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Los malos gobiernos, sean municipales, regionales o nacionales, no solo cuidan de su propia función de bienestar a través de sus sueldos y gabelas sino que a menudo utilizan su ardid gobernativo para atraer a las gentes y tenerlas bajo su control con subvenciones segmentadas y con propagandas mediáticas bien diseñadas. Esas subvenciones pueden ser dirigidas a peñas en el caso de gobiernos municipales, a jóvenes que buscan una vivienda en el caso de gobiernos regionales o la concesión del derecho de voto a cierta población emigrante en el caso del gobierno nacional. Esto es tan viejo como Roma. Efectivamente, ya en el año 50 antes de Cristo las leyes de Sempronio y luego la de Claudio permitieron la distribución de grano a un gran número de ciudadanos en tanto en cuanto ellos se trasladaran a Roma, lo que sirvió para reforzar el poder de la capital. La construcción de circos y el reparto de grano fueron muy costosos pero la función de utilidad del poder se estabilizó con estas medidas. Por ello, Roma creció hasta llegar al millón de habitantes. Ese crecimiento se estancó cuando Julio César , elegido dictador por el Senado entre el 46 y 44 antes de Cristo, dejó de repartir cereal y paralizó la inmigración. Ese es un mal propio de las democracias, que dicen prestar atención al bienestar del ciudadano pero que transforman esa atención en beneficio de quienes ostentan el poder; por eso conviene acotar el tiempo de mandato a las personas que acceden al gobierno. Ese es también un mal intrínseco de los dictadores, que ni siquiera utilizan el ardid del bienestar cívico para alimentar su propio bienestar. El buen gobierno, definido como un proceso de dirección, libre de abuso y de corrupción y que evita el despilfarro de los impuestos recaudados, sometido a la ley, es esencial para el desarrollo económico de una ciudad, de una región o de una nación. Está más que demostrado que la corrupción termina con las inversiones privadas. El mal gobierno y la corrupción deben merecer nuestra atención porque cada día en democracia se expanden más y más y llegan a ser más fenómenos relevantes. Se pagan peajes para ser homologados como proveedores de ciertos sistemas regionales de salud y se

Malos Gobiernos

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Los malos Gobiernos

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Los malos gobiernos, sean municipales, regionales o nacionales, no solo cuidan de su propia función de bienestar a través de sus sueldos y gabelas sino que a menudo utilizan su ardid gobernativo para atraer a las gentes y tenerlas bajo su control con subvenciones segmentadas y con propagandas mediáticas bien diseñadas. Esas subvenciones pueden ser dirigidas a peñas en el caso de gobiernos municipales, a jóvenes que buscan una vivienda en el caso de gobiernos regionales o la concesión del derecho de voto a cierta población emigrante en el caso del gobierno nacional. Esto es tan viejo como Roma. Efectivamente, ya en el año 50 antes de Cristo las leyes de Sempronio y luego la de Claudio permitieron la distribución de grano a un gran número de ciudadanos en tanto en cuanto ellos se trasladaran a Roma, lo que sirvió para reforzar el poder de la capital. La construcción de circos y el reparto de grano fueron muy costosos pero la función de utilidad del poder se estabilizó con estas medidas. Por ello, Roma creció hasta llegar al millón de habitantes. Ese crecimiento se estancó cuando Julio César , elegido dictador por el Senado entre el 46 y 44 antes de Cristo, dejó de repartir cereal y paralizó la inmigración. Ese es un mal propio de las democracias, que dicen prestar atención al bienestar del ciudadano pero que transforman esa atención en beneficio de quienes ostentan el poder; por eso conviene acotar el tiempo de mandato a las personas que acceden al gobierno. Ese es también un mal intrínseco de los dictadores, que ni siquiera utilizan el ardid del bienestar cívico para alimentar su propio bienestar.

El buen gobierno, definido como un proceso de dirección, libre de abuso y de corrupción y que evita el despilfarro de los impuestos recaudados, sometido a la ley, es esencial para el desarrollo económico de una ciudad, de una región o de una nación. Está más que demostrado que la corrupción termina con las inversiones privadas. El mal gobierno y la corrupción deben merecer nuestra atención porque cada día en democracia se expanden más y más y llegan a ser más fenómenos relevantes. Se pagan peajes para ser homologados como proveedores de ciertos sistemas regionales de salud y se denomina el síndrome del 3% a la tasa no oficial que se dice es abonada tras la adjudicación de un contrato de obra o de servicio, tanto a nivel regional como a nivel nacional, para nutrir las arcas de los partidos políticos y el bolsillo de algunos de sus militantes. Hay ciudades en las que se pronostica que todo director de hospital que llegue con una mano atrás y otra delante termina teniendo un chalet en sus altozanos o en las faldas de sus sierras.

El poder corrupto actúa como un magneto que atrae a empresarios, proveedores y redes clientelares de buscadores de renta, sabiendo que ese poder corrupto se mantiene en democracias débiles e imperfectas y, sobre todo, en partitocracias. Las democracias fuertes, y no las partitocracias, son las que eliminan estos costes ocultos para la sociedad.

El poder democrático corrupto grava a los ciudadanos y los desfalca o malversa sus impuestos, comprando bienes para su uso y disfrute cuando no se apropia de ellos indirectamente o los dirige en su función redistribuidora de rentas para lograr

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votos. Los peajes y la distribución del gasto indica hasta qué punto un gobierno democrático es un corsario y un Leviatán , ese monstruo marino que nos describió Job en el Viejo Testamento. Hay economistas que arguyen que cuanto más desarrollada sea una economía mayor será la probabilidad de que exista un sistema democrático que luche contra el mal gobierno; sin embargo, creemos que ellos están refiriéndose a una democracia, pero no a una partitocracia: en cuyo sistema no se puede ser fácilmente independiente del gobierno ni ser independiente en términos de estatus social. La distancia entre partitocracia y dictadura es más pequeña de lo que algunos creen o piensan, pues dictadores y conmilitones engordan a la misma velocidad. Si se quiere conocer lo que ocurre en el caso de malos gobiernos en democracia, sugerimos leer a Paul Cullen en su libro With a little help from my friends, planning corruption in Ireland (2003), en el que el autor describe cómo el tigre celta generaba sobornos a la par que Dublín crecía en población, lo que parece un avance de lo que ocurrió durante 2000-2006 en muchas ciudades andaluzas de la Costa del Sol.

Esas grandes urbanizaciones surgen con un sistema democrático débil y en un sistema partitocrático fuerte. Está más que demostrado en este último período que existe una relación estrecha entre autorización de urbanizaciones y clandestinidades y un mal gobierno, pues no debe sorprender que aquellas autorizaciones generen malversaciones y peajes en sistemas partitocráticos. El dictador no busca el bienestar del ciudadano y tampoco los gobiernos corruptos en democracia