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391 Media vuelta al queso na vez movilizadas las tropas rumbo a Saltillo, el Cuartel General del Cuerpo de Ejérci- to del Nordeste comenzó tam- bién a trasladar sus oficinas y dependencias para establecerse en la capital coahuilense, lo que se efectuó el día 4 de ju- nio, pero un día antes, el ge- neral González giró una circular, que se publicó tam- bién en la prensa local, confir- mando la comisión conferida al 19° Regimiento de Caballería, para que ejerciera funciones de policía en la ciudad de Monte- rrey y exhortando a todos los elementos militares para que los componentes de dicho regimiento fueran reconocidos en la fun- ción ordenada, absteniéndose cualquier otro militar o corpo- ración de ejercerlas o intervenir en cualquier forma para evitarlas u obstruccionarlas, so pena de sujetarse a los castigos a que se hicieran acreedores. Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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Media vuelta al queso

na vez movilizadas las tropas rumbo a Saltillo, el Cuartel General del Cuerpo de Ejérci-to del Nordeste comenzó tam-bién a trasladar sus oficinas y dependencias para establecerse en la capital coahuilense, lo que se efectuó el día 4 de ju-nio, pero un día antes, el ge-neral González giró una circular, que se publicó tam-bién en la prensa local, confir-

mando la comisión conferida al 19° Regimiento de Caballería, para que ejerciera funciones de policía en la ciudad de Monte-rrey y exhortando a todos los elementos militares para que los componentes de dicho regimiento fueran reconocidos en la fun-ción ordenada, absteniéndose cualquier otro militar o corpo-ración de ejercerlas o intervenir en cualquier forma para evitarlas u obstruccionarlas, so pena de sujetarse a los castigos a que se hicieran acreedores.

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Inmediatamente que arribamos a Saltillo se establecieron las oficinas del Cuartel General en la casa del señor Bernardo Sota, frente a la esquina norte del Palacio de Gobierno, comenzando a funcionar en seguida todos sus servicios, como de costumbre. Se había nombrado ya jefe o director de los Ferrocarriles Consti-tucionalistas al teniente coronel Carlos Fierros y superintendente de Trenes Militares al capitán Gustavo Segovia, a quienes se les dieron instrucciones para que se reconstruyera la vía rumbo a Monclova, a fin de reconcentrar las fuerzas del general Murguía para el avance al sur.

En Monterrey se habían incorporado varios elementos, so-bre todo civiles, a las filas revolucionarias, entre ellos los licen-ciados Santiago Roel y Cecilio Garza González, el primero quedando con el general Villarreal y el segundo agregándose al Estado Mayor del general en jefe; también con el goberna-dor de Nuevo León quedaron el ingeniero Faustino Roel y los señores Alberto e Isaac Galván, el profesor Fortunato Lozano y otros valiosos elementos.

En Monterrey también se incorporó el ingeniero Pascual Ortiz Rubio, pero ignoro en qué circunstancias, pues sólo re-cuerdo que por mi conducto se ordenó que pasara a depender del Cuerpo de Ingenieros que encabezaba el teniente coronel Luciano Reyes Salinas en la ciudad de Saltillo, pero no se in-corporó efectivamente hasta San Luis Potosí, y como detalle curioso recuerdo que supimos que después del incendio del Casino de Monterrey en 27 de julio, saquearon gentes del pue-blo algunos cuartos del Hotel Continental, entre ellos el del ingeniero Ortiz Rubio, quien perdió su equipaje.

Se anunció que el día 7 llegaría a Saltillo el Primer Jefe de la Revolución, don Venustiano Carranza, y naturalmente co-menzaron a hacerse los preparativos para recibir al ilustre ciu-dadano, a quien un día, casi un año antes, en julio de 1913, habíamos despedido en Cuatro Ciénegas de donde partía para Sonora, montado en su caballo de campaña, sereno entre la derrota que acabábamos de sufrir en Monclova, pero con el

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corazón pleno de fe en el triunfo y teníamos grandes deseos de verlo de nuevo, ahora que regresaba casi triunfante.

Y naturalmente, todos deseábamos mostrar nuestros pro-gresos marciales, pero los más interesados eran los jefes de las escoltas de los generales y especialmente del general en jefe, que tendrían que recibirlo con los honores militares y mar-char escoltándolo desde la Estación hasta su alojamiento; así es que el teniente coronel Alfredo Flores Alatorre estaba bastante preocupado y había ordenado a los capitanes jefes de Escua-drón del Regimiento Escolta que mandaba, que diariamente durante cuatro o seis horas o el mayor tiempo posible, dieran instrucción a sus soldados.

1) General de división P. González en su carro Pullman especial, 2) M. González en su discurso, 3) ex general Y. M. Zaragoza entregando

al general de división P. González las fuerzas rendidas, 4) teniente Balderas, oficial de 0400, 5) capitán 7° A. Aguilar; el ex general

Zaragoza al oír el discurso del teniente coronel González (llora); ex federales escuchando al teniente, Apizaco, Tlaxcala. Centro de Estudios

de Historia de México, CARSO, LXVIII-3. 1. 88.

Los capitanes a su vez andaban locos, porque como es na-tural, muy pocos eran fuertes en instruir sobre marchas, con-tramarchas, flancos y medias vueltas, conversiones, etcétera,

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etcétera, y la mayoría de ellos se confiaban en los tenientes y subtenientes, así es que el patio del Cuartel General era una olla de grillos, porque si bien los que estaban acuartelados en otro lugar hacían allá su instrucción, en cambio los que daban el servicio del Cuartel General se dedicaban a ejercitarse en el patio y todo el día estamos oyendo: “¡Firmes! ¡Media vuelta a la derecha! ¡Derecha! ¡Media vuelta a la izquierda! ¡Izquier…! ¡Tercien… ar…! ¡Presenten… ar…!” Y así sucesivamente.

Pero una tarde estaba Alfredo Rodríguez, jefe de Estado Mayor Interino, en uno de los balcones que dan al patio, pues teníamos las oficinas en el segundo piso de la casa, y de repente me llamó con mucho misterio, diciéndome:

—Ven acá, pero no hables fuerte. Y al llegar me mostró un espectáculo curioso por demás.

En uno de los ángulos del patio había seis u ocho soldados for-mados y dándonos la espalda un teniente muy conocido pero de cuyo nombre no puedo acordarme en estos momentos, que les daba instrucción; pero lo más curioso del caso era que los soldados, en lugar de tener una carabina en la mano, portaban en la derecha un pedazo de queso y en la izquierda un pilonci-llo y las voces de mando eran éstas, que no se encuentran según creo, en ningún manual ni libro de instrucción militar, pues el oficial muy serio gritaba: “¡Firmes! ¡Media vuelta al que-so!” Y matemáticamente, como movidos por un resorte, daban media vuelta a la derecha, y luego: “¡De frente! ¡Pa delante… march…!” Y marchaban de frente. Después volvía a mandar: “¡Alto!” Hacían alto y vuelta a gritar: “¡Firmes! ¡Media vuelta al dulce!” Y giraban violentamente hacia la izquierda. Esto se repitió como una docena de veces y entonces Alfredo le habló al oficial:

—Oiga, mi teniente, venga acá un momento. A lo cual obedeció aquel y subiendo a donde estábamos, se

cuadró y preguntó: —¡Ordene usted, mi teniente coronel! Alfredo le dijo:

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—Dígame mi teniente, ¿qué clase de instrucción es esa que está usted dando y, sobre todo, de dónde ha sacado esas voces de mando tan raras?

—Pues verá usted, teniente coronel, contestó el oficial, lo que pasa es que esos soldados son reclutas y de los más burros de mi escuadrón, porque no saben ni los he podido hacer en-tender cuál es su mano derecha y cuál su izquierda, por lo que me he valido para poderlos instruir y hacer que entiendan las voces de mando de una estratagema, que me ha dado buen re-sultado, como usted vería. En la mano derecha les puse a cada uno un pedazo de queso y en la izquierda un piloncillo, y así cuando les grito: media vuelta al queso, voltean a la derecha y cuando les digo: media vuelta al dulce (que así conocemos en la frontera al piloncillo) dan vuelta a su izquierda.

—¿Y le da resultado?—Sí, mi teniente coronel, ya he amansado así como a unos

veinte y éstos ya casi están listos. —Muy bien, puede retirarse. —Con su permiso, mi teniente coronel. Y nosotros nos quedamos riendo de la ocurrencia, que le

platicamos después al general González, a quien también le hizo mucha gracia la estratagema del teniente, cuyo nombre verda-deramente siento no tener en la memoria.

Por fin se llegó el ansiado día 7 de junio y salimos acom-pañando al general en jefe a recibir al señor Carranza, quien llegó poco antes de mediodía, siendo recibido por más de diez mil personas, que entusiastas gritaban: “¡Viva Carranza! ¡Viva la Revolución! ¡Muera Huerta!”

En la Estación podían verse a los principales jefes del nor-deste, que acompañaban al general en jefe y a sus subordinados; con el general Cesáreo Castro iban los coroneles Alejo G. Gon-zález, Fortunato Maycotte, Fortunato Zuazua y otros a quie-nes ya nos hemos referido; con el general Francisco Coss, quien se había incorporado en Saltillo, venían los coroneles Pilar R. Sánchez, Abraham Cepeda, Dionisio Carreón y otros de me-

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nor graduación, creo que tenientes coroneles Reynaldo y Pedro Nuncio, Fernando Dávila. Ignacio Flores, Ignacio Ramos, etcé-tera, y mayores Jesús Guajardo, Arnulfo Cárdenas y otros más.

Con el general González los miembros de su Estado Ma-yor, a quienes hemos hecho ya referencia y además otros de re-ciente incorporación, como el teniente coronel Manuel García Vigil, quien había estado con la Revolución desde sus comien-zos colaborando primeramente en el diario El Progreso, funda-do por don Emeterio Flores en Laredo, Texas, para después ir a tomar las armas en Piedras Negras, perteneciendo después al Estado Mayor; José Véliz, taquígrafo que prestó buenos ser-vicios al general González, en su Estado Mayor también, así como los oficiales tenientes Miguel García y Andrés García; el mayor ingeniero Fortunato Villarreal Neira, recién incorpora-do al Cuerpo de Zapadores, mandado por el teniente coronel Fernando Vizcayno, etcétera.

Con el Primer Jefe llegaron los señores licenciado Isidro Fabela, don Felícitos Villarreal, encargado de Hacienda; Er-nesto Meade Fierro; ingeniero Pastor Rouaix; teniente coronel Alfredo Breceda; general Jacinto B. Treviño, jefe del Estado Mayor; general Ignacio L. Pesqueira; Jesús Valdés Leal, subje-fe de Estado Mayor, y algunos otros que no recuerdo.

El señor Carranza abrazó a los altos jefes y a algunos de nosotros, saludando afectuosamente a todos los demás, ha-blándonos a muchos por nuestros nombres, pues una de las facultades de aquel prócer era su notable memoria y al efecto, quiero hacer hincapié en un hecho curioso que lo demuestra y que me atañe en lo personal. Cuando llegó mi turno de sa-ludarlo, me abrazó y me dijo:

—¿Cómo está usted teniente coronel González? —Muy bien, señor, para servirlo. Él agrego: —¿Cómo está Marcelino? —Bien, señor, gracias; se halla en Matamoros. —Pues salúdemelo.

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Mi padre, don Marcelino González Galindo había sido amigo de la infancia y aun compañero de escuela de don Ve-nustiano, aunque de más edad que el Primer Jefe, y éste, a pesar de sus atenciones y múltiples preocupaciones, siempre, pero absolutamente siempre que hablé con él, después de mi saludo, me preguntó: ¿cómo está Marcelino?

Honda emoción nos causó a todos los que recibimos al Primer Jefe el volver a contemplar su patriarcal figura, de no-ble prestancia, que infundía respeto por su gravedad y afecto por su ecuánime bondad. Sereno e impasible lo habíamos visto partir un año antes, cuando la Revolución comenzaba y sufría-mos los primeros descalabros serios en Monclova; tranquilo, con la mirada fija hacia el porvenir, contemplando el futuro de la lucha gigantesca a través de sus espejuelos lo vimos salir de Cuatro Ciénegas una mañana de julio y ahora volvíamos a verlo igualmente sereno, igualmente impasible, cuando ya casi sus visiones de triunfo se habían tornado en realidades. Al frente de una escolta de sesenta hombres había marchado por el arenoso desierto de Coahuila, pero dejando encendida la llama de la fe en la victoria en nuestros jóvenes corazones y no sólo la nación, sino el extranjero, lo había contemplado ergui-do ante la infamia y la traición, para regresar ahora, aclamado por las multitudes y al frente de ejércitos de miles de hombres, disciplinados en su mayoría y sobre todo, llenos de fe en él y en la causa, cuya bandera enarbolaba a los vientos de la victoria.

Aquella noche fue de holgorio, pues mientras el Primer Jefe cenaba y hablaba de asuntos trascendentales con el gene-ral González y demás altos jefes constitucionalistas, la insigne palomilla se dedicaba, según su costumbre inveterada, a “sa-carle punta al quiote”, como decía el bravo Flores Alatorre, El León Dormido, o sea a divertirse de lo lindo, escanciando jugo de las vides de Cuatro Ciénegas o de donde fueran, el jugo de los magueyes coahuilenses y hasta el jugo de la malta bávara, o sea la rubia cerveza regiomontana.

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Y viene a mi mente que aquella noche de junio, bajo el cie-lo azul y espléndidamente estrellado de la vieja ciudad fundada por don Francisco de Urdiñola, nuestros ojos pecadores, que tantos despropósitos y atrocidades más o menos chuscas, ma-cabras y de todas especies habían visto, vieron el más inusitado espectáculo.

Sucedió que después de cantar, reír, decir versos, contar chistes y cuentos de todos colores, tuvimos los más conspicuos miembros de la palomilla la ocurrencia de ir a dar un paseo a la hermosa Alameda de Saltillo, a donde llegamos cantando en coro una inacabable y cuasi modernista canción que decía: “este farol ya no alumbra… ya no alumbra este farol”, y así sucesivamente durante media hora o más, hasta que nos can-sábamos.

Serían como las dos de la mañana cuando alguien dijo: —Oigan… una música que viene por acá… Escuchamos y efectivamente, oímos los conocidos acordes

de “La Cucaracha”, pero apagados, como en sordina, despe-didos por varios instrumentos de cuerda y a poco vimos una especie de carromato tirado por dos caballos que se dirigía a donde nosotros estábamos, por uno de los andadores ex-teriores de la Alameda, destinados a vehículos. Entonces nos acercamos a cerciorarnos de lo que significaba aquella inusita-da serenata y con estupor nos dimos cuenta de que era nada menos que una carroza fúnebre, tirada por dos buenos caba-llos, en cuyo pescante venían como cocheros, ¿quiénes dirían ustedes? Pues los ínclitos y nunca bien ponderados tenientes coroneles don Federico Montes, jefe de las ametralladoras del Cuerpo de Ejército del Nordeste y el ingeniero don Guillermo Castillo Tapia, además del maravilloso mayor don Vicente F. Escobedo, Ego, quienes traían dentro de la carroza, aunque con la puerta trasera abierta probablemente para que no se as-fixiaran, a cinco músicos trashumantes que Dios sabe dónde capturarían, así como sólo el mismo Supremo Artífice es capaz de saber dónde decomisaron aquel macabro armatoste, nunca

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jamás, creo que antes ni después, destinado a conducir en sus entrañas dedicadas a la muerte, a una orquesta, ni menos a dar serenata como aquella.

Pasaron imperturbables ante nosotros, que mudos de ad-miración por aquella peregrina ocurrencia los seguimos, dando una vuelta completa a la Alameda y después los abandonamos a su suerte, dejándolos que se perdieran entre las sombras de la noche propicia al encubrimiento de aquel único y abracadabran-te espectáculo.

El fin de esta truculenta, aunque musical y hasta sonora aventura jamás lo supimos, pues los tres héroes nunca nos qui-sieron decir en qué habían parado y adonde habían conseguido la carroza ni donde la habían abandonado. Dos de ellos pasa-ron ya al mundo de las sombras o de la luz (¿quién lo sabe?) y el otro: Montes, El Samurái, no se acuerda o no se quiere acordar.

Siguieron incorporándose a Saltillo nuevas tropas, entre ellas las del general Andrés Saucedo, La Muerte, donde venían el bravo y simpático coronel Abelardo Menchaca; el valiente teniente coronel José Cavazos; el teniente coronel Prisciliano Flores y otros amigos nuestros, a quienes recibimos con júbilo.

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