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Maria Benedicta Daiber

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No se sabe qué admirar más de María Benedicta, si su sabiduría o su santidad; si su amor a la Biblia, palabra de Dios, su devoción a la Santísima Virgen, su conversión, o su amor a la Eucaristía, al sacerdocio y a los sacerdotes en particular,,,

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María Benedicta Daiber

«Voces que llaman»

María Benedicta Daiber

Amó a la Iglesia y se entregó por ella

Emilia García Martín

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«Voces que llaman» constituye el relato que María Benedicta Daiber hizo de su propia conversión.

«Amó a la Iglesia y se entregó por ella» completa la historia de su vida, escrita por su continuadora y colaboradora, Emilia García Martín.

(Texto reducido del libro original)

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Nihil obstat

El Censor Francese de P. Solà, S.J.

Barcelona, 21 de marzo de 1990

Imprímase

Jaume Traserra, Vicario General

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ÍNDICE

PRÓLOGO........................................................................................................5

VOCES QUE LLAMAN...................................................................................7

1. MI CONVERSIÓN.....................................................................................72. CONVERSIÓN DE MIS PADRES..........................................................253. ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE DE MI MADRE....................................33

AMÓ A LA IGLESIA Y SE ENTREGÓ POR ELLA.................................40

1. NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE (S. MATEO, 4:4)....................402. VIAJES FUERA DE CHILE, POR LATINOAMÉRICA........................503. APÓSTOL DE LA BIBLIA EN ESPAÑA..............................................554. EL MOVIMIENTO PRO ECCLESIA SANCTA....................................795. ÚLTIMOS AÑOS DE SU VIDA.............................................................95

TESTAMENTO ESPIRITUAL...................................................................104

CRONOLOGÍA..............................................................................................108

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PRÓLOGO

No se sabe qué admirar más de María Benedicta, fallecida en Febrero de 1987, si su sabiduría o su santidad; si su amor a la Biblia, palabra de Dios, su devoción a la Santísima Virgen, su conversión, o su amor a la Eucaristía, al sacerdocio y a los sacerdotes en particular —¡eran tantos los que guiaba con su santidad y sabiduría!—. Su amor al Santo Padre, sus cinco horas diarias de oración y su estado permanente en la presencia de Dios, entre otras virtudes, forman una excepcional santidad que la capacitó para colaborar muy eficazmente en la fundación y divulgación del maravilloso «Movimiento Pro Ecclesia Sancta». Es de admirar también su vivencia y estudio profundo de la Sagrada Escritura —la leía en hebreo, griego y latín con la misma familiaridad con que nosotros la leemos en castellano— y conocía a la perfección los matices intraducibles del hebreo y griego.

Valga solamente para una muestra, lo que ella me decía:

«Fíjese, Padre, me decía, no es lo mismo decir 'Ego vici mundum' (yo he vencido al mundo) (S. Juan 1: 33) que 'ego nenikeka ton kosmon' (yo tengo al mundo vencido), con la fuerza del perfecto griego, que indica una cosa pasada cuyo efecto aún perdura».

Su amor a LA PALABRA DE DIOS y al «Movimiento Pro Ecclesia Sancta», hizo que durante los dieciséis últimos años de su vida recorriera cada verano casi cincuenta conventos de clausura de toda España. En estas visitas ella exponía a las monjas magníficas lecciones y meditaciones bíblicas y les urgía a orar por los sacerdotes. Tuvo razón el hijo de una sobrina suya, al decir que su tía era la versión femenina de S. Pablo.

«Padre, ya no puedo más», me decía en los últimos años; pero ella continuó hasta la muerte. Había algo que podía más que ella misma y este algo era Dios.

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Que ella desde el cielo nos proteja a todos y a tantos millares de personas que alguna vez fueron sus alumnos y colaboradores en tantas obras, todas «por una Iglesia santa».

Con gratitud, Federico de Alemani y Ferrer, pbro.

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VOCES QUE LLAMAN

Por María Benedicta Daiber

1. MI CONVERSIÓN

Mi hogar

En un primer viernes de mes, el 2 de Diciembre de 1904, vine al mundo en un hogar protestante, más bien dicho, ateo. Fueron mis padres el médico Dr. Alberto Daiber y doña Hildegarda Heyne, profesora graduada en Basilea (Suiza). Las familias Daiber y Heyne eran protestantes desde los tiempos mismos de Lutero. Mi madre era la segunda esposa de mi padre. Su primera esposa le dejó un niño de dos años y murió repentinamente. Cuando el niño tenía siete años se casó mi padre con mi madre. Pasaron siete años más antes de nacer yo, cuando ya mi madre pensaba que no iba a tener hijos. Contaba mi padre que su madre hubiera deseado que él fuera pastor protestante, pero prefirió el estudio de la medicina; creyente hasta los treinta años, perdió la fe en Dios a esa edad y llegó al extremo de sostener la teoría de la generación espontánea. Precisamente por aquella época escribía opúsculos de divulgación científica sobre esas materias, opúsculos que yo a los doce años sabía casi de memoria. Además, en una época anterior a mi nacimiento, mi padre había sido masón durante once años, pero tuvo el valor de salirse de la masonería y divulgó sus experiencias en un opúsculo: «Masón durante once años», lo que le acarreó graves molestias. Fue milagro de Dios que no le mataran, pero por maquinaciones masónicas perdió su casa y todo

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lo que tenía y huyendo con mi madre y mi hermano se marcharon a Chile. Por eso yo soy chilena. Mis padres se hallaban ya en Chile, y con ocasión de un viaje que hicieron a Europa, nací en Stuttgart (Alemania), donde entonces residía mi abuela materna.

Mi madre, desde muy temprano, había adoptado como sistema filosófico un panteísmo que se confundía con el ateísmo de mi padre en el fondo, pero ponía en él la nota de poesía. La gran cultura de mi madre y su talento poco común sirvieron también a la difusión de las ideas panteístas, y mientras ella estaba esperando mi nacimiento, escribió un libro que durante largos años fue para mí la piedra de escándalo que me alejaba de la Iglesia Católica. Era una novela, y el protagonista, un religioso que, después de ásperas luchas, llegó según mi madre al panteísmo, como a la única concepción filosófica verdadera. Escrita con una convicción profunda, en un estilo admirable, lleno de poesía, la novela se titulaba «¿Qué es la verdad?», se difundió rápidamente y llevó el veneno de la incredulidad a innumerables almas.

Por lo demás, mi hogar hubiera sido un hogar modelo, si en él hubiera reinado la fe; los sentimientos elevados de mi madre y la rectitud de mi padre ejercieron en mi alma desde muy temprano su saludable influencia. Mi madre no quería acercarse a mí sino con ideas elevadas y sentimientos nobles y cuando experimentaba alguna contrariedad o molestia, esperaba que renaciera en su corazón la calma y la paz antes de darme el pecho.

Sin duda, por razones de conveniencia, más que por otro motivo, un primo mío, pastor protestante, me bautizó según el rito luterano en Febrero o Marzo de 1905. Este bautismo, que probablemente fue válido, no dejó, según parece, grandes huellas en mi vida y a los ocho o diez años era yo, naturalmente, una atea consumada. Mi padre repetía continuamente en mi presencia «No hay Dios», Y como yo admiraba el talento de mi padre, aceptaba sin discusión esta afirmación monstruosa.

Al toque de las campanas

Pero la Providencia Divina velaba por mí. Mi padre creyó conveniente establecerse de nuevo en Chile por segunda vez en

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1909, y después, definitivamente, en 1913. Precisamente ese año (1913) tuvo lugar el primer toque de la gracia que recuerdo. Un día, domingo, me despertaron las campanas de la Iglesia parroquial del pequeño y pintoresco pueblecito del sur de Chile donde acababa de establecerse mi padre como médico del hospital. Este pueblecito era Puerto Octay, a orillas del hermoso lago Llanquíhue. Ese día, domingo, el sol iluminaba mi cuarto y lo llenaba todo de luz. Al toque de las campanas me senté en mi camita y junté instintivamente las manos y, movida por un impulso misterioso y con la intención clara y precisa de invocar a la Madre de Dios, repetí tres veces su Nombre dulcísimo: «María... María... María... » Y largo rato estuve como absorta en algo que entonces no sabía definir y que hoy llamaría contemplación, penetrada por la inefable suavidad de ese nombre celestial.

Pero, ¿cómo fue posible que yo invocara a María? Es difícil explicarlo. Había llegado a saber algo de la Madre de Dios de la manera siguiente: jugando un día con otras niñitas, una de ellas me preguntó «¿Qué eres tú, católica o protestante?». Grandemente sorprendida contesté: «No sé; voy a preguntárselo a mi mamá.»

«Mamá, ¿qué soy, protestante o católica?». Un poco perpleja, mi madre replicó: «Hum... bueno, di que eres protestante.» «Y ¿cuál es la diferencia?», pregunté. «Es que los católicos adoran a una tal María, Madre de Jesús». Así llegué a saber que los católicos rendían culto a María Santísima y la creían Madre de Dios; pero jamás me parece la hubiera invocado, yo que en nada creía, si el Señor con su gracia no me hubiera impulsado a ello tan dulce y fuertemente.

Desde entonces existía en mi alma el amor a María Santísima, que no tardó en manifestarse, y si mis padres hubieran sido perspicaces, habrían podido sospechar y predecir mi futura conversión, y por consiguiente la habrían impedido. Pero el Señor los cegó en este punto de manera extraña. Como en Puerto Octay la mayoría de los habitantes eran católicos, oía hablar algunas veces de la Santísima Virgen. Sabía, que se celebraba con gran solemnidad la fiesta de la Inmaculada y, desde que lo supe, declaré a mi madre, que me instruía en todo ella misma para impedir que fuera a un colegio que no era de su agrado, que yo deseaba tener asueto el 8 de Diciembre. En Puerto Octay solamente había una

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escuelita parroquial a donde iban todos los niños, tanto católicos como protestantes. Como estudiaba mucho, creyó mi buena madre que un día de descanso me vendría bien y accedió a mis ruegos. El 8 de Diciembre es el día tradicional de la primera comunión de los niños. Yo veía pasar a las niñas vestidas de primera comunión. Preguntaba: «¿Qué pasa, por qué se visten así?». «Bueno me contestaban «¡es el día de la Purísima!», «¡Ah, una fiesta en honor de María, la Madre de Jesús!, quiero celebrarla». Desde entonces, todos los años celebraba ya la fiesta de la Inmaculada de esta forma. Pronto supe que había otra gran fiesta en honor de María, la Asunción, y quise celebrarla de la misma manera. Por fin, agregué también la de la Purificación.

Además, demostré gran entusiasmo por una estampa de la Santísima Virgen que había caído juntamente con otras en mis manos. Estas estampas llegaron a mis manos de la siguiente forma. Para que no estuviera sola al instruirme mi madre, tomó a otra niña, un poquito mayor que yo, llamada Matilde, pero que le llamábamos Tila, y nos instruía a las dos. Tila tampoco era católica, pero tenía un hermanito que iba a la escuela parroquial y muchos días volvía el niño con estampas de colores bien chillones, de esas que les gustan a los niños, y Tila y yo mirábamos y le pedíamos que nos diera algunas. Él nos daba las estampas que queríamos. Desde entonces me complacía en hacer capillitas, adornarlas con las estampas que tenía, hacer un altar y celebrar la primera comunión de mis muñecas. A nadie le llamó la atención este juego que se repetía casi a diario: mis padres, gracias a Dios, estaban ciegos. ¡María, mi dulce María, velaba por mí!

La Biblia en mis manos

Tenía doce años más o menos, cuando cayó en mis manos una Biblia protestante; suavemente María me quiso llevar al amor de Cristo. Tengo que confesar que literalmente devoré los Santos Evangelios y por primera vez comprendí el vacío inmenso que deja en el alma la falta de fe. Acurrucada en un rincón de mi cuarto, lloraba a mares de pena, porque no podía creer que ese Jesús tan bueno, tan suave y misericordioso fuera el Hijo de Dios. «¡Si no hay Dios! —me decía—, pero ¡qué daría por tener fe!» Desde entonces

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traté de descubrir la verdad y todavía me veo, en las tardes de verano, pasearme por el corredor de la casa, contemplando la puesta del sol y filosofando acerca de la causa primera y fin último de cuanto existe. A los doce o trece años me atormentaban ya estas preguntas: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿por qué existo? Y la vida me parecía triste, sin sentido, vacía.

Al mismo tiempo, mi madre quiso enseñarme historia eclesiástica, y yo la escuchaba con avidez. Pero, ¡ay!, era la historia vista a través del odio a la Iglesia, y bebí a torrentes ese odio satánico en las enseñanzas de mi madre. Era el odio al Papa, el odio al Clero, el odio a la Compañía de Jesús. Y sin embargo más de una vez me declaré a favor de la Iglesia y discutía con mi madre en una forma original: «Mamá, no me podrás negar que tal Papa fue hombre de talento. Lo admiro y me entusiasma.» 0 me animaba a despreciar el protestantismo y a manifestar mi odio por Lutero. Más de una vez, mi pobre madre, no poco escandalizada por esa antipatía mía por el protestantismo, quiso convencerme de su excelencia. Invariablemente era mi respuesta: «El protestantismo no tiene lógica: los protestantes no están de acuerdo respecto de lo que creen, y eso es absurdo». Por las enseñanzas de mi madre, de historia eclesiástica, conocía perfectamente la división y subdivisión (el protestantismo en innumerables sectas), debido a que cada secta interpreta la Biblia a su manera libremente, y el miembro de una secta que no está conforme con la doctrina de la misma, se independiza a menudo y forma secta aparte, como sucede aun hoy día. Yo comprendía muy bien que esta libre interpretación de la Biblia tiene como consecuencia la más desastrosa confusión Y era imposible para mí aceptarla. Es demasiado evidente que un libro no se explica por sí mismo, sino que necesita una autoridad competente que lo interprete. Yo no podía admitir que esa autoridad fuera, como pretenden las sectas, el Espíritu Santo, porque tratándose de doctrinas opuestas y a menudo contradictorias, habría tenido que admitir que el Espíritu Santo se contradecía a sí mismo. Por consiguiente, al convertirme a la religión católica, me parecía lógico y razonable y no me ofreció ninguna dificultad aceptar plenamente el magisterio de la Iglesia, que es la única que interpreta auténticamente las Sagradas Escrituras.

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Pero el veneno que se me infundía obraba en el fondo de mi alma y llegué a un odio apasionado, destructor. ¡Quise combatir a la Iglesia, quise arrebatar a otras almas el tesoro de la fe! Mis tentativas, por suerte, fueron infructuosas: María, mi Madre dulcísima, seguía velando por mí, aunque yo no lo sabía.

Una poesía

Cuando estalló la guerra en 1914, mi padre quiso volver a Europa por Italia, país entonces neutral. Dios, que tenía otros designios, me envió en su infinita misericordia una enfermedad tan grave, que estuve seis semanas entre la vida y la muerte. Solamente en Febrero de 1915 comencé a reponerme lentamente, tan lentamente que el viaje quedó postergado y se renunció a él del todo, al entrar Italia en la guerra.

Retenido, pues, por la fuerza en Puerto Octay, mi padre entró en relaciones con los dos Padres Jesuitas que tenían a su cargo la parroquia. Uno de ellos, antes de entrar en la Compañía, había sido oficial del ejército alemán. Sacerdote de gran cultura y talento y de criterio amplio, lleno de un ardiente celo por las almas, se animó el buen P. Guillermo a tratar con frecuencia e íntimamente a mi padre. Así llegaron a mis manos los primeros libros católicos y algunas revistas. Mi padre no se interesó por los libros, y en las revistas no leía más que las noticias políticas, pero yo, que lo leía todo, devoré también los libros del Padre Guillermo.

Y he aquí un nuevo toque de la gracia: encontré en una revista una poesía a María Santísima, la aprendí de memoria y me repetía incesantemente esos versos que no eran sino un prolongado y ardiente acto de amor a la Madre de Dios. ¡Yo amaba a María! Respecto a esa poesía, recuerdo un pequeño incidente con mi madre. Un día le recité esos versos con entusiasmo, y ella exclamó: «¡Un día te harás católica!» Yo hice una mueca de desprecio: «¿Católica? No creo en nada... Sin embargo, mamá, el día que yo crea en Dios seré católica, porque el protestantismo no tiene pies ni cabeza.» No recuerdo qué respondía mi madre, pero no me cabe duda de que a María Santísima debo mi conversión.

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Pero el odio a la Iglesia se mezclaba con mi amor a la Virgen Inmaculada y sobre todo el odio al sacerdote. «El Padre Guillermo, me decía mi madre, es una excepción, porque antes de ser jesuita —los jesuitas son los peores de los frailes— fue oficial del ejército. Los demás son unos hipócritas que explotan al pueblo y no creen lo que enseñan, fuera de algún viejo ya casi demente». Cuanto me decía mi madre era para mí dogma de fe.

Sucedió que un día me ordenaron que fuera a la casa parroquial a devolver algunas revistas. El Padre Guillermo había salido y estaba únicamente el Padre M., su superior: un anciano amable que tenía gran predilección por los niños y se complacía en repartirles golosinas y frutas. Aquel buen Padre no pudo nunca retener mi nombre y me llamaba de cualquier manera las pocas veces que me veía. Cuando nací mis padres me pusieron Hildegarda, como mi madre. Fue al bautizarme en la Iglesia Católica cuándo tomé, como no podía ser de otra manera, el nombre de María. Ese día el P. M. me llamó «Crescencia». Amable, como de costumbre, con una sonrisa bondadosa, me preguntó «Crescencia, ¿quieres servirte unas cerezas?» Horrorizada de tamaña oferta —¡venía de un fraile!— exclamé: «No, Padre, gracias: tengo mucha prisa, me esperan en otra parte.» «Pero, chiquilla, no tengo que subir al árbol a cogerlas. Las tengo aquí muy a mano; aguarda un momento... » «No, Padre, no; tengo que irme», grité y eché a correr hasta llegar a casa, sofocada, indignada, a declarar a mi madre: «Prefiero morirme de hambre, antes que aceptarle nada a un fraile.» ¡Oh, con qué compasión y ternura infinita me estaría mirando desde los esplendores de su gloria el sumo y eterno Sacerdote Jesucristo, que algunos años después iba depositar en mi alma ese profundo amor sobrenatural al sacerdote, que me llevaría a ofrecer todas mis oraciones ante todo por la santificación del clero!

Frente a un cuadro

Pero era tiempo de que Jesús me llamara claramente y comenzara a doblegar mi voluntad rebelde. Una nueva gracia, que no vacilo en clasificar y calificar de extraordinaria, iba a dejar en mi vida una huella indeleble. ¡Y fue un acto de odio a Cristo, el que iba

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a dar margen esa gracia! Tenía yo aproximadamente quince años y un día mi padre me llevó consigo al hospital. Era un pequeño paseo, pues el hospital distaba de casa unos veinte minutos y había que atravesar todo el pueblecito. Siempre acompañaba yo con gusto a mi padre, y mientras él visitaba a sus enfermos, me quedaba en un saloncito, que las manos de las religiosas habían arreglado con primor y cuyas ventanas me permitían contemplar el lago y la cordillera.

Mas naturalmente no habían querido prescindir las religiosas de un cuadro del Sagrado Corazón del cual mi padre se burlaba continuamente. Ese cuadro encarnaba para mí, por decirlo así, todo cuanto odiaba en el catolicismo. Así es que un día me provocó el cuadro de aquel Corazón que tanto ha amado a los hombres, a un violento movimiento de ira. Me coloqué frente a él y amenazándolo con ambas manos, le dije interiormente que le odiaba, que odiaba a su Iglesia y a sus sacerdotes y por consiguiente estaba resuelta a hacer todo el mal posible a esa Iglesia. En ese mismo instante oí (no sé si realmente o si únicamente resonaron en el fondo de mi alma) estas palabras: «Y YO TE VENCERE».

Aterrada, toda trémula, presa de espanto, volví las espaldas al cuadro y por primera vez comprendí que un día, yo, que odiaba tanto a la Iglesia, sería católica. Experimenté una gran angustia y un miedo imposible de expresar en palabras. No confesé a nadie lo sucedido, pero durante meses me negué a acompañar de nuevo a mi padre al hospital. No quería encontrarme otra vez a solas con Jesús...

Mis deseos de conocer la religión católica se hicieron irresistibles; pero si deseaba conocerla, era por odio: hay que conocer a un enemigo para saberlo combatir, me decía. La ocasión de satisfacer ese deseo se me presentó de la manera siguiente: mis padres, pensando en mi porvenir y queriendo asegurarme una carrera, decidieron enviarme a Santiago para terminar las humanidades y dar el bachillerato.

En Marzo de 1922, a los diecisiete años, mi padre me dejó en casa de la señora B., en Santiago, cerca de la Parroquia de San Saturnino y cerca también del Liceo donde debía terminar mis

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estudios. Sin saberlo yo, María Inmaculada me había llevado junto a sí y preparaba mi conversión.

Era en plena cuaresma, cuando había llegado a la capital y comencé a meditar cómo podría llevar a la práctica mis deseos de conocer la religión. Observadora hasta el exceso, traté en primer lugar de estudiar el ambiente del Liceo; ambiente frívolo y hostil a la religión. Quise asistir a la clase de religión de D. Samuel, pero una de las profesoras, sabiendo que yo no era católica, me lo impidió. En vista de esto me resolví a escribir a D. Samuel y averigüe disimuladamente su dirección. Al mismo tiempo manifesté a una compañera mis deseos de oír Misa, y ella, más amable que la profesora, prometió llevarme a Misa a San Saturnino, el Domingo de Pascua.

La señora B., en cambio, era protestante fanática y se escandalizó al saber que yo no creía en nada. Más aún, resolvió llevarme el mismo día de Pascua, por la tarde, a la iglesia protestante. Yo, que quería conocerlo todo, estaba dispuesta a complacer a la señora B., y experimentaba una gran curiosidad, porque tampoco conocía el culto protestante. ¿Cuál sería el resultado de mis observaciones el día de Pascua? Era fácil preverlo.

El único rincón desocupado

En la mañana de esta fiesta, que será siempre para mí la más amada, porque señaló para mi alma una verdadera resurrección, me llevó mi compañera a San Saturnino. Llegamos algo tarde y no encontramos asiento. ¡Permisión divina! ¡El único rincón desocupado eran las gradas del altar de María! Era, sin embargo, imposible ver desde aquel oscuro rinconcito el altar mayor y no pude darme cuenta del Santo Sacrificio. Pero estaba a los pies de María, la «Virgen de los rayos», como oí llamar después a esa imagen, y por primera vez en mi vida me sentí feliz, con una felicidad celestial, cuya dulzura me hacía desfallecer deliciosamente. Salí de la iglesia fortalecida, radiante de felicidad, lo que exasperó a la señora B.

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La tarde fue tristísima: una fría reunión en la capilla protestante, que consistió en algunos cánticos, el Padrenuestro y una plática hecha sin calor ni convicción. Me di cuenta de la diferencia y resolví no poner más los pies en una iglesia protestante.

El domingo siguiente volví a San Saturnino, pero no me atrevía a apartarme del altar de María. La miraba a la Madre Inmaculada y le decía que, aunque no creía en Dios, creía en Ella, mi Madre. Cuántas veces, sin darme cuenta de la contradicción singular entre mi afirmación y mi ateísmo, le repetía con apasionada ternura: «¡Madre, Madre mía!»

Dialogando

Entre tanto, D. Samuel contestó amablemente a mi carta, y me indicó la casa de una inspectora del Liceo, mi futura madrina para una primera entrevista. Naturalmente, me presenté el día indicado, pero llena de desconfianza y resuelta a fingir disposiciones interiores que no tenía, porque evidentemente no podría confesar al buen sacerdote mi deseo de conocer la religión para combatirla. Me preguntó D. Samuel si deseaba hacerme católica. —«No, señor.» —«Entonces, ¿con qué objeto quiere usted estudiar la religión católica, señorita?» —«Me interesa conocerla, como me interesa cualquier sistema filosófico». —«Y si la convenzo, señorita, ¿se hará usted católica?» —«Es que usted no me va a convencer, señor.» —«Pero, ¿Si la convenzo?» —«Ya le he dicho que no me convencerá.» —«Pero, dígame, si yo la convenciera de que la religión católica es la única verdadera, ¿se haría católica?» —«Si usted me convenciera realmente, sí, señor».

Quiso el buen sacerdote comenzar por refutarme el protes-tantismo; pero, con una mueca de profundo desprecio, le manifesté mi aversión por esa religión «sin pies ni cabeza» y me declaré atea. —« Pero ¡si no hay ateos!», exclamó D. Samuel. —«¿Que no los hay?, pues aquí estoy yo para probar lo contrario: soy atea convencida. ¡Pruébeme la existencia de Dios!», le repliqué. El buen sacerdote tuvo que resignarse a probarme lo que le pedía y sucesivamente, en una clase semanal, me expuso los argumentos más convincentes.

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Comenzó el sacerdote por hablar del orden maravilloso que reina en el universo y de la necesidad de admitir un ser supremo, autor de ese orden: me habló del encadenamiento de causas y efectos y cómo es preciso admitir la existencia de un ser, causa primera de cuanto existe. También me mencionó la existencia de la ley moral y la creencia universal del género humano. El argumento decisivo para mí, empleado por D. Samuel y desarrollado después en forma clara e irrefutable por un profesor del Seminario, que continuó las instrucciones y que me impresionó profundamente, fue el del primer motor inmóvil, expuesto tal vez en una forma original: todo movimiento, y en general todo cambio —nacer, crecer, desarrollarse—, que del huevo salga un pollo, de la semilla una planta, o que un niño crezca y llegue a la edad adulta, que el ignorante adquiera conocimientos, que el ser humano se perfeccione moralmente etc., todo esto no es posible sin un factor exterior que provoque este cambio. Ahora bien, todo cambia en el universo, luego hay que admitir la existencia de un Ser supremo, causa primera de todo este movimiento, y que a su vez no esté sujeto a cambio alguno; un Ser eterno, inmutable, infinito, perfectísimo, etc. Este argumento me hizo una impresión tan honda, que andaba por la calle meditándolo continuamente y, ¡cosa curiosa!, durante más de veinte años de vida espiritual ha sido fuente de luz para mí, me ha mostrado la grandeza de Dios y mi propia pequeñez, y me ha enseñado a entregarme de lleno, yo que soy nada, al Dios infinito que lo es todo.

Todo fue inútil; refuté todos sus argumentos, o, más bien, puesto que los había irrefutables, me negué a admitirlos. Mayor éxito tuvo mi futura madrina, que consiguió de D. Samuel un devocionario para enseñarme las oraciones. Entonces aprendí el Avemaría, la Salve, el Acordaos, el Bendita sea tu pureza, y la jaculatoria «Oh María, sin pecado... », y en las tardes, al toque del Ángelus, hacía mi visita a la Madre de Dios, me arrodillaba ante su altar y le repetía una y otra vez las oraciones que había aprendido.

Conductas contrastadas

Si D. Samuel no logró convencerme de la existencia de Dios, obtuvo, sin embargo, un resultado que él no sospechó jamás. Mí

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convicción íntima era que los sacerdotes no creían y sólo explotaban la credulidad del pueblo. Y pude observar que D. Samuel se sacrificaba por mí, por puro amor a Dios. Apenas terminado su almuerzo, a veces con una lluvia torrencial, a pie, se dirigía el buen sacerdote a casa de mi madrina, a pesar del cansancio que sentía y que yo notaba.

Descubrí, además, que siendo él muy nervioso y que se impacientaba a menudo, luchaba generosamente consigo mismo por vencer este defecto. Lo veía con frecuencia de rodillas en una iglesia cerca del Liceo, en intensa oración, y todo esto me impresionaba profundamente.

«Tanta abnegación me decía no puede existir en un alma que no cree. Este sacerdote vive su fe». Y entonces seguí razonando: no es cierto que todos los sacerdotes católicos sean unos hipócritas; mis padres me han engañado en este punto. ¿Acaso no pueden haberme engañado involuntariamente, por supuesto, en lo demás? ¿Será la religión católica la verdadera?

Entretanto la señora B. estaba exasperada al verme simpatizar con la religión católica; me exigió que de un día para otro abandonara su casa, no me admitía más a la mesa y me hizo servir la comida en mi cuarto. Dios sabe cómo. No contenta con eso, declaró que tenía en su poder «cartas que me habían escrito sacerdotes católicos» y que daría cuenta de todo a mis padres. Parece que ella me había sustraído la carta de D. Samuel y la había leído a escondidas. Efectivamente escribió la señora B. a mis padres acusándome de querer hacerme católica y agregando que mi conducta en el Liceo era pésima. Dios permitió así que ella mezclara lo verdadero con lo falso, para que mis padres no entraran en sospechas, pues un certificado de excelente conducta que me dieron mis profesores les convenció de que la señora B. me calumniaba y no dieron importancia a lo que les decía, acerca de mis deseos de hacerme católica.

En dos días encontré otro alojamiento en casa de la señora D., que no se metía en asuntos religiosos. Pero la tempestad había llegado al Liceo, y D. Samuel, por prudencia, se negó a continuar las lecciones que me hacía. Yo estaba, sin embargo, decidida a llevar el asunto adelante y por consejo de mi madrina me dirigí a un profesor del Seminario, de gran talento, que continuó las clases de

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religión, durante dos meses más, pero sin poder convencerme tampoco de la existencia de Dios. Un día, por fin, ya no supe que replicar a los argumentos de terrible lógica que me exponía el sacerdote, y él me preguntó si estaba convencida, «Convencida, sí, pero... no creo.» «La fe replicó es un don de Dios, y yo no puedo dársela.» «Y si usted no puede darme la fe, ¿con qué objeto —le dije decepcionada— hablo con usted?» «Usted debe pedir la fe a Dios en humilde oración.» «¿Cómo pedirla a ese Dios en quien no creo?» «No hay más remedio: es preciso pedirla.» Así comencé a hacer esa súplica original: Dios mío, si acaso existes, dame la fe.

¡Ahí está Dios!

En aquel año de 1922 se debía celebrar en Santiago, en el mes de Septiembre, el 11 Congreso Eucarístico Nacional, y, si mal no recuerdo, en el mes de Julio hubo una procesión preparatoria con el Santísimo Sacramento. Mi madrina que por enferma no podía seguir la procesión, me llevó a la plaza Brasil, para que viera pasar a Nuestro Señor. Así vi por primera vez a Jesús Hostia y vi lo que ven todos, nada más. Pero lo cierto es que al ver la Hostia Santa, tuve la seguridad absoluta: «Ahí est Dios»; sentí también de tal manera la presencia de Dios, que arrastré a mi pobre madrina en pos de Jesús Sacramentado, hasta la iglesia a la cual se dirigía la procesión. En aquel instante creí en Dios.

Más fuerte aún fue otro toque de la gracia, pues como seguía repitiendo el «Dios mío, si acaso existes, dame la fe», un día fue tal la luz que tuve sobre las verdades de nuestra fe, que me quedé plenamente segura y convencida de que la religión católica es la única verdadera.

Quedaba sólo un punto oscuro, la infalibilidad del Papa, punto que, además, en las clases de religión no se me había alcanzado a explicar; pero esta pequeña duda, que era más bien ignorancia, jamás me habría impedido dar el paso definitivo.

Yo me di cuenta de que debía hacerme católica, y en la mañana del 13 de Agosto, radiante de felicidad, me presenté a mi madrina para declararle que creía y que deseaba hacerme católica, y esa alma sencilla y buena, pero de poca experiencia en la vida

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espiritual, quiso precipitar mi conversión: ¡la fiesta de la Asunción de María habría sido tan hermosa para ella, si yo hubiera comulgado a su lado! A toda prisa comenzó mi madrina a prepararlo todo, y yo consentía en cuanto ella me decía, sin contar con mi pobre corazón, demasiado amante aún de los míos.

Tenía la fe, es verdad, y me daba cuenta cabal de que debía hacerme católica; y yo y no otros, me decía: o me hago católica o me condeno. Durante el año que aún faltaba para el paso decisivo, tuve constantemente esta convicción: estoy jugando con la gracia y me pongo temerariamente en el peligro de condenación eterna. Pero ante mis ojos se levantaba, formidable, un gran obstáculo: el amor a mi familia.

Aquella noche

Aquella noche del 13 al 14 de Agosto me acosté con el rosario en las manos, tranquila y feliz, porque había encontrado la fe. A las pocas horas desperté, presa de angustia indecible; pensé en mis padres, recordé sus ideas hostiles a la Iglesia, se me presentó el profundo dolor que les causaría mi conversión y cómo interiormente me separaba de ellos. Por otra parte, Dios me atraía, y se libró en mi alma, aquella noche, una lucha formidable que terminó al amanecer con la derrota de Dios. Resolví no hacerme católica y se lo comuniqué a mi madrina, que tuvo que resignarse a no verme comulgar a su lado el día de la Asunción, y solamente sabía atribuir al demonio lo que había pasado en mi alma.

Naturalmente, quise justificar mi conducta y me parecía muy incómodo tener fe; por lo tanto, traté de perderla. Y busqué toda clase de libros que atacaban a la Iglesia para destruir esa fe que Dios me había dado. A toda costa quise volver al panteísmo, pero cuando creía haberlo logrado en ciertos momentos, siempre de nuevo renacía en mi alma atormentada la fe católica.

Más o menos seis semanas duraron las tentativas por perder la fe; después de haber devorado aquellos libros impíos, que yo misma refutaba con suma facilidad, dejé de luchar en contra de Dios, y me entregué‚ a mis angustias íntimas, que se debían al temor de contrariar a mis padres. Eran semanas y meses de

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indecible sufrimiento, en que mi solo consuelo era pasar largas horas de silenciosa adoración a los pies de Jesús Sacramentado, oír todas las Misas que podía, e ir de vez en cuando al Convento de los Padres Capuchinos, porque allí un Padre anciano y venerable trataba con bondad paternal de sostenerme en mis luchas, y consolarme. Así terminó aquel año de 1922, y en Enero de 1923, agotada y enferma física y moralmente, volví a Puerto Opta a pasar las vacaciones.

El único tesoro

Unos de los sufrimientos más duros para mi alma en aquellas vacaciones fue la privación de la Santa Misa. Los dos últimos meses, en Santiago, había asistido a ella casi diariamente y los domingos, por lo general, oía dos o más misas. En ella encontraba luz, consuelo, fuerza y paz. Pero una vez en casa de mis padres, tuve que resignarme a estar privada de lo que ya entonces era para mí el único tesoro. Una sola vez les arranqué el permiso de oír Misa, el domingo de Quincuagésima. Pero «pueblo chico, infierno grande», la gente que sabía que no era católica, observó con espanto que yo sabía perfectamente seguir la Santa Misa, y comenzaron los comentarios: «¿La hijita del doctor se habrá hecho católica? Parece que ya lo fuera... No, sino que piensa bautizarse... » Naturalmente, llegaron estos comentarios a oídos de mi padre, que afortunadamente no los tomó en cuenta, pero yo no me atrevía a repetir la tentativa.

Todas las tardes, desde mi cuarto, hacía en espíritu una visita a Jesús Sacramentado y miraba por la ventana la torre de la iglesia parroquial. A veces, sin golpear, entraba mi madre y yo casi no sabía cómo disimular que había estado de rodillas en intensa oración. Mi madre, naturalmente, entró en sospechas, pero prefirió callar para no alarmar a mi padre. Yo sufría terriblemente y me sentía sin fuerzas para seguir viviendo en medio de tantas angustias, de modo que comencé‚ a pedir al Señor me diera la paz interior, aunque comprendía muy bien que sin una gracia especial de Dios no podría encontrarla antes de hacerme católica.

Sin embargo, bien veía el Señor que yo había llegado realmente al límite de mis fuerzas, y tuvo compasión de mí. Una

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paz inefable, llena de consuelo sensible y de inmensa dulzura comenzó a invadir mi alma, y bajo su benéfica influencia recobré poco a poco mis fuerzas físicas. Me sentía revivir.

Llena de dulce paz, abandoné en Marzo de 1923 el pintoresco pueblecito de Puerto Octay y volví a Santiago, acompañada de mi padre, que había resuelto establecerse allí. Mi madre debía seguirnos algunas semanas después. Nueva dificultad: estando con mi padre, ¿cómo oír Misa? Pero me valía de toda clase de estratagemas y pretextos y no falté ningún domingo.

¡Qué momentos de dulzura celestial experimentaba mi alma durante el Santo Sacrificio! Y como mi alma había encontrado la paz, fui de nuevo ingrata a mi Dios, porque precisamente lo que buscaba en la religión era la paz y la había encontrado sin hacerme católica. Entonces, ¿con qué objeto daría yo el paso decisivo?

Una frase

Para encontrar algún pretexto que justificara mi actitud, alegaba la infalibilidad del Papa, único dogma del cual no estaba convencida. Es un error común entre los protestantes y que aprendí de mi madre imaginarse que infalible significa a un tiempo el no estar sujeto a ningún error y ser impecable. Generalmente objeta el protestante al católico que le habla de la infalibilidad del Papa, que ha habido Papas malos, y yo también hice esa objeción. Me imaginé que la infalibilidad consiste en que cada palabra del Papa era inspirada por el Espíritu Santo, y no estaba dispuesta a admitir esto.

Pero fácilmente me resolvieron esta dificultad mis amigas y el sacerdote que después había de bautizarme. ¡Yo había creído que cada palabra salida de boca del Romano Pontífice debía aceptarse como infalible! Una vez que se me explicó el verdadero sentido del dogma —y que la infalibilidad no es ni la inspiración, ni la impecabilidad, y que el Papa solamente es infalible, o sea que Dios lo preserva de todo error, cuando como Doctor de la Iglesia universal expone las verdades reveladas—, lo acepté sin la menor dificultad y se desvanecieron todas mi dificultades.

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Pero no quería dar el paso definitivo; no tenía valor de pasar por encima de mis padres, a quienes amaba aún más que a Dios.

Y entonces por primera vez, aquel Padre capuchino anciano y venerable, que siempre había tenido conmigo una paciencia sin límites y una bondad inagotable, me dijo estas palabras: «Hijita, ahora estás jugando con la gracia. ¡Acuérdate que la gracia pasa y no vuelve más!» Esta frase me aterró, porque comprendía demasiado bien su significado, Y resolví por fin decir abiertamente a mi madre que quería hacerme católica.

Fue un día, domingo, del mes de Julio, al volver de Misa, cuando tuve el valor de presentarme a mi madre para decirle: «Mama, acabo de tomar una resolución irrevocable: me haré católica» La escena no puede describirse con palabras.

Mi pobre madre, tan suave y amable de costumbre, lanzó un grito: «¿Tú, católica? ¡Primero muerta que católica!» Y gemía y lloraba que partía el alma. «He perdido a mi hija, mi única hija; me espera una vejez sin consuelo. ¡Degenerada, reniegas de tu raza y de la tradición de tu familia! Por lo menos espera hasta la muerte de tu padre; porque si él llega a saberlo, será su muerte, ¿Quieres asesinar a tu padre? ¡Jamás te daré permiso para hacerte católica, mientras él viva!»

Pocas veces en mi vida he experimentado un desgarramiento interior semejante al que sentí entonces. Pero al mismo tiempo experimenté cómo la gracia me sostenía poderosamente y me mantuve firme e inflexible. Durante seis semanas traté repetidamente de arrancar a mi madre su consentimiento, y, como siempre se repetían de nuevo las mismas escenas dolorosas y no podía tampoco hablarle a mi padre, resolví dar el paso decisivo sin esperar más tiempo. Y así dije a mi madre: «Aunque sea sin tu consentimiento, un día saldré protestante de casa y volveré católica.» Me dirigí entonces al señor Rector de la Universidad Católica y le pedí hacer los trámites necesarios en el Arzobispado para que pudieran bautizarme bajo condición el 8 de Septiembre, fecha que yo misma fijé parla mi bautismo por ser fiesta de la Santísima Virgen, que, además, aquel año, por feliz coincidencia, era sábado.

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«Me he hecho católica»

Llegó por fin ese día tan deseado, y a las cuatro de la tarde, en la iglesia de las Carmelitas —el antiguo «Carmen de San José‚», que después fue demolido— me bautizó el Sr. Rector. Terminada la ceremonia, entonaron las Carmelitas el «Magnificat». Con santa impaciencia, exigí que mi primera comunión tuviera lugar al día siguiente, aunque el Sr. Rector quiso fijarla para la fiesta del Dulce Nombre de María. «Me he hecho católica para comulgar», le dije, y el sacerdote accedió a mis ruegos. Al día siguiente hice, pues, mi primera comunión en la capilla de la Universidad Católica. Sin embargo, aunque yo tenía una tranquilidad profunda, esa tranquilidad que se siente cuando se cumple la voluntad de Dios, ni el día de mi bautismo, ni el de mi primera comunión, tuve consuelos sensibles. Solamente al comulgar por segunda vez, el día del Dulce Nombre de María, experimenté en toda su extensión la dicha inmensa de ser católica, y ese sentimiento de gozo y felicidad duró semanas y meses.

El día de mi primera comunión, por primera vez en mi vida, no tomé desayuno con mis padres, y esto bastó para excitar las sospechas de mi madre. Entonces el ayuno eucarístico, como recordarán, obligaba desde las doce de la noche anterior. Aquella mañana me serví el desayuno con mis padres y, mirando el reloj, dije a mi padre: «papá, mira que tarde es, aun he de arreglar mi habitación y me esperan mis amigas. ¿Puedo llevarme a mi habitación el desayuno?» «Si, hijita», dijo mi padre. Para disimular había organizado con mis amigas un paseo. Subí a mi habitación, tiré el café por la ventana, metí el pan en el armario y salí corriendo.

Al volver a casa, ella me salió al encuentro y sin rodeos me preguntó: «¿Qué has hecho?» «Me he hecho católica», respondí con firmeza. Y se renovaron las escenas de los meses pasados... Pero, ¿qué me importaba ya todo esto, cuando nadie podría ya arrebatarme la felicidad de ser católica? Nadie en adelante podría impedir que comulgara. Simplemente vi delante de mí una tarea, una misión: la de lograr que también mis padres participaran de mi dicha y se hicieran católicos.

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2. CONVERSIÓN DE MIS PADRES

Mi madre

Si mi felicidad de ser católica era inmensa, algo sin embargo le faltaba: el que mis padres la compartieran conmigo. Llena de confianza en Dios, comencé mi apostolado con mi madre, porque me parecía más fácil conquistarla primero, ya que mi padre ignoraba aún mi conversión. Pero, ¡cuán equivocados los cálculos humanos! Todas mis tentativas de convertir a mi madre estaban destinadas a fracasar... Es verdad que por darme gusto, llevada por el amor a su hija única, mi madre aceptó una medalla de la Santísima Virgen y consintió, ya en Noviembre de 1923, en rezar conmigo el mes de María y el Rosario. Es verdad también que cada vez que mi padre estaba fuera de Santiago, me acompañaba a Misa y a la visita a Jesús Sacramentado.

Mi madre era —a pesar de la reacción violenta que le provocó mi decisión de hacerme católica— de un carácter más bien suave y en cierto sentido algo débil. Es verdad que jamás hubiera sido ella capaz de ir contra su conciencia y cometer una falta que estuviera en pugna con su natural rectitud moral; pero en las demás cosas, ella prefería ceder, sobre todo cuando se trataba de presionarla un poco. Así se explica que ella, movida por el amor que me tenía como a su hija única., y cediendo a mis reiteradas súplicas hechas con tenaz insistencia, consintiera en acompañarme a veces a Misa y a mis horas de adoración. Además, ella solamente me acompañaba estando ausente mi padre y aun entonces, por regla general, solamente de vez en cuando, ejemplo, en día domingo o de noche. Parece cierto que por más que ella por nada quería hacerse católica, la asistencia a la Misa y a otros actos fue poco a poco dejando huellas en su alma, de las cuales ella misma no acababa de darse cuenta. Así, por ejemplo, recuerdo que un día 11 de Febrero llevé a mi madre de noche a la procesión con antorchas que se hacía en la Gruta de Lourdes de Santiago, con la imagen de la Santísima Virgen. Al terminar la procesión, una inmensa muchedumbre estaba aclamando a la Virgen y con grandísima

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sorpresa mía oí gritar también a mi madre con todas sus fuerzas: «¡Viva la Reina de Chile! ¡Viva la Virgen de Lourdes!» Cuando al volver a casa pregunté a mi madre por qué había dicho y hecho esto, ya que ella pretendía no creer, me contestó simplemente que había sentido sin que se lo pudiera explicar un impulso irresistible a clamar en esa forma a la Virgen Santísima. Era, sin duda, la gracia divina que iba obrando en el fondo de su alma.

Por amor mío, mi madre estaba dispuesta a pasar horas enteras en la iglesia, aun en la noche, pero se obstinaba en su panteísmo y discutía conmigo tenazmente. Ella no aceptaba un solo dogma, ni siquiera aquellos que a mí no me habían ofrecido dificultad alguna, una vez que yo había aceptado la existencia de Dios. Recuerdo una discusión que tuvimos acerca de la virginidad perpetua de María Santísima, que mi madre negaba tenazmente. «Es imposible me decía, ser madre y virgen a la vez.» Yo me esforzaba por probarle que se equivocaba; todo fue inútil. Al final, no sabiendo ya qué alegar, le lancé un argumento desesperado: «Pero, mamá, ¿de cuándo el Espíritu Santo hace perder la virginidad?» « Hum... en esto no había pensado», contestó mi madre, pero sin darse por satisfecha. Y la virginidad perpetua de María era quizá la menor duda que tenía...

Sin embargo —y podría esto parecer un cuento si no fuera cierto— mi madre comenzó a creer en algo sobrenatural, de una manera bastante original. Estábamos en una situación económica muy difícil, y mi madre estaba buscando clases particulares para tener con qué mantener a mi padre, que ya no podía trabajar, y a mí, que estaba haciendo mis estudios en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile para graduarme de profesora. Pero mi madre parecía tener mala suerte y no encontraba nada.

Un día, con cierto despecho, me lanzó un categórico: «Ya que tu eres católica, has de saber también qué medios debo emplear para encontrar clases.» No sé por qué —pues en realidad no empleo casi nunca este medio— le dije que prometiera a las benditas ánimas una Misa por cada alumno que tuviera. Como nuestra situación era bastante crítica, mi madre hizo la promesa, sin pensar más, precisando aún más lo que le había sugerido, puesto que prometió una Misa al mes por cada alumno. ¡Cosa notable! Apenas hecha la promesa, comenzó una afluencia tal de

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alumnos durante varios años, que mi madre llegó a tener a veces cuarenta y dos horas semanales. Ella misma se complacía en contar este hecho y en afirmar que se había hecho la siguiente reflexión: una vez, dos veces, hasta tres o cuatro, puede ser una casualidad; pero que la Misa al mes por las ánimas sea un medio seguro para conseguir clases, no puede ser casual; por consiguiente las ánimas existen; luego, el alma es inmortal, y luego hay Dios.

Mi padre

Pero si mi madre creía en las ánimas, no por eso admitía la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, ni la infalibilidad del Papa, ni los demás dogmas. Además, ella declaraba que no se haría católica sin que se convirtiera primero mi padre. Y viendo lo que éste sufría, enfermo y ateo, quiso convertirlo, «mas no a la religión católica —me decía—, simplemente al cristianismo». En vista de estas buenas disposiciones, traté de conseguir que fuera a casa algún sacerdote como amigo, tal como años antes había ido el Padre Guillermo.

Nueva dificultad: anciano y enfermo, mi padre ya no quería hablar sino el alemán, y una conversación en otro idioma lo fatigaba demasiado. Era, pues, preciso, hallar un sacerdote que hablara alemán y que pudiera presentarse con algún pretexto. Hablé con más de quince sacerdotes, inútilmente. Los Padres del Verbo Divino, excesivamente ocupados en su colegio, iban solamente de tarde en tarde y entonces no se atrevían a hablar de asuntos religiosos, sino de medicina y de Política. Era éste un sistema que me hacía sufrir cruelmente, porque me parecía evidente que de esta manera no se podría lograr la conversión de mi padre.

Seguía buscando un sacerdote que tuviera más tiempo, pero Dios no quiso que lo encontrara. Entretanto, ¡cuántas palabras hirientes le oí a mi padre! Un Viernes Santo fueron tales sus blasfemias que, no pudiendo soportar más, me levanté de la mesa y me fui a mi cuarto a llorar a solas. Mi padre no sabía, como he dicho, que yo era católica, pero con el tiempo llegó a sospecharlo.

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¡Qué estratagemas tuve que emplear para poder comulgar diariamente! Generalmente salía con el pretexto de mis clases, pero entonces no podía volver a casa para el desayuno. Dios me sostenía y a pesar de no tener muy buena salud soporté perfectamente, durante años, el tomar desayuno a horas inverosímiles, sobre todo algunos días. Cargada de libros y cuadernos, con el velo escondido en el bolsillo, corría a oír Misa y comulgar e iba directamente al Instituto Pedagógico a mis clases... A menudo, solamente después de varias horas de clase podía tomar en casa de una amiga un desayuno que casi se juntaba con el almuerzo. Pero nada me importaban estos sacrificios; y lo único que anhelaba era la conversión de mis padres, que, sin embargo, parecía casi imposible.

Una amiga mía me dio entonces el consejo de escribir a todos los conventos de Carmelitas para solicitar oraciones. Lo hice así, y no contenta con esto, durante las vacaciones recorría casi todo Santiago, pidiendo oraciones a las comunidades religiosas. A todos los sacerdotes conocidos les suplicaba también se acordaran en la Santa Misa de pedir la conversión de mis padres. Me parecía que el resultado de tantas oraciones debía ser inmediato; pero Dios quiso enseñarme a ser más paciente y a esperar contra toda esperanza. En apariencia, durante varios años, las oraciones no produjeron ningún resultado, no había llegado aún la hora de Dios.

Una conclusión

Como he contado más arriba, me fue imposible conseguir un sacerdote que tratara de convertir a mi padre. Mi madre y yo, por sus clases ella y yo por mis estudios, estábamos muy poco con mi pobre padre, que no tenía otra distracción que estudiar sus libros de medicina. Cosa curiosa: una primera intervención de la gracia la pude constatar entonces; un día mi padre, al estudiar el desarrollo del ser humano, llegó a la conclusión: es preciso admitir la existencia de un Ser supremo para explicar el origen de la vida; la teoría de la generación espontánea es falsa. La lectura del libro «Dios» de Restat lo confirmó en esta convicción, pero la creencia religiosa de mi padre se limitó, hasta el instante mismo de su

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conversión, a la fe en la existencia de Dios y una vaga simpatía por los católicos.

En Agosto de 1927 hizo mi padre un viaje al Sur, a pesar de sus achaques y la no pequeña oposición de parte nuestra. Un amigo que vivía cerca de Puerto Octay, en el campo, había escrito a mi padre rogándole con insistencia que fuera a su casa a devolverle la salud a su señora. Él, que no ponía límites a su caridad tratándose de sus enfermos, accedió sin vacilar a los ruegos de su amigo, que era también incrédulo, y emprendió el viaje, largo y pesado. En Noviembre, la señora había recobrado por completo la salud y mi padre nos escribió, anunciándonos que pronto estaría otra vez con nosotros. Pero Dios tenía otros designios...

Estábamos lejos...

Tenía entonces setenta años y había pasado cuarenta en el ateísmo. Un vago deísmo era el único progreso espiritual que habíamos podido constatar. No encuentro ningún antecedente a la conversión de mi padre a la religión católica, que él ignoraba por completo, ni hubo intervención humana alguna. Se hallaba en el campo, más o menos distante del pueblecito de Puerto Octay y en casa de incrédulos. Las que, humanamente hablando, parecían más llamadas a influir en su alma, estábamos lejos. Pero habían sido escuchadas nuestras oraciones, las oraciones de las religiosas y de los sacerdotes que se hacían incesantemente por él. Y me complazco ahora en creer que también preparó, por decirlo así, el terreno en el alma de mi padre la inmensa caridad que él había tenido durante años con los pobres, sobre todo durante los diez años pasados en Puerto Octay. ¡Cuántas veces, en lo más crudo del invierno, con una lluvia torrencial, en la oscuridad de la noche, atravesó a caballo bosques y ríos, con peligro de su vida, por salvar la vida de algún pobre que no tenía qué ofrecerle a cambio! Cuatro, cinco horas a caballo y más en tales circunstancias, no bastaban para agotar su caridad; volvía entonces a casa radiante de felicidad y nos repetía una y otra vez: «¡Cuán hermoso es aliviar a los que sufren!» Muchos de sus achaques los contrajo a causa de estas salidas nocturnas, y cuando su salud le obligó a retirarse a

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Santiago, acudieron en masa a despedirse de él hombres y mujeres, ricos y pobres, sollozando. Los pobres, sin fijarse en que él no creía, decían a boca llena: «El doctor es un santo.» Y un pobre hombre que vivía cerca de nosotros, en un ranchito, y a quien mi padre salvó la vida, no vaciló en lanzar esta herejía: «¡Doctor, usted es un dios!».

Sin duda, Dios le inspiró tanta caridad y quiso así preparar su conversión. Sucedió, pues, que cayó enfermo a fines de Noviembre y no quiso decirnos nada. Su vuelta a Santiago quedaba postergada de una semana para otra, y, como era natural, nosotras comenzamos a sospechar algo extraño. Muchos días pasaron en seguida sin noticias, porque estuvo gravísimo. Apenas un poco restablecido, nos escribió, tranquilizándonos y asegurándonos que pronto estaría con nosotras. Pero yo presentía su muerte y quería a toda costa verlo morir católico. Deshecha en lágrimas, fui un día a postrarme a los pies de Jesús Sacramentado y le dije con santa audacia: «Señor, o mi padre muere católico o no me conformaré jamás. ¡Mira, pues, lo que haces!» Este ultimátum sin duda fue atrevido, pero el Señor tuvo compasión esta vez de mis lágrimas.

A los pocos días, un telegrama llamó a mi madre al lado de mi pobre padre, que había tenido una recaída y estaba gravísimo. Fue el último viernes de Diciembre. Muy de madrugada, deshecha en lágrimas, me dirigí a la iglesia de los Padres Jesuitas en busca de mi director. ¡Cosa extraña! No hay nadie menos inclinado a admitir cosas extraordinarias que un jesuita, y con mucha razón.

¿Qué pasó por la mente de mi confesor mientras yo estaba desahogando con él mi inmensa pena? Yo lo veía todo perdido, e imposible la conversión de mi padre antes de morir y mi única esperanza era obtener para él la gracia de una contrición perfecta, y mi director, con una seguridad absoluta y con toda la autoridad que tenía sobre mí, me dijo textualmente: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta, pero le aseguro que su padre morirá católico.» Estas palabras me tranquilizaron singularmente y con toda calma ayudé a mi madre en la preparación de su viaje y aquella misma tarde la acompañé a la estación. Tuve entonces la idea de pasar por el correo a la vuelta y encontré en la casilla una carta dirigida a mi madre. Por la letra me di cuenta de que venía del Párroco de Puerto Octay, R. P. Cristián Harl, S.J. que de vez en cuando

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escribía a mis padres. (El Padre Guillermo ya había muerto.) Supuse que la carta contendría alguna noticia de mi padre y la abrí resueltamente y... ¡me encontré con el relato detallado de su conversión! No pude creerlo. Aquello me parecía un sueño... Leía y releía la carta. El Padre Harl decía con toda claridad que habiendo ido él, como amigo, a visitar a mi padre, éste espontáneamente le había dicho: «Sé que voy a morir. No sé nada de la religión católica y estoy demasiado enfermo para aprender el catecismo, pero quiero morir católico. Padre, bautíceme.»

El Padre Harl, en dos ocasiones, creyendo que el enfermo tenía fiebre y estaba delirando, no había hecho caso. Por fin, disponiendo un día el Padre, inesperada mente, de un automóvil que otra persona le facilitó para otro asunto, aprovechó la ocasión para llevar el Santísimo y fue de nuevo a ver el enfermo. Este, al ver al sacerdote, le dijo en el acto, en tono suplicante: «Quiero morir católico; Padre, por favor, bautíceme.» Era el día de San Esteban, 26 de Diciembre, cuando vencido por tanta insistencia, el Padre Harl bautizó a mi padre, bajo condición, y le administró los demás sacramentos.

Una dichosa realidad

Pero la noticia era demasiado inesperada para mí y pasé varios días sin darle crédito, hasta que a principios de Enero recibí una carta de mi madre en que ella me comunicaba que lo primero que mi padre le dijo al verla fue: «Me he hecho católico. Y tú, ¿qué dices?» A lo que ella había respondido más por dar gusto al enfermo que por convicción: «Yo también me haré católica.» Entonces, por fin, creí que la conversión de mi padre no era un sueño, sino una dichosa realidad.

Entre tanto mi padre no podía sufrir dilación en la conversión de mi madre y, sin decirle palabra, mandó llamar al Padre Harl: «Padre —le dijo—, aquí está mi mujer; bautícela ahora mismo, aquí, junto a mi cama, porque quiero verla católica antes de morir.» Sorprendida, sí, pero deseosa de dar gusto al enfermo, consintió mi madre en todo. Y fue un gran sacrificio para ella, porque no estaba convencida que la religión católica fuera la verdadera y no admitía muchos dogmas. Considerando las cosas humanamente, se

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debiera haber dejado a mi madre el tiempo necesario para instruirse más y convencerse. La impaciencia de mi padre, que no quería morir sin ver católica a la que él tanto amaba, obligó a mi madre a cerrar los ojos y decir: «Creo con mi voluntad todo lo que manda creer la Iglesia». Mi pobre madre, durante más de un año, sintió duramente este sacrificio, pero jamás admitió su voluntad la menor duda, porque ella era incapaz de hacer las cosas a medias, y era para ella un deber sagrado el creer en todo: pero sólo Dios sabe las luchas que sostuvo por ser fiel.

El Padre Harl estaba en el colmo de la felicidad; solamente faltaba la primera comunión de mi madre, y esta tuvo lugar el 9 de Febrero de 1928, gracias a la abnegación del Padre Harl, que muy de madrugada, aprovechando la combinación para Osorno, pudo llegar con el Santísimo hasta donde estaban mis padres.

Hogar católico

La misericordia de Dios es infinita. Yo había hecho con gusto el sacrificio de no ver la conversión de mis padres, es decir, de no estar a su lado al realizarse su conversión, que tanto había deseado. Pero el Señor quiso proporcionarme la alegría de ver a mi padre católico, y así le devolvió la salud suficientemente para poder hacer el viaje a Santiago, a fines de Febrero. Al llegar mi padre me abrazó y me dijo: «Hijita, ¿por qué no me dijiste que querías hacerte católica? ¡Yo no te lo habría impedido!»

Lo instalamos en casa con la mayor comodidad posible y fue voluntad de Dios que nunca estuviera lo suficientemente restablecido para ir a la iglesia. Así es que no conoció la Santa Misa, ni fue capaz tampoco de estudiar la religión. Como mi madre asistía a Misa los domingos, le preguntaba en seguida mi padre, con la ingenua sencillez de un niño, qué era lo que se hacía en Misa. La fe de mi padre en estas condiciones fue realmente un milagro de la gracia. Dos veces tuve la felicidad de prepararlo todo para la visita de Jesús Sacramentado. ¡Qué felicidad ver comulgar a mi padre, silencioso y recogido, dichoso con la visita de su Dios! ¡Cómo compensaban ampliamente estos momentos de cielo los cuatro años de angustias y temores por su salvación, que había pasado!

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Pero las fuerzas del enfermo declinaban rápidamente. La última noche que aún tenía claro conocimiento de todo, la pasó en oración con mi madre. Todavía creo oír a mi pobre madre, que viéndome agotada, me había obligado a acostarme, decir a mi padre: «Recemos por nuestra hijita: Padre nuestro que estás en los cielos... » A la mañana siguiente ya no me reconocía. Murió en la madrugada del 12 de Agosto y su rostro expresaba una paz inefable. No pude llorar; entoné un himno de acción de gracias, pues sabía que lo volvería a ver un día en el cielo. ¿Podría desear más? ¡Me bastaba saber que mi padre vivía en Cristo, la única, verdadera y eterna vida!

3. ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE DE MI MADRE

Confesarse en regla

Como ya he dicho, mi madre, al hacerse católica, no estaba convencida de todos los dogmas, pero se propuso aceptarlos firmemente todos, sin distinción. Muchas veces me confesó ella, después, que durante más de un año había tenido la impresión de llevar sobre sus hombros una carga muy pesada, pero que con el tiempo y gracias a la dirección del Padre M., había desaparecido. Conoció mi madre al Padre M. de una manera un tanto singular.

Vivía aun mi padre y mi madre aprovechó un instante libre para dirigirse a la iglesia de los Padres Jesuitas, con el objeto de «confesarse en regla», como decía. Nunca se había acercado mi madre a un confesionario, y al recibir el bautismo, bajo condición, de manos del Padre Harl, se confesó con éste cara a cara, ya que en el campo donde se encontraba y en una casa de incrédulos, no había confesionarios ni cosa que se le pareciera. Parecíale a mi madre que aquella confesión no había sido bastante completa y que el buen Padre Harl había sido demasiado indulgente con ella, porque no había encontrado pecados graves. Quiso, pues,

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confesarse mejor y me había pedido los nombres de varios Padres Jesuitas, que tenían fama de excelentes directores de almas.

Tímidamente, porque hasta el fin de sus días conservó mi madre cierta timidez y reserva, preguntó al hermano portero: «¿Está el Padre G.?» «Está en ejercicios.» «Y el Padre R.?» «Anda en misiones». Y mi madre nombró uno por uno todos los Padres que yo le había indicado y obtuvo idéntica respuesta. Desconcertada preguntó por fin quién había quedado en casa. «El Padrecito ciego, señora, y el Padre M.» Había que oír a mi madre cómo contaba ella misma con una gracia única ese incidente. «El Padre ciego... —pensó ella—, pero si es ciego, ¿cómo podrá ver mis pecados? «Bueno, hermano, tenga la bondad de llamar al Padre M.» Así encontró mi madre un director.

Pero ella no había contado con una nueva dificultad. «El mueble», como llamaba mi madre al confesionario, le infundía miedo, tanto miedo, que cuando eran tres los pecados que tenía que confesar no se acordaba sino de dos Y si eran cinco, sólo recordaba tres. Todos estos detalles los tengo de ella misma, porque con ingenua sencillez me manifestaba la molestia que le causaba «el mueble», que le impedía confesarse bien —según ella—. Por fin el miedo desapareció; pero creo que hasta su muerte mi madre hallaba desagradables los confesionarios. Pero esto no la impidió ser buena católica y pronto mi madre comulgaba diariamente y se confesaba todas las semanas.

Se le ocurrió mortificarse

Esto no le bastaba, sin embargo, y un buen día, en cuaresma, naturalmente, se le ocurrió mortificarse. Era esto en ella tanto más admirable, cuanto más absurda le había parecido toda penitencia corporal; porque los no católicos difícilmente comprenden la importancia y necesidad de la penitencia. Pero aquella cuaresma no quiso contentarse con ayunar y comenzó a tomar té con sal en vez de azúcar...

Un día también me preguntó: «¿Qué es un cilicio? Se lo describí como pude. «No —dijo ella—, no me lo puedo imaginar; tráeme uno para verlo.» Yo, que nada sospechaba, hice lo que

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deseaba mi madre y el cilicio desapareció. Algún tiempo después me atreví a preguntar en qué parte lo había dejado. «Por ahí está», contestó ella tratando de disimular. Pero tuve mis sospechas y comencé a indagar y sobre todo insistí en que me entregara el cilicio. Entonces tímidamente me confesó que lo usaba algunas veces y se negó a entregármelo.

Observaba ella también todos los ayunos de la Iglesia, hasta su muerte, a la edad de sesenta y siete años, a pesar de sus numerosas clases, que no quiso disminuir nunca y a las cuales agregaba sus obras de apostolado. Además de sus clases particulares, tenía mi madre a su cargo la enseñanza de francés e inglés en el colegio «Rosa de Santiago Concha», de las religiosas del Buen Pastor, y solía ir a pie al colegio y volver en la misma forma, tanto por la mañana como por la tarde, aunque lloviera o hiciera un calor insoportable, como sucede en el verano en Santiago. Y cada vez se demoraba unos veinte minutos.

Nunca quiso levantarse tarde y antes que aclarara ya estaba en pie, aunque a veces se sentía agotada. Y cuando yo le protestaba un poco y le rogaba mirar por su salud, se limitaba a sonreír y me decía: «He estado tantos años lejos de Dios, que ahora quiero recuperar el tiempo perdido.» En la mesa casi no hablábamos sino de cosas espirituales y el hambre de mi madre por instruirse a fondo en la religión era insaciable. De modo que en la mesa me preguntaba todo lo que deseaba saber de religión y me exponía sus problemas. Muchas veces yo le hacía preguntas para examinarla, y preguntas difíciles, y esto la encantaba, porque, como decía, así yo la obligaba a pensar y a ahondar más. En la noche, a la hora de comida, guardábamos silencio; pero no era por penitencia, sino por que ambas sentíamos la necesidad, después del trabajo del día, de callar y escuchar a Dios en profundo recogimiento para intensificar nuestra vida interior.

Amor de obras

Mi madre amaba de un modo especial a Jesús Sacramentado. Como en los días de trabajo podía oír una sola Misa, los domingos y fiestas casi no salía de la iglesia. El desayuno no le hacía falta, decía, y su confesor tuvo que obligarla a tomarlo, porque de lo

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contrario, tal vez no habría desayunado en toda la mañana. Cuando podía, asistía a las adoraciones nocturnas de la parroquia, a pesar de su cansancio. ¡Era preciso orar y sufrir por amor a Jesús! Y su amor a Cristo fue un amor de obras. Fue sin límites su caridad con los pobres; pero lo que es mucho más admirable, conservó siempre una inalterable dulzura, aún en circunstancias en que ella sabía muy bien que se estaba abusando de su bondad.

Después de la muerte de mi padre fuimos a vivir con una señora viuda que tenía un único hijo que hacía sus estudios en la Universidad. Esta pobre señora probó la paciencia de mi madre hasta el extremo de cortarnos la luz eléctrica en las tardes, y por economizar obligó a la cocinera a servirnos la comida medio cruda. Y no solamente se servía la comida medio cruda y en dosis homeopática, sino además en tal forma que muchas veces no la soportaba el estómago delicado de mi madre. Estuvimos cuatro años en esa casa, hasta establecernos en Valparaíso. Ella se preocupaba de comprar para mí todo cuanto juzgaba necesario para alimentarme, pero no tocaba nada. Jamás en cuatro años le oí una protesta; disculpaba a aquella señora y trataba de atraerla a la fe con su inalterable mansedumbre, lo que por desgracia no pudo conseguir. La pobre señora murió poco después de mi madre, casi repentinamente, después‚s de haber vivido casi veinte años lejos de Dios.

Mi madre ofrecía de un modo especial todas sus oraciones y sacrificios por la santificación del clero; con toda sencillez me había imitado en esto y posponía todas las demás intenciones. Cuando llegaba, pues, mi día —siempre he celebrado el aniversario de mi bautismo—, ella me decía: «Hijita, lo ofreceré todo por ti en segunda intención, porque en primer lugar están los sacerdotes». Yo misma se lo recordaba a menudo, para que el amor a su hija no les quitara nada a los ministros del Señor. Y mi hija madre fue fiel hasta la muerte. Por lo demás, mi madre trabajó activamente por salvar y hacer bien a todas las almas que podía, y a veces lograba resultados admirables.

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Dios recompensó su generosidad

A medida que mi madre se iba uniendo más y más en la oración y el sacrificio, su mismo cuerpo tomaba un no sé qué de espiritual, que llamaba la atención a cuantos la conocían de cerca. Irradiaba una dulzura, una paz, una modestia tal, que un día una religiosa que estaba unida a mi madre por estrechos lazos de amistad, dijo a su superiora: «Poca vida le queda a esta señora». «¿Por qué?», —preguntó la superiora sorprendida. «¿Está enferma?» «Está muy bien de salud, pero tiene algo que ya no es de este mundo».

En realidad, le quedaba apenas un mes de vida. Tengo este detalle de la misma religiosa amiga de mi madre. Tenía el presentimiento de su muerte con dos años de anticipación, y para prepararse pidió al Padre M. le permitiera hacer confesión general. A mí misma me decía con frecuencia que no alcanzaría la edad de mi abuela, muerta a los ochenta y seis años; que moriría quizás pronto y repentinamente. Deseaba morir de enfermedad corta y tenía singular predilección por la fiesta de la Purificación.

En Enero de 1936 nos trasladamos a Chorrillos, cerca de Valparaíso, y esto fue para mi madre un gran sacrificio, porque significaba para ella renunciar a cuanto amaba en Santiago. Ya no daría clases en su querido colegio del Buen Pastor, ya no tendría la dirección espiritual del señor J.S., que se había hecho cargo de su alma al haber se trasladado el Padre M. a Chillán, y Dios le impuso otros sacrificios más que no quiero enumerar en detalle... Ella hizo generosamente el sacrificio que el Señor le pedía y Dios recompensó su fidelidad.

Con el objeto de pasar el mes de Febrero en el Sur —era el mes de vacaciones que le quedaba—, volvió a Santiago el 31 de Enero, para seguir su viaje en los primeros días de Febrero. El hermano de María Benedicta, que quería a la madre de ésta como si fuera su propia madre, a la que no había conocido, estaba casado en el Sur de Chile y la había invitado a pasar con ellos el mes de vacaciones que le quedaba. Se encontrarían en Santiago para seguir juntos el viaje.

Gozaba entonces ella de perfecta salud, y aquella mañana del 31 de Enero sucedió algo muy especial. Juntas habíamos oído la

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Santa Misa y yo tuve naturalmente la intención de salir con mi madre de la iglesia y darle un abrazo de despedida; pero no sé en qué momento salió ella calladita en tal forma que nadie se dio cuenta. Cuando lo advertí, era tarde, y entonces tuve claramente la intuición de que no la volvería a ver. Quise luchar contra esta impresión, pero fue inútil y al mismo tiempo comprendía que esto era lo mejor y por eso el Señor disponía las cosas así.

Entre tanto mi madre llegó a Santiago en perfecta salud y se alojó en su colegio del Buen Pastor. Al día siguiente se sintió algo indispuesta, pero no le dio ninguna importancia. El domingo, 2 de Febrero fiesta de la Purificación, a las tres de la tarde se me avisó por teléfono que fuera inmediatamente a Santiago, porque mi madre estaba gravísima.

Durante las dos horas y media de mi viaje en automóvil no pude pensar sino esto: Dios ha dado gusto a mi madre y satisface todos sus deseos. Moría como lo había deseado, de enfermedad corta, en la fiesta, que amaba tanto, de la Purificación. ¡Qué «Nunc dimittis» podía entonar ella! Moría después de ocho años totalmente consagrados a Dios, después de haberlo sacrificado todo por su amor; moría rodeada de sus queridas monjitas y sus amigas, asistida por su director. Y sería eternamente feliz; viviría la única, verdadera y eterna vida...

Y yo misma sentía en mi alma un reflejo de esa felicidad...

Ser feliz para siempre

A medida que me iba acercando a Santiago, comprendí que Dios me iba a pedir un último sacrificio y que encontraría a mi madre muerta. El abrazo y el beso que hubiera querido darle el día que tomó el tren o por lo menos ahora, quedaría para el día de la eternidad... ¿Qué importaba? Ella sería feliz, ya no sufriría. Es preciso amar para saber y comprender lo que significa esta frase: ese ser que tanto amo, ser feliz para siempre... la felicidad que aguardaba a mi madre me embargaba a mí misma.

Cuando llegué a Santiago, mi madre acababa de expirar, mientras las religiosas, a insinuación de su confesor, le estaban cantando las Completas del Oficio divino que ella acostumbraba

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rezar casi todos los días. Al llegar al cántico del anciano Simeón, el «Nunc dimittis», al Gloría Patri, mi madre se transfiguró y se durmió en el Señor. Yo estaba como fuera de mí y toda trémula de emoción, caí de rodillas y entoné desde lo más íntimo de mi alma el Magnificat... Dos noches velé aún junto a ella; estaba mi madre como transfigurada y ¿por qué no había de imprimir en su cuerpo el alma, al abandonarla, como un reflejo de su felicidad? La última noche la pasé entre mi madre y Jesús Sacramentado, en la iglesia de San Pedro que pertenece al colegio, y la pasé cantando. Mientras las buenas religiosas dormían y nadie perturbaba mi dulce soledad, entonaba a media voz el Magnificat en acción de gracias y el Credo para afirmar que volvería a ver a mi madre amada. En la pequeña iglesia vacía, en el silencio de la noche, resonaba el canto y me parecía como que de lejos, de los esplendores de la gloria, me contestaban. ¡Oh! para el alma que vive de fe, no hay más muerte que el pecado; lo que el mundo llama muerte es el comienzo de la verdadera vida.

¿Por qué había yo de llorar a la que viviría eternamente?

La Misa del día siguiente me parecía de gloria. ¡Estaba yo más en el cielo que en la tierra! Por última vez, antes de dejar a mi madre dormir en su última morada, cantamos una vez más el «Nunc dimittis», con Gloria Patri.

Un solo deseo

Y ahora, al terminar el sencillo relato de la misericordia de Dios, que es infinita, para con mis padres y conmigo, ¿qué puedo decir? La respuesta a tanto amor es muy sencilla: sé que debo ser toda de Dios, y tengo un solo deseo: darme a Él sin restricción ni reserva, como los santos se han dado y se sacrifican totalmente por la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡Que el Señor me dé su gracia y me basta! Ya sé que, si soy fiel, me espera un día la misma eterna felicidad de que están gozando mis padres. El cielo es la última palabra del amor de Dios a los hombres y allí espero cantar un día yo también, eternamente, las misericordias del Señor.

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AMÓ A LA IGLESIA Y SE ENTREGÓ POR ELLA

Por Emilia García Martín

1. NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE (S. MATEO, 4:4)

Desea estudiar Teología

Efectivamente, a la muerte de su madre lo dejó todo y se dedicó plenamente a vivir para Dios, viviendo a partir de entonces de la Divina Providencia. Por aquellos años la Acción Católica estaba en pleno auge, y ella se entregó plenamente al apostolado como miembro de la misma. Ya pertenecía a la Acción Católica antes de morir su madre. El P. Luis Brautlacht, Palotino, que fue su párroco, en un certificado que le hizo, firmado en Julio de 1956, dice:

«Hace dieciséis años que conozco a la Srta. M., Benedicta Daiber. La conocí en la parroquia de S. Luis, diócesis de Valparaíso, regentada por los padres de nuestra congregación. Ella colaboraba entonces con gran celo con el párroco, principalmente en el apostolado obrero (centros filiales de la A.C.). Al año, siendo yo nombrado párroco, ella siguió prestándome su colaboración fiel, abnegada, decidida y muy eficaz.

Vivía la Srta. Daiber modestamente de lo que espontáneamente le ofrecían las personas deseosas de colaborar en su apostolado, porque a pesar de su título universitario y de su gran inteligencia que la habrían permitido crearse una situación holgada, solamente quería vivir para Dios y las almas.

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Era miembro de la A.C., pero sin ocupar puestos de dirigente. Con el beneplácito del entonces rector de la Universidad Católica de Valparaíso y asesor diocesano de la rama de mujeres de A.C., Rvdo. D. Malaquías Morales, daba la Srta. Daiber clases a las dirigentes que producían grandísimo fruto. Mi parroquia de S. Luis fue la primera en beneficiarse y hasta el día de hoy se nota una profunda espiritualidad en las personas que participaron en sus conferencias, especialmente en sus clases bíblicas.

Conozco íntimamente a la Srta. Daiber, como que fui durante varios años su confesor y el confidente de sus anhelos de perfección cristiana y de apostolado».

Me contaba M. Benedicta que, cuando llegó este Padre a Valparaíso, procedente de Alemania, como no conocía bien el castellano, ella le traducía sus predicaciones, siéndole muy difícil descifrar su letra.

Desde su conversión había sentido una gran inquietud por conocer a fondo el dogma católico. Me comentaba cómo le desagradó en gran manera la respuesta que les dio un sacerdote, cuando le pidieron que les enseñara Dogma al grupo de la A.C., y este sacerdote les dijo que a la mujer le bastaba con saber Moral. Ella nunca estuvo de acuerdo con esto. Con frecuencia repetía que la Moral, si no está apoyada en el Dogma, carece de fundamento, y siempre afirmaba que la falta de coherencia en tantos católicos en su conducta se debe fundamentalmente a ignorar las verdades de nuestra fe o a haberlas estudiado como algo separado de la espiritualidad y de la moral.

Pero entonces no era normal que la mujer tuviera acceso a los estudios teológicos. Se adelantó, pues, en muchos años a lo que actualmente desea el Papa Juan Pablo II.

Efectivamente, decía últimamente el Papa: «El acceso de la mujer a la cultura teológica es un hecho de gran importancia; un hecho rico en promesas, del que, bien logrado, se pueden obtener resultados ventajosos para el conocimiento y puesta en práctica de la Palabra de Dios, para la búsqueda de la perfección evangélica y la santidad» (Discurso del Papa a las religiosas estudiantes de «Regina Mundi» el 1 de Abril de 1989. L’Osservatore Romano, 9 de Abril de 1989).

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Y en la exhortación apostólica «Christifideles Laici», agrega:

«En el ámbito específico de la evangelización y de la catequesis hay que promover con más fuerza la responsabilidad que tiene la mujer en la transmisión de la fe, no sólo en la familia, sino también en los diversos lugares educativos y, en términos más amplios, en todo aquello que se refiere a la recepción de la Palabra de Dios, su comprensión y su comunicación, también mediante el estudio, la investigación y la docencia teológica» (Christifideles Laici, n., 51).

Providencialmente los directores espirituales de María Benedicta comprendieron su inquietud y, sobre todo uno de ellos, el P. Esteban Standaert (de los P.P. Paules), le hizo estudiar Teología bajo su dirección. Le dejaba los libros de la biblioteca de la comunidad y en cada entrevista la examinaba haciéndole preguntas y poniéndole pegas para ver si lo iba asimilando. Ella admiraba las dotes pedagógicas de este Padre. Así estudió primero los tres tomos de Teología Dogmática de Tanquerey, después toda la Suma de Santo Tomás, de la cuál llegó a tomar más de mil doscientas páginas de apuntes en muchos cuadernos que llevaba a la oración ante el Santísimo y los meditaba. Asimiló tan profundamente a Santo Tomás que cuantos asistieron a sus numerosas clases son testigos de con cuánta frecuencia lo citaba de memoria en latín, bien para responder a alguna pregunta que se le hacía, bien para apoyar algo que afirmaba. Más tarde el P. Standaert le fue prestando uno tras otro los tomos de la Patrología de Migne. Todos estos estudios comenzaron sobre el año 1929, cuando María Benedicta tenía 24, y cuando murió su madre aun viajaron los libros de Santiago, donde residía el Padre, a Valparaíso, que es donde entonces vivía ella. Más tarde el mismo Padre le regaló la Biblia Políglota.

Tal vez convenga aclarar que María Benedicta tenía una gran facilidad para los idiomas; sobre todo disfrutaba con el latín, en el que ya destacó en la Universidad. De sus años de universitaria me contó lo siguiente: Habían tenido en la Universidad un profesor de Latín que, según ella, tenía grandes dotes pedagógicas, pero este profesor se jubiló, de forma que sólo lo tuvieron un curso o sólo parte de él; le sucedió otro profesor, que era un gran sabio, pero no

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sabía enseñar, y entró en clase el primer día recitando uno de los versos clásicos latinos, y sólo ella le pudo seguir.

Después de unas sesiones este profesor se dio cuenta que el resto de los alumnos iban perdidos, e hizo a María Benedicta la siguiente proposición: él explicaría a ella las lecciones, y luego ella las explicaría a sus compañeros de clase. Así se hizo. Incluso formó parte María Benedicta del tribunal que examinó a sus compañeros de curso. Me con taba divertida a qué jugaba a veces con este profesor: se esforzaban ambos por citar algún texto latino para que el otro averiguara de donde estaba tomado; así acudían a oraciones, antífonas, himnos etc. tanto de la Misa como del Oficio Divino, y me decía, admirada de la memoria de aquel profesor, que además no era creyente, lo difícil que era cogerle en un texto que no conociera. Pero tampoco él la cogía a ella fácilmente.

Con el tiempo llegó a dominar bastante bien también el griego y el hebreo, aunque ella decía que no era tanto como parecía, y disfrutaba leyendo la Sagrada Escritura en el texto original, descubriendo matices que, según ella, nunca pueden dar las traducciones. Conocía también varios idiomas modernos, no sólo el alemán, que había sido su idioma materno, sino además inglés, francés, italiano y portugués. De todos estos idiomas hay libros en su biblioteca.

Entonces María Benedicta rezaba el Oficio Divino, y saboreaba la liturgia, tanto del Oficio como de la Santa Misa, sobre todo con el canto Gregoriano. Me contó que, cuando aun vivía su madre, pasó un verano en Chorrillos, cerca de Valparaíso, en casa de una señora amiga. Allí había (y supongo que sigue existiendo) un monasterio de Benedictinos y ella pasaba largas horas disfrutando y participando de la hermosa liturgia en este monasterio. Precisamente un día de estos, se entretuvo más de la cuenta y llegó un poco tarde a comer; la señora, con tono amable le dice: «¡Esta María Benedicta!», haciendo alusión a los benedictinos. A ella le pareció bonito este nombre, y a partir de entonces empezó a firmarse así, María Benedicta. Como ya dije anteriormente, el nombre que le pusieron sus padres fue Hildegarda, la llamaban Hilda. El nombre de María se lo puso ella misma al bautizarse.

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Como dato de curiosidad puedo aducir que entre sus libros encontré una postal de Montserrat, abadía a la que pertenecía el monasterio de Chorrillos, dirigida ya a la «Srta. Benedicta», y firmada por el entonces Abad de Montserrat, Antonio María Marcet, el 30 de Abril de 1935. Ella añoró siempre enormemente la solemnidad de aquella liturgia, y sobre todo el canto gregoriano.

La manera como pasó su nuevo nombre a los papeles oficiales fue muy original. En 1942 decidió tomar la nacionalidad chilena, hasta entonces había tenido la de sus padres, la suiza; cuando el empleado vio cómo firmaba, no tuvo ningún reparo en poner este nombre en el registro, y así en la carta de naturaleza chilena figura con el nombre de María Benedicta Hildegarda. Siempre amó a Chile, «la patria de su alma», como ella decía, pues fue allí donde encontró la fe, y aunque en España pudo haber tenido la doble nacionalidad que, además le habría simplificado los trámites burocráticos, nunca la aceptó.

Cuando yo le preguntaba el porqué, ella siempre respondía que porque quería hacer algo por Chile, aunque sólo fuera la pequeña aportación que le suponía la renovación del pasaporte. Se sentía en deuda con su amado Chile.

Algo que la desconcertó

Dada su preparación teológica, se comprende que le confiaran la formación religiosa en un centro, filial de la Acción Católica Obrera en Valparaíso. Era, según me decía, una especie de escuela hogar. El año 1937 ocurrió algo que la desconcertó en gran manera; una de sus alumnas, después‚s de vacilar durante mucho tiempo entre hacerse protestante o seguir católica, acabó haciéndose protestante. Ella vio cómo luchó hasta dar el paso. A María Benedicta esto le dolió muchísimo. Sabía demasiado bien que la única religión verdadera es la católica, y por otra parte había visto la sinceridad de aquella chica. Sintió deseos de averiguar qué hacían los protestantes para lograr estas conversiones que parecían sinceras. Como siempre fue «de armas tomar» como decía ella, se fue a la Curia de Valparaíso solicitando autorización para meterse entre los protestantes, sin decir que era católica, y averiguar los métodos que utilizaban. En el Obispado estaban

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también alarmados viendo el avance de las sectas, tanto más cuanto que hacía poco había escrito el Sr. Obispo una circular advirtiendo al pueblo el peligro, y había sido contraproducente. Por tanto le dieron todas las autorizaciones necesarias y le encargaron hacer un estudio detallado de las sectas.

Tardó varios años en hacer este estudio, primero en Valparaíso y después‚s en Santiago; pues cuando entregó en el Obispado de Valparaíso los datos reveladores que obtuvo, el Vicario General de esta diócesis informó a la Nunciatura de Santiago y de allí le pidieron que hiciera otro tanto en esta diócesis. Todos estos informes se enviaron a la Santa Sede con una visión bastante amplia del movimiento protestante en Chile.

Me contaba infinidad de anécdotas de estos años de averiguaciones. Cuando le preguntaban de qué «denominación» era, ella simplemente contestaba: «mis padres eran luteranos, pero a mi no me gusta esa religión», y ya no le preguntaban más. Asistía a sus cultos, a veces a altas horas de la noche, acompañada de una amiga, para la que también pidió permiso.

Se encontró con la bondad y generosidad de la mayoría de los protestantes. Le interesó averiguar sobre todo las sectas más modernas que son las proselitistas, pues luteranos, anglicanos etc. no lo eran. Descubrió el amor a Dios y a la Sagrada Escritura de la mayoría de sus miembros, generalmente gente sencilla e ignorante, su espíritu de sacrificio y su sincero esfuerzo para que también otros descubrieran a Jesús, su «Salvador personal», como ellos dicen. Pero, junto a esto, palpó el odio a la Iglesia Católica. Y le apenaba sobre manera verlos en tamaño error.

Pero su gran descubrimiento fueron los estudios bíblicos, acomodados a aquella gente sencilla, y que les llevaba realmente a un encuentro con Jesús. El pueblo católico no estaba preparado para detectar el error, y así, indefensos, caían uno tras otro, encontrando en el protestantismo el alimento que nadie les había dado en la Iglesia católica. Cuando alguno alegaba lo que dice el catecismo, que es lo que suele conocer el católico, los protestantes le decían: «A ver, traiga su catecismo, ¿quién lo ha escrito?, fulano de tal, pero lo que yo le digo lo dice Dios, ¿quien tendrá razón?», y así acababan creyendo que ellos tenían razón.

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Este descubrimiento a ella le llegó al alma. Los católicos tenemos ¡tanta riqueza!, no sólo la Palabra de Dios, legítimamente interpretada por el auténtico Magisterio de la Iglesia, sino, además, los sacramentos, sobre todo la ¡Santa Misa! y la presencia de Cristo en la Eucaristía. Y todo este abundante alimento lo tenemos bien guardado, mientras el pueblo, muerto de hambre, se ve forzado a alimentarse con las migajas que le ofrecen fuera de la Iglesia.

Cuando entregó el informe en el Obispado, el Sr. Vicario General le preguntó: «¿Qué le parece que tendríamos que hacer los católicos?». Ella, resuelta, le contestó: «Hacer lo que hacen ellos, pero en católico, es decir, explicar las verdades de nuestra fe a base de la Biblia». El Vicario General le dijo: «Pues comience usted». Y así, me decía, salió del Obispado con una gruesa concordancia la tina bajo el brazo, que le proporcionó el Sr. Vicario, dispuesta a comenzar.

A partir de este momento dedicó toda su vida a intentar fundamentar la fe de nuestro pueblo, lo mismo ignorante que culto, en la Biblia, Palabra de Dios. Veinte años más tarde escribía:

«Han pasado veinte años, en este tiempo hemos dado innumerables estudios bíblicos. Hasta ahora ni una sola vez nos ha fracasado un estudio bíblico y, el obrero lo mismo que el intelectual, la mujer sencilla del pueblo lo mismo que la licenciada y hasta la pequeña colegiala, todos los que se han decidido a estudiar de verdad la Palabra de Dios, con el sincero deseo de ponerla en práctica, han experimentado su eficacia maravillosa. Solamente han quedado al margen aquellos que únicamente por curiosidad intelectual han querido discutir algunas cuestiones, pero sin interés por aplicar la Palabra de Dios a la vida. Y éstos, afortunadamente, han sido pocos, porque la inmensa mayoría, aunque al principio predominaba la curiosidad, sintieron muy pronto despertar en sus almas el hambre y la sed de la Palabra de Dios y comprendieron que todo lo que se ha escrito, se ha escrito para nuestra enseñanza (Romanos, 15: 4).

Sería interminable, si quisiera contar todo lo que he visto y experimentado en veinte años de apostolado bíblico, desde el protestante convertido a la fe católica, hasta el médico alejado de Dios y olvidado de la fe de sus primeros años y que vuelve de lleno

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a ella, desde el obrero o la obrera que descubren a la luz del Evangelio las maravillas de la vida cristiana, hasta la señora que, habiéndose creído buena cristiana, pero viviendo únicamente para sí, descubre en la Palabra de Dios las maravillas del Cuerpo Místico y olvidándose de sí misma, se lanza en el acto a la conquista de otras almas en el apostolado... Son todos casos reales, auténticos... Es la eficacia maravillosa de la Palabra de Dios en almas de buena voluntad. Es la realización de Isaías, 55: 10-11: «Porque como desciende la lluvia y la nieve del cielo y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la fecunda y la hace producir, de modo que dé simiente al que siembra y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin fruto, sino que efectuará lo que yo quiera, y prosperará en aquello a que yo la envíe».

Comienza su apostolado bíblico

Como es sabido, las parroquias en Sudamérica son inmensas y, naturalmente, las barriadas más alejadas suelen quedar más abandonadas espiritualmente, y era allí donde más actuaban las sectas multiplicando los locales y reuniendo en cada uno un reducido número de personas, con frecuencia en casas particulares. Así era más eficaz su apostolado. María Benedicta preparó, con la ayuda de la concordancia, unos guiones bíblicos sencillos y, con la colaboración de otras compañeras de la Acción Católica, comenzó su apostolado bíblico a imitación de los protestantes.

Eligieron una barriada alejada de la parroquia, de unos diez mil habitantes, donde la mayoría de las personas vivían alejadas de la Iglesia, muchos hostiles a la religión, otros simplemente indiferentes. A Misa no iba casi nadie y menos aún querían recibir los Sacramentos. Los enfermos morían sin querer saber nada del sacerdote, los niños se quedaban sin bautismo y no digamos nada de la primera comunión... ni siquiera se celebraban matrimonios religiosos.

Nuestro párroco, escribe ella, hombre de Dios en el pleno sentido de la palabra, decidió hacer la conquista espiritual de esa barriada. Nosotras debíamos hacernos responsables. Aquello era

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difícil, muy difícil; pero algunas nos sentíamos con valor para la empresa.

Recuerdo, continúa María Benedicta, que una noche lluviosa, después‚s de haber visitado muchas casas y haber recibido muchas negativas, por fin pudimos reunir... cuatro obreras a la luz de una vela, para estudiar la Palabra de Dios. Cada una tenía un Nuevo Testamento, que le habíamos prestado, porque al menos esas cuatro obreras sabían leer, aunque de ahí no pasaba su cultura general. Con curiosidad primero, con verdadero interés después y con emoción creciente, comenzaron estas mujeres humildes a buscar los textos que les íbamos indicando. (Dicho sea de paso, que esta primera vez, les ayudábamos a encontrar los versículos). Una de las cuatro obreras, cuya caseta estaba en mejores condiciones, nos ofreció su casa para la próxima reunión, ya que cada semana habíamos de reunirnos, y aceptarnos su ofrecimiento.

Fue tal el interés despertado por la Palabra de Dios ya en la primera reunión, que nuestras obreras entusiasmadas invitaron a sus amigas y vecinas. Leer ellas mismas los versículos que íbamos indicando, ahondar en su significado, aprender algunos versículos de memoria y saber explicar su sentido, todo esto las entusiasmaba. Los temas que tratábamos a base de textos bíblicos eran sencillos, en el fondo una verdadera catequesis: la Iglesia, Jesucristo, los Sacramentos, la Virgen Santísima etc., etc.

Pero no se trataban en forma fría, abstracta, sino de manera eminentemente práctica, con aplicaciones concretas a la vida cristiana, tal como nuestras obreras debían vivirla.

Y comenzaron las conversiones —sigue contando ella, verdaderas—, auténticas conversiones manifestadas en un cambio de vida radical. Comenzó la frecuencia de Sacramentos, la asistencia a Misa, no solamente los domingos, sino a menudo también durante la semana, y lo que es más, nuestras obreras radiantes de felicidad por su contacto personal con Cristo, se convirtieron en apóstoles; sentían ansias incontenibles de conquistar a otras almas para el Señor. Pronto cada una se hizo responsable de un sector, responsabilidad que la obligaba a conseguir que todos los de ese sector fueran a Misa los días de precepto, recibiesen los sacramentos por Pascua, que los

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enfermos llamasen al párroco, que los niños recibiesen el bautismo. Y nuestras obreras, transformadas por el estudio de la Palabra de Dios, conseguían a su vez verdaderas transformaciones en las almas que procuraban conquistar.

Era tal su amor a la Palabra de Dios que había quienes ahorraron, a costa de verdaderos sacrificios, el dinero necesario para poder comprar y así poseer en propiedad, y no simplemente prestada, una Biblia.

En otra ocasión un enfermo de nuestra barriada se negaba a recibir los sacramentos. El párroco había ido y el enfermo lo había rechazado insultándolo. Nuestras obreras enteradas del incidente, llenas de fe, recordaron las palabras de Nuestro señor: ‘Cuanto pidiereis en la oración, teniendo fe, lo recibiréis’ (S. Mateo, 2 1: 22) y se reunieron a hacer oración. Y fue tal la fe de la obrera que las presidía, que mandaron llamar de nuevo al párroco y le rogaron fuese otra vez a casa de aquel enfermo, ya que no era posible que el Señor no escuchara esas súplicas que ellas hacían con tanto fervor. El párroco, impresionado al ver tanta fe, visitó de nuevo al enfermo, el cual esta vez aceptó los Sacramentos y murió con las mejores disposiciones.

Así el estudio de la Palabra de Dios, un estudio hecho con amor y con el sincero deseo de convertir en vida el Evangelio, en menos de un año había transformado por completo aquella barriada. Nuestras obreras querían tomar en serio el Evangelio y vivirlo. Nada de teorías, nada de discusiones estériles, sino una auténtica vida cristiana.

Las dirigentes de la Acción Católica, al ver el éxito, desearon aprender ellas también el método. Y con el beneplácito del asesor diocesano de la rama de mujeres de la A C. de Valparaíso, Rvdo. D. Malaquías Morales, comenzó a dar sus clases bíblicas a las dirigentes de la A.C. de Valparaíso y poco después comenzaron las giras internacionales, primero a Bolivia, después a otros países sudamericanos, y por último a Europa. De esta forma la sacaron de su apostolado obrero de Valparaíso, donde tanto trabajó y gozó.

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2. VIAJES FUERA DE CHILE, POR LATINOAMÉRICA

Como ya se ha dicho anteriormente, las dirigentes de la Acción Católica quisieron aprender el apostolado bíblico, que tan buenos resultados había dado en Valparaíso. Así comenzaron sus viajes fuera de esta ciudad; primero por Chile, después sobre todo en Bolivia. De esta forma la sacaron de su apostolado obrero de Valparaíso, donde tanto trabajó y gozó.

Ella sentía una gran inquietud apostólica, pero aún no veía claro qué quería Dios de ella en concreto, en lo que al apostolado estable se refiere. El apostolado bíblico —dar a conocer la Palabra de Dios en forma viva, vivida y que despierte vida— que inició, influyó a su vez en su vida de oración. Los textos bíblicos le dan cada vez mayor luz y fuerza, resuelven sus dudas y le dan ánimos para aguantar el sufrimiento. La Palabra de Dios llena cada vez más su vida espiritual. Se siente además a ofrecerse por los sacerdotes, al conocer en 1941 que un sacerdote, a quien ella conocía de cerca, se apartó del buen camino y dio un grave escándalo.

Con toda firmeza defendió siempre su libertad para servir a Dios, y así, par ejemplo, rechazó la beca que en su día le ofreciera el gobierno chileno para completar estudios en Europa. ¿Razón? Me decía que aceptarla habría significado para ella quedar moralmente obligada a trabajar para Chile.

Se establece en La Paz

Mons. Abel Antezana, Arzobispo de La Paz, conocedor de las inquietudes apostólicas de María Benedicta y de su preparación teológica, le confía llevar la dirección de un instituto para la cultura religiosa, al que llamará «Instituto del Inmaculado Corazón de María para la Cultura Religiosa Superior». Su intención es que este Instituto, con el tiempo se convierta en un instituto religioso. Ella, dócil a la voluntad de Dios, se entrega con toda el alma a esta obra, que le acarreará grandes quebraderos de cabeza. Había que partir de cero y sin medios económicos. Comienzan en una casa alquilada y se presentan algunas vocaciones. Las dificultades para

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pagar el alquiler y vivir son serias. En vista de lo cual, María Benedicta aprovecha las vacaciones de verano para ir al Perú, Argentina, Uruguay para dar cursillos bíblicos y conseguir algunas limosnas para el sostenimiento del Instituto y... vocaciones.

Con la colaboración de los Padres Jesuitas del colegio San Calixto, pronto se organizaron en el Instituto las clases para los futuros profesores y profesoras. Se programan tres cursos en los que se estudiará Dogma, Moral, Historia de la Iglesia, etc. y María Benedicta les enseña la metodología bíblica, que tan buenos resultados le había dado en su apostolado popular sobre todo.

Los resultados son magníficos; salen sobre todo profesoras llenas de entusiasmo y bien capacitadas, tanto señoras como señoritas. Fue famoso el case de un obrero. Se había hecho pentecostal pero un buen día se presentó a María Benedicta diciéndole que él también quería estudiar. Ella le permite asistir a las clases, pero a los pocos días le dice que «la dogma y el moral» no los entiende y le pide que se lo enseñe ella. Entonces, a base de la Biblia, le enseña lo fundamental de estas materias, y nuestro querido Casimiro, que así se llamaba, vuelve a la Iglesia Católica. Casimiro se siente feliz y, en los mementos de descanso de su trabajo (era pintor), repasa en su libro de Teología, y se siente orgulloso al contestar, cuando le preguntan que qué hace: «¡Estudio Teología!».

Después de algunos años y gracias a un donativo que le dio una señora peruana, lograron al fin tener casa propia. Pero había que hacer reformas para acomodarla a las necesidades del Instituto y, como siempre, carece del dinero necesario y la moneda boliviana valía cada vez menos; a esto se añadía la situación política cada vez más crítica en Bolivia, etc. etc.

Fortaleza de ánimo

Tenía María Benedicta un temperamento fuerte, típicamente alemán, con una voluntad férrea para hacer en todo momento lo que veía ser voluntad de Dios, como hemos vista hasta ahora. Esta intransigencia consigo misma para no desviarse en un ápice de lo que ella considera en todo momento ser más agradable a Dios, sin

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duda chocó con el carácter suave y tolerante, propio de Bolivia y en general de Sudamérica. Por otra parte, y seguramente como consecuencia de su temperamento, fácilmente se impacientaba, defecto contra el que ella luchó denodadamente toda su vida y que de una manera admirable había logrado vencer, con la gracia de Dios, al final de la misma. Todo esto le ocasionó no pocas incomprensiones y hasta quizá enemigos, y ciertamente tuvo que sufrir alguna calumnia.

Pero su alma estaba tan centrada en Dios, que pasaba muy por encima de estas pequeñeces humanas y hasta sentía el deseo de vencerlas pagando con el bien a los que no le comprendían o calumniaban.

Las vocaciones para el Instituto fueron escasas, parece ser que no pasaron de tres, y no fueron de voluntad firme. Ella se esfuerza por formarlas y elevarlas espiritualmente. Es un ejemplo vivo de lo que expresa Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en la meditación dominical a la hora del «Regina caeli» del 14 de Mayo de 1989, refiriéndose al don de fortaleza:

«La fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber... El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no sólo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios... en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades... Son muchos los seguidores de Cristo que, en todos los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junta a la cruz. Ellos lo han superado todo gracias a este don del Espíritu Santo».

Salen de Bolivia

A pesar de las dificultades de todo tipo, llega a hacer en ese tiempo el voto de no abandonar voluntariamente a Bolivia ni a la obra del Instituto mientras no conste claramente que es la voluntad de Dios. Pero el futuro que se vislumbra sobre Bolivia es cada vez

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más sombrío y, prudentemente, comienza a organizar las cosas para una larga gira fuera de Bolivia, tan larga que de hecho no podrá volver más.

Del Uruguay pasan a la Argentina: Santa Fe, Tucumán, Rosario, Buenos Aires. Por todas partes va dando cursillos bíblicos. Su vida es un continuo ir y venir de una ciudad a otra con no pocas penurias. La acompaña tan sólo una de las vocaciones que recibió en Bolivia, la «fiel Rosarito». Esta buena Rosarito permanecerá fiel a su lado durante unos cuantos años, hasta que al final también la abandona para seguir otra vocación.

En medio de su pobreza no se olvida de los pobres, y sigue ayudándoles, dentro de su limitación, confiando en la Palabra de Dios que dijo «dad y se os dará». Se esfuerza por ayudar a todos los necesitados que encuentra. Está penetrada de que ¡es a Cristo a quien da!

Le sugieren que vaya a España

Entre tanto ella ha ido perfeccionando los guiones de sus lecciones bíblicas; muchos desearían tenerlos, y alguien le sugiere por qué no hace un libro y los publica. A ella le parece acertada la idea; pero, tiene tan asimilada la idea de su nada que, en su humildad, pide la ayuda de un sacerdote entendido que la asesore para no poner ningún disparate. Ama la verdad y belleza de nuestra religión Católica y no quiere ni la posibilidad de inducir al más pequeño error. Pero, ella me decía: «encontrar un sacerdote especializado y con tiempo disponible en América latina es como querer coger una estrella con la mano». En vista de lo cual, le sugieren que venga a España. «¿No conoce Ud. a nadie en España?». No, responde ella.

Después de este breve diálogo, sale a la calle pensativa. Pasa junto a una librería católica y ve en el escaparate un libro que piensa le puede interesar. El libro se titula «La Asunción de María» del P. Bover S.J. (¡siempre María a su lado!); entra y lo compra. De nuevo en la calle abre la primera página y lee: Imprimi potest: P. Julián Sayós S.J., y piensa... ¡ah, sí que conozco alguien en España!, ¡al P. Sayós!

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Efectivamente, había conocido al P. Sayós en La Paz. Era entonces este Padre Provincial de la provincia Tarraconense de Los Padres Jesuitas, a cuya provincia pertenecía entonces Bolivia, y al visitar La Paz pidieron a María Benedicta que le informara del problema de las sectas en América latina, cosa que ella había hecho con mucho gusto.

Sin pensarlo dos veces, escribe al Padre Sayós explicándole su problema y preguntándole si él podría proporcionarle un Padre que le ayudara para hacer el libro, y añadiendo que no disponía de dinero y por lo tanto necesitaba que le proporcionara gratis un lugar donde estar, que ella ya se pagaría el viaje. No sabía la dirección del Padre, sólo sabía que vivía en Barcelona, pero piensa que los Padres Jesuitas han de ser muy conocidos en Barcelona y ya llegará la carta. Simplemente pone en el sobre: Rvdo. P. Julián Sayós S.J. Padre Provincial, Padres Jesuitas, Barcelona, España.

Efectivamente, llega la carta a su destino, y el buen P. Sayós le contesta casi a vuelta de correo aceptando su propuesta. Pondrá a su disposición un Padre y unas religiosas la acogerán con cariño en su casa de Ejercicios; puede, pues, venir.

Su director espiritual, Mons. Aspe, ve prometedor su ida a España, no sólo por el libro, sino también para el Instituto; piensa que encontrará en España muchas y buenas vocaciones, más firmes que las que ha encontrado hasta ahora. Pero, ¿cómo pagarse el viaje? Éste director pide limosna para pagar a su «hija» el pasaje en barco para España.

Otro buen sacerdote, que la aprecia mucho, enterado de su proyecto, le dice: «Usted va a España para escribir un libro, pero para ello necesita una máquina de escribir». Y le da el dinero para comprarse una sencilla máquina. Y sin más medios se decidió a embarcar para España.

Rumbo a España

Al fin, el 27 de Abril de 1954, en Montevideo, se embarca en el «Augustus», que va a Italia pasando por Barcelona.

Quince días duró la travesía de Montevideo a Barcelona. Fueron sus primeras «vacaciones» desde hacía muchos años.

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Días de verdadero descanso físico y espiritual. El mar siempre la había fascinado y llevado a Dios. Me contaba que, cuando tenía unos cuatro años, alguien le preguntó qué quería ser cuando fuera mayor, y ella, muy resuelta contestó: «marino». Pero, si sólo los niños pueden ser marinos, le dicen; bueno, responde ella, me cortaré el pelo. A su edad pensaba que sólo era cuestión de tener el pelo corto.

Goza visitando los distintos lugares donde el barco hace escala. De un modo especial hablaba de su paso por Río de Janeiro, que le encantó. Pero lo que más recordará de este viaje es que el barco va lleno de sacerdotes e incluso algún Obispo que van a Roma para la canonización de San Pío X. En la capilla del barco hay una Misa tras otra; el capellán, muy fervoroso, hace el mes de Mayo, mes de la Virgen, con toda solemnidad. Ella puede pasar casi todo el día en oración.

Su pensamiento está lleno de proyectos y confianza plena en Dios, lo que no quiere decir consolada. Le hace suma ilusión llegar a Barcelona, lugar tan conectado con S. Ignacio, al que profesa una profunda devoción. Se propone ir a Manresa y ¡ojalá pudiera hacer los Ejercicios completos allí como el Santo, subir a Montserrat!

3. APÓSTOL DE LA BIBLIA EN ESPAÑA

En la mañana del 11 de Mayo de 1954, el Augustus llega a Barcelona. Las Esclavas del Sagrado Corazón la hospedan con todo cariño en una de las habitaciones que dan al jardín de su casa de Ejercicios. Lo primero, saludar a la Virgen; al día siguiente, llena de ilusión, sube a Montserrat.

EL buen Padre Sayós busca la mejor manera de realizar su inmediato proyecto, preparar la edición del libro con los guiones bíblicos. Con ese motivo ella viaja a Veruela (Zaragoza), entonces noviciado de Los Padres Jesuitas. Allí le ayudará el P. Arturo María Cayuela S.J. que a la vez le dará clases de griego y hebreo; idiomas ambos que ella ansía conocer para leer la Sagrada

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Escritura en su texto original. Ya tenía conocimientos de griego, que el padre le ayuda a perfeccionar, no así de hebreo.

En Veruela serán jornadas agotadoras, pero inolvidables. Alterna la redacción del «Manual de Estudios Bíblicos Católicos», así llamará a su libro, con el estudio. Hay momentos en que ya ve todas las letras hebreas iguales; el Padre le dice: «vaya a dar un paseo y descanse», pero ella se va a la capilla, ¿dónde descansar mejor? Un hermano que por esas fechas hacía su noviciado me dijo, años después, la impresión que le hacía ver a aquella mujer pasar largas horas ante el Santísimo. ¡Cuánto tiempo había deseado gozar de esa soledad y retiro! Tardará tres mesas en preparar el libro.

Aprovecha el paso par Zaragoza para visitar la Virgen del Pilar y depositar a sus pies sus inquietudes. Es una costumbre ya habitual en ella visitar los santuarios marianos de los países y ciudades por donde pasa. Repetidas veces me habló de su visita a la Virgen de Chapi, en Perú, al santuario de la Virgen de Copacabana de Bolivia, del que ella conservaba un gravísimo recuerdo, y de tantos otros.

Su gran inquietud

La gran inquietud de su corazón es encontrar la posibilidad de preparar las «Instructoras Bíblicas» tan urgentemente necesarias y solicitadas en Latinoamérica. Ansía que pronto se cuente con el suficiente número de instructoras. Esta necesidad que ella sintió en 1954 ciertamente no se ha apagado, sino que crece sin poderse controlar. En el año 1989 se calcula que en Iberoamérica cada hora se pasan 400 católicos a una secta. Y aun no acabamos de darnos cuenta que usamos medios inadecuados para apagar este incendio, que el pueblo está cansado de palabras humanas, y hambriento de la Palabra de Dios hecha vida, y no hay quien se la dé...

En la alocución que S.S. Juan Pablo II dirigió a Los Obispos venezolanos en su visita «ad límina» el 21 de Septiembre de 1989, les dice:

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«Sé que un tema que os preocupa es el incremento de la acción proselitista de sectas de vuestro país, en particular entre la población menos favorecida económica y culturalmente. La Iglesia Católica debe preguntarse cuál es el desafío que estas sectas plantean a la propia acción pastoral y a la formación cristiana y bíblica de los fieles. Es importante, por ello, instruir, mediante una catequesis capilar, a todo el pueblo fiel, para que conozca la verdadera doctrina de Jesucristo y las enseñanzas de la Iglesia, que es la Madre y Maestra de nuestra fe».

Este desafío fue el que comprendió María Benedicta, y a esta catequesis dedicó toda su vida, y procuró contagiar a otros esta su inquietud.

En una de las cartas María Benedicta informa a su director espiritual lo que le dijo una señorita, al salir de uno de los cursillos bíblicos que ella daba:

—«Esto sí es la Palabra de Dios y hace un bien inmenso a las almas. Claro que los sacerdotes también predican la Palabra de Dios, pero... es muchas veces tan poco la Palabra de Dios y más palabra de ellos...»

Su director, Mons. Aspe, le contesta: «Esta señorita dijo lo que experimentó, y dijo la verdad. Lo sé por la experiencia que lamento. Los fieles tienen hambre de la Palabra de Dios, no de la palabra de hombres, a la que tan acostumbrados están. Los protestantes nos dan lecciones y ejemplo sobre esto, aunque mezclados de muchos errores. Es cierto que mucho se ha reaccionado sobre el particular... Pero ¡cuánta paja y qué poco grano se predica en templos sagrados! Doloroso es reconocerlo, más lamentable sería no reconocerlo aunque sea a la hora nona.»

Experimenta la pobreza

Al volver de Santiago de Compostela, pasa por Barcelona y se encuentra con la desagradable sorpresa de que la casa de Ejercicios, donde tan cariñosamente la han acogido las Esclavas, se va a convertir en Juniorado. A primeros de Octubre comenzarán las obras necesarias para ello, y por lo tanto ha de desalojar la

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habitación. Tiene un mes de plazo para ello. Pero ¿dónde ir sin dinero y sin conocer a nadie?

Dios prueba su confianza, como probó a Abraham. Y. como suele hacer Dios con frecuencia, (como solía comentar María Benedicta) espera el último momento para intervenir. El 27 de Septiembre aún no encuentra dónde ir, literalmente se ve en la calle. Angustiada dice a su Padre:

—«Lo he dejado todo par Dios, me he abrazado con la pobreza por Él, y ahora, a causa de esta misma pobreza, todos me cierran las puertas».

—«Eso es pobreza, le dice su Padre espiritual. Si a la primera llamada se le abriesen todas las puertas, no sería pobreza, o sería una pobreza con todas las comodidades de la riqueza sin sus preocupaciones».

Pero Dios no defrauda la confianza que ha depositado en Él, y así, providencialmente, uno de aquellos últimos días del mes de Septiembre, Madre Ana Hörsman, superiora en aquella fecha de Las Misioneras Hermanas de Betania en Barcelona, chilena como María Benedicta, se entera que ésta está en Barcelona y va a hacerle una visita. Ella le expone su problema, y la buena de Madre Ana, previo consentimiento de la superiora general, la acoge en su convento, como en otro tiempo las hermanas de Betania del Evangelio hicieron con Jesús. Aunque no sobradas de espacio, llenas de caridad, habilitaron para ella una salita que convirtieron en dormitorio.

Comienzan los Cursillos Bíblicos

Ha terminado la redacción del Manual de Estudios Bíblicos Católicos. Un sacerdote la invita a dar un cursillo bíblico en Mérida (Extremadura) y allá va llena de celo apostólico. Ya había dado algunos en Cataluña. En Madrid también había organizado algunas conferencias sobre el problema protestante en general, pero ahora en Mérida se trata de un cursillo de dos clases diarias durante un mes y medio, en el Centro de las jóvenes de Acción Católica. Después pasa a Badajoz, donde da otro cursillo de un mes de duración. Posteriormente estas jóvenes trabajaron activamente en

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este apostolado, donde en Extremadura hasta el día de hoy quienes siguen dando lecciones bíblicas con el método aprendido de María Benedicta. En Badajoz tuvo también un cursillo de un mes.

Precisamente a raíz de la muerte de María Benedicta, una señora de Badajoz me escribió lo siguiente: «Me agrada que su obra siga dando gloria a Dios. Yo también sigo trabajando como puedo en los cursos bíblicos; aquí en un equipo estamos dando tres cursos, dos en parroquias y uno en particular. Esto es obra de María Benedicta».

En el diario de Badajoz «Hoy», del jueves 20 de Enero de 1955, salió un extenso artículo que con grandes titulares dice: «MARIA BENEDICTA, UNA CHILENA CONVERSA AL CATOLICISMO, SE HA ENTREGADO AL APOSTOLADO BIBLICO». «Utiliza procedimientos muy originales de grandes resultados». En otra entrevista responde de la siguiente forma:

—¿Ha dado en España más cursillos bíblico?

—Con la intensidad y duración del de Mérida, no (aunque éste no es todavía suficiente para formar verdaderos instructores bíblicos católicos).

—¿Tanta importancia da a los instructores?

—La formación de instructores bíblicos católicos puede resolver el problema protestante en América. Y en España..., siempre es mejor prevenir que curar.

Aquel primer invierno en España lo pasó fatal por el frío. Siempre había sido muy sensible al frío. Me contaba que era tal el frío que pasaba, sobre todo en la cama que, por más mantas que le daban las religiosas Siervas de S. José, donde estaba hospedada en Mérida, no podía entrar en calor. Un día le dijo a la madre: «Madre, ¿no tendría otro colchón?» «Si —le dice la madre—, pero ¿para qué lo quiere?»«Póngamelo en la cama», le contesta ella.

Cuál no sería la sorpresa de la religiosa cuando vio que dormía entre los dos colchones. «Pero, hija, ¡se va a asfixiar!» «No, madre, es la única manera de entrar en calor». Y desde aquella noche durmió entre los dos colchones.

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«Vagabundeo apostólico»

De Badajoz pasa a Granada, Pamplona, Tenerife, Sevilla, Murcia... No es extraño que a veces se sienta realmente cansada y agotada física y moralmente en ese «girar sin fin». Pero ella procura ocultar del todo sus sufrimientos de modo que solamente Dios sepa lo que pasa en su alma. Para el año 1956, después de hacer el balance del año anterior, se ha propuesto un programa que se podrá resumir en esta sola frase: «sonreír a Dios siempre», «porque si le sonrío a Él, sonreiré también a sus criaturas, pues toda santidad está en hacer lo que quiere lo que Dios quiere y querer lo que Dios hace...»

En más de un cursillo se meten protestantes. Como en sus clases admite y gusta de diálogo, a veces éstos interrumpen con alguna objeción, citando algún texto bíblico; ella, con una memoria extraordinaria y un dominio del Texto Sagrado admirable, les contesta serenamente deshaciendo sus argumentos. Algunos salen molestos pero hay otros muchos que quedan encantados; como ejemplo unos cuáqueros de Mallorca que, al final del cursillo, le regalan una guía turística de Mallorca. En otras ocasiones piden hablar particularmente con ella, y siempre los acoge con sincero deseo de hacerles bien.

Vivir la fe fundamentada en la Palabra de Dios es la única forma eficaz de combatir la extrema ignorancia religiosa de buena parte de los fieles católicos y evitar así que se dejen extraviar por cualquier viento de doctrina, como nos dirá S. Pablo, ayudándoles además a que sean capaces de vivir gozosamente las riquezas de nuestra fe y estimularles a una auténtica vida cristiana: «Pues toda Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para convencer; para corregir, para educar en la justicia» (II Timoteo 3:16), todo con el método que había aprendido de los protestantes y cuya eficacia quedaba sobradamente probada.

Palabra hecha vida

Las palabras de la Biblia no las llevaba María Benedicta sólo en los labios, sino que se esforzaba por hacerlas vida de su vida.

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Solía repetir en sus clases que no basta con creer en Dios, que hay que creer a Dios. El amor a Cristo la apremiaba; ahora bien, si Él había dicho que lo que se hiciera a los demás se lo hacíamos a Él, ella no podía ver una necesidad sin intentar solucionarla o al menos aliviarla. Pero no daba de lo que le sobraba, sino de lo que necesitaba para vivir.

En Badajoz conoció a una viuda necesitada, y no sólo la ayudó mientras estuvo allí, sino que después seguía mandándole cada mes un paquete con alimentos, y esto durante años y de igual manera se esforzaba por ayudar a otras personas. Cuando ella no podía, acudía a personas que pudieran, pero nunca dejó abandonada a ninguna persona necesitada, al menos le daba su comprensión y cariño.

Un buen sacerdote, enterado de esta su generosidad, de su indigencia, le dice que mientras no haya ahorrado lo suficiente para poder pagarse al menos un año, viajes, hoteles etc. no debe dar limosna.

Esto le produce un tremendo malestar espiritual. ¿Acaso no dice Dios: «No apartes tu rostro de pobre alguno y Dios no lo apartará de ti»? (Tobías 4:7) y que «el que da al pobre presta a su Hacedor» (Proverbios, 19: 17) (Todos estos textos y otros por el estilo, los recordaba ella constantemente a sus alumnos para animarles a ser generosos con el prójimo). Esto iba, pues, contra su conciencia y así se lo dice a su director. Éste le contesta:

—«Mi parecer es que Ud. siga como hasta ahora ejercitando la caridad con el prójimo sin más límites que lo necesario para su honesta sustentación, medios de acción para el apostolado y una prudente mínima previsión. Lo que se da a Jesús en sus miembros, Él ha empeñado su palabra de reembolsar con el ciento par uno en este mundo y el cielo en el otro».

La sostiene la oración

Lleva ya año y medio en España. Ha recorrido la Península y las islas en todas direcciones sin tener donde reclinar la cabeza, como Jesús y se siente cansada y hastiada de la vida que lleva. Siente agotársele todas las fuerzas en este perpetuo peregrinar...

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Pero en medio de todo, Dios la sostiene y se muestra a su alma de manera palpable en la oración; así se lo dice a su Padre:

—«Sigo viviendo mi incorporación en Cristo. Es algo que siento y experimento, tal como podría experimentar cualquier realidad que cae bajo los sentidos. Siento y experimento en mí la vida de Cristo. Y veo clarísimamente cómo debo prolongar la oración de Cristo, la santidad de Cristo, el apostolado de Cristo. Y quiero cada vez más ir conscientemente por este camino. En esto está centrada toda mi oración. Hay inmersión en Dios e identificación con Cristo creciente y plenamente querida por la voluntad».

En todas partes la acogen con verdadera hambre y con cariño, muchas veces no la dejan parar; ella se esfuerza por mostrarse alegre y sonriente y por ayudar espiritualmente a cuantas personas acuden a ella en busca de una palabra que aclare sus dudas o que les consuele; pero en su interior muchas veces se siente desolada, y se le plantea el problema de conciencia: ¿será hipocresía o fingimiento conducirse exteriormente con paz y alegría cuando interiormente siente todo lo contrario?

—«Eso no es hipocresía (le contesta su director), eso es virtud que germina y florece en campo árido y cielo nublado».

Muchas personas, de los distintos lugares por donde va dando cursillos, después le escriben con consultas de conciencia o simplemente contándole sus penas; de esta manera cada vez le va aumentando la correspondencia, y procura dar a todos luz y consuelo. «Sí, hija mía, Dios le ha dado mucho para dar a otros, reservándose Él el cuánto, cómo y cuándo dar a Ud. misma. Sea generosa sin reserva», le dice Mons. Aspe.

No sólo seglares, sino incluso sacerdotes se benefician de sus consoladoras cartas. Hay una (de este tiempo) de un franciscano español, que conoció en el Perú y que ahora sufre mucho, a quien María Benedicta escribe consolándole y animándole. Incluso ha logrado enviarle una ayuda económica, ya que se encuentra en una situación personal de mucha necesidad.

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Un enfermo, que se hizo «socio» de su apostolado, le dice en otra carta: «Basta oírla, basta ver su sonrisa franca y optimista, toda dulzura y amor, para estimarla y no olvidarla nunca».

Ella repetía que todos estamos llamados a la santidad, para la cual Dios nos ha elegido desde antes de la constitución del mundo (Efesios 1:4, texto que ella citaba continuamente en sus clases). Y consideraba que dicha santidad no es sino el desarrollo normal de la gracia bautismal. Ella decía que la «receta» universalmente valedera para alcanzar la santidad personas de cualquier condición social, estado o edad, era: «hacer lo que Dios quiere, como lo quiere, cuando lo quiere y por todo el tiempo que Dios lo quiere». Ciertamente se esfuerza por vivir esa «receta» y, cuando ve que algo es voluntad de Dios, no hay nada ni nadie que la detenga para hacerlo; y Dios cada vez le da más luz.

Hacia 1956 en Valencia se multiplican los cursillos. Conserva una fotografía del cursillo que dio al Magisterio de esta ciudad; el día de la clausura del mismo el aula magna de la Universidad Literalmente está a rebosar.

En el cursillo que da en Játiva (Valencia), un maestro que asiste y que tiene facilidad para la poesía, le dedica el siguiente acróstico:

Mujer de recio temple y bondadosa.

Apóstol incansable de las almas.

Recorriendo los pueblos afanosa.

Irradias al Bien Sumo por do pasas.

A Dios das gloria refutando errores.

Bendita sea, sí, tu misión santa;

Ella has captado, ten imitadores;

No se pierda jamás semilla tanta.

Es tu ideal el engendrar a Cristo,

Doquiera que encontrares unas almas;

Y humilde esperas que Él las fertilice

Con el rocío de la divina gracia.

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Todo es suave en tu atrayente porte;

Austera en tus costumbres y abnegada.

De intuición psicológica das prueba

Al estudiar la humanidad manchada.

Ilustre disertante y escritora,

Bello arquetipo de mujer que encanta.

Eres de la herejía detractora,

Retrato consumado de una santa.

Firmado: Dolores Conejero Vda. de García

Después de este cursillo la voz se va corriendo de un pueblo a otro. Va a Alginet, a Carlet, etc. etc. No la dejan parar y se ve como una pelota tirada de acá para allá.

Pero en medio de esta superactividad aún saca tiempos para seguir estudiando hebreo y para preparar nuevos guiones bíblicos y, por supuesto, con sus cinco horas diarias de oración. A las cuatro y media sonaba cada mañana el despertador en su habitación, por eso lo que más le costaba eran los cursillos que se tenían por la noche. Siempre decía que ella necesitaba el sueño más que la comida, pero aunque se cayera de sueño, lo primero era la oración. No es extraño que en ocasiones llegara a sentirse agotada.

Amiga de bromas

Por otra parte María Benedicta era muy amiga de bromas, procuraba tenerlas siempre con las religiosas, en cuyas casas generalmente se hospedaba. En una ocasión tenía una enorme araña negra de goma; un día de fiesta la colocó de forma estratégica para cuando calculó que vendría la Madre Superiora; ésta, después del primer susto, le pide: «déjemela que la voy a llevar a la comunidad»; le pidió que se la pusiera en el velo y entró

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cuando todas las hermanas estaban reunidas. El jaleo que se armó fue tremendo; una le dice:

—Madre, ¡qué bicho lleva en el velo!

Y en principio ninguna se atreve a quitárselo.

—No seáis así, les dice ella, que yo no lo veo.

Al fin acuden con una escoba... ¡De risa y carcajada!

Ella gozaba cuando se lo contaba la Madre y también gozaba cuando lo recordaba y me lo narraba. Como ésta, tenía infinidad de ocurrencias. Cuando murió aún encontré en su armario objetos para hacer bromas.

Por ese tiempo en Bilbao da otro cursillo, cuyo éxito es arrollador. Efectivamente en «El Correo Español—El Pueblo Vasco», salió el reportaje, con una amplia fotografía de ella. Entre otras cosas el periodista decía:

«A María Benedicta Daiber hay que oírla hablar con calor de temas que le han llevado muchas horas de estudio, de problemas que ha acometido de frente y con valentía inusitada, de cuestiones que domina a la perfección...

»No es una conferenciante ni una propagandista al uso. Quienes esperen de ella unas charlas más o menos amenas, dichas con voz profesoral y ademanes de monja sabihonda, que no acuda al salón S. Vicente durante esta semana. María Benedicta ha hecho de sus lecciones algo vivo, algo que prende en el alma de todos sus oyentes, algo desusado en estas latitudes donde apenas si estamos acostumbrados al diálogo entre público y conferenciante, a la polémica trascendental, al coloquio valiente».

Entre otras cosas le pregunta el periodista:

—¿Cuántos cursillos lleva dados en España?

—El de Bilbao hace el número 70.

—¿Podría establecernos un cotejo entre el protestantismo de Hispanoamérica y el español?

—El de España está en su estado inicial. Pero en el fondo ambos protestantismos tienen las mismas características... En todos los lugares se valieron de un arma excelente: la ignorancia crasísima de los católicos en materia bíblica.

—¿No cree que el calificativo puede sonar mal?

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—Si gusta puede «dulcificarlo», (termina por decir ella).

El Sr. Obispo quedó tan contento que ya la comprometió a dar un cursillo bíblico sobre la Virgen para el mes de Abril. También le piden otro para Algorta.

También le piden cursillos desde Portugal. De esta manera pudo ir, con gran ilusión, a Fátima y allí confía, una vez más, sus proyectos y apostolado a la Santísima Virgen. Siempre recordó este santuario como un lugar de profunda y austera piedad mariana.

Ella, con la facilidad que tiene para los idiomas, se afana por aprender portugués y me explicaba que los cursillos eran bilingües, los asistentes leían la Biblia en portugués y ella les explicaba en castellano, pero se entendían perfectamente.

Entre niños y gente culta

Fue cómico lo que pasó en Valls (Cataluña); ella misma nos lo cuenta:

«Ahora querrás saber cómo van las cosas en Valls. El primer día hubo una gran desorganización; habían decidido que cada noche sería el cursillo en otro local y con otro público. Y la primera noche me pusieron en primera fila unos niños —Los alumnos del Instituto Laboral— y detrás de ellos los adultos y gente culta. Francamente no sabía yo a quienes dirigirme, y como principalmente debía dirigirme a los niños traté de hacerlo de alguna manera, pero diciendo también algo para los adultos. La cosa resultó verdaderamente cómica. Llamé adelante a un chico para que leyera un texto que yo misma le había buscado. El niño se asustó, se rascó la cabeza y su vecino del lado le dio un empujón para que se levantara. Se acercó el pequeño y leyó tartamudeando algo de ‘Las pistolas’ de S. Pablo. Tuve que morderme para no reírme. Y así fue todo lo demás. Yo protesté y la comisión organizadora reconoció su error y ahora seguiremos en un mismo local y con el mismo público —bastante numeroso— hasta el fin. Anoche ya resultó muy bien la lección y, por supuesto, ya no había rastro de un S. Pablo disparando con pistolas... (Esto me recuerda que una vez en Chile una chica preguntó dónde en la

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Biblia se hallaba la epístola de S. Pablo a los ‘ebrios’ (= Hebreos)! Realmente la cultura bíblica entre los católicos es muy grande... Ahora ya está todo el mundo en Valls entusiasmado con la lección de anoche...»

Especialmente interesante resultó el cursillo de Tarragona, en el que la mayoría de los asistentes eran hombres y algunas mujeres. Ella nos lo cuenta también:

«Anoche comenzamos el cursillo... Asistió el Sr. Obispo Auxiliar, y se reía al ver cómo esos hombres hechos y derechos metían más ruido que unos colegiales, buscando afanosamente los textos que yo iba indicando etc. El interés no podría haber sido mayor. Aunque eran hombres cultos, pero de Biblia no sabían nada. Naturalmente leían bien los textos y no volvieron a aparecer las pistolas de S. Pablo...»

El último día del cursillo asiste el Sr. Cardenal, día en que María Benedicta contó su conversión. Al final él la felicita y ella le dice que, en realidad, lo que vale es el método activo que emplea. El Sr. Cardenal se volvió hacia ella y le dijo en un tono que denotaba profunda emoción: «¿El método? Lo que impresiona es que Ud. Vive lo que dice», y le dio su bendición.

Se establece en Barcelona

Comenzó a surgir en Barcelona un cursillo tras otro. Cada vez era mayor el número de personas interesadas de que se estableciera en esa ciudad. Se trataba de buscar un lugar para residir. Descartada la posibilidad de una residencia de religiosas, a causa de los horarios de los cursillos, generalmente a altas horas de la noche, se comenzó a pensar en la posibilidad de encontrar un piso. Pero no era cosa fácil, pues el piso había de ser lo suficientemente amplio, a fin de poder tener reuniones para los estudios bíblicos y acoger a las posibles vocaciones, y en un lugar, céntrico, para facilitar la asistencia a dichas reuniones y, como siempre, no había dinero, lo que hacía la cosa aún más difícil. Pero, con la plena seguridad de que Dios lo quería, todos se pusieron en movimiento.

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Después de mucho buscar, efectivamente se encontró un piso en el lugar deseado. Piensan que habría que hacer algunos arreglos y están seguros de que llegará el dinero necesario y hasta hacen presupuesto. Pero a la hora de la verdad no se encuentran tales bienhechores, ni siquiera se dispone del dinero necesario para pagar la entrada, que consistía en el primer mes de alquiler más otro mes que debe quedar en depósito. María Benedicta está agotada física y moralmente, mas firmemente confiada en la Providencia Divina.

Confidencialmente escribe a una amiga: «No duermo de puro cansada. Ruega para que todo se solucione bien y que Nuestro Señor me dé fuerzas para resistir. Dios me ha hecho de tal manera que prefiero que me calumnien, a pasar apuros económicos. No es la primera vez que los paso, pero siempre me han dejado con los nervios de punta, y una calumnia ha sido para mí un dolor ‘delicioso’. Creo que el tener cierta relativa tranquilidad económica es indispensable para que nos podamos dar de lleno al estudio y al apostolado. Pero Dios quiere que le pidamos una y otra vez con insistencia y confianza: ‘Pedid y recibiréis’.»

Ha acudido a las almas del purgatorio, a las que ha ofrecido misas, para que le ayuden a solucionar lo del piso. Será ésta una actitud muy frecuente en ella, fruto de su fe en la comunión de los santos.

A mediados de Marzo se había de firmar el contrato, pero el día 10 del mismo mes aún no tienen las siete mil pesetas que necesitan para ello. Ese día, con una señora entusiasta de la Obra, va a hacer una visita a una amiga de ésta y, ella misma nos cuenta lo que pasó en una carta: Le hablan de «la obra emprendida y la situación económica. Esta señora, que en su cara revela el temple espiritual, se recogió unos minutos y en seguida nos dijo: ‘no puedo darles mucho, pero por el momento les daré cinco mil pesetas’. Y fue a buscar cinco billetes de mil pesetas. Ayúdame tu a dar gracias a Dios y encomienda a esta buena señora».

Evidentemente así no se puede hacer ningún arreglo en el piso. Un buen hombre se ofrece a pintarles lo más imprescindible para que se lo vayan pagando cuando puedan. Comienzan, pues, con deudas; y además van saliendo gastos con los que no contaban: hay que darse de alto en la luz, el agua etc.

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El primer escrito de sus apuntes íntimos que se conservan es precisamente de esta fecha, y entre otras cosas anota:

«Pocas veces me he sentido tan mal físicamente como todo este último tiempo. Estoy demasiado agobiada y agotada... a esto se agrega la tensión nerviosa por la obra de Dios, por la casa, por asegurar siquiera lo indispensable...Pregunto a Jesús en la oración qué es lo que Él ahora quiere de mí y veo claro lo siguiente:

»a) En estos momentos de intenso sufrimiento físico y moral, no debo perder de vista que se trata de una participación del ‘Misterio de la Cruz’. Mis sufrimientos, unidos a los de Cristo, prolongación de los de Cristo, han de producir vida: la vida de la obra de Dios, y efectos de vida en innumerables almas.

»b) Debo seguir siendo fiel, cueste lo que cueste, a mi vida de oración y a mi reglamento y esforzarme por tener paciencia amorosa para soportar y para aguardar.

»c) Y a pesar de que actualmente, a causa del piso y a causa de todas las dificultades del principio que hay que vencer, la situación económica se me presenta extraordinariamente difícil, a pesar de todo esto debo seguir siendo generosa en dar. Siento que Cristo me pide esto y sé que le doy a Él. Y estoy resuelta a hacerlo así.

»Oh Cristo mío, Amor mío, ayúdame tú a hacer todo esto: en ti confío. Sé que me pides también esta confianza, dámela tú, pues todo, todo tiene que venir de ti... ¡Ayúdame, Amor mío!»

De esta forma, a pesar de su tremenda situación económica, sigue mandando cada mes el paquete de alimentos a la viuda de Badajoz, que sin ello, dice ella, moriría de hambre, y tiende la mano a todo pobre que se le pone delante. «El que da al pobre no pasará necesidad», dice el libro de los Proverbios (28:27).

En este tiempo escribe cuál debe ser la característica de los miembros de la «Obra de Cursillos Bíblicos Católicos»:

«Esta Obra que Dios nos confía, las que somos llamadas a ella, debemos vivir de fe de un modo especialísimo. Hemos de hacer vida en nosotras la Palabra de Dios con todo su contenido dogmático, moral, ascético, místico. Solamente así podremos llevar esta misma vida a otras almas. Esto es importantísimo, pues en el momento en que nos limitásemos a un conocimiento meramente

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intelectual, frío y racional de la Escritura, nuestra misión se habría acabado y habríamos traicionado nuestra vocación.

»Hemos de resistir a la tentación de limitarnos al conocimiento meramente teórico de la Escritura—realmente quedarse en este punto y limitarse al placer intelectual que esto proporciona es mucho más fácil—pero en cambio hemos de vivir la Palabra de Dios, vivirla en toda su extensión en la medida de nuestras fuerzas, hemos de desentrañar la lección profunda que nos ofrece la Palabra de Dios para cada circunstancia de la vida y así vivir plenamente de fe. Aquí radica el poder de irradiación de nuestra vocación, y esto no lo hemos de perder de vista jamás.

»Y de un modo especial, a la luz de la Escritura, hemos de vivir nuestra incorporación en Cristo, hemos de llegar a dejarnos llenar del todo de Cristo y que Él solo viva, ore, trabaje, sufra en nosotros».

Vida de comunidad en pobreza

El día primero de Mayo de 1959 comienzan tres la vida de comunidad en el piso: María, Soledad y Teresa. En la casa no hay más que lo estrictamente imprescindible, y se podría decir que ni eso. Los amigos interesados en la Obra les van trayendo diferentes muebles usados y demás enseres necesarios, uno trae una cama, otro dos cubiertos, otro un colchón, otro unas mesitas viejas de un colegio, otras le mandan sábanas y toallas etc. Nos servirá para hacernos idea de la pobreza con que viven lo que anotan en el diario:

«Para cocer nuestro cotidiano sustento sólo contamos con dos hornillos eléctricos, bastante pequeños, y el más pequeño se ha quedado inservible por el momento, así que prácticamente ahora sólo contamos con uno. Nuestros guisos se reducen a lo más elemental y primitivo: una sola olla con capacidad para la comida de toda la comunidad.

A la hora de comer hemos leído una carta, que rezuma mucha caridad cristiana, con la noticia de que nos giran 25 pesetas para que con ellas compremos unas pastas, pero nuestra pobreza actual nos obligará a emplear ese dinero en la compra de verduras.»

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De hecho estarán casi un año con ese pobre hornillo para guisar, hasta que pudieron comprar a plazos una cocina de butano.

El día cinco de Mayo, con no poco humor, anotan:

«Decimos que cuando seamos ricas compraremos un misal, una olla para hervir la leche... una tapa de tela metálica para proteger de las moscas el postre, o lo que sea, un salero grande, una sartén para freír huevos y... un coche para poder dar los cursillos con más facilidad». Es que no tenían ni nevera; tardarán dos años en poder comprar un frigorífico y éste a plazos. En medio de tantas estrecheces no tarda en resentirse la salud de las tres, hasta el punto que Teresita, con gran dolor de su alma, tiene que marchar. El 7 de Junio anota María Benedicta en su cuaderno:

«Tal vez la crisis interior que estoy pasando es la peor de mi vida, a pesar de que la oculto en el silencio. Pero es tal el cansancio moral de todo, que es como un decaimiento no sólo total, sino como que quiere ser definitivo, de todas mis fuerzas, de todo anhelo de perfección... Veo el peligro que encierra semejante estado de ánimo...

»Ayer por fin el Señor me hizo ver en la oración una vez más, pero con mayor claridad que nunca, que no es amor el que no lo soporta todo hasta el fin. El verdadero amor lo sufre todo sin desfallecer jamás... Lo que hace desfallecer es el egoísmo, y el egoísmo es lo más diametralmente opuesto al amor. La cosa está clara: cueste lo que cueste debo seguir adelante, pues mi amor a Dios debe ser sin desfallecimiento... y también mi amor a mis hermanos...»

En medio de esta extreme pobreza, sigue practicando con toda generosidad la caridad.

Una señora de Zaragoza muestra sus deseos de estudiar a fondo la Biblia para después ella poder hacer apostolado. Le pide un cursillo intensivo en su casa. Ella, contenta, acepta. Pero esta señora tiene dos hijas pequeñas y su marido la ha abandonado, lo cual quiere decir que no podrá ayudar ni a pagar los gastos que ella ocasionará con su estancia. Se trata de estar un mes en casa, y esto en el mes de Agosto, cuando lo poco que le solían dar en los cursillos no entraba, pues todo el mundo está de vacaciones. Pero se trataba de ayudar a otros en su fe y, con todo cariño, le ofrece

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su pobreza. Una señora le regala una cama mueble para poderla recibir. Y no sólo a ella, sino que en principio iban a ser tres las personas que acogerían en casa, aunque, por razones imprevistas, sólo vino la señora de Zaragoza.

A este cursillo de verano se unieron otras dos personas de Barcelona. Era un cursillo intensivo de un mes de duración, con dos horas por la mañana y una por la tarde. La señora de Zaragoza se marcha feliz, pero María Benedicta no tiene dinero para acabar el mes. Más de una vez me contó este episodio.

Me refería que entonces acudió a Dios y le dijo: «Ya ves que necesito mil pesetas para acabar el mes, tú verás de dónde han de salir».

Aquel mismo día, a media mañana, llega un giro inesperado de 100 pesetas. Ella le dice al Señor:

—«Señor, yo te agradezco las cien pesetas, pero ya ves que necesito mil».

Y Dios no la defrauda una vez más: aquella misma tarde llega de nuevo un giro con mil pesetas. Ella me decía que el Señor probó su confianza, pero le dio más de lo que le pedía. Y la generosidad de Dios no terminó aquí, ya que pocos días después, el 28 de Agosto, le dan dos fuertes donativos inesperados, con los cuales puede pagar al pintor y decidirse a comprar el termo para el baño.

Ayuda al Cuerpo Místico

La solicitud de cursillos se multiplica en parroquias, fábricas, colegios etc. y en numerosos casos particulares que se atienden en casa.

En una casa particular tiene un nutrido grupo verdaderamente ecuménico; asisten varios protestantes, pero no con intención de polemizar, sino de conocerse. Están estudiando el tema que llamamos el Credo, que es el temario fundamental, en el que se ven las verdades de nuestra fe a base de la Biblia. El grupo resulta interesante. Ella expone positivamente la fe católica, ellos aceptan en lo que están de acuerdo y exponen su interpretación en lo que no lo están; pero no se discute. María Benedicta goza lo indecible. Un día tocó hablar de la Santísima Virgen. Y ella, a base de textos

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bíblicos como siempre, explicó que María Santísima es nuestra Madre, etc. Uno de los asistentes suple en ocasiones al pastor en sus reuniones, quien al día siguiente, emocionado, explica a sus feligreses que María es nuestra Madre, para gran sorpresa de los asistentes.

En otra ocasión tiene en casa a una chica que se ha hecho adventista y quiere ahondar en la fe, vive con ellas unas semanas, que aprovecha para estudiar su fe. Cuando se marcha sigue siendo adventista, pero queda muy agradecida a la acogida que le han hecho. Acoge siempre con todo cariño a cuantos hermanos separados se ponen en contacto con ella, sea personalmente, sea por carta, y siempre sin ánimo de polemizar, sino de iluminar respetando la libertad del hermano. Son numerosas las cartas que se conservan de estos «hermanos», generalmente cartas acogedoras; pero no falta también quien le escribe con la finalidad de atraerla a sus ideas y polemizar, y en esos casos ella corta, como en el de una señora que, no obstante, durante años se felicitaron para Navidad.

Como es lógico, ella goza muy especialmente cuando alguna de estas almas se acerca a la Iglesia Católica. A varias de ellas preparó para su bautismo en Ella.

Un día un grupito le pide asistir a un cursillo más prolongado en casa. Pero ¿cómo hacerlo si no tienen sillas suficientes? Con buena voluntad todo se arregló, cada alumna trajo su silla. Así se montó la sala de clase, hay sillas de todos los tamaños y modelos, «para todos los gustos», como decía ella. De esta manera se comenzaron varios grupos con una clase semanal durante todo el curso.

Campaña por las comunidades contemplativas

Hacia finales del año 1960 entra en contacto con una comunidad de cistercienses muy necesitada. Pasan frío. Ella les pregunta si pueden ponerse ropa de abrigo debajo del hábito y contestan que sí. Y aquí tenemos a María Benedicta, gozosa, haciendo una campaña de jerseys entre sus alumnos. Se recogen gran cantidad de jerseys usados pero en buenas condiciones que,

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junto con muchos y variados alimentos, se los envía para Navidad. Comienzan así los paquetes de Navidad para las comunidades contemplativas, que irán en aumento hasta el final de su vida. Para entonces ya eran diez las comunidades necesitadas que atendía.

Comenzaba la campaña en el mes de Octubre, cuando se empezaba el curso. Ponía sobre la mesa un letrero con textos bíblicos para animar a todos:

«Ayuda a miembros necesitados del Cuerpo Místico».

«Dad y se os dará» (S. Lucas, 6: 38).

«El que da al pobre no padecerá necesidad» (Proverbios, 28:27).

Y los alumnos, contagiados de su espíritu de caridad, colaboraban con toda ilusión; cada cual traía lo que podía o quería. Y ¡cómo disfrutaban todos cuando después se leían en clase las cartas de agradecimiento de estas monjitas! Sobre todo ellos apreciaban las oraciones que éstas hacían por ellos en agradecimiento. Un día acude un alumno manifestándole con pena que él estaba mandando una ayuda a un seminario pobre y este año no podía mandarlo. Se trata, pues, de ayudar a un miembro de Cristo y por añadidura futuro sacerdote, el gran amor de su vida. En seguida pone en movimiento a sus alumnos y los interesa para acudir a esta necesidad. En adelante se encargaron de pagar la boca de un seminarista. Sólo Dios sabe los esfuerzos que esto le costó y a cuántas puertas tuvo que llamar. Pero poco a poco, a lo largo del curso salía cada año la beca, y generalmente crecida. El Señor Rector de este seminario, un hombre verdaderamente de Dios, le escribe cartas alentadoras y varias veces que vino a Barcelona visitó los grupos animándolos. Fue ésta realmente una amistad espiritual que duró toda la vida.

Por otra parte ve que no es posible anunciar la Palabra de Dios a quienes sufren toda clase de angustias y estrecheces económicas si no se esfuerza por aliviarlas en la medida de sus posibilidades, y así pagan a varios jóvenes para conseguir un oficio, buscan trabajo a otros, etc.

Y esto a pesar de que su situación económica sigue siendo angustiosa. Después de la primera Navidad lanzan un SOS solicitando si acaso fuera posible conseguir cincuenta personas,

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que diera cada una mil pesetas al año. Con ello tendrían asegurado el pago del alquiler, que era lo más angustioso. Pero en realidad sólo respondieron cinco. Hasta pocos años antes de su muerte vivió con esta angustia.

Vida de fe

El pensamiento de vivir de fe se va afianzando cada vez más y más en su vida espiritual a medida que pasan los años. Por este tiempo, 1959-1961, escribía:

«Por la fe pienso y juzgo las cosas según la verdad, o sea, según las ve y juzga Dios y claro está: la verdad no es lo que piensan los hombres, sino lo que piensa Dios. La fe, cuanto más viva sea, me pone con más seguridad en posesión de la verdad. Siento el impulso de vivir más y más de fe, lo cual es vivir de la verdad: pero sobre todo se intensifica en mi alma el impulso a la caridad. Lo tengo hace mucho tiempo, pero se va agigantando extraordinariamente.

»Todo esto sucede en la parte superior de mi alma, sin consuelo propiamente sensible. Es más luz que calor, pero una luz que es fuerza motriz al mismo tiempo.»

«No basta creer en Dios y esperar a Dios, esto es relativamente fácil, pues al fin y al cabo los motivos de credibilidad de nuestra fe son muy poderosos... el alma que aspira a la santidad, debe llegar más lejos y debe creer a Dios, a ciegas, y entregarse a Él, para que Él haga y deshaga, y debe esperar en Dios contra toda esperanza. Semejante fe y esperanza en medio de la noche, glorifica grandemente a Dios. Veo con suma claridad y con gran paz que es esto lo que Dios quiere de mí. Mi camino es éste: fe y esperanza así, en medio de la noche, y radiante caridad, siempre, siempre, siempre. De ahí han de derivar todas las virtudes. ¿Por qué los directores espirituales enseñan tan rara vez a las almas a vivir de fe? Tal vez en nuestro siglo nos hemos contagiado todos un poco de racionalismo...

»En adelante, a través de la noche de mi alma, solamente quiero vivir de fe: creer a Dios ciegamente y esperar en El contra toda esperanza e irradiar amor, según el gran mandamiento de

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Cristo. Este es mi camino, oscuro y doloroso, sí, pero sencillo y sin problemas (al menos por ahora). Todo así se simplifica, aunque se prolonga el dolor... Anhelo ser perfectamente dócil a mi Dios: Cristo mío, produce tú en mí (que todo viene de ti) el querer y el ejecutar (Filipenses 2:13). Madre mía, tú que viviste plenamente de fe, enséñame a vivir también esta vida de fe. Así sea «.

Y en los ejercicios espirituales del año 1963, en Semana Santa, como siempre, se propone «ahondar en lo que significa vivir de fe».

«Sé muy bien que solamente estoy en la verdad en la medida que juzgo todas las cosas a la luz de Dios, según la fe... Guiarme por la simple luz de la razón natural no me puede dar la verdadera perspectiva de las cosas, ya que éstas son como las ve y juzga Dios. Quiero, pues, ahondar en lo que significa vivir de fe y orientar plenamente mi vida en este sentido».

»Vivir de fe es algo más que creer simplemente nuestros dogmas. Hay un grado mínimo que se limita a hacer lo indispensable y nada más para alcanzar el cielo... y hay el grado máximo en que la fe informa y penetra todos los detalles y cada momento de la vida. Todos los santos alcanzaron este grado. Entre el grado mínimo y el máximo hay todos los grados imaginables, ¿Dónde estoy yo? Ciertamente la fe penetra gran parte de mi vida, pues sin ella, mi Reglamento y mis votos serían imposibles. Pero hay baches e intermitencias y si he de avanzar en mi vida espiritual, es preciso superarlos.

»¿De dónde sacar fuerzas para seguir adelante? De la fe. Debo, quiero cerrar los ojos a todo lo demás y vivir solamente de fe. ¿Me siento al cabo de mis fuerzas? Pues he de creer que Dios me sostendrá. Cuanto menos vea, cuanto más vea todo lo contrario de lo que me dice la fe, tanto más debo cerrar los ojos a lo que veo y creer, creer, creer... Creer como la Virgen (‘la que creyó’: S. Lucas 1:45), creer como los Santos, creer contra todas las apariencias... Creer en la Palabra de Dios...»

»Nunca tanto como ahora se me ha presentado la Pascua como un misterio de fe. Y sin embargo, de hecho, en el misterio pascual, todo es invisible: ni veo a Cristo glorioso y resucitado, ni veo o percibo con los sentidos la vida nueva que Cristo nos trae. No veo ni palpo mi justificación, la aplicación a mi alma de los

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méritos redentores de Cristo. Y aunque los Sacramentos son signos sensibles, su efecto es invisible... Todo se reduce a la fe. Hay que creer y obrar de acuerdo con la fe. Sin duda muchas veces he sentido y experimentado la acción profunda de Dios en mi alma, pero cuando Dios retira estas experiencias sensibles ¿qué queda? Nada más que la oscuridad de la fe... Y sin embargo, la fe es más cierta que todo lo demás, porque el que cree se apoya en Dios, Verdad infalible. Hay que vivir de fe: es la única manera de estar en la verdad, mientras aun no veamos a Dios cara a cara. Y este vivir de fe debe penetrar todos los detalles de la vida, porque en cada instante es preciso obrar de acuerdo con la fe. Luz oscura... pero al fin y al cabo luz... y me aprovecho tanto más de la Redención de Cristo, cuanto más viva de fe...

»Quiero seguir adelante e ir por este camino con la gracia de Dios... y la ayuda de la Virgen mi Madre que vivió plenamente de fe... El Evangelio es fuerza de Dios—dynamis—para todo el que cree, parece evidente que es fuerza de Dios tanto más, cuanto más viva sea la fe. A mayor fe, mayor experiencia de la fuerza de Dios.

Con gran ilusión sigue también los acontecimientos del Concilio Vaticano II. Apenas se publicaba un documento, lo adquiría, leía y comentaba generalmente en la mesa. En Marzo de 1963 escribe lo siguiente en el diario:

«Nuestros alumnos han firmado y hacen circular con gran entusiasmo las hojas en que se recogen firmas pidiendo al Concilio declare solemnemente la maternidad espiritual de María respecto de todos los hombres y su mediación universal de todas las gracias».

No podía dejar de aplaudir e impulsar cuanto se refiera a la Santísima Virgen.

Quedamos solas

Yo me uní a María Benedicta y Soledad en Diciembre de 1965 y me vine con ellas a Barcelona. En los veranos íbamos dos o tres veces por semana a la playa. A María Benedicta le hacían mucho bien aquellos baños de mar, pues le ayudaban a pasar mejor el

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invierno. Más de una vez tuvimos nuestros «coloquios» espirituales en la playa, a la sombra de la sombrilla.

En Navidad era ocurrente para poner los regalos el día de Reyes. Todos bien envueltos y con nombres originales, bien escondidos por la casa. En la puerta de la habitación nos dejaba un papel con la lista de los regalos y los nombres originales que les había puesto. No era fácil averiguar por tal nombre qué contendría aquel paquete; por ejemplo, un regalo decía: «El que quiera celeste que le cueste», y después resultaba que era una bata celeste; otra era «el camello», y se trataba de una escalera taburete; otro era «el bolsillo de S. José», y era una balsa plegable, y así todo por el estilo. Con la lista en la mano había que buscar por toda la casa hasta encontrar todos los regalos. Nosotras también le escondíamos a ella cosas de igual manera. Era una fiesta muy divertida.

María Benedicta gozaba con las salidas de excursión. Desde luego el lunes de Pascua era «sagrado», es decir, no perdonaba el no salir ese día, aunque sólo fuera al Tibidabo si hacía mal tiempo. Y cuando salía, a veces era como una chiquilla. Recuerdo que en una ocasión se lanzaba por un tobogán de un parque infantil como cualquier niño.

A mediados de 1969 Soledad decidió seguir trabajando en los cursillos bíblicos aunque desligada de la Obra, y así lo hizo, de forma que quedamos María Benedicta y yo solas.

Hasta entonces con frecuencia había hablado de sus proyectos sobre la Obra; pero a partir de entonces, y sin que se notara ninguna amargura por su parte, sino con toda serenidad, siguió trabajando con todas sus fuerzas sin mostrar la inquietud que tenía antes como responsable de la Obra ni pensar en vocaciones para la misma.

El año 1953, aún en Bolivia, había hecho el voto, como ya dije, de no abandonar la Obra ni en Bolivia ni fuera de ella, mientras no le constara con evidencia que era ésta la voluntad de Dios. Pero también había prometido en aquel voto: «en el momento que me conste sin lugar a duda razonable, que es tu voluntad divina que yo te haga el sacrificio de esta Obra, lo haré en el acto, sin vacilaciones, par encima de todos mis gustos y repugnancias,

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porque quiero en todo y siempre cumplir lo más perfectamente posible, tu voluntad y no la mía».

Pero ella seguía pensando en la necesidad de esta Obra y conservaba la certeza, y así me lo manifestó en varias ocasiones, de que Dios de alguna manera la haría surgir después de su muerte.

4. EL MOVIMIENTO PRO ECCLESIA SANCTA

Reencuentro con el P. Menor S.J.

María Benedicta conoció al P. Menor en Arequipa (Perú) a finales de 1950. Hacía finales de 1967 se puso de nuevo en contacto con él por carta. El P. Menor le pide que se una a un nutrido grupo de hombres y mujeres dirigidos por él que piden por la santificación propia y general. En total pasan de un centenar. De esa forma María Benedicta conoce la Asociación Pro Ecclesia Sancta y le contesta entusiasmada:

«Hace mucho tiempo por mi parte deseaba que surgiera algo en la Iglesia que nos uniera a cuantos tenemos estos anhelos de santificarnos y sacrificarnos sin reserva por la Iglesia, cosa hoy día más necesaria que nunca. Algo que nos agrupara en una auténtica fuerza espiritual, fuerza de conjunto, muy superior evidentemente a las fuerzas dispersas, que aisladamente pudiéramos representar...

»Que Nuestro Señor y la Virgen nuestra Madre, le iluminen a Ud. y le muestren claramente cómo hay que estructurar esa obra tan preciosa para que rinda en la Iglesia Santa todo su fruto de santidad. Y que contribuya a acelerar el momento dichoso en que salgamos de esta crisis de fe —en el fondo todo se reduce a falta de fe—que actualmente sacude a la Iglesia. Y que todo coopere a un nuevo florecimiento de santidad. Y que la misma crisis solamente nos sirva para crecer en fe y en amor apasionado a la Iglesia. Creo que hay día tenemos que amarla más que nunca».

Es que María Benedicta, que tanto amaba a la Iglesia, sufría lo indecible ante el huracán que la sacudía después del Concilio y

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que a tantos hizo tambalearse y caer en su fe. Ella afirmaba que la crisis de identidad sacerdotal, la crisis de obediencia, los errores dogmáticos que se iban difundiendo y que muchas veces, aun conservando la misma terminología, de hecho se vaciaban de sentido, tenían como base una falta de fe, sustituyendo la fe par la «opinión», como decía ella. Y esto era algo que no lo podía soportar.

Yo diría que hasta ahora ella había luchado con todas sus fuerzas por defender la fe del pueblo de Dios, la fe del pueblo católico, de los enemigos que le venían de fuera; y ahora se encuentra con que los peores enemigos surgen de dentro, de quienes menos se podía esperar. Sus alumnos acudían a ella desconcertados par lo que oían y veían, y ella se esforzaba por fundamentarles firmemente su fe en la Palabra de Dios, verdad infalible. Cuánta vigencia cobraban entonces las palabras de S. Pablo a Los Gálatas: «Aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio, distinto del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gálatas, 1: 8).

Comienza, pues, a partir de entonces una intensa correspondencia entre ella y el P. Menor. Ambos sintonizan perfectamente, tanto que pronto es nombrada promotora para España del Movimiento, cargo que ocupará durante algún tiempo. Una vez nombrada promotora, se pone en marcha para darlo a conocer a personas que ella piensa que podrán afiliarse. Sobre todo piensa en las monjas contemplativas que conocía y en los sacerdotes, también en algunos seglares, entre ellos algunos alumnos. Para afiliar a las monjas y darles a conocer los fines del Movimiento aprovechará los veranos.

Viajes apostólicos por los monasterios

En Junio de 1971 emprende su primer viaje veraniego por los monasterios. Y esto a pesar del extremo cansancio con que acaba el curso y que realmente necesitaría un merecido descanso. Este primer viaje fue realmente agotador. Como durante el día estaba casi todo el tiempo con las monjas, bien hablando a la comunidad, bien en consultas particulares, había de quitarse horas de sueño para la oración. En una carta me decía: «No tengo tiempo para

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nada. Ni para dormir. Para la oración, sí, pues ésta hay que asegurarla contra viento y marea».

Como no podía ser de otra manera, les habla del Movimiento, pero basándose en la Palabra de Dios. Así me lo explica: «Hoy les he hablado del ‘resto’ (idea de Isaías que a ella gustaba macho), presentando el Movimiento como el ‘resto’; esta tarde hablaré, Dios mediante, del Cuerpo Místico...»

Las monjas se entusiasman de tal manera que se pasan la voz de un monasterio a otro, de forma que cada verano necesita más tiempo y al final, dedicando todo el verano, ni siquiera llega a visitar a todos los conventos que se lo piden.

Ya en 1973 no es suficiente un viaje y comienza a hacer dos, disminuyendo cada vez más los días de descanso. Le resulta cada año más imposible atender a todos los monasterios, dado el aumento constante del M.O.P.E.S., a pesar de que hay años que comienza la primera gira el 31 de Mayo, suprimiendo en Barcelona todos los grupos bíblicos de Junio.

Providencialmente el verano de 1974, gracias a la generosidad de un grupo bíblico de una parroquia de Barcelona, le proporcionaron un viejo coche (un 600 de tercera mano), al que María Benedicta bautizó con el nombre de «la tartanita» y que se portó muy bien. Con «la tartanita» y yo novata en el volante, acompañé a María Benedicta aquel verano, aliviándole un poco la fatiga del viaje con los consiguientes transbordos y equipaje; sobre todo si se tiene en cuenta que ya sus pobres pies estaban tan deformados que casi no podía andar sino con mucha dificultad, y encontrar calzado era una verdadera pesadilla.

Comienza así a dedicar todo el verano a visitar sus «queridas monjitas» como ella las llamaba; con lo cual deja de tomar sus apetecidos baños de mar, que tanto bien le hacían. Claro que, al poder viajar en coche propio, se le hace menos pesado, e incluso disfrutaba cuando, por falta de pericia mía, nos perdíamos, o cuando nos sobraban algunas horas y nos desviábamos de la ruta para hacer alguna escapada y conocer algún lugar pintoresco.

En una de esas escapadas, pasamos por el puerto de montaña de Piqueras y fue para ella un motivo de gran alegría al descubrir en el mismo el monumento que hace alusión a Chile. Fue

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tal su alegría que, siendo así que no le agradaba se le hicieran fotografías, en esta ocasión pidió que se le hiciera una junta al monumento; fotografía que luego se hizo ampliar y poner en un cuadro. Es que conservaba un gran amor a Chile, la «Patria de mi alma» como ella decía, por haber encontrado allí la fe.

Mientras íbamos en el coche generalmente ella iba recogida oración; era muy frecuente que me dijera: «no me hables que voy a hacer oración». Así que buena parte del viaje íbamos en silencio. De esta manera, el tiempo que íbamos de viaje era un verdadero descanso para ella.

Las monjas realmente se desvivían por ella y no sabían cómo atenderla; pero al mismo tiempo era tal el hambre de la Palabra de Dios que mostraban, que no le dejaban tiempo para nada, como ya queda dicho; por eso, para sacar las cincos horas de oración que hacía, con mucha frecuencia era necesario quitarse horas de sueño, y esto la deshacía. Pero jamás, por muy cansada que se encontrara, no pocas voces incluso con fuertes dolores de estómago, dejó de atender una petición de monja alguna, sea para atenderla a solas, sea en comunidad. Y siempre se esforzaba por disimular su cansancio de tal manera que generalmente las monjas no se daban cuenta de ello. Estoy segura que, si lo hubieran sospechado, ni siquiera se lo habrían pedido.

Pero cuando nos encontrábamos solas realmente había veces que se hallaba al borde de su resistencia física. Del voto que pronunciara muchos años atrás (en 1949) de no retroceder ante ningún sacrificio exigido por la mayor gloria de Dios, fui realmente testigo. ¡Con cuanta fidelidad y heroísmo lo vivió durante estos largos viajes veraniegos por los monasterios y sin jamás perder la paz! El año 1978 escribe al respecto a su Padre espiritual:

«Me dejo guiar por algo así como una voz interior, inmaterial desde luego, que me dice con frecuencia (traducido al lenguaje humano): Haz esto o no hagas aquello. Y en el acto digo ‘Sí’ y lo hago. Siempre se refiere a algún sacrificio o pequeño acto de vencimiento. De esta manera puedo ahora ciertas cosas que no podía antes. Por ejemplo, no puedo impacientarme, cuando sin embargo éste es (¿o era?) mi defecto dominante.

»No hay infidelidades advertidas a la gracia. Estoy segura que hay infinidad de cosas que no están bien, pero no las advierto,

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pues si las advirtiera estoy segura de que el Señor no me las dejaría pasar. Hay en mí un dolor creciente por todos mis pecados pasados y presentes y hasta —ya puede Ud. reírse—de los futuros que se me escapan.

»Aumenta en mi alma una inmensa gratitud por todo en la medida que me penetra la luz sobre mi nada y pecado y cómo todo lo que no es infierno, es favor para mí, me invade un sentimiento de gratitud al mismo tiempo que de confusión ante todas las bondades de Dios conmigo. Le agradezco todo, lo sabroso y lo amargo, segura de que detrás de todo está el infinito amor de Dios que solamente quiere mi santificación y siempre en cada momento, me da lo más conducente a ello.

»Últimamente me ha pasado, mejor dicho, me está pasando a ratos algo ‘raro’. Una especie de ‘voz’ inmaterial que parece pedirme ciertas cosas, buenas en sí, pero la impresión de esta voz es distinta de la que me causa la voz de Dios. No sabría explicar en qué está la diferencia; es algo raro; hay imponderables. Entonces me pongo en guardia y pido a Dios que Él indique qué debo hacer, le digo que quiero darle TODO, pero le suplico que me dé la plena seguridad de ser Él quien pide esto o aquello. Normalmente entonces esta voz rara calla. Tengo la impresión de que se trata en estos casos de un asalto del enemigo, bien camuflado por cierto—Satanás transfigurado en ángel de luz—y que quiere perturbarme e inducirme a escrúpulos. Hasta ahora no lo ha logrado. Cuando veo con claridad las cosas, hago en el acto lo que Dios me pide. Sé que de no hacerlo así, perdería la paz.»

Dios en primer lugar

La deformación de sus pies llegó a tal extremo que no podía ponerse absolutamente ningún zapato, ni hecho a medida. Un verano lo único que podía soportar para dar algunos pasos eran unas viejas zapatillas de paño; tan viejas que tenía la suela despegada y cada noche había que coserla. Pero con esas zapatillas hizo el viaje, pues ni siquiera unas zapatillas más nuevas podía resistir.

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En Barcelona sus alumnos le insistían que se operara, pero el sistema empleado para estas operaciones de que ella estaba enterada, exigían un largo tiempo de inmovilización, lo que suponía tener que dejar por un tiempo bastante largo su apostolado, la Santa Misa etc. y a esto no estaba dispuesta; prefería aguantar el tremendo dolor que le ocasionaba cada paso.

Para ella la Santa Misa era algo tan importante en su vida que, una mañana al salir temprano para oír Misa, en la portería se cayó saltando dos escaleras. Quedó medio mareada y le insistíamos que moviera el brazo, ya que presentíamos que lo tenía roto; pero ella, reponiéndose y sin darle mayor importancia, me dijo: no es nada, podemos irnos a Misa.

Efectivamente nos fuimos a Misa, y al salir me dice: «tendremos que llamar a algún médico, ciertamente me he roto el brazo». Se había fracturado el brazo izquierdo por el hombro, con una fractura bastante mala, pero primero quiso asegurar la Santa Misa.

Por cierto que ella jamás tuvo ningún tipo de seguridad médica, se fiaba totalmente de la Providencia Divina, y realmente fue maravilloso cómo Dios cuidó de ella de la manera, al parecer, más natural.

Una alumna, que la quería mucho, la anima diciéndole que su hijo le podría operar sus deformados pies sin que tuviera que interrumpir su apostolado. Tanto la insiste y la anima, que al fin accede a visitar al Dr. Lafuente, que así se llama el hijo de su alumna. Este, efectivamente, le promete que en ocho días de clínica podrá comenzar a andar. Con esta condición acepta; pero ha de ser cuando termine el viaje a los monasterios y antes de comenzar el curso en Barcelona, pues no quiere sacrificar las clases bíblicas para sus queridos «alumnos» como llama a las personas que asistían a sus clases. El doctor, muy complaciente, acepta y el 30 de Agosto de 1985, le operan de los dos pies. A los ocho días, con cierta precaución, pues aún tendrá que ir repetidas veces a la visita del doctor, puede salir a Misa y a hacer su oración. Es decir, puede hacer vida casi normal. Ella feliz: A partir de este momento podrá usar calzado normal, aunque sus pies siempre quedan un tanto delicados. Es interesante cómo se lo explica ella al P. Menor:

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«Para su tranquilidad le digo que me encuentro bien de salud. La pequeña operación de los pies se hizo el 30 de Agosto. Ya puedo calzarme bien, aunque todavía voy cada semana al médico para que me vaya poniendo los dedos en su lugar, cosa que requiere mucha paciencia, porque tienden de suyo a desviarse de nuevo. (Es toda una lección ‘espiritual’: si no nos hacemos continua violencia, siempre de nuevo tendemos a desviarnos del camino de la santidad).»

Precisamente aquel verano habíamos tenido que salir más tarde a la gira por los monasterios a causa de las fuertes molestias del intestino que sufrió al terminar el curso en Barcelona. Con gran pena de ella quedaron 17 monasterios, de los que estaban programados para aquel año, sin poderse visitar. Así se lo escribe ella al Padre Menor:

«Me sobrevinieron muy fuertes molestias de estómago y no podía salir de Barcelona en esas condiciones. Pero no se preocupe. Después de veinte días de esas molestias y consultas médicas y radiografías etc. se vio que todo era debido a una hernia del diafragma. No se trata, pues, de nada que inspire temor o cuidado. La cosa puede repetirse; pero, de momento y con el tratamiento seguido, estoy muy bien, hasta cuando Dios quiera...

«No necesito decirle, Padre mío, que todo lo ofrezco a Dios por nuestros sacerdotes. Todo es un regalo del amor infinito que Dios nos tiene y es pedagogía divina para hacernos participantes de su santidad (Hebreos, 12: 10). Y hay que corresponder con amor al Amor».

De hecho habían sido unos días terribles, casi no podía comer nada y algunas de las pruebas que le hicieron fueron tremendamente dolorosas. Pero apenas se encontró algo mejor, emprendió la gira que había interrumpido.

Después de cada gira hacía un informe. En estos informes explicaba, a grandes rasgos, los lugares donde había ido, los temas que había tratado, etc. Tomo uno al azar. Es el correspondiente al año 1984. Entre otras cosas, dice:

«Esta vez llevamos a los conventos un ciclo de tres temas, aunque en muchos solamente se desarrollaron dos, con alusión al tercero y a veces solamente fue posible desarrollar el primer tema,

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que fue el básico: LA OBEDIENCIA DE LA FE, tema completado por una parte por ABRAHAM, MODELO DE FE y por otra, por el tema de SAUL, UN FRACASADO EN LA VIDA, precisamente por su desobediencia. La lección sobre la Obediencia de la fe causó en todas partes gran impacto y creemos poder afirmar que, aunque todos los años nuestros temas causan impacto, este año ha sido más que nunca.

»Visitamos un total de cuarenta y tres conventos. Comenzamos el 3 de Julio... Por fin el 29 de Agosto regresamos a Barcelona dando gracias a Dios por su visible y palpable ayuda en todo momento. Recorrimos un total de algo más de cuatro mil kilómetros y sin cansancio excesivo... Atribuimos el éxito de la gira, en gran parte, a las muchas oraciones que se han hecho por nosotras y pidiendo a Dios que el fruto sea abundante. Damos gracias a Dios por todo».

Correspondencia con las monjas

Cada detalle de la vida diaria, ya está previsto por Dios antes de iniciar sus giras por los monasterios, ya tenía María Benedicta abundante correspondencia tanto con seglares como con religiosas e incluso sacerdotes. Pero al comenzar las giras, las cartas se multiplicaron extraordinariamente. Al volver a casa de la gira del segundo año, encuentra más de treinta cartas, todas relacionadas con el Movimiento. Con el tiempo llegó a tener más de un centenar de cartas al mes. A todas contestaba con la mayor rapidez posible, animando, consolando, exhortando, solucionando dudas, etc.

La inmensa mayoría de las monjas conservaban estas cartas como un tesoro, por el rico contenido doctrinal que contienen, ya que ella, para contestar una duda o animar, etc. siempre se remontaba a las razones dogmáticas y escriturísticas de sus respuestas. Siempre con su preocupación de dar sólido fundamento a su vida espiritual.

Casi todas las monjas me han dado estas cartas o una fotocopia de las mismas. En total tengo más de mil. Tomo al azar párrafos de algunas sin pretender, ni mucho menos, que sean las

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mejores o más significativas. En primer lugar transcribo íntegra una breve que me enviaron:

«Queridísima en Cristo: Gracias de todo corazón por sus letritas navideñas. Sobre todo le agradezco sus oraciones: no deje de encomendarme con todas mis intenciones. Lo necesito de verdad. Pida al Señor, para que sea toda suya, sin reservas de ninguna clase: es lo que más deseo, pero solamente Él puede obrarlo.

»Que este año 1985 sea un año de grandes avances en el camino de la santidad. La santidad es un camino y la meta es ser perfectos como nuestro Padre Celestial. Nos podemos solamente ir aproximando a esta meta, pero coda día hemos de dar un paso adelante por este camino sin detenernos jamás. Detenernos sería perder el tiempo. Dios nos libre de ello.

»Cada detalle de nuestra vida diaria, ya está previsto por Dios y nos trae un mensaje, nos exige una tarea, un ejercicio de virtud etc. Hay que aprovechar bien todas estas ocasiones. Nada se escapa a Dios, que lo sabe todo y todo lo dispone Él de la manera más conveniente para nuestra santificación. Hay que vivir diciendo siempre ‘si’ a Dios.

»Le deseo esto, mi querida hermana, de todo corazón, para que vaya corriendo velozmente par el camino de la santidad en alas de la máxima fidelidad a las exigencias divinas en los detalles de cada día.

»Reciba un muy fuerte y espiritual abrazo de su affma en el Hijo y en la Madre.

»María Benedicta Daiber.»En las cartas procura contagiar su gran amor a la Iglesia:

«Que todo nos sirva de estímulo para ir corriendo, sin pararnos, por ese camino maravilloso, hacia la unión eterna y definitiva con Cristo, todo en beneficio de la Iglesia: si nos hacemos santas, aun en el Cielo, nuestro poder de intercesión por la Iglesia militante estará en proporción con el grado de santidad alcanzado en la tierra».

Son muchas las religiosas que le abren su alma con toda confianza, la gran mayoría; e incluso algunas llegan a tomarla como directora espiritual. Ella, con todo cariño, trata de

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solucionarles sus dificultades y dudas. Una, por ejemplo, acaba de hacer sus ejercicios en media de gran sequedad, y así se lo comunica un tanto desconcertada. Ella le responde extensamente animándola y haciéndola ver el enorme valor de esa sequedad si lo sabe aprovechar.

A una monjita enferma le escribe haciéndole ver el valor de su sufrimiento:

«Mire, querida, todo lo que le pasa a Ud. es en el fondo lo más normal del mundo. Verá. Dios desde toda la eternidad nos quiere conformes a la imagen de su Hijo. Cristo es el Crucificado. Ud. ha elegido a Cristo por Esposo y una esposa, más que nadie, ha de compartir todo con el esposo... Ud. será tanto más esposa cuanto más sea ‘hostia’ con Cristo... No necesito decir a Ud. cuanto la encomiendo en la oración. Mucho ánimo y no decaiga jamás. Dios la ama mucho, no lo dude.»

Ya hemos dicho como vivía ella la caridad y no es extraño que se volcara con sus queridas monjitas necesitadas. A los monasterios que ve especialmente necesitados, tiene suma delicadeza para pedirles que le muestren con sencillez y confianza sus necesidades. De esta forma, para Navidad se mandaban casi una tonelada de alimentos y otras cosas necesarias a diez comunidades, y se esforzaba por aliviar otras necesidades que algunas de ellas le exponían durante el año. Todo eso, eso sí, gracias a la generosidad de los alumnos animados por ella.

Las monjitas también se interesaban por su salud. La artrosis cada vez le molesta más y tiene fuertes dolores de rodillas, cosa tremendamente molesta en esos viajes, si tenemos en cuenta que la mayoría de las hospederías de los monasterios tienen escaleras que hay que bajar y subir constantemente. Ella contesta con naturalidad, pero quitando siempre importancia a sus achaques:

«Tengo días en que las rodillas me duelen más, otros que me duelen menos. ¿Para qué me voy a quejar, mientras aún pueda sembrar la Palabra de Dios».

En otra carta:

«Ante todo gracias par el interés que me demuestran par mi salud (no lo merezco)... la verdad es que no hay nada grave, pero sí, la fatiga—inevitable en muchas ocasiones—repercute en mi

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caprichoso y poco mortificado estómago y me fastidia un tanto. Cuando disminuye la fatiga, desaparece el dolor, pero la fatiga en la mayoría de los casos, resulta poco menos que inevitable... Dios lo quiere así y lo importante es que todo sirva para nuestra santificación y bien de la Iglesia.»

Vencer el mal con el bien

Muchas religiosas le escriben desconcertadas por lo que ven en algunos miembros de la Iglesia y oyen de ellos. Ella las anima. En una ocasión compuso una oración que les mandó, naturalmente sin decir que era de ella. Como podremos apreciar, corresponde a lo que se esforzaba por vivir; es la siguiente:

«ORACION PIDIENDO SUPERAR EL MAL CON LA ABUNDANCIA DEL BIEN (Rom. 12: 21) «SEÑOR: Te suplico que, viendo a los que se alejan de Ti, me acerque a Ti cada vez más; que los que van perdiendo la fe, me sirvan de estímulo para vivir cada vez más de fe; que los que dudan y vacilan, me estimulen a afianzarme cada vez más en Tu Verdad; que los que te olvidan, me sirvan de aguijón para llenar mi pensamiento cada vez más de Ti; que los que pregonan el error, me inciten a proclamar cada vez más alto las verdades de nuestra Fe; que los que se imaginan poder amar al hermano sin amarte primero a Ti, me sirvan de acicate para amarte a Ti sobre todas las cosas y amar a todos en y por Ti; que al ruido y vacío de hoy, oponga el silencio y la plenitud de una vida de intimidad contigo; que a la falta de fe, esperanza y caridad, oponga un crecimiento constante en fe, esperanza y amor; que al ver bajar el nivel espiritual de tantas almas, procure, apoyado en Ti sólo, subir cada vez más hacia Ti; y que de esta manera convierta con Tu ayuda, sin la cual nada puedo, todo lo negativo en positivo y ayude a muchos a hacer lo mismo. Sea todo para gloria tuya y bien de tu Iglesia santa. AMEN ».

Ella sufría enormemente par la crisis de la Iglesia y comprendía y procuraba ayudar a cuantas personas sufrían por esta misma causa. En muchas de sus cartas pide oraciones especiales para estas almas.

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La Pascua

Para María Benedicta la Pascua era la fiesta de Las fiestas. Se podría decir que toda su vida giraba en torno a la Pascua, misterio de muerte y resurrección. Cada año se preparaba para ese día con sus Ejercicios Espirituales; para ello se quedaba siempre sola en casa con Dios solo. En más de una ocasión, cuando yo volvía el domingo de Pascua, después de haber hecho también los Ejercicios, la encontraba totalmente transfigurada, como que reflejaba en su rostro su unión con Cristo glorioso. Y, como manifiesta en sus escritos íntimos de estos días, no es que fueran generalmente días de consolación espiritual, ni mucho menos, sino que gozaba con el gozo de Cristo resucitado, al que ella tanto amaba.

«Este gozo de Cristo en nosotros es fruto del amor que le tenemos, pues ¿cómo no gozarnos intensamente en la gloria del Amado? Y cuanto mayor sea nuestro amor, mayor es también este gozo tan por completo sobrenatural, capaz de reducir a su mínima expresión nuestras propias penas...»

Viviendo intensamente todo esto, se comprende que para ella la muerte fuera algo muy entrañablemente deseable y deseada: el encuentro con el Amado.

Amor a la Iglesia

Con todo lo dicho hasta ahora queda bien manifiesto cuán intenso era su amor a la Iglesia; no tiene, pues, nada de extraño que lo manifieste a sus «monjitas», como ella las llamaba, intentando contagiarles más y más este amor. A una religiosa que le escribió, como tantas otras, para el 8 de Septiembre, aniversario de su bautismo en la Iglesia Católica, único día que ella celebraba, le contesta:

«Gracias de todo corazón por sus letritas de felicitación, pero mucho más por sus oraciones. Las necesito para corresponder al menos de alguna manera a la gracia inmerecida de ser católica.

»Es una gracia que nunca se valora lo suficiente... La Iglesia es el gran don del amor redentor de Cristo que la instituye

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precisamente para que los frutos de la Redención lleguen, a través de los siglos, a todas las almas.

»Para eso le deja su Sacrificio redentor actualizado en el altar; para eso instituye el sacerdocio ministerial... gracias a la Iglesia, las almas se van salvando y santificando. Toda gracia viene de la Cruz de Cristo y atraviesa el altar donde se celebra el Sacrificio eucarístico para llegar así a las almas. Todo, gracias al sacerdocio ministerial, sin el cual, el Sacrificio de Cristo no podría actualizarse en el altar... Todo lo que soy y puedo llegar a ser en la vida espiritual —y lo mismo ha de decirse de cualquier persona— lo debo a la Iglesia. Cristo amó a la Iglesia y se entregó par ella, para santificarla... para que sea santa e inmaculada (Efesios 5: 25-27). ¿Podemos jamás pagar a Cristo y a la Iglesia los beneficios que les debemos? ¿El beneficio que significa en nuestra vida cada Misa, cada Comunión, cada santa absolución sacramental?

»Realmente nuestro deber obvio es santificarnos y sacrificarnos sin reserva por la Iglesia. Sin duda en esta vida, aun están mezclados peces buenos y malos, trigo y cizaña, y la Iglesia del todo santa e inmaculada solamente la tendremos en la eternidad. Pero ya aquí, santificándonos, vamos tejiendo el traje nupcial de nuestra santa Madre la Iglesia, ya que el lino finísimo de que se ha de vestir en las bodas eternas del Cordero, son las obras justas de los santos (Apocalipsis 19: 7-8).

»Ayúdeme Ud. a corresponder lo mejor posible al don inmerecido de ser católica y que hasta el último momento de mi vida, el Señor, si le parece bien, me conceda la gracia de vivir totalmente de cara a la Iglesia y sus sacerdotes, porque Dios Uno y Trino recibe todo honor y toda gloria en Cristo y en la Iglesia (Efesios 3: 20-21). Perdone Ud. el desahogo... pero ya sabe que de la abundancia del corazón, habla la boca...»

Su amor a la Iglesia la lleva a un profundo amor al sacerdote; sufre con el sacerdote que sufre, y se siente responsable de sostenerle o aliviarle con sus oraciones y sacrificios; pero también busca ayuda en sus buenas «monjitas». Dice a una:

«Ya que ahora Ud. está tan clavada en la cruz con Cristo, ¿quiere ayudarme a sostener a un sacerdote—éste es realmente santo—y que pasa por graves tribulaciones y no de cualquier clase? Es un sacerdote realmente víctima con Cristo y realiza así

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su auténtica vocación a plena conciencia. Es un alma maravillosa. Yo pido por él no tanto el alivio en sus sufrimientos, que alcanzan una profundidad insospechada, sino que ante todo realice plenamente su vocación de sacerdote y víctima y que el Señor le sostenga. Con sumisión absoluta a la voluntad divina, naturalmente pido que si es posible, pase de él el cáliz. Me siento respecto de él un poco como María Santísima al pie de la cruz, ofreciendo a su Hijo y ofreciéndose con Él. Nuestra oración por esa alma sacerdotal ha de alcanzarle la fuerza necesaria para no desfallecer y podemos procurarle todas las gracias necesarias en abundancia. Ayúdeme a rogar por esa alma sacerdotal...»

Cómo ella hace su oración

Hay una religiosa que incluso, con toda confianza, le pregunta cómo hace ella la oración. Normalmente no gustaba hablar de sus cosas, solamente lo hacía cuando pensaba que con ello podría hacer algún bien. En este caso le explica con toda sencillez cómo hace su oración:

«Desea Ud. Saber cómo hago yo mi oración... Mire, querida mía, normalmente me viene a la mente, y esto a veces durante semanas consecutivas, un texto de la Sagrada Escritura y me abismo en este texto, pero no en forma discursiva, sino que simplemente veo cada vez con mayor claridad su profundo contenido. Puede ser por ejemplo Efesios 1:3-10, que tiene materia para toda la vida... Me limito a ver con una mirada interior, ya un versículo, ya otro de este texto (que ella se sabía de memoria en griego) y veo sus consecuencias e irradiaciones, por ejemplo que si Dios desde toda la eternidad nos ha elegido para la santidad, todo, absolutamente todo cuanto Él nos manda o permite, es un BIEN, un MEDIO eficaz para alcanzar la santidad, para ir creciendo en Cristo y ha de recibirse con amor y acción de gracias. O considerando que tenemos en Cristo la Redención, la remisión de los pecados, me siento impulsada a dar gracias a Dios por la Redención y veo qué maravilla es la Iglesia como depositaria de todos los tesoros de la Redención, mediante el Sacrificio Eucarístico (el Sacrificio Redentor del Calvario actualizado en el altar)... etc., etc. Pero esto no lo reflexiono, sino que lo veo y fijo la

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mirada del alma en esto y experimento lo que la gracia me pide en cada caso. No sé si me he sabido explicar. Es algo que se experimenta y se vive, pero no se razona y, por lo mismo, no hay palabras adecuadas. Lo mismo me sucede con otros textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. De la Escritura Sagrada no me sé salir. »

La Palabra de Dios vivida

En la Sagrada Escritura, Palabra de Dios, es donde encuentra la solución a todos los problemas de la vida y el consuelo en medio de ellos. Y esto que ella vive, es lo que rezuman sus cartas:

«La influencia en mi vida de la Palabra de Dios es preponderante y decisiva, Palabra de Dios estudiada y asimilada en forma vital en la oración. No puedo dejar de ver que solamente esta Palabra, así vivida, puede dar firmeza y estabilidad a una vida espiritual (claro está: Palabra de Dios auténticamente interpretada por la Iglesia).»

Se sabía en griego buena parte de la Biblia, sobre todo del Nuevo Testamento, y no podía soportar cuando encontraba una Biblia con una traducción deficiente. Sobre todo le molestaban enormemente ciertas traducciones litúrgicas. Cuando yo estaba a su lado en Misa y la persona que hacía la lectura de alguno de esos pasajes decía «palabra de Dios», ella, como movida por un resorte, se volvía hacia mí y me decía: «¡falsificada!».Un sacerdote que la conocía mucho me contó que la observaba mientras se hacían las lecturas, y si veía que se revolvía en el banco pensaba: esto está mal traducido; al llegar a su casa lo comprobaba con el texto original, y efectivamente siempre era así. Por ello pienso cuanto habría gozado si hubiera leído lo que dice S.S. el Papa Juan Pablo II en la Carta Apostólica «Vigesimus quintus annus» en el 25 aniversario de la Constitución «Sacrosanctum Concilium» sobre la Sagrada Liturgia, en el Número 20, dice así:

«Las Conferencias Episcopales recibieron el importante encargo de preparar las traducciones de los libros litúrgicos. Las necesidades del momento obligaron a veces a utilizar traducciones provisionales que fueron aprobadas ‘ad interim’. Pero ha llegado ya

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el momento de dar solución a ciertas carencias o inexactitudes, completar las traducciones parciales...» (L’Osservatore Romano, 21 de Mayo de 1988. Pág. 358).

Conciencia de su miseria

«Me siento envuelta, estrechada —no sé qué palabra emplear— como en un abrazo inefable de perdón y misericordia de parte de Cristo y de Dios (Padre), incomparablemente libre como hija de Dios y al mismo tiempo tan, no diré ‘pequeña’, pues esto no es exacto, sino tan nada que palpo, diría casi físicamente, que todo es de Dios. Mi alma como que está deshecha de amor y dolor, un dolor dulce, suave, lleno de inmensa paz, pero sí, dolor, por haber alguna vez ofendido al infinito Amor.

»Sé que cometeré innumerables faltas y tonterías —es lo propio de mi miseria—pero te lo ruego, que ninguna sea consentida. Que caiga en la cuenta después—muy bien—esto me humillará dulcemente, pero que jamás mi voluntad tenga parte en hacer lo que yo advierta serte menos agradable. Esto no, mil muertes antes. Tu amor es demasiado grande, para que yo juegue con él; me has perdonado demasiado para que pueda permitirme la menor infidelidad consentida...

»Todo esto lo experimento como un don absolutamente gratuito de Dios, sin el más mínimo mérito de mi parte, don, esto sí, merecido par Cristo, el Hijo amado, en quien soy colmada de gracias (Efesios 1:5) y gracias a Cristo he recibido el espíritu de filiación que me hace clamar (¡como nunca!): ¡Abba, Padre!». Y del fondo del alma brota, más ardiente que nunca, esta súplica: Padre, no te pido ni la vida ni la muerte, pero esto sí, que si he de seguir viviendo, esta vida sea tan sólo para derramar en otras almas las riquezas de tu amor que me estás comunicando y que jamás, jamás te ofenda en nada...

»Y asoma la pregunta dolorosa: ¿por qué hay almas que se apartan de tanto amor?... ¡Cómo se ensaña el misterio de iniquidad contra el misterio del Amor!»Siento unas ansias inmensas, dentro de la más profunda paz, de ayudar a las almas a encontrar el camino al Padre, siendo pobre y humilde instrumento en manos de

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Cristo, para que las almas que Él pone en mi camino vivan a fondo el misterio de la Pascua... y no pierdan eternamente lo que con incomparable amor nos ofrece el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo... El infierno—y esto es lo más terrible—no es más que la pérdida eterna del Amor, con todas sus consecuencias de sumo dolor para el alma y el mismo cuerpo para siempre jamás... Me llega hasta el fondo del alma este contraste terrible y eterno entre la posesión eterna de Dios Uno y Trino en plenitud de amor y libertad de hijos de Dios, y la pérdida eterna de esta felicidad en la esclavitud sin fin del demonio y un dolor que no acaba y del cual en esta vida no es posible siquiera formarse una idea, aunque el solo vislumbrar algo de esto en una experiencia mística, ya es imposible de expresar en palabras.»

5. ÚLTIMOS AÑOS DE SU VIDA

Por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria (2 Corintios 4:17)

Vaca filistea

La columna vertebral de María Benedicta cada vez estaba más estropeada; a causa de lo cual, no sólo tenía fuertes dolores de espaldas, sino que además le afectaba a las piernas, de forma que casi no podía caminar. Ella decía que tenía la impresión como si alguien le tirara de las piernas hacia atrás cuando quería caminar. Pero seguía con todas sus actividades como si no le pasara nada. Cada día salía de casa tanto para asistir a la Sta. Misa, como para hacer la oración ante el Santísimo, o para dar sus clases, aunque para ir de casa a la iglesia, camino que, a paso normal, se tarda menos de cinco minutos, ella invertía casi media hora, pero jamás dejó de ir.

Una alumna, que la quería macho y la veía sufrir, le habló de la existencia de un tratamiento nuevo en medicina, que una

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persona conocida había seguido y le había ido muy bien. No dudó en probar.

El doctor le pidió un análisis de sangre y unas radiografías de la columna. Cuando el doctor vio las radiografías de su espalda, muy sorprendido, le dijo: «si yo no la viera a Ud. aquí y sólo viera las radiografías, pensaría que son de una persona que está en una silla de ruedas y con muchos dolores ».Y en este estado hizo su última gira por los monasterios. Soy testigo de cuánto le costó aquella gira; cada paso era un verdadero tormento, y no digamos cuando se trataba de subir las escaleras, cosa inevitable. Cuando estaba delante de las monjas se esforzaba par disimular para que no se alarmaran, pero cuando quedábamos solas se quejaba de tal forma que realmente desgarraba el alma.

Me dijo muchas veces que tenía gran capacidad para soportar el sufrimiento moral, pero no así para el físico; cosa con la que yo no estaba de acuerdo, pues la veía cómo seguía adelante sin suprimir nada, y esto a pesar de los tremendos dolores que notaba tenía. Pero es que ella habría deseado soportarlo todo sin quejarse, y cuando se quejaba tan lastimosamente, decía: «Ya está la vaca filistea, ¡y yo no quiero ser vaca filistea!».

Se refería al pasaje que nos cuenta la Biblia en el primer libro de Samuel, en los capítulos 5 y 6; cuando los filisteos, habiendo derrotado a los judíos, capturaron el Arca de la Alianza y se la llevaron a su país y después de una serie de episodios, sus adivinos les aconsejaron: «Haced un carro nuevo, tomad dos vacas que estén criando y que no hayan sido nunca puestas al yugo; uncid las vacas al carro y dejar los terneros lejos de ellas, en el establo... Si suben por el camino de su tierra hacia Bet Semes, será que Yahvé nos ha infligido tanto mal... Hiciéronlo así. Pusieron sobre el carro el arca de Yahvé. Las vacas tomaron el camino de Bet Semes y siguieron derechamente por él; iban andando y mugiendo...».

Así también, decía ella que iba «derechita, derechita a cumplir la voluntad de Dios, pero quejándose», y habría deseado hacerlo sin quejarse. Sólo Dios sabe cuán fielmente vivió su voto de no retroceder ante ningún sacrificio exigido por la mayor gloria de Dios.

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Recuerdo que en Sevilla, donde nos quedamos un día para descansar un poco, por la tarde fuimos a la catedral, avanzaba par la misma fuertemente apoyada en mi brazo, literalmente arrastrándose y quejándose. Yo me sentía agotada viéndola sufrir sin poder hacer nada para aliviarla y en un momento de nerviosismo le dije que por qué no se había quedado en el hotelito donde estábamos hospedadas; y ella, pobrecita, con todo cariño me dijo: «¡ten paciencia!; lo que Dios quiere de ti es que tengas paciencia con esta pobre vaca filistea».

En otra ocasión, mientras subíamos las escaleras de la hospedería de Sto. Domingo el Antiguo en Toledo, de pronto, en tono suplicante, me dice: «¡Emilia, no me abandones!»; yo la miré un tanto desconcertada y le pregunté par qué decía eso, y ella se limitó a repetirme «¡no me abandones!». Realmente en esta ocasión no habría podido dar un paso sin mi ayuda. Y en estas condiciones visitó CUARENTA Y UN monasterios.

En el relato que le hacía al P. Menor de su última gira le decía: «Si Ud. se acuerda, ruegue un poquito por mí, para que el Señor me siga dando fuerzas para las giras, si tal es su voluntad. Este año me ha costado más que nunca, no por la parte espiritual, sino físicamente. Tengo la columna vertebral muy mal y me cuesta mucho andar, sobre todo subir y bajar escaleras (cosa que en las giras hay que hacer continuamente) y tengo fuertes dolores de espalda. Naturalmente mientras de alguna manera pueda seguir adelante con las giras, no dejaré a las monjitas. Pero es Dios quien tiene la última palabra en esto y en todo... Sé que todo cuanto Dios nos manda o permite que suceda, es, en su plan eterno, el medio más eficaz en cada momento, para llegar a ser ‘santos e irreprochables en su presencia en el amor’. Todo nos llega envuelto en el amor infinito de Dios siempre en acto y ha de recibirse con amor. Todo es para nuestra santificación y la realización de nuestra misión en el Cuerpo Místico. La teoría está clarísima... Lo que no es tan fácil es la práctica.»

En esta última gira de 1986 salimos el 2 de Julio para regresar el 25 de Agosto.

En todas partes nuestras lecciones calaron muy hondo. El tema principal, aunque no exclusivo, de este año y que se trató en dos lecciones largas en casi todas partes, fue el pleno desarrollo de

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la gracia bautismal con las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo, hasta llegar a la santidad. Las monjitas estaban entusiasmadas con esta doctrina.

De un modo especial recalcamos que esta vida espiritual en todo su esplendor se desarrolla en nosotros, en y por medio de la IGLESIA. Toda gracia nos viene del Sacrificio Redentor de Cristo actualizado en el altar por nuestra salvación y la de todo el mundo. Hicimos notar cómo este Sacrificio Redentor de Cristo actualizado en la Santa Misa, así como los Sacramentos, supone y exige el Sacerdocio Ministerial, y que de este modo, todo cuanto somos y podemos llegar a ser espiritualmente, se lo debemos a la Iglesia y al maravilloso don del Sacerdocio Ministerial.

La Iglesia es el don incomparable del amor redentor del Corazón de Cristo: Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella (Efesios 5: 25-27), para hacerla santa e inmaculada.

Hoy día hay una fuerte tendencia a criticar a la Iglesia y atribuirle todos los males imaginables. Sin duda la Iglesia, que peregrina en la tierra, es semejante a una red echada en el mar que recoge todo género de peces (Mateo 13: 47-49), buenos y males. No negamos ciertamente que ha habido y habrá hasta la segunda venida de Cristo, fallos humanos en la Iglesia, pero queda en pie la verdad innegable que esta Iglesia, don del amor redentor de Cristo, es real y verdaderamente MADRE nuestra y gracias a Ella, a través de veinte siglos, se han ido salvando y santificando innumerables almas.

Más que nunca hoy día, hemos de vencer la crisis que sacude a la Iglesia, santificándonos de cara a esta misma Iglesia, con santidad creciente, ininterrumpida hasta la muerte. La Iglesia, del todo sin mancha e inmaculada, la tendremos infaliblemente en la eternidad, como Esposa gloriosa del Cordero, cuando Cristo venga al final de los tiempos. Entre tanto, santifiquémonos y sacrifiquémonos sin reserva par nuestra Santa Madre la IGLESIA.»

Sus Matemáticas

Hacía mucho tiempo que para descansar durante la siesta, cosa que necesitaba, ya que nunca dormía ni mucho menos lo

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suficiente, tenía que hacerlo en una silla, de madera, como todas las que teníamos, pues en la cama le aumentaban los dolores. Aquel año al volver de la gira, yo le insistí para que comprara un silloncito, pues además, como era muy sensible al frío, en invierno se ponía a dormir la siesta junto a la estufa de butano que teníamos y yo tenía miedo que se cayera y se quemara. Ella no quería comprarlo de ninguna manera; como siempre me insistía que, gastar para el prójimo cuanto más mejor, pero para nosotras no. Como me puse pesada, al final accedió y lo compramos. En adelante, en este silloncito pasó largas horas en oración, además de descansar al mediodía. Quizás pueda surgir la pregunta de ¿por qué no tenía mejor acondicionada la cama para su espalda? Esto era otra de sus austeridades: vivía de tal manera la pobreza que, durante años, durmió en una sencilla cama-mueble con un colchón de espuma medio deshecho. Yo le insistía que se comprara uno al menos más consistente, pero era inútil. Cuando el verano anterior se puso enferma, era insoportable estar tantas horas en aquel pobre colchón y se lo cambié por el mío, aunque contra su voluntad. No era nuevo, pero estaba mejor que el suyo.

Apenas se puso bien me compró a mí uno nuevo y ella se quedó con el viejo, que además era muy pesado, y su cama había que levantarla de forma que, cerrada, queda como si fuera la puerta de un armario. Me costaba mucho levantarla, dada su peso, ¡cuánto más a ella!; pero no me permitía prestarle esa ayuda; cuando lo intentaba, ya se había adelantado ella. En estas condiciones era imposible pensar en poner una tabla debajo del colchón o cosa que se le pareciera, pues, además, ello habría supuesto un gasto que ella no consentía, prefería aguantar sus dolores de espalda.

Tenía además una manera muy original de entender las Matemáticas. Cuando hacía algunos años se presentaron dificultades económicas especiales, un día me sorprende con la siguiente proposición: «¿Qué te parece si en adelante damos para limosnas el diezmo de las entradas que tengamos?». Esta era la manera más acertada que encontraba ella para superar las dificultades económicas, la práctica de la caridad.

De hecho así lo hizo y llevaba rigurosamente anotado todo para deducir el diez par ciento. Pero pronto no sólo daba el diez par

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ciento de lo que efectivamente entraba, sino que, como daba más, anotaba lo que decía ella «nos debía Dios» (por supuesto esto lo decía en broma, ya que ella repetía que nunca pagaremos lo que Dios nos da). De esta forma, cuando murió había dado por adelantado el diezmo correspondiente a casi seis millones de pesetas.

Últimos días

El 8 de Febrero de 1987, domingo, después de una breve enfermedad, murió cuando todos creíamos que estaba fuera de peligro. Había cumplido su misión, sin duda alguna.

Desde que la conocí, hace más de veintiún años, hablaba del día de su muerte como del día más feliz y deseado de su vida; sentimiento que últimamente aumentó enormemente. Tal vez par ello yo no puedo sentirme triste, pues tampoco me siento separada de ella.

Tiempo atrás había sufrido mucho con sus pies deformados y la columna, que tenía totalmente desestructurada; pero en Septiembre de 1985 la operaron de los pies, con lo que desapareció aquel dolor y últimamente había recibido un tratamiento que le había quitado la pesadez de las piernas y los dolores de la espalda, por lo que estaba mejor que nunca.

Como yo entonces trabajaba en un colegio fuera de Barcelona, ella pasaba prácticamente el día sola, felicísima, pues amaba la soledad, viviendo habitualmente en la presencia de Dios, según me confidenció ella misma en más de una ocasión.

El miércoles, 4 de Febrero de 1987 regresé a casa sobre las nueve de la noche. Al llegar me extrañó ver la luz del oratorio encendida, pues ella, cuando podía, solía acostarse sobre las nueve. La pobrecita al oír la puerta me llama y me dice que había pasado toda la tarde allí, sin poder moverse con un fuerte dolor en el vientre y muchas náuseas, sin poder levantarse ni para atender la puerta ni el teléfono, etc.

La ayudé a acostarse y llamé rápidamente al médico. El jueves lo pasó muy mal, con constantes vómitos sin admitir ni el agua. Como ella vivió siempre de la Providencia de Dios y olvidada

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de sí misma, no tenía ningún tipo de seguro, por lo que el doctor se lo pensaba antes de ingresarla en el hospital. Ella tenía, desde hacía años, una hernia gigante en el vientre y es lo que todos temíamos. El médico pidió que se le hiciera un análisis de sangre; había una fuerte infección que podía complicarse par momentos; pensaba que era urgente ingresarla en alguno de los grandes hospitales donde había todos los mejores adelantos para controlarla. Pero posteriormente mejoró notablemente, dejó de tener náuseas, comenzaba a tomar líquido, la fiebre tendía a bajar.

Comenzó a comer un puré y todos esperábamos que en un par de días máximo comenzaría a hacer su vida normal, aunque, eso sí, se sentía muy débil y no encontraba postura en la cama, pues a causa de su hernia no podía estar boca arriba, sino de lado, con lo que comenzó a dolerle la espalda. Así las cosas, cual fue mi sorpresa cuando veo que el domingo por la tarde viene su confesor y le administra la Santa Unción, (en latín como a ella tanto le gustaba); aunque no me extrañó demasiado, pues yo misma le había dicho que por qué no pedía este Sacramento que le daría gracias para soportar la enfermedad. Después me dijo el sacerdote que el viernes le había dicho: «mañana me trae la Comunión y pasado mañana la Santa Unción». El sacerdote le preguntó que por qué, si ya estaba mejor, pero ella le respondió que «porque el lunes ya estaría en el cielo».

Y al despedirse el sacerdote, que la quería mucho, le dijo: «ahora ya puede irse al cielo, pero no se vaya, que todos la necesitamos», y me dijo: «vámonos, dejémosla sola con Dios». Acompañé al sacerdote hasta la puerta, pero apenas oyó cerrar la puerta me llamó a su lado. Esto me extrañó un poco ya que, como digo, amaba mucho la soledad y más acabando de comulgar, pero la verdad es que el domingo no quería que me apartara de su lado. Después me acordé cuando el Evangelio dice que Jesús, en el Huerto de los olivos, se «arrancó» de sus discípulos; parece que el Señor en su tremenda desolación de aquellos momentos encontraba alivio en la compañía de ellos. Algo así tenía la impresión de que le pasaba a ella y, si se tiene en cuenta los años que llevaba pidiendo morir desolada como Cristo, no tendría nada de extraño que el Señor la escuchara.

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Al cabo de un rato comenzó a arrojar por la boca un líquido oscuro, sin vómito, cosa que ya le había pasado por la noche y que el médico, cuando se lo dije por teléfono, no le dio importancia.

Sobre las ocho de la tarde se tomó una taza de zumo de manzana y otra de naranja, que era lo que más le apetecía. Se levantaba a ratitos; uno de ellos estuvimos juntas en el oratorio, y sus pulmones parecían más cargados; esto me preocupaba.

A las nueve vino la enfermera, pues tocaba la penúltima inyección; yo intenté llamar al médico, pero me dijeron que llegaba a casa a las nueve y media. La enfermera le puso la inyección y aumentaba la dificultad para respirar; por mementos parecía que se ahogaba; llamamos urgentemente al médico. Este vino, la auscultó y nos dijo: «tiene un edema pulmonar, hay que ingresarla».

Llamamos urgentemente a una ambulancia. El doctor trataba de buscar por teléfono una clínica donde llevarla. Ella, pobrecita, estaba sentada con los pies hacia el suelo, pues debido a su hernia no podía sentarse en la cama; la teníamos apoyada con almohadas. Llega la ambulancia y ella misma, con nuestra ayuda, se sienta en la silla, con la que la bajaron en el ascensor; aquí comenzó a arrojar un líquido en abundancia y, al meterla en la ambulancia, tuvo un paro cardíaco y se quedó sin vida.

Cuando a primera hora de la mañana del lunes llamé a su confesor, éste, profundamente emocionado, me dijo que ella le había dicho par dos veces que el lunes ya estaría en el cielo, pero que él no se lo había creído al ver que estaba mejor.

De hecho su muerte fue tal como ella deseaba y pedía hacía muchos años a Dios. Ella deseaba morir de repente, de hecho murió cuando todos pensábamos que estaba fuera de peligro. Después de haber comulgado, y sólo hacía unas horas que lo había hecho. Estando ella sola con Dios, es decir que nadie le hablara ni rezara, en voz alta se entiende, pues decía que esto la distraería en su diálogo con Dios. Y morir en Pascua, su fiesta favorita. Esto último parece que el Señor no se lo ha concedido, pero últimamente me decía: «ya no me importa que no sea Pascua el día de mi muerte», ¡tanto lo ansiaba! Pero yo pienso ¿acaso el domingo no es la celebración de la Pascua?

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Una de las cosas que más la mortificaba durante estos días de su enfermedad era el no poder dormir, ni de día ni de noche; con todo, cada día se puso el despertador para antes de las seis de la mañana. Cuando yo le indicaba que, si en aquel momento había logrado dormirse, la despertaría, ella me miraba, con aquella peculiar mirada suya que me decía: «No me entiendes, ¿cómo voy a dormir a esa hora?».

Es que ella, se encontrara como se encontrara, cada día se levantaba entre cuatro y media y cinco, como máximo, para hacer oración. Su oración diaria era un mínimo de cinco horas, de ahí en adelante, lo que sin duda hacía que todos viéramos en ella esa rica vida interior de donde brotaban todas sus enseñanzas.

El entierro fue el miércoles 11 de Febrero, día de la Virgen de Lourdes, después de la Misa funeral en la Parroquia de S. Olegario. Durante la Misa pusieron su cuerpo junta al ambón, como si fuese la última lección que nos quería dar. Mientras metían su cuerpo en el nicho yo pensaba: se siembra cuerpo animal y resucitará cuerpo espiritual, se siembra cuerpo corruptible y resucitará incorruptible (I Corintios, 15: 42-44), y ¡qué hermoso será este su cuerpo en la resurrección!, ese día que tanto anhelaba ella, la PARUSIA.

También recordaba aquel pasaje que ella explicaba con tanta unción, cuando el Señor dirá a los que han sido fieles: «Entra en el gozo de tu Señor» (S. Mateo, 25: 23); ahora ella se ha sumergido en ese inefable gozo de Dios y por toda una eternidad.

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TESTAMENTO ESPIRITUAL

Testamento espiritual que María Benedicta Daiber dejó escrito en una carta, dentro del cajón de su mesa escritorio.

A su confesor en Barcelona

Padre mío:

Quiero una vez más y desde lo más profundo de mi alma, darle las gracias por todas sus bondades que ha tenido conmigo. Jamás podré pagarle —y no es ninguna exageración: Ud. conoce bien lo que significa para mí el maravilloso Sacramento de la Penitencia— su constancia en venir coda semana para comunicarme los tesoros de la gracia de este Sacramento y que tanto santifica a mi alma.

Durante tantos años Ud. me ha dado espiritualmente más, inmensamente más de lo que pueda sospechar y mi gratitud para con Ud. queda muy por debajo de esta deuda. Dios le ha de pagar todo, todo cuanto sacerdotalmente Ud. me ha dado. Le suplico: no se entregue al desánimo. Más que nunca la Iglesia tiene necesidad de Ud. como SACERDOTE para llevar a las almas que tienen hambre y sed de Dios, los tesoros de la Redención de Cristo. ¡Qué sería del ‘resto de Israel’ sin sacerdotes, otros Cristos, que nos apliquen los méritos de la Redención!

Le ruego que avive su Fe más y más. A la luz de la Fe, la misión sacerdotal ¡es tan incomparablemente grande y necesaria!

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AHORA precisamente, el sacerdote ha de ser, si puede decirse, más sacerdote que nunca. Por caridad, no nos defraude... Más que nunca, identificado con Cristo en su Pasión, identificación divinamente fecunda, tiene Ud. una misión que cumplir. En esta lucha gigantesca entre la luz y las tinieblas, el triunfo final es de Dios, de Cristo, de todos nosotros. Y esta es la victoria que vence al mundo, nuestra Fe (I S. Juan 5: 4) Y mayor es el que está en nosotros que el que está en el mundo (I S. Juan 4: 4). En nosotros está Cristo que tiene vencido al mundo (S. Juan 16: 33).

Si el Señor me lo permite, le ayudaré desde el Cielo, y Ud. no me olvide en la Santa Misa. Una vez más, gracias por todo lo mucho que me ha dado, gracias desde el fondo del alma. Adiós.

María Benedicta Daiber»

A sus alumnos

A TODOS MIS ALUMNOS, DILES:

Que los he amado con toda mi alma y desde el cielo los seguiré amando.

Que les agradezco de todo corazón su interés y su abnegada colaboración y les suplico sigan ayudándote, a fin de que puedas continuar totalmente dedicada a este apostolado bíblico.

Y que les suplico sigan ahondando en la Palabra de Dios y procuren vivirla plenamente: que vivan de fe, invariablemente fieles a la verdadera doctrina de la Iglesia, sin dejarse llevar por diversos vientos de doctrina... y que amen a todos como Cristo nos ha amado.

Espero encontrar un día a todos mis alumnos en la casa del Padre.

¡Rueguen por mí!

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ADIOS. HASTA EL CIELO.

María Benedicta

A su continuidora y colaboradora

Mi muy amada hija Emilia:

Sé fiel hasta la muerte, fiel a Cristo con todas las imaginables filigranas de fidelidad, en cuanto a la oración, al apostolado —par más que en algunos casos te parezca que todo cae en el vacío—, fiel aunque apriete el sufrimiento, fiel a Cristo, a la Palabra de Dios, al auténtico Magisterio, pase lo que pase. DIOS NUNCA SE DEJA VENCER EN GENEROSIDAD, y en la fidelidad y perseverancia está el secreto de la victoria final, por más que cueste. Esta fidelidad es lo único que, aún en esta vida, asegura al alma un fondo de gozo, quizás suprasensible, pero no por eso menos real y de paz.

Que el Espíritu Santo te ilumine y guíe en todo. No aflojes por nada en la oración ni en el estudio y el apostolado de la Palabra de Dios. Este apostolado es cada día más necesario: no lo olvides. Tienes al respecto una grandísima responsabilidad.

Ora y sacrifícate cada vez más por los sacerdotes: sean ellos el objeto de todo tu amor; haz par ellos todo lo que puedas; ama en ellos a Cristo. Que nada te turbe, nada te desconcierte; en la oración intensa encontrarás siempre la luz, la paz, la solución de todo. Te repito, sé fiel hasta la muerte.

Te he amado de todo corazón y como en el Cielo todo alcanzará su última perfección, te amaré más que nunca por una eternidad. En virtud de la comunión de los santos espero poder ayudarte siempre hasta que nos volvamos a ver.

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Perdona que no haya sabido siempre demostrarte mi amor, que a menudo mis nervios me hayan traicionado... Pero no dudes de mi amor en y por Dios.

Fíate de DIOS siempre y en todo, Sé fuerte con la fortaleza de Cristo, apoyada siempre en El y en la Virgen nuestra Madre y en la intercesión silenciosa, pero eficaz del santo más grande, S. José, el único que, aunque en forma extrínseca, pertenece al orden hipostático. Que Jesús, María y José te bendigan y amparen siempre.

Adiós en un último, fuerte y espiritual abrazo,

María Benedicta

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CRONOLOGÍA

1904 Nace en Stuttgart (Alemania).

1913 La familia Daiber Heyne se establece definitivamente en Chile. Su padre actúa como médico en el hospital del pequeño pueblo de Puerto Octay, a orillas del lago Llanquihue. Ese año recibe el primer toque de la gracia que ella recordaba y que le impulsó a invocar a la Santísima Virgen. Desde entonces existió en su alma el amor a la Virgen.

1917 Tenía aproximadamente doce años cuando cayó en sus manos por primera vez la Biblia. Lee con avidez los Santos Evangelios y llora de pena al no poder creer que ese Jesús tan bueno, suave y misericordioso fuera Dios ya que sus padres le decían que no hay Dios. Siente un gran vacío por la falta de fe.

1920 Tenía unos quince años cuando amenazó con ambas manos al Sagrado Corazón de Jesús diciéndole: «Te prometo que haré todo el mal que pueda a la Iglesia Católica». Entonces resonaron en su alma estas palabras: «Y YO TE VENCERÉ». Por primera vez comprendió que un día sería católica, pero ella odiaba a la Iglesia.

1922 Llega a Santiago de Chile con el firme propósito de conocer la religión Católica para combatirla.

1922 En una procesión con el Santísimo recibe el don de la fe. El amor a sus padres la lleva a decidir, después de una dura lucha, no hacerse católica y se esfuerza por perder la fe.

1923 Se establece con sus padres en Santiago. En Julio manifiesta a su madre su deseo de hacerse católica con la consiguiente reacción violenta de ésta. El ocho de Septiembre recibe el bautismo en la Iglesia de las MM. Carmelitas de manos del Sr. Rector de la Universidad Católica. Al día siguiente hace su primera comunión.

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1925 El 8 de Diciembre hace voto perpetuo de castidad. Con anterioridad lo había hecho temporal, renovado cada año.

1927 Hace por primera vez los Ejercicios de San Ignacio. El 27 de Diciembre se convierte su padre.

1928 Los primeros días de Enero se bautiza su madre. El 12 de Agosto muere su padre.

1929 En la Octava de Corpus, al leer las palabras de S. Juan: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mi mora y yo en él», comprende en un instante la doctrina del Cuerpo Místico.

1931En la Noche de Navidad, hace voto de pobreza.

1932 Hace voto perpetuo de obediencia con la intención de hacer más perfecta su oblación de víctima, dejando prolongar en ella la obediencia y martirio de Cristo.

1934 El 11 de Junio, al comenzar el rezo de Completas, se ve delante de Dios, de la Virgen y de todos los Santos con toda su nada y todos sus pecados. A partir de entonces le resulta imposible creerse algo o gloriarse de algo propio. Todo con profunda paz.

1936 El 2 de Febrero muere su madre. Ella lo deja todo para dedicarse plenamente a Dios; viviendo en adelante de la Providencia. Entre los años 1936 y 37, leyendo Romanos 9:16, comprende la gratuidad de la gracia en una experiencia íntima.

1937 Una de sus alumnas de religión se hace protestante. Por encargo del Obispo investiga los métodos de las sectas y nace su vocación al apostolado bíblico.

1938 Comienza su apostolado bíblico en una barriada de la parroquia de S. Luis de Valparaíso (Chile).

1943 Va por primera vez a Bolivia. En Julio llega a sus manos la copia de una carta de Mons. Aspe y desde entonces, hasta la muerte de éste, ocurrida en 1962, será su director espiritual.

1947 Requerida por el Sr. Arzobispo de La Paz, Mons. Antezana, fija su residencia en esta ciudad para organizar y dirigir el Instituto de Cultura Religiosa Superior.

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1948 Escribe su «Reglamento de vida» con el que se compromete, entre otras cosas, a hacer un mínimo de cuatro a cinco horas de oración.

1949 En el Jueves Santo, en La Paz, hace voto perpetuo de no retroceder ante ningún sacrificio exigido por la mayor gloria de Dios.

1953 El 20 de Febrero, hace voto de no abandonar Bolivia ni el Instituto que Dios le ha confiado, mientras no le conste claramente ser esa la voluntad de Dios, pero que en el momento que Dios le muestre ser su voluntad que le haga el sacrificio de esta Obra, lo hará en el acto sin vacilación. En Julio sale de Bolivia, con licencia del Sr. Arzobispo, por un tiempo indefinido a causa de las dificultades económicas y de todo tipo.

1954 El 27 de Abril se embarca en el Augustus, desde Montevideo, camino de Barcelona (España), donde llega el 11 de Mayo. En Veruela (Zaragoza) redacta el «Manual de Estudios Bíblicos Católicos». En Diciembre de este mismo año comienza en Mérida (Badajoz) los Cursillos Bíblicos que la llevaran, en años sucesivos, a casi todas las provincias de España y hasta Portugal.

1955 En Octubre sale de la imprenta su libro «Manual de Estudios Bíblicos Católicos».

1959 El 1 de Mayo comienza la obra de «Cursillos Bíblicos católicos» en Barcelona.

1960 Comienza los envíos de Navidad a comunidades de clausura necesitadas.1967 En Navidad comienza la correspondencia con el P. Pablo Menor S.J.

1969 El P. Pablo Menor la nombra Promotora del Movimiento Pro Ecclesia Sancta en España.

1971 Inicia los viajes de los veranos por los monasterios de contemplativas de España para impartirles sus lecciones de espiritualidad bíblica.

1985 El Dr. Lafuente le opera los dos pies.

1986 Del 2 de Julio al 25 de Agosto realiza su último viaje por los monasterios. Visita cuarenta y un monasterios.

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1987 El domingo 8 de Febrero, después de recibir, totalmente consciente, todos los sacramentos, inesperadamente, muere. El día 11, fiesta de la Santísima Virgen de Lourdes, es enterrada en espera de la resurrección de los muertos.

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