Upload
soloparascribd
View
195
Download
33
Embed Size (px)
Citation preview
Edición Nro 159 - Septiembre de 2012
Barrio Sol y Verde, José C. Paz, Provincia de Buenos Aires, enero de 2006 (Sub.coop)
Las debilidades del inter-presidencialismo
La integración sentimental
Por Andrés Malamud*
Aunque siempre presente en el discurso oficial, la
integración latinoamericana está estancada. Una
consecuencia tanto de la fuerza centrífuga de las
potencias mundiales como de la endeble construcción de
la identidad regional.
¿Usted sabe cómo se dice Comunidad Sudamericana de Naciones en inglés?” El
interpelado, dirigente alemán de una fundación partidaria, aceptó el juego y respondió
que no. El académico chileno se respondió entonces a sí mismo: bullshit. Corría el
año 2005 y ninguno podía imaginar que, al poco tiempo, el interrogador sería designado
ministro de Relaciones Exteriores de su país y el objeto de la conversación cambiaría de
nombre a Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR). El discurso público suele ignorar
la opinión que albergan los chilenos sobre la integración latinoamericana, pero quien los
conoce sabe lo que piensan: que tienen una linda casa en un mal barrio. Y quien estudia los
bloques regionales sospecha que sus motivos gozan de algún fundamento.
“Integración” es la palabra más abusada en las relaciones internacionales de América
Latina. Cuando dos países se reconcilian después de un desaguisado cualquiera, nunca falta
el jefe de Estado que afirme con convicción: “Se acabó el conflicto, ahora es tiempo de
integración”. Pero no: en una relación, lo opuesto al conflicto es la cooperación. De esta
última, la integración es nada más (y nada menos) que un pequeño subconjunto, definido por
la decisión voluntaria de tres o más Estados de ceder parte de su soberanía –sea delegándola
en una autoridad supranacional o compartiéndola con los socios en la toma de decisiones
conjuntas–. En otras palabras, la integración implica la renuncia al derecho de decidir solo.
Alemania o Francia, para citar dos ejemplos significativos, no pueden negociar tratados de
libre comercio ni emitir dinero; esas funciones fueron delegadas a la Comisión Europea y el
Banco Central Europeo respectivamente. En América Latina, lo más próximo a esta
“soberanía transferida” es la fijación de un arancel externo común, que destituye a los países
firmantes de la competencia para regular unilateralmente su comercio exterior. Esto ocurre,
en los papeles, en el Mercosur y la Comunidad Andina. Pero en la práctica esas atribuciones
siguen siendo administradas con mayor o menor arbitrariedad por dependencias del
Ejecutivo, como las secretarías de Comercio Interior. Así como cooperación es lo contrario
de conflicto, Guillermo Moreno es la antítesis de integración.
Soberanía limitada
“UNASUR, a pesar de su importancia política, no puede ser la piedra fundamental en
la construcción del bloque económico de América del Sur, [que] deberá ser formado a partir
de la expansión gradual del Mercosur”. Quien así opina no es un economista neoliberal sino
Samuel Pinheiro Guimarães, el más ferviente defensor brasileño del desarrollismo anti-
yanqui y de la integración regional. Sus argumentos, que fueron presentados en la carta de
renuncia como Alto Representante del Mercosur en junio de 2012, refieren que Chile,
Colombia y Perú adoptaron estrategias de inserción internacional incompatibles con la
construcción de políticas regionales y la promoción del desarrollo. Aunque las razones que
motivaron su dimisión son ideológicas, su fundamentación demuestra que entiende de qué se
trata la integración. Una visita guiada a Itamaraty, la cancillería brasileña, deja claro que esta
lucidez no es infrecuente. La diferencia entre los diplomáticos en ejercicio y Pinheiro
Guimarães es que, sabiendo como él que la integración implica cesión de soberanía, no la
desean –lo cual están dispensados de admitir en público–.
No es que a Brasil la región le resulte indiferente, sino que no aspira a fundirse en
ella. Su política externa, de desarrollo y de defensa están formuladas en términos de Estado-
Nación, y no de provincia de un Estado-Región. El contraste con el espíritu que lideró la
integración europea es mayúsculo, aunque con los gobiernos lindantes no existen diferencias:
en América de Sur, todos conciben la formación de bloques como un mecanismo de refuerzo
de la soberanía nacional, y no de su dilución. A propósito, la noción misma de América del
Sur –por contraposición a América Latina– es un invento brasileño reciente para redefinir y
controlar su área de influencia al margen de Estados Unidos y sin México. Los documentos
oficiales de Brasil siempre se refieren a su región como Sudamérica, y cuando mencionan al
gigante azteca lo hacen como una potencia extra-regional al mismo nivel que Turquía o
Indonesia. Por contraste, ningún país de “la América antes española” (según la designaba
Simón Bolívar) ha asumido que su región de pertenencia termine en Panamá, sino que la
extienden hasta el Río Grande.
En las décadas del 60 y 70, la integración latinoamericana fue promovida sobre todo
por tecnócratas como Raúl Prebisch y organismos multilaterales especializados como la
CEPAL. En contraste, desde los 80 el mecanismo más utilizado ha sido el inter-
presidencialismo, un tipo extremo de inter-gubernamentalismo. Imagen de marca del
Mercosur, el interpresidencialismo combina una organización institucional nacional (la
democracia presidencialista), con una estrategia de política externa (la diplomacia
presidencial). Opera mediante la negociación directa entre los presidentes, que, ante el
raquitismo de los órganos regionales, hacen uso de sus competencias políticas e
institucionales para tomar decisiones y resolver conflictos.
Si bajos niveles iniciales de interdependencia asociados con una activa diplomacia
presidencial permitieron al Mercosur triplicar sus flujos comerciales internos en seis años y
proyectarse internacionalmente como un actor promisorio, la posterior retracción de la
interdependencia y la ausencia de instituciones operativas frenaron la profundización del
proceso y lo desgastaron por fatiga. El hecho de que el Mercosur siga siendo un asunto de
presidentes y cancilleres demuestra que su funcionamiento no ha sido internalizado sino que
se mantiene como una cuestión de política exterior. La reciente suspensión de Paraguay dejó
al descubierto a este “club de presidentes”: ninguna norma fue aprobada por los órganos
legales del bloque, sino que bastó una declaración presidencial (que incluyó a jefes de Estado
de países no pertenecientes al Mercosur) para privar de sus derechos a un miembro fundador.
Aunque el inter-presidencialismo originario fue efectivo, el tardío moldeó un bloque
institucionalmente invertebrado. Si se piensa al Mercosur como una comunidad política,
rápidamente se descubrirá que ninguno de sus poderes funciona. Ciertos roles ejecutivo-
ceremoniales fueron delegados en dos cargos creados ad hoc, primero la Presidencia de la
Comisión de Representantes Permanentes y después el Alto Representante General. Eduardo
Duhalde y Chacho Álvarez ejercieron mandatos frustrantes en el primero y se alejaron
lanzando fuertes críticas; tal como hizo Pinheiro Guimarães, en el segundo.
Por su parte, la principal característica del Parlamento del Mercosur consiste en haber violado
sistemáticamente todas las cláusulas relevantes del tratado constitutivo, tanto en lo que se
refiere a la composición como al mecanismo de elección de los representantes y a la
organización interna en bloques político-ideológicos –en vez de por nacionalidad–. Aun así,
lo más trascendente es que carece de toda competencia legislativa: es un adorno, diría
elogiosamente Horkheimer. Finalmente, el Tribunal Permanente de Revisión no cumple
funciones judiciales reales: además de ser optativo y de acatamiento voluntario, o quizás por
eso, sus servicios jurisdiccionales sólo fueron requeridos en media docena de oportunidades
desde 2005, y la mitad de ellas fue para aclarar o reinterpretar sentencias anteriores. Si a todo
esto se agrega que la mitad de las normas que requieren transposición doméstica no están en
vigor porque al menos un Estado miembro no las ha aprobado, el resultado es un bloque
privado de reglas y de consecuencias. El hecho de que, aun así, muchos lo consideren como
el más exitoso bloque latinoamericano es expresivo de la situación general.
Hiperactivismo político sin integración
“Hemos arado en el mar”, murmuró célebremente Simón Bolívar antes de expirar.
Libertadores posteriores como Juan Perón y Hugo Chávez le dieron la razón al reclamar una
segunda independencia, admitiendo que la primera había fracasado. ¿Qué garantías hay de
que esta vez la Patria Grande triunfará? A juzgar por la retórica política y la frecuencia de las
cumbres presidenciales, la unidad continental está al alcance de la mano. Pero si se analizan
los estancados niveles de interdependencia y la acumulación progresiva de bloques
subregionales, la conclusión es menos complaciente.
Los países latinoamericanos, tanto tomados en conjunto como en sus diversos
subgrupos, realizan entre sí menos del 20% de su comercio internacional. Por comparación,
ese indicador es del 66% en Europa y del 50% en América del Norte. La razón es que los
polos gravitacionales son potencias extra-regionales: para América Central, el Caribe y
México, la mayor parte del comercio, las inversiones, el turismo y las remesas provienen de
Estados Unidos, mientras que para América del Sur la atracción de China es cada vez más
evidente e irresistible.
Así, las fuerzas centrífugas producidas por los gigantes mundiales contribuyen a
desgarrar a América Latina más de lo que la voluntad política logra cohesionar. Si bien en la
historia de la integración latinoamericana siempre convivieron proyectos contrastantes (la
Asociación Latinoamericana de Libre Comercio y el Mercado Común Centroamericano en
los 60, la Comunidad Andina y el Mercosur en los 90), la rivalidad en ciernes entre el
Mercosur ampliado y la Alianza del Pacífico es la más equilibrada – y antitética– de todas.
Y, dado que cada grupo incluye a uno de los dos gigantes regionales, proyectos
supuestamente de síntesis –como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños
(CELAC)– sólo pueden interpretarse como foros de diálogo y cooperación, y no como
mecanismos de integración. De hecho, la CELAC no tiene tratado fundacional ni
instituciones de sostén. Para colmo, su composición exhibe notables ironías: de sus 33
miembros, 9 tienen como jefe de Estado a Isabel II, la reina de Inglaterra (basta contar:
Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Granada, Jamaica, Santa Lucía, San
Cristóbal y Nieves, y San Vicente y las Granadinas). En total, más de un cuarto de la
organización. Teniendo en cuenta que ésta también nuclea a los 8 miembros del ALBA,
resulta que hay más súbditos de la Corona que naciones bolivarianas. El colonialismo es
invisible a los ojos.
La integración monetaria también avanza en la región… pero no en la dirección
sugerida por proyectos emancipadores como el Sucre (Sistema Unitario de Compensación
Regional): mientras Ecuador, El Salvador y Panamá tienen como moneda nacional al dólar
estadounidense, otros seis miembros de la CELAC comparten el dólar del Caribe Oriental.
Entretanto, Argentina y Uruguay resuelven sus cuitas en la Corte Internacional de La Haya
y no se ponen de acuerdo sobre el dragado de uno de los ríos que los separa –cada vez más–
. Todo ello resulta una anécdota al lado de que Bolivia y Chile, ambos miembros de la
UNASUR y la CELAC y asociados al Mercosur, no mantienen relaciones diplomáticas desde
hace… 35 años.
En los últimos tiempos se tornó frecuente la exaltación de la voluntad política como
combustible para construir la unidad latinoamericana. Se desatienden así las enseñanzas tanto
de Marx como de Gramsci acerca del condicionamiento de la estructura y la correlación de
fuerzas. La integración requiere condiciones materiales, como la complementariedad de las
economías y, además, sujetos sociales capaces de llevar adelante las transformaciones
requeridas. Pero las economías latinoamericanas, si bien ya no son competitivas entre sí
porque el mundo post-hegemónico ofrece lugar para todos, tampoco son complementarias –
precisamente, porque el mundo tira para afuera más que la región para adentro–. Y los sujetos
sociales que compelan a sus países a compartir la soberanía con los vecinos tampoco están
presentes: ¿o alguien piensa que la coalición gobernante brasileña aceptaría que la
distribución de su petróleo submarino fuera decidida en la mesa ejecutiva de la UNASUR?
Y la defensa a ultranza de la soberanía nacional suele ser aun más aguerrida en los países
chicos. Sin condiciones objetivas y sin sujetos históricos, la voluntad política de presidentes
circunstanciales poco más puede hacer que cumbres y arengas. Pero, como proclamó Chávez
en una de sus más ignoradas autocríticas, “mientras los presidentes vamos de cumbre en
cumbre, los pueblos de América Latina van de abismo en abismo”.
La politización del regionalismo, que prescinde de técnicos e instituciones, encontró
hace poco su clímax ante el reclamo de Paraguay al Tribunal Permanente de Revisión
cuestionando su suspensión del Mercosur. Lo digno de nota son los argumentos de los
demandados, Argentina, Brasil y Uruguay: negando la competencia del Tribunal, alegan que
“la naturaleza de la decisión adoptada (la suspensión) es política, razón por la cual no es
necesario realizar un proceso de tipo contradictorio para emitirla”, no se “prevé rito solemne
ni formalidades” y, en consecuencia, se rechaza la intervención judicial. El vergonzoso juicio
político que destituyó a Fernando Lugo, y por el cual su país fue sancionado, tuvo al menos
dos horas para la defensa, dos votaciones en el Congreso y la validación de la Corte Suprema.
El chiste brasileño de moda rezaba, sin embargo, que en Paraguay todo es falsificado, hasta
el presidente. Que los líderes del Mercosur devalúen el recurso al derecho aun más que los
políticos paraguayos merece un reconocimiento al esfuerzo.
El futuro: crisis global y declinación regional
A mediados del siglo pasado, Perón apostó su estrategia autárquica a que habría una
tercera guerra mundial, por lo que convenía cortar lazos con el mundo y fomentar el
autoabastecimiento. Estuvo cerca, porque la guerra de Corea casi se desborda
nuclearmente… pero al final no ocurrió. El resultado fue que Argentina quedó al margen de
treinta años de crecimiento global vertiginoso. La estrategia actual de Cristina Kirchner se
parece a la de entonces: si “el mundo se cae encima nuestro”, como afirmó, lo mejor es
apartarse. La cuestión es dónde se ubica la región: ¿allá afuera con el mundo o acá adentro
con nosotros? Porque una cosa es el discurso integrador y otra la práctica proteccionista.
Como consecuencia de la incorporación de Venezuela al Mercosur, algunos
presidentes se vanagloriaron de que el bloque se había convertido en “la quinta economía del
mundo”. Esta frase expresa una convicción mágica en el poder de la tinta, porque los tratados
no fundan economías. La misma alienación se detecta en los discursos sobre la llamada
“integración energética”, que suelen referirse a foros como IIRSA (Iniciativa para la
Integración de la Infraestructura Regional Suramericana) y a proyectos como el delirante
oleoducto del sur. Pero no hay tal cosa como la integración energética: se pueden conectar
los tubos pero no se comparte el petróleo. Los países productores venden y los consumidores
compran: el 31 de julio pasado el Mercosur no se convirtió en dueño del petróleo venezolano,
mal que le pese al fiel Galuccio.
Y sin embargo, hay quien compara a la integración regional con la producción
petrolera: existe un pico a partir del cual los rendimientos son decrecientes y, eventualmente,
se extinguirán. El mundo que viene ya no depara un escenario de bloques sino de potencias
regionales. Sus áreas de influencia seguirán siendo relevantes, pero más como mercados para
colocar excedentes de capital y manufacturas poco competitivas que como comunidades de
soberanía compartida. Seguir discurseando regionalismo, sin embargo, no es irracional:
genera simpatía y apoyo entre pueblos que se identifican histórica y culturalmente y, sobre
todo, no tiene costos. Hacer, en cambio, es costoso, y por eso la integración latinoamericana
no se concreta. El aspecto positivo es que, al menos, no va a terminar tan mal como la
europea: lo que nunca fue no puede dejar de ser.
* Profesor e Investigador del Instituto de Ciencias Sociales, Universidad de Lisboa.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur