanos decidien-do por ellos lo que deben pensar y a dónde deben ir. Los Estados laicos —precisamente porque lo son— respetan las diferentes opciones de los ciudadanos y las apoyan proporcionalmente a la demanda que tenga cada una de ellas. Ésa es la justificación de la colaboración de un Estado laico con las iglesias.

Sin embargo, el Estado laico, aunque apoye a las distintas confesiones —incluso económicamente, que también es la praxis habitual en Euro-pa—, no se siente autorizado para inmiscuirse en su vida, del mismo modo que tampoco debe inmiscuirse en el funcionamiento interno de los equipos de fútbol o de las compañías de teatro aunque los subvencione, porque, si bien debe promover el bien común, sólo tiene derecho a uti-lizar la coacción legal para garantizar un sector limitado del bien común que, a falta de otro nombre mejor, llamaremos «orden público», constitui-do por tres elementos: la convivencia pacífica, el respeto de los derechos humanos y la moralidad pública 19.

Podríamos decir, en resumen, que las relaciones entre un Estado laico y las iglesias se caracterizan por la independencia y la colaboración. Pues bien, así precisamente son las relaciones establecidas por la Constitución Española de 1978: El artículo 16, tras afirmar que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», añade que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones» 20.

19 CONCILIO VATICANO II, Dignitatis humanae, 7 c (ed. cit., p. 792).20 Constitución Española, art. 16 § 3 (Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1979, p. 25).

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Está redactado con una «calculada ambigüedad», puesto que no precisa a qué tipo de cooperación se obliga el Estado, pero resulta obvio que exige algo más que el mero respeto a la libertad religiosa de los españoles. Como observa el profesor García-Pardo, «un Es-tado puede perfectamente ser respetuoso con la libertad religiosa de los individuos sin establecer relaciones de cooperación» 21. De hecho, el Tribunal Constitucional, ha afirmado hasta en cuatro oca-siones 22 que el art. 16.3, al ordenar a los poderes públicos cooperar con las iglesias, establece una «laicidad positiva» 23. Los teólogos, al distinguir entre laicidad y laicismo, no necesitamos calificar de «po-sitiva» la laicidad.

Todas las constituciones anteriores a la actual oscilaron entre los dos extremos de la confesionalidad y el laicismo, o, para ser más exacto, diré que mantuvieron una línea continuada de confesionalidad, interrumpida solamente por las constituciones laicistas de la Primera y Segunda Repú-blica. Con razón dijo Agustín de Foxá que los españoles «vamos siempre detrás de los curas; con un cirio o con un palo» 24.

Pues bien, ahora, por primera vez en nuestra historia, los españo-les debemos convivir en el marco de un estado laico y esto requiere un aprendizaje, tanto por parte de la Iglesia como por parte de los gobernantes, porque no estábamos acostumbrados. De hecho, han sido frecuentes las tensiones entre ambas partes, sobre todo con motivo de varias iniciativas legislativas. Quizás la manifestación más llamativa de esa tensión se produjo el 18 de julio de 2005, cuando una veintena de obispos, prescindiendo de la tradicional diplomacia eclesiástica, se manifestaron por las calles en favor de la familia tradicional y en contra del «matrimonio» entre personas del mismo sexo, poniendo así de manifiesto el grado de tensión que se había alcanzado.

21 DAVID GARCÍA-PARDO, El sistema de acuerdos con las confesiones minoritarias en España e Italia, Boletín Oficial del Estado, Madrid, 1999, p. 24.

22 Sentencias 46/2001, F.4; 128/2001, F.2 in fine; 154/2002, F.6 y 101/2004, F.3.23 ÁLEX SEGLERS GÓMEZ-QUINTERO, La laicidad y sus matices, Comares, Granada, 2005, pp. 29-

35 («El principio de laicidad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Especial referencia a la “laicidad positiva”»).

24 Cit. en FERNANDO DÍAZ-PLAJA, El español y los siete pecados capitales, 11.ª ed., Alianza, Ma-drid, 1970, p. 57. Otros atribuyen la frase a Unamuno y otros a Pío Baroja.

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4. FUNDAMENTO ÉTICO DE LA LEGISLACIÓN CIVIL

Ramón Mesonero Romanos escribía en 1837: «¡Oh dichosa edad, y siglos dichosos aquellos en que un sexagenario patriarca, sentado en el humilde escaño a la sombra de un olmo, escuchaba las quejas sen-cillamente expresadas de los demandantes, y con arreglo a entrambas, y sin más código que el de la verdad y la sana razón, pronunciaba una palabra de paz y de justicia, y luego los hombres se apresuraban a res-petarla, y dar a cada uno lo que suyo era!» 25. No estoy seguro de que ese tiempo haya existido alguna vez, y —en caso de haber existido—, si sería tan idílico como piensa Mesonero Romanos, pero desde luego en nuestros días pocas cosas hay más difíciles que establecer un mar-co legal que permita convivir en paz dentro de una misma sociedad a grupos de convicciones contrapuestas. Repasemos cuatro intentos de solución diferentes:

ESTADOS CONFESIONALES

LEYES CIVILES

MORAL CRISTIANA

En los Estados confesionales —ya fueran confesionalmente religiosos o confesionalmente ateos— la legislación se ajustaba a la religión o ideo-logía oficial. En la España de Franco, por ejemplo, el segundo principio de la Ley de Principios del Movimiento Nacional, promulgada en 1958, decía: «La Nación española considera como timbre de honor el acata-miento de la Ley de Dios, según la Doctrina de la Santa Iglesia Católica

25 RAMÓN MESONERO ROMANOS, Escenas matritenses, Aguilar, Madrid, 1945, p. 456.

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Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación» 26.

POSITIVISMO JURÍDICO

LEYES CIVILES

Obviamente, ni podemos ni debemos esperar que la moral cristiana inspire la legislación de un Estado laico. Sin embargo, tampoco parece admisible la solución del positivismo jurídico, para el cual las leyes civi-les no necesitan ningún fundamento ético; su validez deriva únicamente de su adecuada promulgación, de acuerdo con la legalidad vigente en cada país. Como dijo Hobbes, «es la autoridad, no la verdad, quien hace la ley» 27. Es verdad que escribiéndolo en latín disimula un poco más —Auctoritas, non veritas, facit legem—, pero de todas formas resulta bastante brutal, porque acaba reduciendo las leyes y la obediencia a las mismas a una mera cuestión de fuerza. Quien dé por buenos los pos-tulados del positivismo jurídico no podría calificar de injusta ningunaley ni ninguna acción estatal, por aberrante que sea. De hecho, Hitler sería un buen ejemplo —ciertamente extremo— de hasta dónde puede llevarnos el positivismo jurídico.

26 JORGE DE ESTEBAN, (ed.), Constituciones españolas y extranjeras, tomo I, Taurus, Madrid, 1977, p. 364.

27 THOMAS HOBBES, Leviatán, Editora Nacional, Madrid, 1979, p. 357.

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DERECHO NATURAL

LEYES CIVILES

DERECHO NATURAL

Una alternativa al positivismo jurídico sería el derecho natural, enten-diendo por tal el conjunto de exigencias éticas cognoscibles sin necesidad de la revelación, porque son exigencias de la naturaleza humana que pueden descubrirse mediante la razón. De hecho, después de la segun-da guerra mundial se produjo cierto resurgimiento del derecho natural porque la humanidad, escarmentada, quiso fundamentar nuevamente el derecho y la política en unos imperativos ético-morales objetivos. Nada menos que un ilustre marxista, Ernst Bloch, vinculó el derecho natural «a la dignidad, a los derechos del hombre» 28.

Esta solución es muy querida por la Iglesia. El Compendio de Doctrina Social de la Iglesia afirma rotundamente que la ley natural «es el fundamento moral indispensable para edificar la comunidad de los hombres y para elaborar la ley civil, que infiere las consecuencias de carácter concreto y contingente a partir de los principios de la ley natural» 29.

Lo malo es que, aun admitiendo que exista un derecho natural —que no todo el mundo lo admite—, existen diversas escuelas de de-recho natural, discrepantes a veces en cuestiones decisivas. La Iglesia Católica, que se considera a sí misma intérprete legítima del derecho

28 ERNST BLOCH, Derecho natural y dignidad humana, Aguilar, Madrid, 1980, p. 209.29 PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA Y PAZ», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 142 (Li-

breria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 2005, p. 76).

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natural 30, afirma, por ejemplo, que el matrimonio heterosexual y monógamo es una exigencia de la naturaleza humana. En cambio, el Partido Feminista considera que, mediante el matrimonio, la sociedad da permiso a los individuos «para ser monógamos y heterosexuales y ninguna de estas dos propiedades son intrínsecas de la naturaleza humana» 31.

Lógicamente, ante esas discrepancias los cristianos no podemos pretender que un Estado laico —recordemos que «Estado laico» equi-vale a «Estado no confesional»— tome como referencia la interpreta-ción del derecho natural hecha por la Iglesia simplemente porque ella está convencida de aportar la única interpretación correcta. Eso sería una especie de neoconfesionalismo: El Estado renunciaría a la neu-tralidad cosmovisional y la Iglesia seguiría controlando la legislación del Estado, aunque ahora no desde la moral cristiana, sino desde el derecho natural.

ÉTICA CIVIL

Ética

civil

Leyes civiles

Ética

marxista Ética

cristiana

Ética XÉtica

liberal

30 Cf. PÍO XI, Mit brennender sorge, 38 (Doctrina pontificia, tomo II, BAC, Madrid, 1958, p. 659); PÍO XII, La solennitá, 5 (Doctrina pontificia, tomo III, 2ª ed., BAC, Madrid, 1964, p. 866); CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 89 a (ed. cit., p. 405), etc.

31 II Jornadas Estatales de la Mujer (Granada, 7-9 de diciembre de 1979), pp. 1-3. El subrayado es mío.

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La cuarta posibilidad es la única solución viable. Parte de aceptar el hecho de que —nos guste o no— en las sociedades modernas existen diferentes códigos éticos, procedentes unos de una religión positiva y otros de una ideología fi losófi ca. Todos ellos coinciden en algunas exi-gencias éticas y discrepan en otras. A ese núcleo compartido sobre el cual existe un consenso tácito Laín Entralgo lo llamó «ética civil», por ser la ética del conjunto de la sociedad civil 32. Adela Cortina propuso llamarlo «ética de mínimos», por contraposición a las «éticas de máxi-mos» (ética cristiana, ética marxista…) defendidas por los distintos gru-pos sociales 33, y, aunque no sea del todo coincidente, guarda similitud con el famoso «consenso entrecruzado de doctrinas religiosas, fi losófi cas y morales» de Rawls 34. Pues bien, esa ética civil, ética de mínimos o como cada cual prefi era llamarla, es la que debe inspirar las leyes en un Estado laico.

Ya dijimos que la Iglesia ha mostrado siempre sus simpatías por el modelo basado en el derecho natural, pero en más de una ocasión ha dado también por bueno este cuarto modelo. Pongamos un ejemplo re-ciente: «No pretendemos que los gobernantes se sometan a los criterios de la moral católica, pero sí al conjunto de los valores morales vigentes en nuestra sociedad, vista con respeto y realismo, como resultado de la contribución de los diversos agentes sociales. Cada sociedad y cada grupo que forma parte de ella tienen derecho a ser dirigidos en la vida pública de acuerdo con un denominador común de la moral socialmente vigente fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo» 35.

32 Ética civil «es aquella que, cualquiera que sean nuestras creencias últimas (una religión positiva, el agnosticismo o el ateísmo) debe obligarnos a colaborar en la perfección de los grupos sociales a los que de tejas abajo pertenezcamos: una entidad profesional, una ciudad, una nación unitaria o, como em-pieza a ser en nuestro caso, una nación de nacionalidades y regiones. Sin un consenso tácito entre los ciudadanos acerca de lo que sea esencialmente esa perfección, la moral civil no parece posible»: PEDRO

LAÍN ENTRALGO, «Moral civil», El País, 6 de septiembre de 1979, p. 9. Anteriormente había publicado «La moral civil», en Gaceta Ilustrada, 1.111 (22 de enero de 1978) p. 23.

33 Cf. ADELA CORTINA, Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid, 1993 (cap. 12); Laética de la sociedad civil, Anaya/Alauda, Madrid, 1994 (cap. 6); Ética civil y religión, PPC, Madrid, 1995 (cap. 3); etc.

34 JOHN RAWLS, El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996, pp. 39-40.35 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, «Orientaciones morales ante la situación actual de España» (23

de noviembre de 2006), 55; Ecclesia 3.338 (2 de diciembre de 2006), 1.804.

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Conviene precisar además que, debido a la diferencia de naturaleza existente entre la moral y el derecho, no todas las exigencias de la ética civil deben convertirse en leyes 36. Hay dos «filtros» que cerrarán el paso a algunas de ellas. Expliquémonos.

5. DIFERENCIAS DE NATURALEZA ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO

El objetivo de la ética es mucho más ambicioso que el del derecho: busca formar personas virtuosas, mientras que el derecho se contenta con lograr buenos ciudadanos, lo cual es mucho más fácil. Oportuna-mente nos explicó Kant que hasta los demonios podrían ser buenos ciudadanos 37.

Esos objetivos distintos implican también medios diferentes. La ética pretende convencer, bien sea mediante los argumentos del profesor o mediante las exhortaciones del predicador, porque sabe que la virtud, si se practica a la fuerza, no es tal. El derecho no renuncia a convencer —y a ello se orienta la exposición de motivos que precede al articulado de las leyes—, pero recurre también a la coacción, que sería algo así como la conciencia de los que no la tienen. Decía Ortega que forman parte del Derecho «los bíceps de los gendarmes o sus sucedáneos» 38.

Esto exige limitar el campo de aplicación del derecho. Sería impensa-ble que cada uno de nosotros, además de un ángel custodio, tuviéramos asignado un gendarme para controlar todo lo que decimos y hacemos a lo largo del día.

Para que una exigencia ética se convierta en exigencia jurídica, es necesario probar, en cada caso particular, que la convivencia social y los derechos de los demás exigen recurrir a esos medios coactivos. La regla sería: Toda la libertad que sea posible, solamente la coacción que

36 Tampoco las de la ética cristiana en un Estado confesional, o las del derecho natural allá donde hubiera consenso sobre él.

37 IMMANUEL KANT, La paz perpetua, Tecnos, Madrid, 1985, p. 38.38 JOSÉ ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas (Obras completas, tomo IV, Revista de Oc-

cidente, 4.ª ed., Madrid, 1957, p. 294).

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sea necesaria. O, con otras palabras, la presunción está a favor de la libertad.

Domingo de Soto, O.P., uno de los grandes teólogos de nuestro siglo de oro, se preguntó en su tratado De la justicia y el derecho, «si la ley humana debe reprimir todos los vicios». Siguiendo muy de cerca a santo Tomás de Aquino, su respuesta fue rotundamente negativa: Las leyes hu-manas no deben prohibir todos los vicios, sino sólo aquellos «vicios, delitos y crímenes que privan a la sociedad de la paz y de la tranquilidad» 39 (es lo que el Concilio, según veíamos más arriba, llamó «orden público»).

Ése es el primer «filtro» que impide a muchas exigencias convertirse en leyes civiles. Vayamos al segundo. «Las leyes humanas —explica el teólogo segoviano— han de acomodarse a la manera de ser de los hombres» porque «se establecen para toda la comunidad; y en la co-munidad son muchos los que carecen de los hábitos de las virtudes». «Así como no se han de imponer las mismas leyes a los niños que a los hombres, (…), así tampoco han de prohibirse bajo amenaza de castigo a toda una comunidad aquellas cosas que por la fragilidad humana no toda la comunidad puede cumplir», no ocurra que los menos virtuosos, «demasiado oprimidos por la estrechez de las leyes, incurran en cosas peores»40.

Este segundo «filtro» explica, por ejemplo, que no sea contradictorio considerar inmoral el divorcio y moral una ley que permita el divorcio 41:La falta de regulación de las separaciones matrimoniales no las evitaría y además dejaría desprotegidos a los más débiles de la familia 42.

39 DOMINGO DE SOTO, De la justicia y del derecho, libro I, cuestión 6.ª, art. 2 (Instituto de Estudios Políticos, tomo I, Madrid, 1967, p. 48. Cf. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, 1-2, q. 91, a. 4 (Suma de Teología, tomo II, BAC, Madrid, 1989, pp. 713-714).

40 DOMINGO DE SOTO, De la justicia y del derecho, libro I, cuestión 6.ª, art. 2 (Instituto de Estudios Políticos, tomo 1, Madrid, 1967, pp. 47-48). Cf. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica, 1-2, q. 96, a. 2 (Suma de Teología, tomo II, BAC, Madrid, 1989, p. 749).

41 Así lo declaró la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe cuando se iba a discutir en España la primera ley de divorcio: El legislador —dijeron los obispos— no está «obligado a elevar a la categoría de norma legal todo lo que es una exigencia ética», pero «el cristiano debe seguir siempre los imperativos de la fe, sea cual fuere la evolución de las leyes del Estado sobre el matrimonio». COMISIÓN

EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE, La estabilidad del matrimonio (7 de mayo de 1977), n. 20 (Do-cumentos de la Conferencia Episcopal Española, 1965-1983, BAC, Madrid, 1984, p. 416).

42 Naturalmente, esto no puede aplicarse a cualquier ley; por ejemplo, no puede aplicarse a una ley abortista, porque matar a un ser humano no es un mal «menor» que cabría tolerar para posibilitar un supuesto bien.

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Aquí el segoviano se anticipa en varios siglos a la famosa distinción de Max Weber entre la «ética de la convicción» y la «ética de la responsa-bilidad» 43. La ética de la convicción (gesinnungsethisch) sigue fielmente los principios dejando los resultados en manos de Dios. Su manifestación más rotunda la encontramos en aquella divisa de Fernando I de Habs-burgo: Fiat iustitia, pereat mundus («hágase la justicia, [aunque] perezca el mundo»). La ética de la responsabilidad (verantwortungsethisch), sin prescindir de los principios, se pregunta también por las consecuencias previsibles de su aplicación aquí y ahora. Explicaba Max Weber que los gobernantes y legisladores no deben guiarse por la ética de la convicción sino por la ética de la responsabilidad, porque cualquiera que haga po-lítica ha de ser consciente de las posibles consecuencias no queridas de su propio obrar. Una acción éticamente irreprochable puede producir resultados negativos: «Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que la política ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya noes cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño políticamente hablando» 44.

6. LOS CRISTIANOS ANTE UNA LEY INJUSTA

Naturalmente, si la legislación de un Estado laico no se fundamenta en la moral cristiana existirá siempre la posibilidad de que se promulguen leyes contrarias a ella. ¿Cómo actuar en tales casos? No es en absoluto una cuestión baladí porque algunas exigencias de la moral cristiana que no han logrado ser asumidas por la ética civil que inspira las leyes son de excepcional importancia. Pensemos, por poner un único ejemplo, en el respeto a la vida intrauterina.

Ante todo, debemos afirmar sin la menor sombra de ambigüedad que ni la Iglesia ni nadie tienen derecho a cuestionar la aplicación de una ley aprobada por el Parlamento mientras no haya sido derogada, porque eso sería disolvente, pero lógicamente los ciudadanos —creyen-

43 MAX WEBER, El político y el científico, Alianza, Madrid, 5.ª ed., 1979, p. 163.44 MAX WEBER, op. cit., p. 168.

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tes o no— que la consideren injusta no deben regular su conducta por esa ley.

Cuando la ley se limita a permitir una acción injusta, basta no aprovechar esa permisividad. En cambio, si la ley exigiera realizar una acción injusta, sería obligatorio practicar la objeción de conciencia. No olvidemos que, tanto la práctica de la objeción de conciencia como la desobediencia civil pertenecen a la más noble tradición ético-política y han hecho posible el reconocimiento de nuevos derechos. Espontá-neamente evocan en nosotros los nombres de Gandhi y Martin Luther King.

En España, el Tribunal Constitucional ha reconocido el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios a la práctica del aborto 45 y antes la propia Constitución había reconocido la objeción de conciencia al servicio militar 46. Pero, con el fin de prevenir una prolifera-ción incontrolada de objeciones de conciencia, el Tribunal Constitucional ha precisado que no existe en el derecho español un reconocimiento de la objeción de conciencia «con carácter general» 47; algo, por otra parte lógico porque si se permitiera a cualquiera objetar cualquier ley desapa-recería el derecho. Por lo tanto, en los demás casos quienes practiquen la objeción de conciencia deben estar dispuestos a sufrir la pena que lleve aparejada su infracción jurídica.

Además de practicar la objeción, es lógico que quienes consideran injusta una ley traten de cambiarla. Sin embargo, son muchos los que no comprenden esto. Es frecuente tildar de intolerante a la Iglesia, por ejemplo, cuando critica las leyes abortistas porque pretendería imponer la moral cristiana a quienes no la comparten, mientras que éstos no pretenden imponer su moral a los demás, puesto que a nadie obligan a abortar. La Iglesia —dicen— debe limitarse a recordar a sus seguidores el código ético que debe regular su conducta, sin pretender imponerlo a los demás mediante la legislación civil.

En mi opinión, se trata de un planteamiento erróneo del problema. El valor que aquí está en juego no es la tolerancia, sino el derecho a la vida. Sería necesario discutir si el feto es ya una persona humana —titular,

45 Sentencia 53/1985, de 11 de abril, FJ 14.46 Constitución Española, art. 30 § 2 (ed. cit., p. 33).47 Sentencia del Tribunal Constitucional 161/1987, de 27 de octubre, FJ3.

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por lo tanto, del derecho a la vida— o no lo es. Porque si lo fuera, la tolerancia en un Estado de Derecho no puede llegar hasta el extremo de tolerar que se conculque un derecho tan fundamental como el derecho a la vida 48.

Desde luego, no todos los casos son tan claros como éste. El lla-mamiento a luchar contra una ley concreta no debería proceder de un líder de opinión, ya sea un cristiano o un «ateo piadoso», como llaman en Italia a los no creyentes que hacen causa común con los cristianos.

Adela Cortina se preguntaba: «¿Cómo distinguir un mandato moral de una apariencia de mandato que brota de intereses no morales?, ¿cómo saber ante una “revelación” interior si soy un “escogido” o un desequilibrado que va a llevar a la desgracia a un buen número de personas con sus alucinaciones únicas?» 49. En mi opinión, la decisión de luchar contra una ley sólo debería tomarse después de un sereno discernimiento comunitario en el que hayan participado reconocidos moralistas.

En cuanto a los medios a emplear, caben dos posibilidades: la Iglesia puede actuar como un grupo de presión exigiendo a las autoridades la modificación de la ley en cuestión o bien concentrar sus esfuerzos en enriquecer la ética civil con los valores que hoy ignora para que poste-riormente sean reconocidos en la legislación.

La expresión «grupo de presión» suscita en casi todo el mundo resonancias negativas, pero explican los politólogos que cualquier grupo organizado, por el hecho de existir, es ya potencialmente un grupo de presión al que los gobernantes tienen más o menos en cuen-ta según sea la fuerza capaz de desplegar. Por otra parte, es verdad que muchos grupos de presión —como la banca o una asociación profesional—defienden intereses particulares, pero hay otros —como Greenpeace o Amnistía Internacional— que defienden intereses ge-nerales y nobles.

Pues bien, quieran o no, las Iglesias son grupos de presión. Es co-nocida la anécdota contada por Winston Churchill: Cuando él y otros

48 Ver nota 42.49 ADELA CORTINA, La justificación ética del derecho como tarea prioritaria de la filosofía polí-

tica. Una discusión desde John Rawls, Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, 2 (1985), 138.

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líderes mundiales dijeron a Stalin en 1945 que a Pío XII no le iba a gus-tar que los comunistas se apoderaran de Polonia, preguntó desdeñosa-mente: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?». La respuesta, obviamente, es «ninguna», porque al centenar escaso de guardias suizos que, vestidos con yelmo y coraza medievales, «protegen» el Estado Vaticano con sus espadas y alabardas, les viene grande el nombre de ejército. Pero la res-puesta del dictador ruso pone de manifiesto una absoluta falta de com-prensión del poder que tiene una autoridad moral. Significativamente, la influencia de un sucesor de Pío XII llamado Juan Pablo II, ejercida en Polonia a través del sindicato Solidarnošc a principios de los años ochenta, fue un factor importante en la caída del régimen comunista implantado por Stalin.

Pero, en mi opinión, si bien la Iglesia no puede renunciar a emitir un juicio público sobre cuestiones políticas «cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas» 50, presionar a los gobernantes para que las leyes se acomoden a ese juicio sin que antes haya cambiado la ética civil que las sustenta sólo puede provocar agre-sividad porque parecerá que quiere imponer al conjunto de la sociedad unos valores que no comparte. Y, cuando digo que sólo puede provocar agresividad quiero decir que no conseguirá nada más, porque los gober-nantes no tendrán en cuentan sus demandas mientras sean minoritarias en la sociedad.

Recordemos aquella afirmación de Alfred Loisy: «La Iglesia querría gobernar mucho, pero educa muy poco» 51. Se adivina en ella la exa-geración propia del resentimiento, pero seguramente contiene una sa-ludable advertencia: Si la Iglesia en otro tiempo mandaba, hoy necesita convencer.

Por eso, en mi opinión, el único camino que, aunque lento, ofrece posibilidades de éxito es el enriquecimiento de la ética civil. Como dijeron los obispos españoles, el patrimonio ético de la sociedad puede perfec-

50 CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 76 e (ed. cit., p. 385).51 ALFRED LOISY, Memoires pour servir a l’histoire religieuse de notre temps, tomo II, Émile

Nourry, Paris, 1931, p. 368.

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cionarse y los católicos deben «colaborar en su enriquecimiento por las vías del diálogo y de la persuasión» 52.

Es importante resaltar lo de «las vías del diálogo y la persuasión», que evocan quizás unas magníficas palabras de Pablo VI en su encí-clica programática: «Las relaciones entre la Iglesia y el mundo pueden revestir muchas formas diversas entre sí. Teóricamente hablando, la Iglesia podría proponerse el reducir al mínimo tales relaciones procu-rando apartarse del trato con la sociedad profana. Igualmente podría proponerse el desarraigar los males que en ésta pueden encontrarse anatematizándolos y promoviendo cruzadas contra ellos. Podría, por el contrario, acercarse a la sociedad profana para intentar obtener influjo preponderante o incluso ejercitar en ella un dominio teocrático. Y así otras muchas maneras. Parécenos, sin embargo, que la relación de la Iglesia con el mundo, sin excluir otras formas legítimas, puede configu-rarse mejor como un diálogo» 53.

Esto exige de nosotros dos cosas:

En primer lugar, aunque los creyentes tenemos derecho a emplear –en ese diálogo los mismos argumentos bíblicos y teológicos que em-pleamos en el interior de la Iglesia, si queremos que nos entiendan los de fuera debemos hacer un esfuerzo por aprender su «lengua» y traducirles nuestras convicciones argumentando con criterios racio-nales y culturales comprensibles y razonables para todos 54.En segundo lugar, el diálogo se caracteriza por un clima de re-–ciprocidad, lo cual significa que todos los interlocutores deben situarse al mismo nivel. Todos están llamados a dar y a recibir, a aprender y a enseñar. El diálogo no se desarrolla en torno a la cátedra, sino en torno a una mesa redonda.

Habermas —que, como es sabido, no es creyente— sostiene que las éticas religiosas «también pueden decir algo al que no tiene oído para lo

52 COMISIÓN PERMANENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los católicos en la vida pública(22 de abril de 1986), n. 68 (Documentos de la Conferencia Episcopal Española, 1983-2000, tomo I, BAC, Madrid, 2003, p. 407).

53 PABLO VI, Ecclesiam suam, 72 (Once grandes mensajes, p. 300).54 RAFAEL DÍAZ-SALAZAR, Democracia laica y religión pública, Taurus, Madrid, 2007, pp. 32-45.

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religioso» 55. Los creyentes necesitamos responder con idéntica actitud. Es sabido que el cardenal Martini instituyó en Milán «la cátedra de los no creyentes a fin de escuchar qué aportan ellos a la salvación del mundo y qué tienen que decir a los hombres» 56.

Las dos formas de luchar contra una ley injusta que hemos mencio-nado piden estrategias diferentes. Si se tratara de actuar como grupo de presión, sería preferible dejar que los obispos hablen en nombre de todos porque la voz única tiene indudables ventajas. Pero si se trata de enrique-cer la ética civil —como hemos defendido aquí—, es preferible que todos los cristianos participemos en el diálogo —cada uno desde su situación personal: científicos, pensadores, artistas, profesionales de los medios de comunicación social, etc.—; aunque la voz no resulte tan monocorde e incluso alguno desafine.

Sin duda, una Universidad católica como la nuestra tiene una im-portancia de primer orden en la tarea de enriquecer la ética civil, tanto por su influencia directa sobre la opinión pública como por la influencia indirecta a través de sus alumnos. Como dijo Pío XII, «la dirección de la sociedad de mañana está puesta sobre todo en la mente y en el corazón de los universitarios de hoy»57.

Esto exige de nosotros crear en el campus un microclima de diálogo respetuoso puesto que «la Universidad —con palabras de D. José Deli-cado Baeza, Arzobispo emérito de Valladolid— es un espejo en el que se refleja toda la sociedad y, en ocasiones, una olla en la que hierven sus problemas» 58.

55 JÜRGEN HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana: ¿Hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona, 2002, p. 145.

56 CARLO M. MARTINI y GEORG SPORSCHILL, Coloquios nocturnos en Jerusalén, San Pablo, 2.ª ed., Madrid, 2008, p. 161.

57 PÍO XII, Alocución al Senado Académico y a los alumnos de la Universidad de Roma del 15 de junio de 1952 (Discorsi e radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, vol. XIV, Tipografia Poliglotta Vaticana, Milano, 1953, p. 208).

58 JOSÉ DELICADO BAEZA, Cristianos en la Universidad, EDICE, Madrid, 1988, p. 5.

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