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MANUEL SIUROT

LUZ DE LAS CUMBRES Y RESPLANDORES DE LA CRUZ

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D. Manuel Siurot (Maestro de Niños Pobres), en el año 1923 publicó "Luz de las Cumbres y Resplandores de la Cruz". En éste libro, el Maestro palmerino, reflejó su intensa religiosidad, hombre de comunión diaria, que encontraba en el Señor cada día la fuerza necesaria para seguir la tarea de enseñar y educar a los niños pobres de sus Escuelas del Sagrado Corazón Jesús de Huelva.

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MANUEL SIUROT

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LUZ

DE LAS CUMBRES

Y

RESPLANDORES

DE LA CRUZ

POR

MANUEL SIUROT

VOLUNTAD

SERRANO, 48 (MADRID)

1923

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DEDICATORIA

A la vida, dulzura y esperanza nuestra; a la Inmaculada Virgen Milagrosa, porque es la niña de los ojos de Dios, amor de la tierra, gala de los cielos y luz de las cumbres divinas, dedico este libro. Al dedicárselo me acuerdo de mi madre, de mi mujer, y de mi hija.  

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FRONTIS

Todo lo que hay en las alturas del corazón y de la inteligencia, antes de Cristo, viene a parar, como una golondrina, a la cabeza del Maestro ajusticiado en el Calvario. Esa es la trayectoria de la LUZ DE LAS CUMBRES humanas. Todo lo que hay verdaderamente grande, después de Cristo, son RESPLANDORES DE LA CRUZ. Este libro tiene dos partes: LUZ DE LAS CUMBRES, que alumbra hacia la Redención y RESPLANDORES DE LA CRUZ, que de la Redención vienen.

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN

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LUZ DE LAS CUMBRES

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN

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LAS TIENDAS

DE LA IDOLATRIA

Ni el dulce calor de Abisag la Sunamita, ni el sol de Oriente, triunfador en la blancura de los terrados del Palacio Real, le quitaban al viejo David aquel frío de sus venas, aviso del fin. El artista de los salmos se iba para siempre. Un mancebo ya hombre, de ojos azules, frente altiva y nariz aguileña, ligeramente curvada, que tiene luz de inteligencia en el semblante, energía en el busto varonil y una gracia de distinción en aquel aprisionar la espada bajo su talabarte de púrpura, oye al viejo con emoción, porque las palabras que caen de sus labios yertos son la cláusula espiritual del testamento de un gran Rey... ¡Bethsabeé, Bethsabeé, llévame a mi cámara enciende mis braseros, que este sol es de nieve y la Naturaleza es una tumba!...

 MARÍA ESQUIVEL MARTÍN

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Fuese el Rey a su lecho, apoyado en el cariño de la esposa, y el muchacho, entristecido, en el pretil de la gran azotea, descansó la frente en la cuenca blanca de su mano y echó a nadar los ojos y los pensamientos sobre Jerusalén, señalada con el dedo de Dios… Aquella mañana, el joven, cabalgando en la mula blanca de la consagración real, había recibido en la fuente de Gihón, de manos sacerdotales y proféticas, la corona de su padre. Ahora la ciudad atronaba con sus fiestas y júbilos. Los hosannas y exclamaciones subían, impregnados de primavera, al terrado real, y la juventud del nuevo Rey vibraba ante el espectáculo de aquel río humano que, en pleno desbordamiento nilial, quisiera hacer fecundas las calles, plazas y jardines; los palacios, las fortalezas y las torres; la ciudad divina y la humana, al contacto de aquella gloria de un nombre recién ungido: Salomón. Pasaron en procesión interminable los guerreros vencedores en cien batallas; los coros de los niños, guirnaldeados de flores; las vírgenes entonando el salterio y convidando con la melodía de las arpas; las representaciones de las tribus, los mercaderes de Sidón, del desierto y del mar;

 

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LUZ DE LAS CUMBRES

Las matronas sionitas, veladas y austeras; todo el servicio sacerdotal de Tabernáculo, y el pueblo, abigarrado, con túnica de colores chillones, gritos de entusiasmo, olores de humanidad y vapores de vino. En la muchedumbre se destacó una mujer libia, casi negra, de belleza insinuante y atrevida, con el seno desnudo, lleno de extraños amuletos de oro y marfil, y en cuya garganta se enroscaban hilos de piedras brillantes. Aquella mujer tenía en su sangre el aliento de otra raza y en su corazón la fe de otros dioses. Descubrió al Rey en el terrado, y los carbunclos de sus ojos quisieron encender los ojos de Salomón. Este se retiró del pretil herido en su juventud, pero vencedor delante de su ley, que prohibía a los israelitas tomar mujeres de otras creencias para que no pervirtieran en sus corazones la pura doctrina de Jehová... Y el Rey David se fué a descansar eternamente con sus mayores... El joven heredero, preocupado con la terrible carga de un gobierno de pueblos numerosos, imperio floreciente de Israel, pensaba que debía desposarse con la Sabiduría.

MARÍA ESQUIVEL MARTÍN

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—Yo era un niño de buen ingenio y me cupo por suerte, un alma buena. Creciendo en la bondad pude conservar inmaculado mi cuerpo, y luego llegué a entender que para ser virtuoso se necesitaba el don de Dios. Los Reyes nacemos todos llorando, y una sola es la salida del mundo para todos. Prefiero la sabiduría a los reinos, y al compararla con ella, tuve por humo a la riqueza. La amo más que a la salud y a la hermosura; me he propuesto tenerla por luz de mis ojos, para aprenderla sin ficción, comunicarla sin envidia y no encubrir jamás sus valores; que es un tesoro infinito para los hombres, y al desposarse con ella entran en la amistad de Dios. La sabiduría es más hermosa que el sol y las estrellas y le hace muchas ventajas a la luz, porque a la luz la alcanza la noche, y la malicia jamás prevalecerá contra el buen saber... Y fué el Rey a Gabaón, el más grande entre los lugares excelsos, y ofreció mil víctimas en holocausto sobre el altar. El aire que venía del mar de Chipre y de Rodas levantaba el humo del sacrifìcio hasta el cielo... El Señor vino a ver en sueños al Rey y le dijo: Pídeme una gracia. Salomón implora: Señor, yo soy como un niño chiquito, que no sabe conducirse.

 

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Estoy aturdido en medio de la muchedumbre de tus pueblos. Dame que yo sepa hacer justicia con sabiduría del bien. Y el Señor le concedió la más alta ciencia que tuvo ningún hombre jamás...

Vinieron dos meretrices al Tribunal del Rey disputando sobre la maternidad de un niño. Las dos afirmaban ser su madre. El Rey, después de oír las pruebas, sentenció que, no estando claro el pleito, debía partirse a la criatura en dos pedazos y que cada cual llevase la mitad. Una de ellas se entregó fácilmente a la humorada de la resolución real; pero la otra, herida en lo más delicado del alma, se levantó como una leona y, descompuesta, gritó: Señor, no matéis, por piedad, al niño; que se lo lleve esa... Y el iluminado de Dios concluye: No, no se lo lleva esa; te lo llevas tú, que eres su madre... Y lo era... Así fué la justicia de Salomón. Cuando bajaba del Tribunal, después de aquel gran triunfo del ingenio y del bien, una voz, como fatigada del vivir, pero tocada de una claridad luminosa, murmuró en los oídos del Rey:

 

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Después de todo triunfo, defiéndete de la vanidad y la soberbia, que éstas preparan los caminos de la lujuria, y la lujuria se aposenta al fin en las tiendas de la idolatría. Salomón abrazó al viejo moralista judío y le besó fraternalmente. Eso que tú dices, Nathán, es una luz de Jehová, luz de las cumbres... Se levantó el templo de Salomón. Todo el saber de Oriente se hizo alarife y dedalista para la obra sin igual. Jerusalén era el vértice moral de la conjunción de cananeos, semitas y jaféticos. El Rey de la Biblia escudriñaba todos los cuadrantes de la civilización buscando hombres e inspiraciones para la fábrica del Templo dedicado a la Divinidad verdadera. Egipto, de alma jeroglífica, no le obsequió con sus ideas y misterios, pero prestóle la majestad de Karnac y del Serapeum; Atenas y sus arcontes no habían visto aún en el cielo la constelación de Fidias y Praxiteles, pero en la nebulosa del espíritu ático había ya luz aprovechable para el intento del hebreo; y si el Tíber no daría de beber hasta tres siglos más tarde a la loba de Rómulo, en cambio, Nínive, Babilonia y los pueblos del Ganges contribuirían con la gloria de su arte a la exaltación del pensamiento salomónico.

 

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LUZ DE LAS CUMBRES

 

Hacía falta el hombre unidad, el hombre síntesis, y surgió Hiram el Tirio, con sus legiones de artistas, orgullo de Sidonia, madereros, canteros, escultores, aurífices, forjadores y miniaturistas, para crear con el mármol de los Giblios, con el oro de Ofir y de Tharsis y con los cedros del Líbano aquella maravilla de las maravillas del ingenio humano. Triunfo y ejecutoria de la fe del Rey fué el alcázar divino que en honor de Jehová admiró, sobrecogido, el Oriente. Y si hubo ciencia en la justicia y saber de arte en los esplendores del culto al Altísimo, grande y eterna es la sabiduría que el Rey dejó en sus escritos para asombro de todas las generaciones. El libro de los Proverbios es el documento más acabado que la intimidad del hogar y la vida han podido concebir. La ciencia se ha hecho consejo, y el consejo es limpio y brillante como el sol.

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El Eclesiastés desnuda a la vanidad y la avaricia y hace resplandecer la Providencia para realizar en la Ley de Dios el problema de los problemas: la eternidad de nuestro destino. El Libro de la Sabiduría es un anuncio increíble de la persona de Jesucristo. El lamento de los condenados y el placer de la gloria del Señor vibra en la emoción de sus capítulos. No se ha hecho jamás, ni volverá a hacerse, una condenación más inspirada y elocuente de la idolatría. Por último, El Cantar de los Cantares es el epitalamio de unas bodas eternas, poesía que no puede concebirse sin volar a las alturas en alas de una mística de fuego y sin bajar al fondo del corazón humano, para, en la complicada red de sus nervios, escoger los hilos de ORO del amor, caídos en la crudeza de la carne, y trenzar CON ellos la escala de luz que sube hasta Dios... Salomón triunfaba siempre, y triunfaba de un modo único. Una ola de laúdes le envolvía en todo. Princesas y reinas venían a

adorarlo, desde lejanas tierras, como a un Dios;

 

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Los sabios, los reyes y los grandes de todos los pueblos le enviaban presentes, envueltos en el perfume de sus alabanzas. El Rey, embriagado de adoraciones, cayó en la vanidad. La alabanza cayó en la adulación. El viejo Nathán murmuraba lúgubremente: La vanidad y la soberbia preparan los caminos de la lujuria, se aposenta en las tiendas de la idolatría... Manojo de reptiles parecieron ahora estas palabras a Salomón. Cuando, más tarde, vio brillar de nuevo los carbunclos encendidos de la belleza escultural y negra no supo huir con los ojos, y quedó arrollado en la torsión salomónica de aquella columna de carne. Desde entonces, mujeres mohabitas, idumeas; mujeres del fenicio, asirias; mujeres del Nilo y del Eufrates, todas las mujeres de todas las razas y cultos fueron reinas en Jerusalén... Nathán repetía tristemente su advertencia: Y la lujuria se aposenta en las tiendas de la idolatría.

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Que azoten a Nathán!, gritó, encolerizado, el Rey. Y el hombre que para el Dios único erigió el Templo por excelencia; el que hizo justicias no oídas jamás; el que, en la posesión de los secretos divinos, habló como ningún profeta, enseñó como ningún maestro y oró ante el Tabernáculo tan luminoso como un salmo de su padre; el cirio más encendido y oloroso de la espiritualidad humana, hizo cultos al ídolo de Moloch, edificó templos a la diosa fenicia Astarté, a los dioses de Moab y de Ammón, y pasaron por sus admiraciones los escarabajos de Egipto y los cocodrilos del lago Moeris. Recibió de Dios la sabiduría, y creyó el Rey que aquello era suyo. El administrador robó al dueño, y una vez realizado el desorden, la juventud y la naturaleza caída hicieron lo demás. ¡Ah! El viejo Nathán pudo ser azotado, pero su doctrina era un rayo del sol de Dios. Luz de las cumbres. La sencillez de los humildes vale más que la sabiduría de Salomón.

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LA CICUTA

Había en Grecia dos razas, como había dos artes, dos sistemas políticos y dos direcciones de la metafísica. La raza de los dorios, grave y estática como la geometría rectilínea de los capiteles de sus columnas viriles y solemnes. Era la aristocracia. La otra la formaban los jonios, impresionables e inquietos como la voluta que riza, juguetona, los capiteles de su arte. Era la democracia. En el suelo de la península y sobre los lomos flotantes de las islas un vientecillo de Oriente, cargado de ideas, hizo florecer las aspiraciones del alma griega. El físico Thales de Mileto había fundado en la humedad del agua al germen de la vida del mundo, y con ansias geniales buscó, en vano, en el Universo una aspiración de verdad, que sólo podía satisfacerse en el fondo de nuestra propia conciencia.

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Pitágoras, el matemático, temperamento exquisito, funda su concepción del ser en algo que, aunque era lo más inmaterial de lo exterior, deja un vacío de abismo en la ciencia, que no podían llenar, ni la virtud de sus números en el trabajo creador del Universo, ni el venir de fuera a dentro para ver el alma como una cantidad que se mueve a sí misma y a la justicia como un número que multiplicado por sí da su cuadrado, o sea la perfección. Todas las inquietudes intelectuales estaban desorientadas, y los sofistas, caídos en el escepticismo, llegaron en sus sistemáticas negaciones a hacer la única afirmación, o sea que no había más verdad que la Retórica; y es bien sabido que la Retórica no puede subir al trono del saber sin que aparezca en sus gradas, moribundo, el cuerpo gentil de la Filosofía. Aún faltaban cinco siglos para la aparición de la verdad cristiana, y una noche de verano un hombre maduro, descalzo y sin túnica, y cubierta la austeridad de su cuerpo con el viejo manto gris de su pobreza, se apoyaba, indolente, en el muro de Temístocles de la Acrópolis de Atenas, mientras sus ojos vagaban distraídos por la inmensidad de la noche.

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— ¿Quién va?—preguntó un guardia del Partenón. —Soy el hijo del escultor y la partera. Como mí padre, hago esculturas, no de barro, sino de ideas, en las almas de los hombres, y como mi madre, ayudo a dar a luz en el parto divino del pensamiento. Soy Sócrates... —Es Sócrates—murmuró el guardia, que admiraba al pensador porque en el sitio de Potidea y en la batalla de Delium le había visto pelear por su Patria con la bravura de los héroes. — ¡Que Zeus te guarde!...—dijo el mílite, retirándose. — ¡Que Dios te ayude!—murmuro, distraídamente, el filósofo. La luna, cuernecillo de plata, alumbraba débilmente el ocaso hacia Corinto; las estrellas lucían su triunfo en el cielo; una suave brisa jugueteaba en la tranquilidad de las aguas ilíseas; las moles de las montañas lucían un dibujo indeciso sobre los horizontes helenos; en los árboles de los jardines de Dionysos había ruiseñores; por el Pireo sonaba la respiración del mar, y la ciudad, que el genio de Pericles había convertido en una maravilla de Oriente, callada en un silencio de altísima meditación.

 

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Los ojos de Sócrates penetraban en la grandeza de los misterios nocturnos, volaban sobre el Areópago, sonreían sobre los frontis de los templos de Apolo y Júpiter, que la noche ponía borrosos, y cuando, perdidos en la inmensidad y embarcados en la nao del deseo, encallaban en la herida curva y blanca de la luna, o en la masa lechosa de la polvareda de luz sideral, diríase que eran aquellos ojos dos luces de la constelación gloriosa de su frente. El pensamiento de lo infinito conmovía al hombre privilegiado, que sintió latir en sus entrañas la primera vibración fecunda de la vida nueva. Sócrates pensaría: Bellísima es la Naturaleza, que me conmueve; pero más bella es mi alma, capaz de ser conmovida… Y entró resueltamente en su conciencia con el afán humano de conocerse, y al entrar echó los cimientos de la verdadera filosofía porque, indiferente a los testimonios exteriores, levanta como una torre espiritual la convicción eterna de su propio pensar. El maestro ha podido ver que en todo espectáculo lo más interesante es el proceso intelectual del alma del espectador.

 

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Sigue la meditación en el seno profundo de la noche de estío. El águila vuela del sujeto al objeto del conocer y toma posesión de la bondad, la verdad y la belleza como seres impuestos a nuestra alma y fundidos con ella en un fuego espiritual. Luego se explaya en la contemplación exterior; y dondequiera que tañe en la campana del Universo con el mazo de oro de su investigación, surgen sonidos evocadores de Dios, uno y providente, que es, en el orden racional, la aurora y la anunciación científica de Jesucristo. Jesucristo está predicho, teológicamente, por los profetas en la Biblia; y en la Filosofía, hija de la razón humana, lo anuncia a las generaciones la concepción socrática de la divinidad. La frente del maestro, nimbada por la débil luz de la naciente luna, como nido fecundo de ideas recién nacidas, descansaba en las manos viriles, que la recibían amorosas. Atenas, dormida, soñaba con destinos ideales. Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Kant, Hegel y el Renacimiento filosófico encontrarán luego en la meditación de la noche ateniense el abolengo de gloria de sus concepciones metafísica;

 

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Y al propio Sócrates, tocado de la emoción trascendente, Ie baja al corazón el luminar de la cabeza, y entre lágrimas de la verdad y el amor, que eran como un rocío de la gracia, ve claramente la participación de la justicia de Dios que tiene en sí mismo, y, guiado por la voz misteriosa de la divinidad, abre el libro de la pureza de la vida y busca a sus amigos, los hombres, para encederles la antorcha, cuyas llamas buscaron y no vieron Thales de Mileto, el físico, y Pitágoras, el matemático selecto y genial. Desde entonces, las plazas, gimnasios, pórticos, tiendas y jardines oyeron, asombrados, al maestro, que con su sistema de discusión iba de lo conocido a lo desconocido, de lo opinable a lo cierto, del análisis a la síntesis definitiva; y delante de su verbo de la verdad corría, despavorida, la multitud de charlatanes del sofisma, que deshonraron al Likeión, donde enseñará más tarde el Estagirita; al Partenón, honor de Fidias; al Areópago, casa de la serenidad y antigua mesura; al Odeón y al Museo, refugio de bellezas; al Pirco, centro de vida, y a los teatros, pedestales de triunfo de los Aristófanes y Esquilos.

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LUZ DE LAS CUMBRES El humorismo filosófico de Sócrates es como una poderosa medicina de la ciudad espíritu, y al irradiar su ironía dialéctica hace palidecer los rostros de los hombres del error. — ¿Por qué condenan al maestro?—preguntaba, lleno de tristeza, Apolodoro. Platón decía, indignado: —Porque limpia las almas y partea los espíritus en el nacer a la verdad, y, sobre todo, porque sabe proclamar la justicia, lo mismo sobre la aristocracia dórica que sobre la democracia de los jonios. Y decía Jenofonte: — ¡Qué vergüenza para los Heliastas demagogos!... Ese Melito, fiscal del error, le acusaba con fruición nefasta. Su principal argumento era que Sócrates no creía en los dioses helenos y que corrompía a la juventud con su palabra. El maestro estuvo admirable contestando; y se cuidó tan poco de defenderse, que tuvo Hermógenes que advertirle la necesidad de hacer su apología. Sócrates dijo: Mi apología está ya hecha con mi vida; y se limitó, en la sesión famosa, a explicar sus doctrinas como si los jueces fueran sus discípulos.

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La noble figura del sabio tenía tan extraordinario relieve moral, que desde su posición de víctima iba fraguando insensiblemente la eterna acusación de sus jueces. Lisias, generoso, quiso abogar por él; pero el maestro rechazó dulcemente el obsequio. Lisias es la habilidad forense y la elocuencia arrebatadora, y Sócrates quería que sólo salieran a su defensa la razón sencilla y la verdad moral. Platón, Jenofonte, Critón y Apolodoro, ante la condena inexorable, se abrazaron tristes. Eran los representantes de la dignidad y la ciencia humana, que se alzaban, ante la Historia, de una sentencia que envolvía un sacrilegio contra la santa verdad, y ante la Grecia, de un crimen cuyo recuerdo la conmovería eternamente. Es la noche trágica. Va a cumplirse la voluntad de los corifeos de la ignorancia. En la cárcel, sobre un pobre lecho de hierbas, ha descansado el filósofo... Los discípulos tienen en sus caras las huellas del sufrimiento; sólo Sócrates está tranquilo.  

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El condenado clava los ojos en las rejas de la prisión y se abstrae profundamente, hasta quedar en éxtasis; piensa en sí mismo. Como una visión, pasa su vida entera ante el absorto pensamiento: él tenía antes egoísmos de las zonas inferiores de su naturaleza, y los había suprimido arrancando con mano dura y hábil el semillero de sus pasiones. Desde entonces fue pobre, austero, sencillo, casto, humilde. El vio a su Patria en peligro, y corrió a tomar las armas, ilustrando con sacrificios heroicos la historia de las guerras del Peloponeso. Él tuvo soberbias del saber, y desde que vio la luz clara de Dios se complacía en asistir a la representación de Las Nubes, de Aristófanes, donde se ridiculizaba la juventud de Sócrates. El, con la escala del conócete a ti mismo, descendía al fondo de su corazón para declarar humildemente que no sabía nada; y habiendo enseñado a una juventud brillante a ser austera, fuerte, seria y religiosa, ahora, al fin de su vida, no le reprochaba tu conciencia ninguna falta de maestro. En los jardines de la juventud de Atenas él había hecho florecer las más frescas rosas del espíritu humano. Creía en Dios, y le amaba; había visto en todos los seres las huellas imborrables de la Providencia;

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Tenía certeza metafísica de la vida futura, y preconizaba la dignificación de las costumbres de la raza para ser grandes y merecer a Dios... — ¡Ah, no, no! ¿Por qué me aconsejas la fuga, Critón? —Para que no mueras, maestro...—dice el discípulo, llorando. —Pero, ¿conoces tú algún lugar en donde no se muera?... Apolodoro, ayudado por el carcelero, la esposa del sabio y los discípulos, propone a Sócrates que cambie la pena de muerte por la de multa. —Eso sería reconocer la razón de la sentencia. Cuando se vive como yo, la muerte por la ciencia es una gloria humana y una gloria de Dios. —Maestro, por la divinidad oculta que adoras, te pido que huyas de la sentencia. —Critón, prefiero morir obedeciendo las injustas leyes de mi Patria, a huir desobedeciéndolas... Cantó entonces un gallo, que venía a poner en la pasión del maestro humano una nota que, siglos más tarde, sonaría en la pasión del Maestro divino, y Sócrates, recordando a los discípulos que le debían un gallo a Esculapio, alcanzó de una hornacina el brebaje venenoso de la cicuta y lo bebió de un trago.

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Los discípulos cayeron de rodillas... El maestro, postrado en las hierbas, tenía una palidez de luna..., sonreía..., se iba apagando dulcemente su voz. A medida que se aproximaba el fin iba agigantándose a los ojos del moribundo la figura de Platón, que tomaba colosales proporciones; y cuando un ligero temblor le quitó la respiración del pecho, allá, en la profundidad de la agonía, tras las nubes de los siglos, alcanzó a distinguir una cruz horrible, y Dios, ensangrentado, moría en ella para hacer triunfar la verdad. Esta era luz que venía de lo alto, era luz de las cumbres, Homero, Herodoto, Fidias, Demóstenes, Sófocles. Platón, Esquilo y Aristóteles son el prestigio de Grecia; pero Sócrates, el mártir, está sentado más cerca de Dios. Jenofonte se retiró afligido de la cárcel donde estaba muerto el maestro, y escribió estas palabras: Si algún amigo de la virtud encuentra un hombre más útil y bueno que Sócrates, le consideraré como el más afortunado de los mortales.

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EL PROFETA

Tenía ya treinta años el solitario de Ain Karim. Una mañana, mientras el sol despuntaba por la lejanía montañosa, a Juan, el hijo del desierto, el fuerte, el austero, nacíale en el alma una sugestión, convertida en verbo, con el habla interior de estas palabras: Es tu hora; anda, ve a las ciudades a preparar mis caminos... Por único tocado envolvió medio cuerpo en un refajo de piel de camello, bebió a bruces agua de aquel manantial que fué su amigo toda la vida, se miró en el espejo del regato y vióse como encendido de una luz nueva. El penitente no advirtió la viril perfección de su cabeza semita: pelo ensortijado, bravío; frente alta y limpio; ojos negros y dulces; nariz atrevida; boca decidora, de labios sutiles; mentón saliente y cuello vertical, como una creación de Fidias.

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LUZ DE LAS CUMBRES

Los pajarillos del arroyo, al verle marchar hacia la vida de los hombres, lloraban cantando, y Juan se despidió de ellos, y era su voz hecha de mieles en un molde de energía y fuerza... No pasará mucho tiempo sin que sepan las ciudades qué clase de instrumento era aquella voz. Juan, perfecto enganche de la inquietud que vive en la Biblia vieja con la promesa realizada, que llena los Evangelios, es un puente del mundo judío al mundo cristiano. Se presenta en los campos de Jerusalén y del Jordán, y la Judea entera oye conmovida la voz del Profeta, que triunfa en la emoción de la noticia fausta y dice dulcemente con dejos de lágrimas: Haced, haced penitencia, porque se acerca el reino de los cielos... Otras veces, aquel cuerpo teñido de sol y de aire, hasta parecer tallado en piedra oscura, dibujaba maravillosamente la línea varonil de las indignaciones tribunicias, y, asomando a los ojos el relámpago de su alma, atormentaba a los fariseos: ¡Oh, raza de víboras!... ¿Cómo escaparéis de la ira que os amenaza?... En ocasiones, la humildad de su anonadamiento delante de Dios le ponía en las palabras tonos de sumisión:

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Yo, a la verdad, os bautizo con agua; pero el que ha de venir, al que yo no soy digno de llevar las sandalias, os bautizará, además, con el fuego del Espíritu... Él tiene en sus manos el bieldo, limpiará la era, meterá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera inextinguible... Todo valle será terraplenado; todo monte, allanado; los caminos torcidos y escabrosos serán rectos, y los hombres verán al Salvador... — ¿Qué hemos de hacer, maestro?—le preguntaban las muchedumbres; y Juan, golpeando suavemente su pecho desnudo, decía: —Hermanos, el que tenga dos vestidos, dé uno al que no lo tenga, y el que tenga que comer, que parta su comida con el prójimo; yo os anuncio la caridad y la penitencia como remedios de salvación... Y vino el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, y Juan le bautizó en el Jordán... La vida escandalosa del tetrarca Herodes Antipas, heredero de aquel otro Herodes que asombró a las generaciones con las locuras de sus infanticidios, tenía indignado al decaído pueblo de Jerusalén.

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LUZ DE LAS CUMBRES

El rey deshonraba la corona real. En vez de brillar en ella la prudencia, la justicia y el amor, revoloteaban, groseras, en el oro de la realeza, la lujuria, la debilidad y el orgullo. Filipo, su hermano, tenía una bella mujer, Herodías, y el rey Antipas la arrancó del tálamo legítimo y Ia trajo a su palacio, con gran contentamiento de la hembra y con la sorda irritación de aquellas turbas que, ante el crimen de la pareja, sentían ebullir en sus almas todo el sentido crítico hebreo, aunque les faltara el arranque ciudadano y moral de tirar a la cara de los viciosos la fealdad de su pecado. El clamor de todo el mundo llegó a Juan; y una tarde, al pie de la muralla del palacio real de Mackeronte, la palabra indomable del Profeta esenio vibró como un rayo en las alturas de Dios y como un látigo sobre la cara del rey; y mientras el pueblo rezaba y aplaudía, subrayando con lágrimas y vítores el arrebato del Bautista, éste, transfigurado al influjo del río de la verdad divina que corría por el cauce de su lengua, alcanzaba un conjunto de belleza física y moral no visto nunca por aquella gente.

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LUZ DE LAS CUMBRES

Los ojos de Herodías miraban a Juan desde arriba, envolviéndole en la caricia untuosa de su promesa... Herodes, aunque rey, era enfermizo y feo. La pasión del orgullo la practicaba aquella mujer con él; otras pasiones, no... Juan era el hombre fuerte, el mozo bellísimo, la figura gentil y el alma brava y única. Los ojos mágicos de la mujer proyectaban sobre el Profeta luces de misterio y de pasión. Las flechas de las ideas de Herodías rebotaban en el ascetismo de Juan. La carne del Bautista no se había hecho para la mesa de Ia lujuria. La soledad del desierto, la alimentación de langostas y miel silvestre, la penitencia de quien nunca comió pan ni bebió vino, y las comunicaciones constantes con Dios le daban ciertísimas garantías de triunfo, y triunfó. ¡Mujer incestuosa, yo acuso tu perversión y la del rey! ¿Qué has hecho de tu marido? Y el rey, ¿qué ha hecho del honor de Dios y del pueblo? La maldición del cielo pesa sobre vosotros… Herodías, rechazada en su propósito, tuvo una majestad de desprecio, y, airada, se retiró de las almenas. Envuelta en su túnica roja y encendida por el fuego de Poniente, era como una mancha de sangre recortada sobre el azul del cielo.

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¡Sangre..., sangre!—murmuraba la hebrea. No es extraño; después de las heridas de la carne viene siempre la sangre. Juan, sencillo y sincero, había sido en el arranque valiente, como una purificación del alma de su patria. La Humanidad entera se lavaba con él de todas las bajezas y cobardías. El pueblo llevó en triunfo a su hombre; pero el odio de la mujer contrariada pudo más, y un subterráneo del palacio del rey fué desde entonces cárcel del Bautista Precursor.

Herodías fracasaba en su empeño de dar muerte al Profeta. Herodes no quería irritar al pueblo, amigo de Juan, y era, por otra parte, muy respetuoso con una tradición de su familia que le vedaba hacer mal a los esenios. Además, el tetrarca admiraba al Bautista. Cuantas veces solicitaba Herodías la sentencia, otras tantas la repugnaba el rey... Herodes había descubierto una imperceptible línea blanca en el ébano de los cabellos de seda y no sé qué arruga en la belleza gentil de la cortesana.

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Este no cumplir automáticamente los caprichos de ella era el principio del eclipse de la mujer de Filipo... La mujer de Filipo tenía una hija, Salomé... Su madre pensó: La belleza que empieza a faltarme la completaré con la belleza virgen de mi hija, y, juntas ella y yo, reconquistaremos al rey y Juan morirá... Era el mes de Ab y era el día cumpleaños del tetrarca Herodes. Estaba el inmenso triclinio deslumbrante y esplendoroso. Herodías organizaba banquetes fantásticos, y en el de esta noche tenía ella puesto el interés de todas sus pasiones. El Oriente y Roma se habían juntado para servir a la cortesana. Antipas había pasado su juventud en la patria de Rómulo y conocía todos Ios refinamientos que las islas del Egeo llevaron un día a la ciudad grave de la espada y la ley. ¡Brindo por el divino, inmortal, Tiberio César! decía el degenerado rey de Jerusalén. _ ¡Hurra, César!—contestaban los judíos para agradar al Pretor, convidado al banquete. Herodías multiplicaba ingeniosamente las libaciones de los comensales, con pretexto de celebrar platos, chistes y joyas.

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Todo lo hacía ella motivo para aquel beber sin proporción ni tasa. Lysanias, gobernador de tierras abilinas, levantaba su copa de Chipre; Annás paladeaba golosamente la hidromiel asiria; el rey bebía vino viejísimo de Enghadi, y el falerno corría como un topacio líquido, encendiendo los rostros de los mílites, de los nobles y de los doctores del Templo, que más bien parecían sacerdotes de Baco que de Jehová. Una música oculta invade triunfalmente el triclinio. Al principio es una mostración de fuerza, en que los clarines, címbalos y timbales imponen silencio en la alborotada alegría del convite. Después, las flautas de los egipcios, las cítaras jónicas y la melancólica ensoñación del arpa judía van gradualmente puliendo el concepto musical, y cuando, en la ondulación de unos compases que preludian un bailable, el silencio va a romperse, porque Herodes piensa mandar que aparezcan las bailarinas ibéricas, se descorre un cortinón de seda carmesí, que tejieron en Damasco y festonearon en Tyro, y surge inesperadamente Salomé. Lleva el cabello como las bacantes de Mytilena y Rhodas; un sartel de amatistas le ciñe la frente; el alabastro del pecho se avalora con el oro de un escarabajo del Nilo, y las muñecas van presas en pulseras con cascabeles argentinos y dulces.

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En los gules del tapiz oriental avanzan silenciosas las magnolias de los pies desnudos de Salomé; sus brazos parecen reptiles blancos, que ondulan con llamamientos de pecado. El tronco, núbil, avanza y retrocede como un ofidio del Jordán. Su carne sirve a sus ideas, y sus ideas son una perfección de su carne. Los ojos tiene fijos, inmóviles, como una esfinge, y hay un enigma en su frente febril. La música llora y ríe; hiere y luego besa las heridas. En sus notas va un idilio enroscado en una tragedia. Allí está el amor, pero amor que oprime y mata... La bella danzarina llega al punto culminante de la danza. Su cuerpo de diosa es una espiral. Herodes, pleno de una pasión de decadencia, lanza al aire su copa de Enghadi con un hurra triunfal. Salomé, temblorosa, desenvuelve las últimas convulsiones de su baile, hasta caer estática en el suelo. El rey grita, exaltado: — ¡Pídeme lo que quieras, incluso medio reino mío; pídeme lo que quieras, Salomé!

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Salomé cambia unas palabras secretas con su madre, y dice resueltamente: —Rey, quiero la cabeza del Bautista... El rey resiste; pero la Corte le recuerda el ofrecimiento regio, que no puede faltar... Un esbirro trajo al momento, sobre una bandeja de metal bruñido, la cabeza de Juan... Herodías miró ansiosamente aquellos ojos medio cerrados, aquellos dientes blancos, aquellos labios que la muerte tiñó de palidez, y, como una loca, besó allí enardecida; pero luego se acordó del anatema de la muralla de Mackeronte, metió sus dedos de rosa en la boca del Profeta, y con un alfiler grueso de oro le taladró muchas veces la lengua. Aquella mujer reía con una risa de tinieblas... Fulvia, la mujer de Antonio, hizo lo mismo con la lengua de Cicerón. Cicerón era la voz de Roma, y Fulvia era la envidia. Juan era la voz de Dios, y Herodías era la soberbia del espíritu y de la carne. A Cicerón lo recogió la Historia, y Juan va a triunfar en un Tribunal más alto todavía, porque allá fuera, en la placidez de la noche, una voz nueva y radiosa decía a la embelesada muchedumbre: En verdad os digo que no ha nacido de mujer nadie que pueda compararse a Juan el Bautista... Y esa voz nueva era la voz de Jesús.

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SILENCIO

La ciudad judía estaba escandalizada aquella mañanita pascual... Del lado de la Torre Antonia venía un rumor creciente, que era al principio unidad de ruidos lejanos y que poco a poco se fué destacando en la diversidad de gritos, denuestos, risas, burlas y maldiciones con que el populacho, enardecido, descarga la tormenta sobre la víctima de sus enojos. — ¿Qué es eso?—preguntó un galileo. —Nada; uno de tu tierra que dice que es Dios, y lo llevan a Casa de Antipas para que lo condene... El galileo se inquietó, y una sorpresa dolorosa se dibujó en su semblante... Pasaba delante de él la alborotada turba. El reo llevaba fuertemente atadas las muñecas, y su cuerpo, fatigado, al que empujaban la inconsciencia del pueblo y el odio de los sacerdotes, daba una impresión de fatiga, tristeza y humildad.

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Llevaba la víctima la cabeza inclinada hacia el suelo, y, al pasar junto al galileo, le miró. Los ojos del preso eran como dos joyas que a la luz del sol reflejaban destellos de agonías y dolores gloriosamente sufridos, flotando en una promesa de consolación inacabable. Los ojos del preso eran aguas del mar de la dulzura; eran dos luceros que, puestos en el centro de la atracción universal de los corazones, lloraban luz y misterio. Eran ojos tranquilos que ejercían suave mando con un imperio irresistible, y eran palomas de fuego que hacían nidos en las grietas de las almas. Un sacerdote, viejo y desdentado, se encaró con el reo y le escupió en los ojos... Las palomas de los ojos de Jesús hicieron un nido inmortal en el pecho del asombrado galileo... Llegaron al palacio del tetrarca. La guardia, de origen tracio, con la estridencia de sus clarines, anunció a todos los habitantes de la fortaleza Asmonea que una embajada de los poderes de Baris pedía audiencia a Antipas. Un legionario portaba unas letras de Lucio Poncio para el rey, y este preparaba precipitadamente todo el manido y artificioso esplendor de su Tribunal para recibir la embajada, entre ministros, mílites, cortesanos, maestros del Sanedrín, bayaderas, lujo y ostentación decadentes;

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Y como un insulto a la justicia, a la dignidad, a la ley y al pueblo, estaban también allí, como dos testigos eternos de la inmoralidad del monarca, Herodías la impúdica y su hija Salomé, a quien la madre corrompiera para la consecución de sus caprichos. Herodes holgóse sobremanera de juzgar a Jesús, pues ha tiempo tenía encendido deseo de conocerle. Salome miraba al Rabbí con una impertinente curiosidad, y Herodías, adoptando una actitud solemne, dedicaba al reo una sonrisa triunfadora, engendrada por el despecho que le produjo la idea de que el hombre vejado y escarnecido se parecía a Juan Bautista. Juan Bautista..., Jesús... El primero era para ella el recuerdo del crimen; el segundo podía ser el arrepentimiento. No lo fué. —Rey, manda a ese esclavo que nos divierta con sus hechicerías y encantamientos... Herodes, el amigo del César, el tetrarca de Jerusalén, el descendiente de reyes famosos, el que sólo era grande en solemnidades y fiestas, aceptó en plena corte el mandato de aquella mujer con la sumisión de un siervo.

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La carne de Herodías ostentaba sobre la debilidad de aquel hombre un señorío absoluto. Ni el baile de Salomé, que una noche lo volviera loco, ni la primavera de encantos de su cara, pudieron desviarlo de aquella tiranía avasalladora. Él era Laoconte, y Herodías la sierpe que le apretaba el pecho, las piernas, los brazos, el corazón... Y dijo Herodes: — Rabbí, anda, diviértenos; lo quiere la reina... El galileo, paisano de Jesús, apretó los dientes y murmuró: — ¡Reina!... Prostituta querrá decir... El pobre Rabbí tenía los misteriosos ojos clavados en la alfombra bermeja del Tribunal. — ¿No contestas?... ¿Ignoras quién soy? Soy tu señor, tu rey, tu amo... Te mando por segunda vez que nos hagas un milagro... Jesús callaba... Herodes se debatía en el ridículo de su posición. La corte no comprendía la actitud del acusado, y la cortesana envolvió a su real amante en una mirada que era como una ola de desprecio y de orgullo; y es que ella, suponiendo a Jesús de ínfima categoría moral, consideraba a Herodes, desobedecido en su trono, muy por bajo del despreciado reo.

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Herodes insistió con Jesús: — ¿Tú no sabes que si yo quiero eres libre de todo? Divierte a la corte un momento; divierte a la reina, a su hija y a mí, yo te libraré de tus enemigos... Te lo ordeno, has de obedecerme... Había un recogimiento grande en la estancia real. La situación era insostenible; el legionario de Pilatos sonreía con tenue malicia; los ministros y sanedritas estaban preocupados; Salome se burlaba del concurso; Herodes sentía correr el sudor por los canalones de su calva e increpaba al Rabbí, y éste, con los ojos fijos en el suelo, callaba... Jesús, que ha contestado al Pontífice Máximo y a los sayones; que contestará dentro de poco a Pilatos, cuando a Pilatos vuelva; que hablará con las mujeres de la Vía Dolorosa y con los criminales de la cruz, se obstina, con fortaleza no sospechada, en no cambiar la palabra con Herodes. La historia toda de la dignidad humana está presente a la escena de este silencio augusto.

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Un rey ofrece a un pobre acusado la vida, y el pobre acusado no acepta el obsequio; antes al contrario, sus ojos en tierra y su silencio son la condenación definitiva de la podredumbre real. Para el Rabbí tiene más importancia el diálogo con un ladrón del Calvario que con el tetrarca de Jerusalén. Contempla embelesada el silencio admirable del reo la Historia entera del decoro humano. Está allí Sócrates, despreciando la vida en la noche sublime de la cicuta, pero hablando con los que le rodean; está Platón, con una lágrima de sinceras admiraciones y una palabra nueva que busca en las intimidades de su verbo para hacer en la escena homenaje; está Pedro, crucificado hacia abajo, pero sin que le perdone nadie la vida; está la cabeza de Pablo, dando saltos sangrientos en el suelo, para tomar la lección única; está Carlomagno, de rodillas; Bruno, aprendiendo a callar; Fernando III, besando los pies del Maestro; Isabel I, con las manos en los oídos para oír mejor al divino silente; Teresa de Jesús, transverberada, y la humanidad pensadora, que sabe que el silencio es un tesoro, pugnando por su posesión en las altas idealidades.

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Yo, pobre de mí, incircunciso del callar, también estoy presente, para aprender cuál sea la sustancia tocada de Dios con que bendecir mis labios, cerrándolos, cuando el dolor, la injusticia y las contradicciones me azoten, y yo no sepa encerrar en el polígono luminoso de la paciencia el sacrificio de mi palabra. Para encontrar un silencio igual al de Jesús preso ante Herodes hay que buscar al Jesús preso de amores en la humilde blancura de la Hostia. Son entonces Antipas, los malos discípulos, los incorregibles, los profanadores del Sagrario, los sacrílegos desde el campo de la creencia y los atropelladores desde las negaciones del mundo. La Hostia es el centro divino del silencio amoroso, y Jesús delante de las cortesanas, que lo miran como a un histrión vulgar, es una Hostia viva inmolando la suprema justicia que la asiste ante la envilecida cortesanía. Herodes quiere salir del ridículo echando a chacota la lección formidable que la dignidad cristiana le da, y manda poner sobre la víctima la hopa blanca de la burla... —Que lo devuelvan a Pilotos... Está loco... De todas las personas del concurso fué el anónimo paisano galileo el único que recibió el regalo de la mirada de Jesús.

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LUZ DE LAS CUMBRES

Aquella mirada era un bautismo de luz, una confirmación de fortaleza y una comunión de amores, porque el hombre sencillo que la recibía hubiera jurado que Jesús y la hopa de la ignominia se convertían en una Hostia blanca, inmensa, cuyo sacerdote eran los ojos del Maestro, cuyo rito era el divinizado silencio, y que él, el pobre, el humilde, el ignorante, era el único que comulgaba aquel Pan de sol por un misterio que no comprendía, pero que daba a su espíritu la radiosa plenitud de un placer tan transparente como la mirada del Loco de la hopa. El nido que hicieron antes en el galileo las palomas de los ojos de Jesús se fecundaba ahora por el silencio creador, y al humilde le picotearon en el alma los polluelos de la Fe. He querido poner en la luz de las cumbres este silencio del Mártir porque la luz, que ama las alturas, tiene que amar, forzosamente, sus silencios de eterna meditación.

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LA CRUZ La Cruz se levantó en el aire, y el Maestro estaba en ella moribundo. Sobre la agonía de la cabeza del Mártir unas letras griegas, de la Filosofía; hebreas, de la Religión, y latinas, del Derecho, pregonaban la realeza del Crucificado, como si Sócrates, Salomón y el Bautista. Roma y la Ley, con sed insaciable de la verdad única, buscasen a Dios, y como si los espíritus precursores, auroras del Evangelio, desde el resplandor de sus vidas hubieran volado como águilas de la luz a formar un nido, dosel de amores, sobre la cabeza de Jesucristo, La cicuta de Sócrates no es tan amarga; la sabiduría del rey de los Proverbios no ilumina tanto, y la palabra de Juan no es tan redentora como esta cruz, este amor y esta redención del Hijo del Hombre. Ni sol, ni centro, ni vértice son palabras que expresen la atracción de la Cruz.

MANUEL SIUROT

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LUZ DE LAS CUMBRES

No hay luz de las cumbres humanas que no sea preparación o camino de ella, ni esplendor de su altura redentora que no ilumine las ásperas luchas de la inquietud de los hombres. La Cruz es la visión sobrenatural presentida desde las grandes inspiraciones del genio en la Historia; y cuando florecen en ella, entre los suspiros del martirio sagrado, el verbo radioso del perdón, de la misericordia, de la fraternidad, de las humildes abnegaciones, de los divinos incendios amorosos, no habrá ya ni un ansia del corazón, ni un ensueño de la vida, ni un calor de justicias sociales, ni una emoción de belleza, vino generoso de la sensibilidad, ni un horizonte nuevo de la ciencia, ni una lágrima de dolor, que no se alumbre con resplandores que vienen de la Cruz. ¡Cruz-horca, Cruz-suplicio, Cruz-infamia, eres gloria y honor de la vida! Yo la vi sobre la frente de los niños, con agua bendita; sobre el pecho de las vírgenes, como nuncio de caridad; he recibido el brillar de sus fulgores desde la corona de los reyes; y en lo alto de las torres y en las fiestas floridas de primavera, en las espadas de los héroes y en los sepulcros de los que se fueron, la vi triunfar con sus dos ramas abiertas como una invitación tranquila a un abrazo de Dios.

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LUZ DE LAS CUMBRES

A la entrada de la aldea hay una cruz grande, de hierro. Un herrero de los tiempos pasados, émulo de Sebastián Conde, la adornó con unas volutas retorcidas, unas hojas anchas, curvadas, unas flechas de lis, un rasgo de eñe en la cabeza y unos signos de Pasión en el centro. Yo he sentido a esta cruz de muy distintas maneras. Una vez, por la mañana, estaban los campos inundados de lluvias, los cielos cerrados, los horizontes borrosos, y he visto colgar de la arista de su repujada herrumbre gotas de agua, que caían con una melancólica tristeza de llanto. Otra vez fué al mediodía, a toda luz y con los campos resecos de las insolaciones de julio; el polvo que levantaban las carretas cargadas de mieses se fijaba en la cruz; la cruz lo recibía como un holocausto de la labor humana. Últimamente era un atardecer; las golondrinas, puestas sobre los brazos de la cruz, decían cosas de misterios mirando al sol que se ponía, mientras unas nubes, recortadas de oro, dejaban caer en el ambiente una dulzura acariciadora, una sugestión de plegaria... Aquellas golondrinas estaban rezando...

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Yo, tocado de la divina poesía del momento, puse los ojos en la cruz de la aldea, y recé... Recé como rezaron Salomón, Sócrates y el Bautista; como rezaron todas las generaciones; como rezan los creyentes y los incrédulos; que hay en el corazón de la tierra una propensión tan irresistible hacia lo azul, que hasta cuando la locura inventa negaciones de la divinidad, en la negativa hay adoración; que ni un solo átomo de la energía espiritual del hombre escapa a la ley eterna de vibrar, voluntaria o inconscientemente, para la gloria de Dios... "¿Adónde vas?", he preguntado en marzo al hombre duro y soberbio. "A coger espinas para clavarlas en la Cruz del Nazareno." "¿Adónde vas?", he preguntado en mayo al niño inocente y risueño. "A coger flores para la Cruz del Señor." Con flores y con espinas se fabrica la gloria de la Cruz.

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LUZ DE LAS CUMBRES

La Humanidad, en marzo, flagela, hiere, escupe, mata; y en mayo, cuando la redención ha venido, glorifica y pone flores de amor. ¡Cruz bendita la del rosario que me dejó mi padre; la que un día trazaron con agua del Bautismo sobre mi cabeza; la que preside mi lecho; la que las penas grabaron al fuego sobre mi alma, mostrándome la altísima pedagogía del dolor; la que las alegrías dibujaron sobre mí y sobre la compañera de mi vida en la bendición sacramental; Cruz bendita, Cruz gloriosa, perdona nuestras espinas de marzo por nuestras flores de mayo!

 

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MIEL DE CRISTO Y allá va la abejita, vuela que vuela, buscando aromas y ambrosías... Así van las almas de fe, posándose sobre las flores de la lucha humana, para hacer la miel de Jesús en la colmena de su Sagrado Corazón. En el tronco herido del Maestro, pendiente y muerto en la Cruz, hay una enorme grieta, como a la altura del pecho. No es una grieta natural, porque la hicieron a mano armada después de cerrarse los ojos del Justo. Esa grieta ni está en roca ni en leño; sus bordes de carne roja parecen dos sangrientos labios que son, al mismo tiempo, una acusación de nuestros pecados y una fuente de gracia para lavarnos de ellos. La moharra de acero que abrió esa grieta rasga la carne de fuera, y luego, terrible, inspirada, misteriosa, marcha segura costado adentro, y, al poner su lengua fría en el centro del Divino Corazón, tiemblan la tierra y los astros, enloquecen las bestias, resucitan los muertos, lloran los ángeles y se conmueve el centro espiritual del Universo.

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La herida del Sagrado Corazón de Jesús es la puerta de la Gloria. El hombre que empuja con la lanza es, sin que él lo sospeche, el portero de la ley nueva del amor. Allá va la abejita, volando. No vuela sobre un paraíso de luz: vuela sobre un mundo de tinieblas. La carne corrompida se hizo estiércol. El gusano de la lujuria es el rey más poderoso de la pobre tierra… La abejita se para de pronto. ¿Será posible? Es posible. En el estiércol ha nacido una flor del romero de la pureza. ¿No es esto un milagro? Son cien milagros juntos. La abeja susurra una oración admirativa, hinca la pequeña lanza de su trabajo en el corazón de la flor y se lleva un azúcar y un perfume. Por la grieta adentro del Corazón de Jesús entra la abeja, y hace allí miel, miel de castidad. Allá va la abejita, volando sobre unas plantas de florescencia mareante.

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Se ven pétalos gigantescos de pompa abigarrada y gritos de colores. Hay un ambiente cálido y acre. Moscas, de alas metálicas y venenosas, zumban canciones de vanidad. No hay flor que se oculte; todas hierven en una confusión de ostentaciones. Debajo del verdaje fosforecen los anillos de la serpiente… La abejita se para de pronto. ¿Será posible? Es posible. En el reino de las flores soberbias ha nacido oculta la violeta. La abeja entra en ella y vuela luego al Corazón de Jesús donde hace miel, miel de humildad. Allá va la abejita, volando por los jardines del mal. Hay una flor meciéndose, somnolienta, en un lecho de verdura. La comodidad y la pereza duermen allí. Más allá, otra no deja vivir a las demás flores que la rodean: se llama egoísmo; aquélla, erizada de aguijones, es el símbolo exacto de la ira; y mil más, cada una representando, ya una negación de amores, ya una ausencia de todo ideal, al recibir la luz y el calor del sol, caen en la ridícula manía de negarlo, mientras viven a su costa.

   

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La abejita se para de pronto. ¿Será posible? Es posible. En los jardines mundanos ha nacido milagrosamente el lirio aristocrático del sacrificio. La abeja toma de él su perfume ignorado, y, entrándose en el Sagrado Corazón, hace miel, la miel de todas las abnegaciones. Las almas de la fe, las abejitas buenas, han fabricado en la herida del Señor miel de castidad, de humildad y de sacrificio. El Corazón de Jesús, hecho colmena, está lleno de miel. Jesús, en la gloria del Padre, entra sus manos en el panal de su pecho y muestra a la Trinidad y a los espíritus celestes, lleno de una complacencia infinita, esta miel olorosa y dulce, como el fruto más rico de la Redención y como el más selecto producto de su Doctrina.

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COMUNIÓN PASCUAL

Mañanita de Pascua. Domingo de Resurrección. Tienes toda la gracia de la primavera, los encantos de la juventud y las alegrías de la vida. Tú floreces en los corazones como un lirio blanco de carne que abriera sus pétalos después de una noche de tempestad. Ese lirio lo tengo yo en mi alma en este alborear del triunfo de la Resurrección. Mi alma es un invierno de angustia. El hielo que vino de la cumbre maldita del pecado secó el huerto de la inocencia, que un Divino Jardinero plantó en mí, y, ciego desde entonces para las claras transparencias, sólo se abren mis ojos a la luz turbia de los sentidos... Jesús está en el sepulcro. El Cristianismo ha muerto... La palabra de los Apóstoles enmudece, y los enérgicos conjuros de la voz nueva están soterrados bajo la losa, porque el mundo antiguo ha puesto en un solo y desesperado empeño todos los empujes de su irritación contra el Mártir.

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El genio de la luz negra, con sus legiones de espíritus, silogismos vivientes de la metafísica del mal, oprimen la losa con sus alas quirópteras, con sus pies untuosos y deformes, con sus manos potentes y frías, con sus testas bicornutas... El cristianismo ha muerto... Del triste sepulcro fluyen luces, misteriosas irradiaciones de un sol que, muerto a la tarde, surge por la mañana. Las huestes oscuras vuelan despavoridas; el ángel, con la punta de sus alas, tejidas con primaveras y con luz, rompe las resistencias sepulcrales, y la figura de Jesús, ardiendo en luz increada, brota de la tierra, como si toda la poesía de Dios se convirtiera en un salmo triunfal y ese salmo fuera el Maestro Sol que surge de la muerte... El Cristianismo no puede morir... Campanita que toca a gloria en la mañana azul de la Resurrección; todos los frescores del alba, la tranquila belleza del cielo, la luz de tu sonrisa de niño, la pureza de tu ambiente y el incienso de tu caricia, entran como un bando de golondrinas en el invierno de mi alma y resucito a la primavera con los ojos llenos de Jesús, a quien busco en la claridad del alba por el jardín de su Sagrario; lo encuentro al filo de la Resurrección, y es tan bueno, tan íntimo, tan Dios, que se arranca la carne de su pecho y la pone en mis labios para hacerme inmortal.  

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HURTO

FRUSTRADO

Yo soy el vino. Enciendo el corazón como una llama y pongo una corona de risas y de pámpanos en la frente de los míos. A los cobardes les regalo el gesto de los valientes; convido a los silenciosos con la maravilla inmaterial de la palabra; pongo alegre a los tristes, y, con luz de artificio, creo un resplandor de inteligencia que alumbra durante la fiebre de mi fuego la noche de los entendimientos oscuros... Yo soy el vino... Yo soy la Vanidad, respiración levísima de la soberbia, perfume del orgullo, aspiración vehemente de las almas, que reciben mis caricias dulces con los ojos cargados de placer; y soy tan vaporosa e impalpable, que me entro por los corazones para levantar suspiros.

 

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RESPLANDORES DE LA CRUZ

Hago vibrar las cuerdas invisibles de la sensibilidad; reclamo delicadamente inciensos del incensario del elogio, aromas de honores y aplausos de sumisión, y, cuando alguien me resiste, me entro inadvertidamente en el reino de las grandes idealidades y, confundida con ellas, me apodero de la llave misteriosa del tesoro de las lágrimas y hago pasar por legítimos mis llantos, porque lloro de amor, de lujuria, de ciencia, de humildad, de abnegación y de fe. Yo soy la Victoria. Yo pongo un beleño de adormecimiento glorioso sobre los ojos de mis contemplativos; y en la resolución de las dificultades trascendentales, en los empeños de honor y de patria, en la cima idealizada de todos los ensueños que se dejaron conquistar por el hombre y en la posesión espléndida de todo triunfo, hago brotar un deseo sutil e inconsciente de ser divinizado... Estas voces, traídas por la brisa, llegaban a los oídos de un romano cristiano y de un romano hijo de los dioses que, amistosamente, discurrían por los jardines olorosos de Salustio, y eran voces de un poeta anónimo que recitaba sus versos de oro en la umbría del boscaje, si más testigos que los rayos del sol, filtrados por la enredadera, y el gesto indiferente de una Juno de mármol que presidía una fuente de aguas verdosas, con criptógamas charoladas por la humedad y la luz.

 

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Seguía la voz: — Yo soy la Salud... Soy una hija del equilibrio y de la paz. Quien me posee puede ser feliz, porque todo lo que hay en mí es una invocación a la vida y sus esencias: ¡Vivir! Respirar con delectaciones inefables la vida, el aire vibrante de sol, la frescura del aire de luna y, en un deseo ingénito de unificación de realidades e idealismos, beberse el azul del cielo y su pedrería luminosa y eterna. Yo soy la Salud. ¡Salve, Madre generosa, salve, Vidal! Luego se dilató la voz del poeta, con todas las sugestiones de la sensualidad, en la gama de emociones y sentimientos de espíritu y materia, nuncios unos y consecuencias otros del incendio amoroso y creador.

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En la cumbre de todos los consuelos humanos, la voz anónima suspiró por la posesión del dinero, que suprime miserias, sonríe a las pasiones, pone un cristal de aumento en los méritos y permite beber, hasta hartarse, el licor de las aspiraciones sociales; y cuando el poeta no podía más, suplicó a los cielos la divina emoción del arte para gozar los bienes todos después de dorarlos al fuego de la belleza y el genio. Y dijo el romano de los dioses: —Esa voz del poeta es el idearium de mi filosofía de la vida. El placer es la ley. El hombre se ha hecho para gozar. El que goza cumple su fin. El dolor es un absurdo y una negación. En el Panteón me molestan Júpiter y Marte; soy admirador de Venus; amigo de Apolo; pongo rosas en la frente de las Gracias, y en el banquete me dejo acariciar de las bacantes y de Orfeo. El dolor, si existe, que carguen con él los esclavos y la piara. Y dijo el romano de Dios: —Al través del optimismo de tu sistema ideal se filtra el magno dolor de la vida. Tus palabras son el documento de su existencia. El dolor es una realidad abumadora, universal; el dolor, desgraciadamente, es rey.

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— ¿Desgraciadamente dices? —Desgraciadamente digo. Todo ha sido en el hombre creado para el placer y la paz, y, no obstante, no hay en el hombre más que dolores y guerra. Los ojos los hizo Dios para gozar la luz; el gusto, para suavizar los menesteres bajos de la vida; la sensibilidad, para los placeres legítimos de la emoción y de la carne; la lengua, para el brillar del verbo; la inteligencia, para la luz del mundo; el corazón, para calentar con la fe y el amor la rigidez del concepto y la idea, y el Universo entero, para servicio y recreo de la privilegiada criatura. Pero sobrevino la catástrofe moral de la caída humana, y en cada uno de los órganos y facultades, creados para gozar, se injertó un dolor, que, cuando no actúa, acecha; cuando no maltrata, advierte; cuando no oprime, preocupa. ¿No es esta la realidad experimental de cada día? —Así es; pero protesto de ella. —Esa protesta es una humorada de tu juventud. —Pero, dime: ¿hay en tu fe cristiana explicación de ese contrasentido? —Ya lo dije antes.

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— ¿Cuándo? —Cuando hablé de la caída humana. — ¿Dónde consta? —En la experiencia, en la razón y en el Libro. — ¿Qué Libro? —La Biblia. "Los dioses" pululan por la fronda poética de la "Eneida", la “Iliada" y los Cantos de "Esiodo"; pero Dios no vive sino en las páginas del libro único: la "Biblia". Cuenta el Libro que Dios hizo al hombre feliz, inmortal, rodeado de dichas. El Universo era su servidumbre; la mujer, su amor, y el Paraíso, su casa. No sufriría, no moriría; su paso a la vida sobrenatural sería un dulce tránsito. "Todo es tuyo. Eres el amo; pero de la fruta del Árbol del Bien y del Mal no comerás. Si no respetas mi precepto vendrán sobre ti la ruina, el dolor y la muerte." Y el espíritu del Mal se hizo verbo en la lengua del reptil, y su flecha de carne vibró insinuaciones misteriosas y resbaladizas del pecado: — "Comed la fruta del Árbol, y seréis como Dioses.

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Dios ha prohibido que la comáis porque os convertiréis en Dios. Ese es el secreto de su divinidad y poder..." Y la mujer se meció en la onda voluptuosa del mal y se le clavaron en el corazón, con las garras de los sentidos corporales, los deseos del más grande desorden de la vida. Quiso desbancar a Dios, ser como El, y, al abrir sus labios de rosa para comer la fruta, surgió en el mundo el delito, el más grande de todos los delitos de la Historia: hurto frustrado de la Divinidad... Fué un prodigio de soberbia, un emporio de ingratitud, un colmo de rebeldía, un abismo de sensualidad y de placer. Se abrieron las cataratas del dolor y de la muerte para los que habían querido sorprender la vida infinita de Dios y el placer supremo de la Divinidad, y a la pareja prevaricadora se le convirtió el Universo de palacio, en cárcel, y el dolor se hizo rey... En la justicia de Dios iba envuelta la suprema pedagogía de su intento. El dolor había ingresado en el mundo; más no como castigo, sino como una terapéutica moral, como una medicina redentora.

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Fueron la soberbia y el placer la causa de la caída, y sus contrarios, la humildad y el dolor, habían de aparecer como la única exaltación posible. —Entonces, habrás de convenir conmigo y con mis Afroditas, filósofos epicúreos y poetas saturnales, que el dolor es un mal. —Es un mal; pero necesario para remontarse al bien. Es la llave de los eternos placeres de Dios. Por el dolor, medicina humana, quedará nuestra naturaleza limpia de la miseria de la caída y purificado el pensamiento, separadas de la voluntad las escorias del mal, como un bando de aves negras y nocturnas volarán de nuestro corazón los pecados capitales, y estaremos aptos para la inmersión en el lago infinito de la luz y del placer. — ¿Y dónde está la concreción viviente de esa doctrina, la unidad hecha carne para mostrar su eficacia; dónde el Homero de esa Odisea y la expresión ordenada de su contenido en el tiempo?

 

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—La unidad hecha carne, en Cristo; la Odisea de la doctrina, en el Evangelio, y su expresión en el tiempo, en la convivencia espiritual de las almas, según el beneficio de una lluvia sobrenatural que viene del Cielo, y es Gracia, y se recoge en las fuentes de la Iglesia por un magisterio perpetuo, y es Amor. —Tu doctrina no me convence, pero me preocupa... —Esa preocupación es el signo de la lucha que empieza en ti. Las tinieblas y la luz tienen ahora mismo un fiero combate en la arena de tu alma... Toma, hermano; cuando te oprima el círculo de anillos escamosos del reptil de la caída, pon en tus labios y en tu pecho este amuleto nuevo y único. Era una cruz pequeña, y el Maestro agonizaba, retorcido en el trono imponente del dolor...

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FRANCISCANO Es un pinar ligeramente acariciado por la brisa. Por entre los pinos se contempla el mar. Debe ser Italia, por el color adriático del agua, y debe ser la Edad Media, porque en la lejanía he visto un cazador, vestido como los señores del Triunfo de la Muerte, de Orcagna, en el cementerio de Pisa. En el bosque de pinos hay un hombre de rodillas. ¿Lo rindió el cansancio?... Los ojos tiene adormilados, la boca ligeramente abierta, la frente pálida y los brazos extendidos hacia el cielo. La interesante cabeza, algo caída sobre el pecho, regala a éste con la lluvia de unas lágrimas dulces, dulcísimas... No, no lo rindió la fatiga; más bien pudiera decir que lo ha rendido Dios. Dicen que es un loco; dicen que es un pobre; dicen que es un santo. Loco, porque hace locuras de amor; pobre, porque al maltratado cuerpo ni lo alimenta ni apenas lo viste; santo, porque le han visto fraternizar milagrosamente con las bestias rabiosas del monte.

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En las palmas de las manos y en las plantas de los pies tiene unas heridas sangrientas y misteriosas. También tiene herido el pecho. En el confín en que el mar y el cielo se besan aparece una ligera nubecilla que, a poco, va tomando formas definidas... Ya se ve claramente que avanza por las aguas un carro, tirado por nereidas y tritones, como aquel que en la Farnesina pintó el mago de Urbino. De pie, en el carro, viene un Genio; el laurel de la sabiduría le corona; la toga, amplia, azotada por la velocidad, le dibuja el noble pecho; las sandalias trae saladas por las espumar del mar, y en la tranquilidad de los ojos, llenos de luz, y en la augusta placidez del semblante tiene la expresión de un equilibrio inmortal. Es la Grecia, que envía a Platón para que converse con Francisco de Asís. El carro queda en la playa. El filósofo sube al ligero promontorio, donde, entre pinos, está desmayado el hombre de Dios. —Ave, Francisco. Un alma que dio flores hace diez y siete siglos te saluda. La Ciencia saluda al Amor.

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—El Amor es la Ciencia—dice Francisco, volviendo de su arrobamiento. —He venido para completar el sistema de mi tesoro ideal. Plotino, con esfuerzo brillante, y Agustín, con los resplandores de su genio, enaltecieron mis ideas, haciéndolas intelectualmente cristianas. He venido, porque quiero algo más; mi corazón es todavía pagano... Quiero conocer a un hombre-representación... Dicen que eres... —Soy el pobrecillo de Cristo, y te recibo con mi paz, hermano filósofo. La toga blanca y el sayal de color de alondra se confunden. Francisco dice: Cuéntame tus cosas. Platón dice: Yo soy Sócrates hecho sistema, hecho orden, hecho ciencia. Yo soy la encarnación del supremo triunfo a que puede llegar la razón humana por sí sola. — ¿Sola la razón, hermano sabio? —Sola la razón, hermano santo. Óyeme, Francisco. Yo creo que mis Diálogos son el Evangelio de la inteligencia del hombre. Cuando mis compañeros los pensadores todos de la Historia quisieron abarcar a Dios, al Mundo, al Espíritu y a la Moralidad, y no tuvieron en la empresa más instrumentos que la razón, jamás concibieron nada parecido a mis Diálogos.

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Yo soy el Fidias del entendimiento, el Homero de la intuición y de la luz, el Demóstenes de las ideas. Yo soy Grecia iluminadora e iluminada… Y tú ¿qué eres?... — ¿Yo? La más pobre criatura de la tierra. Dime lo que has hecho en el mundo, hermano... —Mira, Francisco, yo descubrí que toda cosa tiene algo esencial y permanente: la idea. Como las ideas son eternas, no están en los fenómenos más que participadas. Todas ellas viven un mundo superior. El sol de ese mundo superior es Dios, y la expresión de los tipos eternos de los seres, el Verbo. Las almas son los seres más perfectos. La parte superior de las almas es la razón. El amor es un delirio divino. El bien absoluto es la esencia de Dios, y el bien humano consiste en asemejarse a Él. —Hablas maravillosamente, hermano sabio. Cualquiera te creería un hijo de la Cruz. Parecen tus afirmaciones, más que razonamientos, profecías... Pero dime, hermano, ¿mejoraron tus ideas a los pueblos, fueron ellas exaltaciones de las almas de los hombres?

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— ¡Oh, no! Mi doctrina fué una página de oro que yo grabé sobre las concepciones socráticas. La página se olvidó. En las oscuridades de la vida no creo que se alumbrara nadie con ella. -—Bendita sea. Platón, la humildad y bendita la pobreza. La obediencia es un sol del cielo moral. Ellas, por virtud de Dios, pueden hacer que circule la sangre en tus ideas y convertirlas, de bellas especulaciones, en realidades vividas. El sacrificio purificará tu verbo. Lo bueno que hay en ti vivirá eternamente, porque un amor nuevo hará arder tus candelas, no en holocausto de un dios mental e inconcreto, sino delante de un Dios vivo y real. — ¿Cómo, cómo, Francisco? —Humedeciendo amorosamente, prácticamente, tu sabiduría en una gota de sangre del Cordero Jesús... — ¿Quién?... —Dios mismo, y por Él y en Él, alguien que vendrá pronto a hacer circular las lágrimas y los amores humildes por el canal luminoso de una sabiduría conmovedora... Buenaventura es un elegido de Dios... Buenaventura acabará la obra admirable de Agustín…

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Agustín te ensanchó la filosofía. Buenaventura te agrandará el corazón.,, —Tanta gratitud me inspiran tus palabras, que quisiera llamarte maestro... —Llámame hermano. —Pues bien, hermano Francisco, te lo suplico en nombre de esta dulce amistad de las almas, háblame de ti mismo. — ¿De mí? —Sí, de ti, hermano, por amor. —Por amor, siempre... Yo era vanidad y mundo. La juventud espoleaba mis pasiones. Un día, preocupado de un sueño raro, cabalgaba para distraer mi tristeza, cuando salióme al camino el espectro viviente de un leproso. Sentí un asco invencible; refrené al animal para volver y huir; pero hirióme de repente el recuerdo del sueño, y, avergonzado de mi villana cobardía, bajé del caballo, abracé al pobre y en los tubérculos leonados que le comían la cara besé con todo mi corazón. Al tratar de repetir el abrazo, el pobre había desaparecido. Se esfumó como un sueño... Te conjuro, maestro griego, a que creas que el leproso era Jesús... Desde aquel día se metió el Nazareno en mi alma y en mi vida.

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Bajé con El a mi conciencia y me vi miserable. Al verme miserable, me sentí pobre, gusano, nada... El metióme en el pecho un ascua de deseos inmortales, unas encendidas brasas de amor de Dios... ¿Amastes tú así?... — ¡Ah, no! Adiviné, pero no amé con amor de ascuas. Y continúa Francisco: Yo nunca tuve ciencia. Soy menos que un esclavo... Un día abrí mis brazos, cerré mis ojos, voló mi alma, subí hasta Dios, Lo vi, nadé en su esencia, gocé su gloria, aprendí su misterio y, desasido de todo mi ser, me Confundí con El... Cuando de la Vida volví a esta muerte del vivir, traía como un tesoro la ciencia Suya, la Eterna, la Única..., y, como fórmula práctica derivada de ella, corría por mis labios un rio de miel para llamar hermanos desde los ángeles y el sol hasta los gusanos y la muerte. —Sigue, sigue... —dice Platón. —Así, pues, desde la nada subí a Dios. En Dios encontré la Ciencia, y no hay más ciencia que el Amor. El Amor es la verdad. Bienaventurados los humildes que saben, sin más recursos que la sencillez y la gracia, beber de un solo trago toda la ciencia de la vida y de Dios...

 

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Mira, hermano: cuando yo subí a Él, llevaba mi corazón vacío de mí mismo; cuando bajé era un ánfora llena del vino perfumado de la eternidad. El secreto de la plenitud de toda ciencia es la humildad. El Señor, Jesús, se complace en hacer estatuas de serafines con el barro de nuestras humildades. Francisco suspira y llora. —Me conmueven tu palabra y tus lágrimas, Francisco... —Es que tu amor, sólo de ideas, va a poner sus reales en tu corazón. Lo pensado empieza a ser sentido. Tu mente se hace realidad. Cuando acabes de aceptar la Cruz del Único Maestro, verás claro que todo pensamiento que no está lleno de amor es una fórmula seca... La humildad es la musa de la vida; pero la abnegación es el camino de la humildad. —Será el camino, pero siento invencibles dificultades naturales para abnegar la razón. La razón es la reina, y por ella somos hombres y somos filósofos. Abnegar la razón es morir. —O vivir, porque si no entregas tu razón a Dios estás en posesión de ella con todos los errores y limitaciones humanas, es verdad; más cuando la das al Señor, en el seno de la Ciencia Infinita, la razón se liberta de sus enemigos: la oscuridad y el error.

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Tú le ofreces a Dios una fruta con daño, y Él te la devuelve hermoseada y olorosa. Abnegar la razón ante Dios no es perderla, es divinizarla. Platón, con cierta tristeza, dice: Todo eso es, Francisco, de una belleza inefable, pero mi razón te resiste... ¡No puedo!... ¡Perdóname, hermano!... Francisco dice: ¿Perdón? ¿De qué? ¿Perdón? Amor. ¡Oh, eres grande y eres limpio! Lo mereces todo. Sea... Sea, por amor de caridad. Platón, rey de la razón natural, luz de la sabiduría, mira, hermano... Francisco entra en éxtasis, y las tórtolas y los halcones, el cordero y el lobo, el águila y las golondrinas, vienen en la suave paz de una fraternidad de paraíso a adorar al Señor en la humildad del siervo. No hay pasión ni instinto que resista la sencillez de Dios. Cada pino del pinar, hecho arpa, pone en el ambiente el perfume musical de la armonía eterna. El hermano sol baña, en la infinita poesía de la tarde, la infinita belleza del momento, y voces celestiales cantan:

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OBEDIENCIA es humildad de la voluntad; POBREZA es humildad del gusto; CASTIDAD es humildad de la carne. ¡Hosanna al loco de Asís, que, desposado con la pobreza, le nacieron dos hijas: la castidad y la obediencia! En el cielo de la tarde vibra el incendio amoroso de la gloria, y Platón, llorando el llanto del amor verdadero, vuelve dulcemente sus ojos luminosos al mar, y exclama: — ¡Oh, nereidas, tritones y genios marinos, fauna gentil de las imaginaciones de mi tierra, id a la Grecia pensadora y, besando de mi parte aquella flor de acanto de mi patria, decidle que Platón no volverá allá! Está crucificado con los humildes... Se ha hecho franciscano...

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LUCHA DE AMORES El monte Albernia es el calvario franciscano, porque allí un serafín crucificó a Francisco; pero es también monte Horeb de diálogos divinos y Tabor de transfiguraciones gloriosas. El noble Orlando lo regaló al pobrecillo de que lo aceptó como un don de Dios, porque pocos lugares tan a propósito habrá en la tierra para abrir la flor del corazón y mandar a los cielos el perfume del arrepentimiento o la aurora blanca de la inocencia, como esta solitaria cumbre apenina, con barrancos donde no penetraron más que ariscos animales y ventisqueros donde no pudieron sino las águilas y las nieves. La mole de sus peñascales, con precipicios, desgarraduras del granito, con bosquecillos de impenetrable confusión y balcones que atalayan brumas azules del Tirreno y brumas románticas del Adriático, tiene honor de que el Arno y el Tíber acaricien sus faldas, que ya es honor, porque beso que el Albernia da en las aguas del Arno pueden recibirlo, río abajo, Florencia la bella y Pisa la medioeval, y suspiro que el monte ponga en las aguas del Tíber pasará por debajo de los puentes de Roma y se convertirá, cuando toque los muros de la Mole Adriana, en una elegía del pasado inmortal...

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En una espléndida noche de verano, Francisco conversa con su inseparable compañero fray León. Hablan de la maravilla del cielo y del magnífico concierto de las estrellas, gloria luminosa de la noche, y el Albernia, para oírlos, ha suspendido el monólogo de las aguas en el abismo, el murmullo del aire y los ecos misteriosos de la montaña. —Padre, cuando hablas, las estrellas mismas escuchan tus alabanzas al Señor y tus requiebros a las criaturas. Mira aquélla tan brillante que parece una paloma moviendo las alas... ¿Será el Espíritu Santo, padre? —No es el Espíritu Santo, pero tiene el Espíritu de Dios. Es Sirio, que viene ahora por las madrugadas a triunfar en el cielo... ¡Salve, Sirio, hermana estrella, bendita seas! — ¿Y aquel lucero grande, con la luz quieta, que no parece sino que se quedó embobado al oír tu palabra?... —Es Véspero matutino, anunciación tranquila del día, que pronto Vendrá.

 

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Mi estrella, hermano León..., es la mía. Prólogo sonriente de la mañana y epílogo meditador de la tarde, es Véspero el paréntesis de luminosa poesía, entre cuyos brazos está encerrada la vida. Mi estrella es el alma de los dos crepúsculos... —Padre, ¿dónde están el Boyero, las Marías, el Toro y el León?... ¿Y esa nubecilla larga y estrecha, pegada siempre en el cielo, que será? — ¿Qué piensas tú que sea? —Yo no sé... Boberías... Una mujer de Fiésole, echadora de suertes, que lee unos manuscritos muy viejos, contaba una noche en Asís que ti cochero de los dioses, Faetón, volcó el carro del sol, y como los caballos lo siguieron arrastrando, se hizo ese caminito blanco allá arriba. Pero eso de los dioses es un sueño... En cambio, un pastor de Perugia contaba que cuando murió el Señor se rompió el cielo en dos pedazos, y que esa nubecilla es la pegadura que le hicieron los ángeles… ¡Vaya usted a saber!... —Cuando murió el Señor se rompieron los cielos y la tierra, es verdad, hermano; pero esa nubecilla no es una compostura;

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Es uno de los tesoros de la riqueza de Dios, que tiene preparado un infinito de mundos para cada uno de los designios de su amor. A este punto iban el santo y su amigo en el diálogo, cuando en la soledad de la montaña y en el silencio de la noche surgió el canto inefable de un ruiseñor. Francisco y León enmudecieron, gozando la gloria de la melodía natural. —Contéstale tú, hermano León, anda. —Yo no, padre; tú que tienes una voz sonora puedes hacerlo. Y Francisco de Asís, el poeta, el santo, el humilde, perfumado de altísimas esencias y encendido de Dios, cantó: Yo te saludo, hermano ruiseñor. Eres gala y prodigio del Altísimo. El ruiseñor contesta con motivos de flauta, preparadores de un trémolo inspiradísimo, para lucir luego una lluvia de gotas de cristal y oro, que levantan en el corazón del Santo ráfagas de la gracia y ternura de Dios. El santo canta suavemente: Tú alabas al Señor y le ofreces música, nido y amores... Haces bien. El Creador de la noche puso estrellas de luz en el cielo y estrellas de sonidos en el bosque; tú eres el Véspero de la melodía, como la estrella es el ruiseñor de la luz.

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Alabad, pájaros y estrellas, a mi Amado; alabadle en un coro de belleza única, donde rimen el sonido y la luz un cántico nuevo al Señor... El hermano León ha volado a Dios en un éxtasis regaladísimas mieles, y el pajarillo contesta al santo con un prodigio de misteriosas armonías que le nacieron en la garganta una noche en que por vez primera sintió la imperiosa necesidad de cantar para ser oído. Una noche en que puso su corazón y su arte en un rayo de luna para alumbrar con él a una compañera que en la solitaria umbría... San Francisco, inspiradísimo, sigue el torneo en que el trovador de la naturaleza y el de la gracia ponen todos sus amorosos empeños, en Laudes jamás escuchados, para exaltar la gloria de Dios; y mientras más se sublima el cantor agreste, más se sublima el cantor humano; pero la emoción le va quitando insensiblemente las fuerzas al poeta de Asís, que, pleno de finísimas humildades, concluye por exclamar: Venciste, ruiseñor, venciste... No puedo más... Tú has nacido para cantar y remontarte al cielo, y a mí la miseria humana me deja en tierra...

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Yo te saludo, cantor hermano, que eres gala y prodigio del Altísimo... San Francisco se deshacía en llantos de amores, y el ruiseñor, sólo y sin competencia, llenaba el silencio de la noche con el triunfo de su música; pero a poco vino la aurora, y, a poco, el hermano sol. El vencedor del torneo enmudeció rápidamente. San Francisco seguía llorando... La humildad del Patriarca daba la victoria al cantor de la selva; pero el hermano León, que volvía de su excursión por el cielo, pensaba de este modo: ¡Oh, padre! Cuando concluyó tu canto con tus fuerzas, la música de tu amor se hizo lágrimas. El ruiseñor se fué cuando vino el día, y tú lloras aún... La palma es tuya. Bienaventurado el llanto humilde, eterna melodía del amor de caridad. ¡Oh, monte Albernia, monte Albernia! Por estos prestigios y maravillas, por este oro bruñido de tu historia, eres cumbre del amor y resplandor glorioso de la cruz del Calvario.

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LA GLORIA Era un joven sacerdote que, después de rendir homenaje al Dios de la Gracia, ponía los anhelos de su vida en descorrer algo el velo de los misterios de la Naturaleza para adorar en ella al mismo Dios que, si en el Sacramento redime, en el Universo crea. — ¿Cuál creéis, padre Leonardo, que es la finalidad de la vida?—le preguntaba un compañero. —La vida tiene un fin primordial, que es la gloria de Dios... Dios no es un solitario forjador de mundos, que los crea y los desprecia en un rasgo de olímpico desdén, no. Dios es un guardián divinamente celoso de su obra, en la que hace florecer todos los días la fecundidad de sus amores. El padre Leonardo había subido por la mañana al picacho de la cordillera, y, ya próximo a la región de las nieves, había tendido ansiosa la mirada sobre la plenitud del mar que, allá abajo, en la bruñida superficie atlántica y verdosa, repartía el tesoro de las espumas como si decorara su manto con las lises blancas de la realeza.

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El compañero naturalista, sugestionado por la luz del mediodía, cayó en un sueño que le endulzaban la frescura del ambiente, el perfume estival de los árboles de la serranía y el murmullo de las aguas recién salidas del ventisquero. El padre Leonardo paseó los ojos por el cielo, el sol y las nieves, y vio a sus pies el precipicio de la sierra, que iba a hundirse en el mar. El buen sacerdote, arrodillado en plena naturaleza, se sintió llenó de la emoción de las criaturas, y por ella, como por una escala de luz, subióse en un vuelo misterioso a la infinita poesía de Dios. El pobre corazón sin ritmo, los ojos medio cerrados, los labios ligeramente abiertos, las manos rígidas, orientadas a la altura, y el imperceptible suspiro, que era como una brisa dormida que venía de los jardines de su imaginación, eran todas señales ciertas del viaje del padre Leonardo a los dominios eternales de Dios. La figura negra del sacerdote en éxtasis, alargada por la óptica multiplicadora de la altura, parecía una agresión a la suavidad serena del paisaje; lo parecía y lo era, porque en el pensamiento del contemplativo una violencia sobrenatural forjaba el rayo vidente, para el que no tenía resistencias el orden natural, ni secretos el reino de Dios.

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Aquello que el padre Leonardo admiraba en su éxtasis debía ser la Gloria. Allí había una plenitud de gozo para cada una de las facultades del alma. ¿Qué veía él con la inteligencia? Veía la Cátedra formidable en que Dios, Catedrático eterno de sí mismo y de su obra, explicaba el contenido del Universo con un orden de mostraciones que eran como la metafísica de la luz, y pasaba ante los ojos y el entendimiento del sacerdote extático la red inacabable de leyes y misterios creadores, reducidos a una unidad que tenía caracteres divinos. Los electrones, primogénitos de Dios en la creación material, lanzados por la energía divina, determinaban la materia única, y ésta, agitada por velocidades, choques y vibraciones diferentes, se manifestaba en toda la variedad inorgánica que hay desde las montañas y los mares al centro de la tierra y desde el sol hasta el confuso enjambre de luceros de las nebulosas.

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Asistía el sacerdote, absorto, a la lección en que las divinas manos organizaban el mundo vegetal, infundían sensibilidad a los animales, esculpían al hombre y le regalaban el alma... El capítulo del Génesis dice que Dios creó el mundo, pero el Catedrático divino de la Gloria explica, en inacabables, sublimes lecciones, cómo lo creó. El gozo suspendía de placer las almas de los felicísimos oyentes, que participaban de la claridad del Maestro, cuando éste enseñaba en la soberanía de su Cátedra, antes que la creación del mundo, el fiat maravilloso de los ángeles y el impenetrable reparto de los tesoros de la Gracia. El placer de la inteligencia convertía a las almas en pura luz, cuando el Catedrático mostraba en continuas visiones las zonas infinitas de la infinitud de su propio Ser, desde el cual la historia de la Humanidad tenía la representación fugitiva de un relámpago y el Universo era una partícula invisible. Al mismo tiempo que estas claridades colmaban la facultad inteligente, surgía del pecho del Padre la figura del Hijo, y del Corazón del Hijo volaba el Espíritu que, al agitar sus alas, producía en la Cátedra incomparable una embriaguez divina; y la voluntad, llena de amor, vertía en la sensibilidad de las almas el perfume de Dios, que, porque una vez regaló a la tierra con sus esencias, se ennobleció la pobre vida de los hombres con el amor de las madres, el suspiro de los enamorados y las inquietudes de la creación artística de la belleza.

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Dios era visto por el padre Leonardo como la Verdad y la Emoción; luego podía pensarse que el amor no es más que la verdad emocionada, porque el amor humano no era sino aquella gota del perfume caído de la Gloria. Los placeres tenidos en la visión gozábalos el vidente sin ley de tiempo ni espacio, pues todas las creaciones divinas llegaban a él simultáneamente, en síntesis incomprensibles para la inteligencia humana... El compañero del sacerdote, despierto de su tranquila siesta, pudo ver todavía al padre Leonardo con los brazos hacia la altura, el rostro flameado y los ojos radiantes de lágrimas. — ¿Qué es eso, mi buen padre? — Rezaba... — Y llorabais. — ¡Pobres lágrimas mías! — ¿Llorabais de dolor? — ¿Acaso no se llora de amores también? — ¿Y la ciencia, no tiene sus lágrimas, padre? — Cierto; la ciencia llora cuando es hermana del amor.

 

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Para los que se bañaron en la embriaguez de Dios, la ciencia verdadera de los hombres tiene un modesto fulgir. La humildad, hija de la verdad, vive con ella en las cumbres de la ciencia y del amor, y de esas cumbres viene el resplandor de la cruz redentora. A medida que, con voz desfallecida del sublime cansancio, iba el padre Leonardo desenvolviendo sus ideas, la brisa del mar, el hielo de los picachos inmaculados y las oropéndolas de los pinares le refrescaban la frente con sus besos... El sacerdote dejó entonces caer nuevamente en los oídos del compañero la verdad inmutable que contenían estas palabras: El fin principal de la vida es la gloria de Dios. Su verbo olía a inciensos de la Jerusalén celestial.

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LA ESPOSA Sor Margarita era una joven santa. Sor Paula era una prudente abadesa. El Monasterio era una arca de santificación. Sor Margarita cuidaba, en el recreo, las flores del jardincillo. — ¿Es pecado amar mucho las flores, madre Paula? — Amar mucho, sólo a Dios. — Yo siento algunas veces deseos de hacerme flor. — Flor de Cristo eres... Las flores halagan los ojos. Los ojos se han hecho para ver; pero si se cierran los ojos, vemos más. — Yo creo, madre, que las flores son mis hermanas... — Bien, hija. Esas flores, las de este jardín, tienen un jardinero celestial, que las cuida, no para tu gusto, sino para tu victoria...

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Una noche... La noche siempre es augusta. Una noche, la luna llena entra por la ventana de la celda de sor Margarita. La monja, en el silencio solitario, mira al jardincillo y al cielo. El cielo es un abismo azul, que tiene atracciones irresistibles: la Stella Matutina es blanca y tranquila; Marte se alumbra con un farol sangriento; Cástor y Pólux son los ojos de un genio sideral; Sirio, una palpitación azulada; el Camino de Santiago, el polvo levantado por una legión divina, y el paralelógramo de brillantes de Orion debe ser una heredad cercada, para que no se escape el rebaño blanco de su nebulosa, ni las tres princesas encantadas que viven en el centro de aquel paraíso. La bendita del Señor, en las alas contemplativas de su virginidad e inocencia, suspira por un amor eterno que le alumbra el alma. En su corazón es también luna llena. Por la espesura del jardín suena inesperadamente un laúd melancólico, tristón.

 

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Una voz lejana de complicada emoción llega hasta sor Margarita. La música es acariciadora y susurrante; trae palabras bellas: besos, amores, Sulamita, ambrosías, gloria, morir... A tres pasos de la ventana surge arrogante mancebo: pluma de oro en el capacete rojo, espada al cinto, capa corta y expresión viril y altanera. La luna le incendia la pluma, la capa, la espada y los ojos. —Yo soy el lirio de los valles. (Todos los lirios del jardín se ponen mustios.) Yo soy la vida. (A lo lejos aúlla lenta y doloridamente, un perro.) Yo soy el amor. (Detrás de las tapias se oye el chocar de las espadas en duelo.) Soy el objeto de tus suspiros, adorada mía... El calor de los besos que me niegas me abrasa, tórtola, palomita... Tu carne blanca y rosa, el marfil, la palidez de tu frente, el brillo de tus ojos y la emoción de tu pecho..., todo es mío, mío... La monja hace esfuerzos mentales sobrehumanos para escapar a la salmodia de seducción. —Margarita mía: Yo adoro tu cuerpo y no admito que lo destruyas. Quien te hizo, te hizo bella, fragante, espléndida... ¿Por qué la penitencia? Bien está la plegaria mística, amorosa; bien está.

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Pero la barbarie del cilicio subre tus curvas de diosa; el grosero azote de la disciplina sobre tus espaldas triunfales; el ayuno destructor sobre tu vientre jónico, irritan mi vida, desesperan mi amor... No, no será. Algún ignorante ermitaño, embrujador de vírgenes tontas, inventó la penitencia como una ofensa a quien te hizo como te hizo... Por la ventana de la celda entraban flores desconocidas, sofocantes, embriagadoras, que, con inteligente voluptuosidad, buscaban los ojos, los labios y el cuello de la virgen. El galán, exaltado, era todo suavidad, y la monja peleaba, defendiéndose en las murallas de su corazón, porque la carne de Eva, siempre gloriosamente vencida por la virgen, se presentaba ahora ante el trono de la razón cristiana con la exigencia de no sé qué derechos... El momento es formidable y decisivo. La virgen es fuerte; pero debajo de su pureza tiembla el cuerpo como si todo él estuviese montado en el lomo nervioso de una serpiente colosal. La libertad de sor Margarita poco a poco va cayendo en prisiones. Ya no se bate en las murallas de su corazón; ha tenido que irse más adentro.

 

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El mancebo silba mieles de inquietud; mieles de zozobra, miel y veneno juntos. La virgen del Señor se refugia en lo más íntimo, donde tiene el relicario para una Hostia blanca que le dan todas las mañanitas. Allí encuentra una suprema energía, y, alargando sus manos de marfil por fuera de la reja, coge una rama seca de rosal, que tiene uñas como garras, y, haciendo una tosca corona de espinas, la pone sobre sus sienes y martiriza la pálida frente. Hilos de sangre surcan el noble rostro y bermejean en el monjil. Al pasar la sangre por los ojos se reúne con sus hermanas las lágrimas, y en el momento de juntarse una estrella del cielo se pone grande como un sol; luego, como miles de soles, y en su centro de resplandores de gloria baja hasta la humildad de la celda el más Hermoso de los Hijos de los Hombres. —Yo soy el lirio de los valles; yo soy la vida. (Todos los lirios del jardín resucitan.) Yo soy el amor. (Los ruiseñores cantan el himno inspirado de la noche y la luna.) Yo soy el objeto amoroso de tus suspiros. (Las flores llenan el ambiente de castísimas esencias.)

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Sor Margarita dice: —Tus amores son, Esposo mío, más sabrosos que el vino. Tu nombre es bálsamo derramado. Manojito de mirra eres para mí... Jesús dice: — ¡Qué hermosa eres, amiga mía! Heriste mi corazón con una sola mirada tuya. Tus labios son un panal de miel. Huerto cerrado, eres hermana mía, esposa. Vergel de granados y manzanares, nardo y azafrán, caña aromática, cinamomo y áloe. Retírate, ¡oh Aquilón! (el mancebo se disipa entre los fantasmas de la lejanía), y ven tú, ¡oh Austro, a soplar en mi huerto para esparcir sus aromas por el mundo! (Un ángel coge todas las flores del jardín y las llueve sobre sor Margarita como bendiciones del cielo.) —Ven, esposa mía; ven, y serás coronada; ven, desciende del Líbano y de las cumbres del Sanir y el Hermón, guarida de leones y montes de leopardos...

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Sor Margarita se acuesta en el pecho del Amor, y se van juntos los Esposos, mientras los ángeles cantan suavísimamente: —Hijas de Jerusalén: Por los cervatillos de los montes y los corzos, os conjuramos no hagáis ruido para no quitar el sueño de la esposa que duerme en el Señor... Al amanecer, sor Paula decía, llena de inspiración, señalando a sor Margarita, muerta, coronada de espinas y en un lecho de flores: —Ved, hijas: La locura de la carne fué sofocada con las espinas del sacrificio, y vinieron las flores para festejar la victoria. También vino el Amor.

 

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DEMOCRACIA

Dios creó al hombre en condiciones de admirar, aplaudir y amar todo lo que fuera alto y excelso. Pero vino la caída de la Humanidad en el pecado, y desde entonces nos molestan todas las superioridades, todos los sobresalientes, todos los de arriba. Hay una mujer bella, un hombre sabio y un señor rico ¡Ay de ellos si no bajan de su belleza, de su sabiduría y de sus dineros para humanizarse, humildizarse, con las que no son bellas, con los que no son sabios, con los que no son ricos! A una mujer bella que no desciende a las demás mujeres, éstas la admiran, pero la odian casi inconscientemente. Al sabio y al rico que no descienden y se humillan y democratizan, los que no somos sabios ni adinerados podremos admirarlos también, pero sin darnos cuenta queremos verlos derrotados y vencidos. ¡Ah, pícaro gusano de la caída, que no puedes digerir ninguna grandeza que no se emulsione antes con tus debilidades! Así somos; mejor dicho, así estamos; porque por naturaleza, fuimos creados originariamente de otro modo.

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He aquí el consejo que yo daba a una señorita muy guapa: Obre usted de tal manera que no le tengan antipatía las feas... Todo esto es una verdad tan exacta, que Dios no se manifiesta al mundo en su trono, con sus ángeles, con su gloria, con sus potestades e infinitud. El hombre caído, el hombre pecador, hubiera concluido por molestarse de Dios. Dios se manifiesta a los hombres, a la vida y a la Historia hecho gusano de la tierra, sangriento en una cruz, lleno de llagas y de ignominias. El Calvario es un golpe sublime de la democratización divina. Es Dios, que se emulsiona con todas nuestras debilidades para que podamos digerirlo los gusanos caídos... Dios da de sí una augusta y solemne democracia. Crea el sol para todos; la luz, el aire, el agua y la muerte para todos; y también el sueño, el divino sueño, al que puedo definir como una ración de democracia que nos da Dios a los hombres todos los días, porque mientras dormimos no hay príncipes, ni sabios, ni grandes, ni pequeños, ni pobres, ni ricos...

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La altura, la cumbre, también es una creación divina para dar lecciones de democracia, porque desde ella todos los hombres somos vistos iguales. Poco más, poco menos, iguales, hermanos... Que uno tiene un poco de luz y se llama Newton, y otro un poco de genio y se llama Napoleón, bien; desde arriba, desde la altura, todos iguales. Las diferencias las creamos nosotros aquí abajo. En cambio, la visión desde lo alto, el agua, el aire, el sol, la luz, el sueño y la muerte, creaciones directas de Dios, tienen una inmensa consoladora democracia. No conozco en el mundo realmente más que unos hombres que los demás aceptamos sin envidias: los santos. Pero es porque, para hacerse santos, han tenido que dimitir toda singularidad y distinción; han tenido que ponerse todavía más bajos que el plano donde vive la gran generalidad de las gentes.

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Los santos, para serlo, han sido más pobres, más sufridos, más pacientes, más humildes que nadie, y por eso vencen siempre en el corazón del mundo, porque Dios ha querido que sólo negándose y humillándose se distingan eternamente de la gusanera general. Hay, pues, un término nuevo que unir a la enumeración de las grandes democracias: la democracia del santo. En el mundo de los hombres que yo vivo, y que yo siento, no conozco más democracias legítimas que las dichas. Todo esto lo decía un anciano que llevaba un nimbo de cabellos blancos en la frente, mientras subía la áspera, la difícil cuesta de la vida. Allá arriba me sonaron sus palabras a eternidad, y yo las recogí como un resplandor de la cruz del Calvario.

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LA AMBICIÓN La hermana Caridad que cuida a las ancianitas quiso darles una convidada de sol, y en una tarde de abril se las llevó al campo. Aquellas viejas, sarmientos de la vida humana, venerables como una tradición y recogidas como un dolor tranquilo, al sumergirse en la ola de oro y de perfumes de la tarde, sintieron el contacto misterioso del renacer primaveral. Cada una es una historia. Habían sido esposas... ¿Dónde estaban sus hombres? Habían sido madres... ¿Dónde estaban sus hijos?... Pero no; ahora no tenían tristeza; la libertad y la luz se habían dado un beso, y nació la alegría. Las viejas estaban contentas; charlaban, jugaban, eran niñas, y la hermana Caridad, como una golondrina con las plumas de la toca, blancas, con las plumas de los hábitos, azules, volaba alrededor de ellas, mimándolas, acariciándolas y poniendo en el hombro dolorido de cada una unos amores que alivian el peso bárbaro de la cruz de la vida.

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Y llegaron a una montaña muy alta. Las viejas no pudieron subir. La golondrina, con una sonrisa infantil, ascendía sola por la falda del monte, y las mujeres alborotaban, jubilosas, cuando la hermana les tiraba desde lo alto las flores que iba encontrando en la ladera. Flores pálidas de los jarales, gualdas de manzanilla y violáceas del romerito, que ahora está en el triunfo de su castísima floración. —Mírala—decía una de las ancianitas—; mírala allá arriba, que es más buena que el pan y más bonita que el sol... Era aquella la montaña famosa. Un día el espíritu de la tentación, que tiene alas membranosas de murciélago, luz negra en el pensamiento y un frío eterno en la voluntad, prendió en su velamen de quiróptero al Maestro Jesús, y llevándolo a este monte, desde donde se ven todos los reinos de la tierra y todas las glorias del mundo, le dijo: Todo esto será tuyo si caes a mis pies y me adoras.

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El Maestro lo rechazó, y vinieron los ángeles a servirle. Tal era la montaña a cuya cumbre acababa de llegar la hermana Caridad, mientras las viejecitas se deleitaban abajo, en la Naturaleza y en el recuerdo placentero del pasado... El primer pensamiento de Caridad al poseer la altura y al contemplar la visión universal de la vida fué para el Creador. La pureza del ambiente se juntaba con la pureza de su alma, y los ojos, testigos presenciales de aquella unión, sacaban de las fuentes de la delicadeza lágrimas de amor y de ideas... Un hombre, no esperado en aquel lugar, fue una violenta sorpresa para la hermana. — En nombre de mi experiencia, os advierto que venís equivocada, hermanita... Esta es la montaña del Mundo... Vuestro reino es una creación imaginativa... En cambio, desde aquí, podéis ver que es el mío un mundo real. La posesión, la cantidad y la fuerza me dan el triunfo y el dominio. Ved allá, en la lejanía del profundo valle, la caravana de mis aventureros de la riqueza que se agita con una inquietud de colmena. Irían al centro del mundo detrás de sus propósitos y escalarían los astros cuando el planeta no fuera suficiente a sus propósitos.

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Son las avanzadas de la milicia mía... —Pero, ¿quién sois, señor? —Soy un deseo y una realidad juntos; soy la Ambición, Ved aquella otra muchedumbre: son los guardadores de bienes, acumuladores de riquezas, que no descansan ni un día en su afán. El porvenir les da miedo y quieren concluir con él, porque todo el empeño de estos hombres consiste en encerrar el porvenir en una caja de caudales. —Pobre ilusión—dijo quedamente la hermana. —Más bien debéis decir noble propósito... Dirigid ahora la vista hacia Occidente, y he allí la porción selecta de mi grey, mi estado mayor. Son hombres extraordinarios. El origen de todos ellos es humilde. Pobres trabajadores oprimidos, se levantaron un día con una luz encendida en el alma. El soldado había tenido el sueño del generalato. Con privaciones, con artificios, con violencias muchas veces, hicieron salir en la mugre de sus bolsillos el lucero de la primera moneda de oro. Luego, otro, otro y mil más: una nebulosa de luceros.

 

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Después hice amarrar, esclavizada a la propiedad de estos hombres, la propiedad de los demás, y puse en la moral del mundo esta fórmula: — La variedad es la ruina, y la unidad, el triunfo. Centralizar es vigorizar la vida; dividir la riqueza es la muerte. —Y al conjuro ardoroso de mi principio surgieron las dinastías de esos reyes absolutos modernos, sin más Constituciones que sus designios, sin más Cortes que la ambiciosa ley de la codicia. Desde aquí os presento, allá, en la lejanía, a mis Napoleones del hierro, Alejandros del carbón, Pirros del petróleo y Césares del pan... —El Rey del Pan es la Eucaristía de Jesús —suspiró serenamente la hermana. —El rey del pan es el rey del trigo, y el rey del trigo es un hombre mío. —Hermano, yo no sé discutir. Yo no quiero discutir. Soy una pobre servidora del Señor, y sé que toda discusión es un duelo, una pelea de los espíritus. Cuando dos discuten, casi siempre fulgura el diamante negro de la soberbia, y la caridad se siente herida en el corazón. —Corazón... Ya salió la palabra. —Si hay palabras-soles, podéis decir que ha salido el sol de las palabras...

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—El sol de las palabras, hermana, llamábase antes libra, y ahora se llama dólar. —El sol del verbo se llamaba antes amor, y amor ha de llamarse eternamente. — ¿Y para hacer esa bella literatura vinisteis aquí tan alto? —Vine para traer a esta montaña de la tentación el perfume de las palabras que se dijeron allá enfrente, en el sermón de la otra Montaña. ¿Queréis oírme con espíritu fraterno? Decís que sois la Ambición; pero además de la Ambición sois un hombre, un hermano mío, que tendrá penas, dolores, suspiros... Vamos a ver... ¿Sois feliz? — ¿Feliz? No soy feliz... —No podéis serlo. Vuestra dominación, eso que llamáis triunfo de la riqueza, tiene por antecesores la inquietud, la fiebre, el deseo insaciable, la desconfianza, el insomnio, y tiene también por legítimo, inmediato sucesor, al miedo... Una brisa de la tarde, que venía del lado de la Montaña Evangélica con todas las cadencias de la armonía primaveral y con todos los olores del jardín divino del amor, impregnaba a la naturaleza y al espíritu de aquellas palabras consoladoras del Maestro, y los cielos, la luz, el mar y el pensamiento temblaron en la frase:

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— No andéis acongojados por el día de mañana; que el día de mañana harto cuidado traerá por sí: bástale ya a cada día su propio afán. La hermanita aspiraba el contenido evangélico en la brisa y derretía su corazón en ternuras y anhelos dulcísimos de transfundirse a todo: a la luz, al cielo, al mar y al hombre aquel, hermano suyo, enfermo de la calentura cogida al beber las aguas de la charca del egoísmo que, en el fondo del valle, envenenan la vida. —El afán del día, sí, hermano. El afán del día, con sus dolores y luchas, está bien, porque esa es la ley suprema. Pero poner junto al afán presente el futuro, que, sentido a través del cristal de la imaginación, multiplica tiránicamente sus espinas; y no sólo el afán de mañana, sino el de todo el porvenir que cabe en la redada imaginativa, es perturbar neciamente la condición natural... —De todas maneras, hermana, hay dolor y hay lucha... —Pero no es lo mismo. El corazón se ha hecho para llevar con desahogo la carga del afán del día.

 

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Con la carga diaria sola puede él. Pero sí nos obstinamos en multiplicar el esfuerzo, la vida física se pone enferma y la moral se muere... —Pero el negocio..., los hijos..., la Patria... —Al negocio, los hijos y la Patria le dedicaremos en su integridad el afán del día, es verdad. Pero el afán futuro, a nadie... Un bando de palomas, que como ideas blancas y purísimas cruzaban lo azul, dieron una rápida vuelta sobre la cabeza de sor Caridad, formándole una corona de plumas vivas. A la hermanita le brillaban en la frente los resplandores de la cruz. —Mirad, las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros, y el Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? El hombre fué a hablar, y las palomas, asustadas, huyeron. La hermana siguió: —Buscad el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. —Pero entonces, ¿qué va a ser de la civilización que vivimos? —La civilización que vivís, hermano, en todo lo que pugna con el sermón de la Montaña está herida mortalmente, y es claro que si no se pone en curación, morirá.

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Y como si todavía no tuviera la hermana todo lo necesario para realizar el milagro de transfundir la sangre de Cristo en las venas del hombre enfermo, un lirio del campo meció la belleza de su cáliz en el regalo de la brisa, y delicadamente vibraron en el aire estas bellezas: —Ni Salomón, en medio de toda su gloria, se vistió como uno de esos lirios... ¿No sois vosotros más que los lirios, hombres de poca fe? El sol se ponía, y la hermana Caridad y el hombre Ambición bajaban de la altura. — Yo no soy feliz. Pero, ¿lo sois vos, acaso, hermana? — Lo soy del todo. — ¿Cómo? —Cumpliendo la palabra de Jesús sobre aquella otra bandada de palomas que me esperan abajo... Mirad... Las ancianas celebraban con júbilo de niñas la vuelta de la hermanita. Cuando iban a separarse, dijo ésta: —Qué, ¿no queréis, hermano? —No quiero—dijo éste, después de pensarlo unos instantes. —Pues si no queréis abrir la vida nueva con la llave de oro de Jesús, Jesús mismo os romperá las puertas con el hierro de la locura de los oprimidos... Iba cayendo la noche...

 

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GRACIAS Al acabarse este libro levanto los ojos a la Inmaculada para expresarle mi gratitud... Yo no puedo mirar la blancura de la Virgen sin pensar en la Eucaristía. En el Sacramento del Altar está Jesús-Hostia, que lleva en sí a María-Hostia y al Niño pobre de Nazaret. Los niños, porque tienen la estola de la inocencia, se parecen a Dios, y si, además, han inscrito sus títulos de pobreza en el Registro del Evangelio, les arranca del mismo Corazón de Jesús un derecho divino y glorioso. —¡Oh, palabras eternas, Jesús, Eucaristía, Inmaculada, Corazón y Evangelio, recibid en vuestras esencias augustas las gracias de los niños pobres de nuestras escuelas, ya que todas las resultantes de LUZ DE LAS CUMBRES y RESPLANDORES DE LA CRUZ son para ellos!.

  

 

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D. Manuel Siurot (Maestro de Niños Pobres), en el año 1923 publicó “Luz de las Cumbres y Resplandores de la Cruz”. En éste libro, el Maestro palmerino, reflejó su intensa religiosidad, hombre de comunión diaria, que encontraba en el Señor cada día la fuerza necesaria para seguir la tarea de enseñar y educar a los niños pobres de sus Escuelas del Sagrado Corazón de Jesús de Huelva. Obra de meditación espiritual que fue muy elogiada por el Rey Alfonso XIII y por Cardenales, Arzobispos y Obispos; eligiéndolo algunos de estos como libro de meditación. D. Gregorio Marañón, una vez leído el libro, escribió a Siurot diciéndole: “Mi querido amigo: Con gran emoción he leído su “Luz de las Cumbres.” Le vienen a usted, directas, la gran pasión y el arte de nuestros místicos. Hay muchos escritores magníficos pero pocos que sean, a la vez, tan buenos como usted lo es. Y con estas líneas apresuradas pero llenas de afectos, vaya un abrazo de su devoto amigo, Marañón”.

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En la capilla bautismal de ésta Iglesia Parroquial San Juan Bautista de La Palma del Condado, reposan los restos mortales de D. Manuel Siurot Rodríguez (Maestro de Niños Pobres), desde el día 28 de Junio de 1997.