Luis Miguel Rivas - Huid de La Primera Mirada (Cuento)

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    Huid de la primera mirada Luis Miguel Rivas

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    LUIS MIGUEL RIVAS (1969). Nació en Carta-go, Valle. Comunicador social de la Universidad

    Pontificia Bolivariana. Guionista publicitario,director de programas para Teleantioquia. Hapublicado textos y cuentos en diversas revistasculturales.

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    Escuchad hombres y mujeres ingenuos detodo el mundo. Vengo a advertiros de cosas

    que a lo mejor ya habéis vivido sin percata-ros. Vengo a preveniros, vengo a ayudaros:¡huid de la primera mirada! Estad atentos,sed perspicaces cuando un hombre o una mu-jer os mire, aprended a reconocer en el fulgor

    de unos ojos que se encuentran con los vues-tros las sutiles partículas que pueden perderosdefinitivamente. En esas imperceptibles partí-culas está sintetizado el germen explosivo delamor. Si lo reconocéis podéis huir a tiempo.Si llegáis a ser conscientes de ello podréis es-

    coger, definir el rumbo de vuestra historia. Sino lo hacéis, si sucumbís, no os quedará máscamino que renunciar a las riendas de vuestrapropia vida. Entonces ateneos: sufrid y gozadal caprichoso vaivén de los sentimientos in-gobernables. Si no lo hacéis probablemente osocurra algo parecido a lo que os voy a contar.

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    Soy Benjamín Correa, vecino del BarrioMesa, ubicado en la llamada ciudad señorial,Envigado. Nací y crecí en una casa de bahare-que, techos altísimos, alerones sobre la acera y ventanas de madera. Una casa hecha paraque vivieran personas. No tuve padre y no

    es del caso contar esa parte de mi vida peroquiero deciros que mis padres fueron los li-bros: anaqueles llenos de ediciones antiguasempastadas en cuero. De niño, adolescente y mayor conversé con don Alonso Quijano,con Robinson Crusoe, con los piratas de Sir

    Robert Louis Stevenson, con los expediciona-rios de Jenofonte, con los aventureros de donJulio Verne, con los angustiados hijos de Fe-dor Dostoievsky, con los fantasmas de Edgar Allan Poe y con otros contertulios amables,

    sabios e incondicionales que me enseñarona hablar, a caminar, a vivir. Nunca salí de micasa a otra cosa que no fuera dirigirme a labiblioteca pública José Félix de Restrepo. Yasí hubieran transcurrido plácidamente misdías, hasta la fecha ineludible que el destino

    tiene tachada en un almanaque que desco-nozco, si no fuera por una mirada que nosupe reconocer a tiempo.

    Fue una tarde de hace dos años. Habíatomado de los anaqueles de la biblioteca pú-

    blica un ejemplar de la colección Jackson.¿La recuerdan?, esa que tiene como introduc-

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    ción algo así como “Un gran librepensadoringlés dijo: la verdadera universidad hoy endía son los libros”. Se trataba del tomo delas conversaciones entre Goethe y Eckerman.Me senté a la mesa, abrí el libro y al cabo deunos segundos empecé a sentir un leve ca-

    lor en el hombro. Levanté los ojos del texto y nada distinto a dos muchachas haciendomalamente sus tareas vi en la mesa del lado. Volví a iniciar el párrafo y cuando iba por elsexto o séptimo renglón, una sombra oscu-reció la página. Detuve de nuevo la lectura

     y giré el rostro a todos lados: al fondo habíauna madre haciendo la tarea de un párvuloque construía un castillo con libros; en el cu-bículo de la bibliotecaria estaba la empleadahaciendo croché y en la mesa de al lado las

    dos jóvenes. No observé nada extraño a ex-cepción del gesto abrupto con que una de lasmuchachas giró la cabeza cuando la miré.

     Volví a Eckerman y Goethe pero no pudeconcentrarme. Algo inusitado ocurría. Pasé mimano por la cabeza, levanté el mentón, moví

    el cuello a un lado como tratando de relajarme y en ese movimiento me detuve como petrifi-cado. Ahí estaba la mirada. La joven que haceunos segundos había volteado el rostro teníasus ojos puestos en mí. Fue sólo un instante,

    duró poco más de lo que dura un parpadeo.Pero todos sabemos que basta con entrever al

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    basilisco durante una milésima de segundo pa-

    ra morir. En un intento torpe por describir loque sentí puedo decir que el calor inicial volvióa calentar esta vez no sólo el hombro sino latotalidad de mi cuerpo y que de súbito se apro-pió de mí la sensación de no estar solo en el

    mundo. En ese momento todavía hubiera po-dido salvarme, hubiera podido huir si mi cortainteligencia y mi precaria experiencia me lohubieran advertido. Si alguien me lo hubieradicho, si alguien lo hubiera escrito. Pero no losabía. Por eso hoy refiero mi historia para que

    sirva de testimonio aleccionador para las pre-sentes y futuras generaciones.

    Esa tarde me olvidé definitivamente deEckerman y Goethe. Fingía leer y levanta-ba la cabeza cada dos minutos. Y cada dos

    minutos estaban los ojos de ella esperándo-me. Cada dos minutos, con mi voluntad demirarla, decidía yo insuflar más aire a ese glo-bo de goma que me maravillaba ver crecer.Cada dos minutos (voy a utilizar metáforasgastadas pero precisas)  decidía  impulsar el

    descenso de esa bola de nieve que me diver-tía ver rodar, cada vez decidía echar trozos deleña en la fogata para disfrutar de su crepitar.

    Si, a pesar de la conmoción de la primeramirada, hubiera hecho un leve esfuerzo para

    volver a Goethe y hubiera valorado el acon-tecimiento en su real dimensión, como una

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    “circunstancia bella y fugaz”, de esas que nosocurren a diario, mi vida sería hoy otra. Porel contrario, la periodicidad y la duración delas miradas se aumentaron sin pudor alguno. Al final de la tarde las muchachas termina-ron su consulta y salieron. Antes de cruzar la

    puerta de salida Ella se detuvo, hizo como siacomodara su cabello a la altura de la nuca yme miró. A pesar de que el gesto era directo y podría parecer provocador, los ojos habla-ban de timidez, de humildad, de necesidad deprotección y… ¡ay Dios!... de amor.

     Volví a la biblioteca al día siguiente y Ellafue sola. A pesar de mi timidez de ostra deci-dí hablarle y ella respondió de modo natural,amable, familiar. ¿Qué fue lo primero que ledije? No lo sé, no lo recuerdo. Quizá le pre-

    gunté la hora o pedí permiso para tomar unlibro de su mesa. En las primeras horas de lanoche estábamos hablando en una de las ban-cas del parque de Envigado. A partir de esedía mis salidas de casa tuvieron como desti-no cada vez menos la biblioteca y cada vez

    más las calles, tiendas y lugares de Ella. Fuemi Dulcinea, mi Beatriz, mi Eurídice, mi Re-medios la Bella, mi Sonia. Le escribí sonetosal mejor estilo de Petrarca, cartas que hubieraenvidiado el mismo caballero de La Mancha,

    acrósticos, décimas, coplas, poemas en versolibre y alguno que otro cuento en el que ella

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    era la heroína. Mi dama los leía y los disfruta-ba más con el placer de quien recibe un elogiodesacostumbrado que con la fruición de quienvalora o por lo menos entiende una pieza lite-raria. “Tan lindo”, me decía después de acabarla lectura y doblaba el papel.

    El proceso fue así: de las miradas pasamosa las palabras, de las palabras a las caricias,de las caricias a los besos, de los besos a losencuentros cotidianos, de los encuentroscotidianos a la pasión, de la pasión a la ne-cesidad mutua, de la necesidad mutua a los

    compromisos tácitos y luego al compromisodeclarado: nos hicimos novios. Yo gozaba desu universo de bailes familiares, chismes debarrio y preocupaciones cotidianas. Un uni-verso que había estado a unas cuadras de mi

    casa toda la vida pero al que nunca me ha-bía acercado porque permanecía absorto enmis deliciosas y largas conversaciones con loshombres de los libros. Ella a su vez se en-tretenía con mis palabras, le parecía distinto y original (a pesar de lo anacrónico) mi mo-

    do de hablar y de ver las cosas. Decía que yo no tenía los pies en la tierra, pero que asíme quería. Me mostró lo que era la vida real.Me enseñó que un hombre no puede pasar-se toda la vida huyéndole a la realidad en un

    mundo de ensueños y me hizo caer en cuen-ta de mi ignorancia en cuestiones prácticas.

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     Ante su deslumbrante racionalidad mesentí culpable, comprendí y traté de apren-der. Bajé de mi nebulosa para estar al nivelde ella, para merecerla. Un día me dijo queun hombre no se podía pasar soltero toda laexistencia, que debía asumir la realidad, en-

    frentar el mundo, formar un hogar y lucharpor la vida. Concluí que tenía la razón y  de- cidí  que nos casáramos.

    Repito que una de las cosas que más meadmiraba de mi doncella era su prodigiosotalento para resolver los asuntos prácticos.

    Esa maravillosa lucidez la hizo caer en cuen-ta, por ejemplo, de que la casa donde nací yque había pasado a ser de mi propiedad luegode la muerte del abuelo, era un desperdicio.Dijo que los dos quedaríamos excesivamen-

    te amplios allí. Propuso negociar el caseróncon un urbanizador que planeaba construirun edificio y que a cambio nos ofrecía unode los apartamentos y una cantidad de di-nero con la que, según ella, nos podríamoshacer a nuestro automóvil. Como ya dije Ella

    era brillante. Su sentido común y su lógica,que parecía aprendida directamente del pro-pio Bertrand Russell me parecieron precisospara consolidar mi proceso de aprendizaje dela vida real.

    En el nuevo apartamento no cabían to-dos mis libros, pero Ella dio con una solución

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    genial: encontró un comerciante que compróuna gran cantidad de los ejemplares empas-tados en cuero a un precio poco razonablepara mi antiguo criterio lírico pero excelen-te si teníamos en cuenta la crisis económicaque sufría nuestro país, en el que además, a

    excepción de este comprador, nadie daba na-da por un libro.Pero no fue por esa razón por la que

    abandoné a mis viejos amigos de la infancia,la adolescencia y la adultez. Los dejé porque ya no tenía tiempo para ellos: conseguí tra-

    bajo y nunca más pude volver a leer. Aunqueme hacían falta las palabras de mis viejoscompañeros, acepté alejarme de ellos porquesabía que era el precio requerido para empe-zar a pensar como un marido de verdad. Yo

    sabía que ésa era una de las razones funda-mentales para mi proceso de aprendizaje dela vida real. Por otro lado, mi Dulcinea ha-bía salido una tarde en nuestro automóvil yhabía tenido un accidente, en el que afortu-nadamente no sufrió ninguna herida, pero en

    el que había destrozado por completo el ve-hículo y ocasionado daños a otros dos carrosque debíamos pagar. Por esta razón mi salarioera indispensable para la economía familiar y mi trabajo una circunstancia insoslayable.

     Y así creo que me estaba acercando ala felicidad —nunca la sentí pero sabía que

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    iba a llegar cuando realmente aprendiera avivir como un hombre aterrizado—, has-ta ese fatídico día en que Ella no regresó deltrabajo. La esperé toda la noche sin poder ce-rrar los ojos. Al día siguiente incumplí misobligaciones laborales y fui a su oficina. Me

    dijeron que había renunciado la mañana an-terior y que se había llevado las cosas de suescritorio. Cuando volví al apartamento, des-corazonado, unos hombres estaban sacandolos muebles de nuestra sala y los montabanen un camión. Corrí, presa de la ira de Hér-

    cules, y me enfrenté a los maleantes. Unode ellos, muy aplomado, sacó del bolsillo laidentificación que lo acreditaba como em-pleado de una gran empresa de bienes raíces y un documento con la firma de Ella en el

    que se comprobaba que el apartamento ha-bía sido vendido, incluido todo el amoblado,dos días antes con pago en efectivo. Miré lafirma de Ella durante un rato. Era su letra,inconfundible. Me quedé como clavado so-bre el pavimento, sintiendo cómo el globo

    de goma estallaba en mi cara, cómo la bolade nieve monumental me aplastaba, cómola hoguera atosigada de leña me calcinaba.Los hombres sacaron de nuestro apartamen-to una caja en la que alcancé a ver el lomo de

    cuero de una edición de las obras completasde Thomas Mann, la pasta de un ejemplar

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    de la Divina comedia y algunas hojas sueltascon las ilustraciones del Quijote hechas porGustavo Doré. Vi pasar los libros, observé có-mo montaban mi universo de ensueños en elcamión de trasteos y entonces, como un ra- yo lanzado por Zeus, una frase retumbó en

    mi cabeza: “Ésta es la vida real”.Los habitantes del Barrio Mesa, por cu- yas calles deambulo días y noches luciendoel mismo traje raído que tenía puesto aqueldía, dicen que estoy loco. Pero se equivocan. Alguna vez quisiera explicarles que no ha-

    blo solo: repito en voz baja fragmentos delibros irrecuperables. Me consuelo con el re-cuerdo de algunas frases que quedaron en mimemoria. Y cuando me paro en alguna es-quina y a voz en cuello arengo a las gentes

    que pasan no digo incoherencias. Entrego unmensaje que podría salvar a más de uno: “Es-cuchad hombres y mujeres ingenuos de todoel mundo. Vengo a advertiros de cosas que alo mejor ya habéis vivido sin percataros. Ven-go a preveniros, vengo a ayudaros: ¡huid de

    la primera mirada!”.

    De Los amigos míos se viven muriendo. FondoEditorial Universidad Eafit, Colección Letra x

    Letra, 2007.