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THOMAS MANN LA MUERTE EN VENECIA LAS TABLAS DE LA LEY PLAZA&JANES,S.A.

Mann Thomas - La Muerte en Venecia

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Narrativa

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  • THOMAS

    MANN

    LA MUERTE ENVENECIALAS TABLAS DE LA

    LEY

    PLAZA&JANES,S.A.

  • Ttulos originales:

    Der Tod im Venedig

    Die gesetzestafeln Mose

    Traducciones deMartn RivasRal Schiaffino

    Diseo de la coleccin y portada de Jordi Snchez

    Primera edicin en esta coleccin: Octubre, 1982

    Editorial Planeta, 1966 Editado por PLAZA&JANES

    S.A., EditoresVirgen de Guadalupe, 21 33

    Esplugues de Llobregat (Barcelona)

    Printed in Spain Impreso en Espaa ISBN: 84-01-42112-8 Depsito Legal: B. 33.996-1982

    (ISBN: 84-320-6352-5.Publicado anteriormente por

    Editorial Planeta)Graficas Guada, S. A. Virgen de

    Guadalupe, 33

    Esplugues de Llobregat(Barcelona)

  • LA MUERTE EN VENECIA

    Von Aschenbach, nombre oficial de Gustavo Aschenbach a pa r t i r de l a celebracin de su cincuentenario, sali de su casa de la calle

    del Prncipe Regente, en Munich, para dar un largo paseo solitario, una tarde primaveral del ao 19... La primavera no se haba mostrado agradable. Sobreexcitado por el difcil y esforzado trabajo de la maana, que le exiga extrema preocupacin, penetracin y escrpulo de su voluntad, el escritor no haba podido detener, despus de la comida, la vibracin interna del impulso creador, de aquel motus animi continuus en que consiste, segn Cicern, la raz de la elocuencia. Tampoco haba logrado conciliar el sueo reparador, que le iba siendo cada da ms necesario, a medida que sus fuerzas se gastaban. Por eso, despus del t, haba salido, con la esperanza de que el aire y el movimiento lo restaurasen, dndole fuerzas para trabajar luego con fruto.

    Principiaba mayo, y, tras unas semanas de fro y humedad, haba llegado un verano prematuro. El Englischer Garten tena la claridad de un da de agosto, a pesar de que los rboles apenas estaban vestidos de hojas. Las cercanas de la ciudad se inundaban de pasean-

  • tes y carruajes. En Anmeister, adonde haba llegado por senderos cada vez ms solitarios, se detuvo un instante para contemplar la animacin popular de los merenderos, ante los cuales haban parado algunos coches. Desde all, y cuando el sol comenzaba ya a ponerse, sali del parque atravesando los campos. Despus, sintindose cansado, como el cielo amenazase tormenta del lado de Foehring, se qued junto al Cementerio del Norte esperando el tranva, que le llevara de nuevo a la ciudad, en lnea recta.

    No haba nadie, cosa extraa, ni en la parada del tranva ni en sus alrededores. Ni por la calle de Ungerer, en la cual los rieles solitarios se tendan hacia Schwalimg. Ni por la carretera de Foehring se vea venir coche n iguno. Detrs de las verjas de los marmolistas, ante las cuales las cruces, lpidas y monumentos expuestos a la venta formaban un segundo cementerio, no se mova nada. El bizantino prtico del cementerio, se ergua silencioso, brillando al resplandor del da expirante. Adems de las cruces griegas y de los signos hierticos pintados en colores claros, veanse en el prtico inscripciones en letras doradas, ordenadas simtricamente, que se referan a la otra vida, tales como Entris en la morada de Dios o Que la luz eterna os ilumine. Aschenbach se entretuvo durante algunos minutos leyendo las inscripciones y dejando que su mirada ideal se perdiese en el misticismo de que estaba penetrada, cuando de pronto, saliendo de su ensueo, advirti en el prtico, entre las dos bestias apocalpticas que vigilaban la escalera de piedra, a un hombre de aspecto nada vulgar que dio a sus pensamientos una direccin totalmente distinta.

    Haba salido de adentro por la puerta de bronce, o haba subido por fuera sin que As-

    c h e n b a c h l o n o t a s e ? S i n d i l u c i d a r profundamente la cuestin, Aschenbach se inclinaba, sin embargo, a lo primero. De mediana estatura, enjuto, lampio y de nariz muy aplastada, aquel hombre perteneca al tipo pelirrojo, y su tez era lechosa y llena de pecas. Indudablemente, no poda ser

  • alemn, y el amplio sombrero de fieltro de alas rectas que cubra su cabeza le daba un aspecto extico de hombre de tierras remotas. Contribuan a darle ese aspecto la mochila sujeta a los hombros por unas correas, un cinturn de cuero amarillo, una capa de montaa, pendiente de su brazo izquierdo, y un bastn con punta de hierro, sobre el cual apoyaba la cadera.

    Tena la cabeza erguida, y en su flaco cuello, saliendo de la camisa deportiva, abierta, se destacaba la nuez, fuerte y desnuda. Miraba a lo lejos con ojos inexpresivos, bajo las cejas rojizas, entre las cuales haba dos arrugas verticales, enrgicas, que contrastaban singularmente con su nariz aplastada. As quiz contribuyera a producir esta impresin el verlo colocado en alto su gesto tena algo de dominador, atrevido y violento. Y sea que se tratase de una deformacin fisonmica permanente, o que, deslumhrado por el sol crepuscular, hiciese muecas nerviosas, sus labios parecan demasiado cortos, y no llegaban a cerrarse sobre los dientes, que resaltaban blancos y largos, descubiertos hasta las encas.

    Aschenbach pecaba de indiscrecin al observar as al desconocido en forma un tanto distrada y al mismo tiempo inquisitiva? En todo caso, de pronto not que le devolva su mirada de un modo tan agresivo, cara a cara, tan abiertamente resuelto a llevar la cosa al ltimo extremo, tan desafiadoramente, que Aschenbach se apart con una impresin penosa, comenzando a pasear a lo largo de las verjas,

    decidido a no volver a fijar su atencin en aquel hombre. En efecto, minutos despus lo haba olvidado. Pero, bien porque el aspecto errante del desconocido hubiera impresionado su fantasa, o por obra de cualquier otra influencia fsica o espiritual, lo cierto es que de pronto advirti una sorprendente ilusin en su alma, una especie de inquietud aventurera, un ansia juvenil hacia lo lejano, sentimientos tan vivos, tan nuevos o, por lo menos, tan remotos, que se detuvo, con las manos en la espalda y la vista clavada en el suelo, para examinar su estado de nimo.

    Era sencillamente deseo de viajar; deseo tan violento como un verdadero ataque, y tan intenso, que llegaba a producirle visiones. Su imaginacin, que no se haba tranquilizado desde las horas del trabajo,

  • cristaliz en la evocacin de un ejemplo de las maravillas y espantos de la tierra que quera abarcar en una sola imagen. Vea claramente un paisaje: una comarca tropical cenagosa, bajo un cielo ardiente; una tierra hmeda, vigorosa, monstruosa, una especie de selva primitiva, con islas, pantanos y aguas cenagosas; gigantescas palmeras se alzaban en medio de una vegetacin lujuriante, rodeadas de plantas enormes, hinchadas, que crecan en complicado ramaje; rboles extraamente deformados hundan sus races hacia el suelo, entre aguas quietas de verdes reflejos y cubiertas de flores flotantes, de una blancura de leche y grandes como bandejas.

    Pjaros exticos, de largas zancas y picos deformes, se erguan en estpida inmovilidad mirando de lado, y por entre los troncos nudosos de la espesura de bamb brillaban los ojos de un tigre al acecho... Su corazn comenz a latir aceleradamente, movido de temor y de oscuras ansias. Al cabo de un rato, se pas la

    mano por la frente y continu su paseo por delante de las marmoleras.

    Por lo menos, desde que tuvo a su alcance medios para aprovechar a su antojo las facilidades de comunicacin, no haba considerado el viaje sino como una medida higinica, que en ocasiones tuvo que emplear aun contra sus deseos e inclinaciones. Preocupado excesivamente por los problemas que le ofreca su propio yo, su alma europea, sobrecargada por el impulso creador y con escasa inclinacin a dispersarse para sentir la atraccin del complejo mundo interior, se haba conformado con la idea general que todos nos hacemos de la superficie de la tierra sin apartarnos gran cosa de nuestro crculo, y ni siquiera haba intentado nunca salir de Europa. Adems, desde que su vida haba iniciado el descenso lento, desde que su temor de artista de no acabar su obra, de que llegase su ltima hora antes de que realizara lo suyo, sin haber producido cuanto en su interior fermentaba, desde que su preocupacin creadora haba dejado de ser preocupacin caprichosa de un instante, su vida exter ior se haba l imitado casi exclusivamente a deslizarse dentro de la hermosa ciudad en que fijara su residencia y a escapar de vez en cuando hacia la recia casa de campo que hizo construir en la montaa,

  • donde pasaba los veranos lluviosos.En efecto, aquel impulso oscuro que tan

    inesperada y tardamente le acometa, fue pronto dominado y reducido a justas proporciones por la razn y por el dominio de s mismo, adquirido a fuerza de ejercicios.

    Se haba propuesto llegar, antes de irse al campo, hasta un punto determinado en la obra que entonces le absorba. El pensamiento de un viaje por el mundo, que por fuerza tendra que ocuparle demasiado tiempo, le pareca cosa

    absurda contraria a sus planes e indigna de ser tomada en consideracin. Sin embargo, comprenda perfectamente la razn de aquellos sbitos deseos. Era un ansia indudable de huir, ansia de cosas nuevas y lejanas, de liberacin, de descanso, de olvido. Era el deseo de huir de su obra, del lugar cotidiano, de su labor obstinada, dura y apasionada. Cierto que la amaba y que casi amaba ya tambin la lucha renovada todos los das, entre su voluntad orgullosa y terca, probada ya muchas veces, y aquel agotamiento creciente que nadie deba sospechar, y del cual no poda quedar en su obra huella alguna. Pero pareca razonable no aumentar demasiado la tensin del arco ni ahogar por capricho un ansia tan vivamente sentida. Pens en su labor, pens en aquel pasaje que en todo tiempo haba tenido que abandonar, sin que le valiesen su paciente esfuerzo ni sus atrevidos mpetus. La examin una vez ms, tratando de vencer o desviar el obstculo, y, con un estremecimiento de impotencia, hubo de confesarse vencido. Lo que le molestaba no era una dificultad insuperable, sino cierta falta de complacencia en su obra, que se le manifestaba como disconformidad. Cierto es que desde joven, la disconformidad haba sido para l la ntima naturaleza, la esencia del talento, y que por ello haba dominado y enfriado el sentimiento, sabiendo que ste se inclina a satisfacerse con un poco ms o menos optimista y con una semiperfeccin.

    No sera que el sentimiento as dominado se vengaba abandonndole, negndose a animar su arte, anulando de esa manera toda complacencia, todo encanto en la forma y en la expresin? No es que produjese cosas malas; los aos le haban trado la ventaja de encontrarse cada vez ms dueo y ms seguro de su destreza. Pero, mientras la

  • nacin renda acatamiento

    a esta maestra, l no estaba satisfecho por ello. Y era como si a su obra le faltase el fervor de esa alegra gil que, como ninguna otra cualidad, produce el encanto del pblico. Le tema al veraneo en el campo, solo, en la reducida casa, con la muchacha que le preparaba la comida y el criado que serva la mesa; tena miedo de las siluetas, conocidas hasta la saciedad, de las cimas y laderas de las montaas, que, como todos los aos, seran testigos de su cansancio y su desasosiego. Necesitaba un cambio, una vida imprevista, das ociosos, aire lejano, sangre nueva. As, el verano sera fecundo y productivo.

    Haba que emprender, pues, un viaje. No muy lejos, no hasta los lugares de los tigres precisamente. Bastara con una noche en cada cama, y un descanso de tres o cuatro semanas en una playa cualquiera del Medioda deleitable...

    As pensaba, mientras el ruido del tranva iba acercndose por la calle de Angerer. Ya subiendo al vehculo, decidi consagrar la noche al estudio del mapa y de la gua de ferrocarriles. Al encontrarse en la plataforma, se le ocurri buscar al hombre extico que haba visto haca algunos instantes, y que haba tenido ya cierta trascendencia para l. Pero no pudo verlo, pues aqul no se encontraba ni junto al prtico ni en la parada ni tampoco en el coche.

    II

    El autor de la fuerte y luminosa epopeya de Federico II; el paciente artista que haba tejido, en obstinada labor, el tapiz novelesco titulado Maa, tan rico en figuras y en el cual se congregaban tantos destinos humanos a la sombra de una idea; el creador de aquella fuerte narracin titulada Un miserable., que mostr a toda la juventud la posibilidad de una decisin moral ms all del ms profundo conocimiento; el autor tambin del apasionado ensayo Espritu y Arte (con esto quedan sucintamente enumeradas las obras de su edad madura), cuya fuerza

  • ordenadora y cuya elocuencia hizo que ciertos crticos autorizados lo colocaran al nivel de la obra de Schiller en el terreno de la poesa ingenua y sentimental, Gustavo Aschenbach haba nacido en L., capital de distrito de la provincia de Silesia. Hijo de un alto funcionario judicial, sus ascendientes fueron funcionarios pblicos, hombres que haban vivido una vida disciplinaria y sobria, al servicio del Estado y del rey. La espiritualidad de la familia haba cristalizado una vez en la persona de un pastor. En la generacin precedente, la sangre alemana de sus antepasados se mezcl con la sangre ms viva y sensual de la ma-

    dre del escritor, hija de un director de orquesta bohemio.

    De ella provenan los rasgos extranjeros que podan notarse en el aspecto exterior de Aschen-bach.

    La combinacin de ese espritu de rectitud profesional con los mpetus apasionados y oscuros provenientes de su ascendencia materna, haban producido un artista, el artista singular que se llamaba Gustavo Aschenbach.

    Como su naturaleza iba impulsada enteramente hacia la gloria, sin ser un escritor precoz precisamente, pronto apareci ante el pblico, maduro y formado, gracias a la decisiva y definida personalidad de su genio. Cuando apenas haba dejado el gimnasio (1) posea ya un nombre. Diez aos ms tarde haba aprendido a desempear una funcin desde la mesa de su despacho: la de administrar su gloria manteniendo una correspondencia, que deba ser limitada ( tantos son los que acuden a los favorecidos de la fortuna! ) para ser sustanciosa y digna de su nombre. A los cuarenta aos, cansado de los esfuerzos y alternativas de su profesin de escritor, ocupaba ya un puesto entre la intelectualidad mundial, que diariamente le manifestaba su afecto y reconocimiento en todos los pases.

    Su genio, apartado por igual de lo vulgar y de lo excntrico, era de la ndole ms apropiada para conquistar, al mismo tiempo, la admiracin del gran pblico y el inters a n i m a d o r de l a s minor a s s e l ec t a s . Acostumbrado desde muchacho al esfuerzo, y al esfuerzo intenso, no haba disfrutado nunca del ocio ni conoci la descuidada indolencia de la juventud. A los treinta y cinco

  • aos de edad cay enfermo en Viena. Un fino observador deca por entonces,

    (1) Establecimiento de instruccin clsica en Alemania.

    hablando de l en sociedad: Aschenbach ha vivido siempre as y cerraba fuertemente el puo de la mano izquierda. Nunca as y dejaba colgar indolentemente la mano abierta. Esto era exacto, y el valor moral probado por ello era tanto mayor, cuanto que su naturaleza no era robusta ni mucho menos, y no haba nacido para ejecutar esfuerzos de suprema tensin.

    Su delicada complexin hizo que los mdicos le excluyesen durante su niez de la asistencia a la escuela, por lo cual disfrut una educacin casera. Haba crecido as, aislado, sin amigos, dndose cuenta prematuramente de que perteneca a una generacin en la cual escaseaba, si no el talento, s la base fisiolgica que el talento requiere para desarrollarse; a una generacin que suele dar muy pronto lo mejor que posee y que rara vez conserva sus facultades actuantes hasta una edad avanzada. Pero su lema favorito fue siempre resistir, y su epopeya de Federico no era sino la exaltacin de esta palabra, que le pareca el compendio de toda virtud pasiva. Y deseaba ardientemente llegar a viejo, pues siempre haba credo que slo es verdaderamente grande y realmente digno de estima el artista a quien el Destino ha concedido el privilegio de crear sus obras en todas las etapas de la vida humana.

    Por eso, como la carga de su talento tena que ir sobre unos hombros dbiles, y como quera llegar lejos, necesitaba una extremada disciplina. Y la disciplina era, por fortuna, una parte de su herencia paterna. A los cuarenta, a los cincuenta aos, lo mismo que antes, a la edad en que otros descuidan sus facultades, suean y aplazan tranquilamente la ejecucin de grandes planes, l comenzaba temprano la jornada cotidiana, dndose una ducha de agua fra, y luego, alumbrndose con un par de velas altas

  • en el candelabro de plata, a solas con su manuscrito, brindaba al arte en dos o tres horas de intenso y concentrado trabajo mental, las fuerzas que haba acumulado durante el sueo. Atestigua realmente la victoria de su robustez moral el hecho de que sus desconocidos lectores creyesen que el mundo de su novela Maa, o las figuras picas entre las que desarrollaba la vida heroica de Federico, procedan de una inspiracin sbita y haban sido creados en momentos de extraordinaria fuerza de expresin. Pero, en realidad, la grandeza de toda su obra estaba hecha de un minucioso trabajo cotidiano; era la resultante de cientos de inspiraciones breves, y deba la excelsa maestra de la concepcin total y de cada uno de los detalles al hecho de que su creador, con tenacidad y energa semejantes a las del hroe que conquistara su provincia natal, supo perseverar aos y aos bajo la tensin de una misma obra, consagrando a la labor de ejecucin, propiamente dicha, sus horas ms preciosas e intensas.

    Para que cualquier creacin espiritual produzca rpidamente una impresin extraa y profunda, es preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el carcter personal del autor y el carcter general de su generacin. Los hombres no saben por qu les satisfacen las obras de arte. No son verdaderamente entendidos, y creen descubrir innumerables excelencias en una obra, para justificar su admiracin por ella, cuando el fundamento ntimo de su aplauso es un sentimiento imponderable que se llama s impa t a . Aschenbach hab a e sc r i to expresamente, en un pasaje poco conocido de sus obras, que casi todas las cosas grandes que existen son grandes porque se han creado contra algo, a pesar de algo: a pesar de dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a

    pesar de la debilidad corporal, del vicio, de la pasin. Eso era algo ms que una observacin: era e l resul tado de una exper iencia ntimamente vivida por l, la frmula de su vida y de su gloria, la clave de su obra. Por qu haba de extraar, entonces, el hecho de que lo ms peculiar de las figuras por l creadas tuviera su carcter moral?

    Ya desde sus comienzos, un agudo crtico,

  • al hablar del tipo de hroe preferido por As-chenbach, y que dominaba toda su obra, haba escrito que poda imaginarse como un tipo de intrepidez varonil, de inteligencia y juventud, que, posedo de altivo rubor, se yergue, inmvil, apretando los dientes, mientras su cuerpo sufre traspasado por lanzas y espadas. Esta observacin resultaba muy bella, muy ingeniosa y muy exacta, a pesar de la excesiva pasividad atribuida al hroe. Porque la serenidad en medio de la desgracia, y la gracia en medio de la tortura, no son slo resignacin; son tambin actividad y encierran un triunfo positivo. La figura de san Sebastin es por eso la imagen ms bella, si no de todo el arte, por lo menos del arte a q u e a q u s e h a c e r e f e r e n c i a . A s , penetrando en el mundo creado por las obras de Aschenbach, vease el elegante dominio del autor, el dominio de s mismo, que esconde hasta el ltimo momento a los ojos del mundo fisiolgico. La fealdad amarillenta, que logra convertir en puro resplandor el rescoldo apagado que en su interior alienta y que lega a las cumbres ms excelsas del reino de la belleza, es igual a la plida impotencia, que del fondo ardiente del alma saca las fuerzas suf ic ientes para obligar a un pueblo descredo a arrojarse a los pies de la cruz, a sus pies. Nada tienen que hacer con eso la amable apostura al servicio vaco y severo de la forma, la vida artificial y aventurera, el ansia y el arte enervadores del

    falsificador nato. Considerando estos aspectos y otros semejantes, uno llega a dudar de que haya otro herosmo que el herosmo de la debilidad. Y, en todo caso, qu especie de herosmo podra ser ms de nuestro tiempo que ste? Aschenbach era el poeta de todos aquellos que t rabajaban hasta los l mites del agotamiento, de los abrumados, de los que se sienten cados aunque se mantienen erguidos todava, de todos estos moralistas de la accin que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de exigir a la voluntad y de administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la impresin de lo grandioso. Estos hombres abundan en todas partes, son los hroes de la poca. Y todos se encontraban reflejados en su obra; se hallaban afirmados, ensalzados, cantados en ella: por eso difundan agradecidos la gloria del autor. Haba sido joven y brutal, como la

  • poca, y mal aconsejado por ella, haba cometido pblicamente inconveniencias, ponindose en ridculo, pecando contra el acto y el buen gusto de palabra y de obra. Pero luego haba adquirido aquella dignidad a la cual, segn sus propias palabras, tiende espontneamente todo gran talento, con innato impulso. Poda afirmarse por eso que todo el desarrollo de su personalidad haba consistido en ascender hasta esa actitud digna, de manera consciente y tenaz, contra todos los obstculos de la duda y todos los filos de la irona.

    Las masas burguesas se regocijaban con las f i g u r a s a c a b a d a s , s i n v a c i l a c i o n e s espirituales; pero la juventud apasionada e iconoclasta se s i en te a t ra da por lo p r o b l e m t i c o . Y A s c h e n b a c h e r a problemtico despus de haber sido todo lo irreverente que puede ser un muchacho.

    Sin embargo, parece que un espritu noble y vigoroso no se acoraza tanto contra nada como contra el encanto amargo, punzante, del

    conocimiento. Y es lo cierto que la escrupulosa profundidad del joven no tiene casi fuerza cuando se la compara con la decisin inquebrantable del hombre maduro, elevado ya a la categora de maestro, de negar el saber, de rechazarlo, de dejarlo atrs con la cabeza erguida, siempre que se corra el riesgo de que ello pueda paralizar, desanimar, desvanecer la voluntad, el impulso de accin, el sentimiento y hasta la misma pasin. Su famosa narracin titulada Un miserable slo poda interpretarse como expresin de la r e p u g n a n c i a c o n t r a e l i n d e c o r o s o funcionamiento psquico de la poca, simbolizado en la figura de aquel semipcaro estpido y morboso que busca su tragedia arrojando a su mujer en brazos de un adolescente, por impotencia, por vicio, por veleidad moral, y que cree tener derecho a hacer cosas indignas so pre tex to de profundidad de pensamiento. El mpetu de la frase con que reprobaba lo reprobable que poda haber en l, significaba la superacin de toda incertidumbre moral, de toda simpata con el abismo, la condenacin del principio de la compasin, segn el cual comprenderlo todo es perdonarlo todo, y lo que aqu se preparaba, y en cierto modo se realizaba ya acabadamente, era aquel Milagro de la inocencia renovada, del que se hablaba un poco ms tarde de un modo declarado, pero

  • no sin cierto acento misterioso, en uno de los dilogos del autor. Extraas asociaciones! Fue consecuencia de ese renacimiento, de esa nueva dignidad y rigor, el hecho de que se observase, casi por la misma poca, el extraordinario vigor de su sentido de la belleza, y se apreciase en l la pureza, sencillez y equilibrio aristocrtico de la forma, de esta forma que en adelante prestar a todas sus creaciones un sello tan visible de maestra y clasicismo? Pero la decisin moral, ms all de todo saber, de todo

    conocimiento disolvente y aptico, no significa al mismo tiempo una simplificacin moral del mundo y del alma, y, por consiguiente, una propensin al mal, a lo prohibido, a lo moral-mente prohibido? Y la forma, a su vez, no presenta un doble aspecto? No es moral e inmoral a la vez: moral como resultado y expresin del esfuerzo disciplinado, pero amoral, e incluso inmoral, puesto que encierra por naturaleza una indiferencia moral y porque, ms an, aspira esencialmente a humillar lo moral bajo su ceo orgulloso y desptico?

    Pero, sea lo que fuere, cada artista tiene su desarrollo peculiar. Cmo no ha de ser diverso el de aquel que va acompaado del aplauso y la confianza de la muchedumbre, junto al de quien pasa sin el brillo y el halago de la gloria? Slo los bohemios incorregibles encuentran aburrido, y les parece cosa de burla, el hecho de que un gran talento salga de la larva del libertinaje, se acostumbre a respetar la dignidad del espritu y adquiera los hbitos de un aislamiento lleno de dolores y luchas no compartidas, de un aislamiento que le ha deparado el poder y la consideracin de las gentes.

    Por lo dems, cunto hay de juego y de placer en la formacin de un talento en la soledad!

    Con el tiempo, las obras de Gustavo Aschen-bach adquirieron cierto carcter oficial, didctico; su estilo perdi las osadas creadoras, los matices sutiles y nuevos; su estilo se hizo clsico, acabado, limado, conservador, formal, casi formulista. Como Luis XIV, suprimi adems toda palabra ordinaria en sus escritos. Por esa poca se incluyeron escritos suyos en las Antologas de lectura para uso de las escuelas. Esto estaba en armona con su evolucin. Por eso, al cumplir los cincuenta aos, cuando un

  • prncipe alemn que acababa de subir al trono

    le concedi el ttulo de noble, por ser autor de Federico, l no lo rechaz.

    Despus de largos aos de vida inquieta, despus de haber intentado fijar aqu y all su residencia, se estableci por fin en Munich, donde l levaba una vida de burgus , considerado y respetado. El matrimonio que contrajo en su juventud con una muchacha de familia de profesores no dur mucho tiempo, pues la esposa muri poco despus, tras una breve dicha conyugal. Le haba quedado una hija, que estaba ya casada. No haba tenido ningn hijo varn.

    Gustavo von Aschenbach era de estatura poco menos que mediana, ms bien moreno, e iba afeitado completamente. Su cabeza no estaba proporcionada a su desmedrado cuerpo. El cabello, peinado hacia atrs, algo escaso en el crneo y muy abundante y bastante gris en las cejas, serva de marco a una frente amplia. Unos lentes de oro con los cristales al aire opriman el puente de la nariz, recia, noblemente curvada. La boca era carnosa, tan pronto floja como estrecha y apretada. Las mejillas, flacas y hundidas, y la barba partida, bien formada en suave ondulacin. Sobre la cabeza, generalmente inclinada en una postura doliente, parecan haber pasado grandes tormentas. Sin embargo, era slo el arte lo que haba retocado su fisonoma, como slo suele hacerlo una vida llena de emociones y aventuras. Debajo de aquella frente se haban forjado las frases chispeantes de la conversacin entre Voltaire y Federico acerca de la guerra. Aquellos ojos, que miraban cansados tras los cristales de los lentes, haban visto el sangriento horror de los lazaretos de la guerra de los Siete Aos. El arte significaba, para quien lo vive, una vida enaltecida; sus dichas son ms hondas y desgastan ms rpidamente; graba en el rostro de sus servidores las seales de aventuras imaginarias, y

    el artista, aunque viva exteriormente en un

  • retiro claustral, se siente al fin y al cabo posedo de un refinamiento, un cansancio, y una curiosidad de los nervios, ms intensos de los que puede engendrar una vida llena de pasiones y goces violentos.

    III

    Decidido ya el viaje, algunos asuntos de carcter social y literario retuvieron a Gustavo en Munich durante dos semanas despus de aquel paseo. Al fin, un da dio orden de que se le tuviera dispuesta la casa de campo para dentro de cuatro semanas, y una noche, entre mediados y fines de mayo, tom el tren para Trieste. En dicha ciudad se detuvo slo veinticuatro horas, embarcndose para Pola a la maana siguiente.

    Lo que buscaba era un mundo extico, que no tuviera relacin alguna con el ambiente habitual, pero que no estuviese muy alejado. Por eso fij su residencia en una isla del Adritico, famosa desde haca aos y situada no lejos de la costa de Istria. Habitaban la isla campesinos vestidos con andrajos chillones y que hablaban un idioma de sonidos extraos. Desde la orilla del mar veanse rocas hermosas. Pero la lluvia y el aire pesado, el hotel lleno de veraneantes de clase media austraca y la falta de aquella sosegada convivencia con el mar, que slo una playa suave y arenosa proporciona, le hicieron comprender que no haba encontrado el lugar que buscaba. Senta en su interior algo que lo impulsaba hacia lo desconocido. Por eso es-

    tudiaba mapas y guas, buscaba por todas partes, hasta que de pronto vio con claridad y evidencia lo que deseaba. Para encontrar rpidamente algo incomparable y de prestigio legendario, adonde tena que ir? La respuesta era ya fcil. Se haba equivocado. Qu haca all? Tena que ir a otra parte. Se apresur a abandonar su falsa residencia. Semana y media despus de su llegada a la isla, en una alborada llena de hmeda niebla, un bote a motor le volvi rpidamente con su equipaje al puerto de guerra austraco; salt a tierra, y por una tabla subi inmediatamente

  • a la hmeda cubierta de un pequeo vapor dispuesto para emprender el viaje a Venecia.

    Era el barco una vieja cscara de nuez, sucia y sombra, de nacionalidad italiana. En un camarote iluminado con luz artificial, al que Aschenbach se dirigi tan pronto hubo pisado el barco, acompaado de un marinero sucio y jorobado, que le abrumaba con sus cortesas rutinarias, estaba sentado tras una mesa, con un sombrero inclinado y una colilla de puro en la boca, un hombre de barba puntiaguda, con aspecto de director de circo a la antigua moda, que con los modales desenvueltos del profesional anot las circunstancias del viajero y le extendi el billete. A Venecia?, dijo repitiendo la contestacin de Aschenbach, y extendiendo el brazo para mojar la pluma en el escaso contenido de un tintero ladeado: A Venecia, primera clase. Muy bien, caballero. Y escribi con grandes caracteres, ech arenilla azul de una caja sobre lo escrito, la verti en un cacharro, dobl el papel con sus huesudos y amarillos dedos y se puso a escribir de nuevo murmurando al mismo tiempo: Un viaje bien elegido. Oh, Venecia! Magnfica ciudad! Ciudad de irresistible atraccin para las personas ilustradas, tanto por el prestigio de su historia

    como por sus actuales encantos. La rpidez de su gesticulacin y su montona cantilena aturdan y molestaban; pareca que procuraba hacer vacilar al viajero en su resolucin de viajar a Venecia. Tom apresuradamente la moneda que Gustavo le dio para pagar, y, con destreza de croupier, dej caer la vuelta sobre el pao mugriento que cubra la mesa. Feliz viaje, caballero! exclam haciendo una reverencia teatral. Ha sido para m un honor el servirle... Caballeros! , grit luego alzando la mano con ademn majestuoso, como si el negocio marchase a las mil maravillas, a pesar de que no se aguardaba ya a nadie ms. Aschenbach volvi a la cubierta. Apoyndose con un brazo en la barandilla del barco, se puso a contemplar a las ociosas gentes congregadas en el muelle para mirar a los pasajeros de a bordo. Los de segunda clase, hombres y mujeres, acampaban en cubierta, utilizando como asientos cajas y bultos de ropa. Los de primera clase eran muchachos alegres, miembros de una sociedad de excursionistas, que se haban reunido para hacer un viaje a Italia y que

  • deban de ser dependientes de comercio de Pola. Se los vea satisfechos de s mismos y de su empresa; charlaban, rean, gozaban con sus propios gestos y ocurrencias, y, apoyados en la barandilla, se burlaban a gritos de las gentes que, con la cartera bajo el brazo, iban entrando en los establecimientos de la calle del puerto, amenazando con sus bastoncitos a los ruidosos excursionistas.

    Haba un muchacho con un traje de verano amarillo claro, de corte anticuado, una corbata prpura y un panam con el ala medianamente levantada, que sobresala de entre todos los dems por su voz chillona. Pero apenas Aschenbach lo hubo mirado con cierto detenimiento, se dio cuenta, no sin espanto, de que se trataba

    de un joven falsificado: era un viejo, sin duda alguna. Sus ojos y su boca aparecan circundados de profundas arrugas. El carmn mate de sus mejillas era pintura; el cabello negro que asomaba por debajo del sombrero de paja, aprisionado por una cinta de colores, una peluca; el cuello apareca decado y ajado; el enhiesto bigote y la perilla, teidos; la dentadura amarillenta, que mostraba al rerse, postiza y barata, y sus manos, llenas de anillos, eran manos de viejo. Aschenbach sinti cierto estremecimiento al contemplarlo en comunidad con los amigos. No saban, no notaban que era viejo, que no le corresponda llevar aquel traje tan claro; no vean que no era uno de los suyos? Se habra dicho que, por la fuerza de la costumbre, lo toleraban sin enterarse de su incompatibilidad, lo trataban como a un igual y respondan sin repugnancia a las palmadas afectuosas que les daba en el hombro. Cmo era posible? Aschenbach se cubri la frente con las manos y cerr los ojos, irritados a causa de haber dormido poco. Le pareca que todo aquello sala de lo normal, que comenzaba una transmutacin ilusoria en torno suyo, que el mundo adquira un carcter singular, que poda quiz volver a su aspecto normal cerrando un momento los ojos. Pero en aquel instante se sinti dominado por la sensacin del vaco, y alzando los ojos con una especie de espanto irracional, advirti que el pesado y sombro casco del barco estaba separndose de la orilla. Lentamente iba ensanchndose la estela de agua sucia entre el barco y el muelle, a medida que la mquina arrancaba trabajosamente. Ejecutando una

  • maniobra lentsima, el vapor puso proa a alta mar. Aschenbach fue al lado del timn, donde el jorobado le haba abierto una silla de playa; all lo salud el capitn, vestido de levita, pero de levita grasienta.

    El cielo apareca gris, y el aire estaba hmedo. El puerto y las islas haban ido quedando atrs, hasta que, de pronto, toda huella de tierra desapareci del neblinoso horizonte. Sobre la cubierta lavada, que no se acababa de secar, caa la carbonilla de la mquina. Al cabo de una hora empez a llover. Extendieron una lona por encima de la cubierta.

    Forrado en su abrigo, con un libro en el regazo, el viejo descansaba, mientras las horas transcurran inadvertidamente. Haba cesado de llover, se retir la lona de la cubierta. El horizonte se haba despejado enteramente. Bajo la cpula del cielo extendase en torno al barco el disco inmenso del mar. En el espacio, vaco, sin solucin de continuidad, faltaba tambin la medida del tiempo y flotbase en lo infinito. A manera de extraas visiones, el viejo repugnante, la barba afilada del taquillera, desfilaban con gestos indecisos y palabras de ensueo ante el espritu del viajero, hasta que, al cabo, se durmi.

    Hacia medioda, tuvo que bajar al comedor, que tena la forma de un pasillo, con puertas a los camarotes. Se sent a la cabecera de la larga mesa. En la otra extremidad, los excursionistas, incluso el viejo, beban alegremente con el capitn, desde las diez de la maana. La comida result pobre y termin rpidamente. Luego Aschenbach subi a cubierta para ver cmo estaba el cielo; quizs aclarara del lado de Venecia.

    Haba hecho esa suposicin, pues la ciudad le reciba siempre con tiempo esplndido. Pero el cielo y el mar seguan turbios y grises. De cuando en cuando caa una lluvia neblinosa, y tuvo que aceptar la idea de encontrarse, llegando por ruta marina, con otra Venecia distinta de la que l haba conocido cuando la visit por tierra. Estaba apoyado en un mstil, con la mi-

  • rada fija en lontananza, esperando ver tierra. Recordaba al poeta melanclico y entusiasta ante quien emergieron en otro tiempo de aquellas aguas las cpulas y las campanadas de su sueo, repeta algo de lo que entonces haba cristalizado en cntico de admiracin, de dicha o de tristeza, y conmovido sin esfuerzo por tales sentimientos ahondaba en su corazn ya maduro, para ver si el Destino le reservaba an nuevos entusiasmos y emociones, o quizs una tarda aventura sentimental.

    As surgi a la derecha la costa plana; el mar comenz a animarse con botes de pescadores. Apareci la isla de Bader; al dejarla a la izquierda, el barco pas, acortando la marcha, por el estrecho puerto que lleva el nombre de la isla y se par en la laguna, frente a unas casuchas pobres y pintorescas, en espera de la fala del servicio de Sanidad.

    Al fin, despus de una hora, apareci la fala. Haban llegado, y no haban llegado; no tenan prisa. Sin embargo, los dominaba la ms viva impaciencia. Los excursionistas de Pola se sintieron patriotas, excitados sin duda por las cornetas militares que sonaban por el l a d o d e l p a r q u e , y s o b r e c u b i e r t a , entusiasmados con el arte, daban vivas a los bersaglieri que hacan ejercicios. Pero era repugnante ver e l es tado en que su camaradera con la gente joven haba puesto al lamentable anciano. Su viejo cerebro no haba podido resistir, como en el caso de los jvenes, los efectos del vino, y apareca vergonzosamente borracho. Con una mirada estpida y un pitillo entre los dedos, t e m b l o r o s o s , v a c i l a b a , c o n s e r v a n d o difcilmente el equilibrio. Como habra cado al primer paso, no se atreva a moverse del sitio; sin embargo, mostraba una excitacin lamentable; asa de las solapas a todo el que se le aproximaba, tartamudeaba, gesticulaba, lanza-

    ba risotadas, alzaba con ademn de necia burla su dedo ndice, lleno de anillos, y de un modo equvoco, repugnante, se lama los labios. As-chenbach lo miraba con sombro entrecejo, mientras volva a aduearse nuevamente de l la sensacin de que el mundo mostraba una inclinacin tentadora a deformarse en siluetas

  • singulares y exticas. Pero no pudo seguir examinando esa sensacin, pues la maquinaria volvi a funcionar mientras el barco continuaba su interrumpido viaje por el canal de San Marcos.

    Otra vez se presentaba a la vista la magnfica perspectiva, la deslumbradora composicin de fantsticos edificios que la repblica mostraba a los ojos asombrados de los navegantes que llegaban a la ciudad; la graciosa magnificencia del palacio y del Puente de los Suspiros, las columnas con santos y leones, la fachada pomposa del fantstico templo, la puerta y el gran reloj, y comprendi entonces que llegar por tierra a Venecia, bajando en la estacin, era como entrar a un palacio por la escalera de servicio. Haba que llegar, pues, en barco a la ms inverosmil de las ciudades.

    Par la maquinaria, comenzaron a aproximarse las gndolas, se descolg la escalerilla y subieron a bordo los empleados de la Aduana a desempear su cometido; los p a s a j e r o s pod an i r desembarcando . Aschenbach dio a entender que deseaba una gndola para trasladarse junto con su equipaje a la estacin de los vaporcitos que circulan entre la ciudad y el Lido, pues pensaba tomar habitacin a orillas del mar. Poco despus, su deseo fue propagndose a gritos por la superficie de la laguna, donde los gondoleros rean con otros en su dialecto. No poda descender todava porque estaban bajando su bal con gran trabajo. Por eso se vio durante unos minutos expuesto, sin

    escape posible, a la solicitud del repugnante viejo, a quien la borrachera impulsaba a rendir al extranjero los honores de la despedida. Le deseamos una agradable temporada, tartamudeaba entre tumbos. Tendremos muy presente su recuerdo. Au revour, excusez y bon-jour, Excelencia. La boca se le llen de agua, gui los ojos y sac la lengua con gesto equvoco. Nuestros respetos continu -en la misma forma, nuestros respetos al pasajero simptico... De pronto se le fue la dentadura postiza. Aschenbach logr al fin escabullirse... Al hombre simptico, oa decir a sus espaldas, mientras descenda por la escalera, asido a la cuerda.

    Q u i n n o e x p e r i m e n t a c i e r t o estremecimiento, quin no tiene que luchar contra una secreta opresin al entrar por

  • primera vez, o tras larga ausencia, en una gndola veneciana? La extraa embarcacin, que ha llegado hasta nosotros invariable desde una poca de romanticismo y de poema, negra, con una negrura que slo poseen los atades, evoca aventuras silenciosas y arriesgadas, la noche sombra, el atad y el ltimo viaje silencioso. Y se ha notado que el amplio silln barnizado de negro es el ms blando, ms cmodo, ms agradable del mundo? Aschenbach se dio cuenta de ello cuando se sent a los pies del gondolero, junto a su equipaje reunido. Los remeros seguan ri- e n d o r u d a m e n t e e n s u d i a l e c t o incomprensible, y con gestos amenazadores. Pero el silencio peculiar de la ciudad pareca a b s o r b e r b l a n d a m e n t e s u s v o c e s , apacigundolas y deshacindolas en el agua. En el puerto haca calor. Recibiendo el soplo tibio del siroco, recostado sobre los blandos almohadones, el viajero cerr los ojos para gozar de una languidez tan dulce como desacostumbrada que empezaba a poseerlo. La travesa ser corta pensaba.

    Ojal durase siempre! Lentamente, con suave balanceo, iba sustrayndose al ruido, a la algaraba de las voces.

    El silencio se haca ms profundo a medida que avanzaba. No se oa sino el chasquido de los remos en el agua, el ruido sordo de las olas contra la embarcacin, que se alzaba negra y alta como una nave guerrera, y el murmullo d e l g o n d o l e r o , q u e m u r m u r a b a trabajosamente, con sonidos acentuados por el movimiento rtmico del cuerpo. Aschenbach alz la vista, y con ligera extraeza advirti que la laguna se ampliaba y que la embarcacin tomaba rumbo hacia alta mar. Al parecer, no poda entregarse plenamente al descanso, sino que tena que velar por la ejecucin de su voluntad.

    Al embarcadero de vapores dijo, volvindose a medias.

    El murmullo del marinero ces; pero no hubo contestacin alguna.

    Digo que al embarcadero de vapores! repiti, volvindose del todo y llevando la vista al rostro del gondolero, que, erguido detrs de l, destacaba su silueta sobre el fondo gris del cielo.

    E r a u n h o m b r e d e f i s o n o m a desagradable y hasta brutal, con traje azul de marinero, faja amarilla a la cintura y

  • sombrero de paja deformada, cuyo tejido comenzaba a deshacerse, graciosamente ladeado. Sus facciones, su bigote rubio, retorcido, bajo la nariz corta y respingona, hacan que no pareciese italiano. Aunque de tan escasa corpulencia que no se le hubiera credo apto para su oficio, manejaba con gran vigor los remos, poniendo todo el cuerpo en cada golpe. Por dos veces el esfuerzo hizo que se contrajesen sus labios, descubriendo los blancos dientes. Con las rojizas cejas fruncidas, mir por encima del pasajero, mientras le replicaba en forma decidida y hasta brutal:

    Pero usted va al Lido!Aschenbach replic:S. Pero slo he tomado la gndola para

    que me llevase hasta San Marcos. Quiero utilizar el barquillo.

    No puede usted utilizar el barquillo, caballero.

    Por qu no?Porque no admite equipaje.Eso era exacto. Lo recordaba ya

    Aschenbach, pero call un momento. Las maneras rudas y groseras del hombre le parecieron insoportables. Por eso replic:

    sa es cuestin ma. Yo dejar mi equipaje en custodia; regrese.

    Hubo un silencio. Segua el chasquido de los remos y el ruido sordo del agua que azotaba la embarcacin. El gondolero comenz a hablar consigo mismo.

    Qu hara? A solas en el agua con aquel hombre tan poco tratable y tan rudamente decidido, no encontraba medio alguno para imponer su voluntad. Adems, para qu irritarse en vez de seguir indolentemente recostado en la blandura de los almohadones? No haba deseado que la travesa durara largo tiempo, que no acabara nunca? Lo ms i m p o r t a n t e , s o b r e t o d o , l o m s agradablemente delicioso, era dejar que las cosas siguieran su curso. De su asiento, de su silln, forrado de negro, pareca desprenderse un vaho de indolencia irresistible, y era una delicia inefable sentirse as suavemente arrullado por los remos del terco gondolero que tena a sus espaldas. La idea de haber cado en manos de un criminal cruz vagamente por la imaginacin de Aschenbach, sin que sus pensamientos se inquietasen en gesto defensivo.

    M s d e s a g r a d a b l e l e p a r e c a l a

  • posibilidad de ser vctima de una estafa vulgar, de que todo

    aquello slo se encaminase a sacarle ms dinero. Una especie de sentimiento del deber, o de orgullo, un deseo de prevenirse, lograron hacerle saltar.

    Cunto cobra usted por el viaje?El gondolero, mirando hacia lo alto,

    respondi:Tendr usted que pagar lo que cuesta.El deseo de estafarle era evidente. Aschen-

    bach dijo de un modo maquinal:No pagar nada, absolutamente nada,

    si no me lleva al sitio que le indiqu.Usted quiere ir al Lido.Pero no con usted.De nada tiene que quejarse.Es cierto pens Aschenbach, y se

    calm. Me llevas bien. Aunque hayas pensado slo en mi dinero y aunque me des con un remo en la cabeza, me habrs llevado bien.

    Pero no aconteci nada de eso. Tuvieron incluso compaa: un bote con msicos ambulantes, hombres y mujeres que cantaban acompaados de guitarras y mandolinas y que iban al lado de la gndola, rompiendo el silencio que reinaba en la superficie del agua con canciones de una poesa para uso de turistas que les produca buenas ganancias. Aschenbach arroj unas monedas en el sombrero que le presentaban, hecho lo cual los cantores callaron y desaparecieron. Volvi a orse el murmullo del gondolero, que hablaba, con frases sordas y entrecortadas, consigo mismo.

    Llegaron, al fin, en el instante en que sala un vapor con rumbo a la ciudad. Dos guardias municipales paseaban por la orilla, con las manos a la espalda y el rostro vuelto hacia la laguna. Aschenbach salt de la gndola apoyndose en aquel viejo que se encuentra en todos los embarcaderos de Venecia con su gancho. Luego, al ver que no tena monedas peque-

  • as, se fue por cambio a un hotel prximo a fin de arreglar su cuenta con el gondolero. Le cambiaron en la caja, volvi, encontr su equipaje en el muelle, sobre un carrito; pero gndola y gondolero haban desaparecido.

    Tuvo que marcharse dijo el viejo del gancho. Es un mal hombre, un hombre sin licencia, seor. Es el nico gondolero que no tiene licencia. Los otros telefonearon aqu. l vio que le estaban aguardando, y ha tenido que irse.

    Aschenbach se encogi de hombros.El seor ha hecho el viaje gratis dijo el

    viejo tendindole el sombrero.Aschenbach le ech unas monedas, luego dio

    orden de que condujera su equipaje al Hotel Bader, y sigui al carrito a lo largo de la brillante avenida de cafs, bazares, flores, hoteles, que atraviesa la isla en diagonal hasta la playa.

    Entr en el espacioso hotel por la parte de atrs, atravesando la terraza del jardn, llegando a las oficinas por el pasadizo del vestbulo. Como haba anunciado su llegada, le recibieron con gran amabilidad. Un maitre d'htel, hombre pequeito que se deslizaba silenciosamente con finura servil, de bigote negro y levita de corte francs, le acompa en el ascensor hasta el segundo piso y le mostr su cuarto: una habitacin agradable, con el mobiliario de madera de cerezo, con un ramo de flores olorosas sobre una mesilla, y desde cuyas altas ventanas se poda disfrutar de la visin del mar abierto. Cuando se retir el empleado, Aschenbach se asom a una de las ventanas, y mientras le llevaban el equipaje y lo acomodaban en la habitacin, se puso a contemplar la playa, que a aquella hora estaba casi desierta, y el mar sin sol. Haba pleamar. Las olas, bajas y lentas, moran en la orilla con acompasado movimiento.

    Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo ms confusos y ms intensos que los de las gentes sociables; sus pensamientos son ms graves, ms extraos y siempre tienen un matiz de tristeza. Imgenes y sensaciones que se esfumaran fcilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el nimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en

  • acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo extraordinariamente bello; la p o e s a . P e r o e n g e n d r a t a m b i n l o desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado.

    De esta manera, el nimo del viajero sentase todava inquieto con las impresiones de la travesa, el repulsivo viejo verde con sus gestos equvocos, el gondolero brutal que se haba quedado sin su dinero. Todos estos h e c h o s , s i n o f r e c e r d i f i c u l t a d e s a l entendimiento ni construir materia de cavilacin, le parecan de naturaleza extraa. Las contradicciones que tales hechos envolvan, le intranquilizaron. Sin embargo, salud al mar con los ojos, y su corazn se llen de alegra al contemplarse tan cerca de Venecia. Finalmente se apart de la ventana, se ase, le dio a la doncella algunas rdenes relacionadas con su instalacin, y se fue al ascensor, donde un suizo, de uniforme verde, le llev al piso inferior.

    Tom el t en la terraza, junto al mar; baj luego, siguiendo a lo largo del muelle un buen trecho en direccin al Hotel Excelsior. Al re tornar, crey que era ya hora de cambiarse de traje para comer. Lo hizo con parsimonia, con esmero, como siempre, pues estaba habituado a trabajar mientras se arreglaba. Despus se encontr un poco antes de la hora, en el hall, donde estaban reunidos algunos hus-

    pedes, desconocidos entre s, pero en espera comn de la comida. Tom un peridico de la mesa, arrellanse en un silln de cuero y se puso a pensar en aquellas personas, que se diferenciaban con ventaja de las de su residencia anterior.

    Haba all un ambiente mucho ms abierto y de mayor amplitud y tolerancia. En los coloquios a media voz se notaban los acentos de los grandes idiomas. El traje de etiqueta, uniforme de la cortesa, reuna en armoniosa unidad aparente todas las variedades de gentes all congregadas. Veanse los secos y largos semblantes de los americanos, numerosas familias rusas, seoras inglesas, nios alemanes con institutrices francesas. La raza eslava pareca dominar. Cerca de l hablaban en polaco.

    Se trataba de un grupo de muchachos reunidos alrededor de una mesilla de paja,

  • bajo la vigilancia de una maestra o seorita de compaa. Tres chicas de quince a diecisiete aos, quizs, un muchacho de cabellos largos que pareca tener unos catorce. Aschenbach advirti con asombro que el muchacho tena una cabeza perfecta. Su rostro, plido y preciosamente austero, encuadrado de cabello color de miel; su nariz, recta; su boca, fina, y una expresin de deliciosa serenidad divina, le recordaron los bustos griegos de la poca ms noble. Y siendo su forma de clsica perfeccin, haba en l un encanto personal tan extraordinario, que el observador poda aceptar la imposibilidad de hallar nada ms acabado. Lo que inmediatamente saltaba a la vista era el contraste entre el aspecto educacional a que obedeca el vestido y el trato que se daba a sus hermanas. El atavo de las tres hermanas, la mayor de las cuales era ya una mujercita formada, no poda ser ms sencillo y casto, hasta el extremo de que casi las afeaba. Un traje claustral, unifor-

    me de color gris, bastante largo, mal cortado a propsito, con un cuello blanco planchado como nica nota clara, haca que no fuera posible encontrar nada agradable en sus cuerpos. El cabello, liso y pegado a la cabeza, daba a los rostros una expresin monjil e insustancial.

    Aquel atavo era sin duda la obra de una madre que no aplicaba al chico la severidad pedaggica que crea aplicable a las muchachas. Se vea que la existencia del muchacho era presidida por la blandura y el trato delicado. Nadie se haba atrevido a poner las tijeras en sus hermosos cabellos, que caan en rizos abundantes sobre la frente, sobre las orejas y sobre la espalda. El traje de marinero ingls, cuyas mangas abombadas se ajustaban hacia abajo oprimiendo las finas muecas de sus manos infantiles, prestaba, con sus cordones, botones y bordados, algo de rico y mimado a su delicada figura. Aschenbach lo vea de medio perfil, sentado, con las piernas extendidas y uno de los pies, con su zapato de charol, sobre el otro; tena un codo apoyado en el brazo de su asiento de mimbre, la mejilla cada sobre la mano cerrada, en una actitud de elegante indolencia, sin asomo alguno de la rigidez a que parecan habituadas sus hermanas. Estara enfermo? La piel de su cara era blanca como el marfil sobre el dorado oscuro de los rizos que le servan de marco. O era simplemente un hijo nico, mimado, en quien un cario excesivo y caprichoso haba producido

  • aquel enervamiento? Aschenbach se inclinaba a creer en lo ltimo. Casi todas las naturalezas artsticas tienen esa innata tendencia malvola que aprueba las injusticias engendradoras de belleza y que rinde homenaje y acatamiento a esas preferencias aristocrticas.

    Entretanto, un camarero recorra los pasadizos anunciando en ingls que la comida es-

    taba servida. La concurrencia fue dirigindose poco a poco, por la puerta de cristales, al comedor. Pasaban huspedes retrasados que entraban del vestbulo o salan del ascensor. Haban comenzado ya a servir la comida, pero los polacos continuaban en su mesita de mimbre. Aschenbach, cmodamente hundido en un silln y con el hermoso mancebo ante sus ojos, esperaba tambin.

    La institutriz, una seora pequea y corpulenta, de cabello rojizo, dio por fin la seal de levantarse. Apart a un lado la silla y se inclin cuando una seora alta, vestida de gris claro y adornada con ricas perlas, entraba en el vestbulo. El aire de aquella mujer era fro y contenido, y el peinado de su cabello, que iba ligeramente espolvoreado, as como la forma de su vestido, atestiguaban aquella sencillez que determina el buen gusto all donde la religiosidad pasa como parte integrante de la elegancia. Bien poda haber sido ella la esposa de un alto funcionario alemn. Lo nico exageradamente lujoso que exhiba eran sus alhajas, de inestimable valor, sus pendientes y su triple collar largusimo, hecho de perlas grandes como cerezas y de suaves irisaciones.

    Los muchachos, que se haban levantado rpidamente, se inclinaron luego para besarle la mano. Ella, la madre, con una sonrisa contenida de su cuidado rostro, pero con cierta expresin de cansancio, miraba por encima de sus cabezas y diriga a la institutriz algunas palabras en francs. Luego se dirigi al comedor. La siguieron las muchachas, por orden de edades; a continuacin, la institutriz y, por ltimo, el muchacho. Por no s qu razn, este ltimo se volvi antes de penetrar por la puerta de cristales y, como no quedaba en la estancia nadie ms, sus singulares ojos soadores se encontraron con los de Aschenbach que, sumido

  • en la contemplacin, con su peridico en las rodillas, segua al grupo con la mirada.

    La escena que acababa de presenciar no tena nada de particular en los detalles. No haban ido a comer antes de la llegada de la madre; la haban aguardado, para saludarla respetuosamente y para entrar en la sala siguiendo sus hbitos tradicionales. Pero todo esto se haba hecho con tanta expresin, con tal acento de disciplina, de sentimiento del deber, de mutuo respeto, que Aschenbach se sinti singularmente conmovido. Aguard un instante, luego entr, a su vez, en el comedor y pidi una mesa. Con cierto sentimiento de disgusto, comprob luego que su sitio resultaba muy alejado de la familia polaca.

    Durante toda la interminable comida, cansado y, sin embargo, presa de una gran agitacin espiritual, Aschenbach cavil sobre cosas serias y hasta t rascendentales, reflexion sobre la misteriosa proporcin en que lo normal tena que conformarse con lo individual para engendrar la belleza humana; pas despus a pensar en problemas generales del arte y de la forma, y acab comprendiendo que sus pensamientos y conclusiones se parecan a ciertas ficciones del sueo, felices aparentemente y que luego, a la luz de un nimo sereno, resultan vacas e intiles. Despus de cenar se entretuvo paseando y fumando por el parque, fuertemente aromatizado; luego se acost temprano y pas la noche en un sueo continuo y profundo, pero animado por diversas visiones.

    El tiempo no mejor al da siguiente. Soplaba viento de tierra. Bajo el cielo turbio se vea el mar en soolienta calma, con el horizonte tan alejado de la playa que dejaba libre varias filas de largos bancos de arena. Cuando Aschenbach abri la ventana, crey sentir el olor pestilente de la laguna.

    De pronto, se encontr dominado por gran desasosiego. E instantes despus, pensaba en marcharse. Estando en Venecia, haca algunos aos, tras unas alegres semanas primaverales, haba tenido que soportar un tiempo tan malo como aqul. Le hizo tanto dao, que se vio

  • obligado a marcharse apresuradamente. No volva a sentir, igual que entonces, la febril inquietud, la opresin de las sienes, el peso de los prpados? Cambiar otra vez de residencia sera molesto. Pero, si no cambiaba el viento, no poda permanecer all. Por precaucin, no deshizo todo el equipaje. A las nueve se desayun en la salita que se encontraba entre el vestbulo y el comedor.

    En el edificio entero reinaba ese solemne silencio que constituye el orgullo de los grandes hoteles.

    Los camareros caminaban silenciosamente. Todo lo que se oa era el tintineo de los servicios de t y algunas palabras a media voz. En un rincn, al lado opuesto de la puerta y dos mesillas ms all de la suya, Aschenbach advirti a las muchachas polacas con su institutriz. Muy tiesas, con el cabello rubio pegado y los ojos enrojecidos, con vestidos azules de cuellos y puos planchados, muy estrechos, se las vea sentadas, alargndose unas a otras un tarro de conservas. Ya casi haban acabado el desayuno. Faltaba el muchacho.

    Aschenbach sonrea: Mi joven amigo! pens. Parece que gozas del privilegio de dormir hasta cuando quieras. Y sintindose de p r o n t o m u y c o n t e n t o , r e c o r d silenciosamente el verso:

    Atavo variado, baos calientes y reposo

    Se desayun tranquilamente, recibi el correo de manos del portero, que entr con la

    galoneada gorra en la mano y fumando un pitillo.

    Ley un par de cartas. De esa manera fue como pudo presenciar todava la entrada del dormiln, a quien sus hermanas aguardaban.

    Entr por la puerta de cristales y atraves en silencio, diagonalmente, la estancia, hasta la mesa de sus hermanas. Su andar era gracioso, tanto en la actitud del busto como en el movimiento de las rodillas y en la manera de pisar; andaba ligeramente, con altanera y suavidad al propio tiempo, y su encanto aumentaba en virtud del pudor infantil, que por dos veces le oblig a bajar los ojos cuando mir en torno suyo. Sonriente, y hablando a media voz en su lenguaje sonoro

  • y blando, salud y se sent. Esta vez estaba frente a Aschenbach, quien volvi a ver, con asombro y hasta con miedo, la divina belleza del nio. Llevaba una blusa ligera, de tela con listas azules y blancas, atada con una cinta de seda roja por encima del pecho y cerrada arriba por medio de un sencillo cuello blanco planchado. Sobre el cuello, que ni siquiera combinaba muy elegantemente con el traje, descansaba de manera incomparablemente encantadora la cabeza bella, la cabeza de Eros, de color de mrmol de Paros, con sus cejas finas, sus sienes y sus orejas suavemente sombreadas por el marco de sus cabellos.

    Muy bien! , se dijo Aschenbach con esa fina destreza profesional con que a veces los artistas disfrazan el encanto, el entusiasmo que les produce una obra de arte. Luego pens: Aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecera aqu mientras t no te fueras.

    A continuacin se levant y atravesando el vestbulo entre las atenciones del personal, baj a la gran terraza y se dirigi rectamente a la parte de playa destinada a los huspedes del

    hotel. Hizo que un viejo baero, descalzo, con pantalones de lienzo, blusa de marinero y sombrero de paja, le sealase la caseta; le orden que sacara al aire libre la mesa y asiento, y se arrellan en la silla de tijera, que arrastr hasta el borde del agua por la arena amarillenta.

    El cuadro que a sus ojos ofreca la playa, la visin de aquellas gentes civilizadas, que gozaban sensualmente en medio de los elementos, le satisfizo y entretuvo como nunca. El mar, gris y sereno, estaba ya animado por nios que corran descalzos por el agua, de nadadores de abigarradas figuras, que, con los brazos detrs de la cabeza, estaban tendidos sobre la arena. Otros remaban en pequeos botes sin quilla y pintados de encarnado y azul, y rean con alborozo.

    Junto a la tensa cuerda del balneario, en cuyas plataformas uno se senta como sobre una terraza, haba movimiento alborozado e indolente reposo, saludos y charlas, elegancia matinal, todo mezclado con las desnudeces, que se aprovechan osadamente de las libertades del lugar. Por la orilla paseaban algunas personas envueltas en blancas capas de bao. Hacia la derecha haba una montaa de arena con mltiples derivaciones,

  • construida por los chiquillos y adornada con banderi tas de todos los pa ses . Los vendedores de mariscos, pasteles y frutas extendan sus mercancas arrodillados en el suelo. Hacia la izquierda, ante una de las casetas un tanto apartadas de la mayora, y en las que por aquel lado terminaba la playa, haba acampado una familia rusa. Caballeros con luengas barbas y grandes dientes, mujeres indolentes, una seorita del Bltico que, sentada ante un caballete, pintaba el mar, g e s t i c u l a n d o d e v e z e n c u a n d o desesperadamente; dos nios feos y apacibles; una criada, con una cofia y serviles actitudes de esclava. All estaban go-

    zando, agradecidos, del mar y del reposo; llamaban sin cesar, a gritos, a los chiquillos, que jugaban sin hacerles caso; bromeaban, empleando algunas palabras italianas, con el viejo humoris ta , a quien compraban golosinas; se besaban unos a otros en las mejillas, sin que les preocuparan en lo ms mnimo los observadores alrededor.

    Me quedar, pensaba Aschenbach. Dnde podra estar mejor? Y con las manos dobladas sobre sus rodillas, dejaba que sus ojos se perdiesen en la montona inmensidad del mar. Amaba el mar por razones profundas: por el ansia de reposo del artista que trabaja rudamente, que desea descansar de la variedad de figuras que se le presentan en el seno de lo simple e inmenso; por una tendencia perversa, opuesta enteramente a las exigencias de su misin en el mundo, y ms tentadora, por eso, a lo inarticulado, desmedido y eterno; a la nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso, nota el ansia de reposar en lo perfecto. Y la nada no es acaso una forma de perfeccin? Mas, mientras cavilaba perdido as en lo infinito, la horizontal del mar se vio de pronto cortada por una figura humana, y recogindose en lo concreto de su mirada sumida en lo indefinido, vio al muchacho, que, viniendo de la izquierda, pasaba ante l. Marchaba descalzo, dispuesto a corretear por el agua; las esbeltas piernas aparecan desnudas, hasta al rodilla, y caminaba lentamente, pero con ligereza y aplomo, como si estuviese habituado a andar sin zapatos; su mirada buscaba las casetas del lado izquierdo, pero apenas hubo advertido a la familia rusa, que gozaba tranquilamente de las delicias del da, apareci sobre su rostro una tormenta de

  • colrico desprecio. Su frente se oscureci, se contrajeron sus labios en una expresin de rabia y frunci de tal modo las cejas, que sus ojos,

    Centelleantes de algo oscuro y maligno, aparecieron hundidos. Baj luego la vista y volvi a mirar amenazadoramente. Poco despus se encogi de hombros con un ademn de violento desprecio y volvi la espalda al enemigo.

    Un sentimiento delicado, en el que haba un poco de respeto y un poco de vergenza, movi a Aschenbach a volverse fingiendo no haber visto nada; pues a su temperamento circunspecto repugnaba explotar, ni aun consigo mismo, esa clase de explosiones pasionales como la que casualmente haba descub ie r to . Se hab a r e g o c i j a d o y atemorizado al mismo tiempo, y se senta dichosamente conmovido. Al fanatismo infantil, dirigido contra el cuadro ms apacible de vida, mostraba el poco valor de lo divino en las relaciones humanas; haca que una visin de vida, reposada y feliz, despertase pasiones revueltas, prestando a la bella figura del adolescente una exaltacin que haca tomarle ms en serio de lo que sus aos representaban.

    Con la cabeza vuelta an del otro lado, Aschenbach escuchaba la voz del muchacho, una voz clara, un poco dbil, con la cual saludaba desde lejos, a gritos, a los compaeros que jugaban en la montaa de arena. Al or la voz respondieron gritndole varias veces su nombre, o un diminutivo de su nombre. Aschenbach atenda con cierta curiosidad, sin poder atrapar ms que dos slabas meldicas, que sonaban como Adgio, y con ms frecuencia Ad-gin, terminando en una n prolongada. El sonido era agradable, le hall adecuado por su eufona al objeto que designaba, lo repiti para s y, satisfecho, volvi a sus cartas y papeles.

    Con su cartera de viaje sobre las rodillas, empez a contestar su correspondencia, con estilogrfica. Pero despus de un cuarto de hora, encontr que era lastimoso abandonar en espritu la expectacin ms agradable que conoca

  • y echarla a perder con una actividad indiferente. Dej a un lado sus tiles de escribir, y volvi a mirar al mar. Poco tiempo despus, atrado por la algaraba de los chicos que jugaban con montones de arena, volvi la cabeza hac ia la derecha, apoyndola cmodamente en el respaldo de su silla, para contemplar lo que haca Adgio.

    Pudo verlo al lanzar la primera mirada. La cinta roja de su pecho flotaba sin escaparse. Ocupado con otros nios en colocar una tabla vieja como puente sobre el foso hmedo de la montaa de arena, daba rdenes con gritos y movimientos de cabeza. Seran unos diez compaeros, chicos y chicas, algunos de su misma edad y otros, ms pequeos, que hablaban en francs, en polaco y tambin en idiomas balcnicos. Pero el nombre ms repetido era el de Adgio. Sin duda lo queran, lo admiraban todos. Especialmente uno de ellos, polaco tambin, robusto y fuerte, llamado algo as como Saschu, con el cabello negro, engomado, pareca ser su ms ntimo amigo y vasallo sumiso. Cuando el trabajo de la montaa de arena estuvo terminado, se fueron todos abrazados, playa adelante, y el llamado Saschu bes al hermoso Adgio.

    Aschenbach se sinti tentado de amenazarle con el dedo. Mas a ti, Cristbulo, te aconsejo pens sonriendo, que te vayas un ao a viajar. Pues eso necesitas, por lo menos, si quieres curar. Y luego se comi con delicia unos fresones maduros que compr a uno de los vendedores ambulantes. Haca calor, a pesar de que el sol no lograba atravesar las nubes que cubran el cielo. El espritu se senta invadido por una gran indolencia, y los sentidos penetrados por el encanto infinito y adormecedor del mar. A un hombre de la seriedad de Aschenbach le pareci en aquel momento una ocupacin apropiada y suficiente adivinar, investigar qu

    nombre poda ser el que sonaba algo as como Adgio. Con ayuda de algunos recuerdos, pens que deba de ser Tadrio, diminutivo de Tadeum y que se pronunciaba Tadrn.

    Tadrio haba ido a baarse. Aschenbach, que lo haba perdido de vista, descubri al fin su cabeza y su brazo extendido, all lejos, en el

  • mar, pues el mar pareca ser llano hasta muy afuera. Pero, sin duda, se cuidaban ya de l.

    De pronto empezaron a orse en la playa voces de mujeres que le llamaban, que gritaban su nombre, un nombre que dominaba la playa casi como una solucin, y que con sus sonidos suaves y la n prolongada del final tena al mismo tiempo algo de dulce y de estridente.

    Tadrn! Tadrn!l se volvi entonces hacia la playa,

    corriendo, haciendo saltar el agua en espuma al levantar las piernas, con la cabeza echada hacia atrs. La visin de aquella figura viviente, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, con sus rizos hmedos y hermosos como los de un dios mancebo que, saliendo de lo profundo del cielo y del mar, escapaba al poder de la corriente, le produca evocaciones msticas, era como una estrofa de un poema primitivo que hablara de los tiempos originarios, del comienzo de la forma y del nacimiento de los dioses. Aschenbach escuchaba con los ojos cerrados aquel canto que renovaba en su interior, y pens, una vez ms, que all se encontraba bien y que se quedara.

    Ms tarde, Tadrio estaba tumbado en la arena descansando del bao, envuelto en su sbana, abierta por su hombro derecho, y con la cabeza descansando en el brazo desnudo. Aunque Aschenbach no lo miraba, sino que lea unas pginas en su libro, no se olvidaba de que estaba all y saba que slo necesitaba tornar ligeramente la cabeza hacia la derecha para con-

    templar lo ms admirable del mundo. Casi estuvo convencido de que su misin era velar por el muchacho, en lugar de ocuparse en sus propios asuntos. Y un sentimiento paternal, el sentimiento del que se sacrifica en espritu al culto de lo bello, por aquello que posee belleza, llenaba y conmova su corazn.

    Ya hacia el medioda abandon la playa, regres al hotel y subi en ascensor a la habitacin. All permaneci largo tiempo ante el espejo, contemplando su agrisado cabello, su cansado rostro, de facciones afiladas. En aquel momento pens en la gloria y en que por la calle le conocan muchos y lo contemplaban con respeto y admiracin, todo a causa de su voluntad certera y coronada de gracia; evoc todos los xitos anteriores de su talento que se

  • le ocurrieron, y hasta pens en su ttulo de nobleza. Luego baj al comedor y comi en su mesita. Cuando, al terminar la comida, tom el ascensor, entr en l mucha gente joven que vena igualmente del comedor, y entre ellos, Tadrio. Estaba muy cerca de Aschenbach, por primera vez; tan cerca, que poda verlo, no a distancia, como en los cuadros, sino observndolo de cerca en sus menores detalles humanos. Alguien le haba hablado, y l le responda con una sonrisa de indescriptible simpata; pero ya sala, bajando los ojos, en el primer piso: La belleza nos hace vergonzosos, se dijo Aschenbach, ponindose a pensar en el motivo de ello. Sin embargo, haba notado que los dientes de Tadrio dejaban que desear; eran algo plidos, sin ese esmalte brillante propio de la salud, y de una transparencia inquietante, como ocurre a veces por causa de la anemia.

    Es muy frgil, es enfermizo. No llegar a viejo, pens Aschenbach, y renunci a analizar un sentimiento de satisfaccin o intranquilidad que acompaaba a tal idea.

    Pas dos horas en su habitacin, y luego se embarc en el pequeo vapor para tornar hacia Venecia a travs del olor ptrido de la laguna. Se ape en San Marcos, tom t en la plaza, y luego, cumpliendo su programa, fue a dar un paseo por las calles. El paseo hubo de trastornar completamente la situacin de su nimo, alterando sus planes.

    Un calor bochornoso caa sobre las callejas; el aire era denso, y los olores que salan de las casas, tiendas y cocinas, olor de aceite, nubes de perfume y otras emanaciones, yacan apelotonados, sin dispersarse. El humo del tabaco se quedaba como cuajado, y slo poco a poco se iba deshaciendo. La multitud de gente que se atropellaba en la estrechez de las calles, molestaba al paseante en vez de entretenerle. A medida que transcurra el tiempo, se adueaba de l, progresivamente, el estado lamentable que el siroco, combinado con el aire del mar, puede producir, y que es excitacin y desfallecimiento al mismo tiempo. Transpiraba copiosamente, los ojos queran cerrrsele, senta el pecho oprimido, tena fiebre, la sangre palpitaba sensiblemente en sus sienes. Cruzando algunas calles, huy de los barrios comerciales, donde el gento se apretujaba, hacia los barrios pobres. All viose

  • asaltado por una nube de mendigos, mientras los olores ptridos de los canales le cortaban la respiracin. En un lugar tranquilo, en uno de esos sitios olvidados, y graciosamente pintorescos que se encuentran en el exterior de Venecia, al borde de un brocal, se sent para descansar, se sec la frente y comprendi que deba marcharse.

    Por segunda vez, y ya definitivamente, comprob que Venecia le sentaba muy mal con aquel tiempo. Le pareci absurdo obstinarse tercamente en permanecer all cuando las probabilidades de que el viento cambiase eran muy

    inseguras. Era preciso decidirse al vuelo. Volver a casa no era posible. No tena dispuestas ni sus habitaciones de verano ni de invierno para ir all. Pero Venecia no era el nico sitio donde haba mar y playa; poda encontrarlos en otros sitios, sin el lamentable complemento de la laguna y de las emanaciones, que le producan fiebre. Record una playa pequea cerca de Trieste, que le haban ponderado mucho. Por qu no irse all? Caso de hacerlo, tena que ser sin retraso, para que valiera la pena cambiar otra vez de residencia. Se decidi, y se puso en pie.

    En el primer embarcadero que pudo encontrar, tom una gndola y dio la orden de que le llevasen a San Marcos. La embarcacin fue deslizndose en el turbio laberinto de los canales, por entre delicados balcones de mrmol exornados con leones, doblando esquinas rezumantes, pasando luego al pie de otras fachadas suntuosas. Le cost trabajo llegar a su destino, pues el gondolero que trabajaba en combinacin con fbricas de encajes y vidrios, trataba de desembarcarle a cada paso para que entrase a ver las tiendas y comprara. Si era, pues, verdad que la fantstica travesa por las lagunas de Venecia comenzaba a ejercer su encanto sobre l, aquel espritu de mendicidad de reina cada, bastaba para romperlo.

    De nuevo en el hotel, advirti que circunstancias imprevistas le obligaban a marcharse a la maana siguiente, temprano.

    Le expresaron su pesar y le dieron la cuenta. Cen y pas la tibia velada leyendo peridicos en una mecedora de la terraza t rasera . Antes de acos ta r se d i spuso debidamente su equipaje.

  • No pudo dormir gran cosa, pues la proximidad del viaje le inquietaba. Cuando, de madrugada, abri la ventana, el cielo segua nublado,

    pero el aire pareca ms fresco. Entonces comenz a arrepentirse de sus propsitos. No h a b r a s i d o s u d e c i s i n d e m a s i a d o apresurada y errnea, obra de un estado febril? Si no hubiera avisado en el hotel, si con menos prisa hubiera esperado un cambio del tiempo, en vez de una maana de quehaceres y preocupaciones, le aguardara el goce tranquilo del da anterior en la playa. Pero era demasiado tarde, y se vea forzado a seguir queriendo lo que la vspera haba querido. Se visti, y a las ocho baj en el ascensor para tomar el desayuno.

    Cuando entr, el pequeo comedor estaba solitario. Mientras esperaba sentado que le sirviesen lo que haba pedido, empezaron a entrar algunos huspedes. Con la taza de t pegada a los labios, vio llegar a las muchachas polacas con su institutriz. Rgidas y frescas, con los ojos enrojecidos, se sentaron a su mesa de la esquina de la ventana. Un instante despus se acerc a Aschenbach el portero, con la gorra en la mano, a comunicarle que haba llegado el momento de partir. El automvil esperaba para llevarle a l y a otros huspedes al Hotel Ex-celsior, punto desde donde la canoa-automvil llevara a los seores a la estacin por el canal privado de la Compaa. El tiempo apremiaba.

    Aschenbach respondi que no era del mismo parecer. Faltaba ms de una hora para la salida del tren. Protest contra la costumbre de los hoteles de echar a los viajeros antes de tiempo, y dijo al portero que deseaba tomar tranquilamente su desayuno. El empleado se retir de mala gana, para reaparecer despus de cinco minutos. Era imposible que el automvil esperase ms tiempo. Pues que se vaya con mi bal, replic Aschenbach, irritado. l tomara, a su hora, el vaporcito pblico, y rogaba que le dejasen tranquilo. El empleado se inclin. Aschenbach, satisfecho ya, termin, sin

  • apresurarse, el desayuno, y hasta pidi un peridico al camarero. Cuando se levant finalmente, slo le quedaba el tiempo justo. Y ocurri que al mismo tiempo entraba Tadrio por la puerta de cristales.

    Al cruzar, buscando a los suyos, tropez con Aschenbach, que sala; baj modestamente los ojos ante el hombre de cabellos grises y amplia frente para volver a levantarlos luego, con su manera dulce y amable, sin detener su marcha. Adis, Tadrio! pens Aschenbach. Poco t i empo ha du rado nues t ro conocimiento. Y murmurando, contra su costumbre, dijo a media voz:

    Dios te bendiga!Poco despus hizo los ltimos preparativos,

    reparti propinas, fue atendido por el suave matre d'htel, con su levita francesa, y abandon el hotel a pie, como haba llegado. Le segua el mozo del hotel, que llevaba su equipaje de mano, atravesando la avenida Florida, que cruzaba de sesgo la isla para dirigirse al embarcadero. Lleg, tom asiento y... lo que vino despus fue un calvario por todas las profundidades del arrepentimiento.

    La travesa conocida iba por la laguna, pasando por delante de San Marcos y s u b i e n d o luego por e l Gran Cana l . Aschenbach estaba sentado cerca de proa, en el banco circular, con un brazo extendido en la barandilla, y hacindose sombra sobre los ojos con la otra mano. Quedaron atrs los jardines pblicos, y la Piaz-zeta se abri una vez ms ante sus ojos en su magnificencia principesca. Al llegar a la gran serie de palacios, aparecieron tras un recodo del canal los arcos majestuosos de mrmol de Rialto. El viajero contemplaba toda la belleza que desfilaba ante sus ojos, y se le oprima el corazn. Respiraba, en aspiraciones profundas y espiraciones dolorosas, la atmsfera de la

    ciudad, aquel olor ligeramente putrefacto, de mar y de pantano, que el da anterior haba querido abandonar con tanta urgencia. Era posible que no hubiera sabido, que no hubiera considerado hasta qu punto su corazn estaba ligado a todo aquello? Lo que por la maana era un sentimiento vago, una leve duda, tornose ya en angustia, en dolor efectivo y punzante, en tribulacin tan grande

  • para su alma, que varias veces asomaron lgrimas a sus ojos, en forma completamente extraa.

    Aquello que ms doloroso le resultaba, aquello que a veces le pareca absolutamente insoportable, era sin duda el pensamiento de que ya no volvera a Venecia, de que se despeda de ella para siempre. Porque despus de haber comprobado por segunda vez que la ciudad era nociva para su salud, despus, de haberse visto obligado por segunda vez a abandonarla de repente , tendr a que considerarla como una residencia prohibida, insoportable. Insensato sera probar fortuna una vez ms.

    Saba ya que, de irse en aquel instante, la vergenza y el amor propio le impediran volver a la amada ciudad, ante la cual haba fracasado por dos veces su resistencia fsica. La lucha entre la apetencia espiritual y la incapacidad fsica le pareci de pronto grave e importantsima a aquel hombre que empezaba a envejecer. Y su derrota corporal le result tan lamentable, y tan vergonzoso haber cedido s in d i f icul tad a lguna , que no quiso comprender la razn por la cual haba podido entregarse y someterse el da anterior sin lucha seria.

    Mientras tanto, el vapor se aproximaba a la estacin, y su dolor y su desconcierto aumentaban hasta darle vrtigos. La partida pareca imposible, y no menos imposible el regreso. Entr en la estacin completamente deshecho. Era muy tarde; no poda perder un momento si de-

    seaba tomar el tren. Quera y no quera. Sin embargo, el tiempo apremiaba y lo empujaba hacia delante. Se apresur a comprar su pasaje, y busc entre el tumulto al empleado del hotel. Finalmente el hombre apareci y anunci que el bal ya estaba facturado.

    Ya facturado?S, para Como.Para Como?Y despus de una sucesin apresurada de

    preguntas colricas y de perplejas respuestas, result que el bal haba sido enviado, junto con el equipaje de otros pasajeros, desde el Hotel Excelsior, hacia una direccin totalmente equivocada.

    Aschenbach no poda conservar la nica actitud que tales circunstancias requeran. Una alegra de aventura, un goce increble sacuda

  • casi convulsivamente su pecho. El empleado se precipit a rescatar el bal, pero luego v o l v i s i n h a b e r c o n s e g u i d o n a d a . Aschenbach declar entonces que sin su equipaje no estaba dispuesto a marcharse, y que prefera volver para esperar en el hotel el retorno del bal. Pregunt si la canoa-automvil de la Compaa estaba lista. Y se fue a la ventanilla, donde le devolvieron el precio del billete. Asegur que telegrafiara, que hara todo lo posible para recuperar el bal rpidamente. De esa manera s.u-cedi el extrao acontecimiento de que el viajero, a los cinco minutos de su llegada a la estacin, volvi a encontrarse en el Gran Canal, en viaje de regreso al Lido.

    Aventura increble, vergonzosa y cmica, como cosa de pesadilla! Los lugares de los cuales acababa de despedirse para siempre, con el corazn oprimido, estaban ante su vista otra vez por obra del Destino caprichoso, que acababa de brindarle una de sus jugarretas! El pequeo y rpido barco se deslizaba alegremen-

    te haciendo espuma y esquivaba, al pasar, gndolas y vapores, mientras su nico pasajero disimulaba bajo la mscara de resignacin, la excitacin gozosa y sorprendida de un muchacho de vacaciones. En su pecho pugnaba por estallar, de tiempo en tiempo, la risa que su desgraciado accidente le produca; un accidente que no hubiera podido suceder ms oportunamente a un escolar desaplicado. Habra que dar explicaciones; iba pensando que se encontrara con caras asombradas, y luego, todo arreglado. Se haba evitado una desgracia, se haba rectificado un grave error, y todo lo que haba credo dejar a sus. espaldas definitivamente volva a aparecer ante sus ojos. Era suyo por todo el tiempo que deseara. Por lo dems, le engaaba la rapidez del barco, o vena realmente del lado del mar aquel viento brusco?

    Las olas azotaban el estrecho canal abierto en la isla hasta llegar al Hotel Excelsior. Un mnibus que esperaba all condujo a Aschen-bach, por la or i l la de l mar r izado, directamente hasta el Hotel Bader. El pequeo matre baj la escalera para saludarle.

    Con ligero mimo lament el accidente calificndolo de extraordinariamente sensible

  • para l y para el establecimiento. Luego aprob, lleno de conviccin, el designio de Aschenbach de aguardar all su bal. Su habitacin estaba ya ocupada; pero tena a su disposicin otra que no era peor que aqulla.

    Pas de chance, Monsieur (1) dijo sonriente el suizo del ascensor mientras suban.

    As fue cmo el fugitivo volvi a instalarse en una habitacin que, en cuanto a situacin y comodidades, era casi enteramente igual a la anterior.

    Fatigado, atolondrado por la agitacin de

    (1) No tuvo suerte, seor.

    aquella maana singular, tan pronto como hubo distribuido en la habitacin el contenido de su maleta, se sent en una butaca, dejando la ventana abierta. El mar haba tomado un tono verde plido; el aire pareca ms fino y ms limpio, y la playa, con sus casetas y sus botes, tena ms color, a pesar de que el cielo continuaba gris. Aschenbach, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, miraba hacia el exterior, satisfecho de volver a verse all, moviendo tristemente la cabeza y pensando en su indecisin, en su desconocimiento de sus propios deseos. As es tuvo sentado, descansando y pensando sin objeto fijo, durante una hora.

    Hacia medioda divis a Tadrio, el cual, con su traje listado, volva desde el mar al hotel. Aschenbach lo reconoci en seguida desde su altura, antes de verlo propiamente con sus ojos, e iba a decir algo as como un saludo cordial, un Tadrio, aqu ests t tambin otra vez! , pero al mismo tiempo sinti que el saludo ligero se velaba callando ante la verdad; sinti el entusiasmo que encenda su sangre, la alegra, el dolor de su alma, y se dio cuenta de que la despedida le haba resultado tan dolorosa slo a causa de Tadrio.

    Sentado e invisible en su sitio, se consideraba altsimo a s mismo en silencio. Sus rasgos se haban reanimado: se enarcaban sus cejas y su boca se dilataba en una sonrisa atenta que expresaba goce espiritual. Despus levant la cabeza, y sus dos brazos, que colgaban indolentemente de los brazos de la butaca, hicieron un movimiento giratorio y de ascenso, lentamente, con las

  • palmas de las manos vueltas hacia delante, como si insinuaran un abrazo. Fue un ademn de bienvenida; un gesto alegre y lnguido, lleno de indeciso placer.

    IV

    Un da y otro da, el dios de ardientes mejillas recorra con su cuadriga generadora del clido esto los espacios, del cielo, y su dorada cabellera flotaba en el viento huracanado que vena del Este. Por los confines del mar indolente flotaba una blanquecina, sedosa niebla. La arena arda. Bajo el azul encendido de ter se extendan, frente a las casetas, unas amplias zonas, y en la mancha de sombra secretamente dibujada que ofrecan, parbanse las horas, de la maana. Las noches eran deliciosas; las plantas del parque esparcan su perfume penetrante, mientras en la altura seguan su carrera los astros, y el murmullo del mar, envuelto en tinieblas, hablaba ntimamente al alma. Aquellas noches traan la alegre promesa de un nuevo da de sol, con ocio ordenado, enjoyado de las i n f in i t a s posibilidades que podra ofrecer.

    El husped, a quien un oportuno fracaso haba detenido all, al recobrar su equipaje no pens, ni mucho menos, en una nueva partida.

    Durante dos das haba tenido que privarse de algunas cosas, vindose obligado a comer en el gran comedor en traje de viaje. Pero cuando el equipaje extraviado apareci en su cuarto, lo deshizo inmediatamente y llen armarios y

    cajones con sus cosas, enteramente decidido a quedarse por un t i empo indef in ido , satisfecho de poder caminar por la playa con su traje de seda y de presentarse de etiqueta en el comedor.

    La agradable monotona de aquella

  • existencia lo hechizaba en su encanto; la dulzura suave y luminosa de aquella existencia se haba adueado rpidamente de l. Y, en efecto, qu delicia mejor que aquella vida que una los encantos de una playa meridional confortable a la cercana de la estupenda y maravillosa ciudad? Aschenbach no gustaba del placer. Siempre que haba vivido sus vacaciones, marchando en busca de reposo y das sonrientes, especialmente siendo ms joven, haba sentido en seguida la nostalgia inquieta del trabajo, del sagrado esfuerzo de su disciplinada labor cotidiana. Slo aquel lugar ejerca sobre l una inf luencia sosegadora, distenda su voluntad y le tornaba dichoso. Muchas veces, por la maana, descansando a la sombra de la lona extendida ante su caseta, sola abandonarse a un delicioso ensueo, mientras contemplaba el azul del cielo del mar meridional, o tambin, durante las noches tibias, arrellanado en los almohadones de la gndola que le conduca, bajo la amplia bveda del cielo, desde la plaza de San Marcos, donde pasaba largos ratos, hasta el Lido. Y mientras iban alejndose las abigarradas luces de la ciudad y los melanclicos acordes de las serenatas, pensaba en su casa de montaa, el hogar de su esfuerzo estival; evocaba las nubes que cruzaban bajas, las tormentas espantables que por la noche apagan las luces de las casas y los cuervos que huan a las copas de los pinos. Entonces le pareca estar transportado al Elseo, a un lugar dichoso, all en los confines de la tierra, donde el hombre disfruta de la vida ms leve, donde no hay nie-

    ve ni invierno, ni tormentas ni lluvias en virtud de un soplo refrescante que viene perennemente del ocano, y los das transcurren en un ocio divino, sin esfuerzo ni lucha, en entrega total al Sol y a sus fiestas.

    Aschenbach vea frecuentemente a Tadrio. La limitacin del espacio y la regularidad del gnero de vida que todos estaban obligados a llevar, hacan que el hermoso muchacho permaneciese prximo a l casi todo el da, con ligeras interrupciones. Lo encontraba en todas partes: en el comedor del hotel, en las travesas martimas a la ciudad, y hasta en la misma confusin de la playa, y luego, por obra del acaso, en las calles, en los paseos. Pero cuando tena ocasin de consagrar a la bella figura devocin y estudio, ampliamente

  • y con comodidad, era principalmente por la maana, en la playa. Y esta complacencia de la fortuna, este favor de las circunstancias, que con uniformidad peren ne se le ofreca diariamente, era todo lo que le llenaba verdaderamente de satisfaccin y goce, lo que le haca tan agradable su vida y lo que determinaba que los das soleados desfilaran sonrientes ante l, sin interrupcin.

    Se levantaba a una hora temprana, como lo haca cuando se vea azuzado por un trabajo apremiante, y llegaba a la playa uno de los primeros, cuando el sol no quemaba an y el mar, de una b lancura des lumbrante , permaneca entregado a los sueos de la maana. Saludaba respetuosamente al guardia de la verja y al anciano de barba blanca que le arreglaba su sitio, que extenda la lona y sacaba a la plataforma los muebles de la caseta. Luego transcurran unas tres o cuatro horas hasta que Tadrio apareciese; durante ese tiempo iba ascendiendo el sol y alcanzando un terrible vigor. El mar se haca entonces de un azul cada vez ms denso.

    Tadrio sola llegar por la izquierda, siguiendo el borde del mar; Aschenbach lo vea aparecer de espaldas, saliendo de entre las casetas.