21
María José Espeso Ortiz 1 er accésit I certamen de Relato Corto San Vicente de la Barquera… “Entre la tierra y el mar”

María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

  • Upload
    others

  • View
    1

  • Download
    0

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

María José Espeso Ortiz

1er accésit I certamen de Relato Corto

San Vicente de la Barquera… “Entre la tierra y el mar”

Page 2: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

Una noche de verano, mientras paseaba por aquel pequeño barrio de la villa de

San Vicente de la Barquera, decidí aventurarme por un sendero, hacia una montaña

conocida como La Pica, para observar las estrellas sin que ninguna luz pudiera estorbar

su brillo. Sabía que, amparándome en la oscuridad del monte, podría incluso contemplar

a simple vista el esplendor de la Vía Láctea. Según iba ascendiendo por aquel camino

pedregoso llegaron a mis oídos extraños ruidos. Al principio no le di demasiada

importancia pues, embelesado como me hallaba contemplando el firmamento, creí que

eran producidos por los animales de una estabulación cercana. Pero, al continuar mi

ascensión, pronto escuché con nitidez lo que parecía una pelea. Mi curiosidad, que

siempre fue mayor que mi cautela, se despertó aún más porque el ruido que en un

principio me pareció de campanos, ahora no me cabía duda que era ocasionado por el

choque de espadas. Siempre fui audaz, así que me dirigí hacia el sitio de dónde procedía

el sonido de aquel alboroto, pero cuando ya creía estar al lado, el ruido cesó de repente.

Miré extrañado en derredor y nada vi. Alumbré hacia todos lados con mi linterna y

detrás de mí localicé una pared de piedra protegida por una especie de visera natural que

salía de la roca, simulando la entrada de una cueva. Me pareció que el suelo estaba

pisoteado en aquel lugar y me aproximé. Cuando estaba inspeccionándolo, escuché a

mis espaldas el llanto de un recién nacido y, al girarme, contemplé con horror como

ante mí pasaba un hombre extrañamente ataviado, que llevaba en sus brazos el cuerpo

inerte y ensangrentado de una mujer. Fue como una sombra que se evaporó ante mis

ojos, pero hubo un instante que la contemplé claramente. El miedo me paralizó y me

quedé por un tiempo inmóvil, con mi espalda pegada a la roca, pero cuando mis piernas

fueron capaces, aunque todavía temblando, de soportar todo mi peso, me deslicé colina

abajo como alma que lleva el diablo.

Al día siguiente miré en el periódico esperando encontrar alguna noticia atroz;

pero nada leí al respecto. Decidí preguntar a los vecinos de aquel lugar por el sitio

donde estuve la noche anterior, y uno me dijo que era conocido como Bulladrones.

−¿Y ese nombre tan raro?, ¿de dónde viene? −pregunté.

−Hace muchos años, los piratas llegaban a las playas de San Vicente y, desde

allí, subían por la ría del Escudo hasta el pozo que está ahí abajo −y me señaló en la

Page 3: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

dirección del río−. Ahí desembarcaban y subiendo a la colina escondían sus botines y

celebraban sus fechorías al amparo de aquellas rocas que usted dice que ha visto. Los

ecos de sus cantos y gritos llegaban hasta el pueblo, que llamó a aquella zona “La bulla

de los ladrones”; y con los años se fue convirtiendo en Bulladrones.

Animado por aquella historia le dije que la noche anterior sentí ruidos allá

arriba. Aquello no pareció sorprender a mi interlocutor, que me respondió que más

gente los había escuchado.

−Podéis preguntar a Aureliano −dijo señalando a un hombre canoso y arrugado

que, sentado en el poyo de una casa, fumaba un cigarro con tranquilidad−. Es el más

anciano del pueblo. Quizá él pueda contarle más que yo, pues creo que hace muchos

años oyó los ruidos de los ladrones; pero preguntarle con cuidado porque no le gusta

hablar del tema. Estuvo una semana sin decir palabra cuando escuchó las voces.

Me acerqué con decisión al anciano y, arriesgándome a que me tomara por loco,

le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había vivido una

experiencia semejante, mi relato le animaría a hablar; y no me equivoqué. Me contó que

había otra historia sobre Bulladrones, una mucho más oscura y tenebrosa que la simple

celebración de un saqueo por los piratas. Por eso, algunas noches de verano, a pesar de

no haber ya corsarios, se escuchaban alaridos en aquella colina.

−Si te hayas en el lugar exacto puedes incluso ver desfilar ante tus ojos

misteriosas figuras −dijo con una voz que helaba la sangre.

Le rogué que me relatara la historia y el accedió amablemente, trasladándome en

el tiempo a muchos siglos atrás:

“Todo sucedió hace muchísimos años, en los remotos tiempos en que San

Vicente comenzaba a florecer como villa marinera. En aquellos días un joven burgalés,

llamado Sancho, salió de su ciudad rumbo al mar, sin saber que aquel viaje era el

principio de una sucesión de episodios que cambiarían su vida y la de muchos de los

habitantes de la villa de San Vicente.

Sancho nunca había viajado al norte, aunque desde los alrededores de su

amada Burgos, había contemplado a menudo las altas cumbres, que en la lejanía, le

separaban de aquellos parajes misteriosos. Amaba su tierra; llanuras bañadas de ocre

Page 4: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

y amarillo que ningún secreto tenían para él. Había recorrido todos los caminos de

aquellas planicies castellanas siguiendo a su Rey en luchas y contiendas, pero nunca

más allá de aquellas misteriosas montañas, que guardaban según los viajeros, la

maravilla de la Creación de Dios.

Ahora, acompañando a su padre, Ramón Bonifaz, a lomos de una mula y con un

reducido séquito, estaba a punto de coronar aquellas cimas. Había su padre dejado en

manos de su hermano Diego la alcaldía de la fortaleza de Burgos para, por orden del

Rey Fernando, desplazarse a las tierras del norte y reunir una armada que ayudara

desde el Guadalquivir a tomar la plaza de Sevilla.

Eligieron el camino que los antiguos pobladores de Castilla habían recorrido en

sentido inverso cuando, desde las montañas, descendieron a las llanuras para poblar

las tierras reconquistadas a los moros.

Matojos de brezo y tojo crecían únicamente en las cimas de aquellas montañas,

pero una vez comenzaron a descender el paisaje cambió paulatinamente. Penetraron en

un valle amplio y profundo, lleno de bosques con frondosos árboles y verdes prados en

el fondo, donde el ganado pastaba a su antojo. Un estrecho río que les acompañaba,

descendiendo desde las encumbradas montañas hasta la profundidad del valle, les

indicaba el camino hacia el mar. Sancho observaba el paisaje con la admiración

propia de un niño. Aquellos bosques de hayas, robles, castaños y nogales, con

matorrales y arbustos entre ellos y aquellas sendas donde las flores brotaban en

cualquier resquicio, le deslumbraban más que el sol que apenas conseguía filtrarse

entre las ramas. Pero cuando los bosques se abrieron para permitir vislumbrar el valle,

lleno en su hondura de verdes prados teñidos en parte del blanco y el rosáceo de los

frutales florecidos, comprendió el amor y la añoranza con la que los naturales de estas

tierras hablaban de ellas.

Descansaron en una aldea junto al cauce del río y reanudaron el camino con el

primer rayo del sol. Atravesaron más bosques y prados, pequeños montes y bastantes

aldeas, donde las gentes y hasta los animales domésticos les observaban con

curiosidad. Aquí no ocurría como en Burgos, que siempre sabías lo que el camino te

deparaba, pues la extensa llanura no era capaz de guardar el secreto a los caminantes;

aquí, cada monte guardaba celosamente lo que se escondía tras él.

Page 5: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

Al llegar a unas salinas abandonaron el cauce del río que habían seguido y

caminaron dejando el sol a su espalda hasta encontrar un nuevo torrente. El padre de

Sancho les dijo que ya estaban cerca, pues aquel nuevo cauce moría en las marismas

de la villa de San Vicente; su destino.

San Vicente era una de las cuatro villas de mar castellanas. Tenían intención de

recorrerlas todas, camino de los puertos de Vizcaya y Guipúzcoa, armando naves y

buscando hombres aguerridos que se alistaran en esta empresa.

Tuvieron que frenar su marcha, pues la senda estaba peligrosa. La crecida del

río, al deshelarse en primavera las nieves de las montañas, había producido numerosos

desprendimientos. Llegaron a una bárcena, donde la dificultad del camino se acentuó,

pues el agua que lo había inundado, lo había tornado resbaladizo. Sancho pisó en falso

y cayó en un profundo pozo. No se golpeó en la caída, por lo que fue consciente

inmediatamente, al emerger del agua, que aquél podía ser su fin. Pidió ayuda a gritos,

pero hubo de callarse, pues pronto volvió a sumergirse. Movía los brazos y las piernas

con rapidez, pero de nada le valía. El agua le empujaba una y otra vez hacia el fondo,

cubriéndole por completo. A punto estaba ya de perder el sentido, cuando notó que

alguien lo agarraba por la espalda. Un poderoso brazo rodeó su cuello y mantuvo su

cabeza fuera del agua conduciéndolo hasta la orilla. Ese día Sancho conoció al hombre

que siempre consideraría su hermano; un joven y fornido marinero, llamado Pedro y

natural de la villa de San Vicente.

Pedro no tendría más de dieciséis años pero, como Ramón le había dicho

siempre a su hijo Sancho, el mar hace del niño un hombre recio y duro sin dejarlo vivir

su mocedad. Era pescador, al igual que sus abuelos y su padre, pues la tierra era

traicionera y podía dejarte morir de hambre, pero el mar, aunque peligroso, agradecía

casi siempre el esfuerzo y el sudor de los marineros. Vivía feliz, pues tenía todo aquello

que podía desear: comida, un techo bajo el que cobijarse y pronto iba a tomar esposa.

A menudo su abuelo, como suelen hacer los ancianos, le narraba las penurias que

había vivido en los remotos días en los que ni los peces de aquel río les pertenecían,

recordándole como ahora, gracias al difunto Rey Alfonso, los jóvenes podían sentirse

afortunados; gozaban de tierras propias y el fruto de sus esfuerzos en el mar era casi

por entero para ellos.

Page 6: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

Cuando Ramón con sus siervos hubo vadeado el río para reunirse con su hijo, lo

halló en animada conversación con aquél que acababa de librarle de la muerte. Tenían

mucho que agradecer al joven, pues de todos los que formaban aquel cortejo ninguno

sabía nadar, ni siquiera él, a pesar de conocer y dominar los secretos de la navegación.

Mirando al muchacho le preguntó:

−¿Cómo te llamas?

−Pedro, señor −respondió sin temor, pues a pesar de que los extraños producían

casi siempre recelo, no sucedía así en estas tierras, donde se hallaban acostumbrados a

recibir nuevos habitantes desde que el Rey Alfonso les otorgó carta de privilegios.

Sacó de su bolsa un maravedí de oro y lo alargó hacia el muchacho, que lo miró

con sorpresa:

−No quiere dineros padre, pues nunca los ha usado y teme perderlos −dijo

Sancho.

−Pues de algún modo hemos de pagarle tan gran servicio; le debes la vida.

−Eso mismo le he dicho yo, padre, pero nada quiere. Además se ofrece a

guiarnos hasta la villa, pues dice que más adelante el camino está muy mal y no

pasaremos con nuestras mulas.

−Yo, señores, les llevaría en mi bote −dijo el muchacho señalando un pequeño

barco de remos varado en la orilla− pero tendrían que dejar aquí los animales, además

de esperar a que la marea suba de nuevo.

−Si es posible ir por tierra, yo lo preferiría −dijo Sancho.

−Es posible pero dificultoso, pues al abandonar el camino hemos de atravesar

bosques y prados hasta retomarlo de nuevo.

Decidieron aceptar el ofrecimiento de aquel muchacho y dejaron atrás el cauce

del río. Sólo habían ascendido un pequeño trecho cuando vieron algunas casas

alrededor. Pronto supieron que una de ellas era en la que Pedro vivía con su madre y

hermanos. Eran moradas humildes, hechas de cantos del río, arcillas y madera. Los

animales entraban y salían de ellas con la misma familiaridad que las personas, pues

estaba claro que compartían techo con sus amos. El olor era bastante pestilente y peor

debía ser dentro, pues las diminutas ventanas, para evitar que el frío penetrara en la

morada, retendrían con seguridad los nauseabundos olores del ganado.

Page 7: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

Pedro dejó en manos de su madre los peces que traía para que acompañaran en

la mesa a los nabos y las berzas que estaba cocinado. Previniendo que la noche

pudiera sorprenderle a la vuelta cogió un trozo de caña, una pequeña vasija de aceite

de ballena y se acercó de nuevo al grupo de extraños, al que todos los habitantes

escudriñaban desde fuera de sus casas.

−Adelante, no nos demoremos más −dijo con determinación.

Les condujo monte arriba, entre árboles y matojos, sin una senda clara que

guiara sus pasos. El camino sólo podía hacerse a pie, tirando de sus mulos por los

ronzales, por ello fue largo y pesaroso hasta volver a descender para tomar de nuevo el

río. Pedro, durante el trayecto, les contó que en esta época se dedicaba a la pesca de

ballenas. Era ésta una de las principales fuentes de riqueza de los habitantes de la

comarca desde tiempos remotos. Ahora, sin embargo, al ser San Vicente puerto de

referencia para Castilla, el comercio, con idas y venidas continuas de carracas y

galeras desde lejanos puertos, había proporcionado a los vecinos de la villa una nueva

fuente de prosperidad. También la propiedad de tierras, cedidas por el monarca, había

mejorado las economías familiares. Saber que el fruto de la labranza, ganado con

sudor y esfuerzo, sería enteramente suyo, aumentaba el empeño de los campesinos por

obtener una buena cosecha. Pero para la familia de Pedro, la pesca, sobre todo de

ballenas, había sido siempre su modo de vida. Él, desde su más tierna infancia, había

participado en la captura de estas enormes bestias marinas, situándose en las atalayas

de la Barquera para otear, entre la costa y la lejana línea que separa el cielo del mar,

los chorros de agua que anunciaban su presencia. A sus gritos, los marineros en sus

chalupas remaban con fuerza hacía las presas, comenzando una aventura que a veces

finalizaba en desgracia. El padre de Pedro había muerto al embestir una ballena su

barca, defendiéndose del arpón que la había herido de muerte. El mar nunca devolvió

su cuerpo, pero sus nueve compañeros fueron testigos de cómo se hundió en las

profundidades.

Al cumplir catorce años había Pedro participado por primera vez en una

captura como remero. Pronto mostró su pericia como arponero, ocupando este puesto

muy a menudo, pues no le fallaba jamás ni la puntería ni la fuerza.

Sancho escuchaba al muchacho con atención, pues aquellas cosas de las que

Pedro hablaba eran para él misteriosas y desconocidas; el mar le intrigaba y

Page 8: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

fascinaba, aunque entonces desconocía que en breve iba a ganar para siempre su

corazón.

Cuando tomaron de nuevo la senda que discurría junto al río vieron a lo lejos

una enorme edificación. Pedro les dijo que se trataba del Lazareto que había sido

fundado hacía pocos años para atender enfermos y leprosos. Realmente él siempre

había conocido el hospital coronando aquella pequeña loma, pero su madre le había

contado que no hacía más de veinte años que se había construido, con donaciones de

grandes señores, sobre una pequeña iglesia que allí había.

Siguieron el camino y pronto el río se fue ensanchando, pero cuanto más se

dilataba su curso, más se separaban de él. Un terreno hundido y farragoso separaba

ahora la senda del cauce de río; cuanto más avanzaban, más crecía aquel lodazal,

hasta que casi las aguas se perdieron de su vista. Apareció pronto ante ellos la

inmensidad de aquella llanura de cieno y barro, que se formaba cuando las aguas de

mar subían y socavaban la tierra, dejándola al descubierto al retirarse. Explicó Pedro

a Sancho que aquellos barros y lodos que ahora contemplaban, a no más de cuatro

horas habían estado cubiertos por el agua. Sancho lo miró con incredulidad, pero nada

dijo. Observó con curiosidad a aquellos niños y mujeres que se agachaban una y otra

vez, revolviendo entre los lodos y preguntó qué buscaban.

−El mar, traicionero a veces, recompensa con regalos a aquellos que le aman.

Por eso retira sus aguas de estas tierras, dejando en ellas sabrosos majares y

atrayendo a las aves, lo que facilita su caza.

Pedro se despidió de aquellos hombres, les dijo que en breve verían la fortaleza

de la villa en una inmensa atalaya y regresó a su casa con celeridad, sin el retardo que

suponía guiar a aquellos caballeros poco acostumbrados al monte y el bosque.

Quisieron recompensarle de nuevo por tanto bien que les había hecho y, tanto

insistieron, que Pedro aceptó en encontrarse con ellos de nuevo para cobrar sus

servicios con mercancías y no con dineros. El único interés de Sancho por volver a ver

a aquel muchacho era premiarle, pero su padre Ramón había visto en el joven un vigor

y una decisión que buscaba para los hombres que formaran su futura armada. Pedro

bien podría ser un buen soldado y navegante, e incluso un buen consejero que le

ayudara a encontrar en aquella villa a fornidos marineros que quisieran aventurarse en

la toma de Sevilla.

Page 9: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

Siguieron el camino y enseguida, como el joven les dijo, vieron la fortaleza

amurallada en lo alto de un montículo. Fueron ascendiendo hacia las murallas y pronto

contemplaron el mar, infinito y azul, perdiéndose en el horizonte, donde apenas se

distinguía qué era cielo y qué era agua. Sancho volvió su rostro y vio de nuevo las

montañas al fondo, donde los bosques se abrían dando paso a los valles de verdes

praderas y, mirando de nuevo al frente, vio la marisma y el mar al fondo, esparciendo

en las playas y rocas espuma blanquecina. Ninguna palabra podía hacer justicia a

aquello que sus ojos acababan de descubrir.

Al atravesar los gruesos muros de piedra de la muralla camino de la fortaleza,

observaron que guardaban una gran agitación y bullicio de gentes que iban y venían

sin parar, contrastando con la paz que la naturaleza aportaba al otro lado de ellos.

Numerosas casas se agrupaban alrededor de la torre y, junto a ella, en una gran

explanada, se estaba llevando a cabo la construcción de lo que parecía un inmenso

templo. Estas monumentales obras atraían multitud de gente y prosperidad a las villas.

Llegaban de otros lugares maestros canteros y maestros tapiadores con sus aprendices

y familias y, buscaban entre los habitantes de los alrededores, aserradores, herreros y

albañiles para la obra. Mucha gente ganaba un jornal gracias a esta construcción pues

el trabajo era mucho; además de albañiles se necesitaban areneros y transportistas,

que en sus carros de bueyes llevaran hasta allí vigas y piedras, así como hombres que

se dedicaran a la construcción y mantenimiento de garruchas y demás maquinas

utilizadas en la obra. El Rey Alfonso, con dineros de la Corona, había sufragado los

gastos de la nueva iglesia, encargando a su secretario Miguel su construcción. Pero

había fallecido sin apenas ver comenzada la obra. Sin embargo, su verdadera intención

al mandar edificar este templo era que San Vicente fuera tomando importancia para

convertirse en puerto de referencia para Castilla, junto a los de Santander, Laredo y

Castro; y eso sí que había llegado a verlo antes de que El Señor le llevara junto a Él.

Había sido un gran monarca para aquellos hombres, pues les había otorgado derechos

y libertades, y por lo tanto prosperidad. San Vicente se encontraba en un lugar

estratégico para la expansión del comercio de Castilla por el mar y, por tanto, había

formado parte de los planes de tan visionario monarca. Su hijo Fernando, ahora Rey de

Castilla, había seguido las líneas de gobierno trazadas por su progenitor y San Vicente

seguía prosperando amparada por la Corona.

Page 10: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

La fortaleza era pequeña, sólo era una torre con unos pocos soldados que la

guardaban y, en estos momentos, era más una casa que una fortaleza. Era la vivienda

del Señor de la villa y su familia. Estaba claro que aquí en el norte, la lejanía de la

guerra con los moros había relajado los cuidados contra un posible ataque. Las luchas

eran sólo un eco lejano sustituido por el ruido del mercado, los cantos de juglares en la

plaza y los golpes de piquetas que anunciaban nuevas construcciones.

El Señor de la villa les recibió con gran cortesía y amabilidad, como

correspondía a tan importantes invitados, pues Ramón Bonifaz era un hombre muy

cercano al Rey Fernando. El Señor sabía del encargo que había traído a aquellos

hombres al norte y se brindó a ayudarles en todo lo necesario, participando en la

empresa con parte de sus soldados.

Pasaron unos días en la villa, durante los cuales volvieron a encontrarse con

Pedro. Ramón intentó convencerle de que se embarcara con ellos hacia el

Guadalquivir, hablándole de triunfos y glorias futuras. A Pedro los honores y

distinciones nunca le atrajeron, sólo dejaba adular sus oídos cuando pescaba una

ballena con maestría; pero el afán de conocer otros mares y tierras sí que le hacía

desear acompañar a aquellos caballeros. A pesar de que pronto pensaba contraer

esponsales, al fin accedió a unirse a ellos, pues el viaje se demoraría todavía al menos

un año. Ramón tenía el encargo de construir cinco galeras en el puerto de Santander

con dineros de la Corona; y eso llevaría su tiempo. Por ello Pedro podría contraer

matrimonio antes de partir hacia Sevilla.

Sancho decidió quedarse en San Vicente cuando su padre partió hacia

Santander y los demás puertos del norte. Durante el año que pasó en la villa, el joven

burgalés frecuentó a menudo, a pesar de alojarse en la fortaleza junto al Señor, la

compañía de Pedro, que le enseñó los rincones más bellos de su tierra. Le llevó a los

acantilados de la Barquera para contemplar el mar en días de tempestad, viendo como

las olas rompían con fuerza en las rocas y, en los días despejados, a veces caminaban a

un alto que los lugareños llamaban de Los Tomases; desde allí se dominaba la visión

de un vasto territorio, pudiendo observar desde ese lugar a un mismo tiempo la

inmensidad del mar, la grandiosidad de las altas montañas y los verdes valles que los

separaban.

Page 11: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

Aprendió Sancho también en este tiempo a nadar y mucho sobre la pesca, pues a

veces acompañaba a su amigo a las orillas del Deva o del Nansa, donde los habitantes

de la villa pescaban libremente excepto los domingos, en que una décima de las pesca

pertenecía al Señor. Pero nunca se había echado a la mar en un chalupa para pescar

una ballena, que al fin y al cabo era el principal sostén para estos duros hombres que

se habían curtido en el mar.

Un buen día, cuando ya faltaba poco para que embarcaran hacia Sevilla, le dijo

Pedro:

−¿Queréis venir a pescar ballenas?

Sancho decidió que les acompañaría aquel día y cuando, desde lo alto de las

rocas avistaron un grupo de ballenas nadando hacia el oeste, comenzó a remar como

uno más de aquellos sudorosos pescadores. De pie en la popa se encontraba el

encargado de manejar el timón de la chalupa y en la proa, arpón en mano, estaba

Pedro. Unas cinco chalupas se hicieron a la mar para pescar juntas a la vez que

competían por arponear las primeras, pues llevaba mayor beneficio en las ventas

aquella que lograra arponear al animal en primer lugar. Cuando ya se encontraban

muy alejados de la costa, a muchas brazas de profundidad, otearon a lo lejos un grupo

de unas diez ballenas. Al irse acercando vieron, además de los chorros, a una de ellas

emergiendo del agua. A Sancho, que las había visto alguna vez en tierra, ésta le

pareció enorme, debía medir al menos veinte varas. Pronto se hizo un silencio sepulcral

y todos se guiaban por señas. Las ballenas huían de los ruidos e incluso el fondo de las

embarcaciones iba recubierto de pieles y los remos tenían fina palada para que al

chocar con el agua no espantaran a sus futuras presas. Al llegar a su vera, Pedro lanzó

el arpón hacia el más pequeño de los chorros, hiriendo a una de las crías. Era bien

sabido por cualquiera que tuviera unos mínimos conocimientos en la pesca de estos

animales, que arponear a una cría aseguraba poder capturar a su madre e incluso al

macho si hubiera suerte, pues nunca las abandonaban. Aquel día las chalupas

volvieron a tierra triunfantes; agarradas con cuerdas a sus cascos arrastraban tras de

sí, flotando, a dos grandes ballenas y una cría. Sin embargo, a punto había estado de

terminar en desgracia en vez de en fiesta, pues una de las barcas fue volteada por un

enorme macho y se fue a pique. Al final todos los marineros consiguieron subir a otras

chalupas y todo quedó en la perdida de una barca y el susto. Sancho, para quien

Page 12: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

aquello no había dejado de ser más que una aventura, comprendía bien que para

aquellos hombres era su modo de vida, que ponía en peligro su ser constantemente,

pero les forjaba un carácter indómito y luchador que no poseían los campesinos de su

tierra.

El día a día en aquella villa que comenzaba a despertar y florecer, todavía no

tenía el atractivo que podía tener Burgos, con su corte y festejos, con sus juglares y

mercados, pero no era ni mucho menos aburrido. Cuando el trabajo dejaba un rato

para el ocio, aquellos afanosos pescadores se reunían cerca del mercado y se

entretenían jugando a dados y a un juego que Sancho aprendió en aquellas tierras; con

una bola había que derribar unos palos que se colocaban verticales al suelo. Lo

llamaban jugar a la bola. También Sancho, que por su amistad con Pedro había

conocido a muchos pescadores de la zona, había asistido a varios matrimonios pero,

para él, fue el de Pedro y Elvira el más importante.

La esposa de Pedro era sumamente hermosa. Era también hija de pescadores y

sabía cómo tratar a aquellos hombres. Su infinita paciencia contrastaba con el ardor y

el ímpetu de su ahora esposo. Sancho había regalado a los novios un festín que fue

recordado en aquellos lugares por muchos años. No olvidaba que debía la vida a Pedro

y quiso que su boda, aunque en una mísera casa, se celebrara con los majares propios

de la mesa de un señor. Por ello, con permiso del Señor de la villa, habían cazado en

sus tierras unos cuantos ciervos, jabalís y perdices. Mucha gente acudió a aquel

banquete que se celebró apenas tres meses antes de la partida hacia Sevilla. Para

aquellos días, Sancho y el Señor de la villa ya tenían preparada la nao que partiría de

aquel puerto de San Vicente cuando su padre ordenara. Además de Pedro, se habían

enrolado otros veinte pescadores, pues era principios de julio y esperaban estar de

vuelta casi al tiempo en que las ballenas volvieran a sus costas huyendo de los hielos

del norte. No sabían estos hombres lo que una guerra suponía, alejados como se

hallaban de las fronteras con los moros, y Ramón había prohibido a su hijo que les

contara, incluso a Pedro, que aquella empresa pudiera tenerles alejados por más de

una año de sus casas; como así fue.

Ramón Bonifaz arribó, al comenzar el verano, con doce naves de vela y las

cinco galeras construidas en Santander. Todos partieron hacía Sevilla para unirse a las

tropas de tierra del Rey Fernando. Cuando desde la villa las mujeres y compañeros que

Page 13: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

quedaban en tierra veían alejarse las velas de los barcos en el horizonte, no suponían

que aquellas naves serían vitales en la gloriosa toma de Sevilla, y que su proeza sería

incluso cantada por algunos juglares.

Bordearon por el mar todas las tierras de Castilla hacia el oeste, bajando luego

hacia el sur junto a las tierras portuguesas, hasta que finalmente llegaron a los reinos

moros y comenzaron a remontar el río Guadalquivir. La travesía, a pesar de ser

verano, fue dura y muchos temporales pusieron a prueba la pericia de aquellos

hombres aguerridos, que se habían criado en el mar. Llegaron a la desembocadura de

aquel caudaloso río y pronto encontraron alguna zambra y otras embarcaciones

infieles que intentaban cerrar su paso. El monarca, con sus tropas de a pie, les ayudaba

desde el flanco izquierdo del río. Tardaron varios meses en hacer suyas completamente

aquellas aguas y conseguir, ya cerca de Sevilla, que las tropas del Rey tomaran

también el flanco derecho del río. Los pescadores ya habían comprendido que aquella

sería una larga empresa y, aunque preocupados por el sostenimiento de sus familias,

sabían que sus buenos vecinos les ayudarían a salir adelante hasta que ellos

regresaran.

Llegada la primavera, el principal obstáculo que seguían encontrando las naves

era el puente de barcas y gruesas cadenas que atravesaba el río. Sabían que si

lograran romperlo, la flota podría penetrar hasta el mismo margen de la ciudad e

impedir así el tránsito de orilla a orilla, con lo que el asedio sería asfixiante. Por ello

se trazó un minucioso plan en donde la nao de San Vicente se convirtió en una de las

protagonistas.

El primer domingo de mayo el viento sopló con fuerza y la subida de la marea

era propicia. Todos interpretaron aquello como un símbolo de que Dios estaba con

ellos y Ramón Bonifaz ordenó a la nave en la que iba su hijo, aquella formada por los

marineros de San Vicente, que se lanzara contra el puente a toda vela. El golpe fue

brutal y el casco de la nave hubo de ser reparado, pero dejaron a aquel puente herido

de muerte para que Ramón Bonifaz, a bordo de la siguiente nave, lo rompiera. Aquel

día fue el comienzo del fin de aquella dura lucha. Aquellos barcos, tripulados por los

hombres del norte habían cortado la comunicación entre los dos márgenes de Sevilla.

Ya ninguna nave mora podía atravesar el río. El cerco era continuo. Tardaron todavía

Page 14: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

en rendirse hasta bien entrado el otoño y los marineros de San Vicente no retornaron a

su casa hasta la siguiente primavera.

Hacía ya más de año y medio que Pedro había dejado a su esposa en San

Vicente y al volver la encontró triste y marchita. Creyó que su larga ausencia, sin

apenas noticias, pudiera haberla sumido en aquella melancolía. El creerse viuda, en

algunos momentos, como le había confesado, había sido una losa difícil de soportar. La

gente poderosa se casaba por conveniencia, pero ellos, que eran pobres, habían

decidido unir sus vidas, tras el consentimiento paterno de Elvira, porque se amaban

desde su niñez. Sabía Pedro de esa veneración que su esposa le profesaba y entendía

por ello el estado en que la encontró por estar tanto tiempo sin noticias suyas. Para él

había sido también dura tan larga separación, pues no recordaba un día de su vida en

que no hubiera compartido algún momento con Elvira. Sin embargo, los días pasaron y

la tristeza de su esposa no desaparecía. Aunque cuando estaba junto a ella la veía reír,

a veces la sorprendía llorando o con la mirada triste y perdida, como recordando algo.

Pedro lo comentó con su amigo Sancho, que había regresado con muchos de los

marineros en dos barcos.

−Todo parece haber cambiado −respondió Sancho.

−¿Por qué lo decís? −preguntó Pedro, que desde el día que regresó apenas

había abandonado su casa.

−Se percibe en la villa melancolía por los tiempos pasados. ¿No lo habéis

notado? Hasta los cinceles y martillos que golpean para construir la nueva iglesia,

antes eran cantos y ahora se me antojan letanías. Presiento que esta nueva tristeza y

aflicción que dibujan los rostros de las gentes tiene mucho que ver con el nuevo Señor

de la Villa. Me desagradan sus modos y, aunque ante mí se muestra como un hombre

apacible y benevolente, noto que finge estas virtudes.

Este nuevo Señor de San Vicente había sido nombrado hacía poco, durante su

ausencia, pues el anterior había muerto ante sus ojos en la toma de Sevilla. Al tomar

posesión de sus tierras, hubo de respetar los privilegios concedidos por el Rey Alfonso,

pero colaba su perfidia por cualquier rendija de aquella carta de donación para

explotar a las gentes. Había llegado incluso a acusar a algunos pescadores de haber

Page 15: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

pescado sus peces en domingo para obtener su décima y, si no se la entregaban,

compraba falsos testimonios para vengarse, ejerciendo de juez y parte con crueldad.

Alguna de estas maldades había llegado ya a oídos de Sancho, pero ignoraba

por completo, pues nadie hablaba de ello en la villa, la más oscura sombra que se

había cernido sobre aquellas hermosas tierras mientras ellos luchaban en Sevilla.

Pronto descubrió Pedro que la languidez y la aflicción de Elvira no era un

hecho aislado. Aquellos hombres, poco dados a contar a los demás lo que sucedía

dentro de sus hogares fueron, poco a poco, confiando a sus compañeros de guerra la

tristeza de sus esposas. Todas decían lo mismo, que su larga separación había llenado

de melancolía su ser y que ahora les costaba desprenderse de ella. Pero Pedro, hombre

observador, estaba también alerta por otro motivo. A veces, al caminar por la villa, le

parecía escuchar a su espalda murmullos y sentía, además, que la gente le observaba

con detenimiento al pasar. Los demás lo habían notado también y lo achacaban a la

admiración que despertaban por su hazaña en Sevilla. Pero Pedro sentía que en

aquellos rumores y miradas se escondía algo turbio y tenebroso. Lo que veía en los ojos

de sus vecinos, que le escudriñaban al pasar con disimulo, no era admiración, sino una

mezcla de lástima, compasión y piedad.

Pasados tres meses de su retorno, el vientre de Elvira comenzó a abultarse

anunciando la llegada de una nueva vida. Pedro no cabía en sí de gozo, pero ella

seguía invadida por la aflicción. Consultó el pescador a una anciana del lugar, a la que

acudían a menudo las gentes por su manejo curativo de hierbas, y nada más que un

consejo quiso darle:

−El tiempo cura algunos males mejor que cualquier brebaje.

Pedro tardó cinco lunas en comprender la amargura que aquellas palabras

contenían, y más hubiera valido que nunca la hubiera entendido.

Una tarde, cuando faltaba poco para que Elvira alumbrara a su hijo, recibieron

la visita de Sancho. Tras regresar de Sevilla, Sancho había decidido quedarse a vivir en

aquellas tierras y había adquirido una casa en los límites de la villa. Como había

confesado a Pedro la presencia del nuevo Señor se le hacía insufrible y, tan pronto le

fue posible, abandonó la fortaleza para instalarse en su propia casa y sólo visitaba al

Señor por cortesía en contadas ocasiones.

Page 16: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

Los dos amigos decidieron ir a pescar al pozo donde Sancho había caído el día

que se conocieron. Estaban allí sentados desde hacía un buen rato, sin apenas cruzar

palabra para no asustar a los peces, cuando oyeron el murmullo de unas voces que se

acercaban. Eran dos mujeres que seguramente venían a buscar agua al río. Pronto

escucharon con claridad su conversación que hizo estremecer a ambos:

−Elvira ya no puede más, la duda la está matando −dijo una de las mujeres.

−Dicen que los hijos se parecen a los padres, así que cuando nazca lo sabremos.

Dios quiera que se parezca a Pedro o no sé qué sucederá −respondió la otra.

Sancho miró de reojo a su amigo y vio como la ira iba tiñendo de rojo su rostro

y, sin mediar palabra, de un brinco, se puso en pie y salió de allí con precipitación.

Supuso Sancho acertadamente que se había dirigido a su casa. Pensó en correr tras él

para evitar una desgracia, pues temía por la vida de Elvira; pero no lo hizo. Eran

asuntos de marido y mujer y él no debía inmiscuirse, así que tomó el camino de su casa

y se alejó de allí con una profunda angustia en su interior.

Tardó en volver a ver a Pedro al menos una semana. Lo encontró en la villa de

San Vicente, haciendo un corro con otros marineros. Parecían cuchichear sobre algún

asunto muy secreto e importante pues, cuando él se aproximó, todos callaron. Por

primera vez se sintió un extraño entre aquellos pescadores y compañeros de armas, le

pareció que estorbaba y así se lo dijo a Pedro, pero éste se excusó con pretextos.

Por fin se atrevió Sancho a preguntar por Elvira:

−Muy bien, a punto de nacer nuestro hijo −dijo con alegría.

Sancho, que conocía muy bien a su amigo, notó que aquel gozo era fingido;

Pedro no podía engañarle. Temía que alguna desgracia hubiera sucedido, pues

solamente por pequeñas sospechas sabía de esposos que habían matado a sus mujeres y

la ley les había dado la razón. Él no creía a su amigo capaz de semejante atrocidad,

pues, auque tosco, rudo y obstinado, era un hombre bondadoso que amaba a su esposa

intensamente. Pero había que ser muy magnánimo para perdonar a una mujer tan gran

deshonra e ignominia.

Cuando Pedro se fue, dejando a Sancho sumido en sus pensamientos, una mujer

se le acercó y le dijo:

Page 17: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

−De parte de Elvira pasaros mañana por su casa, cuando Pedro se halla

ausentado. Necesita hablar con vos de un asunto muy grave, pues cree que la vida de

Pedro pudiera estar en peligro.

Sancho quedó confuso e indeciso. No le parecía bien visitar a Elvira a espaldas

de su esposo, pero finalmente la curiosidad pudo más que la prudencia.

Aquella mañana, cuando Elvira le invitó a pasar al interior de su humilde

morada, sólo había en casa de su amigo, a pesar de vivir con su madre y hermanos, un

par de animales domésticos comiendo en un rincón. Se sentaron en un arcón que él

mismo les había regalado por su enlace, que hacía las veces de mesa o asiento

dependiendo de la hora del día. Lo que en aquella casa escuchó le dejó espantando y,

comprendió, tras la narración de Elvira, todo lo que había sucedido desde su vuelta de

la guerra con los moros.

Cuando el Señor de San Vicente murió en Sevilla y el nuevo Señor tomó

posesión y comenzó a administrar justicia con arbitrariedad y a explotar vilmente a las

gentes lo poco que le permitía la carta de privilegios, los habitantes de la villa, que ya

se sentían libres desde hacía años, juraron venganza a la vuelta de sus ahora hombres

de armas. Esto en vez de amilanar a tan miserable Señor, despertó su sed de venganza

ante aquellas amenazas y decidió ejercer el derecho de pernada sobre algunas de las

mujeres cuyos hombres estaban ausentes en Sevilla. Fueron pocas, pero todo el mundo

en la villa sabía lo sucedido; y como aquel deleznable Señor había supuesto, todos

callaron a su vuelta para evitar males mayores. Una de ellas había sido Elvira.

−¿Lo sabe Pedro? −preguntó Sancho.

−Sí, tuve que contárselo. No sé cómo se enteró, pero un día vino reclamándome

a voces, llamándome mujerzuela y diciendo que nuestro hijo era un bastardo. Lo malo

es que desde ese día sé que una negra sombra se cierne sobre nosotros, aunque ahora

todo parezca paz. Es como cuando el mar está en calma antes de la tormenta. Las cinco

mujeres que fuimos ultrajadas por el Señor estamos seguras que Pedro se lo ha contado

a todos y traman algo. Los conocemos bien, nuestros hombres no se quedarán parados

ante esto. Son obstinados y se sienten culpables por no haber estado aquí para

protegernos. No pasarán de largo semejante afrenta aunque en ello les vaya la vida.

−¿Y qué puedo hacer yo?, ¿queréis que hable con Pedro?

Page 18: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

−No, nada os contará a vos. Os ama y no querrá involucraros.

Llegaron a la conclusión de que quizá visitando al Señor de la villa pudiera

Sancho averiguar algo de lo que los pescadores tramaban; y hacia allí se dirigió.

Encontró Sancho que en la fortaleza se estaban realizando preparativos entre

los soldados. Pareciera como si pronto fueran a entrar en combate y decidió preguntar

al Señor con discreción. Éste le contó, pidiéndole guardara el secreto, que había tenido

noticias de que algunos corsarios, aprovechando la oscuridad de la noche y las altas

mareas, atravesaban las marismas para a continuación remontar el río. Al llegar a un

pozo que en él había, fondeaban sus botes y ascendían a las cuevas de una cercana

montaña para esconder y celebrar los frutos de sus pillajes. Sancho enseguida

comprendió que aquel pozo del que le hablaba era el mismo que se encontraba cerca de

casa de Pedro. Aquello comenzó a preocuparle y, cuando el Señor le contó que había

sido precisamente un pescador el que le había puesto al tanto de estas fechorías de

piratas, confirmó sus sospechas de que Pedro y los demás pescadores tenían algo que

ver en este asunto.

−Esta misma noche, según me dijeron, la marea estará alta y es muy probable

que vengan. Les tenderemos una celada y haremos presos a aquellos que se quedan

para sí las cosas que encuentran en el mar, sin pagar los debidos tributos −dijo el

Señor.

Cuando Sancho abandonó la fortaleza dudó si contarle a Elvira, pero desistió

por no preocuparla en su estado y decidió acompañar al Señor en su emboscada para

así poder detener aquella barbaridad que se avecinaba.

Aquella noche el cielo estaba despejado y Sancho, junto al Señor y los soldados,

subió con sigilo el monte que les habían señalado como refugio de corsarios y ladrones.

Ningún ruido se oía según se iban acercando y pensó el Señor que todavía los piratas

no habían llegado, por lo que se escondieron entre las matas a esperar a los

malhechores. Pronto se oyeron las voces de unos diez hombres que se acercaban por la

senda entre cantos y risas. La oscuridad no dejaba distinguir sus rostros pero Sancho,

desde los matorrales, reconoció la voz de su amigo Pedro. Los soldados a una orden

del Señor salieron de sus escondrijos y rodearon a los supuestos corsarios. Éstos

rápidamente hicieron un circulo y sacaron de debajo de sus sayas cuchillos y arpones

Page 19: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

dispuestos a enfrentarlos. Los soldados, sorprendidos, no reaccionaron en un principio,

pero pronto el choque de los metales resonó en aquella montaña como si mil herreros

descargaran su martillo sobre el yunque.

−¿Qué es esto? −dijo el Señor.

−Pagareis por lo que hicisteis, o creéis que vamos a dejaros sin castigo −dijo

Pedro.

De repente Sancho salió de entre los matorrales y gritó con fuerza:

−Basta, Pedro, hablaré con el Rey y él impartirá justicia.

Al nombre del Rey las armas cesaron. Pedro miró a Sancho con sorpresa:

−¿Venís junto a este mal nacido, vos, al que consideraba mi hermano, y decís

que haréis justicia? −dijo con rabia y decepción.

−Elvira me contó todo. Sólo vine para protegeros y que nada malo os sucediera.

Hablaré con el Rey, dejad las armas y no empeoréis las cosas. Conseguiré justicia para

vos y los vuestros −dijo Sancho.

El Señor de la villa lo miró con la furia centelleando en sus ojos y dirigió su

espada hacia él. Pensaba, animado por la ira que le hacía hervir la sangre, que si

mataba a Sancho allí mismo, pudiera echar la culpa a aquellos pescadores y acabar

con aquel espinoso asunto.

Pero Sancho, hábil guerrero, viendo las intenciones de aquel infame,

desenvainó su espada dispuesto a defenderse, al tiempo que le dijo:

−La carta explicando todo ya estará a punto de llegar a manos de mi hermano

Diego, en Burgos. No os será fácil explicar mi muerte.

Pero los pescadores, empecinados en acabar con aquello cuanto antes, no

bajaban sus armas.

−No esperaremos a la justicia del Rey. No nos arriesgaremos a que este rufián

escape sin castigo. Si hemos de morir por vengar a nuestras mujeres lo haremos con

orgullo. Hoy mismo se hará justicia en esta villa −dijo Pedro.

En aquellos momentos, se oyó un ruido tras las matas y uno de los soldados,

asustado creyendo pudiera ser un pescador con su arpón, disparó su ballesta. Un grito

de mujer rompió el aire en aquella calurosa noche. De entre las zarzas, con una flecha

clavada en el corazón, salió Elvira.

Page 20: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

Todos miraron espantados la escena bajando sus armas. Pedro, rompiendo el

círculo, corrió a su lado a tiempo de sostenerla mientras se desvanecía. Los ojos de

Elvira fijaron la vista en los de él, mientras su azulado iris se perdía para siempre en el

blanco de sus ojos.

Pedro tornó su rostro iracundo hacia aquél que había disparado la ballesta y,

cogiendo su arpón, lo lanzó, acertándole en la garganta. El soldado cayó al suelo

fulminado. Después de aquello pudiera pensarse que de nuevo comenzó una cruenta

lucha; pero no fue así. Todos permanecían petrificados, con sus pies clavados al suelo,

contemplando con compasión el dolor desgarrado de aquel hombre que sostenía en sus

brazos el cuerpo inerte de su mujer. Uno de los pescadores se acercó a Sancho y le

dijo:

−Coged a Pedro, vamos a salvar a su hijo.

Sancho no comprendió bien, pero el pescador levantó a Pedro y agachándose

junto a Elvira comenzó a subirle el sayo. Pedro se revolvió con rabia y Sancho necesitó

la ayuda de otros dos hombres para sujetarlo. El pescador que se había agachado junto

a Elvira, clavo su cuchillo en el vientre de la mujer haciendo un profundo surco. La

sangre, todavía caliente, salió a borbotones por la herida. Acostumbrados como

estaban aquellos hombres a descuartizar ballenas, separó con destreza las carnes del

vientre de Elvira y extrajo del interior a un hermoso niño que enseguida comenzó a

llorar con fuerza. Lo envolvió en un trozo de pellote y lo depositó en los brazos de

Pedro si mediar palabra. Pedro lo miró con los ojos cubiertos de lágrimas y pensó que

jamás podría querer a aquel niño, pues aunque fuera su hijo, siempre le recordaría la

muerte de Elvira. Depositó al recién nacido en los torpes brazos de Sancho y, alzando

en los suyos el cuerpo ensangrentado de Elvira, comenzó a descender la colina. Todos

creyeron que iba a su casa para enterrar a su mujer y por ello nadie le siguió.

Después de aquello cada uno retornó en silencio a su casa, con el dolor y la

angustia de creerse de algún modo culpables de aquella tragedia que acababan de

contemplar.

Sancho buscó esa misma noche una mujer que amamantara al niño y sólo

amanecer fue en busca de Pedro; pero no lo halló. Ni su madre ni sus hermanos lo

habían visto desde la noche anterior. Ni a él, ni a Elvira. Sancho bajó al pozo y vio que

faltaba el bote de su amigo y puso rumbo a la villa de San Vicente. Allí lo buscó, pero

Page 21: María José Espeso Ortiz - m.mjespeso.comm.mjespeso.com/documentos/laleyendadebulladrones.pdf · le referí todo lo que me sucedió la noche anterior, pues creí que si él había

tampoco lo encontró. Se sucedieron los días sin noticias de Pedro ni del cuerpo de

Elvira cuando, pasadas dos lunas, aparecieron en una de las playas los remos de la

barca de Pedro. Todos dieron por cierto que Pedro había decidido no vivir sin su

esposa y que el mar, al que siempre amó, fuera el que le llevara sin rumbo hacia la

muerte. Probablemente remó mar adentro en el bote, junto a su esposa y allí, en

aquella llanura azul, soltó los remos.

Sancho puso al Rey al corriente de lo sucedido y el Señor, caído en desgracia,

fue desprovisto de todas sus tierras por los abusos cometidos en aquellos leales y

amados súbditos. En su lugar, Sancho fue nombrado Señor de San Vicente y se trasladó

a vivir a la fortaleza junto al pequeño. Con el paso de los años, aquel niño, que amaba

el mar y el verde de su tierra, que se había criado entre lujos pero gustaba de

mezclarse con las gentes humildes, que salía de caza por los montes pero disfrutaba

más arponeando ballenas con maestría, se convirtió en Señor de la villa.

A nadie le cupo jamás la duda, al verlo crecer, que era hijo de Pedro y, he aquí

como tras muchas desgracias, un descendiente de pescadores llegó a ser Señor de

aquellas tierras, rigiendo sus dominios con justicia y benevolencia y siendo querido y

amado por todos.

Aquella montaña nos recuerda lo que un día sucedió en lejanos tiempos y que se

hubiera perdido en la historia para siempre, a no ser por los lejanos ecos de una lucha

que cesan con el llanto de un niño”.

El anciano finalizó su relato y yo me despedí de él agradeciéndole su bella y

triste historia.

La mayoría creerán que se trata de cuentos y leyendas que los aldeanos se

inventan, pero unos pocos, entre los que me incluyo, sabemos que esta historia, aunque

quizá adornada con el paso de los años, es tan cierta como el sol que sale cada día.

Si tú eres uno de esos escépticos, te animo a que una noche clara y silenciosa de

verano, subas por la colina que desde el barrio de El Barcenal, lleva a la zona llamada

Bulladrones. Quizá cuando desciendas dejes allí arriba tu incredulidad atrapada entre las

ánimas de aquellos que luchan eternamente al sentirse culpables por la tragedia de la

que fueron testigos.