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1
Margarita Rebozov
Jesús de Nazaret
Tomo I
6
A nuestro Padre Celestial, para su mayor gloria.
A Jesús de Nazaret, que encarnó en la Tierra para revelar al Padre
y recordarnos que somos sus hijos inmortales, con infinita gratitud.
8
INTRODUCCIÓN
Lo aquí escrito es un resumen fiel de la vida y enseñanzas de Jesús de
Nazaret, tomado de la saga “Caballo de Troya”, de J. J. Benítez.
Ésta, por pedido de la editorial, ha sido publicada bajo la categoría de
“Novela”. El señor J. J. Benítez ha declarado en diversas entrevistas que cree
que la historia narrada es real. La misma opinión tiene la autora del presente
libro.
El propósito es brindar al hipotético lector un relato cronológico y
fidedigno de la vida del Hijo del Hombre y, sobre todo, el conocimiento de sus
enseñanzas y revelaciones. Estas fueron copiadas literalmente de la citada
fuente.
Para una correcta comprensión de lo narrado a lo largo de los once libros
publicados en la versión original, es importante saber que esta historia fue
posible gracias a un proyecto secreto llevado a cabo por dos militares que
realizaron un viaje en el tiempo al Jerusalén del año 30 de nuestra era. El
objetivo era conocer a Jesús de Nazaret y saber acerca de su vida. Para ello, fue
necesario que ambos viajeros hicieran otro salto en el tiempo, al año 25, a fin de
acompañar, presenciar y narrar todo lo visto y oído en la vida pública y de
predicación del Maestro.
Jasón y Eliseo fueron los nombres elegidos por estos militares, quienes se
presentaron como dos comerciantes griegos interesados en conocer su mensaje.
Uno de ellos era médico y el otro, ingeniero. Tenían consigo un equipo de
tecnología muy “sofisticada”, que les permitió filmar y grabar gran parte de lo
ocurrido en aquel tiempo. Además, hablaban el idioma “koiné” o giego
internacional y el arameo.
Conviene tener siempre presente que las palabras de Jesús de Nazaret
tuvieron que adaptarse a la mentalidad de su época. Además, todas sus
revelaciones fueron una “aproximación a la verdad”, ante la imposibilidad de
expresar con el lenguaje humano lo divino, lo invisible, lo infinito y eterno.
9
Agradezco profundamente a J. J. Benítez que me haya autorizado a
publicar este resumen en Internet.
Sólo se harán dos copias impresas de este resumen, para uso familiar.
Margarita Rebozov
“¡Sed fieles a mi mensaje!... ¡Contad la verdad aunque no guste!...
¡Llevad la buena nueva a todas las naciones!... ¡El mundo lo merece y
lo necesita!”
Jesús de Nazaret
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JESÚS DE NAZARET
SU VIDA Y SUS ENSEÑANZAS
JESÚS DE NAZARET NACE AL MEDIODÍA DEL 21 DE AGOSTO DEL AÑO
MENOS 7 Y MUERE CRUCIFICADO EL 7 DE ABRIL DEL AÑO 30, A SUS
CASI 36 AÑOS DE EDAD.
BREVE SINOPSIS DE LOS PRIMEROS AÑOS DE VIDA DE JESÚS
AÑO -8
-En marzo se celebran las bodas de José y Miryam (verdadero nombre de
María). Ella contaba 13 años de edad; él, 21.
-A mediados de noviembre (octavo mes de casados), al atardecer, la joven
esposa recibe la misteriosa visita del ángel Gabriel, quien le dice: “Vengo por
mandato de aquel que es mi Maestro, al que deberás amar y mantener. A ti,
María, te traigo buenas noticias, ya que te anuncio que tu concepción ha sido
ordenada por el cielo. A su debido tiempo serás madre de un hijo. Lo llamarás
Yehoshu´a (‘Dios salva’, Jesús, en español) e inaugurará el reino de los cielos
sobre la Tierra y entre los hombres. De esto, habla tan sólo a José y a Isabel, tu
pariente, a quien también he aparecido y que pronto dará a luz a un niño cuyo
nombre será Juan. Isabel prepara el camino para el mensaje de liberación que tu
hijo proclamará con fuerza y profunda convicción a los hombres. No dudes de
mi palabra, María, ya que esta casa ha sido escogida como morada terrestre de
este niño del destino… Ten mi bendición. El Poder del más Alto te sostendrá. El
Señor de toda la Tierra extenderá sobre ti su protección”.
-En todo momento, María defendió la concepción “no humana” de su
primogénito.
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-José, durante algún tiempo, no consigue entender cómo un niño nacido de una
familia humana pudiera tener un destino divino. En un sueño, “un brillante
mensajero” lo tranquilizó con las siguientes palabras: “José, te aparezco por
orden de aquél que reina ahora en los cielos. He recibido el mandato de darte
instrucciones sobre el hijo que María va a tener y que será una gran luz en este
mundo. En él estará la vida y su vida será la luz de la humanidad. De momento
irá hacia su propio pueblo. Pero éste lo aceptará con dificultad. A todos aquellos
que lo acojan les revelará que son hijos de Dios”.
-El papel que debería desempeñar aquel “hijo del destino” provocaría un grave
confusionismo entre los allegados a José y María. La mayor parte de los
familiares acogió la noticia con escepticismo. Erróneamente, María identificó a
su Hijo con el Mesías o Libertador político de los profetas.
AÑO -7
-En febrero, María visita a su prima lejana Isabel. En junio del año anterior, el
ángel Gabriel se había aparecido igualmente a Isabel, comunicándole lo
siguiente: “Mientras tu marido, Zacarías, oficia ante el altar, mientras el pueblo
reunido ruega por la venida de un salvador, yo, Gabriel, vengo a anunciarte que
pronto tendrás un hijo que será el precursor del divino Maestro. Le pondrás por
nombre Juan. Crecerá consagrado al Señor, tu Dios y, cuando sea mayor,
alegrará tu corazón ya que traerá almas a Dios. Anunciará la venida del que cura
el alma de tu pueblo y el libertador espiritual de toda la humanidad. María será
la madre de este niño y también apareceré ante ella”.
Tres semanas más tarde, la futura madre de Jesús regresaba a Nazaret
definitivamente convencida del “papel político y libertador” que desempeñarían
su Hijo y Juan, su lugarteniente.
-El 25 de marzo nace Juan.
-Al recibirse en Nazaret la orden de empadronamiento, José dispone el viaje a
Belén, pero en solitario. María lo convence para que viajen juntos, a pesar de
encontrarse casi “fuera de cuentas”.
14
-Al amanecer del 18 de agosto emprenden el camino, por el Jordán, hacia la
ciudad de David.
-Al atardecer del 20 de agosto entran en Belén, y se alojan en los establos de la
posada. Esa misma noche, María experimentaría los primeros dolores.
-Hacia las 12 del mediodía del 21 de agosto se producía el alumbramiento de
Jesús: el “bekor” o primogénito de María.
-Cuando el bebé contaba escasas semanas, recibe la visita de unos sacerdotes
astrólogos procedentes de Ur de Caldea. Zacarías les informa el lugar donde se
encuentra “el rey de los judíos” y, tras contemplar al niño, retornan a Jerusalén,
siendo interrogados por Herodes el Grande. El “edomita” intenta engañar a los
“magos”, pero éstos desaparecen rumbo a su país. Los espías de Herodes
buscan afanosamente al niño. José, advertido por Zacarías, oculta a Jesús en la
casa de sus parientes. La familia vive una angustiosa situación. José duda entre
buscar trabajo e instalarse en Belén o huir.
AÑO -6
-Desesperado ante la infructuosa búsqueda del “otro rey”, Herodes ordena el
registro de la aldea y la ejecución de cuantos varones menores de dos años
pudieran ser hallados. El aviso de un “funcionario” próximo a la corte del
“edomita” permite que José, María y el niño escapen a tiempo. En la “matanza”
–ocurrida en octubre– pierden la vida 16 niños ya que muchos lograron ser
salvados de la muerte. Jesús contaba con 14 meses de edad.
-La familia se instala en la ciudad egipcia de Alejandría, bajo la protección de
unos acaudalados parientes de José. Allí permanecen por espacio de dos años.
José aprende el oficio de contratista de obras. La comunidad judía termina por
saber el secreto de María y José e intentan convencer a los padres del “Hijo de
la Promesa” para que Jesús crezca y sea educado en Alejandría. Le regalan un
ejemplar de la traducción griega de los textos de la Ley, de gran importancia en
la posterior educación del joven Jesús.
-María se obsesiona por la integridad física de su hijo.
AÑO -4
15
-En agosto, tercer aniversario de Jesús, la familia embarca con destino al puerto
de Joppa, a unas 300 millas de Alejandría. Primer viaje por mar de Jesús.
-A finales de ese mes de agosto, vía Lydda y Emmaüs, llegan a Belén.
Permanecen en la aldea durante todo septiembre. María es partidaria de educar
a su hijo en Belén. José, en cambio, se opone sugiriendo el regreso a Nazaret. El
carácter violento del nuevo tetrarca, Aquelao, sucesor de su padre, Herodes el
Grande, decide a José por la baja Galilea. María tiene que ceder. A principios de
octubre emprenden, por fin, el viaje hacia Nazaret. Al llegar a la aldea se
encuentran con la casa ocupada por uno de los hermanos de José. Las familias
llegan a un acuerdo armonioso.
AÑO -3
-En la madrugada del 2 de abril nace Santiago.
-A mediados de ese verano, José consigue uno de sus sueños: montar un taller
cerca de la fuente pública. Se asocia con dos de sus hermanos. Los negocios
prosperan. Reúnen una cuadrilla de obreros y recorren las aldeas y ciudades
próximas, trabajando, sobre todo, en la construcción de edificios. Poco a poco,
José abandona las labores de carpintería.
-Jesús empieza a oír los relatos de los viajeros y conductores de caravanas que
acuden al taller de su padre terrenal.
-En julio, una epidemia de una enfermedad intestinal obliga a María a salir del
pueblo con sus dos hijos, refugiándose durante dos meses en la granja de uno
de sus hermanos, cerca de Sarid. Jesús hace una especial “amistad” con una oca.
AÑO -2
-En la noche del 11 de julio nace Miryam. A punto de cumplir 5 años, Jesús
pregunta por primera vez sobre el misterio de la vida y del nacimiento de los
seres vivos. Su curiosidad insaciable ocasiona problemas a cuantos lo rodean.
-El 21 de agosto, en su quinto aniversario, Jesús, de acuerdo con la Ley, pasa a
depender de José en todo lo concerniente a su educación moral y religiosa. Y
empieza a aprender el oficio de su padre. María lo inicia en el cuidado de las
flores. Jesús garabatea sus primeras letras.
16
-Primera gran desilusión del pequeño. Ese verano, un temblor sacude Nazaret.
Sus padres no saben explicarle el porqué del seísmo. Su continuo río de
preguntas obliga a José a esconderse, huyendo así de las embarazosas
cuestiones que plantea su incansable hijo.
AÑO -1
-María recibe la visita de su prima Isabel. Primer encuentro de Juan y Jesús.
Durante una semana, las familias hacen “planes” para el Libertador y su
“segundo”. Juan habla a su primo de Jerusalén y de su grandeza. Desde
entonces, no cesó de preguntar “¿Cuándo viajaremos a Jerusalén?”.
-Jesús manifiesta un “blasfemo” deseo de hablar directamente con Dios. Y le
llama “Padre”. José y María, aterrorizados, tratan de disuadirlo de semejante
idea.
-En junio, José toma la decisión de ceder el taller a sus hermanos, lanzándose de
lleno a la contratación de obras. María se opone. Pero los ingresos de la familia
mejoran considerablemente. Jesús acompaña a José en muchos de los viajes de
negocios por la región.
AÑO 1
-Su pasión por los juegos paganos y los continuos paseos por la colina del Nebi
Sa´in le valen una dura reprimenda. José le hace ver que debe someterse a la
disciplina del hogar.
-En enero-febrero recibe una de las más agradables sorpresas de su corta vida:
Nazaret está nevado.
-En julio, el primogénito rueda por los peldaños de la escalera adosada a uno de
los muros de la casa, cegado por una tormenta de arena. El percance resucitó en
María los viejos temores.
-El 16 de marzo, nace el cuarto hijo: José.
-En agosto, al cumplir los 7 años, siguiendo la costumbre, Jesús ingresa en la
escuela. Los “estudios elementales” se prolongaban hasta los 10 años.
17
-Jesús continúa escuchando a los peregrinos y caravaneros. Ello le permite
perfeccionar el griego. Su madre le enseña a ordeñar, a preparar queso y a tejer.
-Por aquellas fechas, Jesús y su amigo íntimo Jacobo descubren el taller del
alfarero Nathan.
AÑO 2
-El buen hacer de Jesús en la escuela le supone una “licencia”: librar una de cada
cuatro semanas. Y el muchacho dedica esas “vacaciones” a la pesca, a orillas del
“yam” (mar de Galilea o mar de Tiberíades), y a la agricultura en la granja de su
tío. Su primera experiencia con una red tendría lugar en mayo.
-Aquel año aparece en Nazaret un misterioso profesor de matemáticas, oriundo
de Damasco. El enigmático “sabio” lo inicia en el mundo de los números y, sobre
todo, de la Kábala.
-Jesús enseña a su hermano Santiago los rudimentos del abecedario.
-Los maestros pierden la paciencia ante sus inquietudes y, a veces, “sacrílegas”
preguntas. Todo le interesa. Todo lo cuestiona. A su alrededor se gesta un
ambiente de rechazo y antipatía por parte de determinados círculos de la aldea.
-El deslenguado Zacarías revela a Nahor, profesor de una de las escuelas
rabínicas de Jerusalén, la existencia en Nazaret del Mesías. Nahor examina
primero a Juan y, posteriormente, se traslada a la Galilea. Aunque el “descaro”
de Jesús en temas religiosos no es de su agrado, decide proponer su traslado a
la Ciudad Santa, con el fin de que estudie. José no ve claro el proyecto. María,
en cambio, presiente que aquello puede ser la culminación de la “carrera
política” de su hijo. Ante el desacuerdo de los padres, Nahor consulta al
interesado. Jesús decide permanecer en Nazaret.
-En la noche del 14 de abril, llega al mundo Simón, el tercero de los hermanos
varones de Jesús.
-Jesús vende el queso y la mantequilla que él mismo preparaba. Con el dinero se
costea sus primeras clases de música.
AÑO 3
18
-Jesús conoce las habituales enfermedades de la infancia. Su desarrollo físico es
espectacular, destacando entre la población infantil de la aldea.
-En invierno se registra un grave incidente. Jesús, excelente dibujante, comete el
“sacrilegio” de pintar el rostro de su maestro en el pavimento de la escuela. El
consejo de Nazaret se reúne y José es amonestado. La Ley judía prohíbe todo
tipo de representaciones humanas. El díscolo jovencito es amenazado con la
expulsión de la escuela. Jesús no volvería a pintar ni a modelar arcilla.
-En compañía de su padre escala por primera vez el monte Tabor.
-El 15 de septiembre nace su hermana Marta, la segunda de sus hermanas. El
alumbramiento obliga a José a ampliar la vivienda.
-Jesús trabaja ese año en labores de siega, en la granja de su tío. María se
indigna al saber que su hijo ha manejado una hoz.
AÑO 4
-A punto de cumplir los 10 años, la corpulencia física y la agilidad mental de
Jesús le convierten en el jefe de una “banda” de siete amigos. Jacobo, su vecino
e íntimo amigo, es uno de ellos. Jesús experimenta un rechazo natural ante la
violencia. Ello le ocasiona serios conflictos con sus compañeros de juegos.
-El 5 de julio tiene lugar un “suceso” que confunde a sus padres. Ese sábado, en
uno de sus habituales paseos por el campo, Jesús confiesa a José “que sentía
que su Padre de los Cielos le reclamaba y que él no era quien todos creían que
era”. A partir de esa fecha se tornaría taciturno y solitario, frecuentando la
compañía de los adultos.
-En agosto ingresa en la escuela superior. Sus “impertinentes preguntas” fueron
a más, provocando que el consejo llamara al orden a sus padres. Y los enemigos
de Jesús le acusaron de “soberbio, descarado y presuntuoso”.
-Su afición a la pesca crece. Hasta el punto que comunica a su padre que, en el
futuro, “desea ser pescador”.
AÑO 5
19
-A mediados de mayo Jesús acompaña a su padre a la ciudad helenizada de
Scythópolis, en la Decápolis. La grandiosidad de los edificios y la belleza de los
juegos que presencia lo entusiasman. José se ofende y llega a zarandear a su
hijo en una acalorada discusión.
-El 24 de junio, María da a luz a Judá. A raíz de este parto, María cae enferma.
Jesús se ve obligado a suspender las clases en la escuela y a cuidar de su madre
y sus hermanos pequeños. Los juegos y distracciones se espacian. Las dudas
sobre su verdadera “identidad” siguen atormentándolo.
AÑO 6
-Jesús vuelve a los estudios. Su forma de ser cambia: de las constantes
preguntas pasa al silencio. Sus padres no entienden este extraño giro. María se
desespera. No comprende por qué su primogénito, “Hijo de la Promesa”, no
atiende y comparte sus directrices “para alzar a la nación judía contra Roma”.
Las discusiones entre los esposos, en este sentido, son continuas. Jesús guarda
silencio y se refugia en la música (tocando el “kinnor”, instrumento musical
parecido al arpa) y en el cuidado de sus hermanos.
-A final de año, a causa del demoledor “sometimiento” a las rígidas y absurdas
pautas religiosas de la comunidad, Jesús cae en un profundo abatimiento.
AÑO 7
-Jesús entra en la adolescencia. Su voz y cuerpo se modifican.
-En la noche del 9 de enero, nace Amós.
-En febrero, el espléndido joven supera su abatimiento. Conjugaría, de
momento, las férreas creencias de sus mayores con el secreto proyecto que
seguía germinando en su corazón: “Iluminar a la humanidad, hablándole de su
Padre celestial”.
-El 20 de marzo, tras una reposada y pulcra lectura en la sinagoga, el pueblo se
siente orgulloso de aquel hijo de Nazaret. Y resucitan los viejos planes para que
estudie en Jerusalén. Acudiría a la Ciudad Santa al cumplir los 15 años.
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-A principios de abril recibe el diploma por sus estudios. José le anuncia que,
como adulto ante la Ley, asistirá a su primera Pascua en Jerusalén.
-El lunes 4 de ese mes de abril, un grupo de 130 vecinos emprende la marcha
hacia la Ciudad Santa. En este viaje, la familia de Nazaret entabla amistad con la
de Lázaro, en Betania. En el atardecer del jueves, día 7, Jesús contempla
Jerusalén desde el monte de los Olivos.
-Al día siguiente, José llevó a su primogénito a una de las prestigiosas academias
rabínicas.
-8 de abril: esa noche, un ángel aparece ante Jesús y le dice: “Ha llegado la hora.
Ya es el momento de que empieces a ocuparte de los asuntos de tu Padre”. Y
Jesús, muy lentamente, va adquiriendo conciencia de su origen y naturaleza
divinos.
-9 de abril: ese sábado, Jesús es consagrado en el templo como “hijo de la Ley”.
Sufre una profunda decepción ante la teatralidad y el derramamiento de sangre
que acompañan a los ritos religiosos. Los desacuerdos con sus padres van en
aumento.
-El domingo, Jesús “descubre” las discusiones entre los rabinos y doctores de la
Ley. Antes de la partida a Galilea, queda fijado su ingreso en la escuela rabínica
para agosto del año 9. Jesús continúa asistiendo a las conferencias del templo,
pero no interviene.
-El 18 de abril, lunes, los peregrinos se concentran en las proximidades del
Templo y parten hacia Nazaret. María y José descubren la desaparición de su
hijo al llegar a Jericó.
-El mediodía de ese lunes, Jesús toma plena conciencia de la marcha de la
caravana. Pero decide quedarse y seguir asistiendo a las discusiones del Templo.
-A la mañana siguiente, al pasar por el Olivete, Jesús llora con amargura a la
vista de Jerusalén. José y María regresan a la Ciudad Santa y lo buscan
desesperadamente.
-En esa jornada, el adolescente habla por primera vez ante los rabinos,
provocando con sus preguntas y comentarios las más dispares reacciones.
21
-La tercera jornada de Jesús en el templo constituye un gran triunfo para el
joven de Nazaret. La noticia de un niño galileo que ha dejado en ridículo a los
presuntuosos escribas y doctores de la Ley se difunde por la ciudad.
-El jueves, 21 de abril, José y María deciden buscar a Jesús fuera de Jerusalén.
Acuden al Templo para interrogar a Zacarías y José reconoce la voz de su hijo
entre los asistentes a uno de los debates. Esa misma tarde, en mitad de una
fuerte tensión, inician el retorno a la Galilea. El abismo entre las ideas de María
y las de su primogénito se hace casi insalvable.
-Al entrar en Nazaret, Jesús prometió a sus padres que jamás volverían a sufrir
por su causa. “Esperaré mi hora”, manifestó. Y María reavivó sus sueños
nacionalistas. Pero Jesús se encerró en un cerco de silencio, frecuentando, cada
vez más, la cima del Nebi.
-El “éxito” de Jesús en Jerusalén fue celebrado por sus profesores y convecinos.
Y muchos compartieron las ilusiones políticas de su madre: “De Nazaret saldría
un brillante maestro y, quizá, un jefe de Israel”.
AÑO 8
-El joven Jesús se convierte en un hombre de gran belleza (algunos años después
se lo describe con una altura de 1,81 metros, cuerpo fornido, cabellos largos
ondulados hasta los hombros de color castaño acaramelado, tez blanca pero
bronceada por el sol, prolija barba partida al medio y ojos color miel, con una
cautivante mirada “engalanada” por unas tupidas pestañas. De labios algo
carnosos, con una sonrisa encantadora que dejaba ver una perfecta dentadura
blanca. Nariz típicamente judía. En sus tiempos de predicación, siempre vistió
una larga túnica blanca que le llegaba a los pies, limpia y prolija, junto con un
manto de color vino. Ambas prendas fueron confeccionadas por María. Sus
manos largas y finas mostraban unas uñas cortas y limpias en todo momento).
Siguió trabajando como carpintero. Y su mente fue abriéndose a la realidad
divina. Pero los solitarios paseos y el acusado distanciamiento de las ideas de su
madre hicieron dudar a María del prometido destino de su Hijo. Además, el
siempre pensativo carpintero “no hacía prodigios”.
22
-A pesar de la tensa situación familiar, José lo dispuso todo para el próximo
ingreso de su primogénito en la escuela rabínica de Jerusalén. El futuro parecía
prometedor.
-El 21 de agosto, al cumplir los 14 años, su madre le regala una espléndida
túnica de lino, confeccionada por ella misma.
-Pero, en la mañana del martes 25 de septiembre, la vida de Jesús y de toda la
familia sufrió un doloroso cambio: José había resultado herido al caer de una
obra en la residencia del gobernador, en la vecina ciudad de Séforis. El
contratista de obras del padre terrenal del Hijo del Hombre falleció poco
después, cuando contaba 36 años. Al día siguiente, fue sepultado en Nazaret. A
partir de ese día, la joven y prometedora vida de Jesús, todos sus proyectos, los
de su madre y los de la esperanzada aldea, fueron inhumados con el cadáver de
José. Jesús se vio al frente de una familia numerosa a la que había que
alimentar, educar y sacar adelante.
-En la noche del 13 de marzo del año 9, nace Ruth, hija póstuma de José.
(Fin de la sinopsis de los primeros años de Jesús)
23
Jesús apenas si tuvo adolescencia. Sorpresivamente, se encontró con una
madre abatida y embarazada y con siete hermanos que alimentar. Y como
millones de humanos, tuvo que doblegarse a la disciplina de la miseria, de la
soledad y del miedo. Y con valentía, asumió su nuevo papel tomando las riendas
del entristecido y desolado hogar.
En el pueblo, ya nadie pensaba en el futuro “rabino de Jerusalén”. Estaba
escrito: Jesús no sería discípulo de nadie. Pero muchos vecinos del pueblo les
abrieron las puertas de lo poco que tenían, regalándoles consuelo y amistad.
Así, durante aquel invierno, rara era la noche que la casa no se veía invadida por
personas que venían a hacerles compañía, a oír a Jesús en sus habituales
lecturas de las Escrituras o a disfrutar de su música tocando el arpa. Con ello,
Jesús combatió su natural amargura.
José dejó a la familia en una relativa buena situación económica, fruto de
sus ahorros. De ellos siguieron viviendo. Jesús fue un hábil administrador,
generoso, pero ahorrativo. Tal como estipulaba la Ley, la familia imaginó que
recibiría la correspondiente indemnización por el accidente de trabajo de José.
Pero el reclamo de Jesús al tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, no tuvo
éxito y el dinero nunca llegó. Al no contar con esos dineros, todo se desmoronó.
Antes de un año, los fondos acumulados por José se agotaron. La única opción
que les quedó fue vender una de las casas propiedad de José y del padre de
Jacobo, vecino e íntimo amigo de Jesús. Eso permitió un respiro.
Pero su destino estaba escrito con la tinta de la pobreza. De una situación
“medianamente acomodada” al cumplir Jesús sus quince años, la familia se
hundió en el pozo de la miseria. Jesús experimentó la estrechez y también la
impotencia ante la estrechez de los demás. Trabajó con coraje, tenacidad, con
sudor, en el cuarto de carpintería que tenía en la casa, para sacar adelante a sus
hermanos. Con casi quince años, madrugaba como la madre y se encerraba en el
24
taller hasta más allá del ocaso. Aun así, llegó el momento en que se vieron
obligados a vender las palomas que cuidaba Santiago.
Audaz y obstinado como su padre, adquirió una vaca. Miryam, su
hermana, se ocupaba de la venta de la leche. De todos modos, las cosas no
mejoraron. El pago de los impuestos, al año siguiente, los hundió de nuevo
durante meses. Pero el esfuerzo colectivo –las ventas de leche de Miryam, los
esporádicos trabajos de Santiago en el almacén de aprovisionamiento de
caravanas, ahora propiedad de un hermano de José, la ropa hilada y
confeccionada por María y el jornal del joven Jesús– terminó por dar fruto. Y se
inició una lenta recuperación.
Por intermedio de sus familiares, Jesús consiguió que le concedieran una
parcela de tierra en la falda norte del Nebi. Ilusionado, la dividió en pequeños
huertos, encomendando su cuidado al resto de los hermanos. Así accedieron a
un complemento en su dieta diaria. Y Jesús soñó con tener, algún día, una
granja propia… Sus trabajos de carpintero gustaban, en especial los yugos,
disputados por los campesinos y las caravanas.
Al cumplir los 17 años, había reunido tres vacas, cuatro carneros, un
burro, un buen puñado de gallinas y un perro al que llamó Zal, su gran amigo y
compañero. Así, predicó con el ejemplo, poniéndose del lado de la Naturaleza.
Nunca perdió el interés por las novedades que siempre portaban los viajeros y
caravanas. Por su trabajo, Jesús no podía frecuentar el almacén de
aprovisionamiento y la posada, pero aprovechaba los continuos viajes de
Santiago a ambos lugares y las numerosas visitas de sus clientes, informándose
así de cuanto acontecía en el exterior. Aunque en diferentes oportunidades le
sugirieron que montara la carpintería en el barrio de los artesanos, siempre se
negó diciendo que en el taller de la casa podía velar por la seguridad de sus
hermanos y las necesidades de su madre.
En esos tiempos, Palestina estaba conmocionada como nunca por la
creencia de una inminente llegada del Mesías. María recordaba a Jesús que él
“era el hijo de la Promesa”, el futuro Mesías o Libertador de Israel. Pero su
inteligencia iba “despertando” o “tomando conciencia” de otra realidad que
nada tenía que ver con las muy humanas pretensiones de María. Al estudiar a
25
fondo las Escrituras y todas las profecías relacionadas con el Mesías, Jesús
estaba convencido de que “aquél no era su destino”. La “llamada interior” que
lo alimentaba y sostenía no “hablaba de conducir ejércitos o rescatar el trono
del rey David”. Él era un libertador, sí, pero de otra naturaleza. Estaba llamado a
“educar”, pero lejos del silbido de las flechas. Él, quizá, era “el antimesías” (o, lo
que es lo mismo, el “anticristo”)1.
En ese año 9, Jesús, en uno de los rollos almacenados en la sinagoga,
descubrió “el libro de Enoc”. Y aunque era público y notorio que el mencionado
manuscrito podía tener un carácter apócrifo, lo leyó y releyó impresionado por
uno de los pasajes. En él aparecía la expresión “Hijo del Hombre”. El autor
hablaba con precisión, retratando a un Hombre que, antes de descender al
mundo para iluminarlo con la palabra, había cruzado los umbrales de la gloria
celestial, en compañía del Padre Universal, “su” Padre. Y decía también que el
Hijo del Hombre había renunciado a su majestad y grandeza, en beneficio de los
infelices y perdidos mortales a quienes ofrecería la revelación de la filiación
divina. Aquélla era la profecía que más se aproximaba a sus íntimas inquietudes.
Y Jesús se hizo la firme y secreta promesa de adoptar para sí tan hermoso título.
En el día de su decimoquinto cumpleaños, un sábado 21 de agosto, Jesús
fue autorizado a dirigir el oficio del sábado. Su lectura del texto elegido de la
Torá llenó a los concurrentes de paz y esperanza.
Un par de meses después, escribió su primera oración en una tabla de
cedro: el Padre-nuestro, con el fin de enseñar a su familia a hablar directamente
con Dios. El pueblo y su familia, desde siempre, se limitaban a recitar de
memoria las oraciones que marcaban la Ley y la tradición. Insistía en que “era
bueno improvisar y comunicar al Padre todas las inquietudes y problemas”.
Por mucho menos, habrían lapidado a otros… Pero Jesús insistió con su
sentir y fue recitando a su familia lo escrito: “Padre nuestro…”, y recorriendo los
1 Cabe mencionar que la tan nombrada palabra Cristo (del latín Christus, y éste del griego antiguo Christós) es una traducción del término hebreo “Mesías” (י Māšîaḥ), que significa “ungido”, para ,ָחַמָשִׁocupar un cargo relevante (Wikipedia). Por lo tanto, “Jesucristo” nada tiene que ver con Jesús de Nazaret. (Nota de la autora).
26
asombrados ojos aclaró: “Porque Él nos ha creado en verdad, como la ola que,
sin desprenderse, se desprende del mar…”.
“Que estás en los cielos…”. Y guiñándoles un ojo señaló el pecho de
Santiago y dijo: “En los cielos del corazón”.
“Santificado sea tu nombre…”. Y sin dejar de sonreír, aclaró: “Santificado,
no solo porque lo ordene la Ley. Santificado porque nunca duerme. Santificado
porque nunca hiere. Santificado porque ahora, seguramente, sonríe ante los
problemas de mamá María y de este pobre carpintero…”.
“Venga a nosotros tu reino…”.
“¿Es que Dios es rey?”, lo interrumpió Santiago.
Y Jesús, señalando hacia el patio, alzó la voz y dijo: “El único, oídme bien,
capaz de armar el rojo de una rosa. ¿Podrías tú, Santiago, o tú, Miryam, o tú,
José, fabricar la geometría de las estrellas?”. Y con seguridad, sentenció: “Pues
ese es el reino de nuestro Padre: el de la belleza visible e invisible”.
“¿Belleza invisible?”, saltó Simón con sus siete años.
“Sí, pequeño: la que se adivina debajo de la justicia; la que sostiene un
beso de amor; la de los hombres que jamás reclaman; la que regala al mundo
sus cosechas; la que concede antes de que se abran los labios para rogar. Ese es
nuestro reino…”.
“Y hágase tu voluntad en la tierra y en los cielos…”. Y luego agregó: “Ya sé
que, a veces, el Padre de los Cielos parece como si se hubiera ido de viaje… No
temáis: es el único que jamás viaja…”.
“¿Nunca?”, dijo Marta. “Eso no es verdad… ¿Y qué me dices de Moisés?
¿No viajó con él por el desierto?”.
“Lo que quiero decir, Marta, es que nuestra voluntad no siempre coincide
con la suya. Pero Él, como mamá María, sabe bien lo que te conviene. Hacer la
voluntad del Padre –siempre, en cada instante, aunque no la comprendamos–
es el pequeño gran secreto para vivir en paz…”.
Y continuó: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy…”.
27
“¿Pero quién nos lo da? ¿Mamá María, tú o Dios?”, preguntó Santiago.
“Mamá María y yo, por supuesto…, porque Él nos lo ha dado primero”.
Y añadió: “El Padre es sabio. Conoce a cada uno de sus hijos por su
nombre. Y dispone todo lo necesario para que, en forma de trabajo, de suerte o
de casualidad, ni una sola de sus criaturas quede desamparada. La codicia, la
ambición y la usura no son solo pecados contra los hombres. Son estupideces,
muy propias de los que han olvidado o nunca supieron que tienen un Padre…,
inmensamente rico”.
“Y perdona nuestras deudas”. Y añadió: “Sobre todo, las que nadie
conoce”.
Y Miryam le preguntó: “¿Y tú tienes deudas con el Padre?”.
A lo que Jesús respondió: “Tantas como virutas en mi taller…”. “Y no nos
dejes caer en la tentación”. Y bajando la voz dijo: “No en la tentación de violar
el sábado y las casi siempre interesadas leyes de los hombres. Decid mejor: No
nos dejes caer en la tentación de olvidarte, Padre de los Cielos”.
Poco a poco, Jesús entendió y aceptó que, a pesar de su “llamada
interior”, debía soportar primero la dura carga de la supervivencia de los suyos.
Esa, sin duda, era la voluntad de su Padre de los Cielos: el “descubrimiento” de
la vida, que es generalmente penoso.
A sus 16 años, ya era un joven fuerte y sano a pesar de la escasez de
dinero, que no permitía a la familia grandes lujos en la dieta diaria: carne, una
vez por semana y no siempre; leche en abundancia; pan de trigo o cebada;
legumbres, hortalizas y frutos de acuerdo con las épocas; pescado, menos de lo
aconsejable ya que el transporte desde el “yam” lo hacía casi prohibitivo. Solo
cuando empezó a frecuentar el lago con uno de sus tíos maternos, disfrutaron
de un suministro más regularizado.
Y a esa edad, a dos años de la muerte de su padre, el carpintero de
Nazaret empezó a destacarse en su oficio: yugos, arados, aperos de labranza,
bancos, arcas, puertas y enseres de madera guardaban la finura que sólo sabía
imprimir aquel Jesús de 16 años. Aunque desde los cinco años empezó a trastear
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a la sombra de su padre entre vigas, herramientas, virutas y maderas de muy
diversa índole, Jesús tenía la capacidad innata de identificarse y “hacerse uno”
con lo que llevaba entre manos.
La madera constituyó, durante años un íntimo y gratificante modo de
expresarse, desde la simple tala hasta el más profundo acabado. A sus 17 años
tomó la importante decisión de aguardar a que todos sus hermanos estuviesen
en condiciones de valerse por sí mismos. Sólo entonces emprendería su
ministerio como educador de la verdad: que hay un Padre Celestial que nada
tenía que ver con el Yavé de sus padres y mayores. Fue el sueño y el ideal que lo
sostuvo durante doce largos años.
En ese tiempo, sólo su hermano Santiago y su íntimo amigo Jacobo
supieron de su “sueño”.
En el año 10 Simón ingresó en la escuela. Al mismo tiempo, se planteó un
nuevo problema: la educación de las hermanas, Miryam y Marta. Tanto María
como Jesús coincidieron en que ambas tenían derecho a estudiar la Ley, aunque
públicamente les estaba vedado por ser consideradas las mujeres “ciudadanos
de segundo orden”.
María insistió en ir a hablar con Ismael, el jefe de la escuela-sinagoga,
quien también había sido maestro de Jesús. Ambos se presentaron con la
petición, pero ésta fue rechazada. Y las niñas tuvieron que ser instruidas
secretamente. Santiago y Jesús, cuando disponían de tiempo, fueron sus
maestros. Las enseñanzas de las Escrituras se extendieron a todos los hermanos.
Así estaba fijado por la tradición, y Jesús, siempre respetuoso, no quiso
apartarse de ellas.
Y aunque la sabiduría era la propia Torá, Jesús trató de alternar la
enseñanza con incursiones a la ciencia de la geografía, las matemáticas, la
astronomía, la historia, entre otras, disciplinas que en aquel tiempo se hallaban
abiertamente reñidas con la investigación.
Y dado que Jesús consideraba que un hombre que no dominara la lengua
“internacional” de su tiempo, el griego, era un ser “limitado”, puso especial
énfasis en que sus hermanos lo conocieran. Lo había visto en José, su padre en
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la tierra: sus negocios y sus viajes le exigieron aprenderlo, y también lo vio en su
madre, María. Era un griego simplificado con altos índices de contaminación
lingüística, procedente de los cuatro puntos cardinales. Y así era posible
entenderse con un funcionario egipcio, un notario de Chipre, un sanador de
Mesopotamia, un comerciante en vinos y maderas de Tesalónica, un poeta de
Roma, un vendedor de papiros mágicos de Éfeso o un conductor de caravanas
de la meseta de Anatolia.
Jesús no hablaba el griego de Platón, tampoco lo necesitaba. Pero el que
manejaba era suficiente para que su palabra llegara limpia y sin errores a oídos
del gobernador romano, del centurión de Nahum que solicitó la curación de uno
de sus siervos o de los muchos griegos y paganos que tuvieron la fortuna de
cruzarse en su camino.
En el año 11, llegaron a Nazaret algunos representantes del movimiento
“zelota”, un movimiento de insurrección judía contra la ocupación romana.
Estos guerrilleros de “extrema izquierda” se estaban organizando, además, por
el crecimiento de la venta de terrenos y propiedades por parte de los
extranjeros en la zona. Media Galilea, incluyendo las ciudades helenizadas, se
hallaba en manos de los comerciantes griegos, fenicios, romanos y egipcios.
Y sucedió que se acercaron a Jesús, quien, a fuerza de trabajar, de
reflexionar, de estudiar y de escuchar a los demás, había sabido ganarse las
simpatías de buena parte de los jóvenes. Se entrevistaron con Él, le expusieron
sus ideales, sus planes, su fervor patriótico. Jesús los escuchó hasta el final y
“declinó el honor”, refugiándose en la verdad: “Sus obligaciones familiares
estaban por encima de cualquier otro compromiso”.
Asumida le decisión de no participar en el movimiento de la liberación,
sus enemigos jamás le perdonaron el desplante. Desde aquel año, el ambiente
en la recóndita Nazaret fue enrareciéndose. Algunos le retiraron el saludo.
Otros, movidos por el odio de Ismael, pretendieron expulsarlo de la sinagoga. Y
por algún tiempo, hasta los encargos en el taller escasearon.
Santiago, lleno de fervor patriótico, se reunió con los jóvenes en presencia
de Ismael y el consejo y les dijo que no se preocuparan, que en el momento en
30
que su edad le permitiera asumir las responsabilidades propias del cabeza de la
familia, Jesús se pondría al frente de los ejércitos de Israel. En otras palabras,
solicitó tiempo y paciencia. Y mal que bien, el discurso del joven Santiago, que
apenas contaba trece años de edad, surtió efecto, al menos durante una
temporada. Y todo volvió a la normalidad.
Santiago concluyó sus estudios elementales y, poco a poco, fue ocupando
el puesto del primogénito en el taller. Jesús, entonces, amplió el negocio
familiar. En aquellos años, el tema favorito de conversación con su familia era
acerca de su Padre Celestial. Hablaba de Él a todas horas e intentaba
convencerlos de que eran sus hijos, sin que importara la raza, la condición social
o el grado de bondad. Decía, incluso, que el Padre amaba lo feo, lo impuro y lo
deforme. Les mostraba una flor, un trozo de madera de su taller o a su perro y
exclamaba entusiasmado: “¿Sabéis de hombre alguno que haya logrado una
perfección semejante?”.
Algunas veces le preguntaron por el rostro de ese Dios, y contestaba con
dulzura: “¿Qué facciones tiene el amor? ¿Quién será capaz de dibujar la cara de
la sabiduría? ¿Tiene ojos la ternura, la tolerancia o la fidelidad? Pues bien, así es
el Padre de los Cielos: sin rostro y con los mil rostros de la belleza, del perdón,
de la risa, del poder, de la paz y, sobre todo, de la misericordia”.
Para la familia no fue fácil. El único Dios que habían conocido era el de
Moisés: justiciero, vengativo y colérico, abrasador a veces, conquistador y tan
remoto que solo el sumo sacerdote tenía acceso al “santo de los santos” y una
vez al año. ¿Cómo podrían hablar de tú a tú con ese Dios? La blasfemia era
flagrante.
A punto de cumplir los 18 años, la vida del modesto carpintero Jesús
experimentó un pequeño y agradable cambio. Con su hermano al frente del
taller, Jesús se dedicó de lleno al almacén de aprovisionamiento de caravanas,
ubicado en el diminuto barrio artesanal, muy cerca de la fuente. Esto le
proporcionó algo de lo que se había visto privado con la muerte de José: las
tertulias e intercambio de información con los viajeros y comerciantes, paganos
en su mayoría, llegados desde todo el país y más allá de las fronteras de Israel.
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Jesús les hacía infinidad de preguntas, y así la espera resultaba mucho
más agradable. Ismael lo amonestó en repetidas ocasiones, considerando “una
debilidad impropia de un judío” el conversar y tratar a los paganos igual que a
los judíos. Y Jesús le contestaba siempre lo mismo: “Grandes trabajos han sido
creados para todo hombre. Una sonrisa y una palabra amable hacen más ligero
el yugo”.
En el almacén vendía lo acostumbrado: cordelería, forraje, odres para el
agua y el vino, canastos, toda suerte de ropas de abrigo, cayados labrados por Él
mismo, víveres, a veces cocinados por María, las ánforas de Nathan, el alfarero,
los yugos y trabajos en cuero de Santiago. En fin, de todo.
Y el almacén fue convirtiéndose en algo más que un simple negocio: allí
recalaban cada año decenas de buhoneros, burreros, traficantes de grano, vino
y especias y un variopinto mosaico de caravaneros y comerciantes –minoristas y
al por mayor– de todas las razas y credos. Y muchos de ellos, viejos amigos,
terminaban la noche en la casa de la familia de Jesús, compartiendo lo poco que
tenían o lo mucho que traían.
De esta forma, Jesús y su familia supieron de otras costumbres, pueblos y
creencias, y gracias a Él, aprendieron la difícil lección de la tolerancia.
A las dos semanas de haber celebrado su cumpleaños número 18, Jesús
vio entrar por la puerta a Isabel y a su hijo Juan. Fue el mejor regalo. Hacía
mucho que no se veían. Su primo lejano, que más adelante se llamaría “el
Anunciador”, se hallaba confuso. Desde la muerte de Zacarías no tenía muy
claro su futuro. Isabel, como había sucedido con María, seguía trazando excelsos
planes para él. Ocuparía el segundo lugar en gloria y dignidad, al lado del futuro
Mesías Libertador.
Las oposiciones de Jesús a estas ideas mesiánicas lo condujeron a un mar
de dudas y pensó en retirarse a las montañas de Judá y dedicarse por entero a la
agricultura y a la cría de carneros. Juan y Jesús sostuvieron largas
conversaciones, analizando sus respectivas concepciones del Mesías, del Padre
de los Cielos, así como sus planes personales.
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Ante las divergencias entre ellos, de mutuo acuerdo decidieron separarse
“hasta que llegase la hora”.
Ese mismo año, cuando los asuntos materiales y económicos empezaban
a mejorar, una nueva desgracia se abatió sobre la casa. Súbitamente, murió
Amós cuando tenía sólo cinco años. La enfermedad, fulminante, se lo llevó en
una semana. María casi lo siguió a la tumba. El único que se mostró entero fue
Jesús. Y él mismo, con una serenidad y majestad envidiables, portó el cadáver
de su hermano en los brazos hasta la colina, presidiendo el cortejo fúnebre. Y al
depositarlo junto a los restos de José, lo besó y clamó con gran voz: “Padre mío,
esta es tu voluntad. Amós es tuyo y a ti vuelve. Y ahora líbranos de la tristeza: la
verdadera muerte”.
La casa, durante semanas, fue una garganta desierta. El pueblo desfiló por
ella de puntillas. Nadie hablaba y, a pesar de los esfuerzos y permanencia de
Jesús, María se negaba a comer. Llegó el momento en que Él posó sus manos
sobre los hombros de María, y dulcemente le dijo: “Madre, la pena no puede
ayudarnos. Hacemos cuanto podemos, pero no es suficiente. El Padre, ahora,
nos pide el tributo de una sonrisa. Concédenos la tuya. Así, todo saldrá mejor. Y
no pierdas la esperanza. Él sabe lo que nos conviene. También en el dolor está
su mano”.
Y consiguió lo que parecía un milagro. Su optimismo, paciencia y sentido
común fueron como un bálsamo. Y mamá María, poco a poco, recuperó las
ganas de vivir. A partir de ese duelo, Jesús fue reconocido unánimemente como
un jefe valeroso.
Y, por su prudencia, buen hacer y brillantez, amén de su aspecto físico
alto, fuerte, guapo, no pasó desapercibido a los ojos de los hombres y de las
mujeres.
Y una de esas jóvenes de Nazaret se enamoró de Él: Rebeca. Tenía dos
años menos que Jesús. Su familia, aunque económicamente muy bien situada,
era noble y cariñosa. Y un día, confesó sus sentimientos hacia Jesús a su
hermana Miryam.
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Y ella lo único que pudo hacer fue contárselo a su madre. Preocupada por
la situación, María junto con Miryam sostuvieron una larga y secreta charla con
Rebeca. Y María terminó confesándole lo que era un secreto a voces en la aldea:
que Jesús, su amado, era “el hijo de la Promesa”.
Emocionada, Rebeca, que amaba profundamente a Jesús, les contestó
que estaba decidida a correr la misma suerte. Si Él la aceptaba, sería la esposa
de un jefe nacional, acompañándolo en su carga. No había más que hablar.
Y María y Miryam regresaron a su casa… A los pocos días, a petición de
Rebeca, celebraron una nueva entrevista. Rebeca, previa consulta con su padre,
les hizo saber que estaba autorizada a decirles que el dinero y la dote no eran
problemas. Que su familia estaba dispuesta a renunciar a dicha dote y a
compensarlos generosamente. Las mujeres agradecieron el gesto, pero no
aceptaron y dieron por terminado el asunto.
La muchacha, sin embargo, volvió a intentarlo. Desesperada, convenció a
Ezra, su padre, para que visitara a Jesús. Y él así lo hizo. Jesús escuchó al padre
de Rebeca y luego sostuvo una larga entrevista con ella. Nadie supo de aquella
conversación, salvo lo manifestado por Ezra: “Ninguna suma de dinero lo
apartaría de su familia y del sagrado compromiso que había asumido”.
El rico hacendado de Nazaret puso punto final a la entrevista y a las
aspiraciones de su hija. Y antes de regresar a su casa, visitó a María dando
cuenta de lo ocurrido en el almacén de aprovisionamiento y manifestando: “No
podemos tenerlo como hijo. Es demasiado noble para nosotros”.
Y aquella Rebeca, a los 19 años de Jesús, terminaría por convertirse en
una de sus más íntimas y leales amigas. Ella, a diferencia de muchos otros, sí
entendió en profundidad la misión de Jesús. Nunca se casó, lo dejó todo y lo
siguió en la sombra. Fue una de las primeras convencidas –mucho antes que sus
íntimos– del divino papel de Jesús. Y vivió con orgullo sus momentos de triunfo.
Y aunque se supone que Jesús no llegó a saberlo, ella estuvo también muy cerca
de la cruz, acompañando a María.
De entre las mujeres que conocieron y admiraron al Maestro, Rebeca fue
la que más lo amó. Y con su enamoramiento, le hizo un sutil e involuntario
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“favor”. De acuerdo con las costumbres judías, cuando una mujer –como fue el
caso de Rebeca– expresaba su amor por un hombre y esa devoción era del
dominio público, el resto de las hebreas, aunque las bodas no llegaran a
consumarse, no osaba “penetrar” los sentimientos de la “otra”, a no ser, claro
está, que la enamorada contrajera matrimonio.
Por supuesto, el amor de la muchacha de Nazaret por Jesús no tardó en
propagarse. Y esto resultaría providencial. Desde entonces, ni una de las
mujeres que siguieron los pasos del Galileo se atrevió siquiera a confesarle su
amor. Desde sus 19 años, a efectos del pueblo, el nombre de Jesús estuvo ligado
al de Rebeca.
La Gran Inteligencia, una vez más, había sabido actuar como tal…
A fines del año 13, Jesús se vio obligado a vender su arpa para costear los
estudios de su hermano Judá. Se la vendió a Ismael, el saduceo maestro en la
sinagoga, ya que ese mismo año, además, Jesús tenía que cumplir con los
impuestos civiles y religiosos. También estaba la cuota mensual por el almacén.
El saduceo lo sabía y lo amenazó con el embargo. Toda la aldea estaba al tanto
de la afición de Jesús por la música y por su arpa. En los momentos de
agotamiento eso lo relajaba. Muy astutamente, Jesús se adelantó a las turbias
intenciones del sacerdote. En público, de forma que hubiera testigos, apareció
un buen día por la sinagoga con su “kinnor”. E Ismael, que perseguía desde
hacía tiempo el único entretenimiento de Jesús, lo aceptó codicioso. Cualquiera
de las magníficas piezas labradas del taller de carpintería hubiera resuelto el
problema. Pero el arpa guardaba un significado especial. Y el gesto de Jesús
impidió al jefe del consejo el embargo de la casa o de los negocios. ¡Nunca dos
denarios resultarían tan rentables! Cada año, mientras Jesús permaneció en
Nazaret, trató de recuperar el arpa. Siempre, casi como un ritual, poco antes del
pago de los impuestos, conociendo al saduceo, sabía de antemano la respuesta
a su petición. E Ismael disfrutaba con la negativa... De esta forma,
inteligentemente, lo mantuvo a raya mientras pudo… Una sencilla arpa los salvó
del embargo durante años. Y Judá pudo cursar los estudios básicos.
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LA ESTRATEGIA EDUCATIVA DE JESÚS A SUS 19 AÑOS
A grandes rasgos, ésta era la situación de la sociedad hebrea cuando
emprendió su revolucionaria política pedagógica: arraigada en los textos
bíblicos, la doctrina del común de los judíos a la hora de educar a sus hijos se
basaba en el principio de la negatividad. Cumplir la voluntad de Dios significaba
“no matar”, “no robar”, “no levantar falso testimonio”, etc. El temor a Yavé era
la corriente imperante en el pueblo elegido. Así había sido desde tiempo
inmemorial. Y los salmos y los proverbios se encargaban de recordarlo a todas
horas. Incluso los paganos que abrazaban el judaísmo eran llamados “temerosos
de Dios”.
Y en ese turbulento y humillado creer de un Israel que no se atrevía ni a
pronunciar el nombre de Yavé, surge un humilde jefe de un no menos humilde
almacén de aprovisionamiento de caravanas, de una humildísima aldea, que
empieza a predicar todo lo contrario. Primero en su hogar, con los hermanos.
Después a cara descubierta.
El mensaje de Jesús llamó la atención desde el principio. ¿Quién era ese
atrevido que rompe la tradición y clama en beneficio del amor divino? ¿Cómo
podía alzarse sobre las leyes, llamando a Dios “Ab-bá” (Padre)? Aquel “cabeza
de familia” de 19 años enseña a usar la fórmula del “positivismo”. De los
613 preceptos del judaísmo, “encomendados por el Señor a su pueblo”, 365
tenían un carácter negativo. El “no harás” es sustituido por el “harás”. E
inteligentemente, desterrando las prohibiciones, fue restando importancia al
mal, en beneficio del bien.
Éste fue el ambiente que procuró crear en la casa. Tenía una frase que le
encantaba repetir: “No seáis como esos lacayos que siempre esperan una
propina: servid al Padre gratuitamente”. “Piensa en lo bueno, porque el Padre
solo tiene memoria para lo bueno”. “Ignora la maldad del soberbio y el
engreído, porque el Padre le mostrará el camino, a su debido tiempo”. “Camina
en la confianza de que todo ha sido creado para el equilibrio”. “Elige pensar bien
de los demás. El Padre siempre concede el beneficio de la duda”.
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Jesús nunca experimentó la humana necesidad de rebelarse. En el hogar,
todos entendieron el principio de “no agresión” y de “no violencia”. Él dejaba a
la vida el “cobro” de las injusticias. ¿Para qué perder el tiempo y salud en
venganzas –predicaba– si de eso se encarga la Naturaleza? Su condición humana
era de una singular sensibilidad: amaba la Naturaleza, todas las expresiones
artísticas y cuanto podía rodearle. Era audaz, generoso, alegre y con un notable
sentido del humor. Era justo, tenaz y respetuoso con las ideas de los demás.
Procuraba vivir haciendo mayor uso del “sí” que del “no”.
Y sentía debilidad por los viajes: “salir al mundo”, abandonar Nazaret,
aunque solo fuera durante unas horas, lo “transformaba”. De momento, en
aquel año 14, obedeciendo a ese magnético impulso de viajar, Jesús se regaló un
pequeño “lujo”: iniciada la primavera, se dirigió a la Ciudad Santa. Su intención
era permanecer en la casa de Lázaro y su familia, por los que sentía un profundo
afecto.
Jesús experimentaba un profundo desagrado cada vez que visitaba el
Templo. En esta tercera entrada en Jerusalén, el repulsivo espectáculo de los
sacrificios y el descarado comercio en el atrio de los Gentiles destaparon sus
antiguos sentimientos.
“Aquello es una vergüenza. Paganos, sacerdotes y judíos han convertido
la fiesta de la Pascua en un latrocinio. Sólo les interesa el dinero. Y tienen el
atrevimiento de justificar su repugnante actuación ‘en el nombre de Yavé’. ¿A
qué clase de Dios creen que sirven? ¿Es que el derramamiento de sangre sirve
para algo más que para truncar la vida de un animal y revolver el estómago a los
sensibles? Mi Padre no es un Dios de sangre.”
Y se entristecía… Esta concepción de un Yavé al que había que aplacar le
resultaba pueril y propia de un pueblo primitivo. Ésa fue una de sus
permanentes batallas. Y movido por esa natural repugnancia, propuso a Lázaro
y a las hermanas de éste, Marta y Miryam, lo que, a partir de ese año 14, se
convertiría en un símbolo: festejar la Pascua prescindiendo del cordero. Y por
primera vez, aunque en secreto, un grupo judío quebró la sagrada Ley de
Moisés. En la mesa de Lázaro solo hubo pan ácimo y vino con agua.
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En un apasionado discurso, Jesús llamó a esos manjares el “pan de la
vida” y el “agua viviente”. Era la inauguración de dos conceptos que, con el paso
del tiempo, sufrirían la misma deformación que el célebre cordero pascual de
los hebreos.
Su veinte aniversario transcurrió sin mayores sobresaltos. La
preocupación de María era en ese momento la soltería de Jesús.
(La soltería no era el estado perfecto en la sociedad de aquel tiempo. Con
el mandato de Yavé “creced y multiplicaos”, el celibato era algo anormal y
discutido: el célibe no es verdaderamente un hombre. Las sucesivas
dispersiones del pueblo elegido hacían aconsejable –casi necesario– el
crecimiento demográfico. El matrimonio era la máxima bendición. Y aún más, la
prole, a ser posible, cargada de varones. La poligamia era una situación
legalmente aceptada. En caso de esterilidad –siempre femenina–, uno de los
máximos oprobios, el marido podía tomar concubinas o procrear con las
esclavas y sirvientas. Esto, para los pudientes. Los pobres no podían aspirar a
mantener a más de dos mujeres.)
Y María sostuvo una larga conversación con Jesús –ajeno aún a su
divinidad–, pero salió de ella tal y como había entrado: sin una idea clara de lo
que le reservaba el destino.
El “jefe” de la familia fue rotundo: “Su deber estaba allí, en la casa de
Nazaret”. En consecuencia, poco había que hablar. “Estas cosas llegarán… de la
mano del Padre. No ha llegado mi hora.”
El trabajo que su Padre le había destinado marcaría su destino. De ahí no
había forma de moverlo. Si el Dios de los cielos le hubiera revelado que debía
casarse, Jesús lo habría hecho con toda felicidad. Ninguno de los dos estados le
repugnaba. Era soltero, pero sabía del peso y de la responsabilidad de una
familia. ¿A qué angustiarse con algo lejano? Para Él, solo existía el presente. El
futuro, el mañana, eran la voluntad del Padre.
Fue también a sus 20 años cuando Jesús conoció a los Zebedeo, la
próspera familia de Saidan. La Gran Inteligencia actuaba de nuevo… En esa
época Jesús recibiría una agradable sorpresa: una modesta cantidad de dinero,
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procedente de la venta de la casa de Nahum, última propiedad de José. El
inmueble había sido adquirido por un tal Zebedeo, dueño de uno de los
astilleros ubicados en las orillas del “yam”. A partir de entonces, las relaciones
entre Jesús, Zebedeo padre y los hijos de éste irían a más, desembocando en un
mutuo y entrañable cariño.
También en ese año, el ingreso de José, el tercero de los varones, en el
taller de carpintería mejoró la economía familiar. Finalizados sus estudios en la
sinagoga, fue a ocupar el puesto de aprendiz al lado de Santiago. Eran ya tres los
hombres que ganaban un salario en el hogar de Nazaret.
El siguiente año 15 de nuestra era llegó otorgándoles un período de paz y
de asentamiento. Jesús siguió al frente del almacén velando por la educación y
la seguridad de sus hermanos más pequeños. El único “lujo” en su veintiún
cumpleaños fue acompañar a José a la Ciudad Santa en la Pascua para su
“mayoría de edad ante la Ley”. Y allí, como en las anteriores ocasiones, fue a
celebrar la fiesta en la compañía de sus leales amigos de Betania.
En sus viajes a Jerusalén, Jesús aprovechó para conocer las aldeas y los
pueblos a ambos lados del río Jordán.
La familia y los íntimos de Jesús tuvieron acceso a sus pensamientos hasta
cierto punto. Entre los 20 y 21 años aproximadamente, la vida interior del futuro
rabí de Galilea fue experimentando una decisiva mutación. Los suyos lo
percibieron, aunque no con total claridad. Era “un pozo oscuro e inaccesible”.
Sólo hablaba de su Padre de los Cielos. Jesús, ¿el Hijo del Dios Vivo? Jamás le
oyeron hablar de ello. ¿Sus poderes? Ni los mencionó ni hizo uso de ellos.
Naturalmente que era diferente a los demás. Había algo en Él, sí, pero no
pudieron verlo.
Para una mayor comprensión, se relata a continuación el personal
testimonio del Maestro para comprender su forma de vivir y de actuar durante
los últimos tiempos en Nazaret.
Para empezar, “Jesús se encarnó en la Tierra con una doble-gran finalidad.
Él, como uno de los ‘Hijos’ de ese gran Dios o Padre Celeste, ya había conocido
la gloria de la divinidad. Pero quiso ‘descender’ hasta uno de los más primitivos
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niveles de las criaturas dotadas de voluntad. Él, como Soberano y Creador de
esas mismas criaturas (llamadas seres humanos), deseaba compartir su
existencia.
Para ello, el “mejor sistema” era hacerse hombre y vivir como tal. Y
lógicamente, para lograrlo en plenitud, este “Hijo” del Padre tuvo que renunciar
–durante muchos años– a su, digamos, “memoria celeste” y a su poder y
naturaleza divinos. En otras palabras: por expresa voluntad, Jesús nació, creció,
aprendió, sufrió y experimentó como cualquier individuo de la raza humana y
absolutamente ajeno a su verdadera identidad.
“Solo así –dijo– era posible que mi Padre reconociera mi absoluta
soberanía sobre mi universo.” Enigmáticas palabras…
Concluida esta experiencia en la Tierra –algo que, sorpresivamente para
nosotros, tuvo lugar en vísperas de su etapa de predicación–, Jesús podría haber
“vuelto” al Padre. Su misión, al parecer, se hallaba culminada. Había “conocido”
a los hombres y hubiera obtenido de pleno derecho la referida y misteriosa
entronización como Soberano.
Pero he aquí otro “mágico” aspecto de la encarnación del Hijo del
Hombre: sin saber lo que se pretendía del Él, esa Inteligencia Superior se había
encargado de mantener el fuego sagrado de un “ideal”: revelar la existencia de
ese Padre Dios a la humanidad.
He aquí la segunda gran finalidad de su “visita” a la tierra.
Durante muchos años, Jesús fue consciente de ese segundo “ideal”,
aunque ignoraba quién era en verdad y por qué había nacido. La vida, su
experiencia humana, debía transcurrir como algo normal. Y la prueba es que,
hasta mediados del año 25 de nuestra era, Jesús tuvo una única manifestación
de índole celeste y sobrenatural: a sus casi 13 años en su primera visita a
Jerusalén. En dicha ocasión, la Gran Inteligencia “despertó” en Él, la realidad de
un Padre de los Cielos. Ese “fuego” no se apagaría jamás.
Desde su juventud hasta el histórico retiro a las montañas del Hermón, en
el verano del año 25 (pasaje confundido por los evangelistas con el posterior
segundo retiro en el “desierto” de la actual Jordania), el proceso de “apertura” a
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la divinidad fue muy lento y gradual. A partir de la experiencia en las cumbres
del Hermón (actual sur del Líbano), ÉL SUPO QUIÉN ERA.
Sólo después del bautismo en las cercanías del río Jordán, en el año 26,
plenamente seguro de su poder e identidad divinos, empezó a aceptar, de sus
amigos y discípulos, el título de Señor e Hijo de Dios. En resumen: la
autoconciencia de su divinidad fue un lento, gradual y doloroso “parto” de 31
años de gestación.
Luego de este paréntesis, volvamos a Nazaret.
Cuando Jesús tenía 22 años, en el año 16 de nuestra era, Simón, recién
terminados sus estudios, se unió a su hermano Santiago en la cantera. Jesús,
siempre previsor, había manifestado en repetidas ocasiones la necesidad de
diversificar los oficios. De esta forma y de común acuerdo, José se había
responsabilizado del taller de carpintería y Santiago fue especializándose en la
piedra.
Los tiempos no eran tan buenos y en concreto para los carpinteros, y
Jesús convino que era más práctico e inteligente romper la tradición familiar. Él
siguió en el almacén de aprovisionamiento de caravanas. Se las ingenió para que
Santiago alternara la cantera con el almacén. Simón era un buen trabajador y no
tuvo problemas a la hora de sustituir a su hermano.
A finales de ese año, Jesús convocó a una reunión familiar. Él y Santiago,
que por aquel entonces contaba con 18 años, se entendían con la mirada. Y
Jesús, tomando como excusa las nuevas y apremiantes circunstancias
económicas, manifestó su irrevocable voluntad de trasladarse temporalmente a
la vecina Séforis, a poco más de una hora de Nazaret.
María fue dándose cuenta de que su Hijo, como “padre y jefe de la casa”
del fallecido José, tenía el tiempo contado. Jesús, adoptando un tono solemne,
declaró que, en su ausencia, Santiago ocuparía su lugar. A partir de ese
momento desempeñaría las funciones de “jefe segundo”. En verdad, desde el
día en que Jesús salió hacia Séforis, Santiago ocuparía su lugar. Todo cayó sobre
su exclusiva responsabilidad.
41
Y Jesús hizo prometer a sus hermanos (uno a uno) que le obedecerían y
respetarían en todo instante y circunstancia.
Jesús estuvo en Séforis seis meses, aunque visitó a la familia con
frecuencia. Tenía allí muy buenos contactos. Fue a trabajar como forjador, a la
fundición de metales.
Hasta ese año 16, Jesús había trabajado como carpintero, ebanista de
exteriores, jefe de un almacén de aprovisionamiento de caravanas, forjador y,
ocasionalmente como labrador, pescador en el “yam” e instructor y maestro
“particular” de sus hermanos.
Según manifestó a su vuelta, la experiencia en Séforis, ciudad de gentiles,
se hallaba cumplida. Y volvió para reanudar sus tareas en el almacén de
aprovisionamiento de caravanas. Y cumplió lo estipulado: Santiago siguió
ostentando la jefatura del hogar.
El amanecer del siguiente año 17 de nuestra era fue uno de los más
luminosos y esperanzadores para la familia. El desempleo se alejó de la aldea y
los jornales de los cuatro hijos mayores encauzaron la economía doméstica.
Miryam y Marta, la primera con la venta de la leche y la mantequilla y la
segunda ayudando a la madre en el telar, auparon la menguada talla de los
dineros. Más de un tercio del costo del almacén de aprovisionamiento se
hallaba satisfecho, y por primera vez en años, disponían de algunos ahorros.
Esto permitió a Jesús a acompañar a Simón, el cantero, a la fiesta de
Pascua. Como era habitual, eligió un viaje inédito: la Decápolis, Pella, la Gérasa
del sur, Filadelfia (actual Amán), Jesbón, Jericó y Jerusalén.
En este recorrido, atravesando las tierras del este del río Jordán, los
hermanos entablaron amistad con un hombre que, pocos meses después, se
convertiría en la cuarta “gran tentación de Jesús”.
El Hijo del Hombre, en cuanto hombre, fue tentado con proposiciones
muy seductoras a lo largo de su vida terrenal y tuvo que elegir.
Le fue ofrecida una “carrera”: una educación reinada en las escuelas
rabínicas de la Ciudad Santa.
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Pudo cubrirse de la dudosa gloria humana, participando en el movimiento
zelota.
Le fue dada la atractiva posibilidad de salir de la pobreza contrayendo
matrimonio con Rebeca.
El siguiente “canto de sirena” fue entonado por la cultura, para ser
exactos, por el señuelo de la enseñanza. A su paso por Filadelfia, Jesús y Simón
conocieron a un próspero y noble mercader de Damasco, dueño de
4000 camellos y ágil negociante, con intereses y mejores dineros repartidos por
todo el imperio. Se dirigía a Roma y, al ingresar en Jerusalén, invitó a Jesús a su
casa. La notable instrucción y saberes de aquel viajero cautivaron al Hijo del
Hombre. A su vez, el oriental recibió una fuerte impresión. Aquel galileo de
22 años destilaba “algo” especial. Y cuando Jesús se despedía, rumbo a Betania,
el banquero le ofreció un puesto en sus negocios de importación. Debería
acompañarlo a Damasco, y posteriormente por el resto del mundo conocido.
Jesús rechazó la oferta, escudándose en su familia.
Pero aquel mercader algún tiempo después volvería a la carga, con una
“tentación” de diferente corte.
Simón entró en la legalidad judía y por una semana él y su Hermano
disfrutaron de la libertad. Jerusalén, de fiesta, era un torbellino de lenguas,
colores y costumbres. Y Jesús se dejó llevar por el oleaje, participando en
decenas de cónclaves.
En uno de esas encuestas con gentiles y peregrinos, Jesús tropezó con un
griego en el espléndido palacio de los Asmoneos. El griego en cuestión, que
tenía por nombre Esteban, quedó conmocionado ante el estilo y las ideas de
Jesús. Y durante cuatro horas polemizaron sobre lo humano y lo divino. La
revolucionaria filosofía del Galileo acerca del Padre Azul lo dejó fuera de
combate. Nunca más volverían a verse ni saber el uno del otro. Sin embargo,
muy probablemente, aquel joven y fogoso griego pasaría a la historia como
aquel Esteban que sería lapidado a la puerta de Jerusalén hacia el año 36 de
nuestra era. Una muerte de la que nacería a la fe el célebre Saulo o Pablo de
Tarso, verdadero “fundador” del (mal llamado) cristianismo.
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El regreso a Nazaret transcurrió por nuevos escenarios: Lidda, la ruta de la
costa, Joppe y Cesarea y, rodeando el monte Carmelo, Akkó (Ptolemaida), hasta
la aldea. Así, Jesús conoció la Palestina al norte de Jerusalén.
Y el tímido salto a la cercana Séforis encontraría pronto su segundo
eslabón: Damasco. Jesús, jefe de una escuela de filosofía religiosa… Esta fue la
cuarta “gran tentación”.
Unas ocho semanas después de celebrar su cumpleaños 23, Jesús recibiría
una grata embajada. Un mensajero del rico comerciante de Damasco se
presentó en Nazaret con el encargo de invitar al jefe del almacén de
aprovisionamiento a trasladarse a la referida y próspera ciudad oriental.
María fue la única que se opuso. Pero el destino estaba trazado y el
Maestro partió. Su ausencia se prolongaría hasta los últimos meses de aquel
año 17.
¿Por qué aceptó Jesús? El mercader deseaba levantar en Damasco una
escuela filosófica capaz de hacer sombra a los prestigiosos centros de
Alejandría. Para ello, Jesús debía visitar los más nombrados foros culturales y
pedagógicos del orbe mediterráneo, bebiendo en la esencia de sus doctrinas y
enseñanza.
La seriedad del magno proyecto se vio refrendada por otros doce
banqueros, que se comprometieron a financiar la operación, siempre y cuando
Jesús se dignara a dirigirla.
Aquellos meses fueron peligrosos para Jesús. La tentación de enseñar y
difundir la cultura se hizo casi insoportable.
Finalmente desistió. Su acariciado “gran sueño” –revelar al mundo la
existencia de su Padre– apuntaba ya como un cegador amanecer. Trabajó en la
planificación del centro, ayudando a su amigo y benefactor. Tradujo numerosos
documentos y devoró todos los libros y manuscritos que cayeron en sus manos.
Y a punto de finalizar el año, ante el desconsuelo del mercader y de sus amigos,
emprendió el regreso a Nazaret. La tentación había sido vencida.
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Estos dos viajes fueron inmunizando a la familia, la cual empezó a intuir
que Nazaret era un “nido” extremadamente pequeño para la envergadura de
tan espléndida “águila dorada”. Sus “vuelos”, cada vez más altos y prolongados,
anunciaban un no muy lejano y definitivo éxodo. Y de acuerdo con la sabia
Naturaleza, ese despegue se forjó sin traumas y al compás del reloj de las
necesidades humanas.
En la primavera del año 18, una semana después de Pascua, un joven
judío residente en Alejandría visitó la casa de Nazaret, proponiendo “algo” que
el Maestro aceptó con placer: un cambio de impresiones con una selecta
representación de los sabios y rabinos que trabajaban en la referida metrópoli
egipcia.
Y en junio, a dos meses de su aniversario número 24, se sentó en Cesarea,
frente a cinco profesores. Las conversaciones giraron en torno a dos ideas y una
propuesta. Para aquellos judíos, Alejandría estaba llamada a ocupar el centro
cultural de mundo. Las corrientes helénicas imperaban en la cuenca
mediterránea, habiendo desbordado el pensamiento y la filosofía babilónicos.
En cuanto a la propuesta, fue para Jesús la atractiva “quinta tentación”:
Alejandría le ofertaba un puesto de profesor y ayudante del decano de la
sinagoga principal. Para ello, debería residir en Egipto.
Luego de la “cumbre”, Jesús meditó despacio y, tras “retirarse a consultar
con su Padre de los Cielos”, respondió a los embajadores de la cultura judía en
Alejandría: “Mi hora no ha llegado aún”.
Y confusos, antes de partir, trataron de compensar el tiempo perdido por
el Galileo con una suculenta bolsa. El Maestro la rechazó igualmente, diciendo:
“La casa de José nunca aceptó limosnas. No podemos comer el pan ajeno
mientras yo tenga buenos brazos y mis hermanos puedan trabajar”.
Los últimos seis meses de ese año 18 transcurrieron en paz. A fines de ese
año, Santiago conversó con Jesús acerca de su deseo de casarse. Y al saber el
nombre de su prometida, Esta, Jesús lo abrazó dichoso. Pero para obtener su
definitiva bendición, tuvieron que esperar dos años. Sabiendo que a José le
faltaban tres meses para cumplir los dieciocho años y que, en consecuencia,
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podría reemplazarlo en la dirección de los asuntos familiares, Jesús le exigió que
lo fuera preparando para tal menester. Esto estaba relacionado con la promesa
que se hizo Jesús a sus 16 años: esperar a que todos encauzaran su vida para
acometer su gran sueño.
Animada por esta situación, la hermana mayor, Miryam, se apresuró a
comunicar a Jesús que también ella estaba enamorada. Y Jesús le solicitó que su
futuro esposo se presentara ante Él para solicitarla oficialmente en matrimonio.
El novio, Jacobo, había conocido a Jesús desde que nació. Vivió a su lado día y
noche, pared con pared, compartiendo risas y lloros, juegos…, lo defendió y
protegió, se sentó a sus pies y aprendió, lo quería como a un hermano. Y Jacobo,
su mejor amigo y confidente, vestido de solemnidad, se presentó ante Jesús,
pero al momento le entró la risa. Contagiado, Jesús lo abrazó y lo llamó
“cuñado”. Doblados por las carcajadas, tuvieron que salir de la casa,
perseguidos a escobazos por su futura esposa y por la suegra… Pero Jesús les
anunció lo que ya sabían por Santiago: deberían esperar. Y Miryam se
comprometió a preparar a Marta, en lo referente a las tareas domésticas que
desempeñaba como hija mayor.
Un párrafo aparte merece la relación de Jesús con los niños. ¿Cómo era
“el tío Jesús” con ellos? Jugaba y tenía una especial debilidad por ellos. El
almacén de aprovisionamiento era llamado por los pequeños “la casa
encantada”. Jesús convirtió el recinto en un lugar mágico, abierto a las fantasías
infantiles. Sentía tal apego por ellos que, durante años, nada más abrir el
negocio, sacaba a la calle un laberinto de maderas, cestas y cuerdas en desuso. Y
como si de un rito se tratase, los niños acudían a las puertas, jugando y
fantaseando con los cachivaches. Cuando se cansaban, los más audaces
irrumpían en el interior y espiaban al “jefe”. Si adivinaban que no se hallaba
demasiado atareado, le tiraban de la túnica y entonaban la frase clave: “Tío
Jesús, sal y cuéntanos una historia”. Y allí estaba, sentado al pie del muro, con
los más “enanos” entre las rodillas y cercado por un enjambre de ávidos y
nerviosos soñadores… Aquellos cuentos e historias que gustaba contar Jesús
ocuparon muchos de sus ratos de ocio.
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Once años necesitó la familia para liquidar sus deudas. El “reflotamiento”
de la economía iniciado en el año 8 concluiría en el 19 de nuestra era. El
finiquito del pago del almacén de aprovisionamiento constituyó un alivio que
sólo aquellos que han enfrentado alguna vez la liquidación de un crédito, de una
hipoteca o de una compra “a plazos” podrían comprender en su justa medida.
La casa fue una fiesta. Los hermanos pequeños estaban a punto de concluir sus
estudios, todos gozaban de una excelente salud, en las arcas sonaban algunos
ahorros, el trabajo seguía alimentando sueños y un par de parejas alegraban las
ilusiones de María. Las bodas quedaron definitivamente fijadas para finales del
año 20.
Tres meses después del feliz y doble compromiso matrimonial, Jesús
invitó a su hermano más pequeño, Judá, a conocer Ciudad Santa. A mediados de
ese año 19, Judá cumpliría 14 años. Y fieles a la costumbre, para Pascua, se
pusieron en camino hacia Jerusalén. Nada más llegar allí, Jesús condujo a Judá al
Templo. Y se encontraron con Lázaro de Betania. Se entretuvieron conversando,
no prestando demasiada atención al eufórico y deslumbrado rebelde… El caso
es que en las inmediaciones del atrio de los Gentiles estaba apostado uno de los
romanos de guardia. Éste, al parecer, según Judá, gastó algunas palabras de mal
gusto al paso de una muchacha judía. La reacción de Judá no se hizo esperar.
Con la insolencia que lo distinguía, increpó al mercenario diciéndole de todo.
Jesús y Lázaro se acercaron para detener a Judá y calmar la cólera del soldado.
Pero, el mal estaba hecho y Judá fue detenido en el acto. Para colmo de males,
en lugar de guardar silencio, Judá se encaró nuevamente con el centinela,
manifestando con rabia sus sentimientos patrióticos y tachando a Roma de
“ramera”. Allí terminó la disputa. Ambos fueron detenidos y conducidos a las
mazmorras de la fortaleza Antonia. Jesús no quiso separarse de su hermano e
intentó acelerar el interrogatorio de Judá. Sus buenas palabras no sirvieron de
mucho. Y se vieron obligados a “celebrar” la cena de Pascua a pan y agua en los
mugrientos y húmedos calabozos de Antonia…
Al segundo día, Jesús, en representación de Judá, fue conducido a la
presencia del magistrado y sometido a interrogatorio. Ofreció toda clase de
disculpas, invocando en su defensa la extrema juventud del muchacho y el
innegable carácter provocativo del incidente. El juez romano aceptó los
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razonables argumentos. Y al ponerlos en libertad, advirtió a Jesús: “Debes vigilar
a tu hermano. Su ciego comportamiento puede ocasionar nuevos y muy graves
trastornos”. Y no estaba equivocado…
Judá no pudo asistir a su mayoría legal, pero lo hizo algunos años después
cuando se alistó en el movimiento zelota, y como pronosticó aquel magistrado,
Judá, irreflexivo, ególatra y violento, proseguiría su carrera de desmanes,
haciendo temblar las cuadernas de la casa.
La visita del Maestro en la primavera del año 19 a Jerusalén sería la última
de esa naturaleza, marcando el comienzo de la definitiva ruptura del Hijo del
Hombre con los lazos de la sangre y de la carne. El destino acampaba ya detrás
de las colinas de Nazaret, dispuesto a reclamar lo que era suyo.
El año 20 de nuestra era marcaría un hito en la carrera humana del Hijo
del Hombre: su cumpleaños 26 sería el último a celebrar en Nazaret. Jesús se
disponía a cambiar de lugar de residencia, de trabajo, de amigos y de proyectos.
La paciencia, el sometimiento a sus obligaciones familiares y, en definitiva, a su
Padre Celeste dieron sus frutos apetecidos: sus hermanos gobernaban ya sus
propias vidas y el rumbo del hogar paterno. En consecuencia, su presencia no
era imprescindible. Y el Destino llamó a su puerta. Consciente de su próxima
partida, dedicó buena parte de aquel año a largas e intensas conversaciones con
cada uno de los miembros del clan. Y poco a poco los fue preparando para algo
que era un secreto a voces. Su madre, María, que seguía sin entender el extraño
y blasfemo ideal de revelar al mundo la realidad de un Padre Dios, fue la que
más padeció con su decisión.
Y la vida tendió una alfombra roja a las puertas de la aldea: las saneadas
finanzas de la familia se vieron súbitamente bendecidas por el regalo del padre
de Esta: Santiago y su prometida recibieron, en concepto de dote, una
confortable casa a las afueras del poblado. Jacobo y Miryam, por su parte,
resolvieron la cuestión sin merma alguna para las arcas familiares: fallecido el
progenitor del albañil, antiguo socio de José, la pareja decidió instalarse en la
vivienda contigua a la de María. Respecto a Judá, “la oveja negra de la familia”
que se negaba a trabajar, era mentiroso, ladrón, egoísta y descarado, peleador y
pendenciero, enrareció tanto el clima familiar que Santiago, jefe de la familia,
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llegó a proponer su definitiva expulsión. Pero Jesús no lo consintió. Y pidió a sus
hermanos que “sean pacientes y consecuentes en sus propias vidas, para que,
de esa forma, Judá pudiera reconocer el camino de la honradez”. Y con
sinsabores, Jesús finalmente logró su propósito: luego de varios encuentros y
conversaciones, Judá le confesó que quería ser pescador. Y Jesús, de inmediato,
lo acompañó hasta la ciudad costera de Migdal, al servicio de uno de sus tíos,
dueño de una pequeña flota pesquera. La decisión resultó providencial y, a
partir de ese momento, el estilo del joven cambió radicalmente.
En noviembre de ese año 20, tras el feliz y doble acontecimiento de las
bodas de sus hermanos, Judá sostuvo una sincera conversación con José, el
flamante nuevo jefe de la familia, que le prometió cumplir con su deber. Y así
fue. La felicidad entró a raudales en la numerosa y asentada prole de José, el
contratista de obras. Y el Destino tocó en el hombro del Maestro. Su hora
estaba próxima.
Al día siguiente de las bodas, Jesús llamó al almacén a Santiago y le hizo
una innecesaria confidencia: se disponía a dejarlos. La alegría se mezcló con la
tristeza. Con su habitual generosidad, Jesús cedió la propiedad del negocio a
Santiago, designándolo “jefe protector de la casa de su padre”. A manera de
compensación, pidió a Santiago que, a partir de su marcha, corriera con la total
responsabilidad de las finanzas de la familia, descargándolo así a Jesús de dicho
compromiso. “En la medida en que sea posible –añadió–, seguiré enviándote
una ayuda mensual…, hasta que llegue mi hora. Emplea esos fondos como
estimes conveniente.”
La decisión de cortar la última amarra fue como morir un poco.
Y una lluviosa mañana de enero del año 21 de nuestra era, a sus 26 años,
tras besar a su madre, se perdió en el camino de Caná. La Gran Inteligencia –su
Padre Azul– acababa de abrir las puertas de su penúltima etapa en la tierra:
cuatro intensos, radiantes y viajeros años.
LOS GRANDES VIAJES DE JESUS, EL SUEÑO DE SU VIDA
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Corría el año 21 de nuestra era cuando Jesús partió de Nazaret. Contaba
27 años.
Durante el primer año, tras despedirse de su familia, se embarcó en una
apasionante gira por el Mediterráneo y parte de Oriente. Y, siempre de
incógnito –no había llegado su hora–, tras visitar Joppe y Cesarea, se dirigió por
mar hacia la ciudad egipcia de Alejandría. Allí permaneció un tiempo. Consultó
la célebre biblioteca y contempló las pirámides… una imagen desconocida de
Jesús, al pie de las imponentes construcciones faraónicas.
De Alejandría navegó hacia Creta y de allí a Cirene y Cartago. Jesús se
mezcló con los hombres. Los observó y aprendió de ellos. Otro gran misterio
para la mente humana. ¿Cómo un Dios puede aprender de sus criaturas?
De Cartago puso rumbo a la isla de Malta. De allí a Siracusa, en Sicilia.
Después, Messana (actual Messina) y, por mar, alcanzó las costas de la actual
Italia. Visitó Capua y, tomando la llamada Via Apia, entró en Roma, la capital del
imperio. Y durante la estancia en la Roma del emperador Tiberio, el Maestro
disfrutó también de los juegos y de la belleza de la Ciudad Eterna. Allí escuchó a
los más insignes filósofos de la época y, siempre de incógnito, adelantó parte de
su mensaje. Un mensaje que causó sensación, pero nadie supo quién era aquel
brillante orador…
De Roma, Jesús de Nazaret se dirigió a Tarento. Y de aquí prosiguió hasta
Corinto y Atenas. En la capital de la ciencia y el arte, el Maestro siguió
escuchando y observando. E hizo una advertencia clave: “La ciencia –afirmó–
nunca podrá demostrar la existencia del alma”.
Y los griegos, como los romanos, se preguntaron: “¿Quién es este sabio?”.
A esta etapa siguieron las de Éfeso, Rodas y Chipre. En esta última isla
Jesús habló por primera vez de la mente humana, siempre subordinada a lo que
definió como la “chispa” divina: una especie de “miniporción” de la sustancia
del buen Dios. Algo así como una “trillonésima” parte de su corazón, enviada y
regalada a cada ser humano del tiempo y del espacio en el instante en que el
hombre es capaz de tomar su primera decisión moral, aproximadamente a los
cinco años de vida. Otro profundo enigma…
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Y de pronto, la aventura del Maestro por el Mediterráneo cambió de
rumbo. De Chipre navegó a la ciudad siria de Antioquía y, desde allí, se adentró
en el Oriente. Visitó Sidón, Damasco, Ur de Caldea, Babilonia, Susa y Charax.
Finalmente regresó a Nazaret.
Más tarde, cuando Jesús estuvo a punto de cumplir 29 años, emprendió
una segunda y no menos fascinante gira. Desde Jerusalén hasta el remoto lago
Urmia en la región suroriental del actual mar Caspio, el punto más alejado al
cual llegó el Maestro. No es cierto, por tanto, que Jesús alcanzara la India o las
tierras de la actual Cachemira.
JASÓN Y ELISEO, LOS DOS NUEVOS MENSAJEROS DE JESÚS DE NAZARET
Al regresar de sus viajes por el mundo conocido, en agosto del año 25,
Jesús de Nazaret se retiró durante cinco semanas al pie de las nieves perpetuas
del monte Hermón.
Jasón y Eliseo, los dos nuevos mensajeros que acompañaron al Nazareno
con el fin de dar testimonio sobre quién era Él y sobre lo que deseaba su Padre
Celestial, se encontraron con Él en las laderas del monte Hermón. Y así lo
hicieron durante toda su vida de predicación, hasta su muerte y resurrección.
Cuando ambos llegaron a la cercanía del lugar, el Maestro se les adelantó
y salió a su encuentro pletórico de alegría y, abriendo sus brazos, estrechó a
cada uno de ellos diciéndoles: “¡Amigos! ¡Queridos amigos…! ¡Al fin!”.
Los contempló unos segundos y, acogiéndolos con una radiante e
interminable sonrisa, exclamó: “Sé que estáis aquí por la voluntad de mi
Padre…”.
El campamento se hallaba a 2000 metros de altura. Se trataba de una
meseta ovalada, de unos 100 metros de diámetro, cubierta por una alfombra de
hierba y cercada por los abundantes cedros del lugar.
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A un costado, Jesús levantó una pequeña tienda de dos aguas, armada,
como la de sus amigos, con negras y embreadas pieles de cabra.
Luego de un refrescante baño en la piscina natural entre las dos cascadas,
Eliseo se dirigió al Maestro preguntándole: “Señor, ¿qué haces aquí?”.
El Galileo no respondió y continuó con los ojos cerrados, ajeno a todo.
Jasón, creyendo que Él no deseaba hablar, fulminó con la mirada a Eliseo. Éste,
desolado, bajó la cabeza.
“No, Jasón –intervino el Maestro–, no reprendas a tu hermano porque,
como tú, ansía la verdad…”
Jasón quedó desconcertado. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía “ver” o “leer”
en los corazones? Si tenía los ojos cerrados, ¿cómo pudo…?
Jesús lo miró y le dijo: “Porque ahora, querido Jasón, finalmente, he
recuperado lo que es mío…”. Y volviéndose a Eliseo, sonriente, añadió: “Amigo…
haces bien en preguntar. Para eso estáis aquí. Para contar y dar fe de lo que soy
y de lo que desea mi Padre… Vuestro Padre…”.
“¿Has venido al Hermón para buscar algo que habías perdido?”
“Excelente pregunta, Eliseo… Recuérdamela después de la cena…”
Concluida la cena, allí, tendría lugar la primera de una serie de
conversaciones con el Hijo del Hombre. A excepción de la última semana, cada
jornada, a la misma hora, como algo minuciosamente “programado”, el Maestro
habló, abriendo mentes y corazones.
A pesar de los muchos apuntes y notas, tomados siempre tras las
animadas tertulias y en el silencio de la tienda, algunas de sus ideas y palabras,
muy probablemente, se perdieron. Pero ha quedado lo fundamental. Las
claves…
Una advertencia de Jasón: “Aunque he procurado reunir por capítulos los
asuntos de mayor calado, las intensas charlas no siempre fueron monográficas.
Como es lógico y natural, dependiendo de las circunstancias, saltábamos de un
52
tema a otro. No obstante, para una mayor claridad, he buscado un cierto orden,
un hilo conductor…”.
Dicho esto, prosigamos.
El primero en hablar fue Él.
“Mis queridos ‘ángeles’… No os rindáis… ¡Ánimo!... Ni vosotros mismos
sois conscientes de la trascendencia de vuestro trabajo…”
“Mi Padre sabe… Llegará el día, gracias a vosotros y a otro ‘mensajero’, en
que mis palabras y mi obra refrescarán la memoria del mundo. Gracias por
adelantado…”
“¿Otro mensajero?”
El Maestro, sonriente, asintió con la cabeza. Pero los dejó en el aire2.
“Señor –terció Eliseo–, contéstanos ahora. Lo prometiste. ¿Qué es lo que
has perdido en estas montañas? ¿Por qué dices que has venido a recuperar lo
que es tuyo?”
“Hijo mío, lo que voy a comunicarte no es de fácil comprensión para la
limitada y torpe naturaleza humana. Sois los más pequeños de mi reino y
entiendo que tu mente se resista. Pero, en breve, cuando llegue mi hora, lo
comprenderás.”
Y desviando la mirada hacia Jasón, insistió: “Entonces, sólo entonces,
estaréis en condición de entenderlo. Ahora, por el momento, escuchad y
confiad…”.
“¡Confiamos, Señor! –dijo Eliseo–… ¡Tú lo sabes!”
“De acuerdo con la voluntad de mi Padre, ha llegado el momento de
restablecer en mí mismo la auténtica identidad del Hijo el Hombre. Mi
verdadera memoria, voluntariamente eclipsada durante esta encarnación, ha
vuelto a mí… Y con ella, mi ‘otro espíritu’…”
2 El Maestro se refería al hombre que recibiría toda la información de Jasón y Eliseo, quien la reescribiría
textualmente en idioma español, para su publicación y divulgación. (Nota de la autora).
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Y durante un largo rato descendió a los detalles informando del porqué de
su presencia en este mundo.
Según dijo, ésa era la voluntad de su querido Ab-bá, su Padre Celestial. Él,
como Hijo de Dios, debía vivir, conocer y experimentar de cerca la existencia
terrenal de sus propias criaturas. Eso era lo establecido. Ese requisito resultaba
vital e imprescindible para alcanzar la absoluta y definitiva soberanía como
Creador de su universo… Ése, en suma, era el precio para lograr la definitiva
entronización como rey de su propia creación.
Y advirtiendo la perplejidad de ambos, recalcó: “No os atormentéis…
Estáis en el principio de una larga travesía hacia el Padre. Ahora debe bastaros
con mi palabra”.
“Entonces, si no he comprendido mal –terció Eliseo–, tú eres un Dios…
‘camuflado’...”
El Maestro rió con ganas.
“¿Un Dios escondido?... Sí, de momento…”. Le guiñó un ojo y añadió: “Y
os diré más. Aunque tampoco es fácil de asimilar, de acuerdo con los designios
de Ab-bá, otro de los objetivos de esta experiencia humana consiste en ‘vivir’ la
fe y la confianza que yo mismo, como Creador, solicito de mis hijos respecto a
ese magnífico Padre”. Y subrayó con énfasis: “Vivir la fe y la confianza…”.
“Pero, no comprendo, ¿es que tú no tienes fe?”
La risa lo dobló de nuevo y, cuando acertó a recuperarse, aclaró: “Mi
querido ‘ángel’…, yo soy la fe. Pero aun así, conviene que sea probado”.
“Una experiencia… –musitó para sí Eliseo–. Tu encarnación en este
planeta obedece a eso, a la necesidad de experimentar…”
“Es el plan divino. Sólo así puedo llegar a ser íntima y realmente
misericordioso.”
“A juzgar por lo visto y oído –comentó Jasón– muy poco de lo dicho y
escrito tiene que ver con la verdad… Si no he comprendido mal, tú, Señor, no
estás aquí para redimir a nadie…”.
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Jesús negó con la cabeza y afirmó: “En su momento lo escuchaste del
propio Hijo glorificado: el Padre no es un juez. El Padre no lleva esa clase de
cuentas. ¿Por qué exigir responsabilidades a unas criaturas que no tienen culpa?
Cada uno responde por sus propios errores…”.
“Eso sí tiene sentido”, sentenció Eliseo.
Y Jesús, señalándolos con el dedo, remachó: “Estad, pues, atentos y
cumplid vuestra misión: debéis ser fieles mensajeros de cuanto digo. Que el
mundo, vuestro mundo, no se confunda”.
“Conocer de cerca a tus criaturas. Vivir y experimentar en la carne. Pero,
Maestro, ¿qué puedes aprender de nosotros?... ¿Qué hay de bueno en unos
seres tan mezquinos, brutales, necios, primitivos?...”
“¡Dios!”
“¿Dios?”
“Así es –explicó Jesús–. Ésa es otra de las razones, la gran razón, por la
que he descendido hasta vosotros. Revelar a Ab-bá. Recordar a éstas, y a todas
las criaturas de mi reino, que el Padre reside, per-so-nal-men-te, en cada ser
humano.”
Eliseo no se percató en ese momento de la importancia de la
revolucionaria afirmación del Galileo. Y se desvió.
“¿Otras criaturas?”
Jesús, sonriendo con benevolencia, asintió de nuevo con la cabeza.
“Pero, ¿cómo otras criaturas? ¿Dónde?”
“Querido e impulsivo niño… Acabo de decírtelo: estás en los comienzos de
una venturosa carrera hacia el Padre. Algún día lo verás con tus propios ojos. La
creación es vida. No reduzcas al Padre a las cortas fronteras de tu percepción. Y
te diré más: la generosidad de Ab-bá es tan inconmensurable que nunca,
¡nunca!, alcanzarás a conocer sus límites.”
“¿Estás diciendo –manifestó Eliseo con incredulidad– que ahí fuera hay
vida inteligente?”
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“Mírame… ¿Me consideras inteligente?”
Eliseo, aturdido, balbuceó un “sí”.
“Pues yo, hijo mío, procedo de ‘ahí afuera’, como tú dices…”
Eliseo cayó en un profundo mutismo. Jasón aprovechó el silencio y
preguntó: “Tu reino… ¿dónde está? ¿En qué consiste?”.
Jesús extendió los brazos. Abrió las palmas de las manos y lo miró feliz.
“Aquí mismo…”
Después, levantando el rostro hacia la apretada Vía Láctea, añadió: “Ahí
mismo…”.
“El universo, ¿es tu reino?”
“No, querido Jasón –dijo con aquella infinita paciencia–, los universos
tienen sus propios creadores. El mío es uno de ellos…”
“Eso tiene gracia –reaccionó Eliseo–. Tú, Señor, no eres el único Dios…”
“Te lo repito una vez más: la pequeña llama de tu entendimiento acaba de
ser encendida. No pretendas iluminar con ella la totalidad de lo creado. Date
tiempo, querido ángel…”
“¡Muchos Dioses!...Y tú, ¿eres grande o pequeñito?”
“En los reinos de mi Padre, querido ‘pinche’, no hay grandes ni
pequeñitos… El amor no distingue. No mide.”
“Señor, hay algo que no sé…”
“¡Por fin! –interrumpió Jesús a Jasón–- ¡Por fin alguien reconoce que no
sabe!”
“Esas criaturas, las que dices que también forman tu reino, ¿son como
nosotros? ¿Necesitan igualmente que les recuerdes quién es el Padre?”
“Toda la creación vive para alcanzar y conocer a Ab-bá. Ésa es la única, la
sublime, la gran meta… Algunos, como vosotros, están aún en el principio del
principio. Ellos, no lo dudéis, están pendientes de este pequeño y perdido
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mundo. Lo que aquí está a punto de suceder los llenará de orgullo y de
esperanza…”
Extrañas y misteriosas palabras.
“¿Y por qué nosotros? –atacó de nuevo Eliseo–. ¿Por qué has elegido este
remoto planeta?”.
“Eso obedece a los designios del Padre…, y a los míos, como Creador. En
su momento te hablaré de las desdichas de este agitado y confundido mundo.
Nada, en la creación, es fruto del azar o de la improvisación…”
Eliseo volvió a interrumpirlo, cortando lo que, sin duda, podía haber sido
una gran revelación. Pero Jasón no lo olvidó.
“Entonces, Señor, tú vas por tu reino, por tu universo, revelando al
Padre… ¿Ése es tu trabajo?”
La capacidad de asombro de aquel Hombre no parecía tener límite. Abrió
los luminosos ojos y, conmovido, replicó: “Sí y no… Entrar a formar parte de la
vida de mis criaturas, como te dije, es una exigencia para todo Hijo Creador.
Antes de esta encarnación, por ejemplo, yo he sido ángel. Y también me he
sometido voluntariamente a la naturaleza de otros seres a mi servicio. Otros
seres que tú, ahora, ni siquiera imaginas…”.
“¿Tú has sido ángel?... Pero, ¿cómo?”
“Hijo mío, ¿puedes explicar a los hombres de este tiempo de dónde
vienes y cómo lo haces?”
Eliseo negó con la cabeza.
“Pues bien, deja que el conocimiento y la revelación lleguen a su debido
tiempo. Disfruta de la maravillosa aventura de la ascensión hacia el Padre. Nada
quedará oculto…, pero ten fe. Aguarda confiado.”
Y agregó: “Dime: ¿crees en lo que digo?”.
Jasón se unió a la rotunda afirmación de Eliseo: “Absolutamente,
Señor…”.
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“Entonces, dejadme hacer. Mi Padre ‘sabe’. No lo olvidéis...”
“Ahora lo entiendo –susurró Eliseo, el ‘pinche’–, ahora lo entiendo…”.
Señaló las desdibujadas nieves del Hermón y proclamó triunfante: “Ha llegado
tu hora… El Creador ha recuperado lo que es suyo. Ahora sabe quién es. Aquí y
ahora se ha hecho el milagro. Jesús de Nazaret, el hombre, es consciente, al fin,
de su verdadera naturaleza divina…”.
“Hijo mío, eres afortunado… Es mi Padre quien habla por ti”.
Y Jasón y Eliseo fueron testigos de excepción del “gran cambio”…
En esas fechas, agosto del año 25, en la montaña santa, el Hijo del
Hombre, arrastrado por el Destino, “despertó”. Durante años, no supo quién era
en realidad. Él mismo, antes de su encarnación, se impuso esta condición. Sólo
así, con esa generosa renuncia, fue posible vivir, sufrir y experimentar, en
definitiva, la naturaleza humana. Y la lucha se prolongó, feroz, hasta ese mes de
agosto, cuando el Maestro estaba punto de cumplir 31 años…
¡Estaban en la presencia de un Dios! Sin embargo, no eran capaces de
distinguir la frontera entre lo puramente humano y lo divino. Un misterio.
Y otro dato más, oído de sus propios labios: justo en esos días, durante la
estancia en el Hermón, una vez asumida la genuina naturaleza divina, el
Maestro pudo haber abandonado el mundo de su encarnación.
Eliseo, pasmado, preguntó: “¿Qué dices? ¿Hablas en serio?”.
Naturalmente. A pesar de sus continuas bromas, el Maestro siempre
hablaba en serio.
“Mi trabajo –manifestó– ha sido culminado. He cumplido la voluntad del
Padre. Ahora conozco al hombre. De haber regresado a mi lugar habría recibido
la soberanía que me pertenece. Pero…” Hizo una pausa. Los miró con ternura y
añadió: “Pero me he sometido al Padre…”.
“¿Y qué ha dicho ‘el Jefe’…? ¿‘El Barbas’?...”
“¿El Jefe? ¿El Barbas?”, preguntó entre risas el Galileo.
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“El Padre… Tú me entiendes, Señor… Yo, al Padre, me lo imagino así…, con
barbas.”
“¿Y por qué con barbas?”
“Si es lo que dices, Señor, tiene que ser muy viejo… ¿Qué ha dicho?”
“Que mañana será otro día…, querido ‘pinche’. El ‘Barbas’ dice que es
hora de descansar. Para hablar de Él necesitamos tiempo. Mucho tiempo…”
PRIMERA SEMANA EN EL HERMÓN
A la mañana siguiente, al despertar, el Maestro no se hallaba en el
campamento. Frente a la tienda, dentro de una escudilla de madera, escrito con
un tizón, se leía: “Estoy con el ‘Barbas’. Regresaré al atardecer”.
Y así ocurrió a lo largo de aquellas semanas en el Hermón. Desayunaba
algo y, feliz, tomaba el rumbo hacia los ventisqueros. Poco antes del ocaso, lo
veían retornar y, siempre, siempre, aparecía alegre, renovado, casi
transfigurado… ¿Explicación? Ab-bá. Según Él, ese tiempo de íntima comunión
con su Padre Celestial era esencial. En varias oportunidades, obedeciendo sus
deseos, Jasón y Eliseo tuvieron ocasión de acompañarlo. Y descubrieron algunas
nuevas facetas de aquel increíble Hombre…
En cuanto al día a día, fue simple y espartano. Atendían los modestos
quehaceres domésticos, se relajaban en la “piscina” o caminaban por los
alrededores disfrutando de la magnífica naturaleza. Jasón, además, se ocupaba
del repaso de sus notas. Y en el ocaso, el instante culminante: el retorno de
Jesús de Nazaret. Después, tras la cena, las ansiadas tertulias…
Aquel martes, 21 de agosto, sería diferente…
Jasón, de pronto, revisando apuntes y memoria, cayó en la cuenta… Buscó
a Eliseo y, alborozado, anunció: “¿Sabes qué día es hoy?”.
“¿De qué tiempo? ¿Del nuestro o del actual?”, replicó burlón Eliseo.
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Jasón le mostró uno de los pergaminos y Eliseo leyó: “Veintiuno de
agosto. ¿Y qué?”.
“¿No lo recuerdas? Hoy es su cumpleaños. Su cumpleaños… Y hace… Creo
que treinta y uno… ¿Se te ocurre algo?”
“Puede ser…”, fue la lacónica respuesta de Eliseo.
Hacia la “décima” (las cuatro), puntual, Jesús de Nazaret irrumpió en el
campamento. Desde la espesura, venía cantando. Soltó el caldero que portaba.
Eliseo, curioso, se asomó al recipiente de hierro. ¡Nieve!
“Regalo del Jefe –intervino el Galileo–. Hoy, queridos ángeles, es un día
señalado…”
Jasón y Eliseo se miraron. Éste, comprendiendo, respondió con una rápida
sonrisa y un guiño. Algo estaba maquinando…
“¿Qué tramáis?”
“Nada, Señor…, cosas de ángeles…”
Mientras desplumaban unos patos sentados junto al fuego, Jesús les dijo
que escucharan con atención.
Según sus palabras, de acuerdo con los planes divinos, el hecho físico de la
experiencia humana se hallaba “limitado” por una serie de “condiciones”,
absolutamente inviolables. Estas “prohibiciones” –autoimpuestas por el propio
Jesús de Nazaret durante su estancia en el Hermón– resultaban casi de sentido
común…
En primer lugar el Hombre-Dios no debería dejar escrito alguno. Escritos –
entendieron sus amigos– de su puño y letra. De ningún tipo. Llevaba razón. Si el
Maestro hubiera puesto por escrito su doctrina y filosofía, los seguidores, muy
probablemente, habrían convertido semejante tesoro en un “artículo” de
veneración y, lo que podía ser más lamentable, en un motivo de permanentes
disputas e interpretaciones de todo tipo.
En segundo lugar –por sentido común– el Hijo del Hombre tomaría otra
no menos importante decisión: su imagen, su figura, no podría ser dibujada por
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manos humanas. (Cuando algunos, en su vida pública, trataron de retratarlo, Él
siempre se opuso.) Por el mismo motivo: esas pinturas podrían causar
problemas, en especial de índole idolátrica. Su imagen sí quedaría en este
mundo, pero “confeccionada” por otras manos…, y algo más.
Como decía con regularidad, “quien tenga oídos…”.
La tercera “autolimitación”, la decisión de no contraer matrimonio y no
dejar descendencia, formaba parte también de la rígida “normativa” divina. Eso
–dijo– era lo aconsejado por su Padre. Y como Creador no podía infringir la ley.
Eso era lo dispuesto, incluso antes de su encarnación. Ese era el “orden”
establecido por lo Alto. ¿Qué se supone que habría ocurrido con unos hijos,
nietos, etc., del Hijo del Hombre?
Jasón no dejó pasar la ocasión para preguntar: “Señor, ¿significa esto que
prefieres el celibato al matrimonio?”.
“Sabes que no he dicho eso. Y sé igualmente por qué lo planteas. Pues
toma buena nota: el matrimonio es tan digno como la decisión de permanecer
célibe. En el reino de mi Padre no hay matrimonios, tal y como vosotros lo
entendéis. Pero eso no importa ahora. Aquí, en la fraternidad humana, tanto
uno como otro tiene su papel y su justificación. Pero, ¡ojo, mi querido
‘mensajero’!, transmite bien mis palabras… Ningún célibe deberá considerarse
superior, ni más capacitado, a la hora de pregonar o practicar mi mensaje…”
Y añadió rotundo y sin contemplaciones: “Buscar al ‘Barbas’, y hacer su
voluntad, no depende de la categoría social, de las riquezas y, mucho menos, del
estado civil. Y te diré más: ni siquiera está sujeto a la inteligencia… El gran
secreto de la existencia humana, descubrir al ‘Jefe’, sólo puede ser desvelado
con la voluntad. Si lo deseas, sólo si lo deseas, hallarás al Padre y habrás
triunfado en la vida…”.
El Maestro, atravesando el pato con un largo palo, lo sometió al fuego,
flameándolo y purificándolo. Y con la vista fija en las llamas, dijo: “Queridos
hijos… ¿veis las lenguas de fuego?... pues ése, en cierto modo, es el trabajo que
le aguarda al Hijo del Hombre…”.
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Eliseo, con una broma, le dijo: “¡Bombero! ¿Piensas ejercer como la
‘militia vigilum’?”.
Jesús, atónito, echó a reír. Y de pronto… “¡El pato, Señor!”, gritó Jasón.
El sufrido pato ardía por los cuatro costados…
“¿Será posible?”
El Galileo, desconcertado, intentó apagar las llamas. Y lo logró, claro. Pero
el pobre pato, negro y humeante, estaba en las últimas.
“¿Será posible? –repitió Jesús mirando la carbonizada cena–. ¡Vaya Dios
más torpe!”
Eliseo, desconsolado, pidió disculpas: “¡Perdón Señor!..., ¡Perdón!”.
Y el Maestro, en otro ataque de risa, le exigió: “¡No, por favor!… ¡No más
perdón!... ¡Sólo nos queda un pato!”.
Así era aquel maravilloso Hombre…
Cuando los ánimos se calmaron, el rabí, absolutamente perdido,
preguntó: “¿Por dónde iba?”.
“Por los bomberos…”, terció Eliseo.
Imposible. Las carcajadas se hicieron dueñas y señoras del campamento.
“Queridos hijos –respiró al fin el Maestro–, ¿sabéis qué es lo más
hermoso y reconfortante de la risa? Lo más atractivo del sentido del humor es
que sólo es practicado por gente segura y confiada… ¿Sabéis que el humor es un
invento del Padre?”
“Entonces –proclamó Eliseo–, el Jefe se ríe…”
“Sobre todo cuando el hombre piensa…”
“Señor –intervino Jasón–, ¿por qué decías que tu trabajo es similar al de
las lenguas de fuego?”
“El Hijo del Hombre –retomó agradecido– ha venido también para sanear
la memoria humana. Ahora, no por vuestra culpa, se halla enferma. Dominada
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por la oscuridad. Sujeta al error y a la desesperación. Yo soy el fuego que
purifica. Yo os traigo la esperanza. Yo os anuncio que, a pesar de las apariencias,
todo está por estrenar. Dios, el Padre está por ‘estrenar’… Hoy, queridos
ángeles, como os dije, es un día especial… Ataquemos… ¡El pato es nuestro!
Después seguiremos con el ‘Barbas’…”
El Maestro se esmeró: pato asado con una jugosa salsa a base de cebolla
rallada, ajo machacado, dos o tres buenos pellizcos de jengibre, pimienta en
abundancia, sal y aceite. Y sin dejar de canturrear, pinceló el ánade por dentro y
por fuera, dorándolo despacio.
Después, fruta picada, ligeramente emborrachada con “arac” y vino
helado, cuidadosamente enterrado en la nieve del Hermón.
Al final, un brindis. El Maestro alzó la humilde copa de madera. Repasó las
estrellas y, descendiendo feliz a los corazones de sus “mensajeros”, pronunció
una de sus palabras favoritas: “¡Lehaim!”.
“Lehaim!”, replicaron al unísono sus amigos.
“¡Por la vida!”, repitió con voz imperativa.
Eliseo se levantó y, en silencio, se perdió en el interior de la tienda. Jesús,
impasible, continuó con la vista anclada en el tumultuoso firmamento.
Eliseo reapareció con las manos a la espalda y se plantó frente al rabí,
sonriente. Jesús lo miró curioso y desvió la vista interrogando a Jasón sin
palabras.
Ceremonioso, Eliseo fue a mostrarle lo que había ido a buscar. Y al
entregárselo, exclamó despacio y solemne: “¡Felicidades!... Un regalo de otro
mundo para el Señor de todos los mundos…”.
El Maestro, sorprendido y sonriente, tomó el vástago de olivo y replicó:
“¡Gracias!... ¡Gracias!”.
Y levantándose, tras observar el retoño celosamente conservado, colocó
su mano derecha sobre el hombro de Eliseo, exclamando complacido: “Un
regalo de otro mundo para el Señor de todos los mundos… No podías definirlo
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mejor… Lo plantaremos como símbolo de la paz… La paz interior: la más
ardua…”.
Acto seguido se retiró a su tienda para guardar el vástago. Y regresó,
aproximándose a las llamas. Los miró en silencio, serio, pero sus ojos hablaron.
Fue un “discurso” breve y elocuente. Su mirada era de amor y comprensión.
Parpadeó, relajó los corazones con una amplia y sostenida sonrisa y,
dulcemente, dijo: “Hoy, en mi cumpleaños número 31 en esta forma humana,
voy a pedir al Padre que os convierta en mis primeros discípulos… Y quiero
hacerlo solemnemente… Como corresponde a unos auténticos embajadores y
mensajeros…”.
Levantó los brazos y fue a depositar sus manos sobre sus cabezas. Fue
instantáneo. Una especie de frío, una llamarada helada los recorrió en décimas
de segundo. Aquella mano era y no era humana…
Guardó silencio. Después, con gran voz, prosiguió: “¡Padre!... ¡Ellos son
los primeros!... ¡Protégelos!... ¡Guíalos!... ¡Dales tu bendición!...”.
Entonces, intensificando la presión de las manos, añadió solemne y
vibrante: “¡Ellos, al buscarme, ya te han encontrado! ¡Bendito seas, Ab-bá, mi
querido ‘papá’…!”.
Nuevo silencio.
Y el Maestro, retirando las manos, los atravesó con la mirada. Aquellos
ojos eran y no eran humanos…
“Mis queridos ángeles… ¡Bienvenidos!... ¡Bienvenidos a la vida!...
¡Bienvenidos al reino! Y recordadlo siempre: este ‘viaje’ hacia el Padre no tiene
retorno…”
Acto seguido, uno por uno, los abrazó. Fue un abrazo sólido.
Incuestionable. Prolongado. Un abrazo que ratificó la inesperada y cálida
“consagración”. ¡Sus primeros embajadores! ¿Y por qué no? Ambos eran
observadores, sí, pero observadores “atrapados” por un Dios.
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Jasón, personalmente, se sitió feliz y agradecido. Continuó con su trabajo
como siempre, manteniéndose en la sombra, a cierta distancia, pero, en lo más
íntimo, compartiendo y aprendiendo.
Jesús de Nazaret llenó de nuevo las copas, y entusiasmado, gritó: “¡Por el
‘Barbas’! ¡Por Ab-bá!”.
Arrojó una carga de leña al fuego, se sentó frente a las llamas y entró en
su materia favorita: el Padre.
“¿Dónde estábamos?”
“Decías que tu trabajo ha sido culminado –recordó Eliseo–. Decías que
ahora que conoces al hombre, que podías regresar, si lo desearas, y asumir la
soberanía de tu universo… Decías también que, sin embargo, habías optado por
someterte a la voluntad del Jefe… Y yo te pregunté: ¿y qué ha dicho?”
“En palabras simples: que siga con vosotros, que cumpla el segundo gran
objetivo de esta experiencia humana… ¡Que os hable de Él!... ¡Que encienda la
luz de la verdad!”
“Señor, si vas a hablarnos del Padre –intervino Jasón– bueno será que lo
definas, que nos digas qué o quién es… No olvides que en el fondo, somos
hombres escépticos… ignorantes…”
“Eso, sí, querido Jasón… Pero no te alarmes. Ignorancia y escepticismo
tienen arreglo. Recuerda: para dar sentido a la vida, para saber quién eres, qué
haces aquí y qué te aguarda tras la muerte, sólo precisas de la voluntad. Si
quieres, puedes ‘saber’… Y ahora vayamos con tu pregunta.”
“Recordad siempre –arrancó con un preámbulo decisivo– que, en el
futuro, cuando llegue mi hora, hablaré como educador. Ése será mi papel. En
consecuencia, tomad mis palabras como una aproximación a la realidad… ¿Por
qué digo esto? Sencillamente, porque lo finito, vosotros, no puede entender,
abarcar o hacer suyo lo infinito. Y eso es Ab-bá: una luz, una presencia
espiritual, una realidad infinita que, de momento, no está al alcance de las
criaturas materiales… Pero lo estará.”
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“¡Una luz! –comentó Eliseo intrigado–. ¡Una energía que, obviamente,
piensa!”
“Obviamente…”
“¡Lástima! –lamentó Eliseo– … Lo de ‘Barbas’ me gustaba…”
El Maestro negó con la cabeza. Y corrigió a Eliseo.
“No, mi querido ángel. Eso está bien. ¿Por qué crees que utilizo la palabra
‘Padre’? Porque lo es. El Jefe, como tú lo llamas, y muy acertadamente, por
cierto, no tiene un cuerpo físico y material… Pero es una persona. Es un Ab-bá,
en el sentido literal de la expresión. Él es el principio, el generador, la fuente, el
que sostiene la Creación. Podéis imaginarlo como queráis. Podéis definirlo como
gustéis. Y yo os digo que siempre os quedaréis cortos…”
“¿Una persona?”, intervino Jasón. No entendía… una persona sin cuerpo…
“Es lógico que te lo preguntes. Mis pequeñas y humildes criaturas del
tiempo y del espacio, las más limitadas, tienen dificultad para imaginar una
personalidad que carezca de soporte físico visible. Pero yo te digo que la
personalidad, incluso en vuestro caso, es independiente de la materia donde
habita. Más adelante, cuando sigáis ascendiendo hacia el Padre, tu
personalidad, Jasón, continuará viva. Más viva que nunca, a pesar de haber
perdido el cuerpo que ahora tienes. Serán tu mente y espíritu quienes forjarán y
sujetarán esa personalidad. Así, de hecho, ocurre ahora mismo.”
Sonrió e hizo otra revelación.
“Es pronto para que lo entendáis con plenitud, pero en verdad os digo que
la personalidad humana no es otra cosa que la sombre del Padre, proyectada en
los universos. El problema, insisto, está en vuestra finitud. Estudiando esa
‘sombra’ jamás llegaréis a descubrir al ‘propietario’ y causante de la misma.”
Quedaron en silencio, pensativos. Tenía razón. Si alguien pretendiera
estudiar a un ser humano a través de su sombra, sencillamente, perdería el
tiempo…
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“Pero no os desaniméis. Todo en su momento. Llegará el día en que
estaréis en la presencia de Ab-bá. Entonces, sólo entonces, empezaréis a
comprender y a comprenderlo. Si Él careciese de esa personalidad, el gran
objetivo de todos los seres vivientes sería estéril. Es su personalidad, a pesar de
la infinitud, lo que hace el ‘milagro’… Al igual que un padre y un hijo se aman y
comprenden, así sucede con el gran Padre y todos sus hijos… Él es persona.
Vosotros sois personas. Pero como os digo, dejad que se cumplan los designios
de Ab-bá…”
“¿Sus designios? –clamó Eliseo contrariado–. ¿Y por qué no habla con más
claridad? ¿Qué quiere?”
“En primer lugar –replicó el Maestro al instante–, que sepáis que existe,
que sepáis que existe. Para eso estoy aquí. Para revelar al mundo que Ab-bá no
es un bello sueño de la filosofía. ¡Existe!”
Hizo una pausa, alzó la voz y repitió, haciendo retroceder cualquier
vestigio de escepticismo: “¡Existe!”.
“En segundo lugar, el Padre, tu Padre, desea que lo busques, que lo
encuentres…”
“¿Cómo, Señor? Tú mismo acabas de reconocerlo… Somos finitos,
limitados, lo último de lo último… Parece que el Jefe se descuidó al pensar en
nosotros…”
El Maestro acogió la broma con dulzura.
“No, querido ‘pinche’. En el reino de Ab-bá no hay descuidos. Todo se
halla minuciosamente planificado. Y, aunque no lo creas, vosotros sois y
seguiréis siendo la admiración de los universos.”
“¿Nosotros?”
“Imagina, ¿por qué?... Vosotros, lo más denso y limitado, poseéis algo de
lo que no disfrutan otras criaturas, creadas en perfección: tenéis la maravillosa
virtud de ascender y progresar…, sin saber, sin haber visto. Tenéis la envidiable
capacidad de creer, de confiar…, sin pruebas.”
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“Exageras…”
“No, no exagero. Y ése es el ‘cómo’. Ésa es la respuesta a tu pregunta. Al
Padre, de momento, sólo puedes buscarlo con la ayuda de tu confianza. Ése es
el plan. Eso es lo establecido. Progresar. Progresar. Progresar…”
“¿Aquí, en este basurero?”
“Aquí, en este atormentado mundo –corrigió el Maestro–, y en los que te
reservo después y siempre. Ya me has oído. Para llegar a la presencia de Ab-bá,
primero debes recorrer un largo, muy largo camino. Ése es el objetivo. Ésa es la
única razón de tu existencia: una aventura fascinante…”
“Un largo camino… Muchos, en nuestro mundo, piensan que el ‘Barbas’
los estará esperando al otro lado de la muerte…”
Jesús, divertido, escuchaba los razonamientos de Eliseo.
“… Dicen y creen que los justos serán recibidos de inmediato en su
presencia. Tú, en cambio, hablas de un largo recorrido…”
En esos instantes –¿casualidad?– una enorme y hermosa mariposa,
atraída por la luz de la fogata, fue a posarse en el extremo de la rama con la que
jugueteaba el Maestro. Y Jesús, aludiendo a la bella mariposa, respondió así:
“Dime, querido ángel, ¿crees que esa criatura está en condiciones de
comprender que un Dios, su Dios, la está sosteniendo?”.
“No, Señor. Hay demasiada distancia…”
Jesús, agitando el palo, la obligó a volar.
“Tú lo has dicho. Hay demasiada distancia… Pues bien, lo que ahora te
separa de Ab-bá es infinitamente mayor… Si un mortal fuera transportado, tras
la muerte, ante la presencia del Padre, en verdad te digo que reaccionaría como
esa mariposa. No sabría, no tendría conciencia de dónde está ni de quién lo
sostiene… –Y añadió feliz–: Afortunadamente, vosotros sois mucho más que una
mariposa. Y podéis estar seguros de lo que afirmo: llegará el día, cuando hayáis
crecido espiritualmente, cuando hayáis progresado, que veréis al Jefe y
comprenderéis.”
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“Pero –preguntó Eliseo–, ¿tan grande es?”
“No hay palabras, querido ‘pinche’. Sostiene y contempla los universos en
el hueco de su mano. Es todo presente, pero está en el futuro. Es el único santo,
porque es perfecto. Es indivisible y, no obstante, se multiplica sin cesar. Él te
imagina, y apareces…”
“Hermoso, muy hermoso –comentó Eliseo para sí–, pero la ciencia…”
El Maestro le salió al paso con contundencia: “No te equivoques… Ni la
ciencia ni la razón ni tampoco la filosofía podrán demostrar jamás la existencia
del Padre”.
Eliseo le miró perplejo. Y el rabí, penetrando en sus pensamientos,
sentenció: “Tu Jefe es más listo, imaginativo y amoroso de lo que supones. Él no
está a merced de hipótesis o postulados. Él solo está a merced del corazón…”.
Entonces, señalando el revoloteo de la mariposa, afirmó: “En eso le lleváis
ventaja… Vosotros sí podéis experimentar a Dios”. Y mirando intensamente a
sus dos embajadores, remachó: “He dicho experimentar, no demostrar… En esa
búsqueda, cuando el hombre persigue y ansía a Dios, su alma, al encontrarlo,
nota, percibe, experimenta su presencia. Eso es suficiente…, por ahora”.
“¿Experimentar al Padre? Y eso, ¿cómo se hace?, ¿cómo se sabe?”
“No has escuchado mis palabras, querido ‘pinche’. Cuando un ser humano
‘toca’ al Padre, cuando Él te ‘toca’, el alma se pone en pie. Es una sensación
única. Clamorosa. Y una magnífica seguridad te acompaña de por vida… Pero
ese benéfico sentimiento es personal e intransferible. Es difícil de explicar, pero
tan real como la visita de la ternura, de la compasión o de la alegría.”
Y volviéndose a Jasón, le dijo: “Por eso, Jasón, porque se trata siempre de
una experiencia, de un sentimiento personal, no escribas para convencer. Hazlo
para insinuar. Para ayudar, para iluminar… No ‘vendas’, querido ángel. No grites
el nombre del Padre. No obligues. No discutas. Cada cual, según lo establecido,
recibirá el ‘toque’ a su debido tiempo. No hay prisa. Ab-bá sabe. Ab-bá reparte”.
“Un Dios sin prisas –terció Eliseo–. Eso me gusta…”
“Un Dios amor que ya está en ti…”
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Y el Maestro, dirigiendo la vara hacia Eliseo, fue a tocar su pecho. Éste,
sorprendido, bajó la cabeza, observando el punto señalado por el Galileo.
“¿El Jefazo está aquí?”
“¿No me crees? Escucha atentamente. Escuchad los dos… Lo que ahora os
anuncio formará parte del mensaje cuando llegue mi hora. Pues bien, yo os digo
que el Padre ya está en vosotros…”
“Sí –concedió Jasón–, hace un momento lo has invocado. Has sido muy
generoso al convertirnos en tus embajadores.”
“No –se apresuró en corregirlo–, eso ha sido una consagración formal.
Pero Ab-bá ya estaba en vuestras mentes.”
“Claro –terció Eliseo–, muchas veces hemos pensado en Él.”
“No comprendéis. Os estoy hablando de uno de los grandes misterios de
la Creación. El Padre, en su infinita Misericordia, en su indescriptible amor, hace
tiempo que se instaló en vosotros…”
Jesús notó la confusión en sus amigos y profundizó: “Cada criatura del
tiempo y del espacio recibe una diminuta fracción de la esencia divina. El Padre,
como os dije, aunque único e indivisible, se fracciona y os busca. Se instala en
cada uno de vosotros, los más pequeños del reino”.
“¿Se trata de una parábola?”, preguntó Eliseo.
“No, Jasón, esto es real. Y no me preguntes cómo lo hace porque nadie lo
sabe. Es una de sus grandes prerrogativas. Él, así, ‘sabe’. Él, así, ‘está’. Él, así, se
comunica con la creación y se hace uno con cada mortal inteligente.”
“Pero, ¿cómo es eso?, ¿cómo un Dios puede habitar en mi interior?”
El Maestro se limitó a remover las brasas, levantando un fugaz
chisporroteo. Después, llamando la atención de Jasón y Eliseo, prosiguió: “¿Veis
las chispas?... Pues en verdad os digo que algo similar sucede con el Padre. Una
‘chispa’ divina, una parte de Él mismo, vuela hasta cada criatura y la hace
inmortal. A esto, justamente, he venido. A revelar al mundo que sois hijos de un
Dios… Y lo sois por derecho propio”.
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“Pero, Señor, yo no percibo nada raro… Si el Jefazo estuviera en mi
interior, tendría que notarlo.”
“Lo percibes, querido ‘pinche’, lo percibes… El problema es que, hasta
ahora, no lo sabías. Podías intuirlo, pero nadie te lo había confirmado.”
“¿Lo percibo? ¿Tú crees?...”
“Te diré algo. ¿Qué opinas de esa bella mariposa? ¿Por qué se siente
atraída por la luz?”
“Eso es algo instintivo…”
“Correcto. Ella no es consciente, pero ‘algo’ la empuja…” Jasón y Eliseo
asintieron en silencio.
“Pues bien, con vosotros, los humanos, ocurre lo mismo. ‘Algo’ que no
podéis, que no sabéis definir, os impulsa a pensar en Dios. ‘Algo’ desconocido os
proporciona la capacidad intelectual suficiente como para plantearos el
problema de la divinidad. ‘Algo’ sutil os arrastra hacia el misterio de Dios. Nadie
se ve libre de esas inquietudes. Tarde o temprano, en mayor o menor medida,
todos se hacen las mismas preguntas: ‘¿quién soy yo?, ¿existe Dios?, ¿qué
quiere de mí? ¿por qué estoy aquí?’”
Jesús volvió a remover las llamas con el palo y una nueva columna de
chispas se agitó nuevamente.
“¿Nunca has percibido esa inquietud?”
Eliseo reconoció que sí. Muchas veces…
“Ahora lo sabes. Ese impulso, esa necesidad de conocer, de saber de Dios,
está animado por la ‘chispa’ que te habita. Esa ‘presencia’ del Jefe en tu interior
es la que verdaderamente te hace distinto. La que te inquieta. La que
perfecciona y corrige tus pensamientos. La que, a veces, oyes en voz baja. La
que siempre tiene razón. La que, en definitiva, ‘tira’ de ti hacia Él.”
“Y la mariposa, Señor, ¿también es habitada por el ‘Barbas’?”
Jesús, soltando una carcajada, negó con la cabeza. Eliseo, sin embargo,
hablaba en serio.
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“No, querido niño… Te lo he dicho. Vosotros sois mucho más que una
mariposa. Los animales se mueven por instinto. En ocasiones pueden demostrar
sentimientos, pero ninguno, jamás, se plantea la necesidad de buscar a Dios. Ni
siquiera tienen conciencia de sí mismos. La ‘chispa’ del Padre, como te dije, es
un reglo exclusivo a los humanos…” Eliseo, inquieto, lo interrumpió.
“¿Y tus ángeles? ¿Reciben también la ‘chispa’ del Jefe?”
“No, querido… No me escuchas cuando hablo. Esa magnífica y divina
presencia del Creador os alcanza únicamente a vosotros, las criaturas del tiempo
y del espacio. Las más humildes…”
“¡Qué lujo! ¿Y por qué nosotros?”
“Eso lo irás comprendiendo poco a poco, conforme asciendas… el Padre es
así: un padrazo…”
Y entonces, dirigiéndose a Jasón, comentó: “Estás muy callado…”.
“Es demasiado para mi torpe y corto conocimiento, Señor… Pero, ya que
lo planteas, dime: ¿tiene esa ‘chispa’ algo que ver con la famosa frase…?”
El Maestro no le dejó concluir.
“Sí, Jasón… ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’.”
“Ahora lo entiendo –clamó Eliseo–, ahora lo entiendo…” El rabí sonrió
satisfecho. Y manifestó: “Tú, mi querido ‘pinche’, eres igual a Dios porque lo
llevas en lo más profundo. Y no son meras palabras… Tú eres su imagen. Más
aún: ¡tú eres Dios!”.
“Yo, Señor, solo soy un pobre…”
“Y yo te digo que no.”
“¡Y yo te digo que sí!”
“¡Que no!”
“¡Que sí!”
Jasón terció conciliador: “¡Haya paz!...”.
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“Bueno –admitió Eliseo–, si tú lo dices…”
“Lo digo y lo mantengo. Y te diré más: algún día, ‘trabajarás’ a su lado,
creando y sosteniendo…, como Él.”
“¿Yo, un Jefazo?”
“¿Por qué crees que Ab-bá ha pensado en ti?”
“Buena pregunta –intervino Jasón–, ¿por qué, Señor?”
“Porque el amor no es posesivo. El amor del Padre, como la luz, sólo se
mueve en una dirección: hacia adelante. Él, aunque ahora no podáis
comprenderlo, os necesita. Él será Él cuando toda su creación sea Él.”
“Veamos si te he comprendido. ¿Estás insinuando que el ser humano es
inmortal?”
Jesús sonrió, pícaro. Y exclamó rotundo, sin contemplaciones. Con una
seguridad, que los dejó como estatuas: “No insinúo… ¡Afirmo!... ¡Sois
inmortales! Así lo ha querido el Padre. Estoy aquí para revelar al Padre. Para
decirle al confuso y confundido hombre que la esperanza existe… ¡Que sois hijos
de un Dios! ¡Que habéis sido elegidos por el infinito amor de Ab-bá! ¡Que estáis,
simplemente, en el principio!”. Y más sereno, añadió: “… Si Él no os hubiera
hecho inmortales…, todo esto sí sería una burla. Un trágica burla…”.
“Entonces –intervino Jasón–, eso de ganar o merecer el cielo…”
El Maestro le miró sin pestañear. Y solemne, pronunció una sola palabra:
“Mattenah”.
¡Un “regalo”! Eso significaba “mattenah”.
Y simulando que no había comprendido, Jasón repitió: “¿Un regalo? ¿La
inmortalidad es un regalo?”.
“Si, Jasón. Y recuerda bien el término que he utilizado. Recuérdalo y
escríbelo. El hombre debe saber que es inmortal por expreso deseo de mi Padre.
Haga lo que haga o diga lo que diga…” Jesús volvió a adivinar sus pensamientos.
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“De eso no os preocupéis. Ésa es otra historia. Para los que hacen daño o,
sencillamente, se equivocan, hay otros procedimientos… En verdad os digo que
nadie escapa al amor de Ab-bá. Tarde o temprano, hasta los más inicuos son
‘tocados’…”
“Pero, Señor –se desbordó Eliseo–, ¡eso que dices es magnífico!”
“No, muchacho, ¡el Padre es magnífico! ¡Es tu Padre el verdaderamente
grande y generoso!”
“¿De verdad es tan grande?”
Jesús abrió los brazos y gritó a las estrellas: “¡Tan inmenso que se pone en
pie en lo más pequeño!”.
Eliseo, entonces, exaltado, alzándose, exclamó: “¡Pues viva la madre que
lo parió!”. Y feliz añadió: “¿Sabes una cosa? Aunque fuera más pequeño,
también me caería bien…”.
Y antes de que el Maestro saliera de su asombro, se aferró a sus mangas
y, tirando de Él, lo apremió: “¡Vamos, Señor!... ¡Salgamos de aquí!... ¡Todo el
mundo debe saberlo!... ¡Vamos!”.
Después de calmarlo y serenarlo, el Galileo, echando mano de una
familiar frase, aclaró: “Deja que el Padre señale mi hora… De todas formas,
gracias. Ya veo que has comprendido…, y mucho más… ¿Percibes o no percibes
la ‘chispa’?”.
Jasón, sin poder contenerse, dijo: “Señor, ese nuevo Dios, ese magnífico
Padre…, no va a gustar a tu pueblo”.
“No he venido a imponer. Sólo a revelar. A recordar cuál es el verdadero
rostro de Dios y cuál la auténtica condición humana. Mi mensaje es claro y fácil
de entender: Ab-bá es un Padre entrañable, amoroso, que no precisa de leyes
escritas, ni tampoco de prohibiciones. El que lo descubre sabe qué hacer… Sabe
que todo consiste en amar y servir, empezando por el prójimo. ¿Sabéis por qué?
¿Sabéis por qué se debe auxiliar y querer a vuestros semejantes?”
“¿Por ética?”, replicó Eliseo.
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“No.”
“¿Por solidaridad?”, aventuró Jasón.
“No.”
“¿Por lógica?”, apuntó Eliseo, no muy seguro.
“Por sentido común –manifestó el Galileo con naturalidad–. ¿Recordáis la
‘chispa’ divina? Pensad… Si Ab-bá es el Padre de todos los seres humanos, si Él
reside en cada hombre, si Él os imagina y aparecéis, ¿qué sois en realidad?”
“Hermanos… en la fe”, replicó Eliseo.
“No. No sois hermanos en la fe. ¡Sois hermanos… físicamente! ¡Sois
iguales!”
Y aclaró: “Segunda parte del mensaje del Hijo del Hombre: si Ab-bá es
vuestro Padre, el mundo es una familia. Por eso debéis amaros y ayudaros. Por
sentido común. Todos tenéis el mismo destino: llegar a Él”.
“Lo dicho, Señor –intervino Jasón con desaliento–, eso no va a gustar.
Ricos y pobres… ¿iguales? ¿Esclavos y dueños? ¿Necios y sabios? ¿Judíos y
gentiles?”
“¿Y qué dices, Señor, de ese nuevo rostro del Padre? ¿Un Dios amoroso? –
añadió Eliseo–. A las castas sacerdotales no les gustará…”
“Acabo de manifestarlo. El Hijo del Hombre no viene a imponer. Sólo a
inspirar. Mi trabajo no consiste en demoler, sino en insinuar. Yo soy la verdad y
todo aquél que oiga mi palabra será tocado y removido. Dejad que la ‘chispa’
interior haga el resto…”
“Pero Yavé no es Ab-bá. Yavé castiga, persigue…”
“Os lo repito. Dejad que se cumplan los planes del Padre. Tienes razón, mi
querido ‘pinche’. Yavé no es Ab-bá, pero ha cumplido con lo dispuesto: el
hombre respeta la Ley. Ahora es el turno de la revelación. Por encima de la Ley
está siempre la verdad. Y la verdad es sólo una: sois hijos de un Dios-Amor.”
75
Desde ese instante Jasón y Eliseo supieron también el porqué del trágico
final de aquel extraordinario Hombre. Su filosofía, su mensaje, eran
revolucionarios. Peligrosamente revolucionarios…
“Dejad que la ‘chispa’ interior haga el resto –murmuró Eliseo–. No sabía
que el Jefazo trabajase…”
“¿Qué pensabas? ¿Creías que esa presencia divina era un adorno?”
“¿Y qué hace?”
“Te lo dije: ‘tira’ de ti… Esa misteriosa criatura se ocupa, entre otras cosas,
de preparar tu alma para la vida futura, para la verdadera vida. En cierto modo,
te entrena…”
“Pues yo no me entero.”
“Es lógico. El Jefazo es muy silencioso. Tampoco le gustan los gritos. Se
limita a pulir y rectificar tus pensamientos. Pero lo hace en la sombra de tu
mente. Escondido. Casi prisionero.”
“¿Y cómo puedo ayudarlo?” Jesús sonrió complacido.
“Ahora lo haces. Basta con tu buena voluntad. Basta con el deseo de
querer, de prosperar en conocimientos, de aceptar que Ab-bá es tu Padre. Él,
poco a poco, estrechará esa comunicación. Y llegará el día en que no precise de
símbolos para decirte: ‘¡Ánimo! Estoy aquí. Escucha mi voz. Sube. Búscame…’.”
“Pero Señor, no entiendo… –acotó Eliseo–. El Jefazo debería ser más claro.
¿Por qué no habla un poco más alto?”
¡Cómo disfrutaba el Maestro con aquellas preguntas de Eliseo!
“No quiere y no debe. Además, tú mandas…”
“¿Yo mando?”
“Así es. Eso es lo establecido. Te pondré un ejemplo: tu mente es un
navío; Ab-bá, la ‘chispa’ interior, el piloto, y tu voluntad, el capitán. Tú
mandas…”
“¿Un navegante?”
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“¡El mejor! ¡Lástima que no os dejáis guiar por Él! Con frecuencia, su
rumbo es alterado por vuestra torpe naturaleza humana y, sobre todo, por los
miedos, ideas preconcebidas y el qué dirán…”
“¡Los miedos! –exclamó Eliseo convencido–. ¡Cuánta razón tienes! ¿Por
qué el hombre siente tanto miedo?”
“Muy simple. Porque no sabe, no es consciente de cuanto os estoy
revelando. El día que despierte, y no os quepa duda de que lo hará, y
comprenda que es hijo de un Dios, que es inmortal y que está condenado a ser
feliz, ese día, mis queridos ángeles, el mundo será diferente. El ser humano sólo
tendrá un temor: a no parecerse a Él… Pero ese ‘miedo’ también desaparecerá.
La ‘chispa’ lo sofocará.”
“Veamos –intervino Jasón sin demasiada seguridad–, si no he
comprendido mal, el buen gobierno de esa ‘chispa’ interior no depende de lo
que uno crea o deje de creer, sino de la voluntad, del deseo de hallar al Padre.
¿Me equivoco?”
“No, Jasón. Has hablado acertadamente. El éxito de mi Padre está
íntimamente asociado a tu poder de decisión. Si tú confías, Él gana. Poco
importa lo que creas. Si lo buscas, si lo persigues, la ‘chispa’ controla el rumbo. Y
tú, poco a poco, te vas haciendo uno con ‘ella’.”
Jesús guardó silencio. Sus palabras eran hermosas, esperanzadoras, pero,
a veces, de difícil comprensión.
“Os diré un secreto…”
Agitó de nuevo las llamas, y con una elocuencia estremecedora, afirmó:
“Observad la madera. Se hace uno con el fuego y ambos, sin remedio,
ascienden. Al fin son verdaderamente libres… ¡Mirad!”.
Y señaló la temblorosa espiral de humo, escapando hacia la noche.
“¡Mirad bien! Ahora, fuego y madera son uno… ¿Me habéis
comprendido?”
“Por supuesto…”
77
“Pues bien, éste es el secreto. El hombre, la madera, que consigue
identificarse, hacerse uno con Ab-bá, el fuego… ¡no morirá! Su envoltura mortal
será consumida por la ‘chispa’, por el Amor, y no necesitará ser resucitado…”
Eliseo intervino con una cuestión que había quedado rezagada: “¿Por qué,
al mencionar la ‘chispa’ la has llamado ‘misteriosa criatura’?”.
“Porque lo es… Recordad la mariposa… Por mucho empeño que pongáis
no os entenderá. Si le dices quién eres, ni siquiera te escuchará. Tu pregunta,
querido ‘Elisha’ (Eliseo), me coloca en la misma situación. Aunque te revelara la
verdadera naturaleza de esa ‘chispa’… no comprenderías. Admite, pues, mi
palabra.”
Eliseo, asintiendo con la cabeza, lo animó.
“La presencia divina que te habita es una luz, un destello del Padre… con
su propia personalidad. Es, por tanto, una criatura, aunque desgajada del
Creador. Y no preguntes más… Te lo dije: también Ab-bá tiene sus secretos…”
“¿Y cuándo se instala en el ser humano?”
“Eso depende de Él… Pero, generalmente, cuando el niño es capaz de
tomar su primera decisión moral.”
“¿Y lo acompaña hasta la muerte?”
“Y más allá de la muerte. Recuerda, sois inmortales. El Padre, cuando da,
no lo hace a medias…”
Eliseo quedó pensativo. Jesús lo observó y, sorprendiéndolos, dijo: “Dilo…
Ésa es una buena pregunta…”. Eliseo, descompuesto, balbuceó: “Pero, ¿cómo lo
haces? ¿Cómo sabes lo que estoy pensando?”. El Maestro señaló las cumbres
nevadas del Hermón y recordó: “Ha llegado mi hora. Tú lo sabes. Aquí y ahora
he recuperado lo que es mío…”.
“Pregunta. ¿Qué sucede con la ‘chispa’ cuando alguien mata a su hermano
o se suicida?”
“Eso… –esbozó Eliseo nervioso–, ¿qué pasa con la ‘criatura’ (‘la chispa’) si
termino con una vida?”
78
“Lo más triste y lamentable, querido ángel, no es únicamente que atentes
contra la vida, patrimonio exclusivo de la divinidad, sino que, súbitamente, sin
previo aviso, suspendes la labor de la ‘chispa’. Literalmente, la dejas huérfana…”
“En otras palabras: una patada en el trasero del Jefe…”
“Correcto –rió Jesús– … admitiendo que el ‘Barbas’ tenga trasero.”
“Con una acción así se demora, no se suspende, la escalada hacia el Padre.
Dejadme que insista: sois inmortales. Nadie puede privaros de esa herencia. Ab-
bá os la ha entregado por adelantado.”
“¡Inmortales!”
“Sí, Jasón… como suena. Ése es mi mensaje. A eso vengo… ¿Te parece
importante?”
“Para gente como yo –respondió Jasón– perdida y sin horizonte, lo más
importante… Está bien, Señor. Te hemos entendido. Todo consiste en descubrir,
en buscar al Jefe. Pero, ¿qué más?, ¿cómo lo materializo?”
El Maestro pronunció la frase clave: “Abandónate en sus manos”.
“¿Nada más?”, preguntó atónito Jasón.
“Nada más. Eso es todo.”
El Maestro tenía esa virtud. Hacía fácil lo difícil. Y se apresuró a vaciar las
dudas.
“Él se ha sometido a tu voluntad. Él está en tu interior, humilde, silencioso
y pendiente de tus deseos de prosperar mental y espiritualmente. Haz tú lo
mismo. Entrégate e Él. No seas tonto y aprovecha: abandónate en sus manos.
Deja que se haga su voluntad. Os haré otra revelación… Yo conozco al Padre.
Vosotros todavía no… Os hablo, pues, con la verdad. ¿Sabéis cuál es el mejor
regalo que podéis hacerle?”
Sus amigos se miraron. Ni idea…
79
“El más exquisito, el más singular y acertado obsequio que la criatura
humana puede presentar al Jefe es hacer su voluntad. Nada lo conmueve más.
Nada resulta más rentable…”
“¿Quieres decir que debemos negarnos a nosotros mismos?”, preguntó
confundido Eliseo.
“No, yo no he dicho eso. Hacer la voluntad del Padre no significa
esclavitud ni renuncia. Tus ideas son tuyas. También tus iniciativas y decisiones.
Hacer la voluntad de Ab-bá es confiar. Es un estilo de vida. Es saber y aceptar
que estás en sus manos. Que Él dispone. Qué Él dirige. Que Él cuida.”
“Entiendo. Estás diciendo: ‘Es mi voluntad que se haga su voluntad’.”
“Exacto, Jasón. Tú lo has dicho. Cuando un hijo adopta esa suprema y
sublime decisión, el salto hacia la fusión con la ‘chispa’ interior es gigantesco.
Ésa es la clave. A partir de ahí, nada es igual. La vida cambia. Todo cambia. Y el
Jefe responde…”
Jesús inspiró profundamente. Y dijo algo que jamás olvidarían. Algo que,
poco a poco, irían verificando.
“El Padre responde y una fuerza benéfica, arrolladora, se pone al servicio
de aquella criatura. Cuando el hombre dice: ‘Estoy en tus manos’, lo da todo. Y
Ab-bá convierte a ese hijo en un gigante. Ni él mismo llega a reconocerse. Es
mucho más de lo que aparentemente es.”
“¿Una fuerza arrolladora?”
“Sí, Jasón… Ese hombre, el que decide hacer la voluntad del Padre, se
llena. Hasta sus más pequeños deseos se ven cumplidos. Sencillamente, como
os he dicho, despierta a la gloria y al Amor de Ab-bá. Es el gran hallazgo. Su vida,
a partir de ahí, es una continua y gratificante sorpresa. Es el principio de la más
fascinante de las aventuras…”
“Ponerse en sus manos, hacer la voluntad de Ab-bá significa, además
saber. Obtener respuestas… Por ejemplo, ¿quién soy? En ese momento es fácil.
Eres un hijo del Amor. Un ‘regalo’ del Jefe. Un ser inmortal. Una criatura nacida
en lo más bajo… destinada a lo más alto. Un hombre que empieza a correr. A
80
correr hacia Él. Por ejemplo: ¿qué hago aquí? Al descubrir al Padre también es
fácil… Estás en este mundo para VIVIR.”
Jesús señaló a Jasón y prosiguió: “Escríbelo con mayúsculas… VIVIR… No
he dicho vivir, tal y como vosotros lo entendéis. Si el Padre os ha puesto aquí es
por algo realmente interesante… Interesante para vosotros. Escuchadme: ¡sois
inmortales! Ahora os encontráis sujetos en esta envoltura carnal pero, en breve,
cuando entréis en los mundos que os tengo reservados, este cuerpo sólo será un
recuerdo. Un recuerdo cada vez más difuso… ¡VIVID, pues, la presente
experiencia! ¡VIVID con intensidad! ¡VIVID con amor! ¡Con sentido común! ¡Con
alegría! Y recordad que sólo tenéis esta oportunidad. Después, tras la muerte,
VIVIRÉIS de otra forma… Por ejemplo: ¿cuál es mi futuro? Supongo que ya lo
habéis adivinado. Lo sé –comentó riéndose de sí mismo–, me repito mucho…
Insisto: vuestro destino es Él. No hay otra dirección. Vuestro futuro es llegar a Él.
Ser como Él. Ser perfectos. Conocerle. Trabajar hombro con hombro…”.
“¿Seremos socios?”
“Querido ‘pinche’, si decides ponerte en sus manos, si optas por hacer su
voluntad… ¡ya eres su socio! Él hará en ti maravillas. Él te cubrirá con un Amor
que te levantará del suelo. Y tus miedos, escucha bien, desaparecerán… Si tu
corazón se abre y se hace aliado de la vida, si te abandonas a su voluntad, nada,
dentro o fuera de ti, te hará temblar. Como un prodigio, tu alma caminará
segura. Nada, querido ángel, ¡nada te hará retroceder! Y esa sensación, ese
sentimiento de seguridad, te escoltará hasta el fin de tus días.”
“Pero no os equivoquéis. Al mismo tiempo que ese afortunado hombre
crece, así desaparece…”
“No entiendo.”
“Es fácil, querido ‘pinche’. El Amor que se derrama desde el Padre es
turbulento. No sabe del reposo. Y deberás irradiarlo. Compartirlo. Catapultarlo.
No es de tu propiedad. Pues bien, un día, sin previo aviso, caerás en la cuenta de
algo igualmente maravilloso: ¡no existes!, ¡has desaparecido para ti mismo! ¡No
cuentas! ¡No exiges! ¡No precisas! ¡No reclamas! ¡Habrás triunfado! En ese
momento, al fin, habrás comprendido, querido ‘socio’…”
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“¿Y qué pasa si me guardo ese Amor para mí mismo?”
“Se escurriría, sin remedio, por la sentina del bosque. Sería una lástima.
Tendrías que empezar de nuevo… Aquél que intenta encarcelar la verdad… la
pierde. Sois hermanos. Y te diré más: eso que propones no sucede jamás en un
auténtico ‘socio’. Te lo dije: se trata de un viaje sin retorno. Si Él te ‘toca’… nada
es igual.”
“¡Socios de un Dios!”
“En efecto, Jasón. Y todo depende de tu voluntad… Si dices ‘sí’, si te
abandonas en sus manos, si te dejas gobernar por ese ‘piloto’ interior, romperás
las barreras que te limitan. Y tu capacidad de asombro será desbordada una y
otra vez. Todo, a tu alrededor, estará a tu servicio. Tú ‘sí’ es el ‘sí’ de Ab-bá. En
palabras sencillas: habrás encontrado una mina de oro… Habréis encontrado
una mina de oro… ¡que funciona sola!” Y preguntó: “¿Os animáis? ¡Es gratis!”.
Entonces, señalando la casi extinguida fogata, se apresuró a comentar:
“Pensadlo. Y me diréis… Mejor dicho, se lo diréis a Él… Y ahora… descansad, si
podéis…”.
TERCERA SEMANA EN EL HERMÓN
Del domingo 2 de septiembre al sábado 8, la estancia en las cumbres del
Hermón experimentó un interesante cambio para Jasón y Eliseo.
Jesús continuó con sus habituales retiros, pero en tres de aquellas
jornadas, tuvieron la fortuna de acompañarlo. Ocurrió el lunes 3, el viernes 7 y
el sábado 8 de septiembre. El Hijo del Hombre, sencillamente, les pidió que lo
siguieran: “¡Acompañadme!... Los detalles también son importantes…”.
Atravesaron los espesos bosques de cedros hasta que llegaron a los
primeros ventisqueros. Durante el camino, observaron las huellas de una osa y
de su cría… Entre las rocas azules, la nieve escalaba la montaña santa, iluminada
por el sol brillante.
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El Maestro, canturreando uno de los salmos, se recogió los cabellos,
amarrándolos en su acostumbrada cola. Después, sonriendo, rebosante de paz y
felicidad, comentó: “¡Permaneced tranquilos!... Es el turno de mi Padre”.
Les guiñó un ojo y, despacio, se alejó hacia una de las cercanas lenguas de
nieve. Al poco se detuvo. Alzó los brazos y levantó el rostro hacia el azul
purísimo de los cielos. Y así permaneció largo rato.
Los griegos comprendieron sus palabras cuando dijo “los detalles también
son importantes”. Nunca habían visto a Jesús en comunicación con Ab-bá.
El Maestro no rezaba como el resto de los judíos. Al menos, en privado…
Lo hacía como el que conversa con un amigo muy querido. Y lo hacía sobre la
marcha: en pie, sentado, tumbado, mientras cocinaba, en pleno baño o en
mitad del trabajo…
Jasón, en un momento de esa mañana, le preguntó sobre aquella extraña
forma de orar.
“¿Extraña? ¿Y por qué extraña?”
“Digamos que no es muy normal…”
“Decidme, ¿qué entendéis vosotros por rezar?”
Ambos amigos, humildemente, le confesaron que jamás rezaban. El
Maestro, entonces, sonriendo, afirmó rotundo: “¡Pues ya va siendo hora!... ¡Es
muy fácil!... La oración, en realidad, no es otra cosa que una charla con la
‘chispa’ que os habita. Vosotros habláis. Conversáis con Él. Exponéis vuestros
problemas y, sobre todo, vuestras dudas. Y Él, sencillamente responde”.
“Y tú, Señor, ¿qué problemas tienes?... Te hemos observado y no has
parado de hablar con Él durante toda la mañana…”
“Bien –replicó el Maestro complacido–, de eso se trataba: que captéis
también los detalles… En cuanto a tu pregunta, mi querido e indiscreto ‘pinche’,
yo no tengo problemas. Durante estos retiros, lisa y llanamente, cambio
impresiones con Él. Repasamos la situación y, digámoslo así, me preparo para lo
que está por venir.”
83
“Entonces –intervino Jasón– si no he entendido mal, cuando rezas,
cuando hablas con el Jefe, no pides nada…”
“¿Pedir? No, Jasón, con Él, eso es una solemne pérdida de tiempo. Lo
habéis oído y lo repetiré muchas veces. Ab-bá es AMOR. Recuerda: con
mayúsculas. Él te sostiene y te da… antes de que tú abras los labios. Todo
cuanto te rodea, cuanto tienes y puedas tener, es consecuencia de su AMOR.
¿Recuerdas?... ¡No seáis tontos! Cuando habléis con Él… ¡exprimidlo! ¡Sacadle el
jugo! ¡Pedidle únicamente información y respuestas!... En eso nunca falla…”
Les hizo un guiño y, alzándose, se excusó: “Y ahora, perdonad… Voy a
seguir ‘exprimiéndolo’…”.
En la segunda excursión, el viernes 7 de septiembre, ocurrió algo
“especial”.
Como de costumbre, el Maestro se movió resuelto y silencioso por el
ventisquero, siempre absorto con el rostro levantado hacia los cielos. A la hora
“sexta” (mediodía), compartieron un frugal almuerzo: miel, queso y fruta.
El Maestro, de un humor excelente, siguió hablándoles del Padre y de su
intensa comunicación con Él. Repitió una generosa ración de miel y se retiró de
nuevo a unos cincuenta o sesenta metros de sus acompañantes.
Unas dos horas más tarde, Jasón y Eliseo escucharon unos gruñidos y
unidos por el mismo presentimiento, se pusieron en pie. Miraron al Maestro, y
lo vieron con las palmas de las manos abiertas hacia el cielo y el rostro, como
siempre, directamente encarado a lo alto.
Ambos vieron, aterrados, aparecer un ejemplar de oso sirio, una hembra.
En un momento la osa se detuvo, levantó la enorme cabeza y olfateó. El
“maarabit”, el viento del oeste, por fortuna, no le proporcionó pista alguna
sobre los humanos que se hallaban frente a ella. El Maestro seguía inmóvil.
Ajeno. Absorto. En esos críticos instantes, por detrás de la vigilante osa, entró
en escena un osezno de unos seis meses, juguetón, inquieto y, sobre todo,
curioso. La osa, convencida de que el lugar se hallaba despejado, avanzó lenta y
vacilante. El osezno, confiado, la rebasó y a la carrera tomó la dirección en la
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que se hallaba el Maestro. Pero un súbito y oportuno gruñido de la osa lo frenó
en seco. La cría miró a la madre y la esperó.
El Galileo seguía ajeno a todo. ¿Cómo no oía los gruñidos?
De pronto, la osa se detuvo nuevamente y levantando el hocico volvió a
olfatear. El viento silbaba, evitando que la osa percibiera el olor corporal de
Jesús. La osa, entonces, cambió de dirección y se aproximó al saco de viaje de
Jasón y Eliseo. ¡Las provisiones! ¡Acababa de olfatearlas! Introdujo las fauces en
el petate dando buena cuenta de la comida. El osezno, jugueteando, se había
acercado a la piedra sobre la que oraba Jesús. Permaneció quieto, intrigado,
ante la presencia del inmóvil Jesús. Miró a la madre, pero ésta, encantada con la
ración de miel, no le prestó la menor atención. Entonces, decidido, levantó las
manos, apoyándolas sobre el filo de la roca. Aproximó su hocico, olfateando a la
extraña y alta criatura. De improviso, los bajos de la túnica, agitados por el
“maarabit”, fueron a golpearlo en plena cara, asustándolo. Aterrorizado, saltó
hacia atrás y corrió hacia la osa. Instantes después, concluido el festín, la osa se
alejó por donde había llegado, seguida de cerca por la incansable cría,
desapareciendo en el bosque de cedros.
Una hora más tarde –rondando la “décima” (las cuatro)–, Jesús abandonó
su aislamiento, reuniéndose con los maltrechos amigos. Algo notó en ellos e,
intrigado, preguntó que sucedía. Al explicarle, sonriéndoles divertido, exclamó:
“¡Una osa!... ¿Aquí?... ¡Y yo con estos pelos!...”.
Así era aquel Hombre. Aquel magnífico Hombre.
Esa misma noche, tras la cena, Jasón no pudo resistirse a la tentación de
exponer abiertamente a Jesús que no era normal lo que había sucedido a la
tarde. “Algo” invisible parecía preservarlo.
“No temas, Jasón –replicó el Maestro–, nada sucede, ni sucederá, sin el
consentimiento del Padre. ¡Estoy en las mejores manos!”
Jasón, entonces, le recordó el incidente en su infancia, en que una
tormenta de arena le provocó un peligroso tropiezo desde las escaleras que
daban acceso al terrado en su casa en Nazaret.
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“Has hecho un buen trabajo, mi querido embajador, pero recuerda mis
palabras: la vida es para VIVIRLA. Con mayúsculas… Y yo he venido también
para experimentar la existencia humana. Todo ha sido minuciosa y
escrupulosamente medido.”
“¿Quieres decir que un ángel te protegió?”, interrogó Eliseo.
“Es más complejo, pero vale…”
“Entonces reconoces que los ángeles existen…”
“Muchacho… ¿estás sordo?”
“Todavía no, Señor…”
“¿Cuántas veces tendré que repetirlo? El reino de Ab-bá es un hervidero
de vida.”
“O sea…, ¡existen!”
“Y en tal cantidad –replicó el Maestro– que no hay medida en la Tierra
para sumarlos.”
“¿Y cómo son?”
“¿Por qué no esperas a comprobarlo por ti mismo?”
“¡Ah!, entonces lo veré cuando pase al ‘otro lado’…”
“¿Al otro lado?”
“Ya me entiendes, Señor… Cuando muera.”
“Claro, mi querido ‘pinche’ Eso es lo establecido.”
“¿Tienen alas?”
“¿Alas? ¿Cómo los pájaros?”
“Como los pájaros…”
Jesús miró a Jasón y, suspirando, comentó derrotado: “De dónde lo has
sacado? ¿Es siempre así?” Jasón asintió sonriente.
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“Si quieres imaginarlos con alas… muy bien. Cuando pases al ‘otro lado’,
como tú dices, te llevarás una sorpresa… Mejor dicho, un susto...”
“¿Son feos?”
“Menos que tú, querido ‘pinche’…”
“Entonces son guapos…”
El Maestro volvió a mirar Jasón y musitó: “¡Incorregible!...
¡Maravillosamente incorregible!”.
“¿Guapos? –terció Eliseo cayendo en la cuenta de algo que
desencadenaría las risas del rabí–. ¿Es que no hay guapas?”
“Los ángeles son criaturas de luz. Pertenecen a esas ‘otras realidades’ de
las que ya te hablé. No disponen de cuerpos físicos. Han sido creados en
perfección y no saben de sexos. Son una ‘realidad’ muy parecida a la que os
aguarda en el ‘otro lado’…”
“¿Y si no hay sexo –preguntó Eliseo– ¿cómo se divierten?”
“¡No seas bruto!”, le reprochó Jasón.
“No importa –terció Jesús–. Me gusta su naturalidad… Hijo mío, ahora no
estás capacitado para entenderlo, pero hay otros placeres inmensamente más
intensos y gratificantes que el sexo. Te garantizo que, en el ‘otro lado’, no te
aburrirás…”
“Y esos seres de luz –preguntó Jasón–, ¿cuidan de los humanos?”
“Algunos sí. No todos.”
“¡El famoso ángel guardián!”
“Los famosos ángeles, Jasón, en plural…”
“¿En plural? ¿Cuántos tenemos?”
“Esas deliciosas criaturas son creadas siempre por parejas. Son dos en
uno. Cada mortal que lo merece, por tanto, recibe un custodio doble.”
“¿Y por qué dos?”
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“Cosas de Ab-bá. Ya sabes que es muy imaginativo…”
“¿Cada mortal que lo merece? ¿Qué has querido decir?”
“Observad atentamente: siempre regresamos al principio. Siempre se
vuelve al mensaje clave: ponerse en sus manos, hacer su voluntad, desencadena
una fuerza arrolladora y magnífica. Pues bien, cuando el hombre toma esa
suprema decisión, una pareja de serafines es destinada de inmediato a la
custodia del pequeño Dios. Y lo acompañará hasta la presencia del Jefe… y más
allá.”
“Un momento –clamó Eliseo desconcertado–. ¿Y qué pasa con los que
nunca han querido… o, incluso, no han podido hacer suya esa gran decisión?”
“Mi Padre, también te lo dije, tiene otros métodos y caminos. El Amor no
distingue. Vosotros habéis planteado algo concreto y yo he respondido.”
“Veamos –intervino Jasón–, ¿quiere eso decir que una mente subnormal,
por ejemplo, se halla indefensa?”
“No, hijo mío. Esas criaturas son especialmente cuidadas por los ángeles
al servicio de Ab-bá. ¡Especialmente!”
“En otras palabras –aventuró Jasón–, nadie queda sin protección.”
“Querido Jasón, el día que descubras hasta dónde llega el Amor del Padre,
esa reflexión te llenará de sonrojo.”
“Pero, Señor, no entiendo. Si toda criatura humana es guardada y
vigilada, ¿qué significado tiene esa pareja de ángeles que aparece cuando se
toma la decisión de hacer la voluntad de Ab-bá?”
“Muy sencillo. Te dije que el Amor es dinámico. Si tú prosperas, el Amor
prospera…”
“Entiendo –resumió Eliseo–. Esa pareja ‘extra’ es un lujo.”
“Dios es un lujo. Un continuo e inagotable lujo…”
“Y tú, Señor, como ser humano, ¿cuántos ángeles tienes a tu lado?”
El Galileo, divertido, miró a su alrededor.
88
“Solo veo dos…”
Eliseo no captó la broma.
“¿Dos? ¿Y cómo son?”
“Uno… un ‘pinche’. Y el otro, un ‘friegaplatos’… “
No insistieron. Esta clase de “respuestas” marcaba casi siempre un punto
final en el asunto que trataban. El Maestro, por razones desconocidas, algunas
veces no respondía como ellos hubiesen deseado. Y en una oportunidad
respondió: “Mi querido ángel, la revelación es como la lluvia. En exceso sólo
trae problemas. Dejadme hacer…”.
Al atardecer del día siguiente, sábado 8 de septiembre, regresaron de la
tercera y última excursión a la cumbre de la montaña santa.
Por un error de comprensión de Jasón respecto a lo conversado en la
tarde anterior, el Maestro le dijo: “Jasón, el cielo, tal y como vosotros lo
interpretáis, tiene poco que ver con el ‘otro lado’…”.
Y así, mágicamente, fue a hablarles de ”algo” a lo que Jasón nunca quiso
enfrentar. Eliseo le puso el tema en bandeja.
“Ya que hablas de la muerte, Señor, dime: ¿no te asusta?”
La respuesta fue categórica, fulminante.
“Responde primero a otra pregunta: ¿te asusta dormir?”
“No, pero no veo la relación…”
“Es lo mismo.”
“¿Morir es dormir?”
“Así es, querido ‘pinche. Sólo eso.”
“¿Y después?”
“Después… ¡la vida!”
“¡Cómo me gustaría creerte!”
89
“Vosotros, precisamente, lo sabéis mejor que nadie… ¿A qué vienen ahora
esas dudas?”
“Es que es muy fuerte, Señor…”
“Sí, lo sé. Ésa es otra de las razones de mi presencia entre los humanos.
Cuando llegue el momento… ya sabéis a qué me refiero, lo verán con sus
propios ojos. Verán al Hijo del Hombre resucitado de entre los muertos. Y lo
verán con una forma idéntica a la que todos disfrutaréis tras el sueño de la
muerte.”
“Pero, Señor, tú eres Dios. Tú sí puedes hacerlo. Nosotros, en cambio…”
“No, hijo mío, mi resurrección pondrá de manifiesto la gloria del Padre,
pero también tendrá una segunda y no menos importante justificación: la
esperanza. Te lo dije: sois inmortales. Seréis resucitados.”
“¿Seremos? ¿Por quién?”
“Justamente por mis ángeles.”
“¿Por los pájaros?”
“¿Pájaros? ¿Qué pájaros?”
Jasón intervino, amonestando a su compañero. Jesús, sin embargo, se lo
reprochó.
“Querido amigo, deja a tu hermano que se exprese. Cuanto más arriba
estés en la carrera hacia el Jefe, más gustarás del buen humor. Cuanto más
importante y serio es un asunto, más humor necesita… El sentido del humor, no
lo olvides, no fue inventado por el hombre. Es cosa de los cielos.”
Eliseo continuó preguntando.
“Pero, ¿dónde?, ¿cómo?”
“¿Recuerdas?: ‘En la casa de mi Padre hay muchas moradas’…” Asintieron
impacientes.
90
“Pues eso. En mi reino hay unas estancias… digamos que ‘especiales’, en
las que volvéis a la vida. A la verdadera vida. Tras la muerte, tras ese fugaz
sueño, apareceréis en un mundo distinto.”
“¿Con casas?, ¿con árboles?, ¿con ríos?...”
“Sí, mi impulsivo amigo, igual a éste…, pero distinto.”
“Lo has dicho muchas veces, Señor…”
Captando el involuntario error, Jasón rectificó: “Perdón, lo dirás muchas
veces… ‘Cuando llegue la hora, despertaréis en un mundo que ni siquiera podéis
intuir’. Ahora dices que es igual a éste, pero diferente. No entiendo…”
“Es lógico, Jasón. Decidme: ¿imagináis unos cuerpos, una materia, que
son y no son materia? ¿Estás capacitado para comprender una carne que,
además es luz?”
¿Carne y luz al mismo tiempo? No, no eran capaces de asimilar ese
concepto.
“A eso me refiero cuando os digo que ese espléndido mundo es igual,
pero distinto.”
“¡Materia y luz!”
Eliseo recordó algo que había estado discutiendo con Jasón: una original
teoría, que compartió en ese momento con el Maestro, quien lo escuchó atento
y conmovido, asintiendo con la cabeza.
“¡Lo sabía!... ¡Mitad materia, mitad luz!”
“Más o menos, querido ‘pinche’. Más o menos… Comprendéis ahora por
qué os pido con tanta insistencia que VIVÁIS la vida? ¿Entendéis por qué he
dicho que estoy aquí para experimentar la existencia humana?”
“Déjame adivinarlo. Parece simple… –intervino Jasón, mirando sus
manos–. Esta forma de vida es única. Allá, en esos mundos especiales,
tendremos otros ‘cuerpos’… distintos. No podremos vivir como ahora. ¿Te
refieres a eso? ¿Estás hablando, Señor, de apreciar y aprovechar esta
91
oportunidad? ¿Nos estás diciendo que VIVAMOS la vida porque no
disfrutaremos de otra semejante?”
“¡Perfecto, Jasón! VIVID intensa y generosamente. Saboread la vida.
Disfrutad cada instante. Amad la vida. Respetadla. Compartidla. Usadla con
inteligencia y moderación. Os lo dije: es un regalo del Padre.”
“Y allí, Señor, ¿qué se hace?”
“Te lo estoy diciendo, pero no escuchas: despertar a la verdadera, a la
definitiva vida. Ahí comienzas. Ahí arrancas hacia el Padre.”
“¿Se trabaja?”
“Por supuesto, aunque al principio todos necesitáis una ‘limpieza’…
Cuando seáis despertados a ese mundo, todo, prácticamente, será idéntico a lo
que acabáis de dejar aquí. Os lo repito: es un simple despertar. Pero los defectos
y vicios de la naturaleza humana seguirán pesando… en parte. Y los míos se
ocuparán entonces de ‘limpiarlos’. No os preocupéis: la ‘cura’ es rápida y sin
dolor. Comprendedlo: en esa otra realidad no cabe la densa y torpe herencia
que arrastráis. Os prepararán para un largo, muy largo, camino hacia el Jefe. Un
camino cada vez más espléndido. Una senda en la que poco a poco, la luz
dominará a la materia. Y llegará el día en que sólo seréis eso: luz.”
“Entonces veremos al Jefe…”
“¡Tranquilo, muchacho! Al ‘Barbas’ lo verás… a su debido tiempo.”
“Mitad luz, mitad materia… ¿Y cómo se sostiene es materia? ¿Se come en
el ‘otro lado’?”
“Se come y se bebe… pero no lo que tú crees.” Y no proporcionó más
aclaraciones.
“Seréis como ángeles…”
“¿Con esposa o sin esposa?”
“Querido ‘pinche’, por favor, escucha cuando hablo… Te decía que en esa
nueva realidad no se precisa de sexo tal y como lo entendéis en la Tierra. Allí no
92
existen esas inclinaciones. Entre otras razones, porque la carne, el cuerpo
material, no pasa al ‘otro lado’. Aquí queda y aquí desaparece.”
“¡Maravilloso! –clamó Eliseo–. Entonces, si no hay esposa, tampoco hay
suegra…”
El Maestro levantó los brazos exclamando: “¡Me rindo!”.
“No, por favor… Sujetaré la lengua, pero continúa hablando…”
Jasón aprovechó para preguntar sobre un punto que no terminaba de
asimilar.
“Dices que somos inmortales. Así nacemos. Entonces, ¿por qué no
resucitarnos por nosotros mismos? ¿Por qué se precisa de tus ángeles?”
Jesús tropezó de nuevo con el gran problema de la limitación de la mente
humana…
“Hijo mío, no es mucho lo que puedo decirte… por ahora. Hay criaturas
del tiempo y del espacio que no estrenan siquiera su inteligencia. Por múltiples
razones se ven privadas de un mínimo de espiritualidad. Pues bien, según lo
establecido por Ab-bá, esos humanos no son ‘despertados’ tras la muerte.
Deben esperar, en un sueño colectivo, a que llegue su hora. Y no preguntes más.
Acepta mi palabra…”
“Sólo una cuestión, Señor. Otros muchos seres sí disponen de ese mínimo
de inteligencia y espiritualidad. ¿Por qué no resucitan por sí mismos?”
“También lo hemos hablado, mi querido y olvidadizo ángel. Sois
inmortales, sí, y por derecho propio. Así lo ha querido Ab-bá. Pero no confundas
inmortalidad con vida.”
“No comprendo… ¿No es lo mismo?”
“Sí y no. La vida precede siempre a la inmortalidad. Ésta, en definitiva,
depende de aquélla. Y no olvides que la vida es una prerrogativa del Padre. Yo
dispongo de ese poder por su inmensa generosidad. Vosotros, en cambio, no
estáis capacitados para ponerla en pie…”
Eliseo lo interrumpió.
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“¿Quieres decir que el hombre nunca creará la vida?”
“Así es. Mientras pertenezca al reino de lo material… nunca lo conseguirá.
¡Nunca!”
Aquel “¡nunca!” sonó rotundo. ¿Premonitorio? Todo un aviso… para
nuestro mundo. Y Jesús añadió con idéntica contundencia: “No lo olvidéis: la
vida es sagrada. Es patrimonio del Padre. Abortarla, suprimirla o herirla es un
desprecio a quien la entrega… gratuitamente.”
“Señor –continuó Eliseo–, si el cuerpo se queda aquí, en la tierra, ¿qué
sucede con la memoria? Cuando pase al ‘otro lado’, cuando tus ‘ángeles’ me
resuciten, ¿recordaré a este ‘friegaplatos’?”
“En el ‘otro lado’ recordarás y serás recordado. Reconocerás y serás
reconocido. Ninguna de tus cualidades se perderá.”
Jesús dudó unos instantes y, divertido, matizó: “La de ‘pinche’ de cocina…
no lo sé”.
“¿Recordaré todo?”
“Todo lo que merezca la pena. Todo lo que te haya emocionado y servido
para prosperar. El resto, las tendencias puramente animales, los vicios y
defectos, desaparecerán con el cerebro físico.”
“Señor, ¿veremos allí a nuestros padres?”
“Por supuesto, Jasón, a tus padres y a todos tus seres queridos. Ellos te
ayudarán, pero, insisto, aquel lugar no es como éste. Allí no existen los lazos
familiares tal y como los interpretáis aquí, en la Tierra. En esos mundos no
tienen cabida conceptos como ‘padre’, ‘familia’, ‘esposa’ o ‘hijos’… ¡Sois como
ángeles! En esa nueva realidad el Amor es tan pleno, intenso y limpio que los
pequeños Dioses no echan de menos los antiguos y limitadísimos afectos
humanos. Vuestra alma inmortal, libre al fin, quedará tan deslumbrada que
nada de lo que ahora estimáis como prioritario os hará sombra. Os lo repito:
habréis entrado en una aventura fascinante.”
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El Maestro, al referirse al alma, empleó el término “nishmah”, que
confundió a Jasón. El vocablo, en arameo, significa “espíritu o aliento”. El
“friegaplatos” lo asoció a la “chispa” divina, regalo de Ab-bá. Y preguntó:
“¿Chispa y alma inmortal son la misma cosa?”.
El rabí, impotente ante la anemia de palabras, suspiró ruidosamente. E
intentó descender al nivel de sus interlocutores.
“No, Jasón, no son lo mismo. Pero no te atormentes. Todo será revelado…
en su momento. Esa presencia divina, la ‘chispa’, cuando mueras, se ocupará de
custodiar tu memoria. Tu ‘dikron’. Ella la mantendrá a salvo hasta el momento
de tu resurrección. He dicho ‘dikron’ (memoria), no ‘bal’ (mente). Ésta, como
parte integrante de tu cerebro físico, se disolverá con el cuerpo.”
Entonces, retornando a la pregunta de Jasón, completó: “El alma inmortal
es otra criatura, independiente de la memoria y de la mente física. Y ésa, la
‘nishmah’, es acogida tras la muerte por tu ángel guardián. Él la mima y la
conserva, también hasta el sublime instante de la resurrección. Tened calma. Mi
Padre es sabio. Él sabe…”.
“Señor –le preguntó Jasón perplejo–,y qué sucede en el instante exacto de
la resurrección?”
“Sencillo: alma y memoria se reúnen. Y caminan juntas… para siempre.”
“¿Y la ‘chispa’?”
“También te lo dije: no te abandona jamás. Es el ‘tercer’ viajero hacia la
Perfección.”
“Y ese viaje, Señor, ¿cuánto dura?”
“Si lo expreso en términos humanos, querido ‘pinche’, no lo
comprenderías.”
“¿Me aburriré?”
“Lo dudo…”
“¿Y cuánto tiempo permaneceré como mitad materia, mitad luz?”
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“Lo justo y necesario. No mucho…”
“Señor, ¿qué te ocurre? Estás muy lacónico.”
“Compréndelo. No está bien que me tires de la lengua…” Eliseo no se dio
por vencido.
¿Y después? ¿Qué pasará cuando, al fin, sea un hombre-luz?”
“¡Sorpresa!”
“Entiendo… Veré al Jefe.”
El Maestro negó con la cabeza.
“¿No? ¡Pues sí que está lejos!”
“Por cierto, Señor –intervino Jasón–, en esos mundos, al pasar de un
estado de materia y luz a otro, ¿se muere de nuevo?”
“No.”
“Entonces, sólo se muere una vez.”
“Exacto. Os lo he dicho: Ab-bá es poderoso, pero prefiere la imaginación.”
Y señalando a la estrellas, exclamó: “Decidme: ¿Sabéis de algo en la Naturaleza
que se repita?”.
“No –respondió Jasón–, que yo sepa, nada es igual.”
“Muy bien, Jasón. ¿Y por qué el fenómeno de la muerte iba a ser una
excepción? Tu Padre ‘sabe’…”
“Señor, hay algo que me intriga… –comentó Eliseo–. ¿Por qué nadie
vuelve después de la muerte?”
“Te equivocas. Yo lo haré”
“Ya me entiendes… Me refiero a los ‘pinches’…”
“Son las reglas. Vosotros también tenéis las vuestras…”
“Qué cielo más raro…”
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“No, mi querido ‘pinche’, eso no es el cielo. Os lo dije: tenéis una idea
equivocada. El cielo, el Paraíso, está mucho más allá. Ahora es imposible que
captéis su auténtica naturaleza. En los mundos que os aguardan tras la muerte
tan sólo intuiréis esa inmensa, inmensa, maravilla.”
“¡Dios bendito! –estalló Eliseo–. ¿Cómo vamos a transmitir todo esto a
nuestro mundo? La ciencia no lo aceptará…”
“Mis queridos hijos: ¡dejad en paz a la ciencia! No estáis aquí para
convencer a nadie. Solo para transmitir. Dejad que la verdad toque los
corazones. Con eso es suficiente.”
Y continuó: “Queridos míos, la filosofía que rige los universos no puede
ser entendida por la inteligencia material. No os preocupéis… Respondedme: si
los hombres de ciencia no tuvieran la posibilidad de comprobar la metamorfosis
de una mariposa, ¿aceptarían que esa criatura ha sido primero una oruga?
Dejad que pasen al ‘otro lado’. Entonces verificarán que las leyes que gobiernan
esas otras realidades son tan físicas y rígidas como las del tiempo y el espacio.
La sorpresa, entonces, los desconcertará. Ellos, ‘orugas’ en la Tierra, se habrán
transformado en ‘mariposas’ ágiles y deslumbrantes. Vosotros sois testigos. El
Hijo del Hombre, una ‘oruga’ más, hará el milagro y se convertirá en ‘mariposa’.
Insisto: limitaos a ser mensajeros de mi palabra”.
“Por cierto, Señor, ya que lo mencionas, tenemos una ligera idea, pero
nos gustaría confirmarlo… ¿Qué ocurrió, perdón, qué ocurrirá, con tus restos
mortales? ¿Cómo desaparecerán de la tumba?”
“Cosas de ángeles… Tendréis que preguntárselo a ellos. Yo no tuve nada
que ver.”
Titubeó unos instantes y redondeó: “Mejor aún: interrogaos a vosotros
mismos. En cierto modo también sois ángeles y conocéis esas ‘técnicas’…”.
Entendieron. Casi sin palabras, el Maestro vino a ratificar las sospechas de
Jasón y Eliseo. Su resurrección, su retorno a la vida, nada tuvo que ver con el
hecho físico de la “disolución” del cadáver. La misteriosa desaparición del
cuerpo obedeció, muy probablemente, a una “manipulación” del tiempo.
Alguien, sus ángeles, “condensó” o “concentró” en décimas o centésimas de
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segundo los años que hubieran sido necesarios para ultimar un proceso normal
de putrefacción. Y la materia orgánica, mágicamente, se extinguió.
El Maestro, confirmando las apreciaciones de Jasón, concluyó así: “Mi
resurrección no depende de nadie. Yo soy la Vida. No caigáis en el error de
asociar ese gesto de piedad y respeto, por parte de los míos, con la realidad de
mi vuelta a la vida.”
Mensaje recibido.
Y exclamó, cerrando aquella inolvidable conversación: “¡Llenaos de
esperanza!... ¡La muerte sólo es un sueño!... ¡Sois inmortales por expreso deseo
de Ab-bá!... ¡Sois hijos de un Dios… ¡Transmitidlo!”.
CUARTA Y ÚLTIMA SEMANA EN EL HERMÓN
Fue la más dura. La más tensa y angustiosa. Fue, prácticamente, una
semana sin Él.
Sucedió al amanecer del domingo 9 de septiembre. El Galileo los reunió y,
con el rostro serio, anunció: “Escuchad atentamente. Ahora debo dejaros por
unos días. Es preciso que siga ocupándome de los asuntos de mi Padre…”.
Parecía preocupado, muy preocupado. Ni el tono ni el semblante eran los
habituales.
“Esperad tranquilos… Es la hora del rebelde y del príncipe de este
mundo…”
Cargó algunas provisiones, tomó su manto color vino y, sin despedirse,
desapareció entre los cedros, rumbo a los ventisqueros.
Aquél no era el estilo del rabí. Jesús de Nazaret difícilmente se enfadaba.
Sólo una vez se alteró, y con razón. Fue en el atrio de los Gentiles, en el Templo
de la Ciudad Santa, cuando abrió las puertas del ganado destinado a los
sacrificios, provocando una catástrofe entre los mercaderes y cambistas de
monedas.
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El domingo 16 de septiembre, poco después de la hora “nona” (las tres de
la tarde), de improviso, los amigos escucharon un lejano y familiar canturreo.
¡El Maestro!
Abrazándolos, Él susurró: “Se ha hecho la voluntad de Ab-bá… Ahora soy
yo el Príncipe de este mundo”.
Esa misma noche –la última en Hermón–, cálido y eufórico, explicó el
porqué de su repentino y dilatado aislamiento en la cumbre de la montaña
santa.
La cena, aunque frugal, resultó divertida, como siempre. El “cocinero-jefe”
se hallaba feliz y se esmeró echando mano de otra receta familiar: tortilla con
miel, al estilo de su madre, María, “la de las palomas”. Y al final, el brindis
favorito del Maestro: “¡Lehaim!”.
“¡Por la vida!”
Y el Galileo, ansioso por compartir su aventura en la soledad de las nieves,
inició así sus aclaraciones: “Os contaré un cuento…”.
“Hace tiempo, mucho tiempo, el gran Dios encomendó a uno de sus Hijos
la creación de un nuevo universo. Y ese Hijo construyó un magnífico reino,
repleto de estrellas y mundos. Era un universo inmenso.”
“Y aquel Hijo gobernó con amor y sabiduría durante miles y miles de
años.”
“Pero ocurrió algo…”
“Cierto día, en una apartada región, varios de los príncipes a su servicio,
jefes de otros tantos mundos, decidieron rebelarse contra la autoridad del Hijo y
soberano. No creyeron en su forma de gobierno e incitaron a otros príncipes
próximos a manifestarse contra lo establecido. E intentaron formar su propio
reino, rechazando al monarca y, en definitiva, al gran Dios.”
“El Hijo, echando mano del amor y la misericordia, trató de restablecer el
orden. Fue inútil. Los rebeldes, empeñados en el error, despreciaron todo
intento de reconciliación.”
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“Finalmente, ese Hijo divino tomó una decisión: viajaría de incógnito
hasta los lejanos mundos de los infractores, haciéndose pasar por un modesto
carpintero. Escogió uno de los planetas y allí nació como un hombre más. Y así
vivió, sujeto a la carne, y enseñando la verdad a las gentes. Les mostró quién era
en realidad el gran Dios. Habló del espléndido futuro que les aguardaba y, sobre
todo, recordó que eran hijos de ese maravilloso Padre.”
“Pero la fama de aquel Hombre-Dios terminó llegando a oídos de los
príncipes rebeldes. Y sucedió que, en cierta ocasión, cuando el carpintero oraba
en lo alto de una montaña nevada, dos de los traidores se presentaron ante él,
sometiéndolo a toda clase de preguntas.”
“¿Quién eres…? ¿Cómo te atreves a hablar de ese Dios?... ¿Quién te
envía?”
“Por último, convencidos de que se hallaban ante el Hijo y soberano del
universo, le hicieron una proposición: ‘¡Únete a nosotros!’…”
“Y el Hijo replicó: ‘Hágase la voluntad del Padre’…”
“Los rebeldes, derrotados, se retiraron. Y todo el universo, pendiente de
aquella entrevista, elogió la misericordia del Hijo y soberano.”
“Desde entonces, el Dios disfrazado de hombre y carpintero ostentaría
también el título de Príncipe de la Tierra.”
Terminada la historia, el Maestro descendió a los detalles, revelando algo
que, con el paso de los siglos, resultaría igualmente deformado.
Esto fue lo que Jasón y Eliseo acertaron a intuir:
Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, en una minúscula región del universo
(en la nuestra), tuvo lugar una insurrección, más o menos similar a la expuesta
en el supuesto cuento.
Un viejo conocido de los humanos –Luzbel–, jefe de esa casi insignificante
parcela de la galaxia, se alzó contra el orden establecido, protestando por el
largo camino exigido para llegar al Paraíso. Al parecer, calificó esa “marcha” de
“fraude total”, dudando, incluso, de la existencia de Ab-bá. La rebelión, sin
100
embargo, no alcanzó excesivo éxito. Sólo treinta o cuarenta mundos la
secundaron. La Tierra fue uno de ellos.
Pues bien, no deseando acudir a métodos más severos –a los que tenía
legítimo derecho–, el magnánimo Hijo Creador de este universo optó por
encarnarse y “camuflarse” entre las más modestas de sus criaturas. Justamente
entre las que habitaban en uno de esos mundos en rebeldía. Y se hizo hombre. Y
vivió como tal, anunciando a los infelices súbditos de los príncipes rebeldes
dónde estaba la verdad y quién era Ab-bá.
Pero la naturaleza divina del humilde carpintero no pasó desapercibida
para los jefes planetarios que encabezaban la insurrección. Y dos de ellos –un
alto representante de Luzbel y el propio príncipe del mundo seleccionado por el
Hijo divino– acudieron a su presencia. Y lo hicieron en aquellos días de
septiembre y en aquel lugar. Ésta, probablemente, fue la razón del súbito
ensombrecimiento del Hijo del Hombre cuando se alejó del campamento. Él
sabía lo que le aguardaba en la soledad de los ventisqueros. Sabía que estaba a
punto de ofrecer una nueva oportunidad a sus hijos descarriados.
Y se sometió, dócil, a los interrogatorios y proposiciones.
Pero, como decía el “cuento”, sólo se doblegó a la voluntad del Padre.
Y el universo de Jesús de Nazaret –según sus palabras– asistió perplejo y
conmovido a la “batalla dialéctica”.
Por último, estos seres no materiales –creados por el propio Hijo divino
en luz y perfección– se retiraron derrotados.
En esos momentos, el Hijo del Hombre, por expresa voluntad de Ab-bá,
fue investido como Príncipe de este mundo. Un título especialmente
importante, según Él.
A partir de ese suceso –afirmó Jesús–, la rebelión quedó “lista para
sentencia”. Al rechazar, una vez más, su misericordia, la suerte de todos ellos
depende ahora de “otras instancias”. Y así sigue.
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Esa “batalla” no se desarrolló a nivel físico. Si Jasón y Eliseo hubiesen
acompañado al Maestro, nada hubiesen visto, salvo unas luces azules, ni
tampoco oído…
No fue fácil para ambos mensajeros asimilar todas aquellas explicaciones
del espinoso problema.
Por ejemplo, según el Maestro, una de las razones de la violencia y el
primitivismo de la Tierra hay que buscarla, justamente, en las consecuencias de
esa desgraciada rebelión. Al traicionar las leyes divinas, nuestro mundo, como el
resto de los planetas que se levantó contra Ab-bá, quedó automáticamente
incomunicado y sumido en la oscuridad y la barbarie. Y “técnicamente”, así
continúa. Sólo cuando la “cuarentena” sea levantada, la humanidad –esta infeliz
humanidad– recuperará la normalidad.
“¿Cuándo llegará ese venturoso día?”
“Cuando los rebeldes sean juzgados… Pero eso no está en mis manos.”
Lo que sí estaba al alcance del Hijo del Hombre era consolar e iluminar a
las criaturas que padecen –y padecerán– este aislamiento. Y escogió uno de
esos mundos en rebelión, sembrando la semilla de la esperanza: Ab-bá existe.
Ab-bá espera. Ab-bá os ama…
Y llegó el final de la estancia en las cumbres del Hermón. Esa noche,
cercano el lunes 17 de septiembre del año 25 de nuestra era, antes de retirarse
a descansar, Jesús de Nazaret dio una última orden: “Preparaos. Mañana
partiremos. La Hora del Hijo del Hombre está próxima…”.
Y así fue. Su hora –la de su vida pública– se acercaba. Jasón y Eliseo
fueron testigos de excepción.
El 17 de septiembre del año 25, Jesús de Nazaret, junto a Jasón y Eliseo,
abandonó el campamento en el Hermón. Por la negra senda vieron ascender al
joven Tiglat, tirando del asno propiedad del Maestro, con las provisiones. En el
“refugio” de piedra, Jesús invitó a sus amigos a sentarse. Tiglat extendió una
estera de hoja de palma sobre la hierba y procedió a ordenar una serie de
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provisiones. Luego tomó algo entre sus manos y extendiéndolas, dijo: “Tarta de
semillas de amapolas…”.
Jesús tomó el pastel y procedió a trocearlo, repartiéndolo. Luego aclaró
las dudas del jovencito y de sus compañeros. Dijo que su hora estaba cercana y
debía regresar con los suyos, preparándose para el momento en que revelaría al
Padre. No habló de fechas. Y ante el asombro de Tiglat, el Maestro le cedió el
onagro, la tienda de pieles y la casi totalidad de las provisiones. Cargó algunas
viandas en su saco de viaje y, tras desear la paz al muchacho y a los suyos, se
alejó del lugar con sus típicas y rápidas zancadas. Eliseo y Jasón, desconcertados,
se deshicieron igualmente de la tienda y, sin casi despedirse de Tiglat, salieron
tras Él, a la carrera.
Caminaban hacia el “yam”. Serían las tres de la tarde cuando Jesús hizo un
gesto con la mano izquierda, señalando un desvío de la ruta principal. Al entrar
en el senderillo, el paisaje cambió y se vieron rodeados por una enredada
“jungla” de altísimas cañas y mucha vegetación, coronada por millones de
zumbantes y peligrosos mosquitos.
Era el camino que conducía al “kan”, el siniestro refugio en el que se
habían introducido cuando marchaban hacia el macizo montañoso del Hermón.
En estos refugios, siempre alejados de ciudades y aldeas, se aislaba a los
enfermos que carecían de medios económicos o que eran rechazados por la
sociedad a causa de su comportamiento o aspecto físico.
Un niño alertó a un hombre que estaba arrodillado. El hombre se
incorporó, miró y sonrió al Maestro. Y se dirigió a su encuentro. Al desearle la
paz y besarlo en la mejilla, Jesús le correspondió con el mismo saludo. Se
trataba de Assi, el esenio. Era el único en el “kan” que vestía de blanco
inmaculado. Lucía en el pecho la insignia de latón que lo acreditaba como
médico o “rofé”: una hoja de palma. Jesús era un viejo amigo de aquel egipcio,
destacado por la comunidad esenia de Qumran, en la lejana Gaulanitis, con la
finalidad de ejercer como médico entre los más desfavorecidos. Assi conoció al
Maestro en uno de sus habituales viajes a Nahum (Cafarnaúm). Allí nació una
sincera amistad. Jesús visitaba el “kan” con frecuencia y ayudaba, incluso, con
algunas contribuciones económicas. Aquel esenio dulce y compasivo, junto con
103
los lisiados y dementes que habitaban el “kan”, jugarían, en un futuro cercano,
un papel importantísimo en uno de los prodigios del rabí de Galilea.
Allí había aproximadamente sesenta enfermos. Niños con retraso mental
y motor; paralíticos; ancianos en la fase más avanzada de Parkinson y Alzheimer
que se veían impedidos de valerse por sí mismos; esquizofrénicos; supuestos
“poseídos” o “endemoniados”, en realidad enfermos con trastornos mentales y
lisiados con daños cerebrales de todo tipo, oligofrénicos graves o profundos,
etc.
Estaban tratando de prender el fuego para preparar la cena cuando
oyeron un aullido desgarrador. No sabían si era de un animal o un humano. El
aullido se repitió y Assi, de pie, miró hacia una de las chozas próxima al camino
de acceso al albergue. Hizo un gesto a Denario, un niño sordomudo, y éste
corrió hacia el lugar indicado. Hombres y mujeres trabajadores en el “kan” se
movilizaron y se dirigieron a la choza en cuestión. Los aullidos arreciaron. Jesús
continuaba sentado en el mismo lugar, mirando fijamente las ramas
depositadas en el hogar que habían tratado de encender inútilmente.
Los aullidos, de pronto, cesaron, y también el vocerío. El Maestro,
entonces, levantó el rostro hacia el celeste de los cielos. Inspiró profundamente
y así permaneció durante algunos segundos, con los ojos cerrados. Y así como se
apagaron, así regresaron los aullidos, más lúgubres y prolongados… El grupo dio
un paso atrás. Aquello seguía avanzando. Algunas mujeres, aterrorizadas,
dieron media vuelta y escaparon entre agudos chillidos.
Cuando Jasón se dio cuenta, el Galileo se había incorporado y caminado
hacia el grupo. Jasón fue tras Él. Jesús, con paso decidido, rodeó a los
cuidadores y se situó a la cabeza de los nerviosos individuos, junto al esenio y a
Denario. Allí estaba el responsable de los aullidos. Se trataba de un joven
encadenado, de unos veinte años, negro como el carbón y “tatuado” de la
cabeza a los pies con pequeños círculos. Estaba desnudo, sudoroso, con el rostro
desencajado por la cólera y el tobillo izquierdo lacerado y sangrante por el
continuo roce del grillete que lo aprisionaba. Una cadena de gruesos eslabones,
de unos tres metros, lo anclaba a la base de una de las cabañas. Jadeaba
violentamente, amenazando a los habitantes del refugio con un pelícano
104
muerto que sostenía por encima de la cabeza. Era alto y musculoso como el
Galileo. El desgraciado padecía un síndrome ligado a la locura que provocaba
furiosos ataques de ira. En esos momentos, se transformaba en una bestia
salvaje, sin control alguno, capaz de aplastar a quien se pusiera a su alcance.
Assi trató de calmarlo, pero sus palabras tuvieron un efecto contrario al
deseado. Y el negro, en plena crisis, ciego por la rabia, lanzó otro ataque. Esta
vez, frenado bruscamente por el grillete, aquella masa de odio y fuerza bruta
perdió el equilibrio y se precipitó contra la ceniza volcánica.
Jesús, entonces, se dirigió a su amigo, el auxiliador, y pidió que liberara al
negro. El rostro del Maestro continuaba serio. Assi se negó en rotundo,
argumentando, con razón, que el estado de Aru, así se llamaba el negro, era
peligroso para todos.
Según el esenio, Aru estaba poseído por un espíritu inmundo; liberarlo
sería una provocación para dicho demonio.
Jesús no replicó. Clavó la rodilla izquierda en la ceniza y, despacio, con
ambas manos, acarició el húmedo y “tatuado” cráneo del demente. Nadie
respiró. El grupo retrocedió otro paso e imaginando un feroz embate, se
disolvió, perdiéndose por la explanada y las chozas próximas. Assi lanzó un
grito, suplicando al Maestro que se alejara de Aru. Jesús siguió mudo. Sus largos
dedos se posaron una y otra vez sobre el pelado cuero cabelludo del agitado
negro. La respiración de Aru era convulsa. Continuaba boca abajo, tal vez
inconsciente. El Maestro miró al auxiliador, y sin mediar palabra, el esenio se
volvió a Denario, y por señas le indicó que buscara a alguien.
El Maestro, en silencio, terminó por doblar la pierna derecha,
arrodillándose frente al negro. Hizo girar el cuerpo de Aru y lo alzó con
suavidad, dejando que las espaldas descansaran sobre sus muslos. Inmovilizó la
cabeza sobre el vientre, buscó la cinta de tela que sujetaba sus cabellos y la
desató. Aru, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada, parecía haber
perdido la conciencia. Una de las cejas, rota por el impacto contra la escoria
volcánica, manaba sangre en abundancia. El Maestro, entonces, se dirigió de
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nuevo al esenio y solicitó agua. Assi dudó, pero ante aquella voz afable y
decidida, dio media vuelta, obedeciendo.
Jesús plegó el “sudarium” que le servía habitualmente para recoger los
cabellos en las largas caminatas, y buscando una zona no contaminada por el
sudor, taponó la herida de la ceja, presionando delicadamente. Repitió la
operación, ya que la sangre seguía fluyendo, tratando de detener la hemorragia.
Para Jasón fue un momento largo, inolvidable y difícil de entender.
Un Dios, arrodillado, sostenía en su regazo a un mísero y anónimo negro.
La mano izquierda, firme y segura, velaba sobre la herida, y la derecha, con
dulzura, acariciaba la sucia mejilla de Aru. Los dedos se pasearon despacio por el
mentón y los labios, agrietados y casi irreconocibles.
Fue en esos instantes, mientras rozaba con las yemas de los dedos los
cerrados y ensangrentados párpados de Aru, cuando Jasón quedó prisionero de
los ojos del Maestro. No le fue posible desviar la mirada. Fue como si el universo
entero lo hubiera visitado. Los ojos, más expresivos que nunca, más vivos y
habladores, a pesar del silencio, se humedecieron. Y el rostro entero, dorado
por aquel sol cómplice, se transfiguró. Jasón vio la luz que lo bañaba y que se
convertía en su verdadera piel. Entonces, una lágrima rodó y se escondió en la
desordenada barba. Pareció una lágrima azul… Quizá fue la misericordia lo que
hizo rodar aquella lágrima azulada. Quizá fue su infinita piedad, el amor, el que
abrió la puerta de la ternura, conmocionando hasta la última célula de Jesús de
Nazaret. Él había aparecido en un mundo imperfecto y cruel, y ahora tenía a una
de esas imperfectas criaturas entre las manos. Quizá esa mezcla de misericordia,
piedad, amor y ternura hizo el prodigio…
Assi volvió con el agua y su inseparable caja de madera, en la cual tenía
todo “lo necesario” para ejercer como médico o auxiliador. Y con él, Denario y
Hasok, otro singular personaje que vestía una larga túnica roja que lo cubría
hasta los pies, ocultando, incluso, las manos. La cabeza estaba cubierta por un
manto negro. Del ceñidor de cuerda colgaba un manojo de largas y pesadas
llaves.
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Assi reclamó la atención de Hasok y ordenó que liberase el pie del negro.
El embozado permaneció indeciso. Era comprensible. Pero el esenio repitió la
orden: “Tinieblas, haz lo que te digo”. Y Hasok (“tinieblas” en arameo) soltó el
grillete y tras arrojar la cadena al pie de la choza, se mantuvo inmóvil y vigilante.
El Maestro retiró el “apósito” y verificó con satisfacción que la sangre
había empezado a coagular. Assi le proporcionó un nuevo trozo de tela
empapado en agua, y Jesús, con idéntica paciencia y delicadeza, dedicó un
tiempo a una minuciosa limpieza de la herida, retirando los granos de lava que
permanecían enterrados en la brecha. Assi abrió la caja de madera y le mostró
al Galileo algunos de los remedios que había que utilizar para ayudar a Aru.
Luego ayudó con el vendaje en torno a la cabeza y, cuando estaba terminando,
Aru abrió los ojos. Assi se echó atrás, tomando su caja. Jesús no se movió. El
negro paseó sus enormes y sorprendidos ojos a su alrededor y, al reparar en
Tinieblas, se incorporó asustado.
El Maestro, de rodillas, lo dejó hacer. Aru retrocedió un paso y,
súbitamente, se detuvo. Lanzó una ojeada al suelo de ceniza y, al comprobar
que no estaba encadenado, se inclinó y palpó el desollado tobillo izquierdo. Así
permaneció unos segundos. Y en cuclillas, entre la sorpresa y la confusión, Aru
desvió la mirada hacia el Galileo. El Maestro no movió un músculo. Tenía la vista
fija en el verde manzana de los ojos del corpulento muchacho. Ninguno de los
dos parpadeó. Y de la inicial firmeza, la mirada de Jesús se llenó de una dulzura
que podía tocarse. Y aquel hilo invisible entre el Dios y el hombre propició un
benéfico final.
Aru, para sorpresa de todos, sonrió. Se relajó y, curioso, tocó el vendaje
que protegía la ceja lesionada. El negro se alzó de nuevo. No parecía exhausto,
todo lo contrario… Reparó en su desnudez y, en un gesto instintivo, fue a tapar
sus genitales con ambas manos. Miró avergonzado y terminó por bajar la
cabeza.
El Maestro alivió la incómoda escena. Se deshizo del manto color vino y,
despacio, fue al encuentro de Aru. El negro, al principio, retrocedió. Jesús le
mostró el ropón de lana y, sonriente, siguió caminando. El muchacho,
comprendiendo, aguardó y el Galileo fue a cubrirlo. Y el Maestro, feliz, abrazó al
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joven. Aru, más confuso si cabe, no reaccionó y dejó hacer al extraño Hombre.
Poco después, tras aconsejar que le dieran de comer, el Galileo retornó al centro
del “kan”. Tinieblas, Denario y Eliseo lo siguieron. Jasón y Assi quedaron allí
vigilantes. Y el joven negro, arropado con el manto de Jesús, se dejó caer sobre
la ceniza, sentándose junto a la cadena. Al poco, Tinieblas retornó con dos
escudillas y las colocó frente al negro. Era pan oscuro y un cargado racimo de
uva blanca. Aru observó los alimentos y sonrió, con gratitud. Troceó el pan y
comenzó a comer con avidez. Luego, se recostó sobre la ceniza y cerró los ojos.
Assi y Jasón se retiraron, sin poder comprender lo que había ocurrido.
Concluidas las labores de alimentar a todos los enfermos del “kan”, Assi,
Jesús y Jasón se sentaron a descansar y a conversar al lado de la fogata. Al poco
se acercó Tinieblas, mano derecha de Assi en aquel lugar. Aunque no era un
fanático de la Ley, Assi creía en ángeles y demonios, en la pureza de la raza y en
las consecuencias de los pecados de los padres en su descendencia, de acuerdo
con las enseñanzas de Yavé.
Tinieblas, lentamente, retiró el ropón que lo cubría. El fuego lo iluminó y
Jasón comprendió por qué siempre se presentaba embozado. Sufría un mal que
provocaba el miedo y la repulsa de cuantos lo rodeaban. Era un “cara de perro”,
otro pobre enfermo aquejado de un hirsutismo o abundancia de pelo duro y
recio que afeaba el rostro y, probablemente, la totalidad del cuerpo. Las
conjuntivas enrojecidas, la carencia de dientes y las encías ulceradas e
inflamadas terminaban por convertirlo en un ser humano repulsivo, más
próximo al mito del hombre-lobo que a la triste realidad de un síndrome de
origen cromosómico. Por eso lo llamaban Hasok o Tinieblas. Difícilmente se lo
veía de día, y mucho menos con la cara descubierta. Sin embargo, todos lo
querían y lo respetaban. Su corazón, ignorando su propio problema, era amable
y cariñoso. Siempre estaba dispuesto a colaborar y a socorrer a los más débiles.
En su momento, en plena vida pública del Maestro, se convertiría en una
notable “referencia” para Eliseo.
Tinieblas agradeció a Jasón que no desviara la mirada y que no diera señal
alguna de horror o de rechazo y, sonriendo con los ojos, volvió a cubrirse,
humillando la cabeza.
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Assi trató en vano de ayudarlo. Lo suyo era incurable. Tinieblas confesó
que era un “halal”, un hijo ilegítimo de un sacerdote. Su madre, una esclava, fue
violada por uno de esos perros del Templo de Jerusalén. El gran “pecado” de
Tinieblas fue el hecho de haber sido concebido en una unión no autorizada por
Yavé. Esta mancha era una indignidad, y naturalmente Dios lo castigaba con
extrema crueldad. Éste era el pensamiento de Assi.
“Así lo quiere el Santo, bendito sea su nombre…”
Assi se alzó y tras desearles la paz, se dirigió hacia una de las cabañas.
Tinieblas iba tras él. Debían madrugar.
“¿Crees que el Padre lo quiere así? –replicó el Maestro–. ¿Crees que el
Padre condena a sus hijos a la enfermedad?”
“Lo importante, Señor, no es lo que yo crea, sino lo que ellos entienden.
Tú has enseñado que ese Padre es amor…”
En aquel tiempo, la enfermedad era una consecuencia directa del pecado.
Fue inventada por los mesopotámicos. La Biblia está sembrada de alusiones a
esa trágica ecuación: pecado = cólera divina = castigo (enfermedad).
“Lo que tú observes, lo que oigas y, sobre todo, lo que termines por creer,
sí es importante. Eres un enviado. Después, cuando regreses, sé fiel. Otros
descubrirán la verdad de tu mano. ¿Es importante o no?” Sonrió, acogedor.
“Responde a mi pregunta: ¿consideras que el Padre desea el mal y la
enfermedad?”
“Si yo tuviera un hijo, nunca lo castigaría con una enfermedad.
Probablemente –rectificó Jasón–, no lo castigaría…”
“En verdad te digo, Jasón, que estás próximo a la esencia de la cuestión. El
problema es que no conoces al Padre –todavía– y, por tanto, no sabes que las
palabras ‘castigo’ y ‘pecado’ no son concebibles para Él. Sois vosotros los que
habéis levantado esas calumnias contra Dios.”
El Maestro percibió la confusión de Jasón y, con una sonrisa, continuó:
“Empecemos por el final. ¿Qué es para ti el pecado?”.
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“Si yo fuera religioso, lo entendería como una transgresión de las leyes y
preceptos divinos.”
“¿Y cuáles son esas leyes y normas?”
Jasón quedó sorprendido. Jesús conocía la Torá y los 613 mandamientos
revelados por Moisés (365 prohibiciones, según el número de días del año solar,
y 248 órdenes positivas que –decían– correspondían a las partes del cuerpo
humano).
“¿Crees que el Padre dictó esas leyes?”
“Tengo entendido que fue Yavé…”
La mirada, como una daga, advirtió a Jasón.
“No estoy hablando de Yavé, sino del Padre, el Número Uno, como dice
Eliseo…” Y continuó: “¿Sabes cuál es la única ley para el Padre?”.
“El amor. Eso lo sabemos por ti…”
“Y el profeta Amós lo resumió en un solo mandamiento: ‘Buscadme y
viviréis’. Eso es lo que solicita el Padre: buscarlo. Ésa es la única ley.”
Y continuó: “Pues bien, dime: ¿qué castigo puede derivarse del
incumplimiento de esa ley? ¿Crees que si el hombre no busca a Dios es un
pecador?”.
Jasón quedó perplejo, una vez más.
“Pero ésa, querido amigo, aun siendo importante, no es la cuestión
principal. El problema, como te decía, es que la inteligencia humana no está
preparada para entender la naturaleza del Número Uno. Es lógico… Hay una
distancia tan inmensa que ninguna mente humana puede sospechar cómo es el
Padre. Lo finito (lo sabes muy bien) no está hecho para lo infinito. Mientras
viváis sumergidos en el tiempo y en el espacio, no podréis intuir siquiera qué
hay más allá, en las regiones del espíritu.”
Jesús alivió la tensión. Señaló el negro y parpadeante firmamento y
preguntó: “¿Podría captar la mente de Aru el orden que rige las estrellas? Y, si
no es así, ¿cómo aceptar que pueda ofenderlas? ¿Por qué sois tan vanidosos y
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engreídos? Si ni siquiera comprendéis a Dios, ¿cómo os atrevéis a colocarlo a
vuestro nivel? ¿Cómo es posible que lo juzguéis capacitado para ser ofendido y
para castigar?”.
“… ¿Pecar? ¿De verdad estimas que una criatura física puede molestar,
injuriar o provocar a Dios? ¿Crees que Dios es humano?”
“Tú, sin embargo, has hablado (y hablarás) del pecado y los pecadores…”
“Os lo dije una vez: cuando llegue mi hora hablaré como un educador. Tú,
mejor que nadie, deberías entender a qué me refiero. Habrá momentos en que
mis palabras deberán ser tomadas como una aproximación a la verdad. Ellos –
añadió, refiriéndose a los que habitaban el “kan”– son la consecuencia de una
época. Sólo conocen un lenguaje… Vosotros, en cambio, estáis más cerca…”
“Si el pecado no existe, al menos como ofensa al Padre, ¿qué sucede con
los asesinos, ladrones, etcétera? ¿No son pecadores?”
El Hijo del Hombre dibujó una media sonrisa y negó con la cabeza.
“Una cosa es intentar ofender al Padre (imposible, como te he dicho) y
otra muy distinta causar daño a tus hermanos, los seres humanos. Cuando
alguien incumple esas leyes, está infringiendo las normas que rigen entre los
hombres. No confundas ese pecado con el otro…”
“Pero, a fin de cuentas, Dios castiga a esos pecadores, digamos, ‘de
segunda’…”
“Nuevo error, querido Jasón. El Padre es amor. Ya lo hablamos. Si el
pecado no forma parte de la conciencia de Dios, y así es, ¿por qué pensar que es
un juez castigador? Ni pecado ni castigo son conceptos comprensibles para el
Amor. Y Él, tu Padre, el Número Uno, es el Amor…”
“Lo sé, con mayúsculas.”
“¿Crees entonces que Él desea y envía enfermedad?”
Y continuó: “¿Puedes admitir que una persona enamorada imagine
siquiera cómo ofender y castigar a su hombre o mujer amados?”.
111
“El Padre (no Yavé) no lleva las cuentas. Te lo dije: confía. Ahora estáis
ciegos. Pero algún día se hará la luz en vuestras inteligencias. Todo obedece a un
orden, incluida la maldad.”
La palabra “orden” se propagó en el interior de Jasón. Era algo nuevo para
él.
“Lo sabes muy bien, Jasón. La enfermedad no es un castigo divino. Su
origen es otro. La enfermedad sólo existe en los mundos materiales. Forma
parte del proceso natural. Pero ¿cómo explicárselo a estos pequeñuelos?
¿Podríais hacerlo vosotros?”
“Necesitan tiempo”, murmuró Jasón con tristeza.
“Y vosotros también… Confía, querido amigo. Sólo se os pide eso:
confianza. En el amor no hay resquicios.”
“Entonces, Yavé, ¿quién es?”
“Di, mejor, quién fue…”
“Éste es otro momento en el que mis palabras sólo pueden aproximarse a
tu realidad. Digamos que fue un ‘instrumento’…”
“¿Quieres decir que no era Dios?”
Jesús no respondió. Su mirada buscó los rojos de la hoguera.
“¿Por qué tanta confusión?”
El Maestro volvió a negar con la cabeza. En parte Jasón comprendió su
impotencia a la hora de transmitir ideas.
“Te lo he dicho. Todo obedece a un orden. Nada es casual. Lo que tú
estimas como confusión es falta de perspectiva. Acabas de ser imaginado por Él.
Acabas de aparecer como criatura mortal. Todo te parece confuso. Eres un
recién llegado. Confía y recibirás la información…, en el momento adecuado.
Éstos conciben a Dios como un juez y creen que el ideal es la total sumisión a sus
preceptos. La justicia divina (para ellos) es algo lógico. En el futuro, gracias a
mensajeros como tú, eso cambiará. El mundo recordará mis palabras.
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Reconocerá el verdadero rostro de ese Dios-Padre y, sencillamente, lo
buscará…”
“Un momento –lo interrumpió Jasón–, ¿estás diciendo que algún día, en
el futuro, la justicia divina desaparecerá? No es fácil concebir a un Dios sin
justicia…”
“Ahora, así es. Ése es el orden del que te he hablado. El amanecer llega
siempre después de la oscuridad. Pero habrá un mañana y el mundo descubrirá
que el Dios justiciero (como Yavé) forma parte de un tiempo pasado. Es más: te
diré algo que ya deberías saber…”
Jesús observó a Jasón con picardía.
“El Padre nunca ha sido justo… Al igual que sucede con el concepto de
pecado, sois vosotros, los hombres, quienes habéis decidido que Dios imparta
justicia…”
“¿Y no es lo justo?”
“El amor no precisa de la justicia. Insisto: es el ser humano el que se
empeña a hacer a Dios a su imagen y semejanza. Yo dije en cierta ocasión que la
divina justicia es tan eternamente justa que incluye, inevitablemente, el perdón
comprensivo. Ahora, en el silencio de este lugar, te digo que mis palabras se
quedaron cortas. Ahora, y a ti, mi querido mensajero, te digo que el Padre jamás
ha necesitado de la justicia. Si el pecado, como ofensa a la divinidad, no forma
parte de la conciencia de Dios, ¿dónde queda la justicia? ¿Comprendes el
porqué de mis palabras? ¿Comprendes cuando digo que Dios nunca ha sido
justo?”
“Permite, Señor, que vuelva sobre mis pasos. Si el Padre no precisa de la
justicia, ¿qué hacemos con los malvados? ¿Quién los juzga? ¿Cómo y dónde
pagan sus atrocidades?”
El Hijo del Hombre inspiró profundamente. Sus ojos, lejos de reprochar,
miraron a Jasón con dulzura, y le dijo: “Éste es un lugar especial –hablaba de la
Tierra–. Aquí, por expreso deseo de la divinidad, se autoriza todo: lo más noble
y lo más bajo. Pero eso, Jasón, no significa que la creación se le haya ido de las
113
manos al Padre. Te lo he dicho: nada escapa al amor del Número Uno. La
maldad, incluso, forma parte del juego…”.
“Pero, ¿quién hace justicia?, ¿quién pide cuentas?”, insistió Jasón.
“También lo hablamos. Después de la muerte, nadie juzga. El amor no
juzga. Sé paciente y confía. Existe un orden que tú apenas distingues…”
“Entonces, ¿qué debemos hacer?”
Jesús respondió con una sola palabra: “¡Yeda”!... ¡Dar gracias!”.
Así terminó aquella intensa jornada.
Al día siguiente, 18 de septiembre, se despertaron con revuelo en el
“kan”. Eliseo informó a Jasón que Aru había desaparecido. Minutos después,
Jesús se despidió de Assi y reemprendió la marcha hacia la carretera principal.
Fue a la vista de la posada de Sitio, el homosexual de Pompeya, cuando la
marcha se vio alterada. Un individuo, a la carrera, se dirigía hacia el Maestro. Al
llegar a su altura, se arrojó a sus pies, abrazándolos. ¡Era Aru!
De pronto, Aru retiró el ropón color vino que lo cubría y se lo entregó a
Jesús. Quedó desnudo. Jasón recorrió el musculoso cuerpo y descubrió que las
heridas del tobillo izquierdo, consecuencia del grillete, habían desaparecido. El
Maestro, sonriente, aceptó la entrega del manto y por toda respuesta, abrazó al
joven. Luego, invitó a sus amigos a seguir camino.
Y finalmente, llegaron a Nahum. Rodearon la aduana y el Maestro avanzó
por los senderillos que esquivaban los muretes de piedra negra que delimitaban
las decenas de frondosos huertos. Algunos respondieron al saludo del Maestro,
llamándolo por su nombre: “Yehosu´a” o “Yeshúa” (el Hijo del Hombre nunca
recibió el nombre de Jesús. Esa designación fue muy posterior, producto de la
“occidentalización” de su nombre). Y terminaron desembocando en el “cardo”,
la calle principal de Nahum. Siguieron caminando hacia el sur, en dirección al
puerto. Quizá a un centenar de metros del muelle, el Maestro se detuvo. La
mirada quedó fija en un muro de unos tres metros de altura. Era una típica
construcción de Nahum: piedra negra basáltica, con los intersticios rellenos de
barro y guijarros. Corría a lo largo de unos veinte metros y casi en el centro, se
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abría un portalón, a cuya base se llegaba subiendo tres escalones. Aquel
sistema, elevando el nivel de las construcciones, era muy útil. En invierno, con
las fuertes lluvias, evitaba que el agua inundara las casas.
Súbitamente, el Maestro entró y se perdió por el portalón de la casa judía
que había contemplado con tanto interés.
Jasón y Eliseo quedaron allí, sin saber qué hacer. De pronto, oyeron unos
gritos. Parecían voces de mujeres. Los vecinos se arremolinaron curiosos. Y
Jasón, como pudo, trató de ver qué sucedía en aquel patio abierto.
Lo primero que vio fue a una mujer que abrazaba fuertemente al Galileo.
Era joven. Detrás, otra mujer contemplaba la escena, con un niño sentado a su
lado.
“¡Es el “tektôn”! –exclamaron algunos de los que espiaban en el portalón–
¡Es el carpintero!... ¡Ha vuelto!”
Y la Señora, con el niño, se unió al abrazo, repitiendo: “¡Yeshúa!... ¡Has
vuelto!...”.
Era Miryam o María –la Señora–, la madre de Jesús de Nazaret. En ese
momento contaba con unos cuarenta y cinco años de edad. Conservaba parte
de su belleza: los ojos rasgados, color verde hierba, y los cabellos oscuros,
peinados con raya al medio y recogidos en la nuca.
“¡Decían que había muerto!”, aseguró uno de los vecinos.
“¡No –terció otro–, la familia mantenía que se hallaba en Alejandría,
estudiando!”
Jasón empezó a comprender. El Maestro había permanecido ausente
durante casi cuatro años, con dos o tres breves y esporádicas visitas a los suyos.
Fue el tiempo de los grandes viajes. Una etapa “secreta” –la única– que jamás
fue desvelada. Y corrió el rumor, efectivamente, de que el carpintero de Nazaret
estaba muerto o desaparecido. La última vez que lo había visto la Señora había
sido hacía cinco meses.
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Jasón notó que aquel abrazo de la Señora no fue tan efusivo como el de
su hermana menor, la pelirroja Ruth. ¿Por qué?
Al situarse en el umbral, Jasón y Eliseo repararon en la tercera mujer.
Estaba pegada a una de aquellas bajas e incómodas puertas. Estaba
embarazada. Era Esta, la esposa de Santiago, hermano del Maestro. Parecía
huidiza. Jesús se le acercó sonriente, esperó un saludo o una palabra de
cortesía. Esta, aturdida, sólo replicó con una media sonrisa.
Jesús, viendo a sus amigos, se dirigió a su madre y le susurró algo. La
Señora se acercó y, tras desearles la paz, rogó que tomaran posesión de la casa.
Ambos se sentaron bajo el granado. Las mujeres entraron en la casa.
Jasón aprovechó el momento para tomar referencias del lugar.
El patio a cielo abierto tenía forma de “L”. Dividía la propiedad en cuatro
bloques o unidades familiares. A la derecha del portalón se alzaban dos
dependencias. La primera se hallaba habitada por Santiago y su familia. Era el
único edificio de dos plantas. Una escalera de piedra, adosada a la fachada,
permitía el acceso a la azotea. La siguiente unidad, pegada a la anterior, era la
casa de la Señora. En ella vivía Ruth. Disponía de otra escalera exterior, que
conducía, igualmente, al terrado. Allí, frente a la puerta de entrada, a tres
metros, se abría un joven granado. Era el lugar habitual en el que se reunía la
familia durante el buen tiempo. Allí se desayunaba, se cenaba y se recibía a los
amigos. Junto a la casa de la Señora y de Ruth, se hallaba el corral. Allí tenían las
gallinas. Y en un rincón, junto a un cobertizo, se veía otra puerta. Era el llamado
“cuarto secreto”: un entarimado, un par de jofainas de metal y varias esponjas,
pinchadas en la pared, a un metro de la tarima, en sendos clavos, era todo el
ajuar del váter familiar. La chirriante puertecilla de tablones que cerraba el
corral hacía esquina con el tercer edificio, también de piedra negra. Se trataba
de la cocina-comedor, habitualmente utilizada en invierno, cuando el clima no
permitía estar en el patio. La sala, con dos niveles, era muy parecida a la casa de
Nazaret. Al fondo de la “L” había otra puerta, casi siempre cerrada, que
comunicaba con el exterior. Era una especie de “salida de emergencia”, utilizada
en muy raras circunstancias. Frente a la cocina de “invierno” se alzaba la cuarta
unidad familiar, similar a las anteriores, en el flanco izquierdo del patio. Era el
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granero y despensa. En él se había cavado una cisterna en la que se almacenaba
agua de lluvia. Todas las puertas, anchas y bajas, obligaban a agacharse. Y todas
presentaban la correspondiente cortina, hecha con una red embreada, que
protegía el interior de los insectos y de las miradas indiscretas. Aquel tipo de
patio era común en Nahum y en muchas otras poblaciones de las orillas del
“yam”. Era allí, sobre las lajas de piedra negra, a la sombra de los árboles y entre
las flores, donde discurría buena parte de la vida de los galileos, y por supuesto,
donde vivió también el Hijo del Hombre.
Jesús reapareció en el patio. Había cambiado su habitual túnica blanca,
por una de lino, pero en un rojo fuego, muy llamativo. En las manos portaba el
vástago de olivo que le habían obsequiado sus amigos semanas atrás, en el
Hermón. Se acercó a un cantero cercano a la despensa y se dispuso
cuidadosamente a plantar el retoño de olivo. Luego, se acomodó al lado de
Jasón y Eliseo, sobre las esteras. El Hijo del Hombre amaba el silencio… Y así
quedó, pensativo, hasta que Eliseo lo interrumpió con algo que lo tenía
intrigado. ¿De quién era aquella casa? ¿Por qué se habían trasladado de Nazaret
a Cafarnaum o Nahum?
Jesús, comprendiendo a sus amigos, cerró los ojos y fue recordando.
Sucedió cuatro años atrás, en diciembre-enero. En ese año 21 de nuestra era, en
una lluviosa mañana de domingo, Jesús se alejó de Nazaret. Quería ver mundo,
conocer a la gente. Su madre y sus hermanos no comprendieron… Estaba a
punto de estrenar la magnífica y secreta etapa de los viajes por el Mediterráneo
y por el Oriente.
Pero el Destino le salió al encuentro. Fue en el “yam” (lago), en la vecina
población de Saidan. Allí vivía una familia con la que José, su padre terrenal,
guardó siempre una entrañable y estrecha relación.
“Zebedeo”, pronunció Jesús sonriendo.
El viejo pescador y constructor de barcos era socio y amigo de José.
Habían trabajado y hecho negocios juntos. Toda la familia de Saidan conocía y
estimaba a Jesús. Por eso, cuando Él se presentó en el caserón de la playa, fue
recibido con los brazos abiertos. Fue en ese mes de enero cuando el Maestro
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inició su amistad con la citada familia. Fue en ese inicio del año 21 cuando
intimó con los hijos del patriarca, en especial con Juan.
Los Zebedeo necesitaban mano de obra en el pequeño astillero y,
conociendo la habilidad de Jesús como carpintero y forjador, le propusieron que
trabajara con ellos. Y Jesús aceptó. Vivió en el caserón de Saidan durante trece
meses. Todos lo querían, especialmente las cuatro hijas, hermanas de Santiago,
Juan y David. Durante esos meses, como prometió, Jesús envió dinero a su
familia de Nazaret. Sólo en octubre visitó de nuevo a su madre y asistió a la
boda de Marta, la segunda de las hermanas. Después desapareció y la Señora no
volvería a verlo en dos años. El Maestro se inscribió en el censo de Nahum. Allí
pagó sus impuestos. Este pueblo fue, en definitiva, “su ciudad”. Jesús figuró
como “artesano especializado”, sin más.
Y en el mes de marzo del año 22, el Galileo siguió su Destino. Ante la
desolación de los Zebedeo, se despidió, rumbo al sur, e inició el primero de sus
dilatados y apasionantes viajes. Antes de emprender el camino, el Maestro
solicitó un favor de su amigo Juan Zebedeo. Durante su ausencia debería enviar
regularmente una cierta cantidad de dinero a su madre, en Nazaret. Jesús había
preferido recibir una pequeña suma mensual –a cuenta del salario establecido–,
y guardar el resto para un futuro. Ahora era el momento de echar mano de esos
denarios, auxiliando así a su gente. El Zebedeo aceptó, comprometiéndose a eso
“y a lo que fuera menester”.
Cuando Juan le preguntó sobre el destino de su viaje y de su retorno,
Jesús respondió: “Eso lo decide mi Padre. Regresaré cuando sea mi hora”. El
Zebedeo no comprendió. Tampoco era su hora… Y Juan cumplió con su palabra.
Con el dinero acumulado respetó lo pactado e hizo algo más. Durante dos años
envió mil doscientos denarios de plata a la Señora, y con el resto –otros mil– se
aventuró a comprar una casa en Nahum. Justamente en la que ahora
descansaban. Pagó la hipoteca y procedió a la liquidación de la deuda,
extendiendo el título de propiedad a nombre de su amigo, “Jesús de Nahum”.
De esta forma, mientras se hallaba ausente, el Maestro se convirtió en
propietario. Fue la única propiedad a lo largo de toda su vida…
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Y a finales del año 23, al regresar a Nahum, el Maestro se encontró con
una doble y grata sorpresa. Por un lado, la titularidad de la referida casa, muy
cerca del muelle, y por otro, la presencia de Santiago, su hermano, en el astillero
de los Zebedeo. A petición de la familia de Saidan, Santiago había ocupado el
puesto que había dejado vacante Jesús. La vivienda era lo suficientemente
grande como para acoger a varias personas. Así que, generoso, el Galileo invitó
a Santiago y a Esta a que se trasladaran a la “casa de las flores” como la llamaba
Jasón. Y allí seguían, ocupando la primera de las dependencias.
Jesús acudió a Nazaret y visitó de nuevo a los suyos. Algunos lo creían
muerto. Otros estimaban que se hallaba en tierras de Egipto, estudiando en las
prestigiosas escuelas rabínicas. Ninguno acertó.
Y en el mes de marzo del año 24, el Maestro asistió a una doble boda: la
de Simón y Judá, sus hermanos, de 22 y 19 años, respectivamente. Sólo Ruth se
hallaba soltera. Era la única que vivía con María, la Señora.
Y el Destino volvió a llamar a la puerta del Galileo… Un segundo viaje
estaba a punto de iniciarse. Un viaje que se prolongaría durante otro año. Pero
antes de partir, el primogénito reunió a la familia y sugirió la posibilidad de un
traslado: la Señora y Ruth, “la pequeña ardilla”, podían mudarse a la casa de
Nahum, en compañía de Santiago. La idea fue discutida y, finalmente, aceptada.
La situación en Nazaret, además, merced a las venenosas intrigas del saduceo
Ismael, el responsable de la sinagoga, se complicaba día a día.
Y en abril de ese año 24 de nuestra era, al poco de la partida del Hijo del
Hombre hacia el este, su madre y su hermana viajaron a Nahum y se instalaron
en el edificio contiguo al de Santiago y Esta. Salvo contadas ocasiones, la Señora
no regresó a Nazaret. Vivió en Nahum y, al parecer, allí murió, al año más o
menos, de la crucifixión de Jesús (abril del año 30). Y allí, probablemente,
siguieron los restos, afortunadamente, en el anonimato.
Ruth acababa de cumplir 16 años…
En abril del año 25, el Maestro dio por finalizado su segundo viaje,
retornando a Israel. Pero fue por poco tiempo. Tras una fugaz visita a la familia,
119
se alejó nuevamente y desapareció. Jasón y Eliseo lo encontraron en agosto, en
la cadena montañosa del Hermón, al norte.
Ese día, 18 de septiembre, Jesús había regresado a Nahum, a su casa,
después de cinco meses de ausencia.
Hacia las cuatro de la tarde, advirtieron la llegada de Santiago, el hermano
de Jesús. Al reconocerlo, se apresuró a reunirse con el grupo, abrazando y
besando a su hermano mayor. Tras las presentaciones de rigor –Jesús calificó a
sus acompañantes como “compañeros”–, Santiago se excusó y se retiró al
interior de su vivienda. Esta, su mujer, fue tras él.
Jasón intuyó que había algo extraño en la actitud de Santiago. Y asoció
ese “algo” con el rostro frío y severo de la Señora. Ambos parecían distantes. Al
poco, en el interior del inmueble de doble planta, se oyeron voces. El
matrimonio discutía. Jasón sólo captó una frase, pronunciada por el hombre:
“¿Por qué ha vuelto?”. La Señora miró con cierto reproche a Jesús. Lo hacía
responsable de la discusión entre Esta y Santiago. María y Ruth estaban
preparando la cena. Esta se unió a ellas y Santiago se acercó a su hermano y sus
compañeros. Santiago miró muy serio a su hermano. Jesús bajó la mirada, sin
decir nada. La Señora fue la primera en reaccionar e interrumpiendo el majado
de las especias, con voz segura, teñida por la tristeza, reprochó a Jesús: “¿Es que
nunca cambiarás?”.
Santiago movió la cabeza afirmativamente, apoyando a la madre.
“Eso, querida mamá María, está en las manos del Padre…”
Y antes de que la mujer replicara, el Galileo, alzándose, se alejó hacia la
casa de la Señora y de Ruth. Y desapareció tras la red… Nadie dijo nada. Y pocos
minutos después, Jesús volvió con su saco de viaje entre las manos. Todos, al
verlo, se equivocaron. El Maestro avanzó hacia el granado y arrodillándose
sobre las esteras, procedió a buscar en el interior del petate. Y misterioso, fue
extrayendo pequeños bultos envueltos en lienzos blancos. ¡Eran regalos! Los fue
repartiendo a cada uno, tan feliz o más, que sus hermanos.
La cena discurrió en una discreta calma. Ruth trató de sonsacar a su
hermano sobre los viajes, pero Jesús se resistió. Y esquivó el acoso de la
120
pelirroja respondiendo con una parte de la verdad: “Me he limitado a estudiar a
los hombres…”.
“Pero, ¿por qué? –insistió la muchacha–. ¿Por qué dejar a los tuyos para
estudiar a los extranjeros?”
“Ésa es parte de mi misión. A eso he venido…”
La Señora, atenta, no desaprovechó la ocasión y proclamó con sarcasmo:
“¿A eso ha venido?... ¿Abandona a su familia durante casi cuatro años para
estudiar a los gentiles? ¡Cuatro años sin noticias!”.
Jasón, con el tiempo, pudo comprender lo que estaba pasando: La familia,
a excepción hecha de Ruth y de Judá, otro de los hermanos de Jesús, no
perdonó las prolongadas ausencias del Maestro. Mejor dicho, sus dilatados
silencios. Jesús no había dado señales de vida en dos años. Nadie supo si estaba
muerto, prisionero de los bandidos o esclavizado en alguna remota región. Y la
madre se consumió en una dolorosa agonía. Después fue otro año. Y de nuevo
la incertidumbre. Después, otros cinco meses…
“Tres años y medio de silencio ha sido mucho para todos. Jesús ha
regresado, pero eso no justifica el dolor provocado a la familia.” Ésa fue la
respuesta que dio Santiago a Jasón al respecto. El Maestro, naturalmente, tenía
otra forma de ver las cosas… Pero además, el problema de fondo que estaba
condicionando la actitud de la Señora y de Santiago era otro. El origen de aquel
malestar, de las críticas y de la tristeza de la Señora se hallaba a gran
profundidad, en lo más remoto del pensamiento de la madre de Jesús. El viejo
sueño de María se había esfumado. Casi no quedaba nada de lo construido a
raíz de la promesa del ángel Gabriel.
La oscuridad cayó de repente y las mujeres se apresuraron a encender las
lámparas de aceite y las depositaron sobre el enlosado del patio. Era tarde. Tras
desearse la paz, todos se retiraron a descansar. Sólo Jesús quedó con sus dos
compañeros. Los contempló y manifestó: “Ahora descansad… Yo siempre estoy
con vosotros, aunque dejéis de verme. El Padre tiene planes a los que, por
ahora, no tenéis acceso, pero confiad”.
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Jesús tomó las lucernas de barro, y los condujo hasta el lugar donde
descansarían: el terrado existente sobre la “cocina de invierno”. En esos
momentos, todavía temporada seca y calurosa, muchos de los vecinos de
Nahum y del “yam” preferían estas zonas a la hora de dormir. Las terrazas eran
la segunda vivienda. Allí se extendían los frutos, las cebollas y el lino para su
secado, y allí se lavaba, se tendía la ropa, se hilaba e, incluso, se rezaba. Era otro
lugar habitual de tertulia, juegos o retiro.
Jesús se despidió con un nuevo “Confiad…” y desapareció por la escalera
exterior. Jasón y Eliseo conversaron acerca de la conveniencia de buscar otro
alojamiento, visto el agrio ambiente que había en la familia. Y así lo decidieron.
Al alba de ese 19 de septiembre, de acuerdo con lo planeado, partieron de
Nahum. Jesús, sonriente, les deseó paz y repitió nuevamente: “Confiad…”.
El domingo 23 de septiembre Jasón y Eliseo regresaron a la “casa de las
flores”. Preguntaron por el Maestro y, sorprendidos, recibieron de Esta la
noticia de que no estaba, que se había marchado ese mismo día al amanecer. La
Señora le había preguntado por sus planes y Jesús le dio un solo dato: deseaba
estar a solas con su Padre, en la Ciudad Santa… Eso fue todo. María, desolada
por esta nueva marcha, cayó en otro episodio de profunda tristeza. Ruth y Esta
intentaban consolarla…
Jasón recordó las palabras del rabí poco antes de que los condujera al
terrado: “El Padre tiene planes a los que, por ahora, no tenéis acceso… Confiad”.
Los compañeros de Jesús decidieron salir de inmediato hacia Jerusalén. Lo
seguirían por el valle del Jordán. A cinco kilómetros del “yam” terminaba la
Galilea y empezaba otra región –la Decápolis–. El nuevo territorio, hacia el sur,
hacía frontera con la Perea de Herodes Antipas. Al llegar a la aldea de Yardena,
decidieron buscar un lugar donde pasar la noche. Allí supieron, por un grupo de
pastores de ovejas que se dirigían hacia el norte, que en las confluencias de los
ríos Jordán y Yaboq vivía un hombre que estaba revolucionando la región. Unos
aseguraban que era un profeta. Otros dudaban. Un iluminado más… El valle
entero, sin embargo, hablaba de él. Todos sentían curiosidad. Todos deseaban
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verlo y oírlo. Todos terminaban discutiendo sobre su misión. El nombre los dejó
sin habla: “Yojanán” o “Yehohanan” (el Bautista).
Y el Destino llevó a Jasón y a Eliseo hasta el vado de las Columnas, lugar
en el que acampaban los seguidores del Bautista. Allí tuvieron oportunidad de
conocer al Anunciador y de escuchar sus palabras. Eliseo enfermó y el planeado
viaje a Jerusalén quedó suspendido.
El jueves 18 de octubre, hacia la hora tercia (las nueve de la mañana),
Jasón y Eliseo se aproximaron a la “ciudad de Jesús”. Tal como lo habían
planeado, lo primero que hicieron fue buscar un hospedaje. Y lo encontraron en
un edificio, todavía en construcción, que se levantaba a escasa distancia de la
“casa de las flores”, la vivienda propiedad del Maestro. Para ser exactos, a unos
cincuenta metros, en la mano opuesta. Se trataba de una “ínsula”, un bloque de
casas populares de tres plantas, habitadas, en su mayoría, por las familias
menos pudientes.
Luego se encaminaron al mercado o plaza habitual de Nahum para
abastecerse de víveres. Jasón se detuvo en uno de los tenderetes, tratando de
elegir unos patos. Y en ese momento sintió una mano en su hombro izquierdo.
Sintió un escalofrío. Aquella mano… Y al volverse vio al Maestro sonriente, con
aquella luminosa mirada color miel. Jasón no supo qué decir. Jesús lo atrajo con
fuerza hacía sí, y tras besarlo en la mejilla derecha y luego, en la izquierda, le
susurró al oído: “¡Gracias por confiar!”.
¿Qué hacía Jesús en el mercado? Entre los judíos, eran los varones los que
se ocupaban de ir regularmente a la plaza, a comprar los artículos de primera
necesidad.
Jesús saludó a Eliseo con el mismo afecto y durante un rato se interesó
por las andanzas de sus amigos. Se limitó a escuchar con atención. No hizo
ningún comentario cuando le hablaron de Yehohanan. Y así llegaron a la “casa
de las flores”. La casa se hallaba vacía. La Señora y sus hijas regresarían antes
del ocaso. Se encontraban en la vecina Migdal. Allí vivía y trabajaba Judá, el
hermano menor, el que fue la oveja negra de la familia. Ahora, casado y con un
niño pequeño, había perdido la antigua agresividad. Había cumplido 20 años.
123
Se acomodaron bajo el granado y Jasón se interesó por el viaje del
Maestro a Jerusalén. Y Jesús procedió a relatar lo ocurrido en aquellas casi tres
semanas de ausencia de su casa. El 23 de septiembre, en efecto, partió de
Nahum. Su intención era viajar a la Ciudad Santa y asistir a la solemne festividad
del Yom Kippur o Día del Perdón. Jasón se sorprendió, pero guardó silencio.
Caminó por la orilla norte del “yam” hasta llegar a la aldea de Saidan. Allí
convenció a Juan Zebedeo para que lo acompañase. Se detuvieron en la aldea
de Betania, cerca de Jerusalén, compartiendo algunas jornadas con Lázaro y su
familia.
Y durante tres semanas, el Maestro y el Zebedeo recorrieron la Ciudad
Santa. En ocasiones, Jesús se separaba de su amigo y se retiraba a las colinas
que rodeaban Jerusalén. Allí entraba en comunicación con el Padre de los
Cielos. Juan no comprendía bien esos retiros y, menos aún, el estrecho
“contacto” con Dios (algo incomprensible, casi prohibido en la religión judía). El
Día del Perdón, o de la Expiación, ambos acudieron al Templo, y asistieron a las
ceremonias y los sacrificios de animales. El Maestro, sincero como siempre, no
ocultó su desagrado por aquel ritual tan lleno de sangre. Se sintió frustrado. Eso
no era Dios. Días después, Jesús y Juan tomaron parte también en la fiesta de
“Succot” o de la “Tiendas” (Tabernáculos). Era otra celebración típica, que
duraba siete días, en la que los judíos daban por finalizada la recolección de las
cosechas en general y de la vendimia en particular. Y a media semana, Jesús se
despidió del Zebedeo y se retiró de nuevo a las colinas. Juan tampoco
comprendió aquella actitud.
Jesús regresó solo a Nahum, al amanecer del viernes 12 de octubre. Al día
siguiente, como todos los sábados, el Maestro se dirigía a la vecina aldea de
Saidan, prosiguiendo el dictado de sus “viajes secretos” al patriarca de los
Zebedeo. Así lo haría durante casi tres meses, desde el alba hasta la puesta del
sol.
Aquel sábado 13, el Hijo del Hombre planteó al jefe de los Zebedeo la
necesidad de trabajar y “mantenerse ocupado mientras llegaba su hora”. El
Zebedeo no lo dudó. Jesús había formado parte del astillero familiar. Conocía su
excelente forma de trabajar y lo contrató.
124
El domingo 14, primer día de la semana para los judíos, el Maestro se
reincorporó al varadero ubicado a orillas del lago y cercano al muelle de Nahum.
Llevaba, pues, cinco días en aquel trabajo.
De pronto, vieron entrar a la Señora y a los suyos. La charla quedó en
suspenso.
Las mujeres se dedicaron a preparar la cena. Durante su transcurso, la
familia se interesó por el viaje al Jordán y, sobre todo, por Yehohanan. Santiago
y la Señora fueron los que más preguntaron. El hermano del Maestro se
aventuró en la duda principal: “¿Qué opinaban Jasón y Eliseo? ¿Era el Bautista el
precursor del Mesías?”.
“Jasón y yo somos extranjeros, no somos los más indicados para
responder a tal pregunta”, replicó Eliseo.
Jesús quedó mudo y atento.
Entonces intervino María, la Señora, y anunció: “Yehohanan es el
precursor, el hombre que abrirá la senda. El tiempo del cambio está próximo,
aunque algunos no quieran hablar de ello…”.
Y desembocó en el apacible rostro de Jesús. El Maestro, sin embargo, no
reaccionó.
“… Aunque algunos –repitió sin contemplaciones y con los ojos clavados
en los de su Hijo– quieran huir de su Destino…”
Y la mujer, dolida ante la postura del Galileo, remató sin piedad: “Él ha
sido más valiente. Yehohanan ya está en el camino, preparando el reino. Y tú, ¿a
qué esperas?”.
Esta vez, el Maestro, rotundo, corrigió a su madre: “Ese reino –e insistió
en el término “malkuta´di elaha´” (“reino de Dios”)– nada tiene que ver
conmigo…”.
La Señora replicó con un mohín de desagrado y mostró la oposición al
criterio del Hijo levantándose y desapareciendo tras la cortina de red de la
vivienda.
125
El distanciamiento entre Jesús y parte de la familia parecía insalvable…
Era el momento de abandonar la casa.
Al día siguiente, 19 de octubre, Jasón y Eliseo decidieron solicitar trabajo
en el astillero de los Zebedeo, a fin de poder estar cerca del Maestro. Su misión
era seguirlo y dar testimonio de su vida y de sus palabras.
En aquel tiempo, el concepto de “astillero” era diferente. Allí se explotaba
el tanino que se extraía de las cortezas de los árboles, se labraban anclas de
piedra, se atendía la reparación de cualquier objeto o mueble de madera y, por
supuesto, se fabricaban embarcaciones que no excedían los diez o quince
metros de eslora. Los judíos nunca fueron marinos por vocación, como era el
caso de los fenicios.
Jasón y Eliseo, por intermedio de Jesús, fueron guiados hasta la presencia
del viejo Zebedeo. Éste aceptó, enumerando las condiciones, y ese mismo día
comenzaron a trabajar allí. Pero el Destino quiso que, unos días después, ambos
se encontraran en el valle del Jordán siguiendo los pasos de Yehohanan en
Enaván. Y fue allí, en una pequeña aldea cercana llamada Salem, donde Jasón
conoció al anciano Abá Saúl y a su esposa Jaiá.
Abá o “padre” Saúl era un anciano venerable. Había sido escriba y doctor
de la Ley en Jerusalén. Ahora, cansado, esperaba la muerte en aquel escondido
rincón, dedicado a su mujer, a sus “hijos”, a los libros y al cultivo de un pequeño
huerto. Aquel rabí había logrado la categoría de “doctor ordenado”, la máxima
dignidad entre los expertos de la Ley. Era un profesional de los libros. Toda la
casa estaba llena de rollos y más rollos.
Cuando Jasón lo conoció, le pidió un lugar donde refugiarse para pasar la
noche. Y Abá Saúl aceptó darle alojamiento. Y sucedió que uno de esos días el
anciano del cabello largo y blanco, vestido con su habitual túnica blanca, le
confió a Jasón una historia. Se cubrió la cabeza y los hombros con un manto
blanco y habló en voz baja, como el que revela un secreto…
“Fue hace mucho tiempo, en la época de nuestro padre Abraham. Un día,
en lo que hoy es la ciudad de Jerusalén, apareció un hombre. Era alto y con el
cabello blanco hasta la cintura… Vestía una túnica blanca. Sobre el pecho
126
presentaba unos extraños círculos. Tres exactamente. Tres círculos de color azul,
como el cielo. Nadie supo de dónde procedía. Jamás mencionó a sus padres o
familia. Dijo ser un príncipe, al servicio del Altísimo. Se llamaba Malki Sedeq.
Ocurrió alrededor del año 1980 a. J. Aquel príncipe explicó a los hombres cómo
era Dios y, para eso, dibujó tres círculos concéntricos. Cada círculo representa
un atributo de ‘Elyon’ (Altísimo). El centro es el ‘presente para siempre’. El
príncipe lo llamó ‘amor’. De ahí brota todo lo demás. Ese centro flota en la
eternidad y en la infinitud de Elyon.”
Jasón comprendió que del Amor nace lo visible y lo invisible, lo infinito y
lo eterno.
“Los tres círculos, en suma, son la ‘bandera’ de Dios. Por eso el príncipe lo
llamó también ‘Ab-bá’ (‘papá’). Nosotros creemos que fue un enviado del
Altísimo. El primero. Después, algún día llegará el segundo. El príncipe lo
anunció…”
“¿Anunció al Mesías judío?”, preguntó sorprendido Jasón.
“No, Jasón, no fue eso. El príncipe anunció un ‘Bar Nasa’, un Hijo del
Hombre, alguien pacífico que nacerá de una mujer y refrescará la memoria del
mundo…”
“Pero…”
“Lo sé –adelantó el sabio–, todo ha sido cambiado. Fue Ezrah quien
empezó a modificar la sagrada tradición…”
Se refería a Esdras, el sacerdote que, al parecer, inició la labor de
recopilación que, posteriormente, daría lugar a lo que hoy conocemos como
Pentateuco. Esdras, judío de Babilonia, retornó a Jerusalén hacia abril del año
428 a. J.
“Después, mis propios compañeros, los escribas, alteraron los términos y
casi borraron al príncipe. El mesías del que tanto hablan, el libertador político, el
que devolverá la hegemonía y la gloria de Israel, es un invento de aquellos
bastardos. El ‘Bar Nasa’ que anunció el príncipe abrirá los ojos de los hombres a
127
una realidad espiritual. Él mostrará una ‘cara’ del Altísimo que nada tiene que
ver con lo que pretenden esos ignorantes…”
“¿Por qué lo cambiaron?”
“El amor, amigo mío, no llena los bolsillos. Los sacrificios al Dios del terror
sí colman las arcas del Templo y mantienen sujeto al pueblo. A los escribas,
sacerdotes y demás ralea no les interesa perder sus privilegios. El príncipe
modificó los sacrificios a los dioses y el ritual de la sangre por la ofrenda de pan
y vino y por la promesa de un Dios ‘amor’. Es suficiente con buscar en uno
mismo, en el ‘círculo central’, para encontrar al Altísimo. Dios es un regalo, no
un contrato…”
“¿Y qué fue del príncipe?”
“Tenía casi cien años cuando desapareció. Nosotros creemos que fue un
‘mal´ak’ (literalmente ‘ángel’ o ‘mensajero’). Elyon lo envió, y Elyon lo arrebató
en uno de sus ‘paras’…”
Abá Saúl utilizó el hebreo, la lengua sagrada para referirse a “carro”
(“paras”), más exactamente al “carro que vuela y que es tirado por caballos”.
“¿Supones que no murió?”
“Fue el primero. Después le ocurrió a Moisés y también a Elías.”
“Pero…”
“Lo sé. La razón lo niega. Yo no estoy hablando de razón, sino de Dios.” Y
Abá Saúl brindó una segunda versión: “Otros dicen que el príncipe está
enterrado ahí arriba, en las ruinas que acabas de visitar…”.
“El ‘lugar del príncipe’ –exclamó Jasón–. ¿Y por qué eligió ese paraje?”
“Escucha con atención…”
El anciano alzó las manos, señalando su entorno.
“No oigo nada –replicó Jasón–. ¿A qué te refieres?”
El rabí llevó el dedo índice izquierdo al oído y le sugirió que prestara más
atención.
128
“Lo siento –se rindió Jasón–, sólo oigo el silencio…”
“Exactamente. Por eso eligió este lugar. La paz prefiere anidar en el
silencio. Nosotros somos discípulos del silencio. El silencio es una ventana que
se abre directamente sobre Dios, pero el hombre todavía no la ha abierto.”
Según Abá Saúl, Salem o Salom (“paz”) fue el nombre impuesto por los
discípulos del “príncipe de la paz” a la “región que más amaba”. Allí, en lo alto
del cerro, transcurrieron sus últimos días en la Tierra.
“Nosotros. ¿Por qué hablas en plural?”
El anciano no quiso responder. Se limitó a sonreír.
“La verdad no ha sido hecha para ser pregonada. Cuando alguien cree
poseerla y la expone al aire libre, la verdad confunde la lengua de su amo…”
“Pero tú, vosotros, sabéis que el pueblo está en un error. El Mesías no
será un libertador político….”
“¿El pueblo? –sonrió con ironía–. Sólo importa el hombre. El mundo
cambiará cuando los gobernantes aprendan ese sencillo principio: cada hombre
es un mundo diferente, de la misma manera en que no hay dos círculos iguales.
No hay que hablar a las multitudes. Conviene hablar a cada corazón. Y eso es lo
que hacemos. Ahora te ha tocado a ti…”
“No comprendo. ¿Por qué dices que la verdad no está hecha para ser
pregonada? El príncipe de la paz lo hizo. Ese ‘Hijo de Hombre’ que llegará algún
día también la proclamará.”
“No te confundas, Jasón. Ellos no son como nosotros. La verdad es el
lenguaje de los Dioses. Los humanos ni siquiera sabemos hablar. El príncipe o el
próximo Bar Nasa no se refieren a la verdad, sino a una muy remota
aproximación a la verdad.”
Y continuó: “No te asustes, querido e impaciente amigo. La verdad existe,
pero no aquí. Si llegaras a poseerla, te consumiría como el fuego. Una cosa es
manifestar que la verdad está ahí, en el Altísimo, y otra muy distinta desnudarla
delante de los hombres”.
129
Jasón aprovechó el momento e intentó sanear otra de sus dudas: “¿Por
qué insistes en llamarlo ‘príncipe de la paz’, cuando, en realidad, su título es
‘Malki Sedeq’ o ‘rey de justicia’? (Malki Sedeq significa ‘mi rey justo’)”.
“La justicia es para los hombres. Los que trascienden el ‘círculo central’
caminan por el territorio del amor. Es preferible pasar por esta vida dando,
mejor que exigiendo. La paz es más saludable que la justicia. ¿Comprendes por
qué cambiamos el título del príncipe? La justicia es ácida. Siempre con esquinas.
Es humana. Es vinagre. No es malo, pero sólo ayuda a condimentar. Preferimos
el vino, la paz.”
Esas palabras satisfacían las incertidumbres de Jasón respecto a
Yehohanan. Jesús no necesitaba de un adelantado como Anunciador. Malki
Sedeq preparó la senda del Galileo anunciando a un Dios altísimo (El-Elyon) que,
sobre todo, era “Ab-bá” (“papá”).
Jasón, como de costumbre, al ocaso volvía a su refugio, la casa de Abá
Saúl. Y una noche, durante la cena, el anciano habló de la sabiduría.
“¿Qué entiendes por sabio?”, preguntó a Jasón.
“La persona que tiene una información extensa y profunda…”
Abá Saúl negó con la cabeza.
“Ésos son los ‘tannaítas’ (‘repetidores’ de la Ley) o ‘cara de libro’…”
“No entiendo…”
“El verdadero sabio, amigo mío, es el que dispone de conocimientos, sí,
pero sobre sí mismo. Lo otro, almacenar información, no es sabiduría.” Y
añadió, seguro de lo que planteaba: “¿Qué sabes de ti mismo? ¿Sabes de dónde
vienes, por qué estás aquí y cuál es tu destino?”.
Teóricamente, Jasón lo sabía. Sólo teóricamente…
“Muy pocos alcanzan a descubrirlo. ¡Y pobre del que lo haga!”
“¿Pobre?”
130
“Sí, el hombre lucha hasta que le llega ese momento. Si una de las
verdades le sale al paso y lo hace sabio, ¡adiós! Nada será igual… El hombre
pelea hasta que los cielos le descubren su Destino… La verdadera sabiduría, la
que informa sobre uno mismo, termina apartándote. Como te digo, nada es
igual a partir de esos momentos. Sabes pero no debes proclamar.”
“Conozco a hombres que, aun sabiendo quiénes son, han seguido en la
lucha…”
“Ésos no son hombres… ¡Son Dioses! ¡Son príncipes encarnados!”
“¿La verdadera sabiduría aparta?”
“Cada cual hará bien en ocuparse del agua de su propio pozo. Es el
Destino el responsable de llenarlos, o vaciarlos, según… Sólo el que ha recibido
esa revelación entiende lo que te digo. Aunque lo más exacto sería hablar de la
verdad… Es la posesión de cualquiera de ellas la que aparta.”
“¿Sabiduría y verdad son la misma cosa?”
“Sí, por eso el que ‘sabe’ no levanta la voz. Por eso las verdades no deben
ser proclamadas…”
“Eso no parece justo…”
“Te lo dije: las verdades son incendiarias. Deja hacer su trabajo al Destino.
No interfieras. Cada cual tiene marcada su hora. Insisto: no pretendas sacar
agua de dos pozos a la vez.”
“Pero yo, por ejemplo, quiero saber, y tú estás proclamando tu verdad…”
“No estoy proclamando, querido Jasón… Yo susurro…”
“Eso es hacer trampas…”
Abá Saúl, sonriente, tomó las manos de Jasón y las acarició con dulzura.
“El primer tramposo es Ab-bá… Todo sale de Él y todo regresa a Él. Los
círculos son su juego favorito. Arrancamos en el camino sin saber que
retornaremos al punto inicial… Dime, ¿quién hace trampas?”
131
Y llegó el 23 de diciembre, día en que Jasón se despidió de Abá Saúl y de
su esposa. Eliseo lo estaba buscando y, finalmente, al encontrarlo en Salem
ambos partieron rumo a Nahum.
Al día siguiente ambos se dirigieron al astillero. Jesús de Nazaret no se
hallaba allí. Tampoco Yu, el carpintero jefe del astillero. El anciano Sekal les
informó que el Maestro, Yu y parte de los trabajadores habían partido tres días
antes. Era el tiempo de la tala y, como era habitual, permanecerían una o dos
semanas en los bosques, disponiendo la madera que se utilizaría el resto del
año. Se dirigieron hacia Jaraba, una de las aldeas al norte del “yam”, en la
Gaulanitis, en la tetrarquía de Filipo, otro de los hijos de Herodes el Grande.
Dicha aldea se hallaba entre los bosques, a unas dos horas de Nahum.
Y hacía allí partieron Jasón y Eliseo. Acompañaron a los Zebedeo y al
Maestro hasta el retorno del grupo a Nahum, el sábado 5 de enero del año 26
de nuestra era.
Cada cual se retiró a su hogar. El Maestro se alejó hacia la “casa de las
flores” y Jasón siguió camino hacia la ínsula, junto a Kesil, su fiel sirviente, y a
Minjá, un joven epiléptico que también vivía en la misma ínsula. El muchacho se
había unido al grupo de la tala y había sufrido un pequeño accidente. Ambos lo
acompañaron hasta su habitación.
Allí, el padre del muchacho reveló a Jasón un secreto oído por él en la
sede de la sinagoga, durante la reunión especial del consejo local. En dicha
sesión, en la que participaron, entre otros, Yehudá ben Jolí, el archisinagogo y
hermano de Natay, el limosnero, y Tarfón, el “sacristán” y hombre de confianza
de Yehudá, salió a relucir el nombre de Jesús…
Según el padre de Minjá, alguien, entre los discípulos del Anunciador,
había deslizado el nombre del Maestro “como el futuro Mesías”. El consejo
estaba al tanto de algunas de las manifestaciones del Bautista. Yehohanan, al
parecer, se había cansado de esperar y se dirigía, decidido, hacia Nahum, al
encuentro del futuro “rompedor de dientes” y líder soberano de la nación.
132
El consejo local de Nahum se hallaba tan desconcertado que mandó
llamar a Jesús. Al no encontrarlo, fueron la Señora y Santiago, el hermano del
Galileo, quienes se presentaron en la sinagoga. Todo esto acababa de suceder.
La familia del Maestro no estaba al tanto de las palabras de Yehohanan y,
mucho menos, de sus intenciones de reunirse con el Hijo del Hombre. Y María y
su hijo, prudentes, dijeron no saber nada. El Maestro seguía en las colinas del
Attiq, talando árboles, según la mujer…
La mayoría de los “notables” se mostró cauta. No era bueno inquietar al
pueblo, y desestabilizar a una familia –la de Jesús– si no se disponía de pruebas
firmes. Sólo eran rumores. Y en esa misma sesión extraordinaria, los hermanos
ben Jolí sometieron el tema a votación. El resultado fue unánime: nombrarían
una comisión que viajaría al río Jordán e indagaría sobre los objetivos de
Yehohanan.
Jasón supo, según los rumores, que el Anunciador y su grupo en esos
momentos se hallaban en las cercanías de la ciudad de Pella, en la Decápolis.
Eso representaba alrededor de treinta o treinta y cinco kilómetros contando
desde la costa sur del “yam”.
Y sin querer, Jasón, desde la ventana de su habitación en la ínsula, alcanzó
a ver y a oír algunas palabras pronunciadas en la casa de Jesús: vio aparecer a
Ruth en el patio. Detrás llegó el Maestro y se situó cerca del granado y procedió
a lavarse en uno de los grandes barreños. Y súbitamente, se unió a ellos María,
la Señora. Se dirigió a Jesús, pero dada la distancia Jasón no pudo distinguir las
palabras. Ruth miró a su madre, pero no dijo nada. El Galileo siguió con el agua,
aseando el poderoso tórax. No abrió la boca.
Y la Señora, gesticulando con fuerza, levantó los brazos hacia el cielo y,
señalando el portalón de entrada, continuó interpelando a su Hijo. Pero Jesús
no replicó. El tono de voz de la Señora se elevó, y Jasón alcanzó a oír: “¡Debería
darte vergüenza!... ¡Él está al llegar…!”.
La temperamental María estaba solicitando una explicación a su
primogénito. La comparecencia ante el consejo local la había inquietado. El
133
Maestro, sin embargo, no abrió los labios. Tomó el lienzo que sostenía su
hermana y se secó despacio, con los ojos bajos.
La Señora, cada vez más irritada, se plantó muy cerca de Jesús y lo
conminó a que diera la cara. Ruth rompió a llorar y escapó hacia la estancia más
cercana. El Maestro la siguió, y la Señora, furiosa, murmuró algo…
Jasón continuó atento. En esa última hora de luz observó que vecinos y
gente que no conocía se habían adentrado en el patio y conversaban con Esta.
Otros formaron corrillos frente al portalón de entrada. Se interesaban por el
asunto que había reunido al consejo. Era lógico. Las noticias volaban en una
población como Nahum. Esta reclamó al marido, y Santiago cerró la gran puerta
de madera. Asunto zanjado, de momento.
Bien entrada la noche, Jasón fue informado que medio pueblo sabía ya
que Yehohanan marchaba por el Jordán hacia el “yam”. Y los rumores se
propagaron con rapidez e intensidad. De pronto, lo que había sido una
curiosidad, más o menos polémica, se transformó en un “ejército nacionalista”,
acaudillado por un gigante de siete trenzas, que abría un período largamente
esperado. Hacía más de quinientos años que Israel no sabía de profetas.
Y Jesús de Nazaret aparecía en medio de semejante torbellino.
“¿Jesús, el hijo de María, la de las palomas? ¿Jesús, el viajero? ¿Vive aquí
el Mesías?”
Y la familia, cansada y temerosa, cerró las puertas…
La última información obtenida por el fiel amigo Kesil a través de Taqa, el
portero de la insula, fue que había “cierto nerviosismo” en la guarnición
romana, acantonada en el extremo norte del “cardo”. La noticia del avance del
Bautista llegó también a los romanos, así como la reunión de urgencia en la
sinagoga. Y Yejudá ben Jolí fue interrogado por los responsables de la
guarnición. El archisinagogo poco pudo decir. Aunque Roma, al igual que el
tetrarca Antipas y el Gran Sanedrín de Jerusalén, alimentaba a un ejército de
espías que la mantenía puntual y minuciosamente informada.
134
En la mañana del domingo 6 de enero del año 26 de nuestra era, Jasón se
presentó en el astillero al amanecer. Al pasar por el portalón de la “casa de las
flores”, algunos curiosos aguardaban ya frente al muro…
Y vio llegar al Maestro, con unas ojeras poco habituales. Jesús vistió el
habitual peto, colgó el martillo y el saco de clavos de la cintura, y saltó al foso. Y
trabajó en silencio, sin cantar. Al mediodía no se movió del foso. Comió en
solitario.
Jasón se las arregló para interrogar discretamente a Santiago, su
hermano.
“Sois como de la familia… Después de lo ocurrido ayer, mi Hermano ha
optado por mudarse… Mamá María le preguntó por sus planes. El consejo habló
con claridad: Yehohanan se dirige hacia aquí. Dijeron que está dispuesto a
arrodillarse ante Jesús, el Mesías… Nosotros sabemos que Él lo es, y que
Yehohanan será su hombre de confianza, pero mi hermano no respondió. ¡No
abrió la boca! Y mi madre, contrariada, se lo echó en cara… Anoche lo vimos
hacer el saco de viaje. Después me comunicó su decisión de trasladarse,
temporalmente, a Saidan, a la casa de los Zebedeo… Sólo Ruth lloró… El resto
nos hemos alegrado… Es mejor así… Nosotros no lo comprendemos, y Él, a
juzgar por su silencio, tampoco nos entiende.”
Y al atardecer, el Maestro cargó su saco y embarcó junto con el
propietario del astillero, el Zebedeo padre, en la lancha que lo trasladaba a
diario desde Saidan. La tristeza iba con Él…
Y la vida siguió su curso.
Jasón decidió dirigirse al río Artal o meandro Omega, lugar del
campamento de Yehohanan y sus discípulos. Deseaba saber por sí mismo qué
estaba pasando. Era un grupo de unos veinte o treinta seguidores. Allí, el
Anunciador hablaba a los presentes de la pronta llegada del Mesías y bautizaba
a los que se acercaban para purificarse.
El lunes 14 de enero del año 26 fue un día especial.
135
Yehohanan estaba bautizando. Llovía torrencialmente. Entre la gente que
esperaba, Jasón reconoció a Santiago, el hermano del Maestro. Quedó
sorprendido. Santiago sabía de las diferencias entre los pensamientos de su
Hermano y del Bautista. Y trató de acercarse al Anunciador para presenciar la
ceremonia. A cada toque de “sofar”, el candidato al “inminente reino del
rompedor de dientes” saltaba al cauce y, con el agua por la cintura, se situaba
frente al gigante de siete trenzas.
Y le llegó el turno a un individuo, también alto y corpulento, que se cubría
con un manto color vino. Tras él, un hombre más bajo, igualmente embozado
por el ropón. Por detrás estaba Santiago. Estaba a punto de “bajar al agua”. El
hombre avanzó hacia el Anunciador. De pronto, se detuvo y, lentamente,
levantó las manos hacia el embozo. El hombre retiró el manto y… ¡era Él! ¡Era el
Maestro! Se hallaba en el Artal, a punto de ser “purificado” por Yehohanan.
Jasón no comprendió el porqué de la presencia de Jesús en aquel ceremonial.
El Bautista no lo reconoció en el primer momento. Hacía trece años que
no se veían y la lluvia no ayudaba. Entonces, el Maestro dio un paso y miró a su
primo lejano con infinita ternura. Por fin Yehohanan lo reconoció y se asustó. Su
proceder y su tono de voz cambiaron notablemente.
“¿Tú?... ¿Por qué bajas tú al agua?”
“Para ser bautizado…”
“Pero soy yo el que debo ser purificado por ti…”
“Ten paciencia, y actúa como te pido, porque conviene que demos
ejemplo a mis hermanos…” Y agregó: “Todo el mundo debe saber que ha
llegado la hora del Hijo del Hombre… ¡Ahora es el principio!... ¡Ahora, el final es
el principio!”.
Y una descarga se ramificó sobre Omega. Lo extraño fue que el relámpago
fue azul y no se produjo la lógica detonación.
¿El final es el principio? Jasón sabía de esa frase… ¡“Omega es el
principio”! Y recordó la inscripción grabada en unos obeliscos de los “trece
hermanos”, en las proximidades de Yeraj. ¡Se hallaban en el meandro Omega!
136
¡Allí arrancaba todo! ¡Omega, la última letra del alfabeto griego, el final,
simbólicamente hablando, era el principio!
Yehohanan depositó las puntas de los dedos sobre los hombros del
Maestro y, sin mediar palabra, lo empujó suavemente. El Maestro cerró los ojos
y se dejó caer, muy despacio, hundiéndose en la corriente del Artal. Luego de
unos segundos, el Maestro reapareció, pero su rostro era otro. Había una luz
azul que lo cubría. Y el Hijo del Hombre continuó inmóvil, con los ojos cerrados y
el rostro dirigido hacia los cielos. La lluvia caía con respeto. Y del cumulonimbo
bajó otro relámpago, igualmente azul. La “luz” azul que bañaba el rostro del
Maestro era del mismo color que los relámpagos. Era un azul “movible”: un azul
que se movía, que despegaba de la piel y que lo hacía “palpitando”. Y a cada
“palpitación”, o impulso, el azul cambiaba de tonalidad. Tan pronto era claro
como el agua marina, como turquesa o azul submarino e, incluso, con
irisaciones violetas.
Ésos fueron unos instantes especialmente sagrados para el Hombre-Dios.
Él se lo confirmó a Jasón después, camino de Beit Ids.
El “sofar”, ajeno a lo que sucedía, volvió a sonar autorizando la entrada en
el Artal al siguiente candidato. Era el hombre que precedía a Santiago. Antes de
ser sumergido, dirigió una mirada a Jesús. Éste le respondió con una sonrisa. El
Bautista lo hundió en las aguas, aturdido. El joven fue a reunirse con el Maestro
y aguardaron en mitad de las aguas. Se trataba de Judá, un hermano carnal muy
querido por el Maestro. Y llegó el turno de Santiago…
(Cuando Jasón retornó al “yam”, sus interrogantes fueron respondidos.
Santiago y Judá deseaban formar parte del movimiento que estaba naciendo en
torno a Yehohanan. Creían en el Mesías libertador político, y consideraban que
el bautismo era obligado. Pero, antes de dar el paso, Judá quiso consultarlo con
Jesús. Eso ocurrió el sábado 12 de enero, cuando Jasón se encontraba en
Omega. El Maestro solicitó un plazo. Tenía que reflexionar. Y al día siguiente, al
incorporarse al astillero, el Galileo habló con ellos. Judá había pospuesto el
retorno a Migdal. Quería conocer la opinión de su Hermano. Fue entonces
cuando Yu y el resto de los trabajadores, supieron de su decisión: “Había llegado
su hora”. Y Jesús, poco antes de la nona (las tres de la tarde), se deshizo del
137
mandil de cuero y de las herramientas, y partió con Judá y Santiago al encuentro
de Yehohanan.)
Inesperadamente, se oyó un sonido. Jesús y sus hermanos, Yehohanan y
Jasón miraron hacia el cielo, y la base de la gran nube negra se volvió azul. Y de
ese intenso azul celeste pulsante, se desprendió una “lluvia” igualmente azul. Y
los empapó. Entonces, todo se volvió azul: las ropas, el río, las piedras negras de
basalto, los cabellos, la piel… Judá y Santiago se miraron y movieron los labios,
pero sus voces no salieron de sus gargantas. Jesús no se movió. Siguió con los
ojos cerrados y el rostro dirigido a los cielos. La “lluvia” azul lo había bañado,
como a sus hermanos, a Yehohanan y a Jasón. Jasón miró al resto de las
personas allí reunidas y seguían en lo suyo. Todo era silencio. La “lluvia” azul no
los alcanzó.
Y entre la lluvia, vieron una pequeña “esfera” luminosa, también azul,
pero de una tonalidad zafiro, con un tamaño no mayor a una mano cerrada.
Descendía rápido y fue a estacionarse sobre la frente del Maestro. Acto seguido,
el “zafiro” buscó el pecho del Galileo, y allí se mantuvo décimas de segundo.
Después, se perdió o desapareció en el interior del tórax de Jesús de Nazaret.
Y al instante, oyeron una voz que parecía brotar de todas partes, y de
ninguna: “¡Omega es el principio!”.
Jesús abrió los brazos y prosiguió con la cabeza levantada hacia la
misteriosa nube. Entonces movió los labios. Parecía hablar o rezar.
Y nuevamente, oyeron la “voz”. Pero no escucharon nítidamente las
palabras en hebreo. El Maestro continuaba con los ojos cerrados y los brazos
alzados. Su faz estaba serena, radiante.
(De regreso al “yam”, Santiago le relató a Jasón lo que él escuchó en el
Artal: “Éste es mi hijo, muy querido, en quien me complazco”. Para Judá, fue
algo diferente. Pero lo visto y oído en Omega afectó profundamente al siempre
equilibrado y sensato Santiago, el hermano de Jesús. Él creía en un Mesías
libertador político de su pueblo, y cuando vio lo que vio y oyó lo que oyó en el
Artal, se convenció: su Hermano era ese Mesías, tal y como aseguraba la Señora,
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su madre, desde el principio. Y lo importante era que había llegado la hora de la
sublevación.)
Jesús, entonces, comenzó a moverse. Avanzó entre las aguas hacia la
piedra sobre la cual se hallaba Jasón presenciando todo lo ocurrido. Las ropas de
Jesús aparecían secas, totalmente secas. Tenía el cabello seco. El cielo se
encontraba despejado. Y al llegar a los pies de Jasón, lo miró fijamente. Fue un
momento profundamente emotivo para Jasón. El Maestro, entonces, le tendió
la mano izquierda, en un claro gesto para que lo ayudara a salir del cauce. Y
Jasón creyó comprender: él, lo más bajo de la creación, era necesario para
elevarlo. Él rogaba que así fuera. Y una profunda emoción lo dejó sin habla.
Extendió el brazo y el Maestro se aferró con fuerza. Después, sin dejar de
mirarlo, tiró con el cuerpo y con el alma y el Hombre-Dios saltó sobre la piedra
negra, seca. Su mano continuó agarrada al brazo de Jasón durante un instante.
Le sonrió y, con una sonrisa dulce y acerada al mismo tiempo, exclamó:
“¡Vamos, ‘mal´ak’!... ¡Ha llegado la hora!”. Y le guiñó el ojo.
Después de ser bautizado por Yehohanan en el río Artal, Jesús recuperó su
saco de viaje y se alejó del lugar, sin mirar hacia atrás, para dirigirse, en
compañía de Jasón, a la pequeña aldea beduina de Beit Ids. Caminaron varios
kilómetros, rodearon Pella y se adentraron por un camino secundario hasta que
llegaron a esa aldea.
Era el lunes 14 de enero del año 26. Era el día en que Jesús de Nazaret
inauguró “oficialmente” su divinidad.
Allí permaneció durante treinta y nueve días, en una cueva cercana a la
aldea. Había una fuente. Para los “badu” era un lugar santo.
El propósito de ese retiro fue planificar junto con su Padre su próxima
misión de despertar al hombre. Su hora se acercaba… Pero antes de iniciar su
ministerio públicamente, debía esperar a que Yehohanan terminara con su
misión. ¿Por qué? Porque el Maestro hablaría de un “reino” del espíritu,
mientras que su primo lejano, el Bautista, y sus seguidores proclamaban la
venida del Mesías libertador de Israel del yugo de Roma.
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Los propósitos del Hijo del Hombre, al menos en aquel “ahora”, estaban
condenados al fracaso. Él lo sabía y, aún así, se sometió al “principio Omega”.
Jasón le preguntó sobre el particular y Jesús sonrió, con cierta amargura. “Es
preciso”, fue su única respuesta. Sabía que los hombres habían hecho un
negocio de los dioses, incluido el del Sinaí, y no resultaría fácil. ¿Alzar la voz y
pregonar que existe un Padre, pero que nada tiene que ver con los treinta mil
dioses del panteón romano o con el Yavé que defendía la pureza racial? ¿Cómo
convencer a fenicios, egipcios, mesopotámicos, asiáticos o árabes, entre otros
pueblos, de la inutilidad de sus creencias y de lo estéril de las divinidades a las
que temían? Y, sin embargo, Él prendió la llama…
Durante esas semanas, el Maestro salía al amanecer hacia las colinas y
regresaba antes del ocaso. Jasón se dedicaba a las “tareas domésticas” y a
escuchar las enseñanzas del Hijo del Hombre.
A continuación se transcriben, literalmente, las palabras del Maestro.
“Querido mensajero, cuando me oigas hablar, recuerda siempre que lo
dicho es sólo una aproximación a la verdad… La verdad no es humana. Vosotros,
ahora, no tenéis la posibilidad de asumirla… Ni siquiera de intuirla. Lo que
estimáis como verdad es una mezcla de deseos y de imposiciones exteriores.
Mejor así…”
“Si el Padre te mostrara la verdad, ¿qué quedaría para la eternidad?”
Jasón le preguntó por qué se bautizó en el río Artal o meandro Omega.
“Fue mi regalo al Padre…”
Y se extendió sobre el tema. Esto fue lo que entendió Jasón: “Al
sumergirse en las aguas, el Hijo del Hombre llevó a cabo un ritual personal –e
insistió en lo de ‘personal’–, y se consagró a la voluntad de Ab-bá, el Padre Azul.
Fue un ‘regalo’, mucho más simbólico de lo que podamos imaginar. Él quiso
inaugurar el principio de su ministerio con lo más sagrado de que era capaz:
‘regalar’ su voluntad al que lo había enviado… El ‘bautismo’, por tanto, fue un
gesto más santo, y delicado, de lo que siempre se ha creído”.
140
Y los cielos se abrieron, como no podía ser menos, ante el “regalo” de un
Dios a otro Dios… Jasón recordó que el rostro del Maestro se iluminó, y de cada
poro nacía una increíble y bellísima radiación azul. La llamó azul “movible”…
Según el Maestro, ése fue el mayor de los prodigios que ha tenido lugar en la
carne. Y se aproximó un poco a la realidad. Su mente humana, o quizá su
naturaleza humana (no supo distinguir con exactitud a qué se refería el
Maestro), se hizo una con la mente divina, o con la naturaleza divina. Y al
“unificarse” ambas naturalezas –la del hombre y la del Dios–, se produjo el
milagro, el mayor prodigio de todos los tiempos. Fue en esos instantes cuando
Jesús de Nazaret se convirtió, VERDADERAMENTE, en un Hombre-Dios. En el
monte Hermón recuperó lo que era suyo –la divinidad–, pero fue en Omega
donde el Padre hizo “oficial” (digámoslo así) la divinidad de su Hijo, muy
amado… “Regalo” por “regalo”…
Algún tiempo más tarde, cuando el Galileo reveló su divinidad a los más
íntimos, no lo entendieron. Lo que no imaginaron es que alguien pudiera ser
hombre y Dios al mismo tiempo. Esa posibilidad no existía en lo establecido por
la ortodoxia judía. De ahí que Jesús, al declararse hijo de Dios vivo (hombre y
Dios), se colocara al margen de todo y de todos.
Esa mañana del 14 de enero, terminada la ceremonia de consagración a la
voluntad del Padre, el Hijo del Hombre se encontró en mitad de un “cruce de
caminos”.
Él no se encarnó para salvarnos, como aseguran las religiones. Ya lo
estamos, según sus propias palabras. El Padre nos ha regalado la inmortalidad.
Su presencia en nuestro mundo obedeció a otras “razones”, digamos, de índole
“personal”, y que podrían ser sintetizadas en la “necesidad de experimentar la
naturaleza del tiempo y del espacio”. Su experiencia en la carne quedó ultimada
con el referido e íntimo “regalo” ofrecido a Ab-bá en Omega. Pudo abandonar,
añadió, pero, una vez más, lo dejó en las manos del Padre. Y eligió continuar en
la Tierra, de acuerdo con la voluntad del Padre. Jesús entendió que, además de
su experiencia con los humanos, Él debía proporcionarnos otro “regalo”: la
esperanza. Él comprendió que, además de “enriquecerse”, podía
“enriquecernos”. El mundo estaba y está en la oscuridad. Esa mañana, en
141
Omega, el Hombre-Dios tomó la firme decisión de revelar al mundo la existencia
de otro “mundo”: el del Amor con mayúscula, como a Él le gustaba… Ese día, Él
decidió permanecer con el hombre, un poco más…
Entonces, Jasón creyó entender la frase, cuando Jesús se hallaba en las
aguas, en el Artal: “Ahora es el principio –dijo–. Ahora, el final es el principio…”.
“Él, Ab-bá, es la luz. Él llega y lo perfuma todo, pero, previamente, otros,
su ‘gente’, han colaborado en el prodigio. Son incontables las criaturas que
participan en la belleza, en el amor, o en el simple avance de las leyes físicas y
espirituales. Lo visible está lleno, pero lo invisible está repleto.”
El Maestro tomó su frasco de perfume y explicó a Jasón cómo se obtiene
ese perfume: “Gracias a las plantas, a la luz y a cuanto rodea al sándalo, y a la
jara, y a la mandarina… Todos hacen el milagro, todos participan…”.
Así era. Las esencias, que posteriormente se convierten en aceites
esenciales o perfumes, mediante presión o destilación al vapor, aparecen en las
plantas como un auténtico “juego de manos” de la naturaleza. Las células
secretoras, altamente especializadas, “juegan” con la luz y se transforman en
estructuras químicas complejas. Y la planta combina esa energía con elementos
químicos del agua, del terreno, del aire e, incluso, de los excrementos que
pueden abonar el suelo. Es así como nacen los ácidos, los fenoles, los aldehídos,
las cetonas, los alcoholes, los ésteres, los terpenos y los sesquiterpenos. Y todos
ellos, como si de una orquesta se tratase, se reúnen y componen la “música” de
los perfumes. El Maestro hablaba con razón. Todos colaboran, aunque nada
hubiera sido posible sin la luz.
“Y Él está ahí, en lo grande y en lo pequeño. ¿Sabes de algún lugar donde
no está el Padre? Todo lo que es, o existe, lo es porque Él lo ha imaginado
previamente… Más aún: lo que no es… también es suyo.”
“El Padre imagina y es. El ser humano imagina porque ya es. Ésa es una de
las grandes diferencias entre el hombre y Dios.”
Eso significa que no podemos imaginar si lo imaginado no ha existido con
anterioridad. Todo, absolutamente todo…
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“Mi madre, mis hermanos, éstos, mis pequeñuelos de ahora, han sido
educados en un Dios al que hay que temer. Yo he venido a cambiar eso. ¿Cómo
puedes sentir miedo de la luz, que te ayuda y te vivifica? ¿Cómo debo hablar
con el Amor? Con el Amor, querido mensajero, ni siquiera es preciso hablar.
Pero, si lo haces, hazlo con la confianza, con el respeto, con la admiración, con la
alegría y, sobre todo, con la sencillez que proporciona un amigo…”
“El Padre es más que un amigo, y más que una novia o un novio. Háblale,
si lo deseas, como te hablas a ti mismo. En realidad, aunque no lo sepas, le
estarás hablando a Él. Para hablar con Él, no necesitas un motivo. No importa
cuándo ni por qué. ¿Necesitas una razón para amar o para soñar?”
“Al Amor no conviene pedirle nada. Es un error y, además, una pérdida de
tiempo. Si hablas con el Padre, no pierdas el tiempo. No solicites lo que ya
tienes o tendrás… Si Él te imagina, y es obvio que así es, puesto que estás ahí,
frente a mí, Él lo hace con lo necesario para tu supervivencia. Tú no dependes
de ti mismo, aunque creas lo contrario, sino de Él. Pues bien, si existes, porque
te ha imaginado, ¿por qué te preocupas de lo material? En el Amor, como en el
perfume, todo se ordena mágica y benéficamente.”
“Todo tiene un origen único, pero los humanos, limitados en la
comprensión de Dios, no sabemos distinguir. Una cosa es el amor humano y
otra, muy distinta, el ‘áhab’ o Amor con mayúscula.”
“Dijo que el Amor del Padre era un ‘fuego blanco’, como una llama que no
quema, que no es posible ver con los ojos materiales, pero que ‘incendia’ la
nada y proporciona la vida. Dijo que ese Amor es la ‘sangre’ de lo creado. Nace
del Padre y circula de forma natural, más allá del tiempo y del no tiempo, más
allá del espacio y del no espacio. No es Dios pero procede de Él, y sólo Él es
capaz de generarlo.”
Sus palabras recordaron a Jasón lo que en nuestro “ahora” conocemos
como combustible. Eso podría ser el “áhab” divino: una gasolina que mueve y
da vida, y que es mucho más que amor. No se trataría de un sentimiento, tal y
como la mente humana lo interpreta, sino de mucho más: pura acción, puro
combustible, puro “fuego blanco” que corre por las “tuberías” de lo creado y de
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lo increado, pura fuerza (desconocida), sujeta a las leyes del universo del
espíritu (más desconocido aún), pura “gravedad” nueva que mantiene y
equilibra (totalmente ignorada). El Amor, como la gasolina, huele, pero ese olor
no es la gasolina. Hoy los seres humanos asociamos determinados sentimientos
con el Amor del Padre. Estamos convencidos de que su Amor es eso:
sentimientos químicamente puros. Sí y no. Lo que Jasón creyó entender es que
los sentimientos que identificamos como Amor divino no son otra cosa que una
consecuencia de esa misteriosa e imparable “fuerza” que brota de la esencia del
Padre: el olor respecto de la gasolina. Y todo, absolutamente todo, depende de
esa ¿“energía”?; ¿una “fuerza”?, que está fuera del alcance de la comprensión
del hombre, como el arco iris lo está para un ciego de nacimiento. No es posible
aproximarse siquiera a la realidad del “áhab”, aquí y ahora. En consecuencia,
¿cómo pretender injuriar o molestar a ese Amor? ¿Es que un insecto está
capacitado para entender la naturaleza de un oleoducto y el sentido del mismo?
Él lo insinuó: pecar contra el Padre, contra el Amor, es tan pretencioso como
ridículo. El hombre está capacitado para ofender a sus semejantes, y a sí mismo,
pero no a lo que está más allá de las fronteras de su inteligencia. De ser así, ese
Dios sólo sería un dios.
“Y dijo que el Amor, esa segunda ‘gravedad’ que lo cohesiona todo, sea
visible o invisible, se derrama sobre nuestra inteligencia, y surge la poesía, la
solidaridad, el sacrificio, la bondad, la genialidad, la tolerancia, el humor y, por
supuesto, el amor. Es un ‘descenso’ lógico, y natural, previsto en las leyes físicas
de lo invisible. Jesús utilizó la palabra ‘nahat’ (‘descender’). Es literalmente
correcto que somos una consecuencia del Amor, del ‘áhab’ de Ab-bá. Somos
porque Él desciende. Somos porque el Amor nos ‘incendia’, como no podría ser
de otra forma. Por eso la justicia es humana. En las ‘tuberías’ de los cielos –eso
entendió Jasón– sólo circula el Amor. La justicia implica falta de amor, y eso es
inviable en el Padre. Jesús de Nazaret lo expresó con nitidez: Cuando despertéis,
cuando seáis resucitados, nadie os juzgará. En el reino de mi Padre, no existe la
justicia: sólo el ‘áhab’…”
“El Amor, por tanto, sólo tiene una lectura: se derrama. Es la ley de leyes,
la auténtica Torá. El que la descubre, o la intuye, entra en el reino de la
sabiduría. Y dijo: ‘El principio del saber no es el temor de Yavé, como rezan las
144
escrituras. Yo he venido a cambiar eso. El sabio lo es, precisamente, porque no
teme’. Ésa fue otra de las claves a incluir en su ‘declaración de principios’: el
miedo no es compatible con el Amor.”
Jesús habló a Jasón de la luz intensa y benéfica que tenemos en nuestro
corazón. No usó la palabra aramea ‘leb’, sino ‘lebab’, con la que se indicaba
“corazón y mente”, como un todo. Para los judíos, la mente residía en el
corazón.
“Querido ‘mal´ak’, te contaré algo…” Fue así como Jasón supo de “K”.
“K”, o “Kui”, era una criatura perfecta, imaginada por el Padre Azul. Hoy la
identificaríamos como un ángel, pero, a juzgar por las palabras del Maestro, era
mucho más. “K” no era varón ni tampoco hembra. Era, simplemente. Reunía en
su naturaleza –no material– todo lo que podamos estimar como
complementario: luz y ausencia de luz, sonido y silencio, realidad y promesas,
yo y tú, el uno que produce dos, la fuente que mana hacia el exterior y, sobre
todo, hacia el interior, el haber y el no haber, el “áhab” que se basta a sí mismo,
pero que no puede detenerse, lo cerrado, que sólo puede ser concebido si está
abierto, la quietud y la aspiración, lo que actúa sin actuar, lo amarrado y lo
instintivo, la mitad de cada sueño, la libertad y el Destino, lo inminente que
nunca es, lo que vemos que, a su vez, nos ve, pensar y ser, el rojo del “adiós” y
el azul del “vamos”…
Él insistió en el término “qéren”, que podríamos traducir por dual o
dualidad. “K”, en definitiva, ¿sería lo que hoy entendemos como un ser?, con la
propiedad de presentar, o poseer, dos estados diferenciados e, incluso,
opuestos, y mucho más… Pero un día, “K” descubrió que existen el tiempo y el
espacio, a los que jamás había tenido acceso. Sintió curiosidad y quiso
experimentar. Y se asomó al tiempo. Entonces ocurrió algo nuevo: “K” se dividió
en dos. Una parte se hizo mujer; la otra, apareció como un varón. Eran las reglas
del juego. Si deseaba vivir en el tiempo –es decir, en la imperfección–, tenía que
aceptar la nueva dualidad (“K” siempre vive en el “Dos”). Y muy a su pesar, “K”
mujer y “K” hombre siguieron rumbos distintos. A veces coincidieron y vibraron,
pero los encuentros fueron breves, y la vida terminó distanciándolos. Ella lo
añora, y él, a su vez, la mantiene viva en su corazón, pero ninguno de los dos
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conoce el secreto de “K”. El juego prohíbe la reunión definitiva, al menos en los
mundos materiales. Él vive y ella vive igualmente, y experimenta. Ella crece y él
crece. Ella lo ama y él la ama, pero no saben por qué. Ignoran que fueron, y
serán, “K”. Y llegará el momento en el que mujer y hombre retornarán a su
primitivo estado –la forma espiritual– y serán “K”. Entonces, a su “áhab”
natural, habrá sido añadida la vivencia humana, el amor, con minúscula.
Jasón se atrevió a preguntar si “K” existe. La respuesta fue rotunda:
“¡’Itay’! (¡Existe!). ‘K’ no vive en el tiempo y en el espacio. De nuevo debo
aproximarme a la realidad, pero no es la realidad. ‘K’ vive en la eternidad…”. Y
Jesús empleó el término “´alam”, que en arameo quiere decir “tiempo remoto”,
en una aproximación, al concepto de eternidad.
“Todos seréis ‘K’, algún día. A eso he venido: para anunciaros la
esperanza. En realidad, la vida es un sueño… pasajero. Cuando llegue el
momento, tú, ella, todos, recuperaréis lo que, legítimamente, es vuestro…”
Y puso especial énfasis en la palabra “legítimamente”.
“¿Comprendes por qué, al descubrir la esperanza, descubres que lo tienes
todo?”
Fueron treinta y nueve días de reflexión, de constante comunicación con
el Padre de los Cielos, y de lo que Él llamó el “At-attah-ani”: un “proceso” por el
que el “At” (lo Femenino con mayúscula) aprendió a convivir con el “attah” (lo
masculino), con un resultado “milagroso”: un “ani” (yo) integrado por la doble
naturaleza anterior: la divina y la humana. Es decir, las naturalezas humana y
divina del Hombre-Dios aprendieron a convivir y a ser “dos en uno”. Ese fue el
“milagro”: el “tú” (femenino) y el “tú” (masculino) se reunieron en una sola
criatura, y apareció el Hombre-Dios. Jasón no comprendió, pero lo aceptó como
un acto de confianza en la palabra de su amigo. Como decía Él, quien tenga
oídos que oiga…
Cada mañana, al partir, el Maestro dibujaba en una de las maderas de
tola blanca algo escrito para Jasón que luego, a la noche, tiraba a las llamas de la
hoguera. Era como un juego, dejarle una adivinanza…
146
“Te dejo con la ’nitzutz’…” Esa palabra hebrea, no demasiado clara, ni
siquiera para los iniciados en la sabiduría secreta de los textos santos,
significaría ‘chispa o vibración’...”
“¿Crees que lo que distingue al ser humano es su inteligencia?”
“Ha llegado el momento de abrir tus ojos. Eras un ‘mal´ak’, y deberás
transmitirlo…”
“La ‘nitzutz’ está en el interior… La ‘chispa’ o también ‘nishmat hayim’ –
‘Espíritu de origen divino’– es el Padre, en miniatura. La ‘chispa’ o ‘vibración’ es
lo que realmente nos distingue del resto de lo creado. La llamó también ‘regalo
celeste’ y ‘don del fuego blanco’. En realidad no es ‘luz’. La ‘chispa’ es Él, que
desciende. Otro gran misterio: lo más grande en lo más pequeño. Cada ser
humano la recibe. Cada ser humano es depositario del Número Uno.
¿Recuerdas? El Amor (Áhab), lo que sostiene lo creado, concentrado en el
interior: el Padre (‘Ab’) y el Espíritu (‘hé’) en el corazón y en la mente (‘lebab’).
Esa ‘chispa’ es y no es Dios… Lo que recibes, ese regalo azul, es el Padre, pero no
lo es, de la misma forma que una gota de agua pertenece al océano, pero no es
el océano.”
Lo importante es la revelación en sí misma: ¡el ser humano es portador
del Padre! ¡Portador de una fracción, de una “chispa” del Amor!
“Esa ‘chispa’ nos distingue. Es la envidia de las criaturas que viven en la
perfección. Sólo ‘desciende’ en los seres del tiempo y del espacio. Algunos ‘K’ –
insinuó– se asoman a la imperfección de lo material para llegar a sentir al Padre
en su interior…”
“No es la inteligencia lo que nos distingue del resto de lo creado, sino Él…”
“¿Y cómo se instala? ¿Cuándo llega? ¿Cómo puedo saber?...”
“¿Recuerdas tu niñez? Bien, imagina que tienes cuatro o cinco años, e
imagina que tienes un palo en las manos… Ahora, supón que soy un perro…”
Jasón levantó el trozo de madera y simuló que lo golpeaba. Jesús exclamó:
“¡Pégame!”. “¿Cómo dices?” “¡Que me pegues!” “De eso nada…” Jesús insistió
con una sonrisa maliciosa: “¡Pégame!”. Jasón palideció. ¿Estaba hablando en
147
serio? Y observó cómo la sonrisa del Maestro se deshacía… Se negó
nuevamente. “Recuerda que eres un niño, con un palo, y yo, un perro…” “¡Ni
hablar! ¡No lo haré!” Y arrojó la madera a las llamas. Jesús, entonces, aclaró:
“Ese niño ha tomado una decisión, ¿no te parece?”. Jasón asintió, todavía
asustado.
“Pues bien, mi querido ‘mal´ak’, ésa es la respuesta a una de tus
preguntas: ¿cuándo llega la ‘chispa divina’ al ser humano? Cuando el niño toma
su primera decisión moral: ‘No pegaré al perro, porque no es correcto’…”
“Ahora comprendo”
“Te dejo con la ‘nitzuts’… Estaré con mi gente.”
“Su gente” eran los de las “luces” que, en determinados momentos en la
historia de la vida del Hombre-Dios, aparecían en los cielos.
Jasón recordó a un anciano desequilibrado que lo acompañó en el ascenso
a una de las colinas y formuló una pregunta al Maestro: “¿Qué sucede con los
seres humanos que no disfrutan de la capacidad de tomar decisiones morales?
Los hay a millones. ¿Qué debía suponer respecto a los niños con deficiencias
psíquicas? ¿Los habita la ‘chispa’?”.
“¿Crees que el Padre olvida a los mejores? Para ocupar esos puestos es
preciso mucho valor… Casi todos son ‘K’…”. Y añadió rotundo: “En esos casos, el
Amor desciende mucho antes…”.
“Y dónde reside ese fragmento del Padre?”, preguntó Jasón.
“Te lo dije allí arriba…” Cierto. Él mencionó el interior (“lebab”). Más
exactamente, el corazón y la mente, a un tiempo. Pero, ¿dónde?
“Si tú me dices dónde reside la inteligencia, yo te diré en qué lugar
permanece la ‘chispa’…”
Utilizó el término arameo “sokletanu”. “Sokletanu” era sinónimo de
“inteligencia”, pero en el más amplio sentido de la expresión: capacidad para
sobrevivir, sentido de la intuición, posibilidad de expresión en territorios como
el de la belleza, la justicia o la generosidad, y facultad de comprensión. Era
148
imposible. Ni siquiera hoy, en nuestro “ahora”, se sabe con seguridad qué es la
inteligencia y, mucho menos, dónde descansa. Jasón se rindió y preguntó: “¿Y
para qué sirve? ¿Qué gano al recibirla en mi mente?”.
Jesús rió de buena gana. “Está bien… tú ganas: en la mente…”
“¿En la mente? Pero eso es como no decir nada…”
“Me asombras, querido mensajero. ¿Podrías decirme para qué sirve que
vosotros hayáis ‘descendido’ hasta aquí?” Y dio algunas pistas.
“¡Él es el Amor!... ¡Él te ha escrito en la eternidad!...”
“¡Eres suyo!... ¡Le perteneces, porque Él te ha imaginado, y eres!...”
“… Dame una razón, ¿por qué tendría que olvidar lo que es suyo?”
“¿Qué ganas al recibirla… en tu mente? De nuevo me veo obligado a
aproximarme, sólo aproximarme, a la realidad, no lo olvides…”
“El descenso del Padre en el ser humano provoca el nacimiento de otra
criatura, de la que hablamos en el Hermón: el alma inmortal.”
Él se refirió a la “nishmah” (“alma” en arameo).
“Una ‘hija’ de la ‘chispa’, aunque ella no lo sepa, de momento…”
Tuvo que hacer un nuevo esfuerzo. Esas realidades no pertenecen al
mundo de lo visible y no hay conceptos que puedan vestirlas. Se ajustó al
mundo de los símbolos, el más adecuado, aunque lejano…
“El alma, como un bebé, nace ignorante, aunque amorosamente abrazada
por el Amor. Necesitará tiempo para dar sus primeros pasos, ser consciente de
quién es y hacia dónde dirigirse. Como te digo, al aparecer, el alma no sabe que
es inmortal. Lo descubrirá, pero antes debe ocuparse de crecer. Ella será el
recipiente que acogerá la personalidad del nuevo ser humano. Ella es la
materialización del nuevo hombre, o de la nueva mujer…”
“Alma inmortal –murmuró Jasón–. Eso quiere decir que, una vez
imaginados, vivimos para siempre…”
149
“Si, lo hemos hablado… La inmortalidad es uno de los regalos del Padre.
No depende de nada. Es un regalo del Amor. Como te he mencionado, el Amor
actúa, sin más. No precisa condiciones. No pide nada a cambio. No pregunta ni
tampoco espera respuesta. El Amor sabe. El Amor te cubre, y te arropa, porque
sí…” Y continuó:
“Inmortal, aunque ella no lo sepa, o no lo acepte. El alma está destinada a
Él. Terminará donde empezó, aunque no lo entienda. Ella ha sido dotada de lo
necesario para elevar al hombre por encima de lo material y, muy
especialmente, para buscar el Origen. Con ella nace el pensamiento. Ella es el
‘naggar’ del barco interior. Ella es la responsable de la arquitectura de la
personalidad. Ella está preparada para buscar, aunque no sepa qué. La ‘chispa’
le ha concedido el magnífico don de la ‘inquietud’ y no descansará hasta que
descubra quién es realmente, y de dónde procede. Ella está sujeta a la razón,
pero sólo hasta que decida poner en funcionamiento lo que tú llamas ‘principio
Omega’: hacer la voluntad del que la ha creado… Entonces, el alma será también
intuitiva, e iniciará la magnífica aventura del sabio que, además, sabe quién es.”
Abraham y Moisés heredaron este tesoro, pero, con el paso del tiempo, la
torpeza y la mezquindad de los hombres deformaron la luminosa información
de Malki Sedeq (1980 a. J.). “Ruah”, el espíritu”, y “neshmah” o “nishmah”, el
alma para los judíos, son dos de los vestigios de aquella revelación.
“El Padre nos imagina –Él sabe por qué–, desciende sobre nosotros, nos
habita, nos regala un alma inmortal y nos lanza a la más prodigiosa de las
aventuras: buscarlo. ¿Qué gano al recibir esa ‘chispa’ en mi mente?”
“La ‘chispa’ es una criatura que contagia por naturaleza. ¿Y qué transmite
el Áhab o Amor? Todo, menos miedo. Por eso, el miedo sólo es viable en
aquellos que todavía no han descubierto la ‘chispa’. Para el que sabe que está
ahí, en el interior, o, sencillamente, la intuye, la bondad es lógica, la acción es
continua, la serenidad es irremediable, la misericordia es el paisaje, y la
inteligencia es el ‘principio Omega’. La ‘chispa’ –insistió– lo contagia todo. Es su
característica. Él es así. Y no hay antídoto. La inmortalidad no tiene retroceso, ni
funciona con condiciones.”
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“La ‘nitzuts’, o ‘vibración’ del Padre Azul es una jugada maestra. Él
desciende y controla. Él vive porque tú vives. Él recibe y emite, del Padre y hacia
el Padre. Hoy la llamaríamos ‘baliza divina’. Él conoce cada milímetro de tu
recorrido, porque así lo (te) imaginó, y porque lo hace contigo. Él sabe del
número total de tus parpadeos, porque los cuenta. Él sí tiene información de
primera mano. Él sabe cómo te llamas, aunque nunca te reclamará. Eres tú
quien debe descubrirlo. Será el hallazgo de los hallazgos. Entonces
comprenderás todos los ‘por qué’. Él sólo lleva las cuentas de tus dudas, y cada
una la considera un éxito. Si Él deseara la certeza en tu corazón, no habría
permitido que te asomaras al tiempo y al espacio. Él es el misterio,
desgranado.”
“La ‘chispa’ es el ‘piloto’ del alma inmortal. Ella gobierna en el silencio, y
en la profundidad de las emociones. Ella es la fuente de los sentimientos. Ella es
la que susurra la piedad y la que inspira la confianza. Ella es la intuición, la
mirada del Padre. Ella es el cristal que te permite distinguir la belleza. Ella es el
espíritu que te mueve hacia los territorios de la generosidad. Ella es la voz que
confundimos con la conciencia. ¿Desde cuándo la mente tiene voz? Ella
mantiene el rumbo de tu destino, aunque no lo comprendas ni lo aceptes. Ella,
finalmente, te dejará el timón cuando la descubras (cuando comprendas).”
“La ‘nitzutz’ es tu mar interior. En todos los seres humanos es diferente.
En algunos, serena. En otros, bravía. Puedes navegarla, bucearla y, sobre todo,
disfrutarla. Si la dejas hablar, serás un sabio. Por eso, al descubrirla, los hombres
enmudecen. Y el silencio es la mejor de las respuestas. Ella es otro mundo (el
verdadero), sin salir del tuyo. Ella es el ‘reino de los cielos’, del que tanto hablé,
y que muy pocos comprendieron. Ella no es Yavé, ni remotamente…”
La “chispa” no es definible, como no lo es lo inmaterial. Lo “sin fin” no
puede ser amarrado con las cuerdas del entendimiento humano, que siempre
tiene fin. Todo lo que Jesús le reveló a Jasón es tan aproximado a la realidad
como Omaha al sol. Pero su deber era transmitirlo…
Y dijo también que la “chispa” –el gran regalo del Padre– es lo que queda
cuando te han abandonado, o cuando estimas que el fin te ha alcanzado. Con la
“chispa”, la soledad nunca es negra ni rabiosa. Ella siempre parpadea en algún
151
momento, y hace el milagro: la esperanza está a tu lado, pendiente, y convierte
la supuesta negrura en penumbra. Somos tan limitados y poderosos, a un
tiempo, que creamos la oscuridad y, en el colmo de lo absurdo, nos la creemos.
“Chispa” y oscuridad son incompatibles. “A eso he venido –repitió una y otra
vez–. Ésa es la buena nueva: el Padre está en el interior, hagas lo que hagas, y
seas lo que seas…”
La “nitzutz” no depende de tu voluntad. Ella desciende, sin más. Eso es un
Dios de lujo. No hay trueque. Las condiciones las pone el hombre y, obviamente,
se equivoca. El Padre no requiere, ni necesita, ni exige, ni tampoco espera. La
“chispa” es suya, y a Él retornará cuando concluya la gran aventura del tiempo y
del espacio. E insistió: “¡Confía!”.
Es la “chispa” la que te hace fuerte, inexplicablemente. Es del azul del
“Áhab” de donde bebes, y del que consigues la fuerza de voluntad, incluso
cuando caminas detrás de ti mismo…
Es Ella el tronco del que florece la intuición. Cuanto antes la descubras,
más y mejor disfrutarás de la característica humana por excelencia. Cuanto más
próximo a la “chispa”, más intuitivo. Cuanto más intuitivo, más certero. Cuanto
más certero, menos necesitado de la razón. Cuanto más lejos de la razón, más al
sur de la mediocridad. Cuanto menos mediocre, más tú…
La “nitzutz”, además, contagia la imaginación. Ninguna otra criatura
mortal está capacitada para soñar despierta. Es otra de las distancias siderales
que nos separan del mundo animal. Ellos jamás podrán crear, o prosperar,
porque no disponen de la “gota azul” en el interior. Ellos, los animales, carecen,
por tanto, del alma que elabora el “Yo”. Ellos no saben quiénes son, ni lo sabrán
jamás. Ellos no se hacen preguntas, ni buscan a Dios. No es su cometido. Su
única inmortalidad está en nuestra memoria. Al practicar la imaginación, la
“chispa” entreabre la puerta del futuro y muestra cómo seremos: como Dioses
(con mayúscula). Dioses creadores de universos que sólo nosotros
imaginaremos. En realidad, eso es el Padre: la imaginación por encima del
poder. Ahora no lo sabemos, pero nunca somos tan iguales a Él como cuando
desplegamos la imaginación. Es la “chispa” la que desnuda la belleza y hace
concebir la poesía. Es Ella la que ordena los sonidos y los silencios, y dibuja la
152
música. Es la “nitzutz” la que golpea la piedra y deja escapar el arte. Es Ella la
creadora de unicornios azules. Es Ella la que provoca los sueños y los archiva. Es
Ella, con la imaginación de la mano, la que anuncia el “reino” del que procedes –
tu “patria”– y al que, necesariamente, volverás. Un “reino” del espíritu, en el
que imaginar es ser. La “nitzutz” es la perla que sí hallarás en la amatista, si
sabes buscar. Ella es el genio que no descansa, y que bombea ideas. No importa
sexo, raza o condición. Es Ella la que nos hace espiritualmente iguales. La
“chispa” es la clave. Ninguna “gota azul” es mejor o peor. El Padre,
sencillamente, es. Todas las “chispas” son Él, y todas descienden de Él, aunque
Él es mucho más…
Ésta fue la “piedra angular” que sostuvo el magnífico “edificio” levantado
por el Hijo del Hombre. Pretender la superioridad, intentar acaparar la razón, o
creerse en la posesión de la verdad es no saber (todavía) que nos habita un Dios.
Y más aún: es no saber que esa “chispa” se reparte con el mismo Amor, y en la
misma “cantidad”. Jesús comparó la “chispa” con el mejor de los “mensajeros”.
Es la misteriosa fracción del Padre Azul, que un día toma posesión de
nosotros, quien se ocupa de sembrar esperanzas. Él las despabila y las reparte. Y
cada día se presentan ante nosotros. Otra cuestión es que alcancemos a verlas.
Pueden ser inmensas, o esperanzas que caben en la palma de la mano. Eso poco
importa. Lo fascinante es que, mientras hay “chispa”, hay esperanza. Y es
justamente la esperanza –la confianza en algo– el oxígeno de la jovencísima
alma que ha llegado al paso de la “chispa”. A más esperanza, más oxígeno.
Cuanto más oxígeno, más felicidad. Pero el cargamento de esperanza no
depende de nosotros. Cada ser humano nace con un cupo. Eso es lo que
entendió Jasón. Después, tras la muerte, la esperanza deja de ser intermitente y
nos abraza. Ya no será el doble renglón del libro de la vida. La esperanza será el
“ADN” del alma. Por eso no hay palabras. Por eso insistió, una y otra vez:
“Confía”. La esperanza es la sombra de la “chispa”. La primera no es posible sin
la segunda. “Confía”. Sólo los seres humanos disfrutan de un sentimiento tan
gratificante. ¿Has visto a un perro esperanzado? La felicidad de los animales es
la sombra de la esperanza humana. “¡Ánimo, ‘mal´ak’! Cuando experimentas la
esperanza –añadió feliz–, lo tienes todo…” La esperanza es otra demostración
de la existencia del Padre en el interior del hombre. Es un guiño del Amor. Sólo
153
tú podrás comprenderlo. Sólo el ser humano reúne las condiciones necesarias
para acoger la esperanza y abrazarla. Si te aproximas a esta realidad te habrás
acercado a la mismísima esencia divina. “Confía, ‘mal´ak’.” La “chispa”, ahora,
prepara al hombre para un estado de felicidad casi completo, tan
incomprensible para la corta inteligencia humana como la estructura interna de
la inmortalidad. “Confía.”
Es Ella, en definitiva, la que nos hace humanos. Es la “nitzutz” la que nos
diferencia del resto de la creación. Ella es el milagro, y el gran enigma, no
resuelto ni por los ángeles. Nadie sabe por qué, pero el Padre ha elegido lo más
pequeño, y lo más primitivo, para acomodarse en el tiempo y en el espacio.
Somos unos recién llegados con suerte. Por eso decía que nos envidian. Por eso,
en parte, los “K” lo dejan todo, y descienden a la imperfección…
Es la “gota azul”, que nos distingue, la que tira del alma hacia Dios. Es
lógico que ella se incline hacia sí misma. Sólo su presencia justifica la
desbordante inquietud del ser humano por lo trascendente. Ningún animal se
atormenta con las grandes preguntas: ¿quién soy?, ¿por qué estoy aquí?, ¿qué
será de mí? Es el alma inmortal quien debe hallar las respuestas, siempre
susurradas por la “chispa”. Y llega el día, al intuir, imaginar o descubrir que el
hombre está habitado por el Número Uno, cuando la vida adquiere sentido.
Entonces, “Omega es el principio”. Entonces, al comprender, el alma se vacía
por sí misma y deja que la “chispa” la llene. Entonces, según el Maestro, al
arrodillarse y reconocer al Buen Dios que nos habita, es inevitable que nos
sentemos en sus rodillas y que dejemos hacer al Amor. Es lo que Jasón definió
como el “principio Omega” (hacer la voluntad del Padre). Y en ese instante,
“Áhab” hace el prodigio: la inmensa maquinaria del universo visible, y del
invisible, se coloca al servicio del más humilde. Es el secreto de los secretos, al
alcance de todos, aunque muy pocos llegan a destaparlo. “Confía, ‘mal´ ak’.
Existe un orden…”
Y la voz de la “nitzutz” se oye fuerte y claro: “Serás lo que Yo soy”. A partir
de ese prodigioso momento, cuando el ser humano se entrega a la voluntad del
Número Uno, la voz de la “chispa” deja de ser un susurro. Y la esperanza, al fin,
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se convierte en huésped permanente del alma. Es un anticipo de la “gran
aventura”…
Después la comparó con un “amigo fiel”, algo difícil de hallar, casi único.
Si Jasón no comprendió mal, el Maestro responsabilizó al fragmento
divino que nos habita de todas y cada una de las revelaciones a las que tenemos
acceso a lo largo de la vida. Ella, la “chispa”, las dosifica. De Ella proceden. Y se
vale de los medios más insospechados. No es la mente –criatura mortal al
servicio del alma– la que proporciona esas informaciones decisivas, que varían
el rumbo de criterios y actuaciones. Es Él, el Padre quien informa, y lo hace
oportunamente. No son los hombres, ni tampoco los libros, quienes iluminan. Es
Él, aunque, en ocasiones, puede servirse de ellos. Y añadió: “Esa revelación llega
por dos caminos: a través de la comunicación directa con el Padre, con la
‘chispa’, o porque así está establecido”. Jasón entendió que la primera vía es lo
que llamamos oración, aunque al Galileo no le gustaba el sentido ortodoxo de la
palabra. Prefería comunicación, o conversación, con la “nitzutz”. De ese diálogo,
en definitiva, nacen las revelaciones. De ahí la importancia de pedir
información, o respuestas; nunca beneficios materiales. De esto último se ocupa
el “Áhab”, el “combustible” que todo lo sostiene en la creación, el Amor del
Padre. Y no hay pregunta que quede sin respuesta, como tampoco hay sueño
que no se materialice…, ambos, en su momento. E insistió: “Ahora, en esta vida,
o después…”.
En cuanto al segundo camino, el Maestro prefirió no agotar a Jasón. Él
sabía que no estaba a su alcance. La revelación –sublime o doméstica– pasa
siempre por la “chispa”. Ella la autoriza y la deposita en el alma, como una flor
destinada a hablar en silencio. Es el alma inmortal quien deberá analizarla y
disfrutarla. A diferencia de las flores, las revelaciones no se marchitan jamás. Y
mañana proporcionarán hijos…
La revelación, sin embargo, termina aislando a quien la recibe. La verdad
no está hecha para ser proclamada; no en este mundo. Cuando la revelación
llega, si es de gran calibre, abre un enorme cráter en el ánimo del receptor, y
éste queda mudo. Si se atreve a hablar, nadie le cree. Desde ese momento, el
ser humano sólo crecerá hacia el interior. Entonces brillará con luz propia, pero
155
nadie lo sabrá. Jesús lo llamó el “abrazo 3”, el único que “abraza sin poseer”. A
pesar de todo, a pesar de la soledad del que recibe, la revelación es un paso del
alma. El bebé está caminando…
“Presta atención, querido mensajero… Así está establecido… Ahora es el
momento. Ahora debes saber… Escucha mis palabras, para que lo que veas, y
oigas, sea comprensible para ti y, sobre todo, para los que llegarán después…
¿Sabes qué es el ‘tikkún’?”
Jasón sabía que, para los judíos, el “tikkún” era una especie de misión
sagrada. La traían cada hombre y mujer al nacer. Estaba relacionado con
recuperar y reconstruir la “Shekinah” o Divina Presencia, huida del Templo por
culpa de los pecados de Israel, y en esos momentos, en poder del invasor,
Roma. Cumplir el “tikkún” era contribuir a la llegada del Mesías libertador,
haciendo la voluntad del Santo. Y además, era el único camino para alcanzar la
salvación. Era una de las ideas que motorizaba la vida de Yehohanan (el
Bautista). El que lo rechazaba o descuidaba quedaba maldito y sujeto al estado
diabólico.
“También he venido para cambiar eso… Es cierto que existe un ‘tikkún’
para cada ser humano, pero no como lo interpretan los rabinos… El hombre no
necesita ser salvado. La inmortalidad no depende de su ‘tikkún’. Recuerda que
es un regalo del Padre. Eres inmortal desde que eres imaginado por el Amor.
Eres inmortal sin condiciones.”
“El hombre y la mujer nacen con un ‘tikkún’: vivir, sencillamente…”
“Asomarse a los mundos del tiempo significa experimentar la
imperfección. Vivir lo opuesto. Vivir lo opuesto a vuestra naturaleza original, la
del espíritu. Es lógico que nazcas para vivir… He venido a proclamar que cada
vida, cada ‘tikkún’ es una cadena de experiencias, enriquecedora. Nada es fruto
del azar. Todo, en el reino de mi Padre, está sujeto al orden, y al Áhab…”
“¿Tiene sentido el dolor, la enfermedad, la oscuridad…?”
“Hay lugares, como este mundo, en los que todo es posible, incluida la
maldad. Es parte de un juego que no estás en condiciones de intuir. Cada
‘tikkún’ es minuciosamente planificado… antes de nacer. Y todo ‘tikkún’
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obedece a un porqué. Nadie es rico, o negro, o esclavo, o ciego, o paralítico, o
ignorante, o pobre, o rey, por casualidad. Nadie vive las experiencias que le toca
vivir, simplemente porque sí, o por un capricho de la naturaleza.”
“¿Y quién decide que alguien viva en la sabiduría? ¿Quién establece que
uno sea más y otro menos?” Jesús sonrió malicioso.
“Quizá tú mismo…”
“¿Yo selecciono la pobreza o el sufrimiento? No lo creo…”
La sonrisa de Jesús permaneció firme e inmutable. No hubo palabras. Fue
la mejor respuesta.
“A eso he venido, querido ‘mal´ak’: a traer la esperanza, la presencia de
Ab-bá, a los que la han perdido. A eso he venido: a proclamar que cada vida,
cada ‘tikkún’, obedece a un orden, aunque no podáis comprender…”
“Y al nacer, todo queda olvidado…”, comentó Jasón.
El Maestro refrendó el comentario con un leve y afirmativo movimiento
de cabeza. Él no fue ajeno a esa circunstancia. Necesitó mucho tiempo –casi
31 años– para saber quién era en realidad y a qué vino. Todo tiene sentido. Sólo
es cuestión de vivir…
“Vivir en la seguridad de que todos son iguales, e importantes, para el
Padre. Todos cumplen una misión. Todos camináis en la misma dirección,
aunque no lo parezca… Vine a refrescar una memoria dormida. Y sé, igualmente,
que mis palabras serán olvidadas, y tergiversadas…”
“Lo primero que debes aprender esta noche es que ningún ‘tikkún’ es
reprobable.”
Cada persona, una misión. Cada ser humano, un destino. Esa fue la
revelación que recibió Jasón en aquella jornada en Beit Ids. Yehohanan, su
“tikkún”. Judas, el Iscariote, el suyo. Poncio, también. Cada hombre y mujer, el
que hayan elegido –y lo remarcó– “antes de nacer”. Poco importa el porqué de
cada “tikkún”. Estamos aquí, y esa es la única realidad.
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Vivir, eso es lo que cuenta. El alma, bajo el “pilotaje” de la “chispa”, se
ocupa de almacenar los recuerdos y de preservarlos. Parte de esa misteriosa y
delicada labor de selección y archivo se registra durante la noche, mientras
dormimos. No importa que los recuerdos se disipen y desaparezcan. Que
olvidemos no significa que las memorias se hayan desintegrado. Después, al
morir, el “cargamento” será custodiado por la “nitzutz”, y entregado al alma en
el “otro lado”, cuando “despierte”. En definitiva, vivimos para recordar, y
recordamos porque hemos vivido.
Con la caída del sol, Jesús retornaba a la caverna. Y conversaban. Él lo
ponía al corriente de algunos de sus pensamientos y, sobre todo, lo instruía,
adelantándole la esencia de lo que, a no tardar, constituiría su período de
predicación. Toda estaba y sigue estando, atado, y muy atado… Era el “tikkún”
de Jasón, según sus palabras.
Y tras la cena llegaba el mejor momento, el del “juego” con las frases que
dejaba el Maestro escritas en las maderas de tola blanca. En total, veintitrés
conversaciones, nacidas de otras tantas frases. Fueron veintitrés “visiones” del
Padre y del mundo, que le hicieron pensar y cambiar el rumbo de su vida a
Jasón. Fue la “chispa”, naturalmente, la que le habló…
He aquí dichas frases, en el orden en que fueron escritas sobre las viejas
tablas de “agba”.
“Dios no está para ayudar.”
Y el Maestro insistió en la inutilidad de solicitar favores materiales, y
lamentó que los seres humanos se acuerden del Padre, única y exclusivamente,
cuando “truena”… La “chispa”, aseguró, tiene cometidos mucho más
importantes…
“Morir es cuestión de tiempo. Vivir es lo contrario.”
Los esclavos del tiempo –eso creyó entender Jasón– viven para morir.
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“El miedo, desde este momento, es cosa del pasado.”
Si el Padre regala, ¿por qué temer? Los que odian sólo tienen miedo. ¿Y
qué es el odio?: amnesia. El que odia no “recuerda” que fue imaginado por el
“Áhab”, por el Amor. Miedo y odio –dijo– no tienen posibilidad en su “reino”.
Hay que hacerse a la idea…
“Vive más el que sueña.”
Y lo invitó a que aprendiera del alma de las mujeres. Ellas practican, mejor
que los hombres, el arte de la intuición. Soñar sólo es eso: caminar un paso por
delante de la razón. Y dijo más: en lo más recóndito y escondido de Dios “vive”
lo femenino, el Gran Espíritu. Jasón no comprendió muy bien en esos
momentos…
“No busques la verdad, porque podrías hallarla.”
Deja la “luz” para cuando seas “luz”. Deja lo sublime para el “no tiempo”.
El Padre –insistió– quiere que seamos santos, o perfectos, pero mañana. Hoy es
suficiente con “renacer”…
“¿Desde cuándo la muerte forma parte de la vida?”
El Padre regala inmortalidad (vida). ¿Por qué nos empeñamos en
confundir el puente con el río? ¿Quién termina desembocando en la mar, en el
Amor: el puente o las aguas de la vida?
“La verdad no grita. Susurra…”
La verdad es tan incomprensible para nuestra limitada naturaleza humana
que, ahora, solo conviene susurrarla. Y matizó: “Susurro interior, claro…”
“Es mejor hablar con los ojos.”
Después de todo, es el “te quiero” más veloz.
“No juzgues, aunque tengas razón.”
En la tabla de tola dibujó también la letra hebrea “vav”, que simboliza al
hombre. Y reiteró: cada cual se limita a dar cumplida cuenta de su “tikkún”, su
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misión en la vida. Ni siquiera cuando seas espíritu deberás juzgar. Ni siquiera los
Dioses lo hacen…
“Si descubres que vas a morir, continúa con lo que tienes entre
manos.”
No estamos en la vida para arrepentirnos, y mucho menos para pedir
perdón a Dios. Los hijos deben caminar con seguridad y confianza, no con
temor. Nadie tiene capacidad para ofender al “Áhab”. Ni siquiera los propios
Dioses (y volvió a utilizar la mayúscula).
“Lo más hermoso está siempre por suceder.”
Según entendió Jasón, ése es el gran secreto del Padre: experto en
sorpresas, experto en cocinar el día a día (con amor). Y añadió: “Lo mejor que te
ha ocurrido en la vida sólo es una abreviatura de lo que Él te reserva”.
“La lucidez obnubila.”
Cuanta más claridad mental (se refirió a claridad del alma), más lejos de la
razón y más cerca del “Áhab”. Y lo desmenuzó como si fuera el alimento de un
bebé (en realidad, lo era): cuanto más próximo a la “nitzutz”, cuanto más
consciente de la presencia divina en tu interior, más huidiza y breve te resultará
la realidad…
“Dios no duda, eso es cosa nuestra.”
La ley básica de la imperfección es la duda. Sólo el Padre acierta. Por eso
no podemos comprenderlo (ahora). Es la duda la que impulsa a caminar, no la
certeza. Por eso Dios no se mueve. Nosotros, algún día, tampoco dudaremos.
Jesús de Nazaret fue un “atajo”, pero muy pocos llegan a descubrirlo.
“Cuando comprendas, tendrás que decir adiós.”
Y lo representó con la “iod”, la letra hebrea que simboliza a Dios como
Ab-bá (Papá), y como origen del “Áhab”. Ese “despertar” nunca podrá ser en
vida. “Comprenderemos” cuando sólo seamos “interior”… Será la gran
“despedida” de nosotros mismos.
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“Dios no lucha, pero gana.”
Es el Gran Brujo, que dispone el final antes que el principio. Si
conociéramos el secreto del Padre, estaríamos por encima de Él. Y afirmó,
rotundo: “Alguien lo está… Por eso gana, sin necesidad de pelear”.
La revelación, como otras, superó a Jasón. No aceptó, lo que
evidentemente, estaba manifestando. No estaba preparado.
“Si tu dios pregunta, mal asunto.”
Escribió dios con minúscula (ab-bá). Y explicó: las preguntas son propias
de las criaturas del tiempo y del espacio. En la perfección, en el “reino” de Ab-
bá, todo “es”. Sólo la imperfección está capacitada para interrogar. No debemos
confundir dioses con Dioses.
“La sabiduría es una actitud.”
La auténtica, la que nace de la “nitzutz”, o fracción divina, es una forma
de comportarse. Cuanto más sabio, más tolerante. Cuanto más sabio, más
abrazo. Cuanto más sabio, más fluido. Cuanta más sabiduría, más amante.
Cuanto más sabio, más intuitivo. Cuanto más sabio, más enemigos…
“Dios no pide nada a cambio. No lo necesita.”
No hagáis caso de los hombres –proclamó–. Él, el Padre, está en cada uno
de vosotros. El concede antes de que puedas abrir los labios, y susurra de por
vida. Él no perdona, porque no hay nada que perdonar. Él sabe, aunque tú no
sepas. Él tiene, porque da. ¿Qué puede solicitar el Amor del amor? Le hizo un
guiño y aclaró: “Sólo que despiertes”. E insistió, e insistió, e insistió: somos
inmortales por naturaleza. Él ya lo ha dado todo. Algún día, cuando finalice
nuestro “tikkún”, la felicidad nos ahogará… “A eso he venido, querido ‘mal´ak’:
para recordaros que no hay condiciones…”
“La duda no es mal comienzo.”
Ejercitarla es alimentar el alma. Dudar es el estado natural del hombre.
Así ha sido dispuesto por los que no dudan. El que aprende a dudar respeta. El
que duda desempolva su corazón. El que practica la duda multiplica. El que duda
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admite sus errores y, sobre todo, los de los demás. La duda, entonces, nos hará
valiosos. La duda es un truco de la divinidad: cuantas más dudas, más recorrido.
Dudar es el pacto obligado con la “chispa”. Si el alma no dudara, ¿cómo podría
crecer? La duda embellece porque nos hace más humanos. Dudamos porque
vivimos. Dudamos porque buscamos. La duda es la mejor protección contra
fanáticos, salvadores y ladrones de voluntades.
“El que adora se asoma a Dios.”
O lo que es lo mismo: el que adora se asoma a la “nitzutz”. Adorar es
descubrir que “viajamos” juntos. Se trata de la máxima expresión de la
inteligencia humana. Sólo adoran los sabios; es decir, los que han “despertado”,
los que no dudan en empezar de nuevo, constantemente. Sólo adoran los que
empiezan a saber algo de sí mismos…
Y Jasón comprendió: él jamás había adorado a Dios. Confundió al Padre
con la religión. Adorar, en realidad, es un simple y bellísimo gesto de gratitud. Es
lo menos que se debe ofrecer al que nos ha imaginado. Entonces, al arrodillar el
alma, Él te levanta a la altura de sus ojos. Jamás, como criatura humana, podrás
estar tan próxima al poder y a la fuerza. Es el instante sagrado que Jasón
bautizó, acertadamente, como “principio Omega”. Al adorar, al abandonarse a
la voluntad del Padre, el alma entra en la edad de oro. Y repitió: la creación se
enciende a nuestro favor. Ya nada es lo mismo. La primitiva criatura humana se
ha declarado amiga del Número Uno. ¿A qué más puede aspirar un Dios?
“El que escucha habla doblemente.”
“De eso doy fe. Nada de cuanto he escrito habría sido posible si no
hubiera prestado atención a su palabra. Su presencia fue insustituible, y su
mensaje, eterno. Yo, ahora, hablo doblemente, por su infinita misericordia.
Hablo para mí, y para los que tienen que llegar. Nada de lo que contienen estos
diarios es lo que parece. Es mucho más. Es el ‘doble’…”.
Como repetía el Maestro: “Quien tenga oídos que oiga”.
162
“Enamorarse es perder la razón, al fin…”
Y dejó la cuestión, intencionalmente, para el final. Habló del amor
humano como una interesante aproximación al “Áhab”. Y precisó: “Sólo una
aproximación…”. No debería sorprendernos, y mucho menos atormentarnos, la
fugacidad del amor humano. Enamorarse es prender una vela que, tarde o
temprano, se extinguirá. Pero, mientras dura, ilumina y nos aleja de la razón, la
gran enemiga de la duda. Enamorarse es intrínseco a la naturaleza humana, al
igual que dormir o alimentarse. No debemos avergonzarnos jamás por
experimentar lo que es inherente a la condición de la mujer y del hombre. Otra
cuestión es que el ser humano, en su ignorancia, le quiera otorgar un carácter
sagrado, que jamás ha tenido, como no lo tienen las funciones de imaginar,
reflexionar, reír o llorar. Y animó a Jasón a “confiar”, aunque su amor por Ruth
fuera imposible… “Lo imposible –sentenció– es, justamente, lo verdadero.”
En uno de sus retiros, Jesús tomó una decisión: “Renuncio a mi poder”. Y
le explicó a Jasón, en otra “aproximación a la realidad”.
Jesús de Nazaret, un Dios Creador, optó por prescindir de su poder.
El Maestro era un Dios. Exactamente, un hombre que fue capaz de
“identificarse” con la “chispa”, o fracción divina. Ahora, en vida, Él era hombre y
“nitzutz”, reunidos en un todo, un Hombre-Dios. Pues bien, aunque escape a
nuestra comprensión, esa parte divina, esa naturaleza “no humana”, continuaba
disfrutando del poder, entendiendo como tal la capacidad de crear y sostener.
Él, según explicó, era el Creador de un universo; uno de los muchos que
configuran la “parte visible” de la Gran Creación del Padre. Y como tal, como
Dios Creador, el Maestro disponía de una inmensa “fuerza”, capaz de
resucitarse y de devolver a la vida a los muertos, entre otros prodigios.
En esa colina –insistió– tomó la firme decisión de no hacer uso de ese
inmenso poder. Dicha opción afectaba a tres grandes capítulos. A saber:
renunciaba a su “gente”, a los prodigios, propiamente dichos, y a su defensa
personal.
Jasón preguntó, obviamente, pero, a pesar de la buena voluntad y de la
generosidad de Jesús, la “realidad” de la que hablaba se escurría como el agua
163
entre los dedos. Aún así, Jasón se arriesgó a escribir lo que dio de sí su
entendimiento.
¿Quién era su “gente”? ¿Eran ángeles? ¿Quizá los seres que pilotaban?
¿Las “luces” que aparecían en los cielos? Eran criaturas, sin más, a las que no
pudo comprender (no mientras permaneciera en el tiempo y en el espacio), y
que fueron creadas por Él. Mejor dicho, “imaginadas”…
Eran incontables. No eran guerreros, como la pobre mente humana ha
llegado a suponer. Eran seres “nacidos” en la perfección, no materiales, que se
hallaban a su servicio. Desarrollaban las más asombrosas tareas: desde las
“comunicaciones” hasta el “transporte” de la vida, pasando por la “vigilancia”
de las criaturas mortales, su “despertar” tras la muerte, y otras funciones que
escaparon a la comprensión de Jasón. Entre esa fantástica “gente” había que
contabilizar a los “K”…
Esa “gente” sabía, perfectamente, de la encarnación de su Dios Creador y
Señor. Jamás lo mencionó, pero Jasón supo que siempre estuvieron con Él:
desde la concepción hasta después de su muerte.
Una sola palabra suya, una orden, y esas “legiones de ángeles” habrían
actuado. Algo le dijo a Pedro en el huerto de Getsemaní, cuando iba a ser
prendido en la madrugada de aquel viernes 7 de abril del año 30: “¡Pedro,
envaina tu espada!... ¿No comprendéis que es la voluntad de mi Padre que beba
esta copa?... ¿No sabéis que ahora mismo podría mandar a decenas de legiones
de ángeles…, que me liberarían de las manos de los hombres?”.
Jasón lo vio decidido. Pero entonces, ¿qué debía pensar sobre los milagros
que, supuestamente, le atribuían? ¿Qué decir de Caná? ¿El agua se convirtió en
vino? ¿Caminó sobre las aguas del “yam”? ¿Regaló la vista a los ciegos de
nacimiento? ¿Fue obra del Padre o de Él?
Jesús sabía de todas estas dudas, pero guardó un cerrado silencio.
Convenía que Jasón lo descubriera por sí mismo.
Por último, el Galileo se negó a utilizar su poder en beneficio de su
integridad física.
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Habló de la violencia. Él la rechazaba, pero Jasón no imaginaba hasta qué
extremo. Jamás se defendería, ni siquiera cuando le asistiera la razón. Cuidaría
de su cuerpo, obviamente, y trataría de no correr peligros innecesarios, pero –
insistió– no acudiría a su poder para librarse del dolor, o para satisfacer sus
necesidades básicas. No emplearía su capacidad creadora para favorecerse. Y lo
cumplió: auxilió a muchos, pero Él se olvidó de sí mismo.
Jasón tembló al pensar en algún accidente. El Maestro sonrió e intentó
tranquilizarlo: “No te alarmes. Nada se mueve sin el consentimiento del
Padre…”. Ese domingo 27 de enero del año 26 de nuestra era, el Hijo del
Hombre ya sabía cuál era su Destino. Lo supo durante uno de los retiros. Lo supo
cuatro años y sesenta y seis días antes de su crucifixión.
“Renuncio a mi poder…”
El lunes 28, el Maestro le comunicó a Jasón un cambio de planes. Durante
unos días suspendería sus visitas a la colina, y trabajaría con los “felah”, los
campesinos al servicio del jeque de Beit Ids. Recogería aceitunas. Era el final de
la campaña y una buena forma de agradecer la hospitalidad de Yafé.
Jasón continuó muy interesado en saber más acerca del Padre.
“Entiendo que desees conocer al Padre… Es la aspiración de todo hijo del
tiempo y del espacio, pero eso llegará… en su momento. No ahora. Vives en la
materia y en la imperfección, vives en el tiempo y, en consecuencia, no es
posible que el Padre pueda manifestarse tal y como es. Es Él quien acepta
manifestarse en la conciencia humana y sólo así puedes alcanzar una
comprensión –limitadísima– de lo No Limitado…”
“Ahora –prosiguió el Maestro–, en estos momentos, la naturaleza
humana no puede aventurarse en la Divinidad. No está preparada. Aunque
accediera a tus deseos, las palabras me cortarían el paso. No puedo darte
detalles sobre el Padre porque tu mente es humana y Él, en cambio, no lo es… Y
te diré más. Si el Padre se presentara ante ti, ahora mismo, y en toda su gloria,
quedarías anulado… Si Él, ahora, apareciera ante ti, y con su verdadera luz, no
desearías continuar. Es tal su grandeza que caerías en la Unidad y tu yo se
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extinguiría. Sencillamente, ‘mal´ak’, renunciarías a tu propia evolución. Es por
ello que debes ser paciente. Él se presentará ante ti cuando estés preparado.”
Jesús sonrió con benevolencia, tomó una de las brasas y la alzó agitándola
en el aire. El fuego se animó y se hizo más rojo. Entonces comentó: “Si tú eres
capaz de explicarle al fuego quién soy yo, entonces, querido amigo, yo te
explicaré quien es el Padre…”.
“No temas, lo importante, por ahora, es que sepas, y que sepas transmitir
que Él te habita.”
Y repitió, consciente de la importancia de sus palabras: “Que sepas, y que
sepas transmitir que Él te habita…”.
“Y una vez instalada en la mente del niño –continuó Jasón–, ¿qué
sucede?”
“Otro prodigio. El buen Dios, el Padre, tan lejano para la criatura humana,
abandona el Paraíso y se hace socio de lo más humilde y de lo más primitivo de
su creación material. Es el misterio de los misterios. Ni los ángeles saben cómo
se produce ese descenso. Él se fracciona y se presenta en la mente humana.
Dios en tu interior y como garantía de que será eterno. La chispa es la promesa
del Padre de que, algún día, serás inmensamente feliz. Será esa presencia
divina, tan real como este fuego que nos calienta, la que te empujará,
constantemente, a buscarlo, a saber de Él, a querer ser como Él… La chispa, una
vez en ti, prende la llama de la necesidad.”
“La necesidad de saber quién eres, por qué estás en la vida y qué te
espera después de la muerte. La necesidad y el anhelo de hallarlo.”
“¡Dios en mi interior! No puedo hacerme a la idea…”, murmuró Jasón.
“Sí, el Padre en tu interior y no diluido…”
“Dios, Ab-bá, y en estado puro…”, continuó murmurando Jasón.
“Así es, querido ‘mal´ak’. El Padre, fraccionado, pero no condicionado. El
Padre, sin mezclas. Dios mismo. Tal cual. Él y sólo Él…”
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“Segundo gran prodigio, igualmente notable… Al instalarse en tu interior,
la presencia del Padre, de la chispa, provoca el nacimiento de una criatura
bellísima que, poco a poco, muy lentamente, irá despertando. Esa criatura es el
vaso sagrado en el que cuajará la auténtica personalidad, tu yo. Una criatura
inmortal…”
Jasón sabía que Jesús se refería a la “nishmah”, el alma.
“… Mente más chispa = alma”, comentó Jasón.
La simplificación no le disgustó al Maestro. Era válida, pero recordó que
no olvidara que era una aproximación a la verdad.
“¿Cómo funciona la chispa? ¿Cuál es su cometido?”
“Prepararte para la verdadera vida… No te confundas: prepararte para la
que es, y será, tu auténtica realidad…”
“¿Te refieres a la vida después de la muerte?”
“Exacto. La chispa no se ocupa de los problemas que te salen al paso en
esta existencia. Los conoce y puede aconsejarte sobre el particular, pero su
misión es otra: ajustar tu mente humana a lo que verdaderamente interesa, a la
vida que te aguarda, a la vida eterna. Es decir: ella te prepara, te dirige e intenta
mostrarte tu destino final, la verdadera vida que te espera. Ella es un piloto.
Dios hace tan bien las cosas que, mucho antes de que ingreses en la eternidad,
ya te está preparando para ello.”
“Veamos si te he entendido. Dios llega a mi interior y capacita a mi joven
alma para que ascienda y siguiendo, justamente, el mismo camino que ha
tomado el Padre en su descenso desde el Paraíso. ¿Correcto?”
“Correctísimo, ‘mal´ak’.”
“Él baja y yo subo.”
“Correctísimo. Y llegará el momento, no olvides que mis palabras son una
aproximación a la verdad, en que ambos, la chispa y tú, seréis una sola criatura.
Os fusionaréis. Dios y el alma humana inmortal. Una sola cosa. La divinización
de lo más bajo y de lo último…”
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“Y eso, ¿cuándo ocurre? ¿Quizá en esta vida?”
“Muy pocos lo logran en esta existencia. Es después de la muerte cuando
se produce el ansiado encuentro: Él (Dios) y tú, al fin.”
“¿Para siempre?”
“’Siempre’ sólo existe en tu mente. En el reino de mi Padre no hay
tiempo. No hables, por tanto, de ‘siempre’...”
“La chispa ajusta tu pensamiento y lo moldea y lo dirige hacia lo bello,
hacia lo sabio, hacia lo misericordioso y hacia el servicio a tus semejantes. Ella
consigue el gran prodigio: termina borrando el miedo de tu mente, y tu alma
empieza a conocer la paz, la verdadera paz espiritual. Es la chispa la que te
proporciona la tranquilidad y la seguridad. Ella te muestra el camino. Ella te
hace la gran revelación: eres hijo de un Dios.”
“¿Es la voz de la conciencia?”
“No. Resulta difícil que llegues a oír la voz de la chispa. Se confunde en la
confusión de tu mente. A veces, sí, puedes descubrirla. Es como un eco lejano…”
“Entonces, casi nadie es consciente de la presencia de ese fragmento
divino…”
“El Padre es tan bondadoso, tan respetuoso, que camina de puntillas en
tu interior. Por eso, casi nadie sabe… He aquí otra de las razones por las que he
venido al mundo: para gritar que no estáis solos ni abandonados. Él reside en
nosotros y garantiza la inmortalidad y la felicidad futuras. Estoy aquí, querido
mensajero, para despertar al mundo. Cuando llegue el momento, regresa y
transmite lo que te estoy revelando.”
“Hablas también de la mente. ¿Qué es?”
“Una criatura prestada. Desaparece con la muerte.”
“¿Y qué gana el Padre instalándose en el interior de los seres humanos?”
“Recuerda que es ‘el misterio de los misterios’. Dios, Ab-bá, no está
capacitado para el mal. Su conocimiento de las cosas es absoluto y
preexistencial. Pero nada sustituye a la experiencia directa. Y eso es lo que hace
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el Padre: desciende hasta lo más bajo y vive, por sí mismo, cada aventura en la
materia. Vive contigo (y no es una metáfora) tus soledades, tus errores, tus
alegrías, tus lágrimas, tus dudas, tus odios, tus humillaciones, tus riquezas y tus
pobrezas, tus ansiedades, tus enfermedades, tu ignorancia, tu cobardía o tu
valor, tu generosidad o tu servicio a los demás… Él está ahí, casi desde el
principio, y vive contigo, en silencio. Él te regala la inmortalidad, y tú, a cambio,
lo ayudas a experimentar directamente…”
“Pero ése es un acto de humillación…”
“Lo es, querido ‘mal´ak’, lo más grande se humilla. Dios ‘crece’ en
dirección al hombre y éste ‘crece’ en dirección al Número Uno. Ambos se
benefician, ¿no crees?”
“¿Qué dices de los animales? ¿También disfrutan de la chispa divina?”
“No. Los animales pueden expresar emociones, pero no son capaces de
transmitir ideas, ni tampoco ideales. Ellos no sienten la necesidad de buscar a
Dios, ni se hacen preguntas al respecto. La chispa es un regalo del Padre, pero
sólo para el ser humano. Los ángeles, por ejemplo, si pudieran sentir la envidia,
os envidiarían por algo así.”
“¿Qué sucedería si el hombre dejara de recibir la chispa?”
“Eso no figura en los planes del Padre…”
“Pero, imagina…”
“La humanidad retrocedería. De la noche a la mañana quedaríamos sin la
necesidad de experimentar la belleza, la generosidad y la bondad. Todo eso le
ha sido dado al mundo por la presencia del Padre en cada uno de nosotros. Ésa,
como te digo, es la función de la ‘nitzutz’… ¿No has comprendido? La belleza
está en ti, físicamente, aunque no seas consciente de ello. Y así será para
‘siempre’…”
“¿Y cómo hago para prestarle mayor atención?”
“Te lo he dicho, y me oirás repetirlo infinidad de veces: deja que se haga
la voluntad del Padre, abandónate en sus manos, acurrúcate en la chispa. Ella
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hará el resto. Acepta que eres un hijo de Dios y que nada cambiará esa realidad-
regalo. La chispa, entonces, trabajará, y tú percibirás el cambio, poco a poco. El
miedo, como te decía, desaparecerá. Ya no te acobardarán las dificultades, ni
concederás tanta importancia a las angustias propias de la vida en la materia. El
dolor y el sufrimiento llegarán, pero no te derribarán. La vejez no te asustará.
Nada podrá ya atemorizarte. Serás libre, al fin. Estarás en el camino del reino…”
Así terminó aquella inolvidable conversación sobre la presencia del Padre
en el interior del ser humano: la chispa.
Conversación acerca del matrimonio
“El matrimonio no fue inventado por el hombre… El matrimonio es una
opción legítima, a la que yo tengo derecho… Pero, siempre me someteré a la
voluntad del Padre. Podría haber optado por el camino del matrimonio, y ello
no hubiera oscurecido mi trabajo, pero decidí oír a los que saben más que yo…”
“Aun no siendo una creación del hombre, el matrimonio no tiene carácter
sagrado… Es el hombre quien, una vez más, ha enredado a Dios en sus asuntos.
El matrimonio es un acuerdo entre dos partes. Y debe ser formalizado desde el
amor… Pero, insisto, eso no lo hace divino…”
“Entonces, si se rompe…”
“No mezcles a Dios en los negocios puramente materiales. Él está para
cosas más importantes. Si el matrimonio fuera sagrado, querido ‘mal´ak’, lo
sería en la materia y también lo sería en el reino espiritual de mi Padre. Allí, sin
embargo, no existe el matrimonio, tal y como lo interpretáis en la Tierra.”
Acerca del alma
Jesús habló de la belleza de esta criatura, que muchos confunden con la
chispa.
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“Nada tiene que ver la una con la otra –afirmó–, pero el alma no podría
ser sin la chispa. La ‘nishmah’ es hija de la mente y de la chispa divina y, por
tanto, doblemente bella. Su naturaleza –explicó con dificultad– no es material,
pero tampoco espiritual, al ciento por ciento.”
“No comprendo, Señor…”
“Es lógico. Es otra de las maravillas del Padre, a las que te irás
acostumbrando cuando pases al otro lado, como dice Eliseo.”
“Ni material ni espiritual…”
Jesús asintió con la cabeza y sonrió, pícaro.
“Una criatura doblemente bella…”
“Así es. La ‘nishmah’ eres tú, realmente… Mejor dicho, lo serás… Ahora,
en vida, va llenándose como una copa.”
“Se llena, ¿de qué?”
“De todas y cada una de tus experiencias. Eso la hace crecer. Ése es su
cometido: crecer desde dentro y hacia adentro. La ‘nishmah’ nace y vive para
alcanzar la perfección, aunque no aquí. Es un principio sin fin. Ella está
destinada a la eternidad. Ella, poco a poco, irá descubriendo quién es y cuál es
su futuro. Ella intuye que está creada para algo muy grande: la fusión con Dios,
con la chispa… pero dale tiempo. Conviene que digiera las experiencias como un
niño, masticándolas. Más aún: conviene que no sepa demasiado… Si lo supiera
todo, de golpe, escaparía… Todo está ordenado, y para bien… Mejor dicho, para
tu bien.”
“Es bueno que sepas que la ‘nishmah’ es una criatura real y que es de tu
posesión. Es el regalo del Padre cuando te imagina y apareces. Vive, por tanto, y
hazlo de acuerdo con la cordura. Eso es todo… Vive lo bueno y lo malo. ¡Vive! De
eso se trata. La experiencia en la carne es única… La ‘nishmah’ lo guarda todo
pero, especialmente, aliméntala con la imaginación. Sueña cuando puedas. Los
sueños son su debilidad. Los sueños la hacen crecer. En cada sueño se esconde
una perla y tú debes hallarla…”
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Jasón recordó lo que defendían los viejos alquimistas: “somnia dea missa”
(“los sueños son mensajes de Dios”).
“… La perla del sueño es el símbolo de la ‘nishmah’… Imagina cuanto
puedas y ella, el alma, se llenará de paz. Vive más el que sueña.”
El mundo de los símbolos
“Dios, el Padre, es el primero que echa mano de los símbolos. Fueron
imaginados por la Divinidad para contribuir al desarrollo espiritual del hombre.
Los símbolos son los escalones por los que desciende la Divinidad. No temas,
querido mensajero, que no te asusten. Obsérvalos como otra de las siembras
del Padre. Ellos te tomarán de la mano y te aproximarán a Él. Ellos te abrirán un
horizonte que niegan a la razón… Ellos, los símbolos, ampliarán tu conciencia y
te darán medida de lo que no tiene medida…”
“La conciencia…”, musitó Jasón.
“Sí, la conciencia, esa lenta y progresiva carrera hacia ti mismo.
¿Recuerdas?: el trabajo del alma… Sí –continuó el Maestro–, la finalidad del
símbolo es crear conciencia en las criaturas materiales. Conciencia de lo
inefable. Deja la razón a un lado… No te sirve en el viaje de la intuición… La
razón se estrella cuando pretende analizar y fragmentar el símbolo…”
“Así que el símbolo, si no he comprendido mal, es otra de las categorías
de lo invisible…”
El Galileo sonrió, satisfecho. Algo había captado su amigo Jasón…
“Te lo he dicho: ellos, los símbolos, llevan directamente a las
profundidades de la Divinidad… Ellos alejan y acercan, según… Ellos te
aproximarán a Él y te alejarán de ti… Ellos son un puente, pero sólo podrás
cruzarlo de la mano de la intuición… Presiéntelos. Sólo así serán símbolos vivos.
Si el símbolo no te transmite es que está por nacer…”
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“… Los símbolos, sobre todo, están ahí para que lo presientas a Él… Los
símbolos te llevarán más allá de las palabras… Te conducirán allí donde desea el
Espíritu, tu chispa…”
Jasón recordó una cita de Jung: “El símbolo remite más allá de sí mismo,
hacia un más allá inasible, oscuramente presentido, que ninguna palabra podría
expresar de forma satisfactoria”.
“… Fíjate en el arte… Se alimenta del símbolo…”
Jasón estaba de acuerdo. Es la simbología lo que hace innovador al arte.
“… Y volvemos a la imaginación, querido ‘mal´ak’…, a la necesidad de
soñar despierto, a la búsqueda de la perla del sueño, ¿recuerdas?”
“… ¿Qué crees que había antes de la creación? Imaginación… Antes de la
materia estaba el Pensamiento, el Símbolo por excelencia… Todo existía antes
de ser, y lo hacía en la mente del Padre. Lo que puedas imaginar ya fue…”
“¿Quieres decir que nada de lo que imagine el ser humano es nuevo?”
“Nada. Todo fue, pero está bien: debes utilizar la imaginación para ser
como Él… Te lo dije: la imaginación es el único camino. Cuanto más crezcas en
ese sentido, cuanto más imagines, cuánto más sueñes, cuanto más te empeñes
en la búsqueda de la perla, menos necesitarás la realidad… ¿Te gustaría vivir
otra realidad?”
“Naturalmente…”, contestó Jasón.
“Pues imagina, sueña despierto y esta realidad que ahora te rodea se
diluirá…”
Sonrió, feliz, y recordó algo que repetiría hasta la saciedad: “El reino del
Padre es otra realidad. He venido al mundo para recordarlo. Prepárate, pues,
imaginando. Utiliza los símbolos. Él los deja caer intencionadamente. No
analices. Siente. Estás aquí para experimentar la vida y el tiempo. Dios quiere
que pienses, sí, pero, especialmente, que sientas… Los símbolos te ayudarán a
descifrar las oscuridades de la vida. Ellos revelan, velando, y velan, desvelando…
Ellos son la explosión del Uno hacia el Todo… Ellos son la puerta del reino que te
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estoy ofreciendo… Y después, cuando abandones la materia, tú serás un
símbolo…”.
Tenía toda la razón. ¿Qué sería del mundo sin la simbología? Ellos nos
ayudan a iluminar el Destino, y en definitiva, son la llave que abre la mente a lo
desconocido. Jasón estaba de acuerdo con el Maestro: un mundo sin símbolos
sería irrespirable…
Y en esos momentos, avanzada ya la noche cruzó ante ellos una araña de
regulares dimensiones. Jesús, al verla a sus pies, guardó silencio. Marchaba
tranquila, luciendo aquel “emblema” en lo alto: presentaba en la espalda una
pequeña cruz blanquecina de unos 20 milímetros. Popularmente se la conocía
por dicho “emblema”: la araña de la cruz. ¿Casualidad? “Él, el Padre, deja caer
los símbolos intencionadamente.” Ese fue el final de la conversación.
Faltaban cuatro años y dos meses para aquel fatídico 7 de abril del año 30
de nuestra era, fecha de la crucifixión del Galileo.
Y el 20 de ese mes de febrero, miércoles, el Maestro, al retornar a la
cueva, anunció el final de la estancia en Beit Ids. Su “trabajo” –dijo– había
concluido. Había llegado el final de aquel período de reflexión y de intensa
comunicación con su chispa, con el buen Dios.
Mientras cenaban, Jesús profundizó en “su plan de trabajo”. Diseñó lo que
podríamos denominar las líneas maestras de su inminente vida de predicación.
Tomó decisiones de acuerdo con su Padre Azul.
Aseguró que su vida en la Tierra había llegado a su fin. En agosto de ese
año cumpliría 32 años.
“Ahora mismo podría volver con mi Padre. Mi trabajo está terminado. He
recuperado la soberanía de mi universo… Me encarné en este mundo para
experimentar, como vosotros, y eso está satisfecho… Pero no será así. He
tomado la decisión de regresar al mundo y apurar mi vida en la carne. Será
como Él quiera…” Y pronunció con un especial énfasis: “Mi voluntad es que se
cumpla la voluntad del Padre”.
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Jesús, en esos momentos, era plenamente consciente de su naturaleza
divina y, en consecuencia, de su inmenso poder. Era un Dios. Mejor dicho, un
Hombre-Dios. Si lo deseaba, podía alterar las leyes de la naturaleza. Sin
embargo, se propuso no utilizar ese poder, salvo que fuera deseo del Padre.
Sencillamente, renunció a los prodigios. Él sabía bien que el pueblo judío lo
aclamaría, y lo seguiría, si le proporcionaba señales y si daba muestras de su
poder. Pero no. Él deseaba atraer a las gentes por su palabra. Deseaba
convencer, no vencer. Su trabajo era revelar al Padre y lo haría de la forma más
sencilla y, a ser posible, de acuerdo con lo natural.
Explicó a Jasón que, a pesar de su firme decisión de no hacer milagros, su
“gente”, sus ángeles, por simplificar, sí estaban capacitados para llevar a cabo
obras así. Si era deseo del Padre, su “gente” podía hacer el prodigio, al margen,
incluso, de la voluntad del Maestro. Bastaba con que el Hijo del Hombre lo
desease. Era suficiente con que el Galileo sintiera piedad o misericordia. Si se
registraban esos sentimientos, y si era la voluntad de Ab-bá, su “gente” hacía el
resto y se producía el milagro. Y decidió ser fiel al devenir de la naturaleza y del
Destino.
En la colina estudió qué hacer a la hora de alimentarse o autoprotegerse.
Podía convertir las piedras en pan o volar por los aires si ése era su deseo.
Hubiera podido impedir su trágico final en la carne, pero optó por no
beneficiarse de dicho poder. Era cierto: ayudó a muchos, pero no se ayudó a sí
mismo… Sería un hombre más, y siempre sujeto a la voluntad de su Padre. Él
debía preocuparse, no de su seguridad, sino de algo más sublime: despertar al
mundo a la realidad de otra realidad…
Anunció que no se ocuparía de los asuntos terrenales. Él era un enviado
de los cielos, y para revelar asuntos espirituales. Prescindiría de la política, no
entraría en problemas sociales o económicos. No era su cometido. Él no había
venido para cambiar el orden del mundo. Él traía la esperanza y el “recambio”
espiritual. Él sabía muy bien que no era el Mesías esperado y pregonado por los
profetas.
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Jesús aceptó que su trabajo no sería fácil. Recordó la imagen de la araña
de la cruz. Pero estaba dispuesto: bebería el cáliz si ésa era la voluntad del
Padre… Regresaría a la Galilea y aguardaría su hora calladamente.
Otra decisión fue que no predicaría al mismo tiempo que su primo lejano,
Yehohanan, el Anunciador (conocido como Juan el Bautista). Esperaría. Dijo que
conocía su Destino y su trágico final.
Una síntesis de esos treinta y nueve días en las colinas sería la siguiente:
1. Jesús de Nazaret no ayunó. No era ésa su intención.
2. No se retiró al desierto, como aseguran los evangelistas.
3. No fue tentado por el diablo.
4. Planificó lo que debería ser su vida pública e hizo “At-attah-ani”.
5. Inició la construcción de un barco de ocho metros, llamado “Faq” (“Despertar”),
para el sheikh de los badu de Beit Ids.
6. Cosechó su primer fracaso y fue acusado de blasfemo, cuando, durante la cena
que ofreció el sheikh en su honor, Jesús habló de su Padre Celestial.
7. No fue alimentado por ángeles.
8. Su “gente” (alrededor de 72.000 criaturas celestes) permaneció con Él día y
noche. Y así fue hasta el final de sus días.
Llevó a cabo –sin querer– dos prodigios: en un joven negro, Aru, que
conoció en el ”kan” de su amigo Assi, el médico esenio, que estaba encadenado
a su choza por una enfermedad mental que lo hacía muy violento y peligroso. Y
en un niño mestizo y “mamzer” (bastardo), quien sufría serios problemas de
salud y que fue brutalmente golpeado y quemado por un grupo de bandidos. Su
nombre era Ajasdarpan. Ambos fueron totalmente sanados.
El viernes 22, al despertar, Jesús ya no estaba en la cueva. Jasón, al
prepararse para salir hacia el río para su aseo, oyó voces… Voces familiares.
Eran las de Juan y Santiago Zebedeo, entre otras. También reconoció la voz de
su compañero Eliseo. Jasón decidió esconderse en la cueva, suponiendo que
estaban buscando al Galileo.
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Los hermanos Zebedeo trataban de hallar a Jesús para averiguar lo
acaecido en el bautismo, en el Artal. Era lo que imaginaba Jasón. La noticia de
los hechos extraordinarios registrados ese 14 de enero, y de los que fueron
testigos Yehohanan, Santiago y Judá, los hermanos carnales del Maestro, y
Jasón, se propagó rápidamente. Alguien, en Omega, entre los discípulos del
Bautista, pudo aclarar que el Hijo del Hombre se había dirigido hacia el este. Y
los Zebedeo se dedicaron a peinar la zona, llegando, finalmente, a Beit Ids.
Pasaron por la cueva, pero al pensar que estaba deshabitada, siguieron su
camino, probablemente hacia la aldea de El Havi.
Jasón decidió ir en busca del Maestro, al lugar en el cual el sheikh había
instalado su pequeño astillero a fin de que el Maestro cumpliera con su gran
sueño: la construcción de su barco. Al llegar al lugar, le informaron que el rabí
no se encontraba, que pasó por allí y se despidió prometiendo volver. Jasón,
entonces, decidió ir a buscarlo a la colina. Y allí lo encontró, pero decidió no
molestarlo. Más tarde, volvió al astillero y allí encontró a Jesús. Y allí, también,
pasaron la última noche.
El sábado 23 de febrero, el Maestro despertó a Jasón al amanecer,
susurrándole suavemente: “¡Vamos, ‘mal´ak’…! ¡Despertemos al mundo!...”.
Llevaba el pelo recogido en la habitual cola y una cinta blanca, de lana,
alrededor de la cabeza. Eso significaba que Jesús se disponía a caminar y
durante un tiempo considerable. Él se adelantó y siguió caminando en solitario,
con sus zancadas largas y decididas. Aquella era otra “señal”: cuando deseaba
estar solo, el Maestro tenía por costumbre distanciarse unos metros. Jasón lo
respetó, naturalmente. Era sólo un observador…
Tomó el camino de Pella, rodearon la ciudad y fueron descendiendo hacia
el valle del Jordán. El Maestro respiraba optimismo. Parecía querer comerse el
mundo. Buscó la margen derecha del río Artal y fueron hacia el campamento de
Yehohanan.
“¡Mirad al Hijo de Dios, el Libertador del mundo!...”
“… ¡De éste es de quien he dicho: tras de mí vendrá el elegido que fue
antes que yo…!”
177
Jesús oía impasible. Y Jasón se preguntó ¿quién era el que gritaba? Aquel
no era el estilo de Yehohanan. Aquella lucidez no era propia de él.
“… ¡Por esta causa he salido del desierto!... ¡Para predicar el
arrepentimiento y para bautizar con agua!”
“¡Se aproxima el reino del cielo!... ¡Aquí lo tenéis!”
Y señaló a Jesús. Después siguió con su extraña lucidez: “¡Ya viene aquél
que os bautizará con el Espíritu de la Verdad!...”.
El Maestro aparecía tranquilo y dejó que hablara.
“¡Yo he visto al Espíritu descender sobre este Hombre y he oído la voz de
Dios, que decía: ‘¡Éste es mi hijo muy amado de quien estoy complacido!’…”
Ése no era el Yehohanan que Jasón había conocido. Concluido el anuncio,
el Bautista regresó al “guilgal” (círculo de piedra). Nadie dijo nada. Jesús, en
silencio, fue a reunirse con Yehohanan y sus íntimos y se sentó cerca del
Bautista. Allí estaban Andrés y su hermano Simón (más tarde Pedro) y también
Judas, el Iscariote. Todos se miraban unos a otros, pero nadie hablaba. Fue un
momento tenso. Algunos de los discípulos del Bautista, los llamados “justos”,
bajaron las cabezas. Otros mantuvieron la mirada sobre el Hijo del Hombre.
Eran miradas acusadoras. ¿Qué había pasado?
Fue Jesús de Nazaret quien puso final a la tensa escena. Sin decir una
palabra, se levantó, cargó el petate y salió del “guilgal”. El Maestro caminó
despacio entre los “davidia”, aquellos bellos árboles que lucían miles de flores
blancas colgantes. Parecía buscar un lugar en el que descansar o pasar la noche.
Jasón fue tras Él, atento. De pronto Jesús se detuvo, al pie de uno de los
frondosos árboles y anudó el saco de viaje a una de las ramas.
En eso, alguien se acercó hasta Él. Llevaba prisa. Era Andrés, que se puso a
conversar con el Galileo. El Maestro, en uno de sus típicos gestos, terminó
depositando las manos sobre los hombros del hermano de Simón. Andrés bajó
la cabeza. Luego fueron hacia el “guilgal”.
178
Jasón se interesó por lo que ocurrió después de su partida de Omega, en
aquel histórico 14 de enero, día del bautismo de Jesús. ¿Por qué tanta frialdad
cuando apareció el Maestro?
Abner, el más cercano al Bautista, hizo un resumen de la situación. A raíz
de los portentosos sucesos registrados en el río Artal en dicho 14 de enero, las
noticias sobre voces celestes y lluvias de color azul se propagaron en todas
direcciones. Y muchos acudieron al meandro Omega, con la esperanza de ver y
de oír al responsable de tales maravillas.
PRIMEROS DISCÍPULOS
Pero ese supuesto Mesías no se hallaba en el lugar y las noticias
terminaron desvaneciéndose. “Y perdimos otra magnífica oportunidad –aseguró
Abner–. Todo estaba a nuestro favor… Yehohanan sólo tenía que levantarse en
armas. El pueblo lo hubiera seguido…” Abner tenía razón, en parte. Yehohanan
no hubiera tenido problemas a la hora de encabezar una sublevación contra los
invasores, los “kittim” o romanos. Pero el vidente se echó atrás, y decidió
esperar el retorno de su pariente. Esto encendió la polémica entre los suyos y
entre sus seguidores. Él era el verdadero Mesías. No tenían por qué aguardar al
tal Jesús, ni a nadie. El nuevo reino era un asunto de poder, de poder y de
poder…
Fue en esos días cuando se presentó en el bosque una nueva
representación de los sacerdotes de Jerusalén. Llegaron con toda su pompa,
convencidos de que el vidente era un loco o un iluminado. Y preguntaron a
Yehohanan si era Elías, si era el Mesías del que hablaban las Escrituras. El
Bautista respondió que no, aclarando: “Yo os digo que si bien bautizo con agua,
algún día regresará aquel que lo haga con el Espíritu de la Verdad…”.
“Y los malditos sacerdotes y fariseos regresaron a la Ciudad Santa, pero
no comprendieron… Y nosotros tampoco.”
179
Aquellos treinta y nueve días en Beit Ids destaparon algo inevitable: una
parte de los íntimos de Yehohanan rechazó al Maestro, incluso sin haberlo visto
y sin saber de su mensaje. Jesús de Nazaret se convirtió en el enemigo de su
líder. Por eso, al verlo sentado en el “guilgal”, lo despreciaron. Era un conflicto
que, tarde o temprano, tenía que estallar. Otros discípulos, los menos, echaron
en cara al vidente que no hiciera milagros. La noticia sobre la curación milagrosa
del niño mestizo en Beit Ids llegó hasta Omega, pero fue situada,
equivocadamente, en Pella. Yehohanan se mantuvo en silencio, dejó de bautizar
y entró en un estado de mutismo. Y se produjo un grave cisma entre los
seguidores del Bautista.
Hacia la hora décima (cuatro de la tarde), Jasón vio aparecer a Jasús y al
bueno y dulce Andrés. No se acercó al círculo de piedra y continuó hasta el
centro del bosque y se reunió con Jasón. Andrés estaba feliz. Sonreía por
cualquier cosa. Jesús extrajo del petate lo que sería la cena: carne salada,
nueces peladas, aceitunas en salmuera, dátiles de Jericó y pan negro. Andrés
aclaró que el Maestro se había ocupado personalmente de la compra, en la
ciudad de Pella. Y la pagó con su dinero.
Mientras Jasón y Andrés se ocupaban del fuego para la cena, Jesús tomó
su túnica de recambio y se dirigió al Artal. Ésa era otra de sus costumbres.
Andrés conocía a Jesús de tiempo atrás. Aunque nacido en Nahum
(Capernaum), el hermano de Simón residía desde hacía años en la pequeña
aldea de Saidan, el barrio pesquero de Nahum. Llegaron a trabajar juntos en el
astillero de los Zebedeo y coincidieron más de una vez en el “yam”, a la hora de
pescar.
“Siempre me llamó la atención aquel Hombre –resumió Andrés–. Yo sabía
que era especial…”
Andrés vivía en la casa de Simón. En esos momentos era soltero. Tenía
madre y tres hermanas. El padre había fallecido años atrás.
Camino de Omega, no pudo contenerse y manifestó al Maestro: “Te he
observado durante tiempo –dijo– y sé que eres alguien muy especial… Aunque
no entiendo lo que dices, me gustaría estar a tu lado y aprender… Si lo permites,
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me sentaré a tus pies y aprenderé la verdad sobre ese nuevo reino del que
hablas…”.
“Jesús me dijo que sí, que me admitía como discípulo suyo…”
Y miró a Jasón atónito, como si el asunto no tuviera mayor importancia.
Jasón continuó con la preparación de la cena. Andrés no era consciente de lo
sucedido de regreso al meandro Omega. Se había convertido en el primer
apóstol del Hijo del Hombre. Eso tuvo lugar entre la nona y la décima (entre las
tres y las cuatro de la tarde), de aquél sábado 23 de febrero del año 26 de
nuestra era. Él no supo explicarlo, pero desde ese momento se sentía pleno y
feliz. Y supo transmitirlo. Cumplió 33 años al ser elegido apóstol. Era el más
viejo de los doce, también el más capaz, aunque negado para la oratoria. Su
oficio: pescador y constructor de barcos. Socio de Santiago y Juan Zebedeo.
Andrés confesó a Jasón que tenía un gran deseo. Su hermano Simón era
un buen hombre, algo torpe en sus decisiones, pero honrado y sincero. No lo
veía como discípulo del Bautista y pensó que sería bueno que siguiera sus pasos
y aceptara convertirse en el seguidor del Maestro.
Andrés dejó lo que tenía entre manos y se dirigió al “guilgal”. Conversó
con su hermano y le contó lo sucedido con Jesús. Simón no se mostró feliz con el
nombramiento de su hermano. Eran discípulos de Yehohanan. No debían
abandonarlo, eso era traición… Pero Andrés conocía a su hermano y sabía de
sus cambios de parecer. Y finalmente, previo aviso de abandonar el grupo junto
con su hermano, Simón se alejó del “guilgal”. Y al llegar junto a Andrés, le dijo:
“De acuerdo. ¿Dónde está tu Maestro? Hablaré con Él…”.
Jesús volvió del Artal con su túnica blanca y, relajado, se sentó junto al
fuego. Y cenaron en paz y en silencio. Finalizada la cena, Andrés se decidió a
hablar y dando un rodeo, terminó exponiendo que su hermano Simón estaría
encantado de poder entrar al servicio del Hijo el Hombre.
“Simón –le dijo Jesús–, eres un hombre entusiasta, pero no piensas
cuando hablas…”
181
Simón se quedó con la boca abierta y los ojos azules fijos en los del
Maestro. Andrés asintió con la cabeza y Simón bajó la cara reconociendo que
aquel Hombre tenía razón.
“… Eso es peligroso para el trabajo que voy a encomendarte… Te
recomiendo que pienses lo que dices…”
Simón respondió como un autómata, moviendo la cabeza
afirmativamente. Pero no dijo nada.
“… Desde ahora te llamaré ‘piedra’…”
Jesús pronunció la palabra aramea “êben”, que podría traducirse por
“roca” o “piedra”. Estaba claro. Jesús lo aceptó y, de paso, demostró su finísimo
sentido del humor. Lo llamó “piedra”, justamente por su debilidad de carácter.
Y Pedro y Andrés, sobre todo el segundo, se esforzaron por preguntar a
Jesús cuanto les vino a la mente. (Tanto el Maestro, como el resto de los doce,
nunca llamaron a Simón por el nombre de “Pedro”, sino por el ya citado apodo:
Êben. Sin embargo, por razones de comodidad y de hacer más comprensible el
presente texto, Simón será llamado como se lo denomina en la actualidad:
Pedro o Simón Pedro.)
El Maestro hizo lo que pudo. Y aunque su lenguaje era claro y muy
didáctico, las alusiones a un Padre Azul sustitutivo del colérico Yavé iban más
allá de la comprensión de aquellos dos pescadores.
El Hijo del Hombre acababa de inaugurar unas enseñanzas que se
prolongarían durante meses y meses… Era el nacimiento de un grupo, un
hermoso grupo, con el proyecto de Jesús de revelar la verdadera cara del Padre
y la hermandad entre los seres humanos.
Hacia las dos de la madrugada, Jasón, insomne, vio una luz amarillenta
que oscilaba y se acercaba al “guilgal”. Pudo distinguir que se trataba de dos
hombres. Despertaron a los “justos” y los oyó hablar, algo alterados. Allí
estuvieron cerca de una hora, discutiendo. Yehohanan no participó. Y de pronto,
la discusión cesó y la antorcha se agitó nuevamente, dirigiéndose hacia la
hoguera que alumbraba a Jasón. Los “justos” se tumbaron otra vez dentro del
182
círculo de piedra. Los dos hombres que se acercaron eran Juan y Santiago
Zebedeo, que acababan de retornar de las colinas de Beit Ids. Juan pasó la vista
por la escena. Y Santiago, tras él, intentó persuadirlo de algo: “Dejémoslo. Es
muy tarde… Mañana preguntaremos”.
Pero Juan no respondió y fijando sus negros ojos en el adormilado Pedro
con una chispa de ira, se inclinó sobre él y lo zarandeó sin miramientos. Pedro
despertó sobresaltado. Y el Zebedeo, sin más, le preguntó a quemarropa:
“Dime, ¿es cierto que ahora eres un discípulo de Jesús? ¡Responde! ¿Es cierto?”.
“No sé… Sí, lo soy…, pero, en realidad, fue mi hermano…”
Juan, entonces, se dirigió hacia Andrés y repitió la escena. Santiago se
acercó y pidió a Juan que se comportase. “Ésas no son maneras…”, le censuró.
Pero Juan Zebedeo no respondió y siguió con lo suyo. “¿Es cierto que ahora sois
sus descípulos? ¿Es cierto que habéis traicionado al vidente?”
“Así es: ahora somos sus discípulos…”, contestó fríamente Andrés, a la
primera pregunta. A la segunda, no se dignó a contestar al soberbio y engreído
Juan.
“¡Traidores! –bramaba–, ¡traidores!”
Entonces presa de la ira, se arrodilló frente al Maestro y, cuando se
disponía a zarandearlo, Jesús abrió los ojos. Juan se contuvo. El Maestro se
sentó reclinándose en la davidia. Observó a los presentes y guardó silencio. La
mirada lo penetraba todo y también al impulsivo Zebedeo. Éste percibió el
fuego de aquellos ojos color miel, casi siempre dulces y pacíficos pero, en
ocasiones, temibles. Juan, entonces, echando mano de la moderación, habló así:
“¿Cómo puede ser que hayas elegido a otros cuando nosotros te conocemos de
antiguo?... ¿Cómo es posible que, mientras mi hermano y yo te buscábamos en
las colinas, tú hayas seleccionado a Simón y a Andrés como los primeros
asociados para el nuevo reino?”.
El Maestro dejó que se calmara y cuando lo estimó oportuno, dirigiéndose
a Juan y a Santiago, preguntó: “Decidme: ¿quién os mandó buscar al Hijo del
Hombre cuando se hallaba ocupado en los asuntos de su Padre?”.
183
Nadie replicó. Pero Juan volvió a la carga, dando toda clase de
explicaciones sobre su infructuosa búsqueda.
“Debéis aprender a buscar el nuevo reino en vuestros corazones… –
agregó el Maestro, dedicando una fugaz mirada a Jasón–,… y no en las colinas.
Lo que buscabais ya está en vuestro interior.”
Y aclaró el asunto de la selección de Andrés y Simón Pedro.
“Vosotros, en efecto, sois mis hermanos y no necesitáis que yo os elija…
ya estabais en el reino… Levantad el ánimo… Preparaos para ir a Galilea…
Mañana partiremos.”
“Pero, dime –insistió Juan–, ¿seremos mi hermano y yo iguales a Simón y
a Andrés? ¿Ocuparemos el mismo puesto en el nuevo reino?”
“Vosotros ya estabais conmigo, en el reino, antes de que éstos solicitaran
ser mis discípulos… Aun así os digo que podríais haber sido los primeros si no os
hubierais dedicado a buscar al que nunca estuvo perdido… En el reino futuro
deberéis aprender a hacer la voluntad del Padre, y no a satisfacer vuestras
ansiedades.”
Jasón acababa de asistir a la aceptación del tercero y cuarto de los
apóstoles: Juan y Santiago Zebedeo. En realidad no hubo designación. Jesús no
los recibió como sus discípulos. No hubo un “sí” oficial. Ellos se unieron al grupo
porque eran amigos del Galileo, y de muy atrás.
Ahí concluyó el incidente. El Maestro rogó que descansaran, ya que al
alba se pondrían en camino.
(Santiago tenía 30 años cuando se unió al grupo de Jesús. Vivía en Saidan,
con su esposa y cuatro hijos. Era pescador y socio de Andrés y de Pedro. Juan
Zebedeo tenía en aquel momento 24 años. Era el más joven de los doce. Era
soltero y vivía en Saidan con sus padres y hermanas. Fue representante del
Maestro en asuntos familiares. Su oficio era el de pescador y socio de Andrés y
de Pedro.)
Al amanecer del día siguiente, el grupo se puso en marcha. Objetivo: la
Galilea.
184
Pero antes, Jesús se acercó a Yehohanan y le dijo: “Mi Padre te guiará
ahora y en el futuro, como lo hizo en el pasado…”.
Nunca más volvieron a verse, al menos en la Tierra…
No habían caminado ni un kilómetro cuando Jesús se detuvo. Hacia Él
venía Felipe, llamado de Saidan. Ambos se conocían del “yam”, de vista, sin
más. Felipe vivía en Saidan y trabajaba en lo que fuere menester, aunque lo
suyo eran los aceites esenciales. Con él caminaba otro galileo, Natanael o Bar
Tolomay (en arameo: hijo de Tolomay, el que en la actualidad es conocido como
Bartolomé). No conocía a Jesús ni tampoco al resto de los discípulos. Bartolomé
era amigo y socio de Felipe en los negocios de exportación e importación.
Residía habitualmente en la aldea de Caná, en la Galilea. Según dijeron, se
dirigían al meandro Omega, para informarse sobre el supuesto Mesías, un tal
Yehohanan. Querían saber si se trataba del Libertador de Israel, como decían.
Pedro y el resto aprovecharon la ocasión para notificar a Felipe que
acababan de unirse a Jesús en lo que Pedro calificó como “la construcción del
nuevo reino”. Y sin más, lo invitó a que se uniera al grupo. Felipe, sorprendido,
se acercó a Jesús y le preguntó: “Maestro, ¿debo llegar donde Yehohanan o
debo unirme a mis amigos y seguirte?”.
El Maestro, complacido, le sonrió y le dijo: “¡Sígueme!”.
Mientras Jesús hablaba con Santiago para explicarle el rumbo a seguir,
Felipe se acercó al olvidado Bartolomé y le dijo que había encontrado al
Libertador de Israel y que Jesús acababa de admitirlo en sus filas.
“¿De dónde viene ese Libertador?”, replicó el de Caná.
“Es Jesús de Nazaret, el hijo de José, el carpintero… Ahora vive en Nahum
y trabaja en el astillero de los Zebedeo.”
Bartolomé sonrió burlón y proclamó: “¿Puede algo tan bueno venir de
Nazaret?”.
Felipe arrastró a Bartolomé a la presencia del Maestro y el Galileo,
leyendo en los corazones de aquellos hombres, exclamó: “He aquí un auténtico
israelita… Un hombre sin engaño”.
185
Volvió a sonreír, colocó las manos sobre los hombros de Bartolomé y
ordenó, rotundo: “¡Sígueme!”.
El de Caná permaneció con la boca abierta, sin dar crédito a lo que estaba
oyendo. Por último, dirigiéndose a Felipe, le dijo: “Es cierto… Tienes razón… Él
es un Maestro. Yo también lo seguiré, si es que soy digno…”.
Jesús, entonces, asintió con la cabeza y repitió: “¡Sígueme!”.
Ese día domingo 24 de febrero de año 26 de nuestra era, Jesús eligió al
quinto y sexto de sus discípulos.
Felipe tenía 27 años. Estaba casado, sin hijos. Oficio: pescador y hábil en
cualquier trabajo. Bartolomé tenía 24 años. Vivía en Caná, de Galilea, con sus
padres. Soltero. Era el menor de siete hermanos.
Hacia las once de la mañana, cerca de la localidad de En Harod, Jesús se
detuvo ante un corro de altas palmeras de aceite. Habló con Felipe y le entregó
unas monedas. Le pidió que entrara al pueblo y comprara algunos víveres. Y
Felipe asintió. Y desde ese momento, quizá por el gesto de Jesús, Felipe de
Saidan fue considerado el responsable del abastecimiento del grupo. Él corrió
con la tarea del necesario aprovisionamiento diario.
Felipe y Jasón hicieron las compras: varias y enormes tortas de flor de
harina, amasadas con aceite y perfumadas con comino, canela y hierbabuena. El
secreto se hallaba en el interior… A eso añadió queso de oveja, miel y fruta. Y
regresaron a las palmeras. Se reunieron y dieron buena cuenta del almuerzo.
Jasón fue el único sorprendido por el contenido de las tortas. Al morder notó
algo extraño, seco y duro. Disimuladamente, lo devolvió a la palma de la mano y
examinó. ¡Eran langostas! Alzó la vista y tropezó con la mirada del Galileo, que
lo contemplaba, divertido. Y terminó con su gesto favorito: le guiñó el ojo.
Y continuaron el viaje. Nadie sabía cuáles eran los planes del Maestro.
Pasaron cerca de la muralla de la ciudad de Naín y siguieron camino por la
planicie de Esdrelón. Después, llegaron hasta unas colinas. Y allí se presentó
Nazaret, “la blanca flor entre colinas”, como siempre, acurrucada entre quince
colinas. El Nebi Sa´in, la elevación más airosa, con sus 488 metros, reunía en su
ladera oriental el pequeño grupo de blancas casas que formaban la silenciosa y
186
remota población. Desde el Nebi, bordeando la cara sur del poblado, bajaba una
inquieta y transparente torrentera.
Nazaret, cuando fue visitada por Jasón, contaba alrededor de cincuenta
familias, con un total de trescientos habitantes, más o menos.
Al entrar en la aldea propiamente dicha y cruzar frente a la fuente, el
Galileo se perdió entre las casas. Y a cosa de ochenta metros se detuvo. Allí
estaba la casa de María, “la de las palomas”, como la llamaban en Nazaret. Nada
había cambiado durante la ausencia de cinco largos años del Hijo del Hombre.
Los muros, encalados, la escalera de madera adosada al exterior seguía
trepando hacia la azotea. Y en lo alto, sobre el terrado, picoteaban y aleteaban
algunas palomas duendas y silvestres.
En la puerta, permanentemente abierta, según la costumbre de la aldea,
se hallaba sentado un niño de unos cinco años, de cabeza rapada. Cargaba en
los brazos un bebé semidesnudo. Jesús se le aproximó y le dijo algo. Luego tomó
al bebé, lo contempló y besó repetidas veces. El niño entró en la casa y gritó un
nombre, Tesoro. Al momento se presentaron dos niños más en el umbral de la
puerta y detrás, una mujer alta y corpulenta. La mujer gritó el nombre de Jesús y
se arrojó sobre el Maestro. Al poco se presentó José, hermano del Maestro, y en
esos días propietario de la “casa de las palomas”. Trabajaba en el taller de
carpintería adosado a la vivienda. En ese momento tenía 25 años. Todos se
abrazaron. Era una sorpresa. Nadie esperaba al Maestro. En realidad, nadie
sabía de sus andanzas. Algo oyeron sobre lo ocurrido en el río Artal durante el
bautismo. Decían que Jesús había abierto los cielos y que hizo el portento de
hacer llover una lluvia azul…
Terminados los abrazos, todos pasaron al interior de la vivienda. Jesús se
acercó a la puerta e hizo una señal a sus amigos para que se acercaran. Tampoco
el interior de la casa había cambiado. Presentaba los dos niveles habituales de
las viviendas judías: el de la izquierda, algo más elevado, servía de cocina y
dormitorio. Allí seguían el viejo arcón, destinado a la ropa y a los víveres, y el
fogón de ladrillo refractario adosado a la esquina izquierda. Y en las paredes,
revocadas con yeso, media docena de nichos en los que Tesoro almacenaba
vasijas, platos y otros útiles de cocina. En el nivel de la derecha, unos ochenta
187
centímetros por debajo del superior, estaba la célebre mesa de piedra de un
metro de diámetro y veinte centímetros de altura, junto a la que tuvo lugar la
aparición del ángel a la Señora, nueve meses después de la boda de María y
José. Y al fondo, en la esquina derecha, las dos ánforas de piedra, sólidamente
ancladas al pavimento. En el suelo, las amplias esteras de hojas de palma, tan
acogedoras. Muy cerca de la puerta de entrada, a la derecha se abría el taller de
carpintería, iluminado por algunas lucernas.
La mujer terminó por indicar algo a uno de sus hijos y le ordenó que
avisara a alguien.
Jesús hizo las presentaciones y José fue correspondiendo con una leve
inclinación de cabeza. Los discípulos se acomodaron sobre las esteras y se
distribuyeron alrededor de la muela de molino que hacía las veces de mesa.
Y en eso, de pronto entró Miryam, la hermana del Maestro. Tras ella,
aparecieron el albañil y otros cuatro niños. Estaba bellísima. Vivía muy cerca, en
la misma calle. Jacobo, el albañil, era su marido. La hermosa mujer, de cabellos
oscuros, rasgos angulosos y ojos verde hierba, como su madre, buscó a Jesús
entre los allí reunidos y se lanzó a sus brazos. A Miryam se le humedecieron los
ojos. En esos momentos estaba por cumplir 27 años. Jacobo, pelirrojo de ojos
claros, había sido el amigo íntimo del Hijo del Hombre durante buena parte de
su infancia y de su primera juventud.
Jesús repitió las presentaciones, pero el llanto del bebé y los lamentos de
una cabra las hicieron naufragar. Miryam y Jacobo no lograban captar los
nombres de los discípulos. Ella, entonces, recordó al Maestro que no se habían
enterado de los nombres de las personas que lo acompañaban. Y el Maestro,
complaciente, los fue presentando, pero no dijo que eran sus discípulos. A Jasón
lo presentó como a un amigo.
Y llegó lo inevitable. Miryam deseaba cantarle las cuarenta a su hermano.
Habían sido años de silencio. Nadie sabía de Él. Nadie supo si seguía vivo o
muerto. Regresó, si, pero esos cinco años de angustia no eran fáciles de olvidar.
Y Miryam regañó a Jesús. Lo hizo cortésmente, pero con firmeza. No tenía
derecho a comportarse de esa manera… Jacobo asintió en silencio. Sabían que
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retornó a Nahum en septiembre, y estaban en febrero. ¿Por qué no acudió a
visitarlos mucho antes? El Maestro oyó en silencio y admitió las críticas.
Jacobo, inteligentemente, suavizó el momento preguntando cómo se las
arreglarían para dormir. Miryam cedió y dio las órdenes oportunas. Los
Zabedeo, Felipe y Bartolomé, el “oso” de Caná, descansarían en la casa de
Jacobo, con la totalidad de los niños. Los discípulos se apresuraron a tomar sus
zurrones y petates y siguieron a Jacobo. Los niños, encantados, fueron tras el
albañil.
Miryam aprovechó la ausencia de la mayoría de los íntimos de su
Hermano para solicitar explicaciones sobre los rumores que corrían por la
aldea…
“¿Rumores? ¿Qué rumores?”, preguntó el Galileo.
“Dicen que has hecho portentos en el Jordán… Y dicen también no sé qué
tonterías sobre los cielos. ¿Los abriste?... ¿Llovió agua azul?”
El Maestro comprendió y sonrió sin ganas. José oía, estupefacto. Andrés
no respiraba. Jesús esquivó las preguntas. ¿Cómo explicarle lo sucedido?
Pero Miryam volvió a la carga y esta vez con veneno en sus palabras: “¿Y
qué me dices de éstos?”.
“No entiendo”, replicó el Galileo.
“Éstos… los que te acompañan. ¿Quiénes son? ¿Por qué están contigo?”
“Son mis discípulos.”
“¿Tus qué…?
Miryam había oído perfectamente, pero no daba crédito a las palabras de
su Hermano.
“Mis discípulos –insistió el Maestro–. Con ellos iniciaré mi trabajo…,
cuando el Padre lo decida…”
Andrés intervino y confundió más a la mujer: “La llegada del reino. Ya
sabes…”.
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Y Miryam se vació, con un poco de ironía: “¿Y qué me dices de tus
hermanos? ¿También serán tus discípulos?...”.
“Mis hermanos son aquellos que hacen la voluntad de Ab-bá…”
“Entonces antepones los extraños a tu propia sangre…”
El Galileo negó con la cabeza. Aquel Hombre empezaba a batallar antes de
batallar. La escena fue algo así como un ensayo de lo que sucedería en breve
con el resto de su familia carnal. De improviso surgieron los celos. ¿Por qué
Jesús había elegido a seis extraños? ¿Qué pasaba con Santiago, su hermano, o
con Judá y con José, y con Simón, sus otros hermanos? ¿Por qué ellos no
contaban?
Jacobo suavizó la tensión desviando los dardos de su mujer preguntando
al Maestro si pensaba ir a la boda…
“¿Qué boda?”
“La del hijo de Nathan, en Caná. Todos hemos sido invitados. Esperamos a
tu madre y a Santiago…”
Jesús asintió con la cabeza, como si recordase de repente.
Y Jacobo añadió que tendría lugar el próximo miércoles. Estaban a
domingo.
Mientras Miryam y Tesoro fueron a preparar la cena, Jesús pidió a su
hermano José que lo acompañara al patio trasero de la casa. Allí se hallaba
también el llamado “cuarto secreto”. Jesús miró a Jasón y éste comprendió que
deseaba que fuera con Él.
Entraron al taller de carpintería, iluminado por un par de lucernas. El
Maestro empujó la hoja que lo separaba del patio a cielo abierto y Jasón quedó
observando el banco de carpintero. En las paredes colgaban las herramientas de
siempre: sierras, compases de bronce y de madera, cizallas, cinceles, gubias y
taladros de arco, entre otras. El suelo se hallaba alfombrado de serrín y de
virutas rizadas. En las paredes colgaban una serie de tablas de madera de
diferentes tamaños, algunas cuadradas, otras rectangulares. Jasón se aproximó
190
y descubrió que eran pinturas y frases o dichos, en hebreo, igualmente pintados.
Eran 16 tablas, casi todas de roble, de escaso peso, y sujetas a las paredes por
sendos y sencillos clavos. ¡Admirable! Allí había paisajes. El Nebi, la colina
favorita de Jesús, se repetía en varias de las pinturas.
También había un par de retratos. Uno correspondía a María, la madre. El
otro, supuso Jasón, era de José, el padre terrenal del Maestro. El resto de las
tablillas contenían frases. Todas en hebreo clásico. Decían cosas así: “Dios no
envejece porque es eterno”, “Dios no es lo que parece, ni muchísimo menos”,
“Al Padre le chiflan los detalles”, “Dios, además de ser deslumbrante, es
económico”, “Dios echa a perder para ganar”, “El Padre no está para ayudar,
eso sería lo fácil”. En otras dos planchas de madera igualmente pulidas, podían
leerse los diez mandamientos. Todo, pintado por el mismísimo Hijo del Hombre.
María se ocupó de colgar en el taller las pinturas de su Hijo. Ella sabía que estas
manifestaciones artísticas estaban rigurosamente prohibidas por la ley mosaica,
pero no hizo caso. Y acertó. Jesús era un excelente dibujante y pintor.
De pronto, algo llamó la atención de Jasón. Provenía del patio trasero,
que servía de desahogo a la vivienda. Allí cultivaban algunas hortalizas y
amontonaban enseres y cachivaches más o menos inservibles. Vio levantarse un
fuego. El Maestro y José acababan de encender una hoguera. Mientras José se
preocupaba de alimentar las llamas, Jesús se hallaba sentado sobre una
pequeña tinaja. A su lado había un cesto de mimbre, repleto de algo que Jasón
no supo identificar. Se acercó, discreto. El Maestro tomaba el contenido del
cesto, uno a uno, y procedía a desenvolverlo. Eran pequeñas figuras de barro
cocido, protegidas con trapos. Parecían llevar mucho tiempo en aquel cesto. Y el
Maestro, sin más, comenzó a golpear una de las figurillas contra las lozas del
patio. Se hizo añicos. Y allí quedó el barro rojo, desmigado por el suelo. Y sin
decir una sola palabra, fue vaciando el contenido del cesto y quebrándolo. No se
inmutó. Se trataba de pequeñas esculturas, muy simples: un pastor con un
cordero sobre los hombros, un lobo o algo similar, una carreta, una casa típica
judía, la cabeza de un “kittim” y cosas así. En el cesto podría haber unas veinte o
treinta figuras, todas de barro rojo cocido. Todas fueron destruidas.
191
Luego, faltando poco para la puesta del sol, el Maestro se puso de pie, y
con el rostro grave, entró de nuevo al taller de carpintería de su hermano. Jasón
lo vio descolgar las tablas de madera. Al poco regresó con ellas y se sentó de
nuevo sobre la cántara volcada. Jasón supo lo que iba a hacer y sintió una
profunda tristeza. Lo habían hablado en la cueva de Beit Ids. No podía quedar
nada en la Tierra que hubiera sido escrito por su mano. Y, lentamente, fue
arrojando cada tabla a las llamas. José no dijo nada. Y en mitad de la quema, se
asomó Miryam. Miró, incrédula, y, sin mediar palabra, se retiró con prisas hacia
el interior de la casa. Jasón dejó al Maestro frente a la hoguera y siguió los pasos
de la mujer. Algo tramaba… Ascendió al nivel superior y, decidida, abrió el viejo
arcón. Revolvió hasta que encontró lo que buscaba. Se trataba de algo envuelto
en un paño rojo, como de terciopelo, de unos treinta centímetros de lado. Era
prácticamente plano. Se hizo con un chal y se cubrió la cabeza. Ocultó el
envoltorio bajo el chal y se dirigió a los peldaños que llevaban al nivel inferior.
Presurosa, se dirigió a la calle. Al ver a Jasón, esbozó una sonrisa y le guiñó un
ojo… Y se perdió en la oscuridad. Nadie en la casa, se percató de la maniobra de
Miryam. Jasón tuvo un presentimiento. Jesús no lo había quemado todo.
Cuando la última tabla fue arrojada a las llamas, el Maestro, en silencio,
se levantó e ingresó al taller de carpintería. Nadie supo jamás que fue un buen
pintor y que sacrificó su obra…
Hacia las siete de la tarde, Jasón dejó el patio e ingresó a la casa. Hacía
rato que cenaban. La totalidad de los discípulos se hallaba reunida alrededor a
la mesa de piedra de la “anunciación”. Juan Zebedeo llevaba la voz cantante. El
Maestro comía en silencio, con una leve sombra de melancolía en su rostro: sí,
la quema de sus queridas pinturas lo había afectado…
Estaban cansados y el grupo comenzó a dormitar. Y de común acuerdo se
dio por terminada la tertulia. José se puso en pie y entonó las “Semoneh esreh”,
las diecinueve plegarias, la oración por excelencia del pueblo judío, que todos
estaban obligados a recitar tres veces al día. El Maestro se puso en pie, como
todos, pero no abrió la boca, permaneciendo con el rostro bajo. Él nunca
utilizaba esas fórmulas a la hora de dirigirse a Ab-bá.
192
Jesús deseó las buenas noches a todos y anunció a Andrés que deberían
partir al día siguiente, “lo más temprano posible”.
Esa mañana, 25 de febrero, el grupo se despidió de los dos matrimonios.
Jesús, si era posible, procuraba no despedirse. Usaba expresiones como
“¡Suerte!” o “¡Hasta pronto!” o “Que Ab-bá te proteja”. Pero su expresión
favorita para esas ocasiones era “shalôm”, en el sentido de “paz”.
Los planes inmediatos del Maestro eran que los discípulos permanecieran
en Caná. Todos. Él continuaría hacia el mar de Tiberíades. Deseaba visitar a su
hermano Judá, el que había sido la oveja negra de la familia. Ahora residía en
Migdal, en la orilla occidental del “yam”, y se dedicaba a la pesca. Después,
según el “oso”, Jesús seguiría camino hasta Nahum. Allí se hallaba la Señora, su
madre, y dos de sus hermanos: Santiago, su esposa Esta, y Ruth.
El Maestro deseaba que sus discípulos se entrevistaran con Nathan, el
dueño de la casona en la cual se realizaría la boda, y prepararan lo necesario
para el miércoles 27, día del evento. Todos se alojarían en la casa de Bartolomé,
el “oso”.
Y hacia las ocho de la mañana, tras cuatro kilómetros de marcha, el grupo
se detuvo a las afueras de Caná. El Maestro se despidió con un cálido “shâlom” y
siguió camino acompañado por Jasón. Jesús pretendía llegar al “yam” y regresar
de inmediato a Caná para asistir a la boda del hijo de Nathan.
El martes 26 de febrero, Jasón, habiéndose apartado del camino del
Maestro, tenía como objetivo llegar a Caná el día antes de la boda.
Hacia las once de la mañana, Jasón divisó la aldea de Caná. En ese
momento sumaba unos 1800 habitantes. Se trataba de una localidad blanca y
estirada sobre la cima de una colina suave. Todo a su alrededor era verdor y
nuevas colinas. Era un pueblo orgulloso y próspero. Admitía a numerosos
trabajadores de las aldeas próximas, incluida Nazaret. Y entre ambas, existía
una más que vieja y afilada rivalidad.
Nada más pisar el pueblo, al consultar por la vivienda de Bartolomé, uno
de los vecinos llevó a Jasón de la mano hasta la casa de los padres del “oso”.
Empezó a llover. Bartolomé le salió a su encuentro y lo recibió con todos los
193
honores. Le presentó a sus padres, ancianos y enfermos, y se excusó por el
desorden, debido a la súbita llegada de los discípulos. Y allí estaban los
Zebedeo, Simón y su hermano Andrés. Felipe no estaba. Aficionado a los aceites
esenciales, aprovechó la oportunidad para visitar a Meir, el experto en esencias
de rosas.
Jasón se sentó sobre las esteras, prestando atención a la conversación en
la que se hallaban enredados los discípulos. Nada nuevo, salvo un detalle. Juan
Zebedeo, como siempre, defendía que Jesús era el Mesías prometido. El resto
dudaba. Según él, Caná fue elegida por el Maestro como la población en la que
obraría su primer prodigio, la primera gran señal que estremecería al mundo y,
sobre todo, a Roma. En parte, acertó. Pero además, nada más entrar en el
pueblo, el día anterior, los discípulos se encargaron de propalar la noticia: el
Mesías llegaría en breve a Caná y haría temblar los cimientos del mundo
conocido. Caná era la ciudad elegida. Jasón no salía de su asombro. Y el padre
de Bartolomé, conocedor de la rivalidad entre su pueblo y la vecina aldea de
Nazaret, preguntó: “¿Es que de Natzrat (Nazaret) puede salir algo bueno?”.
La gente del pueblo, obviamente, dudó de las afirmaciones de aquel
grupo. Y por respeto al “oso”, escucharon las “absurdas palabras” de Juan
Zebedeo. Pero la semilla de la duda estaba sembrada. La boda del hijo de
Nathan era algo conocido, que tendría lugar en breve. Y la inquietud quedó
flotando en muchos de aquellos sencillos corazones.
La noticia de la llegada del supuesto Mesías, y de esa pretendida obra
extraordinaria que llevaría a cabo en Caná, terminó corriendo por la zona. Y en
cuestión de dos días se propagó hasta el “yam”.
El Mesías estaba al caer en Caná y sus discípulos aseguraban que haría un
gran milagro. Sería el principio del fin de Roma. Era natural que nadie quisiera
perdérselo. La considerable aglomeración de gente en la boda, por ese rumor,
fue lo que terminó provocando la falta de vino…
La casa de Nathan estaba a las afueras del pueblo, a unos quinientos
metros. Era una casona enorme de más de cien metros de largo, dentro de una
finca de considerables dimensiones. Nathan era un hombre rico. Disponía de la
194
mitad de los granados de la región, así como de olivares, cuyos horizontes no
eran visibles. En la finca reunía ganado mayor y menor. El nombre de la casona
era “Sapíah”.
Según el “oso”, el número de invitados se acercaba a la cifra de
trescientos, pero el número de invitados a la boda crecía constantemente. La
supuesta llegada del Mesías, ese miércoles 27 de febrero, a la casa de Nathan,
estaba desbordando las cosas. El número inicial de invitados fue creciendo con
creces. Llegaban peticiones de todas partes y a todas horas. Todo era confusión,
todo eran problemas, idas y venidas para la familia de Nathan. El vino no
llegaba, nadie sabía si matar más corderos, llovía a cántaros…
Nathan era escéptico en lo que al Libertador de Israel se refiere, y mucho
más respecto a que dicho Mesías pudiera estar presente en Caná. Conocía a
Jesús desde que era niño. Sus familias eran amigas. No dio crédito a las
habladurías. Mascullaba maldiciones aquí y allá.
A la tarde, en la casa de Bartolomé, Jasón distinguió junto al fuego a dos
nuevos inquilinos. Eran Santiago y Judá, los hermanos carnales del Maestro. Se
alegraron de ver a Jasón. Hacía mes y medio que no se veían. La última vez,
coincidieron en el bautismo de Jesús, en el río Artal (14 de enero).
Santiago y Judá acababan de llegar. Procedían de Nahum y de Migdal,
respectivamente. Según comentaron, el Maestro y el resto de la familia se
hallaban en el caserón de Meir, el “rofé” de las rosas. Jesús y su familia eran
viejos amigos del anciano sanador. Fue Meir quien trató de sanar a Amós, el hijo
de José y de María, fallecido el 9 de enero del año 7 de nuestra era. Meir no
pudo hacer nada para salvar la vida del pequeño hermano de Jesús, pero aún
así, todos le estaban muy agradecidos.
Jesús, la Señora y Santiago habían hecho el viaje juntos desde Nahum.
Judá se unió a ellos en Migdal. Ruth decidió quedarse en la “casa de las flores”,
al cuidado de Esta, la esposa de Santiago, que estaba embarazada. Y en la casa
de Meir, en Caná, se reunieron con Miryam y su esposo Jacobo, el albañil,
procedentes de Nazaret. De común acuerdo, el Galileo, la Señora, Miryam y su
marido pernoctarían en la vivienda del “auxiliador”. Santiago y Judá optaron por
195
reunirse con los discípulos, en la casa de Bartolomé. Pero la decisión no fue
casual… Santiago y Judá tenían un secreto propósito. Miryam, al parecer, les
había informado sobre la reciente elección de los seis discípulos. Meir se ocupó
de llevarlos hasta la casa del “oso”.
Y allí estaban conversando con el incipiente grupo. Santiago dijo que
tanto él como Judá sabían ahora que su Hermano era el Mesías prometido. Lo
sucedido en Omega había terminado por convencerlos.
“Nuestra madre tiene razón. Él es el Libertador de Israel, tal y como
prometió el ángel…”
No era cierto. En su mensaje a María, el ángel jamás habló de ese asunto.
“Nuestra familia –prosiguió Santiago con entusiasmo– está llamada a lo
más santo y a lo más grande. Él, nuestro Hermano, encabezará los ejércitos que
liberarán a nuestro pueblo… Es hora ya de ponerse en marcha. Él espera…
Mañana será el gran día… Mañana, mi Hermano convencerá a los descreídos. Él
hará un prodigio. Todos lo sabemos. Es la forma de decir al mundo quién es y
por qué está aquí…”
Santiago aclaró que, nada más tener conocimiento de que Jesús había
llegado a Saidan, tomó a su madre y se dirigió al caserón de los Zebedeo. Allí
estuvieron con Él y le hicieron muchas preguntas. ¿Era el Mesías prometido?
¿Qué planes tenía? ¿Qué lugar ocuparían ellos en el estado mayor del
Libertador? ¿Qué pasaría con Yehohanan? ¿Por dónde empezaría la
sublevación? ¿Quién costearía los gastos de los ejércitos? ¿Deberían seguirlo
físicamente? ¿Qué sucedería con la familia del Mesías? ¿Acudiría Jesús a la boda
de Nathan? ¿En qué prodigio había pensado para inaugurar el nuevo reino? Y
cosas así…
Jasón quedó impresionado. La familia no había entendido nada de nada…
“¿Y qué dijo Jesús?”, aventuró a preguntar Jasón.
“Lo de siempre… –replicó Santiago con amargura–. Que no había llegado
su hora, que era mejor que esperase, que tenía que hacer la voluntad del Padre,
o algo parecido…”
196
La Señora, Santiago y Judá participaron activamente en la preparación del
ambiente de cara a ese inminente prodigio. Las palabras del Maestro cayeron en
saco roto y, al salir hacia Caná en la mañana del martes 26, todos estaban
felices. Especialmente la Señora. Cantaba, sonreía sin cesar. Y los tres se
ocuparon de difundir la buena nueva entre todos aquellos que se cruzaron en su
camino. “El Mesías había llegado, al fin, y se dirigía a Caná… Allí demostraría su
poder…” En cierto modo, María fue uno de los artífices de la tumultuosa
reunión en la aldea de Caná. Jesús, según sus hermanos, hizo el camino
tranquilo, sin prestar oídos a los comentarios de la madre. Era como si lo del
Mesías no fuera con Él.
La cena puso punto final a las explicaciones de Santiago. Fue un respiro…
Empezó a llover de nuevo, y con fuerza. El “oso” y sus padres se esforzaron en
resolver el problema de las numerosas goteras, distribuyendo cacharros por la
casa.
Durante la cena, Santiago preguntó sin rodeos, a su estilo: “¿Eran aquellos
hombres los discípulos de Jesús?”. Todos respondieron afirmativamente. Jasón
notó cierto malestar y una especial tristeza en los rostros de Santiago y Judá. De
nuevo los celos… Era evidente que a los hermanos de Jesús no les hacía gracia
que unos “extraños” ocuparan los puestos que, por lógica (la lógica de la
sangre), les pertenecían. Ese era el pensamiento de la familia de Jesús en la
víspera del gran día…
El miércoles 27 de febrero, amaneció nevado. Hacia las diez de la mañana,
ya había varios centenares de personas ante el portalón de la finca de Nathan. A
la hora quinta (once de la mañana), terminó el control del ingreso de los
invitados. Las ciento noventa y dos invitaciones cursadas por Nathan eran de
carácter colectivo. Aunque figuraba el nombre de una sola persona,
generalmente para el cabeza de familia, se hacían extensivas a toda la casa.
Jasón hizo algunas sencillas cuentas y dedujo que habían ingresado entre
quinientos y seiscientos invitados.
Entre los últimos se hallaban Jesús de Nazaret y los suyos.
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Jesús se presentó espléndido. Jasón quedó con la boca abierta. Vestía una
túnica, un “chaluk”, de color azul celeste, hasta los tobillos. Los zapatos,
cerrados, trabajados en piel, recordaban las tradicionales babuchas orientales.
Eran de un fino color burdeos. El ceñidor lo formaban dos cuerdas doradas. El
manto o “talih” era el que había visto en tantas ocasiones, haciendo juego con
el burdeos de los zapatos. Los cabellos se hallaban ocultos en un blanco e
inmaculado “cufieh”, un turbante de hilo, minuciosamente enrollado. El
bronceado del rostro lo hacía especialmente atractivo.
María, la Señora, estaba igualmente hermosa, con el cabello oscuro
recogido en la nuca. Lucía una túnica verde, a juego con los almendrados ojos
verde hierba. El manto, color canela, la favorecía. Al ver a Jasón, se le aproximó
y, sonriente, proclamó en voz alta: “¡Ha llegado la hora…!”.
Aquella mujer flotaba… Con ella, pasaron Santiago, Judá y el Maestro.
Después aparecieron Miryam, bellísima, Jacobo, el albañil, y el “oso” de Caná y
los discípulos. Todos impecables.
Nathan, con la familia, aguardaba a los invitados, recibiéndolos y
besándolos. La gente, poco a poco, fue tomando posiciones en el patio central y
en los pórticos. Las mujeres, según la costumbre, se aislaron en una de las
galerías. La Señora era el centro de atención de la mayoría de las hebreas.
Hablaba y gesticulaba, entusiasmada. Y todas, a su alrededor, parecían
perplejas. María había tardado poco en sacar el tema capital, el que
verdaderamente interesaba a la mayoría de los allí reunidos: Jesús de Nazaret,
el Mesías prometido en más de quinientos textos sagrados. Su Hijo…
Todos hablaban a la vez, todos preguntaban lo mismo. Todos querían
saber si aquel Hombre era el anunciado por los profetas. Todos lo devoraban
con la mirada. Lo recorrían de arriba abajo. Y Jesús, sin perder la alegría, cordial
con todos, no sabía hacia dónde dirigir la mirada. Estaba atrapado, no podía dar
un paso… Y los invitados, jóvenes, ancianos, ricos o menos ricos, asediaban al
Maestro con la misma pregunta: “¿Eres o no eres el Mesías anunciado?”.
Jesús, con una paciencia infinita, no dejaba de sonreír con aquel temple
sosegado, amable y generoso. Sus respuestas, sin embargo, eran esquivas. La
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expectación era total. En esos instantes, nadie pensaba en la boda del hijo de
Nathan. “¿Cuándo hará el prodigio que anuncian la madre y los hermanos?”
Unos aseguraban que lo haría antes de la ceremonia, otros se inclinaban por la
caída de la tarde, una vez concluido el ritual, y como “lógico regalo de bodas”.
Cuando el Zebedeo y el resto comprobaron que el Hijo del Hombre era el
centro de atención, sus caras fueron un poema. No daban crédito a lo que veían.
La gente se arremolinaba alrededor del Galileo como si fuera un héroe o un líder
o un profeta… Era la primera vez que asistían a un acto público en la compañía
del Maestro. Estaban asombrados, satisfechos y orgullosos. Él los había
admitido como discípulos. Fue más que un sueño. Apenas hacía tres días que lo
conocían o que se habían unido a Él…
Jesús logró desembarazarse un poco del grupo que lo rodeaba. Pero no
duró mucho. Otros invitados terminaron rodeándolo y vuelta a empezar… Jesús
no hizo un mal gesto. Dejó que preguntaran, que polemizaran entre ellos. Dejó
que lo tocasen y que lo besasen en las mejillas. Al lograr desembarazarse del
segundo grupo, tres de los discípulos, espontáneamente, lo rodearon y lo
protegieron, tratando de evitar que la gente se echara sobre Él.
Esos hombres fueron los hermanos Juan y Santiago Zebedeo y Simón
Pedro. Y actuaron muy bien, levantando un muro de hierro en torno a Jesús de
Nazaret. El resto de los discípulos aplaudió la medida y, a partir de ese día,
fueron estos tres galileos los que permanecieron junto al Hijo del Hombre, más
cerca que los demás. Jesús no dijo nada. Se limitó a aceptar lo que parecía una
medida prudente y de buena fe. Sin proponérselo, Simón Pedro, Juan y Santiago
Zebedeo se convirtieron, ese miércoles 27 de febrero, en los “guardaespaldas”
del Hijo del Hombre.
Se aproximaba el mediodía. El vino tinto y la cerveza habían empezado a
ser consumidos poco antes. El agua de las seis tinajas, como era costumbre,
había empezado a ser utilizada en las abluciones y en los lavados de las manos y
de los pies de los invitados. Fue empleada una y otra vez, y repuesta por la
servidumbre. Los fariseos invitados, cada vez que tocaban un manjar o una copa
de vino, regresaban a la esquina de las tinajas y se afanaban en un nuevo lavado
de manos. Era obsesivo. Ellos fueron los que estimaron que lo dicho por Yavé a
199
Moisés era mucho más complejo e importante que lo recogido por la Torá
escrita. Fue así como nació la Torá oral: miles de normas. En los tiempos del
Maestro podían sumarse 613 preceptos (365 prohibiciones y 248 mandamientos
positivos), con una constelación de subpreceptos. Las ramificaciones eran tantas
que el pueblo se veía incapacitado para cumplirlas. Ni los expertos –escribas–
estaban en condiciones de retener en la memoria semejante tela de araña
jurídica. Era el “pesado yugo” al que haría alusión el Hijo del Hombre en varias
ocasiones…
La presencia de los fariseos en la boda de Caná no fue casual. Estaban allí,
al igual que otros invitados, por la amistad con las familias de los novios, por
curiosidad, y para “informar”, tanto al Gran Sanedrín como al tetrarca Antipas,
uno de los hijos de Herodes el Grande. Pero no todos los fariseos eran así. Los
había honrados, nobles y dispuestos a practicar el espíritu de la Ley: “No hagas a
otros lo que no quieres que te hagan a ti” (Hillel).
Entre los invitados también había saduceos, la clase aristocrática
(enemigos naturales de los fariseos), escribas (aliados de los “santos y
separados”) y sacerdotes (a cual más corrupto).
Hacia las doce del mediodía, como era la costumbre, se inició la
ceremonia de la “búsqueda de la novia”. Nathan con su familia y su hijo
sordomudo, Johab, el novio, subieron al carro de honor para presidir la
ceremonia. Jesús fue invitado a unirse a ellos. Detrás, iban otros carros hacia la
casa de la prometida, Noemí, acompañados con el son de las flautas, de los
tamboriles, arpas y panderos. Todos acompañaban al novio hasta el lugar donde
se encontraba la novia. El novio la tomaba y regresaban juntos a la casa, a
Sephías. Un año atrás, las familias se habían puesto de acuerdo y firmado un
documento con las condiciones de la boda. Así se inauguraba el período de
esponsales, previo a la boda. Durante ese año, la novia era la “prometida”. Las
relaciones sexuales, en ese tiempo de esponsales, no estaban bien vistas, pero
eran consentidas. Si nacía un hijo durante ese período era considerado legítimo.
Y el carro del novio llegó a la casa de la novia. Allí, entre música y lloros de
los familiares de la novia que dejaba la casa paterna, apareció Noemí. Y los
invitados estallaron en una cerrada salva de aplausos, vitoreando a los novios. Y
200
de pronto, entre las nubes, se vieron relámpagos azules, sin truenos. La gente,
sobrecogida, enmudeció.
El novio, entonces, se dirigió a Noemí y por señas le dijo: “Vosotros sois
hoy testigos de que tomo a esta mujer por esposa”.
Y de acuerdo con la tradición, el suegro del novio pronunció la frase que
todo el mundo esperaba: “Hoy eres mi yerno…”.
La alegría se desbordó, siguió cayendo el grano tostado, como solicitaba la
“tradición de los padres”, y la música se hizo incontenible. La familia,
sencillamente, estaba feliz. El novio, entonces, tomó la mano derecha de Noemí
y la invitó a subir al carro presidencial, para dirigirse hacia la casona de Nathan.
El regreso fue penoso, ya que comenzó a nevar. Aquí y allá, se veían relámpagos
azules, sin truenos, que se sucedían sin cesar.
Finalmente, los novios llegaron a destino. Detrás de ellos, poco a poco,
fueron acercándose otros carros e invitados a la boda. El patio a cielo abierto
era un caos por el temporal, que felizmente ya había pasado. La servidumbre
limpió de nieve el patio central y los invitados fueron repartiéndose por el lugar.
Jasón alcanzó a ver al Maestro, cerca del acceso, junto a uno de los
candelabros. Permanecía en pie, con la cabeza ligeramente inclinada hacia
adelante. Una mujer, provista de un lienzo blanco, secaba vigorosamente los
cabellos del Galileo. El Hombre dejaba hacer. La mujer, casi tan alta como Él,
sonreía feliz. ¡Era Rebeca! Rebeca estuvo siempre perdidamente enamorada de
Jesús y lo siguió hasta la cruz… Desde la negativa del Maestro de contraer
matrimonio con ella, en Nazaret, se había trasladado a vivir a la cercana ciudad
de Séforis, capital de la baja Galilea, no muy lejos de Nazaret.
Súbitamente, entre los invitados, apareció la madre del Hijo del Hombre.
Contempló la escena y, sin dudarlo, se fue hacia Rebeca. La apartó dulce pero
con firmeza y se hizo cargo del secado de cabellos de su primogénito. Rebeca
bajó los ojos y desapareció entre el gentío.
El persa Atar, el maestro de sala, hizo circular un vino caliente al que le
habían añadido huevos batidos y miel. Serían las tres de la tarde.
201
En la bodega, el negro a cargo de las ánforas de vino y cerveza estaba
preocupado. Las reservas habían descendido considerablemente. Quedaban
aproximadamente unos 400 litros de vino y de cerveza, pero no avisó a Atar ni a
Nathan. Quizá podían resistir. Solo faltaba el banquete… Jasón, preocupado,
calculó que allí había alrededor de mil personas o más…
Y llegó el momento de las obligadas bendiciones. Nathan las recitó a su
modo, bendiciendo al Señor, rey del Universo por todas las bondades recibidas.
Luego, dos de los siervos se acercaron al grupo familiar trayendo sendas
bandejas con veinte copas de metal, relucientes. Las copas fueron repartidas
entre los miembros de la familia. Pero sobraba una. Y Nathan buscó entre la
concurrencia. Cuchicheó algo al oído de Atar y éste, sin más, se dirigió al
candelabro junto al que se encontraba el Maestro. Llegó hasta Él, lo tomó de la
mano izquierda y lo obligó, prácticamente, a reunirse con la familia en la mitad
del patio. Hubo murmullos entre los que observaban la escena. Jesús seguía
siendo el invitado de honor. Aquel gesto lo ratificaba.
“¡Lehaim!”
La propuesta de Nathan (¡Por la vida!) fue acogida con entusiasmo. Y
todos alzaron las copas, proclamando “¡Lehaim!”.
El Maestro también levantó la brillante copa de metal que sostenía, y
gritó, radiante: “¡Lehaim!… ¡Por la vida!”.
Aquel brindis era uno de sus favoritos. Y bebieron. La boda estaba
prácticamente concluida. La servidumbre continuaba ofreciendo vino caliente y
cerveza.
Cuando el persa estimó que había llegado el momento, tocó la campana,
reclamando la atención de la concurrencia. Era el turno para la entrega de los
regalos a la pareja de recién casados. Los músicos se acercaron a la familia y se
prepararon. Esperaban la señal de Atar. Eran egipcios, vestidos de negro con el
pelo teñido de amarillo. Y comenzaron a tocar los flautistas, mientras los demás
acompañaban cuando era menester.
202
Los obsequios fueron muchos y variados. Los fariseos se acercaban
removiendo sus bolsitas de dinero, para que todos los presentes pudieran ver su
“generosidad”. La Señora, acompañada por Miryam y Judá, entregó a Noemí
dos túnicas de lana, tejidas por ella misma, sin costuras, parecidas a la túnica
blanca que vestía habitualmente el Maestro, y que fue regalo de su madre.
Al terminar la recepción de los regalos, el persa regresó al patio con la
tropa de los siervos negros, cargando pesados tableros de tres y cuatro metros
de longitud. Se hicieron hueco entre los invitados y fueron montando las mesas
del convite. Había llegado el gran momento: el banquete de bodas propiamente
dicho.
Eran las tres y media de la tarde, aproximadamente. Y por las puertas de
las galerías empezaron a surgir bandejas y bandejas, con un menú tan exquisito
como interminable. La cena era un bufet, al estilo de los helenos y los romanos.
Y los invitados se precipitaron sobre las bandejas.
Jesús sugirió a sus discípulos que esperaran, no había apuro. Y así lo
hicieron. Cuando los comensales se calmaron, el grupo se dirigió a las mesas
para servirse y luego retornaron junto a la “menorá”. Jasón se sirvió su plato y
fue a situarse junto al grupo. El vino continuaba corriendo, no faltaba nada.
Los discípulos comentaban sobre los regalos recibidos por los novios
cuando, de pronto, la Señora y su hijo Santiago se presentaron frente al
candelabro. La Señora pidió a su Hijo que se apartase un momento. El Maestro
se puso en pie y escuchó a los suyos.
“Quisiéramos conocer tu secreto…”, le dijo María.
“¿Qué secreto?”, preguntó el Galileo con incredulidad.
“Tu hermano y yo queremos saber en qué momento harás el prodigio…
Tenemos derecho a saber y a estar preparados… ¿Cómo lo harás?”
Jasón pudo escuchar toda la conversación. No así los discípulos. El
Maestro, comprendiendo, se puso serio. No se enfadó, pero casi…
“Si en verdad me amáis, estad dispuestos a esperar… Debo aguardar a
que se cumpla la voluntad de mi Padre y no otra cosa.”
203
Y dando media vuelta, regresó junto a los discípulos, tomó la copa de
metal y su plato, y prosiguió comiendo. Todos lo observaron, pero nadie quiso
intervenir en lo que –pensaron– se trataba de un asunto familiar.
María se volvió hacia Santiago y exclamó, confusa:
“No soy capaz de comprenderlo… ¿Qué ha querido decir? ¿Es que no
piensa terminar con esa extraña conducta?... ¡Soy su madre!”
Ninguno de los dos estaba al tanto de la reciente decisión del Hijo del
Hombre de no hacer prodigios. Pero Jesús sabía recuperarse con presteza. Y
terminó con el mutismo de sus íntimos, diciéndoles: “No penséis que estoy aquí
para hacer milagros…”.
Juan Zebedeo lo miró con la boca abierta.
“… No estoy en este lugar –prosiguió– para convencer a los incrédulos o
para dar satisfacción a los curiosos…”
Los discípulos se dieron por aludidos y algunos bajaron las cabezas,
avergonzados. A decir verdad, el Maestro les había hablado poco sobre sus
intenciones. Se hallaban confusos. Todo el mundo aseguraba que era el
Libertador de Israel. Su madre lo pregonaba a los cuatro vientos. ¿Por qué decía
ahora, que no haría ningún prodigio?
“… Estamos aquí, queridos amigos, para esperar que se manifieste la
voluntad de nuestro Padre que habita en los cielos…, y en cada uno de
nosotros.”
Tampoco entendieron gran cosa. ¿Cómo era que Yavé, el sanguinario, el
justo, y el vengativo, habitaba en el interior del hombre? Pero los comentarios
de los discípulos no fueron más allá, y Jesús tampoco habló de la “chispa”. Eso
sucedería después, en el “yam”.
El hambre fue satisfecha, y en los corrillos, con los ánimos adormecidos
por el abundante vino, se habló nuevamente del asunto del Mesías.
La Señora estaba triste y silenciosa, sentada en un rincón, junto a Miryam
y Rebeca. Aquella era una oportunidad excepcional para dejar claro quién era su
204
Hijo y, sobre todo, dejárselo claro a Roma y a los enemigos de Israel. ¡Qué
diferente era esta María de la imagen que ha propagado la tradición a lo largo
de los siglos!...
Atar, el persa, estaba preocupado a las puertas de la bodega. Había
examinado las ánforas y estaban exhaustas. Podrían quedar unos 160 litros de
vino y unos 80 litros de cerveza. ¿Qué era eso para mil invitados que,
prácticamente, empezaban a cenar?
El jefe de la bodega habló con cordura. Necesitaban vino y con urgencia.
Entre 400 y 800 litros. La única solución más viable era ir a buscar vino a Séforis,
a una hora de viaje en carro.
Cuando Nathan fue informado del problema, entró a la bodega como un
tornado, y rojo de ira, pidió explicaciones al maestro de ceremonias. El persa
Atar rogó que se asomara a las ánforas. La bodega se llenó de maldiciones.
Nathan exigió soluciones. El encargado de la bodega le mencionó la posible
salida: comprar vino en Séforis. Y el dueño, con buen criterio, preguntó: “Y
mientras llega el vino, ¿qué?”.
Nathan volvió a jurar contra sus antepasados y reclamó al esclavo que
“rebajara” el vino con agua. El jovencito calculó que, con el vino existente,
podría “estirarlo” durante un par de horas.
La operación estaba en marcha. Cinco negros armados viajarían en el
“reda” de cuatro ruedas. La servidumbre se puso a disposición del “mezclador”,
que fue instruido por Nathan, de que hiciera el trabajo con agua tibia, “para que
esos borrachos no lo noten”. El persa se ocupó, personalmente, del suministro
de los licores a los invitados.
Cuando Ticrâ, la esposa de Nathan, se enteró de la situación, palideció.
Ella sabía lo que significaba que, en mitad del convite, faltara el vino. El exceso
de invitados no era excusa para muchos de aquellos oportunistas y chismosos.
Se reirían de ellos y, lo que era más doloroso, se mofarían de sus hijos, los recién
casados. Faltaba poco para la décima (cuatro de la tarde).
Una vez en el patio, Ticrâ dudó. No sabía hacia dónde ir. En un encuentro
posterior con Jasón, ella le confesó que su primera intención fue pedir ayuda al
205
Galileo. Pero a último momento cambió de opinión. No se atrevió y optó por
acudir junto a la Señora. Ticrâ habló con María, pero en mitad de la
conversación rompió a llorar. María la abrazó y la mujer le expuso a la Señora la
falta de vino y, suave y dulcemente, preguntó si Jesús “podría hacer algo al
respecto…”.
María resucitó de las cenizas. Lo pensó dos segundos y, decidida,
respondió a la desolada Ticrâ: “No os preocupéis… Hablaré con Él… Mi hijo nos
ayudará…”.
María recuperó el optimismo. Impulsiva y animada, arrastrando a Ticrâ,
cruzó entre los invitados y se plantó de nuevo ante el Maestro. Reclamó a Jesús
y éste, cordial, se alzó y se aproximó a las mujeres con una sonrisa. Y los tres
caminaron despacio por la galería en dirección a las seis tinajas que contenían el
agua para los lavados y las abluciones rituales.
Y María, dibujando la mejor de sus sonrisas, le dijo a su Hijo: “No tienen
vino…”.
Jesús la miró, atónito. Y María insistió, inyectando en la voz todo su poder
de convicción: “Hijo, no tienen vino…”.
El Maestro se puso serio y replicó con firmeza: “Mi buena mujer, ¿qué
tengo yo que ver con eso?”.
“Tu hora ha llegado… ¿No puedes ayudarnos?”
Ticrâ temblaba como una hoja azotada por el viento. La Señora lo miró,
anhelante, y sonrió. Sin embargo, la dureza en el rostro del Hijo hizo que la
sonrisa se cayera lentamente. Supieron que no había nada que hacer.
El Maestro, tras aquellos segundos de angustioso silencio, proclamó, al
fin: “Nuevamente declaro que no he venido para hacer las cosas de esa
manera… –y mirando a la madre y a Ticrâ, prosiguió–: ¿Por qué me atormentas
con ese asunto?”.
María lo intentó de nuevo.
206
“Les he prometido… He prometido tu ayuda… Por favor, ¿no querrás
hacer algo por mí?”
Las lágrimas la bloquearon. Ticrâ, arrasada por el llanto, se refugió en el
brazo derecho de la Señora.
“Mujer, ¿qué tienes tú que ver con esas promesas? No vuelvas a
hacerlas… Debemos esperar, en todo, que se haga la voluntad de Ab-bá…”
La Señora, definitivamente derrotada, se vino abajo y lloraba sin
consuelo.
El Hijo del Hombre, conmovido, se aproximó a las mujeres y fue a colocar
la mano izquierda sobre la cabeza de la Señora. Y el Maestro le habló. Esta vez
en un tono dulce y animoso: “¡Basta, mamá María!.... No llores por mis
palabras, aparentemente duras… ¿No te he dicho muchas veces que he venido
sólo a hacer la voluntad de mi Padre de los Cielos?...”.
María continuaba gimiendo.
“… Con cuánta alegría haría yo lo que me pides si ésa fuera la voluntad de
Ab-bá…”
Jesús dudó. Fue un instante, pero dudó.
Y el cielo se iluminó con un súbito relámpago azul, sin tueno. Los
invitados, perplejos, levantaron la vista hacia las nubes y lanzaron gritos de
sorpresa. Todos pensaron en otra nevada. Momentos después, ocurrió una
segunda “iluminación” azul. Y los invitados corearon otro grito de sorpresa y
temor. Jasón empezó a sentir un extraño cosquilleo en las manos y en los pies.
María también percibió algo singular. Algo sucedía… Y, de pronto, las lágrimas
cesaron. María recuperó la sonrisa, se lanzó al cuello del Hijo, y lo besó y lo
abrazó una y otra vez. María supo que Jesús había cumplido. ¡Había hecho el
prodigio!
Ticrâ estaba desconcertada. No sabía lo que ocurría a María. El Maestro, a
juzgar por su semblante, se hallaba tan o más perplejo que Ticrâ. Segundos
después, la Señora se separó del Hijo y, dirigiéndose a los siervos que cuidaban
de las cántaras, gritó: “¡Lo que mi Hijo os diga, eso haréis!...”.
207
Tomó a Ticrâ de su mano y se alejó con ella hacia la zona de las mujeres.
El Maestro, pálido, no acertó a pronunciar una sola palabra. Y los siervos
se miraron entre sí, sin comprender. ¿Qué le pasaba a aquella hebrea? ¿A qué
se refería?
Al poco, se registró una tercera iluminación azul, más breve.
Y el Maestro por fin reaccionó. Miró intensamente a Jasón, dio media
vuelta y se alejó con sus típicas zancadas para desaparecer por una de las
escaleras que desembarcaban en el terrado.
Los discípulos continuaban al pie del candelabro, comiendo y bebiendo,
ajenos a lo que sucedía. Tampoco los invitados se hallaban al tanto.
Entonces apareció Ismael, el saduceo, responsable de la sinagoga de
Nazaret. Caminaba a los tumbos. Estaba borracho. Tropezó un par de veces y,
cuando se hallaba a dos pasos de las tinajas, tropezó nuevamente y cayó. Uno
de los siervos se acercó para ayudarlo a levantarse y pidió a uno de sus
compañeros un poco de agua. El segundo sirviente tomó un cacillo, lo introdujo
en una de las “câd” (tinaja), y se apresuró a llevárselo al que permanecía de
rodillas. El primer siervo empapó el lienzo con el agua y lo dispuso sobre la
frente del aturdido Ismael, para refrescarlo y devolverle un poco de
compostura. Pero el sacerdote reaccionó de forma extraña. Maldijo al esclavo y
retiró el paño de la frente. Después procedió a olerlo. Masculló algo
irreproducible y arrebató el cazo al sirviente. Y se bebió lo que quedaba.
Extendió el cacillo y reclamó otra ración. Los siervos se miraron, pero no dijeron
nada. Estaba ebrio “hasta más allá de los pensamientos”, como decían los
judíos. El segundo negro repitió la operación, pero cuando se disponía a
entregar el agua a su compañero, Ismael se desmoronó y perdió el
conocimiento. El sirviente no supo qué hacer e, instintivamente, se llevó el
lienzo a la nariz. El esclavo se puso en pie y se acercó a las tinajas. Observó el
líquido, acercó la nariz a la superficie del agua y la olfateó. Y, sin pronunciar
palabra, se hizo con otro cacillo, lo sumergió en el líquido, se lo llevó a los labios
y lo probó. Por consejo del negro, su compañero repitió lo mismo y probó. Y los
sirvientes se enzarzaron en una furiosa discusión, en una lengua que no se
208
entendía. Un tercer esclavo se unió a sus colegas y probó el líquido, dibujando
una mueca de sorpresa. Y se incorporó a la disputa, gritando tanto o más que
sus compañeros.
Los invitados, ante la ausencia de resplandores, fueron recuperando la
calma.
Los tres negros acudieron de nuevo a las tinajas y extrajeron agua de cada
una de ellas. Y volvieron a degustar el contenido. Y regresó la polémica.
Parecían culparse los unos a los otros. De pronto dejaron de gritar y corrieron
hacia la puerta de la bodega. Ismael seguía sin sentido.
Jasón, finalmente, se acercó a una de las tinajas y bebió. ¡Aquello no era
agua! Era casi transparente, con un ligerísimo toque ambarino. ¡Era vino!...
dulce, intenso, bien estructurado, con aroma a almendras, ligeramente
frutado… Ideal para postres… Eso era lo que alarmó a los esclavos…
Era asombroso. Salvo los tres esclavos y Jasón, nadie, en “Sepíah”, se
había percatado del prodigio. María intuyó algo, pero no llegó a verificarlo. En
cuanto a Ismael… éste dormía plácidamente. Tampoco supo.
Jasón trató de poner en orden sus ideas. Y recibió una luz: fue la piedad y
misericordia del Hijo del Hombre las que dieron lugar al prodigio. No hubo
margen para más disquisiciones.
En eso se presentó la tropa: Nathan, Atar, el encargado de la bodega, los
tres esclavos que atendían las tinajas y otras personas. El primero en probar el
vino fue el dueño de casa. Se quedó mudo, de momento. Los invitados seguían
ajenos a lo sucedido. El persa preguntó, pero no obtuvo respuesta. Probó el vino
y dijo: “Es mejor vino que el de ese maldito Azzam… Hubiera sido bueno sacarlo
en primer lugar… No sé por qué lo has hecho así, pero está bien: problema
resuelto”.
El persa pensó que la presencia de aquel vino en las tinajas era
consecuencia de un error. El encargado de la bodega probó el vino, opinó lo
mismo que Atar, pero dudó del error. Él sabía muy bien lo que había en la
bodega, lo que entraba y lo que salía. Además, que setecientos litros de vino
fueran a parar a las tinajas era algo inexplicable.
209
Nathan estalló, entre maldiciones, jurando terminar con la vida del
esclavo a cargo de la bodega. Lo hizo sufrir innecesariamente. Eso gritó. ¿Por
qué había escondido aquel vino? El negro protestó, pero no logró nada. Los tres
sirvientes que estaban junto a las cántaras le daban la razón al encargado de la
bodega, pero no dijeron nada. Ellos no se habían movido de allí y sabían que las
tinajas contenían solo agua.
Nadie mencionó la palabra “prodigio”, nadie se refirió al Mesías, ni a lo
que apuntaban los rumores.
Quizá fueran las cuatro y media de la tarde. Y la tensa calma se prolongó
un poco más. Pero la servidumbre terminó yéndose de la lengua y la noticia de
la conversión del agua en vino se propagó entre los invitados. Era lógico. Tenía
que ocurrir, tarde o temprano… El rumor corría y corría. Las miradas se dirigían
hacia la esquina de las tinajas. Algunos se acercaron para ver y probar. La
servidumbre no lo permitió. El ambiente se fue caldeando, hasta que se produjo
el “terremoto”.
La Señora, seguida de cerca por la dueña de la casa, se presentó en el
rincón de las tinajas. Tenía el rostro transfigurado. Le brillaban los ojos. Estaba
más que radiante. María preguntó a los siervos y también lo hizo Ticrâ, y antes
de recibir respuesta alguna, ambas tomaron sendos cacillos, los introdujeron en
uno de los recipientes y se los llevaron a los labios. La Señora lanzó el cazo por
los aires y gritó, entusiasmada: “¡Inon!... ¡Inon!... ¡Inon!...”.
La palabra Inon era otro de los nombres simbólicos del Mesías.
Y Ticrâ secundó las exclamaciones de María: “¡Inon!”
Todo el mundo se volvió, sorprendido. La servidumbre no sabía qué
hacer… Allí estaba la señora de la hacienda…
Y María, más que feliz, empezó a dar saltos, al tiempo que gritaba el
nombre de su Hijo.
“La profecía –repetía sin cesar– se ha cumplido… ¡Inon!... ¡Inon!...”
210
Y la Señora, sin dejar de llorar, de reír, de gritar, de saltar y de cantar el
nombre de Jesús, se fue hacia los sirvientes y lo dispuso todo para que el “vino
milagroso” fuera distribuido allí mismo, de inmediato.
Fue el caos, fue la locura. María respondía a las preguntas de la gente,
deseosa de compartir su alegría. Hablaba de su Hijo, de los planes para la
sublevación, de los ejércitos que debían preparar, del mensaje del ángel en
Nazaret, de Yehohanan, lugarteniente del Libertador, de sus otros hijos, que
ocuparían puestos relevantes, de la gloria de Israel, ya próxima… Nathan, por
otro lado, insistía entre los invitados que todo era producto de una confusión.
Simón Pedro y Juan Zebedeo se acercaron con el “vino milagroso” a uno
de los corrillos. No sabían si reír o llorar. Y repetían: “¡Inon!”.
Santiago Zebedeo, más sereno, quiso equilibrar los ánimos de sus
compañeros y solicitó mesura. Y recordó a ambos que “quizá todo se debía a
una confusión…”. Juan saltó sobre Santiago y lo derribó y lo llamó de todo. Fue
preciso que vinieran Andrés y el “oso” para separarlos. Santiago dio la espalda y
regresó al candelabro. Allí estaba Felipe.
Jasón alcanzó a ver a Meir, el “rofé” auxiliador de las rosas de Caná. Oía a
la Señora con atención y, de vez en cuando, movía la cabeza negativamente.
Y en otro de los corrillos, silenciosos, Jasón descubrió a los hermanos Jolí
(Yehudá y Nitay), archisinagogo y limosnero de la sinagoga de Nahum,
respectivamente. No decían nada. Se limitaban a escuchar a la Señora. Y Jasón
intuyó algo: aquella situación era peligrosísima para el Maestro. Entre los
cientos de invitados, con certeza, tenía que haber numerosos espías y
confidentes del Sanedrín, del tetrarca Antipas y, por supuesto, de Roma. La
Señora, sin querer, estaba proporcionando carnaza a los futuros enemigos de su
Hijo…
Pero, como también era previsible, la versión de Nathan y de Atar fue
ganando terreno y se instaló en la mente de la mayoría. “Todo ha sido una
equivocación. El culpable (el negro a cargo de la bodega) ya había sido
castigado”, repetían toda vez que les era posible.
211
Fue aquí, en Caná, donde nacieron los problemas de Jesús con los
fariseos, con los sacerdotes y con los saduceos.
Hacia las cinco y media de la tarde, los siervos prendieron las antorchas y
las copas de los candelabros. María continuó feliz, respondiendo a cuantos
preguntaban. Y en un momento, interrumpió las explicaciones y alzó la voz,
iniciando una canción de bienvenida al Mesías. Y todos, contagiados por el
fervor de la mujer, la acompañaron en el canto. Y levantando el puño izquierdo
repetía con toda fuerza: “¡Inon!... ¡Inon!... ¡Inon!... ¡Abajo el impío!”.
María, en efecto, no había entendido el pensamiento del Maestro.
Súbitamente, la canción amainó. La gente enmudeció poco a poco. Y fue
reinando el silencio.
En la escalera que bajaba del terrado, estaba Jesús. María fue la última en
verlo, y continuó cantando hasta que se percató del extraño silencio. Y al ver a
su Hijo, enmudeció. Jesús de Nazaret había terminado su retiro en el terrado y
regresaba al patio central. Presentaba un semblante serio. Sereno y relajado,
pero serio. Descendió los peldaños lentamente y fue a pisar las losas del pórtico.
Los comensales se apartaron de inmediato, abriéndole camino. Había miedo, un
miedo reverencial. No importaba si creían o no en el Mesías. No importaba si
habían negado el prodigio o si lo defendían. Todos, incluso los saduceos, dieron
un paso atrás. Estaban lívidos. Aquel Hombre, con su porte majestuoso y la
mirada limpia y penetrante, era algo fuera de lo común. Atraía y provocaba
respeto, a partes iguales. Nadie se atrevió a interrogarlo. No se levantó el más
frágil de los murmullos. Fue un silencio absoluto. Jesús recorrió, decidido, aquel
tramo de la galería, pasó frente a las seis tinajas sin mirarlas, y se detuvo frente
al gran candelabro, en el que había estado al iniciar la boda. Se inclinó sobre
Andrés y le susurró algo al oído. Después, dando media vuelta, se encaminó
hacia el portalón de entrada a la casa.
Los invitados seguían inmóviles y en silencio.
Sin decir una palabra, sin un solo gesto, el Hijo del Hombre abandonó
“Sapíah”. La boda, para Él, había terminado. Y desapareció en la oscuridad de la
noche.
212
Andrés cruzó algunas palabras con sus compañeros y se alejó de la
“menorá”, en dirección a la salida. Santiago Zebedeo, Bartolomé y Felipe se
fueron tras él. Pedro y Juan Zebedeo permanecieron sentados con sendas copas
del “vino milagroso” en las manos. Se tambaleaban, incluso sentados.
Al pasar Andrés frente a Jasón, éste le preguntó: “¿Qué sucede?”.
“Partimos al amanecer…”
La fiesta continuaba…
La casa del “oso” se hallaba vacía. Toda la parentela estaba en la boda. El
Maestro, previsor, a la mañana, antes de ir a la boda, dejó el saco de viaje en la
casa de Bartolomé. Recuperó su túnica roja y ayudó a Bartolomé a preparar un
buen fuego. Luego, todos se sentaron en torno a las cálidas llamas, en silencio.
Fue Santiago quien inició el diálogo.
“¿Qué ha sucedido, Maestro?”
Jesús sonrió con cierta amargura.
“Lo habéis visto –declaró con voz templada–. Se ha hecho la voluntad de
Ab-bá…”
“SÍ, pero ¿qué ha ocurrido?... Todos hemos probado ese vino… ¿De dónde
salió?”
“Fue la voluntad del Padre…”
“Entonces, es cierto que ha habido un prodigio. Nathan y otros aseguran
que todo se debió a una confusión…”
Jesús no contestó. Sólo miró a Santiago fijamente. E intervino el “oso”.
“SÍ, rabí (maestro), pero no has contestado a la pregunta de Santiago: ¿de
dónde salió?”
El Galileo miró a Bartolomé y volvió a sonreír, al tiempo que señalaba al
techo. Y todos, miraron hacia lo alto. Allí solo había goteras…
El Maestro se percató de la inocencia de los galileos y aclaró: “Más
arriba…”.
213
“¿Más arriba?”
“¿Te refieres a Yavé? ¿El prodigio lo ha hecho Dios, bendito sea su
nombre?”
“SÍ y no…”
La respuesta de Jesús los dejó confusos. Él había venido a cambiar el
rostro de ese Dios bíblico, colérico y justiciero, pero no era tan sencillo. Aquellos
hombres mamaron la idea de un Yavé vengativo y no les entraba en la cabeza
que ese Dios se dedicara a hacer favores a nadie, y menos en una boda. El
concepto de Padre estaba todavía muy lejos en sus mentes.
Y allí quedó el asunto. El cansancio terminó con todos y se dispusieron a
descansar. Pero la paz duró un par de horas. Simón Pedro y Juan Zebedeo
regresaban de la boda, muy alegres, sujetándose el uno al otro. Entraron
cantando la canción del Mesías y no tardaron en tropezar y rodar por el suelo.
Andrés se apresuró a ayudar a su hermano, reprochándole el lamentable estado
y lo ayudó a tumbarse a su lado. Juan imitó a Simón, pero se tumbó lejos de
donde descansaba su hermano. Y todo volvió a la calma.
DE CANÁ A NAHUM
Hacia las siete de la mañana de ese jueves 28 de febrero del año 26, el
grupo, con Jesús de Nazaret a la cabeza, partió de Caná.
Durante el camino, Jesús le preguntó a Jasón: “¿Es tan bueno como
dicen?... El vino…”.
Jasón estaba distraído.
“¿Es bueno el vino del prodigio?”, repitió Jesús.
“¡Oh, sí –balbuceó Jasón– por supuesto que lo es!... Tengo un poco.
¿Quieres?”
“Más adelante…”
214
Jasón cayó en la cuenta de que Jesús de Nazaret fue el único que no probó
el vino milagroso de Caná. Y vino a confirmarle que Él no fue el responsable
directo del prodigio. Fue su “gente” (sus ángeles, paras simplificar) la que lo
logró. Él fue el primer sorprendido. Como se recordará, en Beit Ids, Jesús se
propuso firmemente no recurrir a su poder personal. Deseaba revelar al Padre
mediante la palabra, y no por signos maravillosos…
Pero la piedad terminó “perdiéndolo”. Cada vez que sentía misericordia o
ternura o compasión, “corría el peligro” de que lo deseado se hiciera realidad.
La cuestión es que Jesús de Nazaret experimentó dulzura y piedad por
aquella mujer que le había dado el ser y que, en mitad de la boda, suplicaba su
ayuda. Las lágrimas de la Señora abrieron su corazón y deseó, durante un
instante, que los sueños de María se cumplieran. Fue suficiente. Su “gente”
materializó el deseo del Hombre-Dios. Y el vino se hizo realidad.
“Tendré que estar despierto… Sí, ‘mal´ak’, debo aprender a ser un Dios
despierto. La misericordia es necesaria, pero en mi caso, debo administrarla con
prudencia.”
Eso, justamente, era lo que le distinguía. Jesús de Nazaret es el Hombre
que más misericordia ha derramado sobre la Tierra.
Jasón fue testigo de excepción. ¿Cuántos sucesos prodigiosos fueron
protagonizados por Jesús… sin que Él fuera consciente? ¿Cuántos prodigios
fueron consecuencia de su misericordia?
Y faltando una hora para la tercia (nueve de la mañana), el grupo se
detuvo frente a la posada del “tuerto”. Los discípulos aprovecharon para
descansar. Jesús tomó aparte a Felipe, le entregó unas monedas y rogó que se
hiciera con las provisiones necesarias para la jornada. Una vez en el “yam”, ya
verían.
Felipe ingresó en la posada, acompañado por Bartolomé. Y mientras
encargaba las viandas, Bartolomé, solemnemente, se dirigió al posadero y le
dijo que el deseado Mesías se hallaba a las puertas del albergue. Y advirtió al
“tuerto” y al resto de la clientela que Jesús acababa de obrar un prodigio en su
pueblo, Caná. Y explicó algo que el “tuerto” ya sabía: el agua de las abluciones
215
fue convertida en vino… Las risotadas fueron generales. Al parecer, la noticia se
había propagado la tarde-noche anterior, y a gran velocidad. Ya era conocida en
la zona. Y la clientela se dobló de risa.
Felipe pagó y tiró del sofocado socio y amigo. Las risotadas continuaban
rebotando contra los muros.
Y prosiguieron la marcha. El Galileo fue turnándose mientras avanzaban.
Caminaba con unos y con otros, o con el grupo, según el momento. La pierna
izquierda de Bartolomé renqueaba.
A lo largo del camino, antes de llegar al desvío a Arbel, la aldea de las
redes, el Maestro fue explicando a cada discípulo que, en el futuro, deberían
evitar las ciudades de Séforis (capital de la baja Galilea) y Tiberíades. No dio
explicaciones. Y también recomendó que procuraran hablar lo menos posible
sobre lo ocurrido en la boda de Caná. “Un poco tarde”, pensó Jasón…
Una vez en el sendero que conducía a Arbel, el Maestro eligió un corro de
olivos, a la derecha del camino, y sugirió que descansaran. Era la hora del
almuerzo. Felipe y Andrés prepararon la comida, que se malogró, en parte. El
guisado tenía más años que el sol y la carne era como la piedra. Los discípulos
maldijeron al “tuerto”. “¡Maldito perro sarnoso!” Era curioso. De momento,
Jesús no parecía molesto con el lenguaje de los íntimos. No tomaba en
consideración sus maldiciones.
Y mientras descansaban, Jesús sacó de su bolsa el cáliz de metal con el
que había brindado y bebido en la boda de Noemí y Johab, en Caná. Ticrâ se lo
había obsequiado a la mañana siguiente, antes de partir. Y se lo entregó a Jasón,
rogándole que le permitiera probar el “vino prodigioso”. Jasón llenó la copa y
regresó junto al Galileo. Se la entregó y Jesús agradeció el gesto con una de sus
interminables sonrisas. Jesús alzó la copa, y el sol la llenó de reflejos. Y el
Maestro, en voz baja, entonó su brindis favorito: “¡Lehaim!” (¡Por la vida!).
Poco después, el grupo se puso en movimiento rumbo al mar de
Tiberíades.
Hacia las 17 horas, el grupo llegó a Nahum. Los discípulos, entusiasmados,
no dejaban de hablar del prodigio. Se detuvieron a saludar a numerosos
216
conocidos, a lo largo de las calles de Nahum, y explicaron lo sucedido en Caná.
La gente los oía con admiración y con no poco escepticismo. “¿El Mesías? ¿En
Nahum? ¿Había convertido el agua de una boda en vino?”
El Maestro no se detuvo. No prestó atención a los comentarios de los
discípulos y, mucho menos, a la gente que se cruzaba con ellos. Pedro y Juan
Zebedeo eran los más exaltados. Daban saltos. Gritaban. Exageraban.
El Maestro se embarcó en el puerto de Nahum, cerca del astillero de los
Zebedeo, solicitando al barquero que los trasladara al barrio de Saidan. Simón
Pedro y Juan, entretenidos en las calles de Nahum, se quedaron atrás y tuvieron
que contratar otra lancha. Jesús no esperó.
Jesús pasó por delante de la “casa de las flores”, pero no se detuvo. Él
sabía que Esta, la esposa de su hermano Santiago, y Ruth, su hermana menor,
estaban allí. Esa noche, al saber que la Señora y sus hijos acababan de regresar a
Nahum, Jasón creyó comprender. Jesús no deseaba nuevos enfrentamientos, y
mucho menos con la madre.
Y el Galileo, sin dudarlo, acudió al caserón de los Zebedeo, frente a la
playa. Todo fue alegría al volver a verlo. La noticia del prodigio se había
extendido por la zona. Todos se preguntaban si era cierto y si era verdad que
Jesús de Nazaret era el Mesías prometido. En la casa de los Zebedeo,
prudentemente, nadie se atrevió a contestar. No fue preciso. Los discípulos se
encargaron de informar, puntualmente, sobre lo sucedido y lo no sucedido.
Pedro y Juan llevaron de nuevo la voz cantante.
La familia preparó la cena y dispuso el alojamiento del Maestro.
Y, durante la cena, salvo Andrés y Santiago, los discípulos se vaciaron,
discutieron y rieron. Pregonaban que el Libertador estaba allí, en aquella casa, y
que la liberación de Israel era cuestión de días o semanas.
Jesús cenó y lo hizo en absoluto silencio, con el rostro grave y los ojos
bajos. Zebedeo padre tampoco habló mucho. Miraba a unos y a otros, después
miraba a Jesús. Había en sus ojos un más que lógico escepticismo.
217
Pero Juan, Simón Pedro, el “oso” y Felipe habían subido a los cielos.
Acababan de descubrir al Libertador. Eran sus generales. El mundo estaba a
punto de rendirse a sus pies. Dejarían las redes y el astillero, y los negocios
mundanos y se dedicarían a beber en copas de oro y a dirigir a los pueblos. El
Mesías tanto tiempo esperado les había dicho: “¡Sígueme!”. “¡Tiembla, Roma!”,
repetían a coro.
Y terminada la cena, el ardor y las promesas mutuas de poder y felicidad
se prolongaron durante un tiempo. Pero las cosas cambiaron en minutos. De
pronto, Jesús se puso en pie e indicó a los íntimos que lo siguieran. Jasón fue
tras ellos. Y salieron hacia la parte trasera del caserón, que daba a la playa.
El Hijo del Hombre, en tono afable pero firme, fue a exponer tres grandes
asuntos.
Jesús empezó diciéndoles quién era en realidad. No era el Mesías del que
hablaban las Escrituras. Era mucho más…
Los discípulos se miraban entre sí, pero no entendían.
Y les dijo que Él era un Príncipe, un Dios que gobernaba el universo que
ellos acertaban a ver, y mucho más. Algunos levantaron la vista hacia los
luceros, pero tampoco supieron de qué hablaba.
El Maestro leyó sus pensamientos y guardó silencio durante unos
segundos. Y a pesar del evidente fracaso continuó con su exposición.
Entonces explicó por qué había venido a este mundo. Él conocía al
verdadero Dios Padre (Ab-bá) y tenía la misión de comunicárselo a los hombres.
El Padre Azul, como lo llamó, no es vengativo, ni cruel, ni racista, ni lleva las
cuentas de los pecados de nadie; ni siquiera es justo. Es amoroso, que es mucho
más que justo….
Los discípulos pensaron que se refería al sanguinario y temido Yavé.
E intentó hacer ver que todo sucede por algo bueno, que todo está
diseñado para el bien, aunque no logremos entenderlo, y que Él estaba allí para
recordárselo al mundo y, sobre todo, para encender la llama de la esperanza.
“Hagáis lo que hagáis –manifestó–, estáis condenados a ser felices…” Pero
218
seguían en blanco. No lograban comprender las extrañas palabras. “¿No era el
Mesías prometido? ¿Era mucho más? ¿Era un Príncipe, creador de las estrellas
que contemplaban? Él era de carne y hueso. ¿Cómo un Dios podía hacerse
hombre? ¿Y para qué descender a la Tierra a cambiar el rostro de Yavé? Estaban
bien como estaban, aunque no se atrevieran a pronunciar el nombre de Dios.”
El Maestro dejó que discutieran. Y, al rato, terminó su exposición con una
“bomba”. Y se hizo el silencio. Entendieron, pero no entendieron…
El Galileo, muy serio, anunció cómo se desarrollarían los acontecimientos
futuros, cómo serían perseguidos por sus enemigos y, finalmente, cómo sería él
ejecutado con vergüenza y con extremo dolor. Y pronosticó que el grupo
atravesaría momentos difíciles y angustiosos.
Las reacciones no se hicieron esperar. Juan Zebedeo se negó a aceptar ese
final. Pedro fue el más afectado por el anuncio de su muerte. Se puso en pie y,
en silencio, bajó los peldaños, perdiéndose en la playa. El “oso” miraba a unos y
a otros intentando confirmar lo que acababa de oír. Nadie se atrevió a repetir lo
oído. Nadie preguntó a Jesús. Nadie quiso volver a escuchar lo que acababan de
oír. Fue una negativa colectiva y silenciosa. “No era cierto lo que había referido
el Maestro. Seguramente se explicó mal.” Estos razonamientos fueron
escuchados por Jasón muchas veces durante los días que siguieron a esa
histórica noche en las escaleras del caserón de los Zebedeo. Felipe, Santiago y
Andrés se hallaban tan perplejos como el resto. Sus mentes no lograban
asimilar. Si aquel Hombre fue capaz de convertir el agua en vino, ¿quién
intentaría destruirlo y, sobre todo, con qué medios?
El Hijo del Hombre permaneció en silencio. Comprendió perfectamente: el
entusiasmo de sus íntimos se había evaporado. Andrés fue el único que se
atrevió a preguntar a Jesús, pero sus palabras se atropellaron las unas a las
otras. La confusión y la sorpresa los tenían maniatados. Eran rehenes del miedo.
Y en eso, en lo alto de la escalera, apareció Judá, el hermano de Jesús. El
Maestro lo vio y aprovechó la circunstancia para despedir a los discípulos. El
“oso” se fue con Felipe. Se alojaría en la casa del futuro intendente, en Saidan.
Andrés desapareció escaleras abajo, a la búsqueda del angustiado y confuso
219
Pedro. Juan y Santiago se retiraron a su hogar. No dijeron ni adiós. Andrés,
antes de partir, solicitó instrucciones al Galileo. Quedaron para al día siguiente,
en la casa de los Zebedeo. Jesús daría las órdenes oportunas.
Y Judá, aproximándose a su Hermano, lo besó en las mejillas y se sentó a
su lado. Jesús no pronunció una sola palabra. Todo lo dijo Judá. Y fue sincero,
como siempre: “Nunca te he comprendido del todo… No sé si eres lo que dice
nuestra madre que eres… No comprendo bien eso del reino que está por llegar,
pero te diré algo: también sé que eres un Hombre poderoso y que perteneces a
Dios… Al igual que Santiago, yo también escuché esa misteriosa voz en Omega…
Sé que eres alguien importante, aunque no sé exactamente qué… No importa…
Creo en ti…”.
Jesús sonrió, agradecido.
“Ahora –concluyó Judá– regresaré a Migdal… Allí estaré para lo que
necesites.”
Sólo Judá, el que fuera la oveja negra de la familia, tuvo valor para buscar
a Jesús y confesar que creía en Él, pasase lo que pasase.
Y Jasón se quedó solo con Jesús. Él fue quien tiró de la conversación.
“¿Es tan difícil de entender que haya nacido para cambiar la imagen de
Ab-bá…? Ellos no modificarán sus ideas sobre el Mesías, también lo sé…”
Jasón asintió con la cabeza y continuó en silencio. Estaba en lo cierto. Los
discípulos habían nacido con el concepto de un Libertador político y casi lo
arrastraban en los genes. Eran muchas generaciones las que compartían la idea
de un Mesías “rompedor de dientes”…
Probablemente, a partir de esa noche, Jesús asumió esa situación y dejó
que se hiciera la voluntad del Padre. No discutiría, no llevaría la contraria
cuando alguien volviera a tomarlo por el Mesías “rompedor de dientes”.
Jasón decidió preguntar a Jesús sobre su muerte.
“¿No tienes miedo?”
“¿Por qué iba a tenerlo?”
220
“Todos lo tienen… Lo tenemos”, rectificó Jasón.
“Tú, mejor que nadie, sabes que regresaré de la muerte… El hombre teme
a la muerte porque cree que es el final…”
“¿Y no lo es?”
“Sí y no…”
“¿Sí y no?”
“Es el final de esta vida, pero no el de la vida. En realidad, la vida, la
auténtica, empieza antes de la vida y continúa después de la vida.”
“Un momento… ¿La vida empieza antes de la vida?”
“Así es, querido ‘mal´ak’…”
“Pero… ¿cómo voy a estar vivo antes de la vida?”
“Lo estás.”
“¿Y después de la vida?”
“Eso ya lo hablamos, ¿recuerdas?”
“Sí, lo recuerdo. Según tú, después del dulce sueño de la muerte,
despertamos en otro lugar…”
“¡Vivos! Despertaréis vivos…”
“Cuando dices ‘vivo’ te refieres a vivo…”
“Claro. ¿A qué otra cosa podía referirme? Se trata de algo que podrás
constatar. Te levantarás de la muerte como si la vida hubiera sido un sueño. Te
despertarás de un sueño para regresar a la realidad… La vida, la auténtica,
empieza antes de la vida y continúa después de la vida.”
“¿Cómo podría estar seguro de lo que afirmas? ¿Cómo saber que viviré
después de la muerte?”
“Entiendo. Se trata de una experiencia personal, que nadie va a vivir por
ti. Pero, al menos, confía… Sabes que no miento…”
221
“Entonces, al morir vuelvo a Dios…”
“No exactamente. Recuerda que Él ya está en ti. Para llegar al Padre,
necesitas consumir mucho, muchísimo ‘no tiempo’… Él te espera, físicamente,
en el Paraíso, pero no tengas prisa. La muerte, ‘mal´ak’, no es un capricho. Es la
mejor de las maneras de abandonar un sueño… Morir no es tan importante. Es
abrir una puerta, sólo eso. Morir, y quiero que lo transmitas así, es despertar, al
fin. Morir es despertar a la realidad. Lo que ahora vives es real, pero no es la
realidad final, la que verdaderamente cuenta. El sistema está tan bien armado,
querido ‘mal´ak’, que el ser humano cree que la vida es lo único que tiene… Así
es porque el Padre así lo ha programado. Es la única forma de que el ser
humano viva la vida con intensidad. Si tuviera la certeza de que hay otra
realidad, otra vida, no viviría con el mismo interés. ¿Comprendes?”
“El Padre está en mí, bien lo sé. Tú me lo has revelado. Él es la ‘chispa’ que
me habita, ciertamente. Pero, ¿cómo es eso de que, además, me espera en el
Paraíso? ¿Está adentro y está afuera?”
“No podías definirlo mejor… Algún día, cuando llegue tu hora, descubrirás
que ‘dentro y fuera’ vienen a ser lo mismo…, en el ‘no tiempo’... Ahora
descansa. Es mucho lo que debes presenciar y contar, y más aún, lo que debe
narrar tu mensajero… Y dile lo que ya te dije: ‘No escribas para convencer. Hazlo
para insinuar, para ayudar, para iluminar’…”
(El Maestro se refiere, en este último párrafo, a quien tradujo y entregó,
para su publicación, los diarios de Jasón y de Eliseo.)
Al entrar en la casa, Jasón tropezó con Salomé, la esposa del Zebedeo
padre, y ama y señora de la hacienda. Sus hijas estaban con ella. Era culta e
instruida. Hablaba varios idiomas y leía perfectamente el hebreo sagrado.
Procedía de una familia aristocrática, entroncada en una de las castas
sacerdotales. Era pariente de Anás, el que fuera sumo sacerdote y suegro de
Caifás. Su gesto durante la Pasión y Muerte del Maestro, acompañando en todo
momento a María, la madre de Jesús, con quien mantenía una antigua y sincera
amistad, diría mucho sobre su coraje.
222
“¿Adónde crees que vas? Te quedarás en esta casa… el tiempo necesario.
¿Hablo con claridad?”
Estaba decidido. Lo había hablado con su marido, y el jefe de los Zebedeo
se mostró conforme.
Jasón no tenía dónde ir. Y dijo que sí de inmediato y encantado.
El matrimonio de los Zebedeo tenía siete hijos: tres varones y cuatro
mujeres. Juan y Santiago ya eran conocidos por Jasón. David, que llegaría a ser
jefe de los correos entre los seguidores de Jesús, conoció a Jasón en los trágicos
momentos de la Pasión. David entendió el mensaje del Maestro y creyó en su
resurrección desde el primer instante. Su trabajo a favor del reino fue
espectacular, pero jamás fue mencionado por los evangelistas. Juan y David
eran solteros. Santiago era casado y tenía cuatro hijos varones. En cuanto a las
cuatro hijas, la mayor se llamaba Iybar (Abril). Tenía un hijo pequeño. Abril se
había divorciado recientemente. La segunda era Elul (Agosto), la tercera llamada
Mar (diminutivo de Marjesvân: Octubre), y la última se llamaba Kis, en realidad
Kisleu (Noviembre). La familia estaba bien situada y contaba con importantes
medios económicos.
Salomé se hizo con un par de lámparas de aceite e indicó a Jasón que la
acompañara. Cruzaron el patio trasero y, frente a los establos, se detuvieron.
Salomé entregó a Jasón una de las lucernas y señaló los peldaños de
madera, adosados al muro de piedra volcánica.
La mujer lo condujo a la planta superior. Allí habían sido habilitadas dos
habitaciones, destinadas a los invitados. Anteriormente era un palomar. Una de
ellas era la de Jasón. La otra, la del Maestro. La habitación era pequeña y
sencilla. Las paredes estaban revocadas con yeso. El mobiliario, una cama con
pies en forma de tijeras, un arcón de madera de olivo y una alfombra de piel de
cabra, teñida en rojo rabioso. Sobre el arcón había una jarra de barro con agua,
una jofaina, también de arcilla roja, y un jarrón con un espléndido ramo de
lavandas con una fragancia exquisita, que hacía olvidar la peste procedente del
piso de abajo. Salomé señaló el arcón, recordando a Jasón que allí encontraría
un buen edredón, por si sentía frío.
223
Eso fue todo. Deseó buenas noches, sonrió, cerró la puerta y desapareció.
El viernes 1 de marzo, Jasón descendió al lago, se aseó y regresó al
caserón de los Zebedeo, en Saidan.
Jesús y los discípulos desayunaban. Nadie hablaba. Los anuncios del
Maestro los habían aniquilado.
El Galileo dejó que terminaran el desayuno. A eso de las ocho de la
mañana, se decidió a hablar. Lo hizo despacio, con claridad. Y vino a decir que,
esa noche, tras consultar con su Padre de los Cielos, había tomado la decisión de
esperar.
“Esperaremos a que Yehohanan concluya su trabajo. En ese momento,
nosotros emprenderemos el nuestro.”
Jesús los miró y captó la confusión general. ¿Qué quería decir? Yehohanan
disponía de sus discípulos, los llamados “justos”. ¿Cuándo suponía que
terminaría su labor? Él, Yehohanan, decía ser el brazo derecho del Mesías, el
que estaba preparando el camino del Libertador. ¿Es que Jesús no pensaba
unirse al grupo del Bautista? ¿Por qué tenían que esperar? Mejor dicho, ¿a qué?
Juan Zebedeo lo preguntó, pero la respuesta de Jesús fue esquiva: “Es la
voluntad del Padre. Aguardaremos a que Yehohanan termine su predicación…
Cuando él concluya –insistió con énfasis–, nosotros proclamaremos la buena
nueva del reino de los cielos”.
Dicho esto los envió a sus casas y a sus trabajos habituales. Tenían que
retornar a sus oficios: a la pesca, al astillero, al comercio… Él les diría cuándo
suspender de nuevo las tareas…
“Ahora, amigos míos, debo dejaros. Es preciso que continúe en
comunicación con mi Padre…”
Y añadió que caminaría en solitario por las colinas próximas y que
volverían a verse a la caída del sol del día siguiente, sábado, en la sinagoga de
Nahum. Allí hablaría. Después se reuniría con ellos y les daría instrucciones. Se
levantó y abandonó al perplejo grupo.
224
Al día siguiente, sábado a la tarde, Jasón preguntó a Salomé, la señora del
caserón, por el Maestro. Ella le contestó que había bajado al “yam” junto con
sus hombres. Y Jasón decidió esperarlos sentado en lo alto de las escaleras de
piedra que comunicaban la casa con la playa.
Una de las lanchas se despegó del resto de las embarcaciones y se dirigió
a la playa. Alcanzó la orilla, y los hombres saltaron a tierra: era Él, acompañado
por los seis discípulos y sus hermanos carnales, Santiago y Judá. No salieron a
pescar –comentó Andrés a Jasón–, sino que el Maestro les habló.
Jesús solicitó que aguardaran un instante. Dirigió la mirada hacia los
primeros luceros y habló así: “Ab-bá, Padre mío, te doy las gracias por estos
amigos. A pesar de sus dudas, sé que creen y que terminarán creyendo… Te pido
que aprendan a ser uno, así como yo y tú también somos uno…”.
Ahí terminó la jornada para los discípulos y para los hermanos. Jesús se
despidió con un “hasta pronto” y rogó que volvieran con sus familias y a los
trabajos habituales, tal y como habían acordado en el “yam”.
Después de la cena, y cuando todos se retiraron, Santiago Zebedeo le
informó a Jasón de lo sucedido aquel día:
A eso de la hora quinta (once de la mañana) de ese sábado 2 de marzo,
Jesús se presentó en la sinagoga de Nahum. Había solicitado hablar a la
concurrencia. Allí estaban todos. Desde los hermanos Jolí, sacerdotes
responsables de la sinagoga, hasta los notables de Nahum, pasando por los
hermanos del Señor, los seis discípulos y, por supuesto, María, la madre del
Maestro. Ésta acababa de llegar, procedente de la boda de Caná.
Los seis íntimos se sentaron en los lugares de honor, a petición del
Galileo. No así los hermanos carnales. Había gran expectación. A las noticias de
los sucesos sobrenaturales acaecidos en el río Artal, durante el bautismo del
Hijo del Hombre, se sumaron los procedentes de la boda de Caná.
Aquélla fue la primera aparición pública del Maestro.
Todos pensaban en un nuevo portento. La situación era similar a la de la
boda en Caná, con una diferencia: Nahum era la ciudad en la que el Maestro se
225
hallaba empadronado. Era “su” ciudad. Todos hablaban de Él como el Mesías
prometido. Tenía que hacer algo demoledor. Allí también se encontraban los
“tor” y los “escorpiones” (confidentes del Sanedrín, de Antipas y de los
romanos). Hiciera lo que hiciera Jesús de Nazaret, las noticias volarían de
inmediato a Jerusalén y a Cesarea, capital administrativa del imperio romano,
para la provincia de Judea, como se llamaba a Israel.
Y en mitad de aquella expectación –según Santiago– Tarfón entregó al
Galileo uno de los rollos, con la Ley. Debía leer y hacer un discurso sobre el
pasaje elegido. Y Jesús, como “darshan”, o predicador, eligió a Isaías. Y procedió
a la lectura. La tensión podía palparse. Había llegado el momento. Jesús
actuaría, como en Caná.
“Nada. No pasó nada…”, sonrió Santiago, decepcionado. El Maestro
devolvió el rollo y no hizo “maftir”. Se refería a que no hubo discurso directo, al
alcance del pueblo. Se limitó a decir: “Sed pacientes y veréis la gloria de Ab-bá…
Del mismo modo será con aquellos que están conmigo y que aprenden a hacer
la voluntad de mi Padre que está en los cielos”.
Eso fue todo. Y la gente se marchó a sus casas sin haber comprendido una
sola palabra. Muy decepcionados… Sobre todo la madre del Maestro.
Poco después, al regresar a Saidan, el Maestro solicitó a los discípulos, y
también a sus hermanos Santiago y Judá, que lo acompañaran al lago. Subieron
a una de las lanchas y remaron. Arrojaron el ancla y el Hijo del Hombre habló
durante largo rato.
Según Santiago, éstos fueron los asuntos destacados en la referida charla:
Jesús ordenó que volvieran a los trabajos habituales. Debían esperar el
momento oportuno para salir a predicar la buena nueva.
Él también se reincorporaría al trabajo en el astillero.
Era preciso que guardaran silencio sobre los planes del Maestro. Nadie
tenía que saber quién era.
La preparación de los discípulos sería lenta y difícil. Jesús se ocuparía de
esa labor.
226
Nadie hizo preguntas. No comprendían el porqué de la espera. No
entendían por qué el Galileo renunciaba a su poder. ¡Era el Mesías, pero no
parecía darle importancia! Y dijo algo que tampoco entendieron: “Recordad que
mi reino no ha de venir con pompa y escándalo, sino más bien mediante un
cambio…”.
Y agregó Santiago: “… Dijo algo sobre el cambio que deberá llevar a cabo
el Padre en los corazones de los hombres… Sinceramente, no supe a qué cambio
se refería. Nos llamó sus amigos y dijo que confiaba en nosotros y que nos
amaba”.
Santiago se ruborizó. Aquellas no eran palabras habituales entre los
varones judíos. Era raro oír decir a un hombre respecto de otro hombre: “Te
amo”.
“Y dijo también que pronto seríamos sus socios. Y añadió: ‘mis socios
favoritos’… Recomendó que fuéramos pacientes y tiernos y que nos
abandonásemos de continuo a la voluntad de Ab-bá.”
Santiago no comprendió a qué se refería el Maestro cuando hablaba de la
voluntad del Padre.
“Después habló de ‘las dificultades que están por llegar’. Tampoco
entendimos.”
“Dijo que nos preparásemos para la llamada de ese reino y que
tuviéramos muy presente que dicho reino aparecerá en medio de grandes
tribulaciones. “El servicio al Padre –dijo– produce felicidad, pero llegarán
momentos terribles…”
Santiago Zebedeo miró a Jasón, incrédulo. Este último sabía a qué se
refería el Maestro: la persecución y muerte de algunos de aquellos discípulos,
incluido Santiago, pero guardó silencio.
“… Pero, para los que encuentren el reino –prosiguió el discípulo–, la
felicidad será completa. Y el Maestro añadió: ‘Y serán llamados benditos de la
Tierra’…”
227
“¡Estad atentos!”, dijo Jesús. “No abriguéis falsas esperanzas… ¡El mundo
tropezará con mis palabras!”
“¿Qué quiso decir? ¿El mundo tropezará con su mensaje? Ya he empezado
a verlo. El mundo exige una cosa y Él pretende otra…”
No pudo definirlo mejor. Así sería el futuro inmediato y en el futuro a
largo plazo, en el mundo actual del siglo XX: lo que hoy defienden las iglesias no
guarda relación alguna con lo que quiso y con lo que reveló el Maestro.
“Y dijo también que nosotros, sus discípulos, tampoco entendemos su
mensaje… Y aseguró que trabajaríamos para una generación que sólo busca
portentos y señales… En esos momentos, amigo Jasón, nos miramos y sentimos
vergüenza.”
“Y el Maestro sentenció: ‘Exigirán prodigios como prueba de que soy el
enviado de Ab-bá… No saben, ni sabrán, cuál es mi trabajo en el mundo: la
revelación del amor del Padre’…”
“Y terminó con otras palabras misteriosas: ‘Algunos, sin embargo, en
otros lugares y en otros tiempos, sí comprenderán mi revelación’…”
Jasón no estaba en la barca, pero captó la intención del Maestro. Mensaje
recibido.
Al día siguiente, domingo 3 de marzo, Jesús de Nazaret se incorporó al
astillero de los Zebedeo, junto a la desembocadura del río Korazain, al este de
Nahum. Jasón fue tras Él y solicitó trabajo en dicho astillero. Era la única forma
de permanecer a su lado y de conocer sus movimientos. La alegría de todos no
tuvo límite. Estaban felices. El Galileo era un excelente “naggar” (carpintero de
ribera). A Jasón lo asignaron al departamento de pinturas, tintes, barnices y
protectores contra la carcoma. El Maestro se hizo cargo del entablamiento de
una barcaza de transporte.
Y a la puesta del sol abandonaron el “mézah”, el astillero.
Jesús, el jefe de los Zebedeo, Santiago (hermano del Maestro) y Jasón
embarcaron en una lancha y se dirigieron a Saidan, como era la costumbre.
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El Maestro se aseó y bajó a lo que era el comedor comunitario del
caserón. Una sala en la que la familia compartía desayunos y comidas y en la
que se deliberaba toda clase de asuntos. Jasón la bautizó con el nombre de
“tercera casa”. El caserón estaba integrado por un total de seis viviendas. En
ellas se repartían los miembros de la numerosa familia. En la primera residían
Juan Zebedeo y su hermano David (ambos solteros). En la segunda, vivían
Santiago, su esposa Hadar (Gloria), y los cuatro hijos. En la tercera casa se
encontraba el citado salón-comedor. En la cuarta se hallaban las cuatro
hermanas (tres solteras y una divorciada). La quinta estaba vacía. En la sexta y
última casa habitaban Salomé y el viejo patriarca, los dueños del caserón. Había,
además, un almacén para las redes y otros aperos, los establos y el viejo
palomar. Este último había sido refaccionado en dos habitaciones para
invitados, ahora ocupadas por el Maestro y Jasón. El caserón disponía también
de dos patios al aire libre. A uno de ellos asomaban las seis casas y el almacén
de redes. La puerta principal daba a una de las “calles” de Saidan.
Nada más oscurecer fueron llegando los “seis” (los discípulos).
Andrés, Pedro y los hermanos Zebedeo (Juan y Santiago) habían vuelto a
las redes y a los negocios de secado y venta de pescado. Felipe y Bartolomé (el
“oso”), por su parte, se entregaban a la importación y exportación de aceites
esenciales, la debilidad de Felipe.
Cenaron en la “tercera casa”, todos juntos, incluidas las mujeres de los
Zebedeo.
Al terminar la cena, Jesús se levantó e hizo un aparte con Juan Zebedeo.
Al momento, Juan fue a reunirse con sus padres, murmuró algo al oído de
Salomé y ésta, a su vez, conversó con el patriarca. El viejo Zebedeo comprendió
y, haciendo un gesto, ordenó a David y a las mujeres que salieran del comedor.
Hadar, la esposa de Santiago, se llevó a los cuatro hijos. Todos eran pequeños. El
mayor tendría seis o siete años.
En la sala quedaron el Hijo del Hombre, los discípulos, Santiago, el
hermano carnal de Jesús, y Jasón. El Galileo indicó que tomaran posiciones y los
discípulos fueron distribuyéndose alrededor del fuego. Jesús se sentó de cara a
229
la puerta. Siempre que dirigió la palabra a sus hombres durante los cuatro
próximos meses, ésa sería su ubicación. Y así dio comienzo a las “clases”.
Durante 101 sesiones, siempre a la misma hora (tras la cena), el Hijo del Hombre
se esforzó por enseñar a sus íntimos. Fueron “clases” elementales, en las que
Jesús trató de transmitir la esencia de su mensaje: quién era Ab-bá, qué era el
reino de los cielos, cuál debía ser el trabajo de los discípulos en el futuro…
Y lo hizo lentamente, porque el grupo estaba incompleto. Faltaban otros
seis. Llegado el momento tendría que repetir las explicaciones. Jasón participó
de todas las “clases” a las que le fue posible.
Cada día, salvo los viernes y sábados, el Maestro se reunía con los suyos.
Las “clases” arrancaban más o menos hacia las ocho de la noche y se
prolongaban unas dos horas. La primera era de enseñanza. El Maestro hablaba y
todos oían. La segunda hora la dedicaban a preguntas.
Santiago, el hermano de Jesús, asistió a casi todas las reuniones. Era uno
más. A decir verdad, se sentía un apóstol, exactamente igual que el resto. Se lo
comentó a Jasón en varias oportunidades: ardía en deseos de salir a los caminos
y pregonar la buena nueva. Pero el Destino tenía otros planes…
Judá, su hermano, también fue invitado a las “clases”. Lamentablemente,
la esposa, Lelej (Noche estrellada), tenía una salud delicada. Judá no podía
abandonarla. Fue una pena. Se trataba de un hombre valioso y valiente.
Dos veces por semana, el Galileo suspendía las “clases”. Esos días, viernes
y sábados, todos se dirigían a la sinagoga de Nahum y consultaban y estudiaban
la Escrituras Sagradas. Jasón no terminó de entender el porqué de aquel afán. El
Yavé que aparecía en las lecturas era lo contrario de lo que Jesús predicaba.
Pero Él sabía lo que hacía…
Los hermanos Jolí, los sacerdotes de la sinagoga, se mostraron
complacidos y asombrados al mismo tiempo. No era normal que “una partida de
brutos” –como los llamaban– mostrara tanta dedicación y entusiasmo por la
palabra de Dios.
Con aquella primera “clase” del domingo 3 de marzo del año 26, a la
20 horas dio comienzo la “instrucción oficial” de los apóstoles. Y Jesús eligió
230
para esa histórica “clase” su tema favorito: Ab-bá, su Padre Azul, el buen Dios…
Jesús empezó contando una historia.
“Hubo una vez un rey –arrancó–. Era poderoso y de gran generosidad.
Tenía muchos territorios. La gente era feliz. Pero ocurrió que, en cierta ocasión,
en una de sus lejanas tierras, aparecieron unos jefes, súbditos también del gran
rey. Y esos jefes, violando las leyes del reino, sometieron a hombres y mujeres a
todo tipo de crueldades. E, incluso, se acostaron con las hijas de los hombres y
nacieron unos varones, todos gigantes…”
El Maestro estaba haciendo alusión al Génesis. Los discípulos guardaban
silencio, atentísimos.
“A partir de esos momentos, en esa tierra remota todo fue confusión y
desesperanza. El rey se hallaba muy lejos. Y los tiranos, además de esclavizar a
los súbditos, borraron la imagen de aquel poderoso y magnífico monarca, y se
erigieron en los nuevos reyes y gobernantes. Aquella tierra quedó sumida en la
oscuridad…”
Algunos discípulos movieron las cabezas, desaprobando los actos de los
jefes rebeldes.
“… Pero la terrible noticia terminó llegando a oídos del buen rey… Y el
monarca –continuó Jesús–, deseoso de que todo volviera a la paz y a la felicidad
anteriores, envió mensajeros a los hijos rebeldes, ordenando que restablecieran
las leyes que gobernaban su inmenso reino. Pero los traidores desoyeron a los
enviados y aquel mundo continuó en tinieblas…”
El Maestro, hábilmente, interrumpió la narración y preguntó: “¿Qué
creéis que hizo el buen rey?”.
Pedro, exaltado, gritó con furia: “¡Castigar a esos hijos de…!”.
Juan Zebedeo le pisó la palabra y clamó: “¡Pasarlos a cuchillo!”.
El Galileo, con el rostro grave, prosiguió: “… Decidió darles otra
oportunidad…”.
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Simón Pedro y Juan Zebedeo movieron las cabezas, mostrando su
desacuerdo.
“… Y el poderoso monarca optó por enviar a uno de sus hijos… A él le
escucharán, pensó…”
“… El hijo llegó a la tierra gobernada por los rebeldes, pero tampoco lo
escucharon…”
Algunas exclamaciones escaparon de los decepcionados discípulos.
“… Y no satisfechos con ello –añadió Jesús bajando el tono de voz–, lo
torturaron y lo levantaron en un árbol, crucificándolo hasta morir…” Los íntimos
permanecieron en un silencio espeso, con las bocas abiertas.
Simón Pedro reventó: “¡Yo arrasaría esa tierra!”.
Jesús lo miró con dulzura y concluyó el “cuento”: “… Pero el buen rey era
en verdad el mejor… Y no sólo perdonó a los rebeldes, sino que permitió que su
hijo muerto pudiera resucitar y transmitiera de nuevo la esperanza a aquellas
gentes infelices y, aparentemente, sin futuro…”.
Pedro y Juan Zebedeo siguieron en sus trece. “Demasiada piedad –
dijeron–. Demasiada bondad…”
Jesús acababa de dibujar su futuro, pero ninguno de los presentes llegó a
captarlo.
Y concluido el supuesto cuento, el Maestro procedió a desplegar algunas
ideas básicas sobre aquel “buen rey”. E intentó explicar quién era Ab-bá.
Fue un notable fracaso… Los siete escucharon, atónitos. No daban crédito
a lo que oían.
¿Era Dios un ser lleno de dulzura, como aseguraba el Galileo?
¿Era Dios un amigo? ¿Estaban sentados en sus rodillas?
Los discípulos y Santiago fueron pasando de la incredulidad al espanto.
¿Un Dios al que se podía molestar a cualquier hora y con el que era
posible hablar a gritos o en voz baja? ¿Un Dios al que, fundamentalmente, había
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que solicitar información? ¿Un Dios que no estaba en el Templo de Jerusalén,
sino en el interior de cada ser humano? ¿Un Dios que regala vida e inmortalidad
sin pedir nada a cambio? ¿Un Dios intuitivo, como una mujer?
No comprendieron. Peor aún: no lo aceptaron.
Jesús hizo lo que pudo. Trató de aproximarse a la verdad, y con palabras
bellas y simples, pero aquellos galileos habían mamado otra idea. Yavé no era
amor, sino palo y tentetieso. Yavé no era imaginación, sino sangre y muerte.
Yavé no era tolerante. Defendía la esclavitud. Yavé no aceptaba un sacerdocio
con defectos. Yavé era partidario de la pena de muerte. Yavé era un Dios que se
había cansado de los seres humanos y casi los hizo desaparecer con un diluvio.
Yavé era el hacha en la base del árbol… Yavé era un Dios al que había que
temer. Ésa era la clave. Lo demás era herejía o blasfemia.
Esta idea sobre Dios estaba enraizada en sus mentes. Eran raíces muy
antiguas, alimentadas generación tras generación.
Las palabras de Jesús sobre el Padre de los Cielos sonaron a blasfemias en
la “tercera casa”. Nadie se atrevió a rasgarse las vestiduras, pero lo pensaron. Y
quedaron espantados. ¿Era Jesús el Mesías? El Libertador prometido era un
súbdito de Yavé. El Mesías no se hubiera atrevido a hablar de Dios en ese tono,
y mucho menos, a compararlo con la intuición y con la sensibilidad de una
mujer.
Llegó el turno de las preguntas, pero nadie abrió la boca.
Simón Pedro empezó a roncar (tenía una disfunción en el estado de vigilia
y sueño, además de ser sonámbulo).
Fue la señal. El Maestro dio por concluida la “clase”. Los siete estaban
espesos y agotados. Y algo decepcionado, Jesús se retiró a su habitación.
Durante dos semanas, día tras día, el Maestro continuó hablando sobre
Ab-bá y cosechando fracaso. Era una labor árida.
Las dos últimas semanas de marzo, las “clases” fueron orientadas hacia el
concepto de “reino de Dios”. Un reino completamente diferente al que
defendían los profetas (un reino físico y material, en el que Yavé reuniría las
233
doce tribus de Israel e impondría el orden en la Tierra. Y Jerusalén sería el
centro de ese “reino”).
¿Un reino espiritual, ubicado fuera de la Tierra? ¿A qué se refería? ¿Un
reino sin tiempo? ¿Un reino formado por otra realidad? ¿Un reino en el que
Israel no sería Israel? ¿De qué hablaba? Discutieron entre ellos, aunque fue un
trabajo, aparentemente, inútil.
Pero no todo fue arisco en ese mes de abril del año 26. El miércoles, día 6,
Jesús recibió una pequeña-gran alegría. Hacia las once de la mañana, hora del
almuerzo en el astillero, Yu, el jefe de los carpinteros de ribera, reclamó la
atención del Maestro y rogó que lo acompañara. Se dirigieron al “pabellón
secreto”, en el que el chino trabajaba en sus experimentos. Yu abrió la puerta y
franqueó el paso al Hijo del Hombre y a Jasón. Y se inclinó sobre un pequeño
cajón de madera y extrajo algo. El chino se situó a espaldas del Hijo del Hombre
y reclamó su atención. Jesús se volvió y se encontró, de cara, con una grata
sorpresa. Yu lo mantenía en el aire, con los brazos extendidos hacia el
sorprendido Maestro. Su rostro se iluminó y, al instante, sus largas manos
acogieron lo que le entregaba el chino. Yu sonrió, complacido. El regalo, en
efecto, era del agrado del “naggar” de Nazaret.
“Es para ti”, anunció Yu sin disimular su satisfacción.
“¿Para mí? ¿Por qué? Hoy no es mi cumpleaños…”
El chino cruzó las manos sobre el pecho y replicó: “Los regalos son una
muestra de amor. ¿Qué importa que no sea tu aniversario? Yo amo cada vez
que puedo…”.
Jesús lo miró intensamente. Yu tenía razón. Los regalos son amor diluido.
“Te daré una explicación –añadió Yu– si es eso lo que deseas…”
Jesús parecía no oír. Estaba pendiente del regalo. Lo alzaba, lo miraba, lo
remiraba… Y terminó besándolo.
“… A todos nos ha alegrado que hayas regresado al astillero. Acepta este
humilde presente por tu amable gesto…”
234
El Galileo miró fijamente el “obsequio” del chino y exclamó feliz: “Te
llamarás Zal, como aquel otro y querido compañero…”.
(Jesús tuvo en su juventud un hermoso perro. Para los judíos, el perro era
un animal impuro. Los fariseos los odiaban.)
Porque de eso se trataba, de un magnífico cachorro de perro pastor, una
preciosa “bola” de pelo blanco, tipo estaño, de unos tres meses, con unos ojos
vivísimos en un color miel, casi ámbar.
Yu prometió ocuparse del cachorro, al menos en lo básico, durante unos
meses. Allí permanecería, en el “pabellón secreto”. Todos cuidarían de él.
Zal fue la alegría del astillero. Yu lo dejaba suelto y el cachorro terminó
simpatizando con todos. Jesús lo alimentaba y Yu ayudaba. El Maestro estaba
fascinado con el perro. Lo acariciaba, lo lavaba, le hablaba y, más de una vez,
terminó dormido entre sus brazos. Zal captó enseguida quién era su amo.
Al principio, terminada la faena, el Galileo lo trasladaba al caserón de los
Zebedeo. Fue la delicia de las mujeres. Pero Salomé puso el grito en el cielo, y
con razón. Zal lo mordisqueaba todo. A los pocos días no quedaba un mueble
sano. Le encantaban las sandalias. Las hacía añicos. Después le dio por la ropa.
La arrastraba por los patios y terminaba dormido sobre ella.
Salomé llegó al límite de la paciencia y dio un ultimátum al Galileo: o el
perro o ella. Jesús no hizo mucho caso. Jugaba con Zal y muchas veces
terminaba por los suelos, peleando con él. Pensó que la dueña de casa
bromeaba. El Maestro se ocupaba de casi todo: recogía los excrementos, lavaba
al cachorro, le daba de comer, le limpiaba las lagañas con agua tibia, lo
cepillaba, le ensañaba a caminar, le reñía cuando hacía algo poco correcto y,
durante la noche, lo encerraba con él, en su habitación. En ocasiones, el Galileo
paseaba con Zal por la playa.
Pero un día lo cosa se puso seria. Salomé cambió impresiones con el
patriarca y el viejo Zebedeo no tuvo opción: habló con el Maestro y sugirió que
dejara a Zal en el astillero. El Maestro comprendió. Zal no volvería a pisar el
viejo caserón. Poco a poco, al Hijo del Hombre le serían arrebatadas toda las
alegrías, grandes y pequeñas. Era su Destino…
235
Ese mismo miércoles, llegó una noticia del valle del Jordán. Hacía alusión
a Yehohanan, el Anunciador. Pocos días antes, el gigante de las siete trenzas
rubias había decidido ponerse en marcha, rumbo al sur. La gente que coincidió
con él aseguraba que el Bautista y los “justos” que lo acompañaban ya no
procedían a la inmersión de los conversos en el agua. Yehohanan, al parecer,
seguía confuso y triste. No estaba seguro de nada. Y repetía, cuando se hallaba
solo: “Todo es mentira…”.
Fue en esas fechas, marzo del año 26, cuando Yehohanan, nadie sabía por
qué, inició su particular campaña de desprestigio del tetrarca Herodes Antipas,
hijo de Herodes el Grande, que tenía a su cargo (bajo la tutela de Roma) los
territorios de la Perea, al sur, y de la Galilea, donde se encontraban el Maestro y
su gente.
En esos días, en una de las “clases” del Galileo en la “tercera casa”,
Santiago, el hermano de Jesús, le comentó a Jasón que la Señora, María, había
entrado en otra grave crisis porque no entendía a su Hijo. “No lo comprendo, no
lo comprendo”, repetía sin cesar. Y le explicó que tras la euforia de Caná, todo
se vino abajo para ella. “Jesús dio marcha atrás en la sinagoga de Nahum
cuando solicitó paciencia. ¿A qué esperaba? El poder y la gloria eran suyos. Era
el Mesías prometido. ¿Por qué no actuaba? Yehohanan seguía esperando. El
pueblo seguía esperando. Los ejércitos seguían esperando. Israel seguía
esperando…”
Santiago tampoco entendía lo que estaba pasando.
A esas alturas, casi dos semanas después del portento de Caná, la noticia
sobre el “vino prodigioso” había llegado, prácticamente, a todo el país. El
polémico asunto se hallaba sobre las mesas de las autoridades romanas, de los
responsables de las castas sacerdotales, de los saduceos, de Herodes Antipas, de
Filipo, su hermanastro, y del resto de las fuerzas vivas en general. Todos se
preocuparon de enviar espías a Nahum. Se los veía por las tabernas y posadas,
por los mercados y por los burdeles, interrogando a unos y a otros. “¿Quién es
ese Jesús de Nazaret?”
236
El resto de marzo discurrió de la mano de una discreta paz. Sólo la Señora
fue la nota discordante. No lograba superar el abatimiento.
El Maestro no visitó la “casa de las flores” ni una sola vez. Él sabía…
Jasón asistió con regularidad a las enseñanzas del Hijo del Hombre. Siguió
hablando de Ab-bá y del nuevo “reino”, la realidad espiritual a la que estábamos
“condenados” (felizmente condenados), pero los “siete” no comprendían.
Parecía un trabajo sin futuro. La mayor parte de las “clases”, siempre en el
mismo lugar y hora, terminaba en discusión entre los discípulos. “Ese Dios Padre
no es vendible…” No les faltaba razón. Muerto Jesús, la primitiva Iglesia
continuó defendiendo el mismo principio: “Aquel mensaje no era vendible. Los
judíos no aceptarían un Yavé así”. Y pasaron los meses de abril y mayo.
Jasón había ocupado ese tiempo en seguir los pasos de Yehohanan y sus
discípulos.
El sábado 14 de junio, hacia la nona (tres de la tarde), Jasón regresó al
caserón de los Zebedeo. Jesús no se hallaba en la casa. Siguiendo la costumbre,
el Galileo y sus discípulos habían acudido a la sinagoga de Nahum. Allí
estudiaban la Ley.
Salomé le mencionó que María, la madre de Jesús, no se resignaba.
Quería ver a su Hijo en lo más alto, pero Él guardaba silencio. Desde una nueva y
grave crisis en la salud de Ruth, la hermana menor del Maestro, Él sólo la había
visitado en dos ocasiones. Un día, Ruth despertó medio paralizada y casi ciega. Y
así continuaba.
Salomé también dijo algo sobre otro problema. Algunas de las esposas de
los discípulos se habían presentado en el caserón e intentaron interrogar al
Maestro sobre aquella “locura” de salir al mundo a predicar.
Hacia las cuatro de la tarde llegaron Santiago Zebedeo, su hermano Juan y
el Galileo. Los Zebedeo saludaron a Jasón con frialdad y terminaron retirándose.
Jasón se puso de pie y Salomé guardó silencio.
El Galileo vestía la túnica roja. Tenía los cabellos más largos que lo
habitual, casi a media espalda. Los ojos, color miel, se iluminaron. Y una sonrisa
237
fue amaneciendo en aquel rostro bello y único. Jasón no se movió. Él lo hizo
todo. Abrió los brazos y lo acogió, estrechándolo. Jasón también lo abrazó y
dejó su alma en aquel gesto. El Maestro lo percibió y lo abrazó con más fuerza.
Un abrazo del Hijo del Hombre era un renacimiento. Jasón nació muchas veces…
“¡Bienvenido, ‘mal´ak’!”
Y sin dejar de sonreír, lo invitó a que soltara el saco de viaje, a que se
instalara y que lo acompañara. Tenían mucho que hablar… Jesús le dijo que lo
aguardaba en la playa.
Jasón buscó al Galileo. Lo descubrió a lo lejos, caminando por la orilla del
“yam”. Alcanzó al Maestro y tras un momento de silencio, el rabí le preguntó:
“¿Qué has vivido esta vez?”.
La noticia del apresamiento del Bautista ya había llegado al “yam”. Jesús
la conocía, pero, aun así, Jasón se extendió en lo referente al secuestro de los
discípulos y a la captura del vidente por parte de la guardia pretoriana de
Antipas. El Maestro siguió caminando y escuchando. No dijo nada. Jasón tuvo la
sensación de que lo sabía todo…
Hubo un momento en que el Maestro negó con la cabeza, como si no
aprobase. Fue a la hora en que Jasón le comentara las filípicas del Bautista hacia
Antipas y su esposa Herodías.
Dieron la vuelta y regresaron a Saidan.
Una vez en la quinta piedra de amarre, frente a las escaleras que
conducían al caserón de los Zebedeo, el Maestro decidió sentarse sobre la borda
de una de las barcas. Jasón hizo lo mismo, a su lado.
Jasón pensando en la suerte que corrió Yehohanan, se dijo para sí: “Nadie
se merece una suerte así”.
“No debes hablar de buena o mala suerte –dijo el Maestro–. Si el buen
Padre es capaz de imaginar semejante belleza como lo es un arco iris, ¿no crees
que sabrá considerar, igualmente, o mucho más, la vida de las criaturas
humanas?”
238
“Tienes razón, pero sigo sin entender. La vida es tan dura…”
“La vida es la vida, querido ‘mal´ak’. “
“Háblame de ella, lo necesito. Aproxímate. Con eso será suficiente.
Aproxímate a la verdad…”
“La vida no es lo que parece… La vida humana, naturalmente. La vida está
pensada para que parezca otra cosa… La vida no es sólo lo que se ve…”
“Sé que existe lo que no vemos…”
“Ahora hablo de la vida, no de la realidad… Ésta, la vida humana, no es la
realidad. Tú lo sabes. Algún día regresarás a la realidad. La vida humana está
imaginada de forma que creas que es lo único que tienes. Es otra genialidad del
Padre.”
“Cierto –ratificó Jasón–. La mayoría de los humanos considera que la vida
es lo único que tiene, lo único real…”
“Y así debe ser. De lo contrario, la vida solo sería una comedia.”
“¡Ah!, ¿es que no lo es?”
“Lo es, mi impaciente amigo, pero no debe parecerlo… Vivir es una
oportunidad. Es la oportunidad de hacer y de sentir cosas que nunca más
volverás a hacer o sentir… Vivir es un regalo. Te lo proporcionan para que
experimentes…”
“¿Para experimentar el dolor, la ignorancia y la desesperación…?”
“Para vivir todo eso y muchísimo más. Vivir es asomarse al tiempo.
Sentirlo, degustarlo. Allí, de donde vienes, y a donde regresarás, no hay tiempo.
Es aquí, en la vida terrenal, donde puedes experimentarlo. Después, cuando
regreses a la realidad, vivirás sin tiempo. ¿No crees que es bueno que seas
consciente de ello?”
“Entiendo. Para la mayoría de los seres humanos, el tiempo sólo es algo
que pasa…”
239
“En cuanto al dolor, la ignorancia y la desesperación, ahora no lo
entiendes, pero también son experiencias únicas. Sólo en la materia, en la
imperfección, es posible la tristeza, la impotencia del enfermo y la amargura del
que sufre y del que ve sufrir… Mañana, cuando ya no estés, nada de esto será
posible. El reino de Ab-bá es un reino con otras leyes: la perfección invisible.”
“Experimentar… Ésa es la cuestión.”
“Experimentar –redondeó el Galileo– para que nadie te lo cuente… Vivir
es experimentar la limitación porque mañana serás ilimitado. Vivir es dudar,
porque en tu estado natural, no te lo puedes permitir… Vivir es estar perdido,
temporalmente. Después te hallarás a ti mismo, otra vez… Vivir es aceptar la
muerte; tú que, en verdad, jamás has muerto ni volverás a morir… Vivir es
entretenerte en lo aparentemente pequeño e insignificante. Mañana no será
así. Mañana, cuando regreses a la realidad, te esperan grandes cosas… Vivir es
mucho más. Sufrir es una parte del todo. Vivir es todo aquello que seas capaz de
imaginar…”
“¿Qué entiendes por vivir?”
“Vivir es despertar, regresar, llorar, soñar, ver y no ver, querer y no poder,
caer, alzarse, saber e ignorar, despertar en la oscuridad, hablar sin palabras, no
destacar, aborrecer, amar y dejar de amar, ser amado y dejar escapar, ver morir
y saber que vas a morir, trabajar sin saber por qué ni para qué, entregarte,
acariciar lo más pequeño, no esperar nada a cambio, sonreír ante la adversidad,
dejar que la belleza te abrace, oír y volver a oír, contradecirse, esperar como si
fuera la primera vez, enredarte en lo que no quieres, desear por encima de
todo, confiar, rebelarse contra todos y contra sí mismo, dejar yacer y, sobre
todo, mirar al cielo…”
“Y todo eso para que nadie te lo cuente después de la muerte…”
“Algo así, querido ‘mal´ak’…”
“¿La vida no consiste en ser bueno o malo…?”
El Maestro rió con ganas.
240
“¿Cómo se te ocurren esas cosas? La bondad y la maldad forman parte de
la vida, pero no son el objetivo. Vivir, como te he dicho, es mucho, muchísimo
más… El Padre lo tiene todo ordenado…”
Y el Maestro señaló el doble arco iris que se veía en el horizonte.
“Aunque no lo comprendamos.”
Miró intensamente a Jasón y preguntó: “¿Entiendes ahora? La vida ha
sido dibujada de forma que parezca otra cosa…”.
Jasón entendió que la vida es mucho más de lo que dicen y ha sido
estructurada de manera que no conozcamos su verdadera intencionalidad. Es la
única forma de vivirla con intensidad y sin trampas. No, no es posible hacer
trampas con la vida…
“¿Por qué todo esto no es conocido?”, lamentó Jasón.
“A eso he venido: a descubrir que el cielo existe, querido ‘mal´ak’…”
La vida y sus dos caras…
“¡Levanta el corazón, querido ‘mal´ak’…! Todo está dispuesto y ordenado
para el bien, aunque ahora no sepas mirar al cielo… Confía. Yo te ayudaré. Para
eso estoy aquí. Tú harás llegar mis palabras a tu mundo, y mucho más: hay
gente que vive sin saber que vive…”
Y ambos se encaminaron hacia el caserón.
Aquel martes 18 de junio, Jesús y Jasón regresaron al caserón de los
Zebedeo con la puesta del sol. Jesús no habló durante todo el viaje. La tristeza lo
consumía. Ruth, su hermana más pequeña, estaba muy enferma, impedida, casi
muerta. Había sufrido un derrame cerebral. Sólo tenía diecisiete años…
Él podía sanarla, pero eso no era lo que acordó consigo mismo en las
colinas de Beit Ids.
Santiago, el hermano carnal del Maestro, llegó al caserón cuando
terminaban la cena. No dijo nada. Se sentó en el lugar habitual y se dispuso a
recibir las enseñanzas de su Hermano y Maestro. Santiago era frío y distante…
en apariencia.
241
Y, por primera vez, el Galileo rogó a la familia de los Zebedeo que
permanecieran en la “tercera casa”. Tenía algo importante que comunicar…
Y empezó anunciando que no regresaría al trabajo, en el astillero, al
menos de momento.
Zabedeo padre fue el más sorprendido.
“Otros asuntos, relacionados con mi Padre de los Cielos, me reclaman…
Permaneceré ausente tres días…”
Pedro y Juan Zebedeo se ofrecieron a acompañarlo.
El Maestro solicitó calma. Agradeció el gesto, pero fue firme: “Allí donde
voy no podéis acompañarme… Confiad en mí…”. Y, sin más, pasó al segundo
punto.
Se dirigió a Santiago, su hermano, y rogó que se ocupara de hablar con los
responsables de la sinagoga de Nahum.
“Quisiera dirigir el servicio del sábado… Tengo algo que comunicar… Es
algo importante.”
Y el Maestro pasó al tercer y último asunto.
El domingo 23, los discípulos emprenderían una primera gira por las
orillas del “yam”. Eso dijo.
La satisfacción fue general. ¡Al fin!
Pero los discípulos no habían entendido. Y conforme Jesús hablaba, la
alegría iba resbalando de los rostros…
En ese primer contacto con la gente, los discípulos irían solos. Y subrayó:
“No podré acompañaros…”.
¿Solos? ¿Debían predicar solos? Los murmullos se extendieron por la sala.
“Es voluntad del Padre que sean doce los que me ayuden en la difusión de la
buena nueva… Vosotros deberéis seleccionar a los seis que faltan. Ése será
vuestro trabajo en esta gira por el ‘yam’…”
242
Las preguntas se atropellaron las unas a las otras. Todos querían
información, detalles. Jesús sólo contestó a una de las cuestiones: “Será una
ausencia sólo de dos semanas”.
Los discípulos deberían partir el domingo 23 de junio y retornar el sábado
6 de julio.
El Maestro solicitó calma y adelantó que daría los detalles a su regreso.
Y prosiguió las enseñanzas, también sobre Ab-bá y sobre el reino de lo
invisible…
Tras despedir a los íntimos, el Maestro también se despidió de Jasón,
diciéndole que él tampoco podía acompañarlo.
A la mañana siguiente, miércoles 19, al bajar a desayunar, Jasón
comprobó que Jesús ya no se hallaba en el caserón. Nadie sabía nada.
De pronto, Jasón oyó voces. Procedían del patio trasero. Era temprano,
quizá las seis de la mañana. Se asomó, cauteloso, y alcanzó a ver a Salomé y a su
hija Abril, junto a la puerta de madera que daba acceso a las escaleras y a la
playa. Con ellas se hallaban otras dos mujeres, jóvenes. Una cargaba un bebé en
brazos. La otra aparecía acompañada por dos niños de corta edad.
Las mujeres discutían. Salomé, enfadada, era la que más gritaba. Al
momento se presentó la esposa de Santiago Zebedeo, con dos de sus hijos.
Finalmente, aparecieron las restantes hijas de Salomé y aquello se convirtió en
un manicomio. Todas gritaban, todas se insultaban. La voz más repetida en la
discusión era “shiga´ôn” (locura). Eran las desconocidas las que hablaban de
“locura” y las que se lamentaban. Pasada una media hora, las desconocidas
tomaron a los niños y desaparecieron, rumbo a la playa.
En el caserón, cada cual volvió a sus quehaceres. Jasón se acercó a Salomé
para preguntarle qué fue lo que pasó.
La que cargaba al bebé era Perpetua, la mujer de Simón Pedro. La otra era
Zaku (Inocencia), la esposa de Felipe. Los niños que Zaku llevaba de la mano
también eran hijos de Perpetua y Simón Pedro. Según Salomé, pretendían
hablar con el Maestro. Querían aclarar un par de cosas…
243
“Querían hablar con el Maestro para que explicase lo de la gira por el
‘yam’. Es la segunda vez que lo intentan… Les hice ver que el rabí no se hallaba
en la casa y que tampoco sabíamos dónde se encontraba. No me creyeron y me
llamaron mentirosa. ¿Mentirosa yo? Dicen que están locos de atar… Y se
preguntan cómo sobrevivirán… Quién se ocupará de traer dinero mientras estén
afuera…”
Jasón imaginó que los discípulos comentaron lo de la inminente gira y las
mujeres, naturalmente, los interrogaron. ¿De qué iban a vivir durante esas dos
semanas? ¿Qué pasaría con ellas y con sus hijos? Estaba claro que Perpetua y
Zaku únicamente pretendían aclarar el asunto. Y pretendían hacerlo con el
responsable: Jesús de Nazaret.
El sábado 22, con el alba llegó el Galileo. Tenía el rostro resplandeciente.
Era otra persona. Se dio un baño, cambió la túnica roja por la blanca y desayunó
con el resto de la familia.
Y esa mañana, como estaba previsto, embarcó en la lancha que hacía la
travesía hasta Nahum. La familia Zebedeo se fue con Él.
La solicitud del Maestro para hablar en la sinagoga causó expectación,
una vez más. Todo el pueblo lo esperaba. Allí estaban los hermanos Jolí,
sacerdotes y responsables de la sinagoga, los notables de la población y de otras
ciudades y aldeas de la costa norte del “yam” y, por supuesto, espías y
confidentes de unos y otros.
Jesús departió, amabilísimo, con sus paisanos y amigos, permaneciendo
un rato a las puertas del edificio.
Y hacia la quinta (once de la mañana), cada cual tomó asiento. Jasón se
instaló en la planta superior, en la galería destinada a los gentiles y prosélitos.
Allí estaba Yu, el chino, carpintero jefe del astillero.
María, la Señora, se hallaba en la galería de las mujeres judías, en la
primera fila, aferrada a la reja que cerraba dicha sección. Después se unieron a
la Señora las Zebedeo. Salomé la abrazó y hablaron.
244
Abajo, en la sala, en los asientos preferentes, se encontraban los
discípulos. Se los notaba eufóricos.
Santiago y Judá, los hermanos del Maestro, aparecían cerca de la puerta
principal, confundidos entre los que permanecían de pie.
El Hijo del Hombre ocupó su asiento en el estrado, en el que había sido
situada la “torre”, una pequeña mesa sobre la que se depositaban los libros de
la Ley y de los Profetas. Y empezó la ceremonia.
Tarfón, el funcionario que se ocupaba de casi todo en la sinagoga, abrió el
armario de los rollos de la Ley y extrajo uno de los estuches de madera y nácar.
En el interior se hallaba el rollo elegido previamente por Jesús. Retiró la funda
de lino que lo protegía y desenrolló el “libro” mostrando parte del texto. La
congregación prorrumpió un suspiro generalizado. ¡Era la Ley, la palabra de
Dios! Tarfón levantó entonces el rollo por encima de las cabezas e inició un
lento paseo. Y los fieles, emocionados saludaron el paso de la Ley con gritos y
vivas a la Torá. Finalmente, llegó frente al estrado y depositó el rollo sobre la
mesa. Buscó el párrafo seleccionado por el Maestro e hizo un gesto al
archisinagogo. Jolí asintió con la cabeza y se hizo el silencio.
Jesús de Nazaret se puso en pie y se aproximó al texto que marcaba
Tarfón con el dedo índice izquierdo. Y empezó a cantar el texto. La voz profunda
del Maestro se derramó por la sala.
“Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes, gente santa…”
Se detuvo y el traductor se ocupó de la traducción del versículo al arameo,
la lengua popular.
“Yavé es nuestro juez… Yavé es nuestro legislador… Yavé es nuestro rey…
Él nos salvará… Yavé es mi rey y mi Dios… Él es un rey grande sobre la Tierra…”
El traductor intervino, impecable.
Y Jesús terminó: “La benevolencia recae sobre Israel… Bendita sea la
gloria del Señor porque Él es nuestro rey”.
Jesús regresó a su asiento y la asamblea se preparó para el momento
culminante: la “lección final”, un discurso, generalmente breve, en el que el
245
predicador exponía sus ideas respecto al pasaje que acababa de leer. El Maestro
eligió el método que llamaban “maftir”: la enseñanza con palabras sencillas y
luminosas.
El Maestro contempló a los allí reunidos, con el rostro serio. El traductor
se preparó. Jesús hablaría en hebreo y, cada poco, el traductor haría la
traducción al arameo.
Y el Maestro rompió el silencio. Y dijo: “He venido para proclamar el
establecimiento del reino de mi Padre…”. Se detuvo y el traductor tradujo
correctamente.
Hubo comentarios: “¿El reino de su Padre? ¿Quién cree que es…?”. El
Maestro advirtió los murmullos, pero continuó: “Este reino lo forman las almas
de los judíos y gentiles, ricos y pobres, hombres libres y esclavos…, porque mi
Padre no tiene favoritos… Su amor y misericordia son para todos…”.
El Galileo se detuvo y animó al traductor a que prosiguiera. Éste lo hizo,
pero cambió el sentido de lo expresado por Jesús. La versión fue: “Este reino
sólo incluirá las almas de los judíos… Su amor y misericordia son para todos”.
El Hijo del Hombre dudó. Comprendió perfectamente, pero siguió con el
discurso: “El Padre de los Cielos envía su Espíritu para que se derrame en las
mentes de los humanos…, y cuando yo haya terminado mi obra en la Tierra…”.
Dejó que tradujera al arameo. Pero el funcionario volvió a tergiversar lo
dicho por el Maestro: “… para que se derrame en la mente de los judíos…”.
Jesús alzó la mano izquierda y detuvo la malintencionada versión del
traductor. Y cortésmente, pero con firmeza, rogó que volviera a su lugar. El
traductor enrojeció de vergüenza y se retiró. Yehudá ben Jolí, responsable de la
sinagoga, palideció. En esos momentos, Jasón supo que el archisinagogo y el
traductor estaban compinchados… Ese día, empezaron los problemas de Jesús
con la casta sacerdotal. Jolí lo tenía todo preparado para arruinar la plática del
Galileo. No lo consiguió…
El Hijo del Hombre se hizo de nuevo con la situación y prosiguió, pero en
arameo. La mayoría lo agradeció.
246
“… Y cuando haya terminado mi obra en la Tierra, el Espíritu de la Verdad
será igualmente derramado sobre la carne.”
Jolí pasó de la palidez al rojo de la ira. Algunos notables murmuraron.
“Aquello no era ortodoxo… El ‘darshan’ no podía hablar directamente en
arameo.”
Pero el Maestro, impasible, siguió a lo suyo: “… Mi reino no es de este
mundo…”.
Y repitió: “Mi reino no es de este mundo…”.
La Señora estaba seria, muy seria.
“… El Hijo del Hombre no conducirá ejércitos, ni hará batallas para ganar
ningún trono…”
Guardó silencio y contempló a la asamblea. Los discípulos, especialmente
Juan Zebedeo y Simón Pedro, permanecían con la boca abierta, atónitos.
“… Yo soy el Príncipe de la Paz y la revelación del Padre Eterno…”
Muy pocos captaron el sentido de aquellas palabras.
“… Los hijos de este mundo luchan por el establecimiento de los reinos
materiales. Pues bien, en verdad os digo que los que me sigan entrarán en el
reino invisible de los cielos por sus decisiones morales y por sus triunfos
espirituales… Y allí hallarán alegría y vida eterna.”
A juzgar por los rostros, ninguno de los íntimos entendió. Lo que
apuntaban las Sagradas Escrituras por boca de los profetas, y lo que pretendía
Yehohanan, trataba de un reino físico y terrenal, gobernado por el Mesías y
sucesor del rey David.
Los murmullos de desaprobación se hicieron generalizados. La Señora
había bajado la cabeza, desconcertada o desconsolada. El único que sonreía y
asentía con la cabeza era Yu, el chino.
“… Si buscáis el reino de mi Padre, todo lo demás se os dará por
añadidura… Y os advierto: para entrar en ese reino es preciso que lo hagáis con
la confianza ciega de un niño…”
247
La desaprobación fue en aumento.
“No os engañéis… No prestéis atención a los que aseguran que el reino
está aquí o allá… El reino del que os hablo no es visible para vosotros. En
realidad está en todas partes, pero no es de este mundo… En realidad está en
vuestro interior, pero no lo sabéis… He venido a quitaros la venda de los ojos…
Estoy aquí para proclamar que el Padre existe, pero que es mucho más de lo que
imagináis… Yehohanan os ha bautizado con agua, por la remisión de los
pecados, pero yo os digo que al entrar en el reino de los cielos seréis bautizados
con el Espíritu de la Verdad.”
Algunos pensaron que estaba loco y corrieron la voz…
“En el reino celestial no habrá judíos ni gentiles…”
Fue la gota que colmó el vaso de la paciencia. Y la asamblea, arreada por
los notables, interrumpió al Maestro, llamándolo blasfemo y loco de atar.
María se puso a llorar y los discípulos se miraron, aterrorizados.
“… Y os adelanto –se impuso Jesús– que, dentro de poco, estaré sentado
con mi Padre, en su reino…”
Algunos, escandalizados, se levantaron y abandonaron el recinto.
Jesús esperó y el alboroto fue disipándose. Y cuando el silencio fue
medianamente aceptable, el Galileo reanudó su discurso: “Este nuevo reino
alado es semejante a un semilla que crece en tierra fértil. Necesita tiempo para
que desarrolle… Lo mismo sucede con lo que estoy anunciando… Y llegará el día
que se cumplirá el mandato de Ab-bá: seréis perfectos como Él es perfecto…”.
Y añadió con toda intención: “Pero no aquí ni ahora…”.
“He venido al mundo a revelar esta buena nueva. No he venido a
aumentar las cargas… No pido nada a cambio… Sólo confianza en el Padre…
Vuestro destino es espléndido, pero no lo sabéis… No penséis en ejércitos
marchando… No es ése el plan del Padre… No penséis en derrocamientos, ni en
sublevaciones, ni siquiera en el quebrantamiento del yugo de los cautivos… Os
hablo de otra cosa… Os lo he dicho: mi reino no es de este mundo…”
248
La gente escuchaba, pero no lograba seguirlo. Era demasiado para sus
mentes.
Y el Maestro terminó: “Este reino es eterno. En su momento llegaréis a la
presencia del Santo. Sois sus hijos, no lo olvidéis… Y una última cuestión: no he
venido a reclamar a los justos, sino a los confusos…”.
Punto final. El Hijo del Hombre se retiró del estrado y se abrió paso,
saliendo al exterior. Jasón se apresuró a seguirle…
Aquél fue otro momento histórico en la vida de Jesús de Nazaret. Jasón
fue testigo de la primera enseñanza “oficial” del Maestro, que no fue entendido.
Eso era lo que le aguardaba: incomprensión, rechazo y burla.
Podrían ser las 13 horas. Jesús se hallaba frente a la fachada de la
sinagoga. Estaba rodeado por un nutrido grupo de judíos. Éstos, y en especial los
fariseos, lo increpaban severamente. Lo llamaban de todo. El Maestro los
contemplaba, pero no replicaba. Le dijeron carpintero loco, iluminado,
presuntuoso y blasfemo. Los “santos y separados” le recriminaron la falta de
respeto a la Ley y a las normas. Era la primera vez que alguien se dirigía a la
asamblea en arameo, sin el concurso del traductor. “Eso –decían– era
inadmisible.” Otros le echaron en cara que se autoproclamase enviado del Santo
(para los judíos, Yavé… para Jesús, Ab-bá, el Padre celestial).
“¿Quién crees que eres? –repetían–. ¿Enviado del Santo, bendito sea su
nombre? ¿Cómo puedes comparar a los judíos con los gentiles?... ¡El Santo,
bendito sea su nombre, sí tiene favoritos: el pueblo elegido! ¡Nosotros! ¿Quién
ha pedido que te pongas al frente de los ejércitos de liberación?”
Al principio, el Maestro miraba a los que le interpelaban, Después,
consciente de lo inútil de la discusión, bajó el rostro y permaneció en silencio.
“¡Blasfemo!... ¡Regresa con tu padre, el carpintero!... ¡Todos lo
conocimos!... ¡No era tan soberbio ni tan prepotente como tú…! ¡Maldito!....
¡Márchate a ese reino de afeminados!...”
249
Pero el odio de aquellos energúmenos fue a más. Y algunos de los
fariseos, ciegos de cólera, empujaron al Hijo del Hombre por la espalda. Jesús se
tambaleó. Otros, contagiados, la emprendieron a empellones y a patadas con el
dócil Galileo.
El Hombre-Dios palideció, pero no ofreció resistencia. En mitad del
tumulto, Jasón vio aparecer a los Santiagos (el Zebedeo y el hermano carnal de
Jesús). Detrás llegó Judá, el otro hermano del Galileo. Éste portaba un “gladius”,
la temida espada de doble filo romana. Los “santos y separados”, cobardes, se
apartaron. Y los Santiagos tomaron a Jesús y lo rescataron de aquella piña de
fanáticos. Judá permaneció unos segundos frente al confuso grupo de exaltados,
con la espada en alto, amenazador. Después dio media vuelta y corrió tras su
Hermano. Una lluvia de piedras y de maldiciones siguió a los huidos… Y
desaparecieron hacia el centro de Nahum.
Al llegar al “cardo maximus”, la calle principal de Nahum, Jasón distinguió
a los discípulos. Se hallaban reunidos bajo un pórtico. Discutían. Pedro y Juan
eran los más excitados. Habían desenvainado las espadas y querían regresar a
enfrentarse con los “santos y separados”. Andrés y Santiago Zebedeo no lo
permitieron, obligando a sus hermanos a guardar las espadas, y los empujaron,
literalmente, calle abajo. Felipe y Bartolomé, confusos y sin decir palabra,
hicieron lo que recomendaban los prudentes Andrés y Santiago.
El Hijo del Hombre se detuvo en la “casa de las flores”. Así se lo hizo saber
a los íntimos.
Al llegar frente a la gran puerta de madera, los discípulos, de común
acuerdo, decidieron esperar en la calle y proteger al Maestro ante la posible
aparición de aquellos miserables. Así los llamaron.
Jasón, sin dudarlo, se coló y entró en el patio a cielo abierto. Ruth se
hallaba en la mecedora, con sus ojos color verde hierba perdidos en la nada. El
Maestro se encontraba a sus pies. Acariciaba y besaba las manos de la pelirroja.
Los hermanos, nerviosos, observaban al lado del granado.
Y, al poco, el Galileo se alzó y se dirigió a sus hermanos. El Maestro seguía
pálido. Y, con voz grave, sin titubeos, les dijo que no era aconsejable que la
250
familia entrara a formar parte del grupo de discípulos que deseaba reunir, y que
le sucederían “cuando Él ya no estuviera”.
Santiago y Judá no entendieron, y el Galileo, paciente, volvió a explicarse.
Era una decisión fríamente meditada. La familia no formaría parte de los
íntimos que deberían acompañarlo durante la vida de predicación. Así de
simple. Y era una decisión no negociable. No deseaba que lo tomaran como un
desprecio. Todo lo contrario.
“Lo hago –añadió– por vuestra propia seguridad…”
Los hermanos no captaron la intención del Maestro y protestaron.
“Hemos estado contigo desde el principio, desde el bautismo en el
Artal…”
“Lo sé –manifestó– y lo agradezco… Sé lo mucho que os importa el nuevo
reino, pero la decisión está tomada… Es la voluntad del Padre de los Cielos…”
Los hermanos bajaron los ojos, contrariados. Todo estaba dicho.
Y cuando el Maestro se disponía a abandonar la “casa de las flores”, por
una de las puertas surgió la Señora. Caminó decidida hacia los hijos y se plantó
frente al primogénito.
“¿No sientes vergüenza…?”
Jasón dedujo que María había escuchado la conversación.
El Maestro la contempló en silencio.
E hizo lo único inteligente que podía hacer: no discutir. Miró a la madre
con tristeza, se dirigió después a Ruth, la besó y le hizo un gesto a Jasón para
que lo siguiera. Y se encaminó a la puerta. María, enfadada, gritó desde el
granado: “¡Así que prefieres a los extraños!...”.
Jesús no replicó y siguió su camino. Jasón iba tras Él.
En la calle, aguardaba otra sorpresa.
Jesús se detuvo junto a los discípulos. Allí estaban también Salomé, la
esposa del viejo Zebedeo; las hijas; la mujer de Santiago Zebedeo y Perpetua y
251
Zaku, las esposas de Simón Pedro y Felipe, respectivamente. Acababan de
llegar.
Pedro y Juan discutían con Perpetua y Zaku. Al parecer, los discípulos
trataban de que regresaran a sus casas y “de que no se metieran en cosas de los
hombres”. Zaku gritaba más y los llamaba “irresponsables”. Jesús se dirigió al
confuso Andrés y solicitó que reuniera a los seis en el caserón de Saidan. Tenían
que hablar de la gira por el “yam”.
Zaku escuchó lo anunciado por el Maestro, olvidó a Juan y a Pedro, y se
acercó al Galileo. Y le habló con especial tacto… “¿Es cierto, rabí? ¿Es verdad lo
de la gira por el lago?”
El Maestro se limitó a asentir con la cabeza.
“Pero ¿de qué viviremos?”
Pedro trató de intervenir, dando por concluida la cuestión. Jesús no lo
permitió. Alzó la mano izquierda y solicitó calma. Felipe había palidecido.
“Os lo he dicho…”
Y Jesús señaló al norte, hacia el lugar que ocupaba la sinagoga.
“… Si buscáis el reino de mi Padre, todo lo demás se os dará por
añadidura…”
“Pero ¿de qué vivirán nuestros hijos?”, preguntó Perpetua.
Simón Pedro la incendió con la mirada.
Jesús alzó de nuevo la mano y, sin decir nada, reclamó silencio.
“No me escuchas –intervino el Galileo–. Os lo estoy diciendo… No
temáis.”
“Pero, rabí –intervino Zaku–, no tenemos dinero… Dicen que estarán
fuera dos semanas… ¿Quién traerá el sustento a casa?”
“¡Estúpida!”
El insulto de Pedro no gustó a Felipe y éste increpó a su amigo. Fue
Andrés quien intervino, solicitando paz.
252
Entonces se oyó a Juan Zebedeo. Refiriéndose a las recién llegadas,
exclamó: “¡Mujeres!... ¡Siempre tienen que enredarlo todo!... No te preocupes,
Maestro… ¡Son mujeres!... Son poco inteligentes!”.
Jesús se puso serio y replicó a Juan: “Te equivocas… Para nacer mujer hay
que ser más valiente y más inteligente que para nacer hombre…”.
Nadie comprendió, pero ellas se sintieron recompensadas. Jesús se había
puesto de su lado. Finalmente, el Galileo fue a colocar sus manos sobre los
hombros de Zaku y la miró con ternura, al tiempo que reclamaba: “¡Confiad!...
Nada os faltará mientras ellos estén fuera. Mi Padre, y su gente, van un paso por
delante de vosotros…”.
Nadie entendió, y mucho menos lo de “su gente”.
Y el Maestro se alejó hacia el puerto.
Fue hacia la nona (las tres de la tarde) cuando el Galileo se acomodó en la
“tercera casa”, en el caserón de los Zebedeo, y se dispuso a informar a los seis
sobre los detalles de la inminente gira por el “yam”.
Los discípulos, nerviosos, no terminaban de creer que estuvieran a punto
de dejarlo todo para dedicarse al anuncio del nuevo reino…
Deberían partir de Saidan con las primeras luces del día siguiente,
domingo 23 de junio de ese año 26.
El Galileo fue muy explícito. No dejó cabos sueltos.
Marcharían por parejas: Andrés y Simón Pedro por un lado. Santiago y
Juan Zebedeo por otro y, por último, Bartolomé (el “oso” de Caná) y Felipe de
Saidan.
Serían ellos los que escogerían el pueblo en el que vivirían aquella
primera “experiencia personal”. No se trataba de predicar en público y tampoco
de bautizar. Lo repitió varias veces.
Pedro y Juan no escucharon. Y se felicitaron ante la posibilidad –al fin– de
salir a los caminos y anunciar la buena nueva: “El Mesías está aquí…”.
253
Jesús se vio obligado a insistir: no deseaba que hablaran en público. Su
trabajo consistía en establecer contacto con las gentes y conocer sus problemas.
Jesús los animó a sentarse y dialogar, con todo tipo de personas –judíos o
gentiles, pobres o ricos, torpes o inteligentes, hombres o mujeres– y a saber de
sus inquietudes. Eso era todo.
“Mi Padre os guiará… ¡Y de qué forma! No os preocupéis por el dinero, ni
por el alojamiento, ni por esas cosas…”
Y mirando a Jasón intensamente, repitió: “Dejad que mi Padre, y su gente,
os guíen…”.
Jesús pidió entonces que decidieran las poblaciones a las que deseaban
dirigirse. No hubo acuerdo. Fue Andrés, siempre equilibrado, quien estableció el
sistema de elección: lo echarían a suertes. Se fue a la cocina y regresó con un
puñado de trocitos de cerámica. En ellos había escrito los nombres de una
docena de pueblos, todos en el mar de Tiberíades. Y fue mostrándolos: Nahum,
Tabja, Guinnosar, Migdal, Hamat, Tariquea, Hipos, Kursi, y Betsaida Julias, entre
otros. Las ciudades de cierto porte –como Tiberias o la “metrópoli”– fueron
excluidas, por expreso deseo del Galileo. Saidán tampoco entró en el sorteo.
Todos aceptaron. Andrés introdujo los trocitos de cerámica en un saco y agitó la
arcilla.
Pedro fue el primero en sacar su cerámica. El rostro se le iluminó y cantó,
feliz: “¡Nahum!”. La segunda pareja –la de los Zebedeo– debería trasladarse a
Kursi, a poco más de dos horas de Saidan. Felipe y Bartolomé extrajeron la
cerámica en la que se leía “Tariquea”, una población al sur del “yam”.
Y el Maestro pasó al último punto: la elección de los seis restantes
discípulos. Era deseo de su Padre Azul que el grupo que debía acompañarlo
estuviese formado por un total de doce hombres. Y recalcó: “Es la voluntad de
Ab-bá…”.
Cada discípulo tendría que seleccionar a otro compañero. Todos
trabajarían en la difusión de la buena nueva.
“Pero, Maestro –intervino Felipe–, ¿cómo hacemos una cosa así? ¿Bajo
qué criterio?”
254
Jesús lo envolvió con una sonrisa, y declaró, al tiempo que miraba a Jasón:
“¡Sorpresa!... ¡Sorpresa!”, insistió el Galileo, acentuando la pícara sonrisa.
Pero Juan Zebedeo no estaba de acuerdo con la elección de los nuevos
discípulos y preguntó: “Maestro, ¿estás seguro de lo que dices? ¿Esos seis
compartirán con nosotros lo que hemos aprendido de ti? Hemos estado contigo
desde el principio, en el valle del Jordán. ¿Cómo van a ser iguales a nosotros?”.
Jesús lo reprendió con dulzura: “Estoy seguro… Esos hombres serán
exactamente igual que vosotros… Deberéis enseñarles, y con alegría, tal y como
yo lo he hecho”.
El Maestro, concluida la reunión, dejó la “tercera casa”, dirigiéndose a la
playa.
Y los discípulos se enzarzaron en nuevas discusiones. Pedro y Juan
mantenían una postura opuesta al Galileo. “Los nuevos no podían ser como
ellos”.
La discusión terminó gracias a la intervención de Andrés, a quien todos
consideraban ya como un “segan” o “jefe”.
“El Maestro tiene razón. Somos pocos para tan ambicioso trabajo… Es
bueno que aceptemos a esos discípulos… Todas las manos serán pocas…”
En esa ocasión, Jasón no bajó a la playa. Sabía que el Hijo del Hombre
quería estar solo. La tristeza regresó a su corazón. Ruth pesaba en su ánimo y la
brecha entre él y su familia se hacía cada vez más grande…
Y a la mañana del domingo 23 de junio, Jasón se encaminó a la fuente de
Saidan, junto al río Zají. Allí encontró a medio pueblo. Todos deseaban
despedirse de los “héroes”, como los llamaban. Nadie tenía en claro por qué
marchaban, pero lo importante era que se marchaban. En la pequeña Saidan
nunca pasaba nada y aquello era un suceso…
Y el grupo partió sin demoras, entre los vítores y gritos de la parroquia.
Juan tuvo tiempo de lanzar un último y encendido grito: “¡Abajo Roma!”.
255
Hacia las seis de la mañana, Jasón desembarcó en el astillero. Jesús se
hallaba en su puesto, martilleando. Zal permanecía a su lado. El Galileo aparecía
serio. No cantaba, como era usual en Él.
Yu puso al corriente a Jasón. Todo el mundo hablaba de lo ocurrido el día
anterior en la sinagoga. Todos discurrían sobre las palabras del Maestro, pero
nadie llegaba al fondo del discurso. Lo malo es que los rumores no tardaron en
rodar… Rumores falsos y malintencionados. En relación con el incidente frente a
la sinagoga, las malas lenguas aseguraban que Jesús cayó de rodillas ante los
fariseos, que solicitó clemencia y que los “santos y separados” le perdonaron la
vida… Y decían que el Maestro había renunciado a su proyecto en beneficio del
Santo, de su pueblo y de su familia…
Jasón le advirtió a Yu que todo era falso. Yu sabía que eran mentiras, pero
se mostró preocupado. Y agregó: “La familia lo ha abandonado… Hoy al
amanecer, han alquilado un carro y han salido de Nahum…”.
“¿Él lo sabe?”, preguntó Jasón mirando al Maestro.
Yu asintió en silencio.
“¿Y la ‘casa de las flores’…?”
“Cerrada…”
Jasón abandonó el astillero y caminó hacia la “casa de las flores”.
Aparecía cerrada. Preguntó a los vecinos. Todos coincidieron. Acomodaron a
Ruth en un carro, junto con Esta, los niños y la Señora, y partieron hacia
Nazaret. Santiago iba con ellos. Jasón preguntó sobre la razón de la súbita
partida, pero no supieron o no quisieron aclararlo. Jasón creyó saber la razón:
por un lado, el discurso de Jesús en la sinagoga, que terminó de hundir a la
Señora, y el rechazo de Santiago y de Judá como discípulos. A eso había que
añadir la penosa situación de la pelirroja Ruth (Jesús, según su madre, no hizo
nada para curarla), y el cúmulo de roces anteriores…
Jasón retornó al astillero y se incorporó al trabajo.
Al regresar al caserón, notó que Jesús seguía visiblemente preocupado.
Casi no cenó. Y antes de retirarse hicieron un aparte. Jesús lo miró como solo Él
256
sabía hacer, derramándose, y pidió sin pedir. Jasón dijo que sí de inmediato,
aunque no sabía a qué se refería. Finalmente, anunció que estaba decidido a
viajar a Nazaret y que deseaba un amigo en el que apoyar su soledad. Jasón
replicó con un “sí” que iluminó la “tercera casa”.
Partirían al alba.
Y Jesús, al retirarse a su habitación, lo abrazó. Esa vez fue Jasón quien lo
acogió entre los brazos. Y Él dejó que un humano aliviara la carga de un Dios.
Jasón se sintió feliz y compensado.
Aquel lunes 24 de junio, ambos se asearon, desayunaron y se despidieron
de Salomé y de los suyos.
Hacia las seis de la mañana saltaron a tierra en Migdal. Desde allí, al paso
rápido del Galileo, podrían llegar a Nazaret en poco más de cuatro horas.
Al cabo de caminar un rato, Jesús le comentó a Jasón que había estado
tentado de interceder ante Antipas por Yehohanan. Pero terminó dejando el
asunto en manos de su Padre Azul.
Y hacia la quinta (once de la mañana), divisaron la blanca Nazaret, al pie
del Nebi. Jesús cruzó la aldea sin detenerse. Y llegaron frente a la casa de María,
“la de las palomas”.
La vivienda se hallaba ocupada por José y su familia, otro de los hermanos
del Maestro. José era carpintero.
El Hijo del Hombre ingresó en la casa y Jasón hizo otro tanto. El lugar
estaba en penumbra, como de costumbre, y casi vacío. La Señora trasteaba con
los platos en el nivel superior. En el inferior, junto a las cántaras, se hallaba
Ruth. La habían sentado en una silla baja. Se oía un martilleo en el taller. Ni
Tesoro, la esposa de José, ni sus hijos estaban allí.
La Señora, sorprendida, permaneció unos segundos inmóvil,
contemplando a su Hijo. Comprendió por qué estaba allí. Y se dirigió a los
peldaños que unían los niveles. Jesús, con el saco al hombro, esperó.
257
La mujer se aproximó y besó al Maestro. Éste correspondió con dos besos.
No fue un recibimiento cordial, como en otras oportunidades.
La Señora se encaminó a la puerta del taller y reclamó a José. Al punto
cesó el martilleo. El hermano lo recibió con la misma frialdad y distanciamiento.
Los besos fueron puro compromiso.
Jesús fue directo a lo que interesaba. Solicitó a la madre que convocara a
la familia. Tenía algo que decir…
La Señora obedeció de inmediato. Ella se ocuparía de Miryam y Marta.
José avisaría al resto. Ambos salieron de la casa y el Galileo, tras dejar el saco de
viaje en el suelo, se aproximó a Ruth. Y se arrodilló ante la muchacha. Jesús
tomó sus manos y las besó una y otra vez. No dijo nada. Sólo la besaba y la
besaba. Ruth tenía los ojos húmedos. Estaba a punto de llorar.
Jasón se preguntó: “¿No sentía piedad?, ¿por qué no la sanaba?”. No
lograba entenderlo, aunque sabía de la decisión que tomó el Maestro en Beit
Ids: no hacer prodigios. Pero era su hermana pequeña…
En eso irrumpieron en la casa la Señora y sus hijas Miryam y Marta.
Después llegó Tesoro. Se repitieron los besos y los saludos, pero también fríos. Y
a la espera del resto de la familia, hablaron de asuntos domésticos e
intrascendentes.
Marta cumpliría en septiembre veintitrés años. Era guapa… quizá
demasiado seria. Miryam, nerviosa, se acercó a Ruth y quedó a su lado.
Y hacia la sexta (mediodía) se unieron a las mujeres los otros hermanos,
José y Simón, y Jacobo, el albañil, marido de Miryam. Los saludos fueron
igualmente parcos. Santiago no se presentó.
Simón acababa de cumplir veinticuatro años. Era cantero de profesión.
Era un soñador empedernido, pero no comprendió a su Hermano. La mujer y los
hijos tampoco estuvieron presentes en esa reunión.
Jacobo, el albañil, el que fuera amigo íntimo del Maestro durante la
infancia y la juventud, fue el único que abrazó a Jesús con entusiasmo. Y le
comunicó que Santiago había declinado la invitación.
258
El Maestro no replicó. Su rostro aparecía grave. Era obvio que Santiago no
deseaba ver a su Hermano. Apoyaría lo que dijera la Señora.
Judá tampoco estuvo presente en aquella decisiva reunión familiar. No
hubo tiempo material para avisarle.
Y el grupo fue acomodándose alrededor de la mesa de piedra; la histórica
mesa, junto a la que se presentó un ser luminoso en el mes de noviembre del
año -8, anunciando a la Señora la concepción y el nacimiento del Galileo.
Tesoro y José dispusieron nuevas lucernas y Jasón hizo ademán de
retirarse de la casa. Pero la Señora, con un gesto, indicó que permaneciera junto
a Ruth. María estaba muy seria.
Jasón miró al Galileo y éste asintió con un leve movimiento de cabeza.
Fue así como Jasón tuvo la ocasión de asistir a una conversación que
marcaría la ruptura definitiva entre el Maestro y su familia carnal.
El Hijo del Hombre fue derecho a lo que le interesaba. Y, conforme
hablaba, fue mirando a los suyos, uno por uno.
“No pretendo herir a nadie –anunció Jesús con suavidad, pero con
firmeza–. Estoy próximo a inaugurar mi carrera como educador y enviado del
Padre y sólo aspiro a hacer su voluntad… Es por ello, insisto, que me ajusto
siempre a esa voluntad divina… Es por ello que trato de seleccionar a doce
hombres que me acompañarán en lo bueno y en lo malo…”
La Señora torció el gesto. Aquello no le gustó.
“La elección de esos doce es voluntad de mi Padre. Y siempre cumplo su
voluntad… La familia debe permanecer al margen, por su propia seguridad…”
Ninguno de los presentes pudo captar la sutileza del Maestro. Nadie, en
esos momentos, podía imaginar lo que estaba por llegar… Y él añadió con gran
ternura: “No pretendo que aceptéis a ciegas mi mensaje… Pero, al menos, no
me saquéis de vuestros corazones. Sois mi familia y eso nunca cambiará.
Siempre estaré con vosotros…”.
El Maestro había terminado.
259
Algunos se removieron, incómodos. Todos se refugiaron en aquel silencio
de plomo. Bueno, todos no…
La Señora tomó el mando y habló en nombre del resto. Nadie dijo que sí,
pero tampoco que no.
Y María, sin vacilación, fue a exponer sus condiciones. Si el Hijo no las
aceptaba, no habría trato; nadie lo seguiría. Sencillamente: se quedaría solo.
Esto es lo que Jasón recordó:
Primero: Santiago y Judá, los hermanos, serían admitidos como discípulos.
Más aún: serían la mano derecha del Galileo.
El Maestro escuchó atentamente.
Segundo: Jesús debería olvidar esas blasfemas ideas y pretensiones sobre
Ab-bá. Tendría que ajustarse a la tradición y a la Ley. Él era el Mesías prometido
y tenía que asumir su responsabilidad. Tenía que cumplir la profecía y alcanzar
la liberación de su pueblo.
El Galileo bajó los ojos.
Tercero: si fue capaz de convertir el agua en vino, podía también sanar a
Ruth y llevar a Israel a lo más alto de su gloria. Ése era su Destino…
Si aceptaba las condiciones, la familia, en bloque, lo acompañaría y lo
protegería.
Eso fue todo. Nadie hizo comentarios.
El Maestro, pálido y en silencio, se alzó, tomó el saco de viaje y se alejó
hacia la puerta de entrada.
Minutos después, desde las colinas, Jesús permaneció unos minutos con
la mirada perdida en la aldea. Y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas…
En definitiva: el Hijo del Hombre fue rechazado primero por los notables
de Nahum y ahora por los de su sangre… Aquel lunes 24 de junio, fue otro día
amargo para el Hombre-Dios.
260
Esa noche pernoctaron en Caná, en la hacienda de Nathan. Poco después
del alba, emprendieron viaje en dirección al “yam”.
El miércoles 26, el Galileo se reincorporó al trabajo en el astillero.
Jesús parecía tranquilo. Habló mucho con Jasón. Cada atardecer bajaban a
la playa de Saidan y paseaban, sin prisas. Y fue durante esa semana cuando
anunció que, en los próximos seis meses, si era la voluntad de Ab-bá, dedicaría
todo su empeño a la enseñanza de los discípulos. No se movería del lago hasta
que el mensaje fuera mínimamente comprendido. Eso significaba estar con sus
discípulos hasta fines de diciembre de ese año 26, o inicio de enero del año 27.
Pasadas dos semanas, los discípulos se presentaron en Saidan poco antes
del atardecer del sábado 6 de julio. Los “héroes” entraron en el caserón de los
Zebedeo dando gritos. Jesús estaba en la playa. Se hallaban eufóricos. Hablaban
todos al mismo tiempo. Ninguno había pasado por sus respectivas casas, salvo
los Zebedeo. Preguntaron por el Maestro. Salomé explicó que Jesús,
probablemente, se encontraba a orillas del lago. Y los seis corrieron hacia las
escaleras que unían el caserón con la referida playa.
Durante unos segundos fue imposible entender y hacerse entender. Tal y
como sucediera en el caserón, los seis hablaban, mejor dicho, gritaban, a la vez.
El Maestro miraba a uno y a otro, e intentaba escuchar. Tuvo que alzar las
manos y rogar un poco de calma. Andrés comprendió y tomó el mando.
El Maestro se sentó al pie de una de las barcazas y los discípulos lo
hicieron a su alrededor. Todos miraban al Hijo del Hombre como si acabaran de
conocerlo. Los ojos brillaban… Andrés fue concediendo la palabra, uno tras otro.
Pero el orden no siempre fue respetado y terminaban hablando a un tiempo. Y
Andrés y el Maestro, nuevamente, pedían calma. Fue a partir de ese atardecer
cuando Andrés empezó a recibir, de forma habitual, el sobrenombre de “sagan”,
que podría traducirse como “jefe”. Andrés se ganó el alias, no sólo porque fue el
primer discípulo, sino, sobre todo, por su serenidad y capacidad de
organización.
“Ha sido la experiencia más intensa de mi vida.”
Así se expresaron. Todos coincidieron.
261
“La gente está hambrienta de consuelo… Escuchan con esperanza…
Desean saber más sobre el Padre Azul, tan distinto a Yavé…”
El Galileo oía con atención. Sus ojos color miel también brillaban. Se
sentía complacido.
“Eres el Mesías de las escrituras… Es preciso que hables a tu pueblo…
Todo es miedo y oscuridad, pero tú eres la luz…”
Los discípulos, según contaron, conversaron con unos y con otros. Ellos
fueron los primeros sorprendidos. No fue tan difícil. Cuando les tocó hablar, se
produjo un extraño y emocionante fenómeno: parecía como si alguien hablara
por ellos…
Hicieron lo que solicitó el Galileo… No predicaron en público. Se limitaron
a visitar a los amigos e intentaron conocer sus problemas. Era lo que el Maestro
pretendía: que tuvieran contacto con sus semejantes y que vivieran una primera
experiencia apostólica. Sus ideas sobre el Mesías no habían cambiado, pero eso
no importaba en aquellos momentos. Fue el bautismo de fuego de unos
hombres que jamás imaginaron que terminarían caminando de pueblo en
pueblo y hablando de un reino invisible y alado. Eso, al menos, fue lo sucedido
en vida del Maestro. Después, tras la muerte del Hijo del Hombre, las cosas
cambiaron. Pero ésa es otra historia…
En la cena, ante la expectación de la familia Zebedeo, cada discípulo siguió
contando y contando, y anunciaron quiénes eran los seis nuevos discípulos y
cómo llegaron a ellos.
El primero en hablar fue Andrés, que formaba pareja con Pedro. Explicó
cómo habían deambulado por Nahum y cómo, finalmente, se decidió por Mateo
Leví, el “gabbai” o recaudador de impuestos que trabajaba en la aduana. Andrés
lo conocía de antiguo y, no sabía por qué, pensó en él.
Hubo ciertos reparos, en especial por parte de los Zebedeo. “No es mal
tipo –expresó Juan–, pero es cómplice de los ‘kittim’ (romanos). Sería mejor
pensar en otro…”
262
Se hizo el silencio y esperaron una respuesta de Jesús. El Galileo conocía a
Mateo. Prácticamente todo el mundo en Nahum lo conocía.
“Recordad –respondió el Maestro–, Ab-bá no tiene favoritos…”
Simón Pedro fue el siguiente en relatar su experiencia. Seleccionó al
Zelota. Vivía en Nahum. Simón el Zelota era un miembro activo de la
organización terrorista que guerreaba, como podía, contra Roma. Todo Nahum
lo sabía. Jesús, por supuesto, también lo sabía. Pedro le propuso ser discípulo
del Galileo.
Curiosamente, todos se mostraron de acuerdo con la elección. El Maestro
no abrió la boca. Y Juan Zebedeo habló por él y por su hermano: “Será un gran
discípulo. Sabe luchar contra los impíos”.
Y le tocó el turno a la segunda pareja, formada por Juan y Santiago
Zebedeo. Naturalmente, fue Juan quien explicó lo ocurrido: “Mi hermano y yo
pensamos mucho y llegamos a la misma conclusión. Los hermanos Alfeo, de
Kursi, son lo mejor de lo mejor: trabajadores, disciplinados, y obedientes… Son
pescadores. Gente de poco cerebro –añadió Juan–, pero de gran corazón…”.
La mayoría se encogió de hombros. No conocían a los Alfeo (Jacobo y
Judas), los gemelos.
Terminada la exposición, el Maestro intervino: “Tú, Juan, no lo sabes,
pero es mi Padre de los Cielos, y su gente, quienes seleccionan…”.
El Maestro miró a Jasón. Mensaje recibido.
Los discípulos no supieron a qué se refería.
A continuación habló Felipe de Saidan.
Felipe y Bartolomé, el “oso” de Caná, se habían dirigido a la pequeña
población de Tariquea. Felipe explicó: “Allí permanecimos unos días, confusos y
temerosos. No sabíamos qué hacer, dónde acudir, ni a quién seleccionar. No
conocíamos prácticamente a nadie. Y un buen día, cuando visitábamos uno de
los secaderos de pescado, vimos a Tomás y a Judas entre un grupo de obreros.
No los conocíamos”.
263
“Entonces –intervino Bartolomé– se aproximó aquel tipo tan raro…”
“¿Raro? –preguntó Pedro–. ¿Por qué raro?”
“Era muy alto –continuó Felipe–. Como el Maestro, o más… Vestía una
túnica sin mangas. Era rarísima. Brillaba, según le diera la luz…”
“No entiendo…”, dijo Juan.
“Quiero decir que brillaba con diferentes colores. Cuando el tipo se
hallaba en la sombra, la túnica lucía en rojo, o en azul, o en verde, o en negro,
según…”
Los discípulos escuchaban con la boca abierta. Creyeron la historia de
Felipe. Jasón estaba perplejo.
“… El caso es que el hombre se dirigió a nosotros –continuó Felipe– y dijo:
‘Mirad a esos dos… Son los que buscáis…’…”
“Y sonrió con una sonrisa increíble. Nunca he visto una sonrisa igual –
redondeó el “oso”–. ¡El tipo de la sonrisa encantadora!”
Los discípulos seguían asombrados e incrédulos.
“Después se alejó. El corte de pelo también era muy extraño. Portaba un
cinturón con una estrella de seis puntas, como el escudo del rey David… Fue así
como llegamos hasta Tomás y hasta Judas, llamado el Iscariote…”
El Maestro no pudo evitarlo y buscó a Jasón con la mirada. Y le sonrió
levemente, con picardía.
Tomás, en teoría, fue seleccionado por Felipe. Vivía en Tariquea. Era
carpintero, albañil, y lo que fuera necesario.
El Iscariote, al parecer, se hallaba de paso. Fue “elegido” por Bartolomé.
Y Jesús solicitó de sus hombres que sometieran a votación lo que habían
oído. La selección fue aprobada. Todos se hallaban felices y entusiasmados.
Finalmente, el Maestro recordó que debían regresar con sus familias. Las
habían olvidado… Al despedirlos, el Galileo dio instrucciones a Andrés, el jefe: el
264
lunes 8 de julio, emprenderían un recorrido por el “yam” y visitarían a los
propuestos como nuevos discípulos.
“Iremos a buscarlos”, comentó el Hijo del Hombre.
Los discípulos pasaron poco tiempo con sus familias. A la mañana
siguiente, domingo 7, se presentaron en el caserón con las primeras luces.
Simón Pedro y Felipe aparecían especialmente alarmados. Y fue Andrés, más
calmado, quien procedió a relatar lo sucedido.
Según contaron Perpetua y Zaku, esposas de Pedro y de Felipe,
respectivamente, el lunes 24, al día siguiente de iniciada la gira por el lago,
cuando el Maestro y Jasón se hallaban en Nazaret, alguien llamó a la puertas de
las casas de Pedro y de Felipe. Primero, a la de Perpetua. Era un personaje
extraño, que causó una viva impresión a cuantos lo vieron. Era muy alto, con
una vestimenta poco común, y una sonrisa encantadora. Jasón se atragantó con
la leche caliente. El Galileo lo auxilió con unas amables palmaditas en la espalda
mientras sonreía, divertido.
En resumen, según Perpetua, aquel hombre les entregó una bolsa con una
importante suma de dinero: 413 denarios de plata, como recién acuñados. Y al
depositar la pequeña fortuna en las manos de la esposa de Pedro, comentó: “De
parte de Ab-bá…, y de su gente”. Después se alejó. Eso sucedió hacia el
mediodía.
Poco después, siendo la nona (las tres de la tarde), la escena se repitió,
pero a las puertas de la casa de Felipe, también en Saidan. La cantidad de
monedas fue la misma, y también el comentario del “mensajero”.
Aquel dinero era suficiente para el sostenimiento de las familias durante
un año o más.
Pedro y Felipe traían los denarios. Deseaban que el viejo Zebedeo
administrara los dineros y les proporcionara un rédito.
Las Zebedeo se preguntaron por qué a Perpetua y a Zaku sí y a ellas no.
Los comentarios no llegaron a oídos del Maestro. La explicación para Jasón era
265
simple: Perpetua y Zaku no disponían de los recursos económicos de los
Zebedeo.
A la mañana siguiente, lunes, Jesús y los seis embarcaron rumbo a
Nahum. Jasón se unió al grupo. Y todos se encaminaron directamente a la
Aduana.
Mateo Leví atendía un peaje. Andrés, que fue quien lo seleccionó, esperó
cerca. El resto se situó al pie del camino. Al terminar, Mateo se dirigió a Andrés.
Hablaron un minuto. El publicano parecía sorprendido…, casi había olvidado la
proposición de Andrés. Se acercó al Maestro y lo miró de frente. Se conocían de
vista. Mateo sonrió con timidez, sin saber qué hacer. Pero el Hijo del Hombre
facilitó las cosas. Miró intensamente al publicano y se limitó a comentar:
“¡Sígueme!”.
Eso fue todo. Mateo quedó tan aturdido y tan impresionado con aquella
mirada color miel líquida que no acertó a decir una sola palabra. El grupo lo
felicitó, a excepción de Juan Zebedeo, pero Mateo necesitó unos segundos para
reaccionar. Andrés lo animó a tomar sus cosas. Y Mateo así lo hizo y siguió al
grupo.
Poco después entraban en la casa de Mateo, en Nahum. Los había
invitado a almorzar. Jesús habló del nuevo reino, pero Mateo estaba más
pendiente de la comida y de que todo estuviera a gusto de los invitados. Dijo sí
a casi todo, pero no entendió casi nada…
Y hacia la nona (tres de la tarde), cuando el grupo se despedía, Mateo
reaccionó y dio las gracias al Galileo “por haberlo admitido entre los elegidos”.
El publicano sabía que sus vecinos lo despreciaban y aquel gesto del Maestro lo
llenó de satisfacción y de sincero agradecimiento.
Y ya en la puerta de la gran casa, Mateo se dirigió a Andrés y propuso
celebrar una cena homenaje al Maestro, como señal de bienvenida a ese “reino
tan prometedor”. Andrés transmitió el recado al Galileo y éste aceptó,
encantado. La reunión quedó fijada para esa misma tarde-noche, tras la puesta
del sol.
266
Minutos después, por sugerencia del Hijo del Hombre, Simón Pedro los
condujo por las calles de Nahum, hasta el muelle. Pedro entró en uno de los
almacenes del referido muelle. En la entrada, en un rótulo, se aclaraba la
naturaleza del lugar: una empresa dedicada a la fabricación de cajas de madera
para el almacenamiento del pescado. Simón el Zelote o Zelota trabajaba en
dicha empresa, aunque, en realidad se trataba de una tapadera de la
organización terrorista zelota.
Pedro no tardó en regresar al muelle en compañía del Zelota. Éste
inspeccionó al Maestro y también al grupo. Y desconfió. Pero Pedro le susurró
algo al oído y el Zelota se acarició la crecida barba negra y miró al Maestro. Y
sucedió lo mismo que en la aduana. El Maestro caminó hacia los Simones y fue a
colocar las manos sobre los hombros del Zelota. Lo miró y le dijo: “¡Sígueme!”.
El Zelota parpadeó, desconcertado. Volvió a entrar en el almacén y al
poco regresó y, sin mediar palabra, se unió al grupo. Juan Zebedeo estaba feliz…
Esa noche, como había previsto Mateo Leví, todos cenaron en su casa.
Vivía en la zona norte, en el barrio de las villas. La vivienda era espléndida, muy
al estilo griego, bien surtida de mármoles, de estatuas y de fuentes. La
servidumbre era numerosa.
El recaudador se había dado prisa en invitar a otros “gabbai”, tan
“pecadores” como él, según el sentir de los judíos. Y allí se reunió la flor y nata
de los “traidores al pueblo de Israel”, según Juan Zebedeo. El discípulo maldecía
sin cesar… También fueron invitados los notables de Nahum, pero la mayoría, al
saber que se trataba de un homenaje al “carpintero loco”, buscó una excusa y
declinó la invitación. Los fariseos, morbosos, sí acudieron. Algunos de los
“santos y separados” que se reunían en la amplia casa de Mateo eran los
mismos que habían insultado y agredido al Maestro a las puertas de la sinagoga.
Simón Pedro iba de un lado para otro, furioso. El Hijo del Hombre tuvo
que calmarlo. Antes de la cena, animados por el vino, Juan Zebedeo y Simón el
Zelota, haciendo causa común, discutieron largamente con los publicanos y los
tacharon de “mendigos al servicio de los ‘kittim’”. Andrés se vio en la necesidad
de intervenir una y otra vez, y apaciguar los ánimos.
267
“Pero todo eso –resumió Juan– está a punto de cambiar… El Mesías
romperá el cuello de la gran ramera.”
Se refería a Roma. Por fortuna, los vapores del vino hicieron efecto con
rapidez, y nadie prestó atención al acalorado discurso de Juan.
El Maestro se mostró cordial con todos, incluidos los fariseos. Parecía
haber olvidado los empujones y patadas que recibió al salir de la sinagoga. En
ningún momento habló del Mesías ni del Padre, o del nuevo reino. Sólo siguió la
corriente de algunas conversaciones intrascendentes.
Y llegó la cena. Como era la costumbre, el anfitrión abrió la ronda de los
brindis: “¡Por el Maestro!... ¡Por el nuevo reino, que nos sacará a todos de la
oscuridad!”.
Muy pocos alzaron las copas. Otros también brindaron.
“¡Por Roma!... ¡Por la paz y el orden!”
“¡Por la libertad!”
El brindis de Simón el Zelota fue seguido por una minoría.
Finalmente se levantó el Maestro, y se hizo el silencio. Alzó la copa y
proclamó: “¡Lehaim!... ¡Por la vida!”.
Mateo, entusiasmado, se unió al deseo de Jesús de Nazaret: “¡Lehaim!”.
“¡Por la vida!”, repitió el Galileo.
Hubo un murmullo de desaprobación entre los “santos y separados”. No
compartían el hecho de que el Maestro brindara con un “pecador”, pero no les
importaba sentarse a la mesa de ese “gabbai” y disfrutar (gratis) de su comida.
El Maestro los calificaría de hipócritas, y tenía razón.
Llegado el final del convite, tal y como marcaba la costumbre, el invitado
de honor pronunció unas palabras de despedida.
Jesús, muy serio, dijo lo siguiente: “Estamos aquí para dar la bienvenida a
la nueva hermandad a Mateo Leví y a Simón… Me complace presenciar vuestra
alegría, pero en verdad os digo que esto no es nada…”.
268
El vino había hecho estragos. Muy pocos prestaban atención. Pero el
Galileo continuó: “… Debéis regocijaros porque, algún día, todos disfrutaréis de
una alegría y de un vino que no podéis siquiera imaginar… Será la alegría y el
vino invisible del reino que os anuncio: el de los cielos”.
Hizo una pausa y giró mirando directamente a los “santos y separados”.
Entonces proclamó: “Y a los que me critican porque como y bebo con publicanos
y pecadores, sabed que estoy aquí para despertar a los que duermen, para
liberar a los cautivos de sí mismos y para retirar el velo del miedo…”.
Los fariseos se revolvieron incómodos. Pero el Maestro no había
terminado.
“… Tengo que recordaros que los sabios, como vosotros, no necesitáis de
la luz. No he venido a despertar a los justos, sino a los que vosotros llamáis
‘pecadores’. Vengo a golpear a las puertas de los confusos, no las vuestras…”
Jesús volvió a sentarse y los fariseos, muy alterados, optaron por salir de
la sala. Ni siquiera se despidieron de Mateo. Ahí, prácticamente, terminó la
cena. Esa noche, todos durmieron, y muy cómodamente, en la casa de Mateo.
A la mañana siguiente, martes 9 de julio del año 26, Jesús y los suyos se
pusieron en marcha. Embarcaron en Nahum, rumbo a la ciudad de Kursi. Hacia
la quinta (once de la mañana), desembarcaron sin novedad.
Kursi, a orillas del río Samak, era una de las poblaciones más pujantes de
la costa este del mar de Tiberíades, populosa, con una importante flota
pesquera. Allí vivían, y en paz, diferentes razas, credos y lenguas.
Los Zebedeo preguntaron por los gemelos Alfeo, los pescadores y
candidatos al colegio apostólico. Nadie sabía nada y, luego de recorrer el
muelle, uno de los remendadores de redes habló de una lancha llamada “Másri”
y señaló hacia el lago. Los Alfeo, al parecer, estaban pescando. Regresarían a la
puesta del sol. No había más remedio que esperar. Y el Maestro solicitó calma.
Aprovecharían el día y visitarían a la familia de los Alfeo. A todos les pareció
buena idea.
269
Cercanas las 13 horas alcanzaron el barrio de los pescadores. Se hallaba
próximo al puerto. Juan y Santiago Zebedeo marchaban a la cabeza, siguiendo
las indicaciones de los vecinos. Los Alfeo vivían al fondo, “junto a una gran
higuera”.
El barrio era enorme y “catastrófico”. Lo formaban cientos de chabolas de
madera y adobe, y casetas con los techos de paja. El suelo era tierra negra
apisonada. Y por todas partes suciedad, moscas pertinaces, niños desnudos con
las cabezas rapadas (para evitar los piojos), matronas habladoras y curiosas,
onagros hambrientos, chillidos, perros esqueléticos, ropa tendida con la que
tropezaban inevitablemente, montañas de redes, olores de colores, pescadores
borrachos y discutidores, y reverencias al paso del grupo; muchas reverencias…
Nadie sabía quiénes eran, pero parecían importantes.
Por fin llegaron a destino. Una enorme higuera había nacido,
milagrosamente, entre dos grandes y negras rocas de basalto. El ramaje cubría
una considerable extensión. Pues bien. A la sombra del árbol se sostenían (es un
decir) tres chozas de mediano porte, remendadas con maderas, pieles de cabras
y trapos viejos. Los techos eran de paja. Muy cerca rezongaba una enorme
cerda, embarrada hasta las cejas. Y por aquí y por allá, otros perros, otras
gallinas y más niños.
Juan Zebedeo se asomó a una de las oscuras bocas de una de las chozas y
preguntó. Vieron salir a varias mujeres, todas cargadas de hijos. Tres de ellas
estaban embarazadas. La suciedad las devoraba. Tras las mujeres aparecieron
más niños, entre quince o veinte.
Los Alfeo, en efecto, se hallaban pescando. Todas eran parientes de los
gemelos. Dos de ellas resultaron ser las mujeres de Jacobo y Judas Alfeo.
También eran gemelas. Eran de origen “a´rab” (árabe).
En suma, en las tres chabolas habitaban doce adultos y alrededor de
veinte criaturas. Todos los hombres eran pescadores. Todos estaban ausentes.
Los Alfeo no debían ser muy observantes en lo que a costumbres religiosas se
refería. De hecho se habían casado con árabes, algo prohibido en la ley mosaica,
al igual que la cerda…
270
El sol apretaba y el Maestro buscó una sombra, sentándose al pie de la
higuera. Parte de los discípulos hizo otro tanto o se dedicó a estirar las piernas.
Andrés se acercó al Maestro y le recordó que tenían que comprar provisiones.
Jesús revolvió en su petate y entregó unas monedas al “jefe”. Y Andrés,
acompañado de Felipe, se alejó hacia la ciudad. Poco a poco se perfilaban las
responsabilidades. Andrés como “jefe” y responsable de los doce. Felipe como
intendente.
Serían las dos de la tarde y faltaban cuatro horas y media para el ocaso.
Los hijos de las familias Alfeo terminaron rodeando al Maestro. Y el Galileo los
animó a sentarse y fue preguntando sus nombres. Luego, empezó a contar
historias. La gente menuda y no tan menuda escuchó maravillada. Y así, volaron
aquellas horas.
Felipe y Andrés regresaron con las viandas y las madres terminaron
reclamando a la chiquillería. Sólo Da, una de las hijas de Jacobo Alfeo, y su
perrito “Migaja”, dormidos, permanecieron entre los brazos del Galileo. El grupo
se sentó en torno al Maestro, y Juan Zebedeo, señalando a la pequeña,
preguntó: “Rabí, ¿esa mestiza será como nosotros cuando entremos en el nuevo
reino?”.
El Galileo continuó acariciando una de las orejas de Da y replicó con cierto
cansancio: “¿Cuánto más tendré que ser paciente contigo, Juan…?”.
“Pero es una mestiza –replicó Juan sin inmutarse– y, por tanto, inferior…”
Da no era mestiza, aunque el hecho de que la madre no fuera judía la
convertía en “ciudadano de tercer orden”.
“Juan, en el reino de mi Padre no hay grados, salvo los obtenidos por la
experiencia, o porque Ab-bá así lo decide… El Padre no discrimina entre sus
criaturas… Todos sois iguales, todos tenéis el mismo origen e idéntico destino.
¿Recuerdas?”
“Pero, Maestro, eso no es lo que enseña la Ley…”
“No he venido a cambiar la Ley, sino a mejorarla. En el reino de Ab-bá no
hay hombres o mujeres, no hay judíos y gentiles, no hay hombres libres o
271
esclavos… Todos son ricos. Todos son iguales a los ojos del Padre. Todos son mis
hermanos. Todos sois hermanos. Todos sois hijos de un Dios. Todos sois
inmortales por naturaleza. Todos habéis recibido la heredad antes de abrir los
ojos a la vida… en consecuencia, no os negaréis a partir el pan con los mestizos,
o con los fariseos, o con los ‘kittim’, o con los esclavos, o con las mujeres…”
Mateo estaba feliz. Juan, no tanto.
“En verdad, en verdad os digo –concluyó Jesús– que en ese reino no hay
puertas… Nadie entra en él porque todos estáis en él… Estoy aquí para retirar el
velo del miedo…”, subrayó.
Poco antes del ocaso el Maestro animó a los discípulos a volver al muelle
y esperar el arribo de los gemelos.
Por el camino, Andrés preguntó: “Creía, rabí, que el reino del que tanto
hablas estaba por llegar. Ahora te he oído decir que estamos en él. No
comprendo”.
Jesús se detuvo. La cuestión planteada por el “jefe” era importante.
Depositó sus manos sobre los hombros del sereno Andrés y comentó: “Debes
saber que en el reino no utilizamos las palabras…”.
Andrés miró a Jesús, pero no supo de qué hablaba.
“Aquí, ahora, las palabras no me ayudan…” Nadie entendió.
“… El reino está en vuestras mentes. El Padre está en vuestro interior,
pero muy pocos lo saben…”
Jesús se dio cuenta. Era difícil aproximarse a la verdad…
“No os preocupéis. Aunque el reino esté dentro…, lo buscaremos.”
Por fin apareció “Másri”, la lancha de los Alfeo. Todo colgaba en ella. Era
vieja. Atracaron con la excelente pesca. Con los Alfeo navegaban sus tres
hermanos y el suegro. Saltaron a tierra y los gemelos abrazaron a los Zebedeo.
Después, llegaron las presentaciones. Jesús no dijo nada.
Jacobo y Judas Alfeo eran idénticos: rubios, ojos verdes, muy delgados,
abrasados por el sol y el viento. Hablaban poco. Uno de ellos tartamudeaba.
272
Los gemelos no prestaron atención al Galileo. Siguieron a lo suyo: a
descargar la pesca, contar los peces, ordenarlos por tamaño, limpiarlos, baldear
la cubierta. Juan Zebedeo, nervioso, no daba crédito a lo que veía. Trató de
hablar con los Alfeo y hacerles ver que el Maestro los esperaba. Jesús lo impidió
y rogó calma. El Hijo del Hombre estaba disfrutando con el quehacer de los
pescadores. En un momento determinado, el Galileo se acercó a las tilapias y las
examinó. Abrió la boca de una de ellas y extrajo un puñado de crías, diminutas.
Estaban vivas. Se aproximó al filo del muelle y las devolvió a las aguas. Los
discípulos lo imitaron, y cada cual se dedicó a salvar las crías que pudo.
El suegro de los Alfeo y los tres hermanos recogieron sus cosas y
emprendieron el camino de regreso a la aldea. Fue en esos instantes cuando los
gemelos se detuvieron frente al Hijo del Hombre y lo contemplaron en silencio.
Jesús sonrió, complacido, y se limitó a decir: “¡Seguidme…, cuando lo
estiméis oportuno!”.
No hubo comentarios ni felicitaciones por parte de los íntimos.
Los Alfeo recogieron la parte de la pesca que les había correspondido y
todos se dirigieron al barrio de las chabolas.
Esa noche, frente al fuego, cenaron tilapias asadas.
Luego de la cena, a raíz de las creencias de la gente del lugar de la
existencia de espíritus malignos que robaban a los niños y de ángeles buenos y
de los ángeles caídos por culpa de las mujeres, Jesús proporcionó algunas
revelaciones.
Jesús habló, en primer lugar, de la naturaleza de los ángeles. Dijo que
eran incontables. No tienen aspecto humano. Son luz. E insistió: “Luz inteligente
y bondadosa”. Son creación del Padre, y para siempre. No saben vivir solos. Son
creados en parejas. A veces abandonan su estado y se asoman al tiempo y a la
materia. “Pura experiencia… y nacen como un ser humano normal y corriente…”
No captaron la sutileza del Hijo del Hombre.
Y el Maestro enumeró algunas de las funciones de esas, para nosotros,
incomprensibles criaturas: “Son susurradores…”.
273
A Jasón le pareció una aproximación a la verdad muy didáctica. Según el
Maestro acompañan al ser humano desde el principio de la historia. Son los que
“susurran” piedad, ternura, curiosidad, poesía, belleza, valor o miedo… Son los
que “leen” nuestro Destino.
El “oso” no pudo contenerse e interrumpió a Jesús: “Si no tienen aspecto
humano, ¿cómo son?”.
El Galileo señaló las llamas que bailaban frente al grupo y declaró:
“Imagina que ese fuego pudiera pensar…”.
“Si, Maestro, lo imagino.”
“Pues eso… Lo invisible piensa más que lo visible…”
Después se refirió a lo sucedido miles de años atrás, cuando los “´illek”
(literalmente “ellos”) decidieron rebelarse contra el orden de Ab-bá.
Los discípulos se interesaron vivamente por los ángeles “rebeldes”.
“¿Por qué se rebelaron?”
“Quizá pensaron demasiado…”
La respuesta del Galileo no convenció a Bartolomé y tampoco a Felipe.
“¿Pensar es malo?”
“No, Bartolomé, no lo es… Lo malo es pensar contra lo establecido.”
“¿Y qué es eso?”
“El Amor, con mayúscula. Y ese Amor establece un ritmo y una forma de
progresar. Los ‘´illek’ creyeron que los humanos tienen derecho a utilizar
atajos… Decidieron que la carrera del hombre hacia la perfección tenía que ser
más corta… Eso hubiera alterado los planes de Ab-bá…”
“¿Hubo guerra?”, preguntó el Zelota.
“No como tú imaginas, Simón… No se derramó sangre, pero sí lágrimas.”
“¿Y qué fue de los ‘´illek’…?”
“Están aislados y a la espera de juicio.”
274
“¿Y qué tenemos que ver nosotros, los hombres, con esa rebelión?”,
preguntó Simón Pedro.
“Todo y nada… Sois víctimas, sin más.”
“¿Víctimas?”
“Fueron los responsables de este mundo los que eligieron el camino
equivocado. Vosotros, los humanos, no teníais capacidad para saber, y, mucho
menos, para decidir de qué lado estar…”
Y el Maestro, captando la inquietud general, los tranquilizó: “Todo está
bajo control. Los rebeldes fueron un puñado…”.
“¿Y qué sucederá cuando sean juzgados?”
“El mundo volverá a la luz…”
“¿Llegaremos a verlo?”
“Sí, Andrés, pero desde otro lado… Tú y tus hermanos ya no estaréis
aquí.”
“¿No estaremos en Nahum?”
La pregunta de Mateo Leví hizo sonreír al Maestro. La ingenuidad de
aquellos hombres era conmovedora.
“No, Mateo, no estaréis en Nahum…”
“Entonces, ¿dónde?”
“En mitad del reino…”
“¡Ah!, comprendo…”
No era cierto. Ni Mateo ni el resto entendieron las palabras del Maestro.
Pero Jesús no removió el asunto.
Entonces habló a sus discípulos sobre lo sucedido en lo alto de la montaña
sagrada, el Hermón. Y lo hizo con expresiones fáciles. Aún así, ninguno captó la
esencia de lo que estaba contando.
275
Les dijo que, no hacía mucho (verano del año 25), ascendió al Hermón y
recuperó lo que era suyo: la divinidad. Tenía 31 años, recién cumplidos. Los
ángeles rebeldes supieron de la existencia de aquel Hombre tan singular, se
presentaron en la montaña, y lo interrogaron. “¿Quién eres? ¿Por qué estás
aquí?” Jesús manifestó quien era en verdad y los rebeldes trataron de
sobornarlo, ofreciéndole poder. “Sólo serviréis al único Dios”. Y los rebeldes
rechazaron la clemencia del Hombre-Dios. Fue en esos momentos históricos
cuando el Galileo fue proclamado Príncipe de este mundo.
Y Jesús añadió con énfasis: “Ningún rebelde puede ya molestar al
hombre…”.
Pedro no aceptó.
“Conozco a muchos endemoniados. Y éstos también…”
“En verdad te digo, Pedro, que el poder de los ‘´illek’ sobre el mundo se
ha terminado.”
Los discípulos no fueron conscientes de estas revelaciones.
Esa noche, todos durmieron al raso, al pie de la higuera. Pero no sin
problemas. De pronto se oyeron unos gritos que procedían de una de las
chabolas.
Jacobo Alfeo y su mujer, Kabar, discutían. Se gritaban y se insultaban sin
piedad. Ella lo llamó “calzonazos” y lo acusó de abandonar a sus hijos… “y al que
estaba en camino”. A la pelea se sumaron los padres de los gemelos. La frase
más repetida era “¿por qué te marchas?”. Jacobo titubeaba, y hablaba de un
“reino en el que no tendrían que trabajar”. Kabar se reía y lo llamaba
“retrasado”.
El Maestro y los demás escucharon las discusiones. Pero nadie hizo un
solo comentario ni se movió. La pelea remitió dos horas después.
Y llegó el miércoles 10 de julio del año 26 de nuestra era. Todos se
prepararon, desayunaron y se dispusieron para caminar hacia el muelle. El plan
era simple: viajar en lancha hacia la localidad de Tariquea, al sur. Allí debían
buscar a los dos últimos candidatos: Tomás y Judas Iscariote.
276
Los Alfeo expresaron sus temores. El “qibela”, el viento que se había
colado el día anterior, se puso serio, y empezó a soplar con rachas que hacían
crujir el ramaje de la higuera.
De todos modos lo intentarían… Y el grupo se puso en marcha.
Jesús y los discípulos se distanciaron de las chabolas. Jasón había quedado
rezagado y eso le permitió ver aparecer a Kabar. Jacobo Alfeo se había
entretenido con Da, su pequeña hija. La tenía en sus brazos y la besaba. Y Kabar,
sin más, se arrojó a los pies del marido, y se aferró a ellos, gimiendo y
suplicando:
“¿De qué viviremos?... ¡No te vayas!... ¡No te vayas!”
Sólo gritaba y lloraba. Jacobo logró liberarse de su mujer y se alejó,
pálido. Fue entonces cuando Jasón vio aproximarse a Mateo Leví, que se
acercaba solo y con prisas. Portaba una pequeña bolsa de hule en la mano
derecha. Se cruzó con Alfeo, pero no hablaron. Y Mateo llegó hasta Kabar. La
mujer, desolada, continuaba llorando y gimiendo. La familia seguía inmóvil e
impasible. Y el discípulo, sin explicaciones de ningún tipo, depositó la bolsa de
hule en las manos de la árabe. Esbozó una leve sonrisa, dio media vuelta y se
retiró por donde había llegado. Kabar abrió la bolsa y fue a sacar un denario de
plata. Lo mordisqueó y ahí terminaron las lágrimas y las lamentaciones.
Revolvió el resto de las monedas, se alzó y corrió hacia la choza, desapareciendo
en el interior. La familia se fue con ella.
Nadie supo del gesto y de la generosidad de Mateo.
Los Alfeo estaban en lo cierto. El viento, fortísimo, levantaba olas de dos y
tres metros. Imposible navegar. El Maestro y Andrés consultaron con los
gemelos. Era mejor bordear el lago, o esperar. Jesús optó por la marcha a pie y
Pedro y el resto lo aprobaron. Era lo más sensato.
Tras casi seis horas de marcha, divisaron, al fin, la ciudad de Tariquea.
Cruzaron las callejas con prisas, y Felipe y el “oso” condujeron al grupo a
uno de los secaderos de pescado. Tariquea era algo menor que Nahum, pero
con una floreciente industria de pesquería y construcción de toneles. El trabajo
277
en el secadero, al aire libre, había sido suspendido por el “qibela”, que soplaba
con más fuerza. Los operarios se refugiaron en dos grandes almacenes. Felipe se
interesó por los trabajadores que buscaban: Tomás, también conocido como el
“mellizo”, y Judas el Iscariote.
Encontró a Tomás. Del Iscariote ni rastro. Hacía días que no acudía al
trabajo. Nadie supo dar razón.
Felipe habló con Tomás, éste le respondía, pero no dejaba de martillear.
Felipe trataba de hacerle ver que el Maestro se había desplazado hasta Tariquea
para conocerlo y admitirlo en el grupo de los “luchadores por el reino”. Eso fue
lo convenido. Fue inútil. Tomás no se despegaba del tonel.
El discípulo regresó junto al Maestro y expuso la situación: “Dice que
tiene que terminar el trabajo… De lo contrario no le pagarán”. Jesús y el grupo
se resignaron, naturalmente. Esperarían.
Por fin, Tomás dio por terminado el trabajo. Cobró el salario y se dirigió a
quienes le aguardaban. Saludó brevemente y respondió a su manera a las
presentaciones que hizo Felipe de Saidan.
Y el Maestro le anunció: “Tomás, lo tuyo no es la fe…, pero te recibo.
¡Sígueme!”.
El discípulo no replicó. Ni siquiera levantó el rostro. Siguió removiendo y
contando las monedas en la palma de la mano. Dio media vuelta y regresó junto
al patrón del almacén. Discutieron. Por lo visto había un error. Jesús, sonriente,
estaba disfrutando… Tomás regresó de nuevo al grupo y dirigiéndose al
Maestro, comentó: “Me habían pagado de menos…”.
Y el grupo, a petición de Tomás, pactó que esa noche dormiría en la casa
del Mellizo.
La casa, a orillas del lago, era típicamente judía, con dos niveles, un corral,
y algunos animales. Tomás tenía cuatro hijos pequeños. La esposa era joven y
guapa. Los recibió con alegría. Sabía que el marido se disponía a abandonarlos,
pero no parecía importarle. Felipe le explicó a Jasón que “Eternidad” estaba
harta de su marido. Se llevaban a matar. Tomás había solicitado el documento
278
de repudio o de divorcio. Según “Eternidad”, Tomás era insoportable, pesimista,
maníaco del orden, jugador y mujeriego. Estaba deseando que se fuera…
Bartolomé, el discípulo que había propuesto la candidatura del Iscariote,
se mostró preocupado. Judas no aparecía. Felipe se mostró de acuerdo con el
“oso” en salir y buscarlo. Fue entonces cuando Tomás exclamó: “¡Vamos!... Creo
que sé dónde encontrarlo…”.
Y Tomás, Juan Zebedeo, Bartolomé y Jasón se pusieron en camino, a la
búsqueda del Iscariote. Felipe permaneció en la casa, al cuidado del
desconsolado Judas Alfeo, quien rompió a llorar sufriendo una crisis de
nostalgia por su familia.
Durante más de una hora, los cuatro amigos de Jesús recorrieron las
callejas de Tariquea y, sobre todo, las tabernas y los garitos. Tomás era un
experto. Conocía a todo el mundo… Al final lo encontraron.
La taberna presentaba un cartel en la puerta en el que se leía, en “koiné”,
“El Pelícano Tartamudo”. La penumbra era densa. Todo eran voces, cánticos de
borrachos, luces amarillas en las paredes, mesas mugrientas, jarras de barro con
vino o cerveza, “burritas” con los pechos al aire y un tabernero que serpenteaba
entre los clientes y tartamudeaba: “¡Más vi-vi-vi-vi-vi… no!... ¡Más cer-ve-ve-ve-
ve…za!”.
Tomás sorteó a la parroquia y fue a situarse frente a una de las mesas, en
un rincón de la taberna. Allí se hallaba Judas Iscariote, en la compañía de dos
tipos de aspecto innoble, mal encarados y supuestamente borrachos. Judas
bebía vino y sin medida. Los vio, pero siguió indiferente. Tomás hizo un gesto y
los acompañantes de Judas se levantaron y desaparecieron.
Los discípulos se sentaron y el “oso” reprochó al Iscariote su falta de
palabra. Pero Judas, ebrio, se limitó a sonreír con desgana.
“El Maestro te espera… –comentó Juan Zebedeo–. Quedamos en
vernos…”
“Yo no he quedado con nadie… Además, no estoy seguro de querer
pertenecer a vuestra organización…”
279
El “oso” insistió: “¿Por qué? Lo hablamos en el secadero…”.
Judas pidió más vino y lo hizo a gritos.
“No me gustó cómo trató a Yehohanan… Ese Jesús, el carpintero, es un
déspota, un prepotente, un blasfemo y un cobarde…”
Juan Zebedeo se puso rojo. Bartolomé pidió calma y preguntó: “¿Por qué
hablas así?”.
“Ese carpintero loco nunca atendió los requerimientos del verdadero
Mesías: Yehohanan…”
El Zebedeo interrumpió al Iscariote y recordó lo sucedido en Caná. Judas
se rió de las palabras de Juan: “Los magos egipcios lo hacen a diario… Os diré
más: si es el Mesías, como dices, ¿por qué no ha movido un dedo para librar a
Yehohanan?”.
Juan Zebedeo, que también fue discípulo del Bautista, tuvo que reconocer
que el Iscariote hablaba con verdad.
“No, no estoy seguro de querer asociarme con vosotros…”
Y el “oso” y el Zebedeo, en su afán de convencer a Judas, regresaron a lo
de siempre, y hablaron con entusiasmo del futuro reino…
“Dinero, Judas, mucho dinero…”
El Iscariote se encogió de hombros. No era el dinero lo que lo
atormentaba.
“El Mesías libertará a nuestro pueblo –continuó Juan– y nosotros
estaremos allí… Escribirán sobre nosotros, como lo hicieron con Pinjás, con Elías
o con los Macabeos…”
Ahí, Juan dio en el clavo. Judas se removió, inquieto. Pinjás (nieto de
Aarón) y también los hermanos Macabeos eran sus ídolos, los grandes
libertadores del pueblo. Él, de hecho, se autoproclamaba “guerrillero”.
“… ¡La gloria, Judas…!... ¡Nos espera la gloria!... Jesús nos guiará a la
victoria…”
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“¿Estás seguro? ¿Entra en sus planes la liberación de nuestro pueblo?”
“Así es, querido amigo…”, asintió el “oso”.
“Y no sólo la liberación de Israel –prosiguió el Zebedeo–. Si te unes a
nosotros podrás ser testigo de grandes prodigios. Lo de Caná sólo es el
principio…”
Juan no lo sabía, pero, en eso, acertaba.
“Y libertará a Yehohanan. No lo dudes… Y después, más gloria, y más
poder, y más dinero… ¡Judas, nadarás en oro y en plata! El reino que
anunciamos está al llegar. ¡Súbete al carro ahora que puedes…!”
Y brindaron con fervor: “¡Abajo Roma!”.
Y el Iscariote propuso otro brindis: “¡Por Yehohanan!”.
Pagó Bartolomé y Judas Iscariote juró fidelidad eterna a los discípulos y a
la causa. Y salieron de la taberna con otro “¡Abajo Roma!”.
Llegaron a la casa de Tomás sin saber muy bien cómo. Y fue así como el
Iscariote se unió al grupo del Galileo. Tomás buscó acomodo para todos. El
Maestro y los discípulos dormían.
Al día siguiente desayunaron y el Hijo del Hombre se aproximó al
Iscariote, diciéndole: “Judas, al recibirte, pido a Ab-bá que seas siempre leal…”.
El Iscariote, sentado en un rincón, ni siquiera se levantó. Tenía los ojos
vidriosos por la resaca. Y el Galileo terminó el recibimiento oficial: “… Todos
somos de la misma carne, no lo olvides… Y ahora, sígueme…”.
Los discípulos lo rodearon y lo felicitaron. Pero Judas no dijo nada. En
realidad no comprendía. No compartía las ideas del Galileo. Es más: recelaba de
Él. No sabía dónde ir. Su ídolo, Yehohanan, estaba preso…
Y ese jueves 11 de julio (año 26) permanecieron en la casa de Tomás. El
“qibela” silbaba amenazador. Los doce habían sido recibidos “oficialmente” por
el Hijo del Hombre. Y Jesús aprovechó el mal tiempo para escuchar a cada uno
de ellos. Todos hablaron, a excepción hecha del Iscariote, que casi no abrió la
boca.
281
Así fueron sabiendo los unos de los otros, de sus respectivas familias, de
sus trabajos, de sus ilusiones, de sus carencias, de sus amigos y de por qué
estaban allí, junto al Maestro.
Mateo Leví tenía una preocupación que lo consumía: uno de sus cuatro
hijos, Telag, estaba enfermo. “Muy enfermo”, dijo, pero no aclaró el tipo de
dolencia. En una de las visitas a la casa, se sabría que el niño padecía del
síndrome de Down.
El Zelota se expresó con transparencia, tal y como era: su sueño era
arrojar a los “kittim” al mar.
El Galileo lo escuchó en silencio.
Y lo mismo defendieron los Zebedeo.
Felipe, más modesto, sólo deseaba reunir el suficiente dinero para
dedicarse –por entero– a su laboratorio de aceites esenciales, y poder viajar a la
lejana China.
Los gemelos no tenían aspiraciones.
Tomás se encogió de hombros y habló de su mujer, Eternidad, y de su
divorcio. “Quería ver mundo…”
Pedro aspiraba a tener su propia lancha. La llamaría “Êben” (en arameo
significa “piedra”, el alias que le puso Jesús), o quizá “Perpetua” (nombre de la
mujer), pero nunca “Amata” (la suegra).
Andrés sólo buscaba paz y salud.
El “oso” pronunció un discurso, dibujándose a sí mismo como un gran
terrateniente de Caná, dedicado, en su día, a los nietos y a los granados. Su
hacienda sería mayor que “Sapíah”, la finca de Nathan. Allí esperaba morir,
rodeado de libros…
En cuanto a Judas Iscariote, no fue posible arrancarle una sola
confidencia. Era frío, distante y desconfiado. Pero de pronto, ante la sorpresa
general, se dirigió a Jesús y se interesó por la suerte de Yehohanan.
282
El Hijo del Hombre replicó con una frase: “Permite que el Padre haga su
trabajo…”.
Nadie entendió.
Entre esposas, hijos y otros parientes a su cargo, el grupo sumaba
alrededor de treinta y cuatro personas, o más, que dependían de ellos
directamente. En otras palabras: de sus salarios.
Fue una jornada agradable y práctica. Se conocieron un poco mejor y,
sobre todo, empezaron a amar al Hijo del Hombre. Bueno, todos no…
Eternidad preparó la comida y una sabrosa cena, a base de cordero asado
y legumbres del Jordán. Y Tomás terminó sacando los dados y jugándose las
barbas… El Maestro rió con ganas. Finalmente, se retiraron a descansar.
El viernes 12 de julio, embarcaron hacia Saidan. Eternidad daba saltos de
alegría en el embarcadero y gritaba con los brazos extendidos: “¡No vuelvas!”.
Tenían alrededor de tres horas de navegación.
El Maestro reclamó la atención de los discípulos. Todos se sentaron a sus
pies. Sólo Judas Iscariote permaneció alejado y absorto.
El Hijo del Hombre habló de un tema de enrome trascendencia que, por
supuesto, no captaron. Así era Él. Aprovechaba la menor circunstancia para
enseñar, y muy especialmente para educar.
Al principio, a juzgar por los rostros, pensaron que Jesús blasfemaba o que
estaba fuera de sí… “Pero ¿qué está diciendo?”
Sencillamente, Jesús empezó hablando de los “otros dioses”. Dijo que en
el reino de su Padre Azul había muchos dioses. Se dirigió a Jasón y puntualizó:
“Con mayúscula, querido ‘mal´ak’…”. Mensaje recibido: Dioses.
Uno de esos Dioses, de especial relevancia, era el llamado Espíritu de la
Verdad, el “Actor ignorado”. Así lo definió. Jasón entendió que se refería a lo
que los creyentes llaman Espíritu Santo (una redundancia, dado que los espíritus
–especialmente los Dioses– son santos, o perfectos, por naturaleza). Y aseguró
283
que el Espíritu de la Verdad es también un Dios silencioso y vital. Habita en la
materia, en lo imperfecto y en lo limitado.
“Es su especialidad.”
Habita la materia –las rocas, las plantas, la lluvia, el rayo, la mar, la
noche…– para divinizarla.
“Y de esa manera, la Divinidad, en su conjunto, está al día…”
Si Jasón no entendió mal, al igual que el Padre, se fracciona y se instala en
la mente del hombre (a partir de los cinco años), el Espíritu de la Verdad lo hace
en la materia inanimada (o supuestamente inanimada). Si esto es así, cada
planta, cada animal, cada roca, cada color, cada rayo “encierra” una fracción
divina.
“… Un Dios que anima, que cuida, y que se informa…, a cambio.”
“¡Que diviniza la materia!”
El Maestro observó que los discípulos no lo seguían y echó mano de un
ejemplo. Buscó el agua del “yam”, la presentó en las palmas de ambas manos y,
acto seguido, la derramó sobre la cubierta. El agua empapó la madera y ambos
elementos se hicieron uno. Aún así, no acertaron a entender.
“El Espíritu de la Verdad –prosiguió Jesús– es agua viva que habla…”
Era ese Espíritu, ese Dios, quien se “presentó” también en el agua de las
cántaras de Caná… por expreso deseo del Padre.
Estaba hablando de un Dios derramado, capaz de ocupar el cuarto nivel,
el más bajo, por puro placer de “regalar” o, como Él dijo, “para divinizar lo
imperfecto”.
Según eso, todo es sagrado… Fin de la enseñanza.
Jasón no podía negarlo. El Maestro supo seleccionar. Aquel grupo de
hombres (once galileos y un judío) era la viva representación del pueblo (en
esos momentos). Pescadores, campesinos, carpinteros, albañiles, comerciantes
e, incluso, un odiado recaudador de impuestos. No faltó un revolucionario
(Simón el Zelota), y tampoco un traidor (Judas Iscariote, hijo de un matrimonio
284
de ricos saduceos). Cuidó, incluso, de que dos de ellos (los gemelos Alfeo) no
alcanzaran el mínimo de inteligencia. Otro fue soberbio y engreído (Juan
Zebedeo). Simón Pedro no reflexionaba cuando hablaba. Era valiente, pero
inseguro. A otros sólo les importaba el dinero (Felipe y Mateo Leví). Se rodeó
igualmente de un filósofo (Bartolomé) y de un incrédulo y misógino (Tomás).
La lancha se alejó rumbo a Nahum. El grupo desembarcó frente a la quinta
piedra, muy cerca del caserón de los Zebedeo.
Salomé, la dueña, no puso buena cara al ver tanta gente…
Jesús la tranquilizó. Los “extraños” no tardarían en marchar. Y así fue.
Jesús habló con Andrés, el “jefe”, y éste organizó el asunto de los hospedajes.
Los gemelos Alfeo dormirían en la casa de Pedro y de Andrés. Tomás y el
Iscariote fueron acogidos en el hogar de Felipe, junto con Bartolomé. Era lo
natural. Con Mateo Leví y el Zelota no hubo problemas, se dirigieron a Nahum, a
sus respectivas casas. Y Salomé respiró aliviada. En el caserón no había sitio
para nadie más.
Quedaron en verse al día siguiente. Seguirían organizándose.
Al día siguiente, sábado 13 de julio del año 26, los discípulos se
presentaron en el caserón y se pusieron a las órdenes de Andrés. El Maestro se
retiró a las colinas próximas. Tenía que conversar con el Padre.
Según Andrés, el Galileo le había encomendado la organización del grupo.
Y así se hizo. Durante cinco días, los íntimos se reunieron en la “tercera casa” y
hablaron y hablaron. Cuando el Maestro regresaba, vencida la jornada, los
discípulos se retiraban. Estaba claro que el Galileo no deseaba participar de
aquellas decisiones puramente domésticas. Todo el mundo respetó esa sabia
postura del Hijo del Hombre.
Y al atardecer del miércoles 17 de julio, sentados en torno al Galileo, en el
silencio de la playa de Saidan, Andrés fue refiriendo el cometido de cada cual, “a
partir de esos momentos o cuando el rabí lo estimase conveniente”. Jesús
escuchó, visiblemente complacido. Y ese día nació –oficialmente– la
organización de los doce.
285
De común acuerdo, Andrés fue elegido “jefe” de todos ellos.
Simón Pedro y los Zebedeo integrarían la “tabbah”, una especie de
“guardia personal” que protegería al Maestro en todo momento o, al menos,
mientras permaneciese en contacto con la gente. Esa guardia había quedado
formada, sin querer, en la boda de Caná cuando los tres rodearon al Maestro
ante los atosigantes invitados.
Felipe quedó responsabilizado de los asuntos domésticos. A Felipe le
encantaba la cocina y el dinero. Era un buen intendente.
El “oso” recibió una de las responsabilidades más incómodas. Nadie
quería y se echó a suertes. Debería estar al tanto de las necesidades de las
esposas e hijos de cada discípulo. Eso significaba verificar con regularidad en
Nahum, Saidan, Kursi y Tariquea cómo andaban de dinero, e informar sobre
cualquier enfermedad o incidente de importancia. El “oso” se resignó,
sencillamente.
Mateo fue designado administrador general, dada su larga experiencia
con el dinero. Sería el responsable de la tesorería. Los discípulos le otorgaron el
poder de suspender las predicaciones, cuando fuera necesario, para retornar a
los trabajos y abastecer, así, la “bolsa común”. Aceptó encantado.
Los gemelos de Alfeo eran un caso aparte. Fueron nombrados “chicos de
los recados”. Ayudarían a todos, y en lo que fuera necesario. No dijeron que no,
y tampoco que sí. En realidad, nunca decían nada.
Con Tomás hubo problemas, nadie sabía qué hacer con él. El cometido fue
sometido a sorteo. A Tomás le encantó. La suerte quiso que se ocupara de la
planificación de los alojamientos y de los viajes propiamente dichos. Cuando
llegara el momento (es decir, en la vida de predicación del Maestro), Tomás
debería prever dónde dormir y qué rutas seguir. Dijo conocer bien los garitos y
tabernas del “yam”…
El Iscariote fue designado “pagador”. Se encogió de hombros. Lo traía sin
cuidado. Estaría a las órdenes de Mateo Leví. Pagaría lo que le ordenase.
Debería confeccionar informes semanales de los gastos, pero nunca cumplió.
286
Judas terminó dando cuentas a Andrés. Con Mateo, el recaudador, casi no tuvo
trato. Para el Iscariote era “basura”.
Y durante las discusiones, mientras Andrés trataba de organizar el grupo,
Judas no se cansaba de preguntar sobre lo que él estimaba vital en la naciente
organización: “¿Dónde ocultarían las armas?”.
Nadie supo responder, salvo Simón el Zelota. El guerrillero aconsejaba
hacerlo en el fondo de las embarcaciones. Convenía anclarlas en el “yam”, no
muy lejos.
La elección del trabajo de Simón el Zelota fue la más laboriosa. Desde el
primer momento quiso ocuparse del entrenamiento de los discípulos. Conocía el
manejo de la espada y había participado en diferentes refriegas con los
“malditos kittim”. También pretendió organizar los arsenales de armas y la
coordinación con el resto de los ejércitos... Llegó a proponer, incluso, un plan
para rescatar a Yehohanan.
Andrés tuvo que aplacar el entusiasmo del guerrillero. Y le hizo ver que
esos asuntos no eran competencia del “jefe”. Finalmente, como pudo, lo
contentó con un “trabajo provisional”. Eso dijo. El Zelota se ocuparía del
esparcimiento de los discípulos y del Maestro, “mientras viajaban”.
A Simón se le quedó cara de idiota. Pero aceptó. “Es otra forma de elevar
la moral de la tropa”, manifestó.
En definitiva: fue responsabilizado de los juegos y diversiones durante los
viajes.
El Maestro los contempló, uno por uno, y les preguntó si estaban de
acuerdo. Asintieron.
Y el Maestro pasó a otro asunto no menos espinoso: el trabajo y las
familias. Dijo haberlo pensado bien. Y manifestó lo siguiente:
El nuevo período de enseñanza, que empezaría, prácticamente, ese
atardecer del miércoles 17, se prolongaría durante meses. No dijo cuántos.
Jasón sabía que les hablaría y educaría a lo largo de lo que quedaba del año:
287
algo más de cinco meses. Pues bien, durante ese tiempo alternaría trabajo y
enseñanza.
Simón el Zelota lo interrumpió: “Querrás decir entrenamiento de la
tropa…”.
El Maestro sonrió, divertido, y asintió con la cabeza. ¿Qué otra cosa podía
hacer?
En suma: dedicarían una o dos semanas al mes al trabajo, y el resto a las
“clases”.
Y rectificó sobre la marcha: “Mejor dicho, al adiestramiento de la
tropa…”. El Zelota, muy serio, asintió en silencio. Juan Zebedeo y el Iscariote se
dieron por satisfechos.
Formarían tres grupos y se dedicarían, fundamentalmente, a la pesca.
Jesús lo dijo con claridad: abandonaría el astillero y acompañaría a sus hombres.
Todos aplaudieron la decisión. Pescarían de noche. Una parte de las ganancias
pasaría a un fondo, destinado a los futuros viajes de predicación. Otras dos
partes se dedicarían al mantenimiento de las familias y al pago de las comidas
en la casa de los Zebedeo, respectivamente.
Jesús sometió a votación estas proposiciones y todos se mostraron de
acuerdo.
El viejo Zebedeo se negó a cobrar por las comidas y cenas de Jesús y de los
discípulos. Salomé estuvo una semana sin dirigir la palabra a su marido…
Finalmente, por decisión del Hijo del Hombre, el grupo guardaría un
segundo día de descanso a la semana. Todos quedaron asombrados. Ese día
sería el miércoles. Y el Maestro aclaró: “La dedicación a la buena nueva requiere
un gran esfuerzo. Ese día os entregaréis, especialmente, a la voluntad del Padre.
No hacer nada –ya lo veréis– cuesta mucho…”.
El resto de la jornada, el Maestro lo dedicó a comentar otro problema, no
menos delicado. Habló de las autoridades civiles, religiosas y de ocupación (los
“kittim”) y dejó muy claro que no deseaba disputa con nadie. Nada de críticas a
Antipas…
288
“Si consideráis que los gobernantes deben ser censurados –añadió,
rotundo– dejadme a mí ese trabajo… Y atención… ¡Nada de críticas a los ‘kittim’
y mucho menos al César!”
El Iscariote y el Zelota se mostraron en desacuerdo, pero Jesús insistió:
“Mi reino no es de este mundo…”.
El Iscariote volvió a preguntar acerca de Yehohanan y el Maestro replicó
con lo de siempre: “Permite que Ab-bá y su gente hagan su trabajo…”. Judas no
quedó conforme.
Al día siguiente, jueves 18 de julio, el Hijo del Hombre puso manos a la
obra, de nuevo. E inició una segunda tanda de enseñanzas, pero empezando
prácticamente de cero.
Cuando salían a pescar dormían hasta las doce o la una del mediodía.
Después se reunían en el caserón de los Zebedeo y Jesús hablaba. Cuando se
refería a Ab-bá era incansable, tenaz e imaginativo. Los discípulos seguían sin
entender. La idea de un Yavé colérico estaba muy arraigada en sus corazones y
no era fácil reemplazarlo por un Padre bondadoso que nos habita, que espera
(hagamos lo que hagamos) y que, sobre todo, regala inmortalidad.
Y fue alternando las “clases” sobre la naturaleza del Padre Azul, con las
del reino invisible y alado, que también habita en nuestro interior, “aunque no
lo sepamos”. Se cansó de repetirlo: no es un reino material. No es algo físico,
aunque es la realidad de realidades.
Él estaba allí para despertar al mundo a la buena nueva: ¡Estamos
salvados porque siempre lo estuvimos! ¡Dios no es lo que dicen y, mucho
menos, lo que venden!
“Estoy aquí para revelaros la naturaleza del Padre. La única posible.
Vosotros, ahora, como el resto del mundo, padecéis de oscuridad… Una
oscuridad provocada por otros… Pero, confiad. Vuestro Destino es espléndido.
Estoy aquí para enjugar las lágrimas de la humanidad… ¡Dejad de llorar por
vosotros mismos!... ¡Es hora de alzar la vista!... ¡No estáis solos ni perdidos!…
Mi Padre me ha enviado para retirar el velo del miedo… No sabéis dónde estáis,
ni por qué, pero eso no importa ahora. Sabed que sois de Él y a Él retornaréis.”
289
Los discípulos lo miraban, incrédulos.
Pasados unos días, el Hijo del Hombre cambió de táctica.
Antes de iniciar cada enseñanza, los discípulos que fueron seleccionados
en primer lugar se ocuparon de hablar con los últimos. Se reunían en la “tercera
casa” y los seis primeros trataban de poner en pie lo que el Maestro les había
enseñado. Discutían, intercambiaban ideas y se presentaban de nuevo ante
Jesús con más y más preguntas. No sirvió de gran cosa.
El Galileo, cada dos o tres días, se retiraba a las colinas cercanas y lo hacía
en solitario. Mejor dicho, con Zal. Salomé permitió a Jesús que el perro volviera,
pero le hizo prometer que cuidaría de él. Y así fue.
Fue éste un período en que los íntimos no aprendieron mucho,
aparentemente, pero sí empezaron a sentir afecto por el Hijo del Hombre. Jesús
conversaba en privado con todos ellos, excepción hecha de Judas Iscariote. Y los
discípulos terminaron confesándole preocupaciones, miserias y sueños. El
Maestro descendía con ellos a la playa y allí caminaban y caminaban. Fue así
como abrieron los corazones el Hijo del Hombre.
Uno de esos apacibles días –el jueves 25 de Julio–, sentados en la “tercera
casa”, el Maestro hizo una advertencia histórica. Observó a los discípulos
detenidamente y, sabiendo lo que decía, manifestó: “Pensad bien lo que voy a
comunicaros… La buena nueva que os anuncio, y que seguiremos anunciando,
debe ser vuestro único mensaje”. Los discípulos se miraron, sin comprender.
“No es mi deseo que os desviéis, predicando a propósito de mí, o de mis
actos… No os desviéis… No caigáis en la tentación de organizar cultos sobre mi
persona… No soy yo el importante, sino Él.”
Y dirigió el dedo índice izquierdo hacia la frente.
“¿Comprendéis?”
Algunos dijeron que sí, por puro compromiso. Obviamente, era muy
pronto para que alcanzaran a entender tan proféticas palabras. Y prosiguió con
dulzura: “… Sois humanos, pero mi deber es recordároslo ahora… Cuando llegue
el momento, proclamad la buena nueva. Proclamad quién es el Padre y cuál es
290
vuestro verdadero futuro… Decidle a la gente que existe un reino invisible y que
todo está dispuesto para el bien. No os entretengáis en crear leyendas, dogmas,
o jerarquías. La buena nueva no necesita templos, sino mensajeros…”.
Él, entonces, desvió la mirada y buscó a Jasón. E insistió, despacio,
recalcando las sílabas: “Men-sa-je-ros… Men-sa-je-ros…”.
Años más tarde, tras la muerte del Hijo del Hombre, estas palabras
provocarían el primer cisma en la naciente iglesia. Pedro y parte de los doce
empezaron a predicar a propósito de la figura de Jesús de Nazaret y de su
resurrección, olvidando el verdadero mensaje. Felipe, Andrés, Bartolomé,
Tomás y Simón el Zelota sí recordaban esta manifestación y se distanciaron de
Simón Pedro y del resto.
Jesús no tenía prisa. Jamás se alteraba y siempre dejaba que sus
discípulos hablasen y se vaciasen. No discutía cuando se enzarzaban con los
temas habituales: arsenales, armas, ejércitos, generales del Mesías, reparto de
tierras de los impíos, reparto del botín… Después, cuando estaban agotados y
guardaban silencio, proseguía… Sí los corregía en otros asuntos: su Padre y el
reino invisible y alado. No permitía errores respecto a la bondad de Ab-bá.
“Estáis sentados en sus rodillas –decía–. Ésa es la revelación que os hago.
¡Olvidad el fuego, la cólera y la frialdad de Yavé! Mi Padre no es así. Eso es lo
que debéis comunicar al mundo… ¡Sois inmortales por regalo divino!... ¡Sois
hijos de Dios! ¿Qué más necesitáis? Mirad a vuestros hermanos como a
hermanos, porque lo son.”
Fue Mateo, el publicano, el primero que empezó a despertar al nuevo
orden.
El 26 de julio, viernes, empezaron a llegar noticias de Yehohanan. Se
difundieron rápidas por el “yam”. Eran confusas. Hablaban de un traslado del
Bautista al sur, al mar de la Sal (actual mar Muerto). También había rumores
relacionados con sus seguidores, pero nadie sabía si las persecuciones de
Antipas eran ciertas o no.
El Maestro escuchó todas las versiones y guardó silencio.
291
El Iscariote, muy irritado, no dejaba de incomodar al Galileo con su
pregunta habitual: “¿Harás algo por él?”. Andrés le respondió, pero Judas le dio
la espalda.
Al día siguiente, sábado, el lago recibió otra noticia. Juan Zebedeo, al
conocerla, escupió, indignado. Acababa de llegar a Cesarea un nuevo
gobernador romano. Su nombre era Poncio…
Y fue esa tarde del 27 de julio del año 26 cuando sucedió algo que obligó
al Maestro a revelar sus planes a los íntimos. Estaban en la playa de Saidan. En
breve, con la caída del sol, empezaría el domingo. Una vez concluida la jornada,
Jesús y los doce embarcarían y pasarían la noche en el “yam”, pescando. Cada
noche de trabajo, el Maestro alternaba con un equipo. Esta vez tocaba con el
grupo de los Zebedeo.
Los discípulos estaban inquietos. Hablaban entre ellos. El Iscariote alzaba
los brazos. Discutían. Jesús y Jasón jugaban con Zal cerca de las embarcaciones…
Y de pronto, Pedro, Judas Iscariote y Santiago Zebedeo se separaron del
grupo, avanzando hacia el Galileo. El resto de los discípulos quedó expectante.
Jesús miró a los discípulos y aguardó.
Fue Simón Pedro quien tomó la palabra. Estaba nervioso.
“Bueno, Señor… En realidad, éstos y yo… Verás –prosiguió Pedro–, quiero
decir que hemos estado hablando y…”
Jesús sonrió levemente y siguió a la expectativa.
“Quiero decir que hemos hablado… Y nos preguntamos si ha llegado el
momento de entrar en el reino… Hemos discutido la cuestión –continuó Simón
Pedro–, pero no terminamos de entender…”
El Hijo del Hombre animó a Pedro: “Y bien…”.
“Pues eso, rabí, que no sabemos…”
“¿No sabéis qué?”
292
“No sabemos si anunciarás el nuevo reino en Nahum o si lo harás en la
Ciudad Santa (Jerusalén)…”
“Comprendo…”
“Por otra parte –Pedro dudó–, por otra parte, éstos y yo… Éstos y yo
hemos hablado sobre la cuestión que nos preocupa, y que preocupa a nuestras
familias…”
El Maestro sabía muy bien a qué se refería el fogoso discípulo. Pero
esperó…
“Hablo de los puestos que ocuparemos cuando se establezca el reino…”
Pedro sintió alivio. Al fin lo había dicho…
“¿Puestos? ¿Qué puestos?”
“Generales, gobernadores, procuradores…, ya sabes.”
“Y tú, Pedro, ¿qué quieres ser?”
“Gobernador del ‘yam’. Eso dice Perpetua, mi mujer…”
“¿Perpetua?”
“Es que las mujeres quieren saber…”
Jesús se puso serio y cortó en seco: “¿Por qué os escudáis en las
mujeres?”.
Simón Pedro trató de continuar con las demandas, pero el Maestro no lo
permitió. Levantó la mano izquierda y reclamó a los que esperaban en la orilla.
Los discípulos se aproximaron. Cuando los tuvo a todos reunidos, señaló a
Simón Pedro y aclaró: “Pasaré por alto lo que ha dicho vuestro hermano…”.
Algunos bajaron las cabezas, avergonzados. Bien sabían de qué hablaba… Y
añadió: “¿Hasta cuándo tendré que ser paciente con vosotros?”.
Pedro intervino.
“Los Zebedeo quieren acaparar puestos…”
293
“Eso no es cierto –clamó Juan Zebedeo, rojo de ira–. Nosotros lo
conocemos mucho antes que vosotros. Es justo, por tanto, que aspiremos a
puestos más altos…”
“Así es”, sentenció su hermano Santiago.
“Pero todos vamos a pelear por ese reino…”
La aclaración del Iscariote fue apoyada por el Zelota. El resto se mantuvo
expectante.
“¿Cuántas veces os he dicho que mi reino no es visible?”
Jesús habló con suavidad, pero con firmeza.
“… No estoy aquí para sentarme en el trono de David. No estoy aquí para
conducir ejércitos, ni para hacer política, ni tampoco para ocuparme de asuntos
materiales… ¿Por qué no lo entendéis?”
Era la primera advertencia del Maestro sobre el no menos delicado asunto
de la política.
“Sois mensajeros de un reino espiritual…” Seguían sin entender.
“Algún día –más pronto de lo que suponéis– me representaréis en el
mundo. Debéis hacerlo tal y como yo os he pedido. Hablad de mi mensaje, no
de política. Revelad al mundo quién es Ab-bá, pero no os mezcléis en los
asuntos mundanos. No he venido a cambiar el orden social, económico o
político. No es mi cometido. Si hiciera algo así, mañana, el devenir del propio
mundo, terminaría con ese orden…”
Miró a Jasón con intensidad. Él si sabía de qué hablaba.
“… En verdad os digo que es más importante crear esperanza que
bienestar. Amigos míos, oídme: mi reino no es de este mundo… No he venido a
modificar leyes, ni a cambiar gobernantes, ni tampoco a bendecir o a condenar
sistemas políticos o económicos… Estoy aquí para hacer la voluntad del Padre.
Ése deberá ser el gran objetivo de cada hombre y de cada mujer. Ése es mi
mensaje. Eso es lo que quiero que transmitáis al mundo.”
Los doce quedaron estupefactos.
294
Jesús rogó que se sentaran a su alrededor. Y habló con toda franqueza,
exponiendo sus planes inmediatos. Trabajarían y recibirían enseñanza durante
los próximos cinco meses. Para enero, si era la voluntad de Ab-bá, se lanzarían a
los caminos y proclamarían el nuevo reino.
Todos se mostraron conformes.
Pedro quiso levantarse y pronunciar unas palabras, pero Tomás se
adelantó: “No sabemos qué es ese reino, rabí, pero no importa. Estamos
contigo… ¡Vamos!”.
Jesús los abrazó, uno por uno. El Iscariote fue el único que no le devolvió
el abrazo.
“Ahora vayamos a pescar... Mañana os haré pescadores de hombres.”
El Galileo, feliz, minutos después partía en una de las lanchas. En una de
ellas navegaban los Zebedeo, los gemelos Alfeo y el Maestro. En la segunda,
Felipe, el “oso”, Tomás y Judas. En la tercera, Andrés, Simón Pedro, Mateo y el
Zelota.
Y pasaron los días…
El sábado 3 de agosto, Jasón retornó a Saidan, luego de una ausencia de
casi dos semanas. Salomé lo recibió con los brazos abiertos. Y lo puso al día. El
Maestro se hallaba en la playa, con Zal. Jesús continuaba con las enseñanzas, y
los discípulos, al parecer, con su dura cerviz. Además de obstinados, no
comprendían.
Jasón dejó sus cosas en su habitación y se encaminó al lago. Ardía en
deseos de ver al Galileo. Y se encontraron en la playa.
Jesús pasó a contarle sus planes inmediatos. Deseaba que Jasón lo
acompañase. Al día siguiente iniciaría una nueva experiencia con los íntimos.
Mejor dicho, con dos de los discípulos. Caminaría con la pareja por la orilla del
“yam” y permanecería dos semanas lejos de Saidan. Después trabajaría unos
días. Acto seguido, y por espacio de otras dos semanas, repetiría la aventura con
una segunda pareja de discípulos. Y así sucesivamente. En total, alrededor de
tres meses.
295
Esa noche, antes de la “clase”, Andrés hizo el sorteo. La primera pareja
que acompañaría a Jesús fue la formada por Santiago Zebedeo y Judas Alfeo,
uno de los gemelos. “Vaya pareja –pensó Jasón–. Uno habla poco y el otro no
habla.”
Mientras durase la ausencia, los discípulos se ocuparían de sus trabajos;
fundamentalmente de la pesca.
Al día siguiente, 11 de agosto, domingo, partieron con las primeras luces.
Zal los acompañaba.
Pasaron de largo por los pueblos y las aldeas. Sólo se detenían en las
casas y en las granjas aisladas.
Jesús buscaba cualquier excusa para establecer contacto con los
habitantes. Un día era el agua, otro cómo llegar a no se sabía dónde, otra, la
sombra de un árbol… La cuestión es que se las ingeniaba para conversar con los
lugareños y entrar en las casas hasta la cocina…
Oía sin cesar. Escuchaba a todo el mundo. No importaba si eran jóvenes o
viejos, libres o esclavos, niños o adultos, hombres o mujeres. Oía y lo hacía
como si fuera lo último en su vida. Se mezclaba con todos. Preguntaba por los
problemas de cada uno, por los enfermos, por la pesca o por las cosechas… Se
sentaba en la última choza del último poblado y dejaba que las moscas se lo
“comieran vivo”. Todo con tal de saber de la familia de pordioseros y
desheredados que habitaba el lugar. Jugaba con los más pequeños, los sostenía
en brazos, ayudaba a limpiar las infecciones de los ojos, consolaba a los que
nada tenían, sonreía al que nadie sonreía, ayudaba en el acarreo de agua, partía
leña, cocinaba para todos, repartía lo poco que quedaba en los petates, cantaba
con los paganos, ayudaba a limpiar corrales y establos, bebía de la jarra común y
comía en la misma olla…
Los discípulos escuchaban y observaban, desconcertados. No sabían por
qué hacía todo aquello.
Jesús evitaba las aglomeraciones. Huía de las ciudades. Sólo buscaba lo
pequeño, lo perdido, lo aparentemente miserable; en definitiva, lo humano…
296
En esas dos semanas, el Maestro no pronunció un solo discurso. No dijo
quién era, ni tampoco lo que pretendía. Se limitó a buscar el contacto con sus
semejantes, a permanecer a su lado (a ser posible escuchando), a reír con ellos,
y a apreciar las pequeñas-grandes cosas.
Jasón eligió un término, en arameo, para definir la actitud del Maestro. Lo
describe, aunque con dificultad: “´im”. La traducción sería “en compañía de”.
Hacer “´im” era una de las máximas aspiraciones de un Dios encarnado. Hacer
“´im” era beber y dar de comer al mismo tiempo. El Hombre-Dios “bebía” de los
demás y “daba de comer”, aunque sólo fuera con la mirada. Él experimentaba
con el contacto directo y personal y se llenaba, al tiempo que derramaba.
Jesús prosiguió así lo que había iniciado años antes (beber de sus
criaturas), pero en la compañía de los que serían sus embajadores. Y durante
esas dos semanas, y en las restantes, el Hijo del Hombre se dedicó por entero a
este contacto personal. Hizo “´im” sin cesar. Se mezcló con lo último, leyó en el
último de los corazones, dio de comer a lo último, abrazó a lo último. Se hizo
uno con lo último, y fue el último. Más exactamente, fue el último entre los
últimos.
Él no lo dijo nunca, pero Jasón lo supo: hacer “´im” era ejercer la más
importante virtud de un Hombre-Dios: la misericordia.
El miércoles 21 de agosto de ese año 26, se encontraban en una granja
perdida, al norte de Hipos, cerca de la costa oriental del “yam”. Era un lugar
apestoso, dedicado a la crianza de cerdos. La gobernaba una familia “a´rab”.
Eran todo menos afectuosos. Y era comprensible. El trabajo los esclavizaba.
Todo el día entre cerdos, con barro hasta los tobillos, moviendo piaras por las
colinas, apestando a todas horas, siendo rechazados por los judíos y
despreciados por los gentiles. Eran la escoria de la escoria.
Y el Maestro decidió quedarse en la granja un par de días.
Hbal, el padre del clan, era un anciano con los síntomas de un Alzheimer
avanzado: desorientación espacio-temporal, afasia total, alteraciones motrices,
incontinencia de esfínteres, nula memoria y agresividad casi permanente.
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Lo mantenían atado a una cerca, con una cadena de tres metros. No
podían soltarlo. Si se veía libre, terminaba huyendo y desaparecía. Ya había
sucedido en varias oportunidades. Él trabajó y levantó la granja, hasta que
empezó a sufrir olvidos terminando por no reconocer a nadie ni a nada. Ahora lo
llamaban Hbal (“locura”) porque consideraban que uno o varios espíritus
malignos habían entrado en él y lo mantenían sometido.
Jesús no dudó en acercarse al pobre hombre. Le advirtieron que era
violento, que golpeaba con las manos, con la cabeza o con los pies. Nada de eso
ocurrió.
El anciano se limitaba a mirar al Maestro, y a repetir una y otra vez: “La
luz…, la luz…, la luz…, la luz…”. Jasón quedó maravillado.
El Hijo del Hombre no se separaba de Hbal. Lo trataba con una dulzura
interminable. Lo abrazaba. Tomaba sus manos y las besaba. Le acariciaba la
espalda y, sobre todo, le silbaba. Al oír los silbidos, Hbal sonreía.
El Maestro se ocupaba de desnudarlo y de lavarlo. Y lo hacía con una
ternura conmovedora. La gente de la porqueriza dejaba las tareas y acudía a
contemplarlos. Y se llevaban las manos a la cabeza, desconcertados.
Para que Hbal bebiese o comiese, el Maestro colocaba frente al anciano
una jarra de agua, o un plato con verduras o pescado. Y silbaba.
Mano de santo. Hbal bebía y comía.
Los discípulos no se atrevían a acercarse. Hbal era un endemoniado. El
Hijo del Hombre no trató de convencerlos de nada. El ejemplo era más
elocuente que todos los discursos.
Santiago Zebedeo y Jasón habían olvidado que ese día era el aniversario
del Galileo…
Al atardecer, al tiempo que preparaba la cena, Judas Alfeo se presentó
ante el Hombre-Dios y le hizo entrega de un obsequio.
En esos momentos, Jasón recordó las palabras de Jesús: “Nadie es inferior
a nadie…”.
298
No sabían cómo Judas lo supo, pero era lo de menos. El caso es que lo
tuvo presente e hizo las delicias del rabí, quien recibió el envoltorio con
sorpresa. Miró al tartamudo y los rostros de ambos brillaron de felicidad.
“Es pa-pa-pa-pa…”
“Lo sé –se adelantó el Galileo–. Es para mí.”
“Eso…”
Y Jesús se apresuró a retirar el lienzo negro que envolvía el regalo.
¡Oh! El Maestro se puso en pie. Los contempló de un lado y del otro. Trató
de averiguar si le iban bien. Perfectos. Y abrazó al Alfeo, dándole las gracias.
Eran unos pantalones persas, en seda azul, ajustados a la altura de los
tobillos. Eran frescos y holgados. Alrededor de la cintura, bordada en oro,
aparecía una frase en “a´rab”. El Maestro vistió los “persas” hasta que
regresaron a Saidan. Recogía la túnica roja a la altura de los riñones y presumía
de pantalones, otra de las modas que hacía furor en buena parte de la cuenca
mediterránea.
La cena de cumpleaños fue sabrosa. Judas Alfeo se esmeró. Como buen
pescador era también un cocinero aceptable. Preparó pato asado, relleno de
cáscaras de naranjas, gajos de mandarinas, miel, canela, zumo de limón, sal en
abundancia, ajos, cebollas cortadas en daditos y pimienta negra.
Jesús de Nazaret alzó el cáliz de metal con el vino, y pronunció su brindis
favorito: “¡Lehaim!”.
Y todos replicaron: “¡Por la vida!”.
Jesús se levantó y solicitó disculpas. Tenía que silbar a Hbal.
El sábado 24, regresaron al caserón de los Zebedeo. Por el camino, el
Señor recomendó a los discípulos un par de cosas. No debían hablar de
Yehohanan, ni tampoco de su encarcelamiento. Era importante. Santiago y
Judas Alfeo lo prometieron. Tampoco era bueno que comentaran el asunto de
Caná. Rodaban demasiados rumores, y todos falsos. Y les dijo: “Hablad siempre
de lo que estéis seguros. De las mentiras se ocuparán vuestros enemigos…”.
299
Cuando el resto de los discípulos preguntó en qué había consistido la
experiencia, ni Santiago ni el Alfeo supieron qué decir, pero algo estaba claro en
sus corazones: amaban un poco más a aquel Hombre tan singular y entrañable.
Lo mismo sucedió con Jasón…
Durante tres días, el Maestro se tomó un respiro. Salía a pescar con sus
hombres o se retiraba a las colinas cercanas. Allí hablaba con el Padre.
En la noche del lunes 26, el Maestro decidió acompañar a sus hombres al
“yam”. Y provistos de antorchas, hicieron una excelente captura.
Jasón los esperó en la playa. A su lado estaba Zal y el amanecer…
Llegaron felices. El botín ascendió a un total de 750 peces, entre las tres
embarcaciones. E iniciaron el ritual acostumbrado: el Maestro y algunos de los
discípulos procedieron a ordenar las piezas (por especies y por tamaños). Otros
se afanaron en el baldeo de las cubiertas.
Jasón se inclinó sobre los peces y los contempló, maravillado. Sólo
conocía algunas especies. Y el Maestro, pendiente, se brindó, encantado, a
despejar dudas. Y fue enumerando los nombres de los más sobresalientes. Y en
eso, Juan Zebedeo se aproximó e interpeló al Hijo del Hombre: “¿Por qué
pierdes el tiempo con este griego?”.
Jasón se quedó de piedra. El Galileo se puso serio. Contempló al Zebedeo
y éste, no satisfecho, volvió a la carga: “Es un rico desocupado… No sé qué pinta
a nuestro lado. No sé por qué le das tantas explicaciones. Que pague si quiere
saber…”.
El Maestro se aproximó al molesto Juan y depositó las manos sobre los
hombros del discípulo. Y dijo suavemente, pero con firmeza: “Este griego es un
‘mal´ak’… Guárdate de lastimarlo. Él dará a conocer mi mensaje cuando llegue el
momento…”. Hizo una pausa y añadió: “Y será más fiable que ninguno… Amigo
Juan, no corrijas, para que nunca seas corregido. No difames, para que no te
difamen. No siembres oscuridad… Todos sois superiores a todos… Nadie es
inferior a nadie… No juzgues porque es tan peligroso como dormir de pie…”.
300
Y el miércoles 28 de agosto, Jesús partió con la segunda pareja: los
Simones (Pedro y el Zelota). Jesús era muy respetuoso con los sorteos.
Fueron directamente a la región de Kefar Zemaj, al sureste del mar de
Tiberíades. También era tierra de porquerizos.
Pedro empezó la aventura entre protestas. Aquella gente, en su mayoría,
eran paganos (casi todos árabes). “¿Por qué empezar el anuncio de la buena
nueva en tierra de puercos? ¿Qué pasaba con la Ciudad Santa? ¿No era mejor
anunciar el reino entre los elegidos?”
Al Maestro no le gustaba repetir las cosas. Las anunciaba y daba por
hecho que todo el mundo había comprendido. Con los íntimos no era así. Jesús
se vio en la necesidad de insistir una y otra vez en lo mismo. Y así lo hizo en ese
momento con Simón Pedro. La reprimenda no sirvió de nada. Pedro continuó
criticando. Cuando vio al Hijo del Hombre haciendo “´im”, perdió de nuevo el
control y lamentó “la pérdida de tiempo, de dineros y de esfuerzo”. “Esta gente
no sabe manejar la espada. ¿Qué haremos con ellos?”.
El Galileo continuaba con lo suyo, pendiente de los más desfavorecidos.
El Zelota, más despierto, interpretó el “´im” como una especie de ensayo
general. No iba desencaminado…
“Un buen líder –pregonaba– sabe cuándo embarrar las sandalias…”
Y el guerrillero dedicaba parte del día a recorrer las regiones en las que
paraban, a la búsqueda de escondites donde ocultar, en su día, las armas de la
revolución. Pedro, viendo que Jesús se dedicaba a los niños y pordioseros,
cambió de táctica. Se fijó en el compañero y emprendió una campaña de críticas
hacia él.
El sábado 7 de septiembre del año 26, se aproximaron a un pozo ubicado
a los pies de una ladera. En lo alto se distinguían dos o tres chozas.
Jesús decidió hacer un alto y bebió agua.
Y en eso, bajo un sofocante sol, vieron descender de la colina a una
anciana y a un niño de cuatro o cinco años. Eran árabes. Al verlos, la mujer se
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detuvo y dudó. Llevaba dos cubos de metal en las manos. Necesitaba llenar los
cubos y terminó aproximándose al pozo. El niño traía un tercer recipiente. Ella
saludó en árabe, y Jesús y el Zelota respondieron, también en árabe. La mujer se
apresuró con su trabajo y también llenó el recipiente del pequeño. Se despidió
lacónicamente e intentó levantar los pesados cubos. Lo logró con dificultad. Dio
un par de pasos, pero tuvo que soltar los recipientes en el suelo. El niño
marchaba detrás, también apurado. Los cubos que acarreaba la mujer podían
pesar unos diez kilos…
Jesús dejó el petate al pie del pozo y avanzó, decidido, hacia la anciana.
La mujer hizo un segundo ensayo. Ninguno de los discípulos se movió. Era
árabe y, para colmo, mujer…
El Maestro solicitó que dejara los cubos, cargó el agua y caminó hacia las
chozas.
La anciana permaneció en silencio, confundida. Jasón se acercó al niño e
intentó ayudarlo con el cubo. La abuela no lo permitió. Colocó el recipiente
sobre la cabeza y siguió los pasos del Galileo.
Y allí quedaron los tres, desconcertados.
El Maestro pasó el día en las chozas. Era una familia de pastores.
Cuidaban cerdos y cabras. Sumaban unos cincuenta árabes.
Y Jesús se interesó por sus vidas, por sus ilusiones (casi nadie sabía qué
era eso), por lo que tenían (casi nada), y por lo que esperaban poseer (algún
cerdo más y que las cabras pariesen bien). No habló del Padre ni del reino
invisible y alado. No hubieran comprendido. Se hallaban en el nivel en que se
hallaban…
Pero el Hijo del Hombre disfrutó con lo poco que había. A cambio, Él dejó
un rastro de luz, unas caricias más que oportunas y una sensación de bienestar.
Nadie subía jamás a aquella colina… Esa noche, Pedro preguntó: “Rabí, ¿por qué
has ayudado a esa mujer? Tú sabes que era sábado…”.
“Pedro, el mismísimo Ab-bá, si hubiera estado ahí, hubiera roto el
‘shabat’ para auxiliarla…” Pero los Simones no captaron el mensaje.
302
Y así fueron transcurriendo los días, entre broncas, “localización de
referencias” por parte del Zelota, y contactos directos y personales del Hombre-
Dios con sus criaturas, “las más modestas de su universo”, según Él.
Y Pedro y el Zelota tuvieron que reconocer que Jesús era distinto. Amaba
lo que nadie amaba. Oía a los sin voz. Acariciaba a los apestosos. Miraba a los
ojos a los ciegos. Jugaba con los bastardos. Aprendía de los inútiles. Compartía
el pan con los impuros y reía con los sordos y con los mudos. Y Jasón también
aprendió lo suyo. Desde entonces se fijó más en las personas, las tocó, las
escuchó. Nadie es superior a nadie…
El lunes 9, de regreso a Saidan, decidieron acampar a orillas del lago.
Habían cenado. Pedro, que seguía con las pullas, preguntó al Hijo del
Hombre, con un mal disimulado sarcasmo, señalando al Zelota: “Maestro,
¿cuántas veces debo perdonar a este borricón?... ¿Quizá siete veces, como para
llegar limpio al ‘shabat’ (sábado)?”.
Jesús conocía bien los torpes pensamientos de su amigo, y por qué
preguntaba semejante cosa. Miró intensamente a Simón Pedro y éste se puso
rojo. El Zelota había palidecido. Pero tuvo el buen tino de no replicar a la
provocación de su compañero.
“No digo siete veces, Pedro… ¿Sabes que el camino hacia el reino de mi
Padre empieza, justamente, en el perdón?”
El Maestro alisó la arena roja y negra de la playa y dibujó un 7. Después
dibujó la letra “yod” (equivalente al número 10) y continuó hablando: “‘Ayin’
representa la humildad…”.
“Ayin” era la letra hebrea que resultaba de multiplicar el 7 por el 10.
“… Pues bien, Pedro, bebe en la humildad, en el 70, para ser capaz de
perdonar… El perdón te abrirá todas las puertas. La humildad es un río de vida.
Lánzate a él…”
Y el Maestro insistió: “No digo siete veces, Pedro, sino setenta veces
siete… el perdón debe ser ejercido como el comer o como el dormir… Perdona
setenta veces siete y rejuvenecerás”.
303
Pedro quedó con la boca abierta. Y el Zelota intervino: “¿Qué es más
importante, Señor, perdonar o saber olvidar?”.
El Galileo lo miró con complacencia. Y agradeció con la mirada que el
Zelota supiera perdonar las inconveniencias de Pedro.
“Si eres humilde, Simón, perdonarás, si eres compasivo, perdonarás
setenta veces siete… Si eres humilde y compasivo, quiere decir que eres
inteligente. En consecuencia, olvidarás setenta veces siete.”
“No has respondido a la pregunta –terció el guerrillero–. ¿Debo elegir?
¿Perdonar u olvidar?”
“Lo he hecho Simón, he respondido… Pero lo haré de nuevo. Perdona
siempre. Después, si lo deseas, guarda el recuerdo de la ofensa, pero que no te
devore el rencor. Eso no sucederá si has perdonado de verdad…” Miró a los
discípulos con infinita piedad y proclamó: “La memoria está libre de pecado.
Guarda lo bueno y lo malo, sin mancillarse. Por eso será lo único que os llevéis
tras la muerte… No dudes, Simón. Perdona y serás testigo de otro prodigio del
Espíritu: tu enemigo, o aquel que te haya ofendido, se alejará de ti,
misteriosamente. Y lo más importante: tú beberás paz hasta saciarte…”.
El Zelota no pudo contenerse y planteó de nuevo la “necesidad de
organizarse políticamente”. El Maestro lo dejó hablar. Finalmente, con
resignación, recordó que no estaba allí para “llenar bolsillos, sino corazones”.
“Estoy aquí para hacer la voluntad de Ab-bá. No para hacer vuestra
voluntad, ni tampoco la mía. Somos heraldos de lo invisible. No lo cambiéis por
lo humano. Dejad que el mundo resuelva sus asuntos. Limitaos a señalar el
camino que, inevitablemente, recorrerá cada ser humano, después de su
peregrinaje por la vida. Eso es lo importante.”
Siguieron en blanco. Eso nada tenía que ver con el Mesías ni con la
liberación del pueblo elegido.
“Rescatad al mundo de la oscuridad y dejad que él solo se libere del
resto.”
304
El miércoles 11 de septiembre del año 26, regresaron a Saidan. Jesús se
concedió su habitual respiro. Jasón ocupó esos tres días en tareas personales y
en una visita rápida a Nazaret. Ruth continuaba muy enferma. Y recordó las
palabras del Maestro: “No es un enfermedad de muerte…”.
Y el domingo 15, Jesús partió con la tercera pareja formada por Felipe de
Saidan y Tomás. Medio pueblo salió a despedirlos.
En esa ocasión se adentraron en la ciudad de Tariquea, por pedido de
Tomás. El Galileo complació al discípulo, siempre y cuando la visita a su familia
fuera breve. Y así fue. Tomás pudo abrazar a sus cuatro hijos…
El martes 17, abandonaron Tariquea y se dedicaron a recorrer la costa sur
del “yam”, siempre lejos de Bet Yeraj, de la ciudad de Kinneret, o de Senabris.
(El ingreso a esas poblaciones llegaría más tarde.)
Jesús reanudó los acostumbrados contactos directos y personales con el
pueblo y así fue hasta el domingo 29 de septiembre, fecha de retorno a Saidan.
Fue una experiencia cómoda y benéfica. Felipe y Tomás eran otra historia.
Felipe era encantador, divertido y espontáneo, pero apegado al dinero y sin un
gramo de imaginación. Pasaba las horas mirando un denario de plata, que jamás
usaba. Era su amigo y confidente. “¿Me abandonarás?”, le preguntaba Felipe…
Felipe discutía con el Hijo del Hombre sobre el tema.
“Este denario –decía Felipe– es mi mejor amigo…”
“Sólo es dinero, Felipe…”
“¿Hay algo más importante?”
Jesús lo miró, incrédulo.
“Dime, Felipe, ¿para qué sirve el dinero?”
Felipe contempló a su “amigo”, el brillante y limpísimo denario de plata, y
lo paseó de una mano a la otra, al tiempo que replicaba, ufano: “Lo compra
todo…”.
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“Todo, no. El dinero no sirve cuando no hay salud. El dinero no engaña a
la muerte. Tampoco te regala un solo pensamiento… Si adoras el dinero, no
prestarás la debida atención a la belleza, y mucho menos a tus semejantes. Tu
cabeza sonará como una olla repleta de ases. El dinero es niebla en el corazón.”
“Eso lo dice el que no lo necesita…”
“Tengo algunos años más que tú, Felipe, y he viajado más. Concédeme un
mínimo de credibilidad… Yo te diré para qué sirve el dinero…”
Felipe esperó, algo escéptico. No sabía que estaba hablando con un
Hombre-Dios…
“… El dinero ha sido inventado para dos cosas…”
“¿Sólo para dos? Podría mencionarte doscientas…”
“Para ayudar y para divertirse. No olvides que el dinero no es un invento
humano. Alguien, muy arriba, lo pensó antes que vosotros. El dinero es bueno
para socorrer a tus semejantes, no importa en qué circunstancias. Después, si
eres inteligente, lo emplearás en ti mismo: en tu propia diversión.”
“Además –agregó el Galileo–, ¿por qué aprecias tanto algo que no podrás
llevarte al ‘otro lado’...?”
Felipe no comprendió. La expresión usada por el Maestro la había
planteado Eliseo en el monte Hermón.
“¿El otro lado? ¿Te refieres a la China?”
“No, Felipe –el Maestro sonrió–, más lejos…”
“¿Más lejos? Imposible. China es el fin del mundo.”
“Cuando mueras, cuando pases al ‘otro lado’, el dinero se quedará aquí.
Recuerda: sólo cargarás con los recuerdos. La muerte no es lo que crees, Felipe.
El cuerpo se queda aquí. Sólo es una túnica vieja. No podrás cargar nada, salvo
la memoria. Felipe, hazme caso: en el reino de mi Padre no necesitarás dinero.
Utilízalo ahora, porque así está ordenado, y saca provecho, pero no olvides lo
que te he recomendado: los demás y tú. Sólo eso justifica el dinero. El dinero
sirve para medir y para medirte. En los cielos no hay medidas; en consecuencia,
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no hay dinero. Empléalo como una herramienta. Con el martillo, o con la red,
obtienes lo necesario para tu sustento. Pues bien, eso es todo. No te arrodilles
ante él; no compres dignidad con unas monedas. No lo persigas y el dinero te
buscará. No implores riquezas a los cielos. Hay asuntos más importantes…”
Esa noche, la falta de sal en la sopa de Felipe sirvió de pretexto para airear
un tema del que nunca habían hablado: la imaginación. Jesús dijo: “La
imaginación es como la sal. La sopa la tiene o no la tiene… La imaginación se
desarrolla y se ejercita, al igual que el cuerpo y la mente, pero no debemos
engañarnos… La imaginación es un don. Es la sal de la inteligencia”.
Jasón entendió que la imaginación aparece con el sujeto, de la misma
manera que se nace rubio o con los pies planos. Beethoven tuvo ese don y supo
ejercitarlo. Miguel Ángel, igual. Los cielos le entregaron imaginación y él la
moldeó y la pintó.
“En consecuencia, nadie debe ser culpado por carecer de imaginación…
Ab-bá es santo porque disfruta de la máxima imaginación… En verdad os digo
que no es el poder lo que distingue al Padre, sino su capacidad imaginativa. La
creación entera aspira a parecérsele…”
Como era usual, Jesús tuvo ocasión de hacer “´im” y Felipe y Tomás se
limitaron a observarlo. No hubo más.
El sábado 28 de septiembre del año 26, retornaron a Saidan. Felipe y
Tomás no aprendieron mucho, de momento, pero amaron un poco más al Hijo
del Hombre. Era una delicia escucharlo o, simplemente, contemplarlo.
El jueves 3 de octubre, Jesús emprendió una nueva aventura. En esa
oportunidad con Juan Zebedeo y Jacobo Alfeo. Zal se quedó en el caserón, al
cuidado de Abril.
¿Destino? Nadie sabía. Juan insistió, pero el Hijo del Hombre repetía:
“Confía… deja que el Padre haga su trabajo”.
Se dirigieron al sur, por la costa, y a buen paso. Se detuvieron en la aldea
de chabolas de Kursi. Jacobo deseaba ver a los suyos. Almorzaron y continuaron
en dirección sur. Y en cuestión de hora y media (hacia las 14 horas) el grupo dejó
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atrás el cauce del río y trepó a lo alto de una meseta. Allí se detuvieron. El lugar,
de unos cinco por seis kilómetros, estaba absolutamente alfombrado de verde.
El verde de miles de viñedos.
Caminaron alrededor de media hora, siempre entre viñas, hasta que
empezaron a oír unos ladridos. El Maestro ralentizó el paso. Al poco, apareció
una gran casona, de piedra negra y volcánica. La protegían cinco perros, atados
con cuerdas.
Se mantuvieron a una prudencial distancia. Al instante se presentó el
capataz. Y con una señal, ordenó silencio a los perros. Obedecieron. E invitó a
los visitantes a acercarse.
Se hallaban frente a la hacienda “Yehuda”, propiedad de la familia del
mismo nombre. Eran fariseos, pero de la rama ultraortodoxa. Se trataba de una
familia inmensamente rica. La mitad de la Gaulanitis era suya.
El Maestro solicitó trabajo.
El capataz replicó con una negativa. Los puestos de vendimiadores
estaban cubiertos. Los Yehuda tenían la costumbre de contratar con mucha
antelación. En este caso, los recolectores eran griegos. Ellos también se
ocupaban del cuidado de la plantación; la uva, de hecho, era de origen griego.
El Galileo quedó pensativo.
Y el capataz aportó una solución. Podían participar en la limpieza de las
letrinas y de los lagares.
El Maestro no dudó. Aceptó.
Y, sin más, tras acordar la paga (un denario al día), el hombre los condujo
entre las viñas, hasta llegar al campamento de los referidos griegos. El lugar,
también rodeado de viñedos, se hallaba a cosa de mil metros de la casona.
Juan estaba pálido. El Zebedeo sabía muy bien lo que le esperaba.
El campamento lo integraban diez grandes tiendas, una cocina de madera,
y dos letrinas, también construidas con tablas. Cada letrina era un gran cajón,
con un pozo excavado en el suelo. En los boquetes depositaban sendos calderos
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de metal en los que todos debían defecar, obligatoriamente. Los Yehuda eran
intransigentes. Ningún pagano podía contaminar, con sus “impurezas”, la tierra
judía. Estaba prohibido, incluso, que los griegos orinasen fuera de las letrinas.
Algunos de los gentiles eran contratados como “vaciadores” (recorrían las viñas
con cubos y recogían la orina de los vendimiadores. (Las mujeres no
participaban de la vendimia.) Una vez llenos, los calderos de las letrinas eran
sacados y transportados a lomos de asnos. Recorrían tres o cuatro kilómetros,
hasta los poblados de Eli y Zaki, respectivamente. Allí vendían la orina y los
excrementos como abono.
Jasón echó a temblar…
El capataz les asignó una de las tiendas, donde dejaron los petates, y los
condujo al sur de la casona principal. Allí, excavados en la roca calcárea, se
alineaban tres grandes lagares, con las correspondientes prensas y barricas de
roble. El trabajo del grupo consistiría en limpiar letrinas y lagares. El capataz
explicó cómo hacerlo. Era simple…, y muy desagradable.
Con los lagares no había problema. Se hallaban cubiertos de yeso y de
piedra y eso facilitaba las cosas. La faena consistía, básicamente, en el encalado
de paredes (a base de una lechada de cal a la que se añadía sulfato de cobre) y
en la limpieza de suelos. Todo era cuestión de acarrear agua limpia, y de forma
constante. Los envases de madera se limpiaban con sal común, previamente
disuelta en agua hirviendo.
Juan Zebedeo tampoco dudó. No aceptó compartir una tienda con los
“malditos griegos, cómplices de los ‘kittim’” y, mucho menos, “limpiar los
excrementos de los paganos”. Miró a Jasón, muy enfadado. El Maestro no
replicó. Siguió con lo suyo, deshaciendo el petate. El Zebedeo terminó cargando
el saco de viaje, escupió de nuevo entre las sandalias de Jasón y salió de la
tienda con prisas. Por el camino fueron cayendo maldiciones y escupitajos…
El Hijo del Hombre, Jacobo Alfeo y Jasón trabajaron en las letrinas y en los
lagares durante nueve días. Jasón, al principio, vomitó. Jacobo se cubría el
rostro con un lienzo y ayudaba con gran coraje. Jamás protestó o se lamentó.
Era un hombre sencillo y admirable. El Maestro hacía la faena cantando.
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Trabajaba en esa desagradable tarea con el mismo entusiasmo que en el
astillero o con las redes, en el “yam”.
Por las tardes, regresaban al campamento y el Maestro tenía tiempo para
asearse, y para conversar, en “koiné”, con los griegos. Era una esponja.
Preguntaba y preguntaba. Se interesaba por las familias, por las viñas, por el
salario, por sus ilusiones y proyectos… La gente terminaba tomándole cariño.
Con el gemelo casi no habló. Jacobo llegaba rendido. Cenaba algo y se
acostaba. Jasón resistía, pero el sueño terminaba venciéndole. Más de una vez
fue despertado por el Galileo. Jasón sólo tuvo una palabra para calificar el
comportamiento del Hijo el Hombre: admirable. Fue, con seguridad, el trabajo
más repugnante que llegó a hacer.
El viernes 11 de octubre del año 26, fueron reclamados por el capataz.
Hubo varias bajas entre los vendimiadores por un brote de gastroenteritis. Y los
tres se unieron a la cuadrilla de recolectores.
El Maestro continuó trabajando con la misma sonrisa. Tan pronto hacía de
“vaciador”, corriendo de un lado a otro con el cubo para la orina, como cortaba
racimos, o engrasaba las tijeras de sus compañeros. Con la uva tenía un
comportamiento único. Limpiaba con delicadeza, hablaba con los granos, los
contemplaba al trasluz, los clasificaba, separaba los estropeados, uno a uno, y
les cantaba… llenaba los cestos de mimbre, lentamente, hasta la mitad,
evitando que el peso pudiera deteriorar los racimos. Jasón le preguntó dónde
había aprendido, y el Galileo, sonriente, exclamó: “He viajado mucho, querido
‘mal´ak’.”
Al regresar al campamento, el Galileo se ocupaba de los enfermos. Seguía
haciendo “´im”…
El Maestro se hizo popular por sus canciones.
El miércoles 16, concluida la vendimia, regresaron a Saidan.
Juan Zebedeo los recibió con frialdad. Nadie preguntó, aunque todos
sabían que había ocurrido algo extraño. El gemelo Jacobo se mostró discreto y
prudente, como siempre.
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Faltaban dos parejas: las formadas por Bartolomé y el Iscariote, y Andrés
y Mateo Leví.
Tres días después, Jesús dio las órdenes oportunas. Partirían.
Y el domingo 20 de octubre, bajo un intenso aguacero, el Maestro, el
“oso”, Judas Iscariote, Jasón y Zal abandonaron el caserón de los Zebedeo.
Nadie, salvo el Galileo y Andrés, conocía el destino de aquellos expedicionarios.
Felipe, el intendente, los obligó a cubrirse con gruesos capotes de cuero
de camello, que hacían más llevadera la lluvia.
Caminaron hacia el sur, por la costa, siguiendo el curso del río Kanaf.
Entre ese río y el Zaji, había un sector de lagunas y riachuelos. En total,
24 kilómetros cuadrados de lagunas, bosques y vegetación acuática. La zona era
conocida como los “pantanos de Kanaf” o simplemente Agam (lagunas). Jasón
contó 16, muchas intercomunicadas. Los bosques eran espesos. Y las sendas
entre lagunas eran casi invisibles, camufladas por plantas acuáticas.
En cuestión de una hora, a pesar del diluvio, alcanzaron un claro en el que
se alzaban dos chozas de cañas y juncos. Las chozas se hallaban perdidas en
mitad de un “bosque” de juncos de laguna. Allí se instalaron. Y durante dos
semanas, recorrieron el resto de las lagunas y de los bosques. Era una región
habitada por cazadores de gansos y de cisnes.
Fueron dos semanas de lluvias y de apacible contacto con la naturaleza.
El dueño de la mayoría de las chozas, Gelal (Piedra labrada), los recibió
con los brazos abiertos. Era un viejo conocido de Jesús y de algunos de sus
discípulos. El Maestro lo ayudó en el astillero cuando las cosas no le iban bien
en los pantanos. Ahora, vivía de la captura de gansos y cisnes.
Jesús los acompañaba, pero nunca participaba en la caza. Los gansos eran
vendidos en Nahum y alrededores.
Con los cisnes se esmeraban. Tenían que ser capturados vivos, sin daño.
De lo contrario no había negocio. Generalmente eran comprados por patricios
romanos y por judíos adinerados.
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El “oso” de Caná disfrutaba con esas cacerías. Judas Iscariote puso mala
cara cuando supo que se quedarían dos semanas en aquel lugar, “olvidado de la
mano del Santo”. Pero siguió con el grupo, en silencio y con gesto despreciativo.
Odiaba a los galileos en general, y a los habitantes de los pantanos en particular.
Al atardecer se guarecían en sus chozas, cenaban de prisa y se apretaban
en la choza de Gelal, dispuestos a oír las mil historias que contaba “Piedra
labrada”. Jesús era como un niño, se lo pasaba en grande escuchando esas
historias. Escuchaba y hacía preguntas. Le encantaban esas fantasías, y las vivía.
Bartolomé también participó, y de qué forma. Cada noche presentaba
historias de todos los colores y tamaños. Jesús se quedaba con la boca abierta, y
Jasón más aún.
A Judas no le gustaba Bartolomé. Le parecía poco serio. En realidad, no le
gustaba nadie, empezando por el Maestro. Una mañana, aprovechando la
ausencia del “oso”, el Iscariote se acercó a Jesús y criticó el comportamiento de
su compañero, tachándolo de “frívolo e indigno”.
Jesús escuchó en silencio.
“… Además –remató Judas– está físicamente imposibilitado para caminar.
Deberíamos prescindir de él para la proclamación de la buena nueva…”
El Maestro le paró los pies sin contemplaciones: “¡Cuidado, Judas!... No te
tomes atribuciones que no tienes. Nadie debe juzgar a su hermano…”.
“Pero Bartolomé no es serio. Cuenta historias falsas…”
“El Padre no exige sólo seriedad. Te equivocas, Judas. La vida, y la vida en
el nuevo reino, es alegría… Deja a tu hermano en paz y haz bien tu trabajo. Eso
es todo.”
Judas, pálido, se alejó de la laguna. El Iscariote nunca olvidó el reproche
del Hijo del Hombre. Era rencoroso y fue sumando lo que estimaba como
afrentas a su dignidad.
Bartolomé sufría de várices. Eso lo hacía renquear al caminar, pero no era
cierto que se hallaba imposibilitado para la marcha. Judas exageraba. Y a pesar
312
de ello, el “oso” fue uno de los discípulos que más caminó. Tras la muerte del
Galileo se opuso a las ideas de Pedro y se dirigió al este. Murió en la India.
Esa mañana del 30 de octubre, miércoles, cuando Judas se alejó, Jasón se
atrevió a interrogar al Maestro sobre un asunto que lo tenía desconcertado.
¿Por qué Jesús insistía en no juzgar? Lo proclamó con Juan Zebedeo y
ahora con el Iscariote. El Maestro escuchó con atención y animó a Jasón a
caminar por la orilla.
“Tus hermanos cumplen un papel… A eso han venido… ¿Por qué juzgar lo
que desconoces?”
“No comprendo…”
“Querido ‘mal´ak’, trataré de aproximarme a la verdad…”
Eso lo entendía. No era fácil encontrar las palabras justas.
“Nada es lo que parece. Nada es lo que creéis. No estáis aquí para lo que
suponéis…
“¿Y para qué estamos en la vida? Dijiste que la vida es una cadena de
experiencias, más o menos…”
El Galileo sonrió.
“Más o menos… La vida es una experiencia… La vida es una experiencia lo
suficientemente importante como para que no se vea sujeta al azar.”
“¿Quieres decir que todo está programado?”
“Algo así…”
“Entonces, la libertad humana…”
El Galileo se puso serio, pero no respondió de inmediato. Continuó
caminando entre los juncos. De pronto se detuvo. Frente e Él se abrían dos
senderillos. Y preguntó: “¿Cuál crees que debo escoger: el de la izquierda o el de
la derecha?”.
“No sé…”
313
Y eligió el que huía por la izquierda. Tres pasos más allá se detuvo de
nuevo, miró a Jasón y declaró: “Nada es azar. Quizá llegues a creer que has
escogido el sendero de la izquierda porque así lo has decidido. No eres tú quien
elige, y sí lo eres”.
“No entiendo…”
“La casualidad no existe. Son los sabios los que se escudan en ella.”
Llevaba razón. En el siglo XX son los científicos los que más utilizan ese
vocablo. Lo que no cuadra con sus ideas es falso o casual.
“¿Por qué dices que soy el que elige, pero no…?”
“Tú eliges…, antes de asomarte a la vida. Después, ya en la materia, crees
que eres libre porque caminas por la izquierda o por la derecha…” Jesús sonrió
con cierta amargura.
“No eliges porque ya lo hiciste.”
“¿Y por qué soñamos con la libertad?”
“Porque la vida está magistralmente diseñada.”
“Yo no recuerdo haber elegido nada…”
“Claro…”
“¿Cómo que claro?”
“Pues eso… Te lo estoy diciendo. La vida es un prodigio de imaginación. Si
lo recordaras, nada sería igual…”
Jasón no veía claro el planteamiento del Maestro, pero lo aceptó. La
libertad es un bello sueño.
“¿He respondido a tu pregunta?... ¿Por qué no debes juzgar a tu
hermano…? Juzgar no es justo ni ético. ¿Qué sabes sobre lo que ha escogido tu
hermano y por qué? Todos cumplen un papel. Todo está ordenado.”
“¿Y si alguien es torturado y ejecutado injustamente?”
314
“No juzgues, ‘mal´ak’. También el mal juega un papel. Así está concebido
en la imperfección. Ni siquiera al ‘otro lado’ seréis juzgados… No lo olvides: el
orden es muy rígido. Nada es lo que dicen. Nada es lo que venden. Todo es
infinitamente mejor de lo que habéis supuesto.”
“Pero el mal…”
“El mal no procede del norte, como declara Jeremías (el profeta se refería
a un desastre que desde el norte asolaría a los moradores de esas tierras,
refiriéndose a la destrucción de la Ciudad Santa y al destierro de los judíos a
Babilonia en el año 586 a. J.). Yo he venido a cambiar eso…”
E hizo una declaración histórica: “… El mal acompañará al ser humano
hasta que los ángeles rebeldes sean juzgados. El mundo, entonces, retornará a
la luz”.
“¿Quieres decir que el mal, tal y como lo entendemos, tiene los días
contados?”
“No tengas la menor duda, ‘mal´ak’. Nada es para siempre.”
“¿Cuándo será eso?”
Jesús volvió a sonreír con picardía, pero no contestó, al menos, con
palabras. Se alejó unos pasos y buscó un barrizal. Jasón fue tras Él. Partió un
junco, se colocó en cuclillas frente al barro, y empezó a escribir en arameo. Lo
que leyó Jasón fue: “Pregunta al tercer ‘mal´ak’”.
Y se alejó, divertido. La laguna terminaría borrando la frase.
“¿Quién será el tercer mensajero?”, se preguntó Jasón.
Regresaron a Saidan el sábado 2 de noviembre de ese año 26. Todo
continuaba igual.
Y el miércoles 6 de noviembre, partieron hacia la última aventura en el
“yam”. La pareja la formaban el tranquilo Andrés y Mateo Leví, el publicano.
Mateo sería el primero de los discípulos que comprendió el mensaje del Hijo del
Hombre. Pasarían dos semanas en la costa occidental del “yam”.
315
Esa mañana desembarcaron en la zona de En Sheva, hoy conocida como
Tabja o “lugar de las siete fuentes”. En Sheva se encontraba entre las
poblaciones de Ginnosar, al sur, y Nahum, al norte. Era un espléndido jardín en
el que brotaban tres fuentes principales y numerosos manantiales satélites que
surtían a Nahum, y a un complejo laberinto de acequias, así como a la más
importante concentración de molinos harineros del lago. Jasón contó nueve. En
el centro del gran jardín, entre palmerales, huertos y árboles frutales llegados
de medio mundo, se abría una gran piscina octogonal, que recogía las aguas de
un venero espectacular. Era un manantial de agua sulfurosa, que afloraba a
27 grados Celsius.
En el jardín de En Sheva se elaboraba la harina para buena parte del
“yam” e, incluso, para Jerusalén. Junto a los molinos harineros se alzaban otros,
destinados al aserrado de madera, la trituración de la aceituna y la uva, y
también a la molienda de pimienta.
En Sheva tenía fama por el pan: hogazas de trigo, de centeno, de cebada y
de una mezcla de pan negro y blanco, que en ocasiones lo cocían con pasas, con
nueces, o con miel y almendras.
Tanto el Maestro como los discípulos conocían el lugar y a su gente.
Les dieron autorización, y el grupo acampó muy cerca de la piscina de
agua sulfurosa. Jesús sabía… Aquellos baños, a veintisiete grados Celsius, fueron
una bendición.
Allí permanecieron hasta el sábado 9. Jesús hizo “´im” a placer. Convivió
con la gente y trabajó como molinero y como panadero. Cuidó de las muelas de
piedra. Engrasaba las espigas de hierro, limpiaba el grano, pasaba la harina por
los cedazos y la cernía al son de su canción favorita: “Dios es ella”. Terminó
paleando en los hornos.
Supo de los problemas de todos. Jesús de Nazaret era un maestro a la
hora de escuchar. En aquel tiempo, como ahora, nadie escuchaba a nadie.
Andrés fue cómplice de Jesús en esos menesteres del contacto directo y
personal. El discípulo creía en esa estrategia, y lo demostró a lo largo de su vida.
316
Ayudaba en todo y era siempre el primero en sentarse a los pies de Jesús y
escuchar.
Mateo parecía más triste de lo normal. Colaboraba, pero siempre que
podía se retiraba a un rincón, cabizbajo.
El sábado 9, levantaron campamento y se trasladaron a un kilómetro de
En Sheva, hacia el sur. La zona seguía siendo un próspero jardín. El Maestro y
Andrés decidieron que la laguna Minnim, a orillas del “yam”, era el lugar
adecuado para acampar.
Se hallaban relativamente cerca de la vía Maris, la calzada romana que
rodeaba el mar de Tiberíades. Entre dicha calzada y el “yam”, alguien, con gran
sabiduría, había dispuesto decenas de “invernaderos”, en los que cultivaban
todo tipo de flores, al estilo de las plantaciones del valle del Jordán. La totalidad
de los “invernaderos” era propiedad de Herodes Antipas. Herodías, la esposa
del tetrarca (amo y señor de la Galilea y la Perea), era una de las principales
“clientes”.
Los “jammá” eran cuidados por un ejército de campesinos, la mayor parte
de origen etrusco, dirigido por un anciano matrimonio, procedente del valle de
Fiora, en Italia.
Jesús pasó muchas horas con ellos, trabajando y dialogando. El
matrimonio amaba las flores por encima de todo, y en especial, los iris. Ambos
eran expertos en hibridación. Vivían como sus flores: al día. Jamás hablaban del
futuro. “Eso es un invento de Roma”, decían. Jasón llegó a contar más de cien
especies del género “Iris”. Habían logrado cruzas que proporcionaban colores
asombrosos: bronce, burdeos, frambuesa, naranja púrpura y veinte tonalidades
de azul.
El Maestro trabajó también en los “invernaderos” y supo de las penurias
de los campesinos.
Con el matrimonio, en una oportunidad, el Maestro se dejó llevar por la
intuición y habló sobre la belleza y la inteligencia de Ab-bá a la hora de crear.
Fue un monólogo excepcional. Todos quedaron con la boca abierta y
gratamente sorprendidos. No, todos no…
317
Jasón reparó en Mateo Leví. Estaba sentado cerca del Maestro. Los ojos
azules estaban húmedos y sus labios aleteaban ligeramente.
El Maestro prosiguió, entusiasmado, y, de pronto, Mateo se vio asaltado
por un llanto incontenible. Jesús se detuvo. Todos miraron al discípulo. Andrés,
solícito, echó el brazo sobre los hombros del “gabbai”, tratando de consolarlo.
Le preguntó a su amigo cuál era el problema, pero Mateo bajó la cabeza y gimió
desconsolado.
El publicano, finalmente, terminó confesando. Jesús hablaba y hablaba de
la maravillosa “bellinte” (belleza e inteligencia) del Padre en toda su creación,
pero él no podía apartar de su mente la imagen deforme y vencida de Telag, su
hijo con síndrome de Down.
“¿Dónde está la ‘bellinte’ en alguien así? Telag es un endemoniado…”
Jesús replicó, negando con la cabeza.
Pero Mateo, con la vista baja, no lo vio. Y relató cómo el niño envejecía
por momentos, y cómo todo el mundo huía de él. Por aquella casa, en Nahum,
había peregrinado lo mejorcito de los “rofés” o “auxiliadores” (médicos), y no
digamos el gremio de los brujos, caldeos, echadores de cartas, astrólogos,
hechiceras y demás tunantes. Mateo llevaba gastada una fortuna, inútilmente.
Le recomendaron de todo para curar a Telag: polvo de hormigas; cenizas de las
pezuñas de los onagros; respirar aliento de palomas; mirarlas a los ojos días
enteros; criarlas en la casa como si fueran reinas; que Telag durmiera en
contacto con un perro pequeño; que comiera polluelos de halcón; carne de
víbora, desollada, con gran cantidad de agua y aceite de oliva; carne de
serpiente cascabel; bilis verde de víbora y, muy especialmente, que bebiera
sangre de cobra, macerada con miel… Estaba desesperado.
Cuando Mateo se calmó, Jesús insistió: “Tu hijo no es un endemoniado…”.
El publicano seguía sin prestar atención al Hijo del Hombre.
“Sé que todo se debe a mis muchos pecados…”
“Mateo –el Galileo levantó el tono de voz–, Telag no es consecuencia de
tus culpas…”
318
El publicano miró a Jesús e intentó comprender.
“Nadie puede ofender al Padre, aunque lo pretenda…”
Mateo, Andrés y el matrimonio etrusco no entendieron. No importaba.
Jesús continuó.
“Telag forma parte de los designios de Ab-bá”
“Entonces –musitó el publican–, ¿qué es?, ¿por qué ha nacido así?”
El Maestro repitió, y con énfasis: “Telag no es un endemoniado, ni
tampoco la consecuencia de tus muchos pecados… ¿Tus muchos pecados…? –
sonrió el Maestro y añadió–: con los dedos de una mano podría contarlos…”.
“¿Qué es Telag?”, preguntó Mateo.
“¡Un ‘guibôr’!”
Jesús usó el hebreo, no el arameo. “Guibôr” significa “héroe”.
Todos miraron a Jesús, perplejos.
El Maestro leyó en la mente de su desdichado discípulo: “No me burlo,
Mateo…”.
“Lo sé, rabí, pero no entiendo… ¿Telag es un héroe?”
Y Jesús procedió a explicar lo que había avanzado en los pantanos de
Kanaf: eliges antes de nacer…
“¿Cómo puede ser que alguien elija una cosa así?”, musitó Mateo.
“En el reino del espíritu –proclamó Jesús– hay leyes y razones que la
materia ignora… Ellos escogen encarcelarse en sí mismos y viven una dramática
experiencia… La más dramática… ¿Entiendes por qué los llamo héroes?”
El Hijo del Hombre se apresuró a declarar: “Esos héroes, además,
multiplican el amor, allí donde están, y allí por donde pasan. Nadie ama tanto
como el que ama a una de estas criaturas…”.
Rectificó: “Nadie ama tanto como el que ama a una de estas maravillosas
criaturas…”.
319
Mateo, atónito, dejó de sollozar.
“Mateo, nadie ejerce la generosidad, y el amor puro, como lo hacen los
padres y los cuidadores de estos seres… irrepetibles.”
“Sí, hijos míos… Telag, y los que son como él son en realidad héroes…
Hace falta mucho valor para llevar a cabo un trabajo de esta naturaleza… Ellos
también construyen el mundo, y con amor puro. Mateo, no mires sólo las
vestiduras de Telag… Aprende a mirar el interior de las personas. La lectura no
es la misma…”
El Maestro observó intensamente a Mateo y preguntó: “¿Crees ahora que
Telag es una ‘bellinte’?”.
Jesús prosiguió, con la voz quebrada por la emoción: “Arrodillemos el
alma cuando estemos en presencia de un ‘guibôr’… Son la admiración de los
cielos”.
Mateo y Andrés estaban pensativos, muy pensativos…
“¡Confiad!... La belleza de Telag es infinitamente mayor que la de un iris.”
Mateo se alzó y, sin mediar palabra, abrazó al Galileo, y el discípulo lloró
de nuevo… de alegría… Todos lloraron.
Y el sábado 16 de noviembre, el grupo regresó a Saidan.
El Maestro continuó enseñando y pescando. Los doce ardían en deseos de
salir a los caminos y proclamar la buena nueva.
“Todo a su momento – decía–. Conviene esperar la voluntad de Ab-bá.”
El mes de diciembre fue tranquilo. Y así terminó ese año 26…
BIENAVENTURANZAS
El 12 de enero de ese año 27 de nuestra era, domingo, a eso de la hora
quinta (once de la mañana), recién llegado del “yam”, el Maestro reunió a los
320
doce e hizo un gesto para que Jasón se uniera a ellos. Su perro Zal quedó en el
caserón de los Zebedeo.
Nadie sabía adónde se encaminaban.
Desembarcaron en Nahum y, en silencio, dejando la población, se
dirigieron hacia el noroeste. Al poco, ascendían por una colina.
El cielo se nubló, de repente. Y empezó a soplar el viento, fuerte y
silbante. Quizá lloviese.
Los discípulos hacían comentarios, pero nadie conocía las intenciones del
Maestro, quien siguió ascendiendo en cabeza.
Hacia las 13 horas alcanzaron la cumbre. Jesús dejó que sus hombres se
recuperasen. Luego solicitó que se sentasen en la hierba. Formaron un círculo en
torno a Él. Jasón permaneció de pie, por detrás del círculo.
El Maestro esperó unos segundos. El viento agitaba la blanca túnica. La
temperatura había descendido. Todos se cubrieron con los mantos. El Galileo
portaba, como siempre, su ropón color vino. Miró a sus discípulos, uno por uno,
con especial ternura. Jasón también recibió el regalo de aquella mirada color
miel. No tardaría en llover.
Finalmente, el Hijo del Hombre, anunció: “Ha llegado la hora… Deseo
proclamaros mis embajadores…”.
Los íntimos se miraron unos a otros.
Y Jesús continuó: “Hermanos míos, ha llegado la hora del reino… Os he
traído aquí para que sintáis, de cerca, la presencia de Ab-bá”. Miró fugazmente
a Jasón.
“A partir de hoy, seréis distintos… Quiero que proclaméis mi mensaje con
fidelidad… Quiero que proclaméis el mensaje del Padre con fidelidad. En
especial cuando yo no esté. Olvidad los asuntos terrenales. Olvidad las
rivalidades. Olvidad quién es más y quién es menos. Todos sois superiores a
todos… No lo olvidéis… Sois hijos de un Dios.”
Se detuvo. También el viento quedó quieto.
321
“¡Sois inmortales por expreso deseo de Ab-bá! ¡Sois inmortales, hagáis lo
que hagáis, y penséis lo que penséis…!”
Los discípulos lo miraban, incrédulos.
“Olvidad prohibiciones. Olvidad dogmas. Olvidad la política.”
Jesús y Jasón cruzaron otra mirada. Jasón comprendió…
“¡Olvidadme, incluso! ¡Olvidad mi persona, si lo deseáis, pero no dejéis
que el olvido ahogue el mensaje del Padre!”
“Nunca te olvidaremos, Maestro… –protestaron por lo bajo Pedro y Juan
Zebedeo–. ¿Y cuál es ese mensaje?”
Jesús lo había repetido decenas de veces. Pero volvió sobre ello: “El Padre
no es lo que dicen… ¡Sois sus hijos! ¡Sois inmortales por naturaleza! A eso he
venido: despertad a los dormidos, hablad de la inmortalidad a los que sufren la
oscuridad de la ignorancia, liberad a los oprimidos de espíritu, cargad los
corazones de alegría, respetad todas las opiniones, no vendáis…”.
El rostro de Jesús se iluminó.
“Este reino invisible y alado del que os hablo es el reino que añora la
humanidad, desde siempre y para siempre… En verdad os digo que ese reino
llegará. Vosotros, ahora, sois los primeros heraldos. No os apartéis de lo que
predico…”
Pedro estalló: “¡Nunca, rabí! ¡Jamás nos apartaremos!”.
“Buscad el nuevo reino en vuestras mentes y el resto llegará por
añadidura.”
Entonces, el Maestro habló de algo que dejó perplejos a los doce, y para
lo que Jasón no halló explicación: “En verdad os digo que ese reino está tan
cerca que uno de vosotros no morirá hasta que no lo haya visto…”.
Por último, hizo un nuevo anuncio de su muerte, pero ninguno captó las
palabras del Galileo: “Y cuando me haya ido: difundid mi mensaje…”.
322
(Lamentablemente, no tuvieron en cuenta sus palabras. Cuando el
Maestro murió, Pedro y una parte del grupo renegaron del mensaje…, y
terminaron fundando una Iglesia.)
Los discípulos seguían sentados e hicieron algunos tímidos comentarios
entre ellos. No sabían de qué hablaba el rabí.
A lo lejos, relampaguearon algunas culebrinas.
El Maestro prosiguió. Solicitó a los discípulos que se colocaran de rodillas,
y así lo hicieron.
Acto seguido, en mitad de un sonoro silencio, elevó el rostro hacia las
nubes, entornó los ojos y murmuró algo, al tiempo que alzaba los brazos y
presentaba las palmas de las manos.
Instantes después, el Hijo del Hombre caminó hacia Judas Iscariote,
colocó las manos sobre la cabeza de éste y, sin tocar los cabellos, dejó que
corrieran los segundos.
Y el Maestro comenzó a cantar. Fue un cántico suave, melodioso y lleno
de misterio.
“Cuando regrese…, querido Judas, tu dignidad será restablecida…”
El Iscariote se removió inquieto. No comprendió. Nadie entendió. Jasón
tampoco…, entonces.
Jesús se dirigió a Tomás. Situó las manos sobre la cabeza del discípulo y
volvió a entonar un cántico, al tiempo que dirigía los ojos al cielo: “Cuando
regrese…, querido Tomás, tú serás el profeta…”.
Después pasó al primero de los gemelos, y volvió a cantar: “Cuando
regrese…, querido Jacobo, tú serás…”. Cuarto discípulo: el segundo gemelo:
“Cuando regrese…, querido Judas, tú anudarás los pactos…”.
A continuación llegó frente a Simón el Zelota y repitió la imposición de
manos, cantando: “Cuando regrese…, querido Simón, nada permanecerá
oculto…”.
323
Mateo fue el siguiente: “Cuando regrese…, querido Mateo, el mundo será
del Padre…”.
Seguía tronando en la lejanía. Los cumulonimbos se aproximaban
peligrosamente.
“Cuando regrese…, querido Bartolomé, lo valioso flotará a simple vista…”
Y le tocó el turno al intendente: “Cuando regrese…, querido Felipe, habré
vencido para siempre…”.
Santiago Zebedeo dejó hacer a su amigo.
Jesús colocó las largas manos sobre la cabellera del “hijo del trueno”, alzó
la mirada hacia las nubes y volvió a sus cánticos.
Una fuerte tronada se desplomó sobre la colina. Y empezó a llover
mansamente. Nadie logró oír a Galileo.
Jesús permaneció con el rostro encarado a los cielos. Y el agua fue
iluminándolo.
El Maestro, sin prisa, se desplazó hacia Juan Zebedeo y repitió la
imposición: “Cuando regrese…, querido Juan, el mundo será anclado en la luz…”.
Todos estaban empapados.
Y el rabí se colocó frente a Simón Pedro.
“Cuando regrese…, querido Pedro, tú me precederás…”
Pedro miró a su alrededor, buscando que alguien le explicara. Nadie lo
hizo. Nadie supo de qué hablaba el Maestro.
Y llegó frente a Andrés. Situó las manos sobre la cabeza del primero de los
seleccionados y cantó, feliz: “Cuando regrese…, querido Andrés, no habrá
palabras, ni tampoco explicaciones…”.
Otro trueno merodeó cerca.
Y el Maestro, con las ropas y el cabello chorreantes, salió del círculo y se
dirigió a Jasón. Éste, instantáneamente, se arrodilló e inclinó la cabeza. Y el
324
Galileo situó las manos muy cerca de sus blancos cabellos. Jasón notó la energía
que emanaba de aquel Hombre.
Y el Maestro cantó, con ímpetu: “Cuando regrese…, querido ‘mal´ak’
(mensajero), la noche se retirará y seré venerado como el Divino…”.
En esos instantes, todo se volvió azul: la lluvia, la colina, las nubes, las
ropas, los rostros… Fueron segundos. Todo era azul…
Dejaron de oírse los truenos, dejó de oírse el viento y el ruido de la
lluvia… Y todos experimentaron una indescriptible sensación de paz y de
ingravidez. Todo parecía flotar en derredor.
Los discípulos recordaron las palabras del rabí: “… Os he traído aquí para
que sintáis, de cerca, la presencia de Ab-bá”. Instantes después, el azul
desapareció.
Dejó de llover. Las ropas estaban secas. Los discípulos se miraron
desconcertados. ¿Cómo era posible? Y todos se abrazaron… Quizá era la hora
nona (tres de la tarde).
Las nubes se retiraron y la luz se dejó caer sobre la colina.
Los íntimos se sentaron de nuevo.
Y el Maestro habló así: “Ahora, amigos míos, ya no sois como los demás…
Ahora sois embajadores de un reino invisible y alado… Debéis comportaros
como tales. Sois como esos seres maravillosos que conocen la gloria del Padre y,
sin embargo, renuncian a ella, y acuden en auxilio de las criaturas del tiempo y
del espacio…”.
Jasón quedó atónito. Jesús lo buscó con la mirada e hizo un guiño de
complicidad. Seres descendentes. Seres que lo tienen todo, que viven en la
perfección y que, no obstante, aceptan “descender” a la materia…, para
socorrer, aliviar y dirigir a muchos… Operación “Misericordia”. Jesús conversó
en detalle sobre ello con Jasón…
Los doce seguían con las miradas extraviadas. No entendían.
325
Y el Señor continuó: “Algunas de las cosas que estoy a punto de
desvelaros os parecerán duras… Es la ley del nuevo reino: nada se consigue
durmiendo…”.
“En breve os enviaré para que retiréis la venda de los ojos del mundo…
Atended mi mensaje: ¡fuera el miedo!... ¡El que hace la voluntad de Ab-bá no
volverá a caminar en tinieblas! Cuando encontréis a mis hijos afligidos,
habladles con ánimo y decidles lo siguiente.”
“Bienaventurados los que saben leer el arco iris, porque ellos están en el
camino.”
“Bienaventurados los que son perseguidos por causa de su rectitud,
porque de ellos es el reino de los cielos.”
“Bienaventurados los que viven la soledad del alma, porque ellos han
recorrido la mitad del camino.”
“Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados los hijos
de Dios.”
“Bienaventurados los que no temen, porque ellos han hallado a Dios en su
mente.”
“Bienaventurados seréis cuando os maldigan y os persigan y digan toda
clase de mal contra vosotros, falsamente, porque grande será vuestra
recompensa en el reino.”
“Bienaventurados los que saben, y callan, porque ellos serán
ensalzados…, algún día.”
“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán
misericordia.”
“Bienaventurados los que eligen nacer en la imperfección, porque ellos
serán doblemente recompensados.”
“Bienaventurados los que sufren el luto, porque ellos serán consolados.”
“Bienaventurados los buscadores de la verdad, aunque no la encuentren,
porque ellos serán recompensados con la búsqueda.”
326
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán el Espíritu.”
“Bienaventurados los que no buscan felicidad, porque ellos serán hallados
por la felicidad.”
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios
mucho antes.”
“Bienaventurados los que no mienten, porque a ellos no les importa que
los engañen.”
“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra como
heredad.”
“Bienaventurados los que se entregan a la voluntad de Ab-bá, porque
habrán encontrado la verdad.”
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de rectitud, porque ellos
serán saciados.”
“Bienaventurados los que se aman a sí mismos, porque habrán empezado
a amar a los demás.”
“Bienaventurados los humildes y los pobres de espíritu, porque de ellos
son los tesoros del reino.”
“Bienaventurados los que desaprenden, porque ellos renacen.”
(Estas “Bienaventuranzas” son el célebre “sermón de la montaña”. En
realidad, de la colina, con sus correspondientes variaciones.)
Y el Maestro continuó hablando.
En síntesis, esto es lo que Jasón acertó a oír:
“Vosotros sois la sal de la tierra… No perdáis nunca la curiosidad y la
confianza…”
“Vosotros sois la luz del mundo… Una ciudad asentada en un monte no se
puede esconder… Brillad e iluminad a las gentes… Que digan: son especiales…”
“Os envío al mundo para que me representéis pero, sobre todo, para que
gritéis mi mensaje: el hombre es hijo de un Dios.”
327
“Confiad en el Padre. No resistáis las injusticias por la fuerza. No os
vendáis al poder, si vuestro prójimo os golpea en la mejilla derecha, poned
también la izquierda…Sufrid, antes que pleitear entre vosotros…”
“No utilicéis el mal contra el mal… No respondáis a la injusticia con la
venganza.”
Los discípulos oían, asombrados. No era eso lo que algunos creían ni lo
que pretendían. Roma merecía el peor de los castigos…
“Y yo os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian,
bendecid a los que os maldicen, y orad por los que os ultrajan.”
El Iscariote hizo ademán de levantarse y abandonar el grupo, pero Andrés
lo obligó a permanecer sentado. El Maestro se dio cuenta, pero prosiguió.
“Y haced todo aquello que creáis que yo haría por vosotros.”
Se detuvo unos segundos, contempló a los doce y, alzando la voz, reiteró:
“¡Sois hijos de un Dios!... Se os ha entregado la luz. Regaladla, de la misma
forma que vosotros la habéis obtenido gratuitamente. No vendáis. Limitaos a
mostrar… Que cada cual decida.”
El Maestro buscó a Jasón con la mirada y proclamó: “Es más importante
insinuar que convencer… Dejad que el Padre haga su trabajo”.
“No cometáis el error de quitar la mota del ojo de vuestro hermano
cuando haya una viga en el vuestro. Retirad primero la viga, para poder
despejar la mota…”
Mateo Leví fue el único que asintió con la cabeza. El recaudador
empezaba a tomar ventaja sobre el resto. Era más despierto y sensible.
“Vivid sin miedo. Junto al Padre, nada os faltará. No temáis. Él está
dentro, en vuestras mentes…”
Tampoco captaron la gran verdad. Aunque Jesús había hablado de la
“chispa divina” que nos habita, ellos seguían anclados en el Yavé colérico y
enojado. ¿Cómo no vivir atemorizado en una sociedad tan rígida y legalista
como la judía?
328
“Habéis oído que se ha dicho: si el ciego conduce al ciego, ambos caerán
al abismo. Si queréis guiar a otros hacia el reino invisible y alado de mi Padre,
debéis caminar en la luz… Escuchad mis palabras y, sobre todo, mantenedlas
cuando yo me haya ido.”
“No perdáis el tiempo con los que no desean oír… No arrojéis lo santo a
los perros… No echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y
después os despedacen.”
“Estad atentos. Muchos falsos profetas vendrán a vosotros vestidos como
corderos. Son lobos…”
“Por sus frutos los conoceréis… Lo importante no es lo que dice el ser
humano, sino lo que hace.”
Respiró hondamente y concluyó: “Más aún: lo importante ni siquiera es
eso. Lo importante es lo que siente…”.
Jasón sintió admiración y gratitud.
Ahí terminó la enseñanza. A una señal del Maestro, los doce se levantaron
y descendieron la “colina de las bienaventuranzas”.
Por el camino discutieron. Jesús marchaba en solitario, en cabeza, con sus
típicas zancadas. No hubo forma de que se pusieran de acuerdo. Daba la
sensación de que hubieran asistido a sermones distintos.
Esa noche, tras la cena en el caserón de los Zebedeo, el Maestro hizo un
anuncio: en una semana viajarían a la Ciudad Santa.
“Ha llegado la hora. Despertemos al mundo…”
Jesús mantenía el cáliz de metal entre los dedos. Contempló a sus
hombres y comprendió que estaban confusos.
Andrés, finalmente, resumió el sentir general: “Maestro, no acertamos a
entender tus palabras sobre el reino…”.
“Encontráis difícil mi mensaje porque tratáis de construir mis enseñanzas
sobre lo ya establecido. ¡Despertad! Es preciso que desaprendáis para renacer…
Os lo he dicho.”
329
Los discípulos prestaron toda su atención, pero no fue suficiente.
Y el Maestro insistió: “La buena nueva no puede ser acomodada a lo que
ya existe. ¡Desaprended! Os lo pondré más fácil. No estoy aquí para destruir,
sino para iluminar y refrescar la memoria del hombre. Habéis olvidado quienes
sois, de dónde procedéis y hacia dónde os encamináis, inexorablemente…”.
“¡Inexorablemente!”, subrayó el rabí.
“¿Hacia dónde vamos, Señor?”
La pregunta del “oso” de Cana, Bartolomé (o Natanael) conmovió al
Galileo. “Hacia el Padre, hacia la perfección…”
“¡Inexorablemente! –volvió a repetir–. Os lo pondré más fácil aún…
Abandonaos a la voluntad de Ab-bá y se hará la luz en vuestras mentes…”
“¿Así, sin más?”
“Así, Bartolomé, sin más.”
“Maestro, si tienes algún nuevo mandamiento, nos gustaría oírlo.”
Era Simón Pedro. Y el Galileo se lo dijo: “No juzgues jamás. Os lo dije”.
La conversación se animó y el callado Santiago Zebedeo propuso algo:
“Maestro, ¿qué debemos enseñar a la gente sobre el divorcio?”.
“No he venido a legislar, ni para caer en la tentación de modificar los
asuntos mundanos. Si lo hiciera, el natural devenir de la sociedad lo rectificaría.
Lo que es bueno hoy, no tiene por qué serlo mañana…”, manifestó el Maestro,
mirando intensamente a Jasón.
Santiago seguía colgado en la duda y Jesús lo percibió. Pero fue Tomás, en
trámites de divorcio, quien le salió al paso al Maestro: “¿Qué tiene que ver el
Santo, bendito sea su nombre, con el matrimonio?”.
El Galileo esbozó una pícara sonrisa.
“En realidad, nada… De hecho, Tomás, en el nuevo reino no hay
matrimonio, ni tampoco lazos familiares.”
“Entonces no hay suegras…”
330
La ocurrencia de Pedro fue muy aplaudida.
“Tampoco suegras –admitió el Hijo del Hombre–, ni padres, ni
hermanos…”
“En otras palabras –resumió Tomás–: el matrimonio no es sagrado…”
“Es un pacto humano”, replicó Jesús. Y añadió mordaz: “¿Por qué os
empeñáis en pisarle la cola a Dios?”.
Lo miraron con la boca abierta. Sólo Él hablaba del Padre con semejante
desparpajo. Sin embargo, era un desenfado agradable, no rechinaba.
“Tropezáis con mis enseñanzas porque interpretáis el mensaje
literalmente. Mirad más allá de las palabras. El mensaje es más importante que
yo… No me imitéis. No luchéis con el mundo. Despertadlo. Con eso es
suficiente.”
Dudó, pero lo dijo: “Si no estáis de acuerdo, dejadlo ahora…”. Lo
contemplaron, perplejos.
Jesús guardó silencio y continuó acariciando el cáliz. Zal, su perro, se le
aproximó, introdujo la cabeza entre el brazo y el costado izquierdo y empezó a
lamer las barbas de su amo. Los “besos” del perro fueron un mudo reproche a
los íntimos.
El Galileo acarició las orejas de Zal y siguió con los ojos bajos. Se sentía
solo. Los discípulos cambiaron impresiones y Pedro habló en nombre de todos:
“Maestro, seguiremos contigo… Estamos preparados para pagar el precio…”.
Dudó, miró al resto, y Andrés lo animó con las manos para que siguiera.
“Quiero decir, Señor –señalando la copa–, ¡beberemos contigo ese cáliz!”
El Maestro, tras un denso silencio anunció: “En ese caso, si deseáis ser mis
discípulos, seguidme…” Y añadió: “A partir de ahora, cuando hagáis limosna,
hacedlo en secreto. Que vuestra mano izquierda no sepa lo que hace la
derecha… Cuando oréis, apartaos a solas con el Padre, y habladle de tú. Huid de
las oraciones hechas y vacías. Manifestad vuestros deseos e inquietudes. Ab-bá
os escucha siempre. Él está en el interior… Lo lleváis a todas partes… Y recordad
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igualmente que el Padre sabe lo que necesitáis, incluso, antes de que lo
solicitéis… Huid del ayuno… No acumuléis riquezas. Dejad que el Padre haga su
trabajo…”
“La lámpara del cuerpo es el ojo… Si vuestro ojo es generoso, todo
vuestro cuerpo será luz. Si vuestro ojo es mezquino y egoísta, vuestro cuerpo se
llenará de oscuridad…”
Tomás preguntó: “Señor, ¿debemos seguir compartiéndolo todo?”.
“Sí, Tomás. Es preciso que seamos una gran familia. Ahora sois
embajadores del reino y eso significa trabajo en exclusiva. Como sabéis bien,
ningún hombre puede disparar dos arcos a la vez. No podéis servir a Ab-bá y al
dinero. O uno u otro…”
Pedro, impulsivo como siempre, gritó el nombre de Ab-bá.
El Maestro sonrió y terminó su exposición: “En ese caso, permaneced
tranquilos. No os preocupéis de la comida o del vestido. El Padre sabe… Buscad
primero el reino de Dios. Cuando encontréis la puerta, comprobaréis,
maravillados, que el resto se os entregará por añadidura, y antes de que lo
solicitéis…”.
A Mateo le brillaban los ojos.
Aquel Ser tan especial sabía transmitir confianza…
Jesús acarició de nuevo la cabeza de Zal y comentó: “Miradle. No sabe
que es un perro, pero confía en su amo. Y yo, lo sabéis, estoy pendiente de él…”.
Asintieron.
“Pues bien, si Dios cuida, y tan amorosamente, de una criatura como Zal,
¿cómo no va a ocuparse de vosotros, que valéis infinitamente más que un
perro?”
Juan Zebedeo intervino y preguntó algo que todos sabían. “Maestro,
¿quién es mi prójimo?”
Jesús no cayó en la trampa.
“Mira a tu alrededor…”
332
“¿Roma es mi prójimo?”
El Iscariote y el Zelota aguardaron, impacientes.
“Juan –replicó el Hijo del Hombre con resignación–, no me verás tomar
partido en las disputas políticas, sociales, económicas o militares… No he venido
a eso, y lo sabes…”
“Pero, Maestro, Roma…”
El Maestro no permitió que siguiera. Y zanjó la cuestión: “Mi trabajo es
sembrar esperanza. He venido a este mundo a revelar al Padre Azul y a
despertar una memoria dormida: sois inmortales… ¿Recuerdas? ¡Sois hijos de
un Dios y, en consecuencia, físicamente hermanos!”.
El Iscariote no pudo contenerse: “¡Roma esclaviza!”.
“Judas, sed astutos como serpientes e inocentes como palomas…”
“Os envío como corderos entre lobos...”
Lo contemplaron sin saber a qué se refería.
“Os envío a un mundo que vive en tinieblas. Permaneced atentos… Aun
así, vuestros enemigos os conducirán ante los jueces y os condenarán…”
Guardó silencio un par de segundos y concluyó: “Algunos de vosotros
seréis ajusticiados…”.
Ninguno se dio por aludido. Realmente no sabían…
El Zelota se animó y, venciendo la timidez, preguntó al Maestro: “¿Somos
todos los hombres hijos de Dios?”.
“Si, Simón…”
“¿También los ‘kittim’?”
“También los romanos. A eso he venido, querido Simón, a proclamar la
buena nueva: los seres humanos, incluso los malvados, son hijos de Ab-bá. Ése
es mi mensaje.”
333
Y Juan Zebedeo volvió a preguntar: “Maestro, ¿qué es el reino de los
cielos? ¿Cómo es posible que unos miserables, como los ‘kittim’, estén llamados
a ese reino?”.
Jesús negó con la cabeza, desaprobando la pregunta del Zebedeo. Pero
respondió.
“Todos los hombres y mujeres, amigo Juan, cumplen un papel en la vida.
Tú, ahora, no lo entiendes. Sé humilde y acepta que Ab-bá es antes y más que
tú…”
Esta vez fue Juan quien negó con la cabeza.
“El reino de los cielos se basa en tres cosas esenciales –prosiguió el Hijo
del Hombre–: reconocimiento de la soberanía del Padre, aceptación de la
filiación ente las criaturas y ejecución del principio de principios: ‘que mi
voluntad sea tu voluntad’...”
Los miró, uno por uno, y proclamó rotundo: “Éste es el mensaje que
quiero que transmitáis a los hombres”.
Así terminó aquel imborrable domingo 12 de enero…
El viernes 17 de enero del año 27, el Maestro volvió a sorprenderlos. Al
día siguiente, con las primeras luces, ascenderían nuevamente a lo alto de la
colina de las Bienaventuranzas. No dio explicaciones. Nadie entendía nada. Lo
único concreto era que partirían el domingo 19 de enero, y en dirección a la
Ciudad Santa, siempre por el valle del Jordán. Allí, en Jerusalén celebrarían la
fiesta de la Pascua. Pero eso sería en abril… Faltaban casi tres meses.
El sábado 18, Mateo Leví y Simón el Zelota, que residían habitualmente en
Nahum, se unieron al resto del grupo y emprendieron el camino hacia la colina.
Hacia la tercia (nueve de la mañana), coronaron la cumbre. El Maestro solicitó
que los doce se sentaran, en círculo, y así lo hicieron.
Jesús, en el centro, los fue contemplando uno a uno, al tiempo que
acariciaba una pequeña bolsa que colgaba de las cuerdas que hacían de cinto.
Luego comenzó a caminar dentro del círculo y recordó a los discípulos el
mensaje que deseaba que transmitieran al mundo. No dijo nada nuevo, excepto
334
un par de frases: “… Y cuando llegue el momento, cuando tengáis que hablar, no
os preocupéis de lo que tenéis que decir… El Espíritu que os habita hablará por
vosotros…”.
Jasón entendió que se refería a la “chispa”. Los discípulos, sin embargo,
no comprendieron. El Maestro fue deteniéndose delante de cada uno de los
discípulos. Llamaba a cada cual por su nombre y preguntaba si deseaba
proseguir en aquella aventura. Todos respondieron afirmativamente, aunque no
sabían de qué hablaba. Dos horas después, el Galileo dio por concluida la
enseñanza y rogó que se arrodillaran. Los doce se miraron los unos a otros.
Tampoco comprendían… Jesús, entonces, alzó los brazos y dirigió la mirada
hacia el azul del cielo. Y proclamó con gran voz: “Éste es el momento de vuestra
consagración a la voluntad de Ab-bá…”.
“¡Padre, recíbeme!... Me consagro a ti ahora y para siempre…”
“¡Padre, recíbeme!... Consagro mi voluntad a la tuya, aunque no
comprenda…”
“¡Padre, recíbeme!... Sé que me habitas… Me arrodillo y proclamo tu
‘bellinte’… Llévame de la mano.”
El Maestro fue colocándose frente a cada uno de los íntimos, y recitando
la misma oración.
Finalmente, el Maestro llegó frente a Jasón, que estaba observando fuera
del círculo y proclamó la fórmula de la consagración a la voluntad de Ab-bá…,
con una sutil variante: “¡Padre, recíbeme! Me consagro a ti ahora, en el tiempo,
Y mañana, en el no tiempo. ¡Padre, recíbeme! Consagro mi voluntad a la tuya,
Aunque no comprenda. ¡Padre, recíbeme! Sé que me habitas. Me arrodillo y
proclamo tu ‘bellinte’. Llévame de la mano”.
Desde entonces, Jasón repitió esa oración con frecuencia; en especial, en
los momentos difíciles. Terminada la ceremonia, Jesús animó a sus hombres a
que se alzaran. Y echó mano de la pequeña bolsa de hule. Los miró divertido
porque sabía de la curiosidad de los discípulos. Abrió la bolsita y extrajo parte
del contenido, sin decir ni mostrar nada. Caminó despacio hacia el Iscariote y lo
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depositó en la mano izquierda del discípulo. Después lo abrazó y declaró:
“¡Bienvenido!”.
Y sonriendo, repitió la operación, uno por uno. Al llegar frente a Jasón,
modificó el orden. Primero lo abrazó, y con fuerza. Jasón sintió su energía,
atravesándolo, como un fuego blanco sin principio ni fin. Notó un nudo en su
garganta. Y Jesús le susurró: “¡Bienvenido…, aunque tú ya estabas!”.
Después, feliz, abrió su mano derecha y depositó en ella una piedra azul,
perfectamente circular, bellísima, de unos dos centímetros de diámetro.
Jesús no dio explicaciones. Era su estilo. Cada cual debía descubrir el
sentido o la simbología de la gema. Jasón descubrió después que era una piedra
conocida como iolita. En la actualidad se conoce también como dicroíta o
cordierita. También supo que, en la antigüedad, los vikingos usaban la iolita
como un filtro. En los días nublados buscaban el sol con dicha gema y eso les
permitía orientarse.
Todos recibieron el mismo tipo de piedra preciosa. Todos quedaron
consagrados a la voluntad de Ab-bá. Vencida la tarde, regresaron a Nahum.
Cuando se disponían a embarcar rumbo al barrio pesquero de Saidan, se
encontraron con Zaku, la esposa de Felipe, y Perpetua, la esposa de Simón
Pedro. Interrogaron a Jesús. “¿Qué era eso de una larga gira hasta la Ciudad
Santa? ¿Qué sería de sus hijos?”
“Regresaremos… Confiad en el Padre”, les dijo el Maestro.
Mateo Leví intervino. Hizo un aparte con las mujeres y les dijo que no
tenían nada que temer. Había dinero suficiente para costear el viaje. En los
últimos seis meses, la pesca había proporcionado más de 500 denarios de plata
de beneficio. Con eso resistirían y ayudarían a las familias en apuros. Las
mujeres no se fueron muy convencidas…
A raíz de ese incidente, ya en el caserón de los Zebedeo, los discípulos
plantearon la necesidad de disponer un sistema de correos que los mantuviera
informados sobre las respectivas familias y sus necesidades. Andrés propuso
que el servicio de correos fuera organizado y dirigido por David Zebedeo, el
336
hermano de Juan y de Santiago. Fue aprobado por unanimidad. Fue así como
nació el cuerpo de mensajeros que tanta ayuda proporcionó en la vida pública
de Jesús y, especialmente, en los aciagos días de la Pasión y Muerte del
Maestro.
Y llegó el increíble domingo 19 de enero del año 27. Todos gritaban, todos
corrían. Jasón buscó al Maestro. No lo halló. Nadie supo darle razón. Felipe
había situado frente a la puerta del caserón un carro de cuatro ruedas, cubierto.
Medio pueblo volvió a concentrarse en los alrededores. Todos decían conocer el
verdadero y secreto objetivo de aquel viaje: clamar contra Roma durante la
festividad de la Pascua. Parte de los extranjeros que acampaban regularmente
en la playa se hallaban también a las puertas del caserón. Felipe dispuso dos
grandes tiendas de pieles de cabra (una negra y otra blanca), los aparejos
necesarios para el montaje, pértigas, cuerdas, pieles de repuesto y víveres para
tres meses. Jasón diría que para seis…: arroz, lentejas, garbanzos, alubias, carne
salada en abundancia, pescado ahumado, dátiles de diferentes tipos, langostas
cocidas (saltadoras), cacharros de cocina, fuelle para alimentar el fuego, una
gran plancha, abombada, para la cocción de pan, dos parrillas de hierro para el
asado, trece lucernas de barro (con la consiguiente reserva de aceite de oliva,
frascos con los aceites esenciales y los remedios que “recetaba” Felipe,
sombreros de paja, frutos secos, quesos, y las “estrellas” de la expedición:
Tiberia y Cleo, dos gallinas ponedoras, tipo guinea. Hacia la hora quinta (las
once de la mañana), Felipe procedió a la enésima revisión del carro y de los
petates de sus compañeros. Jasón pudo observar, envueltas en un lienzo, quince
“gladius” de doble filo. Amarrada al carro, aparecía la “Chipriota”, la cabra de
Felipe. Estaban todos. Y allí congregados, vitorearon a los discípulos: “¡Abajo
Roma!”.
Fue Andrés quien se percató de la ausencia de Jesús. Nadie lo había visto
en toda la mañana. ¿Qué sucedía? ¿Dónde estaba el Maestro? En el caserón
nadie sabía nada. Zal tampoco se hallaba en el lugar. Todos los discípulos se
movilizaron. Andrés se dirigió a la playa. Jasón fue tras él. No tardaron en
descubrir a Zal. Se hallaba en la orilla, con las patas delanteras sobre la borda de
una de las embarcaciones embarrancadas en la arena. Ladraba y agitaba la cola
con insistencia.
337
En el interior de la barcaza, Jasón distinguió la alta silueta del Maestro.
Estaba sentado, con la cabeza baja. No parecía prestar atención a los
preocupantes ladridos de su perro. Andrés y Jasón se miraron. Algo pasaba. Se
colocaron frente a Él, pero no reaccionó. Vestía la túnica blanca. A su lado, en el
fondo de la lancha, perfectamente doblado, aparecía el manto. Algo más allá
descansaba el petate. Zal seguía ladrando, intuía algo. Él sabía que estaban allí y
ni siquiera saludó.
“Señor, todos te esperan”, dijo Andrés. El Galileo no replicó. Continuó con
el rostro hundido y oculto por los cabellos. “Señor, hoy es el día grande y
triunfal. Debemos ir…”, insistió Andrés.
Jesús, entonces, levantó la cabeza, apartó el pelo del rostro y los
contempló en silencio. Jasón sintió un escalofrío. El Hombre-Dios lloraba. Era un
llanto sereno y continuado. Las lágrimas resbalaban y se precipitaban entre la
barba. Zal empezó a gemir. Andrés, espantado, dio un paso atrás. Luego, se
rehízo y, con voz quebrada, preguntó: “Maestro, ¿quién te ha ofendido? Dímelo
y le arrancaré el corazón…”.
Jesús no acertó a replicar. El llanto lo ahogaba. Se secó las lágrimas y, al
poco, intentó dibujar una sonrisa. Lo consiguió a medias.
“¿Qué te hemos hecho, Señor?”, insistió Andrés.
El Maestro negó con la cabeza. Las palabras seguían sin obedecer.
“Por favor, rabí, ¿qué te sucede?”
El Hijo del Hombre se hizo con el control. Las lágrimas desaparecieron y
una sonrisa fue iluminándolo. Finalmente, exclamó: “Poca cosa, Andrés…
Sucede que estoy triste”.
Y el Maestro explicó el porqué de su tristeza: era la primera gira de
predicación, pero nadie de su familia carnal había acudido a despedirlo. Así de
simple. Ni Andrés ni Jasón supieron qué decirle. La familia del Maestro, en
efecto, se hallaba lejos, y en su contra.
Jesús fue breve en la explicación. Saltó a tierra y Zal se precipitó hacia Él y
la emprendió a lengüetadas con su amo. Jesús agradeció el afecto del perro
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acariciando con fuerza la cabeza y el bello manto color estaño. Luego les sonrió,
les guiñó un ojo y proclamó, decidido: “¡Vamos!... ¡Despertemos al mundo!”.
Y se dirigieron hacia las escaleras que conducían a la zona trasera del
caserón. Al ver a Jesús, los vítores arreciaron. “¡Abajo Roma!” El Maestro
amarró en la cabeza la habitual cinta blanca, sujetando los cabellos, y se dispuso
para la marcha. Y en eso se presentaron algunos de los forasteros que
acampaban en la playa. Deseaban unirse a la “marcha contra Roma”. Así la
definieron. El Galileo trató de hacerles ver su error. Aquello no era una marcha
política, pero los acampados no escucharon. Y la expedición se puso en
movimiento. Felipe guiaba las mulas, acompañado por los gemelos. Salomé y las
hijas lloraban. Los amigos y familiares los acompañaron durante un trecho.
Necesitaron toda la jornada para alcanzar la segunda desembocadura del río
Jordán. Aquello fue la locura. La gente salía al paso y vitoreaba a Jesús y a los
discípulos. No importaba que no los conocieran. Eran importantes… Los íntimos
saludaban y correspondían. Los vecinos los abrazaban y le proporcionaban de
todo: pan recién horneado, vino, pollos, flores… El más feliz era Felipe… el carro
iba a rebosar.
PRIMERA GIRA DE PREDICACIÓN
Al llegar a En Gev, hacia la hora nona (tres de la tarde), las mulas dijeron
basta. Demasiado peso. Felipe y el Iscariote entraron en el poblado y buscaron
un segundo carro y otras dos mulas. Hicieron el trasvase de víveres y la
expedición continuó camino.
Esa noche durmieron en las afueras de Bet Yeraj, uno de los núcleos
urbanos de un conjunto de ciudades y pueblos entrelazados, que sumaban más
de cuarenta mil habitantes.
Jesús hizo un aparte con Tomás para planificar el itinerario del día
siguiente. Al poco, el discípulo anunció que el Maestro deseaba acampar en las
proximidades del río Artal, en el meandro Omega, el lugar de su bautismo.
339
Al día siguiente, lunes 20 de enero del año 27, la marcha se reanudó y el
grupo cubrió los casi cuarenta kilómetros en poco más de siete horas. En la
lejanía se alcanzaba a ver al grupo de seguidores que acampaba en la playa de
Saidan. Se detuvieron en la aldea de Ruppin y tras abastecerse de lo
imprescindible, cruzaron el río Jordán, adentrándose en el paraje conocido
como Omega. Se trataba de un gigantesco meandro, en forma de herradura, de
unos 700 metros de diámetro. Lo formaba del Artal, uno de los afluentes del
Jordán.
El Galileo abandonó la senda que cruzaba el bosque y se dirigió a la orilla
derecha del Artal. Se hallaban en el extremo opuesto al lugar donde se celebró
la ceremonia del bautismo del Hijo del Hombre, el 14 de enero del año 26.
El Maestro dio las órdenes oportunas y Andrés, tras inspeccionar la zona,
indicó que podían descargar los carros. Allí permanecerían dos semanas. Y
Felipe y el resto se afanaron en el montaje de las dos tiendas y en la
organización del campamento. Jesús y la “tabbah” (su escolta personal) fueron
asignados a la tienda blanca. Judas Alfeo, el tartamudo, los acompañaría.
Andrés se ocupó personalmente del sorteo y todos aceptaron. En la tienda
negra dormiría el resto. Judas Iscariote se negó a compartir alojamiento con
Mateo y eligió dormir al raso, entre los árboles. Jasón hizo lo mismo, por
considerar que era preferible mantener cierta distancia con el grupo.
Jesús se desnudó y se lanzó a las aguas del Artal. Esa noche, a la hora de la
cena, el Maestro hizo una serie de aclaraciones a sus hombres.
“En primer lugar –e insistió varias veces–, nada de predicar en público.”
Los discípulos se mostraron contrariados, pero el Maestro continuó: “Nada de
críticas…, a nadie”. Lo repitió tres veces.
“Instalar el reino de mi Padre en el corazón del hombre no es fácil…”
Y el Galileo llamó la atención sobre algo que sabían de sobra: se hallaban
en la Decápolis; aquello no era el territorio del tetrarca, pero Antipas disponía
de ojos y de oídos en todas partes. Debían permanecer atentos a las
indicaciones de Andrés, el jefe.
340
En esos momentos (primera vigilia de la noche), observaron luz al otro
lado del bosque. Algunas antorchas iban y venían… Los “gladius” continuaban
en el carro, por expreso deseo de Andrés.
“Llegado el momento –continuó el Maestro–, yo me ocuparé de las
críticas.”
Al día siguiente, martes, vieron que las antorchas pertenecían al centenar
de extranjeros que seguía al Maestro desde Saidan. Habían acampado junto a
las lajas. Se entrevistaron con Andrés y se comprometieron a respetar el
aislamiento del campamento de los doce. Se quedaron donde estaban.
Jesús tomó a Zal y se perdió en lo más espeso del bosque. Antes, había
aleccionado a Andrés sobre lo que debían hacer y, a eso de las nueve de la
mañana, una veintena de seguidores solicitó al jefe que los instruyera sobre el
reino. Era lo previsto por el Hijo del Hombre. Y los discípulos, por parejas,
fueron situándose sobre las lajas negras. Al principio conversaron en pequeños
grupos (no más de veinte).
Jasón asistió a casi todas las “enseñanzas”.
En un primer momento, aunque las explicaciones de los discípulos no se
ajustaban al mensaje del Maestro, todo discurrió con discreción. Hablaban,
incluso, en voz baja. Todo era temor. Los discípulos observaban a los extranjeros
y trataban de averiguar quién de ellos podía ser espía de Roma, de Antipas, o de
los “santos y separados”.
Las “enseñanzas” giraban y giraban sobre las ideas de siempre: Jesús era
el Mesías prometido, la liberación de Israel era cuestión de días, ellos eran los
futuros gobernantes del mundo, el dinero correría como las aguas del Jordán, el
resto de las naciones se arrodillaría ante el trono de David, los ejércitos de Israel
impondrían el orden y la paz y Jesús llevaría a cabo grandes señales y
prodigios… Solo acertaron en esto último.
Y, poco a poco, las “enseñanzas” fueron caldeándose, el tono fue
elevándose –en especial el de Pedro y Juan Zebedeo– y aquellos “discretos
grupos” terminaron en pie, gesticulando y pisándose las palabras unos a otros.
341
Andrés tuvo que intervenir una y otra vez, calmando los ánimos y recordando
las sugerencias del rabí.
Al atardecer, Jesús regresó al campamento y escuchó atentamente a los
suyos. Y lo hizo con una exquisita paciencia. Después les dio a entender que ése
no era el camino. Él no era el Mesías del que hablaban los profetas. Su reino no
era de este mundo. Él traía otro tipo de esperanza, más hermosa y duradera…
Fue inútil.
El miércoles 22, según acordado por todos, fue destinado al descanso.
Jesús permaneció en el campamento. Y el Zelota, tras el desayuno, sorprendió a
todos. Él se ocupaba de los juegos y diversiones y los hizo disfrutar de lo lindo.
Jesús, el primero. Jasón nunca imaginó al Hijo del Hombre, en taparrabo,
corriendo detrás de una pelota de trapo, gritando y animando a sus
compañeros.
Un buen número de seguidores se acercó al claro y aplaudió muchas de
las jugadas.
Tras un largo baño el Zelota dispuso una nueva distracción: el
“harpastón”, un rudimentario rugby. En esta ocasión los equipos se vieron
incrementados por voluntarios del público. Y Jasón empezó a ver cosas raras.
Jesús fue empujado numerosas veces de forma desmedida y fue derribado
violentamente en varias oportunidades.
Aquellos individuos resultaron familiares a Jasón. Esa misma tarde llevó a
cabo una gira de inspección por la zona de las lajas y comprobó que estaba en lo
cierto. El número de seguidores aumentó sensiblemente. Llegaban a todas
horas. Procedían de la Perea y de la Judea. Eran familias completas. Jasón
reconoció a muchos simpatizantes del Bautista. La mayoría estimaba que el
verdadero Mesías era Yehohanan. Que Jesús era un impostor.
La jornada, sin embargo, terminó tranquila. Jesús empezó a reírse de sí
mismo y de su aparente torpeza. Se miraron con Jasón en varias ocasiones y
ambos supieron de los pensamientos del otro. Pero ninguno dijo nada. Nadie
sospechó… Simón el Zelota fue felicitado.
342
El jueves 23 de enero, el Maestro se retiró con Zal al interior del bosque y
los discípulos ocuparon la mañana, y parte de la tarde, en la “enseñanza” a los
pequeños grupos.
Todos se vieron sorprendidos. El número de curiosos y seguidores seguía
multiplicándose. Jasón sumó alrededor de quinientos. Esto obligó a los íntimos a
aumentar el número de los oyentes. Y se registraron las discusiones habituales.
Además, los seguidores del Bautista no tardaron en dar la cara e imprecaron a
los atemorizados discípulos. Jasón pudo oír dos reproches fundamentales:
Primero: ¿Por qué Jesús no hacía nada a favor de Yehohanan? ¿Por qué
permitía que siguiera en prisión? ¿Por qué no utilizaba su supuesto poder para
liberarlo?
Segundo: ¿Por qué los discípulos del Galileo no bautizaban?
Los íntimos no supieron qué responder y prometieron contestar al día
siguiente. Pero no hubo respuesta. Andrés visitaba a sus compañeros y
recordaba, constantemente, la necesidad de no entrar en roces con nadie. Las
súplicas se cumplieron a medias. Pedro y Juan Zebedeo aceptaban entrar en
disputas a la mínima.
A la noche, tras oír las cuestiones planteadas por los seguidores del
Bautista, el Hijo del Hombre simplificó la cuestión: “Os lo he dicho muchas
veces: estamos aquí para anunciar la inmortalidad del alma y cambiar el rostro
de Yavé. Dios es nuestro Padre. Eso es lo que debéis responder. Lo demás son
asuntos mundanos, y es mi Padre quien se ocupa de ello.”
El resto de la semana pasó sin cambios importantes.
El viernes 24, mientras cenaban, el Hijo del Hombre se dedicó a hablar de
un asunto de especial importancia: lo ocurrido durante los 39 días de retiro en
Beit Ids, no muy lejos del meandro Omega. Explicó, muy por encima, las
decisiones tomadas en la colina y lo que Él llamaba “At-attah-ani”: el proceso
integrador de las naturalezas humana y divina del Galileo. Todos se quedaron en
blanco. No les cupo. Jasón tampoco entendió gran cosa.
343
El domingo 26, se registró un eclipse de sol moderado. Los discípulos se
mostraban inquietos. “Algo grave amenaza”, decían.
Durante la cena, Jesús escuchó los comentarios sobre el eclipse. Y de
pronto, Bartolomé, el “oso” de Caná, preguntó: “Maestro, ¿qué son las
estrellas?”.
Para la mayoría de los judíos de aquel tiempo, el firmamento era una
extensión “sin sentido”. Algo creado por Dios, que no estaba al alcance del
hombre, ni tampoco de su comprensión. Otros creían que, en especial durante
la noche, era el “balcón de los muertos”. Allí brillaban las almas de los que
habían fallecido y merecían la recompensa divina.
“Nada es lo que parece. La realidad no es lo que creéis… La realidad
depende de la mente del observador…” Y continuó: “Imaginad un hermoso pez
azul, encerrado en una pecera de cristal. Imaginad la visión de ese pez. ¿Tiene
algo que ver con vuestra visión del mundo?”.
Algunos respondieron negativamente. Otros no sabían.
“Y, sin embargo, las dos visiones son reales…”
Discutieron. Hasta esos momentos, nadie se había cuestionado la visión
de un pez… Jesús dejó que se vaciaran y luego preguntó: “¿Quién tiene razón: el
pez o vosotros? ¿Cuál es la realidad?”.
“Ambas, rabí”, apuntó tímidamente el “oso”.
El Maestro asintió con la cabeza. Y añadió: “En verdad os digo que hay
tantas realidades como mentes”.
Santiago de Zebedeo se decidió a participar en el diálogo: “¿Quiere eso
decir, Maestro, que el Padre, bendito sea su nombre, es una realidad que nos
envuelve?”.
Jesús lo contempló maravillado. No pudo definirlo mejor.
“Algo así, querido Santiago, algo así…”
“¿Y dónde vive ese Padre Azul? – preguntó Felipe–. Porque se supone que
tiene una casa…”
344
El Galileo no respondió al intendente. Seguía pensando en la pregunta de
Santiago. Y murmuró, casi para sí: “No es la carne, ni la sangre, quien te ha
revelado esa verdad, sino mi Padre… Él nos envuelve, al igual que el mundo
envuelve al pez…, pero el pez no lo sabe”.
Felipe insistió preguntando si el Padre tenía casa…
“¿Casa?”
“Si, casa como nosotros… Ya sabes: cuatro paredes y un techo…”
“Claro, Felipe. Ab-bá dispone de casa, aunque también tiene millones y
millones de otras casas…”
“¿Cómo es eso? –terció Mateo, intrigado–. ¿Tiene millones de casas? ¿Y
para qué tanto gasto?”
Jesús sonrió conmovido.
“Cada mente es su casa; os lo he dicho.” Se refería a la “chispa” que nos
habita. “Él os habita desde los cinco años…”
“Pero, ¿cómo es su casa-casa?”, insistió Felipe.
“¿Vive en una de esas estrellas?”, trató de ayudar el “oso”.
“Sí y no… Esas estrellas que estáis viendo, y muchísimas más, son mi
reino.” Quedaron boquiabiertos. No le creyeron.
“Os lo he dicho: mi reino no es de este mundo. Yo soy el Príncipe y
Creador de ese gran imperio. Pero sólo soy un Príncipe. Hay otros miles y miles
de príncipes, exactamente igual que yo. Y cada uno gobierna un reino
diferente.”
Estaban mudos. Jasón entendió a medias. Algo habían hablado al
respecto. Él, Jesús de Nazaret, es el Príncipe, Creador y Dios de un universo
(podríamos decir que de una galaxia: la nuestra). Pero hay millones y millones
de galaxias, cada una con un Dios. Y por encima de esos miles de príncipes o
dioses, estarían otros dioses, más notables, como puede ser el caso del Padre
(Ab-bá), el Hijo, y el Espíritu de la Verdad, entre otros.
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(De acuerdo con esta jerarquía, Jasón entendió que Jesús no sería el Hijo,
tal y como lo interpreta la teología, sino uno de los “nietos” del Padre.)
“Pero, ¿cuál es su casa?”, volvió a repetir Felipe.
“Más allá, querido Felipe, hay una isla…”
El Maestro señaló el firmamento y continuó: “Por detrás de esas estrellas,
en el centro del universo de los universos, hay una isla de luz. Ahí vive Ab-bá.”
“¿El Padre es un náufrago?”, preguntó Bartolomé.
“En cierto modo sí…”
“Pero, ¿cómo es esa casa? ¿Tiene puertas? ¿Tiene ventanas? ¿Hay
jardines? ¿Llegaremos a ella algún día?”, insistía Felipe.
“No puedo describirla, de la misma manera que tú no puedes describir tu
realidad al pez azul. Debe bastarte mi palabra. Es infinitamente mejor de lo que
imaginas…”
“Entonces, tú has estado allí, en la isla…”
“Si, Bartolomé, conozco el lugar. Existe. Es tan real como ese fuego o
como los árboles que nos cobijan. Y llegarás a Él a su debido tiempo…”
“¿Cuánto tiempo?”
“Cuando mueras dejarás de experimentar el tiempo. Sencillamente,
llegarás…”
“¿Haga lo que haga? ¿Sea bueno o malo? ¿Cumpla o no cumpla los
mandamientos?”, preguntó Mateo Leví.
Jesús se limitó a asentir con la cabeza y aclaró: “Eres inmortal y, por tanto,
doblemente feliz…” Jasón no comprendió bien esas palabras.
“Así que tú eres un Dios pequeñito…”
“Sí, muy pequeño, en comparación con el Padre…”
“Estoy viendo a un Dios –intervino Mateo con acierto–. Dime, rabí, ¿cómo
puedo ver a Ab-bá, del que tanto hablas?”
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“No puedes, de momento…”
“¿Por qué?”
Los ronquidos de Pedro marcaron el final de la conversación.
“Mañana te diré por qué no puedes verlo…”
Mateo aceptó y también el resto. Estaban rendidos.
Jasón estaba de acuerdo con el Maestro: hay infinitas formas de
contemplar la realidad y, probablemente, todas son ciertas. Lo había aprendido
de la física cuántica. Su realidad no tiene nada que ver con la de la física clásica.
Y, no obstante, nadie puede negar ni la una ni la otra.
El lunes 27 de enero, cuando desayunaban, Mateo recordó al rabí la
pregunta que había quedado pendiente la noche anterior. Jesús dejó de ordeñar
la cabra, depositó el cubo con la leche en la hierba y pidió al discípulo que lo
acompañara. Medio campamento, curioso, se fue tras ellos.
Jesús buscó un claro. El día era espléndido: cielo azul y sol joven y
radiante.
“Te dije que no puedes ver al Padre, de momento, ¿recuerdas?”
Mateo asintió y entonces replicó Jesús: “Mira el sol. Contémplalo…”.
“No puedo, Señor. Me ciega.”
“Pues recuerda, Mateo: el sol sólo es un humilde servidor de Ab-bá. Si te
resulta difícil contemplar el sol, ¿cómo podrías mirar a su Creador?” Mateo
quedó satisfecho.
La vida continuó su curso y el número de seguidores siguió creciendo,
hasta el punto que el día de asueto, miércoles, debió ser suspendido. No daban
abasto. Todos deseaban saber. Los discípulos hablaban y enseñaban a su
manera. El 31, viernes, Jasón contó un millar de personas. Allí había de todo:
fieles seguidores del Maestro, vendedores de mil pelajes, farsantes, discípulos
del Bautista, confidentes, aprovechados y desocupados procedentes de los
cuatro puntos cardinales.
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Andrés estaba asustado, y tenía razón. El Maestro siguió con su rutina.
Cada mañana desaparecía con Zal. “Necesitaba conversar con el Padre.”
Y llegó el fatídico sábado 1 de febrero del año 27.
Serían las tres de la tarde. Felipe, los gemelos y Jasón se hallaban
preparando la cena.
De pronto, se presentó Bartolomé. Llegó tambaleante. Gemía. La túnica,
siempre impecable, aparecía manchada de sangre. Caminó unos pasos y terminó
derrumbándose. Sangraba por el mentón y por la nariz. Le faltaban algunos
mechones en la barba.
“¿Qué sucede?”, lo interrogó Felipe.
“¡Es la guerra! –musitó–. ¡La guerra!”
Y el “oso” señaló en dirección de las lajas negras. Y perdió el sentido.
Felipe corrió hacia el carro, en búsqueda de sus remedios y aceites
esenciales.
Los gemelos emprendieron la carrera hacia la orilla en la que se hallaban
las mencionadas lajas. Jasón fue tras ellos. Al alcanzar el campamento de los
seguidores se oían gritos. Todo era confusión. Al llegar al Artal, Jasón quedó
atónito. Se peleaban con bastones, piedras y cacharros de metal. Un numeroso
grupo de seguidores del Bautista aparecía en mitad de las aguas, golpeando sin
piedad a los discípulos. Eran treinta o cuarenta contra ocho. Pedro y el resto se
cubrían las cabezas como podían. El Zelota se defendía a las patadas. Andrés
recibió golpes y golpes, como los demás.
Los gemelos entraron en el tumulto y, como pudieron, arrastraron a sus
amigos. Huyeron a la carrera, tropezando y maldiciendo. Pedro tuvo que ser
asistido por su hermano. Cojeaba. Y las piedras volaron. La mayoría se estrelló
contra los troncos de los “davidia”.
Y el grupo se perdió en la arboleda.
En el campamento de los doce, el espectáculo era desolador. Los
discípulos gemían y lloraban caídos sobre la hierba. Felipe pedía explicaciones y
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el “oso”, algo recuperado, hablaba de provocación. Los seguidores de
Yehohanan insultaron al Maestro y a su familia. “Aquellos bastardos –dijo–
llamaron ramera a María, la madre.” Entonces empezó la trifulca. Pedro no
consintió la afrenta y arremetió contra algunos de los fanáticos del Bautista.
Después se formó la pajarraca. Los esfuerzos de Andrés y de los otros, para
calmar los ánimos, no sirvieron de nada.
Cuando Andrés vio al Iscariote y al Zelota con los “gladius” en las manos,
perdió los nervios. Se encaró con los discípulos y les arrebató las espadas,
llamándolos “inconscientes”.
Finalmente, al atardecer, se presentó el Galileo, con Zal. Se hizo un espeso
silencio. El panorama era dramático: cabezas vendadas, magulladuras, restos de
sangre…
Jesús vio y escuchó. Después, sin preguntas y sin reproches, fue
acercándose a cada uno de los heridos. Los acarició y los consoló. Todos, en
mayor o menor medida, quedaron perplejos. El Maestro pudo reprenderlos.
Ellos sabían hasta qué punto le repugnaba la violencia. Sin embargo, Jesús se
comportó con dulzura.
El Maestro cambió impresiones con Andrés y con el intendente, y el jefe
dio una escueta orden: “¡Nos vamos!”.
Las tiendas fueron desmontadas y Pedro fue obligado a subir al carro. Con
la primera vigilia (hacia las 10 de la noche), el grupo se puso en movimiento y se
alejó de Omega.
Nadie se percató de la huida; porque de eso se trataba: una huida en toda
regla. La primera de una dramática serie…
Se dirigieron al sur. Al amanecer, habiendo recorrido 43 kilómetros, el
grupo llegó a Damiya, en la confluencia del río Jordán con el río Yaboq. El Galileo
recomendó que la expedición se dirigiera al otro lado del Jordán.
Fue así como aparecieron en el llamado vado de las Columnas, a poco más
de 300 metros de Damiya, en territorio de Antipas (la Perea). Felipe detuvo el
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carro cerca de la “playa de los guijarros”. El lugar estaba desierto. Todos estaban
rendidos y muertos de sueño.
Andrés solicitó instrucciones y el Maestro solicitó calma. Nada de tiendas,
por el momento. Y todos se tumbaron a dormir un rato. Andrés había
establecido turnos de vigilancia. Le tocaba a Felipe cuando, de pronto, Pedro
saltó del carro. Se acercó a Andrés y, con lágrimas en los ojos, le comunicó que
abandonaba a los embajadores del reino. Pedro lo puso en antecedentes y le
dijo que su decisión “había sido largamente meditada…”. Nadie logró
convencerlo. Cargó su petate y, arrastrando la pierna derecha, se encaminó por
el sendero de tierra roja, en dirección a Damiya.
En cuestión de segundos, Judas Iscariote, el Zelota y Juan Zebedeo se
hicieron con sus respectivos sacos y se fueron tras los pasos de Pedro.
Era la primera gran crisis del colegio apostólico.
Andrés hundió la cabeza entre las manos y comenzó a sollozar. Todos
estaban consternados. Nadie supo qué hacer. El Maestro dormía, feliz. Así
continuaron hasta bien entrada la tarde.
El Hijo del Hombre terminó despertando. Echó un vistazo a su gente y
supo que algo sucedía. Andrés, el jefe, se adelantó y lo puso al corriente. Jesús,
serio, dio un par de órdenes: harían noche en el vado, pero nada de tiendas.
Convenía pasar desapercibidos.
Esa noche, Jesús trató de animar a sus compañeros. No era fácil…
“Confiad… Confiad… el Padre sabe. Todo, en la vida, sucede por algo
bueno…, incluso lo malo.”
Jesús sabía y eligió permanecer en el vado de las Columnas. La estancia en
el lugar se prolongó durante tres semanas. No levantaron tiendas. Jesús se
dedicó a pasear, y a meditar, siempre en la compañía de Zal y de uno de los
discípulos. Tras lo sucedido en el Artal, Andrés se negó a que el Galileo se
alejara solo del vado. Y se fueron turnando, incluyendo a Jasón.
Las provisiones fueron menguando, pero Andrés prohibió acudir al
mercado de Damiya. Resistirían.
350
Al atardecer se reunían en torno al fuego y cambiaban impresiones,
mientras degustaban las últimas lentejas y la escasa carne salada. Carecían de
pan, pero se acostumbraron.
A lo largo de una de esas cenas, salió a relucir el tema de la violencia.
Nadie mencionó lo ocurrido en Omega, pero ¿qué opinaba el Maestro?
Y Jesús explicó por qué sentía aquel rechazo natural hacia cualquier tipo
de violencia (física o verbal): “Utilizar la violencia –resumió– es bajar escalones
hacia lo más primitivo del ser humano… Sólo en la imperfección hay violencia…
Cuando regreséis a la realidad, todo esto os parecerá un mal sueño. Y se
extinguirá, lentamente. Vuestro paso por el mundo será prácticamente
olvidado…”.
“Pero, Maestro –intervino Andrés–, ¿cómo cambiar eso? ¿Cómo terminar
con la violencia? El hombre nace con ella… el hombre es una criatura violenta…”
“Es cuestión de tiempo, Andrés. La violencia procede del miedo. Vosotros,
ahora, debéis intentar cambiar eso. La confianza en el Padre debe sustituir al
miedo. Sólo así eliminaréis la violencia.” Y continuó…
“No hay viejos soldados; sólo viejos desconcertados… El camino hacia la
luz no pasa por la guerra. El soldado no es la manifestación más noble de la
humanidad; en todo caso, su cara más oscura… Sólo los muertos presencian el
término de la guerra (según Platón); pues yo os digo que ni eso. La guerra no
enriquece el acervo humano; sólo lo llena de rapacidad… La guerra es la peor de
las amnesias… el mejor guerrero es el que no sabe guerrear… No sé de ninguna
guerra que haya contribuido a la justicia, y mucho menos a la paz… La guerra
cansa antes de empezar… Tras una guerra no hay vencedores… Me repugna lo
que llaman la moral combativa… La guerra lo ensucia todo, empezando por la
mirada. Si los generales contemplaran el firmamento con el corazón, no habría
más guerras… Ninguna guerra es santa… Con la guerra no se gana nada que no
se tuviera, y se pierde todo lo que se tenía… Hablar de la fortaleza moral en la
batalla, cuando menos, es cínico… Guerra y ética son irreconciliables… Si un
militar estuviera contra la guerra es que ha trascendido la oscuridad… Las causas
primarias de las guerras quedan olvidadas por las victorias…”
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El 26 de febrero, miércoles, empezó a llegar gente al vado de las
Columnas. Eran cuarenta o cincuenta seguidores del Hijo del Hombre.
Acamparon en la playa de los “guijarros blancos” y se dirigieron a Andrés,
interesándose por el Galileo.
Jesús se hallaba en el bosque, acompañado por Mateo. Andrés, a la
carrera, salió en búsqueda del rabí. Esa noche, por segunda vez, emprendieron
la huída. Antes de partir, Jesús aconsejó a Andrés que tomara el carro y se
dirigiera al “yam” a la búsqueda de su hermano y de los “desertores”. Tomás lo
acompañaría. Felipe repartió las escasas provisiones y, sigilosamente, como
delincuentes, se dirigieron hacia el sur. Andrés y Tomás se encaminaron hacia el
norte. Se encontrarían en la casa de un tal Kbir, en la aldea de Betania, cerca del
Jordán (no confundir con la Betania cercana a Jerusalén).
Cada hora, más o menos, descansaban. El viaje, de unos 37 kilómetros,
fue relativamente rápido y sin tropiezos. A un kilómetro del Jordán, se presentó
la aldea de Betania. Todo era barro rojo, cañas, polvo, suciedad, moscas en
racimos, perros famélicos, árabes de ojos profundos y lloriqueos de niños. El
Maestro cruzó la población y se dirigió a las afueras. Allí, entre palmeras, se
alzaba la hacienda de Kbir, un árabe, viejo conocido del Maestro. Hicieron
amistad en uno de los viajes secretos del Galileo.
Se acomodaron en la parte de atrás de la casa, entre palmeras. Era una
hacienda enorme, con manantiales propios.
Jesús habló a solas con el “a´rab”. Y durante dos días, Kbir les mostró sus
posesiones. Sus dátiles eran exportados a medio mundo. Tiberio y Antipas los
exhibían permanentemente en sus mesas. Sólo su hacienda producía más de
cien toneladas de dátiles por año.
El sábado 1 de marzo, Jesús anunció a Andrés su deseo de abandonar la
hacienda y de retirarse unos días para meditar y entrar en conexión con Ab-bá.
Andrés aceptó, con la condición de que el Maestro fuera acompañado, en todo
momento, por uno de sus íntimos. Por sorteo, le tocó a Mateo. Al salir, el Hijo
del Hombre le hizo un gesto a Jasón, para que fuera con Él. Y a eso de la tercia
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(nueve de la mañana), abandonaron Betania, sin despedidas. Kbir no se extrañó.
Ya conocía el singular comportamiento de su amigo, el rabí de Galilea.
Jesús caminó, alegre. Rodearon Jericó. La vegetación fue desapareciendo
y continuaron caminando unos ocho kilómetros, hasta que el Maestro se
detuvo. Señaló uno de los peñascos y comentó: “¡Ánimo!... Ahí dormiremos…”.
Estaban en mitad de la nada. Y, resignados, Mateo y Jasón fueron tras Él.
Hacia la nona (tres de la tarde), coronaron, al fin, la cima de aquel suplicio.
Sudaban y respiraban con dificultad. El Maestro parecía como nuevo. Caminó,
decidido, hasta el centro de la planicie que formaba la cumbre del Makkuk.
Lo primero que distinguió Jasón fue una familia de pequeños árboles, de
unos cinco metros de altura. Aquello era un milagro… Pero no lo había visto
todo.
El Maestro se acercó a los árboles, dejó el petate en el suelo, y se arrodilló
frente a un grueso caño de agua. Mateo y Jasón corrieron. Estaban sedientos. Y
vieron que no era uno, sino dos caños de agua. ¿De dónde salía aquel
manantial? Brotaban en una roca pelada y formaban una piscina natural.
Jesús los animó a que se refrescaran y así lo hicieron.
La cena fue inolvidable: dátiles, queso, pollo frito en miel y pasas de
Corinto, otra de las debilidades del Hijo del Hombre. Además, estrellas… El
Maestro respondió a las preguntas de Mateo. ¿Por qué estaba allí?
“He subido aquí para conocer la voluntad de Ab-bá…”
“Pero, ¿cómo lo haces?”
“Me aíslo y escucho.”
El domingo 2 de marzo del año 27, el alba se presentó radiante. Jesús se
aseó en la piscina, desayunó algo, anudó la cinta blanca alrededor de la cabeza,
y se alejó con Zal. Al poco, se volvió y gritó: “¡Shalôm!” (Paz).
A eso de las cuatro de la tarde, los amigos del Maestro vieron que se
acercaba un grupo de diez hombres. No estaban armados. Saludaron, cordiales.
Cinco eran orientales. El resto, caucásicos. Hablaban entre ellos en “koiné”
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(griego internacional). Todos vestían de blanco. Los orientales pidieron permiso
a la montaña para pisar la cumbre. Después preguntaron si podían acercarse al
agua. Mateo les dijo que el agua era de todos. Sonrieron, hablaron entre ellos,
bebieron, se refrescaron y se sentaron alrededor de la piscina. Abrieron los
sacos de viaje y extrajeron verduras desconocidas, que ofrecieron a los amigos
de Jesús.
Así supieron quiénes eran y a qué se dedicaban. Los blancos eran griegos,
misioneros pitagóricos. Viajaban por el mundo, contando las excelencias
pitagóricas y de su filosofía.
Los orientales explicaron que eran monjes-ascetas-deportistas-guerreros-
filósofos, con una pasión vital: las montañas. No sabían por qué se habían
detenido en ese risco pelado. Eran taoístas. Buscaban desesperadamente una
fórmula que les diera la inmortalidad. La muerte los ponía nerviosos. No sabían
qué había al otro lado y, además, dudaban de que hubiera algo…
Y con el ocaso, llegó el Maestro. Mateo lo había organizado todo: cena en
común, fuego en común, conversación en común y estrellas en común. Mateo
hizo las presentaciones y, sencillamente, compartieron la espartana cena. Los
pitagóricos y los taoístas –que viajaban juntos por comodidad– preguntaron qué
hacían aquellos tres “locos” en lo alto del Makkuk.
Jesús respondió y dijo que eran heraldos.
“¿Mensajeros de quién?”
Y el Maestro habló de Ab-bá, de su carácter y naturaleza benéficos, del
regalo del alma humana, de su inmortalidad (pasara lo que pasase), de la
hermandad entre los hombres (base de todo planteamiento ético) y del
formidable destino de la humanidad.
Los extranjeros permanecieron en el Makkuk dos días más. Estaban
entusiasmados, y Jesús de Nazaret mucho más. Continuó hablando sobre el
reino invisible y alado, la necesidad de vivir (por encima de todo), y hacerlo
siempre en presente (el futuro no existe), y sobre todo, habló de lo más
importante y benéfico: la consagración a la voluntad del buen Dios, el Número
Uno.
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El miércoles 5 de marzo, regresaron a la Betania del Jordán.
Sorpresa. Andrés y Tomás habían hecho su trabajo: allí estaban los
“desertores”… Pedro, al ver al Maestro, corrió a su encuentro, se lanzó a los pies
y, entre lágrimas, solicitó perdón. El Zelota también se arrodilló ante el Hijo del
Hombre. Juan Zebedeo y el Iscariote se mantuvieron a distancia, con los rostros
bajos.
Jesús se apresuró a levantar a los discípulos y, sin palabras, los abrazó.
Después se reunió con Juan y Judas, y los abrazó igualmente. El rostro de Jesús
estaba radiante. Sus amigos habían vuelto…
Desde el día siguiente, 6 de marzo, hasta el 28, viernes, el Galileo se
dedicó a dos labores básicas: trabajar y enseñar.
Al alba se dirigía a los palmerales y allí escalaba los estípites, trabajando
en la polinización y en la recogida de la cosecha tardía. Se desnudaba y, en
taparrabo, sin cuerdas, subía ágil a la corona. Allí derramaba polen o cortaba los
dátiles, uno a uno, y se los pasaba a sus compañeros. Los discípulos lo
acompañaban y ayudaban. Era una forma de pagar la generosa hospitalidad de
Kbir para con Él y para con los doce.
Después del trabajo, durante la cena, el Maestro se reunía con los
embajadores del reino y proseguía las enseñanzas.
Jesús habló varias veces de lo sucedido en el Hermón durante el verano
del año 25. Explicó quién era en realidad y cómo fue consciente de su divinidad
cuando cumplió 31 años. Y fue el “oso” quien más preguntó sobre los ángeles
rebeldes que descendieron sobre el Hermón para interrogar a Jesús (nunca para
tentarlo, según sus palabras).
El Maestro explicó que los ángeles rebeldes se hallaban “sujetos a
dominio” y que llegaría el día en que serían juzgados. “Ese día –afirmó– será de
especial gozo para los mundos que se rebelaron… Ese día, las humanidades
regresarán a la luz y conocerán un prolongado período de paz…”.
“¿Y cuándo será ese juicio?”, preguntó Bartolomé.
355
El Maestro dirigió una mirada a Jasón, y dijo: “Cuando el pueblo que
anduvo en la oscuridad vea una gran luz… Entonces, querido ‘mal´ak’, será el
momento de mi regreso”.
Bartolomé intervino: “¿Tu regreso?”.
“Sí, Bartolomé –manifestó el Galileo sin dejar de mirar a Jasón–, pronto os
dejaré…”
“¿Y regresarás?”
“Eso he dicho.”
Repitió la frase: “Cuando el pueblo que anduvo en la oscuridad vea una
gran luz…, entonces será el momento de mi regreso”.
Y se recreó en dos palabras, llenando el hebreo de énfasis: “Or Gadol”
(“Gran luz”).
Las palabras usadas por el Hijo del Hombre eran de Isaías (9, 1).
Los últimos días en la hacienda de Kbir fueron intensos. Terminaba el
período de aislamiento. Jesús habló varias veces de la Ciudad Santa. La fiesta de
la Pascua se aproximaba. El reino alado e invisible estaba cercano. El Maestro se
disponía a inaugurarlo.
Bartolomé y Mateo plantearon a Jesús un tema de gran calado. A
propósito de las enseñanzas de los misioneros cínicos que habían pasado por allí
días pasados, estaban algo confundidos. “El hombre puede salvarse, si lo desea
–decían–, pero el resto de las escuelas filosóficas no dice eso.”
“¿Salvarse? ¿Salvarse de qué?”, insistió el Galileo.
“Salvarse de la ‘gehenna’…”
La “gehenna” era un basurero existente al sur de la ciudad de Jerusalén,
siempre ardiendo y siempre habitado por la escoria de la sociedad.
Representaba el infierno: un lugar de condenación al que iban las almas de los
pecadores (sobre todo paganos).
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“No habéis comprendido en qué consiste la buena nueva… El hombre no
necesita ser salvado. Su alma es inmortal por expreso deseo de Ab-bá. Estoy
aquí para revelar a ese Padre maravilloso y benéfico. Estoy aquí para destapar lo
que está oculto. No debéis preocuparos por la salvación. Antes de ser, ya erais…
Sólo pretendo que corráis la voz: abandonaos en las manos del Padre; eso es
todo…”
No comprendieron o entendieron a medias.
Y llegó el 31 de marzo, lunes. Nada más amanecer emprendieron camino
hacia la Ciudad Santa.
¡Jerusalén, al fin!
Fueron 25 kilómetros y un viaje cómodo, sin prisa.
Entraron en Betania, la cercana a Jerusalén, poco después del mediodía.
Jesús se detuvo en la hacienda de Lázaro, su amigo de la infancia, el que
años después sería resucitado. Lázaro, tras la bienvenida, convenció a Jesús para
que se quedara en la hacienda. Es más: suplicó para que el Maestro y los suyos
celebrasen la próxima fiesta de la Pascua en su casa. Y fue más allá: propuso al
Maestro que Betania fuera el cuartel general del grupo mientras Jesús
permaneciera en la zona. Jesús terminó aceptando.
Betania se hallaba muy cerca de Jerusalén. Si se tomaba el camino más
largo, desde la hacienda hasta la puerta de la Fuente, al sur de la Ciudad Santa,
la distancia era de quince estadios (alrededor de 2800 metros). Eso se podía
caminar en treinta minutos, aproximadamente.
El martes 1 de abril del año 27 fue dedicado al descanso. Jesús habló
mucho con Lázaro y sus hermanas.
Betania era una población que no superaba los dos mil habitantes. Las
casas de piedra labrada ponían de manifiesto el poder adquisitivo de sus
moradores. Los alrededores eran un continuo verde, integrado por bosques de
higueras, sicomoros ancianos y palmeras jóvenes y prometedoras. Al igual que
Nazaret, Betania disponía de una “ciudad troglodítica” a sus pies. Decenas de
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grutas se extendían por el subsuelo y en los alrededores. En ellas guardaban
grano, aceite, higos y dátiles.
Bartolomé, Felipe y Jasón decidieron hacer un recorrido por el lugar.
Felipe los condujo a una de esas cavernas, ya que conocía al propietario. Se
trataba de un hombre que fabricaba aceites esenciales, y “algo más”, vendía
prótesis de todo tipo: patas de palo y de bronce que disponían de artilugios y
engranajes que permitían el movimiento del pie o de la pierna completa; brazos
y manos articulados, dientes de ternero para reemplazar a los que se perdían,
ojos de cristal y de marfil (algunos con capilares de alambre de oro), narices
postizas, orejas de cera e, incluso, penes de madera, de todos los tamaños, que
se sujetaban mediante correas. Era una “ortopedia” muy estimada por judíos y
gentiles.
Y de Betania se encaminaron a Bet-Fagé, el poblado más cercano, ubicado
a cosas de ochocientos metros. Al parecer, allí se trapicheaba con la carne de los
sacrificios. Tal vez el puñado de casas era la tapadera de algunos de los negocios
de las castas sacerdotales. Felipe acudió con la idea de comprar carne (la mejor),
y a buen precio.
El miércoles 2 de abril, Jesús quiso dar una sorpresa a sus íntimos. Dejaron
a Zal en la hacienda de Lázaro y se encaminaron hacia la Ciudad Santa. Todos
conocían Jerusalén, a excepción de los gemelos Alfeo.
A mitad de camino, al llegar a la altura de un cerro, en la ladera norte, se
extendía un importante cementerio judío. Entre las tumbas y las piedras que
señalizaban las sepulturas había un buen número de operarios que estaban
blanqueándolas. Los escrupulosos judíos lo hacían para que los peregrinos
vieran el cementerio a distancia y lo evitaran, no contaminándose. Si pisaba el
cementerio, el judío quedaba impuro. Eso significaba que su cordero no era
aceptado en el día de la Pascua. Obviamente suponía una pérdida de dinero
para las castas sacerdotales… Jasón recordó una expresión dicha por el Maestro,
en más de una ocasión: “Sepulcros blanqueados…”.
Semanas antes de la fiesta, por orden del Gran Sanedrín, las casas de
Jerusalén eran saneadas y encaladas. Los muebles viejos eran tirados a la
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“gehenna” y las fachadas y ventanas, adornadas con flores y con toda clase de
pájaros cantores. Los funcionarios del Templo y de Antipas inspeccionaban cada
barrio y daban el visto bueno a las posadas y casas de albergue. Las calzadas,
caminos y puentes eran reparados, todo a favor del peregrino…, y del dinero del
peregrino.
Al dejar atrás el cementerio y salir de uno de los recodos del camino, la
vieron… Los gemelos se detuvieron, impresionados. Todos lo hicieron. Jesús
tenía los ojos brillantes. Jerusalén apareció ante ellos, como un león tumbado al
sol.
Las murallas, azules, alcanzaban treinta y cuarenta metros de altura. Un
humo blanco y espeso se levantaba en el centro del Templo. Era el humo de las
ofrendas.
Un mar de tiendas se repartía a uno y otro lado de la senda. Cientos, quizá
miles de improvisados albergues, casi todos confeccionados con pieles de cabra,
eran otro signo de la proximidad de la Pascua. Allí convivían en paz miles de
judíos llegados de la diáspora, y con la santa obligación de gastar un diezmo de
sus ganancias anuales en la festividad que se aproximaba.
El Maestro no se entretuvo y se dirigió a la puerta de la Fuente, una de las
más concurridas de Jerusalén. Allí los esperaba lo habitual, pero multiplicado
por diez: una nube de mendigos, falsos mendigos, lisiados, falsos lisiados,
tunantes, simuladores profesionales, contrahechos, ciegos y falsos ciegos…
El Maestro sabía de la picaresca y se deshizo, hábil, del gentío. Y se
adentraron en el “Akra” o barrio bajo. La ciudad estaba formada por una serie
de suaves colinas, rebajadas por las sucesivas invasiones (Jerusalén fue
conquistada y destruida veinte veces). Una depresión dividía la ciudad en dos
mitades: la zona alta y el barrio bajo. En la alta vivía la gente adinerada. Allí se
alzaba el impresionante Templo, terminado de construir por Herodes el Grande,
la fortaleza Antonia (sede de los “kittim”), y el soberbio palacio de Herodes,
entre otros edificios oficiales. Cada zona disponía de sus propios mercados,
barrios artesanales, baños públicos, sinagogas, teatros y un hipódromo de
195 metros de longitud.
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Y Jesús, decidido, prosiguió por las callejas de la ciudad baja. Aquello era
un entramado diabólico de callejuelas y callejones sin salida. El barrio palpitaba.
La gente guisoteaba en las puertas de las casas, gritaba por cualquier cosa,
discutía por nada y arrojaba las aguas residuales por los ventanucos. Había que
estar muy atento. Todo era suciedad, gatos esquivos, colores difuminados por
los estrechos pasadizos, humos, interiores tenebrosos, ratas enormes, como de
la familia, niños sucios, matronas sin dientes, ropa tendida entorpeciendo el
paso, lloriqueos, más falsos mendigos, artesanos, vendedores de cielos y tierras,
adivinos de ojos vidriosos, burros perdidos, sudor y más suciedad. Jerusalén era
una de las ciudades más sucias del mundo conocido. Las mujeres barrían, pero
los excrementos de las caballerías y los desperdicios iban a parar al vecino, y
vuelta a empezar.
Jasón no se equivocó: Jesús se dirigía al Templo.
Por fin desembocaron en el atrio de los Gentiles. Aquel lugar contrastaba
con la suciedad de Jerusalén. Todo brillaba. El suelo del atrio, de mármol blanco,
jaspeado, era pura nieve. El sol brillaba a pleno. Había cientos de peregrinos que
iban y venían, curiosos y asombrados. Señalaban los pórticos, las columnatas,
las puertas, los arcos, la fortaleza Antonia y, sobre todo, el oro y la plata,
presentes en todas partes.
El Maestro permaneció quieto. Los discípulos lo rodearon, mudos y
atónitos. Flavio Josefo se quedó corto. “El edificio más extraordinario que puede
verse bajo el sol” (Antigüedades, XV, 412).
El Templo ocupaba la quinta parte de la superficie total de Jerusalén:
245 metros de ancho por 428 metros de largo. El Maestro explicó a los suyos las
características más importantes del lugar donde se hallaban. Y fue comentando
otros detalles, como si de un moderno guía turístico se tratara. Habló de
Salomón, el constructor del primer Templo (año 1000 a. J.); después se refirió a
las sucesivas destrucciones y a la más devastadora, la llevada a cabo por los
persas (586 a. J.), que terminaría con el exilio de 42.000 judíos en Babilonia. En
la construcción participaron más de 18.000 operarios, de todas las
especialidades, muchos de ellos llegados desde Fenicia, de Roma, de Grecia, de
Egipto e, incluso, de China y de la India. El oro y la plata utilizados hubieran
360
llenado cientos de carretas, hasta formar una hilera de 16 kilómetros. (Éste fue
el tesoro que robó el general Tito tras la destrucción de Jerusalén, en el año 70.)
El Maestro señaló a sus pies y comentó que “lo que no se veía en aquel Templo
era tan importante, o más, que lo que se veía”: el subsuelo se hallaba cruzado
por un laberinto de túneles que conducían, desde el “lugar santo”, en el centro
del Templo, a las diferentes puertas. En total, unos 15,7 kilómetros de galerías.
Varias de ellas llevaban a la cámara del tesoro.
Hacia las 13 horas, decidieron entrar al santuario. Los paganos no tenían
acceso al interior del Templo. Grandes letreros grabados en piedra o pintados
en rojo, lo advertían. Jasón quedó esperando sentado en los escalones. Y al
poco, un par de levitas pasaron a su lado y comentaron entre ellos: “¡Malditos
paganos! Yehohanan tenía razón… Lástima que Antipas lo haya ejecutado…”.
Jasón quedó desconcertado.
El humo, el tufo a carne quemada, los balidos y los mugidos de los
animales, aterrorizados, llevaron a Jesús a abandonar el lugar. Lucía un
semblante serio, casi descompuesto. Se sentó en el último peldaño y
permaneció en silencio, con la cabeza baja. Estaba triste. Y fue Judas Alfeo, el
tartamudo, quien logró rescatar al Galileo de sus reflexiones. Hizo un esfuerzo y
preguntó lo que flotaba en el corazón de casi todos sus compañeros: “Maestro…
¿Está el Pa… pa… pa… pa… dre ahí, en el San… san… san… san… to de los Sant…
san… san… san… san… tos?”.
Algunos de los íntimos lo fulminaron con las miradas. Otros los llamaron
ignorante. Jesús, entonces, levantó la cabeza, y solicitó calma.
“Amigo Judas, el Padre del que os hablo prefiere vuestras mentes a esta
suntuosidad y a esta vanidad de vanidades.”
Sonó a blasfemia. El Iscariote se levantó, ofendido, y se alejó.
Faltaba una hora para el ocaso cuando entraron en la casa de Lázaro.
Los siguientes días fueron tranquilos. Jesús y los discípulos ayudaban en
las tareas del campo. Después de la puesta del sol, mientras cenaban, el Galileo
enseñaba y respondía a las preguntas de los íntimos o de la familia.
361
Jesús no volvió a pisar la Ciudad Santa hasta el histórico y funesto jueves
10 de abril. Los discípulos sí visitaban Jerusalén. Lo hacían casi a diario.
Llegaron noticias de Saidan y de Nahum, y también de las familias de los
Alfeo, y de los hijos de Tomás, en Tariquea. Andrés resumió la situación: “Se
agota el dinero…”.
Mateo, el jefe, y el Iscariote celebraron varias reuniones y adoptaron
medidas. Jesús se mantuvo al margen. Una vez terminada la Pascua, Bartolomé,
el “oso”, debería regresar al “yam” y tomar buena nota de la situación. Si era
necesario, con la aprobación del rabí, volverían a las redes y trabajarían durante
un tiempo. “El reino invisible y alado podía esperar…”
PRIMER DISCURSO “OFICIAL” EN JERUSALÉN
El miércoles 9 de abril, gran día, se celebraba la fiesta de la Pascua, la
solemne “hag ha-pesah”. Conmemoraba la milagrosa salida de los judíos (en
realidad eran clanes beduinos) de las tierras de Egipto, cuando el ángel del
Señor sobrevoló (pesah) las casas de los israelitas y respetó a los primogénitos,
terminando la vida de los hijos mayores de los egipcios. Para los ortodoxos era
el comienzo de la nación judía. El pueblo hebreo se puso en movimiento y fue
dirigido por Yavé a la tierra de promisión. También era conocida como fiesta de
la libertad y fiesta de los panes ácimos.
Jesús de Nazaret, todos los discípulos y Jasón celebrarían esa Pascua en
Betania, en casa de Lázaro, junto con sus hermanas, Marta y María.
Al atardecer, Lázaro y el resto salieron al exterior y contemplaron la
puesta de sol. Eran casi las 18 horas. Había llegado el momento: ¡Ya era Pesah! Y
todos se abrazaron y felicitaron.
Jesús vestía la túnica blanca. Marta batió palmas y ordenó que todos se
sentaran en torno a la gran y señorial mesa.
362
Y llegó el momento en que Marta dio la orden para que se sirviera el
“zeroa”, el cordero. Era el símbolo del milagro de Yavé, que evitó el sacrificio de
los hijos de los judíos…
Al llegar al Maestro, uno de los siervos trató de proporcionarle una
hermosa ración, pero el Hijo del Hombre la rechazó amablemente.
El sirviente no supo qué hacer. Miró a Lázaro, luego a Marta, la señora de
la casa.
Se hizo un silencio bien cargado. ¿Por qué Jesús rechazaba la carne de
cordero? ¿No estaba a su gusto?
Felipe, al darse cuenta, le preguntó al Maestro si deseaba otro trozo. Al
negar con la cabeza, Felipe le preguntó si se encontraba mal. Y el Maestro
respondió: “Estoy bien… El cordero, supongo, está exquisito… Me he prometido
a mí mismo no celebrar ninguna Pascua con la carne de cordero…”.
Lázaro continuó con la narración de la historia de la Pesah y, poco a poco,
los allí reunidos fueron animándose y devorando la cena. El Maestro sólo comió
el “jaroset”, una mermelada deliciosa compuesta de manzanas, nueces y vino y
algo de pan. Fueron apuradas las cuatro copas de vino, obligadas también por la
tradición, y el ambiente se volvió festivo. Naturalmente, terminaron cantando.
(Cada copa de vino representaba una promesa de Yavé: “Yo os sacaré de le
esclavitud… Yo os libraré de la servidumbre… Yo os redimiré, con el brazo
extendido… Yo os tomaré como mi nación…”)
Al final, Marta situó en un extremo de la mesa una bella copa labrada en
cristal rojo y azul, llena de vino, destinada al profeta Elías, “por si regresaba”.
Era otra de las costumbres de la Pascua.
Ninguno de los presentes había comprendido que Elías debía preceder la
llegada del Mesías libertador. Esa era la razón de la copa. Pero ese Mesías no
llegará jamás. (Las escrituras fueron modificadas. Fue en el año 1980 a. J.
cuando el príncipe Malki Sedek de Salem mencionó la llegada de un gran
hombre que liberaría a las gentes de las tinieblas espirituales. Nada tenía que
ver con un libertador político… Malki Sedek lo llamó Hijo del Hombre.)
363
De pronto, Santiago Zebedeo dirigió la palabra al Maestro y lo hizo con
valentía: “Rabí, nos has enseñado que no estás aquí para cambiar la Ley y
tampoco las enseñanzas de los profetas, pero al negarte a comer el cordero
pascual, ¿no estás incumpliendo esa Ley?”.
Jesús contempló al Zebedeo con ternura.
“Dices bien –replicó el Maestro–. No he venido para modificar el espíritu
de la Ley…”
Hizo una breve pausa y preguntó: “¿Sabéis cuál es el espíritu de la Ley?”.
Se miraron, pero tenían demasiado vino encima. Nadie respondió.
“Os lo diré: ama a tu prójimo como a ti mismo… Más aún, ámate a ti
primero, para poder amar después a tu prójimo… Ése es el espíritu de la Ley –
proclamó Jesús–. Eso no será cambiado. El resto es añadidura…”
“¿A qué te refieres con añadidura?”, terció el Zelota.
“Los tiempos de los sacrificios, de los holocaustos y de esa liturgia
sangrienta han pasado.” Y añadió: “La buena nueva que os anuncio no necesita
templos, ni animales degollados, ni liturgias, ni tampoco incienso, ni golpes de
pecho, ni carne quemada, ni siquiera sacerdotes… Todo está en el interior”.
Algunos lo miraron, espantados. Aquello sonaba a blasfemia.
E intervino Bartolomé: “Pero, Maestro, la idea del sacrificio en las
Sagradas Escrituras equivale a la sustitución…”.
El “oso” hablaba con razón. Para la ortodoxia judía, la esencia del
sacrificio era la sangre, según consta en el Levítico (17,11). La sangre era
entregada a cambio de la vida del sacrificador. Fue Yavé quien introdujo la idea
de sustitución.
“Sé lo que dice el salmista –replicó el Galileo, que conocía bien los textos
sagrados–: ‘Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y
cubierto su pecado…’”
Jesús invocaba el salmo 32. Y continuó: “Dichoso el hombre a quien Yavé
no le cuente el delito…”.
364
Asintieron, satisfechos. Pero el Hijo del Hombre no había terminado:
“Pues en verdad os digo que todo eso pertenece a la historia remota…”.
Se miraron unos a otros. ¿Qué quiso decir?
Jesús lo aclaró: “Nadie puede pecar contra la Divinidad…”.
El olor a blasfemia continuaba en el ambiente. Pero el Maestro no
retrocedió: “En verdad os digo que podéis pecar contra el hombre y, lo que es
peor, contra vosotros mismos…, pero nunca contra el Padre”.
“Yo, ahora, os ofrezco un yugo ligero. Hacer la voluntad de Ab-bá es la
verdadera Pesah. ¿No os habéis dado cuenta de que la palabra ‘sacrificar’
(‘hiqriv’) también se puede usar para decir ‘acercar’ (‘qerev’)? Acercaros con
amor a vuestro prójimo y la unidad con Ab-bá se os dará por añadidura.”
Tenía razón. En hebreo, la palabra “hiqriv” tiene como principal acepción
“sacrificar” y como tercera, “acercar”.
“El verdadero ‘corban’ (‘sacrificio’) es la aproximación al Padre… ¡Y Él ya
está en vosotros! ¿Comprendéis por qué digo que la auténtica Pesah (Pascua) es
Ab-bá? Acercaos a Él y habréis inmolado el mejor de los sacrificios… Os recuerdo
el salmo del rey David: ‘…Mi bien es estar apegado a Dios’.”
Muy probablemente, ninguno de los discípulos (salvo Mateo) se aproximó
al profundo sentido de las palabras del Galileo.
Desde ese día, el Maestro no probó el cordero durante la festividad de la
Pascua. Fue otra forma de abrirle la puerta al futuro…
Jesús se retiró con un breve y cordial “buen provecho”.
Y allí continuaron los comensales, bebiendo y discutiendo sobre lo dicho.
La reunión se prolongaría varias horas.
El jueves 10 de abril (año 27) fue una fecha histórica que marcaría la vida
pública del Galileo…
Cuando Jesús se presentó en la cocina, Felipe y Bartolomé trajinaban de
aquí para allá, limpiando y preparando el desayuno. El resto dormía.
365
El Maestro, como tenía por costumbre, ordeñó a la cabra “Chipriota”.
Se sirvió el desayuno y expresó el deseo de acudir al Templo.
Los discípulos lo miraron y preguntaron si debían despertar a los otros
diez. El Maestro negó con la cabeza, y ahí terminaron las dudas.
Tras el desayuno, Jesús de Nazaret, Felipe, Bartolomé y Jasón
abandonaron la hacienda y se encaminaron hacia Jerusalén.
El camino fue rápido y sin tropiezos. Pasada la tercia (nueve de la
mañana), dejaron atrás el túnel e ingresaron en el atrio de los Gentiles.
Los pórticos y la explanada se hallaban a rebosar. Era la fiesta grande y la
gente acudía, feliz. En breve se iniciaría el primer holocausto de la jornada.
Jesús casi no habló durante el camino. Nadie supo qué se proponía.
Jasón observó muchos fariseos entre los visitantes y peregrinos.
El Maestro dirigió los pasos hacia la explanada norte del atrio, y los
discípulos y Jasón lo siguieron, en silencio.
Había patrullas de policías del Templo, de cinco en cinco, siempre
armados con garrotes, y vigilantes.
Y al llegar a la altura de la puerta principal del santuario, el Hijo del
Hombre se detuvo unos instantes. Miró hacia el Templo y, acto seguido,
ascendió por los catorce escalones, y lo hizo a zancadas, de tres en tres.
Al llegar a lo alto se quedó quieto unos segundos, de espaldas a sus
amigos, frente a la balaustrada de separación, y mirando al interior del referido
santuario.
El Maestro terminó girando sobre los talones y les dio la cara. Entonces
elevó el rostro hacia el azul del cielo y cerró los ojos. Estaba pálido.
Felipe comentó que Jesús casi no había cenado y pensó que no se sentía
bien. Rebuscó en el zurrón y extrajo una naranja, limpia y reluciente.
Los peregrinos, intrigados, empezaron a detenerse y a preguntar a Felipe
y al “oso”: “¿Quién es aquel hombre? ¿Qué hace?”.
366
El Maestro se hallaba en lo alto de las gradas, completamente solo. Y fue
alzando los brazos, con las palmas de las manos extendidas. Jasón sabía. Estaba
orando.
En cuestión de minutos, el lugar se llenó de gente. Todos preguntaban.
Y sonaron las trompetas. El primer sacrificio colectivo de animales estaba
a punto de empezar.
Los mugidos de terror no tardaron en oírse. Después se escucharon
cánticos. Después se vio el humo.
El Maestro continuaba en la misma posición, con el rostro encarado al
cielo. La túnica blanca caía dulcemente, proporcionándole majestad.
“¿Quién es? –preguntaban los policías–. ¿Está loco?”
Unos decían que era Yehohanann (Juan Bautista), resucitado. Otros
hablaban de Elías, que se había “presentado” en mitad de la fiesta de la
Pascua…
Se acercó una segunda patrulla.
Cesaron los cánticos y se extinguieron los mugidos y los balidos de los
animales degollados.
Jesús bajó los brazos y miró al gentío.
¿Qué tenía aquella mirada? Los peregrinos quedaron como hipnotizados.
El Maestro, en efecto, acusaba una intensa palidez. Y Felipe, ascendió,
veloz, por los catorce peldaños de mármol. Se situó frente al rabí y depositó la
hermosa naranja en la mano izquierda del maestro. Después, sin mediar
palabra, regresó junto al “oso”.
Y el Galileo, sin dejar de mirar a los allí congregados, acarició la naranja
con ambas manos. Así permaneció unos segundos, eternos.
Finalmente, dejó oír su voz poderosa y clara, en el costado oriental del
atrio.
367
¡Era la primera vez que Jesús de Nazaret hablaba –“oficialmente”– en
público! ¡Y lo hacía en el corazón de la ortodoxia judía!
Nada fue casual…
“¡Amigos…!”
El silencio se espesó. El rostro del Galileo recuperaba su luz. “¡Amigos,
estoy aquí para celebrar con vosotros la nueva Pascua!” Algunos de los
peregrinos rompieron el silencio: “¿Qué dice?… ¿A qué nueva Pascua se
refiere?... ¿Quién es éste?”.
La policía del Templo seguía atentísima y dispuesta a intervenir. De
momento se limitaron a escuchar.
“He sido enviado para revelar lo que permanece oculto… Os traigo una
buena nueva…”
Siguió incorporándose gente. Ya no cabía un alma en aquel sector. Había
más de quinientas personas.
“¿Enviado por quién? –preguntaban los peregrinos–. ¿Enviado para qué?”
El Maestro no respondió a ninguna de las cuestiones…, pero contestó
todas.
“Ab-bá no es miedo!... ¡No es venganza!... ¡El Padre no es sangre
derramada!... ¡No es fuego, ni tampoco espada!... ¡No es cólera!... ¡No es
premio ni castigo!... ¡No es justicia!...”
Estaban desconcertados. Aquel Hombre no gritaba y, sin embargo, todos
lo oían. Aquel Hombre parecía saber de qué hablaba. Su voz era segura.
Penetraba hasta lo más íntimo.
“¡Ab-bá es amor!... El Padre no lleva un libro de cuentas con vuestros
errores y vuestras buenas acciones!...”
Algunos se percataron de la insólita intencionalidad de aquel Hombre y
clamaron: “El Santo, bendito sea su nombre, es la justicia… ¿Quién es ese
sujeto?... ¡Blasfemo!”.
368
Jesús prosiguió.
“He sido enviado para despertaros…”
Y la gente replicó: “Ya lo estamos, estúpido!... ¡Mira el sol!... ¡Vete a tu
casa a dormir la borrachera!”.
Entonces, el Hijo de Hombre señaló hacia el santuario y proclamó algo
que fue igualmente malentendido, y que hizo enrojecer de ira a muchos de los
presentes: “¡Mirad bien!...”.
La gente siguió la dirección del dedo índice izquierdo del rabí. Indicaba el
interior del Templo.
“¡El Padre no está ahí!”
El silencio se desplomó sobre los cientos de judíos. Los policías se
miraban, sin saber qué hacer.
Y el Galileo repitió, con énfasis: “¡No está ahí!... ¡Está aquí!...”.
Y dirigió el índice izquierdo a la frente.
Un murmullo de desaprobación se levantó como una ola.
Al señalar el santuario, el Hijo del Hombre se estaba refiriendo,
inequívocamente, al Santo de los Santos, el lugar más sagrado del Templo y de
las creencias religiosas judías.
No era una blasfemia (Jesús jamás ofendió a nadie). Tenía razón: el
“Debir” o Santo de los Santos estaba vacío. Siempre lo estuvo. Y también dejó
en el aire un formidable verdad, prácticamente desconocida para aquellas
gentes: el Padre habita en la mente del ser humano (desde los cinco años de
edad, aproximadamente, cuando el/la niño/a toma su primera decisión moral).
Obviamente, los peregrinos no entendieron ni admitieron.
Y lo llamaron “blasfemo” e “hijo del señor de las moscas” (Belzebú).
Algunos lo reconocieron: “Es el carpintero loco de Nahum… Convirtió el
agua de Caná en vino… Todavía siguen borrachos…”.
Las risas y los improperios se mezclaron.
369
Dos levitas se destacaron entre el gentío, iniciaron el ascenso de las
gradas y se dirigieron hacia el Galileo. Cruzaron ante Él, continuaron hacia la
balaustrada y se perdieron en el interior del santuario.
Jesús no se inmutó. Y continuó su discurso.
“¡Os traigo esperanza!... El Padre no está ahí, sino en vuestro interior… ¡Él
os ama!... ¡Él espera!... ¡Él sabe!... ¡Él no distingue razas ni credos!... ¡Él no
entiende de hombres libres o esclavos!... ¡No importa si sois judíos o paganos!...
¡No importa si sois ricos o pobres, hombres o mujeres, jóvenes o ancianos,
buenos o malos, enfermos o sanos!... ¡Al Padre no le interesa vuestro
pasado!...”
La multitud estalló de nuevo y lo interrumpió.
“¡Loco! ¡Blasfemo!...”
Y la gente coreó estos calificativos. Los puños se alzaron amenazadores.
Felipe y el “oso”, lívidos, no sabían si huir o permanecer al pie de las
gradas. El Maestro seguía acariciando la bella naranja…
“¡Estamos en sus rodillas!... ¡Sois hijos de un Dios!... ¿Es que no
comprendéis?... ¡Estamos sentados en las rodillas del mejor de los Padres!...”
“¡Maldito blasfemo!... ¿Cómo te atreves hablar así del Santo, bendito sea
su nombre?...”
Los fariseos se situaron en primera fila e increparon al Galileo con furia.
Los levitas intentaron calmarlos.
“¡No temáis! –prosiguió el Hombre con gran dulzura–. Os anuncio que
existe un reino, del que procedo, y que no alcanzáis a ver con los ojos de la
carne, pero al que regresaréis inexorablemente… ¡Esta es la buen nueva!... ¡Sois
inmortales por expreso deseo del Padre!...” Y recalcó: “¡Inmortales!... ¡Sois hijos
de un Dios y, en consecuencia, hermanos!... ¡Levantad los corazones!...
¡Confiad!...”.
En eso, regresaron los policías del Templo. Aparecían acompañados por
sacerdotes y otros levitas. Jasón reconoció a uno de los jefes de sección de los
370
policía: una tal Ben Bebay, famoso por su crueldad. Los sacerdotes casi no se
fijaron en el Maestro. Pasaron ante Él con prisa y se reunieron con los levitas
que aguardaban al pie de las escalinatas. Eran sacerdotes ordinarios, con las
túnicas de lino blanco y fino, los largos cintos de color rojo y azul y los turbantes
igualmente inmaculados. Ninguno estaba calzado. Hablaron, discutieron,
señalaban al Galileo y volvían a discutir.
“A partir de ahora –proclamó el Maestro–, todo es nuevo… Todo es
distinto… Todo es esperanza… ¡Sois hijos de un Dios!... ¡Salid de la oscuridad!...
Estoy aquí para daros la mano… He venido para que la humanidad recupere lo
que es legítimamente suyo… ¡Confiad!...”
Los peregrinos, ofuscados, siguieron insultando al rabí.
“¡Blasfemo!”
Sacerdotes y levitas trataban de ponerse de acuerdo, pero no lo lograban:
¿Lo detenían?, ¿lo expulsaban del Templo?, ¿lo conducían ante los jefes de
sección? ¿Lo apaleaban allí mismo?
A Felipe le temblaban las piernas… ¡Dios mío!
Jasón en ese momento reparó en un detalle: se hallaban a 10 de abril
(año 27). ¡Faltaban tres años, casi exactamente, para la condena, allí mismo, en
Jerusalén, del Hijo del Hombre! Jesús fue “juzgado” (¿) por el Gran Sanedrín en
la madrugada del 6 al 7 de abril del año 30. ¿Casualidad?
Varios de los levitas corrieron de nuevo al interior del santuario. Los
“santos y separados”, rabiosos, continuaban levantando el puño contra el
Maestro y clamando para que fuera arrestado.
Fue en esos instantes, mezclado entre los peregrinos, cuando Jasón perdió
de vista al rabí. Fueron segundos. Cuando miró a lo alto de los catorce peldaños,
el Maestro ya no estaba allí. Acertó a verlo cuando se dirigía tranquilo hacia el
túnel. Y desapareció entre los que entraban y salían. En el suelo, en el lugar que
había ocupado el Galileo, solitaria y brillante, quedó la naranja que había
acariciado todo el tiempo. Fue como un símbolo…
371
Jasón acababa de asistir a una “declaración de principios” del Hombre-
Dios. Ésa era su filosofía y su hermoso y revolucionario mensaje. Pero nadie
comprendió. Ése sería el contenido principal de su vida pública, pero muy pocos
tendrían acceso a él.
Y lo peor, además de incomprendido, el Hijo del Hombre empezaba a ser
odiado.
Aquel jueves 10 de abril del año 27 fue el principio del fin…
Jasón retornó a Betania. Felipe y Bartolomé hacían como que hacían algo.
Les preguntó por el Maestro, pero no supieron informarle. Tampoco
mencionaron lo ocurrido a sus compañeros.
Poco antes del ocaso, llegó el Maestro. Presentaba un rostro amable y
sereno. Dijo haber caminado mucho, que ascendió al monte de los Olivos y se
dejó perder en los bosques de higueras de Betania y Bet-Fagé. No parecía
afectado por el incidente en el Templo.
Felipe y el “oso” no preguntaron nada, entendiendo que Jesús estaba
cansado. Y así era. El Galileo cenó algo, hizo bromas con los suyos y se retiró a
descansar.
El lunes 14 de abril, se produjo una novedad. Un mensajero se presentó
en la hacienda. Fue inevitable. La noticia de la estancia de Jesús en Betania
terminó filtrándose.
El mensajero había sido enviado por Anás, el que fuera sumo sacerdote.
Anás era pariente de Salomé, la esposa del Zebedeo padre. Jesús conoció a Anás
tiempo atrás, en su juventud, y por mediación de Salomé. Pues bien, el ex sumo
sacerdote deseaba entrevistarse con Él.
Como sospechaban Felipe, Barolomé y Jasón, la invitación tenía mucho
que ver con lo manifestado por el Maestro en el Templo, en la mañana del 10 de
abril.
El Galileo fijó la reunión para el viernes 18 de abril.
372
Jesús no se veía apurado ni tampoco nervioso. Se comportó como
siempre. Siguió enseñando a los suyos, y retirándose a los bosques, en la
compañía de Zal, el perro color estaño.
Y el 18 de abril, sin prisa, Jesús y los discípulos (Felipe y los gemelos se
quedaron en la hacienda de Lázaro) se encaminaron hacia Jerusalén. La casona
de Anás se levantaba cerca de la puerta de Sión. (En aquel lugar, años después,
se registraría la cuádruple negación de Pedro…)
Entraron en el jardín y aguardaron. Anás se presentó al poco. Tenía
sesenta y siete años y un Parkinson que había dado ya la cara. Uno de los
siervos colocó una silla a la sombra y Anás se sentó con dificultad y algunos
gemidos. Otro de los siervos acudió con un gran abanico de plumas azules. Un
tercer siervo se arrodilló y depositó una jofaina de plata a los pies de Anás.
Llenó el recipiente de agua, arrojó un puñado de sal gruesa en el líquido, y tomó
los pies del anciano introduciéndolos en la “palangana”.
El Maestro y los discípulos continuaron de pie, rodeando al ex sumo
sacerdote.
Anás –cuyo nombre en arameo significa “castigo”– fue directo a lo que le
interesaba: “¿Es cierto lo que me han contado?”.
Y sin esperar respuesta pasó a mencionar lo que “le habían contado”, que
no era más que las afirmaciones públicas de Jesús en el atrio de los Gentiles, el
10 de abril pasado.
Anás entre otras preguntas, mencionó: “¿Te has atrevido a manifestar
que el Santo, bendito sea su nombre, no es justo?”.
Jesús intervino con seguridad y firmeza. Fue la única vez que participó en
el interrogatorio: “Donde hay amor no es necesaria la justicia…”.
El anciano continuó con el interrogatorio.
El Maestro, con los ojos fijos en los de Anás, no movió un músculo.
“Seré indulgente… En consideración a Salomé y a nuestra vieja amistad, te
daré una oportunidad para que te retractes… Te ordeno que te presentes ante
373
los notables del Sanedrín, y solicites perdón, humildemente, por tus
blasfemias… Ellos te impondrán el castigo correspondiente…”
Era la primera acusación formal de las castas sacerdotales contra el Hijo
del Hombre. Si el cargo de blasfemo prosperaba, el Sanedrín podía condenarlo a
muerte. Eso contemplaba la Ley.
Y Jesús replicó, con dulzura: “Amigo, no he cometido ningún error…”.
Anás se destapó, tal y como era: “Si te niegas, si no te arrepientes, yo
mismo ordenaré que te detengan…”.
Jesús lo interrumpió: “No podrás hacer nada sin el consentimiento del
Padre”.
“¿Sabes lo que hacemos con los profanadores?”, preguntó Anás, rabioso.
Se refería a los castigos mencionados en las Sagradas Escrituras, especialmente
el Levítico y el Deuteronomio.
Silencio. El Galileo ni se movió.
Y Anás comenzó a recordarle: “¿Sabes que puedo azotarte?... ¿Sabes que
puedo enviarte al destierro?... ¿Sabes que puedo “cortarte” (esto significaba
que, además de terminar con la vida del profanador, la pena por “cortadura” se
extendía al resto de la familia. Toda ella quedaba salpicada por la vergüenza y
podía ser igualmente ejecutada)?... ¿Sabes que el Santo, bendito sea su nombre,
puede hacer caer sobre ti las epidemias de Egipto?... ¿Sabes que puedo solicitar
a Roma que te crucifique?... ¿Sabes que puedo destruir a los tuyos?...”.
El anciano, colérico, ante el sostenido silencio de su supuesto amigo, se
puso en pie y torpe, fue a caer de bruces, sobre las lozas del patio. La palangana
de plata rodó por el pavimento y, como una burla del Destino, fue a detenerse
frente a las barbas de Anás. Allí repiqueteó unos segundos y, finalmente, quedó
quieta.
Ni uno solo de sus siervos acudió en su ayuda.
Jesús fue el primero en reaccionar.
374
Se inclinó sobre el dolorido ex sumo sacerdote e intentó prestarle ayuda.
Anás lo rechazó con malos modos y ordenó que desapareciera de su vista.
La servidumbre, finalmente, lo levantó.
Jesús abandonó el jardín, pero, antes de cruzar el umbral de la puerta, se
volvió hacia Anás y declaró: “Te he ofrecido la luz, pero has elegido el miedo…”.
Giró sobre los talones y salió de la propiedad. Los discípulos lo siguieron,
atropelladamente.
Ese atardecer, en Betania, el Maestro explicó a los suyos lo ocurrido en la
histórica mañana del 10 de abril, en el Templo.
Los íntimos entendieron a medias.
El ex sumo sacerdote era un individuo poderoso, con influencia en el Gran
Sanedrín y en las castas sacerdotales en general. Era saduceo. Eso significaba
que no deseaba complicaciones con el poder establecido (Roma).
Andrés, Santiago Zebedeo, Felipe y Bartolomé opinaron que era mejor
cumplir las exigencias de Anás.
Pedro, Juan, el Zelota y Judas Iscariote se opusieron. No aceptaban doblar
la rodilla ante aquella “sanguijuela”.
Jasón no comprendió lo dicho por el Hijo del Hombre.
Tomás, Mateo y los gemelos Alfeo no dijeron nada.
“Dejemos que el Padre haga su trabajo…”, se limitó a comentar Jesús.
El “oso”, desviando el tema, planteó una interesante pregunta a Jesús:
“Maestro, ¿por qué has respondido a “Castigo” (Anás) de esa manera?”.
“¿Cuál diríais que es el peor enemigo del hombre?”
Discutieron. No hubo forma de aunar criterios: la envidia, la codicia, el
orgullo, la idolatría… Tomás, misógino, aseguró que era la mujer. Pedro
aprovechó la oportunidad y señaló a su suegra.
375
Una vez que sus hombres expusieron sus argumentos, Jesús proclamó: “El
gran enemigo del ser humano es el miedo”. Y añadió: “Estáis aquí para
proclamar la buena nueva: el miedo ha terminado”.
Lo miraban, estupefactos.
“¡Sois inmortales!... Aquel que confía, aquel que se entrega a la voluntad
del Padre, nunca más volverá a experimentar a ese tirano…”
“¿Te refieres a Anás?”
“No, Bartolomé, estoy hablando del miedo, el gran tirano del hombre…”
“Estamos sentados en las rodillas del Número Uno… Es imposible
temer…”
Jesús correspondió con una espléndida sonrisa a Mateo; él si comprendió.
“Pero si no tengo miedo –intervino Santiago Zebedeo–, ¿en qué me
convierto? No es eso lo que dice la Ley…”
“Mirad al niño… Confía plenamente en su padre. No hay miedo en él. Eso
es lo que pido y lo que quiero que solicitéis al mundo: ¡No más miedo! ¡Estáis en
las rodillas de un Dios! ¡No más miedo!”
“¿Y qué sucederá con mis muchos pecados? … ¿Cómo sabré que el Padre
me ha perdonado?”, preguntó Felipe.
El Galileo procedió a contar una parábola.
Habló de un judío que escribía sus pecados en un libro. En ese mismo rollo
tomaba nota de los pecados cometidos por Dios contra él y contra su familia y
amigos.
Los discípulos oían, atónitos.
Y llegó el Kippur (el día del perdón). Entonces, el judío en cuestión tomó el
libro, lo abrió y, dirigiéndose a Dios, exclamó: “Hoy nos ha llegado la hora a los
dos… Tú, mi Dios, y yo, repasaremos las cuentas… Aquí tienes la lista de mis
pecados, y la lista de los tuyos: las tristezas y desgracias que has ocasionado a
376
mi familia, a mis amigos y a mí mismo… Si calculamos, tú me debes más que yo
a ti…”.
Bartolomé, el “oso” de Caná, asintió con la cabeza, divertido.
Y Jesús terminó: “Pero como hoy es el Kippur, el día en que cada uno debe
hacer las paces con el vecino, yo te perdono…, si tú accedes a perdonarme”. Fin
de la parábola.
Y el Maestro preguntó: “¿Qué opináis del judío que perdonó a Dios?”.
Unos lo llamaron “irreverente”, otros “blasfemo”. Mateo lo llamó
“estúpido” y añadió: “Pierde su tiempo… Por lo que nos has enseñado, nadie
tiene capacidad para ofender a Dios”.
Fue el único que comprendió. Y el Maestro sentenció de nuevo: “Anás
prefiere el miedo a la luz…”-
VISITAS A LA DOMUS DE FLAVIO
En los dos días siguientes, los mensajeros no dejaron de llamar a las
puertas de la casa de Lázaro. Jasón contó nueve. Traían invitaciones para Jesús
de Nazaret. Todo el mundo quería conocer al Hombre que había desafiado a los
corruptos sacerdotes del Templo de Jerusalén.
No era exacto. Jesús no desafió a nadie. Pero los bulos se apoderaron de
la Ciudad Santa. Las invitaciones –“a comer” y “a pasar el día”– procedían de
notables de las finanzas, de ricos saduceos, de miembros destacados de la
hermandad de los “santos y separados”, y también de judíos y paganos curiosos,
que no tenían mejor cosa que hacer.
Jesús estudió cada pergamino, pero no decidió inmediatamente. Se
reunió varias veces con Andrés y parlamentaron.
Los discípulos, intranquilos al comprender que el Galileo no cumpliría lo
ordenado por Anás, decidieron montar guardia a las puertas de la hacienda de
377
Lázaro. Lo hicieron a espaldas del Hijo del Hombre, y armados con los “gladius”
(espadas romanas). Se turnaban.
El Maestro lo supo, pero dejó hacer.
Finalmente, el Hombre-Dios tomó una decisión. Visitaría, únicamente, la
casa de un tal Flavio, un judío de origen griego, conquistado por la helenización,
e incircunciso.
La visita tendría lugar el lunes 21 de abril.
Algunos de los íntimos protestaron cuando el Maestro no se hallaba
presente. Pedro, Judas Iscariote y el Zelota fueron los más contumaces. No
deseaban rozase con Flavio, un “judío de atrio” (al no estar circuncidado, no
tenía acceso al Templo) y, además, homosexual reconocido. El Levítico, en ese
sentido, era rotundo: “Si alguien se acuesta con varón, como se hace con mujer,
ambos han cometido abominación: morirán sin remedio; su sangre caerá sobre
ellos. El que tiene relación sexual con varón ha de ser lapidado”. Pedro y los
“contumaces” elevaron una protesta a Andrés y éste, siempre responsable, la
trasladó al rabí.
Jesús hizo solo un comentario: eran libres de acompañarlo a la casa de
Flavio.
Jesús jamás entraba en polémica, y dejó el asunto en manos de Andrés.
Juan Zebedeo no se pronunció. Él sabía muy bien por qué… El resto se
encogió de hombros.
Y el lunes 21, como fue previsto, Jesús y la mitad del grupo se dirigieron a
la Ciudad Santa. Pedro, el Zelota, el Iscariote, Felipe y los gemelos
permanecieron en la hacienda.
La casa de Flavio se alzaba cerca del hipódromo y de la muralla que
cruzaba la ciudad de este a oeste, dividiéndola en los referidos barrios. Al
parecer, Flavio, dada su naturaleza de “judío de atrio”, no era bien mirado por
los ricos habitantes del barrio alto. Ésta era la razón por la que tuvo que edificar
su propiedad en la ciudad baja, más propia de gente plebeya.
378
Llegaron poco antes de la sexta (mediodía).
La casa de Flavio era una “domus tiberiana”: una mansión con decenas de
habitaciones, unidas entre sí, en la que vivían la familia y la servidumbre. La
domus tenía más de mil metros cuadrados. Era suntuosa, llena de luz, de
mármoles, de pinturas…
La visitaron a lo largo de diez días. Hasta que los sorprendió aquel fatídico
miércoles 30 de abril…
Flavio salió a recibirlos a la puerta.
Estaba sorprendido. Había pensado que Jesús no aceptaría la invitación.
Flavio era un hombre relativamente joven (tendría la edad de Jesús), de
baja estatura y con unos ojos verdes deslumbrantes. Era atlético, siempre
bronceado, pero calvo. Usaba peluca, dos y tres a lo largo del día, según el
humor y las circunstancias.
Se presentó ante el grupo con una amplia y larga túnica transparente. Era
un hombre sin pudor. Las uñas, impecables, igualmente cambiaban de color
según las circunstancias. Siembre aparecía enjoyado. Era un hombre
inmensamente rico.
Disponía de un buen número de empresas, a cual más extravagante.
Compraba y vendía obras de arte y presumía de haber formado la primera
sociedad judía de cobro de morosos (muy de moda en aquel tiempo en el
imperio romano). Los empleados de Flavio aparecían casi desnudos en las calles
de Jerusalén y seguían de cerca al moroso, cantando canciones en las que el
estribillo recordaba al deudor y la deuda no saldada. La tortura del mal pagador
era tal que terminaba abonando la deuda. Flavio llevaba comisión.
Pero el gran negocio del judío helenizado era la usura. Los préstamos eran
sangrantes. Flavio cobraba el treinta por ciento de interés, y en plazos
asfixiantes. La Ley prohibía estos abusos, pero nadie cumplía. En definitiva,
estaban ante un individuo tan envidiado como odiado y temido.
Flavio, feliz, fue guiándolos por la enorme casa. Quedaron deslumbrados.
En cuanto a las obras de arte, no se sabía por dónde empezar. Las había de todo
379
“el mundo conocido”… pinturas, estatuas, obras de arte en madera, oro, plata,
piedras preciosas y más. Jesús se detuvo en numerosas ocasiones ante las
referidas obras de arte y preguntaba y preguntaba, interesándose por toda
suerte de detalles. El “oso” también preguntaba, especialmente por la leyenda
de cada pieza. Flavio estaba encantado. Al fin encontraba gente sensible…
La visita al “museo” terminó con una invitación al triclinio, el salón
comedor, para disfrutar de un refrigerio ligero. El anfitrión, ante las dudas de
algunos discípulos, explicó que sólo se trataba de pan mojado en vino, con algo
de ajo y de sal. Delicioso. Jesús se chupó los dedos.
Y Flavio aprovechó el respiro para dar las gracias al Maestro por su
generosidad. Andrés no comprendió, y Flavio aclaró: “No todo el mundo, en
Jerusalén, está dispuesto a pisar esta casa…”.
Andrés recuperó el hilo de la conversación: “¿Por qué dices que no todo el
mundo, en Jerusalén, está dispuesto a pisar esta casa?”.
Era obvio, pero el anfitrión lo aclaró: “Por mis obras de arte…”.
Y Flavio recordó a los discípulos lo que decía la Ley judía al respecto:
prohibidas las imágenes. El Maestro escuchó atentamente.
(El Éxodo es inflexible: “… No tendrás otros dioses fuera de Mí. No te
harás esculturas ni imágenes de lo que hay arriba en el cielo y abajo en la tierra
y en las aguas debajo de la tierra (…) pues Yo, el Eterno, tu Dios, soy Dios celoso
que castiga en los hijos los pecados de los padres hasta la tercera y cuarta
generación de quienes me aborrecen…”)
Cuando Flavio concluyó, el Galileo expresó un pensamiento generalizado
en buena parte de la nación judía: “De eso hace mucho… –y redondeó–: Los
tiempos cambian…”.
Y dirigiéndose al sorprendido Flavio, proclamó: “Yo te anuncio, amigo,
que existe un reino invisible y alado en el que la belleza lo ocupa todo…”.
“Pero Moisés dijo…”
380
“Insisto, Flavio: eran otros tiempos. Moisés quedó justificado para evitar
la idolatría. Hoy, en cambio, no hay que mirar la letra de la Ley, sino su espíritu…
En verdad te digo, amigo Flavio, que en ese reino sólo se adora la belleza… En
ese reino magnífico, al que llegaréis, solo se adora al Padre, la máxima
belleza…”
“Quieres decir…”
“Quiero decir que llegará el día –y dirigió la mirada hacia Jasón– en el que
los hombres sabrán apreciar el arte y nadie se rasgará las vestiduras ante una
imagen de mármol, de madera o de oro… En verdad te digo, Flavio: todo es
‘bellinte’…”
“¿‘Bellinte’? ¿a qué te refieres?”
Jesús le explicó. “Bellinte” = belleza más inteligencia de Dios a la hora de
crear…
“¡Un Dios Azul!”
“¿Sabes qué religión practica el Padre?”
Todos quedaron asombrados ante la pregunta. Juan, finalmente, dijo: “El
Padre, naturalmente, profesa la religión judía…”.
El Maestro sonrió pícaro y replicó: “El Padre practica la religión… ¡la
religión del arte!”.
Los discípulos protestaban. Jesús no hizo comentarios. Flavio empezó a
iluminarse y susurró: “Necesito saber más cosas de ese Padre. Tú no estás aquí
por casualidad…”.
Las visitas a la domus de Flavio se prolongaron durante diez días. Juan
Zebedeo no volvió a la casa, salvo en una ocasión. Mirar todo aquello era
pecado.
Por la domus desfilaron numerosos judíos y paganos, todos notables y
todos curiosos. Los rumores sobre Jesús de Nazaret continuaban rodando, ¡y a
qué velocidad!
381
Las amenazas de Anás, el ex sumo sacerdote, no tardaron en filtrarse, y el
pueblo empezó a hacer apuestas. El prestigio del Maestro entre la gente
sencilla, que odiaba a los corruptos sacerdotes, se elevó considerablemente.
Los discípulos, por consejo de Pedro, redoblaron la guardia a las puertas
de la hacienda de Lázaro.
La mayor parte de los que acudían a conversar con el Galileo eran
notables temerosos que no deseaban ser vistos en público con el Maestro. Era
comprensible. El Hijo del Hombre había sido acusado de blasfemia, y nada
menos que por las castas sacerdotales… Era el sacerdocio el que movía los
dineros en la Ciudad Santa y en el resto del territorio. A nadie le interesaba
ponerse a mal con aquellos sujetos.
Jesús conocía estas circunstancias y, aún así, recibió a cuantos se
presentaron en la domus. Fue amable y discreto. Jamás preguntó nombres. Se
limitaba a observar a sus interlocutores y a responder las preguntas.
Habló con claridad sobre el Padre Azul y sobre su nueva y revolucionaria
visión de Dios. Fue valiente. No atacó las ideas de los judíos, pero dejó a los
visitantes con una sana duda.
La mayoría no lograba comprender. Al igual que los discípulos, se hallaban
anclados a ideas ancestrales, a cual más oscura y pesada. No era fácil cambiar la
filosofía de un Yavé justiciero y vengativo por la de un Padre benéfico, que,
además, regala inmortalidad.
Algunos notables, escandalizados, no volvieron.
Jesús habló también del reino invisible y de la necesidad de “leer” el
espíritu de la Ley: el amor a cuanto nos rodea, pasando primero por el amor a sí
mismo.
Las preguntas fueron constantes. Todos deseaban saber. Casi todos se
sentían insatisfechos. La rigidez de la ley mosaica era tal que no permitía mirar
el interior del individuo. Jesús los animó. Solicitó, una y otra vez, que
“desaprendieran”. Era la clave. La búsqueda de Dios y, en definitiva, de la
felicidad, es una cuestión personal, una experiencia única, que nadie vivirá por
382
otros. No importa cómo hacerlo. Lo que cuenta es el resultado: hallar al Padre,
saber que somos sus hijos y, en consecuencia, que somos –físicamente–
hermanos.
Lo repitió sin cesar: Ab-bá regala vida y regala inmortalidad. Pase lo que
pase. Hagamos lo que hagamos. Digamos lo que digamos. Seamos buenos o
malos. Todo está medido. Todo obedece a un orden benéfico, aunque no
estemos capacitados (ahora) para entenderlo.
Y solicitó, simplemente, que lo pensaran.
“¡Soltad amarras!... Navegad hacia el nuevo reino!... ¡Apresuraos!... ¡No
perdáis el tiempo escrutando la letra de la Ley!... ¡El Padre está en vuestro
interior!... ¡Él os guiará!... ¡Es el mejor piloto!”
En esos días se formularon muchas preguntas. Algunas de ellas:
Sobre Dios: referidas a los profetas, que hablaban de un Yavé celoso,
destructor, que odia a los impíos y es implacable con los que no cumplen con la
Ley y lo enseñado por el Maestro: un Dios Padre bondadoso, que no lleva
cuentas y que regala sin solicitar.
El Maestro respondió así: “El Padre es inmutable… Nunca cambia. Es el ser
humano el que modifica la percepción de Dios. Antes era necesario un Dios de
justicia. Ahora se avecina un tiempo de amor. Hoy estamos más cerca de la
verdad, de la misma forma que el anciano está cada día más próximo a la
realidad… Yo os anuncio una nueva concepción de ese Dios grande y benéfico. Él
me envía…”. Entendieron a medias.
Le preguntaron cómo estar seguros de que era un enviado y de que ese
reino invisible existe.
Jesús respondió: “Todos lo habéis comprobado alguna vez. Cuando la
verdad se acerca, algo se estremece en el interior. El corazón tiembla, aunque
no sepamos por qué… Es como el enamoramiento. No hay palabras. Se siente.
Está ahí, aunque resulte difícil describirlo… Con el nuevo reino sucede lo mismo.
Cuando se pone un pie en él, todo cobra sentido”.
Y concluyó con una frase: “Aquel que ama a su prójimo…, me practica”.
383
Flavio, aprovechó el momento y le preguntó sin tapujos: “¿Maestro, has
estado enamorado?”.
“No en el sentido tradicional.”
Flavio dudó, preguntando cómo era posible. Le dijo a Jesús que era
extraordinariamente atractivo y que no podía creerle.
Jesús sonrió, pero no dijo nada.
“¿Es que te gustan los hombres, como a mí?”
“No, Flavio –respondió Jesús con delicadeza–, no me gustan los hombres,
en el sentido que tú le das… Querido amigo, no he venido al mundo para
suscitar descendencia, aunque estaría en mi derecho. Estoy aquí para lo que ya
sabes: para despertar al ser humano…”
“¿Y alguna mujer, u hombre, se han enamorado de ti?”
Jesús desvió la mirada hacia Jasón. Éste captó su impotencia. Nadie
parecía entender sus palabras. Pero Jesús fue sincero, como siempre.
“Una vez, sí…”
“Una vez, ¿qué?”
“Ocurrió que una mujer se enamoró de mí…”
“¿Podrías hablarnos de ella?”
Fue la única vez que el Maestro se negó a responder. Jasón conocía el
nombre y la historia de esa mujer: Rebeca, de Nazaret… Flavio comprendió y
aceptó la negativa.
El jueves 24 de abril, aparecieron en la domus dos viejos conocidos.
Llegaron como el resto, intrigados y curiosos. También lo hicieron a escondidas;
al menos al principio… Uno era Nicodemo, el escriba y fariseo. El otro era José
de Arimatea.
Y se sentaron, a diario, cerca del Galileo, pendientes de sus gestos,
palabras y silencios. Y nuevamente, Jesús sembró la semilla de la duda. Era un
primer y prometedor paso.
384
Fue a partir de aquel lunes 28 de abril cuando los rumores se precipitaron.
La hacienda de Lázaro se volvió un manicomio. Todo el mundo decía saberlo de
buena tinta. Todos hablaban del inminente arresto del Galileo por parte de la
policía del Templo. “Los levitas ya están en Betania”, gritaban.
Falso.
Lázaro, desesperado, le propuso al Maestro que huyera a la Galilea, o bien
a la ciudad de Filadelfia, al otro lado del Jordán. Él tenía amigos en esa región de
la Decápolis. El poder de Anás y de los sacerdotes no llegaba tan lejos.
Jesús oyó los consejos, pero no hizo comentarios.
El Zelota y Juan Zebedeo, ayudados por Pedro, trazaron un plan de
defensa de la hacienda, con dos o tres “rutas de evacuación”. Huirían a la
Decápolis.
Al día siguiente, martes 29, mientras desayunaba, el Maestro dejó en
claro que visitaría de nuevo la domus de Flavio, en la ciudad baja de Jerusalén.
Los discípulos trataron de disuadir a Jesús, pero Él, apurando el cuenco de leche
caliente, no dijo una sola palabra. Luego, salió por la puerta de atrás de la cocina
y desapareció.
Jesús acudió, puntual, a la cita con Flavio y con los curiosos y notables
habituales. Y departió con ellos con absoluta normalidad.
En un momento, Flavio preguntó a Jesús sobre el tiempo, sobre el porqué
del envejecimiento…
Jesús respondió con lo que Él tantas veces llamaba una “aproximación a la
verdad”: “¿Por qué te preocupa el tiempo, si en verdad eres inmortal? Envejecer
es dar pasos hacia la eternidad. Deberías sentirte feliz… No trates de controlar al
tiempo. ¡Disfrútalo!... Sé que lo haces. Sé que vives el momento. Ésa es la
verdadera sabiduría… No trates de analizar lo que no puedes comprender…,
ahora. El tiempo es una criatura del Padre, otra más… El tiempo está creado con
dos objetivos: empapar la materia y permitir que tú te asomes a él. Eres un
nacido al tiempo… ¡Experimenta la vida y el tiempo! Hazlo porque ninguno de
385
los dos regresará… Cuando lleguéis al reino invisible y alado, no habrá tiempo.
Esa criatura se quedará abajo… Deja que el Padre te sorprenda…”.
Flavio terminó perdido, pero se agarró a una de las informaciones del rabí
y preguntó: “¿No hay tiempo después de la muerte? ¿No hay tiempo en el
‘she´ol’?”.
(El “she´ol” o “seol”, para los judíos, era el mundo de ultratumba. El
cuerpo y el alma no se separaban, sino que juntas viajaban a ese lugar remoto,
frío y oscuro, que guarda cierto parecido con el infierno de los católicos. Y allí las
almas permanecían durante un tiempo.)
Jesús prescindió de la sonrisa que habitualmente le acompañaba y
declaró: “Ese lugar, amigo Flavio, no existe…”
Todos quedaron desconcertados. Y el Maestro precisó: “¿Pensáis que un
Padre Azul y benéfico es capaz de imaginar un lugar como ése? ¿Creéis que un
Ser que practica el arte condena a sus hijos a las tinieblas o al fuego eterno?”.
Jasón, siempre presente y acompañando al Maestro para dar testimonio
como su “mal´ak” (mensajero), hace un paréntesis en el relato para hacer una
aclaración.
“Son falsas todas las frases sobre el infierno atribuidas al Maestro. Pienso,
por ejemplo, en Mateo (23,33 y 25,41). En el primero de los versículos, el Galileo
dice, supuestamente: ‘¿Cómo vais a escapar a la condenación de la ‘gehena’?’
(refiriéndose a los fariseos). En el segundo, el evangelista escribe: ‘Entonces dirá
también a los de su izquierda: apartaos de mí, malditos, al fuego eterno
preparado para el Diablo y sus ángeles’…”
Falso. Jesús de Nazaret jamás pronunció palabras así.
Cierro paréntesis.”
El Maestro comprendió. Era demasiado bello y demasiado complejo para
gente amarrada a las leyes mosaicas. Tenía que ir paso a paso.
Y dejó que Flavio siguiera preguntando.
“Entonces, según tú, no debo temer a Duma…”
386
Duma era una criatura (parecida a un ángel), cuyo cometido era tomar el
alma del ser humano y arrojarla al infierno.
“No debes temer…, a nadie.”
“Pero he sido pecador. Soy pecador… –rectificó–. ¿Qué será de mí tras la
muerte?”
“¡Vivirás!”
Flavio abrió la boca, perplejo. El Hijo del Hombre recuperó la sonrisa y
prosiguió, volcando toda incertidumbre: “Nadie te juzgará por lo que tú has
elegido”.
“¿El Santo, bendito sea su nombre, no me juzgará?” Jesús rió, divertido.
“Ni lo verás…”
“¿Cómo es eso?”
“La carrera hacia el Paraíso, al encuentro con Ab-bá, es un largo viaje…
lleno de sorpresas… Todas buenas.”
Algunos de los notables rechazaron las afirmaciones del Hombre-Dios.
Jesús lo captó e insistió.
“Tras la muerte, nadie juzga a nadie… Al despertar veréis que todo es
correcto.”
“¿Y qué dices de los impíos?”, preguntó uno de los notables.
“Allí no existe esa diferencia.”
“¿No hay malos?”
“No.”
Aquel ”no” fue inmediato. Cayó como una tonelada de mármol sobre el
ánimo de los presentes. Jesús, en determinados momentos, era implacable.
“¿Despertar? ¿A qué te refieres?”
“La muerte sólo es un sueño… A eso me refiero.”
387
La vuelta a Betania fue tranquila.
Los ánimos en la hacienda se habían sosegado, relativamente. Judas
seguía afilando espadas. Nadie preguntó ni hizo comentario alguno. Andrés
había llamado la atención a todos.
Y clareó el miércoles 30 de abril del año 27.
Jesús manifestó su deseo de volver a la domus de Flavio. Andrés, junto
con los demás discípulos, encontró la solución que contemplaba que el Maestro
fuera y volviera, pero siempre bajo la atenta vigilancia de la “tabbah”, la guardia
seleccionada por ellos mismos, formada por los hermanos Zebedeo y por Pedro.
La escolta no debería perderlo de vista.
Jesús, como era habitual, no intervino en estos asuntos domésticos.
Naturalmente, la “tabbah” caminaría a su lado, y fuertemente armada. El
resto permanecería en la hacienda, atento a cualquier contingencia. En caso de
extrema gravedad –“si los levitas aparecían por Betania”–, parte del grupo
buscaría a Jesús. Se reagruparían en “La Selva”, la finca de Kbir, en la Betania del
Jordán. Ésos eran los planes, de los cuales Jesús nada sabía…
Hacia la hora quinta (once de la mañana), Jesús y sus acompañantes
llegaron a la casa de Flavio.
Pedro y Juan Zebedeo decidieron permanecer en la puerta…, “vigilando”.
Además, Pedro y Juan no deseaban entrar a la domus por las imágenes allí
reunidas y por el hecho de que Flavio era un homosexual reconocido
públicamente. Si entraban, pecaban, y eso representaba el abono de un dinero
al Templo. Cada mirada a una imagen prohibida se consideraba pecado…
Santiago, más sensato, sí acompañó al Maestro al interior de la domus.
Allí esperaba una sorpresa desagradable…
Nicodemo, José de Arimatea y otros diez notables de Jerusalén discutían
acaloradamente. Flavio escuchaba, pálido. Nicodemo llevaba la voz cantante,
señalando el pergamino que Flavio sostenía en su mano izquierda.
388
Nadie correspondió a los cordiales saludos del Galileo. El Maestro se dio
cuenta al instante, pero aguardó. Y Nicodemo, con voz insegura, se dirigió al
Hijo del Hombre y expuso el problema: La tarde-noche anterior, el Gran
Sanerdín se había reunido para discutir lo acaecido en el atrio de los Gentiles en
la mañana del 10 de abril. Anás estuvo presente. Discutieron sobre las
supuestas blasfemias de Jesús y llegaron a un acuerdo. La resolución, según el
escriba y fariseo, miembro también del citado Sanedrín, se hallaba escrita en el
documento que portaba Flavio.
Nicodemo animó a Flavio para que entregara el rollo al Maestro. Flavio
alargó el brazo y depositó el pergamino en las manos del Hijo del Hombre. Su
peluca azul temblaba… Todo era silencio.
Jesús desenrolló el pergamino y procedió a su lectura. Lo hizo tranquilo.
Una vez leído, permaneció con el rostro grave. Paseó la mirada entre los
notables y todos, sin excepción, bajaron los rostros. La mayoría había estado
presente en la referida asamblea.
Finalmente, el Galileo pasó el pergamino a Santiago Zebedeo. Éste lo leyó
con avidez, pero no hizo comentarios. Y, súbitamente, se alejó hacia la puerta
de entrada, con el pergamino en mano.
Un par de minutos después, entró la “tabbah”, al completo. Los tres se
situaron alrededor del Maestro, como protegiéndolo. Pedro terminó la lectura y
le pasó el rollo a Juan.
“¡Bastardos!”
Nicodemo señaló: “Está firmado por 53 de los 72 miembros del Sanedrín.
19 nos hemos negado a firmar semejante despropósito”.
“¿Qué debemos hacer?”, preguntó Santiago Zebedeo.
Jesús se sentó en uno de los divanes. Estaba pálido. Y se inició una nueva
discusión. Los únicos mudos eran el Maestro, Flavio, Santiago Zebedeo y Jasón.
Éste, finalmente, se acercó a Juan Zebedeo y le solicitó el rollo. Y leyó atónito:
“Año 3787 del Santo, bendito sea…
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Los que entregan su nombre, tras considerar la santa Ley, estiman que
Jesús, constructor de barcos en Nahum, debe comparecer ante este sagrado
tribunal para dar cuenta de sus pecados contra el Santo, bendito sea su nombre.
Esta corte movilizará los medios necesarios para que la Ley sea satisfecha
y el tal Jesús, hijo de José, sujeto a dominio.”
Al final del escrito se leía: “He´tec” (copia).
Al pie aparecían los nombres de los 53 sanedritas que estaban de acuerdo
con la orden de caza y captura de Jesús. La primera “carga oficial” contra el dócil
y maravilloso Jesús de Nazaret.
“Sujeto a dominio”, según Nicodemo, en la jerga jurídica del Sanedrín y
las autoridades religiosas judías quería decir que el detenido podía ser
torturado, desterrado o ejecutado. Cualquiera que se negase a colaborar con el
Sanedrín, o entorpeciera su labor, quedaba “sujeto a dominio”.
Los notables, sin excepción, suplicaron al Maestro que abandonase la
ciudad de inmediato. No había tiempo que perder. La policía del Templo lo
buscaría (si no lo estaba haciendo ya).
Jesús y su grupo salieron de la domus por una puerta lateral y con grandes
precauciones. Pedro se situó a la cabeza, con la mano izquierda
permanentemente en la empuñadura del “gladius”. Los Zebedeo caminaban por
detrás del Hijo del Hombre. Jasón cerraba la comitiva.
Nadie habló en el viaje de regreso a Betania. Jesús parecía tener prisa.
En la hacienda se actuó con diligencia. El Maestro celebró una reunión con
Lázaro y con Andrés. Todos aguardaban, impacientes. Por último, el jefe de los
íntimos reclamó a Felipe, y lo dispusieron todo para la marcha.
Fue entonces cuando Judas se acercó a Andrés y exigió que lucharan. El
jefe le contestó: “¿Pretendes que doce espadas se enfrenten a doce mil
bastones?”. Todos se pusieron de acuerdo. Huir era más inteligente…
HUYENDO SIN CESAR
390
Y con el ocaso, poco después de las 18 horas, entre abrazos, la pequeña
expedición se puso en marcha. Lázaro, sus hermanas y la servidumbre dijeron
adiós entre lágrimas.
Era la enésima huida…
En el camino, Andrés le explicó a Jasón que Jesús no deseaba
enfrentamientos de ningún tipo. Tenían que alejarse de Jerusalén y buscar
refugio en zonas en las que no tuviera competencia el Gran Sanedrín.
Y huyeron sin cesar. No hicieron otra cosa en casi seis meses. Se
establecieron guardias. Se levantaba el campamento cada poco. Volvían a huir,
siempre con el temor de la aparición de los levitas, y vuelta a empezar…
Atravesaron las regiones de Belén, Hebrón, desierto de Judá, Samaría,
monte Gilboá, mar de la Sal…
Jesús, acompañado siempre por Zal, siguió enseñando a los suyos y
conversando con Jasón.
Y llegó octubre. Jasón recibió la visita de su fiel compañero de viajes, el
negro Tarpelay, en el campamento en el Gilboá. Llevaba días buscándolp. Kesil,
su siervo y el de su amigo Eliseo, lo reclamaba.
El Galileo y los íntimos se disponían a marchar a la cercana Decápolis. Era
un lugar “neutral”, bajo la tutela de Roma, en el que la policía del Templo de
Jerusalén no tenía competencia. Era, por tanto, una zona segura.
Ante la insistencia de Tarpelay, Jasón no tuvo más remedio que
abandonar Gilboá y dirigirse al “yam”. Cuando Jesús supo de este cambio de
planes, llamó aparte a Jasón y comentó: “Confía, ‘mal´ak’, confía siempre…
Ahora regresa al lago. Después vuelve, e infórmame…”.
Sonrió y se alejó hacia lo alto del monte. Ab-bá lo esperaba.
Jasón llegó a la ínsula de Nahum, lugar en el que Eliseo había alquilado
una habitación. Allí estaba, en un camastro, enfermo. Padecía un mieloma
múltiple: un cáncer de las células plasmáticas. Uno de los peores cánceres.
391
Jesús se hallaba en la Decápolis.
El 1 de noviembre, Jasón y Tarpelay divisaron la blanca aldea de Nazaret,
al pie del Nebi. María, la madre de Jesús, Miryam, Santiago y el resto se
alegraron de verlo. Ruth, la menor, continuaba enferma.
Permaneció con ellos varios días.
La familia conocía las amenazas de Anás y sabía de la orden de caza y
captura de su Hermano. Los correos establecidos por David Zebedeo como jefe
funcionaban aceptablemente. La madre y los hermanos del Galileo estaban al
tanto, igualmente, de los meses de permanente fuga y del odio del Sanedrín.
María lloró amargamente. Y recordó sus vaticinios: si su Hijo no
abandonaba aquellas locas ideas, todos sufrirían. Era preciso que se ajustara a la
Ley y a los profetas. Era el Libertador político de Israel. Sus hermanos estaban
preparados, se unirían a Él de inmediato. Sólo tenía que reconocer su
equivocación.
Santiago, el hermano de Jesús, se mostró especialmente duro. Se sentía
marginado y celoso. Acusó al Hijo del Hombre da “insensato y de llevar a la
ruina a muchas familias”. Miryam asentía. El marido, Jacobo, no dijo nada.
Amaban al Maestro, pero no comprendían aquella actitud.
El 5 de noviembre, Jasón se despidió de la Señora y de su gente. Volvió al
“yam” y se dedicó a acompañar a Eliseo durante dos meses.
Al caserón de los Zebedeo, en Seidan, siguieron llegando noticias del
Maestro y de los doce. Continuaban en la Decápolis, sin novedad.
EL FIN DE YEHOHANAN, EL BAUTISTA
El 5 de enero del año 28, Jasón tomó sus cosas con el objetivo de localizar
al Maestro y pedirle que hiciera algo para ayudar a Eliseo. Decidió dirigirse al
mar de la Sal (actual mar Muerto) y consultar al dueño del torreón. Raisos –ese
era su nombre– se alegró de verlo y dijo saber de la triste suerte de Jesús y del
392
grupo, pero no tenía ni idea de su paradero. De todos modos, prometió
averiguarlo en unos días. Y allí Jasón se encontró con un viejo conocido: Atar, el
afeminado maestro de ceremonias que había organizado la boda de Caná, que
le preguntó qué hacía en ese lugar. Jasón le dijo la verdad. Por su parte, Atar se
hallaba en Maqueronte como “maître” de la fiesta de la conmemoración de la
subida al trono de Herodes Antipas, tetrarca de la Galilea y la Perea.
Esa noche, mientras cenaban, Raisos tuvo una buena idea. En
Maqueronte se hallaba Nakebos, capitán de la guardia de Antipas y hombre de
confianza del tetrarca. Quizá él sabía del actual paradero de Jesús de Nazaret.
El sábado 10 de enero, Jasón acompañó a Raisos y sus siervos a lo alto del
cono sobre el que se alzaba el palacio-fortaleza de Antipas: Maqueronte. Y allí
quedó, junto con Atar. Al acercarse a la piscina, Jasón quedó asombrado ante lo
que veían sus ojos. Atar le dijo: “No te extrañes. Llevan cinco días de fiesta”.
Jasón calculó unos cien invitados, la mayoría árabe. Otros parecían
funcionarios al servicio de Roma y del tetrarca. También había saduceos, con sus
sedas y linos lujosísimos, y comerciantes. Roncaban. Casi todos estaban
borrachos. Tres mujeres se bañaban, desnudas, en las aguas de la alberca. El
persa Atar divisó a Nakebos al otro lado de la sala y guió a Jasón por el
pavimento alfombrado de vómitos. También estaba borracho.
Fue entonces cuando Jasón se fijó en una mujer. Vestía una túnica de hilo,
transparente, que dejaba ver su piel aceitunada y sus pequeños pechos. Era
árabe (de Edom), descendiente de Esaú. Lucía un cabello rubio, escandaloso,
teñido, con amplias ondas. Las uñas de manos y pies aparecían amarillas. Los
párpados, cejas y labios hacían juego en un azul dorado. Un toque de malaquita
verde animaba los pómulos. En esos momentos tenía treinta y seis años de
edad. Era hermosa… Lo más deslumbrante era el collar: una gargantilla trenzada
en oro, con engastes ovales de nácar. Entre nácar y nácar, prismas de
esmeraldas.
Sí, era Herodías, la esposa de Antipas. A su lado, en el mismo diván,
reclinada, había otra mujer, más joven. Jasón la miró y Nakebos, que estaba a su
393
lado, le comentó: “No te metas ahí… Salomé es hijastra de Antipas –y bajando la
voz añadió–: Todo el mundo sabe que le gusta…”.
Salomé era hija de Herodías y de otro Herodes, hermanastro de Antipas.
(El evangelista Marcos comete un error al identificar al marido de Herodías con
Filipo, rey de la Gaulanitis. El verdadero marido de Herodías fue otro Herodes,
hermanastro del referido Filipo.)
Salomé era atractiva, sin más. No era muy alta. Rubia, con cabellos
ondulados hasta los hombros. Los ojos eran bellos: achinados, dulces, de un
marrón lánguido. Pecas en las mejillas y la nariz, una nariz algo gruesa y con una
sonrisa rápida y traviesa. En ese año 28 tenía diecisiete años de edad. Aparecía
prácticamente desnuda, como la madre. Siete gasas, de colores, colgaban de la
estrecha cintura. El sexo estaba depilado. Las orejas, pintadas de amarillo,
hacían juego con la melena.
De pronto, entró un contingente de soldados, armados hasta los dientes.
Formaron pasillos desde la puerta del palacio al diván en que se encontraban
Jasón y Nakebos. Llegaba Antipas. Todos guardaron silencio. El esquelético
Antipas vestía túnica de lino hasta los pies, con una piel de guepardo sobre los
hombros, fajándole la cintura. Lucía una peluca blanca hasta la nuca. El perfume
era mortificante. La máscara de malaquita del Sinaí, que cubría las úlceras y
costras del rostro, cuello y manos, no le permitía demasiada expresividad. Los
ojos, enrojecidos, denotaban falta de sueño y demasiado “legmi” (licor). Llevaba
una cadena de oro que daba tres vueltas al cuello, adornada con formas de
hojas de hiedra, todas de oro repujado.
Nakebos sirvió “legmi” a su señor y éste, complacido, alzó la copa para el
brindis. Luego le susurró algo al oído. Nakebos llamo al persa Atar y éste, que
tenía todo preparado, llamó a los cinco nubios, altos y bellísimos, que
esperaban con sus timbales para dar inicio a la danza.
Y sonaron los timbales… Salomé, de pronto, se alzó y comenzó a danzar.
Los invitados suspiraban. La guardia gala olvidó su trabajo y permaneció
pendiente de aquel cuerpo desnudo e insinuante. Y Salomé, con toda intención,
incrementó el ritmo, acercándose al diván de Antipas. El hombre la devoraba
394
con la vista. Nakebos sirvió otra copa para su señor y para sí. Herodías seguía los
movimientos de la hija. Disfrutaba… La danza fue importada de los desiertos
árabes. Era un baile sensual y seductor. La mirada de Salomé fue, únicamente,
para Antipas. Ella sabía… y mostraba sus encantos sin el menor pudor. Los
comensales estaban perplejos. ¿Por qué Salomé bailaba así ante el tetrarca? Ella
continuó danzando, esta vez moviendo sus pechos ante el rostro de Antipas. El
tetrarca, codicioso y sensual, aproximó los labios al pezón derecho de la mujer.
Herodías dejó de llevar el ritmo. Estaba lívida. Pero cuando Antipas se disponía
a succionarlo, Salomé se echó atrás, y el tetrarca, confundido, perdió el
equilibrio derrumbándose sobre el pavimento. Nakebos se apresuró a
levantarlo, y todo volvió a la normalidad. Antipas, verde y borracho, volvió a
sentarse en el triclinio. Salomé se fue alejando, los tambores fueron
apagándose. Finalmente, Salomé se lanzó, de espaldas, a la piscina. Los
comensales la vitorearon y aplaudieron a rabiar.
Herodías continuaba seria. Su mirada hacia Antipas era incendiaria. Éste
se inclinó sobre Nakebos, su hombre de confianza. Susurró algo. Nakebos fue
hacia la piscina y habló con Salomé brevemente. Acto seguido, Nakebos se
dirigió hacia el triclinio de Herodías. Ella le susurró otras palabras al oído.
Nakebos dio media vuelta y retornó junto al tetrarca.
Lo sucedido fue que Antipas solicitó a Salomé que volviera a bailar para
él… Si lo hacía, le regalaría un marido que podría escoger entre los presentes.
Salomé envió a Nakebos a su madre. Ella decidiría. Herodías lo había pensado.
Después, le dijo a Nakebos que transmita a Antipas: “Salomé bailará para ti si
antes me traes la cabeza del loco Yehohanan… en una bandeja de plata”.
Antipas miró a su esposa con desprecio. Después, sin titubear, ordenó al capitán
que procediera.
Nakebos, junto con sus hombres, se dirigió al oscuro torreón. Y se
lanzaron escaleras abajo. Yehohanan se hallaba encadenado al tobillo izquierdo,
gritando y gritando: “¡Llegará el día en el que tropezarán los soberbios y todos
los que obran maldad!...”.
Nakebos dio la orden a uno de los suyos. El muchacho galo desenfundó la
espada y estoqueó a Yehohanan. El hierro penetró por el costado izquierdo.
395
Muerte inmediata. Serían las tres de la tarde. (La misma hora en que falleció el
Maestro, pero veintisiete meses antes.) El mismo mercenario decapitó al
hombre tendido en el suelo. Agarró la cabeza por la cabellera y la levantó a la
vista de todos.
Nakebos dio la orden y todos ascendieron con prisa. Al salir de la torre
negra, dio la orden de que trajeran una bandeja de plata, como lo había
ordenado la Señora.
Nakebos entró al salón con la bandeja entre sus manos y la depositó
frente a Antipas. Éste, al verla, vomitó sobre ella y ordenó que fuera llevada a
quien la había solicitado. El capitán de la guardia gala obedeció. Depositó la
bandeja en el suelo, frente al triclinio de Herodías. Salomé miró la cabeza con
frialdad. Herodías observó la cabeza en silencio durante algunos segundos.
Luego, se alzó y caminó hasta colocarse sobre la bandeja. Recogió ligeramente
la túnica transparente, se situó de cuclillas y orinó sobre los restos de
Yehohanan. Antipas aplaudió, todos aplaudieron. Acto seguido, Herodías indicó
a la servidumbre que recogieran la bandeja y que la siguieran. La mujer caminó
hasta el pozo de las “niñas” (arañas muy venenosas) y ordenó que lo abrieran.
Lo destaparon y Herodías hizo una señal. El esclavo que sostenía la bandeja
volcó el contenido y lo arrojó al interior del pozo. Herodías se asomó al pozo de
las arañas, escupió y clamó: “A todos se los llevará el viento ardiente de Yavé…
¡Y ha empezado por ti!”.
Era una frase de Isaías. Yehohanan la utilizaba contra Antipas y contra
ella. Herodías la recordaba y añadió: “¡‘Hara´im’!” (excremento humano).
Era uno de los insultos favoritos del Bautista.
Ella escupió por segunda vez y gritó: “¡De parte de la ‘dusara’!”
(adoradora de dioses paganos).
La mujer de Antipas estaba al corriente de los epítetos hirientes que le
había dedicado el Anunciador. Era su venganza.
Era el sábado 10 de enero del año 28 de nuestra era.
Al día siguiente, la noticia de la muerte de Yehohanan corría por la región.
396
¡HA LLEGADO LA HORA!
Jesús y su gente se hallaban en el meandro Omega, cerca de la ciudad de
Pella. Acababan de llegar. Procedían de la Decápolis. Seguían huyendo. El Gran
Sanedrín juró venganza. Capturarían al Maestro, fuera donde fuese y costara lo
que costase…
Antes del crepúsculo del lunes 12 de enero, Jasón llegó al río Artal, o el
meandro Omega. Allí estaba el Maestro y su gente. Hacía dos meses y medio
que no lo veía.
Jesús estaba más flaco y desmejorado. Las canas había aparecido en la
cabellera color caramelo. Sabían de la ejecución del Bautista. Judas Iscariote se
mantuvo apartado. Nunca perdonó al Hijo del Hombre que no hubiera hecho
algo por Yehohanan.
De pronto, el Galileo salió al encuentro de Jasón. Lo tomó del brazo y lo
llevó lejos de los íntimos. Y allí, lo miró a los ojos y le dijo: “El mal de tu
hermano Eliseo no es de muerte… ¡Confía!”.
Andrés y el resto pusieron al corriente a Jasón de lo ocurrido durante su
ausencia: de sus andanzas por la Decápolis, las permanentes huidas, los recelos,
la llegada de los correos con las noticias del Sanedrín y de las familias… No
predicaron en público. Jesús se limitó a las enseñanzas en privado.
Esa noche, tras la cena, el Maestro se dirigió a los íntimos y anunció:
“Yehohanan ha muerto… No esperemos más”.
Los discípulos estaban sorprendidos.
Y Jesús proclamó con fuerza y con seguridad: “¡Ha llegado la hora…!
¡Anunciaremos el reino abiertamente!... Preparadlo todo. Mañana regresamos
al ‘yam’…”.
Habían pasado un año fuera de sus casas… La mayoría se alegró. Otros
mostraron dudas. ¿Qué significaba que “anunciarían el reino abiertamente”?
397
Era el peor de los momentos. Herodes Antipas se había crecido con la
ejecución del Bautista. Las castas sacerdotales los perseguían con saña. Si
aparecían en la Galilea, o en Jerusalén, los atraparían… Jesús no dijo nada y se
retiró a descansar.
El martes 13 de enero del año 28 de nuestra era, al alba, el grupo se puso
en marcha.
Jesús fue fiel a la decisión adoptada en las colinas de Beit Ids: esperaría a
que se cumpliera el Destino de Yehohanan. Ahora todo era distinto… Empezaba
una nueva época para el Hombre-Dios: la auténtica vida de predicación.
REGRESO AL MAR DE TIBERÍADES: INICIO DE LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS
El grupo llegó a Saidan antes del ocaso. Jasón tomó una decisión: si los
Zebedeo lo autorizaban, trasladaría a Eliseo al caserón. Su amigo estaba muy
grave. Propuso pagar la estancia de su compañero y de Kesil, pero rechazaron la
sugerencia. Y esa misma noche, Eliseo fue trasladado al palomar. Estaba en
estado de coma. La vida se le iba. Jesús supo de la estancia de Eliseo en el
caserón pero, inexplicablemente, no aceptó verlo. Jasón se sintió perplejo y
dolido. Muy dolido. Fue torpe. El Maestro sabía…
El miércoles 14 de enero, llegó Pedro. Discutió con Salomé, la esposa del
viejo Zebedeo, y con las hijas. Hablaba de Amata, su suegra. Decía que se estaba
muriendo. Jesús estaba allí y escuchaba. En eso llegó su esposa, Perpetua,
llorando y confirmando las palabras de Pedro. Todos corrieron hacia la casa de
Pedro, a las afueras de Saidan. Jesús fue con ellos y también Jasón.
En la humilde casa se reunió medio pueblo. Pedro era querido en la aldea,
pero Amata y Perpetua lo eran mucho más. La suegra se hallaba en el nivel
superior. El Hijo del Hombre ascendió los peldaños de piedra y se arrodilló al
lado de Amata.
La gente murmuraba: “Es el profeta de Nahum…”.
398
Amata, una anciana de unos cuarenta y cinco años de edad, estaba
tendida sobre una estera de paja, cubierta con unas mantas. Tiritaba. Tenía
fiebre muy alta. Rondaba los 40 grados. El Maestro tomó sus manos, las acarició
y le dedicó palabras de consuelo. Felipe, el intendente, llegó presuroso. Vivía
muy cerca. Ordenó a Perpetua que dejara la casa, tanta gente en un lugar tan
exiguo no era saludable… Pedro ayudó a su mujer y poco a poco, entre
protestas, la parroquia fue retirándose. Felipe se situó junto al Galileo y empezó
a colocar lienzos mojados en agua sobre la frente de la anciana. “Fiebres
malignas –dijo–. No es la primera vez”. Jasón dedujo que Amata estaba en plena
crisis de malaria. Finalmente, Jesús se alzó y caminó hacia los peldaños. Al pasar
al lado de Jasón, lo miró intensamente y susurró: “Tampoco es una enfermedad
de muerte…”. Le guiñó el ojo y se alejó de la casa. Felipe, con una infusión de
esencia de artemisa, uno de sus tantos “remedios” aprendido de los sabios de
su querida China, solucionó el problema, en parte. El antitérmico hizo lo suyo y
la fiebre descendió. Pedro y Perpetua lloraban en un rincón. Jasón regresó al
palomar, junto a su amigo. Por la ventana, vio al Maestro paseando por la orilla
del “yam”, solo. Zal corría a su lado.
Al ocaso, Pedro irrumpió de nuevo en el caserón. Saltaba, gritaba, lloraba,
abrazaba a todo el mundo. Salomé trató de interrogarlo, pero Pedro era incapaz
de articular una sola palabra. Finalmente, la mujer lo sujetó por los hombros
con fuerza y le preguntó qué era lo que pasaba.
“¡Un milagro!”
Salomé no comprendía e insistió con su pregunta.
“¡Lo ha hecho! –balbuceó el discípulo señalando hacia su casa–. ¡El
Maestro lo ha hecho!... ¡Él lo ha hecho!... ¡Ha curado a mi suegra!... ¡Está viva!”
Los allí reunidos seguían sin comprender mucho, pero decidieron correr
hacia la casa del discípulo. Pedro se dejó caer sobre el pavimento, entre
lágrimas.
La vivienda se hallaba prácticamente vacía. Perpetua y Felipe atendían a
Amata. La anciana se encontraba sentada en los peldaños de acceso al nivel
superior. Al verlos, sonrió. Estaba bebiendo de un cuenco sopa caliente. Jasón
399
interrogó a Felipe y éste negó con la cabeza. Allí no hubo ningún milagro. La
crisis experimentaba altibajos. Pedro confundió la mejoría con un prodigio
llevado a cabo por el rabí.
Y en eso, vieron llegar a Pedro, que continuaba eufórico proclamando que
había sido un milagro. “¡Después de Caná, Amata…!” Y escapó de la casa
airando el supuesto prodigio. Andrés, su hermano, no pudo calmarlo.
El vecindario no tardó en ingresar de nuevo en la vivienda. Contemplaba a
Amata y se retiraba, contagiada por la euforia de Pedro. La aldea se convirtió en
un manicomio. Todo el mundo corría y gritaba el milagro del constructor de
barcos de Nahum. Cerca de las doce de la noche, pasados los efectos de la
artemisa, Amata cayó en otra tiritona. Lo dicho: no hubo prodigio (al menos en
esos momentos).
La realidad, sin embargo, no se impuso. El bulo siguió circulando, ¡y a qué
velocidad…!
Al día siguiente, jueves 15 de enero, los rumores se dispararon. Fue la
comidilla del “yam”. Todo el mundo sabía o estuvo allí, en la casa de Pedro, el
pescador. Todo el mundo aseguraba que Amata fue “rescatada de las tinieblas
por el constructor de barcos”. Algunos, incluso, mencionaban la palabras
“resurrección”.
Y empezó a llegar gente a Saidan.
Por supuesto, la suegra de Pedro no mejoró, o lo hizo en ocasiones gracias
a la ayuda de Felipe. Pedro, avergonzado, se quitó de en medio. Se excusó y se
dedicó a la pesca en solitario.
(Tres de los cuatro evangelistas hacen mención de la “curación de la
suegra de Pedro”. No fue así. Es probable que tanto Marcos –entonces un niño–
como Lucas –ni siquiera conoció al Maestro– se dejaran influenciar por las
narraciones de Pedro.)
Sea como fuere, lo cierto es que el incidente con la suegra de Pedro
terminaría desembocando en un hecho extraordinario y único en la historia de
la humanidad.
400
El viernes 16, Amata empeoró. Felipe le dio nuevas dosis de artemisa y la
malaria retrocedió. Nada de esto fue estimado por los cientos de curiosos y de
enfermos que siguieron llegando a la aldea. Era la segunda vez que Saidan
resultaba tomada por gente de todo tipo y condición. Acampaban en las calles,
en la playa, junto a la fuente, en las azoteas, en los patios, en el camino que
conducía a Nahum y a Kursi, en los huertos y a orillas del río Zají. Estaban en
todas partes. Y como siempre, junto a enfermos de verdad, gente necesitada de
consuelo, surgieron falsos cojos, falsos ciegos, falsos leprosos, vendedores,
tunantes y fulleros. Muchos se acurrucaron frente a la puerta principal del
caserón de los Zebedeo. Allí permanecían día y noche, suplicando e implorando
el nombre del Maestro. Solicitaban el perdón de los pecados y la sanación de
sus cuerpos. Había alrededor de dos mil personas. Jesús, inteligente, se retiró a
las colinas con Zal. No quiso que nadie lo acompañase.
Esa noche durmió afuera.
MULTITUDINARIA SANACIÓN EN SAIDAN
Y llegó el increíble sábado 17 de enero del año 28.
El día amaneció nublado. Continuaba llegando gente por el norte, por el
sur e, incluso, por mar. Allí se reunieron judíos y gentiles, ricos y pobres,
esclavos y hombres libres, enfermos y sanos, incrédulos y crédulos, amigos del
Maestro y enemigos enconados, confidentes y familias que deseaban pasar un
sábado “distinto”. El número de tullidos, ciegos y dolientes de todo tipo
resultaba difícil de evaluar. Eran cientos… La aldea era un lamento.
Caminando por la aldea, Jasón se encontró con personas que había
conocido en sus viajes con el Maestro: un barbero tuerto con 27 dedos y su hija
tetrapléjica; las leprosas de Fenicia, una familia “a´rab” traía a un anciano atado
con una cuerda, que vivía en una granja de cerdos, al norte de Hipos; el anciano
enfermo de Alzheimer. Y al caminar hacia el norte, Jasón recibió una agradable
sorpresa: Assi, el esenio, responsable del “kan” ubicado en el lago Hule, en la
alta Galilea, se hallaba acampado a las afueras de Saidan, cerca de las viviendas
401
de Felipe y Pedro. Se abrazaron. También había oído maravillas sobre Jesús y la
increíble curación de la suegra del discípulo. “Algo” que no supo explicar lo puso
en movimiento. Reunió a la totalidad de enfermos del “kan”, más de sesenta, y
caminó hacia el “yam”.
Jasón recordaba a muchos de ellos: un niño sordomudo, un “mamzer”
(bastardo) de unos diez años, ahijado de Assi; Tinieblas, el hombre de confianza
de Assi. Silencioso, con su larga túnica roja hasta los pies, y con la cabeza
siempre cubierta. No mostraba el rostro ni tampoco las manos debido a la
hipertricosis lanuginosa congénita (abundancia de pelo duro y recio) que lo
cubría y que le proporcionaba un aspecto terrible. Tinieblas seguía ocupándose
de todo y de todos. Jasón no vio a Aru, el negro tatuado que resultó
misteriosamente sanado por el Hijo del Hombre el 17 de septiembre del año 25,
cuando descendían del monte Hermón y se detuvieron en el citado “kan” de
Assi. Aquel muchacho sufría una dolencia que, en nuestro tiempo, recibe el
nombre de “amok”: “lanzarse furiosamente a la batalla”. Era un hombre
agresivo que estaba encadenado a una de las chozas del “kan”. El médico
esenio, siempre de blanco inmaculado, siempre humilde y bondadoso, estaba
allí porque deseaba beneficiar a su gente. Y se salió con la suya…
Jasón regresó al caserón hacia la nona (tres de la tarde). Los discípulos –a
excepción de Pedro y Mateo Leví– se hallaban reunidos en el comedor (“tercera
casa”). Discutían agitadamente. El tema capital era el gentío que esperaba en la
aldea. ¿Qué debían hacer? Juan Zebedeo, el Zelota y el Iscariote argumentaban
que la situación los beneficiaba. Si el Maestro hacía el prodigio y sanaba a tanta
gente, el Sanedrín mordería el polvo, y no tendría más remedio que
reconsiderar la orden de busca y captura. “Y Jesús sería proclamado rey…”
Andrés, el “oso” de Caná y Tomás se mostraban escépticos. Santiago Zebedeo
habló poco, pero con cordura: “Pase lo que pase, las castas sacerdotales
alimentarán el odio contra el rabí…”. En definitiva, más leña al fuego. Los
gemelos miraban en silencio, pero no entendían bien. Felipe tenía la cabeza en
otro lugar: Si el Maestro lo decidía, si deseaba que esos cientos de forasteros
fueran alimentados, ¿de dónde sacaría el dinero para la comida? Juan hizo un
gesto, despreciativo, y el resto continuó con el asunto de la sanación. Tenían
que convencer al Hijo del Hombre para que curase a la multitud… “No, eso sería
402
nuestro fin… Lo ideal es huir de nuevo… El Sanedrín nos localizará y será la ruina
de todos nosotros. Esperemos al rabí.”
Finalmente se dieron cuenta de algo que estimaron grave: el Maestro se
hallaba, en solitario, en alguna de las colinas que rodeaba a la aldea. Había
aclarado que no deseaba compañía. “Tenía que conversar con Ab-bá, a solas…”,
eso había dicho.
De pronto, los gemelos se alzaron y susurraron a Andrés, el jefe, que
querían ir a pescar. Bartolomé, el “oso”, se incorporó también y se unió a los
pasos de los Alfeo. Jasón optó por acompañarlos. Antes, pasó por el palomar, a
fin de visitar a Eliseo, que estaba acompañado por Abril, una de las hijas de
Salomé. Su amigo estaba muy próximo a su fin. Todo indicaba que no pasaría de
aquella noche. Jasón dudó, pero finalmente decidió salir de aquel lugar. El
Destino tiró de él. Y hacia la hora décima (las cuatro de la tarde), con el cielo
borrascoso, embarcaba con Tomás, el “oso” y los gemelos Alfeo en una de las
lanchas de los Zebedeo.
Bogaron durante una hora y anclaron a dos millas al oeste de Saidán y a
otras tantas de Nahum. Cuando estaban por iniciar la faena, Jacobo Alfeo
reclamó la atención general, señalando el cielo, hacia el norte. Entre las nubes,
sobre Nahum había aparecido una luz azul celeste metálica. No era una estrella.
Era una luz no muy grande. Parecía un boquete en las nubes. A los pocos
minutos, Judas Alfeo, señalando hacia el oeste, dijo: “¡O-o-o-o-otra!...”. En
efecto, sobre Saidán, también entre los cumulonimbos, vieron clarear otra “luz”
azul, gemela de la anterior. La única diferencia era que esta última, situada
sobre la aldea, palpitaba… ¡Tenía vida o lo parecía! Y se hizo un silencio extraño
y sonoro. ¿Qué estaba pasando? De la “luz” parada sobre la colina partió una
especie de relámpago blanco que fue a impactar en la segunda “luz”. No hubo
trueno. Los discípulos miraban entre asustados y perplejos. De pronto,
procedentes de la “luz” que palpitaba sobre Saidan, comenzaron a descender,
lentamente, millones y millones de puntos luminosos azules. El “oso” empezó a
llorar. Y la “nube” azul se precipitó sobre la aldea y alrededores… en segundos,
Saidan se volvió azul, un azul celeste, clarísimo. Jasón había visto anteriormente
esa luminosidad… El fenómeno duró unos minutos, quizá tres. Y tan
403
súbitamente como se presentó, así se extinguió. La oscuridad los cubrió y
regresaron los sonidos naturales del lago. Comenzó a llover. Nadie quería
pescar. Era mejor volver al puerto.
Saltaron a tierra a eso de las siete de la tarde. Todo parecía tranquilo en
Saidan. Algunas lucernas brillaban en las casas. La gente había huido con la
lluvia. Jasón se acercó a la zona trasera del caserón. Pero “algo” tiró de él, una
vez más. El portalón estaba atrancado y buscó una puerta lateral. Salió, y nada
parecía haber cambiado. Los acampados en las calles se protegían del agua
como podían: con ropones, canastos, tiendas improvisadas… Oyó risas y
cánticos, pero siguió camino. Al doblar una de las esquinas, tropezó con un
grupo de judíos. De pie y bajo la lluvia, tenían las manos y los rostros elevados
hacia la negrura del cielo y entonaban la “plegaria” por excelencia: las
diecinueve “Shemoneh esreh”, la oración obligada cada día a todo varón mayor
de edad (a partir de los doce años y medio). Sorteó a unos y otros y llegó hasta
la fuente. “Alguien” guiaba sus pasos. Finalmente, Jasón se encontró con la niña
tetrapléjica moviéndose naturalmente y sonriendo. El “a´rab” tuerto que
conoció con veintisiete dedos no sufría polidactilia. Las manos eran normales. Y
lo miraba con los dos ojos, ¡no con uno! Por detrás, Jasón vio llegar a un grupo
de mujeres. Vestían de rojo y se cubrían la cabeza. Eran diez. Las conocía: eran
las leprosas de Fenicia. ¿Dónde estaba la lepra? ¡Dios! Jasón, con un pánico que
no supo entender, sin mediar palabra, escapó a la carrera. Corrió sin rumbo. La
gente sonreía. Todos cantaban. Todos lloraban y se abrazaban. Oyó palmas y
vítores al Santo… Jasón tropezó y cayó. Alguien se apresuró a ayudarlo. Era un
hijo del anciano que malvivía en una granja de cerdos, al norte de Hipos. Lo
condujo hasta una improvisada tienda de pieles de cabra. Allí, sonriente, lo
invitó a pasar. Lo que vio dejó perplejo a Jasón: el anciano comía y conversaba
con sus hijos y parientes. ¡No era posible! El hombre sufría de un Alzheimer
avanzado. Vivía atado. No recordaba ni reconocía a nadie, incontinencia de
esfínteres, agresividad permanente, trastornos en el lenguaje y alteraciones
motrices eran lo cotidiano en la vida de aquel infeliz. Jesús lo había tratado
tiempo atrás con gran ternura. Cuando Jasón preguntó, el hijo que lo había
auxiliado resumió: “Ese hombre, Jesús, al que conocimos en la granja, ha
404
arrojado a los demonios que lo consumían…”. Jasón se rindió. Permaneció un
tiempo con aquella gente, observando la “bellinte” de Dios.
Ese poder afectó a más de seiscientas personas. Según el cálculo de Jasón,
seiscientos ochenta y tres judíos y no judíos fueron sanados Puede que más…
No importó el tipo de patología. Fueron sanados en segundos. Así de sencillo.
Aquella mañana del domingo 18 de enero (año 28) pasará a la historia
como la más grande cura de humildad de Jasón. Somos nada, en las rodillas de
un Dios…
La totalidad de los enfermos del “kan” del lago Hule resultó igualmente
curada. Paralíticos cerebrales, oligofrénicos, autistas… Cuando Jasón llegó al
campamento, Assi lloraba en un rincón. Comprendía menos que Jasón. Tinieblas
aparecía limpio. Había conseguido un espejo de bronce y se miraba
constantemente. Pero seguía ocultando el rostro y las manos bajo la túnica roja.
Necesitaba tiempo, como todos. El niño sordomudo oía, pero necesitaba que le
enseñaran a hablar.
Vencida la mañana, Jasón regresó al caserón. Pasó por la casa de Pedro.
Amata había sido curada. De Pedro, ni rastro… Las calles terminaron
convirtiéndose en una fiesta. Y continuaba llegando gente. Las noticias sobre el
formidable acto de poder y de misericordia volaron por el lago, y más allá del
“yam”.
Para más sorpresa, Jasón se encontró con un matrimonio con un hijo
pequeño, a los que había conocido cuando fueron a ver a Yehohanan, con la
ilusión de que lo curase. El niño tenía las piernas paralizadas y sufría un
importante déficit neurológico, con pérdida del control intestinal y de vejiga. No
sabía andar, pero había superado la paraplejia inferior o crural que lo consumía.
Eran de Nahum. El padre explicó que acudieron a Saidan cuando escucharon los
rumores sobre la curación de Amata, la suegra de Pedro. “Estamos aquí por
casualidad…” Jasón rió para sus adentros. ¿Casualidad?
Pero la jornada no había terminado. Jasón entró al caserón a eso de las
13 horas, agotado. Jesús no estaba. Los discípulos, igualmente agotados, habían
terminado por retirarse a sus respectivos alojamientos. En la “tercera casa”
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permanecían Andrés, desesperado por la ausencia de su hermano, Mateo Leví
con su esposa y un niño que dormía en sus brazos y que Jasón no conocía.
Preguntó por Pedro, pero Andrés no pudo dar muchas explicaciones. “Es burro
como nadie –manifestó el jefe–. Dice que la culpa del error es suya y no ha
vuelto por aquí, ni tampoco por su casa… Sabemos que sale a pescar y que
duerme, incluso, en la barca… Ya se le pasará…” El resto de la familia de los
Zebedeo tampoco estaba en el caserón. Jasón aprovechó la presencia del
prudente Andrés para preguntarle sobre lo ocurrido en el atardecer del día
anterior, mientras se encontraba en el lago. Andrés sonrió y le saltaron las
lágrimas. Alzó los brazos y la túnica resbaló, dejando la piel al descubierto. ¡La
psoriasis que padecía había desaparecido! Las uñas aparecían intactas y
brillantes. Telag, el hijo con síndrome de Down de Mateo, ya no era un
“endemoniado”… El Maestro había echado al espíritu inmundo que lo habitaba.
Mateo no habló de casualidad. Era especialmente inteligente y sensible. ¡Dios!
Lo mismo ocurrió con el resto de los discípulos, excepción hecha de Tomás,
Bartolomé y los gemelos de Alfeo, que no recibieron la “luz azul”. Tomás siguió
con el estrabismo en el ojo izquierdo, el “oso” siguió sufriendo de várices y los
Alfeo mantuvieron el ligero retraso mental. En cuanto a Jasón… Era su Destino,
ya que le aquejaba la misma enfermedad que a Eliseo, pero en menor medida.
Andrés relató a Jasón cómo ocurrieron los hechos. Al poco de su partida
con Tomás, Bartolomé y los Alfeo, Jesús regresó al caserón. Le preguntaron qué
debían hacer, pero no respondió. De pronto oyeron una música. Era el hermano
de la joven tetrapléjica que habían conocido tiempo atrás, y que tocaba la
flauta. Jesús se levantó y salió de la sala. Al poco regresó, con una flauta en las
manos, la misma que le había regalado aquel muchachito. Salió en busca del
joven y se sentó a su lado. Y tocaron juntos. Cuando dejaron de tocar, alguien,
entre la multitud, clamó: “¡Rabí, di una sola palabra y la salud volverá a
nosotros!... ¡Ten piedad!”. El Maestro se puse en pie y contempló a la gente…
No dijo nada. La multitud estalló en una súplica colectiva. Levantaban las
manos, rogaban, lloraban… Entonces aparecieron aquellas lágrimas en los ojos
del rabí. Después se presentó aquella luz azul entre las nubes… Todo se volvió
azul: las casas, la calle, la gente, la ropa, los animales, las manos, los pies…
¡Nevó azul! Y después empezó a llover y el gentío se volvió loco. ¡Estaban
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curados! ¡Los cojos y los paralíticos caminaban! ¡Los ciegos de nacimiento
veían!... ¡Los leprosos!... La gente golpeaba la puerta. Reclamaba a Jesús…
Querían nombrarlo rey y ponerlo al frente de los ejércitos de liberación de
Israel…
El Hijo del Hombre sintió piedad por sus criaturas. Y su corazón se puso
del lado de los que imploraban. Jasón imaginó su pensamiento: “Si fuera la
voluntad del Padre…, desearía que mis hijos quedaran sanados”. Y la infinita
compasión del Hombre-Dios hizo el prodigio. Al instante, la “gente” al servicio
del Padre se puso en movimiento y actuó: fueron curadas entre seiscientas y
setecientas personas.
Jesús fue el primer sorprendido. No fue su poder ni su sabiduría los que
hicieron el prodigio, sino su inagotable piedad. ¿Cuántos prodigios hizo Jesús de
Nazaret que jamás fueron conocidos? ¿Cuánta gente se benefició de su ternura?
El atardecer del sábado 17 de enero (domingo para los judíos), fue uno de
los momentos más notables en la vida del Hombre-Dios y, probablemente, para
la humanidad.
Los evangelistas sólo dedican unas escasas y torpes líneas.
Después del relato, Jasón se dirigió hacia el palomar. ¡Recordó a Eliseo!
Ingresó en su habitación y al no verlo, pensó que había muerto. Sin embargo, al
asomarse por la ventana, lo vio caminando junto al Maestro, a orillas del “yam”.
¡Eliseo estaba sanado! Fue corriendo hacia ellos, tropezó y cayó de bruces. Zal
empezó a ladrar y Abril, Kesil y Eliseo fueron en su ayuda. El Maestro levantó su
mano izquierda, agitándola en señal de saludo. Jasón no supo explicarlo, pero
en su mente sonó una palabra: “¡Confiad!”.
El consejo fue para él y para el hipotético lector de estas memorias…, por
supuesto.
(Por razones de salud, Jasón no pudo continuar acompañando al Maestro.
En su lugar, la milagrosa sanación de Eliseo permitió que éste lo reemplazara en
la misión que ambos habían convenido.)
407
Eliseo regresa al caserón de los Zebedeo el domingo 1 de febrero del año
28. Lo acompañaba su fiel criado Kesil. Al preguntar por el Maestro, Salomé y las
hijas le informaron que Jesús había partido hacía casi dos semanas en la
compañía de sus discípulos y un nutrido grupo de gente. No sabían exactamente
su destino. Tal vez Rimmón, tal vez Nazaret. A Saidan llegaban decenas de
personas día a día con la intención de que Jesús los curase. La noticia de la
masiva curación en el atardecer del 17 de enero se había extendido por todo el
país. La playa y las calles se hallaban prácticamente tomadas por familias
enteras.
Eliseo regresó a Nahum, a la ínsula de Si. Meditó y decidió partir hacia
Rimmón esa misma mañana. Ordenó a Kesil que contratara un carro de cuatro
ruedas, cubierto. Y partieron. Al dejar atrás Tiberíades y llegar a una zona
llamado Mizpa, se encontraron dentro de un mar de chabolas. Era la “ciudad de
los mamzerîm”, los bastardos. A derecha e izquierda del camino, surgieron miles
de chabolas de paja, adobe, paredes de estiércol, cañas, maderas podridas y
sacos negros. Era un horror. El hedor era insoportable. Se taparon el rostro,
pero aún así, las montañas de excrementos y basura atacaron sin piedad.
Algunos de los estercoleros ardían y el humo borró la senda. En ambas
márgenes de la ruta se apostaban decenas de hombres, mujeres y niños,
ansiosos por atrapar lo que fuera. Eran seres esqueléticos y andrajosos. Se los
comían las moscas. Por lo que Eliseo averiguó tiempo después, aquellos
desgraciados vivían, prácticamente, de lo que sustraían a las caravanas.
Saltaban sobre las caballerías y robaban hortalizas y fruta. Y lo peor es que se
disputaban lo robado, enzarzándose en crueles peleas. Los más pequeños se
arriesgaban entre las patas de las mulas y de los onagros y trataban de recoger
los excrementos calientes de las caballerías. También se los disputaban entre
ellos. ¿Cómo era posible aquello, a dos escasos kilómetros de la floreciente
Tiberíades?
Un “mamzer” o bastardo era lo último de lo último en la hipócrita
sociedad judía de aquel tiempo. Y todo procedía de Yavé. “El bastardo no será
admitido en la asamblea, ni siquiera en su décima generación”, rezan la
Sagradas Escrituras. Sólo los “am-ha-arez” se hallaban por debajo de los
bastardos. Eran también la escoria del pueblo. Según los doctores de la Ley, los
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“am” habían robado las tierras de Israel cuando los judíos fueron desterrados a
Babilonia en el año 486 antes de Jesús. Tanto los “mamzer” como los “am-ha-
arez” eran considerados “pecadores sin posibilidad de redención”.
Curiosamente, formaron parte de los seguidores del Maestro. Y eran unas
25.000 almas…
Hacia las cuatro de la tarde divisaron Rimmón. Su verdadero nombre era
Bet Rimón o la Casa de Rimón. Era una aldea de piedra negra volcánica, situada
al pie de una colina. Todo eran huertos y bosques. Pero Eliseo y Kesil llegaron
tarde. Según la gente del lugar, el “loco de la naranja” y sus seguidores habían
permanecido varios días en las proximidades de la aldea. Después se fueron con
su locura en dirección a Jodfat (Jotapata), a cosa de seis o siete kilómetros.
Eliseo conversó con los paisanos y averiguó que Jesús se había dirigido a los
humildes campesinos y les había hablado, “con palabras luminosas”, de un reino
invisible al que accederían después de la muerte. Uno de los discípulos, a los
que llamaban “roca” (Pedro), les dio un discurso sobre el Mesías que acabaría,
de una vez por todas, con los malditos “kittim” (romanos).
Al día siguiente, lunes 2 de febrero, Eliseo y Kesil llegaron a Jotapata, una
aldea de treinta casas de piedra. Preguntaron, y todos indicaron hacia el norte.
A medio kilómetro distinguieron un árbol grande y espectacular. Lo llamaban el
“árbol serpiente” por su parecido a una bola de ofidios. Allí encontraron a varios
discípulos del Maestro y a un centenar de seguidores. Habían acampado al pie
de la centenaria higuera. Allí Eliseo también halló a una decena de seguidores
del Bautista. Le pareció extraño, sabiendo de las grandes diferencias entre los
pensamientos del Maestro y de Yehohanan. Aquello no podía terminar bien…
Eliseo buscó al Galileo entre aquella gente, aunque no lo encontró. Pero,
para su sorpresa, se encontró con tres viejos conocidos. Uno era Aru, el negro
tatuado del kan de Assi, que fue curado por Jesús. Lo acompañaba Sitio, un
homosexual que habían conocido en la posada de Qazrin, al norte de la Galilea.
El homosexual había escuchado las maravillas que se contaban sobre el
carpintero y constructor de barcos de Nahum, y lo buscó. Y lo hizo de la mano
de Aru. Con ellos estaba Yu, el chino, el carpintero jefe del astillero de los
Zebedo, en Nahum. Al ver a Eliseo, Yu se alzó y, cálido y sonriente, lo abrazó. Y
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le dijo que temporalmente había dejado todo –familia y trabajo– para seguir al
Maestro.
Una hora más tarde llegaron los restantes discípulos. Procedían de la
aldea, cargando provisiones. Y hacia la décima (las cuatro de la tarde) se
aproximó el Maestro. Descendía de las colinas. El Galileo sonrió a Eliseo y alzó la
mano izquierda en señal de saludo. Luego se unió al grupo de sus discípulos.
Al día siguiente, 3 de febrero, Eliseo se dedicó a pasear entre el centenar
largo de seguidores y curiosos que acampaban en las inmediaciones de la
higuera considerada sagrada por los pobladores de Jotapata. Entre aquellos
judíos, Eliseo descubrió gente rara. Una decena de estos seguidores –o
supuestos seguidores del Maestro– se dedicaba a interrogar al resto. Lo hacían a
todas horas y siempre con un objetivo último y bien disimulado: ¿era Jesús un
enemigo de Roma? No parecía importarles la palabra o los prodigios del
Maestro. ¿Eran confidentes? Quizá. Y pensó en el Sanedrín, en Herodes Antipas
y, por supuesto en Roma. Los espías en aquel tiempo eran legión.
Los discípulos, por su parte, estaban eufóricos. La curación masiva en
Saidan fue el triunfo de los triunfos. Gritaban: “Es el principio del reino del
Mesías”. Proclamaban el inminente y definitivo final de la ocupación romana en
la sagrada tierra de Palestina. “Seremos ministros y generales –decían– y
echaremos al mar a esos pederastas… Nadaremos en oro…” El Galileo escuchaba
en silencio, pero seguía a lo suyo, imperturbable. Yu, el chino, lo apuntaba todo.
Y lo hacía en chino. Viajaba con sacos y sacos de rollos.
Esa mañana, a eso de la quinta (las once de la mañana), Jesús fue a
sentarse al pie de la higuera. Los discípulos se acomodaron en los primeros
lugares. Los gemelos y Felipe, responsables de la cocina, se mantuvieron a cierta
distancia.
Zal se tumbó a los pies del Galileo. Eliseo permaneció por detrás de los
seguidores.
El Maestro, entonces, dio los buenos días y se dispuso a hablar. De
pronto, Felipe llegó apurado y entregó al Maestro una naranja. Eliseo
comprendió por qué los habitantes de Bet Rimmón se refirieron a Jesús como
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“el loco de la naranja”. La costumbre la estrenó Felipe el 10 de abril del año 27,
cuando el Maestro pronunció su primer discurso en el Templo, en Jerusalén. El
asunto se mantuvo como una simpática costumbre. Eliseo sabía que la naranja
es el símbolo del “rayo luminoso que no cesa”: el “aktis-inos”… Como decía el
Maestro, quien tenga oídos que oiga…
“Estoy aquí por voluntad de Ab-bá, el Padre Azul que gobierna y sostiene
los siete grandes universos… Él me ha enviado para refrescar la memoria de este
atormentado mundo. He venido para disipar la oscuridad de los corazones… He
nacido para que recordéis que existe la esperanza…” La gente no entendía. Yu
copiaba todo, asintiendo con la cabeza.
“… Vengo del Padre y a Él regresaré en breve… El que me ve a mí ve
también a Ab-bá…”
La gente lo miraba, desconcertada, y algunos murmuraban: “Ha perdido el
juicio”. Jesús intentó explicar que Yavé, el dios de la Biblia, “era agua pasada”. Y
se centró en el reino invisible de su Padre. Lo definió como un lugar al que
accedemos tras la muerte.
“Todos… T-o-d-o-s… entraréis en ese reino… Hagáis lo que hagáis y
penséis lo que penséis… A eso he venido. Para recordaros que seréis felices
algún día.”
“¿Se pagan impuestos en ese reino invisible?”, preguntó alguien con
ironía.
“En el reino de mi Padre –respondió el rabí– no hay dinero. En ese reino,
se trabaja por amor…”
“¿Un reino sin dinero en el que se trabaja por amor? ¿De qué hablas? Yo
no quiero trabajar por amor –terció otro de los confidentes–. ¡Quiero mi
salario!”
“Pero, ¿dónde está ese reino?”, preguntó otro.
“En todas partes –manifestó Jesús sin perder la compostura–. Pero, sobre
todo –y señaló su cabeza– en vuestro interior.”
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La gente se enfureció. No entendían y lo que era peor, tomaron al
Maestro por loco.
“¿Cómo puede ser eso? –intervino otro–. Si casi no sé cómo llegar a mi
casa, ¿cómo pretendes que entre en mi cabeza?”
Entre las risas de algunos y los puños en alto de otros amenazando al
Maestro con gritos de “¡Blasfemo!”, Jesús dejó de hablar. Era evidente que
muchos de aquellos individuos estaban allí no como seguidores del rabí, sino
para divertirse o algo peor. Los supuestos confidentes eran los que más
gritaban. El Maestro se alzó y, en silencio, con el rostro grave, cruzó entre los
vociferantes energúmenos y se alejó hacia las colinas. Zal fue tras Él.
Jesús de Nazaret seguía cosechando fracasos. Muy pocos entendían su
mensaje…
Hacia las 17 horas, el Maestro se presentó en el campamento ubicado en
el “árbol serpiente”. Se lo notaba de buen humor. Muchos de los supuestos
seguidores optaron por recoger sus cosas y desaparecer. Quedaron muy pocos,
quizá una treintena. Pero los espías no se movieron. Y surgió un diálogo
interesante como consecuencia de una serie de preguntas formuladas por
Bartolomé, el “oso” de Caná: “Rabí, ¿qué es la oración? ¿Para qué sirve? ¿Cómo
debemos rezar? ¿Qué diferencia hay entre rezar y adorar?”.
“La oración –respondió el Galileo– es una forma de hablar con el Padre
Azul. Sirve para divinizar lo humano. Cuando rezas, querido amigo, eres
consciente de que te encuentras sobre las rodillas de un Dios. Y Él, Ab-bá, te
sonríe, te diviniza… Pero no os equivoquéis –continuó el rabí con entusiasmo–.
Rezar no es solicitar cosas materiales…”
Lo miraron, perplejos. Y Juan Zebedeo lo interrumpió: “¿No debemos
pedir salud?”.
El Maestro negó con la cabeza y aclaró: “Todo eso está contemplado en tu
‘tikkún’ (contrato). La oración no te salvará de los problemas lógicos de la vida,
ni te proporcionará salud. Lo que hayas elegido antes de nacer se cumplirá
inexorablemente, reces o no reces”.
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“¿Y qué tenemos que solicitar?”, le preguntó Pedro.
“No tienes por qué pedir nada. Orar, os lo he dicho, es una manera de
conversar con la Divinidad. Cuando hablas con un buen amigo, ¿qué haces? ¿Te
pasas el tiempo pidiéndole cosas?” Todos respondieron que no.
“Pues eso… Siéntate en las rodillas del Padre Azul y abre tu corazón.
Muéstrale cómo eres en realidad. Háblale de tus sueños, de tus deseos… O no le
hables. Donde hay amor, no se necesitan las palabras. No tienes por qué decir
nada. Siente a Dios, sin más. Él sabe porque está dentro de ti.”
“Os lo he dicho muchas veces –prosiguió Jesús con dulzura–. Él entra en
vosotros –y señaló su cabeza– y ahí permanece y permanecerá. Cuando paséis al
otro lado, la ‘nitzutz’ (la chispa) terminará fundiéndose con vuestra alma.”
Bartolomé insistió: “Dices, rabí, que orar es hablar con el Padre Azul.
Pero, entonces, ¿qué hacemos con las ‘shemoneh’?”.
Las “shemoneh esreh” eran las diecinueve plegarias obligatorias que
debía rezar todo judío, tres veces al día. Eran, básicamente, bendiciones. Y al
final, se solicitaba a Yavé “la restauración de la soberanía nacional judía, la
reunión de los dispersos, la destrucción de los impíos (Roma), el premio de los
justos y el envío del Mesías libertador”.
“No aburráis a Dios –resumió el rabí–. Mi Padre no necesita de esa
recitación, como tampoco os exige ayunos o penitencias. Todo eso es
consecuencia de la mente retorcida del hombre. Estáis aquí para vivir. No
añadáis sufrimiento al sufrimiento propio de la existencia.”
Y precisó: “Rezad en secreto. No lo hagáis en grupo. La oración es un acto
íntimo, como hacer el amor o dormir. Y no juzguéis a la hora de rezar. No
juzguéis nunca”.
“¿Cuál es la mejor oración?”, se atrevió a intervenir Sitio.
“Hacer la voluntad de Ab-bá. No te canses de ponerte en sus manos…”
El Maestro guardó unos segundos de silencio y levantó la vista hacia las
estrellas. Después, el rabí pronunció una frase que debería ser grabada en
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piedra, para la eternidad: “Cuando te pones en las manos del Padre Azul, el
universo maquina a tu favor…”.
Tomás alzó la voz y preguntó: “¿Si rezo, me salvaré?”.
“No, Tomás –contestó el Maestro–. La oración no te salvará porque ya
estás salvado.”
Y gritó: “¡Eres inmortal!... ¿No lo comprendes? Tu alma jamás morirá. Eres
inmortal por expreso deseo de Ab-bá…, hagas lo que hagas o digas lo que
digas”.
Yu, el chino, escribía y lloraba.
“Pero Maestro –advirtió el “oso”–, la Ley dice que debemos pedir perdón
a Yavé por nuestros muchos pecados…”
“También lo hablamos. Ningún hombre está capacitado para ofender a
Dios. No reces para solicitar perdón. Si has ofendido a tu hermano, acude ante
él y hazle saber que estás equivocado. Si te ofendes a ti mismo, reconócelo. Con
eso es más que suficiente. La oración, os lo he dicho, es algo más grande y
sublime. No la enturbiéis con asuntos menores.”
“Dice la Ley –explicó Andrés– que, al cumplir con las ‘shemoneh’,
alargamos la vida. ¿Estás de acuerdo?”
“No, querido amigo. Eso es otro invento humano. Por mucho que reces no
añadirás una ‘yod’ (letra hebrea) a tu vida. La oración no retrasa la muerte y
tampoco la adelanta. Morirás cuando llegue el momento…, que tú mismo has
fijado.”
“¿Es mejor el que más reza?”, preguntó Mateo Leví.
“No. Nadie es mejor que nadie. No lo olvides.”
Mateo se sintió reconfortado. Algunos discípulos no lo aceptaban. Su
pasado reciente como recaudador lo convertía en un “pecador”.
“En todo caso, es más inteligente el que hace la voluntad de Ab-bá”,
agregó Jesús. Y aclaró: “Rezad, sobre todo, por los que os maldicen… Rezad
siempre, y no solo en los malos momentos… Rezad para llenar la copa del
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alma… Al rezar, ya estáis adorando… Después de orar, espera: mi Padre te
sorprenderá… No recéis por la extensión de mi mensaje: practicadlo”.
Al terminar la conversación, el lugar se vio impregnado, como en otras
ocasiones, con un intenso y agradable olor a mandarina. Se miraron extrañados.
Estaban a 810 metros de altitud. Allí no se daba ese fruto. Y Eliseo recordó lo
dicho por Jasón: cuando el Hijo del Hombre derramaba ternura y amor, el sitio
se llenaba de una fragancia que recordaba el perfume de la mandarina.
Al amanecer del miércoles 4 de febrero del año 28, Jesús y el mermado
grupo de seguidores –no sumaban más de cuarenta– se pusieron en camino
hacia Zabulón, ubicada a cosa de seis o siete kilómetros. Era otro núcleo urbano
minúsculo –de unas tres mil almas– rodeado de viñedos y de olvido, mucho
olvido… Por allí solo pasaban las caravanas de burreros, y con prisas. Pero el
Maestro no se detuvo. Y continuaron caminando a través de olivares, trigales y
espléndidos bosques con su fauna. Dejaron atrás las aldeas de Arraba, Hanna,
Lotem, Sallamá y Ammón, entre otras. Eran poblaciones de piedra negra y con
habitantes de rostros quemados por el sol y por la desesperanza.
Hacia la sexta (doce del mediodía) divisaron su destino: la aldea de
Ramma, patria del profeta Samuel, sobre una colina. Rodeada de olivares y
muchas colinas satélites. A sus pies bramaba un río rápido y de aguas cristalinas,
llamado Shezor. El Galileo detuvo sus largas zancadas y dedicó unos minutos a la
contemplación del paisaje. El grupo, agradecido. Estaban rendidos. Jesús de
Nazaret escogió un pequeño valle, cercano a la aldea y al río, y así se lo hizo
saber a Andrés, el jefe de los íntimos. El paraje era especial para judíos y
gentiles. Una enorme roca presidía el estrecho valle. Era la mitad de una esfera
de piedra. Los lugareños la llamaban “guimmel” o “revelación”. Aseguraban que
cayó del cielo. Los campesinos llegaban hasta la piedra, prendían candelas y
pedían favores a “guimmel”.
Al poco, Jesús se encaminó hacia la aldea. Lo acompañaban Pedro y los
hermanos Zebedeo, Juan y Santiago, la guardia personal del Maestro. Eliseo fue
tras ellos. El Maestro dedicó cuatro horas a hacer “´im”: entraba en las casas,
conversaba con la gente, se interesaba por sus necesidades y anhelos, en
definitiva, compartía sus vidas. Se interesaba por todo: enfermedades,
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nombres, animales, dineros, proyectos… La gente respondía perpleja y
agradecida. Nadie, nunca, llegaba a aquel paraje remoto preguntando por sus
problemas. Jesús se olvidó, incluso, de comer. Se hacía querer.
Con la puesta de sol regresaron a la “guimmel”. Juan Zebedeo traspasó
varias veces con su mirada a Eliseo y escupió a sus pies en dos ocasiones. Se
repetía la historia vivida con Jasón… eran dos malditos paganos. En el
campamento, Eliseo conversó con Yu y le brindó la información que requirió.
Ése era el trato: intercambiar datos sobre la persona y enseñanzas del Maestro.
Al día siguiente, jueves 5 de febrero del año 28, hacia la quinta (once de la
mañana), se acercó a la piedra “guimmel” un venerable anciano. Parecía rondar
los ochenta años. Vestía de blanco inmaculado. Tenía un bastón negro y unas
barbas nevadas que llegaban hasta el pecho. Dijo llamarse Hipías y ser griego.
Había dedicado su vida al estudio de la filosofía. Dijo ser devoto de Zenón de
Citio, nacido en el siglo IV antes de nuestra era, y fundador de un movimiento
intelectual muy de moda en aquel tiempo: el estoicismo. Preguntó por el
Maestro. Deseaba conversar con Él. Sabía de sus enseñanzas y deseaba
contrastarlas con las suyas. Andrés lo recibió, escuchó con atención y le rogó
que esperara. Al poco se presentó Jesús. Se saludaron, y en griego iniciaron una
sabrosa conversación. Fue el anciano el que habló al principio. Y el Maestro y un
reducido grupo de discípulos y seguidores del Bautista se acomodaron alrededor
del viejo filósofo. Eliseo permaneció cerca, atento. Felipe se acercó apurado y
entregó una naranja al Maestro. Luego retornó a sus quehaceres con los Alfeo.
Hipías hizo un resumen de las enseñanzas que practicaba: creía en un Dios
Razón que sostenía y gobernaba el mundo y las estrellas, defendía la existencia
del alma y su inmortalidad y consideraba –como Zenón– que dicha alma vivía
prisionera en el cuerpo. Era su destino. La vida –para los estoicos– era esfuerzo
continuo. Esa tenacidad podía conducirlos a la virtud y a la sabiduría. Por
supuesto, intentaban vivir en armonía con la naturaleza y buscaban –
desesperadamente– la hermandad entre los hombres. Al terminar su
exposición, preguntó al rabí: “Zenón, nuestro fundador, y Crísipo, uno de sus
alumnos, sostienen que la muerte es la separación del alma y el cuerpo. ¿Qué
opinas?”.
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“Dices bien –contestó el rabí–. El alma, al morir, viaja lejos… Pero no se
disuelve, como predicó Zenón… En cuanto al cuerpo, es cierto que se pudre y
desaparece, pero no regresa a la vida, como defendía tu maestro. Cuando
mueras, tendrás otro cuerpo…, distinto.”
Uno de los discípulos de Yehohanan lo interrumpió: “Pero, Maestro, ¿qué
es la muerte?”.
“Despertar… Morir es despertar”, replicó el Maestro con una seguridad
pasmosa.
Sonaron murmullos de desaprobación. Las ideas de los ortodoxos judíos
sobre la muerte eran otras. Ellos pensaban que, a los tres días del fallecimiento,
un ángel se hacía cargo del alma del difunto y la trasladaba al “seol”, un lugar
oscuro y remoto (en el centro de la Tierra) donde “ni siquiera llegaba la cólera
de Yavé”.
“Si el alma no se disuelve – preguntó Hipías–, ¿qué pasa con ella?”
Jesús se alzó y empezó a pasear entre los que escuchaban. El anciano
también lo hizo. Y llegó más gente… Eliseo intuyó que el Maestro buscaba las
palabras adecuadas. Jasón tenía razón cuando aseguraba que uno de los
grandes problemas del rabí era la “aproximación a la verdad”. Era muy difícil
encontrar las palabras exactas. ¿Cómo describir lo que es indescriptible?
“El alma es un regalo del Padre Azul o del Dios Razón, como le gustaba
llamarlo a Zenón y, por supuesto, de origen divino. En consecuencia, el alma es
indestructible.”
Hipías escuchaba, atónito. Las palabras del rabí lo hacían vibrar…
“Zenón se aproximó a la hora de describir el alma –remachó Jesús–, pero
se quedó corto… El alma no es razón, inteligencia o calor, como defendía
vuestro fundador, y tampoco llega al hombre a los catorce años. Llega antes,
mucho antes…”
Tomás, el bizco, no lo dejó terminar: “¿Qué forma tiene?”.
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Jesús buscó con la mirada a Andrés, se acercó a él y le susurró algo al
oído. Andrés se alzó y se dirigió al campamento. Al poco volvió con una bolsa
azul y la depositó en las manos del rabí. Jesús la abrió y extrajo un bello cáliz de
metal. Era la copa de acero que le habían regalado en las bodas de Caná. Jesús
alzó el cáliz y dejo que lo contemplaran. Finalmente explicó: “No es así,
exactamente, pero imaginad una copa como ésta. Eso es el alma… Mientras
estáis vivos –prosiguió sin dejar de pasear–, el alma, la copa, se va llenando con
lo bueno y con lo malo…”.
Se detuvo ante Hipías y matizó: “Pero el alma no es razón, ni tampoco
inteligencia, y mucho menos calor… El alma es una criatura maravillosa que no
habla ni razona. Se llena, eso es todo”.
Juan Zebedeo no pudo contenerse y estalló: “Maestro, ¿los ‘kittim’
(romanos) tienen alma?”.
“Exactamente igual que tú.”
El griego intervino: “No comprendo… Si el alma no es la razón, ¿qué es?”.
“Te lo he dicho: una criatura inmortal y deslumbrante que ahora, en esta
vida, no estás capacitado para comprender. Ni tú ni nadie. El alma, en realidad,
eres tú… escondido. El alma es tu personalidad, que un día, cuando pases al
‘otro lado’, se mostrará en toda su belleza. Es tu auténtico YO.”
El Maestro miró a Eliseo, sonrió y precisó: “Con mayúsculas…”.
“¿Y vivirá, viviré, para siempre?”, preguntó Hipías emocionado.
“La palabra ‘siempre’ –respondió Jesús– no es la adecuada. En el reino de
mi Padre no existe. Allí no hay tiempo. ‘Siempre’ requiere un principio…, que en
el ‘otro lado’ no es posible. En verdad te digo, amigo Hipías, que lo que te
aguarda no puede ser descrito con palabras…”
Los ojos del anciano se humedecieron. Se acercó al Maestro y lo abrazó.
Algunos preguntaron qué diferencia había entre alma y pensamiento. El
Maestro se dio cuenta de la confusión reinante. Y habló así: “La mente forma
parte de vuestro cuerpo. Con ella pensáis. Pero la mente no es el alma. No es
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inmortal. Ha sido creada para ayudaros a caminar. Cuando el hombre muere, la
mente desaparece, al igual que la carne y los huesos”.
Y prosiguió: “A la edad de cinco años, aproximadamente, el Padre Azul
envía la ‘chispa’ a la mente del hombre”.
Utilizó la palabra aramea “nitzutz”. Podría ser traducida como “chispa”,
aunque no en el sentido de destello luminoso. La traducción más cercana sería
“vibración” u “oscilación”.
“Es el gran regalo de Ab-bá –continuó sonriente–. Es el espíritu de Dios,
que desciende sobre la carne, sobre lo más primitivo…”
Varios discípulos del Bautista se levantaron muy enfadados y lo calificaron
de blasfemo. Dieron media vuelta y se alejaron. Hipías trató de suavizar la
situación y aplaudió la valentía de Jesús.
“En verdad os digo que sois la envidia de los ángeles. Ellos no tienen
derecho de recibir la ‘nitzutz’.”
“¿Crees que la muerte debe dejar indiferente al hombre? –preguntó
Hipías–. ¿O tiene que temerla?”
“La muerte, estimado amigo, es un invento genial de la Divinidad. Es la
forma menos mala de abandonar la carne. Es la forma de llamar a la puerta en
el reino de los cielos. No la temas, pero tampoco la busques. Llegará cuando
tenga que llegar; es decir, cuando tú lo hayas dispuesto…”
Jesús dejó a los oyentes con la boca abierta. Después agregó: “Eres tú,
antes de nacer, quien programa la vida que quiere vivir, incluida la muerte”.
“¿Se puede abandonar el mundo sin necesidad de morir?”, preguntó el
anciano filósofo.
“En verdad te digo que sí… En verdad te digo que ha habido hombres y
mujeres que lo han conseguido. Pero, para dejar esta vida sin probar la muerte,
se necesita una condición: que tu alma se identifique con la ‘nitzutz’, que sean
una sola criatura. No es fácil…”
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“Zenón dice –comentó el griego de las barbas blancas– que existe un
infierno y que las mansiones de los piadosos están separadas de las de los
impíos, y que aquellos habitan en regiones tranquilas y agradables… Los impíos,
en cambio, purgan sus penas en lugares tenebrosos y horrendos torbellinos de
cieno.”
“El Padre Azul –mi Padre– es un ser de amor. Jamás podría concebir un
infierno. Si así fuera, la creación se le habría ido de las manos.”
Entonces clamó victorioso: “¡Levantad el ánimo!... ¡Para eso he venido al
mundo!... ¡Confiad!... ¡Sois hijos de un Dios amoroso y azul!... ¡Nada malo
sucederá tras la muerte!... Os lo he dicho: no importa lo que hagáis… ¡Sois
inmortales!...”.
“¿Y después de la muerte?”, preguntó Bartolomé, el “oso” de Caná.
“Regresaréis a casa… Este mundo no es vuestra verdadera casa. Aquí
estáis de paso. La vida es una aventura… ¡Disfrutad de la vida!... ¡De cada
instante!... El ‘después’ no importa… ¡Está asegurado! Para eso he venido: para
sembrar la esperanza. No sois lo que creéis ni lo que dicen los demás…”
El Maestro siguió conversando durante dos horas. De registrar todas sus
palabras, no habría libros en el mundo que pudieran contenerlas. Y al oscurecer,
Hipías se despidió del rabí. Tenía lágrimas en los ojos.
El viernes 6 de febrero del año 28, Hipías había regresado junto al
meteorito. Tenía nuevas preguntas para el Maestro.
“¿De dónde vengo, Maestro?”
“De la imaginación del Padre Azul… En este mundo –aseguró el rabí– hay
dos clases de personas…”
“Buenas y malas”, se adelantó Hipías.
“No –corrigió Jesús–, seres que ascienden (la mayoría) y seres que
descienden. Los primeros, los que ascienden, son imaginados por Ab-bá por
primera vez. Aquí nacen. Tienen por delante un largo, larguísimo camino. Su
destino final es el Paraíso… Y tampoco… Su final está más allá del Paraíso. En
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cuanto a los seres descendentes –añadió el Maestro–, tampoco estáis en
condiciones de entenderlo. Son como ángeles”
El rabí dudó. Las palabras no lo ayudaban.
“Otros son Dioses… Dioses que buscan experiencia o que desean probar la
imperfección…”
“Pero ¿cómo es eso?”, intervino Andrés, tan confuso como el resto.
“La materia, el lugar en el que ahora estáis viviendo, es pura
imperfección. Así fue imaginado por el Padre Azul. Pues bien, los Dioses que
acompañan al Padre, por múltiples razones, deciden bajar a la imperfección y
probarla. Prueban el tiempo, el dolor o la soledad. Otros ingresan en el mundo
en misiones específicas: para traer la esperanza, para abrir las mentes o señalar
el camino… Es la misericordia, que desciende.”
“¿Quieres decir –planteó Santiago Zebedeo– que, entre nosotros,
camuflados, hay Dioses?”
“Dioses y príncipes –redondeó el Galileo–. Pero vosotros, en efecto, no
estáis en condiciones de descubrirlo. Es la ley del reino de mi Padre.”
Y Jesús fue más allá: “Yo soy uno de esos Dioses… He nacido en el mundo
para retirar el velo del miedo. Estoy aquí por encargo del Padre Azul. Soy su
enviado”.
Volvieron los recelos. Jesús estaba diciendo que Él era un Dios encarnado.
La gente puso mala cara. Hipías siguió con las preguntas.
“Maestro, ¿por qué estoy aquí?, ¿por qué he nacido?”
“Te lo he dicho: si eres una criatura ascendente, para experimentar. Si
fueras descendente, para cumplir un trabajo o, quizá, para experimentar.”
“Y ¿cómo puedo saber si soy ascendente o descendente?”
“Pregunta a tu ‘nitzutz’, a tu ‘chispa’…”
“No termino de entender –terció Tomás–. ¿Qué se supone que tiene que
experimentar un Dios, que lo sabe todo?”
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“La experiencia es insustituible. Los Dioses, efectivamente, lo conocen
todo, pero eso no significa que tengan experiencia en determinados asuntos.
Por ejemplo: en la imperfección. Tú puedes saberlo todo sobre el mar de
Tiberíades (peces, corrientes, vientos, etc.), pero, hasta que no te sumerjas en
él, no sabrás realmente qué es el ‘yam’.”
“¿Y qué se puede aprender en la imperfección?”, insistió Tomás.
“Asomarte al tiempo es una experiencia única. De donde vienen los
Dioses, no hay tiempo. ¿Comprendes? Además, puedes experimentar la risa, la
belleza de la imperfección, la soledad compartida, la incomprensión, el amor y
el desamor, el buen vino, la lectura, el odio, mis palabras, la ansiedad ante el
olvido, el miedo a no saber quién eres, la oscuridad en la memoria, el error no
deseado, la maldad inimaginable, la amistad que sustituye al amor, la
enfermedad que somete… Son cadenas y cadenas de experiencias.”
“¿Estás diciendo, Maestro, que en el ‘más allá’ no hay risa?”, preguntó el
“oso” de Caná.
“La risa, en el reino de mi Padre, es interior, y por tanto, más gratificante.
Os lo he dicho: aunque imaginéis el reino, siempre os quedaréis cortos. No hay
palabras.”
“¿Y hacia dónde se supone que voy?”, interrogó de nuevo el filósofo.
“Hacia el Paraíso. También te lo dije. Pero eso sucederá más tarde…”
El Galileo percibió que sus palabras no eran exactas e intentó rectificar:
“Tengo un problema. Mis palabras no se ajustan a la verdad. Después de la
muerte no hay tiempo. En consecuencia, tu ingreso en el Paraíso no ocurrirá
‘más tarde’. Sucederá.”
Tampoco entendieron.
“¿Qué es el Paraíso?”, demandó Mateo Leví.
“Las palabras –matizó el rabí– amarran mi corazón. Siento no poder
expresarme como deseo. Es la ley. Los secretos del ‘más allá’ están delicada y
minuciosamente guardados. Pero haré un esfuerzo. El Paraíso es la casa del
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Padre Azul y de los Dioses que lo acompañan y complementan. Es un lugar físico
donde habitan los infinitos, donde nacen la fuerza, la inteligencia y la
misericordia. Allí viven todas las realidades imaginables. No puedo detallar más
qué es el Paraíso, de la misma forma que –por mucho que lo intente– no podría
explicarle a Zal qué es la palabra.”
Luego, el Maestro explicó que hay dos tipos de verdades: la absoluta, a la
que el hombre no tiene acceso (en vida), y las parciales.
“¿Podrías imaginar qué es una criatura sin principio ni fin? ¿Podéis
comprender que haya siete Dioses en uno?”
Nadie sabía de qué hablaba.
“Eso sería la verdad absoluta –manifestó Jesús, rotundo–. Pero no estáis
capacitados aún, para asumirla. La verdad absoluta os aniquilaría. No es el
momento de descubrirla. Ni siquiera de intuirla. Debéis proseguir un largo
camino hacia la santidad, con vuestra propia personalidad. Si la verdad total se
presentase ante vosotros (si el Padre Azul te saliera ahora al encuentro), tu ‘yo’,
tu personalidad, dejaría de progresar. La luz del buen Dios es tal que terminarías
anulado. Dale tiempo al no tiempo. En consecuencia, no hagáis caso de los que
dicen poseer la verdad absoluta. Mienten.”
Y el Maestro matizó: “Ahora sólo tienes acceso a las verdades parciales o
limitadas, las verdades que yo os ofrezco. Es la ley…”
“¿Cómo sé que estoy haciendo la voluntad del Padre Azul?”, se interesó
Hipías.
“Es fácil. Lo sabrás por el grado de amor a tus semejantes.”
“Pero –se volvió el griego–, ¿cómo puedo amar al que me calumnia?”
“Precisamente porque lo desconoces todo sobre él. Nadie sabe nada
sobre el ‘tikkún’ (contrato) de los demás. Odiar, además, no es económico ni
rentable. Pierdes tu valioso tiempo y no conduce a nada bueno. Todo está
ordenado para el bien, aunque no lo comprendáis. Todo.”
“Y si Dios es bondad –manifestó el Zelota–, ¿por qué consiente el mal?”
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Jesús contestó con una frase que tampoco comprendieron.
“¿Crees que Ab-bá es responsable de la lluvia? No estáis en condiciones
de abarcar los planes de la Divinidad y mucho menos su intencionalidad. El mal
forma parte del juego en determinados lugares, no en todos… Confiad.”
Y, dirigiéndose a Hipías, dijo: “Allí donde tú terminas…, ahí empezamos
nosotros”.
Cuando el griego se hubo retirado, los discípulos reprocharon al Maestro
que hubiera tenido tanta paciencia y consideración con el filósofo. Juan
Zebedeo fue uno de los más combativos.
“La verdad es tolerante –replicó el Galileo–. No la temáis. La intolerancia
es la máscara de los inseguros. Los hombres y mujeres que hacen la voluntad del
Padre Azul no huyen de la crítica constructiva. No tienen miedo.”
Tras desayunar, el sábado 7 de febrero del año 28, el rabí se preparó para
visitar la aldea de Ramma. Los discípulos habían comentado algo acerca de una
familia con niños que caminaban en cuatro patas. El Zebedeo los llamó “infieles
y bastardos”. Pero Jesús mostró interés por visitarlos. El Zebedeo se tiraba de
los pelos… El campamento se revolucionó y empezaron las apuestas. Los judíos
–hombres, mujeres y niños– apostaban por cualquier cosa. Era una tradición.
Para ello usaban la palabra “conam”. Unos hacían “conam” a que Jesús sanaría a
los muchachos que caminaban a cuatro patas. Otros hacían “conam” por lo
contrario. Tomás, el bizco, lideró las apuestas.
Y a eso de la tercia (nueve de la mañana), la comitiva se dirigió hacia la
aldea. Eliseo vio a los espías, murmurando contra Jesús porque estaban en el
“shabat” (sábado) y los ortodoxos no permitían que se caminase más de dos mil
codos (el codo equivalía a cuarenta y cinco centímetros, y a cincuenta y dos si se
tomaba a Ezequiel como referencia). La aldea estaba a novecientos cincuenta y
tres metros. Andrés se encogió de hombros… hecha la ley, hecha la trampa. Con
el “erub” se solucionaba el problema: sólo dejaban comida cada dos mil codos.
Ese lugar se consideraba el domicilio del sujeto. Desde allí podía caminar otros
dos mil codos… La obsesión de las castas sacerdotales con el sábado era
enfermiza. He aquí algunos ejemplos: en el “shabat” no podían sacar la mano
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fuera de la casa (para hacer el trabajo de coger algo); no podían sentarse en la
peluquería; no podían ir al baño (y menos aún si la persona estaba estreñida);
no podían transportar una aguja de sastre; no podían salir a la calle con la pluma
de escriba detrás de la oreja; no podían matar piojos; no podían leer a la luz de
una lámpara (eso significaba que, previamente, tenían que desplegar el trabajo
de encender la lucerna); no podían comer con una menstruante; no podían
poner a remojo tinta o colorantes; no podían poner cepos para cazar; estaba
prohibido vender a los paganos (lo que fuera) o ayudarlos a cargar las
caballerías; estaba prohibido entregar vestidos a los bataneros para su limpieza;
no podían freír carne, cebollas o huevos; no podían atizar el fuego si sólo había
prendido una parte del leño; tenían prohibido encender una lámpara de aceite
con madera de cedro; no podían apagar la llama de la lucerna; no podían poner
un huevo al lado de una caldera, ni romperlo sobre un paño o enterrarlo en la
arena (para que se cueza); estaba prohibido echar especias en una sartén u olla
que hubiesen sido retiradas del fuego; no podían transportar una lucerna vieja
(la nueva, sí); una vez retirada la olla del fuego, no podían cubrirla con el fin de
que conservase el calor; no podían atar las patas de los camellos; el asno no
podía salir con el cencerro; las gallinas no podían salir con cintas en las patas; la
vaca no podía salir a la calle con las ubres cubiertas; la mujer no podía salir con
lazos en la cabeza o con hilos de lana; el hombre no podía salir en sábado con
sandalias que hubieran sido cosidas a aguja; estaban prohibidos los amuletos…
La lista de prohibiciones era interminable y ridícula.
Jesús entró en la granja de los “carneros”, pero lo hizo en solitario. La
escolta aguardó en el exterior, junto a la puerta. El resto esperó en las cercanías
de la casa. Dos horas más tarde se abrió el portalón y apareció Jesús con uno de
los “carneros” en brazos. Era un niño pequeño. El Maestro tenía los ojos
enrojecidos. Había llorado. Detrás asomó el resto de la familia, con la madre a la
cabeza. Sonreía, feliz. Pero los cuatro adolescentes que caminaban a cuatro
patas seguían igual, sin cambios. Y Tomás palideció. Perdió lo apostado. No
hubo milagro. Jesús solicitó que les proporcionaran algo de comida, dejó al
pequeño en el suelo, y regresó junto al meteorito. Ya en el campamento, el rabí
explicó que se había limitado a conversar con la familia, interesándose por sus
vidas. Alguien, tímidamente, preguntó por qué no los había curado. Y el Galileo
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resumió lo decidido en la aldea beduina de Beit Ids, durante su retiro: “No haré
prodigios salvo que sea la voluntad de Ab-bá”.
Eliseo aprovechó esa noche para plantear a Yu, el chino, algunos asuntos
que ignoraba. Él era seguidor de Confucio y, sobre todo, del taoísmo. ¿De dónde
procedía aquella filosofía? Yu habló, entusiasmado, de Lao-Tse, pero manifestó
que, en realidad, la sabiduría del filósofo chino no era suya. Había sido
impartida por unos misioneros extranjeros, llegados, precisamente, desde
Palestina. Mostraban una bandera con tres círculos azules y concéntricos.
Dijeron ser discípulos de Malki Sedec, príncipe de justicia. Era un hombre
blanco, muy alto, con los cabellos albinos y los ojos intensamente azules. Nunca
parpadeaba. No tenía familia. Nadie supo de dónde vino. Y se proclamó
precursor del Hijo del Hombre…, “Bar Nasa”. Estos misioneros enseñaron que
existe un Padre Dios, misericordioso, que regala el alma inmortal. Lo llamaron
“Dao”. Y dijeron que el hombre, al morir, vuela hacia el Dao. El destino era algo
previamente trazado, del que ninguna criatura humana puede escapar. El
primitivo taoísmo coincidía con muchas de las enseñanzas del Maestro: la
bondad genera bondad; es mejor dar que recibir; la muerte es el regreso al
hogar; Dios no lucha, pero siempre gana… Lamentablemente, con el paso de los
siglos, esas enseñanzas quedaron degradadas y la genial filosofía se convirtió en
un enjambre de dioses y diosecillos que habitan en el interior del cuerpo
humano. Los taoístas buscaban la inmortalidad de la carne, consumiendo para
ello toda suerte de sustancias. Yu estaba entusiasmado con las enseñanzas del
Maestro. Eran idénticas a lo proclamado por los misteriosos misioneros hacía
dos mil años. Por eso lo dejó todo…
Esa noche, Eliseo se acercó a la cocina del campamento. Y entró en
conversación con Felipe, el intendente, a propósito de las setas que habían
recogido en los bosques cercanos. A raíz de ello, Felipe le propuso que trabajara
con él en la cocina. Sólo eran tres, con los Alfeo, y no daban abasto. Eliseo
aceptó encantado. Y pasó a ser el tercer pinche en la campaña de Jesús de
Nazaret.
El domingo 8 de febrero del año 28, tras el desayuno, Andrés, el jefe de
los doce, dio las órdenes oportunas para emprender un nuevo viaje. El Maestro
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se puso en cabeza, con Zal, y avanzaron hacia el noreste. Eran cuarenta
personas. Todos varones: Jesús y los íntimos, los doce discípulos de Yehohanan,
diez “espías”, Yu, Sitio, Aru, Kesil y Eliseo. Esa vez conocían el destino: Irón, a
cosa de cien estadios (unos 17,5 kilómetros). Y se internaron en las montañas de
la alta Galilea. Bartolomé viajaba con Kesil, en el carro alquilado por Eliseo.
Hacia el mediodía avistaron el lugar. Irón era una población mestiza,
fronteriza con Fenicia, pujante, idólatra y cercana a un río llamado “el pequeño
Merón”. El pueblo tenía su sinagoga y allí vivían unas diez mil almas. A medio
kilómetro se distinguía un volcán apagado. Allí había varias minas de cobre, la
principal riqueza de Irón. Los obreros salían cargando grandes cestos y los
descargaban sobre las reatas de mulas y onagros. Las caravanas ascendían
penosamente hasta el filo del cráter, yendo después hacia el sur, en dirección a
los hornos de fundición. Allí transformaban el mineral en toda clase de
artilugios, armas y enseres domésticos.
Una vez instalado el campamento, Jesús decidió visitar las minas. Lo
acompañaron Pedro y los hermanos Zebedeo, la escolta. Eliseo decidió unirse a
ellos. Una vez en el volcán, el Maestro descendió hasta la caldera, se entrevistó
con uno de los capataces y solicitó trabajo. La escolta no salía de su asombro. El
rabí fue aceptado, trabajaría como picador. Salario: dos denarios al día –de sol a
sol– y una hogaza de pan negro y una cebolla. De regreso, los íntimos
discutieron… no entendían nada. Jesús se alejó con sus típicas y largas zancadas.
A la hora de la cena, el rabí se dirigió a los presentes y dejó claro que,
durante un tiempo indeterminado, se dedicaría a trabajar en el cobre. Los
discípulos –por parejas– visitarían las casas de Irón y se interesarían por los
problemas y necesidades de sus habitantes. Era lo habitual, pero protestaron.
No entendían por qué Jesús tenía que descender a ese “infierno” solo. Pedro
protestó varia veces, pero la decisión estaba tomada. Antes de acostarse en el
carro, Eliseo envió a Kesil ante el Galileo para preguntar si podía acompañarlo al
volcán. El Maestro dijo que sí.
El lunes 9 de febrero del año 28, Jesús y Eliseo se presentaron en la
caldera poco antes del alba. Jesús no tardó en entablar conversación con
algunos de los mineros. Casi todos eran fenicios. Paganos. Era incansable. Hizo
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“´im”, según su costumbre. Preguntó y preguntó. Algunos desconfiaron, pero el
rabí supo ganárselos. Sus preguntas no encerraban malicia alguna y el tono era
sincero y agradable. Le abrieron sus corazones. Casi todos estaban allí como
consecuencia de las deudas. Sólo aspiraban a pagar y a regresar a sus casas.
Trabajaron en la mina de sol a sol: casi once horas. El Maestro golpeó la
pared a razón de treinta o cuarenta mazazos por minuto. Eliseo sumó alrededor
de cuarenta y cuatro viajes desde el muro hasta la caldera del volcán, cargando
el mineral. Estaban molidos.
Los discípulos contaron. Les había ido relativamente bien. Aquella gente
sólo estaba interesada en el dinero. Soñaban con el dinero y vivían para el
dinero. No les creyeron cuando anunciaron la existencia de un reino invisible en
el que se trabaja gratis y por amor.
El martes 10 de febrero del año 28, el Maestro y Eliseo acudieron a la
mina y todo se desarrolló sin contratiempo. Terminaron igualmente
machacados.
Pero el Destino los sacó del volcán. Al regresar al campamento, en lugar
de rodear Irón, el Galileo caminó por el centro de la población, curioseando. Las
casas, casi todas de una planta, eran de piedra. Puro basalto. Las puertas
permanecían abiertas, incluso de noche. ¿Quién hubiera pensado en robar a
quienes nada tenían? Y de pronto, de una choza próxima, salió un individuo.
Reconoció a Jesús, corrió a su encuentro y gritó: “¡Rabí…, rabí!”.
El Galileo se volvió. El hombre se cubría con un manto. Su rostro
permanecía oculto. Los vecinos, al verlo, se levantaron y cerraron la puerta con
violencia. El individuo, muy flaco, se arrojó a los pies del Galileo y empezó a
besar las sandalias. Jesús hizo ademán de retirarse, pero el hombre se abrazó a
las piernas del Hijo del Hombre. El Maestro casi se cae.
“Rabí –estalló al fin–, tus discípulos han hablado de un reino maravilloso…
Yo quiero entrar en ese reino, pero antes necesito que me limpies…”
Levantó la cabeza, y se descubrió. ¡Era un leproso! La cara y las manos
aparecían deformadas. El muchacho –tal vez tendría veinte años– no tenía
acceso a ningún lugar público. Era la ley. Los leprosos vivían, prácticamente, de
428
la caridad. A veces formaban colonias –para defenderse–, pero casi siempre se
los veía merodear, solitarios, en los estercoleros o en las cuevas. De ahí que
solicitara que Jesús lo limpiara.
El Galileo, desconcertado, permaneció en silencio. Y el joven empezó a
gemir y a llorar. Sólo repetía: “¡Rabí, límpiame!... ¡Límpiame!... ¡Límpiame! De
pronto, el Maestro se inclinó y acarició los cabellos del leproso. Después tomó al
muchacho por los brazos y lo alzó, al tiempo que decía, casi para sí: “Lo quiero…
Quedas limpio”.
Al instante, la calleja se iluminó. Todo se iluminó. Fue un relámpago azul,
¡sin trueno! No había tormenta. El azul celeste lo cubrió todo: piedras, suelo,
ropas, caras, manos, perro… Fue un azul como el que cubrió la aldea de Saidan
el día de la curación masiva. El Galileo no se inmutó. Contempló al joven y
ordenó: “No hables con nadie de lo que te ha ocurrido… Preséntate ante los
sacerdotes y ofrece el sacrificio que ordena Moisés”.
Después lo abrazó con ternura y terminó perdiéndose en la oscuridad con
sus típicas zancadas. Eliseo se acercó al muchacho y lo examinó
minuciosamente. ¡Las deformidades habían desaparecido! ¡La piel lucía limpia y
suave como la de un bebé! ¡Ni rastro de lepra! ¿Cómo lo hizo?
El joven no obedeció la recomendación del rabí. Y, pasado el primer susto,
empezó a saltar de alegría. Lloraba, gritaba, aporreaba las puertas y declaraba
que el carpintero de Nahum lo había sanado. La gente, desconcertada, lo
contemplaba y corría en todas direcciones, avisando al resto del barrio. En
minutos, aquello fue la locura…
Al llegar al campamento, Eliseo vio al Maestro tranquilamente sentado
junto al fuego. Al pasar a su lado, Jesús llevó el dedo índice izquierdo a los labios
y solicitó su silencio. Eliseo asintió con la cabeza. Cenó algo y permaneció un
buen rato observando al Hijo del Hombre. ¡Qué extraña criatura! ¡Qué inmenso
poder! ¡Cuánta piedad! Y repasó los rasgos del Galileo que siempre le llamaron
la atención: no rehuía ninguna cuestión, salvo los asuntos relacionados con la
política; respondía a todas las preguntas (no importaba su naturaleza); se
distanciaba cuando deseaba estar solo; jamás se despedía de nadie (afirmaba
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que “despedirse es morir un poco”; utilizaba el “hasta luego”); nunca se
disculpaba; nunca tenía prisa, aunque su vida discurría a gran velocidad; jamás
le vio pedir perdón; nunca solicitaba consejo en asuntos de importancia; cuando
se disponía a permanecer en algún lugar –y por cierto tiempo– revisaba su
petate con minuciosidad; una cinta enrollada en la cabeza significaba “larga
caminata”; disponía, únicamente, de dos túnicas: una roja y la de “lujo” (blanca,
tejida por María, su madre); Jesús siempre caminaba a la izquierda de la gente
(cerca del corazón); nunca esperaba a nadie; jamás cerraba las puertas; nunca se
lo vio mirarse a un espejo, salvo cuando se afeitaba o se cortaba el cabello;
nunca cortaba flores; no participaba en las cacerías; no polemizaba; era zurdo;
eructaba y tenía gases, como todo el mundo, y se limpiaba la nariz con las hojas
de los árboles…
Esa noche fue agitada… La noticia de la sanación del joven leproso voló
por Irón y la gente –una verdadera multitud– rodeó el campamento. No
sirvieron las buenas palabras de Andrés. Los vecinos querían ver, tocar,
conversar con el “carpintero prodigioso”. Todas las familias tenían un enfermo,
un tullido o una deuda por satisfacer… Los gritos, empujones y protestas
pusieron en alerta a los discípulos, que recogieron las tiendas a la carrera.
Bartolomé se escondió en el carro, junto con Kesil y Eliseo, y escaparon como
pudieron. Y siguieron huyendo, sin rumbo fijo, y en mitad de la oscuridad. Aquél
parecía el Destino del Hijo del Hombre: huir, huir constantemente. Los
discípulos, de nuevo, no comprendían la actitud del Maestro. Para ellos era el
Mesías prometido y libertador. ¿Por qué huía?
Se detuvieron en Gush Halav (Giscala), otra pequeña localidad. Allí
pasaron dos días. Nadie los molestó. La gente de Irón los olvidó. Los discípulos –
a requerimiento del rabí– hicieron tímidos intentos por conectar con los
habitantes y predicar. No lo lograron. Los campesinos no estaban para
sermones, la cosecha de aceituna había sido mala.
Pasaron por la vieja Qazrin y terminaron acampando cerca de Corazim,
junto al río del mismo nombre. Era el domingo 15 de febrero del año 28. Allí
transcurrirían cinco días. Corazim era casi una ciudad, con algo más de diez mil
habitantes. Era negra por fuera y por dentro. Se asentaba en la ladera de una
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colina. Los habitantes eran granjeros, ganaderos y artesanos del cuero. Las casas
eran cubos de piedra negra, basáltica, la roca más abundante en la región. En su
momento aquella zona había sido una cadena de volcanes. Los habitantes eran
gente sin sentimientos, con una única obsesión: el dinero. Mayoritariamente
eran judíos.
El Maestro y Andrés eligieron un antiguo dolmen, de unos cuatro o cinco
mil años, como zona de acampada. El río estaba muy cerca.
Al día siguiente, lunes 16, amaneció nevado. Hacia el mediodía, el
Maestro se encaminó hacia Corazim. Todos lo siguieron. Eliseo solicitó permiso
a Felipe y fue tras ellos. Jesús cruzó las calles nevadas y buscó la sinagoga. Los
niños que correteaban entre la nieve les lanzaron bolas. Jesús replicó con otros
tantos bolazos. Era incansable e infantil, como los muchachos. Al llegar, fue a
sentarse en lo alto de la escalinata, de espaldas a la misma. En las manos
acariciaba una hermosa naranja. Algunos paisanos, curiosos, fueron
acercándose. Cuando lo estimó oportuno, el Galileo se dirigió a los presentes y
lo hizo con decisión y dulzura. Y habló de lo que sus íntimos ya sabían: el Padre
Azul, el reino invisible que nos aguarda tras la muerte, la presencia de Ab-bá en
la mente del hombre y de la mujer (e insistió en lo de la mujer), el regalo del
alma inmortal y la esperanza. Intentó convencer a los rústicos campesinos y
pastores: debían confiar. No estaban allí por casualidad. Todo obedecía a un
orden. “El Padre Azul conoce a cada hijo… Está en el interior”.
La gente no entendió gran cosa. Y aburrida, terminó por alejarse. Algunos
preguntaban: “¿Quién es ese loco?”. Fue un fracaso. Otro… Y empezó a nevar.
La prédica fue suspendida y regresaron al campamento. Esa tarde, los íntimos se
enzarzaron en una nueva polémica. “Jesús tenía que hacer prodigios. Ése era el
camino…” Eso defendía la mayoría. Era la única forma de controlar e interesar al
pueblo. Jesús no presenció las discusiones. Se alejó con Zal a las colinas.
Al día siguiente, el Maestro volvió a la plaza de la sinagoga. Y al otro, y al
otro… Sólo cosechó fracasos. Los campesinos se burlaban de Él y de sus extrañas
palabras. “¿Puedes convertir estas piedras en denarios de plata?” Las
enseñanzas terminaban con insultos mutuos. Los íntimos estallaban y
recriminaban la actitud de los paisanos. Éstos, a su vez, los mandaban “a
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pasear” y exigían que se fueran con la música a otra parte. Resultado:
bastonazos, patadas, puñetazos, más insultos, gritos y maldiciones. El bueno de
Andrés, jefe de los discípulos, lloraba de impotencia. El Galileo terminaba
huyendo de la explanada, arrastrado por la escolta formada por Pedro y los
hermanos Zebedeo. El resto escapaba con toda suerte de moratones y más de
una herida en la cabeza. Felipe se desesperaba y se multiplicaba. Sus ungüentos
fueron de gran ayuda. Jesús, pálido, guardaba silencio o se dirigía a los olivares.
La situación era difícil.
“Es mejor volver a casa –decían derrotados– a vivir de esta manera, sin
honor y sin futuro. ¿Nos hemos equivocado? –se preguntaban–. ¿Es éste el
Mesías esperado?” Juan Zebedeo clamaba que no estaban en un error. En suma:
al llegar la noche del martes 17 de febrero del año 28, la moral del grupo se
hallaba bajo mínimos.
El miércoles 18, fue otro día angustioso. Nevaba despacio pero
intensamente cuando el rabí se sentó de nuevo en las escalinatas de la sinagoga.
Aquel Hombre era inasequible al desaliento. Los discípulos tomaron posiciones
en las escaleras, como siempre. Eliseo se situó en el umbral de la puerta de la
sinagoga. Desde allí tenía una excelente perspectiva de la plaza.
Todo fue más o menos bien –con las risas e insultos habituales por parte
de los campesinos y de los íntimos– hasta que se presentaron unos mozalbetes.
No tendrían más de quince años… Eran seis. Se burlaron, descaradamente, de
las enseñanzas del Galileo. Se colocaron al fondo, de pie. Uno de ellos cargaba
una canasta.
El rabí acarició la naranja que le había proporcionado Felipe, y empezó a
hablar de la vida después de la muerte. La voz era cálida y templada. Transmitía
oxígeno y esperanza. Los mozalbetes empezaron a silbar. El Maestro intentó
continuar, y los silbidos arreciaron.
“… No temáis –alzó la voz el rabí–. Allí no seréis juzgados… Nadie es
juzgado…”
Los jovencitos pensaron que Jesús recriminaba su actitud y pasaron de los
silbidos a los insultos, puño en alto.
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“… No temáis –insistió el Galileo–. Seguiréis vivos.”
El griterío apagó la voz de Jesús. Juan Zebedeo, rojo de ira, se levantó y se
fue hacia los mozalbetes. Santiago fue tras él, precipitadamente. Lo siguieron el
Iscariote y el Zelota. Todos, como de costumbre, iban armados con las espadas
de doble filo. Juan la emprendió a empujones con uno de los muchachos. Y lo
llamó de todo. Los jovenzuelos reaccionaron con idéntica violencia. Y los golpes
se repartieron a partes iguales. Andrés, Mateo Leví y Bartolomé intentaron
separarlos y poner paz. Fue inútil. Las patadas y cabezazos dejaron a uno de los
jóvenes fuera de combate. Entonces llegaron otros parroquianos. Eran veinte o
treinta. Y se unieron a los mozalbetes. Aquello fue una pelea salvaje y desigual.
Los íntimos retrocedieron. El Maestro, pálido, se alzó y contempló en silencio la
lamentable escena. El Iscariote fue el primero en enseñar su “gladius”. Y
amenazó a los atacantes con el hierro. El Zelota lo imitó y los aldeanos se
detuvieron. Fue en esos momentos cuando varios jóvenes introdujeron las
manos en la cesta y lanzaron su contenido contra los discípulos y contra el
Maestro. ¡Eran huevos!... ¡Huevos podridos! Uno de ellos impactó en el rostro
de Jesús. El rabí permaneció inmóvil. Y dejó que el huevo se deslizara por la
mejilla derecha y se detuviera en la barba. Luego, descendió las escalinatas y,
veloz, con sus largas zancadas, se perdió entre las callejas. Los íntimos, a una
orden de Andrés, dieron media vuelta y se alejaron tras los pasos del rabí de
Galilea. Una lluvia de piedras los persiguió.
Al ingresar en el campamento, todo era confusión, gritos y malos modos.
Jesús y Zal se hallaban en las colinas, según su costumbre. El Iscariote y el Zelota
hablaban de desertar. Juan Zebedeo los llamó cobardes. Poco faltó para que
llegaran a las manos. Andrés y Santiago se interpusieron y suplicaron paciencia.
Todo se arreglaría. Pedro, a voz de grito, exigió que su hermano Andrés
parlamentara con el Galileo. “Es preciso que el Maestro cure a otro leproso…”
Yu y Sitio no salían de su asombro. Y las peleas se prolongaron hasta el ocaso.
Cuando Jesús retornó al dolmen, todos guardaron silencio. Pero él sabía lo que
anidaba en los corazones de aquellos hombres…
Al alba del jueves 19, el campamento se movilizó, bordeando el lago (mar
de Tiberíades). Al alejarse de la ciudad de Corazim, Juan Zebedeo escupió sobre
433
el camino. Estaba muy enfadado. Soltó la sandalia izquierda y golpeó con ella la
tierra que cubría la senda. Juró no volver a “aquella desgraciada ciudad”. Y
siguió con las maldiciones: “¡Ay de ti, Corazim!... Porque si en Tiro y en Sidón
(Fenicia) se hubieran hecho los milagros que se han hecho en ti, tiempo ha que
en sayal y ceniza se habrían convertido…”.
Juan Zebedeo desvariaba. En Corazim no se había producido ningún
prodigio. Y continuó con la cantinela: “El día del juicio habrá menos rigor para
Tiro y para Sidón que para ti…”.
Su hermano Santiago tiró de él sin contemplaciones, pero Juan continuó
hablando solo y maldiciendo a lo que se le pusiera por delante: “¡Ay de ti,
Nahum (Cafarnaúm)!... ¿Hasta el cielo te vas a encumbrar?... Y yo te digo: ¡hasta
el infierno te hundirás!...”.
¿Qué tenía que ver Nahum en aquella desastrosa gira de predicación? Lo
dicho: Juan Zebedeo deliraba. El Maestro, en cabeza de grupo, no supo de esos
insultos y maldiciones.
(Aunque Jesús jamás maldijo a Corazim, ni a ninguna otra población, esas
palabras aparecen en el evangelio de Mateo.)
Con el sol en el zenit alcanzaron Ma´on. Se trataba de una aldeíta próxima
a las ciudades de Tiberíades y Hammat. Ma´on se dedicaba a la agricultura.
Abastecía, sobre todo, las mesas de Herodes Antipas y del Gran Sanedrín de
Jerusalén. Las hortalizas eran espectaculares. Las cebollas parecían cabezas de
niños. Una serie de pequeñas lagunas la acompañaban en una vida plácida y
monótona, que nadie deseaba cambiar. La pesca era excelente. Los granjeros
dominaban también el arte de la construcción de toneles de madera. Los
exportaban al “yam”.
Allí permanecieron tres días y medio, en la orilla de una laguna azul
llamada Peres. Nadie los molestó. Fueron días de descanso y reflexión. Los
ánimos se apaciguaron. Nadie predicó ni visitó las chozas de la aldea. En la
noche, la gente se reunía a los pies del Maestro y se armaban coloquios
interesantes. El domingo 22 de febrero del año 28, el fogoso Pedro dejó caer
434
una pregunta clave: “Maestro, ¿por qué es tan difícil entender a Dios?, bendito
sea su nombre…”.
“¿Podrías beberte el “yam”?”
Pedro negó con la cabeza, horrorizado. Todos negaron. Y el rabí prosiguió:
“¿Podríais entender que el Padre Azul no se mueve y, sin embargo, reside en
cada uno de vosotros?”.
Yu y el resto permanecían con la boca abierta.
“¿Podríais comprender que en un solo Dios hay siete Dioses?”
“¿Podríais asimilar que Ab-bá no es un varón y tampoco una mujer?”
“¿Qué es, entonces?”, intervino Tomás.
“Luz…”
“¿La luz piensa?”, gritó Felipe desde la cocina.
“La luz es la vida”, respondió el rabí, pero no entendieron.
“¿Podríais entender que esa luz piensa en todas las direcciones?”
“¿Podríais comprender que yo soy uno de sus muchos nietos?”
Todos estaban perdidos, claro está. Y el Zelota preguntó: “¿El Padre,
bendito sea su nombre, tiene nietos?”.
“Cientos de miles…”, respondió Jesús sonriendo.
“¿Podríais asimilar que en el Paraíso –su casa– coinciden todas las
realidades imaginables: presentes, pasadas y futuras?”
Bartolomé, el “oso”, era incorregible. Y preguntó: “¿Hay negros en el
Paraíso?”.
Jesús se puso serio y replicó: “No, en el Paraíso no hay negros, ni
orientales, ni blancos… En el reino del Padre Azul no hay razas, ni sexo, ni ricos
ni pobres, ni sabios o tontos, ni judíos o gentiles…”.
“¿No hay sexo?”, clamó Tomás, desolado.
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“No es necesario –aclaró el rabí–. Allí, la felicidad tiene otra cara… La
verdadera felicidad es el resultado de conocer la Verdad.”
Miró a los íntimos y comprendió que no lo seguían. Y añadió: “Esa
felicidad tiene un sabor espiritual. Pero ahora, vosotros no estáis capacitados
para intuirla”.
Y siguió respondiendo a la pregunta inicial: ¿por qué es tan difícil
entender a Dios?
“¿Podríais comprender que en ese reino espiritual del que tanto os hablo
no hay tiempo?”
“¡Qué aburrido!”, lamentó el “oso”.
“Querido Bartolomé –replicó el Galileo–, en verdad te digo que, en ese
reino, nadie se aburre.”
“¿Trabajaremos?”, planteó Mateo Leví.
“Mucho y bien…”
Se levantaron murmullos de desaprobación. Pero Jesús continuó, feliz:
“Trabajaréis en lo que realmente os guste…”.
Sitio seguía con la boca abierta, desconcertado.
“¿Podríais describir la grandeza de uno solo de los siete superuniversos
que rodean el Paraíso?”
El Maestro se levantó, tomó una rama y dibujó algo en la esponjosa tierra,
junto a la hoguera. Trazó siete círculos en racimo, y otro más pequeño en el
centro.
“El Padre Azul gobierna estos superuniversos. Ése es el reino del cual os
hablo y que tendréis que cruzar después de la muerte…”
“¿Y el círculo del centro?”, aventuró el Zelota.
“El Paraíso. Final del viaje… Fin del viaje, de momento…”
Eliseo entendió que Jesús –una vez más– utilizaba símiles. ¿O no?
436
“¿Podríais comprender –prosiguió– que los Dioses no tienen principio ni
final?”
“¿Cuántos Dioses hay?”, gritó Felipe.
“¡Miles!...”
Los discípulos negaban con la cabeza. “Ha perdido el juicio…”
“¿Podríais imaginar a un Dios Madre?”
Seguían perdidos. Sus palabras los desbordaban.
“¿Cómo es el Paraíso?”, le abordó Andrés.
“No hay palabras… Es la grandeza, la belleza y la Verdad absolutas.”
“Pero, ¿qué forma tiene?”, presionó el “oso”.
“Recuerda una isla… Una isla de luz que no se mueve. Allí llegaréis, como
os digo, a su debido tiempo…, sin tiempo. Allí abrazaréis al Padre Azul, no
antes.”
“¿No veré a Dios, bendito sea su nombre, cuando muera?”
La pregunta de Mateo Leví recibió un silencioso y negativo movimiento de
cabeza del Maestro. Eso fue todo. Y cada cual interpretó como pudo o como
supo.
“¿Podéis imaginar la nada? ¿Podéis imaginar que esas estrellas que veis
son parte de mi reino?”
“¿Tú eres el rey?”, le preguntó Sitio.
“Lo soy… Yo he creado esos luceros.”
Algunos levantaron la mirada. Tampoco entendieron. Para los judíos, las
estrellas eran los ojos de los difuntos, que se asomaban a la Tierra. Gentiles e
impíos moraban en el “seol”, en lo más profundo del mundo.
“¿Has estado en el Paraíso?”, preguntó tímidamente el Zelota.
“Sí…, muchas veces. Por eso sé de qué hablo.”
437
“¿Cómo de largo es el camino hacia el Paraíso?”, preguntó Yu.
“No podrías medirlo con palabras ni con números.”
“¿Y dónde vive el Padre Azul?”, insistió Bartolomé.
“Ab-bá tiene su morada, naturalmente, pero también habita en ti. Ya lo
hemos hablado. Yo diría que se siente feliz en tu mente.”
“¿Cuál es el verdadero nombre de Dios?…, bendito sea su nombre.”
La pregunta de Mateo Leví quedó en el aire. El Galileo se puso de pie y dio
por terminada la tertulia. Intentar describir a Ab-bá era un esfuerzo
humanamente imposible.
“Mañana –anunció– partiremos hacia Caná…”
La pequeña caravana llegó a Caná el 23 de febrero del año 28, poco antes
del mediodía. Acamparon a las afueras de la aldea, que en aquel tiempo sumaba
alrededor de mil ochocientos habitantes. Casi todos se afanaban en el cultivo
del granado y de la aceituna. Caná era famosa por sus enormes granados. Las
casas, encaladas, se hallaban en lo alto de una colina. Los bosques de robles,
terebintos, olivos y algarrobos se perdían en los horizontes, entre otras colinas
menores.
Kesil procedió a montar las tiendas y Eliseo, según su costumbre, exploró
los alrededores. Caná aparecía rodeada de numerosos huertos, organizados en
terrazas escalonadas. Allí crecían también el trigo y la cebada. Los campesinos
los trabajaban sin descanso. Infinidad de niños se asomaron al campamento,
todos con los cráneos afeitados y las miradas limpias y curiosas.
El Maestro pernoctaría en la casa de un viejo amigo: Meir, el “rofé” o
médico de Caná. Se conocían de antiguo.
La gente de Caná recordaba muy bien el prodigio llevado a cabo por el
Galileo el 27 de febrero del año anterior. El hecho había dado la vuelta al país.
Al saber que Jesús se hallaba de nuevo en Caná, los campesinos trataron al
grupo con especial cariño. El Maestro impartió unas sencillas órdenes: los
discípulos –por parejas– dedicarían las jornadas a visitar las viviendas de la
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aldea, interesándose por los quehaceres y sueños de los moradores. Y hablarían
de la buena nueva y del Padre Azul. Y empezó a llegar gente al campamento.
Traían pan, hortalizas y pollos. Felipe se frotaba las manos.
Durante dos días, todo fue bien. Sin banderas…
Pero el miércoles 25 de febrero, hacia el mediodía, se presentó en el
campamento un reducido grupo de hombres. Procedían de Nahum. Uno de ellos
dijo llamarse Tito. Era de la nobleza. El hombre habló primero con Andrés y le
expuso la razón de su visita. Los discípulos lo conocían de vista. Acto seguido, el
jefe de los íntimos se acercó al rabí, que estaba en la cocina, y explicó el porqué
de la presencia de aquella gente. “Tiene un hijo muy grave –manifestó Andrés–
Desea que lo cures…”
Jesús siguió batiendo huevos. Al principio no dijo nada. Pero el tal Tito era
hombre tenaz y no esperó la respuesta del Hijo del Hombre. Se acercó al
Maestro y suplicó: “Tú puedes hacerlo… Mi hijo se muere. ¡Ayúdame, Señor!...”.
“¿Qué tiene?”, intervino Felipe.
“Las fiebres…”
El Galileo, entonces, dejó de batir y, dirigiéndose al entristecido hombre,
exclamó: “¿Cuánto tiempo tendré que tener paciencia? El poder de Dios está en
medio de vosotros, pero, si no veis prodigios, os negáis a creer…”.
Tito no le dejó terminar. Se arrodilló a los pies de Jesús y lloró. Jesús,
conmovido, colocó las manos sobre los hombros del noble.
“Yo sí creo, Señor –consiguió decir Tito–, pero ven al ‘yam’ y ayuda a mi
hijo… Se muere.”
El rabí no respondió. Bajó la cabeza y así permaneció un rato. Tito,
desconsolado, gemía y suplicaba: “¡Ven, te lo ruego!... ¡Mi hijo se muere!”.
Los íntimos hacían gestos y aseguraban –sin palabras– que el Maestro
sanaría al hijo del noble. Era lo que esperaban. Una nueva curación les
devolvería el ánimo…
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Jesús alzó el rostro y, con un hilo de voz, le dijo al lloroso padre: “Regresa
a tu casa… Esa enfermedad no es de muerte”.
Tito secó las lágrimas e hizo ademán de sacar algunas monedas. Jesús
negó con la cabeza. Y el hombre hizo una reverencia y dio media vuelta,
alejándose. No volvieron a verlos. El grupo regresó al “yam”. Ahí quedó el
asunto.
Esa tarde-noche, Meir, el “rofé” de Caná, se unió a la cena y posterior
tertulia.
“Ayer, en Ma´on –arrancó el “oso” de Caná– nos hablaste de la
imposibilidad de comprender al Padre Azul. No me resigno. Tiene que haber
alguna forma de describirlo…”
Jesús inspiró profundamente y contempló el firmamento.
“¿Cómo puedo describir lo indescriptible? La mente humana no está
preparada para ello…, todavía.”
“Hablaste de siete Dioses en uno –se interesó Mateo Leví–. ¿Cómo puede
ser eso?”
Jesús negó con la cabeza. Las palabras le cortaban el paso.
“El Padre Azul –exclamó–, aun siendo uno, son muchos… Es todo lo que
puedo decirte. Confía en mí.”
“Dios, ¿sabe que es infinito?”, habló el “rofé”.
“Lo sabe.”
“¿Sabe que es perfecto?”, insistió Meir.
“Lo sabe. Él ve el final desde el principio.”
“Entonces –resumió el auxiliador– no hay nada nuevo para Él.”
“Nada”, declaró el Maestro.
“¡Qué vida tan aburrida!”, lamentó Felipe.
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“No, allí arriba –y todos miraron hacia las estrellas– hay muchas
creaciones en proyecto…”
“¿De qué hablas?”, se interesó Mateo Leví.
“Más allá de esas estrellas –intentó explicar el Galileo– hay otras
estrellas… Pues bien, más allá de las últimas estrellas, está la nada. Pero la nada
también es propiedad de Ab-bá. Y algún día, vosotros, cuando alcancéis el
Paraíso, seréis los nuevos Dioses que transformarán esa nada…”
Estaban asombrados. ¿Cómo podía estar tan seguro?
“Os lo dije. He estado allí, en el Paraíso, en su presencia. Lo sé de buena
tinta… Sé lo que piensa el Padre Azul. Además, hablo con Él cada día, cuando me
retiro a las colinas.”
“Define al Padre, bendito sea su nombre, con dos palabras –presionó el
Zelota–. Sólo con dos...”
“Amor simétrico…”, replicó el Maestro al instante, sin pensarlo.
Y dirigiéndose a Yu, que escribía frenéticamente, suplicó: “Escribe amor
con mayúsculas… AMOR”.
“Dios, bendito sea su nombre, ¿se arrepiente de algo?”
Jesús supo que lo planteado por Juan Zebedeo estaba envenenado. Juan
pensaba en el diluvio universal. Según la Sagradas Escrituras, aquella inundación
estuvo provocada por la maldad de los hombres. Y Dios –dice la Biblia– se
arrepintió de haber creado la raza humana. El Maestro penetraba en los
pensamientos… Y sutilmente, le hizo ver a Juan que las cosas no fueron como las
cuentan los textos sagrados (mejor dicho, supuestamente sagrados). Dios no se
arrepiente de nada de lo que hace o proyecta. Todo es bueno, aunque parezca
lo contrario. Sencillamente, no entendían. No estaban en condiciones de
abarcar la grandiosidad divina. El mal forma parte del juego, pero no es el fin.
Entonces intervino Meir.
“¿Y qué pasa con los ángeles caídos? Si eran perfectos, ¿cómo pudieron
equivocarse?”
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“Sólo hay una perfección absoluta: la del Padre Azul. El resto es una
santidad (perfección) relativa.”
“¿Qué será de ellos?”, presionó el “rofé”.
“Si los rebeldes no se arrepienten, serán aniquilados.”
“¿De dónde ha salido Dios?”, planteó Mate Leví.
“Sorpresa…”
Allí terminó la desconcertante tertulia. Todos se retiraron. Jesús, de la
mano de Meir, se dirigió a la case del “rofé”. Allí pernoctaría.
Al día siguiente, 26 de febrero del año 28 de nuestra era, empezaron a
circular las noticias: el hijo de Tito, el noble de Nahum, se hallaba bien. Había
sido sanado por el Maestro. Eso pregonaban los que llegaban a Caná. La alegría,
entre los discípulos, fue total.
(Al mes siguiente, cuando regresaron a Saidan, Eliseo decidió visitar a Tito
en su domicilio, en Nahum. Lo acompañaron Felipe y Kesil, su fiel criado. Según
explicó el hombre, hacia la séptima, una de la tarde, del miércoles 25 de
febrero, cuando el rabí pronunció aquellas palabras, “Regresa a tu casa… Esa
enfermedad no es de muerte”, su hijo recuperó el sentido y la fiebre
desapareció. Según Tito, Jesús de Nazaret lo curó. Felipe examinó al muchacho y
preguntó por el tratamiento recibido y examinó una de las infusiones. Era
esencia de artemisia, una planta medicinal que se usaba habitualmente como
antitérmico. Felipe la conocía y la usaba mucho. Bajaba la fiebre, en particular la
producida por el mosquito que transmitía la malaria. Según el intendente, eso
era lo que había tenido (y tenía) el hijo del noble de Nahum: malaria. La dosis de
artemisia hizo su efecto, pero en cualquier momento podía producirse la
recaída. Para Felipe, por tanto, no hubo prodigio.)
La cuestión es que ese jueves 26 de febrero del año 28, empezó a llegar
gente a Caná, atraída por los rumores sobre la curación del hijo del noble. Jesús
se convirtió no ya en un “hacedor de maravillas”, sino en un vidente “que
sanaba a distancia”.
442
Hacia la nona (tres de la tarde) se congregaron en los alrededores del
campamento más de quinientas personas. Eran familias completas que
mostraban objetos pertenecientes a los enfermos: sandalias, taparrabos,
pañolones, vasos de cerámica, cualquier cosa que hubiese estado en contacto
con el doliente. Levantaban lo que fuere sobre sus cabezas y gritaban a Jesús
que los curase. No importaba que el enfermo estuviera en Nahum, en Migdal o
en Kursi. Al principio, los discípulos se felicitaban. “Aquello funcionaba”, se
decían. Volvían los viejos tiempos de gloria y poder. El Maestro, sensato, se
retiró discretamente a las colinas. Eliseo lo vio venir. Kesil y Felipe lo
advirtieron, y también Andrés: aquello no podía terminar bien. Demasiada
gente y demasiados nervios… Después de las súplicas y las lágrimas aparecieron
las exigencias y las amenazas. Gritaban con el puño en alto y demandaban una
curación masiva, como la ocurrida en Saidan. Los discípulos, atemorizados, no
supieron qué hacer.
Antes del ocaso, hacia la décima (cuatro de la tarde), Felipe distinguió a la
distancia el pelaje casi plateado de Zal. Y advirtió a Andrés. Los Zebedeo
corrieron al encuentro de Jesús. El consejo del jefe de los íntimos fue que el rabí
evitara el campamento y se escondiera, de momento, en la casa de Meir, el
“rofé”. Pero la multitud se dio cuenta y los persiguieron… Aquello se estaba
complicando.
Al anochecer, Pedro, Simón, el Zelota y el Iscariote se deslizaron
sigilosamente hasta el caserón del “rofé”. Eliseo fue tras ellos. Lo siguieron Sitio
y su inseparable negro tatuado: Aru.
La casa de Meir era enorme, de muros negros y gruesos. Cultivaba rosas.
Los íntimos lograron ingresar al caserón por una de las puertas laterales. La
multitud –a esas horas, casi un millar de personas– se hallaba acampada frente
al jardín de las rosas. Judas y el Zelota montaban guardia frente a la pequeña
puerta, con los “gladius” desenvainados. En el interior todo era preocupación.
Jesús conversaba con Meir en uno de los rincones. Los hermanos Zebedeo los
acompañaban en silencio. El Maestro no parecía preocupado. El “rofé”, en
cambio, mostraba una gran palidez. Su rostro aparecía serio. La servidumbre
entraba y salía, muy alterada. Traían noticias del exterior.
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“Esa gente –comentó el ‘rofé’ con razón– es capaz de todo… En cualquier
momento pueden echar la puerta abajo. ¿Qué podemos hacer?”
Jesús se limitaba a escuchar. Y el anciano médico sugirió dos posibles
soluciones: salir y curar a la gente o escapar… Juan Zebedeo se mostró
partidario de la primera opción. Eso beneficiaría al grupo. Eso dijo. Santiago,
como casi siempre, permaneció mudo. Jesús negó con la cabeza. No quería oír la
palabra milagro…
“En ese caso –sentenció Meir– habrá que pensar en la huída. Esa gente –y
señaló hacia el exterior– no se irá con las manos vacías. Esperaremos… Cuando
esa gente se duerma, podrás huir de Caná.”
Juan Zebedeo intervino de nuevo. El plan consistía en disfrazar al rabí con
ropas de mujer… Alguien de la servidumbre sugirió que lo mejor y más seguro
era que “esa mujer apareciera embarazada”. El Maestro escuchaba, atónito.
Sitio, Aru y Eliseo oían, más atónitos aún. Pedro dijo que sí con la cabeza.
Santiago se mantuvo mudo. El Galileo no sabía si reír o llorar.
“¡Genial!”, exclamó Juan Zebedeo.
Y de pronto, las miradas se clavaron en Sitio. Antes de que tuviera tiempo
de huir, Juan y la servidumbre –a una señal de Meir– se lanzaron sobre el
desconcertado homosexual y lo desnudaron. De nada sirvieron las protestas.
Desnudaron al rabí. Los tímidos lamentos fueron como zumbidos de moscas en
los oídos de Juan y el resto. Nadie le prestó atención. Pedro se hizo cargo de la
túnica roja del Maestro y los criados amarraron varias mantas a la cintura del
Galileo. Después lo vistieron con el sayal de seda verde de Sitio. La vestimenta le
quedaba algo corta, pero no importó. Y a eso de las dos de la madrugada, uno
de los siervos anunció que todos dormían.
Era el momento. El plan era simple: deslizarse en silencio entre el gentío,
alcanzar el campamento y escapar; huir de Caná, y lo más lejos posible. Pero,
cuando se disponían a salir de la casa, Juan Zebedeo reparó en un “detalle”: ¡la
barba! ¡Pardiez! Nuevas carreras, más agitación… Y el paciente Hijo del Hombre
fue afeitado –a toda prisa– por el “rofé”. Eliseo quedó de piedra. El auxiliador
paseó la lucerna a corta distancia del rostro de Jesús, y aceptó el rasurado,
444
medio satisfecho. No había tiempo que perder. El Maestro parecía otro. En el
mentón lucía un hoyuelo.
Y a eso de las tres de la madrugada consiguieron huir. Cruzaron entre el
gentío, sin tropiezo. Sitio, envuelto en una manta, los seguía gimoteando. Al
alcanzar el campamento, y descubrir al rabí, Andrés casi se desmaya. Retiraron
el disfraz y el simulacro de embarazo y el Galileo saltó al carro de Eliseo. Kesil se
hizo con las riendas y preguntó: “¿Adónde?”. “Al sur…”, replicó el rabí desde el
interior.
Huyeron hacia ninguna parte.
Cuando hubieron recorrido unos cinco kilómetros –no lejos de Nazaret–,
el grupo se detuvo. Nadie los seguía. El rabí descendió del carro y aconsejó que
descansaran. Al alba del 27 de febrero del año 28, reanudaron la marcha hacia
el sur. Dejaron atrás Dabburiya y la ciudad amurallada de Naín. Luego pasaron
por Endôr o En Dôr, una mísera aldea: puro ladrillo encalado, moscas enormes y
niños desnudos, decenas de niños correteando sobre escombros y basuras.
Permanecieron allí un día y medio. El sábado 1 de marzo del año 28, Jesús visitó
la aldea y se dedicó a hacer “´im”. Pasó la jornada de casa en casa y de corral en
corral. Escuchó a grandes y pequeños. Consoló a todos. Almorzó con los más
necesitados. Repartió lo poco que tenía y derramó algunas lágrimas.
El domingo 2 de marzo del año 28, levantaron campamento. A tres
kilómetros de Endôr, se detuvieron al pie del monte Tabor. (Los cristianos,
equivocadamente, lo llamaban la “montaña de la transfiguración”. Pero ese
suceso tuvo lugar más al norte, en la montaña sagrada del Hermón.)
Jesús expresó su deseo de subir a la cumbre. Los confidentes y los
seguidores de Yehohanan decidieron no participar. Felipe y los gemelos no
tuvieron más remedio que quedarse. El resto se unió al Maestro y, luego de algo
más de una hora de ascenso, alcanzaron la cumbre. Era una explanada, casi
circular, de mil doscientos metros de diámetro. La cima aparecía alfombrada por
un manto de sílex. Entre los habitantes del llano corría una leyenda que hablaba
de una potente luz que descendía, en la noche, con frecuencia, en la cima del
monte, iluminando la colina y los alrededores “como si fuera de día”. Esta gente
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llamaba al Tabor la “montaña de la luz”. En uno de los extremos se distinguían
algunas grutas y los restos de un templo pagano. Bartolomé habló del dios Baal
Hadad.
Al atardecer, descendieron del Tabor.
El lunes 3 de marzo, partieron, dejando atrás los pueblos de Kadoorie y
Hanot Taggarim, con sus inmensos trigales, y se encaminaron hacia la ruta que
unía Cesarea y Tiberíades. En Ilaniyya hicieron una pausa, comieron algo y
continuaron hacia la aldea de Shomer. Eliseo quedó asombrado. Sus pobladores
eran rubios, con los ojos especialmente azules. Y hacia el mediodía, divisaron a
lo lejos la “ciudad de los mamzerîm”. Cruzar aquel infierno siempre era
problemático. Andrés y los íntimos parlamentaron. Consideraron que no era
necesario. Era preferible tomar un desvío, a la izquierda de la senda principal,
caminar hasta Arbel, y desembocar en el “wadi” de las Palomas, muy cerca del
“yam”. Pero el Maestro tenía otros planes… Se acercó a Andrés, el jefe, e hizo
un aparte con él. Andrés regresó con los íntimos e impartió algunas órdenes. La
“tabbah” (la guardia personal de Jesús) salió apresuradamente detrás del rabí.
Éste se encaminaba hacia el “infierno” con sus largas zancadas. El resto tomó el
desvío hacia la referida población de Arbel. Kesil siguió al grupo y Eliseo fue tras
el Galileo. El grueso de la comitiva debería reunirse con Jesús, con Pedro y con
los hermanos Zebedeo a las puertas de la ciudad de Migdal. Allí esperarían al
Hijo del Hombre.
El Maestro conocía el lugar y lo conocía bien. Sin dudar, sorteó el
laberinto de chozas, de cañas, de barro, de trapos podridos y de troncos de
árboles. Eliseo se pegó a la escolta. Pedro y los Zebedeo caminaban tras el rabí.
El humo negro de las fogatas –aquí y allá– hacía irrespirable el ambiente.
Numerosos niños desnudos, cubiertos de pústulas y de una mugre oscura,
jugaban y correteaban sobre interminables charcos de aguas negras en los que
flotaban nubes de moscas e insectos. Las madres lavaban la ropa muy cerca, en
esos mismos ríos de aguas residuales. Tuvieron que sortear montañas de
escombros y basuras en las que corrían ratas como liebres, perseguidas por
hombres y perros escuálidos. Las cazaban, se sentaban en los estercoleros, y las
devoraban vivas, allí mismo. El Maestro no se inmutó. Juan Zebedeo vomitó.
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La marcha se prolongó casi una hora. Eliseo calculó que la población
podría superar las veinte mil almas. En aquel lugar, además, se había refugiado
lo peor de los ladrones y asesinos del país. Algunos recogían barro y
excrementos y los lanzaban al paso del grupo. El Maestro continuó, impasible.
Entraron en un simulacro de mercado. La fruta, podrida, se apilaba en el suelo.
Bueyes y corderos abiertos en canal –sangrantes y cubiertos de moscas–
colgaban de pesadas vigas por las que se deslizaban hileras de ratas. El olor a
carne putrefacta era insoportable. Y los vendedores gritaban la mercancía en
varios idiomas. Eliseo resbaló un par de veces en los charcos de sangre
coagulada. Los perros merodeaban y, al menor descuido, saltaban sobre las
porciones de carne. Niños devorados por los piojos dormitaban en los brazos de
mujeres esqueléticas, de miradas vacías o resignadas. Muchos de aquellos
infelices acudían a diario a ciudades como Migdal y Tiberíades y trabajaban –
clandestinamente– en toda suerte de oficios “inmundos”: recogían excrementos
por las calles, vaciaban letrinas públicas o privadas, lavaban ropa, transportaban
a los muertos y los amortajaban, cazaban ratas y las vendían (una docena por
dos ases), expurgaban a los pobres y a los ricos, acarreaban ladrillos para las
obras, curtían pieles o cortaban los cordones umbilicales. Si la sombra de un
bastardo se proyectaba sobre un judío, el “mamzer” podía ser apaleado. No
pisaban las sinagogas y tampoco tenían derecho a la enseñanza. Muchas
parteras asesinaban a los bastardos nada más nacer. ¿Qué sentido tenía vivir en
semejante miseria?
El Galileo, finalmente, se detuvo frente a una de las chabolas de barro y
paja. Antes de entrar, se dirigió a los discípulos y rogó que permanecieran en la
puerta. No dio explicaciones. Juan Zebedeo exploró los alrededores. Todo era
basura y moscas. Volvió a vomitar. Santiago lo atendió, pero Juan lo rechazó con
brusquedad. Muy irritado, no entendía por qué estaban allí, “entre tanto
pecador”. Pedro estaba pálido entre esos “ladrones” y “basura”. Santiago
intentó calmarlo. Estaban allí para proteger al Maestro; para nada más. Así pasó
una hora. Y apareció el Maestro. Detrás de Él, en la puerta de la chabola, se
presentó un anciano de escasa estatura y delgadez extrema, con una larga barba
teñida en verde rabioso. Era el jefe de los bastardos. Se llamaba Ja´im (Vida). Se
ocupaba de impartir justicia entre los “mamzerîm” y de organizar aquel caos.
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Jesús se despidió del anciano y abandonaron el lugar. Poco después se
reunieron con el grupo en las puertas de la ciudad de Migdal, a orillas del
“yam”, tal y como acordaron. Estaban a ocho escasos kilómetros de Nahum,
pero Andrés estimó que era más prudente acampar allí mismo.
Al día siguiente, martes 4 de marzo del año 28 regresaron a Nahum. El
rabí sugirió a su gente que descansara y que volviera a sus trabajos habituales.
Nada de prédicas…
“Disfrutad de vuestras familias, y confiad en el Padre Azul… Hasta luego…
Paz.”
El rabí embarcó en el muelle de Nahum y se dirigió al caserón de los
Zebedeo, en Saidan. Eliseo y Kesil pernoctaron en la ínsula de Si, cerca del
puerto de Nahum.
El 5 de marzo, miércoles, Eliseo y Kesil acudieron a Saidan. Los ánimos, en
efecto, estaban más calmados. Nadie había olvidado la curación masiva, pero la
gente se hallaba centrada en sus obligaciones. Y buscaron un lugar donde vivir.
En el caserón había demasiada gente para el gusto de Eliseo. Felipe fue de gran
ayuda. Aconsejó el alquiler de una casita, muy próxima a la suya y a la de Pedro.
Una habitación con dos niveles; la típica casa judía.
Jesús dedicó aquellos días a pasear en solitario por las colinas cercanas. Al
alba abandonaba el caserón de los Zebedeo y regresaba poco antes del ocaso.
Zal lo acompañaba casi siempre. Juan y Pedro desobedecieron las instrucciones
del Maestro y, por la tarde, se reunían con el pueblo en la playa de Saidan y
predicaban la buena nueva. Hablaban del reino invisible, del Padre Azul y, sobre
todo, del Mesías “rompedor de dientes”. “Roma –decían– tiene los días
contados.” Tuvieron escaso éxito. La gente solicitaba ver al Maestro y
demandaba prodigios como el de Caná o el de la curación masiva. Eliseo de vez
en cuando visitaba las casas de Pedro y de Felipe. Pedro tenía tres hijos: Fenicia,
de 8 años, Tebar (Frágil), de seis, porque siempre estaba enferma, y Telat, de
meses, porque fue el tercero. Perpetua, su esposa, no estaba muy de acuerdo
con la “loca aventura de seguir al Maestro”. Amata, la suegra, era una “anciana”
de cuarenta y cinco años. Felipe, el intendente, casado con Zaku, pasaba más
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tiempo en su “ma´badâ”, su laboratorio, que en la casa. No tenían hijos, pero sí
seis hermanos, de Felipe, todos solteros. Eliseo pasó muchas horas en aquel
laboratorio, además de dedicarse al estudio de las algas del lago.
El viernes 21 de marzo, Jesús se trasladó a Tiberíades en la única
compañía de los Zebedeo. Objetivo: reunirse con los seguidores del Maestro en
la referida ciudad ribereña. Celebraron dos reuniones. En ambas, el rabí habló
del reino invisible y alado, del bondadoso Ab-bá y del espléndido futuro que nos
aguarda tras la muerte. Entre los seguidores se encontraban los parientes de
Chuza, uno de los funcionarios de Herodes Antipas, el hijo de Herodes el
Grande. Las enseñanzas tuvieron lugar en la casa de Chuza y Juana, su esposa,
ambos devotos del Hombre. Compartían su filosofía sobre la inmortalidad del
alma. Y fue Chuza, en su calidad de administrador, quien informó a Antipas
sobre el reino invisible que predicaba Jesús. Chuza lo dejó claro: “Ese reino no es
político”. Eso, al parecer, tranquilizó a Herodes…, hasta cierto punto. Entre los
consejeros y funcionarios a su servicio, había gente que odiaba al Maestro. Eran
esbirros del Gran Sanedrín y de las castas sacerdotales. Eran realmente
peligrosos.
En la segunda reunión, celebrada el sábado 22 de marzo, sucedió algo
asombroso. A eso de la sexta (mediodía), se presentó en el cielo azul una gran
luz. Tenía forma de espada. Fue vista por miles de personas. Allí permaneció
hasta el atardecer. Algunos se maravillaban y aseguraban que se trataba de una
“merkabah” o carro volante, mencionados en las Sagradas Escrituras. En ellos
volaban los ángeles de Yavé. Otros se lamentaban y cubrían las cabezas con
ceniza, gritando que estaban ante una señal de los cielos: algo terrible se
aproximaba.
El sábado 29 de marzo del año 28, Jesús se retiró temprano a las colinas.
Hacia la nona (tres de la tarde) hubo cierta agitación en la aldea de Saidan.
Felipe salió de su casa y, a la carrera, hizo señas a Eliseo para que lo siguiera. Al
entrar al caserón de los Zebedeo, los discípulos rodeaban a dos individuos. Uno
era alto, gordísimo, con los ojos maquillados en rojo y el pelo teñido en un rubio
casi platinado. Vestía una túnica blanca, hasta los tobillos, y unas filacterias
negras en la frente y en el brazo izquierdo. Se trataba de Yehudá ben Jolí, el
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archisinagogo de Nahum. Era prestamista, dueño de medio pueblo y miembro
activo de la hermandad de los fariseos. Al otro lo llamaban Repas (“pisotear”)
porque era capaz de vender a su madre por dinero. Su verdadero nombre era
Tarfón. Era funcionario de la sinagoga, verdugo, responsable de la limpieza y
confidente de Jolí. En suma: dos individuos poco recomendables…
Jolí se dirigió a Andrés, el jefe de los íntimos, y el resto escuchaba con
atención: “Mangus, uno de los centuriones de la fortaleza romana de Nahum,
me ha visitado y me ha rogado que me ponga en contacto con vuestro rabí…
Tiene un ayudante enfermo –prosiguió Jolí–, muy enfermo… Tiene fiebres
malignas… Quiere (necesita) que Jesús lo cure”.
Tuvieron que esperar. El Galileo no se encontraba en el caserón. Y
Salomé, la dueña de casa, y las hijas se desvivieron por atender a los “ilustres”
visitantes. Hacia la décima (cuatro de la tarde), se presentó el Maestro.
Presentaba el rostro lleno de luz. ¿Cómo lo hacía? ¿Qué era lo que ocurría en
esos retiros, en las colinas?
Jesús recibió a los responsables de la sinagoga con una gran sonrisa. Se
besaron en las mejillas y se sentaron. Y Jolí repitió el recado de Mangus, el
centurión romano. El ayudante era un “optio”, una especie de sargento. Lo
llamaban Corax.
“Maestro, acude a la fortaleza, Mangus te necesita…”
“¿Por qué?”
“Su ayudante se muere –replicó Jolí–. El centurión ha financiado parte de
la construcción de nuestra sinagoga. Le debemos mucho…”
“¡Vamos!...”, contestó el Maestro sin pensarlo y con decisión.
Y se encaminaron hacia Nahum. Por el camino se unieron otros curiosos.
Al alcanzar la fortaleza romana –ubicada al norte de Nahum– eran treinta
personas. Allí había varios centinelas y uno de ellos se acercó, desconfiado. Jolí
explicó al centinela la razón de su presencia. Deseaba hablar con Mangus, el
centurión. El soldado entendió y se dedicó unos segundos a inspeccionar a los
allí congregados. Después ordenó que esperaran, y se perdió dentro del cuartel.
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Al poco reapareció en la puerta. Lo acompañaba un “optio” del centurión, quien
volvió a interrogar a Jolí sobre el motivo de aquella inusual concentración de
gente frente a la guarnición. El tono no era cordial. Jolí volvió a repetir la
cantinela. El “optio” no contestó y se limitó a pasear delante del grupo,
inspeccionándolo. Dos soldados lo escoltaban a corta distancia. Y de pronto,
uno de los mercenarios descubrió la espada que ocultaba Juan Zebedeo bajo el
manto. Otro mercenario fue a destapar los “gladius” que escondían el Iscariote
y Simón, el Zelota. La presencia de espadas no gustó al suboficial, pero no
preguntó. El uso de armas no estaba prohibido en la Palestina de Jesús, pero
puso en alerta a los romanos. Además, uno de los centinelas reconoció a Simón
el Zelota, y sabía de sus “inclinaciones” terroristas. El “optio” dio media vuelta y
se dirigió al portalón. Cuando estaba a punto de entrar en la fortaleza, se volvió
y, dirigiéndose a Jolí, le gritó que iba a consultar y que esperara allí.
Así pasó más de media hora. El Maestro no hizo comentario alguno. Jolí
escupía maldiciones contra los romanos. No entendía a qué venía tanta
desconfianza… Finalmente, se abrió la puerta y apareció el suboficial. Traía una
tablilla encerada en las manos. Cinco soldados tomaron posiciones en el
portalón y cinco rodearon al suboficial. Aquello era muy raro… El sargento se
situó ante Jolí y comenzó a leer: “Señor, no te molestes en entrar…”.
Allí detuvo su lectura, al darse cuenta de que no estaba leyendo el
mensaje a la persona indicada por Mangus. Y preguntó quién era Jesús… el
carpintero.
El Maestro respondió y el “optio” caminó hasta Él. Alzó de nuevo la
tablilla y replicó: “Esto dice Mangus, centurión…”.
“Señor, no te molestes en entrar a la fortaleza, pues no soy digno… Sé que
puedes decir una palabra y mi siervo sanará…” El “optio” miró a Jesús y esperó
una respuesta.
“¿Cuál es la palabra?”, preguntó el suboficial.
Eliseo se dio cuenta de la situación. Mangus intentó evitar problemas. Y
envió al “optio” con un mensaje.
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Jesús se volvió hacia los suyos y comentó con una sonrisa: “¡Cuánta fe la
de este pagano!”.
Y sin más, dio media vuelta y se alejó de la guarnición. Allí quedó el
suboficial, con la tablilla en las manos y cara de idiota. Todos se dispersaron.
Eliseo permaneció allí por unos minutos. El “optio” le dio la espalda y caminó
hacia el portalón. Fue en esos instantes cuando lo sorprendió aquel relámpago
azul, sin trueno, idéntico al que había presenciado en Irón. Podía ser la primera
vigilia de la noche (las 18 horas). El suboficial y los centinelas miraron al cielo,
sorprendidos… no había nubes. Eliseo, sabiendo lo que estaba sucediendo, se
alejó también, rumbo a Saidan.
Al día siguiente circularon dos noticias por el lago. Kesil acudió a Nahum y
las confirmó. La primera hablaba de la curación del ayudante del centurión. Las
fiebres malignas habían desaparecido. Felipe mostró sus dudas. El segundo
rumor fue más interesante: Mangus, el centurión de la clase “prior”, había
recuperado súbitamente el habla. Al parecer, este veterano soldado padecía un
mal incurable –¿cáncer de garganta?– que le impedía hablar con normalidad. Su
voz era cavernosa y arrastrada.
Eso fue lo sucedido el 29 de marzo del año 28. (El relato de los
evangelistas no coincide con lo ocurrido.)
Al día siguiente, domingo 30 de marzo, partieron hacia Jerusalén. Jesús
deseaba celebrar la fiesta de la Pascua en la Ciudad Santa. Jesús se colocó en
cabeza, con Zal, después los íntimos y, finalmente, Felipe, con un carro cubierto
bien surtido y “la Chipriota” amarrada al mismo. Bartolomé hizo el viaje en el
carro de Eliseo. Había hecho amistad con Kesil.
Descendieron sin prisas por la margen izquierda del río Jordán.
Recorrieron cuarenta y ocho kilómetros, hasta que llegaron a la milenaria
ciudad de Jericó. Era el 31 de marzo del año 28. Acamparon junto a las
poderosas murallas de casi veinte metros de espesor. La ciudad formaba un
óvalo de casi 1840 metros. Alrededor de Jericó todo eran plantaciones de
bálsamo y palmeras. Miles de palmeras.
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Los campesinos entraban y salían sin cesar de la ciudad y, como era de
esperar, preguntaban al grupo quiénes eran. Y la noticia se filtró: era el séquito
de Jesús, el carpintero y constructor de barcos de Nahum, el “hacedor de
maravillas”, el que convirtió el agua en vino en Caná, el sanador, el Mesías
prometido… Y empezó a llegar gente. Al atardecer, Eliseo calculó más de mil
personas. Andrés, preocupado, preguntó al Maestro qué debían hacer. ¿Huían
de nuevo, amparados en la oscuridad? El Galileo solicitó calma. Por la mañana
hablaría a la multitud.
Esa noche, Sitio y Aru, el negro tatuado, se despidieron del Hijo del
Hombre y de los íntimos. Habían tomado la decisión de viajar a Egipto. “Ahora –
dijeron– la esperanza va con nosotros…” A la mañana siguiente, el grupo los vio
alejarse hacia el sur.
A primera hora del 1 de abril del año 28, Jesús tomó su naranja y dirigió
unas palabras a la muchedumbre. Andrés le dijo al Maestro que esa gente sólo
buscaba diversión y espectáculo. Deseaban que los curase y poco más. No debía
perder el tiempo con ellos. Pero el rabí aprovechó la ocasión para “refrescar la
memoria de los dormidos”, como los llamaba. Y anunció un mudo mejor –en los
cielos, tras la muerte–, un Padre Azul benéfico y amoroso, que nada tenía que
ver con el viejo y vengativo Yavé, y la realidad del alma, inmortal por naturaleza,
regalo de ese Padre de los Cielos. Casi todos eran campesinos. Nadie parecía
comprender las palabras de Jesús. Todos reclamaban un prodigio. Otros
miraban al cielo y solicitaban pan. Otros se reían con descaro. Pero Jesús
hablaba y hablaba.
En un momento, Andrés se dirigió hacia la cocina, acompañado de dos
mujeres. Una era anciana, la otra más joven. Allí estaban Felipe, los gemelos,
Eliseo y Judas Iscariote. Andrés señaló a las mujeres a los encargados de la
cocina y luego se alejó para volver al lado del Maestro y de la multitud.
Las mujeres alcanzaron la cocina y la anciana, al descubrir a Judas, abrió
los brazos y corrió hacia él, al tiempo que gritaba: “¡Hijo, hijo mío!...”.
¡Era Amidá, la madre del Iscariote! Podía rondar los setenta años. Tenía
una mirada azul, dulcísima, y el rostro cubierto de pecas. La familia de Judas
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vivía en Jericó. Su padre, Simón, era un rico comerciante. Pero cuando Judas se
unió al grupo del Bautista, la familia lo desheredó. Eliseo recordó el relato de
Jasón: cuando Amidá contaba cuarenta años de edad, llegó a la ciudad un
extraño caldeo, un adivino. Y vaticinó que Amidá daría a luz un hijo “que moriría
antes que su padre”. Lo llamó “el hombre del cáliz”. Judas nació a los nueve
meses de la predicción, en junio del año -4. El padre consideró que no era hijo
suyo y sí del maldito caldeo y despreció a Judas y a la madre. En definitiva, un
niño rechazado por el padre y mimado por la madre. Creció en la más absoluta
soledad. Era tímido y desconfiado. A los ocho años fue violado por un integrante
de una patrulla romana. De ahí su odio hacia los “kittim”.
El Iscariote, al reconocer a su madre, le dio la espalda y continuó
bebiendo en el tazón de barro. La mujer, desolada, bajó los brazos y cayó de
rodillas. Y empezó a gemir y a suplicar: “¡Judas… mi querido niño!…”. La mujer
joven se acercó a Amidá e intentó consolarla. Felipe tomó un poco de agua y se
la ofreció a la madre de Judas. Pero ella no pudo beber. Estaba rota. Y siguió
suplicando y llorando. El Iscariote terminó alzándose, dejó el cuenco en la mesa,
y se alejó, ignorando a su madre…
Hacia las cuatro de la tarde del viernes 2 de abril del año 28 de nuestra
era, el Maestro y sus íntimos alcanzaron la aldea de Betania (no confundir con la
Betania del Jordán). Era una población de escasos mil habitantes. Pero sucedió
que, a partir de Jericó, la muchedumbre que se había instalado al pie de las
murallas o que rodeaba el campamento del Maestro se movilizó como por arte
de magia. Y siguió al grupo de Jesús a cierta distancia. Eliseo calculó unas dos
mil personas. Los discípulos discutían. El rabí, en cabeza, según su costumbre,
no participó en las polémicas. Pedro, Juan, Simón el Zelota y el Iscariote eran
defensores declarados de la multitud. “Eso representa poder y prestigio”,
decían. Andrés, Tomás, Mateo Leví y el “oso” de Caná mostraban sus dudas. Las
multitudes siempre eran fuente de problemas. Andrés solicitó templanza.
Lázaro y las hermanas –Marta y María– recibieron al grupo con sorpresa
(no lo esperaban) y con entusiasmo. Eran amigos desde la infancia. Eran ricos.
Su padre les había dejado extensos olivares y viñedos, así como la casa en la que
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vivían y otras propiedades en Jerusalén y en la vecina Bet Fagé, la aldea de los
sacerdotes.
Entraron en la hacienda y el gentío, poco a poco, fue instalándose frente a
la reja que servía de puerta principal. Andrés salía y observaba, y regresaba a la
casa visiblemente preocupado. No se equivocó. Al poco, algunos individuos
empezaron a reclamar la presencia de Jesús. Gritaban su nombre y exigían que
curase a los enfermos. Algunos discípulos se frotaban las manos… Jesús era un
líder, era el Mesías que arrojaría a los “kittim” al mar. Otros consultaron a
Lázaro: en caso de necesidad, ¿por dónde huir? Lázaro trató de tranquilizarlos.
Afuera, algunos seguidores intentaron saltar la reja. La servidumbre tuvo
que usar palos y agua hirviendo. Los gritos de dolor se mezclaban con las
maldiciones. Y la muchedumbre empezó a lanzar piedras contra la casa. Andrés
consultó con Lázaro y con el rabí. Aquello tenía mala pinta. La historia volvía a
repetirse. Decenas de hombres, mujeres y niños terminaron apretándose al otro
lado de la reja. Suplicaban, extendían los brazos, lloraban, exigían, amenazaban
con incendiar la casa… Andrés, pálido, actuó con decisión. Y una vez que
oscureció, Jesús y los íntimos caminaron hasta el fondo de la finca. Allí, frente a
una gran muela de molino que cerraba la tumba familiar, el Maestro y el resto
se despidieron de Lázaro. Y huyeron por una puerta lateral, amparados por la
noche. Destino: la ladera oeste del monte de las Aceitunas o monte de los
Olivos. Según Felipe, el huerto, llamado “Getsemaní”, era propiedad de un
fariseo, seguidor del Maestro: Simón, el leproso. Kesil, Zal y la Chipriota se
quedaron en la hacienda de Lázaro.
Getsemaní era un olivar de menguadas dimensiones, todo él cercado por
un murete de piedra de un metro de altura. Allí permanecieron tres semanas.
Felipe y los gemelos plantaron las tiendas de campaña y el resto encendió
el fuego y siguió discutiendo. Jesús escuchó en silencio durante más de una
hora. ¿Qué debían hacer? Cenaron y, finalmente, el Maestro fue claro y
rotundo: “Nada de predicar en público, de momento”.
De vez en cuando, bajaban a la casa de Lázaro, siempre a escondidas y
durante la noche, o paseaban por la Ciudad Santa.
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Durante aquellos días, el Maestro se mostró especialmente cauto. No
deseaba problemas. El gentío frente a la casa de Lázaro terminó dispersándose.
Nadie sabía dónde se ocultaba el rabí de Galilea.
El domingo 4 de abril del año 28, recibieron una visita especial. Abner, el
que fuera el segundo de Yehohanan, se presentó en el campamento de
Getsemaní. Lo acompañaban los doce seguidores del Bautista, con los que
habían compartido la última gira por la Galilea.
Abner era samaritano, pequeño de estatura, pero de talante aguerrido. Lo
llamaban “ari”, el león. Había vivido en Sebaste, en Samaría, pero, al conocer al
Bautista, lo dejó todo y se unió al predicador. Eso fue en marzo del año 25. La
muerte de Yehohanan fue un duro golpe para el pequeño gran hombre. Pero, al
saber de los prodigios del Maestro, decidió llegar hasta Él e informarse. Su
aspecto era desagradable. Padecía una grave periodontitis, con la pérdida de
casi todos los dientes. Era un esqueleto andante, con las uñas siempre negras,
largas y descuidadas. Los piojos se lo comían. Se pasaba el día rascándose la
sucia y enredada cabellera. Para colmo, la voz parecía una flauta. Sin embargo,
todo el mundo lo quería. Era comprensivo, dulce y de extrema amabilidad.
El Maestro se ausentó de Getsemaní. No regresaría hasta la puesta del
sol. Pedro se mostró nervioso. No le gustaba que el rabí permaneciera solo.
Pero la orden de Jesús fue clara: “Debo ocuparme de los asuntos de mi Padre”.
Punto final. Eso significaba que nadie debía escoltarlo.
Tras los saludos de rigor, Abner y los suyos se sentaron en torno a la
hoguera. Andrés y el resto los acompañaron. Sólo Felipe y los gemelos
permanecieron al margen, ocupados en la cocina. Los discípulos de Jesús y del
difunto Bautista hablaron de muchos asuntos. Eliseo escuchaba las
conversaciones de ambos grupos. En realidad eran disputas, agrias disputas. Los
seguidores del bautista defendían a ultranza el bautismo. Era el reconocimiento
del arrepentimiento previo. Para los íntimos del Galileo, el bautismo no era
prioritario. Después pasaron al ayuno y a la necesaria penitencia. Jesús no era
partidario de ninguno de los dos asuntos. Según sus palabras, “el ayuno no tenía
nada que ver con el Padre Azul y mucho menos el castigo corporal”. Los
seguidores de Yehohanan no aceptaron la postura de los íntimos. Y los ánimos
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se fueron incendiando. Andrés y Abner tuvieron que intervenir más de una y
más de dos veces. Y al plantear el asunto capital –¿era Jesús el Mesías
prometido?–, de las voces y los insultos se pasó, lamentablemente, al cuerpo a
cuerpo. Abner y los suyos defendían que el verdadero Mesías había sido el
Bautista. Jesús era un intruso y un aprovechado. Juan Zebedeo la emprendió a
patadas con los seguidores del Bautista y la pelea se generalizó. Rodaron por el
suelo. Pedro se quemó en la hoguera y casi todos terminaron con heridas y
moratones. Felipe y los gemelos intentaron separarlos, pero sólo recibieron
bastonazos.
Abner y los seguidores del Bautista abandonaron Getsemaní entre
insultos y amenazas cruzadas. Por supuesto, no regresaron al campamento.
Cuando el Maestro se presentó en Getsemaní, nadie quiso hablar de lo
sucedido. Todos bajaron la cabeza y siguieron con las lentejas. Pero Jesús
escuchó el silencio, vio los moratones y supo lo ocurrido. No dijo nada. Cenó
algo, muy poco, y se retiró a la tienda. Eliseo volvió a preguntarse: ¿Cómo lo
hace?, ¿cómo consigue penetrar en la mente de los demás?
El sábado 10 de abril del año 28, Jesús acudió al Templo. Según los
rumores que corrían por la ciudad, la afluencia a la fiesta de la Pascua, en ese
año, superaba los cien mil peregrinos. Es decir, la población de Jerusalén se
triplicaba, como poco. Casi no se podía dar un paso. Andrés repetía, a voz de
grito: “¡No os separéis!”.
Y a eso de la quinta (once de la mañana) caminando por la zona norte del
atrio de los gentiles, Juan Zebedeo tomó al Maestro aparte y le susurró algo al
oído. Jesús dijo que sí con la cabeza y ambos se dirigieron hacia la llamada
puerta Probática. El Zebedeo se volvió e indicó a Andrés que esperasen. Y el
grupo, cansado, eligió sentarse en las escalinatas que rodeaban el Santuario.
Eliseo, intrigado, fue tras ellos. Al dejar atrás la Probática, descendieron y allí,
muy cerca se levantaba un complejo de piscinas al que llamaban Beza´tha. Se
hallaba abierto a todo el mundo. Había dos piscinas grandes y tres más
pequeñas. Las aguas eran rojas –sulfurosas– y calientes. En el subsuelo existían
varios manantiales de aguas termales. De vez en cuando, unas dos o tres veces
al día, las aguas ascendían con fuerza, provocando remolinos burbujeantes. La
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llamaban “agua santa”. La creencia popular aseguraba que un ángel bueno
descendía sobre las piscinas y las hacía burbujear. El que entraba en el agua en
aquellos momentos lograba curarse. El problema es que nadie sabía cuándo
bajaba el ángel y en que piscina removía las aguas. Naturalmente, la supuesta
“agua santa” era acarreada hasta el Templo y vendida a buen precio. Otro
negocio de la casta sacerdotal… La gente se la llevaba a casa y la daba a beber a
los enfermos.
Las piscinas aparecían repletas de hombres; sólo hombres. Las mujeres no
podían acceder al recinto. Allí había cojos, mancos, ciegos, tullidos y, sobre
todo, enfermos mentales: paralíticos cerebrales, gente que hablaba sola, que
hacía extrañas muecas, que se golpeaba el rostro con ambas manos y que
sonreía a todo y a todos sin motivo aparente.
Por lo que pudo averiguar después Eliseo, a través de Felipe, Juan
Zebedeo intentaba ablandar el corazón del Maestro y lograr así un milagro. De
esa forma –suponía Juan– la ciudad se rendiría a sus pies y Jesús sería
reconocido como el Mesías esperado.
Juan señaló a los dolientes y planteó al rabí: “Maestro, observa a esta
gente… Mira cómo sufre… Dime, ¿podemos hacer algo por ellos?”.
El Hijo del Hombre entendió la treta de Juan y le respondió: “Juan, ¿por
qué me tientas?... No debo hacer lo que me pides, a no ser que sea la voluntad
de Ab-bá. Pero, les hablaré”.
Jesús, entonces, dirigió unas palabras al centenar de enfermos y tullidos.
Pero no lo comprendieron y lo trataron de loco. En esos momentos, las aguas de
una de las albercas comenzó a agitarse. Hubo un gran revuelo, olvidaron al
Maestro y se alzó un griterío, mientras tropezaban unos con otros para
conseguir llegar a la piscina.
“Vamos…, antes de que las cosas empeoren”, dijo Jesús al Zebedeo.
Y retornaron al Templo.
(Sobre esto, Juan hace su relato en su evangelio. Una vez más, los sucesos
no sucedieron así.)
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Fue inesperado. El domingo 11 de abril del año 28, Abner –el león– se
presentó de improviso en el campamento de Getsemaní. Llegó solo. El Maestro
se hallaba en su habitual paseo por las colinas próximas. Buscó al jefe de los
discípulos. Se arrodilló ante él y solicitó perdón por el nefasto comportamiento
de su grupo la semana anterior. Andrés, conmovido, lo obligó a levantarse y lo
abrazó. Y lo mismo hicieron los restantes discípulos, excepto Juan Zebedeo. Se
negó a abrazarlo y olvidar absurdos rencores. El pequeño gran hombre
desayunó con los íntimos y luego se despidió. Eliseo se las arregló para
acompañarlo. Abner agradeció el gesto y se encaminaron hacia la ciudad de
Jerusalén.
Desde aquella breve cima, la llamada Ciudad Santa se ofrecía al
caminante como un “ciervo acostado en las colinas”. La luz de la mañana
blanqueaba las murallas, pintando de rojo y amarillo los miles de pequeñas
casas cúbicas que se derramaban a uno y otro lado del Tiropeón, una depresión
que dividía la metrópoli de forma natural: el barrio o ciudad alta y la baja. En
total, aproximadamente algo más de cinco mil casas, con una población
estimada en veinticinco mil habitantes. Finas columnas de humo azul le daban
vida al paisaje. Agazapados en la muralla oeste se distinguían los palacios de
Herodes y de los Asmoneos. Y en lo alto de la ciudad, el Templo y su eterna
compañera negra: la fortaleza Antonia, base de la cohorte romana. El oro y la
plata chispeaban desde los palacios. Hablando y hablando, al cruzar la puerta de
la Fuente, Abner y Eliseo se toparon con un ejército de pordioseros, cojos y
ciegos. Hacían tintinear sus cazos y escudillas, a la espera de unas monedas.
Abner, comprendiendo la ignorancia de Eliseo, lo agarró de la túnica y tiró de él,
haciéndole ver que “aquella tropa eran pícaros redomados”. Y se aventuraron
en un laberinto de callejuelas y callejones que trepaban hacia el barrio alto.
Eliseo nunca vio tanto desorden. Y el bueno de Abner decidió mostrarle la
Jerusalén que muy pocos conocían.
Primero visitaron un mercadillo en el que sólo se vendía algodón. Eliseo
quedó asombrado. ¡El algodón era azul y rojo! Preguntó cómo lo obtenían, pero
los sirios que manejaban el negocio sonrieron, pícaros, y se negaron a
informarle. Poco después aparecieron en un pórtico oscuro y remoto. Abner
invitó a Eliseo a “examinar” la mercancía, en silencio. Y Eliseo leyó: “Remedio
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infalible… Mezclar miel con sosa y excrementos de cocodrilo… Aplicar a la
vagina, penetrando el producto hasta el fondo, donde se inicia la uña”. Eliseo
miró a Abner, desconcertado. Si, estaban en el mercado del aborto. Un negocio
prohibido por la Ley judía. Allí había más “material” expuesto. Decocciones de
perejil, en multitud de variantes. Bastaba con ingerir la infusión y el aborto se
registraba en horas, según las brujas que lo vendían. Vino tinto de Chio,
convenientemente preparado. El varón debía untarlo en el pene, antes del
coito. “Diafragmas” de múltiples tamaños, procedentes de la India. Consistían
en cáscaras de cítricos, previamente “embrujados” por “sabios y caldeos”. La
mujer la introducía en la vagina. “Infalible”, según los vendedores. Tripas de
gato de diferentes tamaños y colores (que actuaban como preservativos) y toda
suerte de artefactos mecánicos para provocar la muerte del feto.
Eliseo salió del zoco asombrado y horrorizado. Recorrieron otro mercado,
en el que sólo se vendían “cerillas”. Las importaban de Italia, la mayoría de
Sicilia y Felamona. Se trataba de pajuelas de centeno de diez centímetros,
totalmente cubiertas de azufre fundido. Para incendiarlas había que utilizar el
pedernal o aproximarlas a una llama. Eliseo compró algunos paquetes, que
obsequió a Felipe.
Descendieron nuevamente hacia el barrio bajo y Abner condujo a Eliseo
hasta una plazoleta. En un extremo habían levantado una tarima de un metro
de altura. En ella –de pie– se agrupaban diez hombres y mujeres totalmente
desnudos, con gruesas cadenas en los tobillos. ¡Eran esclavos! Un hombre con
pantalones persas y un látigo en la mano izquierda pregonaba la “mercancía”.
Eran huidos de la justicia, capturados en Fenicia. Eran negros y jóvenes. El
individuo se aproximó a una de las mujeres –casi una niña– y acarició sus
pechos, anunciando el precio de salida: veinticinco denarios de plata. La gente
congregada empezó a pujar. La muchacha fue adjudicada en diecisiete denarios:
el salario de medio mes de trabajo de un “felah” o campesino. Soltaron las
cadenas y fue empujada hacia el comprador. Eliseo salió de la plaza con el
estómago revuelto. ¿Por qué el Maestro no acudía a lugares como ése? ¿Por
qué nunca hablaba de la esclavitud? Y se propuso interrogarlo sobre el asunto.
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Continuaron caminando y llegaron a una zona –en las murallas y en los
muros del palacio de Herodes– donde aparecieron infinidad de grafitis. Algunos
decían: “Poncio, ‘cattivo’ (Poncio, el malo)”, “Poncio, esclavo de Sejano”,
“Poncio, vuelve a tu casa”, “Maldito Sanedrín, arderás en el ‘seol’”, “Vivan los
zelotas”, “Judas de Gamala no ha muerto”. “Soldado (refiriéndose a los
mercenarios romanos o ‘kittim’), ¿tu vida vale diez ases?”. Esa era la paga diaria
de un “kittim”. Eliseo contó medio centenar de grafitis, a cual más ácido, en
especial con las fuerzas romanas de ocupación.
Hacia las tres de la tarde se nubló y empezó a llover. Abner, entonces,
indicó a Eliseo un edificio. Allí se refugiaron. ¡Sorpresa! El lugar era una
“escuela”… muy especial. Abner conocía el sitio. Era amigo del “director”. Lo
llamaban Hóled, que en arameo quiere decir “comadreja”. El tal Hóled lo saludó
efusivamente. Abner presentó a Eliseo, quien recibió dos besos en las mejillas.
El individuo los invitó a visitar sus dominios. La “escuela” disponía de varias
salas. En la primera, un grupo de desarrapados recibía “lecciones” de una
anciana desdentada. Se trataba de simular posesiones diabólicas. La mujer se
lanzaba al suelo con violencia, hundiendo el vientre y escupiendo espuma.
Torcía los ojos y hacía muecas, lanzando alaridos insoportables. Al terminar
sacaba un trozo de jabón de la boca, con el que simulaba los espumarajos.
Hóled la felicitó. Después, los “alumnos” la imitaron con mejor o peor suerte…
En la siguiente “aula” trabajaban con toda suerte de heridas. Las
ulceraciones las simulaban con una planta a la que añadían grasa arsenicada.
Las pústulas eran “pintadas” en el rostro, brazos, piernas y vientre. El falso
enfermo se colocaba en puertas y esquinas estratégicas e intentaba mover la
compasión de los peregrinos. Los habitantes de la ciudad ya los conocían y
pasaban de largo. En esa misma sala se cubrían el cuerpo con harina, sangre de
animales y barro, y se hacían pasar por leprosos.
En la tercera sala estaban los “herniados”. Utilizaban tripas de animales.
Las rellenaban con agua y las introducían por el ano, consiguiendo que
arrastraran por el suelo. El “enfermo” levantaba los harapos y mostraba su
“mal”, suplicando una limosna. La gente de buen corazón se compadecía,
naturalmente, y entregaba uno o dos ases.
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En la última estancia les mostraron a los falsos mudos, a los falsos cojos y
mancos y a los no menos falsos ciegos. Todo tenía su truco. A los “mudos” les
enseñaban a doblar la lengua y a emitir gruñidos indescifrables. Siempre había
alguien que picaba… Los “ciegos” tenían que permanecer horas con los ojos en
blanco. El capítulo de los cojos y tullidos era sorprendente. Los obligaban a
ocultar la pierna en una prótesis de madera o a esconder y amarrar las manos
bajo las túnicas. Un “cojo” podía obtener del orden de 20 ases al día. La mitad
era para la “escuela”. Tampoco faltaban los falsos jorobados y falsas
embarazadas. Simulaban con mantas. Los jorobados obtenían una buena tajada
de los supersticiosos judíos. Tocar la joroba –decían– traía buena suerte. Y el
simulador se dejaba acariciar a cambio de unas monedas.
Todo, en la “escuela de los pícaros”, estaba minuciosamente organizado:
los disfraces, los lugares a los que acudir, las señales que se pasaban uno a otro
en caso de peligro; la mendicidad en solitario o en grupo; cómo robar la bolsa de
un peregrino mientras otros colegas lo distraen; cómo deshacerse de las
prótesis o de las “heridas” en caso de proximidad de la guardia de Antipas, o de
los levitas, policías del Templo… Entre ellos, por supuesto, había categorías:
maestros, soldados, aprendices, vigilantes y patrones. Hóled era uno de los jefes
de la “mafia” de los mendicantes y pordioseros.
El 13 de abril, martes, Jesús fue invitado a cenar en la casa de un rico
fariseo llamado Simón, alias “el leproso”. Era el propietario del huerto de
Getsemaní, donde el grupo había instalado el campamento. La lepra, curada
años atrás, lo marcó con el referido apodo.
El rabí solicitó que lo acompañara la escolta habitual: Pedro y los
Zebedeo. Además, invitó a Eliseo con un escueto “acompáñame”.
La casa de Simón, en Betania, era espléndida. Una mansión rodeada por
un cuidado jardín. El dueño de casa los aguardaba en la puerta. Los besó, uno
por uno, y los invitó a entrar en una sala enorme que hacía las veces de
comedor. Eliseo contó veinte divanes alrededor de una mesa en forma de “U”.
El invitado de honor –Jesús de Nazaret– se hallaba en el centro.
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De pronto, los criados abrieron una de las puertas. Por el jardín llegaba
una serie de individuos. Caminaban en hilera y vigilados por la servidumbre.
Eran mendigos. Eran hombres y mujeres, diez en total. Santiago le explicó a
Eliseo que se trataba de una vieja costumbre, practicada, sobre todo, por los
“santos y separados” (fariseos). Cuanto más importante era la cena, más
desarrapados… Los pobres se posicionaron, de pie, a lo largo de una de las
paredes y esperaron en silencio.
Simón hizo un gesto y los músicos comenzaron a tocar. Y empezaron a
servir la cena. El Maestro conversaba apaciblemente con Simón. Fue al servir el
segundo plato cuando Simón y el resto de los invitados empezaron a lanzar
chuletas hacia los mendigos. Éstos –bajo la severa mirada de los criados– se
apresuraban a recogerlas, comiéndolas o guardándolas entre los harapos. El
Galileo no participó en la humillante costumbre. Miró a Eliseo. Su rostro
aparecía serio. Pedro y Juan sí lanzaron carne a los pies de los infelices. De los
diez mendigos invitados, uno no se movió de su sitio. Mejor dicho, una… Al
parecer era una conocida prostituta. Regenteaba un burdel de alta categoría. La
apodaron “Sop” (eternidad) porque sabía proporcionar placeres “eternos”.
Santiago no estuvo de acuerdo con la presencia de la mujer en la cena. “Es un
insulto”. Eso dijo. Y aseguró que Sop había oído hablar de la buena nueva
predicada por el Maestro y que prometió cerrar su negocio. Pero el discípulo
dudó. Sop llevaba más de treinta años en la prostitución. Era una mujer gruesa y
no muy agraciada. Su aspecto era el de una anciana.
De pronto, Sop caminó unos pasos y fue a situarse a los pies del diván del
Maestro. Ocultaba algo entre las ropas. Juan Zebedeo, alertado, se puso en pie.
Pero el rabí levantó la mano izquierda e indicó a Juan que se calmara. Algunos
siervos interrogaron a Simón con la mirada. El anfitrión no supo qué decir.
Conocía a la prostituta, pero aguardó. La mujer, entonces, abrió un frasco de
cristal y vertió el contenido sobre los pies del Hijo del Hombre. Y un intenso
perfume llenó el recinto. Era una esencia de nardo, procedente de la India y
costosísima. Aquel frasco –con un contenido de medio litro de esencia– podía
costar cerca de trescientos denarios de plata. Con eso se podía dar de comer a
miles de personas… Sop miró a Jesús, y éste, sencillamente, la iluminó con una
sonrisa. No hubo palabras. La prostituta frotó los pies desnudos del rabí y lo
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hizo con delicadeza. El silencio en la sala era total. Pedro miraba con la boca
abierta. Minutos después, concluido el masaje, la mujer se inclinó y secó los pies
con la espesa mata de pelo negro. Al levantar el rostro, Sop tenía lágrimas en los
ojos. El Maestro se sentó sobre el diván (la costumbre era tumbarse sobre el
lado derecho y tomar el alimento con la mano izquierda), y fue a colocar la
mano derecha sobre la cabeza de la mujer. Y, tras ser acariciada los cabellos, la
prostituta se puso en pie, dio media vuelta y salió del comedor.
Al momento surgieron murmuraciones. Los invitados decían: “El Maestro
no sabe quién es esa mujer… De haberlo sabido no hubiera consentido… ¡Qué
vergüenza!...”.
Simón se mostró de acuerdo y añadió en voz baja: “Si este Hombre es un
profeta, ¿cómo es que no sabe que Sop es una mala mujer?”.
El Galileo, al lado, escuchó las palabras del anfitrión. Y, dirigiéndose al
fariseo, comentó: “Simón, tengo algo que decirte…”.
“Dime, rabí…”
“Te contaré algo. Un prestamista tenía dos deudores. Uno le debía
cincuenta denarios y el otro quinientos. Ninguno de los dos podía pagar. El
prestamista, entonces, decidió perdonarlos.”
Los invitados seguían la parábola con atención. Pero mostraron su
disconformidad. Eso no pasaba entre los prestamistas judíos… “¿Quién
consideras –prosiguió el Galileo– que lo amó más?”
“Aquél al que más se le perdonó”, coincidieron todos.
“Habláis con sabiduría”, manifestó el rabí.
Y, señalando hacia la puerta por la que había desaparecido la prostituta,
añadió, dirigiéndose a Simón: “Entré en tu casa como invitado de honor y nadie
lavó mis pies… Esa mujer, agradecida, los ha bañado con sus lágrimas y me ha
ungido con un perfume caro… ¿Qué quiero decir con esto?”.
Todos miraron al rabí, desconcertados.
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“… Muy simple, Simón –concluyó Jesús–. Los muchos pecados de esa
mujer han sido perdonados… Amó mucho y mucho le ha sido perdonado. Pero,
ojo, al que ama poco…, poco le será perdonado.”
“¿Quién es este Hombre –murmuraba el fariseo– para perdonar los
pecados de nadie?”
En aquel tiempo, los únicos capacitados para perdonar los pecados (o
supuestos pecados) eran los sacerdotes, previo pago…
Jesús se levantó y se despidió de todos. Al llegar a la puerta, se volvió y,
dirigiéndose al anfitrión, proclamó: “Conozco tu corazón… Sé que está dividido
entre la luz y la oscuridad… Te puede el miedo, y te puede porque no te has
entregado al Padre de los Cielos… Pero sé que entrarás en la luz…”.
Esa noche, en Getsemaní, el “oso” de Caná hizo una pregunta al rabí:
“¿Por qué el Padre Azul, bendito sea su nombre, permite el mal?”.
“Sí –intervino Tomás–. ¿Por qué tanto dolor, tanta sangre derramada,
tanta muerte, tanta hambre y tanto maldito romano?”
“A ti te gusta jugar a los dados, Tomás… En verdad te digo que si el placer
es deseable, y lo es, en este mundo tiene que existir el dolor… Sólo así sabrás
distinguir y saborear. Sólo así evaluarás, de verdad, la pequeña porción de
felicidad a la que puedes tener acceso en esta vida.”
“¿Después de la muerte hay placer?”, preguntó Mateo Leví.
“No hay palabras, Mateo… No estás capacitado para entenderlo. Ni tú ni
nadie. No ahora. Lo que verás tras la muerte no puede ser definido. Después,
tus ojos y sentidos cambiarán. Confía…”
“Sigo sin entender –porfió el “oso”–. Si Dios, bendito sea su nombre, es
tan grande y poderoso, ¿no le duele tanta injusticia y horror?”
“Claro que le duele, Bartolomé. Él está en tu interior…,
permanentemente. P-e-r-m-a-n-e-n-t-e-m-e-n-t-e…”
“No entiendo – declaró el “oso”–, no entiendo…”
“Dime, ¿el valor es bueno?”
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Todos dijeron que sí.
“Entonces, el hombre debe crecer en un ambiente hostil… Si el valor es
bueno y necesario, el ser humano debe desenvolverse en un mundo lleno de
problemas y decepciones. Sólo así podrá educarse en la audacia. Sólo así sabrá
qué es el valor… Pero eso no significa que el Padre sea amante de la violencia o
las dificultades. El ser humano es lo más bajo de la creación y tiene que
aprender desde lo más bajo… Después, tras la muerte, todo esto será un lejano
y difuso sueño.”
Tomás negó con la cabeza y declaró, sincero: “Tampoco entiendo… Los
niños mueren. ¿Qué culpa tienen ellos? ¿Qué aprende un bebé que fallece a las
pocas horas de nacer?”.
Eliseo observó al Maestro. Las palabras y los conceptos lo limitaban. Ése
fue su gran problema en la Tierra…
“Confía, Tomás… Todo está ordenado para el bien, aunque ahora no lo
comprendas. Decidme –continuó–, ¿la esperanza es buena?”
Asintieron.
“Pues bien –replicó–, la vida, en ese caso, tiene que ser un río de
continuas decepciones.”
“Decidme –prosiguió–, ¿la lealtad es aconsejable?” Nadie dudó. Y Él
afirmó: “Pues bien, si eso es así, el mundo tiene que ser un pozo lleno de
traidores”.
“Decidme, ¿la humildad es buena? Sí lo es… En consecuencia, la vida tiene
que ser una permanente demanda de honores y reconocimientos.”
Santiago de Zebedeo intervino por primera vez: “Rabí, ¿es malo hacer
bien tu trabajo?”.
“No, Santiago, no confundas mis palabras. No he dicho eso. Está bien
hacer tu trabajo, y hacerlo un poco mejor cada día. Pero no busques la vanidad.
Ella, de todas formas, te rondará. Aquí, en este mundo, aprenderás a no caer en
esa trampa. Es muy fácil vestir el ego. Lo difícil es desvestirlo.”
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Y añadió: “Decidme, ¿la verdad es deseable?”.
Lo miraron con asombro.
“Si –respondió el Maestro–, la verdad es deseable. Por eso conviene que
el hombre viva en un mundo sembrado de errores y falsedades.”
Y allí concluyó la tertulia a la luz de la hoguera…
En esos días de abril del año 28, el Hijo del Hombre fue invitado a otras
cenas y tertulias en la ciudad de Jerusalén. La orden de caza y captura por parte
del Sanedrín seguía en vigor, pero ninguno de los grandes prebostes se atrevió a
solicitar la detención del Galileo. Las castas sacerdotales, los fariseos, saduceos
y escribas estaban convencidos de que el Maestro tenía algún tipo de acuerdo
con las autoridades romanas, o quizá con Herodes Antipas. De ahí que no le
molestaran.
Eliseo asistió a una de esas cenas por invitación del Maestro. Se celebró el
domingo 18 de abril, en la domus de Flavio, el judío de origen griego,
conquistado por la helenización, cada vez más intensa y generalizada en la
Palestina de Jesús. Flavio era rico y homosexual declarado, doblemente odiado
por los notables de Jerusalén.
A la cena acudieron otros seis judíos, también helenizados e igualmente
homosexuales. Jesús aparecía distendido, feliz y dispuesto a responder a lo que
planteasen. La cena fue deliciosa… Flavio era un “mariposón” culto y refinado.
Y empezó la tertulia. El anfitrión planteó a Jesús la primera duda:
“Maestro, ¿el universo es un simple accidente?”.
“No, Flavio… Es un trabajo de creación del Padre Azul, del que ya
hablamos en su momento. El universo está sujeto a la voluntad del Creador.
Todo ocurre porque Él lo dispone así. Nada es casual. Y dado que Ab-bá es amor,
sus creaciones son siempre buenas. Más aún: son siempre amorosas.”
“¿Estás diciendo –intervino uno de los invitados– que las catástrofes
naturales son consecuencia del amor de ese Dios?”
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“No confundas la creación con sus consecuencias… ¿Piensas que el Padre
Azul es responsable de la lluvia que te moja?”, respondió Jesús con suavidad a la
pregunta malintencionada.
“Dime, rabí –terció otro de los judíos–, ¿la naturaleza es la representación
del buen Dios?, bendito sea su nombre…”
“La naturaleza, querido amigo, simboliza lo perfecto y lo imperfecto, pero
nunca a Dios. El Padre Azul es irrepresentable para la mente humana.”
“Entonces –intervino Flavio–, ¿no debemos adorar a la naturaleza?”
“No, Flavio… Adorar la belleza es una pérdida de tiempo. Adora mejor al
que la ha creado… La belleza hay que disfrutarla, no adorarla…”
“Dios, ¿tiene barba, como dicen?”
“No, amigo –replicó Jesús con una sonrisa–. Ab-bá, aunque Padre, no es
un ser humano. Por más que lo intentes –y señaló una de las estatuas que
adornaban el comedor–, no podrás transmitir una sola idea a ese trozo de
mármol. Pues bien, en verdad te digo que la distancia entre el Padre Azul y tú es
infinitamente más grande que entre esa estatua y cualquiera de nosotros.
Aunque quisiera, no podría explicarte cómo es Él. Acepta mi palabra. Yo lo he
visto…”
La afirmación del Galileo cayó como un jarro de agua fría entre los judíos.
Aunque helenizados, todavía conservaban las raíces de la filosofía mosaica. Para
la mayoría de los judíos creyentes, Yavé era un varón. Eso nadie lo discutía.
“¿Tú has visto a Dios?, bendito sea su nombre…”, planteó Flavio.
“Lo he visitado con frecuencia.”
Las caras eran un poema. Uno de ellos se levantó y, tras dar las gracias al
anfitrión, se despidió educadamente. Otros dos le imitaron.
“Lo que dices –prosiguió Flavio– podría costarte muy caro…”
“Lo sé –reconoció el Maestro–, pero la Verdad tiene un precio.”
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“Eres valiente –añadió el anfitrión–. Actúa con cautela… Un profeta
muerto no sirve de nada.”
“Si Dios, bendito sea su nombre –preguntó otro invitado–, es infinito,
¿dónde termina?”
“Dios no termina, de la misma manera que no empieza. ¿Puedes tú
decirme dónde empieza y dónde concluye cualquiera de tus miradas?”
“¡Qué difícil…!”, resumió el anciano.
“Sí, difícil para el hombre, la más primitiva de las criaturas del Padre Azul.
Pero ya crecerás… Tu futuro es espléndido.”
“Dime cómo es Dios –se arriesgó Flavio–. Utiliza una sola palabra.”
“Luz”, contestó el Maestro al segundo.
“¿Luz?”
“Sí, luz que piensa.”
“¡Oh!... Me cuesta comprender…”
“No trates de entender al Padre Azul. ¡Siéntelo!... ¡Ámalo!...”
“¿Tiene Dios, bendito sea su nombre, exterior?”
“¿Tiene la luz exterior?”, replicó Jesús sonriente.
“Me pierdo…”, lamentó Flavio.
“Claro –concedió el Galileo–. Tu mente es una casa muy grande…, pero no
es Jerusalén. Espera a volver a tu verdadera casa, el reino invisible del que
procedes… Entonces no te sentirás perdido.”
Flavio se refirió entonces a la fiesta de la Pascua y a los sangrientos
sacrificios de animales en el Templo. Le repugnaba aquella costumbre. Y
preguntó al Hijo del Hombre su opinión. Jesús fue rotundo: “Mi Padre no
necesita la sangre para calmar su ira… Mi Padre no conoce la ira. Esos
derramamientos de sangre son propios de religiones primitivas. Mi Padre es
amor, os lo he dicho. El mejor regalo que podéis hacerle es aceptar su voluntad.
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Que mi voluntad sea la tuya… Los Dioses se estremecen cuando ven esos
rituales sangrientos. Es repugnante”.
“¿Y qué sucede si me entrego a la voluntad del Padre Azul, como tú lo
llamas?”
“El universo se pone a tu servicio… De pronto te llenarás por dentro…, y
por fuera. ¡Ensáyalo!... ¡Es gratis!”, respondió sonriente el Maestro al invitado
más viejo.
Finalmente surgió un asunto que quemaba a los presentes: la
homosexualidad. ¿Cuál era la opinión del Galileo?
“No conviene juzgar –respondió el Maestro– aunque te asista la razón.”
“Pero ¿es bueno o malo? Los fanáticos de los tirabuzones (se refería a los
fariseos) nos odian y persiguen…”
El rabí tomó una bella naranja –reluciente–, la paseó de una mano a otra y
la levantó a la altura de sus ojos, color miel. Todos la contemplaron,
expectantes. Entonces, preguntó: “¿Encontráis algún defecto en este fruto?”.
“No –replicaron al unísono–. Es perfecto y dulcísimo.”
“En verdad os digo que el Padre Azul tiene más cuidado a la hora de
imaginar al hombre que a una bella y apetitosa naranja…”
“Pero…”
Jesús salió al paso de Flavio: “Amigo mío…, Ab-bá no comete errores”.
(La respuesta pudo entenderse así: ya que el Padre no es ni masculino ni
femenino, el alma, la esencia del ser humano, igualmente, no es masculina ni
femenina.)
Así terminó esa deliciosa cena.
El sábado 24 de abril del año 28, abandonaron el huerto de Getsemaní y
se dirigieron hacia el “yam” o mar de Tiberíades, en el norte. Tras despedirse de
Lázaro y su gente, el grupo avanzó hacia Jericó y el río Jordán.
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Al alcanzar la ciudad de Jericó sucedió algo extraño. Hacia el mediodía,
seis judíos se presentaron ante Andrés, el jefe de los discípulos. Kesil y Eliseo
escucharon la conversación, casi sin querer. Uno de los individuos dijo llamarse
Tebar. Habló en nombre del resto y dijo que deseaban entrar a formar parte de
la familia del Maestro. Andrés escuchó, observó a los seis y rogó que esperasen.
Cada uno de los sujetos cargaba un saco de viaje, sospechosamente iguales:
todos amarillos.
Ese mismo sábado, poco antes del atardecer, llegó al campamento David
Zebedeo, jefe de los correos. Llegó procedente de Jerusalén. Lo acompañaban
dos de sus mensajeros. Conversaron con Andrés y luego con el rabí. A la hora de
la cena, el Maestro informó a los hombres. Según David, el Sanedrín había
celebrado una reunión secreta –la enésima– en la tarde del viernes 23 de ese
mes de abril; es decir, poco antes de la partida del grupo de Getsemaní. En ella
discutieron qué hacer con el maldito carpintero y constructor de barcos de
Nahum. Finalmente, decidieron desempolvar la orden de caza y captura contra
el Galileo. Pero necesitaban pruebas y testigos de las blasfemias. Y decidieron
nombrar a seis espías (todos ellos fariseos) para que se infiltraran entre los
seguidores de Jesús y tomaran buena nota de sus infracciones. Deberían
seguirlo a todas partes y recoger las palabras y despropósitos que sirvieran para
condenarlo y ejecutarlo. El maldito Jesús debía morir lapidado.
Juan Zebedeo reaccionó con ira, desenfundando la espada y jurando
matar a esos “miserables”. El Zelota lo apoyó. El Galileo solicitó calma y rogó
que lo dejaran hacer. Todos dijeron que sí, menos Juan y el Zelota.
Jesús de Nazaret insistió, mirando a los ojos de Juan Zebedeo: “Yo me
ocuparé de esos confidentes…”.
El 27 de abril, martes, alcanzaron Damiya. Dejaron atrás la población y el
Maestro –siempre en cabeza– buscó el caminillo de tierra roja que
desembocaba en el río Yaboq, afluente del Jordán. El Maestro recomendó la
playa de los guijarros blancos como el lugar ideal para levantar las tiendas. Y así
se hizo.
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Pero, de pronto, empezó a llegar gente. Y al ocaso, Andrés y el resto se
vieron desbordados por un par de centenares de seguidores o supuestos
seguidores del rabí de Galilea. Y lo mismo sucedió al día siguiente, y al otro… El
jueves 29 de abril del año 28, Eliseo sumó más de dos mil personas repartidos
por la playa de los guijarros blancos y alrededores. Jesús fue amable con todos.
Por la mañana se sentaba en la orilla del río y hablaba del Padre Azul, del gran
futuro que aguardaba a todos y de la vida después de la muerte. Muchos
lloraban, agradecidos. Otros se quedaban en blanco. “¿De qué habla este
loco?”, preguntaban.
El viernes 30 de abril, la cosa fue a peor. Siguió llegando gente. Eran más
de tres mil… Allí había de todo, como siempre: gente necesitada de consuelo,
enfermos, pícaros de todos los pelajes, espías a decenas, desocupados que sólo
buscaban diversión y milagros. Y las prédicas del Maestro empezaron a ser
interrumpidas. Surgieron los silbidos, las risas, los insultos –“carpintero loco”
era el más suave– y las exigencias. “Los enfermos son lo primero” –
demandaban–. ¡Cúralos!”… Y los colocaban en primera fila, empujándose unos a
otros y peleándose. El Maestro tuvo que abandonar el río y refugiarse en su
tienda. No lo permitieron. Y el gentío terminó aplastando el campamento. Los
espías tomaban nota de todo.
Andrés dio una orden escueta: “¡Vamos!... ¡Recogedlo todo!”.
Y ese viernes, hacia la hora décima (cuatro de la tarde), huyeron,
literalmente. Consiguieron una ligera ventaja, y se detuvieron al anochecer en
las cercanías de una aldea mínima llamada Khiraf. Los íntimos se mostraban
nerviosos. Aquello era incontrolable. ¿Qué debían hacer? El Maestro, tranquilo,
no se pronunció. Y Andrés animó a su gente: “Regresemos al ‘yam’… Allí
decidiremos”.
El sábado 1 de mayo al amanecer, prácticamente a oscuras, se pusieron
en movimiento. Pero, al clarear, surgió el primer problema. Los espías
empezaron a murmurar. “No está permitido caminar en sábado”, decían. Y
tomaban nota de la supuesta infracción del Galileo y de su gente. Jesús,
marchando a la cabeza, como siempre, no se enteró de nada. Pero Andrés era
listo. Y ordenó a los gemelos que procedieran con el “erub”. Y allí fueron, a la
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carrera, depositando la hogaza de pan cada dos mil codos. Los espías, al
percatarse de la maniobra, echaban pestes. Juan y Pedro se reían. La estúpida
ley mosaica no había sido infringida…
Hacia la nona (tres de la tarde) se registró otro incidente. Al cruzar un
campo de cebada, algunos discípulos sintieron hambre y echaron mano de las
espigas de grano sólido y generoso. Los espías –atentos– se dieron cuenta y
corrieron hacia Andrés, denunciando a Pedro: “¿Es que no sabes que es ilegal
machacar grano en sábado?”.
Andrés se defendió y defendió a su hermano: “Tenemos hambre… ¿Desde
cuándo es pecado comer en sábado?”.
“Ellos los trituraron en las manos –argumentó Tebar–. El Maestro no lo
aprobaría…”
Andrés se encogió de hombros y siguió su camino. Y Tebar con el resto,
indignados, alcanzaron al rabí, explicándole lo sucedido. Jesús soltó la cinta
blanca que le cubría la frente, se secó el sudor y manifestó: “Sois celosos
guardianes de la tradición, pero ¿no leísteis en las Escrituras que David entró en
el Templo y comió los panes de la proposición?”.
Los espías palidecieron. Y el Maestro prosiguió: “Hacéis bien en defender
el sábado, pero cuidad mejor de la salud de vuestros semejantes. Yo os declaro
que el sábado fue hecho para el hombre y no al revés”.
Los espías, furiosos, fueron anotando las palabras del rabí. Y murmuraban
entre ellos. Jesús, entonces, lanzó una advertencia: “Sé que estáis aquí para
vigilar mis palabras…”.
Tebar bajó los ojos, avergonzado. Pero el Galileo no había terminado.
“Si es así, si estáis aquí para vigilarme, yo proclamo, solemnemente, que
el Hijo del Hombre es también amo del sábado. Yo soy amo del sábado…”,
repitió Jesús.
Tebar, rojo de ira, se rasgó la túnica y gritó: “¡Blasfemo!... ¡Blasfemo!”.
Y el coro de confidentes lo secundó, con los puños en alto: “¡Blasfemo!”.
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El Maestro no se inmutó. Volvió a colocar la cinta blanca en sus sienes y,
dando media vuelta, prosiguió el camino hacia el norte con sus típicas y largas
zancadas. Zal lo seguía muy de cerca.
Al atardecer, Andrés decidió acampar en la aldea de Gesher, a nueve
kilómetros del mar de Tiberíades. En principio, nadie los seguía. Pero a la
madrugada –hacia las tres– oyeron voces. El gentío los alcanzó. Andrés consultó.
Todos se mostraron de acuerdo: era peligroso caminar en la oscuridad y, sobre
todo, con esa multitud amenazante pisándoles los talones. Decidieron esperar al
alba.
Y al amanecer de aquel 2 de mayo del año 28, antes de que pudieran
reaccionar, varios miles de personas rodearon las tiendas, reclamando la
presencia del rabí. Andrés y los íntimos protegieron la entrada a la tienda de
Jesús. Y aparecieron los “gladius”. Pero el gentío no se echó atrás. Querían ver al
“hacedor de maravillas”. Querían tocarlo. Necesitaban –exigían– que curase a
sus enfermos y tullidos. Andrés intentó dialogar. Imposible. Y empezaron a volar
insultos y maldiciones (en todos los sentidos).
Alguien, astutamente, abrió la tienda del Maestro por la parte de atrás. Y,
cuando el rabí se disponía a huir, los fanáticos se dieron cuenta y aplastaron –
literalmente– la tienda de pieles. Y rodearon al Hijo del Hombre. De las súplicas
de sanación pasaron a los insultos, a las amenazas y a los empujones. Acusaron
al Galileo de “traidor” y de querer escapar… Y empezó una lluvia de piedras.
Jesús, pálido, no opuso resistencia. No pronunció una sola palabra. No
protestó. No se defendió. Y los fanáticos, envalentonados, siguieron con los
empellones y con las injurias. Una de las piedras impactó en la frente del
Maestro y provocó una herida. La sangre le cubrió el rostro. Zal, amarrado a una
de las tiendas, ladraba con desesperación. En esos instantes, Judas Iscariote se
abrió paso entre la confusión y, espada en mano, trató de sacar al Maestro del
tumulto. No lo consiguió. Los energúmenos lo arrollaron, pisotearon el “gladius”
y lo patearon con saña. El Iscariote escapó a gatas, aullando de dolor. Eliseo
observaba, atónito. Los individuos, furiosos, echaron mano de la túnica roja del
rabí y la arrancaron, troceándola con rabia. Después le tocó al “saq” o
taparrabo. Y el Maestro quedó desnudo, a merced de aquellos fanáticos. De una
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patada en el bajo vientre lo derribaron. Jesús se torció de dolor. Eliseo pensó
que lo mataban… Pero no. En esos críticos instantes aparecieron Andrés y el
resto de los íntimos. Portaban antorchas. Y golpearon a los más cercanos con las
teas, incendiando las vestiduras. Los fanáticos retrocedieron entre gritos y
lamentos. Pedro y los Zebedeo alzaron al rabí y cargaron con Él, desapareciendo
entre los árboles. Eliseo salió a la carrera tras ellos.
Algún tiempo después entraron en la ciudad portuaria llamada Degania, al
sur del “yam”. La gente miraba, asombrada. ¿Quién era aquel individuo –
desnudo y ensangrentado– que corría como un gamo? ¿Quiénes eran los sujetos
–armados con espadas– que lo acompañaban con tantas prisas? Al llegar al
puerto, Juan Zebedeo señaló un barco. Estaba soltando amarras. Y sin dudarlo,
corrieron hacia él, saltando sobre la cubierta. Y el barco empezó a navegar.
Minutos después, cientos de enfurecidos individuos se agolpaban en el muelle,
clamando con los puños en alto. Algunos gritaban: “¡Sabemos dónde vives!”.
Aquel barco era todo blanco… Mástiles, velas, cubierta y hasta las
vestiduras de la tripulación… ¡Era el “mot”! ¡El barco de la muerte! ¡El barco que
transportaba a los difuntos en el mar de Tiberíades! El patrón –fenicio– no
preguntó. Dio por sentado que eran parientes, rezagados y un tanto raros, de
alguno de los tres cadáveres que trasladaba a Nahum. El “mot” era un barco
pagano y su tripulación también. Eran los únicos que podían tocar los cadáveres.
Para distinguirlo de lejos y evitarlo, la embarcación fue pintada de blanco, el
color del luto de los judíos.
Alguien cubrió al Maestro con una manta blanca y siguieron navegando
hacia el norte. Al mediodía desembarcaron en Nahum. Desde allí caminaron a
Saidan, el barrio pesquero de la populosa Nahum o Cafarnaúm. Cada cual se
retiró a su casa. No estaban los ánimos para más.
Al día siguiente, lunes 3 de mayo, llegó el resto. Y esa misma mañana,
Kesil acompañó a Eliseo a Nahum. Visitaron uno de los mercados populares.
Eliseo revisó el surtido de túnicas y compró una hermosa, de lino, confeccionada
en Palmira, teñida en un rojo vivísimo. Al atardecer se presentó en el caserón de
los Zebedeo. El rabí se encontraba en las colinas, en la compañía de su perro. Se
arriesgó, y sin decir palabra, subió a la habitación del Maestro. Empujó la puerta
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y entró. Echó una rápida ojeada y terminó depositando la túnica fuego sobre la
cama.
El viernes 7 de mayo del año 28, Jesús reanudó las “clases” en el caserón
de los Zebedeo. Tras la cena, los discípulos se reunían en la “tercera casa” y
preguntaban y preguntaban. Eliseo entró en la estancia y permaneció en el
fondo, en silencio. El Maestro lo vio, sonrió, y dejándolo todo, se puso en pie y
caminó hacia él. No hubo palabras. Abrió los grandes y cálidos brazos y lo
envolvió en un abrazo sin fin. Eliseo estaba sorprendido. ¿A qué obedecía aquel
gesto? Y recordó el regalo que había depositado sobre su cama. Notó su
corazón. Bombeaba con fuerza. Y el Maestro regresó a su asiento. En el
ambiente quedó flotando aquella interminable sonrisa. Juan Zebedeo puso mala
cara. ¿A qué se debía la deferencia para con el “maldito griego”? El rabí no dijo
nada. Eliseo tampoco.
Eliseo asistió a varias “clases”. Conocía las enseñanzas: Padre Azul,
inmortalidad del alma, vida después de la vida, necesidad de confiar, principio
“Omega” y el gran futuro del ser humano tras la muerte…
En una de aquellas rondas de preguntas, Bartolomé planteó una cuestión,
que le había sugerido Tebar, el jefe de los espías que trabajaban para el
Sanedrín.
“Rabí, ¿por qué nunca ayunamos?”
“Dime, ¿ayunan los amigos del novio en una boda?” El “oso” negó con la
cabeza. Y Jesús prosiguió: “En verdad os digo que el novio, el Hijo del Hombre,
está ahora con vosotros… Pero llegará el momento en el que será muerto… Ese
día, los amigos llorarán y ayunarán…”.
Lo miraron sin comprender. ¿A qué se refería?
El Maestro volvía a anunciar su crucifixión. Faltaban veintidós meses. Y
ninguno de los presentes supo de qué hablaba. Y el Maestro fue más allá: “Orar
es bueno. Ya lo hablamos. Pero ayunar no es una práctica en el reino del Padre
Azul”.
476
Todos estaban desconcertados. El ayuno era sagrado para la religión
judía. Lo practicaban con regularidad y, en especial, cuando estimaban que
habían cometido un pecado.
“El ayuno no es necesario en el reino de mi Padre porque, entre otras
razones, allí no necesitaréis comer y beber… El ayuno sirve hoy a las almas
cándidas… Vuestro cuerpo será distinto… no habrá desechos… El alimento que
recibirán en ese reino será diferente. Repito: allí no hay desechos, ni sexo, ni
tampoco impurezas…”
Tomás casi se desmaya.
“No puede ser –argumentó con un hilo de voz–. ¿No hay sexo? Me niego a
entrar en ese reino… ¡No hay comida! ¡No hay sexo!... ¿Qué hay?”
El Maestro alzó la voz por encima de las risas: “Cada orgasmo puede durar
lo que tú desees…”.
Los contempló, divertido, y cambió de asunto. Y todos comentaban: “Sí,
queremos entrar en ese reino, donde los orgasmos pueden no tener fin…”.
Eliseo se ausentó un par de semanas y al regresar a Saidan, el martes 25
de mayo del año 28, se encontró con una sorpresa. En su ausencia, los discípulos
habían montado un “hospital” de campaña. La idea fue de David Zebedeo,
hermano de Juan y Santiago, el hombre que había puesto en marcha los
eficacísimos correos. Fue instalado en la playa, frente al caserón de la familia.
David era un gran organizador. Alineó las tiendas –107 en total– y dispuso un
excelente sistema de abastecimiento de agua. La capacidad oscilaba entre mil y
mil quinientas personas. Saidan y Nahum estaban asombradas. Cada día,
decenas de individuos acudían al “hospital” y comprobaban el buen hacer de los
auxiliadores o “rofés”.
David Zebedeo era algo más joven que Santiago. Rondaba los treinta
años. Era rápido de pensamiento. Discreto. Muy valiente. Imperturbable y
generoso. Entendió el mensaje de Jesús y creyó en su resurrección antes que
ninguno. Los evangelistas no lo mencionan… Ni siquiera Juan, su hermano.
477
Los gemelos Alfeo se convirtieron en sus ayudantes. Estaban en todas
partes. Atendían la cocina, trasladaban a los enfermos, levantaban las tiendas
de pieles, se ocupaban de los suministros y, sobre todo, consolaban a los
dolientes. Fueron ejemplares.
Al hospital llegó toda suerte de enfermos. Jesús los visitaba una o dos
veces por semana. Y recorría las tiendas, conversando con todos ellos. La
paciencia de aquel Hombre era inagotable. Escuchaba sus lamentos, acariciaba
sus manos y rostros y les dedicaba palabras de ánimo. Muchos eran judíos.
Otros habían llegado desde Fenicia, desde el Tigris e, incluso, desde Egipto.
Todos solicitaban la sanación.
Los íntimos se habían organizado de la siguiente manera: una vez a la
semana salían a pescar y el dinero obtenido con la venta de la pesca era
destinado al mantenimiento del hospital. Todos colaboraban. De esta forma,
David Zebedeo podía costear la comida, las medicinas y el sueldo de los
auxiliadores. Los enfermos no pagaban.
Durante el día, el rabí se alejaba y permanecía en las colinas próximas. A
veces marchaba solo, y otras se hacía acompañar por una pareja de discípulos.
Jesús dedicaba todo su tiempo a la “conexión” con el Padre Azul. En ocasiones,
los íntimos halaban de algo extraño: “El Maestro –decían– se transformaba…
Los rasgos de la cara cambiaban… Se llenaba de luz”. Pero no sabían explicar el
porqué. Era como si hablase con alguien, aunque allí no había nadie.
Otra de las labores de los íntimos fue la creación de una escuela de
predicadores o evangelistas de la buena nueva. Surgió casi de forma
espontánea. Mucha gente, entre los enfermos, deseaba saber en qué consistía
el “reino invisible y alado” del que tanto hablaban… Y los discípulos se
organizaron para instruir a los que solicitaban la información. Por las tardes se
reunían en el hospital y los íntimos explicaban la buena nueva. Eliseo se sentó
junto a los interesados. Se sintió decepcionado. Ninguno de los discípulos –a
excepción de Mateo Leví– había entendido las palabras del Galileo. Oyó toda
suerte de despropósitos: “Roma será aniquilada… Era cuestión de días o
semanas… La ley y la religión judías se extenderían hasta el fin del mundo… Los
paganos trabajarían para los hebreos… Palestina alcanzaría el triunfo que
478
merecía… Todos serían ricos… Y Jesús de Nazaret conduciría los ejércitos
victoriosos… Él era el Mesías anunciado en las Sagradas Escrituras”. Jesús acudía
a la flamante escuela una o dos veces por semana y respondía a las preguntas
de los “aspirantes al reino”. Pero se negó a hablar del Mesías.
Aquello se prolongó durante cinco meses: desde el 3 de mayo hasta el 3
de octubre del año 28 de nuestra era.
Ante el asombro de Eliseo, Tebar y los restantes confidentes del Sanedrín
fueron aceptados en la escuela de los evangelistas. Fue de risa. Todos sabían
que eran espías… Las preguntas de los infiltrados eran ácidas y ridículas.
Por el hospital pasaron personajes curiosos. Alguno de ellos fueron:
Elman, un médico sirio que llegó atraído por la fama del Maestro. Decía curar
con el poder de las manos. Terminó siendo el “rofé” director del hospital. Assi,
el esenio, el “rofé” del “kan” del lago Hule. Vestía siempre de blanco
inmaculado y en el pecho lucía la “haruta”, una hoja de palma de latón que lo
acreditaba como médico o auxiliador. También estaba Hasok (Tinieblas), el
“hombre lobo”, curado en aquella histórica sanación masiva en Saidan. Temah,
un egipcio que decía curar con masajes en los pies. Aseguraba que el cuerpo
humano está reflejado en cada pie. Aliviaba toda suerte de dolores con unos
sabios masajes. Ajonegro, un beduino de Moab, llamado así porque toda su
medicina se basaba en el ajo negro. Con él llevaba a cabo toda suerte de
infusiones. Conseguía excelentes resultados. Los Asclepios, un grupo de médicos
griegos que decían curar por el poder de sus manos y sometían a los pacientes a
continuas y prolongadas sesiones de sueño. Vivían rodeados de ayudantes
denominados “therapeutai”. Arba, que fue, sin duda, el “médico” más popular
en el hospital de la playa de Saidan. Decía ser interpretador de sueños. En su
tienda había siempre una larga cola de interesados.
El viernes 24 de septiembre, el Maestro notificó a sus íntimos que, al día
siguiente, hablaría en la sinagoga de Nahum. Y así fue. A la hora quinta (once de
la mañana) del sábado 25 de septiembre se inició la ceremonia. Eliseo y Kesil se
acomodaron en la galería de los prosélitos, en la parte superior de la sinagoga.
El Maestro habló sobre la alegría que representa hacer la voluntad del Padre
Azul. Y explicó –una vez más– cómo el universo maquina a favor del hombre o
479
mujer que toma esa decisión. Los jefes y dignatarios de la sinagoga se removían,
inquietos, y murmuraban entre ellos. Lo llamaron “blasfemo”.
Al finalizar se reunieron en el pórtico. Decenas de curiosos, enfermos y
lisiados trataron de aproximarse al rabí. Gritaban y suplicaban que los sanase.
La “tabbah” (la escolta) se interpuso y bregó para que mantuvieran una
distancia. Y en mitad del revuelo Eliseo fue a coincidir con Tebar, el jefe de los
espías del Sanedrín. Hablaba –nervioso– con uno de los lisiados, un individuo de
unos sesenta años. Presentaba la mano derecha paralizada y en forma de garra.
El ojo derecho aparecía medio cerrado. Lo llamaban Sehit (literalmente “mal
hecho”). Era albañil. Vivía en Nahum. Sus luces eran escasas. Tebar decía:
“Háblale… Pregúntale si es lícito curar en sábado o si tienes que esperar a
mañana…”.
El albañil se abrió paso hasta la “tabbah”, levantó la mano “seca” y, a voz
en grito, repitió lo que le había dictado el fariseo. El Maestro solicitó silencio. Y
Sehit repitió la pregunta: “Rabí, ¿es lícito curar en sábado?... ¿O tengo que
esperar a mañana?”.
Jesús solicitó a la escolta que lo dejaran pasar. El albañil se colocó junto al
Galileo y éste preguntó: “Dime, buen hombre, si tuvieras una oveja y ésta
cayera en un pozo durante el sábado, ¿qué harías? ¿La rescatarías aunque fuera
sábado?”.
El Maestro sabía que el albañil había sido aleccionado por los fariseos. Y el
de la mano en garra respondió: “Sí, rabí…, la rescataría”.
“Sé por qué habéis enviado a este hombre ante mí –continuó Jesús– . Sé
que buscáis perderme. Sé que queréis acusarme de blasfemo…”
Se hizo un silencio total. Tebar palideció. Y el Maestro, alzando la voz,
sentenció: “En el fondo de vuestros corazones, estáis de acuerdo conmigo:
salvarías a la oveja aunque fuera sábado. Y yo os pregunto: ¿Qué es más valioso:
un hombre o una oveja? En verdad os digo que está permitido hacer el bien en
sábado…”.
480
Jesús se inclinó hacia Sehit y, en mitad del silencio, tomó la mano seca
entre las suyas. Y exclamó: “Y ahora, para que sepas que está permitido hacer el
bien en sábado, te ordeno: ¡Extiende tu mano!”.
Podría ser la hora nona (las tres de la tarde). Un relámpago azul
sorprendió a todos. ¿Qué estaba pasando? No había nubes, ni tormenta, ni
trueno. Y la intensa iluminación cubrió el lugar. El albañil lanzó un grito. ¡Podía
mover los dedos!... Eliseo percibió un suave resplandor amarillo en la mano,
pero se extinguió rápidamente. También el ojo derecho parecía sano, sin cicatriz
alguna.
Cuando el gentío se percató de lo sucedido, estallaron los gritos. Y
espantados, contemplaron al Maestro. Jesús continuaba en silencio y con el
rostro grave. Los discípulos estaban tan sobrecogidos como el resto. Y, en
segundos, los enfermos y curiosos emprendieron una carrera sin orden ni
concierto, atropellándose los unos a los otros. Chillaban de terror. Algunos –los
menos– permanecieron a los pies del Galileo y suplicaban perdón por sus
muchos pecados. Otros lloraban o reían.
Tebar, entonces, histérico, gritó: “¡Blasfemo!... ¡Ha curado en sábado!...
¡Blasfemo! ¡Blasfemo!”.
Algunos empujaron al espía y terminaron derribándolo. Juan Zebedeo fue
uno de los agresores. Y, cuando se disponían a patearlo, el rabí intervino: “Os he
dicho que se debe hacer el bien en sábado… Lo que no he dicho es que hagáis el
mal en sábado”.
Tebar aprovechó el momento de confusión y desapareció a la carrera. El
Maestro no dijo nada y se alejó hacia el centro de Nahum. En el ambiente quedó
un intenso y agradable perfume a jazmín.
Al día siguiente, domingo 26 de septiembre, supieron que los espías del
Sanedrín –con Tebar a la cabeza– se habían trasladado a Tiberíades (no les
importó caminar en sábado) para denunciar a Jesús, el blasfemo que curaba en
sábado. Herodes Antipas, sin embargo, no les prestó atención. Chuza, el
funcionario de Antipas y amigo del Maestro, había informado previamente al
tetrarca de lo sucedido en el pórtico de la sinagoga de Nahum. En las jornadas
481
siguientes se registraron agrias disputas entre los seis espías. Tebar estaba harto
del “blasfemo” y quería viajar a Jerusalén para informar sobre las “muchas
infracciones del Galileo”. Tres de los informantes no estaban de acuerdo. Es
más: reconocieron que Jesús de Nazaret podía ser el Mesías esperado. Y
solicitaron a Andrés que los bautizara. Tebar y los otros abandonaron Saidan,
furiosos…
Fue en esa última semana de septiembre del año 28 cuando vieron
aparecer en Saidan a un viejo conocido: Hipías, el anciano griego, discípulo de
Zenón. El antiguo estoico se había convertido en un ferviente seguidor del
Maestro. Pero no llegó solo. Viajó desde Ramma con un grupo de judíos. Eran
ricos y poderosos. Procedían de Alejandría, en la costa egipcia. Se reunieron con
Jesús y con Andrés en el caserón de los Zebedeo y propusieron al Maestro que
fundara y dirigiera una escuela de filosofía y un hospital en la citada y notable
población egipcia. Para empezar, los judíos mostraron seis grandes bolsas, con
un total de 14.400 denarios de plata. La escuela debería ser la más importante y
luminosa del Mediterráneo. El Galileo podía empezar de inmediato. Mateo Leví
se frotó las manos. Con ese dinero estarían en condiciones de hacer frente a
muchos meses de predicación. Jesús se retiró a las colinas y “consultó con su
Padre Azul”. A la vuelta –amablemente–, rechazó la jugosa oferta. “La voluntad
de mi Padre –dijo– es que siga donde estoy”.
El 28 de septiembre del año 28, uno de los correos de David Zebedeo trajo
una novedad, procedente de Jerusalén: un tal Abraham –fariseo rico– había
tomado la decisión de ingresar en el grupo de los creyentes en el reino invisible
y alado. Se hizo bautizar por Abner, que seguía predicando en la Ciudad Santa. Y
en agradecimiento, el poderoso Abraham donó todas sus posesiones y riquezas
a Jesús de Nazaret. El hombre era dueño de grandes rebaños de vacas y ovejas,
así como de haciendas en las que cultivaban la vid y el cereal. También disponía
de barcos de carga y numerosas empresas de burreros. La fortuna –según
constaba en el documento de cesión– ascendía a mil talentos (algo más de
catorce millones de denarios de plata). En 1973 equivalía a 1.200.000 dólares.
¡Jesús millonario!
482
El grupo de los íntimos se frotó las manos. No más penurias. Y celebraron
una fiesta en el caserón de los Zebedeo. Los evangelistas, por supuesto, no
dijeron una sola palabra sobre la súbita y generosa herencia…
Aquel viernes 1 de octubre del año 28, hacia la nona (tres de la tarde), el
Maestro se hallaba en la “tercera casa”, el salón-comedor de la residencia de los
Zebedeo, donde se celebraban casi todas las reuniones importantes. Allí se
encontraban los íntimos y un grupo de aspirantes a la escuela de predicadores.
La sala estaba completa. Eliseo calculó unas setenta personas. Tras una serie de
consejos del Maestro y de Andrés, de cara a la inminente segunda gira de
predicación por la Galilea y parte de la Decápolis, Jesús entró en su tema
favorito: el Padre Azul. E insistió en un asunto que nunca quedaba claro para la
mayoría: cómo materializar el abandono en sus manos. El rabí insistió en que
era muy simple: “Imaginad a un bebé en las rodillas de su madre. Ésa es la
clave…”.
Tomás lo interrumpió: “Pero ¿cómo se hace? Ya estoy en las rodillas de mi
madre…”.
Las risas surgieron espontáneas. El Galileo disfrutaba con la ingenuidad
del incrédulo Tomás.
“… Si –repitió el discípulo–, ya estoy en las rodillas… ¿Y ahora qué? ¿Qué
hago?”
“Para desear hacer la voluntad del Padre Azul sólo tienes que abrir un
boquete en tu inteligencia… Permite que Él te ilumine… Insisto: abrid un
boquete…”, prosiguió Jesús.
En esos instantes oyeron unos golpes que procedían de la azotea. Pero el
Maestro continuó la prédica:
“… Abrid un boquete en vuestro corazón… Ése es el secreto a la hora de
hacer la voluntad de Ab-bá… Es fácil… ¡Desaprended!... ¡Abrid un boquete!”
Los golpes arreciaron. Jesús guardó silencio y miró hacia el techo. Todos lo
imitaron. Y continuó hablando del Padre Azul y de lo saludable que resulta
hacer su voluntad. Los martillazos se intensificaron. ¿Qué sucedía? Y los golpes
483
se hicieron tan intensos y rápidos que el Maestro desistió. A los pocos minutos,
algunos cascotes cayeron en el centro de la sala. El Maestro dio un salto. Y
aparecieron unas manos. Eran tres hombres. Sin prisa, pero sin pausa,
procedieron a retirar las tejas cuadradas y el ramaje que cubría el terrado.
Aquello no parecía una reparación… Jesús guardó silencio y esperó. Todos
miraron desconcertados. En eso se presentaron Salomé, dueña del caserón, y
dos de las hijas, pero no pudieron pasar de la puerta. Demasiada gente. Y la
dueña, al ver el boquete en el techo, se puso a gritar: “¿Qué sucede? ¡Estáis
locos!... ¡Mi techo!”.
Los individuos continuaron abriendo el terrado. Juan Zebedeo se alzó y
empezó a maldecir a los que trabajaban en lo alto. Andrés pidió mesura.
Santiago Zebedeo, finalmente, consiguió apaciguar a su hermano.
Al poco, por un boquete de un metro de lado, vieron aparecer unas
parihuelas. Los tres hombres, provistos de cuerdas, las hicieron descender hacia
el centro del comedor. Salomé gritaba y gritaba, desolada: “¡Mi techo!...
¡Bandidos!... ¡Mi techo!...”.
Pero nadie le prestaba atención. Y en la camilla vieron a un hombre joven,
de unos veinte años. Era un vecino de Nahum. Se hallaba paralítico de ambas
piernas. En la niñez había sufrido una caída.
La camilla quedó a los pies de Jesús. Y se hizo un espeso silencio. Los
hombres del terrado, asomados, miraban curiosos.
El joven, entonces, apoyándose en los codos, se alzó ligeramente y se
excusó: “Rabí…, no quiero molestarte… He oído que abandonas Saidan… Rabí,
no me moveré de aquí hasta que me cures…”.
El Maestro sonrió, conmovido.
“Yo no soy como ésos. Yo no te abandonaré cuando me cures. Si soy
sanado, Señor, ingresaré en tu grupo de creyentes y te bendeciré y hablaré de
ese reino invisible y alado en el que creo…”
Salomé continuaba preguntando, preocupada por su techo.
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El Maestro, sorprendido y maravillado por la tenacidad de aquel joven
impedido, se inclinó hacia las parihuelas, tomó las manos del muchacho, y
exclamó de forma que todos pudieran oírle: “¡No temas! Tus pecados están
perdonados… ¡Confía en el Padre Azul!”.
Algunos de los presentes murmuraron: “¿Quién es éste que dice perdonar
los pecados? Sólo Yavé, bendito sea su nombre, puede hacerlo…”.
El Maestro escuchó los mordaces comentarios y, dirigiéndose a los que
murmuraban, proclamó: “¿Quiénes sois vosotros para juzgarme? En verdad os
digo que el Hijo del Hombre tiene potestad –en los cielos y en la tierra– para
perdonar los pecados…”.
Y volviéndose hacia el paralítico le ordenó con gran voz: “¡Levántate!...
¡Toma tu litera y regresa a casa!”.
Un segundo después –no más tarde–, la “tercera casa” se llenó de una luz
azul fortísima, que hizo daño en los ojos de los allí presentes. Era comparable a
un relámpago, pero azul y sin detonación. Salomé y el resto enmudecieron. No
había tormenta… Y la sala se llenó de un delicioso aroma a misericordia
(jazmín).
El joven, ayudado por el Galileo, se alzó y dio un paso y después un
segundo paso. Y al comprobar que podía mover las piernas, el joven de Nahum
se lanzó sobre Jesús, abrazándole con fuerza. El rabí respondió con otro abrazo.
Los murmullos fueron decreciendo y sólo quedó el silencio y el perfume a
jazmín. El abrazo fue largo. El joven lloraba y gemía. Andrés y Mateo Leví
ayudaron con dulzura al muchacho a cargar las parihuelas y le abrieron paso
entre los allí reunidos. Salomé estaba lívida. En lo alto quedaba un boquete de
un metro de lado…
Eliseo recordó lo mencionado por Jasón: “En ocasiones, la extraordinaria
misericordia del Hombre-Dios hacía el milagro. Bastaba que Jesús sintiera
piedad hacia alguien, y deseara sanarlo, para que su ‘gente’ (los ‘ángeles’ que lo
rodeaban de forma permanente) llevara a cabo el prodigio. Él era el primer
sorprendido. Así sucedió en Caná, con el vino, y en otros muchos lugares…”.
485
INICIO DE LA SEGUNDA GIRA DE PREDICACIÓN
El domingo 3 de octubre del año 28, se pusieron en camino. Se inició así
una segunda gira de predicación. En esa oportunidad, por la Galilea y parte de la
Decápolis. El viaje se prolongó durante tres meses, concluyendo a finales de
diciembre del referido año 28. El grupo era numeroso. Lo formaban Jesús, los
doce, Yu, ciento diecisiete aspirantes a predicadores y otros simpatizantes.
Eliseo contó doscientas cinco personas.
El hospital de campaña fue desmantelado.
Alcanzaron la ciudad de Gamala, al este de Saidan, en un par de horas.
Gamla o Gamala era una ciudad de veinte mil habitantes. La mayoría era
no judía. Vivían del comercio, de las viñas y de la caza.
Instalaron el campamento a cien metros de las puertas de la ciudad y
Andrés trazó un plan básico de trabajo. Cada discípulo (Felipe y los gemelos
Alfeo se hallaban exentos por sus obligaciones en la cocina) se hizo responsable
del aprendizaje de diez evangelistas. Durante el día visitarían el pueblo o la
ciudad de turno y conversarían con la gente, predicando la buena nueva. En la
noche se reunirían con el Maestro e intercambiarían experiencias, planteando
preguntas. El Hijo del Hombre, por su parte, dedicaría las jornadas a sus
habituales retiros, en los que conversaba con Ab-bá, o bien visitaría las
poblaciones, haciendo “´im”.
En total, se detuvieron en once ciudades y en más de cuarenta aldeas.
Galilea, en aquellas fechas, sumaba doscientas cuatro aldeas, distribuidas en
una superficie de ciento once kilómetros (de norte a sur) por cincuenta y cinco
(de este a oeste), y quince ciudades fortificadas. La población superaba las
ochocientas mil almas. Era una tierra dorada, bendecida por Dios. Mirasen
donde mirasen, crecían la mies, el viñedo, los bosques o los árboles frutales. La
pesca abundaba en sus lagos y ríos y la caza era excepcional. El olivo y la
manzana abundaban en las regiones altas. Sus verduras eran cotizadísimas en
Jerusalén, siendo consumidas –únicamente– por las castas sacerdotales
486
David Zebedeo, a petición de Jesús, mantuvo el servicio de correos. El
cuartel general siguió en el caserón de los Zebedeo, en Saidan. Eliseo llegó a
conocer cincuenta correos. Todos eran jóvenes y fieles. Si el asunto era urgente
o grave, los correos corrían por relevos (incluso en la noche). Cada mensajero
recibía un denario por día, y la comida.
El lunes 4 de octubre, llegó al campamento una anciana fenicia. Se
llamaba Tanit, como la diosa. Era viuda y rica. La acompañaba un cortejo de
cincuenta sirvientes. Vestía túnicas de seda que arrastraba por el suelo.
Aparecía siempre maquillada. Se presentó ante el jefe de los íntimos y exigió
que Jesús de Nazaret la curase. Andrés respondió en koiné (el griego
internacional): “¿Y cuál es tu mal?”.
La mujer alzó la túnica y dejó al descubierto unas piernas gruesas y
deformadas como patas de elefante. Los pies eran irreconocibles. Todo eran
bultos sanguinolentos. Ante el silencio de Andrés, la viuda hizo un gesto y uno
de los siervos depositó una bolsa a los pies del discípulo. Judas Alfeo la recogió y
se la entregó a Andrés. El jefe examinó el contenido. Eran monedas de plata.
Muchas…
“Tengo más –intervino Tanit con severidad–. Puedo pagar lo que el
Maestro me pida…”
Andrés devolvió la bolsa al criado y prometió a la mujer que lo consultaría
con el rabí. Pero el tono de la fenicia no agradó a Andrés. Y, en contra de lo
habitual, el prudente jefe no dijo nada al Señor. Tanit no se resignó. Y cada día,
al caer la tarde, se presentaba frente al jefe de los discípulos, mostraba sus
piernas ulceradas y exigía que el Galileo la sanase. Y se repetía la escena de la
bolsa, con los dineros. Andrés la devolvía y prometía que lo hablaría con el Hijo
del Hombre. La mujer los miraba con desprecio, daba media vuelta y se
refugiaba en su lujosa tienda. Y así un día tras otro… En cierta ocasión llegó a
ofrecer un talento (14.400 denarios de plata) por la curación. Judas Iscariote,
Pedro y el Zelota se enfrentaron a Andrés y lo acusaron de ocultar la
información al rabí. Pero Andrés se mantuvo firme. No deseaba molestar al
Galileo con un asunto tan desagradable.
487
Y durante tres meses, el Maestro hizo “´im”. Entraba en las casas y
granjas. Conversaba con judíos y paganos, consolaba a los enfermos, compartía
la comida que le proporcionaba Felipe, repartía monedas entre los más
necesitados, se interesaba por los deseos de los ancianos, ayudaba en los
trabajos –sacaba agua de los pozos o colaboraba en los partos de los animales–
y, sobre todo, jugaba con los más pequeños. Para el Hijo del Hombre, cada ser
humano era una aventura única. Una aventura que sólo los Dioses
comprenden… Y Eliseo se preguntó: “¿Cómo es posible que un Dios Creador –Él
lo era– no conozca a sus criaturas? ¿Por qué necesitaba hacer ‘´im’?”.
El lunes 11 de octubre del año 28, se dirigieron a la costa oriental del mar
de Tiberíades. El “yam” se veía azul y plata. Dejaron atrás Kursi (Gerasa) y el
grupo se encaminó al sur.
Y a eso de la quinta (once de la mañana) divisaron el formidable puerto de
Hipos, el segundo en importancia en la costa este. Quedaron asombrados. Había
mucha agitación. Numerosos barcos entraban y salían. Era un centro de
importación y exportación; especialmente de ganado. Muy cerca, a doscientos
metros, se hallaba el barrio pesquero de Hipos, con unas treinta casuchas. Hacia
el interior –a dos kilómetros y sobre un cerro– descansaba la ciudad
propiamente dicha: Hipos o Susita, fundada en el siglo III a. J. Era un enclave
helenístico, vinculado al pacto de las ciudades estado de la Decápolis. La
población –alrededor de treinta mil habitantes– era mayoritariamente pagana.
Y el Maestro decidió acampar cerca del poblado pesquero. Luego, optó
por dar un paseo por el muelle más cercano. En mitad del muelle, entre
pescadores, descargadores, ánforas, amasijos de cuerdas y rebaños de corderos
que esperaban ser cargados, el Maestro se detuvo ante un grupo de pintores
ambulantes. Dibujaban a los visitantes por unas monedas. Uno de ellos era
especialmente bueno. Jesús, amante de la pintura, se detuvo frente a la obra del
que destacaba. Y la examinó con curiosidad y deleite. Como se recordará –
durante su primera juventud– había practicado el dibujo, algo severamente
prohibido por la religión judía. Era comprensible que se detuviera frente a los
cuadros y que preguntara al artista por la técnica y sus inquietudes. El pintor
respondió en koiné (griego internacional). Era un hombre de unos treinta o
488
cuarenta años, calvo y con un enorme bigote blanco. Dijo llamarse Assur
(Assurbanipal), como el padre de los dioses fenicios. Era de origen hitita, de la
región de Nínive (actual Irak). Y el pintor preguntó al rabí si deseaba que lo
dibujara. Jesús sonrió, complacido, puso la mano izquierda en el hombro de
Assur y respondió negativamente.
Dos días después –el miércoles 13 de octubre–, el Maestro hizo “´im” en
el barrio pesquero de Hipos. Eliseo lo acompañó. Visitaron varias casas y, al
final, siendo la hora nona (las tres de la tarde), golpeó una de las puertas.
¡Sorpresa! Abrió Assur, el pintor del bigote blanco. Era su domicilio. Allí vivía
con su esposa y cinco hijos. Les permitió pasar y el Maestro conversó con él
durante más de dos horas. Hablaron de pintura, del mítico rey Assurbanipal, de
la gigantesca biblioteca creada por dicho personaje en el siglo VII a. J. y del
poema de Gilgamesh. El pintor era un hombre culto, pero la vida lo había
castigado “por sus muchos pecados”. Jesús le hizo ver que no tenía razón. “La
vida –aseguró el rabí– es una aventura que elegimos…, personalmente.”
A la mañana siguiente, jueves 14 de octubre, Eliseo acudió al puerto y
buscó al pintor. Assur se alegró al verlo. Había quedado sumamente complacido
con la visita de Jesús. Lo llamó “hombre grande y único, capaz de sacar
esperanza de las piedras”. Eliseo no dijo nada, pero le preguntó: “¿Podrías
dibujar al Maestro?”.
Assur sonrió malicioso y dijo que sí.
“Pero tendrías que hacerlo de memoria, Él no acepta posar…”
“Claro… puedo”, contestó Assur, acompañando la última palabra con el
gesto internacional del dinero.
“¿Cuánto pides?”
“Dos denarios…”
“¿Cuándo puedo pasar a buscarlo? Estoy de paso…”
“Ahora mismo, si quieres…”
489
Y ante la sorpresa de Eliseo, Assur buscó entre un mazo de papiros.
Rescató uno de ellos y se lo mostró. ¡Era el Maestro! El papiro –aseguró Assur–
era de Biblos (la ciudad fenicia) y, en consecuencia, de la mejor calidad. Lo había
pintado al carbón, la noche anterior, tras la visita de Jesús a su casa. A Eliseo le
pareció sencillamente espléndido y delicado. El trabajo, en suma, de un gran
profesional. Pagó cuatro denarios, el doble de lo estipulado. E hizo feliz al pintor
y el pintor lo hizo feliz a él. Cuando Eliseo se alejaba, le preguntó: “¿Por qué lo
dibujaste?”.
“Nunca vi unos ojos tan luminosos y un corazón tan noble…”
Eliseo guardó el papiro en su saco de viaje y lo conservó como un gran
tesoro. Era el único retrato –extraordinariamente fiel– del Maestro vivo. El
Maestro jamás hizo comentario alguno. ¿Lo supo? Es muy posible…
Siguiente destino: la ciudad de Tariquea, al sur del “yam”, en la segunda
desembocadura del río Jordán. Partieron de Hipos el lunes 18 de octubre del
año 28, muy temprano. Hacia el mediodía, Andrés dio la orden de acampar. Lo
hicieron a una prudencial distancia de la ciudad, junto al río Jordán, entre un
bosque de álamos. Tariquea era una ciudad de tablas, trabajaba con las tablas y
sólo sabía hablar de tablas. Su principal industria era la fabricación de toneles
para toda suerte de pescado, toda clase de vinos y cientos de frutas. El pueblo
estaba acostumbrado al constante martilleo de los talleres.
Los primeros cuatro días fueron apacibles. Nadie molestó. Jesús se dedicó
a hacer “´ím” en la ciudad. El resto –los evangelistas– peinó los salones en los
que se trabajaba con los toneles y trataron de hablarles de la buena nueva, del
reino invisible y alado y del magnífico Padre Azul. Cosecharon algún éxito y
numerosos fracasos.
Y sucedió lo inevitable. Las noticias sobre las curaciones en la sinagoga de
Nahum y en el caserón de los Zebedo, en Saidan, volaron. Todos hablaban sobre
el hombre de la mano en garra y del joven paralítico que destrozó la azotea de
la “tercera casa”. Y el viernes 22 de octubre, empezó a llegar gente al
bosquecillo de álamos.
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Allí se reunieron decenas de enfermos de todo tipo, acompañados por
familiares y amigos, tullidos (auténticos y falsos), curiosos, desocupados y
pícaros. Por consejo de Andrés, se instalaron a un centenar de metros del
campamento.
A esas alturas de la vida pública del Maestro, el noventa por ciento de la
gente que lo seguía lo hacía por interés. El mensaje de Jesús les importaba nada
o muy poco. Eran las asombrosas sanaciones las que los movilizaban y los hacían
viajar desde las más remotas regiones. Allí había gente de Siria, de las islas
griegas, de Egipto, de Creta… En definitiva, en ese mes de octubre del año 28,
Jesús era popular –tremendamente famoso– gracias a sus prodigios. Los
prodigios, además, desembocaban en un nombre inevitable: el Mesías. Eso
decían las Escrituras: un superhombre llegará a Israel. Un superhombre que
limpiará a los leprosos y tullidos de sus males y pecados. Un superhombre que
arrasará ejércitos y elevará a la casa de David a lo más alto… Ése era el
Maestro…
El gentío –del orden de quinientas personas– se comportó dignamente.
Por la mañana, temprano, cincuenta o sesenta enfermos acudían cerca de las
tiendas, se sentaban en la tierra y esperaban a que apareciera el rabí. Por
delante se destacaba una mujer negra con un bebé de meses en brazos. El niño
presentaba una enorme deformación en la cabeza. De vez en cuando, en mitad
del silencio, levantaba a la criatura por encima de su cabeza y entonaba un triste
lamento en un pésimo arameo: “¡Rabí, piedad…!”.
El domingo 24 de octubre, empezó a llover. ¡Aquello fue una manta de
agua! Lógicamente, el Galileo permaneció en su tienda. El campamento se
convirtió en un barrizal. La lluvia era tan intensa que no se veía a dos metros.
Por supuesto, los enfermos no salieron de sus refugios, salvo una excepción: la
mujer negra. La muchachita, con el niño en brazos, se plantó frente al
campamento del Maestro, y allí permaneció, en silencio, bajo el diluvio. Cada
quince o veinte minutos alzaba al negrito sobre la cabeza y cantaba la habitual
“¡Rabí, piedad…!”. Felipe y los gemelos comentaban la situación. A todos se les
rompió el corazón. Pensaron que el bebé estaba muerto. Pero no. Como
consecuencia de la lluvia, el niño protestó y lloró desconsoladamente. La mujer
491
lo levantó de nuevo por encima de la cabeza y clamó con gran fuerza: “¡Rabí,
piedad!... ¡Rabí, piedad!”.
Los discípulos no sabían qué hacer. ¿Avisaban al Maestro?
Y a eso de las nueve de la mañana, de pronto, se presentó el Hijo del
Hombre. La tormenta arreció. Jesús de Nazaret no dijo nada. Se quedó mirando
a la mujer y así permaneció unos minutos.
“¡Rabí, piedad!”
Y el Maestro, sin mediar palabra, se fue hacia la mujer. La cortina de agua
lo empapó. Resbaló un par de veces en el barro, pero continuó con sus típicas
zancadas. Felipe y Eliseo lo siguieron. Una culebrina rasgó las nubes y estalló
cerca. El estampido alertó a los seguidores y algunos se asomaron a las tiendas.
Fue entonces cuando vieron al rabí. Y algo más de una veintena de enfermos y
lisiados corrieron hacia la mujer negra. Algunos levantaban los muñones y
pedían misericordia. Jesús llegó hasta la muchacha y, sin mediar palabra, tomó
al bebé y lo abrazó, compasivo. Nueva culebrina y nueva detonación. Jesús no
habló. Simplemente permaneció abrazado al negrito, protegiéndolo del diluvio.
El niño dejó de llorar. La mujer tampoco dijo nada. Tenía los ojos enrojecidos
por el llanto. No se movió ni trató de arrebatarle al bebé. Parecía en estado de
“shock”. De pronto, el cielo se volvió azul. No fue el relámpago azul –sin trueno–
como había ocurrido en otras ocasiones. Esta vez fue una luminosidad uniforme,
muy azul, que abarcó todo el cielo. Y durante unos segundos, todo se volvió
azul: la lluvia, el campo, las tiendas, las ropas, las caras… ¡Todo azul! Luego, el
cielo recuperó el color habitual. Las nubes panza de burra seguían allí pero,
súbitamente, dejó de llover. Y se hizo el silencio.
El Maestro devolvió el bebé a la mujer… ¡Pardiez! ¡El cráneo era normal!
¿Cómo pudo sanarlo?
Acto seguido, también en silencio, el Hombre Dios giró sobre sus talones y
se alejó hacia su campamento. La mujer besó al bebé y se alejó hacia las tiendas
de los seguidores.
De pronto, Felipe reparó en un detalle: las ropas estaban secas. Eliseo
palpó su túnica negra y verificó que estaba totalmente seca. En cuanto al barro,
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ni rastro. La tierra se hallaba dura y compacta, como antes del diluvio. La
veintena de enfermos y tullidos que habían permanecido cerca de Jesús de
Nazaret empezó a gritar y a saltar. ¡Los mancos disponían de manos! ¡Los cojos
tenían pies normales y caminaban! ¡Los ciegos veían!
Todos gritaban y entonaban el nombre del Maestro. Y volvió a sonar un
grito de guerra: “¡Abajo Roma!”.
Y de pronto, al lógico alboroto de los sanados, se unieron los gritos de una
vieja conocida: ¡Tanit! La viuda fenicia se plantó en mitad del campamento y
reclamó la atención general. Los discípulos salieron, molestos, y quedaron
igualmente perplejos. La mujer levantó la túnica y mostró unas piernas delgadas
y sin deformaciones. La elefantiasis había desaparecido. A la mañana siguiente
trató de ver al rabí, pero éste había abandonado las tiendas, ocupado en su
habitual retiro con Ab-bá. A los pies de Andrés quedó una abultada bolsa de
cuero, con denarios de plata. Y Tanit montó en su carruajey desapareció.
Y las sorpresas continuaron. Esa mañana del lunes 25 de octubre del año
28, Eliseo acompañó a Felipe y a los gemelos Alfeo a Tariquea con el fin de
comprar víveres. Notaron que la gente corría y gritaba. Estaba muy excitada.
Circulaban rumores de todo tipo. En los mercados se decía que una “tormenta
azul” había caído sobre la ciudad y sanado a los enfermos, devolviendo el andar
a los paralíticos y la vista a los ciegos. “Fue una luz azul…, todo se volvió azul…,
después, los mancos tenían manos, los leprosos estaban limpios, a los cojos les
crecieron nuevos pies… El dueño de la taberna ‘El Pelícano Tartamudo’ ya no
tartamudeaba.”
Tras la “tormenta azul”, algunos de los íntimos también recuperaron la
salud: Judas Iscariote padecía un problema respiratorio, tal vez un asma
bronquial que, a partir de esa mañana, desapareció. El tímpano derecho de
Bartolomé, estallado en una pelea con los seguidores de Yehohanan (enero del
año 27 en el río Artal), se recuperó totalmente. No sucedió lo mismo con las
várices de su pierna izquierda.
¡El Maestro lo había hecho de nuevo! ¡Había llevado a cabo una curación
masiva! Pero los evangelistas no la mencionan…
493
A la noche, en torno a la hoguera, uno de los evangelistas preguntó al
Maestro qué había sucedido. ¿Qué significaba aquella luminosidad azul? ¿Quién
sanó a tanta gente?
Jesús, con cierto aire de cansancio, volvió a explicar lo que sus íntimos ya
sabían: “Son muchos los ángeles que me acompañan, aunque vuestros ojos no
puedan verlos… Son miles y miles”.
En definitiva, eran “ellos” –los ángeles– los responsables de la tormenta
azul y de la masiva sanación en Tariquea y su entorno. Esto lo repitió varias
veces. Juan Zebedeo, Pedro y el Iscariote se negaron a aceptarlo. Felipe,
entonces, preguntó: “¿Cómo puede ser que donde no haya mano aparezca una
mano?”.
“En el reino de mi Padre todo es posible. Basta con desearlo. Pero no
puedo dar detalles. No hay palabras para explicarlo. No lo entenderíais… No lo
entenderíais.”
“No importa cómo lo hagas o quién lo haga… Entiendo, Maestro, que el
prodigio nace de tu misericordia…”, comentó Mateo Leví.
“Así es…”, agradeció Jesús al acertado comentario.
“¿Qué es para ti la misericordia?”, preguntó Tomás, el bizco.
“El sentido de la vida. No serás Dios si no eres misericordioso. La
misericordia es el amor, materializado, aplicado…, empaquetado. Es lo que
distingue a los Dioses.”
Era de suponer. La noticia de la nueva curación masiva, en Tariquea,
corrió veloz como el “maarabit”, el viento del oeste. Y el 27 de octubre,
miércoles, se reunió un gran gentío en los alrededores del campamento. Andrés
estuvo rápido. Esa noche –de acuerdo con el Galileo– recogieron las tiendas y,
amparados en el silencio y en la madrugada, huyeron. Aquél parecía el destino
del Hijo del Hombre: huir, siempre huir…
Al amanecer, se detuvieron en las cercanías de la ciudad de Gadara o
Gader. Se encontraban en la Decápolis, un territorio controlado por Roma, y
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formado por diez ciudades no judías. En todas ellas prosperaba el helenismo y,
en consecuencia, la belleza, la cultura y la tolerancia.
Fueron cuatro días de paz. Disfrutaron del paisaje y el tibio sol. Jesús no
se movió. No entró en la ciudad. Se limitó a pasear por los alrededores, en
solitario. Y al atardecer, tras la cena departía con el grupo, respondiendo a toda
clase de preguntas.
El 1 de noviembre del año 28, el grupo se movilizó. Levantaron el
campamento y caminaron hacia el oeste… Siguiente destino: Escitópolis. Ese
mismo día, lunes, divisaron la ciudad amurallada de Nisa. Éste era el verdadero
nombre de Escitópolis, también conocida como Bet She´an. Todos la llamaban
Nisa, en recuerdo del lugar mitológico en el que Dionisio fue criado por las
ninfas. Podría ser la nona (las tres de la tarde) cuando Andrés se detuvo al pie
de las enormes murallas de más de 20 metros de altura. Allí establecieron el
campamento.
Nisa era una de las grandes poblaciones de la Decápolis. Probablemente,
el núcleo urbano más activo de la región. Algunos hablaban de
100.000 habitantes. La fundaron los belicosos escitas en el siglo VII a. J. Era,
además, la única ciudad de la Decápolis al oeste del río Jordán. Eso significaba
un considerable tráfico de personas y cargas con la vecina Judea. Pero el gran
negocio de Nisa era la legión romana destacada en las inmediaciones y las
tierras arrendadas a los veteranos del ejército de Roma. Tras veinticinco años de
servicio, los soldados que sobrevivían tenían derecho a la “honesta missio”, la
licencia que les proporcionaba tierras, o a una compensación en metálico.
Muchos veteranos se habían establecido en esa región ejerciendo como
agricultores, ganaderos o comerciantes. Todos superaban los sesenta años de
edad. Para controlar la zona –tan cercana a los levantiscos judíos–, Roma había
emplazado un enorme “castro”, un cuartel de un kilómetro de lado, con
capacidad para cinco mil quinientos mercenarios y ciento veinte jinetes,
divididos en cuatro “turmae”. El referido “castro” se alzaba hacia el oeste, a
poco más de un kilómetro de Niza.
Durante los cuatro primeros días todo discurrió con relativa calma. Jesús
visitó la ciudad en la compañía de la “tabbah” y de Eliseo. E hizo “´im”, según su
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costumbre. Los evangelistas, por su parte, capitaneados por los discípulos,
recorrieron los principales barrios de Niza, intentando proclamar la buena nueva
del reino invisible y alado a los atareados y desconfiados paganos. La gente los
tomó por miembros de una secta y prestaron escasa atención a las palabras de
los predicadores. Se reían del Mesías y de sus supuestos poderes. La verdad es
que regresaban desmoralizados.
Eliseo quedó maravillado ante la belleza y esplendor de la ciudad.
Pasearon entre todo tipo de tiendas, que ofrecían las mercancías más
estrafalarias.
Desde bebedizos para hacer el amor durante toda la noche, hasta
muebles llegados de la India, comidas frías o calientes, o poemas de Homero.
Recorrieron el foro, curiosearon en los mercados y se asomaron a las “tabernae
veteres”, los locales de los prestamistas. Oyeron a toda suerte de charlatanes y
profetas. Pasaron frente a decenas de burdeles, ubicados a lo largo de una de
las calles. Las “burritas” eran sirias y egipcias. El bullicio era sofocante. El
Maestro conversó con panaderos, carniceros y revendedores. Y se mostró
interesado en sus problemas y angustias. En una de las plazas asistieron a un
litigio. Un pretor impartía justicia desde una silla curul. Al terminar, los esclavos
cargaron el trono de madera y se alejaron. En las basílicas contemplaron las más
variadas transacciones comerciales: allí se vendía y se compraba todo: desde
trigo hasta dientes de cocodrilo. Admiraron los templos dedicados a Vesta, a
Marte Vengador y a Venus Genetrix. El mármol y las maderas nobles espejeaban
por doquier. Vieron dos teatros al aire libre y uno cubierto, un hipódromo
espectacular y un canódromo. Supieron de termas públicas y privadas,
gimnasios y un “pecile” o supergimnasio con una piscina de cien metros y
pórticos dedicados a carreras de atletas. Eliseo sumó más de cien fuentes, a cual
más hermosa y sugerente. Pasaron ante una copia de la Academia de Atenas,
con un pequeño templo al dios Apolo y un “belvedere”, una torre que servía
como observatorio astronómico. Al norte de la ciudad fueron sorprendidos por
una isla artificial. La dedicaban a biblioteca y a salones para recepciones y
banquetes. A pesar del intenso tránsito, el caminar era relativamente fluido.
Ello se debía a la ausencia de carros, caballerías o ganado. Una disposición
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imperial prohibía la circulación de éstos durante el día. Sólo estaban autorizados
a ingresar en la ciudad en la noche.
Jesús regresaba al campamento agotado…, y feliz.
A raíz de una disputa muy seria entre Juan Zebedeo y una unidad de
caballería de los “kittim”, esa noche, en torno a la hoguera, Jesús sostuvo una
oportuna conversación con el grupo: habló sobre la ira y sobre la venganza. Juan
Zebedeo, puño en alto, había jurado vengarse de los odiados “kittim”.
“La ira –manifestó el Galileo– es la viva demostración del fracaso
humano… La ira equivale a falta de amor y, sobre todo, a falta de control.”
“¿Y qué hacemos con los odiados “kittim”?”, preguntó el Iscariote.
“Deja al Padre Azul que haga su trabajo –resumió Jesús–. Tus enemigos
también tienen una misión…”
Y prosiguió con el tema capital: “No os dejéis llevar por la ira. Es una
serpiente que asfixia y acelera el envejecimiento”.
“¿Quieres decir que si no nos enfadamos viviremos más?”, preguntó
Mateo Leví.
“Vivirás lo contratado, pero, sin ira, vivirás mejor, más apaciblemente. La
ira lleva al hombre a las cavernas y al desmantelamiento de la mente… La ira
obliga a enmudecer a la ‘chispa divina’… Mientras gritas, ella huye y se refugia
en lo más íntimo de tu pensamiento, donde no puedes llegar… Cuando te
tranquilizas, cuando vuelves a ser tú, la ‘nitzutz’ regresa y te ilumina… Recordad:
un hombre pacífico irradia luz. ¿Os habéis preguntado por qué?... La ira mata al
necio… Recordad: el sabio nunca pierde el control. Más aún: el verdadero sabio
utiliza la sonrisa para vencer… La rabia y el odio alimentan la ira y el
pensamiento pierde… No regaléis ira, de la misma forma que no regaléis
veneno… La ira multiplica los errores y provoca contiendas… La ira es la madre
de la venganza… Ambas nacen estériles…”
El Maestro se percató de la desolación del grupo –todos practicaban la
ira– e intentó animarlos: “Pero no os preocupéis… Ni la ira ni la venganza
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pueden pasar al ‘otro lado’… Son hierbas propias de este mundo. Escuchad a la
‘nitzutz’ (la chispa) y la ira se apagará como una candela”.
Los íntimos salieron fortalecidos del trance, pero Juan Zebedeo fue el más
combativo. “¡Venganza! –clamaba cuando el rabí se hallaba lejos–. ¡Venganza
contra Roma!”. Seguía sin entender el mensaje del Maestro.
Y el grupo dedicó las tres siguientes semanas a recorrer las fértiles
llanuras de Esdrelón. Se acomodaron a la orilla izquierda del río Quisón y
visitaron las modestas –y no tan modestas– poblaciones de Yizre´el, Daverat o
Dabarita y Megiddó. Recorrieron unos 85 kilómetros.
En Yizre´el permanecieron siete días. Era una aldea muy pequeña… no
llegaba a cien familias. Vivían del campo y para el campo. No tenían demasiadas
aspiraciones; en realidad, ninguna. Rezaban a diario para que el buen Dios los
recordara y les enviara las lluvias salvadoras o la luz que hacía madurar el grano.
Eso era todo.
El 22 de noviembre del año 28, lunes, el grupo se detuvo en Daverat o
Dabarita, al pie del monte Tabor. La aldea era insignificante: seiscientos
habitantes, mil ovejas y unas hortalizas fuera de lo común. Las cebollas eran
como cabezas de niños, un ajo alimentaba a una familia durante una semana,
las habas eran enormes, al igual que las calabazas y los granos de uvas. Eliseo
preguntó el porqué del tamaño excepcional de los frutos, pero no supieron o no
quisieron informarle. Los campesinos señalaban el cielo y aseguraban que la
fórmula les fue dada por los ángeles que volaban en los “merkabah” (carros de
fuego). Otros decían que el secreto lo trajo el faraón Ramsés II cuando pasó por
Daverat, mil trescientos años atrás.
Y saltó la polémica. El grueso de los discípulos afirmaba que aquellas
hortalizas eran otra señal que anunciaba la inminente llegada del Mesías
libertador. En el libro de Enoc, en efecto, hablaba de una “transformación de la
tierra”. Enoc decía que la “naturaleza se volvería desusadamente fructífera y
entre los hombres reinará la riqueza”, etc.
Tomás, el incrédulo, se reía y afirmaba que aquellos frutos gigantes eran
obra de Belzebú, el señor de las moscas. La cuestión es que la disputa
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desembocó en una pregunta al rabí. La formuló Bartolomé: “Maestro, ¿es cierto
que esas hortalizas son cosa del diablo?”.
“¿Por qué dices eso?”
“Llevamos días discutiendo, pero no hay forma de llegar a un acuerdo.”
“¡Olvidad a los diablos!... Ellos fueron derrotados. En el lugar donde están
ahora no tienen acceso a vuestro mundo. En consecuencia, esos frutos no
pueden proceder de su poder…”
“¿De dónde, entonces?”, intervino Tomás.
Jesús elevó la mirada hacia el firmamento y todos le imitaron. Entonces,
en tono solemne, sentenció: “¡Del amor!...”.
Tomás hizo un comentario a favor de Luzbel y Juan Zebedeo estalló y lo
calificó de “basura”. Y añadió: “¿Es que no temes a Dios, bendito sea su
nombre? ¡Irás al ‘seol’, maldito pagano!”.
“¡Olvidad a Yavé!... –intervino el Maestro–. ¡Fue una caricatura del Padre
Azul!... Yo he venido a cambiar eso. Estoy aquí, en el mundo, para revelar el
verdadero rostro de Ab-bá… Estoy aquí para mostrar el auténtico rostro y el
verdadero corazón del Padre Azul: ¡puro amor! ¿Qué hijo teme a un buen
padre? En verdad os digo que Ab-bá es lo contrario de Yavé…”
“Pero, Maestro, ¿por qué Yavé, bendito sea su nombre, es sanguinario y
cruel?”, cuestionó Mateo Leví.
“Fue otra época… Al principio, este pueblo era de dura cerviz… Se
necesitaban leyes y mano dura. Insisto… He venido a cambiar el rostro de Dios
y, de paso, la historia… Hasta ayer, todo era oscuridad y miles de dioses, a cual
más absurdo e ineficaz… Ahora os ofrezco la luz y, sobre todo, la esperanza.
Estáis aquí porque Ab-bá os ha imaginado. ¡Sois sus hijos!... ¡Vuestro futuro es
espléndido e inimaginable!... ¡Confiad!... A eso he venido: a traer la luz… No
todo está perdido… No todo es malo… Después del paso por la materia y la
imperfección, regresaréis a casa, al reino invisible y alado de mi Padre.”
Y gritó: “¡¡Confiad!!”.
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Todos estaban desconcertados y felices. Aquel Hombre-Dios transmitía lo
mejor que un hombre puede desear: seguir viviendo.
“Amar a Dios es más rentable que temerle –prosiguió–. Olvidad a Yavé.
¡Probad!... ¡Probad con el amor!”
Y continuó: “Os traigo un mandamiento nuevo: amad al Padre y
entregaos, como niños, a su voluntad…”.
Simón el Zelota desvió las palabras del rabí: “Maestro, ¿quién es el
general de generales en el reino invisible y alado?”.
“Veo que no comprendéis… Ese reino es una familia. Al Padre Azul se le
debe respeto y veneración, como a cualquier padre, pero allí gobierna el amor.
Dime, ¿quién manda donde hay verdadero amor? ¿Ella o él? En el amor, en el
auténtico, todos marchan de la mano.”
“¿Por qué el amor es tan importante?”, interrumpió Mateo Leví.
“Ahora, en la materia, donde vivís, no alcanzáis a comprender; no tenéis
perspectiva. Os falta información. Vuestra mente es limitadísima. No podéis
imaginar un reino en el que se respira amor. Vuestros cuerpos y almas, tras la
muerte, serán distintos y empezarán a estar capacitados para entender lo que
ahora os adelanto. El amor lo es todo en el reino al que ingresaréis tras el dulce
sueño de la muerte… Allí, el amor es acción. No confundáis el sentimentalismo
con el amor. El amor es el combustible que mantiene en orden lo creado. El
amor es la belleza que no cesa. El amor es infinito; no como el amor humano…
El amor es misericordia, de lo contrario, no sería amor… El amor es lo único que
no se puede dejar para mañana…”
“La gente no responde al amor…”, murmuró Mateo Leví.
“Porque no saben quiénes son –aclaró Jesús– ni hacia dónde se dirigen.
Os lo repito: yo he venido a cambiar eso. Estoy aquí para hacer crecer la
esperanza. No estáis perdidos. No estáis solos. Más allá no hay oscuridad. Todo
es luz. El reino de mi Padre es vuestra verdadera casa… Aquí estáis de paso y de
forma voluntaria.”
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Y estalló de nuevo: “¡¡Sois hijos de un Dios!!... ¡¡Aceptadlo!!... ¡¡Sois
hermanos!!”.
Y Jesús volvió al tema principal: el amor.
“Utilizadlo en vuestras vidas como si fuera dinero… Utilizadlo en cada
palabra, en cada silencio… Colgadlo de vuestros corazones y, sobre todo, de los
pensamientos. Desterrad la ira… Si utilizas el amor, vencerás, aunque creas que
has perdido. Construye desde y por el amor y tus obras resplandecerán. Invierte
en amor y el dinero te perseguirá…”
“A Roma no le gustarán tus palabras…”, comentó Juan Zebedeo.
“Ni a los romanos ni a los judíos –replicó Jesús–. Pero no os preocupéis.
Cuando hayan desaparecido unos y otros, el amor seguirá en pie. El amor vence.
El amor regresa. El amor busca. El amor no olvida. El amor te lleva de la mano. El
amor guarda y aguarda. El amor espera siempre… Enamórate y ensayarás la vida
eterna…”
Permanecieron en Daverat una semana.
El 29 de noviembre del año 28, lunes, iniciaron la marcha hacia Megiddó,
la ciudad amurallada y milenaria. La historia de la ciudad se remontaba al
siglo XIV a. J., cuando fue invadida por los faraones egipcios. La mencionan las
célebres cartas de Amarna, las inscripciones de Tutmosis III, Seti I y Sesac. Fue
Tutmosis III el que la convirtió en una fortaleza. Siglos más tarde, Salomón
reforzó las murallas, haciéndola inexpugnable. Meggidó era una mezcla de
razas, credos y supersticiones. El único dios verdadero era el dinero. Los cinco
mil habitantes se ganaban la vida como podían. Meggidó era una importante
base caravanera. Por allí transitaban fenicios, egipcios, mesopotámicos y
árabes.
Andrés seleccionó un lugar al pie de las murallas. Allí plantaron las tiendas
y allí permanecieron durante tres semanas.
Desde el primer día, el Maestro se mezcló con las gentes de Meggidó e
hizo “ím”. Todo le interesaba. Su curiosidad no tenía fin. Salía al alba y
retornaba a la caída del sol. Los discípulos hacían lo que podían, intentando
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convencer a los vecinos de que el dinero no era el único dios. Pero el éxito no
los acompañaba.
El 1 de diciembre, miércoles, sucedió algo aparentemente trivial…
Sería la quinta (las once de la mañana) cuando Jesús de Nazaret fue a
detenerse en una de las fuentes de la ciudad. Con Él marchaba la “tabbah” y
Eliseo. El rabí tenía sed. Se inclinó y bebió. Y de pronto, vieron caer en el
estanque un insecto verde y luminoso. Era enorme, un tipo de mantis. El insecto
se debatió, tratando de no ahogarse. El Maestro se percató de la apurada
situación de la mantis y, de inmediato, la tomó con la mano izquierda por la
parte posterior de la cabeza y la rescató del agua. Después la contempló unos
instantes –asombrado– y terminó depositándola en el suelo, al sol, invitándola a
seguir volando. El Maestro le guiñó un ojo a Eliseo y prosiguió su paseo por las
atestadas calles de Meggidó. Al poco, la mantis remontó vuelo…
Esa noche, tras las cena, Pedro preguntó al Galileo: “¿Por qué salvaste al
insecto?”.
“Fue mi obra buena del día…”, respondió sonriendo Jesús.
Y la tertulia derivó hacia el valor de lo pequeño; mejor dicho, de lo
aparentemente pequeño…
Jesús pronunció frases de gran calado: “Cuanto más sensible, más amante
de lo pequeño… Cuanto más amor, más deseos de permanecer en el interior,
con la ‘chispa’… Lo poco se saborea; lo mucho desborda… En lo pequeño está el
remedio para casi todo… Bebe sensaciones… No consideréis al mundo como un
valle de lágrimas; más bien como un yunque forjador… Estáis en lo pequeño –en
lo imperfecto– por propia voluntad; en consecuencia, no perdáis el tiempo
levantando el puño contra los cielos… No planifiques más allá de tu sombra…
Cada pequeña cosa es una gran verdad… El mejor mañana es el ahora… ¿Qué
importa que nadie te crea?... Firma la paz con el silencio… Practícalo cuando
nadie lo practica… Saborea el buen vino de cada minuto… Cuelga tu yo boca
abajo… Cuando puedas, cuelga una jaula de pájaros cantores en tu corazón…
Permite que los demás se equivoquen… No embistas… La alegría llegará cuando
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no la busques… No escales por la cuerda de la codicia: siempre resbala… No
busques maestros; la sabiduría te acompaña siempre: está en tu interior…”.
“Háblanos sobre el fragmento divino… ¿Cómo llega a la mente humana?”
Jesús, condescendiente, miró el firmamento y respondió a Bartolomé: “Es el
secreto de los secretos… Ni los ángeles lo conocen. Sólo el Hijo Eterno y el
Espíritu Infinito saben cómo el Padre Azul se fracciona y por qué. Pero lo
importante, querido Bartolomé, no es cómo ni por qué; lo que interesa es que la
‘nitzutz’ está ahí, en tu cabeza, desde los cinco años… Y te acompañará
siempre…, por toda la eternidad”.
“¿Y por qué no la oigo?”, reclamó Tomás.
“Porque la chispa susurra. Nunca grita. El Padre Azul jamás grita. Por eso
es tan importante el silencio. Para que la oigas…”
“¿Y qué dice? –terció Andrés–. ¿Qué susurra la ‘nitzutz’?”
La respuesta del Hijo del Hombre llegó en forma de canción: “¡Eres
inmortal!... ¡Eres mi hijo!... ¡Búscame!... ¡Estoy al final del camino!... ¡Confía!...”.
Y siguió la hermosa prédica: “… Aprende a lustrar tus pensamientos…
Procura que sean brillantes o que no sean… Aprende a dudar… Dudar es propio
de hombres inteligentes… Sólo los mezquinos y equivocados no dudan… Detrás
de la duda llega siempre una verdad parcial… La verdad absoluta te espera en el
Paraíso… Piensa bien y llenarás de oro tu alma… Escucha primero a la intuición;
después llegará la lógica… La intuición es otro regalo de Ab-bá… Vivir no quiere
decir acertar. Vivir es experimentar… Vivir lo bueno y lo malo para que después,
tras la muerte, nadie te lo cuente… Vive lo pequeño y descubrirás lo grande…
No prometas nunca; no es necesario: actúa… El mundo está sobrado de
palabras: necesita silencios… No os preocupéis por el azul del cielo; llegará el día
en el que os lo beberéis… Sed valientes: negociad con lo pequeño; merece la
pena… Lo pequeño te hará grande… Vive en aparcería con la humildad… Ventila
el alma con los cinco sentidos… Permite que la vista descubra tu propia luz…
Permite que el oído escuche tus pasos… Permite al olfato que huela la santidad
que te espera… Permite que el tacto siga dando envidia a los ángeles… Permite
al gusto que descubra nuevos horizontes… Mírate primero y aprenderás a
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mirar… ¿Deseas la libertad?: nada desnudo… No te excedas y mucho menos en
la cordura… La sensatez es deseable, pero está desértica… De vez en cuando
camina hacia atrás en los senderos de los sueños… Recupera deseos, aunque
sean infantiles… Si piensas como un niño, habrás madurado… Monta la vida a
pelo y disfrútala… Espera siempre lo imprevisto y sobrevivirás… Sazona cada
hora; ponle la sal justa… Pellizca la existencia sin miedo; es tuya… Recuerda que
nadie puede ser santo (perfecto) (aquí), pero sí las cosas… Humaniza lo
pequeño… Diviniza lo imperfecto… Aprende a mirar en cada ahora… La mirada
no miente… La mirada acaricia… La mirada enseña…”
El lunes 13 de diciembre del año 28, emprendieron la marcha hacia el
“yam” (mar de Tiberíades). Cubrieron los casi cincuenta kilómetros en cuatro
días. No había prisa. Y el 17, viernes, divisaron Betsaida Julias, al noroeste de
Nahum. Era la ciudad de Filipo, hermanastro de Herodes Antipas. Fue su gran
obra arquitectónica, junto a Cesarea de Filipo. La llamó Julias en honor a la hija
del emperador Augusto. Filipo, nacido en el año -4, era hijo de Cleopatra, una de
las muchas esposas de Herodes el Grande. Tenía tres años menos que el
Maestro. Había heredado los territorios que llamaban Panias, Traconítide,
Gaulanítide, Batanea y Auaranítide. Era un reino tranquilo y próspero.
La ciudad no era muy extensa, pero Filipo la había dotado de todas las
comodidades. Las murallas eran de piedra blanca. Las casas y los palacios eran
pequeños.
El grupo encabezado por el Maestro acampó al oeste, cerca de las
murallas, y al socaire de una enorme roca volcánica.
El domingo 19 de diciembre se presentaron dos correos de David
Zebedeo. Traían malas noticias. Procedían de Jerusalén. La curación masiva
registrada en la ciudad de Tariquea había alterado, un poco más, los ya
alterados ánimos del Sanedrín. Para colmo, la inesperada herencia recibida por
Jesús de parte de Abraham, el fariseo que se había pasado a las filas del
Maestro, conmovió –y de qué forma– a las castas sacerdotales. Trataron de
convencer a Abraham para que anulase la cesión, pero no lo consiguieron. Y por
último, según los mensajeros, la traición de los tres espías provocó un
cataclismo entre los “santos y separados” (fariseos). En esas últimas semanas,
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las reuniones de los fariseos, escribas y saduceos fueron constantes; más de
diez. “Hay que arrestar al impostor y ejecutarlo”, clamaban. Pero el continuo ir y
venir del Galileo hacía difícil la captura. Jesús y Andrés conversaron y se
mostraron de acuerdo: convenía extremar la prudencia y no provocar a los
sacerdotes. Y el miedo se instaló de nuevo entre los íntimos. Se suspendieron
las prédicas en público. Y el Maestro, siempre en compañía de la “tabbah”,
siguió haciendo “´im” en la ciudad de Betsaida Julias. Pedro era el más
asustadizo. Juan y Santiago de Zebedeo se limitaban a estar atentos y a corta
distancia de Jesús.
El domingo 26 de diciembre de ese año 28, llegó una visita inesperada.
Sobre la hora quinta (las once de la mañana), llegó con cuatro siervos que
cargaban la tradicional y célebre silla curul (el trono que servía para impartir
justicia). ¡Era Filipo, rey de aquellas tierras!
Era un individuo envejecido, estrecho y alto como una caña y ¡albino! El
cabello denso era pura plata. Lucía todas las arrugas del mundo y unas cejas
espesas e igualmente nacaradas. El bigote era blanco, largo y trabajado. Pero lo
más impactante era la mirada: azul transparente. Miraba de frente, sin miedo.
Caminaba descalzo. Sonreía por todo y en todo momento. No le preocupaba la
ropa. Vestía una sencilla túnica de lana, casi descolorida. No tenía escolta: Filipo
era muy querido por su pueblo. Era la excepción de la familia Herodiana. Sus
hermanos eran déspotas, crueles y miserables. Filipo era todo lo contrario:
humilde, magnánimo y pacífico. Su reinado –a pesar de sus coqueteos con
Roma– era suave y tranquilo. Sólo le interesaba leer y explorar, sobre todo las
profundidades del ser humano. De su padre, Herodes el Grande, sanguinario
como pocos, sólo heredó el afán por construir ciudades esbeltas y cómodas.
Andrés lo recibió con todos los honores. Y se excusó: el Maestro se
encontraba en las colinas, meditando.
Filipo tuvo que esperar dos horas. Pero no se sintió molesto. Al contrario.
Y aprovechó la ocasión para dialogar con los íntimos que se aproximaban a
saludarlo. Todos lo apreciaban, incluso el Iscariote. Filipo había conseguido que
sus súbditos no pagaran impuestos o abonaran lo mínimo. Y el rey preguntó de
todo: sobre la gira de predicación; hacia dónde se dirigían; ¿cómo fueron los
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últimos prodigios?... ¿Qué sucedió en Tariquea? ¿Era cierto lo de Caná? ¿Cuánto
dinero ganaba Jesús con los milagros? ¿Era verdad que sólo predicaba si tenía
una bella naranja en las manos? Andrés respondió a todo, a su manera.
Luego le tocó a Filipo. Era un explorador nato. Le fascinaban las
matemáticas. Seguidor de la obra de Arquímedes. Había leído a Parménides.
Le interesaba especialmente el concepto de infinito. Deseaba saberlo
todo sobre la eternidad. Su curiosidad era insaciable. Protegía los bosques como
nadie. Llamaba a sus árboles “sus hijos”. Y defendió otro gran sueño: sabía que
la uva crece mejor y más rápidamente si alguien le habla o si la acompaña la
música. En sus viñedos actuaban grupos de “susurradores” y de músicos. ¿Y qué
decir de su obsesión por los animales? Se hacía mil preguntas: ¿piensan?, ¿por
qué no ríen?, ¿tienen alma?, ¿de qué tipo?, ¿qué pasa con ellos después de la
muerte?, ¿hay ranas voladoras?, ¿por qué los delfines aman al hombre?, ¿por
qué los animales no mienten?
Filipo era un personaje fascinante… No viajaba sin su silla curul. En ella
impartía justicia, allí donde estuviera. La gente lo sabía y aprovechaba su
presencia para resolver toda suerte de pleitos. Poco después de la visita al
campamento se enamoró de Salomé, la hija de Herodías. Se casaron, pero no
tuvieron hijos. Murió tres años después que el Maestro, en el año 33.
Hacia la séptima (una de la tarde) llegó el rabí. Se saludaron cordialmente
y conversaron hasta la primera vigilia de la noche (puesta del sol). Los discípulos
se retiraron y el Maestro y Filipo hablaron sin testigos. Ni siquiera comieron.
Nadie supo qué temas trataron. El Galileo no comentó nada, salvo un pequeño
gran detalle: Filipo creía en el reino invisible y alado del Padre Azul y necesitaba
información. Jesús prometió dársela. A cambio, el rey sabio le garantizó
inmunidad en sus dominios. Podían predicar sin problemas. Nadie los
molestaría. Y si lo deseaba, el Maestro tendría protección armada, dinero y un
lugar en el que residir. Dentro de lo malo, fueron buenas noticias…
El 30 de diciembre, jueves, el grupo entró finalmente a Saidan. Los
recibieron como héroes. Fue el fin de la segunda y accidentada gira de
predicación. De los ciento diecisiete aspirantes a evangelistas, sólo resistieron
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setenta y cinco; el resto renunció y se fue a su casa. “Demasiado duro”, dijeron.
El Maestro –de acuerdo con Andrés– estableció dos semanas de descanso. Cada
cual se dedicó a lo que estimó conveniente: familia, trabajo, amigos…
El domingo 16 de enero del año 29 de nuestra era, apareció en Saidan el
pequeño gran hombre, Abner, y sus doce incondicionales. Abner había instalado
su cuartel general en Hebrón. Desde allí seguía predicando. Andrés lo invitó a
conversar y celebraron una larga y plomiza reunión en la que los veinticinco
discutieron sobre asuntos menores. Jesús se negó a participar en la asamblea,
tomó a Zal y se retiró a las colinas.
Al atardecer, cuando el Maestro entró en la “tercera casa”, donde se
hallaban reunidos los dos grupos, se hizo el silencio. Y la polémica se esfumó.
Jesús los contempló en silencio. Sabía qué anidaba en cada corazón.
Después se sentó junto a los litigantes y los observó con calma. No hubo
reproches. Algunos, avergonzados, bajaron la vista. Al cabo de unos segundos
de espeso e incómodo silencio, el Maestro dijo: “Mañana seleccionaremos a
diez mujeres para que colaboren en la difusión de la buena nueva”.
Pensaron que era una broma del Galileo. Pero no. Jesús hablaba en serio.
Al cabo de un minuto, la sala se convirtió en un gallinero. Todos gritaban. Todos
gesticulaban. Todos protestaban. Nadie hacía caso a nadie. Sólo Abner, Andrés,
los gemelos y Santiago Zebedeo siguieron impasibles y en silencio.
“¡Debemos agradecer a Yavé, bendito sea su nombre, que no nos haya
hecho mujer!”
La proclamación de Juan Zebedeo fue acogida con aplausos.
“¡La mujer es de nuestra propiedad! –gritó el Zelota–. ¿Por qué igualarla
al varón? ¡No es eso lo que dice Yavé, bendito sea su nombre!”
“¡Antes quemar la Ley que enseñarla a la mujer!”, sentenció Pedro.
El rabí permitió que se vaciaran. Protestaron y se lamentaron. El Galileo
se mantuvo sentado, serio y en silencio. Después, al retirarse, habló brevemente
con Andrés y con Abner y rogó que decidieran los diez nombres para el día
siguiente, lunes 17 de enero del año 29. Quedaron atónitos. La medida del Hijo
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el Hombre no tenía precedente. Las críticas lloverían de todos lo sectores. Y así
fue…
Abner y Andrés permanecieron toda la noche barajando nombres. No era
fácil. Eliseo asistió a las negociaciones, desconcertado. Las mujeres casadas
fueron rechazadas, por razones obvias, aunque se eligió a una de ellas, de
sesenta años, y exenta de obligaciones familiares. Finalmente surgieron los diez
nombres. Se trataba de mujeres –según comentó Andrés– que se habían
distinguido por su gran trabajo y dedicación a los enfermos del hospital de
campaña, en la playa de Saidan.
Resuelta la delicada elección, y con la aprobación del rabí, David Zebedeo
y sus correos se ocuparon de localizarlas y escoltarlas hasta el caserón de los
Zebedeo. Los discípulos las recibieron con malas caras. Andrés y Abner pelearon
para que fueran aceptadas como mensajeros. El éxito, de momento, fue escaso.
Las broncas y el malestar entre los varones se prolongaron durante días. Pero lo
peor estaba por llegar.
Continúa en el tomo II