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María leída a la luz del incendio (África en Isaacs: sobre los vínculos entre el mundo africano y el universo idílico concebido y sacrificado ante la figura de María)

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María leída a la luz del incendio(África en Isaacs: sobre los vínculos entre el mundo africano y el universo idílico concebido y sacrificado ante la figura de María)

María leída a la luz del incendio(África en Isaacs: sobre los vínculos entre el mundo africano y el universo idílico concebido y sacrificado ante la figura de María)

Ethan Frank Tejeda Quintero

Colección Trabajos de Grado MeritoriosMaestría Literatura Colombiana y Latinoamericana

Escuela de Estudios LiterariosUniversidad del Valle

Colombia

Santiago de Cali, septiembre de 2012

Rector Universidad del ValleIván Enrique Ramos CalderónDecano Facultad de HumanidadesDarío Henao RestrepoDirector Escuela de Estudios LiterariosJuan Julián Jiménez PimentelCoordinador Maestría en Literatura Colombiana y LatinoamericanaÁlvaro Bautista CabreraDirector Programa Licenciatura en LiteraturaHéctor Fabio Martínez

María leída a la luz del incendio(África en Isaacs: sobre los vínculos entre el mundo africano y el universo idílico concebido y sacrificado ante la figura de María)Ethan Frank Tejeda Quintero

Edición: septiembre de 2012

ISBN: [email protected] Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquiermedio o con cualquier propósito, sin la autorizaciónescrita del autor.

Diseño y diagramación: Unidad de Artes GráficasFacultad de HumanidadesUniversidad del ValleCali - Colombia

Contenido

1. Introducción 131.1. Vencido el país de las purezas. (Falseadas genealogías de las violencias) 181.2. La poesía del símbolo, expansión y extinción 22

2. ÁFRICA REFERENTE, AMÉRICA PREFERENTE 292.1. La fortaleza y el tránsito, muerte de los falseados orgullos 402.2. Señoríos bajo sospecha 452.2.1. Fe y progreso, relevo brutal 502.2.2. Cronismo y culpa 522.2.3. Crónica ideológica, relato del naturalismo del compromiso 552.2.4. Excepción-intención, cronismo de la diferencia VS. cronismo políptico 582.2.5. Fabulación y humanismo 622.3. La negredumbre, el exotismo y los territorios 672.4. Nay y María, la maternidad de la escucha 782.5. Isaacs regularizado, el uso político de las lecturas congeladas 91

3. MITOPOIESIS, CUESTIÓN QUE VENCE A LAS UTILERÍAS 953.1. Sinar y el símbolo, resistencia del mito 104

4. MÍMESIS, ORALIDAD Y ENCICLOPEDIA 121

5. CATARSIS AFRICANA, LA SUGESTIÓN EN EL CANTO DE LAS AYAS 1415.1. Escucha infante, lectura infantilizada, réplica adulta, defensa política 1575.2. África en Isaacs, mucho más que un recurso narrativo 1855.3. La inclusión de los capítulos del melodrama africano: ¿lección no aprendida? 1955.4. La mirada americana de África. Isaacs,¿culpable de inocencias? 212

5.5. Cristianización del paisaje, paleta de color para el desandar lo que duerme en la palabra negada 2335.6. El relevo narrativo, estética transfigurada 2465.7. Sombras, ¿fundidas o confundidas? 254

6. ARTEFACTOS. ARTE DE LOS QUE HICIERON EL VIAJE HACIA EL OTRO NAVEGANDO SOBRE EL DEFECTO 2576.1. Libertad y desarrollo. Libertad y género (accidentadas lecturas) 264

7. CONCLUSIONES. SINCRONÍA, OPUESTOS Y COMPLETITUD 2717.1. Pluma sujeta, libertad que se leería con el pasar de los años 2737.2. Consideraciones finales. Nay, los derroteros de una invisible imposible 279

BIBLIOGRAFÍA 284

A mi familia

A Darío Henao Restrepo por su valioso acompañamiento.

A Hernando Urriago, Fabio Martínez y Umberto Valverde

por sus lecturas y conceptos.

A Julián Malatestapor su apoyo para la publicación de este libro.

África en Isaacs: sobre los vínculos entre el mundo africano y el universo idílico concebido y sacrificado ante la figura de María

Cuando un negro me saluda,¡Ay!, qué miedo que me da

De verle los ojos blancos,¡Santísima trinidad!

Canciones y coplas populares,Jorge Isaacs.

África imaginada,proyecto político ligado a la explicación “única” del mundo

1. IntroducciónLa monotonía de la lectura de una obra como María se rompe

en el jugar con un cerillo que amenaza al polvo acumulado entre las páginas de los tratados y de los diccionarios, se vence en la perspectiva incendiaria del que rebusca indicios entre la tierra arrasada, se desmonta en inquietudes donde la laya y el espacio-tiempo se confunden en hallazgos y reivindicaciones. Al lector se le exige en este texto tener la disposición de avanzar tanto con el fuego milimétrico que cabe entre los dedos como con la tea que se pretende luz de nuevas rutas o la Coleman que sirve para romper las cortinas de humo y las telarañas de las estancias abandonadas.

Mi labor es una mano más puesta al servicio de la ruptura de velos, de la violación de cortinas que arden ante las miradas con afectos de más por las cenizas; es mi esfuerzo significado-justificado por el romper de telones que en su quietud son sensibles más a la bola de demolición que a la filigrana y el cordel que nos regala la desnudez en el detalle.

La novela de Isaacs es un escenario de motivaciones inagotables donde tras las letras se esconden seres de diversas mitologías, es una geografía del sentido que no se rinde ante el catalejo de los testigos adolescentes, de los párvulos suspirantes que consideran que la caza de las motivaciones de Isaacs se agotó en el fenecer de las tendencias que justificaron a los movimientos románticos.

La obra que caminó una América donde hablar de educación laica era considerado herejía, la pieza que se enfrentó a poblaciones que aún no se dejaban encasillar en la administración adjetiva del mundo que sólo les consideró cual públicos, la historia que encriptó informaciones para el deleite de futuras miradas, merece focalizaciones nuevas e interpretaciones que confundan los hallazgos de una investigación con el ejercicio creativo de voces dispuestas al riesgo de la imaginación. Por respeto a la inmensidad de sus leyendas y por temor a la ocultación

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de sus ribetes misteriosos, le propongo al lector el sacrificio de los afanes por lo constatable, en una lectura de la exageración del indicio donde las polémicas de un Isaacs sometido a las murmuraciones se revivifican por considerar la condición negra del escritor no sólo en el atrevimiento de Baldomero Sanín Cano de ubicar su nacimiento en el Chocó,1 sino en los perfiles constitutivos de su educación sentimental. Educación que no se agota en suspiros y donde, al incluirlos en un replanteamiento de nuestros orgullos, se restituye a los sometidos.

Noé Jitrik habla de la existencia de cuatro líneas de aproximación a la obra de Isaacs, al tiempo que identifica un propósito central en María: “establecer una verdad histórico-poética de sus contextos tanto espaciales como temporales”. Las vetas de aproximación a la novela propuestas por el argentino son claras:

La primera se expande en comentarios sobre lo que presenta el texto como situación o como drama de personajes cuyos actos suscitan interpretaciones variadas; la segunda informa sobre las presencias literarias en el texto, Saint Pierre, Chateaubriand y otros, y refiere la filosofía- el romanticismo- que daría consistencia a la novela; la tercera tiende a mostrar la relación que existe entre la obra y el autor, tentación prologuista o enciclopédica, típica de las historias de la literatura que no se proponen ir más lejos que los prólogos; la cuarta, por fin, se propone ubicaciones del autor en su contexto, o sea la masa política e histórica en sus diversas facetas que podría adivinarse detrás de la conmovedora trama (2002, p.13).

La primera línea ha sido asumida cual teatro cargado de ornamentos y lujos que inutilizan, ha sido vista con un foso plagado de seres de leyenda y una orquestación que dispara suspiros contra los telones, las butacas de primera fila, los palcos de viudas y los prisioneros en El Paraíso; la segunda está dispuesta cual biblioteca con anaqueles donde las pulsiones de lo propio nadie se ha interesado en clasificar; la tercera es una oficina de pasaportes, donde se aprueban los visajes hacia los universos idílicos, los círculos de la legitimación y las tierras donde se cruzan los caminos de la adulación y el detrimento; la cuarta

1 En palabras de Baldomero Sanín Cano: “Datos biográficos relativos a Jorge Isaacs le hacen nacer en Cali; pero he tenido la ocasión de consultar en Londres a personas de su familia, cuyos recuerdos están conformes en el hecho de que cuando vino al Valle la familia Isaacs, el poeta, en mantillas, formaba parte de la caravana (1987, p.184).

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es una mansión sin terminar, donde muchos han intentado dictaminar los decorados, mientras la población flotante de las estancias avanza con zapatos livianos y marca derroteros dispersos ahí donde la fórmula certera para perderse es seguir un sólo destino de los palimpsestos como seguro sendero, pues en aquel lugar es cuestión inadmisible asumirse como poseedor de títulos absolutos de propiedad.

En relación con esa cuarta línea, que habito provisionalmente, la siguiente es la lectura que considera a María2 como a una hija de la negredumbre; lectura que, mientras se calza las huellas esclavas, avanza sin la angustia por la revelación de la verdad. Lectura que va sin la tiránica referencia del adelante, que se da no sin advertir los riesgos de frente a la acumulación de sanciones que ningún esfuerzo hicieron por disimular a las intenciones por letargos mitad sopor mitad suspiro, a los ejercicios “criogénicos” que se han transformado en el aditamento perfumado de los cinismos, a las mamposterías carcelarias que han fungido como la talanquera de cuatro muros que corren hacia adentro, mientras camuflan por ornamentos la amenaza al lector de una asfixia total.

Como hito de la expresión, María ha sido bandera de diversas causas: 1. La consolidación del nombre, entre el fenómeno de la enciclopedia

resuelta, de un sujeto autor identificado con las estirpes raciales de los principales de una región, nacido entre una pirámide pulida por los que creen que en odios pueden disimular los patetismos de sus emergencias.

2. La exaltación de los dogmas religiosos que encuentran en el escritor una posibilidad de reforzar la idea carcelaria de la imagen y semejanza.

3. La algazara de los que intentan encontrar en sus letras la completitud de las conversiones.

4. La fruición de los que hablan de la imposibilidad de crear por fuera de las tradiciones que hacen de María un indicio más de la universalidad del acto literario que convierte a los autores de América en una caterva de replicantes.

2 Tanto el personaje como la obra, por eso no incurro en la regularizadora cursiva.

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5. La posibilidad de reivindicar a Isaacs a contra lógica de los que elevaron las fabulaciones de los territorios.

La última cuestión, casi en su totalidad, devora las motivaciones de esta iniciativa ensayística, donde el efecto de lo inconexo no desvirtúa los vínculos entre los conceptos pilares de nuestra dominación, los segmentos incluidos en el cuerpo de María, las voces que han constituido los sucesos e infortunios de la obra y las lecciones que movieron a la apreciación crítica a malear entre la exclusión, lo no advertido y lo ninguneado.

En relación con la encriptación y la condición viva de María ante nuevas lecturas, Jitrik nos la muestra como una novela dispuesta para futuras advertencias:

En la vaporosa atmósfera que presenta paisajes, descripción de tareas y de ambientes, modos de vida, todo significa en lo no dicho sin que emplee el mecanismo de la conjetura como un modo de enunciación que velaría las afirmaciones. Las afirmaciones, a su vez, resultan de una narratividad concebida como monólogo a una sola voz. El monologismo, que es una de las vetas más acendradas del romanticismo, congruente con su filosofía del individualismo, es un imposible, se dirige a o requiere de un interlocutor que, en el caso de María, siendo el propósito del relato, eso que tiene de único, somos nosotros mismos o sea la sensibilidad de una época que, por eso, es todavía la nuestra puesto que podemos no desechar ese texto por anacrónico sino ser capaces de prestarle atención (2002, p.19).

Tras la conciencia de la multiplicidad de aquel nosotros en María, presento los elementos que justifican una de las advertencias que en mi contemporaneidad urgen a aquel deíctico en la novela; licencia para quien se atreva a asumirse como un interlocutor afanado por las reivindicaciones que se nos niegan tras simpatías de más (causa-efecto de los aletargamientos nacidos de diversas sugestiones) por la placidez paradisiaca de las lecturas rápidas.

En el detalle, lo excepcional de Isaacs que nos obliga nuevamente a “ser capaces de prestarle atención” a su obra:

1. En el Relato de Nay y Sinar existe una gran cantidad de elementos

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que se pueden considerar extraños para las lecturas que se hacían de África en la época de la publicación de María.

2. En los capítulos del Dagua, se relata a una población que otros simplemente han pasado por alto o han cargado con las caricaturas de los cuadros costumbristas.

3. Isaacs escapa de las maneras de la incipiente literatura negrista,3 al ir más allá de las utilerías y vestir de elementos míticos y poéticos a su representación del ser afroamericano.

4. El autor es consciente del cambio de políptico que justifica, por cuestiones económicas, el desmonte de la trata pero no la abolición de la esclavitud.

5. Le reconoce al ser africano los elementos de sugestión-fascinación que determinan tanto su educación sentimental como su condición de relator.

6. Desmonta las confianzas en torno a la imagen del padre que es pilar de la sujeción, dominación y extinción de los pueblos sometidos por el coloniaje.

La siguiente es una lectura crítica que hace de la imaginación el ariete principal de los atrevimientos, pero se aleja de los efectos

3 Baldomero Sanín Cano aleja del riesgo de aquella sanción a la obra de Isaacs, entendida como una cuestión de simulacros que usan las paletas que contienen al “color local”; Sanín Cano considera como el origen de la gran magnitud de María a la identificación de una tradición que no se limita a los llamados criollismo o a los exotismos; en la reseña de Sanín Cano, se libra al caucano del estigma de la observación superficial¨: “Como efecto inmediato de una marejada romántica invadió a los literatos colombianos la preocupación del color local, de que nacieron en forma de diluvio los cuadros de costumbres. El género ocupó, como las aguas de aquel castigo del cielo, los hondos valles antes de elevarse muchos codos sobre las montañas más altas. Causa mareo o impaciencia volver los ojos a esa inundación y tener que reconocer que entre la innumerable cantidad de escritores dedicados a reproducir el ambiente en que estaban sumergidos, apenas hay tres o cuatro que de veras lo hubiesen sentido y que dejen en sus páginas la impresión de un contacto verdadero con la realidad. La observación superficial es el carácter distintivo de esta literatura, el gracejo de valor equívoco la sal de su vida; y una incapacidad de reproducir lo sentido, como no sea por medio de la exageración, constituye el secreto procedimiento descriptivo. Observar de prisa y reproducir en escorzo, desde un ángulo improbable, era la preocupación de estos pintores del género” (1987, p.191).

Comparto con el crítico la voluntad de Isaacs de asumir un entorno acercándose a “describir la naturaleza circundante y el alma de sus paisanos”, pero no comparto el planteamiento en tanto al procedimiento, donde Sanín Cano sólo encuentra el “atemperarse” con lo que dictaba la lectura de autores como Chateaubriand, Balzac, Larra y Manzoni. Predisposición para actuar en obediencia al canon que no considero parte del espíritu principal de la obra del caucano, pues esta supera en gran medida a sus supuestos referentes, aventajándoles en tanto a suma de materiales, voluntades de escucha y escenificación de apuestas ideológicas.

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convertidos en camisa de fuerza, no pretende sublimar la conciencia del autor referido, pues se acerca a las posibles características de los eslabones de la cadena que lo amarraba a dos columnas irregulares: la de la fascinación y la de la sujeción.

1.1. Vencido el país de las purezas. (Falseadas genealogías de las violencias)

En María se dan apropiaciones de información que el país de las purezas4 estaba acostumbrado a ignorar: 1. Las poblaciones provenientes del continente negro5 son relatadas

como pertenecientes a un mundo instituido, con una historia de la apropiación del territorio y con un cambiante campo de relaciones políticas o bélicas entre las naciones.

2. Se establecen toponimias concretas que delimitan la narración al África occidental, específicamente a las naciones que se disputan el territorio a las orillas del río Tando y del río Gambia.

3. Se cuenta a sujetos pertenecientes a distintas culturas africanas: los Achantis, los Achimis, los Kombu-manez y los Cambez. En torno a los dos últimos pueblos referidos existen discusiones

sobre la posible invención de Isaacs de aquellas nominaciones; sin embargo, en tanto al pueblo anfitrión de la corte de Magmahú se pueden encontrar indicios de su existencia: en la obra de Alonso de Sandoval se ubican dos pueblos a las orillas del Gambia que comparten las raíces Kombu y Manez.

A los Manez o Manes, Sandoval los asocia a un territorio del términus entre las riveras del Gambia y un tributario habitado por los Cazes. El caracterizador en la distancia, adosa a los pobladores de aquel territorio con la apropiación de la noción de comercio a través de una fruta utilizada como moneda. Sandoval les reconoce en constante intercambio, contacto y pugna con los mandingas y los zozoes: “De

4 Concepto sustentado en el imperio de los hispanismos, elitismos y los clasismos evocados. Tema que posteriormente tendrá su espacio propio en este libro de ensayos sobre el incendio, las invisibilizaciones y la memoria en lo encriptado.

5 Si bien reconozco que las acepciones “negro” e “indígena” son invenciones de la dominación, no existe de mi parte intención peyorativa en el uso, por el contrario es un homenaje a la capacidad de prevalecer de la huella africana que superó todo tipo de violencias, una de ellas le obligó convertir en cuestión de orgullo a aquello que le prendaron cual grillete o como metáfora de la vergüenza.

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aquí a ocho leguas la tierra adelante está la sierra Leona, habitada de Zapes manes, donde además de los nuestros portugueses, hay grande comercio de naos flamencas e inglesas” (1987, p. 62).

Aquellas raíces parecen estar asociadas a las prácticas antropófagas o las trashumancias, siendo Manes una categorización y Kombu un distintivo en tanto geografía e historia. Alonso de Sandoval muestra la relación del consumo ritual de carne humana y los avances de la evangelización, pues el dogma impuesto muestra el deshonor y la vergüenza de aquellas maneras. Los conversos sólo tienen licencia de devorar un cuerpo simbólico: el de Cristo.

El uso de comer carne humana, que algunas de estas naciones aún hasta hoy conservan, se ha caído en gran parte; y universalmente cuando uno se convierte a nuestra santa fe, junto con convertir sus ídolos en ponzoñosa ceniza, apartan de sí y echan fuera de su casa los instrumentos y vasijas de esta abominación, cuyo origen referiré brevemente. Habrá sesenta años que cierta nación de gente bárbara, por no caber ya en las tierras en que habían nacido y se habían criado salieron a buscar otras para su vivienda. Estos en Congo se llaman iacas; en Angola se llaman guindas; en la India, zimbas; en la Etiopía, gallas, y en la sierra Leona, zumbas, cuyo nombre mudaron en manes. Su comida cuando venían caminando, era carne humana de los miserables que prendían y mataban, cuyos cuerpos hechos pedazos cocían con palmitos, despoblando de esta manera las tierras por donde pasaban, de sus moradores, y destruyendo los palmares, que son como viñas y olivares entre nosotros. En la guerra usaban de adargas tan grandes, que les cubrían todo el cuerpo, y para poner espanto y temor a la gente, ninguno había que no llevase algún pie, mano u otro cualquier miembro humano atravesado entre los dientes, siendo bastante esta vista y su fiereza para poner en huida grandes ejércitos, que les salían al encuentro (1987, p.67).

Las violencias no son exclusivas de los universos del ser africano, la violencia se expresa en constancias, lo único que varía es la administración de sus formas; en María, para los africanos, América se relata como el continente que fue captura y escape, es la continuidad de aquella poética de las rebatiñas donde se venden almas a bajísimos importes, si a estos se les compara con la conmensura de la riqueza ignorada por los que negociaron oro por hierro ensangrentado: “Nay

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supo enseguida por Gabriela, al referirle esta que estaba vendida, que esa pequeña porción de oro, pesada por los blancos a su vista, era el precio en que la estimaban; y sonrió amargamente al pensar que la cambiaban por un puñado de tíbar” (Isaacs, 1986, p. 234).

La novela muestra cómo África es víctima del desmonte, arrebatada a la fuerza de su historia, sumergida en condición de alternancia en un universo de sentido que le resultaba extraño. África se reconoce en una historia trazable desde los primeros pasos que da un testigo en la distancia:

Magmahú había sido desde su adolescencia uno de los jefes más distinguidos de los ejércitos Achanti, nación poderosa del áfrica occidental. El denuedo y pericia que había mostrado en las frecuentes guerras que el rey Say Tuto Kuamina sostuvo con los Achimis hasta la muerte de Orsué, caudillo de estos; la completa victoria que alcanzó sobre las tribus del litoral sublevadas contra el rey Carlos Macharty, a quien Magmahú mismo dio muerte en el campo de batalla, hicieron que el monarca lo colmara de honores y riquezas, confiándole al propio tiempo el mando de sus tropas, a despecho de los émulos del afortunado guerrero, los cuales no le perdonaron nunca el haber merecido tamaño favor (Isaacs, 1986, p.215).

En María, a pesar de no existir, en apariencia, elementos performáticos que hablen en concreto de las ritualísticas de la fe6 africana, se destacan los relatos de prácticas ligadas al honor de los guerreros y de los derrotados; Isaacs hace un gran esfuerzo al intentar recrear el sacrificio de los esclavos ante la furia del río Tando. Alonso de Sandoval relata aquella práctica como cuestión habitual entre pueblos a los que nombra tras un genérico: “etíopes”. El colector de las versiones de los lenguaraces habla de la violencia de los sacrificios, pero su voz puede constituirse en uno de los artificios necesarios para la demonización del ser africano7 que sirve de base a la sobre

6 Donald MacGrady considera que estos relatos sí están incluidos, pero los elementos que cita no escapan al peso enciclopédico de las fuentes usadas por Isaacs. Aportando a las lecturas mito poética de María, en este trabajo plantearemos la posible inclusión de relatos míticos americanos en el desarrollo argumental del texto en los capítulos del regreso a Cali de Efraín por el cañón del Dagua.

7 Sandoval, hablando de la veneración a las cortes que desata el sacrificio humano, nos recuerda una frase de David: “adorados como dioses, pero muertos como hombres”.

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ponderación de los hijos del expansionismo que se ocultan tras los parapetos de la piedad. Por su parte, Isaacs no se detiene en escatologías ni en los juegos de escrúpulos que le sirvieron a Europa para convertir los textos de los siglos de la trata en una suerte de zoológicos humanos bordados en letras.

Sandoval se regodea en descripciones que siguen el sendero del ardid minucia en un tema conocido en la distancia:

Hace el rey en honra de sus difuntos, en ciertos tiempos del año, unas fiestas que duran tres días; en ellos sacrifican diez mil y seis almas, hombres y mujeres. El modo del sacrificio es abrirlos por las entrañas y dejarlos amarrados a árboles donde sean comidos por gallinazos. Fuera de ese número tan inmenso, sacrifican también otras ciento cincuentas mozas doncellas, de edad de catorce a quince años; a estas llevan al sacrificio desnudas, aunque adornadas de largas sartas de cuentas de abalorio de vidrio y un paño blanco a modo de banda que les cubre algo. En llegando al lugar depuntado les cortan a todos los pies y las manos a cercén, y hechas unos troncos las arrojan vivas en una bóveda que cubren con una losa, donde se lamentan y gimen hasta que mueren; y no oyendo ruido, dicen todos muy alegres que ya están sirviendo al rey (1987, p.81).

La no realización de ese tipo de aproximaciones por parte de la descripción africana de Isaacs no puede ser considerada un vacío; es una condición del texto exhibir un tono objetivo cuidado en lo descriptivo ante un tema que el autor no conoce en su totalidad, prudencia que no le lleva a elaborar un relato construido de los sujetos artificiales propios de lo neoclásico. La novela de Isaacs no aborda lo arquetípico en la disputa de los hombres con sus dioses, expresa lo humano de una manera determinada por condiciones y por libertades (nunca ligerezas) donde el amor puede violentar a las costumbres. No obstante, el caucano no es incólume de ser víctima de las sugestiones propias de la bestialización que se expresan en los elementos incluidos en la narración de los universos de Nay:

1. Consumo ritual de los cadáveres de los derrotados. 2. Expresiones de violencia atávica. 3. Estancias alumbradas por el candil portado en el cráneo de los

hijos de los pueblos enemigos.

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A pesar del uso exotista de la utilería, lejos está el escritor de narrar a los pueblos de África como sujetos de la hordalización8, opuestos al concepto de nación y obedientes totales a los ímpetus del instinto.

Isaacs escapa al dictamen de justificar nuestras violencias en la circunstancia de la impureza de las poblaciones, al ubicarlas en el contacto de historias donde los militarismos incendian el mundo mientras avanzan escondidos tras los diversos travestismos culturales.

.1.2. La poesía del símbolo, expansión y extinción

En María se incluyen elementos pictográficos que desde la piel cuentan el origen y la historia de las culturas; rasgos y distintivos donde el símbolo, cuestión de futuros arraigos, es la palabra que supervive en camuflajes que no eran descifrados fácilmente por los que sólo sabían de fundas y de gatillos.

El inventario del símbolo es el rastro que terminó perseguido por los que hicieron carne de hoguera de las enciclopedias-otras. El símbolo negociado para la creencia es el distintivo que sirvió de primer eslabón de la cadena para los que sucumbieron ante el engaño del supuesto interés de los misioneros por sus claves de relación mítico-específicas. Ejemplo de ello son las serpientes sobre los hombros del último hijo de un pueblo vencido: Sinar.9 Dicho rastro es leído para la sujeción por el visitante externo, por aquel que arriba con la intención de uniformar a África, por aquel perfumado de piedad que logra arrodillarla frente a los intereses europeos:

El viejo sacerdote permaneció por un rato abstraído de cuanto le rodeaba. Luego que se puso en pie, Sinar, llevando de la mano a Nay, asustada ante aquel extranjero de tan raro traje y figura, le preguntó de dónde venía, qué objeto tenía su viaje y de qué país era; y quedó

8 Concepto introducido para representar la negación de las individualidades africanas, pues el lápiz de la expansión de Europa avanzó contando en su versión bárbara, casi animal, a los hombres y a las mujeres de las tierras conquistadas. Las rebatiñas dibujaron frescos donde el hombre europeo, aperado de héroe, se enfrenta a hordas bestiales. Las poblaciones fueron asumidas cual manadas, cuestión que ayudó a fortalecer la legitimidad del trato asociable a la lógica de la extracción (cacería) de las poblaciones africanas.

9 La serpiente tatuada ha de ser también una motivación del novelista Manuel Zapata Olivella en Changó, el gran putas. La serpiente en el hombro de Sinar, de posible asociación con el espíritu de Elegba, es una reminiscencia de los pueblos aislados y menguados en las guerras sembradas por los puños de los mercantes de máquinas de matar.

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sorprendido al oírle responder, aunque con gran dificultad, en la lengua de los achimis:

-Yo vengo de tu país: veo pintada en tu pecho la serpiente roja de los Achimis nobles, y hablas su idioma. Mi misión es de paz y amor: nací en Francia. ¿Las leyes de este país no permiten dar sepultura a un cadáver extranjero? Tus compatriotas lloraron sobre los de otros dos de mis hermanos, pusieron cruces sobre sus tumbas, y muchos las llevan de oro pendientes del cuello (1986, p.222).

Sinar es presa de capturas diversas: Orsué ha muerto a manos del padre de quien ama y el pueblo al que pertenece ha vencido su rodilla ante la fe católica. El héroe africano es un reducto último de la voluntad y de la cultura de los suyos, es el pretexto del ejercicio regresivo que deja en claro la relación entre inocencia y aniquilación. Metáfora de la aplicación violenta del concepto de Los hermanos menores. El príncipe es aquel que dejó vencer sus afanes de venganza por la sugestión del amor: listo está para ser regularizado. África se vence en Sinar, posiblemente muerto por las heridas recibidas en combate. África supervive en Nay, que orgullosa recibe la prenda de escoger entre tres destinos:

1. El de mujer en condición plena de esclava. 2. El de mujer sometida a la captura del amante. 3. El de madre sustituta de una niña que completará la condición

escénica de su conversión.10

Nay será Feliciana; Feliciana será el relato vivo de África al oído del ser americano, del ser afroamericano, de aquel ser que en la obra ensayística de Isaacs se ve, se hace notable, pues el caucano pugna por romper la maldición impuesta a los negros ninguneados en las causas, excluidos de las leyendas nacidas en las gestas, convertidos en las sombras de los relatos del heroísmo del “hombre blanco”.

Isaacs se ocupa del negro como sujeto con valor histórico. La negredumbre en sus narrativas se expresa en prácticas y maneras

10 Una de las apuestas de este ensayo es ratificar esa condición escénica de la conversión de Nay, ella se vence ante la figura de Cristo, pero se vence en un acto que esconde el dolor por la figura malograda de Sinar.

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como la cacería de la guagua, la obtención de los fufús, la cocción de los tapaos. La obra del caucano se hace cargo del ser afroamericano partícipe y comprometido con sus propias causas, lo asume como una construcción histórica en cuya poesía es posible aprender nuevos perfiles de los padres, de los maestros y de los cómplices. Isaacs se esfuerza por elaborar la mímesis justa del que se duele en alegrías, pues en sus cuadros de composición la sonrisa lastima por resistencias y los susurros son los fantasmas de la narración de cuando las vivencias pertenecían a contextos que realmente les reconocían como acumulados.

María se mueve, no es la novela estática que pretendieron enseñarnos, se mueve de la voz cedida a la acción relatada, de la memoria a la vivencia de la adaptación del negro a las condiciones que América como continente captura le ofrece.

Existe una relación directa entre la palabra africana y la voz entregada por Isaacs a los negros del Pacífico. Ejercicio de una conciencia de autor que aleja la obra del novelista caucano de la condición presa de exotismos de la literatura negrista. Su obra se ubica en el corpus de la literatura negra, pues no se detiene en el efecto de la esterotipia que convirtió a los negros en criaturas sexuales, mientras bordaba las lecturas de las simpatías sustentadas en el tambor como pretexto para aplazar el reclamo de la libertad en lo concreto.

Las pieles y su relación con los elementos, el cuerpo y su asociación con lo cálido,11 son elementos que de estar presentes se sobredimensionan para vitalizar a las lecturas habituales, para vitalizar a las miradas cundidas de reseñas donde Isaacs es un coqueto cómplice de los déspotas.

Es posible encontrar, en palabras de Donald Mcgrady, el fenómeno de la lectura falaz de la simpatía de Isaacs con las tratas, oculta en la simpatía por los obligados, reflejado en la figura de Salomé:

11 En palabras de Nina S. de Friedemann y Mónica Espinosa Arango: Este arquetipo de criatura sexual, con virtudes de sones, rumbas, candombes y cumbias, que trovan los negristas, inspirado en la noción de culturas primitivas como “paraísos perdidos” y de libertad, no alcanzó a “penetrar más allá de la capa exterior o el rostro sonriente de lo negro. Por el contrario, como recurso artístico grato a los sentidos y rico en procedimientos: efectos fonéticos y onomatopéyicos, jitanjáforas, invención de palabras, ayudó a la construcción de una imagen estereotipada, apta para actuar en escenarios de entretención para la élite “blanca” (1995, p).

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Esta sirena rústica que es tan deliciosamente ingenua que en medio de semejante voluptuosidad no parece ser consciente de todos sus encantos seductores. Por ejemplo confiesa abiertamente su amor a Efraín, a sabiendas de lo vano de tal afecto, dada la distancia social que los separa. Por el contrario, su modo de llevarse la mano de Efraín a la cara, de hacer un gran espectáculo para saltar la cerca en presencia de él, todo esto revela que probablemente no es tan inocente como parece, y que su padre tiene toda la razón en vigilarla estrechamente (1986, p.28). Más allá del hábito que convierte en resignación a la inocencia y

en condena a la voluptuosidad, Isaacs reinterpreta las maneras y las formas de las escuelas estéticas de su tiempo, desarrolla una narración principal que es la metáfora evolutiva de la educación sentimental dictada a los perfiles protagónicos por parte de los subalternos, esconde las motivaciones primeras de su obra mientras subvierte la costumbre de las apropiaciones temáticas que dictaba el espíritu de su época. Isaacs cuestiona en su obra al habla del testigo y del relator que ve de acuerdo a su conveniencia, usa el ejemplo del colector de heroísmos que se alimenta en las batallas de las guerras civiles del Cauca donde se relaciona con frecuencia “un solo muerto” en el bando de los vencedores, pues la marcha apresurada de las victorias no permitía la comprensión de lo que quedaba como paisaje. El escritor caucano denuncia al altivo vencedor que se aleja sin hacer inventario sincero de las consecuencias de la confrontación: “Él no vio levantarse al cielo las humaredas de las pilas donde se quemaron los cadáveres de sus soldados negros… Dejemos dormir al Cauca el último sueño de su infancia” (Isaacs, 2008, p.47). No obstante, a pesar de esa conciencia de autor, muchos han querido ver en él a un simpatizante de la trata, lo han malinterpretado por exagerada lectura de los fragmentos donde aparece la palabra “amo”, donde se cuentan gestos reverenciales por parte de los esclavos, donde el hijo de la hacienda ha dejado enfermar su voz de la vanidad de los principales. Actúa la mala interpretación, falseada adhesión, sin diferenciar el sentir del perfil ficcional relatado de la intención de un autor informado de las infamias de los hacendados vallecaucanos.

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Hoy, tras la conciencia de la bella redacción y el mal pensamiento de los críticos conservadores, las lecturas que erradiquen los usos pragmáticos para la mentira sostenida en torno a María reclaman hegemonías, mientras los administradores de la circulación del texto, asociados a la predominancia de la versión única del mundo, le niegan espectro de divulgación a los escritos donde el caucano atenta a la maquinación de los orgullos.

Isaacs no era de fácil suspiro ante una historia que conocía desde la versión múltiple. El mismo Macgrady asocia a María tanto a lo realista como a lo romántico. Su estudio preliminar brinda posibilidades de lectura que rompen el ethos meloso que se ha querido asociar a la obra.12 El crítico explica dicha condición de la novela, ubicada en el términus entre las maneras de lo romántico y el realismo, en la conciencia del autor de las circunstancias que determinan las realidades políticas, sociales y económicas de su país.

La crítica ha aseverado repetidamente que la sociedad retratada en María es un mundo idealizado (y por lo tanto romántico, según esta teoría), en que todos los personajes son buenos y nobles. Esto dista mucho de ser cierto, tanto en lo relativo a la sociedad como conjunto y por lo que atañe a los personajes individuales. La sociedad representada en María nada tiene de ideal, puesto que admite la institución repelente de la esclavitud. Jorge Isaacs demuestra la preocupación social del movimiento realista al censurar esta enormidad antihumanista. Siguiendo la típica práctica realista, el autor no sermonea, sino que expresa sus sentimientos mediante la observación imparcial (1986, p.24). Al amparo de este tipo de lecturas, es posible intentar establecer a

María como una novela comprometida: 1) Alejada de los escapismos que las miradas centrales han querido

hacer de ella.2) Liada a la conciencia de la necesidad de sincerar el relato histórico

para alejarlo de lo hegemónico bordado de cinismos.

12 El escritor Umberto Valverde resume las lecturas del ethos meloso de María en dos frases contundentes: “María ha sido llorada, más no leída. Es como la mayoría de las mujeres: tantas veces gozadas pero casi nunca amadas”.

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3) Consciente de la urgencia de hacer justas aportaciones al acumulado de narraciones que sirven de plataforma a un incipiente proyecto de nación.

Es la intención de este ensayo, en el que haré uso de fuentes comunes, de voces que han pasado por los distintos entornos de legitimidad, sumar mi capacidad argumentativa al coro de lectores críticos que desandan la obra de Isaacs en la búsqueda que se requiere para hacerle justicia a sus valores y medidas. He de avanzar por el tema sin intenciones que obedezcan a los acervos probatorios, pues este texto no tiene verdaderas pretensiones científicas. Mi esfuerzo se inscribe en la escuela subjetivista que asegura que la responsabilidad del crítico es revivificar las obras en la particularidad de su lectura. La lectura elaborada, deconstructora, busca proponer nuevas ficciones en tanto a la interpretación de aquel universo relatado, busca lograr que la imaginación que vence a la lección construya dramas alternativos que usen a María como material de focalizaciones diferenciales. Comprender la presencia negra en la novela es el primer paso para aquella labor de ruptura argumental. Umberto Valverde fluye en un porqué que sólo se puede resolver al considerar la matrícula a los compromisos socio-regionales asumidos por el autor de María:

¿Por qué este hijo de un judío británico, oriundo de Jamaica, que vino un día a las selvas del Chocó en busca de oro, instalado en el Cauca, con una infancia tranquila, porque todavía la pobreza no amenazaba las arcas de su familia, escribe una novela donde la historia perdurable es interrumpida por cinco capítulos donde se cuentan la vida de una negra, nacida en África, que ha sido comprada por el padre del personaje para velar por la huérfana Ester o María? (Valverde, 1984, p.54). Sumatoria de voces e indicios por trazar de la presencia negra en

María que han de significar la intuición de la existencia de una apuesta ideológica asumida por Isaacs:13 el desarrollo de un correlato sobre la

13 Más allá del lugar común de la no existencia de la apuesta ideológica en la novela, sanción sustentada en el texto de Rogerio Velázquez La esclavitud en la María de Jorge Isaacs. Para purgar al etnólogo chocoano de esa culpa, vale la pena citar el ensayo Tras la huellas de la negredumbre, de Germán Patiño Ossa (Mincultura, 2010), donde el historiador nos recuerda una

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condición propia de la educación sentimental vallecaucana liada a la evocación no exclusiva de lo hispánico, asociada a la develación de las claves de engaño de nuestro relato histórico, comprometida con el desmonte de las vergüenzas que no nos ha permitido asumirnos.

Dicha educación sentimental es una construcción que establece la promisión de este territorio en el asumir con sinceridad urgente al Valle del Cauca como un espacio de lo idílico castrado, cercenado por el incumplimiento de las promesas que lo melodramático eleva ante cada uno de los personajes contados por la novela, fragmentado ante las direccionadas costumbres de los públicos lectores.

frase de Velázquez que se convierte en uno de los más bellos homenajes hechos a la novela de Isaacs: “María es un cementerio de almas que piden cuentas todavía”.

2. ÁFRICA REFERENTE, AMÉRICA PREFERENTE

Los relatos habituales de África que habitaron la segunda mitad del siglo XIX sembraron y cosecharon la enfermedad de los exotismos. Sempiterna dinámica donde la mirada del hombre blanco pretendía fundar los mundos. Esa mirada extrañada es hija de los antiguos cronistas de las distintas conquistas que bestializaban a las poblaciones para poder justificar las acciones militares sobre ellas. Mientras tanto, el registro hegemónico usaba sin cansancios a una gran colección de perfiles de la piedad que disimulaban la brutalidad de la empresa colonizadora. El mismo Isaacs es presa de la sugestión, pues se bebe entera la figura de Pedro Claver como símbolo de la buena voluntad de la institución que cosecha hombres, sin importar que en la siega haya que arrancarles cabeza y corazón.

Cita el novelista caucano a Buxton:14

No debéis olvidar entre los amigos de los negros al jesuita Claver, que al profesar se había firmado Pedro, esclavo de los negros […] encontrando en Cartagena, emporio entonces del tráfico de negros, demasiadas ocasiones de ejercitar su caridad, obligado por ese voto particular. Así que llegaba un bajel, acudía con galletas, aguardiente y otros alimentos confortantes, destruyendo entre los negros la creencia de que estaban destinados […] a teñir con sangre las velas […] por el contrario que la esclavitud podría ser para […] la libertad celestial (2008, p.37).

Conciencia futura de la condición culpable de todos los cargos de aquella “libertad celestial”, opción posfechada para ironizar, para incluir la versión negra en sus narraciones, para contar el porqué de los adjetivos que se aplicaban a la condición del negro en el marco de acción de lo legítimo en que escribe María: desgraciados, abrumados, miserables, desesperados.

Está informado el novelista romántico de la crudeza de la acción de los tratantes sobre las historias edificadas en la convulsión; ha aprendido, en textos enciclopédicos, que la mano de Europa sobre África hace uso de todos los discursos de la buena voluntad, pero en lo

14 Referencia extraída del tomo IV de la enciclopedia de Cantú.

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concreto desata todas las clasificaciones de las rebatiñas; de tal manera, es impreciso hablar de “intervención”, pues Europa no propugnó por el vínculo, desató las arremetidas. Los abordajes a sangre y fuego fueron sustentados en sanciones que niegan la condición de individuos de los hombres y de las mujeres africanas. Avanzó el conquistador viendo en las huestes del continente origen a una suerte de manadas para ser asumidas con la red y el grillete.15

Theodoreto (1987) habla de la negritud en los siguientes términos: “por la negrura se entiende la incomprensibilidad y la multitud, denotando que lo negro es símbolo de multitud y abundancia”16.

Brion Davis amplía el marco referencial de la construcción de la imagen del hombre negro, ethos de la condena que se convirtió en el regodeo sin cansancio del espectáculo sobre el tablado de las injusticias. Tras las acciones de la persecución y de la captura, los suspiros por el cumplimiento de una misión “encomendada por fuerzas divinas”. Tras la estela de muerte, la suposición de la supremacía del hombre blanco como el único incólume de culpas que no se purgan con el bautismo y con la confesión. De ahí la frialdad de las voces del registro motivadas por la historia de la captura del hombre por el hombre, sustentada en cargos elevados por circunstancias que se consideraron naturales; de ahí la placidez del hoy que se justifica de forma exclusiva en la deformación de las culpas que esconde la falta de oportunidades para demostrar congruencias con el concepto de desarrollo, impuesto como marca de hierro a los hombres y a las mujeres sometidas a la espada y al grillete de una Europa en expansión.

Víctimas todos y todas de la fábula de la condena de nacimiento, de una historia insostenible donde el acto criminal no genera la indignación de un mundo instaurado por las culturas que interpretaban el cuchillo al cuello del primogénito como un acto de amor y asumían el disparar una flecha sobre la cabeza de las generaciones futuras como un gesto honorable. Insuficientes justificaciones al color de los

15 Isaacs conoce bien esos pretextos, citándolos en su ensayo Lo que fue, es y será la raza africana en el Cauca (2009).

16 La multitud asociada metafóricamente a lo impío, en relación al constructo lógico cristiano de la carencia y la resignación. La abundancia en Colombia se convirtió en cargo constante sobre la figura del negro, bien conocidos son los textos de Luis López de Mesa sobre la exagerada alegría del mal llamado hombre de color.

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hombres en las circunstancias de lo natural que se convirtieron en los pretextos de la desconfianza, que se transformaron en la señal leída como guiño de admisión a los actos del oprobio.

Los griegos decían que cuando el carro de Faetón había acercado al sol demasiado a la tierra, el calor había ennegrecido la piel de los etíopes haciendo que la sangre aflorara rápidamente a la superficie. Onesírico insistía en que la causa no era el calor del sol, como alegaba Teodectes, sino más bien una clase distinta de agua. Ello no convenció a Estrabón, que observó que, aun cuando el sol estuviera equidistante de todas las partes de la tierra, se lo sentía por cierto más caliente en algunas regiones, y probablemente ennegreciera el color de los hombres reduciendo la cantidad de humedad en la superficie de la piel. El Corán afirmaba que el fuego del infierno ennegrece la piel. Los negros, decía el Talmud babilónico, eran los hijos de Cam que, según varias leyendas, fue maldecido con la negrura porque había castrado a su padre, o porque había mantenido relaciones sexuales en el arca, en violación del mandato divino (De Sandoval, 1987, p. 401).

Bajo esas ideas, los conquistadores no vieron en los africanos más que un recurso de explotación ligado a la filosofía violenta de la extracción. La abundancia de África hubo de ser su condena. Su cuerpo fue signado por la sanción del pecado; el continente cuna fue asumido como una meta de la regularización, mientras cada individuo venido de ese teatro de la captura se pretendía reducido en su voluntad, vencido en el ensordecedor relato de una plácida conversión a la fe católica. Al respecto, Isaacs resulta contrastante en sí mismo, pues considera la Iglesia como una institución comprometida con el abolicionismo, mientras cita a historiadores que resaltan cómo sus dogmas fueron las excusas principales para la trata:

Uno de los mayores incentivos que había para investigar las costas de África era que allí podían tomarse esclavos que vendían a gran precio en nuestros mercados. Los filósofos los suponían de raza inferior a las nuestras; los teólogos leían en la Biblia que la descendencia de Caín fue destinada a la servidumbre; los estadistas de estos esclavos eran personas destinadas al suplicio y que sus jefes preferían venderlos y Fernando el católico, aunque rodeado de personas pías y doctas, mandaba a robar moros de paz para comerciar con ellos (Isaacs, p.36).

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Actuó en efectividades aquel grillete de la sub-ponderación-conversión-liberación. Sin embargo, más allá del lugar común de la mirada sobre el desabastecimiento, pervivió la plenitud de lo diverso. La versión de lo abundante habría de ser atentada por el afán del establecimiento de la versión única, en una cadena de extinciones donde los misioneros consideraban un rescate al gesto de arrancarle a un individuo su historia.

Rescatar: concepto que se va “perfeccionando” en sus violencias, fortalecido en discusiones que se disfrazaron de filosofía o de ciencia. Liberar: parapeto del sometimiento. Las justificaciones de la captura hoy nos lucen gestos del cinismo, pero en su momento eran acuerdos casi indiscutibles por su popularidad. Emancipar: concepto impuesto a los que cayeron a los pies de la pedagogía de la crucifixión (¿Cruz y ficción?). Convertir: condensación de las renuncias que constituyen al ser embalsamado vivo con las vendas de los decálogos de comportamiento y desdibujado de tanto obligarse ante lo genérico.

En El problema de la esclavitud en la cultura occidental, Brion Davis nos informa de aquellas voces del disenso que se consolidaban cual denuncia ante las aplicaciones prácticas de la sub-ponderación de los hombres de captura:

Con el crecimiento de la trata de esclavos internacional en el último cuarto del SXVII, las teorías de la inferioridad del negro fueron adquiriendo aparente popularidad. En 1680 Morgan Godwyn observó agudamente que favorecía los intereses de los plantadores y tratantes el propagar la creencia de que los africanos no eran realmente hombres (1968, p.403).

Los beneficios de aquella perturbación de la imagen del negro eran claros. La economía del primer mundo se edificó sobre prejuicios que caminaron las líneas de ordeño, que encontraron un espacio propicio en la ignorancia sembrada por el oscurantismo.

La iglesia había dictado la carta legítima para la interpretación del mundo, dicho discurso ya se encontraba asimilado entre los imaginarios lesionados por el entrenamiento para creer. La resignación por la resignación obró desarrollando una paga simbólica a la pauperización en lo concreto de los diversos mundos representada en la diezma

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pestilente de sus poblaciones. La sensación de superioridad17 y la condición de principalía, tanto en la creación como en el desarrollo de las culturas, se sublimó cual pretexto cincelando la condena a la imperfección de lo humano. Las escatologías exacerbadas nos mantuvieron abiertos los ojos ante la obligación de un espurio inventario, que se subsanaba por la imposición de manos que se hicieron a la divinidad como si se tratase de una suerte de franquicia para ser administrada.

Brion Davis nos muestra la importancia que tuvieron las ignorancias que se disimulaban cual arraigos en la justificación de Europa incendiando el mundo:

El folklore europeo estaba poblado de hombres-monos, hombres animales y productos monstruosos de toda índole de animalidad. El carácter variado y grotesco de estas criaturas había sido magnificado por las fantasías de los primeros exploradores y cronistas. A pesar de que el europeo se veía a sí mismo como un ser semejante a Dios, su mitología había reconocido siempre una desasosegada conciencia de parentesco con los animales inferiores (1968, p.403). La metáfora animal, la que generaba seres híbridos, significaba una

condena velada a la abundancia y a la naturaleza. En la insoportable inquietud que significaba ver a la que se consideró la obra principal de la creación habitada por instintos, se desató la predisposición atávica del hombre marcando con hierro al hombre. El hervidero planetario cundió de seres sujetos a la maldición de la transformación en especies animales, de hombres recortados cual siluetas y condenados a la eternización de la vida en medio de la oscuridad, de historias reducidas en entes asociados a dietas que significaban el sacrificio de lo más preciado: la sangre y la inocencia.

Disposición de la imagen de lo admisible y de la condena que necesitó pronto al mundo como desnaturalizado escenario de las distintas filas

17 Potestad donde el dogma católico se aplica cuando se le requiere cual distintivo del afecto del creador, edificación de castración sincrética de símbolos donde las antiguas tradiciones paganas son llamadas a cuenta en condición de leyenda cada que los dominadores cosechan los apocamientos. Sucesión de eventos convertidos en collares de cuencas sostenidas por el hilo de la anécdota, repetición hasta la invisibilidad de los indicios de la combinación de las fierezas heroicas que aún se negocian por auras prístinas.

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de antorchas. Inminencia del riesgo de la condenación que sirvió para sembrar las hogueras que fungieron de ígnea inspiración a los que forjaron la sujeción. Los relatos que se constituyeron en la mímesis de los temores por la animalidad, propia del hombre blanco, fueron los detonantes principales para la predisposición de la aplicación de los rasgos excepcionales leídos para la condena.

Brion Davis resulta fundamental para comprender la consolidación de la imagen del negro desde la semilla hasta el árbol infame que con su sombra venció a la estampa memorable del baobab:

Muchos autores magnificaron las diferencias físicas o mentales entre blancos y negros y trataron de explicarlas con antiguas leyendas. Richard Jobson, que comerció a lo largo de la costa africana en 1621, rehusó comprar esclavos por razones de principios morales. Pero consideraba “el tamaño enorme del miembro viril de los negros” prueba infalible de que eran del linaje de Canaán, quien, por haber puesto al descubierto la desnudez de su padre, había recibido (según los escolásticos) una maldición en esa parte de su cuerpo. Aun cuando Peter Heylyn fuese presumiblemente un buen cristiano por cuanto era anglicano de <<alto vuelo>> y amigo del arzobispo de Laud, decía que los negros carecían “del uso de la razón que es peculiaridad del hombre”; que tenían “escaso ingenio y estaban desposeídos de todas las artes y las ciencias; que eran proclives a la lujuria y en su mayor parte idolatras”. Despedían mal olor y estaban tan enamorados del color de su piel ¡que pintaban al demonio blanco! (1968, p.402).

Los polípticos dictaron particularizar los acuerdos y generalizar las condenas. En el libro De sol a sol (1986) Jaime Arocha y Nina S. de Friedemann relatan la relación existente entre el rey Manuel de Portugal, el rey Alfonso I, soberano del Congo, y el desarrollo de la empresa negrera.18 Nos muestran los antropólogos colombianos cómo

18 Ramiro Guerra, en Calibán danzante (1998) habla de aquella figura cortesana para mostrar el triunfo de lo económico y lo religioso europeo sobre las maneras africanas, victoria sustentada en la teatralidad y la fastuosidad imitada. Guerra nos ubica ante la figura de los hijos de África que llegaron a Europa sin grilletes y adosados por telas elegantes: Al contacto con los portugueses, portadores también de los sistemas monárquicos europeos, se produjeron influencias que aumentaron el gusto africano por lo ceremonial. Esto dio lugar a coloridos episodios de rituales cortesanos entremezclados con acontecimientos históricos y curiosas incidencias, como la ya conocida del rey Manicongo y su delirante, y no menos asombrosa, corte convertida al cristianismo, al tomar el nombre cristiano de Alfonso I y bautizar su capital con el

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la conversión al cristianismo de los pueblos aseguraba el tránsito de mercancía humana en una dinámica que obedecía principalmente a la generación tributaría por parte de los nuevos empresarios de la esclavitud.

Cobra relevancia la anécdota del Ngola (Rey de Angola) Kilanji que solicita al rey portugués la conversión al dogma de Roma:

Los portugueses apoyaron a Ngola, pero con la condición de que este y los miembros de la corte y aceptaran al cristianismo, para que así un proceso de redención pudiera comenzar. Ser redimido implicaba dejar de ser pagano o salvaje y volverse cristiano. Y una manera de lograrlo era llevar una vida como esclavos en un país distinto, lejos de las tentaciones del viejo ambiente. Así, pese a que se les sometiera, obtendrían el privilegio de salvar sus almas de la condenación eterna (S. de Friedemann, Arocha,1986, p. 91).

Las cortes africanas aseguraban sus independencias y manio bra-bilidades condenando a la esclavitud a sus pueblos. Los hombres y mujeres africanos se convirtieron en “bienes muebles” en medio de una versión sofisticada de la economía medieval que se sustentaba casi de forma exclusiva en el dominio de los territorios. El arrancarle a los pueblos negros la historia fue ante todo una estrategia para fortalecer a los poderes económicos imperantes desde el Siglo IX.

En su Historia económica y social de la edad media, Henri Pirenne (1986) nos muestra las costuras de un relato que se disimuló en la impostación de la piedad:

En ese mundo rigurosamente jerárquico, el lugar más importante y el primero pertenece a la iglesia. Esta posee, a la vez que ascendiente económico, ascendiente moral. Sus innumerables dominios son tan superiores a los de la nobleza por su extensión como ella misma es superior a la nobleza por su instrucción. Además, sólo ella puede disponer, merced a las obligaciones y a las limosnas de los peregrinos, de una fortuna monetaria que le permite, en tiempo de hambre, prestar su dinero a los laicos necesitados. En fin, es una sociedad que ha

nombre de San Salvador.¿Y qué diríamos de las famosas embajadas a Europa y América, enviadas por soberanos

africanos? Una de ellas fue la de Giga Mbundi (o Bundi) que, como princesa, visitó Portugal en notable embajada enviada por su hermano, el rey Gola Mbundi en 1621 (p. 95).

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vuelto a caer en la ignorancia general, sólo ella posee aún estos dos instrumentos indispensables a toda cultura: la lectura y la escritura, y los príncipes y los reyes deben reclutar forzosamente en el clero a sus cancilleres, a sus secretarios, a sus “notarios”, en una palabra, a todo el docto personal del que les es imposible prescindir. Del SIX al XI, toda la alta administración quedó, de hecho, entre sus manos. Su espíritu predominó en ella lo mismo que en las artes. La organización de sus dominios es un modelo que en vano tratarían de imitar los dominios de la nobleza, pues sólo en la iglesia se encuentran hombres capaces de establecer polípticos, de llevar registros de cuentas, de calcular los ingresos y los egresos y, por lo tanto, de equilibrarlos. La iglesia, pues, no sólo fue la gran autoridad moral de aquel tiempo, sino también un gran poder financiero (1986, p. 17). Ante dicha circunstancia, no es más que un juego simulacro el

registro de la historia que cuenta a la Iglesia como a un aditamento de las conquistas, no es más que una balada para aletargar la versión que cuenta la obra de dicha institución como a un embate asociado a las buenas voluntades del espíritu.

Ante la discusión de la justicia o injusticia de las expansiones se anteponía la voz de Mateo: “Enseñad a todas las gentes, bautizándolas en nombre del padre, del hijo y del espíritu santo” (De Sandoval, 1987). Por eso, es consecuente expresar que una cuestión eminentemente política y militar se esconde tras discusiones teológicas.

En el caso americano, en el libro La gran perturbación, Francisco Fernández Buey (1995) nos recuerda la figura de Francisco de Vitoria para ejemplificar cómo la empresa apropiadora disponía de los hábiles diseñadores de fachadas sustentadas en la exclusiva discusión de las jurisdicciones:19

La admisión de la bondad general del mandamiento de Mateo no implica admitir la bondad de todo tipo de evangelización. De ahí que Vitoria saliera al paso de dos objeciones al uso en la España de la

19 Fachada que Isaacs parece haber creído casi en su totalidad: “La iglesia, que tan vigorosamente había combatido la esclavitud de los aborígenes de América, se opuso con la misma tenacidad a la trata de negros. Pío II, Pablo III, Gregorio XVI, Urbano VIII, Benedicto XIV y Pío VII la prohibieron absolutamente”. Declaraciones del relato hegemónico, mientras susurra lo concreto en voces y acciones que nos cuentan que el de la trata y la iglesia fue un matrimonio consumado aunque no oficial.

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época: a) que la discusión era inútil, porque discutir tal derecho sería tanto como poner en duda la cristiandad y la justicia de Fernando e Isabel y Carlos V; b) que la discusión era inútil por meramente teórica cuando en la práctica la cosa había quedado ya decidida.

Vitoria, no obstante, defiende la legitimidad de la duda sobre la forma de la evangelización. Y lo hace con razones de peso: “oímos hablar de tantos asesinatos, de tantos abusos sobre hombres inofensivos, de tantos propietarios desposeídos de sus bienes y riquezas, que hay mérito para dudar si todo ha sido hecho con justicia o con injuria” (p. 61).

La discusión se da, pero en lo práctico la cosa ya está decidida: La Iglesia ha establecido un sistema de jerarquías sobre el mundo y se ha asegurado la administración del mismo; el negocio de la fe se constituye en el imperio detrás de los imperios, siendo cuestión de efectos-afectos sus rostros píos de avanzada civilizatoria. Son los intereses económicos que se benefician de una versión única los que se juegan en la nuez de las rebatiñas. La evangelización no es más que la propaganda de un modelo económico, político y militar, pues la Iglesia busca asegurar para sí el eterno arbitrio de las riquezas.

Henry Pirenne (1986) muestra la base argumental de aquel ardid principal de la dominación.

La tierra fue dada por Dios a los hombres para ponerlos en la

posibilidad de vivir en este mundo pensando en la salvación eterna. El objeto del trabajo no es enriquecerse, sino mantenerse en la condición en que cada cual ha nacido, hasta que de esta vida mortal pase a la vida eterna. La renunciación del monje es el ideal hacia el cual debe dirigir la mirada toda la sociedad. Tratar de hacer fortuna es caer en el pecado de la avaricia. La pobreza es de origen divino y de orden providencial (1986, p. 17).

Tras aquel constructo discursivo, se escenificaron sincronizados la pauperización del individuo y el enriquecimiento de las cortes, de la jerarquía eclesiástica y de los aparatos militares. Los que no se avenían a esa lógica de la concentración parapetada en lo monumental que exigía generalizados votos de miseria, se señalaban a contra moral del mundo, siendo perseguidos, arrasados o aniquilados. Antonimia entre

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el lujo y lo escaso, entre las espaldas bañadas en sangre y las espaldas amasadas por bálsamos, entre el pie vestido de oro y el tobillo mordido por el acero.

En ese panorama de particularidades vencidas de antemano y de persecuciones signadas por la poética de la tierra arrasada, África era sospechosa de todos los cargos: 1. Múltiple en voces que negarían el imperio de la voz nominadora de

Adán. 2. Provista de riquezas que le brindarían la posibilidad de resistir en

el aislamiento. 3. Coqueta con la exageración que niega la supuesta apuesta por lo

mínimo de la Iglesia. Frente a esa conciencia, dándole a Isaacs la potestad de romper la

creída piedad del proyecto evangelizador, es posible entender la gran dimensión poética de la libertad que ante el lecho de muerte lanza a la pira todos los ternos de la obligación, al reinterpretar la no respuesta de Feliciana a la oración católica de los enfermos como un último suspiro en la resistencia.

Entré al aposento donde se hallaba Feliciana. Ya estaba Juan Ángel allí, y se admiraba que su madre no le respondiera al alabarle a Dios. El encontrar a Feliciana en tan desesperante estado no podía menos de conmoverme.

Di orden para que se aumentase el número de esclavas que le servían; hice colocarla en una pieza más cómoda, a lo que ella se había opuesto humildemente, y se mandó por el sacerdote al pueblo (Isaacs, 1986, p. 215). La mirada de Efraín es la de un incauto que ve como síntoma de la

enfermedad un gesto que obedece a la libertad de recordarse. ¿Frases leídas con premuras, opciones que les permiten a los escritores conservar la cabeza?20

Mientras lo expreso se camufla en lo piadoso, los escritores dejan su testimonio vital en lo insinuado. Fue sobre los correlatos donde el

20 Escribe Isaacs en un momento en el que Miguel Antonio Caro ha solicitado seguir el ejemplo del gobierno ecuatoriano que ha decidido darle la nacionalidad exclusivamente a los católicos. El autor de María habrá de ver justificadas gran parte de las persecuciones a su nombre en su origen Judío.

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censor, capaz de leer en los detalles, desató las persecuciones a las obras que escapaban a los límites de lo admisible dictados por las hegemonías, a los cuentos hechos con las anécdotas de los girones de los trapos que son la carne de los grandes conventos y de las sotanas que devoran las polillas mientras sus portadores se pretenden el alma y guía del destino de los pueblos.

Más allá de Isaacs, la semilla sembrada por la Iglesia no dejaría de producir ramas entre los constructores de sentido, de interpretación y de las maneras de lo ponderado para el relato que replicaron los dictámenes e imposiciones, que actuaron fortaleciendo la legitimidad de la acción de los apropiadores bien por adeptos a sus causas o bien por no informados de las mismas.

La pluma que dibujó el mundo para el suspiro y el orgullo avanzó entre la exuberancia convertida en tinieblas, donde las personas se vuelven siluetas y las historias diversas no se asumen, arando silenciamientos, cosechando índices en cruz sobre los labios salubres por el fluir de sudores y de sangres diversas. La institución de la fe convertía pieles en jirones, mientras pulía estampas con la frente en alto por la complicidad de redobles envenenados. Fichita modelar que de tanto pasar a la ligera sobre el mundo lo aceleró hasta llevarlo a la incomprensibilidad total, en un continuo de piedades tatuadas a fuego donde el acumulado de lamentos construyó un telón de fondo, un paisaje sonoro para la placidez y la ignorancia, que sirvió para musicalizar a la voz de tropa que aún se funde en una mueca impávida capturada en plomo, pues el oído del colonizador no tiene tiempo para jerigonzas.

Isaacs fue el testigo, a través de los relatos de los derrotados y sometidos, de cómo avanzó el cañón y el arcabuz, mientras los que se pretendieron dueños del mundo fundaron las historias de la picana y de la voladera,21 disimuladas en las huellas de héroes de manos filosas cantadas por épicas diseñadas para no generar el cansancio propio de la condición de público ante la anécdota de El Supremo en riesgo brillada por millares de repeticiones.

21 Palo de tortura que se le pone al ganado que ha aprendido a volarse las cercas.

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2.1. La fortaleza y el tránsito, muerte de los falseados orgullosEn medio de aquel panorama de un África devorada por los

expansionismos, Joseph Conrad no atinó en ubicar el verdadero corazón de la brutalidad apropiadora, se confundió entre la imposición del perfil del sujeto inmerso y extrañado donde el hombre blanco no resigna ni la administración de las tinieblas. Por su parte, Isaacs dispone una escena en la distancia donde las víctimas se asumen como la utilería de la bribonería; imagina el tema encontrado en el relato de los esclavos y en una fuente bibliográfica que no hace descripciones objetivas del contexto por relatar, se ubica a contracorriente en ese lugar, espacio-tiempo de lo acumulado como relato del otro, donde legar la voz no es una opción para aquel que avanza escoltado por columnas de fuego.

El caucano cuenta la tragedia africana, mientras el narrador de los expansionismos avanza y destruye; Isaacs da un lugar a las víctimas, mientras el políptico que regirá los destinos del denominado “siglo de la historia” calza la bota del inglés;22 el novelista romántico devela la brutalidad de la empresa negrera en el momento en que aquel que engorda por los frutos de la violencia vende el casi insostenible discurso de su “triste suerte”.

Isaacs entiende la brutalidad que se esconde tras reconocer a la hacienda como a una sofisticación en tierras americanas del concepto de la fortaleza. Los relatos de África con frecuencia cuentan a la fortaleza como centro, mientras los escritores encuentran el inaplazable pretexto de la aventura que habita en la inmersión que exigen los párrafos dedicados a los tránsitos. Replican, dichas obras, la poética de los gorods23 establecida por los pueblos escandinavos en el avance sobre los territorios de conquista. Expansión-herraje sustentado en el protocolo de la dominación dictado desde el norte de Europa. Pirenne nos describe a la fortaleza de la siguiente manera:

Se convirtieron para los invasores en fortalezas permanentes, desde las que extendieron su dominio y su explotación sobre los pueblos

22 En los territorios de conquista es frecuente escuchar hablar de una maleza llamada pie de inglés; casi una metáfora de lo que siembra solo, de lo que se siembra a la fuerza.

23 Llama poderosamente la atención la coincidencia fonética entre la palabra gorods y el principal nodo de dolor y memoria en la historia de la trata esclavista: la isla de gorée, en Senegal.

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poco belicosos que los rodeaban. Allí encarcelaban a los prisioneros que reducían a la esclavitud, allí almacenaban los tributos que exigían a los vencidos, así como la miel, las pieles y sobre todo a los esclavos de las que se abastecían en las selvas vírgenes (1986, p. 24).

En medio de un mundo ya instaurado, la fortaleza era la siembra de la destrucción, de la derrota más allá de lo bélico, idea del foso y del fuego que arde en la distancia, que es promesa de acceso y amenaza de prenda, que en condición móvil determinó las futuras versiones de los heroísmos.

Los expansionismos dictan con celeridad su primer paradigma: establecer para el dominio, de tal manera la lógica de los muros y los empalizados niega las posibles asociaciones con los pueblos propios de las geografías conquistadas.

Gorod: espacio para expandirse en el arbitrio de lo temido y en la edificación de los artificios de una cartilla mítica, de un dogma que devora a los relatos que guardan las claves de sustentabilidad de la apropiación humana de los recursos naturales. Ofensiva de centauros y de monstruos que escupen llamas, avanzada que verá ser a la segunda fase del sometimiento cuando las voluntades de los pueblos ya estén tan negociadas que se puedan pagar a precio de bagatela.

Isaacs relata los riesgos de las caravanas, cuenta los peligros, sin detenerse en los detalles que no posee de los recorridos entre las fortalezas. En uno de los tránsitos la circunstancia es propicia, pues Magmahú, Nay y Sinar logran escapar a la presión de los sereres; en el otro se escenifican los temores del hombre blanco: el abandono, la cobardía o la traición son la triada sempiterna de la condena de muerte:

Explicóle el misionero los medios de que se había valido para captarse el afecto de algunas tribus de los Achimis; afecto que tuvo por origen el acierto con que había curado algunos enfermos, y la circunstancia de haber sido uno de ellos la esclava favorita del rey. Los Achimis le habían dado una caravana y víveres para que se dirigiese a la costa con el único de los compañeros que sobrevivía; pero sorprendidos en el viaje por una partida enemiga, unos de sus guardianes los abandonaron y otros fueron muertos; contentándose los vencedores con dejar sin guías en el desierto a los sacerdotes, temerosos quizá de que los vencidos volviesen a la pelea (Isaacs, 1986, p. 223).

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Aquel relato desde las fortalezas, que se sustenta en el miedo al afuera, fue la voz principal de los actores de las rebatiñas: evangelizadores, mercaderes, cronistas militares. Aquella forma de representación, presente en las obras literarias y en las bitácoras de los testigos adeptos o comprometidos con las empresas colonizadoras, recibió un relevo que le vivificó por parte de las empresas periodísticas.

Ubiquemos un marco que obedece a calendas: finales del siglo XIX. Los años del auge de los relatos de Henry Mortón Stanley sobre los piratas del lago victoria. H. M. Stanley, hacia 1867, fecha de publicación de María, se ha convertido en los ojos de occidente en la guerra de los ingleses en Abisinia. Él es en gran medida el responsable de la costumbre moderna de consumir a África en textos pertenecientes al periodismo de los grandes tirajes, es un precursor de la voracidad mass-mediática sobre el continente origen, es un perpetuador de confusiones. Las apuestas estilísticas en él son claras, obedecen a un momento donde las comunicaciones se cobran por palabra, sofistican los efectos del uso de la memoria atávica y explotan la gratificación de los egos de los públicos que creen en la clasificación numérica de los mundos. Por la intencionalidad de captar la atención de los bolsillos que cuentan libras y peniques, sus crónicas de aventuras son sustentadas en la exageración del tesón del colonizador. Por eso, la sanción del rótulo es posible sobre el culpable de los mismos: H. M. Stanley es uno de los padres de la versión moderna de la llamada gran fábula24 africana. Fenómeno de lo masivo donde se habla de la madre-escena como si se

24 La historia de América también ha sido susceptible de fabulaciones, las principales tendientes a no darle visibilidad a las poblaciones que construyeron las realidades de nuestros proyectos de nación, una de ellas es la del denominado mestizaje latino, cuestión simulada donde se ha intentado acallar a los rastros y rostros provenientes de un espacio de sentido distinto a la hispanidad; al respecto, Lulú Giménez Saldivia, en su texto Esperando a los bárbaros, ficción y representación en la historia caribeña, (1991), citando al Discurso de Angostura, —donde Bolívar dice: “hasta la España misma deja de ser Europa por su sangre africana, por sus instituciones y su carácter”— nos habla en claridades: El mestizaje se ha convertido en una noción artificiosa, manipuladora de las medias verdades que nos aporta la historia y altamente segregacionista. El mito es gigantesco: siendo herederos de la grandeza de los incas y la gloría caballeresca de los hispanos, y habiendo librado, cual titanes, las enormes batallas continentales ¿qué puede asemejarnos a los descendientes de esclavos que transitan por las sudorosas calles de Georgetown? Nosotros, los latinoamericanos, también portamos sangre africana, pero, según el referido texto del Discurso de Angostura, esta nos ha sido inoculada sólo por la vía de la esclavitud, sino que la hemos recibido de los mismos colonizadores, con lo cual se enaltece nuestra africanía y se horada el abismo que ha hecho naufragar los intentos de reunir a América Latina y el Caribe en un solo cuerpo continental.

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tratase de un territorio despoblado, abandonado e inhóspito, listo para ser instaurado por el ímpetu civilizador del explorador.

La colección de voces crónicas de aquellas décadas buscaba convertir a África en la promesa abrogada por violencia, disputada por hordas, donde la tecnificación de la retaliación habría de cegar de raíz a pueblos enteros. Tras de esas fachadas de sentido, se esconden apuestas ideológicas que buscan evitarle a los imperios supervivientes a todas las épocas, a todas las versiones del mundo abrogado y por abrogar, el tener que enfrentarse a la orfandad de sus colonias; tras las mamposterías de rotativa se oculta la historicidad de los dientes de un mecanismo de expansión que lo que no tragaba lo dejaba irreconocible tras una interminable masticación.

Europa nos escupió al rostro su versión del héroe, muchos autores lo agradecieron en medio de suspiros; mientras tanto, advertencia valiente, el autor de María desarrolla a un héroe pusilánime, lo edifica como metáfora de aquellos que no son capaces de elevar la voz ante las disposiciones del padre, figura de autoridad que ha agotado las riquezas en apuestas insostenibles y cuya voluntad significa la extinción de una promesa idílica en la frugalidad.

Isaacs reconoce al “principal” asociado a la expansión, sabe del sentir de oportunidad que transmitía la promesa de la riqueza súbita o la administración de un territorio en condición de “sujeto joya”, reconoce que al héroe maquilado en las conquistas es posible desandarle los pasos en rasgos de sangre disimulados bajo monedas de oro, ve el reflejo de lo falaz del padre en el rostro del tirano que se esconde tras la máscara del sujeto astral.

El caucano desarrolla el tema de la acumulación y la promesa del retorno a casa después de asegurarse la movilidad en las escalas sociales, lo hace en el perfil mimético de un contrabandista en el Darién, especulador y negociante que significa la burla a los mercados centrales de las fortalezas de Cartagena y de Kingston:

Es fácil estimar cuán tácticamente había Sardick establecido su residencia: las comisiones de muchos negociantes; la compra de oro y el frecuente cambio que con los Cunas ribereños hacía de Carey, tagua, pieles, cacao y caucho, por sales, aguardiente, pólvora, armas y baratijas, eran, sin contar sus actividades como agricultor,

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especulaciones bastante lucrativas para tenerlo satisfecho y avivarle la esperanza de regresar rico a su país, de donde había venido miserable (Isaacs, 1986, p. 231).

El extranjero asociado a la extracción, la explotación y la trata de mano de obra esclava, se purga en los relatos que hacen del aventurero una figura admirable, donde las crónicas edulcoradas convierten el riesgo en una cuestión exclusiva del simulado perfil del hombre blanco. Claras eran las motivaciones de lo acumulado como historia, administrada desde el centro, para generar la existencia de cronistas del tenor de Stanley, pues en medio de los discursos cercanos a la aletargante noción de la modernidad la aniquilación requería de rostros admisibles, de rictus que se bordarían entre el papel que corre al amparo de lo mecanizado.

La intención de Isaacs es diametralmente opuesta a esas formas habituales, a las maneras de aquellos que hoy vemos como ulteriores relacionistas de la trata, pues muestra el vínculo del colono con el contrabando y ubica a su padre en el conocimiento de aquellas dinámicas. En su obra, la belleza de la esposa del colono no es indiscutible y el trato del extranjero a las llamadas piezas de indias recibe un adjetivo claro: Despiadado.

Isaacs no se pone al servicio de la perpetua idea de lo civil como condición libre de máculas en el cuerpo del europeo, pues comprende que dicha cuestión no es una entelequia, la asume como cosa que depende de formaciones, de caracteres, de oficios, de mundos relacionales. Desmontando el exclusivo porte de la majestad por parte de los europeos, el escritor caucano, en un cuadro que subvierte la costumbre de la imagen del cautivo cual sujeto que tiene como meta la conversión en una versión menor del captor,25 le da la opción al orgullo africano de ser escenificado antes de la derrota que se supone final.

Comprendiendo Nay que el capitán iba a embarcarse, no pudo sofocar sus sollozos y lamentos, suponiéndose que aquel hombre

25 Cuestión que obedece a una admiración casi gratuita que los personajes de Isaacs no parecen poseer.

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volvería a ver pronto las costas de África de donde le habían arrancado. Acercóse a él, le pidió de rodillas y con ademanes que no la dejara, besóle los pies, e imaginando en su dolor que podría comprenderla le dijo:

—Llévame contigo. Yo seré tu esclava; buscaremos a Sinar, y así tendrás dos esclavos en vez de uno. Tú, que eres blanco y que cruzas los mares, sabrás dónde está y podremos hallarlo… Nosotros adoramos al mismo Dios que tú, y te seremos fieles con tal que no nos separes jamás.

Debía estar bella en su doloroso frenesí. El marino la contempló en silencio: plególe los labios una sonrisa extraña que la rubia y espesa barba que acariciaba no alcanzó a velar, pasóle por la frente una sombra roja, y sus ojos dejaron ver la mansedumbre de los del chacal cuando lo acaricia la hembra. Por fin, tomándole una mano y llevándola contra el pecho, le dio a entender que si prometía amarlo partirían juntos. Nay, altiva como una reina, se puso en píe, dio la espalda al Irlandés y entró al aposento inmediato. Ahí la recibió Gabriela, quien después de indicarle temerosa que guardase silencio, le significó que había obrado bien y le prometió amarla mucho. Como después de señalarle el cielo le mostró un crucifijo, quedó asombrada al ver a Nay caer de rodillas ante él y orar sollozando cual si pidiese a Dios lo que los hombres le negaban (Isaacs, 1986, p. 232).

Isaacs se mueve más allá del homenaje a una figura servil, le reconoce las dimensiones sublimes, le orla de honores que escapan a la verticalidad de la ponderación propuesta por las maneras piramidales de los poderes en expansión.

2.2. Señoríos bajo sospechaUna de las claves centrales de la perpetuación de la dominación

era el concepto del señorío, donde las parcelas simbólicas26 —y los títulos de las mismas— obedecían al manejo de los artefactos o al conocimiento que requiere la aplicación de las técnicas. Isaacs no asocia la condición del ser a cuestiones ligadas a la raza, dispone la opción de la resistencia, mientras la obediencia ante la figura religiosa se debe más al recuerdo del amor perdido que a las promesas de amor o piedad hechas a través del cuerpo suspendido de la figura crística.

26 Espacio de conquista que se fortaleció cuando la administración del territorio en lo concreto ya estaba asegurado por el establecimiento de colonias y los acuerdos comerciales que sostenían los tráficos del siglo XIX.

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La supremacía en la condición de Nay vence al lugar común de la minoría de edad del vencido subalterno en relación con la prístina estampa del europeo.

En su texto sobre El discurso del indio metropolitano, Francisco Fernández Buey (1995) habla sobre cómo aquel ardid de la mayoría de edad de Europa va de la idea de La esclavitud por naturaleza, al absolutismo y el despotismo ilustrado; en su relectura de los textos de Francisco de Vitoria,27 nos muestra este escritor humanista la violencia de la aplicación de dicho concepto a “conveniencia” de los poderes:

Esta “conveniencia”, usada, claro está, en el marco de la discusión con la interpretación restrictiva de la teoría aristotélica de la esclavitud natural, abre el camino a una argumentación que, con el tiempo, acabaría conduciendo desde el absolutismo al despotismo ilustrado, dado que no es ya la “infidelidad” (la diferencia religiosa), ni tampoco la inferioridad mental o cultural (“la amencia”, “la idiotez” de poblaciones enteras) lo que se está aduciendo como motivo justificador de la servidumbre del súbdito, sino propiamente la (hoy diríamos: pretendida) superioridad del adulto varón sobre la infancia y las mujeres en las cosas de la gobernabilidad, orden y policía. El acento no cae ya en la imposición material, en los hechos consumados, sino en lo que se llama “conveniencia”, en lo que conviene al otro para llegar a ser, se supone, como nosotros (p. 65). La “adultez” de Europa estableció el triste signo del respeto por

la edad, la dignidad y el gobierno. Más allá de la brutalidad de los buhoneros, los tratantes y los corsarios, el señorío relatado se orlaría de los ya referidos heroísmos, mientras aprovechaba los disimulos para regodearse en el abuso sobre la mano de obra esclava.

La metrópolis institucionalizada no deja nunca de reclamar los créditos de la piedad y del afecto ganados al establecer las maneras contractuales que se confunden con libertad. La fascinación por las

27 Ha escrito el religioso en aquel momento sobre la necesidad de reinterpretar las concepciones de Aristóteles, su texto no pretende erradicar las violencias sobre los territorios de conquista, pero sí transformarlas conceptualmente. Por eso, hoy parece extraño que muchos hayan hablado de aquel escrito plagado de inquina como si se tratase de un tratado piadoso: “Lo que Aristóteles quiere enseñar es que hay quienes, por naturaleza, se hallan en la necesidad de ser gobernados y regidos por otros, de la misma manera que a los hijos, antes de llegar a la edad adulta, les conviene estar sometidos a los padres, y a la mujer estar bajo la potestad del marido”. La violencia de aquel texto hoy, venturosamente, es innegable.

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maneras, por los patrones y por los modelos dará los nuevos lustres de la invisibilidad a las cadenas. Improntación completa y puerta abierta para los condenados a lo ornamental, posibilidad que llegará solamente en el justo momento en que los explotadores estén listos para llevar la dominación hacia un nuevo estadio de su historia.

En tanto a la servidumbre, Henry Pirenne funge casi como un enciclopedista de lo sincero:

¿Qué es el señor (senior), si no el anciano cuyo poder se extiende sobre la familia que protege? Pues es inevitable que la protege. En tiempo de guerra, la defiende contra el enemigo y le abre el refugio de las murallas de su fortaleza. Además, su interés más evidente ¿no es ampararla, puesto que vive de su trabajo? La idea que suele uno formarse sobre la explotación señorial es tal vez un tanto somera. La explotación del hombre supone la voluntad de emplearlo como instrumento con el fin de que llegue al máximo de su rendimiento. La esclavitud rural de la antigüedad, la de los negros de las colonias de los siglos XVII y XVIII28 y la condición de los obreros de la gran industria durante la primera mitad del siglo XIX, proporcionan ejemplos bien conocidos de esto (1986, p. 53). Aquel rostro senior es el que se ha presentado siempre del

continente europeo, rostro cuyas condiciones de lo adusto se disimulan en las ideas somníferas de los protectorados; ante ese panorama, hoy es posible encontrar la verdadera medida de los asistencialismos y de los altruismos del viejo continente. Derroteros donde se conserva la imagen infante de las antiguas colonias, mientras la voz de los hermanos mayores no expurga sus responsabilidades en la dificultad de nuestras circunstancias.

En Tractatus de Instauranda Aethiopum Salutem, (1987), Alonso de Sandoval hace su inventario de los llamados rescates y nos presenta otro ejemplo de los justificantes retóricos que devela las simpatías y las adhesiones a las dinámicas tratantes por parte de la institucionalidad de una Europa en expansión, matrícula y omisión que desbordan

28 En territorio americano, no se puede considerar como frontera fin de la esclavitud rural al siglo XVIII, pues los casos de mano de obra esclava se repiten en constancias en los imaginarios de nuestros pueblos, aun en la fecha que este ensayo se redacta, en el año cúspide de la primera década del siglo XXI.

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continentes en la defensa de un modelo económico. Al respecto, cita Sandoval una carta del padre Luis Brandon que resulta reveladora en tanto a la administración del concepto de escrúpulo:

Pax cristi, etc. Recibí de V.R, de 12 de marzo de 1610, y tuve gran consolación con la invención que Nuestro Señor dio a la compañía para llevar esas almas al cielo, en la cual obra V.R tiene tanta parte. V.R se persuada que hace muy gran servicio a Dios y que ha de ser bien remunerado el trabajo excesivo y enfado extraordinario que ha de tener con esa gente negra. Y hablo como experimentado, porque los que estamos en este colegio tenemos mucho trabajo aun con los mismos negros ladinos: mucho más nos tiene Cristo merecido. Escríbeme V.R se holgaría saber si son bien cautivos los negros que allá van. A lo que respondo que me parece no debía tener V.R escrúpulo en esto. Porque esto es cosa que la mesa de la conciencia de Portugal nunca reprehendió, siendo hombres doctos y de buenas conciencias. Además que los obispos que estuvieron en San Thomé, Cabo Verde y en esta Loanda, siendo hombres doctos y virtuosos nunca lo reprehendieron… Y digo más, que cuando alguien podía excusar de tener escrúpulos, son los moradores de estas partes, porque como los mercaderes que llevan a estos negros los llevan con muy buena fe, muy bien pueden comprar a tales mercaderes sin escrúpulo ninguno, y ellos los pueden vender, porque es común opinión que el poseedor de la cosa con buena fe, la puede vender y se le puede comprar…” (pp. 98-99). Isaacs no elabora distractores a la brutalidad de la trata, ni se

engaña en la condición genérica de las buenas intenciones, no regala la majestad a quien detenta la administración del cabo del látigo, no niega la capacidad a aquella que adapta las medidas de su entorno carcelario al recuerdo de su lugar de origen, no se limita a ver la historia de la conversa como un cuento cargado de alegrías; por el contrario, lo asume plagado de resignaciones, en medio de una narración donde dos mundos se han obligado a aprenderse en la mutualidad de no pertenecer al contexto que les cobija.29

El efecto enunciador que significa Efraín no se limita a la bondad del amo, pues sanciona a los tratantes para, en sus gestos y expectativas, ratificar la inferioridad de los especuladores:

29 Ejercicio de la de-construcción, interesante y lleno de promesas para la creación: la posibilidad de escuchar la historia de Nay en boca de Gabriela.

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Las despedidas de los compañeros de infortunio habían ido quebrantando el corazón de la esclava, y al fin llegó el día en que se despidió del último. Ella no había sido vendida, y era tratada con menos crueldad, no tanto porque la amparase el afecto de su ama, sino porque la desventurada iba a ser madre, y su señor esperaba realizarla mejor una vez naciera el manumiso. Aquel avaro negociaba de contrabando con sangre de reyes (Isaacs, 1986, p. 233).

Mientras lo velado, lo no relatado, lo disimulado en paisajismos, le sigue dando frutos a la dominación, Isaacs susurra en potencias la decisión de la negra Nay de asesinar a su hijo antes de heredarle el lastre de la esclavitud. Gesto, inquietud y acción no escenificada, que crea la reacción de la lectura de la brutalidad en el otro; lectura-ardid que justifica la continuidad de los intervencionismos y la negación de la libertad de autodeterminación que garantiza la estabilidad a los centros de poder. “Horror de amores” que sólo requirió y seguirá requiriendo de exageradas dosis de cinismo.

Fernández Buey nos da una cucharadilla del “horror de amores” de la mano de La carta apostólica a los religiosos y religiosas de América Latina escrita por Juan Pablo II (1990):

“En el aspecto evangelizador, el descubrimiento señalaba la puesta en marcha de un despliegue misionero sin precedentes, que, partiendo de la península Ibérica, daría pronto una nueva configuración del mapa eclesial. Y en un momento en que las convulsiones religiosas en Europa provocaban luchas y visiones parciales que necesitaron de nuevas tierras para volcar en ellas la creatividad de la fe […] Era el prorrumpir vigoroso de la universalidad querida por Cristo […] La iglesia no quiere desconocer la interdependencia que hubo entre la cruz y la espada en la fase de la primera penetración misionera. Pero tampoco quiere desconocer que la expansión de la cristiandad ibérica trajo a los nuevos pueblos el don que estaba en los orígenes de Europa, la fe cristiana, con su poder de humanidad y salvación, de dignidad y fraternidad, de justicia y amor al nuevo mundo” (p.35).

Isaacs sabe cuándo un abrazo se convierte en sofoco, cuándo el afecto se expresa en la negación de las particularidades del “amado”, cuándo se convierte en cautiverio y adormecimiento, y expresa aque-lla conciencia en la tiranía de un padre que esconde tras los velos de la

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fe, la tradición y la obligación el hecho de haber malbaratado el futuro de quienes significarían el relevo en las principalías.

2.2.1. Fe y progreso, relevo brutalEl discurso de la fe y de la humanización se ve transformado por

el discurso del desarrollo. El discurso de la universalidad en Cristo se ve perfeccionado en la uniformidad que es la apuesta central de la Globalización y de la explosión tecnológica. En aquel relevo entre lo ponderado, se adivinan los nuevos sacerdocios de un mundo construido sobre la destrucción de los universos diversos, se elevan los púlpitos, atriles y cubiles de los hijos del continente rentista.

Ante aquella realidad de las verdades a medias, es posible hoy hablar de la existencia de un plan para la continuidad de la imagen de África, América Central y América del Sur. Un plan de la inversión del gesto, pero de la ratificación de la inicial apuesta ideológica. Derrotero milimétrico donde la fortaleza sigue prevaleciendo en la transformación superficial de sus maneras, al crear la idea de los territorios cerrados donde la muralla imposibilita la conexión poética entre los pueblos que comparten la condición, donde el tránsito de cuerpos no necesariamente significa el tránsito de sentido, pues el encuentro, si se da, se da en medio del desconocimiento mutuo. Tal circunstancia, replica el concepto medieval de los proteccionismos:

No viendo más allá del círculo de las murallas de la comuna, todos se imaginan que bastará para asegurar su prosperidad, cerrarla a toda intervención exterior. Su particularismo se exaspera y nunca se reveló con el exceso del concepto conforme al cual cada profesión es el dominio exclusivo de un grupo privilegiado. Lo que entienden las gentes de oficio por libertad es, en efecto, el privilegio que garantiza su situación. Según ellos, no existe otro derecho que el derecho adquirido. Para cada grupo la noción “del bien particular” sustituye a la del bien común (Pirenne, 1986, p. 151).

Competencia entre los pueblos que no posibilita el encontrarse en la común historia. Naciones y patrias cerradas al diálogo donde la sanción mutua recae en los adjetivos fáciles. Triunfa el modelo medieval en un mundo donde la asociación entre las patrias obedece a

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circunstancias geográficas y no a compartir los perfiles de la historia y los dramas de la misma.30 Adicionalmente, el imperio del oficio dicta las nuevas condiciones de las fronteras, al convertirlas en cuestión de encuentro en tanto a las certezas del saber; saber administrado desde los mismos centros que detentaron el arbitrio de las colonias.

Uno de los elementos de aquel saber central es el que se configura en el manejo de los eufemismos; efectos de la retórica paliativa, alfiles del cinismo dispuestos para el disimulo, para el escapismo, para la transformación de la relación entre los que detentan y los subalternos.

Isaacs cuenta detalladamente el proceder, las maneras envolventes que adormecen a las víctimas de la sujeción:

Mi padre allanó todo con dinero. Firmado por el norteamericano el nuevo documento de venta con todas las formalidades apetecibles, mi padre escribió a continuación una nota en él y pasó el pliego a Gabriela para que Nay la oyese leer. En esas líneas renunciaba al derecho de propiedad que pudiera tener sobre ella y su hijo.

Impuesto el yankee de lo que el inglés acababa de hacer, le dijo admirado:

—No puedo explicarme la conducta de usted. ¿Qué gana esta negra con ser libre?

—Es —le respondió mi padre— que yo no necesito una esclava sino una aya que quiera mucho a esta niña.

Y sentando a María sobre la mesa en que acababa de escribir, hizo que ella le entregase a Nay el papel, diciendo él al mismo tiempo a la esposa de Sinar estas palabras:

—Guarda bien esto. Eres libre para quedarte o ir a habitar con mi esposa y mis hijos en el bello país en que viven.

Ella recibió la carta de libertad de María, y tomando a la niña en brazos, la cubrió de besos. Asiendo después una mano de mi padre, tocóla con los labios, y la acercó llorando a los de su hijo (Isaacs, 1986, p. 235). Teatralidad hipnótica, marcación exacta que se convierte en

resignación. Isaacs, en su lectura detallada del gesto del cautivo, hace

30 Mientras se plantean las asociaciones de las patrias en la vecindad, se aplazan las uniones entre las naciones nacidas en las expansiones de Europa sobre el mundo. Unión que puede devenir en exigencias, una de ellas “La historia de las responsabilidades en las miserias del mundo”.

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relativa la dimensión de los compromisos de los esclavos con la imagen del amo, sugiere nuevas lecturas de las conversiones, muestra la burla y la resignación que habitan en los camuflajes de las resistencias de los africanos.

2.2.2. Cronismo y culpaEn el siglo XIX, en la contemporaneidad de la publicación de María,

el dispositivo de la no culpa del apropiador siguió en funcionamiento. Garantiza el ardid de la distracción su efectividad, sustentada en la descripción que se supone objetiva de nuestras poblaciones en relación con las maneras del naturalismo que relata los ciclos y los comportamientos de los reinos animales. Un ejemplo de dicho asunto se encuentra en la voz de uno de los cronistas extranjeros que recorrió el occidente de Colombia en el siglo XIX: Isaac F. Holton (1970); basta escucharlo para comprender el porqué del aplazamiento de las culpas:31

Todo el servicio doméstico constaba de dos muchachitas negras y mudas, de unos ocho o diez años de edad. No son idiotas, sino muy vivarachas y pueden oír como cualquiera, y comprenden todo lo que escuchan, pero no hablan más de una o dos silabas. Yo las observé y las estudié muy detenidamente, pues en muchos aspectos se semejan bastante a esos extraños enanos que se exhiben en los estados unidos con el nombre de “niños aztecas”, y que constituyen un remanente de una raza extinguida (p. 125).

El cronista extranjero no identifica la posibilidad de aquellas dos pequeñas como piezas de indias provenientes del contrabando de mano esclava que supervivió en el Valle del Cauca más allá de la abolición de la trata. Holton asume como limitación la circunstancia de la voz negada y entra en una descripción casi animal de sujetos que considera dignos de una exposición zoológica.

Ante aquel dispositivo de la no incriminación en un abuso sostenido, un crimen que simplemente se pasa por alto, se ven las practicidades en eso de evitarle las disculpas a las cortes, a la Iglesia y a los poderes económicos del mundo. Cuestión de coloniajes eternizados donde las geografías de conquista se instalan en las costumbres del registro y

31 Nueva Granada, veinte meses en los Andes, Isaac F Holton.

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en la ponderación de las narrativas. Logro-aspecto de la aplicación de los remedos del discurso del método, de la tradición de Cicerón y de la estética confesional de Agustín. Leemos lo impuesto como si fuera lo nuestro mientras nos respira amenazante sobre el cuello el desdibujado cuchillo de los que se nutren del resultado pragmático de seguir asegurándole nuevos peldaños a su ruta del héroe, de los que siguen librándose de las indemnizaciones por las siembras de miserias que significaron las colonizaciones, de los que cada tanto invierten un bajo porcentaje de lo acumulado para sofisticarle la fachada a las sujeciones.

En la segunda mitad del siglo XIX, la fachada admisible y memorable para el plan de la pirámide eterna disimulada por espejismos y refracciones la proveyó una prensa en manos de aventureros.32 Esa nueva etapa de la ofensiva de la dominación, que obligó la renovación del gesto, se sustentó en el disimulo de los espectáculos gráficos propios de los comics, en los paisajismos exagerados de los sobrevuelos por nuestras realidades y en la organización de safaris que venden la promesa de purgar la culpa en una maquilada condición del hombre occidental33 como posible víctima de un entorno desmesurado.

El riesgo del relator europeo ante saurios enormes, el peligro que corre el civilizador ante seres ponzoñosos, la exageración de las proporciones que sirve de trama a las empresas que se nutrieron de las conmensuras, de la abundancia y de la ignorancia, son las dominaciones disimuladas por la poética del peligro que habita a los continentes llevados al papel con el correr de tinta que obedecía a los tiempos exactos de la danza de los simulacros.

Alejándose de aquel gesto de la fabulación de los continentes, hace Isaacs una descripción que se puede leer como objetiva del ambiente productivo implementado entre las selvas del Pacífico colombiano; la borda, con sorprendente exactitud, en un párrafo de introducción a la historia americana de Nay que lejos está de ser meramente anecdótico:

32 De la misma manera como siembra confusión la prensa actual colombiana, en manos de relacionistas públicos.

33 El reclamo como deuda de los resultados de las avanzadas aniquiladoras, la indemnización por la castración de las historias y culturas, significaría un panorama nuevo en la redistribución de la riqueza. Esas culpas y deudas se disimulan en altruismos que no alcanzan para arrancar las malezas de la miseria que nos legaron.

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Explotábanse en aquel entonces muchas minas de oro en el Chocó; y si se tiene en cuenta el rudimental sistema empleado para elaborarlas, bien merecen ser calificados de considerables sus productos. Los dueños ocupaban cuadrillas de esclavos en sus trabajos. Introducíanse por el Atrato la mayor parte de las mercancías extranjeras que se consumían en el Cauca y naturalmente las destinadas a expenderse en el Chocó (Isaacs, 1986, p. 231).

Cuenta Isaacs un escenario determinado por la circulación de bienes y de divisas donde lo oculto se sustenta en la capacidad de adquisición que garantiza la economía basada en la trata esclavista. El panorama de la dominación posee claves que, en condición ya de tradición, son exactas. La trashumancia establece los vasos comunicantes entre el Cauca y el Chocó, vínculos y rutinas donde los negros que no son aptos para los reales de mina son tratados como segundas de ganado humano y terminan como piezas de pago en el cierre de los negocios entre terratenientes, marchantes, traficantes y contrabandistas.

Isaacs habla de la asociación de los colonos blancos con los Cunas ribereños, en una circulación de bienes que parece estar asociada a la cacería humana adelantada sobre los negros cimarrones y sobre las comunidades indígenas que resistían desde la profundidad de la selva.

La pregunta sobre el asociarse para el prevalecer, en medio de la inmensidad de la manigua, no se resuelve en María, pero quedan claros indicios para futuras investigaciones que tracen las maneras de los tráficos de aquellos años. Tráficos sustentados en productos de extracción, en tesoros cuyas rebatiñas se han disimulado en medio de los brillos del oro: maderas, órganos, recursos vivos, esencias, sabores, taninos; prendas todas para el lujo y para la transformación que se pagaban con polvos que fulguran al matar, licores o baratijas.

Como corresponde a todos los territorios sumidos por la noción de periferia que sirvió de plataforma a los expansionismos, en el Pacífico relatado por Isaacs el intercambio no se da en condiciones de igualdad, pues lo que parecía un universo para las transacciones comerciales fue establecido sobre la búsqueda ideológica del detrimento cultural de las comunidades amerindias, fue edificado sobre la apuesta por la uniformidad en la fe del criollo y sobre la negación de la opción de escuchar las futuras reivindicaciones que fantasmean en el relato

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de las poblaciones cautivas. Cruenta intención de la negación que se convirtió en la cotidianidad donde las particularidades del vínculo se leen desde el crisol de las vergüenzas, desde el dictamen de un discurso que apocó en la imitación las posibilidades de ser en el mundo, desde el mimetizado cuerpo de una orden que ha dejado atrás el estadio de la entrega y se ha convertido en perfil aspirado, desde la necesidad de la renuncia al origen que se instaló con la costumbre de aplicar polvos de arroz sobre las pieles cobrizas, que barajó los orgullos por lo ajeno pasando por alto el mundo de las transformaciones ontológicas que generaron las particularidades del ser afroamericano.

2.2.3. Crónica ideológica, relato del naturalismo del compromisoEl luto por las pérdidas de la acumulación de sentido aún no se

ha desatado en los años de la primera publicación de María, pues, a pesar de las expediciones botánicas, en Colombia no han ganado aún el espectro suficiente las vocaciones del vínculo34 que devienen en pulsiones propias de disciplinas como la etnobotánica, no se han establecido los derroteros sobre la nos-otredad que requieren las ciencias en ciernes que dependen de costumbres como la llamada lecturaleza. Sin embargo, el naturalismo de Isaacs no obedece exclusivamente al enamoramiento por el paisaje: en el fragmento final del segmento de los negros en el Dagua ofrece, en la calma del apagarse del viaje, una mirada propia de la mitificación del entorno en boca de Gregorio; ejemplo de avanzada belleza, en lo que respecta a la divinización-humanización de las geografías:

Los peñascos escarpados de La Víbora, Delfina con su limpio riachuelo, que brotando del corazón de las montañas parece que mezcla después tímidamente sus corrientes con las impetuosas del Dagua, y el derrumbo del Arrayán, fueron quedando a la izquierda. Allí hubo necesidad de hacer alto para conseguir una palanca, pues Laureán acababa de romper su último repuesto. Hacia una hora que un aguacero nutrido nos acompañaba, y el río empezaba a traer cintas de espumas y algunas malezas menudas.

34 Ejemplo donde la palabra belleza no busca reforzar el ethos romántico que tanto daño le ha generado a la lectura de la novela.

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—La niña está celosa —dijo Cortico cuando arrimamos a la playa. Creí que se refería a una música tristísima y como ahogada que

parecía venir de la choza vecina.—¿Qué niña es esa? —le pregunté.—Pue Pepita, mi amo.Entonces caí en la cuenta de que se refería al hermoso río de ese

nombre que se une al Dagua abajo del pueblo de Juntas.—¿Por qué está celosa?—¿No ve su mercé lo que baja?—No.—La creciente.—¿Y por qué no es Dagua el celoso? Ella es muy linda y mejor

que él.Gregorio se rió antes de responderme:—Dagua tiene mal genio. Creciente de Pepita é, porque el río no

baja amarillo (Isaacs, 1986, p. 309). Cuestión de miradas: “¿no ve su merced lo que baja?”. La relación

existente entre la advertencia y el no considerado, es una joya central de la poética isaacsiana. En los celos entre los ríos habita un posible mensaje conservacionista, un indicador de prácticas que podían desatar la furia de las aguas, un constructo mítico que resiste, un gesto sancionatorio de la deidad que no ha sido arrancada del todo de los fenómenos, una frase para ser descifrada por aquel que se interese en la conversación entre los tiempos, una advertencia no escuchada por los que han gastado sus bolígrafos en planos. Aquel sector de Juntas, al igual que el de Bendiciones, es altamente sensible a deslizamientos, los mismos que han devenido en contadas escenas trágicas35 en una dinámica de repeticiones que nos hace pensar que la voluntad vacía de voracidad por el antes y por la diversidad de voces es lo que hace que el detalle se convierta en cruenta carne de anécdotas.

Esa geografía recortada y ganada para lo relatado por Isaacs, donde “buscar la pepita” es una voz que representa a quienes sueñan con pagar las utilerías de las distintas versiones de la libertad, es un teatro

35 Una de ellas significó la desaparición del periodista del noticiero Noticinco, Jairo Muñoz, quien se encontraba en el ejercicio de sus funciones cuando fue sorprendido por un derrumbe que le cegó la vida.

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para la expresión exacta del ser natural en el Pacífico, es una tierra para la reivindicación del ser cultural identificado con las particularidades de la negredumbre colombiana en la búsqueda de distintos caminos para un escape que pervive en todos los tiempos-escenas, es una instrucción sobre lo que ha de requerir de miradas que dejen atrás la costumbre del testigo que negocia a las cartografías humanas por la comodidad de la panorámica incontenida.

La escucha de la voz del negro Cortico se da en la certeza de su condición de sujeto determinante del paisaje, en la vitalidad de su profunda mirada-lectura y en su concepto del equilibrio. La belleza de este fragmento difícilmente sería notada por aquellos que como Mario Carvajal se limitaron a decir que María es “el paisaje del Valle encarnado en su hermosura hebraica”.

La confusión se cosecha en la lectura del ethos meloso propia de las prosapias, de los perínclitos, de los hijos de la prosopopeya. Son rubicundos, por amamantados de sus señoríos, quienes balbucean nuestra historia, quienes en la anécdota del nacimiento de la obra a orillas del río Dagua sólo ven la angustia de un hombre mayor en proporciones al entorno que le tocó en suerte.

No era posible que los lectores conservadores comprendieran el alumbramiento de la novela en relación con la conciencia del ser afroamericano que Isaacs muestra en su obra, pues es clara la administración adjetiva que los intelectuales que edificaron las lecturas congeladas de María le daban al mundo:

Encaminase al “bárbaro sitio que le fijó la suerte.” Es una tierra baja, caliente y húmeda como la fiebre que prodiga. Negra cárcel roqueña, en cuya entraña corta el río su cauce a través de un siniestro laberinto de canteras llorosas. El Génesis había dejado esta garganta de piedra entre el valle y el mar36 (Carvajal, 1987, p. 87). ¿Paisaje carcelario? ¿Entorno por debajo de las condiciones del

hijo de una tradición cargada de voces mayores? Orgullos sustentados en vergüenzas disimuladas, verdaderas razones para la vergüenza camufladas en enciclopedismos y en referencialidades que son la

36 Fragmento extraído de María más allá del paraíso.

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fachada lustrosa de las avanzadas brutales. Isaacs era consciente de la genealogía que hace cuestión de mayor importancia a las estirpes que a las vivencias y sufría a aquella historicidad que replica la relación de las sangres y de los prestigios, mientras niega las posibles dimensiones de la fascinación-sugestión acumulada desde la infancia por quien aprendió en voces africanas que el entorno no es un teatro exclusivo para las figuras demoniacas.

Isaacs es una de las primeras voces de la fascinación-restitución, pues encontró en el deseo por el retorno de los esclavos las razones para vencer aquel miedo al afuera que determinó a la habitual lectura del mundo que hacían los beneficiados por la versión única.

2.2.4. Excepción-intención, cronismo de la diferencia VS. cronismo políptico

En el siglo XIX eran extraños los casos donde la mirada del extranjero logra reconocer a las poblaciones en su saber mito-poético, en sus acumulados enciclopédicos, en los acuerdos con la naturaleza nacidos en sus relatos del origen, en la capacidad de observación que se convierte en solución a los problemas humanos en tanto a la inclusión consecuente en la cadena trófica.

Brujería, fetichismo, animismo, cacería de brujas desatada por los relatos donde el mensaje de los equilibrios no escogía la opción de lo fácil. La anécdota o la apariencia mágica de las respuestas a temas asociados a la enfermedad, el accidente o la debilidad del animal humano ante la gigantea de su entorno, brindan la opción de la voz prestada a las comunidades propias de las geografías recorridas. Estos casos se convierten en felices excepciones, a pesar de existir en las poblaciones relatoras la condición subalterna de los sujetos que hace ya mucho portan la cicatriz que los identifica como presas de las dominaciones. Un ejemplo de dicho efecto llega de la mano de un J. P. Hamilton que relata su viaje del Magdalena a Bogotá; su mirada sorprendida se identifica con el reconocer la existencia de una enciclopedia otra. No obstante, el gesto atento del relator extranjero termina enfermando por el uso de los diminutivos. A los secretos americanos, los saberes técnicos específicos de quienes cuentan con una historia ancestral de adaptación a un territorio, Hamilton los viste

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con los empobrecidos trapos de las leyendas usadas como dispositivos de dominación, a las utilerías atávicas las trasviste de fetiche y hace una administración por demás sospechosa de los acumulados para la supervivencia del colono que llueven desde las manos del indio, del negro y del hijo de la criollización:37

Un caballero me envió la piel de una serpiente que medí y tenía 23 pies de largo sin la cabeza, pues por desgracia había sido decapitada por los indios. Su diámetro era considerable, pero la piel había encogido y no pude calcular las proporciones. Estaba cubierta de escamas de gran espesor, el color era carmelita terroso, mezclado con rayas negras. Esta serpiente la mataron en las llanuras de Casanare y pertenecía al tipo de la boa constrictor. Su mordedura no es venenosa, pero mata venados y otros animales retorciéndolos y a causa de su gran fuerza los aplasta hasta dejarlos muertos. No hay ningún país de Sur América donde abunden tanto las serpientes. Afortunadamente, los nativos poseen un antídoto para el veneno, el cual toman o aplican sobre la mordedura. Los criollos hacen una relación curiosa para explicar cómo se descubrió este antídoto. En la provincia de Antioquia estaba un indio trabajando en la selva, cuando le llamó la atención el combate que sostenía un pajarito llamado el halcón culebrero y una serpiente. Él observó que tan pronto era el halcón mordido por la serpiente durante la lucha, volaba inmediatamente a un arbolito llamado guaco,38 comía alguna de sus bayas y después de un corto intervalo renovaba la lucha con su enemigo y al fin lograba matar a la serpiente, la cual devoraba39 (1970, p. 73). Cuando estos dispositivos del sujeto inmerso y bajo riesgo fallan, a

los poderes centrales les queda la opción de echar mano a la expurgación

37 El conocimiento bajo el arbitrio del amerindio se encuentra bajo sospecha, al tiempo que en dominio del criollo se convierte en acervo.

38 Este recurso vegetal aparece también referenciado en María, es relatado como uno de los secretos de los bogas para supervivir a la mordedura de las serpientes. Isaacs cuenta cuáles son los elementos que componen una suerte de botiquín, similar al bálsamo de misiones, que forma parte de instrumental de a bordo en la canoa Ranchá.

39 En el libro La expedición Botánica, de Florentino Vezga (1971), la figura del indio relatado sin nombre se cambia por la de un esclavo negro llamado Pio, según el texto al servicio de Don José de Armero. El descubrimiento occidental de aquel recurso se da a nombre de la empresa de José Celestino Mutis, concretamente al naturalista Francisco Javier Matis. La historia se encuentra referida en una anécdota que cita al año de 1788, cuando Matis encuentra al negro Pio jugando con una serpiente venenosa, el negro dice haber sido él quien observó el comportamiento de la rapaz cazando culebras.

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de la culpa por la violencia infringida sobre los pueblos colonizados en la versión del discurso sin podar de Juan Jacobo Rousseau.

El discurso del Emilio que, a pesar de los orgullos “humanísticos” de la enciclopedia resuelta y no asumida, muestra toda la brutalidad de Europa en el acercamiento al otro.

El pensamiento del colonizador asumió al saber de los dominados como a una cuestión de inocencias o de casualidades donde el aprender es casi un resultado del designio divino o es el regalo de la fortuna:

[…] Errante en las selvas, sin industria, sin el don de la palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin necesidad alguna de sus semejantes como tampoco sin ningún deseo de perjudicarles, acaso hasta sin reconocerlos jamás individualmente, el hombre salvaje, sujeto a pocas pasiones y autosuficiente, sólo disponía de los sentimientos y las luces propias de este estado; que sólo sentía sus verdaderas necesidades, que miraba sólo lo que creía interés de ver y que su inteligencia no progresaba más que su vanidad… no existía ni la educación ni el progreso, las generaciones se multiplicaban inútilmente… la especie ya era vieja y el hombre seguía siendo un niño40 (Rousseau, 1760, p. 484).

Qué mejor manera de negar una historia que hablar del no registro, del no uso de la lengua, de la no existencia de técnicas, de la no conciencia del territorio, de la no consecuencia de claves sociales de legitimidad o de ponderación, de la no vivencia del sentir filial. Cuestión de la negación de la historia que se suma a la construcción del desafecto adjetivo: apocado, vanidoso, inútil, infantil, etc.

Ante aquel pensamiento aplicado a los pueblos a los que se les negó la historia, es fácil imaginar la atmósfera que hizo del hombre de las colonias un sujeto ente; reo-res propicio para la explotación y para el desarrollo en torno suyo de la idea aplicable de las especies mayores.41

40 Fragmento citado por Esteban Tollinchi en: Romanticismo y modernidad, ideas fundamentales de la cultura del Siglo XIX.

41 La idea de los corrales de negros es desarrollada con profunda maestría por Manuel Zapata Olivella, en un texto que nos lleva a comprender la relación con la esclavitud que tiene el discurso contemporáneo de los reclutamientos.

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Isaacs cuenta al esclavo desde la versión europea del cautivo al dogma, desde el ethos del sujeto que una vez converso se vuelve contra los propios, desde la versión americana donde el contrabando hace más grande el puñado de oro que se paga por una pieza de indias; pero, en un gesto propio de un autor informado, cuenta también la dominación, el ardid de la sujeción afecta y la brutalidad del sacrificio ritual desde la versión africana.

Isaacs habla en su versión de la elegía negra del acumulado ritual que considera al cautivo como a una prenda propicia para el descarte:

Vamos, Nay, a buscar suelo menos ingrato que este para mis nietos. Los más bellos y famosos jefes del Gambia, país que visité en mi juventud, se engreirán de darme asilo en sus hogares, y de preferirte a sus más bellas mujeres. Estos brazos están todavía fuertes para combatir, y poseo suficientes riquezas para ser poderoso dondequiera que un techo nos cubra… pero antes de partir es necesario que aplaquemos la cólera del Tando, ensañado contra mí por mi amor a la gloria, y que le sacrifiquemos lo más granado de nuestros esclavos; Sinar entre ellos el primero… (Isaacs, 1986, p. 219).

Refundarse que no puede confundirse con el perfil de Eneas.42 Ejercicio de memoria que cuestiona la vanidad de una Europa que pretende exclusiva la lectura lineal de la historia, referencia que hace relativa la relación euro-centrada de los conceptos de honor y de piedad, alusión del desandar en el acumulado personal que muestra la responsabilidad de los belicismos sembrados por la expansión de los poderes centrales en las trashumancias de los continentes marcados por el incendio.

África y prestigios, África e inocencias, África y culpas, continente que bebe cartas de honor distintas a las argumentadas en la gran fábula nacida del tránsito entre el políptico de la Iglesia y el políptico mercante. África e Isaacs, espacio para encontrar al ser-estar de los hijos de los territorios dominados en relación con el triunfo de las imposiciones (“…pero antes de partir es necesario que aplaquemos la cólera del Tando, ensañado contra mí por mi amor a la gloria…”) y

42 Sinar y Nay, como una versión inversa del argumento de la refundación de la patria es una opción más ante la mirada del “confun-Dido”.

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de las resistencias rituales (“y que le sacrifiquemos lo más granado de nuestros esclavos; Sinar entre ellos el primero…”). Conciencia de autor que muestra al caucano lejos de la inocencia ante las posibilidades de la representación del ser africano.

Al ubicar al padre de Nay en la potestad de administrar tanto las violencias propias como las impuestas, Isaacs se aleja de la gratuidad del enamoramiento por el otro propia de las brutales simpatías que el romanticismo cuestionó en las maneras que lo neo-clásico propuso para asumir a los sujetos, a los perfiles y a los personajes no orlados con lo prístino, no distinguidos con los honores evanescentes del relato del hombre blanco.

2.2.5. Fabulación y humanismoIsaacs se hace mayor como autor cuando se relata la representación

del otro propia de su siglo; donde, a pesar de todo el dolor generado, a pesar de los baños de sangre, más allá de la insostenible condición del ser humano cautivo como utilería de las intenciones de los poderosos, la idea de El hombre salvaje supervive con todas sus brutalidades.

En el siglo XIX, disputado por los ecos de lo caro y las diversas derrotas al racionalismo, el exotismo sigue hablando de la urgencia de la domesticación del ser africano. Este teatro es el que encontró propicio H. M. Stanley en su avanzada periodística. El cronista caminó a zancadas al continente origen, mientras brillaba su nombre con el polvo de los desabastecimientos, de la abundancia que debía contarse cual aridez. Su empresa, que procuraba dar con el rastro del conocido doctor David Livingstone, a quien en occidente consideraban perdido en el África tenebrosa, se humectó en las mieles de la bendición de la pragmática occidental que edificaba las condiciones de sus nuevas audiencias. La labor del alfil de los empresarios de las rotativas y de los linotipos fue la de elevar los lugares comunes de la aventura, la de aplicar los arquetipos de las versiones empobrecidas al diseño de las nuevas costumbres de lectura, la de darle nueva vida paliativa a los pretextos de los apropiadores, la de purgar entre especulaciones y espectáculos a las culpas ahogadas de aplazamientos.

Por su parte, Isaacs asume la apuesta ideológica de relatar al negro en distintas orillas, mientras las empresas dominantes hacían planes y

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prospectivas, anticipaban las posibilidades de sus cosechas polípticas asociadas a la movilidad de bienes y de servicios nacidas de esas lecturas en fachadas que no se molestaron en reconocer la inmensidad, la injusticia y la grosería de los desconocimientos.

En el ensayo Las mujeres negras en la historia de Colombia, Nina S. de Friedemann y Mónica Espinosa Arango (1995) nos amplían el marco de sanción en torno al tema, al ratificar los motivos económicos de aquella fabulación aplicada a África:

En el siglo XIX y con la consolidación del capitalismo, la imagen de África como un continente negro u oscuro con significado de desconocido, impenetrable y caótico, tanto en su pasado como en su presente, fue reinventada por occidente. Las figuras sagradas y los cultos de su religión se convirtieron en ídolos y fetiches; las formas de la organización social fueron inmorales y todos los sistemas de gobierno se consideraron despóticos. En esta construcción participaron conceptos biológicos y sociales. Lo que se llamó el “carácter africano” se definía mediante un código de virtudes y vicios que, a diferencia con el blanco, presentaba al negro como un adicto al odio y a la venganza, aunque susceptible al amor, el afecto y la gratitud; pero más vigoroso, menos sensible al dolor; más apto para reproducirse y desempeñar faenas fuertes (pp. 46-47).

Los resultados de esas avanzadas sobre lo imaginado son hoy evidentes. En la visión del continente negro como un estadio para las aventuras, siguen siendo más importantes los grandes mamíferos que los palimpsestos de culturas determinadas por complejos campos de relación.

No es cuestión de leyendas, es carne de la violencia de las apuestas editoriales, el contar que James Gordon Bennet, dueño del periódico New York Herald, le encargó a Stanley elaborar el relato de la aventura del rescate del misionero inglés sustentado en la lucha con “las fieras y los negros salvajes”. Idea de la fiereza y de la animalidad que se pule por relevos desde las voces heredadas del siglo XVII.

Alonso de Sandoval es otro de los aportantes a dicho ethos alimentado por los arquetipos de lo maldito donde la culpa de la expansión europea se disimula en un origen africano de la trata:

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Salen estos bijogoes de sus tierras después de haber ido su capitán a la casa de los muertos a ofrecerles en sacrificio vino y algún animal; son los muertos unas cabezas de vacas, de carneros y de otros animales llenos de mil inmundicias y muy aforradas de paño, y tan embarnizadas de la mucha sangre que les echan, que es asco verlas; también veneran diciendo ser sus muertos, a unos haces de leña muy bien atados, a quien reverencian por dioses, que huelen muy mal por causa de la mucha sangre que encima de ellos han derramado. Acabado el sacrificio se levantan muy consolados y que parece que se les ha revestido el demonio en el cuerpo, sacando dos veces antes de embarcarse (que es su juramento) agua de la mar, el capitán, con aquellas cornamentas, y bebe, con que queda obligado a pelear y cautivar a todos cuantos encontrare, aunque sean sus parientes, sus amigos o conocidos, y de sus mismas islas (1987, p. 101-102).

Los simulacros hoy se desnudan, en el uso de las utilerías de los sacrificios que reconocen a la barbarización aplicada sobre la tierra de la misma Europa. Se vence el ardid en la reiteración de las escatologías aprendidas de lo cristiano: sudor, sangre, destilación de lo pútrido. Se devela la trampa en la banalización de las deidades africanas que se ubican en el objeto, mientras se elabora la antonimia del símbolo de la cornucopia.

El lazo que asfixia al imaginario se convierte en el pretexto pragmático para quienes se anticipan a hablar del origen demoniaco de la esclavitud, mientras se aseguran de darles un origen africano a los demonios que la regentan. Además, como elemento del aplazamiento de las culpas de los servidores institucionales de la expansión de Europa, entrará en juego el discurso científico que refuerza a aquellos desprecios usados como pretextos en los polípticos de la fe. Fenotipo, genotipo, predisposición, mejoramiento sostenible, civil-edad.

El auge de las maneras científicas no se enfermó automáticamente de los condicionantes auto-justificantes del discurso institucional de la trata, ese fenómeno se dio tras un proceso que buscaba situar todas las discusiones sobre el derecho y la igualdad en un campo que podemos llamar la racialización.

En medio de aquella atmósfera, Isaacs regala al amor africano con una pieza que puede considerarse como sublime al interior de la

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historia del melodrama, al tiempo que reclama ser ponderada como un hito sin las angustias por la originalidad de la escritura romántica:43

—¡Perdónanos, señor, o mátanos a ambos!El viejo guerrero, arrojando de sí el arma temible, se dejó caer en

un diván y murmuró al ocultarse el rostro con las manos:—¡Y ella lo ama!... ¡Orsué, Orsué! Ya te han vengado.Sentada Nay sobre las rodillas de su padre, lo estrechaba en sus

brazos, y cubriéndole de besos la cana cabellera, le decía sollozante: —Tendrás dos hijos en vez de uno: aliviaremos tu vejez, y su brazo

te defenderá en los combates.Levantó Magmahú la cabeza, y haciendo ademán a Sinar para que

se acercara, le dijo con voz y semblante terribles, extendiendo hacia él su diestra:

—Esta mano dio muerte a tu padre; con ella le arranqué del pecho el corazón… y mis ojos gozaron en su agonía…

Nay selló con los suyos los labios de Magmahú, y volviéndose precipitadamente a Sinar, tendió sus lindas manos hacia él, diciéndole con amoroso acento:

—Estas curaron tus heridas, y estos ojos han llorado por ti. Sinar cayó de hinojos ante su amada y su señor, y este, después de

unos momentos, le dijo abrazando a su hija:—He aquí lo que te daré en prueba de mi amistad el día que esté

seguro de la tuya.—Juro por mis dioses y el tuyo —respondió el hijo de Orsué—

que la mía será eterna (Isaacs, 1987, p. 220). Isaacs propone el perdón de parte de un rey convertido en esclavo:

Sinar que ha dejado en la derrota su nombre, que ha visto la caducidad de su sed de venganza, que ha de ser adoptado por el seno de la familia de un guerrero, que se sumará a los caídos sin sepulcro.

Sin pretensiones por la originalidad, el americano relatando al africano dispone un espacio para la inversión-subversión, pues el asesino se convertirá en la figura paterna para aquel que le ha arrancado la historia de su pueblo, y el sacrificado se convertirá en la semilla de la versión del héroe que le propone a la dimensión sentimental del continente condenado a una eternizada minoría de edad.

43 Más allá de la condición modelar del argumento del amor entre el captor y el esclavo, o el amor entre hijos de bandos enemigos presente en Romeo y Julieta.

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Mientras el autor de María atentaba los lugares comunes de la pre-disposición a la venganza del hombre africano, en los relatos hegemónicos europeos —o en los textos del periodismo de aventura norteamericano— se replicaba la fiereza del negro como una cuestión sin discusión, como un determinante nacido en el vacío, como una marca para ser estudiada por los genetistas. Violencia = Naturaleza. Imagen casi decretada para justificar la continuidad de la trata, pues un modelo económico en crisis necesitaba de las empresas brutales que le dieran un tufillo loable a sus procederes. Es así como, en la segunda mitad del siglo XIX, sigue en desarrollo una retórica que se pretende sustentada en el ímpetu civilizatorio, al tiempo que sirve de muro de contención a los vientos abolicionistas.

Nina S. de Friedemann y Mónica Espinosa Arango (1995) muestran cómo la sustentabilidad del negocio de la trata se ubicó exclusivamente en su efectividad acumulativa y sin embargo encontró dispositivos retóricos para prevalecer:

Con el transcurso del tiempo y los sucesos económico-políticos que impulsaron el proceso antiesclavista en Europa, abundaron las discusiones sobre la evolución, igualdad y desigualdad de las variedades humanas y se concibieron los nuevos destinos sociopolíticos de las colonias europeas en África y América. En el ámbito de la revolución darwiniana, un racismo seudocientífico plagó al viejo y al nuevo mundo. En su libro Razas del hombre, Robert Knox resumió el espíritu de la época: “la raza es todo: literatura, ciencia, arte, en una palabra, la civilización depende de ella”. En tanto que Carl Gustav Carus, en Alemania, había clasificado a la humanidad dentro de una escalera donde “la gente de la noche”, África, Australia y Nueva Guinea, estaban en los peldaños inferiores, en tanto que los europeos, los árabes y los hindúes, “gente del día”, habiendo alcanzado los niveles más altos de civilización, se encontraban en el tope (p. 47). Esa era la manera que occidente tenía de acercarse a África en los

años de la publicación de María. Por eso, es justo hablar del gran valor subversivo de la versión de dicho continente elaborada por Isaacs: el caucano exhibe una condición de testigo en la distancia, tal vez

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viciada de fiebres enciclopédicas,44 que resulta preocupada por lucir sustentada en el reconocimiento de lugares, de perfiles, de culturas y de distintos espacios que niegan la uniformidad del territorio, que violentan a los apocamientos genéricos que sirvieron de pretexto para la violencia aplicada sobre las poblaciones y las historias determinadas por las distintas geografías.

2.3. La negredumbre, el exotismo y los territoriosIsaacs cuenta a América y a África como determinantes dispares,

realiza un gran esfuerzo por la captura del paisaje del negro, por la descripción de las maravillas naturales que hacen a sus prácticas y por la escenificación de las rutinas que vivifican sus temperancias. Un fragmento descriptivo de Isaacs, en su retorno a través del Dagua, vence a la tiranía de los sauces, de los samanes, de los algarrobos y de los guácimos que son captura en el orgullo de la mirada de los hacendados:

De allí para adelante las selvas de las riberas fueron ganando en majestad y galanura: los grupos de palmeras se hicieron más frecuentes: veíase la pambil de recta columna manchada de púrpura; las milpesos frondosa brindando en sus raíces el delicioso fruto; la chontadura y el gualte; distinguiéndose entre todas la naidí de flexible tallo e inquieto plumaje, por un no sé qué de coqueto y virginal que recuerda talles seductores y esquivos. Las más con sus racimos medio defendidos aún por la concha que los había abrigado, todas con penachos color de oro, parecían con sus rumores dar la bienvenida a un amigo no olvidado. Pero aún faltaban allí las bejucadas de rojos festones, las trepadoras frágiles y lindas flores, las sedosas larvas y los aterciopelados musgos de los peñascos. El naguare y el piáunde, como reyes de la selva, empinaban sus copas sobre ella para divisar algo más grandioso que el desierto: la mar lejana (1986, p. 310). Isaacs logra uno de sus cometidos al asumir la relación de las

topografías con la generación de vínculo en el sentido. La lejanía no hace que caiga en la común manera de asumir lo extraño como un mero aditamento de la narración principal. Aquel lugar para el tránsito

44 Este ensayo establece la condición falaz de la fuente única de Isaacs que la lectura conservadora ubicó en Cantú.

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está asociado a la conciencia de la existencia de los contrabandos, de los ejercicios subrepticios que hacen pensar en las relaciones de los hacendados vallecaucanos con los negocios de lo ilícito, que nos susurran la asociación de los principales con la acumulación de las riquezas que burlan a los peajes y a las dinámicas tributarias de esa joven patria donde se desenvuelve aquel melodrama de los amos.

Isaacs comprende la condición de los que han de construir en el vínculo los avatares de una promesa de nación, sabe su circunstancia de tras-terrados o de hijos, tanto en la sangre como en el símbolo, de los desarraigos; su literatura es comprometida porque reconoce la necesidad de comprender, de incluir los relatos del origen para que sean ponderados por los futuros lectores que han de vencer los riesgos de la versión única del mundo. Los lectores de la hegemonía insistieron en seguir leyendo en su novela lo que Ángel Rama (1982) denominó como internacionalismo reverente o galicismos mentales. Conceptos que actuaron convirtiendo en discusión principal en torno a la novela el tema de la originalidad; aspecto aplicado bajo la lógica modelar que terminó por devorar las posibilidades de encontrar apuestas ideológicas en las distintas literaturas nacionales.

Rama, en el primer capítulo de su libro Transculturación narrativa en América latina, resume cómo los localismos, cual apuesta política por la representatividad, fueron arrancados de las páginas por las lecturas canónicas:

La originalidad, defendida aún más fieramente que en el periodo romántico-realista del siglo XIX, quedó confinada al talento individual, al “tesoro personal” como dijo Darío, dentro de una temática cosmopolita que, sin embargo, concedía principal puesto a las peculiaridades de los “hombres de la región” más que a la “naturaleza de la región”. La acentuación individualista propia del modelo asumido al integrarse el continente sólidamente a la economía-mundo occidental, había ganado su primera batalla, pero no canceló los principios rectores que habían dado nacimiento a las literaturas nacionales cuando la emancipación (p. 14). De tal manera se maquilaron orgullos por el talento de los escritores

que resultaron mayores que la angustia que significaba el esfuerzo por intentar comprender sus ideas.

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¿Por qué se destacó más la inscripción de la novela de Isaacs a una tradición universalista que las peculiaridades que la edifican desde la auto-representación? Dichos rasgos diferenciales existen en un Isaacs que actúa sin enfrascarse en la mirada simpática de aquello que Rama denomina “el color local”. El discurso y las formas de los capítulos que incluyen al negro americano como domador de caudales son cuestión de excepción en María, valor que fue advertido en la obra tanto por Eduardo López Morales como por Salvador Bueno, voces críticas nacidas en contextos donde lo que menos importa es la pervivencia garantizada por los favores de los que recortan la historia de un proyecto de nación.

Dicho aspecto de las prestezas advertidas, de la enormidad del apto, nos lo recuerda Helcías Martán Góngora (2008) en el libro Poesía afrocolombiana:

“El habla de los bogeros ha sido captada con precisión, pero sobre todo, descuella el admirable bunde, precursor de la poesía de Pales Matos y Guillen”, escribió en el prólogo de María Eduardo López Morales, en la edición cubana, publicada por Casa de las Américas. El dúo de Laurean y Cortico (Gregorio), se conceptúa así como el acta de nacimiento de la poesía afroamericana en Colombia.

Salvador Bueno, también desde La Habana, al controvertir la falaz muletilla que caracteriza a la novela de Isaacs, como “pastiche tardío de las obras sentimentales y exóticas de Chateaubriand (Atala) y de Bernardín de Saint Pierre (Paul et Virginia), afirmaciones que son “verdaderos dislates”, expresa: las anteojeras mentales (“con antiparras yanquis o francesas”, decía Martí) ciegan a los que no quieren ver lo propio sino como imitación, remedo o parodia de lo ajeno” (1986, p. 178). La idea de la imitación de las maneras románticas le provee

una dimensión simpática a los bogas, sanción adjetiva que les extirpa las particularidades. No son estos personajes giros de la narración o dispositivos simbólicos de la antonimia que subliman el estado de ánimo del personaje principal, son el relato primero del reconocimiento de la transformación de una poética africana en el territorio de Colombia.

Cortico y Laureán no siguen las dinámicas de la pintura propia de la imitación folclórica que hace del negro una estampa para el deleite

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de las élites blancas. En el relato de Isaacs, se les concede con la gracia de la voz de lo que obedece a tradiciones; su oficio es cuestión del saber exacto y la navegación, doma de torrentes, se adosa con conocimientos que les suman prestigios míticos:

Era inútil averiguar si Laureán y Gregorio eran curanderos, pues apenas hay boga que no lo sea, y que no lleve consigo colmillos de muchas clases de víboras y contras para varias de ellas, entre las cuales figuran el guaco, los bejucos atajasangre, siempreviva, zaragosa, y otras yerbas que no nombran y conservan en colmillos de tigre y de caimán ahuecados (Isaacs, 1986, p. 302).

El recorrido por el Dagua está cargado de elementos documentales propios de un realismo extraño para las lecturas habituales de María, está adosado por las miradas del reconocimiento que inauguran la captura en papel de las temperancias de las poblaciones sometidas a tener que arroparse con las migajas de una bandera, está construido para reconocer la diversidad posible en la relación entre fascinación y oficio.

En medio de la descripción, la sinceridad de la acción y de los acuerdos por lo que ha de vestirse de disimulos ante la mirada de un principal al que no se le puede asumir desde la complicidad plena: Laureán y Cortico se asocian para dar una explicación distinta a Efraín del porqué de un alto en el camino.

Detúvose la canoa en una playa de la ribera izquierda.—¿Qué es?, pregunté a Lorenzo.—Estamos en el arenal.—¡Oopa! Un guarda, que contrabando va, gritó Cortico.—¡Alto!, contestó un hombre, que debía estar al acecho, pues dio

esa voz a pocas varas de la orilla.Los bogas soltaron a dúo una estrepitosa carcajada, y no había

puesto punto final a la suya Gregorio, cuando dijo: —¡San Pablo bendito!, que casi me pica este cristiano. Cabo

Ansermo, a busté lo va a matá un rumatismo metío entre un carrizar. ¿Quién le contó que yo subía, seño?

—Bellaco, le respondió la guarda, las brujas. A ver, ¿qué llevas?—Buque de gente.Lorenzo había encendido luz, y el cabo entró al rancho, dando de

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paso al negro contrabandista una sonora palmada en la espalda a guisa de cariño. Luego que me saludó franca y respetuosamente, se puso a examinar la guía, y mientras tanto Laureán y Gregorio, en pampanilla, sonreían asomados a la boca del camarote (Isaacs, 1986, pp. 309-310).

A pesar de las maneras de inclusión de los negros en María, tanto

en el recuerdo de África como en la historia de los hijos de América, el cargo de exotismo alrededor del escrito romántico es fácil de comprender por el peso de las lecturas de la premura; el verdadero esfuerzo está en intentar ver qué tanto se aleja Isaacs de la banalización del contexto ajeno.

Esteban Tollinchi (1989) nos brinda una definición del concepto exotismo en relación con la idea del insularismo que bien podemos usar para comprender a Isaacs:

Sucedió que el anhelo de lejanía proyectado al espacio resultó en la idealización de espacios geográficos determinados. Ese espacio habría de ser primeramente el lugar donde colocar la nueva y soñada especie, la raza sencilla, natural, hospitalaria, desinteresada, noble, pacífica, inocente; en otras palabras, la raza ideada por Rousseau y sus discípulos. Y la isla (acaso como remedo de la isla de San Pedro) resultó uno de los espacios más favorecidos por el anhelo de la lejanía. Sin duda contribuyeron a ello la misma dialéctica entre el afuera y el adentro que caracteriza la existencia insular, el carácter de asilo o refugio que se le atribuye, el eterno presente de la vida que se ha aislado de las peripecias del mundo externo (p. 301).

La idea insular en la casa de hacienda, en cuanto a un paisaje que habrá de ahogarse en un mar de caña, tiene una relación de complementariedad con el relato de Nay sobre sus espacios perdidos. La insularidad también se comparte en claves con la alegre vivencia y la triste lectura que se da en la inclusión de los negros del río, sujetos sometidos al tránsito en territorios que tendrán nuevos dueños cuando su exuberancia se venza. Los negros del Dagua se cuentan armónicamente con su contexto, mientras su relato depende de un testigo que viaja hacia la extinción del mundo que conoció como universo idílico.

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—No más bunde —dije a los negros aprovechándome de la última pausa.

—¿Le parece a su mercé mal cantao? —preguntó Gregorio, que era el más comunicativo.

—No, hombre, muy triste.—¿La juga?—¡Alabao! Si cuando me cantan bien una juga y la baila con este

negro Mariugenia… créame su mercé lo que le digo: hasta los ángele del cielo zapatean con gaina de bailala (Isaacs, 1986, p. 298).

Se da el exotismo en María (en las hablas, en los contextos, en las personalidades relatadas, en la condición catedralicia de la selva que abriga los torrentes del río Dagua) pero es un exotismo comprometido ideológicamente, pues en necesario advertir que en el relato de Isaacs no existe la pureza pretendida propia de aquel fenómeno narrativo; no se da la armonía casi beatifica de parte de los hijos del pueblo de Feliciana ni de parte de los bogas que superviven en el saber leer todos las señales de la trepidante serpiente de aguas.

En tanto al compromiso, Donald MacGrady muestra cómo la amalgama entre lo romántico y lo realista hace de María una obra renovadora. Expresa el reseñista crítico que la inclusión de la que él llama novela intercalada de Nay y Sinar responde, más que al exotismo de África, al ansia de reforma social; muestra MacGrady cómo se sinceran los perfiles para atentar a las claves habituales de lo exótico:

Sus negros no llevan una existencia ideal, como los indios de Chateaubriand. Las diferentes tribus están en constante guerra unas con otras y los vencidos y sus familias son degollados o vendidos como esclavos. Pero todavía, “a falta de enemigos que vender, los jefes vendían a sus súbditos, y muchas veces aquellos y estos a sus hijos” (XL). Dentro de las tribus existen las mismas inquietudes y envidias que entre los hombres civilizados: Magmahú pierde el favor de su rey a resultas de intrigas palaciegas.

Desde luego el cuadro presentado por Isaacs es mucho más veraz (1986, p. 42). No se molesta el escritor caucano en construir un África y a una afro-américa que generen el efecto de los falsos enamoramientos; no se limita a contar a unos sujetos de a bordo desde

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casi una perspectiva zoológica. La sanción de lo romántico por lo exótico y de lo romántico por lo romántico se rompe en otro aspecto principal de la obra de Isaacs: la relación del sujeto y el paisaje. Efraín, inmerso en el Dagua, recuerda al entorno de su infancia y a las promesas idílicas que el paisaje le ha elevado en la mocedad:

La casa paterna en medio de sus verdes colinas, sombreada por sus sauces añosos, engalanada con rosales, iluminada por los resplandores del sol al nacer, se presentaba a mi imaginación: eran los ropajes de María los que susurraban cerca de mí; la brisa del Sabaletas la que movía mis cabellos; las esencias de las flores cultivadas por María, las que aspiraba yo… Y el desierto con sus aromas, sus perfumes y susurros era cómplice de mi deliciosa ilusión (Isaacs, 1986, p. 299).

Lo romántico sólo es posible en el recuerdo del personaje que es María. Lo exótico es una perspectiva ilusoria que depende de la sugestión de aquel que está en un proceso de formación que le convertirá en testigo de las diferentes maneras en que se expresan las pulsiones de lo humano. La capacidad de enamoramiento de Efraín será la plataforma para sus futuras posiciones humanistas, para la condición de relator exigido que convierte a María en una historia de historias (muy a pesar del esfuerzo de aquellos que hacen uso de las podas para instalar un caldo de cultivo de las histerias en el correr de sus páginas).

Manuel Mejía Vallejo (1984) suma su voz al coro de los que son conscientes de la sacralización-banalización de la propuesta de Isaacs a través del pretexto del supuesto enamoramiento por el paisaje y el ejercicio constante en goteos de los censores de la originalidad:

María supera a Atala. Inclusive a Graziella de Lamartine. Pues mientras en la novela romántica francesa el paisaje es exótico, en María el paisaje constituye una vivencia personal e históricamente vigente del autor. La naturaleza en el romanticismo europeo conduce generalmente al pintoresquismo exótico, como si se tratase de un retorno a lo perdido que en un tiempo fue mejor. Isaacs recorrió a caballo todo el país, siguiendo la peligrosa ruta de caminos y trochas. Conoció los ríos crecidos y el susto de los caballos encabritados en la noche por la gracia de los riesgos. De modo que ese supuesto paisaje

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no era en realidad un paisaje, sino el escenario de una lucha real que hacía parte de un determinado proyecto de vida (p. 13).

En María existe, o se expresa, una dinámica carcelaria del paisaje, pues es el relato de aquel, de aquellos, que sigue(n) sujeto(s) al paisaje después de haber sido arrancado(s) del mismo. Este asunto hace que en la obra del caucano la prosa venza a los determinantes que sobre ella había impuesto el romanticismo, pues se rompen las clasificaciones de lo objetivo y de lo poético, mientras se remozan las ideas de correlación entre lo ontológico y lo toponímico.

En Isaacs, el argumento no vence a la operatividad cultural de la obra. La anécdota se descubre accesoria, pues la voluntad de la escritura se expresa en la construcción de la voz del verdadero autor americano sustentado en la diversidad de tradiciones, en la disparidad de orígenes, en las rebatiñas entre las distintas sugestiones, en la disputa simbólica que dicta la legitimidad de la aplicación del adjetivo sobre nuestros mundos. De tal manera, los elementos de la dispersión tonal y estructural nos sitúan ante el profundo valor coral de María y ante la enormidad de un autor al que le bordaron la más injusta de las leyendas.

Ángel Rama nos habla de la necesidad de restablecer el valor de nuestras obras; actuando en resistencia a las maneras dictadas por los colonialismos de pensamiento, nos invita al descongelamiento de nuestras lecturas:

Restablecer las obras literarias dentro de las operaciones culturales que cumplen las sociedades americanas, reconociendo sus audaces construcciones significativas y el ingente esfuerzo por manejar auténticamente los lenguajes simbólicos desarrollados por los hombres americanos, es un modo de reforzar estos vertebrales conceptos de independencia, originalidad, representatividad. Las obras literarias no están fuera de las culturas sino que las coronan y en la medida en que estas culturas son invenciones seculares y multitudinarias hacen del escritor un productor que trabaja con las obras de innumerables hombres. Un compilador, hubiera dicho Roa Bastos. El genial tejedor, en el vasto taller histórico de la sociedad americana (1982, p. 19).

El recuerdo del pensamiento de Rama nos deja de frente a la

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quimera de estepas que es el monstruo de los acumulados hecho de las lecturas que fundieron en cristal nuestras miradas.

En el texto El caballero de las lágrimas, escrito por Luis Carlos Velasco Madriñán, encontramos la lectura habitual de la relación de la obra de Isaacs con el paisaje: la sensación en lo evocado, la sanción en lo vivido. Inocencia en la mirada crítica que se convierte en la inocencia eternizada entre las catervas de los desentendidos y de los eternos vergonzantes.

A pesar de los cautiverios aplicados a la obra de Isaacs, más allá de los empobrecimientos de los polípticos replicados por nuevas dominaciones, en el poema “Oración” hay elementos de más para considerar la conciencia del autor de la tristeza de aquel que ha recibido un paisaje por cárcel. Hoy es importante considerar ese sentir del autor-enunciador-perfil mimético como a una operación cultural generativa pervertida por los lectores de pies ligeros:

Gratas memorias del hogar paternoQue acaricia mi mente enamorada,Voluptuosas canciones de proscrito,Fragantes con las flores de mi patria.Venid conmigo a la colina tristePor arreboles pálidos bronceadaY escuchareis el canto lastimeroQue inspira la oración del extranjero (Isaacs, 2006, p. 30).

Conciencia en el autor de la captura y el sentir del descentrado que es obligado a un contexto. Suma de materiales que permite comprender la psiquis de un perfil actante que gana dimensiones para vencer a la lectura simple de la anécdota que le circunda.

Sea porque solamente Sinar podía entenderle, o porque gustase este del trato del Europeo, daban juntos diariamente largos paseos, de los cuales notó Nay que su amante regresaba preocupado y melancólico. Supúsose ella que las noticias que daba a Sinar de su país el extranjero debían de ser tristes; pero más tarde creyó acertar mejor la causa de aquella melancolía, imaginando que los recuerdos de la patria, avivados por la relación del sacerdote, hacían desear nuevamente al hijo de Orsué el verse en su suelo natal (Isaacs, 1986, p. 223).

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Conciencia de un sentir que se da por interpuesta persona. Sentir que habrá de significar la sempiterna motivación del personaje. Feliciana es una proscrita al entorno, que sigue viviendo en su mente enamorada, en el recuerdo de la corte paterna, en el suspiro por su paisaje. Nay es aquella que muere en condición de extranjera, es el lamento por la restitución de eso que los tráficos convirtieron en imposible, es la matriz de las formas de expresarse sentimentalmente con las que Efraín está dotado, es la madre en el símbolo de María.

Para entender el último aspecto, hay que desenmarañar un elemento asociado a los cautiverios: el cabello. Remontémonos al instante de la captura de Nay que se da en medio de la celebración por el bautizo y las nupcias cristianas de los hijos de las cortes africanas:

Los convidados apuraban con exceso caros y enervantes licores; y todos habían ido rindiéndose lentamente al sueño. Sinar, huyendo de la algazara de la fiesta descansaba en un lecho de sus habitaciones mientras Nay le refrescaba la frente con un abanico de plumas perfumadas.

De improviso se oyeron en el bosque vecino algunas detonaciones de fusiles seguidas de otras y otras que se acercaban a la morada de Magmahú (Isaacs, 1986, p. 221).

Alonso de Sandoval relata a la celebración como a la condena de los africanos apostados en las orillas de los ríos. Se vencen los aletargados ante la exactitud de un protocolo de captura; así, pues, la conformación de las armazones y la embriaguez de los pueblos es una yunta asumida por Isaacs lejos de la gratuidad anecdótica.

El agua bautismal ha pretendido lavar las angustias africanas, el rito recóndito venció a las defensas, el denominado rescate ya se encuentra en marcha tras la sombra de una sotana:

Se embarcan [los captores africanos] en canoas al modo de las que navegan por el río de Magdalena, pero tan grandes, que caben en cada una hasta cincuenta negros, esforzados guerreros, con su capitán y su piloto, todos bogando con tanta furia, que la llevan volando por los esteros y los ríos la tierra adentro, hasta emboscarse donde oyen bailes de negros, principalmente biafaras, cuyos reinos tienen destruidos, que en ellos más que en otras naciones se extreman; acércanse a ellos

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de noche y al cuarto del alba, cuando cansados de bailar se quedan dormidos, dan sobre ellos, y los cogen y amarran y llevan a sus tierras, adonde de ordinario hay pataches y fragatas de rescate con portugueses a quienes los venden, habiendo primero sacrificado a sus dioses parte del cabello que de la barba (algunos tienen) y cabeza han cortado a los cautivos (Isaacs, 2008, p. 102).

El cabello como elemento ligado al aprecio, el honor y la captura, forma parte de las cosmovisiones y de las prácticas rituales africanas; como símbolo del sacrificio, es escenificado en tierras americanas por una que nace en la instrucción de la educación sentimental de la cautiva: María. Por legación del acto significado más allá del gesto y del verbo, la judía conversa violenta la negación a la corporalidad del sentir antes del rito nupcial dictado por el dogma cristiano.

Uno de los fragmentos más emotivos de María es aquel que sitúa a Efraín en condición de tras-terrado; en ese segmento acompañamos al principal en la lectura de una carta de su amada donde la sacrificada, ante la ambición del padre, lega para la memoria sus más preciadas prendas.

Si vienes… sí vendrás, porque yo tendré fuerzas para resistir hasta que te vea; si vienes hallarás solamente una sombra de tu María; pero esa sombra necesita abrazarte antes de desaparecer. Si no te espero, si una fuerza más poderosa que mi voluntad me arrastra sin que tú me animes, sin que cierres mis ojos, a Emma le dejaré para que te lo guarde, todo lo que yo sé te será amable: las trenzas de mis cabellos, el guardapelo en donde están los tuyos y los de mi madre, la sortija que pusiste en mi mano en vísperas de irte, y todas tus cartas (Isaacs, 1986, p. 297).

María también es presa de los cautiverios. La distancia es la hoguera que devora ilusiones y proyecta los espejismos de las correctas maneras. La ruina de la hacienda le ha arrancado la promisión a su historia. Sólo le queda la entrega donde el cuerpo físico resiste a las esperas que le corresponden al cuerpo espíritu. La entrega del cabello es el acto escudo y símbolo de las vitalidades que no corren el riesgo de dejar de ser ante el arbitrio de las cartas de vanidades que nos impusieron. Tejido que vence a la muerte, crecer que no amaina

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mientras la frescura se convierte en cuestión de esencias. Cabello y uñas. La mano muta en garra y la cabeza de la mujer se dibuja como nacimiento de la sierpe. Versión vampírica de una caribeña renacida en la africanía y doblegada por la gélida axiología de los señoríos de un Valle colgado de los Andes. Semilla gótica en lo tropical donde la ruina sólo será la ruina cuando se establezca la costumbre de la ostentación que disimula al vacío. Cabello llave del sepulcro. Escape imposible pues el espíritu de María será confinado en las mazmorras del pastillaje meloso.

El mundo de los prestigios y de las purezas pretendidas, heredadas por Europa como espacio-tiempo de la identidad, posee distintas clasificaciones del vestido para los cautivos. Los representados por Feliciana son testigos de la hoguera que devora a sus mundos. Los que encuentran en Efraín y María sus símbolos caminan hacia la pira de las vanidades del suyo. Los cercenados de la promisión son lanzados a una olla donde no se cansan de hervir las resignaciones. Las víctimas de los susurros de inocencia buscan refugio en el milimétrico vientre de los camafeos. Los eliminados por los caprichos del poder nos siguen tributando con testimonios que escapan a las fronteras de la fosa. Cabellos y uñas para vestir y para aferrarse a lo no asumido. Costumbres y prácticas donde se organizan las ponderaciones que la mirada patricia ha imposibilitado. Gesto significado que seduce a los que mamaron de otras maquinaciones: “Es sugestivo imaginar a los referidos cabellos de la madre de María como los cabellos de Feliciana”.

2.4. Nay y María, la maternidad de la escuchaLa correlación Nay-María es tan significativa como la que se

establece entre Feliciana-Efraín. Los personajes son el relevo entre generaciones de la no completitud, son los vencidos por todas las clasificaciones de la enfermedad, son las víctimas del vientre frío del monstruo que representa la casa de hacienda, son la condensación de intrincados campos relacionales.

¿Es la voz de Nay la escenificación de la relación ayas-Isaacs? Pregunta difícil de responder, campo para argumentar minado por los escasos desarrollos biográficos fiables en torno de las negras

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esclavas al servicio de la familia del escritor caucano.45 ¿Es la voz de Efraín la sinceridad desmesurada de la noción de Isaacs de las glorias y vergüenzas de las poblaciones cautivas? Respuesta dada en lo afirmativo por las gracias de la premura. Costumbre por lo absoluto que se puede destruir con la búsqueda de nuevos recortes a las advertencias que significa el autor: el reconocimiento de las periferias, la develación de las cadenas compartidas por los aplastados por el pie de la hacienda y por los que respiran la fresca del amparo de sus techos a tres aguas, las peligrosas condiciones del dictamen apropiador ubicado de espaldas a la noción del equilibrio, el ardid que hizo de los desprecios una cartilla de “controlados afectos”, la enormidad de la tiranía adjetiva.

No obstante la voz legada se expresa (en su fragmento del tránsito por el río Dagua), es trazable la tiranía adjetiva sobre la oralidad de la negredumbre administrada por Efraín en su concepto de encanto o de desencanto. Es evidente el velado desprecio epistémico en la escenificación de la desigualdad que es la arquitecta de las pirámides pensadas para ser replicadas sobre todas las geografías.

María no está libre de lo que podemos denominar la confusión adjetiva, expresión del ser-estar que es uno de los síntomas frecuentes de un mal que disimula su poder genérico en el pretenderse endemia (cuestión propia que se expresa en mil amores violentos): las distancias entre las principalías y las periferias.

Sobre las aguas del río Dagua, el negro canta alegremente la suma de sus tristezas, mientras el hijo de la hacienda se dirige en medio de las tristezas propias del vacío de esperanzas hacia un universo que conserva sus fachadas alegres muy a pesar de haber sufrido la extinción de los pretextos idílicos. Dolor-rutina, retorno-resignación, antonimia de portes, semblantes y sentires, juego de correlaciones donde no se limita el autor a los sentimentalismos, pues su voz asume voluntades descriptivas provistas de una objetividad innegable:

45 En la relación de bienes asumida por Velasco Madriñán (1987) en El Caballero de las lágrimas encontramos un documento donde se habla de la propiedad de la negra Estéfana, a quien Efraín ubica en el servicio de la casa paterna en el momento de su retorno de Bogotá al Cauca.

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Pronto estuvo mi hamaca colgada. Acostado en ella veía los montes distantes no hollados aún, que iluminaba la última luz amarilla de la tarde, y en las ondas de Dagua pasar atornasoladas de azul, verde y oro. Bibiano, estimulado por mi franqueza y cariño, sentado cerca de mí, tejía crezneja para sombreros, fumando en su congola, conversándome de los viajes de su mocedad, de la difunta (su mujer), de la manera de hacer la pesca en corrales y de sus achaques. Había sido esclavo hasta los treinta años en la mina de Iró, y a esa edad consiguió a fuerza de penosos trabajos y de economías, comprar su libertad y la de su mujer, que había sobrevivido poco tiempo a su establecimiento en el Dagua (Isaacs, 1986, p. 305).

Paisaje humano y voluntad de escucha que se expresan en la franqueza, el cariño y la proximia. Afecto efecto del desafecto. Más allá de las filigranas que la imaginación de un lector informado pueden dibujar sobre las aguas de un río en el Pacífico, es posible establecer múltiples valores a la estación de Bibiano, ponderaciones que se alejan de la discusión probatoria si se asume al negro liberto como a un fundador de dominios: su espacio es un lugar para el encuentro, la expresión del ser afroamericano y la construcción de un sentir propio del crecer en musicalidades.

Bibiano es el padre fundador de una familia extensa, es un regente que escapa a las maneras cortesanas impuestas por los europeos, pero que replica la imagen pauperizada de aquel que detenta la autoridad; es el liberto primero, el mayor que determina las relaciones, es el espacio de encuentro entre generaciones.

Resulta estimulante imaginar a la estación en el río Dagua como a uno de aquellos sitios que Fernando Ortiz denomina como los cabildos afroamericanos. Aquel concepto es retomado por Ramiro Guerra (1998) en el libro Calibán danzante:

Reunión de negros y negras bozales en casas destinadas al efecto los días festivos, en que tocan sus atabales o tambores y demás instrumentos nacionales, cantan y bailan en confusión y desorden con un ruido infernal y eterno, sin intermisión. Reúnen fondos y forman una especie de sociedad de pura diversión y socorro, con su caja, Capataz, Mayordomo, Rey y Reina… (p. 96).

El centro de aquel universo ha dejado de ser arbitrio del hombre

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blanco; en la profundidad de las selvas se fortalece la cultura de los llamados rioseños, las jerarquías escapan a las imposiciones de lo prestigiado por las fuerzas colonizadoras, los reales de minas son un mal recuerdo en un río que necesita otros conocimientos en lo concreto para la supervivencia, ha actuado lo que Ramiro Guerra ha dado a llamar “mutualidad benéfica”.

La figura del rey de los cabildos, que explica el autor de El Calibán danzante, se ratifica en Bibiano por un elemento de uso, por un distintivo que habla del contacto entre los negros y los indígenas: el bastón. El mando y la ascendencia habitan a ese que es más que un aditamento, dándonos la posibilidad de toparnos con un jaibaná negro y con un monarca de tierras donde lo lustroso va de la mano de la exuberancia megadiversa:

Bibiano, padre de la núbil negra, que era un boga de poco más de cincuenta años, inutilizado por el reumatismo, resultado del oficio, salió a recibirme, el sombrero en la mano, y apoyándose en un grueso bastón de chonta: vestía calzones de bayeta amarilla y camisa de listado azul, cuyas faldas llevaba por fuera (p. 304).

El bastón es mucho más que el soporte para un lisiado, pues Bi-biano posee condición astral en aquel universo del Dagua. Llama la atención que el bastón sea de chonta, pues ese recurso forestal es fun-damental en el mito de la creación del hombre de las culturas indí-genas del Pacífico. La figura de Bibiano es generativa, su presencia garantiza la abundancia en el contexto, bien sea leído como jaibaná negro, como benkuum o como rey de cabildo afroamericano. Ramiro Guerra describe a aquellos reyes de los cabildos afroamericanos: “El Rey se ataviaba de casaca y pantalones, sombreros de dos puntas y alto bastón borlado” (p. 304).

Además, le completa en valores al explicar sus funciones administrativas del entorno:

El carácter jerárquico dentro de los cabildos fue otra de sus características. Solían estar regidos por un rey, generalmente “el más anciano… magnate esclavizado, cuando no el mismo jefe de la tribu…” quien también era designado con el nombre de Capataz o Capitán. Este rey “disfrutaba de considerable poder dentro del corto

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radio de acción que le dejaba libre el poder social de los blancos. Durante el año era el custodio de los fondos de la sociedad y el que imponía multas a sus súbditos” (p. 98).

Bibiano es viudo, pero, como posible administrador de un cabildo de negros,46 no es carente de reina. Figura que Guerra explica, citando a Fernando Ortiz: “Existía también una reina ‘que sentada en su alto trono y acompañada de sus oficiales, presencia y preside el baile…’”. En María la reina del cabildo afro es la verdadera anfitriona del tambo palafito, su nombre: Rufina. Los negros del río reverencialmente la llaman: Ña’ Rufina. En su figura se pueden ver accesorios que muestran a los negros en el vínculo con los indígenas; en la frugalidad de su descripción queda viva la inquietud sobre los distintivos que usa: ¿son estos la transformación de los Chirchir y de los Pajudée que utilizan las mujeres Wounaan?

Rufina, señalándome el camino, subió con admirable destreza la escalera formada de un solo tronco de guayacán con muescas, y aun me ofreció la mano entre risueña y respetuosa cuando ya iba a pisar el pavimento de la choza, hecho de tablas de pambil, negras y brillantes por el uso. Ella, con trenzas de pasa esmeradamente atadas a la parte posterior de la cabeza, que no carecía de cierto garbo natural, follao de poncho azul y camisa blanca, todo muy limpio, candongas de higas azules y gargantilla de lo mismo aumentada con escuditos y cabalongas, me pareció graciosamente original, después de haber dejado por tanto tiempo de ver mujeres de esa especie; y lo dejativo de su voz, cuya gracia consiste en gentes de la raza, en elevar el tono en la sílaba acentuada de la palabra final de cada frase… (Isaacs, 1986, p. 304). ¿A qué se refiere con la expresión “mujeres de esa especie”?

¿Identifica un elemento de prestigio y de distinción en el uso de las maneras del habla de parte de la posible reina ribereña? ¿Los adjetivos colgados al talle y a la sonrisa son asumidos como indicios de una posición en las jerarquías americanas de los hijos de África? Preguntas

46 Si bien el concepto es cubano no es descabellado aplicarlo en el Pacífico colombiano, pues, como lo demuestra Alfonso Múnera, este territorio se nutrió, por el tráfico a través del Chocó, de presencia africana proveniente de dichas latitudes.

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que no se resumen en expresar que es claro que Isaacs va más allá de la maquila de las simpatías por un entorno que se recorre con los sentidos agudizados por la angustia y por el dolor.

Isaacs permite ver que el americano ha hallado un verdadero espacio para su intimidad. La distancia y el desencanto han encontrado maneras nuevas de expresarse, formas basadas en los orgullos del resistir. El novelista caucano ha captado lo relativa que es la tristeza, lo relativa que es la alegría, a orillas del río Dagua. Ha exigido a la voluntad para recortar de los telones de fondo a las maneras diferenciales de lo abundante y se ha topado con una versión nueva de la ostentación en la profundidad del sentirse, del reconocerse, del ser en el Pacífico que se auto-relata en María.

No obstante, las lecturas habituales han querido encontrar las claves de ese descentramiento, de aquel escape, en la derrota de quien regresa hacia sus imposibles. Aquella sensación de vencimiento se expresa de otra manera en María y en la totalidad de la obra de Isaacs. La relación entre la distancia y el desencanto sí es un tema abordado desde lo romántico por parte del caucano, pero asumido lejos de la simple mirada enamorada sobre el paisaje.

Basado en “Oración”, esa circunstancia la intenta explicar Velasco Madriñán (1987) de la siguiente manera:

Pálidamente en estas líneas habéis podido daros cuenta del panorama y sus maravillas, como también del agente subjetivo que incita con vehemencia la inspiración elégica de Isaacs. La luz de los cuadros es impresionante por las expresiones brillantísimas y vivas de una naturaleza que no es sólo poseedora de fuentes inagotables de belleza, sino que revela con realidades patéticas, la alegría de producir el mismo rendimiento estipulado en la parábola de la bendición (p. 30).

La idea de asumir a las descripciones románticas en relación con cuadros o con frescos es frecuente; por eso es posible establecer la condición particular de la obra de Isaacs en la urgencia de escapar a las formas que concitaron las llamadas estampas del bienestar. En María, el paisaje posee manejo de personaje, pues cuenta con una temperancia que refleja los estados de ánimo o las circunstancias

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de los perfiles principales, es el gran dador de indicios y de auxilios caracterizado por Vladimir Propp en sus morfologías, es el cuerpo habitado por deidades que nos dicta la inutilidad de las genealogías. (Efraín registra, pero el contexto anticipa).

Germán Patiño Ossa (2010), en su ensayo de presentación de la obra de Rogerio Velázquez47, titulado Tras las huellas de la negredumbre, habla de la consideración del paisaje como un actor más. Patiño nos deja, en su referencia al sociólogo chocoano, la posibilidad de trazar aquel gesto de lectura de la significación del entorno en medio de la historia del pensamiento que influye a nuestros bordadores de letras, a los autores que vencieron la imposición de replicar frescos y cuadros de costumbres.

Prácticamente todos sus estudios históricos, y aún los etnográficos, resaltan el medio natural como un actor más, sin el cual no se podría comprender a cabalidad el alcance de los acontecimientos que se narran. Desde luego esto inserta su historiografía en una corriente renovadora de los estudios históricos que tuvo antecedentes tanto en Francia como en Brasil. La escuela francesa de los Annales, de la que Emmanuel Le Roy Ladurie ofició como vocero, junto a Marc Bloch y Fernand Braudel, se caracterizó precisamente por una fuerte ligazón de geografía e historia, cuyas temporalidades se entrecruzaban y se volvían mutuamente interdependientes. Ni las acciones humanas pueden ser explicadas al margen del territorio en que se habita, ni el territorio mismo puede ser comprendido al margen de la actividad humana (Patiño, 2010, p.7).

Los africanos hacen de su territorio una cuestión imaginaria, lo transmiten a las fascinaciones-sugestiones americanas, eso es lo que hace posible a María. Es el gran secreto de la africanía que invade los corazones que renuncian a las falseadas promesas de lo núbil. Es el reflejo eternizado del rostro de una princesa africana sobre todos los portes de lo que fluye. Nay es la libertad expresa ante el condicionante de la geografía cercenada, lo es en el recuerdo, lo es en el plasmar una relación ritual con el entorno, lo es en su eterna principalía mental, lo

47 Gracias a este escritor chocoano se fundan nuevas tendencias en la lectura de María, aproximaciones que rompen las maneras hegemónicas de interpretación que hicieron de la novela una cuestión de orgullos cimentados a la ligera.

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es en la supremacía de su corazón donde pervive la divinidad contenida en los fenómenos, en los elementos, en el paisaje, en los tránsitos, en los gestos de afecto que no necesitaron de la piedad cristiana para ser.

Laureán y Cortico, Bibiano y su hija, son la libertad desde las claves de la adaptación que funda oficios. El gesto africano es libre en el territorio americano; la silueta africana es, más allá de la calificación de sujeto propia del hombre blanco; el honor africano es, en la reverencia a los mayores de la negredumbre que se da ante Bibiano como administrador de su mundo; la solemnidad africana es en la muerte de Feliciana, es en un cortejo donde a la cautiva se le reconoce como motor moral de un mundo que resiste.

Los personajes negros de María, sus historias, nos permiten ver que el romanticismo por el romanticismo estuvo más en la voluntad de la lectura que entre las páginas de la obra de Isaacs. El romántico caucano se adelanta a las tendencias que en el siglo XX habrán de instaurar los estudios sociales con pretensiones científicas. Pretendiendo la literatura, hace historia de la apropiación de un territorio. Edificando la enormidad de lo central, llama a cuenta la mirada para las periferias. Contando los débiles contornos de la fortaleza que significa la casa de hacienda, nos instala en la vitalidad de los tránsitos. La descripción entre el espacio privado y el balcón que da a los tránsitos es muy valiosa en ese sentido. La objetividad de Isaacs al ubicar un palafito entre dos aguas es, sin duda, poderosa.

Componíase la casa, como era una de las mejores del río, de un comedor, del cual, en cierta manera, formaba continuación la sala, pues las paredes de palma de esta, en dos de sus lados, apenas se levantaban a vara y media del suelo, presentando así la vista del Dagua por una parte y la del dormido y sombrío San Cipriano por la otra: a la sala seguía una alcoba, de la que salía a la cocina, cuya hornilla estaba formada por un gran cajón de tablas de palma rellenado con tierra, sobre el cual descansaban las tulpas y el aparato para hacer el fufú (Isaacs, 1986, p. 304). Velasco cita al paisaje en María en la descripción que obedece a

la vivencia,48 pero advierte la no sincronía de lo recordado y de lo

48 Cita de María: “Las verdes pampas y selvas del Valle del Cauca, se veían como a través

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temido con la versión enamorada de la descripción que se consideró propia de lo romántico: “Al parecer hay una disonancia entre el espíritu meditativo y el espectáculo de las tierras del sol y de luna, de luz y de sombras estelares” (1987, p. 30).

Nay, Laureán y Cortico, Bibiano y Rufina no son meros elementos del paisaje, son importantes determinantes en la lectura que del mismo hace Efraín. La presencia negra es la opción de romper el empobrecimiento paisajístico en que quiso sumir a la obra la crítica del escapismo; la misma que, en la magnificencia del contexto traducido a palabras, intentó ignorar la geografía humana contada por Isaacs.

Feliciana no responde a la idea de la fidelidad del servil, sino a la derrota de quien ha sido reducido a la vida en su recuerdo. Justa y castrada, lejos está de ser idealizada, no es una figura para la simpatía, es un perfil para poetizar al ser ante las miradas que pueden hacer inventarios entre la historia de la brutalidad. Los negros del río obedecen a las descripciones exactas de la condición humana como una construcción derivada del conocer-reconocer a los contextos de origen, de anclaje y de pervivencia. La idea del propio y el extraño, de la urgencia de la asociación entre sujetos, de la urgencia de los contactos entre las distintas maneras de ser, tiene en María una obra fundacional, cumbre y capital. En esta novela, la idealización del entorno sólo se expresa en la condición casi infante de la figura amada.

Velasco nos recuerda la escena de la familia de Efraín entonando un canto que la muestra en condición de presa de la versión europea de un contexto aún no reconocido como propio en sus particularidades, potenciadas por los secretos para ser descifrados, asumidos, replicados y beneficiados:

de un vidrio azulado, y en medio de ellas, algunas cabañas blancas, humareda de los montes recién quemados elevándose en espiral, y alguna vez las revueltas de un río. La cordillera de occidente, con sus pliegues y senos, semejaba mantos de terciopelo azul, obscuro suspendidos de sus centros por manos de genios velados por las nieblas”. En este segmento se ven elementos descriptivos que van más allá del enamoramiento, que son crítica estilizada a las prácticas de ampliación de las fronteras agrícolas, donde vemos a la serpiente que retoza sobre un valle que paulatinamente va quedándose desnudo ante el desmonte.

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Ven conmigo a vagar sobre las selvasDonde las hadas templan mi laúd;Ellas me han dicho que conmigo sueñasQue me harán inmortal si me amas tú (1987, p. 28).

Distante a esa idea maquilada de la musicalidad de la selva, Isaacs

nos cuenta a Efraín como testigo de los vientos del Sabaletas, del sonido de la marimba, de las voces de la juga o del bunde y de la presencia del carángano. La voz de Efraín se construye de la inicial voz documental de Isaacs; como nos lo recuerda Umberto Valverde (1984), al extraer un fragmento epistolar de las críticas biográficas que malbarataron la experiencia del escritor en el Pacífico:

Hay una época de lucha titánica en mi vida, la de 1864 a 1865; viví como inspector del camino de Buenaventura, que se empezaba a construir entonces, en los desiertos vírgenes y malsanos de la Costa de Pacífico. Vivía entonces como salvaje, a merced de las lluvias, rodeado siempre de una naturaleza hermosa, pero refractaria de toda civilización, armada de todos los reptiles venenosos, de todos los hálitos emponzoñados de la selva. Los 300 o 400 obreros que tenía bajo mis órdenes y con quienes habitaba como un compañero, tenían casi adoración por mí. Trabajé y luché hasta caer medio muerto por obra de la fatigante tarea y del mal clima… Entonces hice los borradores de María, en las noches que aquel rudo trabajo dejaba para mí (Isaacs, 2007, p. 54).

El autor de María posee las vivencias que le permiten comprender al ser afroamericano en un tenor ponderado; su infancia se mueve en la sugestión de los relatos de un continente lejano al que le debe su educación sentimental, la sensibilidad de su mirada y las claves de mayor intimidad de sus relatos; su temprana adultez se desenvuelve en medio de los troncos familiares49 del Pacífico, en medio de un universo de sentido donde la idea de salvaje lejos está de los desprecios dictados por occidente.

49 Concepto manejado por Nina S. de Freidemann para explicar la condición original de los marcos relacionales de los negros de la profundidad de los ríos y los litorales; la antropóloga considera dicha distribución socio-administrativa del territorio como una importante huella de africanía.

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Isaacs crece inmerso en la hermosura de lo que escapa a los mecanismos dentados de lo civilizatorio, aprendiendo de la distancia que hay entre las palabras amo y compañero, por eso no cae en repetir el ardid de las inocencias del otro que sirve para reforzar el simulacro de la mayor conmensura del hombre blanco.

En tanto a la imagen propuesta desde el humanismo europeo, la del sujeto ideal, hay que decir que no se trata de nada diferente a una metáfora de la sujeción que opera sin paráfrasis en una jugada por el adiestramiento y por la “improntación” de una población que se consideró casi en estado animal.

Un testimonio principal de la animalización de los hombres y de las mujeres de origen africano lo entrega Rogerio Velázquez (2009) en su texto Gentilicios africanos del occidente de Colombia, donde nos relaciona las “taxonomías” que sobre el esclavo se hacían, creando condiciones genéricas propias de las clasificaciones en especies de los paquetes animales.

1° Al contar la edad de los esclavos. Se llamaron muleques, mulecones, piezas de Indias o simplemente piezas, a los negros que tenían de siete a diez años; de doce a diez y ocho, y de diez y ocho a treinta y cinco. En los papeles relacionados con los minerales del Cauca hallamos más de 1.500 “muleques y chuma” sin otras especificaciones que los identificase.

2° Al señalar el tiempo de estar bajo la esclavitud. Bozal era el individuo recién sacado de África, y Ladino el que llevaba más de un año en las posesiones americanas. En los archivos consultados topamos diversas veces con nombres como José Bozal, Pedro Ladino, sin otros calificativos que atenuasen la malicia humilladora.

3° En el manejo del idioma castellano. Bozal era el negro que no se hacía entender en castellano; Bozalón, el que lo hacía de manera imperfecta, y Ladino, el que lo hablaba con soltura. Estas divisiones eran económicas y se tenían muy en cuenta en las ventas y traspasos.

4° En la clasificación de los esclavos por el color de la piel y otras peculiaridades originarias de cruce racial. Esta clasificación llamada “colorida” por Aguirre Beltrán […] fue común en todos los dominios del Nuevo Mundo. En la Nueva Granada, Méjico y Perú se habló de los mulatos como seres asimilables, de acuerdo con Covarrubias, a gentes que procedían de blanco y negra, “comparables a la naturaleza del mulo”; de criollos, como negros nacidos en América y no en África,

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y de negros, que se asociaban a vileza social. En las listas consultadas encontramos en el Cauca y Chocó nombres corno Mulato, Salvador Negro, Pedro Moreno, Ignacio Colorado, María Catambrino, etc. (p. 7).

Esa clasificación se haría más dramática a fuerza de la racialización, donde el ardid de la descripción objetiva, propia de la clasificación de las especies, se remplaza por la máquina de tortura de lo genérico, donde la ignorancia de los orígenes, de las condiciones, de las genealogías que escapaban a los fines prácticos de las emergencias, garantizó la condición de los tras-terrados como utilerías de los proyectos de acumulación de los poderes del siempre.

Tras la transformación de los discursos, dichas clasificaciones las consideramos como las hojas urticantes de aquella diversifolia que es nuestra historia. Nos sorprendemos dolidos por la acumulación de infamias que hicieron posibles las escasas certezas de nuestro tiempo. Nos lacera un mundo que paulatinamente se nos hizo ajeno, al que aún vemos arder encogidos de hombros, pues el fuego nos lo separa una distancia que no se devora en el juego infante del pico y pala.

En tanto a nuestra cobardía, que huele al ambientador de las oficinas, queda la urgencia de rescatar las conciencias de las garras de aquellos que nos enseñaron a devorar inocencias entre respiraciones contenidas que nada tenían que ver con la indignación. Queda la invitación a liberar las pulsiones, a escapar de aquellos a los que los tiempos del ningún avance nos obligaron, a desnudar las perezas que nos dictaron para que por desprecio a la lectura iniciáramos el entrenamiento para perdernos, para repetirnos, nunca para recontarnos.

Uno de los que escapó a la exigencia de querer medir el mundo con una regla de escolar, con la convención que hace de la circunferencia un fragmento de las formas imposibles, con la mirada que se alimenta de desafectos, fue Jorge Isaacs. Sobre él habría de caer la historia, para disimularlo tras páginas y páginas hechas con el pulso de quienes se inventaron los nudos y los amarres del navío del engaño; sobre él se aplicó el peso que lo empequeñecería a la medida de los diccionarios, de los libros de texto.

A Isaacs intentaron aplastarle, comprimirle, pero se les quedó un gesto descreído que inquieta: el de su mostacho que muchos confunden

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con una mordaza. Deleite para los devoradores de anécdotas. He aquí dimensiones de aquel autor que por obvias no necesariamente son comúnmente advertidas: En medio del epílogo de la trata, donde el desmonte de la esclavitud no significaba el desmonte de los desprecios, un hijo del siglo XIX en el gran Valle del Cauca, autor joven, político y funcionario, más allá de la presión de las costumbres provincialistas de su entorno, abre espacios de la humanización de una geografía, le reconoce un lugar a la temperancia de una población a la que ya vimos cómo el resto del mundo parecía pretender no regalar con la conciencia del atardecer de una historia y con la narración que le permitiera a la futura mirada comprender el amanecer en las pulsiones de lo propio.

Son aspectos de profundo valor de la obra de Isaacs las descripciones sociológicas y antropológicas; son cuestiones de una sensibilidad extraña a su época el relato consecuente de las cotidianidades, el recorte hecho de las prácticas que no cuentan sus glorias en lo ritual, el destacamento de las dietas, de las preparaciones de los platos, de las mistelas:

El almuerzo de aquel día fue como el del día anterior, salvo el aumento del tapao que Gregorio me había prometido, potaje que preparó haciendo un hoyo en la playa, y una vez depositado en él, envuelto en hojas de biao, la carne, el plátano y demás que debía componer el cocido, lo cubrió con tierra y encima de todo encendió el fogón (Isaacs, 1986, p. 306).

Ante Isaacs, visto como hito y como síntoma, podemos ser testigos de cómo el mundo de lo letrado le construyó a los dominados (por el ignorar o por el creer) una versión confusa diseñada para las lecturas de maquila, le proveyó a los dispuestos-aletargados una versión donde es casi imposible la identificación de las trazas supervivientes a las rebatiñas.

En la novela de Isaacs encontramos otra apuesta política: situar al negro en posesión de las tierras de los ríos del Pacífico. ¿Otra razón para la invisibilización de los capítulos negros en María? Tradición versus procesos notariales, vivencias en contra de papeles orlados de sellos y de escudos que representan a la eficiencia del apropiador en un proyecto de país ineficaz; disputas entre la piel desnuda y los paños

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susceptibles a todas las etiquetas; luchas que, en medio de la impavidez, en Colombia se convertirían en los relatos de las adaptaciones de las poblaciones al territorio versus los dictámenes firmados a golpe de fusil.

2.5. Isaacs regularizado, el uso político de las lecturas congeladasLa regularización de las geografías no se cansa de sofisticarse,

mientras las voces que pueden elevarse se satisfacen por ser señaladas con los adjetivos que portan pasaporte: borgianos, cortazariano, joiciano, etc.

Se construyen los indiscutibles en torno a lo que posea tufillo de otra orilla, al tiempo que todas las desconfianzas se alzan desde la calificación Isaacsiano, pues la propuesta ideológica desde aquel nombre se ha malbaratado, se ha negociado en miserias por ser Isaacs suscrito a la identificación más de los condicionantes externos que a la representación de las motivaciones asumidas desde las características de la captura de lo propio.

Las lecturas de Isaacs se han dado desde bibliotecas ubicadas en universos imaginados y palaciegos, o mejor i-maquilados y para-ciegos. De tal manera, se da el desdibujarse de reivindicaciones que nos lucen, más que lógicas, urgentes: es la obra de Isaacs un adelanto del futuro relato de la llamada Colombia profunda; continuo de lo narrado hoy ignorado, pues muchos consideran la caducidad de los relatos que escapan al presidio de la poética de ciudad.

Para las hegemonías conservadoras, el caucano se da una licencia inadmisible en la representación de los hijos de la negredumbre al relatarlos como dueños de sus propios desarrollos productivos; cuestión que brindaba la opción de defender a las comunidades afroamericanas de la llamada feudalización de los territorios baldíos. Tras aquel reconocimiento, los rioseños podían ser beneficiados por una ley de mejoras, a través de una titulación colectiva de las tierras. La historia de Colombia debió esperar hasta la llamada Ley Galindo, de 1882, para que la cuestión ocupara lugar principal en las discusiones del proyecto de nación, mientras desde las tierras altas las hegemonías seguían considerando como vacíos, desiertos de sentidos, bajo el ethos de improductividad, a los territorios de las periferias.

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Se lamenta el autor de La Ley Galindo, Aníbal Galindo (1882), por la falta de sensibilidad de los legisladores con las necesidades de una patria joven:

Si una ley semejante contara ya siquiera medio siglo de existencia; si esos principios tutelares de la apropiación del suelo y de protección al trabajo libre llevaran ya ese tiempo de estar consagrados en nuestra legislación, muy distinta sería la condición social, política y económica de la nación. En vez de estas inmensas regiones esclavizadas por propietarios que se han hecho adjudicar una dilatada extensión territorial, con el único objeto de impedir el libre acceso de la población a la tierra inculta, o de reducir a la condición de siervos a los trabajadores que necesiten ocuparla para el cultivo, contaríamos hoy, diseminados por la vasta extensión del país, algunos centenares de miles de propietarios cultivadores… (p. 103). Bajo este tenor de lectura, la obra de Isaacs es un síntoma de una

cuestión diferencial de la representatividad nacida en el pensamiento nuestro: aunque camuflado en las formas de lo impuesto, el humanismo americano, sin duda, debía resultar más sincero que la versión del mundo propuesta por el romanticismo europeo, pues contaba con la posibilidad de abordar a la historia vista desde el cubil de los que han sufrido la sub-ponderación que se aplicó a las colonias.

El entorno desde el que escribe Isaacs es susceptible de las sanciones paradisiacas y comparte el haber sido marcado con la metáfora de la tortuga de un valle que se vence en formas medievales ante las sociedades-empresas que decidieron subirse al lomo de la liebre. En ese sentido, la novela es la elegía del desmonte, de la inquietud de un mundo que, se intuye, agoniza, mientras los incumplimientos de lo idílico nos permiten acceder a la dimensión brutal de un marco de legitimidad que no soporta más sus auto-justificaciones.

María y los hijos de África son proyectos que sucumben ante los vientos que dictan el futuro de nuestras historias: la centralización, la urbanización y la industrialización.

Significativa resulta la queja de Galindo sobre la disposición imitativa de Colombia del llamado mundo del progreso, en un juego de decisiones demográficas dispuestas de espaldas a las historias y a las vocaciones de nuestros territorios:

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Esto explica por qué la libertad obra el prodigio de encerrar a una población entera que vive de las fábricas, dentro del estrecho recinto de una ciudad, y hacerla que subsista aún en medio de los mayores desastres, y por qué la miseria y el hambre diezman sin piedad a esos millones de trabajadores que, dueños al parecer de un continente, no pueden, sin embargo, almacenar lo que se necesitaría para proteger su existencia contra la pérdida de una cosecha, y perecen en el momento en que les falta la medida de papas o de arroz que debe alimentarlos.

El fenómeno no tiene más explicación que esta: que la industria fabril y la comercial no pueden ser tiranizadas ni monopolizadas, porque no necesitan sino de limitados espacios superficiarios para desarrollarse, al paso que la población agrícola es esclava de los pocos que se han adueñado de inmensas extensiones desiertas de la superficie del globo, no para cultivarlas, no para mejorarlas, no para fundar propiedad legítima, fruto del trabajo, sino para impedir el libre acceso del trabajador a ellas, o imponer el servaje como condición de la ocupación (Galindo, 1984, pp. 103-104).

Ante estas posiciones del liberalismo radical, nos es necesario pensar a María y a Nay en lo complementario, verlas como figuras del arribo, condenadas a fenecer antes de la extinción de sus estirpes y de la caducidad de sus valores simbólicos ante la vanidad del proyecto de estado-nación colombiano.

Isaacs le da existencia mimética, escénica, catártica, a la princesa africana y a la judía conversa; figuras que son prenda, que defeccionan, que se rinden a la presión de las emergencias. Por eso, es urgente pensar a través de él las supervivencias de aquellos perfiles en la legación de la africana, al perfil del joven hacendado caucano, de una voluntad de cronista dispuesta a considerar la existencia del otro, a asumir la defensa de los nacidos en un sistema donde los suspiros ocultan la casi total inexistencia de promisorios futuros.

Los esclavos, sus relatos, son en Isaacs; son en la sensibilidad por una historia no del todo entendida donde los jóvenes se adivinan portadores de un cargo: la inocencia.

3. MITOPOIESIS,CUESTIÓN QUE VENCE A LAS UTILERÍAS

En su versión de África, Jorge Isaacs amplía el horizonte de mirada

sobre esos espacios de lo físico y de lo etéreo que no se limitan al suvenir de una piel de jaguar vencida bajo los botines de los visitantes a las estancias de los lores, que no obedecen de forma exclusiva al público hecho de los sorprendidos que babean sobre el marfil, o que no se atreven a tocar las plumas gigantes de seres que se quieren creer antediluvianos o las lanzas de los guerreros achantis que sintieron rodar sus cabezas en medio de diversos gestos combativos.

Isaacs camina África desde la distancia, Nay es una princesa achanti, su pareja es un príncipe achimi, genealogía que se establece más allá de las dinámicas de fortalecimiento del prestigio de la casa de la familia de Efraín.

Donald MacGrady (1986) cita, en pie de página, a la enciclopedia de Cantú:

Cantú, hablando de los Achantis, dice: son negros, pero se distinguen de las razas del mismo color, pareciéndose más a los Abisinios, en razón a que tienen el pelo largo y lacio, barba, rostro ovalado, nariz aguileña, y el cuerpo bien proporcionado… El espíritu guerrero es general entre ellos, y son soldados desde que se encuentran en edad de tomar las armas (p. 215).

Al situar un origen noble en Feliciana y en su progenie, no trata Isaacs de jugar a la medida de la servidumbre que puede ser referente de la grandeza de los señores.

La genealogía del melodrama africano se sustenta en la verificabilidad de una historia que exige un espacio de sanción que le puede validar en lo testimonial. No obstante, los capítulos de Cantú citados por Isaacs no entregan elementos argumentales que puedan servir para la edificación de la trama de la noveleta intercalada de Nay y Sinar. El novelista parece acudir a la enciclopedia bajo un cariz de constatación, bajo la intención de un juego nutricio ideológico, pues en las épocas y capítulos por él reseñados no se encuentran elementos identificables con la anécdota africana desarrollada como carne

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sentimental de su melodrama caucano.50 De tal manera, es posible desmontar la placidez de lo acumulado como positivo en torno a María, pues su referencialidad no se limita a las costuras entregadas a pie de página por el mismo Isaacs.

El novelista romántico burla de antemano a quienes han de beber de los afanes de verificabilidad, les muestra ante los tiempos como a víctimas de la dinámica de la imposición de la fuente única. Isaacs construye el ardid de sus inocencias, mientras aprende de las violencias auto-justificantes de la historia de la trata.

Hoy, ante miradas que no soportan máscaras por la presión del incendio, Isaacs devela su verdadero rictus de sujeto nutrido por un extensa referencialidad. Ese marco de lo colectado, auscultado, investigado, es un elemento fundamental para su voluntad de cronista. El sujeto informado que es el escritor caucano se sitúa en África y en América; en el continente negro, en la convulsión propia de la tecnificación del odio entre los pueblos; en nuestras geografías, en relación con el desmonte de la esclavitud51 y en el relato de los territorios ocupados por los negros en dinámicas de escape. Espacios para el vínculo donde las nuevas lecturas nos pueden garantizar encontrar lo que se dictó susceptible a la invisibilidad. En África, los lazos íntimos entre la Iglesia y los aparatos militares de la dominación;

50 Hecha excepción de la conciencia de la captura de africano por parte del africano como elemento dramático de las maneras esclavistas (en la página 710 del capítulo VI época XIV, Cantú habla de la hermandad vencida por intereses económicos: “En los primeros tiempos aquel tráfico pudo hacerse sin grave daño del África, puesto que se compraban solo los que se exponían a la venta en las costas; pero habiéndose aumentado su necesidad en las colonias, la avaricia enseñó a buscarlos en lo interior, y a especular con ellos. Los jefes africanos como vieron cuán deseada era esta mercancía, no solo vendían ya los delincuentes prisioneros, sino que se dedicaron a la caza de inocentes) y del sacrificio constante de pequeños a manos de sus propias madres, pues la libertad de la muerte les garantiza el retorno a la patria (p.710, CVI, E XIV: “Aman ardientemente y procrean; pero los grandes trabajos a que están sujetas las mujeres les hacen abortar muchas veces, y otras matan ellas mismas a sus hijos para librarles de aquel horrible porvenir, y por el placer de causar un sentimiento al amo).

51 El profesor Gabriel Uribe (2004), en su ensayo Reflejo de la historia de la esclavitud en el relato de Nay y Sinar en la novela María, publicado en la revista Poligramas, número 23, reconoce el valor testimonial del trabajo de Isaacs: una mirada cuidadosa sobre este episodio nos revela un profundo conocimiento del autor sobre uno de los temas más espinosos y dolorosos de la humanidad como fue la esclavitud; la temprana referencia enciclopédica nos enseña la gran capacidad de Isaacs para traducir las circunstancias de la presencia de lo negro en nuestra región, construyendo una historia en la que se verá sostenida, más que la denuncia, la representación del proceso de violencia no sólo física sino cultural.

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en América, la relación que necesariamente se dio entre los negros y los indígenas, términus nacido en la adaptación y en la apropiación del territorio por parte de los cimarrones, de los libertos, de los manumisos y de los libres, adaptación donde la mano del indígena jugó papel vital; panorama donde es posible adivinar los odios entre las etnias como a un elemento maquilado por los apropiadores que nunca dejaron de beber de su miedo al afuera.

En el ejercicio de plantear una lectura desde el incendio de María, es igual de valioso comprender tanto los trasfondos políticos de la novela como las maneras de la mitopoiesis del contacto que estableció la cosa nueva de la que habló Claude Levi Strauss. Es necesario destacar aspectos argumentales que nos llevan a comprender fenómenos como la llamada familia extensa, a ser testigos de los beneficios de la llamada ley de vientres y de la posible condición especial del aya de María. Elementos germinales de la novela que nos eliminan la sensación de gratuidad de los conocimientos que hacen del negro un sujeto propio en medio de la selva del Pacífico. Ejemplos de lo último los regala María en cada gesto de los bogas, en cada musicalidad nacida bien por el avance de la canoa sobre el río bien por la imitación significada de la voz de un contexto cárcel- catedral-madre.

Isaacs se detiene en cada silbo donde la naturaleza nos regala con sus índices, focaliza sobre cada expresión de las riberas del río, construye efectos miméticos particularizados en la especificidad de las maneras que hacen del hombre del Pacífico una cuestión autentica:

A las dos de la tarde, hora en que tomábamos dulce en un remanso, Laureán lo rehusó, y se internó en el bosque algunos pasos para regresar trayendo unas hojas: después de estregarlas en un mate lleno de agua, hasta que el líquido se tiñó de verde, coló este en la copa de su sombrero y se lo tomó. Era sumo de hoja hedionda, único antídoto contra las fiebres, temibles en la Costa y en aquellas riberas, que reconocen como eficaz los negros (Isaacs, 1986, p. 307). Los secretos de la profundidad de la selva, de aquella cultura

ribereña, de las medicinas tradicionales americanas, ya han sido apropiados por los hijos de África. Los hijos de la negredumbre han ganado atención y audiencia gracias a la conquistas de oficios que van

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más allá de los afanes de la explotación esclavista. El negro Laureán, o quienes le legaron el conocimiento, ha apropiado el saber en el posible contacto con los llamados Tongueros.52 Dicha figura se encuentra definida de la siguiente manera en el libro Cosmovisión Wounaan y Siepien, interpretando desde el sentimiento: “El tonguero es también un curandero que consigue su poder con las plantas; tomando conga o pildé puede ver los problemas, los peligros, las enfermedades y decir cuáles plantas y protecciones hay que usar” (AAVV, 2005, p. 46).

Laureán anticipa, se desprende del grupo en un momento de descanso en la jornada. Prevé y previene, actúa con la naturalidad de sentirse en armonía con el entorno. El boga, que en el nivel simbólico las lecturas europeas han querido confundir con una caricatura de Apolo, cumple una función en su comunidad que no se limita al servicio prestado a las gentes de los tránsitos: es un portador de saber.53 ¿Pero cuál es el origen de su acervo? El suyo es un saber de la criollización, un saber que se disimuló en la creencia errada que dictaba que el uso de los recursos vegetales, que la divulgación o el arraigo de las prácticas medicinales de las comunidades del país, se debe casi exclusivamente a las expediciones de José Celestino Mutis y de Alexander Von Humboldt.

Es inevitable imaginar el contacto entre los negros libres y los indígenas Wounaan, vínculo que orla del distintivo tonguero a Laureán, máxime cuando en uno de los mitos de la creación de dicha cultura indígena se dice que los primeros hombres fueron negros todos.

Entonces Tachinawe le dijo a Tachiakhore que tumbara la palma y la trozara en cinco troncos y cada uno lo partiera en varias partes. Tachiakore hizo lo que le ordenó Tachinawe; pulió algunas fisuras bien y otras mal hasta que terminó el trabajo, luego de avisó a Tachinawe y ella le dijo que todas las latillas o tapillas de chontaduro las clavara en la playa en tres hileras y eso hizo Tachiakhore.

Cuando terminó el trabajo regresó a casa y le dijo a mamá: “terminé el trabajo que me ordenaste”. Entonces Tachinawe dijo: “ahora a las

52 Curanderos de los grupos étnicos que ocuparon el territorio del Dagua y del río San Juan antes del arribo de los apropiadores europeos.

53 Saber genérico cuando Isaacs asegura que “casi todos los bogas son curanderos”, fenomenológico cuando se asume como un resultado del contacto entre los pueblos de la profundidad de la selva tropical, particular en sus temperancias de hombre reservado

99María leída a la luz del incendio

doce de la noche ve a la parte de debajo de la playa y grita tres veces”. Así lo hizo Tachiakhore y apareció mucha gente, es decir, las latillas de palma se convirtieron en personas, todas de color negro (AAVV, 2005, p.19).

Así, pues, para una de las principales culturas indígenas que habita las riberas de los ríos del Pacífico, desde el Chocó hasta el norte de Ecuador, los negros son los hijos del chontaduro; los negros son cosa propia del origen, son una cuestión que no se asocia al primitivismo dictado por el políptico europeo, son un aspecto que se carga de profundo valor ante el símbolo y el reconocimiento del otro: “los primeros hombres dignos son de poseer el saber primero”.

No busca la entrega de este dato desconocer las disputas por el dominio del territorio entre negros e indígenas, pero sí significar el valor de aquel lugar, en la profundidad de la selva, lejos del arbitrio del amo, para el tránsito de sentido. Tránsito que se significa con el uso del recurso vegetal en prácticas curativas o preventivas de la enfermedad.

Llama la atención que las maneras de Laureán, al obtener un brebaje de la hoja hedionda, son casi idénticas a las recopiladas para la cura del fuego por dentro en la cosmovisión Wounaan- Siepien:

Fuego o fiebre por dentro:Las plantas van acompañadas y se toman con otras. Se amasa o

se machaca desbaratadora, SantaMaría boba y sauco amargo, se saca el zumo y se pone un poco de azúcar; a veces se le agrega una clara de huevo y sal de frutas, linaza y cebada, y también grama, moñona o matojo (AAVV, 2005, p. 53).

Son evidentes las transformaciones de la receta en el contacto entre

las diferentes culturas. Sin el enfermarse de la intención de encontrar purezas, es una licencia no atrevida decir que la relación del boga con la lucha contra la enfermedad resulta sugestiva para la voluntad de nuevas lecturas de María. Miradas en las que hay que aplicar la sugerencia de Walter Benjamin de comprender lo que significa “el leer lo que no está escrito”; opción vital de encontrar las distancias entre lo dicho y el sentido, forma (¿fórmula o hallazgo?) que parece haber sido la estructura del derrotero de Isaacs y de su voluntad de autor.

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Isaacs ejecutó elaboradas lecturas de las maneras expresivas del ser negro-americano, sus desarrollos hoy no pueden correr el riesgo de ser clasificados bajo el sospechoso rótulo de costumbristas. Él leyó las claves de los contextos, significó las utilerías y anticipó a la extensa novela de la negredumbre americana.

Walter Benjamin (1967) nos concilia con la noción del escritor que entiende los riesgos de la lectura universal; nos ubica en relación directa con el dictamen de apropiación que se da en el aprender de los fenómenos y en el escapar a la imposición del renglón seguido, nos brinda la opción de entender la necesaria encriptación de contenidos que se da por ser lo mimético algo mucho más antiguo que la existencia del lenguaje, de los argumentos, de las escuelas de la representación, de la vanidad de la enciclopedia que se dictó única:

“Leer lo que nunca ha sido escrito”. Tal lectura es la más antigua: anterior a toda lengua —la lectura de las vísceras, de las estrellas o de las danzas. Más tarde se constituyeron anillos intermedios de una nueva lectura, runas y jeroglíficos. Es lógico suponer que fueron estas fases a través de las cuales aquella facultad mimética que había sido el fundamento de la praxis oculta hizo su ingreso en la escritura y en la lengua. De tal suerte la lengua sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales: un medio al cual emigraron sin residuos las más antiguas fuerzas de producción y recepción mimética, hasta acabar con las de la magia (p. 107).

En la obra de Isaacs, en la América relatada, sin incurrir en un enamoramiento por el hombre primitivo, se encuentra que la lectura natural, la lectura visceral, la lectura del gesto y la lectura jeroglífica superviven; perviven en un universo donde, al contrario de lo que expresa Benjamin, la mímesis no es la hoz que siega a las magias. El universo relatado por Isaacs se pretende completo, pero en él, el relato aún está en mora de encontrar sus claves, de hallarlas lejos del absolutismo. La lectura de María está por acometer los retos del desentrañar lo que existe en los diversos espacios donde lo no asumido durante siglos se encriptó para supervivir. Isaacs es testigo de excepción de esos territorios en lo concreto y en lo simbólico, no es un total fuereño de lo relatado; en el Pacífico no es visitante de un

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día y a África se la regalaron cada noche los vientos en la sumatoria del susurro que los esclavos aprovecharon para afectar la sugestión de un niño.

En Escritos varios, volumen cuatro de la compilación de la obra de Isaacs realizada por María Teresa Cristina (2007), encontramos al caucano, en la revisión de los borradores de la obra, Leyendo María. Las costuras desnudas de la novela nos llevan a asumir a la semilla-texto y a la voluntad-gesto donde se nota la imposibilidad de la existencia de la mímesis de la hacienda en la ausencia de la condición de testigo inmerso en el cañón del río Dagua:

¡Páginas queridas! Demasiado queridas quizá.Mis ojos han vuelto a llorar sobre ellas. Las altas horas de la noche

me han sorprendido muchas veces con la frente apoyada sobre estas últimas, desalentado para trazar algunos renglones más.

Al menos de las riberas del Dagua, el bramido de sus corrientes arrastrándose a los pies de mi choza, iluminada en medio de las tinieblas del desierto, parecía avisarme que él velaba conmigo.

La brisa de aquellas selvas ignotas venía a refrescar mi mente calenturienta. Mis ojos, fatigados por el insomnio, veían blanquear las espumas bajo los peñascos coronados de chontas, cual jirones de un sudario que agitara el viento sobre el suelo negro de una tumba removida.

Aquí el silencio forzado de la ciudad, las paredes de mi pobre albergue por horizonte. La campanadas del torreón, centinela tenebroso, importunándome con el golpe de las horas en que necesito reposar para vivir… (Isaacs, 2007, p. 3).

El contexto exige ser contado. No le dará tregua al autor hasta que lo traduzca en texto. La inquietud de Isaacs bebe de distintas aguas, no sólo bebe de los elementos de un paisaje intocado. La inquietud que ha de convertirse en efecto romántico se alimenta de la pulsión que se genera al contar con materiales únicos, se fortalece en la conciencia del porqué de las abundancias y del porqué de las pobrezas. Por eso resulta tan difícil hoy comprender las lecturas que han pretendido a María como a una obra escrita en el vacío, como a la genialidad de un autor joven susceptible a las formas impuestas por la tradición europea.

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En medio de las lecturas que le negaron un trasfondo ideológico a María, se escondieron las claves de interpretación de la administración de la ley que se expresa en la princesa vencida, en el saber de los acuerdos que hacen posible que un hombre compre su libertad, en el comprender cómo el desmonte de la esclavitud lejos estuvo de verdaderas buenas voluntades, pues obedeció a las urgencias de la transnacionalización de la explotación de los recursos naturales que se dio de forma acelerada por la ausencia de verdaderos proyectos de nación en los antiguas colonias.

Isaacs cuenta desde la madre escena hasta la farsa que significa la maternal máscara de la resignación. Sin embargo, las lecturas conservadoras sacaron provecho de no abandonar nunca su relación melosa con el indicio. Constatabilidad que se convertiría en la constata-habilidad de un remedo de políptico de la dominación que, en la ausencia de una prospectiva de patria, administró nuestra historia.

Para proponer lecturas en el tenor de lo no expreso en lo directo, se puede asumir el perfil especial de Feliciana; se puede comprender su soltería en un contexto donde la obligación del africano no respeta sus duelos.

Nina S. de Friedemann y Mónica Espinosa Arango (1995), citando la magnificencia ficcional de Mateo Mina, cuentan el valor documental de la diada madre e hijo representada en la mujer conversa al cristianismo que es Feliciana:

Hay que tener en cuenta que el gobierno propició la diada madre-hijo entre los esclavos, mediante la ley de vientres. Esta daba la libertad a todo hijo de esclava nacido a partir de 1821, con la condición que él sirviera al amo de su madre durante 18 años. Dicha situación aparece en “El Paraíso”, donde el hijo de Feliciana, Juan Ángel, a pesar de la libertad que le es otorgada en lo formal, debe estar al cuidado del señor de la hacienda durante algunos años54 (pp. 62-63).

54 Ha sido frecuente ver en la petición que le hace Feliciana a Efraín de llevar a Juan ángel consigo en el viaje la orfandad del esclavo en relación con la extinción de la figura del amo. Circunstancia que en lo concreto lejos estaba de obedecer a niveles de candidez, pues bastante documentada está la práctica de los hacendados vallecaucanos que antes de entregar la libertad que era prenda de la mayoría de edad vendían a los esclavos a las explotaciones de recursos naturales que se adelantaban en las fronteras con el Perú o a las empresas de ampliación de la frontera agrícola y pecuaria del Ecuador.

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Feliciana es una figura que encontrará, en ese giro de la legislación, la posibilidad de ver supervivir las majestades que le adornaban en su contexto de origen. Nay no es una maquinación de la majestad sustentada en simpatías, en su perfil ficcional se da el entender los riesgos y los abusos que el padre de Efraín acometía en el violentar al naciente mundo legalista asociable a las filantropías: una esclava nueva y en embarazo en medio del Valle del Cauca significaba la ruptura de la ley de vientres, por eso la aplicación del eufemismo de lo doméstico que hizo que los grilletes dejaran de ser de metal fundido para convertirse en cosa de afectos.

El rostro del “padre-opción de escape” es un ardid que no eliminó la cadena, sino que la convirtió en cuestión de eslabones más amplios. La presencia de la sujeción con sofisticada estampa hace de Feliciana un personaje con atmósfera propia en la vida de El Paraíso, mientras la piedad del amo enarbolaba sus efectividades. La condición de princesa de Nay seguro se difundió entre los negros de la hacienda como un elemento de la resistencia del deseo por un retorno que los africanos no asumen en su imposibilidad.55

La reverencia de los hijos de la africanía a Nay se expresa en la referencia que hace Efraín de su sepelio:

Ninguno de los que acompañábamos a Feliciana pronunció una sola palabra durante el viaje. Los campesinos que conduciendo víveres al mercado nos dieron alcance, extrañaban aquel silencio, por ser costumbre entre los aldeanos del país entregarse a una repugnante orgía en las noches que ellos llaman de velorio, noches en las cuales los parientes y vecinos del que ha muerto se reúnen en la casa de los dolientes, so pretexto de rezar por el difunto (Isaacs, 1986, p. 238).

El sepelio de Feliciana, negra de la casa en América, es el acto fúnebre de Nay, princesa en África. El silencio referido por Isaacs se convirtió en cuestión de leyenda en relación con un relato de caminos de la cultura campesina colombiana: el guando. Yace la negra bajo la

55 Isaacs conoció en Cantú la experiencia-proyecto Liberia como una opción de desandar los abusos del denominado rescate, como una estrategia de desmonte de los riesgos latentes de sublevación de quienes recibían carta de libertad bajo la prohibición de convertirse en propietarios. (De aquella anécdota de los movimientos filantrópicos Isaacs pudo beber lo falaz de los altruismos).

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sombra de un samán, en una tumba olvidada en el Valle del Cauca; descansa bajo la sombra del baobab, en una tumba imaginada y sin lápida en la tierra del primer hombre.

Ante la orfandad que le imprime la ausencia del rumor de un río Tando demandante de sacrificios, es justicia forzarse a imaginar que hay algo de memoria por las ayas en el poema La tumba suya del escritor caucano:

La losa helada de la tumba suyaDebió encontrar para cojín mi frentePeregrinando en la postrera nocheA mi campo natal. En la llanuraYace cubierta por silvestre aroma,Y nunca el mar de su nativa castaEse polvo extranjero que la cubrePodrá lavar con sus espumas blancas.Rodó mi lloro allí; lloro tardíoQue humedecer no pudo su sudario;Su mano que buscaba en la agoníaMi caricia tal vez… ¡Inútil lloro!...He levantado mi empolvada frenteDel suelo mudo que tan sólo muestraSu nombre a mi dolor… ¿Por qué tan tranquiloPalpita el pecho? ¿Sus pasiones cómoAprisionó el deber? Tumba que matasMi amor y mi ambición, ¡bendita seas!56 (Isaacs, 2006, p. 104).

3.1. Sinar y el símbolo, resistencia del mitoA la desaparecida figura de Sinar el escritor caucano la convierte

en el justificante de los ejercicios regresivos. Isaacs representa en el príncipe africano al duelo por la memoria, por el destino cercenado, por el proyecto de reconciliación interrumpido. Cuenta en torno a él el mito de un río castigador. Testimonio que se tatúa en la existencia de uno que es cautivo de distintas tiranías, remembranza de un esclavo que hace de la piel una metáfora de la continuidad y de la perpetuidad de las utilerías de su concepto de lo sacro.

56 Obras completas Jorge Isaacs, Poesía volumen II, edición crítica María Teresa Cristina.

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Isaacs toma de la poética memorial de su aya los elementos de un mito que ya no se angustia ante la ausencia de su relato-origen. El mito ha de seguir siendo hasta que llegue a sus puertas un poeta que le vista con nueva piel en territorio americano; la supervivencia de aquel mitema, Antonio Grass (S de Friedemann y Arocha, 1985) nos la describe de la siguiente manera:57

Pesadas y poderosas, tan grandes como templosRepresentando los mundos tenebrosos,O la fertilidad de los hombres y la tierraSimbolizando lo eterno, lo sin fin,Lo permanentemente móvil (p. 52).

Monumentalidad de los palimpsestos, divinidad que no requiere

cúpulas. El dibujo sobre la existencia de Sinar no es un dato gratuito que se deba exclusivamente a una licencia descriptiva de Isaacs. El crótalo es más que un adorno sobre el ser, es una traza identitaria. Es el referente exigido para la lectura profunda de la condición del sujeto. El pueblo de Nay no sabe, no reconoce el origen de Sinar, porque no conoce las claves para leer el significado del símbolo de la serpiente sobre sus hombros. La encriptación condena o protege; el mitema pervive.

En el ensayo Las mujeres negras en la historia de Colombia (De Friedemann, Espinoza), delicias de una fuente segunda, se puede encontrar una clave que nos permite leer a la iconicidad del tatuaje de Sinar como una verdadera huella de africanía, no como el adorno nacido en la imaginación de un escritor que camina entre renglones a los continentes:

Hoy podemos hablar de unas memorias, sentimientos, aromas, formas estéticas, texturas, colores, armonías y otros elementos icónicos, materia prima de la génesis de nuevos sistemas culturales afroamericanos. Al referirnos a huellas de africanía o cadenas de asociaciones icónicas, nos situamos muy cerca de aquellos planteamientos de Gregory Bateson sobre el lenguaje de los iconos.

57 Fragmento extraído del libro Herederos de la anaconda y el jaguar, escrito por Nina S. de Friedemann y Jaime Arocha.

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Para este autor, aquél forma parte de modos subconscientes de conocer la realidad, relacionados con el proceso de aprendizaje. Cada grupo comparte “premisas epistemológicas” que operan a nivel de subconsciente iconográfico y pueden determinar la percepción. El proceso de aprendizaje por el cual éstas son transmitidas de padres a hijos, involucra tanto su retransmisión como las innovaciones producidas por las nuevas generaciones (p. 36).

El tatuaje de Sinar se trata de un mito que encuentra a la escritura pictográfica como senda para prevalecer, para supervivir como una alegoría de la majestad. Es aquel símbolo, la serpiente que duerme, lo que permite leer a África asociada a una poesía y a una escritura propia,58 es la memoria que no se extenúa y que al ser llevada a los campos de la leyenda, desde la expresión del recuerdo de Feliciana, pudo edificar nuevos prestigios para la estirpe de la negra, pudo construir campos para la resistencia en medio de esos espacios que en lo pretendido eran la escenificación del éxito de la sugestión, mientras en la intimidad de sus claves burlaban la imposición de la serpiente del mito de Adán y Eva.

En tierra americana, a las orillas de los ríos de un valle interandino, donde la serpiente es polivalente, hay un Paraíso donde el recuerdo ha hecho del colúbrido un símbolo del amor negado.59 La pintura en el cuerpo relatada por Isaacs se configura en uno de los posibles puntos de encuentro de los africanos y de las culturas indígenas del Pacífico

58 El profesor Gabriel Uribe, sustentado en el trabajo de Luz María Martínez, cita las tesis habituales que consideran a África desprovista de una escritura propia: “Hay algunas tesis que corroboran históricamente la debilidad de la escritura en los pueblos africanos y en especial de aquellos que fueron sojuzgados y traslados a América en condición de esclavos y le dan singular importancia a la tradición oral e incluso a formas de comunicación tan sui géneris como son las que corresponden al tambor: ‘Los africanos no trajeron al Nuevo Mundo ningún tipo de escritura, no porque no la hayan tenido, de hecho, en África se inventaron varias veces escrituras en los pueblos del sur del Sahara, pero estas fueron utilizadas en extensiones reducidas y no tuvieron difusión. Se piensa que al no tener materiales de larga conservación como el papiro, el sistema de transmisión oral que le da un valor excepcional a la palabra, y que tiene un poder más duradero que cualquier material escrito, fue adoptado por los pueblos negros como medio de comunicación. Al lado de la tradición oral, desarrollaron un lenguaje único insustituible, un lenguaje original que en África alcanzó niveles extraordinarios, un lenguaje que como medio de comunicación fue para ellos mucho más eficaz y superior a la escritura: el lenguaje del tambor’”. Ante aquel planteamiento y la obra de Isaacs, la pregunta: ¿qué mejor material de larga conservación que la misma piel? La escritura pictográfica niega el lugar común del no registro de las culturas africanas.

59 Nay es una Eva obligada a El paraíso.

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colombiano.60 María, libre del indicio o desde la libre asociación, nos permite ver a la serpiente como la posibilidad que tuvieron los hijos del vínculo de escapar en lo mutuo a las imposiciones de las lógicas judeocristianas.

El distintivo de un hombre mitificado por el recuerdo, orlado por el fraseo de la divinidad, en América se asocia con la sabiduría más allá de la relación majestad-potestad que hizo virtudes de vicios en el avance de los dominadores. Entre la memoria y la leyenda, el secreto o la intimidad de los susurros, en la asociación simbólica Sinar deja de ser un vencido, se convierte en el dador de la libertad que está más allá de la captura de África, en el ser-ofrenda que se esconde tras los rituales católicos para asegurar su valor como huella de los sincretismos ignorados por la vanidad de los amos.

Tras la reverencia al nombre de Jesús, se esconde el deseo por aquel que será uno de los tantos africanos sin tumba, de las víctimas siempre vivas entre la extensa colección de camuflajes:

La noche fue muy mala para la enferma. Al día siguiente, sábado, a las tres de la tarde, el médico entró a mi cuarto diciéndome:

—Morirá hoy. ¿Cómo se llama el marido de Feliciana?—Sinar —le respondí.—¡Sinar! ¿Y qué se ha hecho? En el delirio pronuncia ese nombre.No tuve la condescendencia de tratar de enternecer al doctor

refiriéndole las aventuras de Nay, y pasé a la habitación de ella.El médico decía la verdad: iba a morir y sus labios pronunciaban

sólo ese nombre cuya elocuencia no podían medir las esclavas que la rodeaban, ni aun su mismo hijo.

Me acerqué para decirle, de modo que pudiese oírme:—¡Nay!, ¡Nay…!—Abrió los ojos enturbiados ya.—¿No me conoces?Hizo con la cabeza una señal afirmativa.—¿Quieres que te lea algunas oraciones?Hizo la misma señal (Isaacs, 1986, p. 236).

60 Walter Benjamin (1967) habla de esa escritura antes de la escritura: “La grafología ha enseñado a descubrir en las escrituras imágenes que en ellas esconden el inconsciente de quien escribe. Es necesario pensar que el proceso mimético que se expresa así en la actividad de quien escribe era de máxima importancia para el escribir en los tiempos remotísimos en que surgió la escritura”.

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La historia de Nay y Sinar no está incluida en la novela como un gesto condescendiente que busca conmover al hombre blanco, fue intercalada en María bajo una apuesta ideológica: el reconocimiento a las víctimas de la trata esclavista. La serpiente sobre Sinar es más que una anécdota, pues la conciencia del valor del dispositivo simbólico y del icono es uno de los elementos diferenciales de la novela. La serpiente es un distintivo que puede ubicar a la obra del caucano ante un rótulo diferente al ya conocido de obra principal del romanticismo americano; brinda una calificación diferencial que puede hacer se le reconozca como hito de la sofisticación del humanismo latinoamericano más allá de la falsedad de las filantropías europeas; reconocer en Isaacs a un autor informado del cambio de políptico del siglo XIX da la opción de un nueva administración de la sanción en torno a María que significa la consideración íntima (lejos de la gratuidad y de los exotismos) de la expresión de la mítica superviviente de los cautivos.

Vincular la apuesta ideológica de Isaacs con sus intenciones humanísticas aleja al texto de la pretensión, que por orgullosa se considera única, de reivindicarle como fundacional de un meloso universo isaacsiano impuesto en la imagen de una cárcel de suspiros, de un cautiverio de copos de azúcar donde las boletas de captura son emitidas desde una educación sentimental de fortalezas, de fosos, de saurios y de princesas núbiles.

Dicho universo Isaacsiano, a la luz de las lecturas incendiarias, se configura para la mirada futura, para el testigo libre de las imposiciones del amor por el amor y del orgullo por el orgullo, para el lector que es capaz de entender la gran magnitud de la inclusión de la pintura sobre el cuerpo que sirve de rasgo de identidad a un aspecto específico de la africanía.

Para comprender las reivindicaciones de la obra, las que resultan alternativas al discurso hegemónico de los orgullos vallecaucanos, es necesario explicar, en palabras de Nina S. de Friedemann y Mónica Espinoza Arango (1995), la iconicidad y su relación con la cohesión que hizo posible a una Afro-américa:

Las sociedades africanas, en especial las de la parte occidental, participaban de un “sustratum cultural común”, a partir del cual las

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manifestaciones culturales específicas de cada grupo constituirían variantes locales establecidas sobre una profunda unidad colectica. Así, la aproximación a los problemas de la evolución de las culturas afroamericanas, debía asumir la importancia de las reelaboraciones creadas a partir de dichos patrones “sutiles y casi inconscientes” de valores y creencias61 (p. 37). La serpiente es un mensaje reconocido por Isaacs en esa “profunda

unidad colectiva” que se expresa, como huella del origen, entre los hombres y mujeres de la Afro-América.62 Sinar es el cuerpo-renglón para que la poesía negra sea. El reconocer al príncipe africano como mensaje de resistencia mito-poético exige una lucha frontal contra los academicismos que han liado a la poesía más al soporte que a la imaginación. El asumirlo tras una clave de hermosa conmensura brinda la opción de entender la grandeza de la poética más allá de los efectos de la prosa o del verso, más allá de las voluntades didácticas de los distintos espíritus de las épocas que la enciclopedia europea nos ha dictado.

Al hacer uso de una gran colección de fuentes, Esteban Tollinchi (1989) nos explica con amplitud la relación del poeta, del sujeto autor, con el símbolo y con la lectura que del mismo se da tanto en lo íntimo como en lo público, nos habla del mito que resiste más allá de la desaparición de su relato:

Para A.W Schlegel el poeta no adopta una actitud filosófica o mística sino que crea los mitos. Y los mitos vienen a ser un sistema de símbolos de los que se nutre el poeta para darles vida consciente. Por medio de ellos, según Federico Schlegel, abandonamos los caminos de la lógica y nos retrotraemos a “la hermosa confusión de la fantasía, al caos original de la naturaleza humana. Y la mitología habría de dar lugar a un sistema original de relaciones, a “una expresión jeroglífica de la naturaleza circundante”, a un sistema de correspondencias y símbolos. O en palabras de A. W. Schlegel, el mito es la misma naturaleza vestida poéticamente, es visión completa y total del mundo. Es evidente, entonces, que por medio de la mitopoiesis se

61 Las mujeres en la historia de Colombia, tomo II.62 Símbolo a contra lógica de la cultura judeo-cristiana. No representa el pecado, se trata de

una figura que prestigia.

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pretendería nada menos que abarcar el mundo entero o, cuando menos, su interpretación y el poema se transforMaría en la clave del mundo mismo y de su interpretación (p. 165).

El universo negado en la tragedia africana, el mundo de Sinar, está condensado en su cuerpo, está contado sin preocupaciones por lo extenso o por lo efímero, se encuentra a la espera de claves que lo pongan de nuevo en marcha, que lo reubiquen en su dimensión mítica o en sus categorías poéticas.

La dimensión mítica de la escritura en el cuerpo de Sinar la podemos encontrar los que reconocemos a la serpiente como un símbolo de la versión múltiple del mundo, los que no hemos sido víctimas plenas de la fábula de siluetas mal recortadas donde el cuerpo de los perfiles relatados no es más que la mampostería de las utilerías, los que no somos susceptibles a las metrallas de bendiciones, de legitimaciones y de unciones determinadas por un rigor social donde lo moral depende de estampas y lo ético se encuentra plagado de perezas y justificaciones.

Los negros del río le dan una medida muy diferente al crótalo a la que habita la lectura de la proporción que exigen las críticas conservadoras que enarbolaron la exclusiva intención romántica. En el desarrollo que Isaacs hace de ellos, como vehículos para el registro de un territorio, encontramos la expresión de distintas construcciones que responden a las categorías de lo cosmogónico, de lo teológico y de lo etiológico: en el Pacífico no se cuenta una simple anécdota de la serpiente, se expresa el siempre de la misma; las prevenciones, que resultan reverenciales, significan la amenaza de un ser que no está contenido exclusivamente en un órgano vital; los negros del río Dagua narran a un sujeto mítico que es en el entorno, que es en la atmósfera, que es en los relatos magnificados por la poesía de las leyendas, que habita en las prácticas que son la base de los oficios. De frente al orgullo de un principal, la verrugosa silba; ante la pena del portador del señorío, la inmensidad repta entre la amenaza y la prevención, pues es el escudo que protege a la selva del desmesurado avance del pie del hombre blanco.

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La dimensión de la prudencia ante el cosmos se expresa en el fragmento donde los negros narran a una serpiente que es la amenaza que gana inminencia en la presencia del fuego:

Los bogas no hablaban. Un ruido semejante al vuelo rumoroso de un huracán sobre las selvas venía en nuestro alcance. Gruesas gotas de lluvia empezaron a caer después.

Me recosté en la cama que Lorenzo me había tendido. Este quiso encender luz, pero Gregorio, que le vio frotar un fósforo, le dijo:

—No prenda vela, patrón, porque me deslumbro y se embarca la culebra (Isaacs, 1986, p. 298).

Los hijos afroamericanos del río Dagua poseen una interpretación referencial de las serpientes que los conecta con su animismo profundo y con el imaginario que ha nacido en el vínculo. El riesgo no está en sí en la serpiente, está en el despistarse; no se trata sólo del animal que puede saltar a bordo, se trata de la gran serpiente que es el río, que es ese ser entre mundos que bien se puede beber a la canoa. En la concentración de Cortico y en el temor a la luz, se expresan tanto las dimensiones del respeto por las leyendas como el ratificarse en el saber que no se debe a las angustias de lo concreto.

No existe en Isaacs el desprecio por el entorno que otros quisieron adivinar en la serpiente como símbolo. Para pensar, en tanto a los intelectuales enamorados de la llamada cristianización del territorio, queda el resumen del trópico que quiso hacer Mario Carvajal (1937) en la figura de la verrugosa:

Más el clima de estos huecos del trópico no perdona sino a los que fueron amamantados con sus venenos. El que llegue a instalarse en ellos procedente de otras zonas cae pronto vencido por el asedio de aquella atmósfera en que cada rayo de sol es una lima de oro y cada soplo del aire un hálito enervador. La fiebre vuela en un insecto, acecha en el limo, abre su gema menuda y suspirante en la burbuja de las ciénagas. El día es una fragua de topacio que quema los ojos y la piel. La noche un pozo gélido, cuyas aguas acuchillan los huesos y hacen tiritar los árboles y los astros. La víbora silbadora erige el símbolo de esta comarca de la muerte. El viaje a lo largo de sus veredas era una peregrinación entre una doble fila de cruces (p. 94).

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Los materiales del autor de María no son ni los desafectos ni la espectacularización, y mucho menos la sobredimensión de la sombra del hombre blanco asumida como cuestión que culmina prístina las más peligrosas jornadas.

En el relato de una noche sobre las aguas del Dagua, Isaacs no quiere bordar las anécdotas que se requieren para la llamada ruta del héroe, ni busca fascinar al lector con la voz de las novelas de aventuras, ni intenta ratificar la carta de valencias del pensamiento aristotélico. El caucano nos entrega la particularidad de una comunidad y nos da los elementos para comprender al índice y al icono que hacen al ser afro-americano en el Pacífico. De tal manera, la serpiente en el contexto relatado en María posee un valor como símbolo diferente a la idea romántica, que nos regala Tollinchi (1989), de la fascinación por el animal:

La fascinación por el animal típica del siglo XIX es en buena medida compatible con la popularidad del primitivo. También ellos son hijos de la naturaleza; son parte de la gran familia del instinto y de la irreflexión. La idea de la naturaleza que antes hemos elaborado constituye el supuesto necesario para explicar este entusiasmo y en especial lo es la afinidad mayor que ahora se siente entre el hombre y el animal (pp. 530-531).

El relato de las serpientes en María no tiene nada que ver con la popularidad del primitivo. Nada tiene de juego de simpatías, no se trata de afectos o de efectos, la serpiente en la obra sentimental nos habla de la necesidad de asociación como dinámica de supervivencia.

En la propuesta de Isaacs no se expresa la afinidad mayor entre el hombre y el animal como cuestión meramente anecdótica-genérica, pues la misma responde a los constructos lógicos de la mítica de una geografía en particular. La idea del riesgo del hombre blanco inmerso en una naturaleza que atenta a sus vanidades solamente se expresa en un segmento, al que no se le puede negar su gran valor como descripción, donde lo natural obedece a las maneras de los futuros realismos; escuelas estéticas que se deben a las apuestas por las reivindicaciones de lo social, que se accionan al reconocer la importancia de la divulgación de la nos-otredad, maneras de la representación y el reconocimiento que comprenden al paisaje como

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a una construcción de lo humano al tiempo que marcan distancias con los caprichosos administradores de los embates etnocentristas.

Cuando las riberas lo permitían, Lorenzo y yo, para desentumirnos o para disminuir el peso de la canoa en pasos de peligro confesado por los bogas, andábamos por algunas de las orillas cortos trechos, operación que allí se llama playear; pero en tales casos el temor de tropezar con alguna guascama o de que alguna chonta se lanzase sobre nosotros, como los individuos de esa familia de serpientes negras, rollizas y de collar blanco lo acostumbran, nos hacía andar por las malezas más con los ojos que con los pies (Isaacs, 1986, p. 301).

En las demás narraciones de la serpiente en María, se pueden encontrar los contactos entre las trazas de africanía y las míticas americanas. Un ejemplo es la inclusión del mito Wounaan de la serpiente bajo el tambo, que es la base, más allá de lo argumental, del relato de arribo a la estación de Bibiano, donde la atención del joven hacendado vallecaucano es ganada por las proporciones de una culebra capturada para sacarle la contra:

Mientras los bogas y Lorenzo sacaban los trastos de la canoa, yo estaba fijo en algo que Gregorio, sin hacer otra observación, había llamado viejota: era una culebra gruesa como un brazo fornido, casi de tres varas de largo, de dorso aspero, color de hoja seca y salpicado de manchas negras; barriga que parece de piezas de marfil ensambladas, cabeza enorme y boca tan grande como la cabeza misma, nariz arremangada y colmillos como uñas de gato. Estaba colgada por el cuello en un poste del embarcadero, y las aguas de la orilla jugaban con su cola (Isaacs, 1986, pp. 302-303).

El riesgo no es representado por aquella cautiva serpiente, sino por su pareja que silba desde el río. La condición de la doble presencia de la culebra parece obedecer a la lógica dual de los mitos de la creación que comparten algunas de las culturas indígenas de la selva del Pacífico; en aquel símbolo, se replica la dinámica del mundo de arriba y el mundo de abajo, se expresa la competencia creadora entre Ewadam y dosät:63

63 Deidades en cuya oposición se crean las parejas universales.

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En aquellos tiempos había mar, el agua era toda dulce. Dosät apostó con Ewadam quién salaba primero el agua. Empezó Dosät, trajo barcos llenos de sal, y nada, el agua seguía simple. Al fin, como no pudo con una cucharita, Ewadam cogió una puntica de sal, la echó al agua, la saló completamente y así se formó el mar con las olas.

Otro día dosät y Ewandam apostaron a quien formaba un chontaduro. Dosät fue el primero y formó la palma de Werregue, pero no dio fruto. Fue Ewadam y formó el chontaduro (AAVV. 2005, p. 22). Esa dualidad parece resolver la posible confusión entre las boas

y las verrugosas en la que incurre Isaacs; pues en aquel relato mítico la constrictora es la creación de una de las deidades y la verrugosa surge de la mano del héroe que le compite. La cuestión de la confusión nominal se resuelve en la descripción concreta de las condiciones de una especie: el riesgo de la serpiente relatada por Isaacs no está en el veneno, sino en la asfixia; de tal manera, el pretender “sacarle la contra” no sólo obedece a extraer el contenido de los colmillos de la reptante, obedece al ritual mediante el cual se obtienen los secretos de la selva.

Considero pertinente incluir la relación que identifican los Wounaan entre la serpiente, los mayores y el conocimiento:

El jaibaná también aprende de los animales; durante su aprendizaje llama a la serpiente, le da la mano, esta se enrosca por su cabeza y le va enseñando. Algunos también las consumen; se tragan sus colmillos y su veneno para obtener poder en caso de mordida (AAVV. 2005, p. 45). La serpiente no es sólo un aditamento del tambo, no es un elemento

de utilería, es la señal que le indica la necesidad por el saber del otro que debe reconocer el hombre blanco en un contexto determinado por proporciones que no le son propias. El crótalo es la dimensión mágica que significa grandes esfuerzos para aquel testigo que no se limita a sancionar la sencillez de las condiciones locativas.

El relato de la boa se fortalece en el mito del doctor Uui, la serpiente que se comió a una niña, narración recopilada por Henry Wassen (2005) e incluida en el libro Interpretando desde el sentimiento:

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Una vez un hombre vino de otro lugar con el fin de unirse a la fiesta de la bebida, pero en el río se encontró con la sierpe, la serpiente gigante, que lo atacó y lo obligó a huir de allí. Sin embargo, después de un tiempo volvió por el lugar y recogió un huevo de la serpiente, lo llevó hasta su tambo donde lo colgó sobre el humo del fogón.

A los catorce días una pequeña serpiente salió del huevo con el tamaño del brazo de un hombre.

El indígena y su mujer la alimentaron con maíz, la llamaron doctor Uui, y cuando ellos la llamaban, salía atrás del trapiche en el tambo para comer. Comía y comía, crecía y crecía tremendamente. Le salieron cuernos como los de una vaca, pero eran rectos.

Nuevamente, la gente del pueblo se preparó para la fiesta. El indígena y la mujer salieron para allá, dejando sola a su hija en el tambo.

La niña estaba en la pubertad con su primera menstruación, sentada bajo su mosquitero.

En la casa no había nadie que alimentara a la serpiente, y como no había recibido alimento durante largo tiempo, se acercó a la niña y se la tragó.

En el tambo había una lora que hablaba como un ser humano. ¿Qué voy a hacer? —pensó la lora, cuando vio a la serpiente que se tragaba a la niña. Entonces se fue al tambo donde se celebraba la fiesta y contó lo que había pasado.

La gente comenzó a interrogar a la lora y nuevamente les contó lo que había sucedido. La gente regresó al tambo y encontraron a doctor Uui detrás de su tabique. La llamaron, pero no salió; la llamaron otra vez, pero la serpiente no se movió.

En la mañana, el hombre puso una piedra al rojo vivo y la colocó en una tabla con un poco de maíz frente a la serpiente. Entonces llamó doctor Uui, salió a devorar el maíz, pero cuando abrió las mandíbulas, el hombre le tiro la piedra al rojo vivo. La serpiente salta de dolor, vomita y, finalmente, expiro. Abrieron su cuerpo con el cuchillo, pero la niña estaba muerta (pp. 167-168). La relación del fuego y la gran serpiente se cuenta en el temor al

fósforo que alumbra desde la canoa. Algunos han querido adivinar en aquella actitud de Cortico algo asociado a lo ilícito (tal vez el contrabando de pólvora, de pieles, de licores caribeños), hoy se asume aquel segmento como un dato de la convulsión que vivía el país debido a las guerras internas, como un testimonio para futuras develaciones, como una narración oculta previamente a la idea de los elementos añadidos.

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La escritura sobre el vacío es cuestión a la que no se puede asociar el nombre del novelista caucano. El novelista sentimental deja a un gran número de motivaciones que fantasmean desde los correlatos. Las rutinas, las rondas, las pesquisas, la lectura de indicios hacen del viaje sobre el río Dagua un viaje de repeticiones. Isaacs conoce bien los tiempos, los tránsitos, los secretos que fluyen a través del río, no se limita a relatarlos, los camufla al asumir la condición de cómplice. La vida trepida sobre el lecho del torrente, sus sentidos no caben en la voluntad de autor de un simple constructor de frescos. Sin duda, la figura de la gran serpiente en María es mucho más que un aditamento de lo exótico. En ella se ocultan claves ontológicas que hacen de la novela una pieza descriptiva única64 donde es posible un naturalismo que no se limita a la réplica de los gestos del romanticismo europeo o del cronismo norteamericano.

El siguiente fragmento relata la exactitud de las prácticas, las creencias y las maneras de la interpretación del riesgo a orillas del río Dagua:

La negra me refirió en seguida que aquella víbora hacía daño de esta manera: agarrada de una rama o bejuco con una uña fuerte que tiene en la extremidad de la cola, endereza más de la mitad del cuerpo sobre las roscas del resto; mientras la presa que acecha no le pasa a distancia tal que solamente extendida en toda longitud la culebra, pueda alcanzarla, permanece inmóvil, y conseguida esa condición, muerde a la víctima y la atrae a sí con una fuerza invencible; si la presa vuelve a alejarse a distancia precisa, se repite el ataque hasta que la víctima espira; entonces se enrolla envolviendo al cadáver y duerme así por algunas horas. Casos han ocurrido en que cazadores y bogas se salven de ese género de muerte asiéndole la garganta a la víbora con entrambas manos y luchando con ella hasta ahogarla, o arrojándole una ruana sobre la cabeza; más eso es raro, porque es

64 Esteban Tollinchi (1989) cita a Ralph Waldo Emerson para hablar del carácter moral de la descripción de la naturaleza, ubicando al mundo por debajo del espíritu, lo objetivo se limita a lo fenomenológico, no parece comprender el poeta que ese afán del idealismo de encontrar a un Dios único en todas las descripciones es lo que no permite sea generado el gran autor que reclama desde América: “Todavía no hemos tenido un genio en América, de ojo imperioso, que se dé cuenta del valor de nuestros materiales incomparables y que vea en el barbarismo y el materialismo de los tiempos otro carnaval de los mismos dioses cuyo cuadro admira tanto Homero…”. Ese genio tal vez se cocinaba en Isaacs, pero se aplazó el reconocerlo entre las lecturas con suspiros de más.

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difícil distinguirla en el bosque, por asemejarse armada a un tronco delgado y ya seco. Mientras la verrugosa no halla de dónde agarrar su uña, es del todo inofensiva (Isaacs, 1986, p. 303).

Ante aquella narración, conviene salir del tambo con mañita. Mientras tanto se deja que cante a sus anchas la serpiente desde la orilla, porque la preocupación de la noche le pertenece toda al riesgo que significan los murciélagos.65

En el momento en el que escribo este ensayo, la verrugosa que cuenta Isaacs ha encontrado donde asir la uña de gato que porta en la cola. Ese lugar es Zaragoza. Espacio desde el cual la serpiente ahoga al río Dagua entero. Asfixia que avanza sin considerar distancias. Las roscas del cuerpo de la musculosa están hechas de la falta de escrúpulos de los explotadores industriales del recurso aurífero. Las aguas impactadas por la cianurización y por el uso del mercurio pueden cambiar el panorama ante la mirada del fantasma de Gregorio ubicado ahí donde el gran río se traga a La Pepita: ¡Hoy la furia es en el Dagua! ¡Hoy la muerte velada por la selva sigue nutriendo bolsillos con menos fondo que escrúpulos!

La metáfora de la serpiente de siete cabezas sobre los ríos del Pacífico, al legarle la voz a Jaco, minero a orillas del Telembí, fue aplicada con gran sensibilidad por Jaime Arocha y Nina S. de Freidemann (1986):

-¿Ha visto usté ese animal? Mete el hocico bien hondo y traga río. Pero agarra el oro y por la cola bota piedras a las orillas que acaban con la caña y el norte, la fruta del árbol del pan, que le damos a los marranos, y también con las flores y todo lo demás que crece ahí. Y la draga dicen que va a llegar por aquí (S de Friedemann y Arocha, 1985, p. 289).

La serpiente de siete cabezas que representa a la draga es una cuestión de impactos y de desplazamientos, de dramas sembrados

65 El chimbilaco, que es sin duda un dato que se obliga desde la profundidad de la selva en el Pacífico, bebedores de sangre que no se dejan vencer en la presencia de los toldillos. Chimbilaco que es la materialización de todas las formas de aquel miedo a la profundidad y al afuera por parte de los hijos del modelo de la hacienda.

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por el dictamen de los mismos protocolos de dominación, de nuevos teatros para la rebatiña donde los habitantes ancestrales son considerados colonos en tierras baldías y las compañías auríferas extranjeras reciben, de parte del gobierno nacional, los derechos para dragar los ríos.

La explotación desmedida, desbordada, desmadrada, es el alimento del capricho aniquilador, es el maderamen sobre el que se repite la gran farsa de la pobreza donde los recursos vuelan sin generar siquiera la oportunidad de pensar en el desarrollo humano de una región que canta tras el marisma, que guarda los tesoros ignorados por el pie ajeno que lo que mide lo apropia, que se niega a dejar que a la marimba se la conviertan en adormecimiento.

Hoy somos testigos de la dramatización de las circunstancias, anticipadas por Isaacs, de las violencias disimuladas por los lenguajes de las tecnocracias que silencian los reclamos de las poblaciones que han desarrollado sus propias formas de gobierno, de explotación y de distribución de los territorios.

Hoy somos testigos del drama distraído en los duelos de cada momento, desdibujado tras el silenciamiento de los contenidos que hablaban de las maneras de adaptación particulares de las poblaciones a los territorios, ninguneado en la extinción de las cuestiones de la exactitud mitopoética y de la especificidad técnica de las voces mayores que en el presente se ahogan bajo “una bandera uniforme que las cobija”.

—¡Va a llegar primero que las culebras de siete cabezas!- dijo-. Esas que están allá arriba… en las cabeceras de los ríos, esas que son nuestros enemigos invisibles, las culebras gigantes que se crían debajo de la tierra y que cuando se muevan destruirán con las inundaciones nuestros caseríos y chagras. Esas culebras que arrasarán nuestros troncos y nuestras minas (S de Friedemann y Arocha, 1985, p. 290-291).

En aquella voz del negro Jaco, se ve expresado el valor mítico que en la cultura Siepien se da a las cabeceras. El territorio /ToKh+Ma/, el lugar donde habitan los espíritus y los humanos, sólo existe de forma invisible. La tercera tierra, espacio para el fenómeno en la distancia,

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para los elementos que se dejan ver cual personajes que son garantes de la memoria, del retorno al origen y de la condición monumental de los secretos.

Las cabeceras las habitan personas como el trueno (/Pa/), que permanece acostado en su hamaca, cuando levanta su bastón cae el rayo y cuando discute o se enoja con su mujer suena; los huracanes, el arco iris (/Euma/, indicador de lluvia, verano o sequía); el sol, indicador de muerte en la comunidad, nadie debe señalarlo con el dedo porque lo puede perder); los vientos (según la gente antigua, persona que en la creación del mundo era barrigón y al morir se le reventó la barriga y produjo la tempestad). En la actualidad, a San Lorenzo (/Bipouro/) se le considera el patrono de los vientos, el cual vive en los mares (AAVV, 2005, p. 60).

La idea de la serpiente de siete cabezas que expresa Jaco, no tiene que ver con la pretensión genérica de la relación entre la serpiente y el castigo, no se agota en la mistificación del número siete en relación con las plagas, no es algo que se pueda entender por fuera de la particularidad del ser en el Pacífico, no obedece a la lógica que nos entrega el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot (2005):

Son frecuentes en leyendas, mitos y cuentos folclóricos los dragones y serpientes de siete cabezas simplemente porque el siete multiplica el uno y lo concreta en los órdenes esenciales del cosmos. La serpiente de siete cabezas invade las siete direcciones del espacio, los siete días de la semana, los siete dioses planetarios, y se relaciona con los siete vicios (p. 409).

La serpiente narrada por Jaco es libre ante los enciclopedismos, puede usarse sobre una gran cantidad de males del mundo que sería lícito contar por siete: ¿por qué no los siete imperios; por qué no los sietes siglos de administración del mundo por parte de los belicismos organizados; por qué no los siete verdaderos pecados que van tras la triada que necesitó el cristianismo para edificar su versión única del mundo; por qué no por los días que en la semana el poder central de las nuevas patrias americanas destinan con fruición a ignorar a sus regiones?

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La serpiente narrada por el negro del río Telembí sirve para darle una nueva interpretación al enojo del río La Pepita en María, es vital para darle una lectura poética al descontento de una potencia que se representa en lo que arrastran las aguas y en lo que el ojo predispuesto de Efraín no acata a observar, es fundamental para reconocer esa mirada de la africanía que se detiene en el correr de tinturas sobre los lomos del tributario, es ideal para la ponderación de esa voz que congela la acción para expresar sus arraigos en la preocupación por el índice de las orillas que se rompen para que se llore por lo que brilla.

4. MÍMESIS, ORALIDAD Y ENCICLOPEDIA

Los avances de Isaacs, en medio de las imposibilidades, se escapan de las convenciones habituales para la conmensura de un autor. El novelista caucano asume la mímesis de lugares por él conocidos en fuentes limitadas a la oralidad y a los atlas vencidos por la paquidermia propia de la escasa circulación del texto entre los continentes sometidos por la conquista, pero la limitación naufraga ante la voluntad de escrita del caucano, pues se impone la experiencia directa que nutre a los capítulos del río Dagua y a la conciencia de la necesidad de reconocer al ser americano en sus particularidades.

En la circunstancia, su labor permite adivinar dificultades múltiples para el ser autor que crece desde la incomunicación, el provincialismo y la convulsión interna de un país que se lava con pólvora la culpa de no contar con un verdadero proyecto de nación. Hoy luce estéril asumir la capacidad mimética de Isaacs asociada a la réplica de las maneras que propone una escuela estética reivindicada por Europa, sus fuentes hacen que desarrolle una mímesis sobre lo intangible y construya un rescate evocativo donde se expresan el contacto directo con las motivaciones contadas, la versión de oídas donde el representar rompe el prejuicio de lo mágico en lo desconocido y una enciclopedia que no le niega la posibilidad de imaginar el tema colectado en el texto de estudio.

En tanto a lo último, hay que destacar que la relación de Isaacs con el tema de la representación Afro obedece tanto al recuerdo como al sueño:

Niños María y yo, en los momentos en que Feliciana era más complaciente con nosotros, solíamos acariciarla llamándola Nay; pero pronto notamos que entristecía si le dábamos ese nombre. Alguna vez que, sentada a la cabecera de mi cama a prima noche, me entretenía con uno de sus fantásticos cuentos, se quedó silenciosa luego que hubo terminado; y yo creí notar que lloraba.

—por qué lloras —le pregunté.—Así que seas hombre —me respondió con su más cariñoso

acento— harás viajes y nos llevarás a Juan Ángel y a mí; ¿no es cierto?—Sí, sí —le contesté entusiasmado—: iremos a la tierra de esas

princesas lindas de tus historias… me las mostrarás… ¿Cómo se llama?

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—África —contestó.Yo me soñé esa noche con palacios de oro y oyendo músicas

deliciosas (Isaacs, 1986, p. 235).

Conciencia del personaje de lo que África significa, conciencia del autor del dolor de los desarraigos. Llama la atención cómo cambia la administración adjetiva frente a esas historias en tanto a la distancia de la evocación: el Efraín infante destaca hermosuras; el joven, que llega con el ritmo de las ancas del caballo aún a cuestas, habla sancionando las pobrezas de la negra:

Aquella mujer que iba a morir lejos de su patria, aquella mujer que tan dulce afecto me había tenido desde que fue a nuestra casa; en cuyos brazos se durmió tantas veces María siendo niña… Pero he aquí su historia, que referida por Feliciana con rústico y patético lenguaje, entretuvo algunas veladas de la infancia (Isaacs, 1986, p. 215).

Ya Efraín no responde al legado afecto de Feliciana, pues se ha convertido en una réplica de su padre, el manejo de la sanción construida por parte de los suyos le ha contaminado, las obligaciones de los de su clase lo han invadido.

Efraín es dispuesto, cual perfil actante, en contraste de lo que mora en los recuerdos de Isaacs, de las imágenes que en su infancia determinaron a la figura del adulto. En la representación de la solemnidad del hijo de la hacienda se ven los elementos de lo simulado en la fuerza irónica de una ficción que muchos asumieron como un dulce de lo autobiográfico, pero que devoraron con el utensilio errado, pues no fueron capaces de imaginar a un Isaacs que burla a la historia de las sugestiones que lo obligaban y no lo seducían.

En el texto La luna en la velada, Isaacs cuenta la relación con el padre, cuenta el imperio del miedo por encima del afecto, recorta la silueta vacía del mayor en un gesto que explica a los desasosiegos de uno que ha vuelto a barajar su carta de héroes, que ha dispuesto nuevos muebles para sus gratitudes, que ha encontrado la luz en las sub-versiones, que ha descubierto que hace mucho se superó la fecha de caducidad de la estampa patricia:

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Un caballero se acerca a la gradería y se apea con destreza. Viste de blanco, lleva botas hasta la rodilla y calza espuelas de plata. Los niños corremos a rodearlo, impidiéndole andar; los perros le agasajan y aúllan de alegría; ha tomado del regazo de mi madre al más pequeño de mis hermanos y le hace caballo en una de las rodillas; yo me afano inútilmente por disputarle a Pedro, el paje mimado, el honor de desabrocharle las espuelas a su amo. Es mi padre (Isaacs, 2006, pp. 6-7).

Ardid de la figura del principal que convierte en cuestión de honor a las humillaciones, arquetipo de lo admirado en la abundancia, imagen donde las cadenas son en la invisibilidad. Isaacs reconoce la triste condición del afecto en el temor, sabe que es antónimo al afecto en la complicidad. Afecto que el escritor caucano expresa, sin mieles de más, ante la figura del esclavo.

Para comprender lo que se valora en la pobreza, está el siguiente fragmento, tomado del texto Recuerdos sobre una tumba, homenaje a Francisco Álvarez:

Cuando los infortunios, la envidia y algunos poderosos dejaron sin pan ni techo a los que llevan mi nombre, él quiso que yo tuviera por mía a su cabaña. ¡En ella alivié tantas veces las fatigas de rudo trabajo! Ahí, agotadas ya mis fuerzas, dolientes el cuerpo y el alma, me hacía recorrer lentamente los verdes collados donde al apagarse el día sesteaba la vacada. Ya no pudieron devolverme la salud las brisas de sus montañas; pero aquellos labios en que la lealtad sonreía, esos ojos en que la franqueza y el valor brillaban tuvieron para mí sonrisas y miradas paternales (Isaacs, 2006, p. 97).

¿Instrucción axiológica? El remedo del amo ha fallado, sólo le queda el cobijo de esos segundos padres que fueron los esclavos; no obstante, los hijos del Valle del Cauca renunciaron a asumirse como hijos en lo simbólico del dolor por las capturas y se decidieron por ser los hijos orgullosos de las rebatiñas.

En medio de su contexto, ensordecido por las vanidades y por la evocación de la administración de la metrópoli, Isaacs merece el calificativo de valiente por el gesto de la legación de la voz, por el esfuerzo que corresponde a su trabajo de colección de las expresiones

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y de los discursos, por la libertad de su mirada que no se copia sobre el dictamen de un mundo insaciable de desprecios. La voluntad de escucha juega un papel central en su apuesta escritural y es cuestión de un valor superior la focalización sobre alguien que en el siglo XIX el hábito dictaba en condición de mera utilería del paradisiaco contexto del melodrama de los amos: la madre esclava.

A pesar del aparente afán por lucir informado en fuentes legitimadoras de la pretensión de veracidad, a Isaacs le ganan las fortalezas de los cuentos de las ayas africanas. Donald MacGrady (1986) y María Teresa Cristina (2005) coinciden en destacar el pie de página donde el escritor caucano le da crédito a Cantú, pero no niegan la posibilidad de asumir a María como a un hito de la oraliteratura americana.66 Ponderación donde la obligación del crítico habita en leer lo que aparentemente no se ha contado o se ha contado en la burla de las maneras habituales de la representación europea.

Walter Benjamin (1967) muestra la opción de asumir la lectura tras indicios que no se limitan a lo expreso, nos invita a avanzar sobre las construcciones de sentido más allá de la lectura dominante de los que administran el mundo: “La semejanza inmaterial fundamenta las tensiones no sólo entre lo dicho y lo entendido, sino también entre lo escrito y lo entendido y también entre lo dicho y lo escrito” (p. 107).

66 Cuestión que luce casi indiscutible al descubrir los desarrollos temáticos de los capítulos por él referidos: pp. 704-714. CVI. É XIV: La esclavitud india-Las Casas-Tráfico de negros/ pp. 573-579.CXII. É XVIII: Los berberiscos. En la primera referencia se hace alusión a la defensa adelantada por Fray Bartolomé de las Casas de los indígenas americanos y cómo está controversia desencadena el tráfico de esclavos hacia las colonias españolas, después se encamina a un diagnostico estadístico de la empresa negrera y hace un paneo temático sobre el hoy de Cantú en tanto a las tensiones entre las ya establecidas economías esclavistas y los discursos filantrópicos propios del cambio de políptico. (Dichos discursos son de mayor relevancia para el ensayo de Isaacs sobre la importancia futura del negro en la provincia del Cauca que para María). En la segunda referencia se desarrolla el tema de Los Berberiscos, apuntando correcciones sobre las maneras habituales de considerar la historia de la trata, el origen y las posibles víctimas de las maneras de la dominación, Cantú muestra la relación abolición- prohibición, dejando luces sobre la distancia existente entre la prohibición del tráfico humano y el desmonte de la esclavitud; usa el enciclopedista dos historias importantes para comprender los resultados de la sujeción: La de Liberia como solución a la dificultad del rehacer la historia intervenida y la de los cristianos esclavizados a manos de Los Berberiscos en el norte de África. No se encuentran alusiones directas a los pueblos de Nay y Sinar, ni descripciones de los Achantis ni de los Kombu-manez, ni se dan mayores desarrollos espacio-temporales de las culturas africanas, no existen en las referencias de Cantú detalles sobre las ritualísticas ni de las apropiaciones del símbolo que significan las utilerías del relato en el melodrama africano propuesto por Isaacs.

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Es posible hablar de la grandeza de los capítulos de Nay y Sinar muy a pesar del referente bibliográfico y del efecto de la fuente segunda. Grafía que no debe considerarse única para el caucano, pues para él los ancianos (as) africanos (as), los niños esclavos con los que jugó, las historias de la sugestión y los espantajos que conoció en su infancia son la principal enciclopedia. Cuestión que no ha atinado a aceptar o a considerar a más el lector conservador vallecaucano, pues no está dispuesto a aceptar la imagen de un hijo de hacendado dándose la licencia mimética de jugar67 a estar en la piel del esclavo.

El mismo Isaacs nos brinda el indicio de aquella educación para la imitación aprendida del ser africano, lo hace en su poema El esclavo Pedro:

Allí sobre esas rocas, de donde el ríoSe divisa en la vega, siendo yo niño,Al pobre PedroEscuché muchas tardes sus lindos cuentos: Sentado en las rodillas del fiel esclavoContemplaba su rostro noble, admirando Esas princesasQue encantaban los genios en otras tierras.

Sus cantos quejumbrosos que en las orillasDel Atrato se escuchan, me adormecían Cuando brillabanYa en el valle las luces de las cabañas.

A nuestro hogar tranquilo, sobre sus hombrosMe llevaba en silencio, mientras mis ojos Entre las sombras,Divisaban el río blanquear las ondas.De la paterna casa salí: en sus brazos

67 En relación al juego, Benjamin hace una pregunta genérica que bien pudiésemos aterrizar al estilo de Isaacs: “La facultad mimética tiene una historia, tanto en sentido filogenético como en sentido ontogenético. En lo que respecta a este último, su escuela es en muchos sentidos el juego. El juego infantil se haya completamente saturado de conductas miméticas, y su campo no se encuentra en modo alguno limitado a lo que un hombre puede imitar en otro. El niño no juega sólo a “hacer” el comerciante o el maestro, sino también el molino de viento y la locomotora. ¿Qué utilidad extrae de esta educación de la facultad mimética?”. Qué extrajo Isaacs de sus juegos de infancia, ante la lectura propuesta de María en este ensayo la respuesta parece obvia.

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Me estrechó conmovido; y en lloro ahogado, Me dijo entonces:“No te veré, amor mío, cuando seas hombre”.

Él hubiera habitado mi estancia pobre,Cual la rica morada de mis mayores: ¡El buen ancianoMis hijos arrullara hoy en sus brazos! (2006, pp. 233-234).

De tal manera, la fuente de Cantú no fue la fuente principal de Isaacs, fue una fuente complementaria a la que acudió para hacerle un homenaje de fidelidad a la imitación del mundo del que provenían aquellos que le enseñaron a contar.68

Las historias de los africanos en María para las lecturas que engordan con la lógica del melodrama de los amos no son más que expresiones de, en palabras de Augusto Arias (1984), “la simpatía que Isaacs demuestra por los humildes”; la premura metódica de la lectura conservadora se impone, al tiempo que el universo de sanción de la obra se fortalece en disquisiciones estilísticas sujetas a administraciones adjetivas que niegan la apuesta ideológica del escritor caucano.

Arias habla de “la presentación de sus personajes de conciencia aligerada y de corazón tranquilo”, asumiendo la inclusión de sus relatos como un ardid para magnificar la figura del extranjero blanco que es el mismo padre de Isaacs.

Con el tono enfermo de suspiros que envenenó la atmosfera de María, dice Arias:

En todo un largo episodio, labra el poeta caleño la historia de la negra Feliciana, aya de María, desde cuando la niña huérfana fue llevada a la tierra de la madre, en los brazos tostados de la mujer, oriunda quizá de Bambuk, aquella ciudad africana de la música mecida y aligerada. Relata entonces la humanidad del padre, cumplidor de la manumisión de los negros y sigue a Feliciana cuando, al morir, marcha para siempre, cuerpo yacente de ébano sobre una parihuela de guaduas69 (p. 260).

68 Cabe recordar que en muchas de las ediciones de María, en un gesto que hoy puede leerse como racista, se ordenó la no inclusión de la historia de Nay y Sinar y del relato de los negros del Dagua.

69 Fragmento extraído de El caballero de las lágrimas de Velasco Madriñán.

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El brazo de la mujer que llega junto a María a la hacienda del cauca posee un rastro de sangre que grita la brutalidad de la trata esclavista. La idea de contar el origen de Nay no obedece a la simpatía con su historia, obedece a la intención de mostrar cómo a los africanos se les arrancaron las ilusiones, las maneras, los proyectos (el principal de ello es el de la reconciliación posible).

La completitud de la obra de Isaacs hoy sólo se da en el comprender los imaginarios, los paladares, los gestos de la educación sentimental, las maneras del contar, las musicalidades de los hijos del Valle del Cauca como a territorios de conquista de los esclavos africanos. No obstante, los gustosos de la casi exclusividad del relato de amor entre hacendados cuentan las páginas de la inclusión de los otros personajes en el libro; el autor de El caballero de las lágrimas, en un acto peyorativo de los valores diversos del libro, dice:

No podrá citarse en idioma castellano una novela ejemplar como la novela isaacsiana, en la cual los personajes centrales se roben tanto la atención, haciendo pasar por alto a los lectores poco observadores y sólo preocupados por el desarrollo del argumento, los tipos corrientes que fueron parte de la escena novelística. Porque Efraín y María —los protagonistas principales— con la fuerza trascendentalmente amorosa de los diálogos, hacen olvidar aunque momentáneamente a los personajes secundarios, cuya suma a través de las páginas es de treinta y ocho, sin contar los que figuran en el cuento de Nay (Velasco Madriñán, 1987, p. 263).

Para los que reivindicamos otras lecturas de María, sí hay que contar las páginas de Nay y Sinar, pero hay que hacerlo desde lo ordinal que nos permite identificar a la verdadera semilla de la narración. Urge contar sin detenerse en la cuestión de las extensiones o en aspectos numéricos que intentan hacer relativo el valor de la tragedia africana o el peso en la obra de la apropiación de América que hicieron los hijos de los esclavos (apropiación-reinterpretación que se expresa en la cultura del río de las comunidades negras americanas).

En los fragmentos de las historias africanas habita la particularidad de la novela, la profundidad que nos invita a no confundir con la Isla de Circe el paseo con Salomé a orillas del río Amaime, a no querer ver

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al perro de Ulises en el perro de Efraín (Mayo), a no equivocarse en los portes que hacen de Laureán y de Cortico un pretexto para sucumbir ante lo dicotómico y antinómico.

La relectura de María nos indica lo necesario que nos resulta, desde la crítica de lo no leído, alejar la idea de los autores americanos de los perfiles de traductores, de replicantes, de plagiarios o de hermanos menores de la tradición europea. En la novela de América, de la que María resulta hito fundante, no existen los espacios para los principales que diseñaron para sí los que desataron las rebatiñas, no hay personajes primarios y secundarios, pues el narrador desde las tierras de conquista puede asumir la mímesis de las tradiciones impuestas para relatar las intimidades de lo propio. Eso hace Isaacs al reconocerle una historia a Nay, al describir en detalle su paso por el cañón del río Dagua, al insinuar la condena por la sensualidad que significa la entrega de las pieles del mulataje al capricho de los hijos de los principales. Desde la lectura ideológica de sus condiciones intenta asumir los materiales exclusivos de su entorno para que la futura mirada los pueda leer cual fundación de la tradición que espera merecer verdaderas libertades.70

En los textos del caucano se encuentran encriptados los más diversos homenajes a los padres y a las madres esclavas:

Ahora la llanura estará solitaria: el viento sacudirá los aromales resecos, esparciendo en los gramales hojas muertas. ¿Dónde estará la tumba que mi alma busca allí? Nunca hollaron mis píes los zarzales que la rodean; no ha humedecido ese polvo una lágrima mía. Mis

70 Mientras tanto, los bordadores de orgullos, los soldados de la de-significación siguen encontrando pretextos, uno de ellos la dimensión autobiográfica de la novela, donde se niega la existencia de Feliciana: “un domingo de verano de 1941, época durante la cual escribía El caballero de las lágrimas, me interné por un tupido bosque en la región de Santa Elena, Amaimito. Después de atravesar el florecido bosque, llegué al rancho de paja del negro Cabrera. Frente a la casita había un mirto solitario. El antiguo esclavo tenía algo más de ciento veinte años, conservando muy lúcidas sus capacidades mentales; ya había perdido la vista, pero conservaba la visión del pasado isaacsiano, del cual hacía interesantes capítulos ante los contertulios, mientras escanciaba aguardiente de caña. Gentilmente me recibió y me hizo pasar un asiento desvencijado para que me sentara. Lo interrogué, logrando entonces la declaración que había oído de otros campesinos: Fui de la servidumbre de mi amo Jorge Enrique, quien me tenía mucho confianza y por esto me mandaron a Buenaventura para que trajera a una niña que venía de Jamaica y a quien después mis amitos contemplaron mucho. Era muy hermosa y todos la queríamos por su simpatía. Desgraciadamente pocos años después murió y bajamos con el cadáver hasta el cementerio de Santa Elena, cercano a esta chagra”. Fuente más que sospechosa, un hombre de más de 120 años que habla al amparo de unos aguardientes.

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manos no tocaron helada esa mano cariñosa que meció mi cuna. Mi acento no llegó a los oídos de esa madre amorosa, cuando la rodearon algunos de sus hijos, esperando un adiós y una bendición que yo no merecí. ¡Mis ojos la lloraron tarde!71 (Isaacs, 2006, p. 8). El Valle del Cauca se vistió de las hojas de la quema, el mar de

caña devoró a las tumbas de los negros. Isaacs lloró tarde la figura de la esclava, el Valle intenta borrarla de sí a fuerza de sahumadores.

No existe la gratuidad en la inclusión de los negros en María, hoy los derroteros del sefardita nos develan un milimétrico control del tema referido: en su inmersión imaginada de África Isaacs no se atreve a elaborar por desconocimiento una vivencia particular del habla de los pueblos de Nay y Sinar; en América hace un homenaje mimético a las maneras de la vivencia del lenguaje de los negros del Pacífico. La condición genérica de su incursión en el universo de sentido africano no obedece a las maneras dictadas por la referencialidad de Atala, ni a la exigencia de la fuente enciclopédica, ni a las formas propias de los exotistas, obedece al respeto que se le exige a un relator en la distancia. Isaacs no entra en detalles que le son imposibles de asumir, lo relatado se encuentra en la condición genérica que significa la acción:

Ellas, en vísperas de marchar las tropas, dio a su amante, sin que él lo echase de ver, una bebida en la cual había deszumado una planta soporífera; y el hijo de Orsué quedó así imposibilitado para marchar, pues que permaneció por varios días dominado por un sueño invencible, el cual interrumpía Nay a voluntad, derramándole en los labios un aceite aromático y vivificante (Isaacs, 1986, p. 218).

En negrilla están destacados los aspectos genéricos que Isaacs, por desconocimiento del entorno, no se atreve a ampliar como información. Cuestión de la exactitud del recurso usado para efectos medicinales o con fines mágicos que no son alcanzados por la limitada condición de testigo del novelista caucano; precisión que se expresa, como parte fundante de la voluntad de autor, en un entorno que como el del cañón del río Dagua él conoce en el tránsito y en la vivencia. Por eso, por no

71 Fragmento de La luna en la velada.

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violentar las condiciones de un continente que le es desconocido, las apuestas del segmento de Nay y Sinar son en lo principal argumentales y se basan en la relación entre el verbo, el gesto y el adjetivo.

El relato no se agota en la constatación, desde la voz de los científicos, de aquello que en el desarrollo de sus sugestiones escuchó en boca de los esclavos. La fuente de Cantú y la segura fuente de Alonso de Sandoval son puestas al servicio de la intención de Isaacs de no dejar pasar de manera silente para la novela hispánica la brutalidad de la trata.

En su relato de los negros del Pacífico muestra la pericia sobre la información que le brinda el repetirse en la vivencia sobre un territorio. Isaacs es un precursor de lo que Walter Benjamin (1967) se dio a llamar semejanza inmaterial,72 concepto aplicable a los acumulados expresivos donde se hace un proceso de imitación de condiciones que se escapa a las meras descripciones objetivas, fundamental para entender el proceso de construcción del relato donde se captura a los imaginarios, a las historias de los pueblos, a las intimidades de las comunidades; en la apropiación de las maneras del habla de los negros del Dagua que asume Isaacs no se da la imitación folklórica que rotuló para sí el exotismo, no se presentan los extrañamientos propios del malbaratador de cotidianidades, no se da el efecto del sembrador de portes que han de servir para eternizar la dominación.

Germán Arciniegas (1999) nos recuerda, en Genio y figura de Jorge Isaacs, que en el Pacífico el escritor caucano era un sujeto frecuente y obligado. De ahí el gran valor del autor de María al no limitarse a

72 Walter Benjamin, ensayo Sobre la facultad mimética: “Es preciso tener en cuenta el hecho de que en tiempos más antiguos, entre los procesos considerados imitables debían entrar también los celestes. En las danzas y en otras operaciones culturales se podía producir una imitación y utilizar una semejanza de esa índole. Y si el genio mimético era verdaderamente una fuerza determinante de la vida de los antiguos, no es difícil imaginar que debía considerarse al recién nacido como dotado de la plena posesión de esta facultad y, en particular, en estado de perfecta adecuación a la configuración actual del cosmos. La apelación a la astrología puede proporcionar una primera indicación respecto a lo que es necesario entender con el concepto de semejanza inmaterial. Es verdad que en nuestra realidad no existe más aquello que permitía, en un tiempo, hablar de esta semejanza y, sobre todo, evocarla. Pero también nosotros poseemos un canon que puede ayudarnos a esclarecer, por lo menos en parte, el concepto de semejanza inmaterial. Y ese canon es la lengua”. Difícil cuestión para los escritores que no han hecho de los espacios contados su rutina, pues el lastre academicista de aprender a apropiar el soporte mimético desde la expresión en grado cero puede convertir su imitación en una gran traición.

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ejercer la mímesis de aquel entorno en la maneras habituales de lo catedralicio, promisorio o carcelario.

En tanto a las sanciones de la originalidad de la obra o el rótulo de lo regional por lo regional, persecución posible para aquellos que asocian la mímesis a la particularidad de los territorios, resulta vivificante la luz que da Olga Mariella Aita (1999), en su ensayo sobre Simone Schwarz-Bart, en el cual una preocupación crítica torna en modelo cuando en condición de lectora informada se pregunta: ¿Lluvia y viento sobre Telumée Milagro no es una novela localista que sólo incumbe a Guadalupe?:

En América todos somos simientes trasplantadas; sean los más antiguos ancestros esparcidos desde las costas del Pacífico o del Atlántico; o como los últimos en llegar, arrancados de África negra tras la invasión del europeo. Somos todos descendientes de un éxodo planetario. ¿Cómo se concilia esta diversidad con la identidad de un “ser americano”?

Lo que tenemos en común viene dado por las estructuras y matices de pensamiento que compartimos y a través de los cuales expresamos mitos, leyendas, cosmogonías y los muy particulares resultados teóricos y prácticos del pensamiento mágico-religioso (Aita, 1999, p. 247).

María es así, pues, una novela sobre lo particular, en la adaptación y la transformación de la mítica, en la pugna y el contacto; María versa sobre el vínculo, se construye en la memoria y encuentra su estructura ideológica en el pensamiento evocativo.

Hoy la crítica, desde el incendio o desde el resquemor, desmonta la angustia por lo excepcional y por lo cerrado. Olga Mariella Aita (1999) continúa su ensayo-modelar con total claridad:

Podemos llegar a una común apreciación de nuestras realidades naturales y sociales que compartimos, además por igual. Por ellas, somos capaces de lograr una similar interpretación de lo que nos rodea, de lo que nos acontece y de lo que podemos esperar.

Todas las formas del pensar con tales estructuras están todavía muy presentes en la vida diaria del americano. Ellas son determinantes en la construcción de su pensamiento, a tal punto que bajo las mismas matrices elaboramos cotidianamente nuevos mitos y leyendas

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apoyados en la fantasía y la imaginación frente a los acontecimientos que de otro modo aparecerían vanos, triviales, intrascendentes (p. 248). Escapa María a las generalizaciones, construye las gratificaciones

en lo común, no en lo agotado. La magnificencia no depende de la espectacularidad de la anécdota, se teje en el reconocer a los perfiles relatados inmersos en su cotidianidad. Cortico, Laureán, Bibiano y su hija son personajes que la versión de Isaacs no pretende fundar, sino que busca establecerlos en los imaginarios de la representación de aquella patria joven que habitó en condición de poeta, político, trashumante, funcionario y soldado. Adjetivos tras los que se podrían dar diversas miradas sobre sus motivaciones, pues estaba dotado el joven Isaacs para comprender los misterios que constituyen los oficios, para saber lo que significa la profundidad de una patria casi sin contar, para entender el carácter de la gente que habita las tierras de escape:

“Las palancas, que cuando se baja el río, sirven mil veces para evitar un estrellamiento general, son menos útiles para subirlo. Desde fleco, a cada paso caían al agua Gregorio y Laureán, siempre después del consabido golpe de aviso, y entonces el primero cabestreaba la canoa asiéndola por el galindro, mientras el compañero la impulsaba por la popa. Así se subían los chorros o cabezones inevitables; pero para libarse de los más furiosos había pequeños caños llamados arrastraderos, practicados en las playas, y más o menos escasos de agua, por los cuales subía la canoa rozando con el casco los guijarros del cauce y balanceándose algunas veces sobre las rocas más salientes (Isaacs, 1986, p. 307).

En lo que respecta al ser afroamericano, María es una novela sobre la supervivencia, sobre lo que se ha protegido en la incomunicación, sobre las resistencias periféricas. María es un texto que cuenta la exclusión y que reconoce los porqués de los temperamentos de una nación construida por apuestas económicas que poco conocieron de justicia.

En tanto a África, María es una metáfora sobre lo que es la historia del apropiarse de los territorios o de sus poblaciones, es una alegoría sobre la posibilidad que tienen los obligados de colonizar

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los imaginarios de los hijos de sus captores, es una ironía sobre los falseados orgullos de los principales, es una farsa que mastica con potencia una educación sentimental sembrada en la paupérrima cimiente de la doble moral.

María es el testimonio de la pervivencia de África en territorio americano, es el texto que permite comprender la génesis de la conciencia americana de un hecho que insiste en dictarse fundamental: la continuidad simbólica en la diáspora de las patrias del continente negro.

Laureán, Cortico, Bibiano y su hija son seres que tienen su propio relato, lo poseen sin importar que el país que habitan esté de espaldas a sus realidades; Nay es la mujer que tiene una historia previa a su situación de subalterna en la hacienda, es la mujer invisible, es la estampa presa de la sub-ponderación en todas sus clasificaciones, para quien, en la apuesta ideológica de Isaacs, debe existir relato; el caucano se obliga ante ella al convertirla en narración, se detiene a edificar su melodrama africano, su asociación fascinación-sentir, en la memoria de su origen, de su captura, de su arribo al sistema productivo establecido en el gran Cauca.

El relato de la mujer negra en María no debe quedarse estancado en la lectura-homenaje del momento final de una existencia servil. La noveleta intercalada de Nay y Sinar es la narración de una mujer que sabe que el sentir también tiene historia, es la narración de una mujer que sabe de la obligación primera: amar el origen.

Sinar, deteniéndose, con las miradas llameantes y una sonrisa de triunfo en los labios, dijo a Nay señalándole el valle que tenían a los pies:

—Nay, he allí el camino que conduce a mi país; yo voy a huir de mis enemigos, pero tú irás conmigo: serás reina de los Achimis, y la única mujer mía: yo te amaré más que a la madre desventurada que llora mi muerte, y nuestros descendientes serán invencibles llevando en sus venas mi sangre y la tuya. Mira y ven: ¿Quién se atreverá a ponerse en mi camino?

Al decir estas últimas palabras levantó al ancho manto de piel de pantera que le caía de los hombros, y bajó él brillaron las culatas de dos pistolas y la guarnición de un sable turco ceñido con un chal rojo de Zerbi.

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Sinar de rodillas, cubrió de besos los pies de Nay pendientes sobre el mullido plumaje del avestruz, y este halaba cariñoso con el pico los vistosos ropajes de su señora.

Muda y absorta ella al oír las amorosas y tremendas palabras del esclavo, reclinó al fin sobre su regazo la bella cabeza de Sinar diciéndole:

—Tú no quieres ser ingrato conmigo, y dices que me amas y me llevas a ser reina en tu patria; yo no debo ser ingrata con mi padre, que me amó antes que tú, y a quien mi fuga causaría la desesperación y la muerte. Espera y partiremos juntos con su consentimiento; espera, Sinar, que yo te amo… (Isaacs, 1986, pp. 217-218).

Feliciana tiene valías adicionales, opciones de interpretación que se establecen en correlatos más que sugestivos: la mímesis de su condición doméstica se refleja en la figura de María, en sus recorridos por la casa, en la actitud con los niños y en el atrevimiento del amor liberto, del amor en los mensajes que utilizan como renglón al río. Además, Isaacs relata la teatralidad de su deceso incluyendo dinámicas que bien pudiesen entregarnos el camuflaje de las maneras del palenque en pleno corazón del mundo de la hacienda:

Eran las cinco de la tarde cuando hice que alejaran a Juan Ángel del lado de su madre. Aquellos ojos que tan hermosos habían sido giraban amarillentos y ya sin luz en las órbitas ahuecadas; la nariz se había perfilado; los labios graciosos, aunque ligeramente gruesos, retostados ahora por la fiebre, dejaban ver los dientes, que ya no humedecían; con las manos crispadas y yertas sostenía sobre el pecho un crucifijo y se esforzaba en vano por pronunciar el nombre de Jesús, que yo repetía, nombre del único que podía devolverle a su esposo [...] Luego que las esclavas la vistieron y colocaron en un ataúd, cubierta desde la garganta hasta los pies de un lino blanco fue puesta en una mesa enlutada en cuyas cuatro esquinas había cirios encendidos Juan Ángel a la cabeza de la mesa derramaba lágrimas sobre la frente de su madre, y de su pecho, enronquecido por los sollozos, salían lastimeros alaridos […] Terminado el rosario, una esclava entonó la primera estrofa de una de esas salves llenas de dolorosa melancolía y de desgarradores lamentos de algún corazón esclavo que oró. La cuadrilla repetía en coro cada estrofa cantada, armonizándose las graves voces de los varones con las puras y dulces de las mujeres y de los niños (Isaacs, 1986, pp. 184-185).

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La captura de la excepción de la narración de Isaacs se fortalece en la conciencia de la distancia existente con el relato de la costumbre edificada por la malinterpretación de lo romántico. Isaacs se ubica como autor en un territorio donde los rituales funerarios difícilmente se pueden asumir en condición genérica. Narra la acción, la escena, la teatralidad de la misma; se detiene en la atmósfera del cortejo, propone caminos misteriosos para desentrañar lo que aquella atmósfera significa, es testigo de cuándo, fungiendo cual relator del instante cumbre, los camuflajes que usa el sentido en la resistencia se vencen por la conmensura de quien se acompaña en la jornada ulterior.

El sepelio de Feliciana es un testimonio del progresivo avance de la promesa del retorno que habrá de significar las prácticas fúnebres de las culturas africanas sobre el territorio del Valle del Cauca. El cortejo de Nay es la completitud de la castración de una historia en la cruz que corona la tumba de quien siguió siendo en la memoria, es la escena para que el coro de esclavos disfrace de “piedad cristiana” sus reclamos; ante la mirada de los amos que no tienen tiempo para comprender lo extrañado, es el escape que en dos orillas muestra un camino de fuego para ser seguido por los que heredaron la sujeción, es el testimonio-guía para los que no portan la marca de carimba, pero portan la piel total de la orfandad.

¿Nay es el final de una historia? Es la incertidumbre del que sabe la caducidad de los rostros patricios, es la que debimos leer como la semilla argumental de María, pero que nos redujeron a la condición de anécdota que se supone la primera letra de la nueva historia del blanqueamiento que en el cauca ha de ser la única apuesta que sabe de constancias; venturosamente, sin la castración del texto la de-significación del mismo es una empresa de lo imposible y hoy, tras el acumulado de engaños, nos es viable entender lo habitual de María como una suerte de lujoso empaque de sus elementos de excepción.

La memoria se pretendió un elemento birlado, pero las trazas se mezclaron con la invención para pervivir en medio de un proyecto de nación alimentado de carne cercenada. Los puestos en escena en condición de cautivos se mueven a placer en los imaginarios de las generaciones del vínculo. La que porta el recuerdo de África ha muerto, pero viven los que en América han aprendido a sentirse propios. Los

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hijos de la resistencia que bebieron de nuevos arraigos son los reyes de su nicho ecológico y reclaman para sí las claves de los principales que las culturas indígenas les han enseñado, mientras aprovechan los rostros de la legalidad que les ofrecen quienes aún no han aprendido a no sentirse dueños pero viraron su discurso hacia la abolición y la expansión del sentir patriotero.

¿Isaacs intentó lograr que la mirada nacional se volcara sobre el ser en el Pacífico? La respuesta positiva significa asumir sin temores la apuesta ideológica en María. ¿Fracasa en su intento? Logra ubicarse en la bajo sospecha que le ha de cortar las gracias de parte del centro, desata sobre sí todo tipo de persecuciones, en lo concreto cosecha los desafectos que se convertirían en la venganza sostenida sobre las valías de su novela: su voz se confundió con la voz de los empalagos en un proyecto de nación amarrado de forma casi exclusiva por símbolos que agotan las angustias por los discursos.

De manera temprana, Isaacs fue advertido por los reguladores en su dimensión atentatoria, fue visto como un posible peligro para el miedo al afuera que fundía entre purezas a los provincialismos, mientras aplazaba la pulsión de aprender de las posibilidades del concepto de patria aplicado sobre el voluptuoso cuerpo de una madre mega-diversa; en torno a su nombre, se estableció un derrotero de silencio y de ocultamiento que se cerraría sólo cuando los hijos de la rebatiña se regodearan en la completitud de la de-significación de su obra, se estableció un dictamen de lo gélido preventivo que tornaría en olvido rotundo cuando se completara la destilación pútrida y suspirante que les brinda el triunfo de pregonarlo convertido en un autor-orgullo-región.

Isaacs, ante las miradas que escapan a la sugestión de los rótulos, dejó en claro la existencia de un universo de sentido previo a la llegada de las vanidades del progreso; su condición de testigo fue un muro de contención para aquel ímpetu que pretende fundar las historias de los territorios, aquel mundo relatado por él ya había sido reclamado por poblaciones en el desarrollo de una historia del equilibrio: los indígenas que están incluidos en lo no contado y los negros sobre quienes actúa la focalización.

Su descripción es reveladora hasta en los fragmentos signados por la prisa:

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La navegación iba haciéndose cada vez más penosa. Eran casi las diez cuando llegamos a Calle-larga. En la ribera izquierda había una choza, como todas las del río, sobre gruesos estantillos de guayacán, madera que como es sabido, se petrifica en la humedad; así están los habitantes libres de las inundaciones, y menos en familia con las víboras que, por su abundancia y diversidad son el terror y pesadilla de los viajeros (Isaacs, 1986, p. 301).

La mirada de Isaacs se escapa a las imposiciones de lo que podemos llamar el enciclopedantismo, pues parece reconocer que el saber no es cuestión de gestos sino de un esfuerzo que convoca a la carta total de los compromisos. En su obra, las limitaciones se suplieron con lo imaginado y la versión de oídas encontró un aliado en el marco de legitimidad de un referente bibliográfico, pero la verdadera importancia de la inclusión del fragmento de Nay y Sinar está en la confianza que se depositó en la voz de la esclava. Así, pues, Isaacs intentó rescatar la memoria de una mujer que adivinó sería ninguneada ante la historia. El autor de María reflejó un continente, le rescató de los relatos de sus viejas ayas; la enciclopedia le dio certezas sólo en el campo de las utilerías y de las genealogías que se limitaron a descripciones empobrecidas por la condensación y signadas por aspectos de exclusivo valor nominal.

Isaacs, en la condición dinámica de la memoria, encontró los insumos de lo vivo, en la voz de las esclavas halló la respiración que convirtió en cosa latente a la fosilizada infancia del saber que duerme en los diccionarios ya envejecidos. Las costumbres enciclopédicas en María se vencieron y prevalece en ella la versión ampliada de aquellas huellas de africanía que Isaacs retoma. Bajo esa conciencia, se establece la medida de excepción de Nay-Feliciana; de frente al desentendimiento por lo que se consideraba ignoto, periférico, atrasado y vergonzante, el novelista sentimental caucano escapa a la historia y a la geografía colectada por el hombre blanco para convertirse en un precursor del registro del mundo contado desde la perspectiva del negro.

Nay es mucho más que la negra de la casa. En tanto al argumento, se condensa su perfil —por plumas que se expresan desde adentro de la historia propia— en el ensayo Las mujeres negras en la historia de Colombia:

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A diferencia de otras esclavas, no desempeñó trabajos recios y peligrosos, como era costumbre en la hacienda, pese a que el código español disponía no imponer tales labores a las mujeres. Tampoco fue obligada a casarse con un hombre de su “misma raza, casta y condición”, conforme lo ordenaba la Corona a través de la “Real Pragmática” expedida en 1776. Con ella se prohibían los matrimonios desiguales, afianzando el sistema de castas socio-raciales (De Friedemann y Espinoza, 1995, p. 61). Hoy es un espacio de acuerdo, donde poco caben las sospechas

de lo ficcional como cuestión no gratuita, el asumir las fuentes bibliográficas de Isaacs en la empresa narrativa de la historia de Nay y Sinar, pero hay que cuidarse bien de que aquella certeza no se convierta en señalamiento o en pretexto para la escritura de nuevos rótulos violentos. En Isaacs se da la apropiación de una información que no deviene en el agotamiento de la misma, de una información que escapa a la voracidad por lo documentado y que en gran medida permite comprender las limitaciones de su esfuerzo por edificar las utilerías y los aperos de su versión americana del continente negro, al tiempo que nos obliga a no detenernos en el desmesurado valor descriptivo de la piel de pantera, de las caravanas de avestruces, del oro en polvo —que es cuestión cosmética—, de los torsos semidesnudos o de los cojines de Bornú.

Isaacs dispone, no especula; documenta, no agota, una tierra de origen ungida en la distribución social de castas, sometida a la circunstancia de los cautiverios domésticos dictados por las migraciones o por la espera de la confrontación. El África de Isaacs es obligada a soportar el desplazamiento de pueblos enteros, su historia se cuenta en trashumancias motivadas en las derrotas de los reyes, pues tras los pasos de las cortes van los prestigios que justifican lo que se asume como acción-tradición. África en María es vencida de antemano por las asociaciones en lo militar, por los acuerdos bordados entre las instituciones de una Europa en expansión, por la legitimidad de la violencia propia de la desconfianza entre los pueblos, por las ofensivas que buscaban la aniquilación de las culturas que, aunque compartían las geografías, no se aprendieron en condición de hermandad.

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El valor y pericia militar de Magmahú y Sinar fueron por algún tiempo de gran provecho a los kombu-Manez en la guerra con sus vecinos, pues libraron contra ellos repetidos combates, en los cuales obtuvieron un éxito hasta entonces no alcanzado. Precisado Magmahú a optar entre que se degollara a los prisioneros o que se les vendiera a los europeos, hubo de consentir en lo último, obteniendo al propio tiempo la ventaja de que el jefe Kombu-Manez impusiera penas temidas a aquellos de sus súbditos que enajenasen a sus dependientes o a sus hijos (Isaacs, 1986, p. 221).

Con la tierra contada por Isaacs compartimos los dramas, la confusión entre el orgullo y la pena, la imposición de las ponderaciones obligadas por el mundo europeo que nunca se detiene en eso de “establecer” sus periferias. Por eso, tras miradas de pies ligeros, llama la atención cómo aún hoy entre los nacidos en la dominación cuesta tanto construir metáforas de la hermandad justificadas en lo común de las carencias provenientes de la espada al cuello, de los perros entrenados para devorar las pieles del porvenir, de los artefactos que al balín mordieron las dinámicas de nuestras pugnas internas y de los desentendimientos confundidos con orgullos.

La oralidad, representada en las ayas y en los esclavos de Isaacs, parece fundar la posibilidad de leer los dramas de los periféricos no como a cosas distintas entre sí, pues la remembranza de la negra Feliciana muestra la genérica letanía de las madres que tienen que ver crecer a sus hijos en el desarraigo, en la captura y en la ausencia de las figuras que en medio de la confusión nos arrancaron. Padres cercenados, madres negociadas ante nuevas identidades. Distintas distancias que alimentan la resignación de siempre. Sujeción a escalas y a peldaños, peso aplastante que convierte en polvo las particularidades. Bendición de los suspiros cargados de contenido que la novela sentimental María hizo posibles.

Isaacs nos regala con la conciencia de algo que hoy ya se debería asumir desde la obviedad, pero que aún se cuenta entre lo no asumido: la orfandad no nace en la caída de las metrópolis y de los centros, se crea en la evocación de nosotros mismos, en el deseo de entender lo que debió ser de los procesos que nos interrumpieron.

5. CATARSIS AFRICANA, LA SUGESTIÓN EN EL CANTO DE LAS AYAS

En la edificación estética del universo africano, es un dato gastado referir que la labor de Isaacs fue apoyada en las descripciones de la compilación temática escrita por Cesar Cantú. En un gesto perseguido por los enfermos de lo constatable, Isaacs cita al enciclopedista en los paratextos del capítulo XLIV:

si hay quien quiera creer exageradas las desventuras de Nay y de sus compañeros de esclavitud, la lectura del capítulo VI, época XI, y del XVII, época XVIII, de La historia universal de Cantú bastará a convencerle de que al bosquejar algunos cuadros del episodio, se han desdeñado tintas que podían servir para hacerlo espantosamente verdadero (Isaacs, 1986).

No obstante, el dato se aplaza entre sus condiciones falaces, pues el chileno no ofrece descripciones objetivas sobre el universo africano en los capítulos citados por el escritor caucano.

Jorge Isaacs devela sus fuentes, pero no está desligada su voz de posibles imprecisiones, no es incólume de caer en los riesgos de relatar aquella historia en la habitual tonalidad cobriza de las aventuras donde el relator avanza con la pistola al cinto. El valor de su apuesta como autor no se encuentra en los misterios de la fidelidad pretendida por las escuelas europeas; lo constatable de su intención no es motivado por la pauperización del otro exigida por las huestes conservadoras; su pluma no es guiada por la infantilización del sentir diseñada por los apropiadores, sus ponderaciones gravitan en la intención de propender por la inclusión.

Tras el esfuerzo de nutrirse en fuentes complementarias, Isaacs no asume a los africanos como utilerías de sus intenciones, no les relata en un juego de equilibrio entre amores malogrados, pues cuenta al ser africano para reconocer su enorme valor histórico en el recodo de Suramérica que le tocó por patria.

En su texto Lo que fue, es y puede llegar a ser la raza africana en el Cauca, recuperado en la edición 29 de la revista Poligramas (2008),

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Isaacs relata la función de los negros en las expediciones que desde el Caribe penetraron al territorio que él reconocía como más que una provincia de un proyecto de nación mayor:

Concretándonos a la colonización de la Nueva granada, sabemos que el licenciado Juan de Vadillo salió de Cartagena hacia el golfo de Urabá conduciendo 350 hombres, 512 caballos, muchos negros e indios con los pertrechos suficientes, etc. Y que habiendo partido de San Sebastián en 1537, después de más de un año de inauditos padecimientos, durante el cual perdió 92 soldados y 119 caballos (nada se dice de indios ni de negros), llegó a Cali, entrando por la costa de Buenaventura (2008, p. 38).

¿Cuántos de esos negros entraron en las dinámicas de escape que sirvieron para fundar-fundir al ser afroamericano en las selvas del Pacífico? Para comprender a aquellos heroísmos africanos era necesario referir e investigar un origen ajeno a los afanes de quienes les esclavizaron. La narración de Isaacs se da desde el interior de una cultura referida, sustentada por lo ya contado de las enciclopedias, pero vivificado en la deliciosa mutabilidad de los argumentos en la transmisión oral de contenidos entre las generaciones; es destacable cómo el caucano no queda preso del anecdotario condensado de las enciclopedias y logra escapar de aquel acumulado de temas que más parece la historia del avance del armamentismo o el poema épico que antecedió a la fábula de la vanidad de los que nos arrebataron la pluma del registro.

Cantú nos lleva de la lucha por la sujeción, los discursos abolicionistas y el mal sembrado dictamen axiológico que operó en las mentalidades que se enseñaron a la resignación de la inferioridad y a “las pretensiones humanísticas” que disfrazaron al cambio de estrategia de la explotación del mundo. El enciclopedista chileno nos muestra la piel econométrica de una historia donde, por intuidos, los sorbos de sangre no cuentan con relatos determinados por el afán del detalle:

Las leyes dan a algunos remedios a la exuberancia de sus males; pero los esclavos las ignoran y el amo no se da gran prisa a enseñárselas; antes por el contrario, la opresión en que están desde su nacimiento los persuade que son de naturaleza inferior o sólo nacidos para padecer

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y obedecer, y el terror moral en que crecen no les permite concebir la idea de los derechos. Sólo el exceso de un continuo tormento les hace rebeldes, y entonces fugitivos por las selvas, hacen mortal guerra al blanco, matan, incendian, envenenan y son perseguidos como fieras por perros adiestrados a su olfato, y que al cogerlos los despedazan. Bajo tanta opresión difícilmente se desarrollan voluntades robustas para conocer y allanar la larga carrera que conduce a la libertad, y sólo saben que un cerdo y una docena de huevos con los años pueden producir cuanto basta para rescatarse. Si son pequeños ahorros y trabajos extraordinarios acumulan un tenue peculio, la ley obliga al propietario a aceptar el rescate; las mujeres lo obtienen a menudo empleando la corrupción. Entonces reciben una carta de libertad, que llevan siempre consigo para presentarla en caso necesario; la mayor parte no usan de ella y continúan sirviendo a su señor, contentos de poderla dejar a sus hijos al morir (Cantú, 1869, p. 714. CVI. É XIV). El argumento de Nay y Sinar no pertenece a la referencia de Cantú.

Es posible decir que el baño enciclopédico de Isaacs es un baño de conciencia de aquello que resulta constatable en su entorno próximo; no obstante, el enciclopedista pudo influenciar en el desarrollo del carácter de las generaciones de origen africano en territorio americano: • Nay está sujeta a la fascinación y al ardid de una conversión total

para disimular sus resistencias.• El hijo de Sinar es el símbolo del imposible retorno al tiempo que

representa a la resignación por la inferioridad supuesta.• Los negros del cañón del río Dagua son el carácter de las nuevas

condiciones donde los hijos de África ya han aprendido a burlar la vanidad de quienes se resisten a desaprender las principalías.

• Los negros de la casa son el desdibujarse de las estirpes bebidas por la naturaleza de los mulatajes y por la imposición del mestizaje como proyecto de nación.

Isaacs no es libre de culpa ante las objeciones y los lugares comunes; sin embargo, lo destacable en su novela es el hecho de marcar distancias con los desarrollos propios de lo hegemónico, pues logra romper la administración habitual de los aprecios y de las ponderaciones que determina a los falseados compromisos de lo romántico por lo romántico. El alejamiento, quizá por centímetros,

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de la manera dominante de representar a aquellos universos signados por la rotulación periférica, muestra la belleza kilométrica que vive en el recorrer con paso afecto a los paisajes evocados por parte de los desarraigados.

En María, a pesar del tono omnisciente del autor que juega a la condición de Dios, se esconde una propuesta catártica que se pone al servicio de los que creen en los riesgos del olvido del origen. El autor de María se atreve a hacerle justicia al negro a niveles que no eran fáciles de admitir por los poderes de su época:

Muchos pasajes históricos podríamos citar en comprobación de que los servicios de los negros durante la conquista de Sur América decidieron varias veces del buen éxito de las expediciones; pero con los que anteceden queda demostrado no solamente que sirvieron como esclavos, sino que también con un heroísmo casi en nada inferior al de los señores.

En justicia pues, aquellos africanos y sus descendientes tuvieron casi el mismo derecho que nuestros mayores para creerse dueños de las tierras que conquistaban (Isaac, 2008, p. 39).

¿La asociación del negro con el derecho a la propiedad? Cuestión que exige reconocer las condiciones particulares de Isaacs como sujeto autor. Una de ellas es la claridad conceptual-vivencial que se requiere para escapar de la vanidad heredada de un mundo construido sobre los valores de la racialización. Isaacs sabe lo que significa el dolor generado a pueblos que nunca lograrán restituir su historia, por eso les provee, a través de una no total ficción, de un antes, para que ellos partan de los distintos ahoras que les brindará su futura condición de lectores: “El África pierde cada año con la trata 475.000 personas. Los esclavos arrebatados a los buques negreros desde 1828 a 1837, llegaron a 56.000, o sea 5.600 por año. Y si esto sucede en nuestros días, ¡cuánto más difícil debió ser impedir tal comercio en otros tiempos!” (Isaacs, 2008, p. 36).

A pesar de conocer en Cantú las controversias por la trata y entrar en contacto con nombres como Buxton, Clarkson y Wilberforce, el escritor en su ensayo cita a una gran colección de referencias que niegan la tendencia a considerar al enciclopedista como su fuente única en lo

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que respecta a África como tema de estudio. Además, reinterpretando lo que el chileno presenta en la dimensión de la anécdota atrapada en el pie de página, muestra la sanción particular al sujeto-autor que ante la trata no puede operar como cualquier individuo inmerso en la circulación de bienes; un nombre de prestigios ve sus letras empañarse por el resoplar de los que ya no están dispuestos a tragar el cuento del liberar, espiritualizar, civilizar al ser africano:

Voltaire tomó una acción de 5.000 francos sobre un barco negrero armado en Nantes por Michud, y escribía este: “me congratulo con vos del feliz éxito de la nave El Congo, que ha llegado oportunamente a la costa de África para librar de la muerte a tantos infelices negros, sé que los negros embarcados en vuestros bajeles son tratados con tanta dulzura como humanidad, y así gozo en haber hecho un buen negocio, al mismo tiempo que una buena acción” (Isaacs, 2008, p. 36). Isaacs sabe que a los europeos no sólo se les suspira, desnuda

que la brutalidad no es asociable exclusivamente al origen. Habla del africano como héroe, mientras muestra la posición distraída en la conveniencia de uno de los grandes escritores de aquella patria que muchos han querido vender como su única fuente argumental.

El caucano significa a los tránsitos de su “estirpe”: proviene de la sangre extranjera que reclamó para sí la administración de las islas del Caribe, crece en esta especie de isla entre los andes que es el Valle del Cauca, comprende lo que significa el peso de las generalizaciones que hizo de distintos orígenes el adjetivo Negro; el caucano sabe lo que es enfrentarse a ser catalogado tras una palabra que niega los acervos caribeños en él: inglés; es víctima del epíteto que se usa en Colombia sobre todos aquellos de piel blanca a quienes no se les quiere preguntar la procedencia: paisa. Por eso, es innegable ofrecerle la posibilidad de comprender lo que significa elaborar tramas sobre la memoria, lo que es romper los relatos marmóreos y atentar al bronce de las plazas con palabras; en sus elaboraciones del ser africano, parece reconocer lo que es el deleite en medio de los tesoros y de los conocimientos que se protegen tras la sanción de lo rústico. Sin temores, me atrevo a decir que es muy difícil creer que la emoción que se esconde tras el relato que hace Isaacs del África sea gratuita, que la idea de la inclusión

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o la exclusión de los capítulos en las distintas ediciones responde a decisiones políticas por parte de aquellos a quienes la mirada de Isaacs atentaba, molestaba o asustaba, que tras el silenciamiento de esas páginas se escondía la intención de evitar que el negro se reconociera en tanto a origen-captura-adaptación. Isaacs significa una derrota posfechada del melodrama de los amos, pues la historia de Efraín y María sería bebida por el canon, mientras Nay y Sinar y los negros del cañón del río Dagua mantendrían viva las lecturas diversas de la novela.

Un párrafo de su texto Lo que fue, es y puede llegar a ser la raza africana en el Cauca establece la esperanza por la futura mirada de los hijos de los esclavos, la misma que será libre-total cuando se completen alrededor de los hijos de la negredumbre los proyectos de inclusión, que será detonante de la urgencia del derrotero propio en la enseñanza de una historia en común, continuidad que se aprenderá orgullo, más allá de los simbolismos en la derrota del gesto que pondera las ignorancias mutuas:

Necesitamos llamar en nuestro auxilio todas las fuerzas y esperanzas que la fe en sus designios providenciales da, para seguir trazando estas líneas que leerán solamente, si mucho merecen, algunas personas letradas. El temor que estas páginas puedan quedar para siempre o por muchos años ignoradas de la raza para mejoramiento de la cual se escriben aduado el convencimiento de que el porvenir de la más importante sección de la república depende absolutamente de la educación que a esa raza se procure, no basta sin embargo a desanimarnos; porque si tantos podrían desempeñar ese trabajo con mejor éxito, y lucimiento que nosotros, si es posible que no veamos fructificar la semilla que regamos, en cambio nos quedará la satisfacción de haber sido en nuestro país los primeros en acometer esa tarea y de haber hecho en bien de la tierra nativa todo lo que estuvo a nuestro alcance (Isaacs, 2008, p. 45).

Posición muy disímil a la expresada por Cantú en la Época XVIII capítulo XVII de su enciclopedia, donde, tras una mirada panorámica sobre los aconteceres de la trata, exhibe su particular administración adjetiva del mundo:

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Por más que los filántropos y los misioneros los elogien, los negros son malos, holgazanes y rapaces; donde fueron emancipados se aumentó en doble cantidad el valor de los objetos de consumo y creció el número de los delitos y de los desórdenes; por lo cual muchos de buena fe y sin idea de interés particular se han opuesto a la abolición de la esclavitud (Cantú, 1869, p. 576).

Tras aquellas ideas contrastadas, tras aquel alejamiento conceptual de Isaacs de la que se ha considerado casi como su fuente única, sospecho de la obligada lectura temprana de María, sospecho del consumo del libro en resúmenes, sospecho de la leyenda que sirve de parapeto a la lectura que nos enseñaron, pues se busca cosechar a través del libro de-significado un batallón de corazones aún susceptibles a la sugestión.

Isaacs es un romántico incendiario que actúa de frente a la futura mirada, a la masa crítica mejor dispuesta para la derrota de los enciclopedismos y de las vanidades racistas; sustentaré mi tesis, si se puede catalogar de dicha forma, en distintos aspectos: las maneras exhibidas por el autor en el aproximarse a la triste poética de la deculturación; las ventajas que le ofrece dramáticamente el conocer por dentro la historia del sistema de producción agrícola, sustentado en mano esclava, que se replica del Caribe en el Valle del Cauca; la profética condición que le brinda comprender la pronta caducidad de un mundo que, como la hacienda vallecaucana, se ha quedado aislado de su génesis; el estudio que le ha llevado a saber de la sub-ponderación a la que somete a los descendientes de africanos nuestro proyecto de nación; su relación con el diseño de la administración de nuestros territorios que le permite ver, con el cariz del partícipe, al relato hegemónico plagado de engaños. Su voluntad de autor se ubica de forma valiente en detrimento de una fábula de nación donde al negro se le utiliza, se le sacrifica, se le desprecia y se le teme. Cita Isaacs un texto escrito en 1819 por José M. Restrepo:

Una de las grandes medidas que Bolívar había dictado poco antes, fue que se tomaran tres mil esclavos jóvenes y robustos de las provincias de Antioquia y del Chocó, así como dos mil de Popayán para aumentar el ejército. El vicepresidente Santander hizo observaciones sobre esta

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providencia por la multitud de brazos útiles que se arrancaban de la agricultura y de las minas. Sin embargo, el Libertador presidente la mandó a cumplir, manifestando ser altamente justa para restablecer la igualdad civil y política, porque mantendría el equilibrio, entre las diferentes razas de la población. La blanca era la que había soportado el peso de la guerra en Cundinamarca; si continuaba el mismo sistema, la africana sería pronto más numerosa. Por otra parte, cuatro o cinco mil esclavos jóvenes y robustos agregados al ejército prestarían auxilio poderoso y oportuno para continuar con ventajas la guerra de la independencia. Por iguales motivos se previno después que en Popayán, sobre todo, se admitieran al servicio de las armas y se concediera la libertad a cuantos esclavos se alistaran voluntariamente: disposición que en breve se generalizó (Isaacs, 2008, p. 41). Isaacs esconde, tras el melodrama, la sanción ideológica que gradúa

de simulacro al contexto que le habita; sabe que su universo se sustenta en mentiras que pronto dejarán de ser sostenibles, se sorprende ante las mentiras que han burlado la figura del esclavo, es testigo del cómo la inmersión del negro en los contextos que le conectan con la conciencia de su ser americano devela la condición falaz de las conversiones de los desarraigados. El negro sumergido en la selva se da la licencia de volver a ver distintos dioses entre los fenómenos, se reconecta con la posibilidad de escapar de las interpretaciones que todo lo resumen en el Dios único.

En su novela, proyecto para la futura mirada del negro, construye la partida de un alma y el regreso de otra a un espacio que encarceló sus ánimos; en un juego de contrastes, que tiene tanto de giro argumental como de intención estética, mira cómo se mueven las ponderaciones del sujeto en un mundo que pretende fosilizar las claves específicas que le permiten prevalecer.

Se mueve Isaacs a placer en un modelo narrativo-incluyente que no acepta su condición de pieza de museo, se distancia a conciencia de los modelos de la resignación propios de la sujeción. En María las correlaciones no se pueden clasificar como claras, existe una gran distancia en vida y entendimiento de la brutalidad entre el Sinar que se bebe en su totalidad la lección de parte del misionero francés y la figura del anciano que se da la opción de hablar de igual a igual con un hijo de hacendado a sabiendas que de la ley de manumisión no lo cobija

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más que un artículo,73 pues casi la totalidad del texto está dedicado a explicar los cómos legalistas que aseguren las indemnizaciones a los dueños de las haciendas y a los administradores de los cantones que siguen explotando los antiguos reales de minas. Bibiano ya ha comprado su libertad, han sido pagados por él los vales, puede elevar la voz en la obtención de sus derechos, puede hablar para contar su historia pues conoce que sus obligaciones son exclusivamente constitucionales y se mueve en un universo donde los contrabandos benefician tanto a los seres que habitan el términus como a los grandes señores del Valle del Cauca.

Contrasta entre Sinar y Bibiano la ilusión de inicio del engaño y la conciencia de quién ya aprendió que su condición de humano en el modelo económico propuesto tras el cristianismo es cosa prestacional. Juega a la antonimia, con la entrada a un universo de sentido que se presenta en los brazos abiertos y en la salida del mismo universo visto tras el cansancio de la condena que se resuelve en el puño estorbado por la piel reventada de ampollas.

Tras un ardid suspirante, el novelista nos cuenta el instante donde la sugestión del amor se usa como lanza, se aplica cual máquina que sirve para hacer jirones la historia de la interpretación particular de un pueblo y se convierte en la mordaza que al reclamo lo traduce en suspiro:

Nay calló por largo rato y Sinar se mostraba dominado otra vez por tristes pensamientos. Despertando de súbito de una especie de embebecimiento, toma de la mano a su amada, sube con ella a la cima del peñasco, desde el cual se divisaba el desierto sin límites y rielando de trecho en trecho el caudaloso río, y le dice:

—El Gambia, como el Tando, nacen del seno de las montañas. La madre no es nunca hechura de su hijo. ¿Sabes quién hizo las montañas?

—No.—Un Dios las hizo. ¿Has visto al Tando retroceder en su carrera?

73 Ley del 21 de mayo de 1851. Sobre la libertad de los esclavos. El Senado y la Cámara de Representantes de la Nueva Granada, reunidos en el congreso: Decretan: Art.1º. Desde el día primero de enero de 1852 serán libres todos los esclavos que existan en el territorio de la República. En consecuencia, desde aquella fecha gozarán de los mismos derechos y tendrán las mismas obligaciones que la Constitución y las leyes garantizan e imponen a los demás granadinos.

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—No.—El Tando va como una lágrima a perderse en un inmerso mar,

ante el bramido del cual, el rumor del río es como tu voz comparada con la del huracán que durante las tempestades sacude estos bosques gigantescos cual si fuesen débiles juncos. ¿Sabes tú quién hizo el mar?

—No (Isaacs, 1986, p. 225).

La metáfora de la voz mayor venció a los relatos etiológicos de los pueblos de Nay y de Sinar. La promesa de conocer la fuente generativa empieza a bordar las futuras resignaciones; la catarsis occidental no permite ver con tristeza cómo el aleccionamiento cristiano convierte a un príncipe africano en un sujeto dispuesto a replicar de memoria la memoria ajena. Se reproduce, ante los imaginarios de los sugestionados, la idea de la condición menor del mundo que les contiene; mientras las preguntas sobre el origen de las cosas, realizadas con el vestido enciclopédico, empiezan a hacer posible la interiorización de la auto-sanción de ignorante. En ese aspecto, triunfa sobre el negro el concepto de endoculturación, concepto que Pura Emeterio Rendón le reconoce al historiador dominicano Carlos Esteven Deive:

La endoculturación es un mecanismo gracias al cual un individuo es llevado a adoptar la cultura que se le desea imponer. Aplicada al esclavo, la endoculturación perseguía que este considerase a la cultura de su amo como superior a la suya y, lo que es peor, que su conducta —la del ilota— discurriese por causes inferiores a los del nivel del pensamiento consciente (Rendón, 1999, p. 115). No tiene nada de gratuidad que Isaacs se dé a la tarea de contar

a Sinar aletargado, en una actitud que no se puede catalogar como ensimismamiento. Muestra, sin dejar de ser vital desde la deconstrucción Cantú como fuente, al futuro lector afroamericano, la semilla del ardid que les interrumpió como tradición; muestra el engaño de sus resignaciones a aquel a quien la educación le debe haber prendado con la inquietud de recordar, de aprender los cómos del camino donde la sangre de sus estirpes se convirtió en el remedo de Adán y Eva pretendiendo alcanzar un paraíso por otros perdido.

Isaacs enseña, velando por maneras dulces, la aplicación del primer paso de un protocolo que hoy se ha dado a llamar la deculturación

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en el afecto; ardid que se edifica en claves económicas que exigen el desarraigo para la obtención de fuerza de trabajo sumisa, mientras los territorios de origen de los cautivos son explotados hasta dejarlos estériles, convertidos en teatros de las diversas miserias,74 desprovistos de las huellas que permiten leer una historia productiva.

No muestra el caucano cómo Dios “cobijó con su afecto” a Sinar; se resume la fascinación-sujeción en paseos ligados al mutismo de los que se convertirán en las utilerías de las condenas, recorridos de una pareja donde el extranjero se ha de convertir en mensajero de lo divino mientras el propio se negociará en una triste silueta, caminatas sobre los terrenos donde el universo pierde sus contornos y el testigo-narrador(a) no posee las claves para entender las conversaciones en la lengua de los achimis; la exactitud de los protocolos de sujeción se nota en el discurso envolvente de los sembradores de resignación, el misionero no hace la crónica de la tierra perdida por el príncipe-esclavo, cuenta la promesa de una tierra ideal que se alcanza tras el cumplimiento de un decálogo de comportamiento.

Isaacs nos muestra cómo el aprender las lenguas de los pueblos de África por parte de los misioneros no significaba la ponderación del vínculo, sino la versatilidad de una institución que ha sabido disfrazar en el sacrificio de los capturados (en tierra propia) a la máquina uniformadora; Isaacs sabe las maneras cómo los territorios y los pueblos se convirtieron en propiedad compartida entre la Iglesia y los aparatos políticos; marca, como autor, distancia con el políptico europeo nacido de la principal aliada e interesada del triunfo de la versión única del mundo.

Isaacs no es inocente ante la piedad instrumental, en sus letras se desnudan las verdaderas maneras de la institución de la fe que sabe que la expresión, la libertad de relato, es tan cuestión de conquista como las geografías.

En una escena capital para la conversión de Sinar se condensan la figura de los sacerdocios en relación con la existencia de un amo por encima de todos los amos; Isaacs nos cuenta cómo se impone ante la desnudez el rostro velado por barbas, nos relata el triunfo del

74 Concepto retomado por Rondón de Moreno Fraginals.

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rostro del patricio que es principal característica de la imposición de un cuerpo suspendido; el escritor caucano se esmera en representar las primeras rodillas africanas vencidas, derrota de sumisión que se da ante el ritual funerario que canta la vida después de la vida; aquel segmento representa la muerte y el sacrificio simbólico de aquellos que se matriculan desde el afecto en un creer especifico ajeno:

Aquella noche, Sinar y dos esclavos suyos ayudaron a sepultar el cadáver. Arrodillado el anciano al borde de la huesa que los esclavos iban colmando, entonó un canto profundamente triste, y la luna hacía brillar en la blanca barba del ministro lágrimas que rodaban a humedecer a la tierra extranjera que le ocultaba al denodado amigo (Isaacs, 1986, p. 223). Ese amor único sería la base argumental de los señoríos, de esas

miradas que hicieron del señor de la hacienda una representación de Dios sobre la tierra, que vistieron de la idea del sacrificio a sus procederes de la explotación, que confundieron el reclamo por la condición de humano con el pecado que atentaba al linaje de la figura crística.

Sólo en el olvido de sí mismos, sería considerado un honor besar la punta de la bota que te han puesto al cuello.

En su ensayo De qué color es la cultura dominicana, Pura Emeterio Rondón (1999) nos cuenta cómo ese sentir del aletargamiento fue el garante de las siguientes fases de aplicación de los protocolos de la dominación:

En el sistema esclavista, tanto el régimen de la encomienda como el de la plantación en el ingenio, las relaciones entre amo y esclavo tendían a ser altamente personalizadas. La clase dominante justificaba su poder y explotación mediante un despotismo benigno que veía al grupo subordinado como inferior e incivilizado. La distancia que separaba al dueño del ingenio de su peonada implicaba toda una serie de minuciosas normas suntuarias y protocolares, aun cuando la benevolencia implícita en dicho despotismo permitía cierta “intimidad” entre el uno y la otra (p. 115).

Bajo el pretexto de la salvación del alma a Sinar le arrancaron

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la misma. Bibiano ha rencontrado la suya en medio de la selva, la comunicación entre aquel negro libre y Efraín no se da tras la lógica de la bondad del amo, se lleva a cabo tras la conciencia del valor de la historia que habita al ser afroamericano. Conciencia del valor de una historia que el príncipe achimi parece haber perdido tras la sugestión de la versión judeocristiana del amor.

Tras el abordaje inicial de los imaginarios y de las dimensiones sentimentales, lo minado no tiene reversa, como lo expresa Rondón citando a Deive:

Es de hacer notar deculturación y endoculturación no son totales, lo cual tampoco atenúa sus efectos devastadores. Por otra parte los esclavos de la española, como los de Venezuela, México, Colombia y Jamaica, no fueron de aquellos que en la resistencia crearon espacio para reconstruir su cultura solariega. En ellos el ensayo se concretó a un estilo de vida en el que el sincretismo y la transculturación operados durante el tiempo en que los esclavos permanecieron encadenados al duro trabajo de los ingenios y haciendas, evidenciaron su impronta ya indeleble (1999, p. 116).

Sin embargo, Isaacs permite reelaborar la distribución de las angustias que circundan la idea de Deive: En María se ve un elemento adicional en la resistencia del negro que se expresa en el caso concreto de Colombia, pues si bien los negros no buscaron un espacio para re-edificar sus contenidos ancestrales, sí encontraron espacios para redefinirse: la profundidad de las selvas, las riberas de los ríos, los cabildos afroamericanos.

Negar la cicatriz del grillete sería igual de inútil que intentar no ver el aprendizaje de ciertas claves de adaptación en los que supervivieron. Lo que Isaacs cuenta del ancestro africano no busca testimoniar un estado de atraso primigenio del ser africano en relación con el ser afroamericano, pues permite ver cómo se les arrancó a los negros la pomposidad de sus cortes, original o impuesta tras las cadenas de lo aspirado, y cómo se las arreglaron para construir una distribución propia de prestigios en medio de condiciones muy dispares a las de su continente origen.

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Isaacs se atreve a imaginar a Laureán ceñido por una guirnalda de pámpanos en condición de dios del río,75 a Cortico como una versión reducida de la majestad del silente, en un juego de antónimos que permite trazar las fuerzas en disputa que han sido relatadas en la cosmovisión compartida por las comunidades en el Pacífico. Relatos contrastados, escapes del resumen de todo que se agota en un solo Dios, espejos para la propagación de la luz que recorta las figuras del re-emprender la costumbre de poder encontrar dioses en cada milímetro, búsqueda sobre pieles diversas donde lo humano edificó los pretextos múltiples para la narración.

Isaacs nos muestra la distancia que existe entre el negro que se recuerda o se reedifica y la versión del negro al que el catolicismo le exige que sea, en palabras de Mireya Fernández Merino (1999), un blanco de color. La investigadora venezolana asume el blanqueamiento como una factoría de sujetos convertidos en caricaturas de sí mismos:

Recordemos el planteamiento de Frantz Fanon: la identidad del negro es una máscara, el negro lleva una máscara blanca. Esta posición lleva al autor a desenmascarar el hacer del negro que se enmascara con los valores del blanco, al interiorizar los valores socialmente dominantes: el deseo de blanquear la raza, la “lactificación”; la apropiación del idioma del blanco, del éxito social en el mundo del blanco. Nos encontramos, así, con discursos del negro en los que se evidencia la posesión por la máscara, el negro no es entonces negro, sino un “blanco de color” (p. 22). Nay no es poseída por la máscara, la usa como pretexto de

la memoria por Sinar; en su blanqueamiento se da una suerte de camuflaje de las resistencias africanas que se expresan en su momento ulterior, libertad en el juego de la conversión que no se encuentra en el perfil masculino del melodrama africano en María; Isaacs introduce un elemento que es plataforma para la conversión de Sinar, que la convierte en cuestión efectiva, pieza fundamental para entender que la sugestión colonizadora no era cosa automática, pues desde la semilla se devela cual protocolo de intervención: reconocer el símbolo para mutarlo en la re-significación propia del temor, propagar la idea de

75 María, (p.308)

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la alianza como un círculo cerrado que garantiza la unicidad de los compromisos.

Isaacs anticipa el triunfo de la versión totalizante del mundo en el concepto de familia asociado a la monogamia, que se expresa en la novela cuando el esclavo que devela sus armas le propone a Nay convertirla en su única esposa. El caucano habla de aquel amanecer de la dominación que se sustenta en trazas simbólicas identificadas por el misionero sobre el cuerpo de Sinar, mientras nos informa cómo el pueblo de Nay ha supervivido al primer embate de conversión tras el sacrificio de la esposa de Magmahú.

—¿Qué te ha dicho ese extranjero? —preguntóle Nay, enjugadas ya sus lágrimas, y jugando con los corales y dientes de los collares del guerrero—. ¿Por qué buscas con él la soledad que tantas veces me dijiste que te era odiosa en mí? ¿Te ha contado que las mujeres de su país son blancas como el marfil y que sus ojos tienen el azul profundo de las olas del Tando? Mi madre me lo decía a mí, y había olvidado contártelo… A ella le habló mucho del país de los blancos un extranjero parecido al que amas, según ella lo amó; pero desde que partió de Cumasia ese hombre, mi madre se hizo odiosa a Magmahú: ella adoraba a otro Dios, y mi padre… mi padre le dio muerte (Isaacs, 1986, p. 225).

Nay toca el pecho de Sinar como queriéndole, en los dientes de su collar, recordar una promesa de antiguas furias.76 Cuenta a su madre como a una semilla de la evangelización que fue cegada al interior de la historia de su pueblo, muestra el camino que la sugestión occidental había seguido en ella: el de lo lustroso, lo prístino y lo suntuoso, donde el distintivo principal era el color de la piel y de los ojos. El príncipe achimi se ha dejado llevar por la capacidad del misionero de convertir la mítica africana en parte de las utilerías del discurso cristiano; ante la mirada de los enamorados, el África que escucharon en la voz de sus mayores ha dejado de ser:

76 Fragmento tomado de María, página 218, en la edición de Cátedra: “Mas declarada la guerra por los ingleses a Say Tuto Kuamina, Sinar se presentó Magmahú para decirle: —Llévame contigo a las batallas: yo combatiré a tu lado contra los blancos; te prometo que mereceré comer corazones suyos asados por los sacerdotes, y que traeré en el cuello collares de dientes de los hombres rubios”.

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El rayo que rasga las nubes y cayendo sobre la copa del moabab lo despedaza, como tu planta deshace una de sus flores secas; las estrellas que como el oro y perlas que bordan tus mantos de calín, tachonan el cielo; la luna, que te place contemplar en la soledad dejándote aprisionar entre mis brazos: el sol que bruñó tu tez de azabache y da luz a tus ojos, sol ante el cual el fuego de nuestros sacrificios es menos que el brillo de una luciérnaga: todos son obras de un solo Dios (Isaacs, 1986, p. 225).

El héroe astral se ha escondido tras los elementos que Nay puede identificar como propios, ha recontado la historia de los pueblos africanos tras el concepto del pecado, de ahora en más ellos habrán de pedir perdón por ser ellos, por haber vivido en las claves del seno de sus culturas.

La creación que parte de una sola mano hace más fácil el ardid de la legación de la administración del mundo; el designio divino será el pretexto del que empuñará el látigo sobre las cabezas vencidas, sobre la resignación y el aletargamiento de los que ya aprendieron el cuento de la otra mejilla. Sin embargo, hay que recordar que en aquella novela intercalada hemos visto la conciencia de Nay imperando sobre las inocencias de los sentires de Sinar, regulando la pulsión de captura y escape que violenta al amor del padre, usando bebedizos que adormecen la sed de confrontación del príncipe achimi; elementos que visten de prevenciones lógicas el asumir en dudas a la Nay que bebe de un trago el discurso de la evangelización, pues si bien se da primacía al concepto del Dios cristiano, la negra vindica su amor por Sinar como un amor único sustentado en una lógica que escapa a la fascinación-sujeción, como un amor contado desde un constructo asociable a la fascinación-reconciliación.

Nay, entrambas manos cruzadas sobre el hombro de Sinar, lo contemplaba enamorada y absorta, porque nunca lo había visto tan hermoso. Estrechándola él contra su corazón, besóle con ardor los labios y continuó:

—Eso me ha dicho el extranjero para que yo te lo enseñe: su Dios debe ser nuestro Dios.

—Sí, sí —replicó Nay, circundándolo con los brazos—, y después de él, yo tu único amor (Isaacs, 1986, p. 226).

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En Sinar la sugestión por la figura de Dios y el amor por Nay que es susceptible a aprender de imposibilidades. En la figura de la futura Feliciana, aceptar que África también sabe de cuestiones que se pretenden únicas. La esperanza de Nay tal vez no se da en el rescate total de Sinar, ella acepta de la mano del amado el discurso católico, pues en apariencia no ofrece riesgos en tanto a una pérdida total de sus atenciones; para ella la conversión posee, en primera instancia, una dimensión asociable al juego, al camuflaje de la conversión por interpuesta persona, a la resignación temporal que le dará opción futura de expresión a sus majestades. A través de Nay, África se expresa en el contacto, en la piel contra piel, en la consumación que aún no entiende de pecados, en la consecuencia del actuar calmo de los pueblos cansados de la confrontación. Feliciana ha de entender a un Sinar que nunca despertaría de su aletargamiento, Isaacs le hará un homenaje a aquel cercenado proyecto de reconciliación, lo bordará en la indignación por la trata que se lucra de aquella sangre de reyes.

En América, para los negros la posibilidad de reaprender la sonrisa ante la debilidad del hombre blanco que ha interrumpido su contacto directo con lo natural, por pretender que basta con la interpretación del mundo por espíritu interpuesto, por pretender que la adaptación al entorno que nace en la escucha a los fenómenos es cosa de fetiche o de magias que se vencen ante la cruz que es el mango de la espada.

La catarsis africana en María se presenta en el reclamo, no dado en el vacío, por las posibilidades de la completitud del proyecto africano en el ser afroamericano; avanza en su relato Isaacs rescatando las voces que pueden reencaminar la africanía como proceso dentro de la historia que no les fue del todo aniquilada.77

5.1. Escucha infante, lectura infantilizada, réplica adulta, defensa política

Isaacs regala el esfuerzo de la memoria, entre el recuerdo, la pena y la culpa, para no dejar perder el himno de los corazones esclavos que oraron ante el féretro de Nay:

77 El matrimonio entre Nay y Sinar se da entre la cabeza de una familia orlada de prestigios y una figura militar asociable a las emergencias. La asociación cortada es la que maridaba a lo acumulado y a las pugnas transformadoras. Se interrumpe el avance de la figura femenina sobre los escenarios del poder y la unión que significaba la reconciliación entre los pueblos africanos.

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En oscuro calabozoCuya reja al sol ocultanNegros y altos murallonesQue las prisiones circundan;En que sólo las cadenasQue arrastro, el silencio turbanDe esta soledad eternaDonde ni el viento se escucha…Muero sin ver tus montañas¡Oh, patria!, donde mi cunaSe meció bajo los bosquesQue no cubrirán mi tumba (Isaacs, 1986, p. 237).

No sólo se limita Efraín a relatar aquel canto, se detiene en el detalle de las maneras; en aquellas formas, registra un ritual que no es total presa de las imposiciones hispánicas; donde en la lectura de lo no expreso, la lectura entrelíneas, permite se vean reflejadas las claves mimetizadas que conectan las majestades del africano con las particularidades del ser afroamericano. La confusión entre tristeza, esperanza y alegría por la liberación habrá de acompañar la totalidad de la existencia del hijo de la hacienda en su condición de testigo. Efraín es el hombre joven al que no le enseñaron a discernir entre afecto y abuso; sin embargo, su versión objetiva nos brinda la posibilidad de encontrar huellas de africanía tras el polvo de hostias, las virutas de los rosarios y el humo de los sahumerios. África resiste ante su mirada, pero él devora los camuflajes.

En su ensayo Religiosidad, cuerpo y resistencia: aproximación a algunos mecanismos de resistencia negros para sobrevivir en el mundo colonial, Andrea Nensthiel Orjuela (1999), citando a Martín Lienhard y a Juana Elbein Dos Santos y Deoscordenes Dos Santos, hace alusión al ejercicio mimético que permitió la supervivencia de las maneras africanas en medio de los teatros de dominación:

La supervivencia de la religión negroafricana también fue posible puesto que la cultura blanca hegemónica no logró comprender que “toda la religión, su morfología, su práctica, todos sus contenidos, se expresan por símbolos o por estructuras simbólicas complejas”. Y fue precisamente desde estas formas, que se originaron los mecanismos

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esclavos y negros de resistencia. Los negros supieron aprovechar su concepción de que “el ser humano es un verdadero altar vivo en el que pueden ser invocadas la presencia de las entidades sobrenaturales”. Era posible experimentar la religión de modo activo, ya que mediante la posesión reavivaban la teogonía; creyendo en la fuerza de acción de la palabra, mantenían por medio de la oralidad una integración entre lo social y lo individual, entre los conocimientos del pasado y la asimilación que de estos se hace en el presente, además de una unión entre las anteriores generaciones y las actuales, lo cual era radical en la medida en que “los antepasados son modelo de identificación y guardianes de la disciplina moral y ética de la comunidad” (p. 3).

A pesar de las limitaciones de Efraín como relator,78 Isaacs le entrega la capacidad para expresar que no son los hombres y las mujeres esclavizados presas de cuestiones simples, pues son cautivos sus corazones, sus almas y sus memorias. Las dinámicas responsoriales y la participación de las distintas generaciones en los cortejos nos muestran el vínculo que se expresa en la llamada familia extensa, al tiempo que nos permiten ver la supervivencia de la figura femenina como sujeto astral en las dinámicas de esa otra hacienda que significaban los africanos.

Feliciana es un sujeto de la veneración, el respeto y la majestad que forma parte de los secretos de las resistencias. Manuel Mejía Vallejo (1984), en el ensayo María, novia de América,79 asegura que Isaacs se anticipó al regionalismo en toda América, lo hace al afirmar que “en María palpita, tiembla todo aquello que permite la identidad de un sitio”. De tal manera, María es la novia de América, figura que es disputada por una educación sentimental impuesta por España y una sembrada por África, lucha que se da entre la sugestión de la culpa o la obligación y la sugestión del relato múltiple donde la figura femenina se mueve entre el sacrificio y la veneración.

África se esconde en Feliciana, en ella se reconoce en condición de

78 Que atañen a la formación y a la poca acumulación de experiencias, pero que son superadas por cuestiones asociadas a la sensibilidad. Efraín llora ante la partida el cuerpo de Feliciana, lo filial se expresa en el homenaje a su memoria, el hábito de los estereotipos del señoreo se cuenta en el descuido de su enfermedad, en el olvido al que se somete a una madre sustituta por la distancia que existe en la hacienda entre el mundo de arriba y el mundo de abajo.

79 Incluido en el libro María, más allá del paraíso, Alonso Quijada editores. 1984.

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madre, pervive latente en nuestras maneras, asegura la derrota de los orgullos de los blanqueamientos.

¿Cómo se expresa la majestad africana de Feliciana en la figura de María? Las inocencias de los coqueteos80 son el pretexto para la adoración de una judía conversa, niña africana y frustrada madre de una tierra donde la versión frugal no puede negar las convulsiones de un panorama en transformación. Las flores son para María lo que el tambor significó para los africanos: la esperanza que no se aprende cual prisión, los mensajes condensados que vencen a las sorderas y miopías de los señores.

Mejía Vallejo (1984) resalta un valor fundamental de aquella que reconoce cual novela intercalada, condición que supervive sin importar la imposición de una fabulación de región:

¿Recuerdan aquella hermosa historia incorporada por Isaacs sobre el origen de los negros Nay y Sinar, hasta situarlos allí en El Paraíso? ¡Linda historia! De este modo el autor pinta la presencia de las negritudes en el Valle del Cauca y la importancia de los elementos culturales africanos en nuestra cultura popular (p.14).

Iniciar su mención a Nay y Sinar en forma de pregunta no es un gesto gratuito, pues muchos han intentado olvidarse de su función primordial en el desarrollo estructural y argumental de la novela (es un dato ya consumido la no inclusión de esos capítulos en un sinnúmero de sus ediciones). La voz de Mejía Vallejo nos recuerda la traición a lo popular que ha significado aquella fabulación de los orgullos de región. Al respecto, a manera de ejemplo, es necesario denunciar cómo se pretende confundir las maneras del ser afroamericano en el Pacífico con la imitación de los cuadros sevillanos, cuestión que resulta falaz por el significado diferencial que tiene lo participativo en este segmento de América: la relación entre voz cantante y cantadoras, la distancia entre la principalía y el coro, el uso de voces que representan

80 Inocencias que no pudieron ser ni entendidas ni disfrutadas por los reguladores, Manuel Mejía Vallejo cita un comentario publicado por un cura en el diario La Nación, en Buenos Aires: “Yo no entiendo cómo se pueda recomendar tanto una novela tan peligrosa como María… Cuando María se está bañando y le llueven pétalos al agua, estando desnuda y como Dios la trajo al mundo, ¿dónde está Efraín? Es-con-di-do, mi-rán-do-la”.

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trazas de africanía, la extensión de las líricas y el sentir condensado en juegos onomatopéyicos.

Fácil resulta adivinar entremezclados con los versos del canto a Nay las voces que se elevaron desde las suertes de caña, las frases que lucían como una “simple” combinación de letras mientras cantaban la ubicación del mayoral, los lamentos por el África perdida, voces que los colonos europeos confundieron con la imitación de los cantos de las aves de América.

En oscuro calabozoCuya reja al sol ocultanNegros y altos murallonesQue las prisiones circundan;

Oe, aioi, uuuuuuuu…

En que sólo las cadenasQue arrastro, el silencio turbanDe esta soledad eternaDonde ni el viento se escucha…

Aioi, ae, uuuuuuuu…

Muero sin ver tus montañas¡Oh, patria!, donde mi cunaSe meció bajo los bosquesQue no cubrirán mi tumba (Isaacs, 1986, p. 237).

El ser afroamericano en sus cantos le responde a la memoria, no obedece a los dispositivos reguladores que hacen uso del ardid de la culpa, se identifica en medio de un referente exigido que sacraliza lo que para el testigo externo es una mera experiencia estética. Isaacs cuenta de una manera que va más allá del registro de un cuadro de costumbres:

Terminado el rosario, una esclava entonó la primera estrofa de una de sus salves llenas de dolorosa melancolía y los lamentos de un corazón esclavo que oró. La cuadrilla repetía en coro cada estrofa cantada, armonizándose las graves voces de los varones con las puras y dulces de las mujeres y de los niños (Isaacs, 1986, p. 237).

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Después de escenificado el juego de la conversión los africanos se dan la licencia de recordarse, de entonar en las maneras que reconocen como propias; la participación de los niños muestra la efectividad de los esclavos en el legarse como tradición. Efraín ve salves en medio de cantos africanos e intenta adivinar devociones cristianas en ese momento donde la libertad ha llegado tras una jornada que sólo él entiende como final.

Aquel viaje hacia la tumba, vestido de cantos rituales, está lejos de ser un cortejo cristiano, en él se escenifica el paseo Ashanti o Akán del cadáver, rasgo que distintos etnólogos han identificado como una huella de aquel pueblo africano entre grupos afroamericanos como los saramaca ubicados en Suriname (Guerra, 1998, p. 360).81 Un elemento relatado en detalle por Isaacs y leído en premuras por el ojo que bebe el ethos romántico, cierra violentamente ese encuentro entre rituales que significa el entierro de Feliciana: Juan Ángel se enfrenta a la orfandad, África le abandona, él debe reinventarla en un contexto al que se ve obligado, Efraín no está preparado para entenderlo.

Colocado el ataúd en el borde de la huesa, se abrazó de él como para impedir que se lo ocultasen. Fue necesario acercarme a él y decirle, mientras lo acariciaba enjugándole las lágrimas:

—No es tu madre ésa que ves ahí; ella está en el cielo, y Dios no puede perdonarte esa desesperación.

—¡Me dejo solo! ¡Me dejo solo! —repetía el infeliz.—No, no —le respondí— aquí estoy yo, que te he querido y te

querré siempre mucho: te quedan María, mi madre, Emma… y todas te servirán de madres (Isaacs, 1986, p. 239).

Efraín sólo está preparado para calificar de vergonzoso el gesto del

huérfano ante la tumba de Feliciana.

El ataúd estaba ya en el fondo de la fosa: uno de los esclavos le echó encima la primera palada de tierra. Juan Ángel, abalanzándose

81 Existen varios elementos Ashanti que pueden trazarse en la novela: “el uso de venenos como ordalías”, en los bebedizos que Nay le da a Sinar para evitar su participación en las batallas; “la forma de saludar”, en la manera como se sella en el Chocó el acuerdo que convierte a Nay en el aya de María; “la existencia de tabúes animales heredados dentro de cada familia”, en la condición de la serpiente como animal totémico legado de Sinar a Juan.

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casi colérico hacia él, le cogió a dos manos la pala, movimiento que nos llenó de penoso estupor a todos (Isaacs, 1986, p. 239). A pesar de la voluntad de Isaacs de legarle la voz al habitualmente

negado, de representar sus angustias, de elaborar una versión múltiple de la orfandad, la pulsión uniformadora, que siempre busca certezas de lo contado en medio de las tradiciones de la escrita Europea, insistió en ver el amor de Nay y Sinar como una re-elaboración de Atala, pero el pretexto paisajístico, la proclividad al llanto, el exotismo, se vencen tras la propuesta de presentar a Isaacs como un portador de la heredada voz africana.

¿Qué opciones tenemos hoy para escapar de la condensación enciclopédica que pauperiza la apuesta de Isaacs? ¿Qué camino seguir para poder sentirnos seguros en la reivindicación de una versión de América como elemento de la hibridación que hace posible a una pieza de la tradición romántica sustentada en los imaginarios negros? Es una obligación asumir a María como a la versión romántica donde los territorios relatados obedecen, más que a la exuberancia que obliga sensiblerías, a las cosmovisiones escondidas tras los relatos de los padres sustitutos representados por los esclavos. Isaacs narra lejos de las pasividades exigidas por la culpa, auspiciadas por la renuncia al mundo que exige el políptico judeocristiano desatado cual proyecto mundial y cual modelo económico que se pretendió único; la noción de lo real para el narrador caucano se ha visto afectada por la aspiración de un retorno ajeno, de ahí el valor de la exactitud de sus relatos del entorno, construcciones que no se limitan a las miradas que todo lo convierten en cárcel, en catedral o en cementerio.

Andrea Nensthiel Orjuela (1999), al citar a Albert Kasanda Lumembu, nos permite superar la mirada inocente de Efraín frente a la performática del cortejo de Feliciana, dándonos la opción de la completitud entre aquel segmento y la totalidad tonal de María:

En este sentido, para el negro-africano, ninguna realidad es indiferente o pura pasividad. Más allá de su apariencia, los animales, las plantas, las piedras, el viento, el agua, el fuego, etc. Están todos animados por una energía vital, que les da consistencia e influye sobre su integración en la red existencial (p. 1).

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No obstante estas posibilidades de lectura, por desprecio a la posibilidad de asumir los cómos de la expresión caucana como un resultado de la sugestión africana, las miradas lacrimógenas se hicieron hegemonía; de tanto repetirse, como cuestión que hoy no se adivina gratuita, encontraron la legitimidad entre los simulacros de lectores ideales que negaron la futura mirada del lector afroamericano; sacrificando los valores de la apuesta de Isaacs, la venganza sobre el hijo del hacendado que se la jugó por la inclusión fue un alud de pétalos de rosa sobre la novela; pestilencia suspirada que terminó por convertir a María, para las miradas ligeras, en una suerte de adaptación de los argumentos habituales, tan susceptibles a los rótulos, desgastados y sometidos a la caducidad de los argumentos.

Al respecto, Salvador Bueno (1980), en su texto El negro en la novela romántica sentimental82 María, nos llama la atención en tanto a la confusión habitual entre el romanticismo español y el romanticismo americano; Salvador Bueno actúa ligando al primero a los ánimos de restauración posteriores a la revolución de 1789, lo que le separa radicalmente desde lo ideológico de la réplica de dicho movimiento en nuestro continente. Las condiciones de convulsión social en las nuevas patrias obedecían a lógicas muy distintas a las motivadas por la revolución burguesa en la metrópoli europea. En América, especialmente en Colombia, se da la restauración bajo un contexto político y social donde “las purezas” buscan la defensa de las maneras casi feudales del latifundio, bajo un espacio tiempo donde las encomiendas han fundado las maneras de las haciendas,

82 Conviene explicar el concepto de novela sentimental. En palabras de Esteban Tollinchi: Si el amor medieval pareció necesitar o determinó la formación de la canción provenzal o del roman courtois y el uso del vernáculo, el amor romántico parece haber estimulado el desarrollo de la prosa occidental como vehículo de la expresión artística, y, específicamente, haber contribuido al desarrollo de la novela moderna. Y los mismos factores que condicionan o acompañan el surgimiento del amor (entusiasmo revolucionario, afirmación de la persona, el descubrimiento del subconsciente, la emancipación de la psicología) determinan también o acompañan el nacimiento de la nueva novela. Por eso sorprenderá que, desde el principio, el inconsciente y el amor se convirtieran en tema obsesionante y casi único de la novela- y la situación no parece haber variado mucho desde entonces. Esta revolución del sentimiento y del inconsciente parece haberse preparado en la llamada “novela sentimental” del S XVIII. Sentimental porque la distingue la superioridad del sentimiento sobre la razón, porque manifiesta un gusto excesivo por el enternecimiento en cuanto tal y no por las situaciones claras y sencillas, porque a menudo prefiere deformar los planteamientos con excesos de subjetividad, de emoción, de sensibilidad (1989, pp. 343-344).

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en una eternizada genealogía de las miserias donde entre las suertes de la pequeña propiedad se ha sumido al labriego en la cárcel del analfabetismo, de la desprotección total y de la paupérrima expectativa de la administración de lo propio nacida de las cementeras.

Durante el romanticismo americano, el continente de las naciones que se ahogan en la tara del suspiro por lo hispánico se encuentra sometido al régimen de producción de los señoreos; además, las economías nacionales se sustentan casi exclusivamente en los esclavismos. Basado en estas diferencias, pasadas al vuelo por las lecturas que no ven las culpas más allá de las llamadas culpas principales,83 Salvador Bueno critica lo que denomina la concepción ptolomeica del mundo:

[…] que fija el núcleo generador en las metrópolis culturales, intentando ajustar las obras creadas en estas tierras americanas a normas llegadas de ultramar, a puntos de vista surgidos como productos de circunstancias no sólo socioeconómicas y políticas diferentes, sino de experiencias diversas en el campo de la creación súper-estructural (1980, p. 7).

Nos muestra, Salvador Bueno, la costumbre de la explicación única del mundo y la uniformidad impostada de los orígenes, de los modelos y de las pulsiones narrativas. Maneras de proceder propias de la potabilización y la sub-ponderación de nuestra voz de parte de las hegemonías, siempre prestas a echar a andar sus relatos de lo admisible o lo habitual donde lo fácil en lo brutal es la golosina para los centros de poder.

Edgardo Lander (2000), en el libro La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, nos explica los orígenes ideológicos del simulacro de nuestras circunstancias subalternas:

Con el inicio del colonialismo en América comienza no sólo la organización colonial del mundo sino —simultáneamente— la construcción colonial de los saberes, de los lenguajes, de la memoria y del imaginario. Se da inicio al largo proceso que culminará en los siglos XVIII y XIX en el cual, por primera vez, se organiza la totalidad

83 El ardid del pecado original y el pensamiento propio asociado a la herejía.

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del espacio y del tiempo —todas las culturas, pueblos y territorios del planeta, presentes y pasados— en una gran narrativa universal. En esta narrativa, Europa es —o ha sido siempre— simultáneamente el centro geográfico y la culminación del movimiento temporal. En este periodo moderno temprano/colonial, se dan los primeros pasos en la “articulación de las diferencias culturales en jerarquías cronológicas” y de lo que Johanes Fabian llama la negación de la simultaneidad (p. 16).

La mirada posible a la maquila de nuestra condición subalterna como fenómeno se detiene en la marca aparente de la sempiterna latencia, sujeción que se reinventa con el goteo de los pretextos, auto-potestad negada, majestad impuesta en el antes, en el ahora y en el siempre. Nuestra inocencia nos indetermina, la inacción impera cuando la imitación es un dictamen de la baja estima; la ignorancia de nosotros mismos no nos lacera los ánimos, es ahí cuando luce inevitable advertir como único a aquel universo de sanción del valor de la obra construido bajo la explicación de la estructura del canon que a lo agotado lo reviste de pureza y a lo particular lo bestializa; canon del aletargamiento, canon tatuado como sello de cera sobre la tapa de la enciclopedia por recordar y por escribir que aún somos.

A pesar de los esfuerzos de autores como Isaacs, todavía asistimos a la condición de testigo del hito literario como aquellos que siguen tributando, como quienes están pagando el derecho a ser considerados en el recodo de los escaños del tercer renglón, como los que no se atreven a levantar la cabeza por la condición vergonzante de una deuda que se arrastra por centurias. Tras tantos sacrificios y cuerpos cercenados, tras tantos textos lanzados a la pira y castigados con el olvido de sus almas, muchos insisten en obedecer a la carga pesada de vergüenzas y ligera de reivindicaciones de nuestros imaginarios administrados, como conquista sin linderos, desde los centros de poder. Por eso llegó el momento de ejercer una altisonancia manifiesta que escape a la vacuidad de los nacionalismos y que no haga de la particularidad reivindicada una simiente para el odio, llegó el instante de entender nuestras eternidades para que los que aún creen en la vanidad de la potestad absoluta sepan que somos conscientes de tantas y tantas ataduras rutilantes, que nuestras lecturas están preparadas

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para recibir los destellos directos del segundo posterior a las pestañas que se rasgan, que nuestras sombras ya se alargan en el amanecer que nos trae la luz de una estepa lejana que arde para la sacralización del mensaje que habita las milimétricas y ubérrimas pasturas de lo insinuado.

Antes del olvido de los cansancios, de los agotamientos que significan las relecturas, debemos ubicar la grandeza del romanticismo americano, representado en María, más allá de los condicionantes de una escuela estética reivindicada por Europa. La voz americana se reconoce bajo el influjo maledicente de lo periférico, pero no se vence en la apropiación total de las instrucciones dictadas por la facilidad de la rotulación; la réplica de las maneras nos muestra la gran distancia existente entre representar y reconocer, pues los autores de las mal llamadas tierras nuevas bañan los argumentos, los perfiles, los tonos y las estructuras de sus obras con influjos diferenciadores que las convierten en las piedras pensadas para vencerse o para detonar y atentar la orgullosa estabilidad de la fortaleza.

En palabras de Donald MacGrady (1986), los elementos asociables a la metáfora de una cárcel para imaginarios que son asumidos para la subversiva reiteración por parte de los autores americanos son:

El uso de los augurios para sugerir la posibilidad de una tragedia futura durante los momentos de dicha; la inserción de reflexiones axiomáticas sobre situaciones concretas, señalando su relación con lo universal; la comparación de los protagonistas con algún elemento de la naturaleza en la cual se mueven; las descripciones poéticas de una naturaleza bella y grandiosa, muchas veces exótica; el concepto del amor como una fuerza todopoderosa, que se siente hacia una sola persona; la imposibilidad de la consumación del amor, pues el idilio termina trágicamente; la utilización del sentimentalismo, del pesar prolongado, y de la melancolía; el uso de los símbolos y de lo sobrenatural; el empleo de lo vago e impreciso en relación con los personajes y con algunos lugares de la acción; la exaltación del catolicismo; los estados de ánimo del autor reflejados en la naturaleza; etcétera (p. 22).

Esos elementos son reinterpretados bajo tenores diferenciales por Isaacs:

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• Exaltación del catolicismo que se da en el escape que significa lo que hemos dado a llamar el juego de la conversión.

• Estados de ánimo del relator asociados a la mirada de los que han sido sugestionados por la versión africana del mundo.

• Vaguedad de los personajes que hace que el sujeto sea un síntoma más de nuestra diversidad simbiótica.

• Símbolos, como la serpiente, que no se limitan a los indicios que dictamina la enciclopedia europea.

• Lugares de acción que son los teatros para que lo propio, lo impuesto y lo dolido en el recuerdo se expresen.

• Negada consumación del amor que escapa a la metáfora de la enfermedad que obedece a la culpa cristiana.

• Axiologías y ontologías que no obedecen a las rutinas imitativas de las tradiciones literarias europeas.Descripciones poéticas donde se da el escape a los paisajismos

genéricos, que funcionan para lo excepcional mientras las miradas entrenadas para el suspiro por lo ajeno siguen encontrando un solo nombre posible para un ave negra asumida como indicio: cuervo.84

¿Qué tanto se desmonta en el romanticismo americano el hábito de las lecturas posibles del mundo entregado como innegociable instrucción por parte del relato hegemónico? ¿Qué propuestas nuevas presentan los autores de dichas maneras en relación con el relato y con la lectura del siempre donde lo impuesto se grita o se disimula en las siluetas mal recortadas y en el molde genérico carcelario de los héroes y de los mártires? Los aportes son evidentes, tanto en María como en otras obras del llamado romanticismo social que se acercaron al interés por la presencia negra, que prestaron escucha a la conciencia negra y ofrendaron tendón a la causa negra.85

Ver o no ver al negro ha sido más una cuestión de lecturas que de ausencia total de representación en la escrita. Los ritmos, las voces, los elementos que expresan las estéticas, las prácticas animistas, las

84 En el Valle del Cauca se da la presencia de un ave de porte medio asociada popularmente a la tragedia, pues las leyendas hablan del porte del mal bajo sus alas: el chamón. Es fácil imaginar los rosales de María, los balcones adosados con bifloras y las suertes frugales de la novela habitados por esa avecilla.

85 Entre dichas obras gana un lugar tocado de vitalidades la novela Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda.

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leyendas, se han incluido en obras principalísimas de todas las escuelas y rotulaciones de la novela latinoamericana. En las letras nos-otras, habla, con la voz de Benkos, la negritud vencida en la simpatía del servidor de corazón, desdibujada en la tristeza de la figura del negro de la casa, vindicada en el imperio de la administración de los condumios, justiciada en la ganancia de la condición del libre, idealizada en el escape que le llevó al cimarronaje.

El negro es y espera a los nuevos testigos de nuestras obras para entregar su testimonio,86 es y espera entre la pauperización del sometido a la servidumbre como mano de obra desechable, entre las estampas de los que han dejado la condición de esclavos, entre la resistencia y la domesticación de los caracteres africanos, entre los que han sido enviados lejos para evitar la sugestión de la educación sentimental negra y los que reciben los “beneficios de renunciar a ser”, entre los que ya no deben lanzarse a los pies del amo para vestirlos o desvestirlos y los que han terminado molidos por los dientes del trapiche o por las patas del caballo.

Libre, socio, prestador de servicios, compañía y sustitución de las figuras adultas, Isaacs usa a su relator como un ardid que en la develación nos habla de lo injusto que resulta el intento de encontrar la legitimidad del negro exclusivamente en la imitación del blanco:

Lorenzo no era esclavo. Compañero fiel de mi padre en los viajes frecuentes que este hizo durante su vida comercial, era amado por toda la familia, y gozaba en casa de los fueros de mayordomo y consideraciones de amigo. En la fisionomía y talante mostraba su vigor y franco carácter: alto y fornido, tenía la frente espaciosa y con entradas; hermosos ojos sombreados por cejas crespas y negras; recta y elástica nariz; bella dentadura, cariñosas sonrisas y barba enérgica (Isaacs, 1986, pp. 300-301).

Entran en choque la educación sentimental africana y la formación europea en Efraín; la pugna entre la sensibilidad aprendida de los

86 Un ejemplo de la cuestión es la figura de “los ayudaos” que definen la temperancia de la figura principal de La Marquesa de Yolombó. Lo prohibido y la curiosidad que rondan a dicho perfil siguen las maneras de las trazas de la negritud en una región que blanqueará casi la totalidad de sus estampas.

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negros y el modelo del cronista impuesto por los academicismos; la ponderación del sujeto en la cotidianidad, la lectura de los fenotipos; el afecto que no es parte de la maquinación del amor del amo y las descripciones del sujeto propias de las escuelas del pensamiento racista. La cuestión de raza que se expresa en la mirada del relator novelar cuenta con una historia ya estudiada que no tiene nada de inocente ante la brutalidad de aquella máquina de lo simbólico donde el rol, los accesos y las posibilidades fueron dictados desde un sistema especializado en el diseño de parapetos, donde la verticalidad del valor social, los tránsitos entre los peldaños de la pirámide y los límites de lo propicio fueron la concreción de las ordenes adjetivas propias de un discurso que se alimentó de la figura del experto en eufemismos.

Aníbal Quijano (1992), en uno de sus discursos constituido en verdadera joya del pensamiento latinoamericano, nos recuerda al génesis de los dispositivos de las lecturas raciales de los sujetos, nos ubica ante el amanecer de las apropiaciones conceptuales que afectan a la descripción que hace Efraín del negro:

En América, la idea de raza fue un modo de otorgar legitimidad a las relaciones de dominación impuesta por la conquista. La posterior constitución de Europa como nueva id-entidad después de América y la expansión del colonialismo europeo sobre el resto del mundo, llevaron a la elaboración eurocéntrica del conocimiento y con ella a la elaboración teórica de la idea de raza como naturalización de esas relaciones coloniales de dominación entre europeos y no-europeos. Históricamente, eso significó una nueva manera de legitimar las ya antiguas ideas y prácticas de relaciones de superioridad/inferioridad entre dominados y dominantes. Desde entonces ha demostrado ser el más eficaz y perdurable instrumento de dominación social universal, pues de él pasó a depender inclusive otro igualmente universal, pero más antiguo, el inter-sexual o de género: los pueblos conquistados y dominados fueron situados en una posición natural de inferioridad y, en consecuencia, también de rasgos fenotípicos, así como sus descubrimientos mentales y culturales. De ese modo, raza se convirtió en el primer criterio fundamental para la distribución de la población mundial en los rangos, lugares y roles en la estructura de poder de la nueva sociedad (p. 203).

Existe una gran distancia entre la concepción de las diferencias

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raciales que se aprenden en el universo hacienda y la apropiación del concepto de raza nacido de la formación universitaria. Los afectos aprendidos en la infancia peligran ante la información que pretende fundar a los sujetos sólo en el afecto de los amos. Efraín tendrá la posibilidad de ver las medidas del ser afroamericano que escapan a la pretensión cientificista de sus libros de texto, el términus del Pacífico le reconectará con sus debilidades, venciendo las maneras casi zoológicas que exhibe el pensamiento ilustrado del siglo XIX en el acercamiento al otro. El tránsito por el cañón del río Dagua es el retorno de un hombre joven al contexto donde habitan los conocimientos que reconoce como propios, es el lugar donde se extinguen las vanidades dictadas por la formación eurocéntrica, es el teatro donde la memoria viva exige la captura y el registro de la originalidad de la apropiación del entorno hecha por los hombres y por las mujeres de América, es el momento donde la sensibilidad de uno apurado por el dolor dicta la derrota de los enciclopedismos.

En los capítulos del río Dagua, se colecta la imposibilidad de establecer las conmensuras de lo que peligra ante la extinción que deviene a las promesas de encontrar legitimidad total en la similitud con la figura del padre, parecido que puede determinar obligaciones y arraigos que dejan sin significación el sentir por la diversidad de la tierra que el personaje relator reconoce como patria: el Cauca. De ahí la enormidad de la voz vacilante en el sentir y firme en la vocación de registro, pues Isaacs nos muestra las costuras de su intención mimética al dejarnos en claro que el blanqueamiento en Efraín es un proceso aún no completado.

—¡Diantre!, exclamo el administrador cuando la luz de la hermosa lámpara de la mesa bañó mi rostro: ¡Qué bozo has traído! Si no fueras moreno se podría jurar que no sabes dar los buenos días en castellano. Se me figura que estoy viendo a tu padre cuando él tenía veinte años; pero me parece que eres más alto que él: sin esa seriedad heredada sin duda de tu madre, creería estar con el judío la noche que por primera vez desembarco en Quibdó (Isaacs, 1910, p. 305). En contraste, el negreamiento de la figura del administrador es

cuestión casi innegable. En su descripción, Efraín muestra la frialdad

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de un remedo de inglés y deja escapar sanciones parecidas a las que desencadenarían los proyectos del mestizaje sobre el territorio colombiano en los finales del siglo XIX; en su narración se expresan cuestiones como la alegría sospechosa, el relajamiento de las llamadas sangres calientes y la despreocupación por el progreso, la civilidad y la familia como condiciones propias de las poblaciones ubicadas en las periferias.

Aunque el administrador era padre de una bella e interesante familia establecida en el interior del Cauca, al hacerse cargo del destino que desempeñaba, no se había resuelto a traerla al Puerto, por mil razones que me tenía dadas y que yo, a pesar de inexperiencia, hallé incontestables. Las gentes porteñas le parecían cada día más alegres, comunicativas y despreocupadas; pero no encontraría grave mal en ello, puesto que después de algunos meses de permanencia en la costa, el mismo Administrador se había contagiado más que medianamente de aquella despreocupación (Isaacs, 1986, p. 301).

Tras el recorrido por el cañón del río Dagua, esas prevenciones, lecturas y sanciones prejuiciosas hacia las poblaciones del Pacífico se desmontan. Se afina la escucha del hijo de los hacendados para captar la simbiosis entre el entorno y el sonido de la marimba; se reaviva la disposición a la comprensión por los hijos de la nos-otredad que se expresa en la majestad asociada a Bibiano y a la población de la estación intermedia; se re-edifica sobre la serpiente de caudales que es el río la administración adjetiva del mundo desaprendida en la universidad europea, fenómeno sancionatorio que se expresa en la fascinación por la capacidad gimnástica de los bogas, en el reconocimiento de una medicina tradicional en ellos, en el contacto con sus voces que desdibujan las fronteras entre lo triste y lo alegre.

Al final de la jornada de Efraín, la fascinación se relata cual testimonio de lo que aún peligra por el no completo desmonte de los desangres de América.

Los bosques iban teniendo a medida que nos alejábamos de la costa, toda aquella majestad, galanura, diversidad de tintas y abundancias de aromas que hacen de las selvas del interior un conjunto indescriptible. Mas el reino vegetal imperaba casi solo: oíase de tarde

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en tarde y a lo lejos del canto del paují; muy rara pareja de panchanas atravesaba a veces por encima de las montañas casi perpendiculares que encajonaban la vega; y alguna primavera volaba furtivamente bajo las bóvedas oscuras, formadas por los guabos apiñados o por los cañaverales, chontas, nacederos y chíperos, bajo los cuales mecían las guaduas sus arqueados plumajes. El martín pescador, única ave acuática, habitadora de aquellas riberas, rozaba por rareza los remansos con sus alas, o se hundía en ellos para sacar en el pico algún pececillo plateado (Isaacs, 1986, p. 319). Los palimpsestos del desangre, presentes en María, lejos están de

convertirse en cosa sanada. Se siguen como huellas que muchos han querido cubrir con verdores. Son cosa de excepción las cicatrices de las transformaciones ligadas a las disputas étnicas, son cuestión de lo sublime en lo encriptado las relaciones de la interpretación del entorno por parte del ser afroamericano y la intención de Isaacs de mostrar al principal en el distraimiento, de ubicarlo a mitad de camino del desprecio por el entorno que le dicta su formación universitaria y del afecto por su geografía de sentido que le exige la fascinación africana aprendida del susurro que le acompañó desde la cabecera de la cuna y de la cama.

En María, leída desde el incendio, se dejan ver los aletargamientos del enamoramiento por los amos que es propio de las dinámicas de dominación; se cuenta, sin verdadera pretensión de novedad, la pugna trazable entre las maneras de representar-ponderar de los pueblos cautivos por la trata y las maneras de representar-demonizar de las poblaciones del absoluto divino que dominaban el norte del continente. En la novela que algunos han atinado a nominar como sentimental, se rompe la versión de África que huele a atlas, que funciona para fascinar al infante que se desvive por el olor del papel enmohecido. Isaacs es el sujeto que se pone al servicio de las falsas identidades, pues a través de su obra se pueden consolidar arraigos nacidos de la suma de materiales. Falseada identidad que fue el pretexto creativo para la pluma comprometida de Cintio Vitier (2009):

Lo que me representano vale nada.Mi nombre se alimenta

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de otra mirada.

Qué silenciosa afrenta.

De cada aplauso vuelvemi alma quemada,oscura se revuelve,no sabe nada.

Qué silenciosa afrenta.Que cierren la cortina,no quiero ir.En una oscura minaquiero morir.

Qué silenciosa afrenta. La novela de Isaacs no forma parte de la referida traición a la patria

de la literatura nacional, pues muestra los tenores de sanción aplicados sobre las poblaciones periféricas en un país donde el aislamiento construyó diversas poéticas. Los negros de la obra del caucano no son parte de un espectáculo de feria, pues el afecto es un móvil principal del universo donde nacen los primeros borradores de su novela. En esa confusión entre inmensidad y el simulacro de lo desierto, el Pacífico le da la opción al funcionario de desandar los universos que constituyeron sus sensibilidades, de establecer derroteros que le brinden legitimidad academicista a las voces que le habitan desde la infancia.

La búsqueda de materiales para un proyecto bordado de compromisos y de camuflajes, bien pudieron llevar a Isaacs ante los pies, vencidos por el mal de Loanda, de Alonso de Sandoval. En esa fuente bebió a un continente referido de acuerdo a las necesidades de los futuros prejuicios, nominado desde el principio por la acción de los apropiadores, marcado con la maldición de la eterna rebatiña:

África tomó este nombre de un nieto de Abraham llamado affet, de la generación de la Cethura, el cual pasó con su ejército a esta tierra, como escribe Iosepho: y después vencidos sus enemigos hizo en ella asiento y le puso su nombre. Tiene esa parte del mundo por sus límites, el mar Rojo de la banda de Levante, y de las otras tres partes el Océano y el Mediterráneo. El mar que la cerca de la parte

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norte se llama Lívico, y de la parte del Sur, Etiópico. Cuatro naciones de gentes fueron sus primeros habitadores: los dos naturales de ella. Africanos, que habitan de la parte del Norte, y etíopes, que habitan las partes del Sur; y las otras dos extranjeras, fenicios y griegos, que poblaron algunas tierras de la parte del Norte y de Levante (De Sandoval, 1987, p. 13). Las nominaciones en el afán por las reivindicaciones africanas

no existen en estas versiones, las poblaciones se someten a nombres genéricos, las fundaciones dependen de la mirada extranjera, las culturas en lo específico son asumidas desde el calificativo “incógnitas”. Sandoval habla de doce provincias habitadas por naciones etíopes: Adrimachidas, Penos, Masagetas, Macas, Guidanes, Machiles, Auses, Afros, Maxies, Zabicas, Zingantes. Nombres sin ninguna significación para los maquiladores de la versión única, dispuestos para las recitaciones que se pretenden carentes de contenido, ubicados como utilerías para las lecciones que difícilmente serían pedidas, puestos como los componentes de las letras de una musicalidad didáctica donde los prontos sólo escucharán vocablos del sinsentido.

La actitud de Isaacs, ante las maneras habituales de colectar el saber otro, es propia de un de-constructor, no de un autor que se pone al servicio de los que buscan embellecer el edificio de los exotismos. La actitud de Isaacs es la de aquel que conoce ha llegado el momento de sacrificar las inocencias con que el enciclopedismo nos ha marcado, del que ha hecho conciencia de que ha llegado el tiempo de superar la edad de la ninguna información, del que nos dice que hay que escapar a la sensación de libertad en la ignorancia que corresponde a la promesa de la versión totalizante, del que nos advierte la urgencia de abandonar la placidez en el vacío; falseado bienestar que Cintio Vitier (2009), en el poema “Lo que viene”, captura con maestría:

Edad que no ha pasado, la del niñoatravesando antiguos mapamundisinscritos en la mancha del aceiteque gana aciaga territorios zurdos:allí el interno con su mano atadaa la perplejidad de haber nacidode madre a la orfandad tan parecida.

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María desmonta la unicidad de los continentes. África que esclaviza a África es una de las líneas argumentales principales de la novela de Isaacs. Dicha idea no intenta purgar las culpas de los hombres de ultramar, pues la información entregada nos ubica en un continente donde las poblaciones monoteístas buscaban expandirse a través de campañas de aniquilación de huestes y de cosmogonías. Historiografía de la aniquilación que hoy sabemos encontró un aliado siniestro en la empresa construida tras el llamado de un texto que tituló el mundo a las lanzas forjadas entre el taller de vulcano y los aposentos papales: El requerimiento.

Los textos de la unicidad consolidaron el relato hegemónico que dejó el testimonio de los hurtos convertido en tesoros sin mapas, transformado en el embalaje de lo necesario que es representado por el llamado bálsamo de misiones, reducido en la quema de las relaciones y de las contabilidades que fundieron la definición de fortuna al concepto de inagotable. Colección de mártires, inventario de cautos, monumentalidad de santoral para los resignados, elegías de más, perversión heroica sustentada en la caza de herejías que devino en procesos de notariado. Construcción de un refuerzo de la voz patricia determinada por el registro notarial, diseño o réplica de los instrumentos que (confundiendo al pregón con lo público y a lo público con lo legado a las estirpes divinizadas) superviven hoy en las lógicas de la distribución de las riquezas. Seguimiento al dedillo del manual de la aniquilación y de la rebatiña, protocolo de ofensiva que le daba la “administración” del mundo a las coronas, que proveía la licencia total de acción a las armadas y a las infanterías, que hacía inminente la posibilidad de sofisticar los instrumentos de guerra para que la catapulta se aprendiera cañón y la flecha coqueteara con la metralla.

De la misma manera como con la autorización del “representante legal de Dios en la tierra” le levantaron escritura a la inmensidad, silenciaron los componentes testimoniales de las obras pertenecientes a la voz propia, a lo que fue de ella en medio de los diversos colonialismos, a lo que sólo se advirtió tras el rótulo de deformidad. Se pagaron a precio de retórica los intérpretes de las ofensivas que se escudaban en la negación del alma a los que no respondían a

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las mismas convenciones del vestido, a los que obedecían a otras condiciones de la vivencia de los tiempos míticos, a los que se debían a otra administración genérica, a los que no conocían las fórmulas del pretender que hacen de la existencia una cosa de majestad, de potestad, de castidad o de ascenso, a los que no habían vencido la circularidad cíclica de sus adaptaciones ante la vanidad de la linealidad impuesta por la crónica convertida en la piel del relato hegemónico.

María leída desde el incendio se ubica en el espacio-interpretación donde la alteridad del dominado, negociado por los adjetivos de la sub-ponderación, se convirtió en el pretexto para reclamar la supremacía de una tierra en la que el uniforme, lo uniforme, ya contaba con la condición de monolítica historia.

Sandoval (1987) reclama la majestad de Europa en su nombre de princesa, mientras su diminuta extensión se disimula con la inmensidad-ficción elaborada por los administradores del acumulado de sentido:

Europa tomó el nombre de una princesa llamada Europa, hija de Agenor, rey de Tiro, de la provincia Fenicia situada en Asia; así lo escribe Pomponio Mella […] Esta tierra de Europa es la menor de las cuatro partes del mundo, pero la mayor en nobleza, virtud, gravedad, magnificencia y cantidad de gente política. Antiguamente señoreaba a toda Asia y África como reina, por medio de la monarquía griega y romana, y al presentarse la autoridad de la Santa Sede Apostólica, cuyo asiento tiene en Roma cabeza del mundo y de la cristiandad, y por el grande poder de España, con que son señoreadas muchas provincias y reinos, así de las Indias orientales como occidentales (p. 12).

En esa metáfora del cuerpo universal, el mundo tiene una cabeza que desprecia sus pies, que escupe sobre sus brazos y que se avergüenza de sus genitalidades, mientras piensa que en aquella fisonomía sólo ella posee espíritu.

Europa se considera la madre modelo, la que dictamina figuras, estilos y maneras para ser imitados. La farsa de aquella imitación brinda una conciencia de autor al escritor de los territorios dominados que burla a los que no ven los indicios de la alteridad, pues creen que basta con asumir lo argumental inscrito en un orden que se considera a

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sí mismo universal. De tal forma, nuestro canon, considerado cuestión calcada del canon europeo, es en la mayoría de los casos cuestión de orgullos por los pasos vacilantes de quien aprende a caminar sin que le lleven de la mano. Por eso es un canon más suspirado que entendido, fácil de adivinar enfermo de la falsa figura retórica de la edad de merecer, cargado de lo divino como obligación y como fuente única de un “milagro” literario. Bajo esos preceptos, coquetos con la idea de la generación espontánea como única opción de independencia expresiva, se bordó el corpus hegemónico como un cañón dispuesto a humear sobre las sienes del pensamiento americano.

Al respecto, Mario Carvajal (1984) muestra sospechosas inocencias en su lectura de María:

Es así como en Isaacs no existe o no se advierte el recurso literario. La suya es una música sin instrumento, una lumbre sin foco. El artista se confunde con el objeto mismo de su arte. Ya ha sido observado que en él se cumple un fenómeno de prodigiosa instantaneidad, que no nos deja saber qué es primero: si el paisaje interpretado o la sensibilidad que lo interpreta. Por eso él actúa como un descubridor (que es la única forma en que la criatura crea) sobre la ajena sensibilidad. En ese sentido el paisaje del Valle no existía antes de él. Él lo creo vistiéndolo de una túnica invisible, que sin robarle ni uno solo de sus secretos le dio una luz arcana, en virtud de la cual hiciéronse patentes a los ojos más tardos y a los espíritus menos conturbados por el misterio de las cosas y de la vida. Nunca reviste con el artificio literario la desnudez purísima de la obra de Dios. La más leve desviación del orden intelectual se interpone jamás en la correspondencia del mundo y del poema (p. 178). Carvajal considera María como a una cuestión milagrosa, desprovista

de pensamiento, como a una inspiración sublime que no corre el riesgo de contar con apuesta ideológica; a Isaacs lo asume casi como a un sujeto de la mediumnidad, obligado a traducir la maravilla de la obra de Dios, y le enferma del gesto propio de los hombres de la expansión de Europa: la mirada que se pretende fundadora de los territorios.

Ante esos sorbos consagratorios, casi sacramentales, lista estaba la novela de Isaacs para las bendiciones del canon. La única función del autor bajo esas lecturas es la completitud de la obra del único creador,

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dinámica de sujeción donde el hito literario se sumaba a la tradición casi en la lectura ninguna de su estructura temática, pues como fenómeno literario sólo era asumido cual “amoroso milagro”. Milagro que en cabeza de los hijos de las antiguas colonias no habría de ser considerado original o propio, milagro donde el crisol de la lectura comparada desdibujaría los elementos diferenciales que significaban, justificaban, explicaban, el relato desde las periferias.

Los narradores desde las colonias se asumirían como síntomas de la grandeza de los dominantes al ser reclamados en condición de hijos de antiquísimas estirpes, vistos como indicios del éxito de las empresas civilizatorias, asumidos como constructores de versiones bizarras de las grandes obras del canon, entendidos como sofisticados ladrones de los argumentos pertenecientes a una tradición superior a sus talentos.

Baldomero Sanín Cano (1987) se deja ganar por aquel determinante, lo hace al considerar fundamental para la ponderación de la obra la descripción que hace de su biblioteca Efraín a Carlos:

Lo lleva a su cuarto a enseñarle su biblioteca. Allí estaban representados la Biblia, Chateaubriand, Shakespeare, Blair, Calderón, Cervantes y Hernán Cortés. Toda la lira de las innovaciones que trajo el romanticismo la hacen sonar estos nombres. La suplantación de la mitología clásica por las divinidades hebraica y cristiana, la preocupación de analizar el propio “yo” y manifestarlo a las gentes ya disecado en formas rígidas, ya campante por sus respetos; la universalidad de la observación y el predominio del sentimiento sobre las reglas; el regreso a la naturaleza con el retórico comentador de Ossian; otra vez la invocación del sentimiento como supremo dispensador de las riquezas poéticas; Don Quijote que antepone la imaginación al razonamiento ni más ni menos que la señora Staël; Hernán Cortés que suministra el anjeo para volver a la naturaleza con los héroes de Chateaubriand. En verdad no hubo lista de libros mejor calificada para poner de relieve las proclividades literarias de un novelista o un poeta. Habría sido demasiado candor incluir en esa enumeración la novela de Bernardin de Saint –Pierre. No debemos reñirle al autor por esta omisión: los hechos hablan muy claro (p. 191).

Juego de confusiones habituales donde se intenta ver las motivaciones del personaje como las mismas motivaciones del autor.

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Los eurocentrismos hacen que imaginemos a un Isaacs gritando: ¡estos son mis referentes!; por eso es justo entender que escapar de la imposición referencial nos permite adivinar una voluntad de autor que devela los orígenes de las sugestiones de su personaje.

La aproximación a nuestros hitos expresivos desde estos tenores de sanción, nos da la opción de advertir cómo la obra se nos enseñó urgente sólo en las clasificaciones elaboradas en relación con fenómenos dictados en la previa por los que hicieron de los códices una versión más de los grilletes. Desmontar la supuesta inocencia de las lecturas habituales nos regala la posibilidad de ver cómo ante nuestros gestos creativos, se dispararon los mecanismos regularizadores que aún perturban a los entendimientos. Hoy el canon es el requerimiento de los marcos de legitimidad que buscan certificar patente para sí de todos los fenómenos expresivos. Ante el corpus enciclopedante actúan tanto los informados como los incautos, basados en indicios que se pretenden preclaros.

Salvador Bueno (1980) propone desmontar aquella predisposición comparativa y resalta los tenores diferenciales entre el supuesto referente y la obra del escritor colombiano: “Lo que en Atala y en Paul et Virginia es evasión y escapismo hacia paisajes exóticos, en esta novela latinoamericana ocurre lo contrario, es el acercamiento a lo propio, es la aproximación sensible y poética a un paisaje inmediato, no desconocido sino muy próximo” (p. 5).

Saber colectado, advertencia ya hecha, fuente en la que aún muchos se niegan a beber: en medio de lo propio, nuestra relación con las poblaciones provenientes de África; entre lo inmediato y lo mediato, el desarrollo de nuestras propias maneras de vivir la dominación. Relación que se da más allá de las circunstancias de la limitación, lugar ganado para la encriptación de nuestras versiones de un mundo sobre el que no tenemos las angustias características de los afanes de propiedad, espacio en luces y sombras donde no nos alcanzan los esfuerzos y los recursos para jugar a la imitación de lo que no nos enseñaron como la miserable expansión.

Neruda (2002), en el poema “Los libros”, califica de mentirosa al azúcar con que bañaron a María, en un ejercicio donde nuestras inocencias se adivinan como parte de la pureza aplicada cual mazmorra:

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Oh, María de Jorge Isaacs,beso blanco en el día rojode las haciendas celestesque allí se inmovilizaron

con el azúcar mentirosoque nos hizo llorar de puros.

La lectura diferencial de María nos ubica de frente a la construcción de una adolescencia que dejaría de ser sustentable, pero que pervive porque se teme que en el despertar los hijos de la sujeción se encuentren adosados con todas las acciones que trepidan; se teme desde el centro que administra el sentido que la ruptura de la placidez atávica desencadene coros de reclamantes, de demandantes, de delirantes que corran tras la cortina de pólvora que antecede a la calma que se da en el sincerarse de la historia.

Pedro Lastra (2002) hace un análisis más que sugestivo del poema “Los libros”, pues no se limita a ver en la composición lírica un homenaje asociado a la conexión romántica de su autor con la tradición de un pueblo del que se reclaman adeptos:

Se trata en este contexto de una significativa y meditada selección de indicios en la cual la figura emblemática de María adquiere singular relevancia al estar situada al término de la enumeración: he aquí una historia, dice el hablante, “que nos hizo llorar de puros”. Y uno se siente inclinado a decir algo más: que acaso contribuyó a cristalizar en él esa condición que Amado Alonso reconoció más tarde en su poesía: “romántica por la exacerbación del sentimiento” (p. 30). Cabe aclarar que el sentimiento no necesariamente significa

sensiblería, que lo romántico lejos está de significar alejamiento o distracción de lo real. Lo romántico no es la carga principal de las culpas melosas que han apagado al interés por la obra. María no es copia al dedillo de “las obras principales” de una escuela ni esa escuela es necesariamente una sempiterna aliada de los escapismos. Baldomero Sanín Cano (1987) particulariza la novela de Isaacs en tanto a la tradición que le asocian:

Sería un error y una injusticia dar por sentado que el romanticismo

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de María se cierne sobre las realidades de la vida, lejos de ella y extraño a los intereses inmediatos, como es el caso en muchas creaciones de esa escuela. Isaacs no se aparta sino ocasionalmente de la realidad: fuerza en ocasiones la nota azucarada como al poner a la prometida en la tarea ingrata, equívoca y por fortuna manifiestamente mal imaginada, de deshojar rosas en el remanso donde iba a bañarse Efraín. Pero fuera de estas ligeras desviaciones del gusto firme y exigente del autor, la novela conserva desde la primera línea hasta la última página un vivo contacto con la realidad palpitante. Se ha querido representar como canon de la escuela romántica del divorcio entre la ficción y la vida, porque mirando a Rolla, a Los Miserables y la obra novelesca de Lamartine una generación entera quiso sacar de estos engendros híbridos toda la preceptiva de un género. Eso, sin embargo, no fue el romanticismo. Esa visión del mundo no era una reacción contra la realidad de las cosas, ni trataba de oscurecer con un velo equívoco las semblanzas del conflicto vital (p. 193). ¿Por qué intentar disimular ese contacto con la realidad en el uso

práctico de un rótulo? ¿Por qué reivindicar una sola sanción adjetiva en la lectura que dictan las hegemonías? Mentira, inmovilidad, educación para el lamento, inocencia que es una marca de hierro, cristal de azúcar que soportó al goteo constante de sudor y de sangre, mientras todos los rastros quisieron disimularse en la laceración que semeja una sonrisa bobalicona.

Sanín Cano nos permite establecer que el fastidio que se siente ante el tono romántico es inferior al que despertaban entre los autores del sentir exacerbado las criaturas artificiales de las obras neoclásicas; nos muestra el crítico colombiano cómo aquellas maneras, que hoy tal vez encontramos sin significación, buscaron nuevos caminos hacia lo real: “los románticos regresaban a la naturaleza y describían o trataban de describir al hombre verdadero a quien buscaban o en las selvas de América o en las oscuridades de la Edad Media o en las ciudades populosas de su mundo contemporáneo” (Sanín Cano, 1987, p. 193).

Las condiciones de realidad del sujeto sólo se trazaron en las condiciones autobiográficas de la novela, pretendiendo a Feliciana, Estefana, Lorenzo, Tránsito, Braulio, Cortico, Laureán, Remigia y Juan como estampas de utilería en un mundo sumergido en la ficción histórica sustentada en la emisión de documentos edulcorados; las

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poblaciones en María fueron asumidas como elementos falaces o como giros estilísticos nacidos exclusivamente en la imaginación del autor. Colección de motivaciones que se silenciaron ante el afán de encontrar características hebraicas, rasgos orientalistas o imitaciones que se consideran, en tanto a tradición, de mayor proporción. Lecturas que ratifican las maneras habituales del ser letrado como el sujeto astral en un mundo que no olvida la molesta costumbre de hacer inventario de ontologías en relación con edades o con metales.

…el temor a lo informe y desconocido que hemos señalado en Efraín se traduce en un paisaje oculto y temido, y por ello innombrado: otra vez del Dagua, las selvas del Pacífico colombiano con sus afro-descendientes libres desde décadas atrás, conocidas por Isaacs e imposibles en el jardín de la novela: comunidades conformadas a través de lógicas independientes de las letradas de la época y ajenas al discurso de Efraín. El jardín se deshace en el Dagua, y esa disolución tal vez apunta al carácter contingente, y siempre negado, de los proyectos letrados” (1987, p. 45).

Voces y fuegos habitan nuestra América aún ajena, levantándose en destellos que generan contenidos que en mucho se diferencian de las maneras europeas. Uno de los elementos vitales de María es la africanía que no se disimuló, que fue ignorada y escondida tras velos perfumados a rosas, tras mortajas que pretendieron momificar un relato que no se agota en las valencias dictadas a látigo o tiza por el centro. La historia de la novela es una gran acumulación de traiciones al sentido de la misma, es una historia donde el autor sacrificado por la automaticidad de los orgullos ve la vida de sus letras mientras sus ideas se ahogan en mazmorras.

Isaacs nos grita un yo sé, yo sé del negro, como el yo sé que elevó José Martí (1979) antes que a América le acallaran los teluros:

Yo sé de Egipto y de Nigricia,Y de Persia y Xenophonte;Y prefiero la cariciaDel aire fresco del monte.

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Yo sé las historias viejasDel hombre y de sus rencillas;Y prefiero las abejasVolando en las campanillas.

Yo sé del canto del vientoEn las ramas vocingleras:Nadie me diga que miento,Que lo prefiero de veras.

Yo sé de un gamo aterradoQue vuelve al redil, y expira-Y de un corazón cansadoQue muere oscuro y sin lira.

Aquella conciencia también habita en Isaacs. La elaboración de

la remembranza del continente negro por parte de una desarraigada cumple la función de acercamiento a las otras versiones del sometido. En el universo isaacsiano, gana gran dimensión tanto lo expreso como el silencio, pues el testimonio dado y la lectura no hecha se nos muestran como el reto por ser asumido. Lo no advertido se nos muestra como el resquicio donde se arruman las voces de soporte para la intención del autor crítico que busca lograr elevar nuevos lugares comunes en torno a María.87

Efraín hace el homenaje del recuerdo ajeno de su aya asumiéndole como a una cuestión de lo propio, como a una parte de la intimidad de su historia, mientras el registro mediático adivina a los periodistas británicos, contemporáneos de Isaacs, avanzando por África con un látigo en la mano para azotar con renovada energía al que se desmanda, al que se desmarca, al que se desmadra, al que se determina.

Juan Cabal (1970), quien reseña como a un héroe a H.M Stanley, dice ya entrada la segunda mitad del SXX: “No hay mejor compañía, en medio de la selva africana, que la de un rifle y el revólver, con el aditamento de un buen zurriago” (p. 33).

87 El trabajo de Carmiña Navia (2005) resulta fundamental para elaborar nuevos universos de sanción e interpretación entre las figuras de Nay y María. El trabajo de la profesora Navia brinda valiosas luces para comprender esos perfiles femeninos cual dispositivos simbólicos.

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5.2. África en Isaacs, mucho más que un recurso narrativo En los capítulos que Isaacs le dedica al origen de Feliciana, se

niega el hábito de mostrar al África despoblada, aislada y por inventar. El caucano muestra las disputas que se han desencadenado por los avances del comercio, por la defensa de los territorios y por las empresas pertenecientes a la institucionalización de la fe.

La apuesta ideológica de Isaacs nos sirve de mano que corre los velos de la representación-obligación dictada por el políptico de una Europa en eterna expansión y nos ayuda a entender uno de los pilares de la no indignación generalizada por la miseria sembrada en nuestras historias compartidas: la fábula diseñada para relatar a las tierras por conquistar, desprovistas de características propias, de historias de la adaptación, cundidas de demoniacos riesgos, es un elemento más del aplazamiento de las culpas.

En María leída desde el incendio, nos encontramos de frente a la historias de las violencias, nos topamos con las preguntas que el inmerso en sugestiones, entrenado para creer, no quiso asumir cual reclamos: ¿cómo una cultura sustentada en la concepción del pecado pudo desencadenar tanta violencia sobre las distintas maneras como el mundo expresó la relación del sujeto humano, los fenómenos y el paisaje? ¿Por qué se sostuvo durante tanto tiempo la sanción de culpable sobre los que se expresaron desde la particularidad? ¿Por qué el registro histórico conserva como indicios de piedad a aquellas empresas criminales? Las respuestas requieren del comprender los marcos de legitimidad en que se movieron las acciones de la regularización del mundo, pues tras los discursos hipnóticos se estableció el ardid que consideraba la captura como a un acto afecto y se desdibujaron las responsabilidades tras la idea de creer a la totalidad de los humanos como esclavos de la voluntad de Dios.

David Brion Davis (1968) nos cuenta cómo se cimenta la idea de los sometidos como los hijos preferidos del creador:

En el antiguo testamento se la asociaba con la humildad y la renunciación religiosas, y así Abraham, Lot, Moisés, Job, David eran calificados de esclavos del señor. Los hebreos fueron quizás el primer pueblo que pensó en Dios como en un noble amo a quien podía persuadirse a ayudar y guiar a su bajo esclavo (p. 67).

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Isaacs es consciente del ardid de los reyes como esclavos de Dios y de los proclamados “prestigios espirituales” para los esclavos al servicio del rey; el caucano en condición de principal conoce el goce y el abuso de las altas prendas en el paraíso para los nacidos en la resignación, pues ha crecido en medio de las figuras que fortalecen la concepción de la potestad-majestad que sería fundamental para las futuras colonizaciones y se ha formado en medio de los cultores de la abnegación que resultaría primordial para las sofisticaciones de la dominación que se disimulan tras la falsedad de las filantropías.Cantú como fuente le ubica entre desconfianzas y transformaciones, le muestra las costuras de la relación decisión-acción diseñada desde los concilios, los espacios de encuentro de las cortes, los círculos donde se da el contacto entre los poderes económicos, los aparatos militares y las instituciones de la fe. Isaacs está informado del cómo se dictaban los lugares comunes que harían posible la perpetuidad de una Europa en expansión.

Isaacs se informó, tanto en Cesar Cantú como en Alonso de Sandoval, del políptico que destinó a África cual laboratorio de aquellas ofensivas dictadas por el discurso aletargante de la resignación.

Isaacs bebe de un África que se ha asumido desde los dispositivos genéricos, que se ha vendido como relato homogéneo, que se ha convertido en el pretexto para ratificar la fiabilidad de los relatos de los libros sagrados. El novelista sentimental ha comparado la versión de la resignación y del “rescate” con la versión de la tierra arrasada contada por los esclavos de la hacienda vallecaucana, ha develado las manos que convirtieron la madre-origen en la madre-escena, por eso comprende cómo África terminó convertida en el teatro para el castigo del pecado de origen (paraíso, mundo e infierno al tiempo) o en la verificación de la efectividad del fulgurante designio divino sobre la figura humana (Cam, la desnudez y la desobediencia del mandato que se convierte en mácula o en la sobredimensión de las partes del cuerpo asociadas al pecado).

África desdibujada es un continente asumido como motivación temática de un caucano que no se vence en la imposibilidad del contacto directo con sus territorios; que asume una empresa narrativa que no debe calificarse como mero giro creativo, pues Isaacs

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comprende a África como símbolo y como teatro ideológico; sabe que es un escenario relatado superficialmente, en la fascinación de lo inconmensurable, donde se evidencia un correlato de la trata en su dimensión de simulacro que oculta la disputa por la fe asumida en el disimulo de los mestizajes en suelo propio de los que bañaron de pólvora al canto de sus purezas.

Isaacs entiende a África como un escenario donde los espíritus de la figura del héroe significan la derrota ante la verdad de quienes se asumen vencedores.

El correlato de Isaacs se alimenta de la muerte de los dioses, de los semidioses, de los hijos de los dioses, se nutre de la máquina aniquiladora del símbolo que avanzó sobre discursos de la dominancia, mientras en lo concreto y sobre el polvo levantado por los apropiadores se aprendía como la indicación de perseguir a los que se tildarían de estirpes del demonio.

Isaacs estaba informado de cómo el tufillo de honorabilidad vinculado a la noción del héroe occidental, construido desde las entelequias de la valentía, el arrojo, la fidelidad y la entrega de corazón, estaba al tanto del susurro casto que silenció en camuflajes a las verdaderas voces de los afanes expansionistas de las diferentes culturas que asumieron la explicación del mundo a través de una sola figura divina. El novelista caucano conocía de las tensiones entre el África del norte y el África negra, sabía de las poblaciones esclavizadas por culturas tan dispuestas a matar por fe como los sajones, los latinos, los indostaníes, los griegos, los romanos, se informó de las cortes árabes tan dispuestas al crimen sistemático del otro como todos los pueblos que han detentado, o pretendido detentar, la administración adjetiva del mundo, aprendió, en la anécdota de los Berberiscos leída en la enciclopedia de Cantú, cómo el ardid de la inferioridad de los supuestos hijos de Cam se vencía en la efectividad de aparatos militares que podían hacer morder a los cristianos la rudeza de la invención de la sanción que les prometía ser eternos administradores de la versión única del mundo.

Isaacs leyó cómo la solemnidad nos desdibujó las violencias, los himnos nos maquillaron los rastros de los grilletes, los discursos edificaron los detonantes de la mortandad como designio de los

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superiores. No podemos soportar ni un segundo más la imagen de un escritor caucano asociado al milagro de la representación, liado a la imitación de los autores del romanticismo; es necesario reivindicar a un autor informado, asociado a una apuesta ideológica de la representación de una historia en lo propio desatada por violencias ajenas (violencias replicadas en modelos que convirtieron en cuestión de orgullos a las rebatiñas). Isaacs no es sólo un sujeto que dispone un universo idílico, es un autor informado sobre los discursos que habitan el espíritu de una época, es un constructor de fascinaciones al que se le pueden adivinar pensamientos de avanzada en medio de las limitaciones que le imponen los aislamientos de la provincia del Cauca.

Brion Davis (1968) cita al autor de Los nueve libros de la historia, para aclarar cómo la legitimidad de la esclavitud era un elemento de negociación tras las confrontaciones:

Según Herodoto, cuando un comandante persa dijo a dos valientes espartacos que podían esperar grandes recompensas si se sometían a Jerjes, ambos replicaron desafiantemente: “entiendes la vida del esclavo, pero si uno nunca saboreó la libertad no puede decir si es o no dulce” (p. 69).

Solemnidad que nos hizo suspirar las atmósferas, mientras los dolores se nos negociaban en resignación. Captura que era abalorio de los sucesos, de las victorias y de los “derechos” del brazo en alto y la sandalia al cuello de los enemigos. Hombres convertidos en trofeos que se disimularon tras la silueta recortada al sol del héroe; la falta de claridad en los rasgos no nos permite ver que su pie victorioso no presiona tierra desnuda. Disimulo del crimen que requiere de una retaliación simbólica, disimulo que obra de la misma manera como en Efraín la figura del enamorado esconde al pusilánime, camufla a aquel que no ha de servir ni para evitar las quiebras ni para dictar los relevos de intención en la administración de sus entornos.

Isaacs muestra la incapacidad de las principalías de su universo de sentido para asumirse hermanados con los africanos en el compartir la condición de esclavos naturales de la voluntad del padre: Dios, la iglesia, el centro, el políptico europeo, el censorium sacramental:

189María leída a la luz del incendio

—Hace cuatro días que recibí una carta del señor de M*** pidiéndome la mano de María para su hijo Carlos.

No pude ocultar la sorpresa que me causaron estas palabras. Mi padre se sonrió imperceptiblemente antes de agregar:

—El señor de M*** da quince días de término para aceptar o no su propuesta, durante los cuales vendrán a hacernos una visita que antes me tenían prometida. Todo te será fácil después de lo pactado entre nosotros (Isaacs, 1986, p. 53).

Honorabilidad maquilada. Hastío del autor. Velada mímesis. Solemnidad de la obligación. Disimulo de los cautiverios. Argumento que también se expresa en la compra piadosa de Nay por parte del padre de Efraín, pues tras aquel gesto de honor se ocultan los tráficos, las rupturas de la ley, la ausencia de control sobre las periferias que sumó al arquetipo del hacendado a los inventarios de las rutinas subrepticias del contrabando de sangre que se daba en la selva chocoana.

Isaacs atenta a las mentiras que se ocultan tras las fachadas de nuestros honores. Sin embargo, la credulidad vence los plazos donde los afectos y los abusos se convierten en la letra menuda de los acuerdos casi contractuales del honor. Juego de los recovecos que ocultan la intención de la perpetuada dominación ante el corazón de los sugestionables, captura velada que se expresa en la nuez de la hacienda: “—Pues bien, continuó, puesto que esa noble resolución te anima, sí convendrás conmigo en que antes de cinco años no podrás ser esposo de María” (Isaacs, 1910, p. 52).

Juego de honorables escénicos que se mimetizan en medio de la selva del Chocó:

Mi padre allanó todo con dinero. Firmado por el norteamericano

el nuevo documento de venta con todas las formalidades apetecibles, mi padre escribió a continuación una nota en él, y pasó el pliego a Gabriela para que Nay las oyese leer. En esas líneas renunciaba al derecho de propiedad que pudiera tener sobre ella y su hijo (p. 230). Que se replica en la versión evocada de África: “Días y días

corrieron, y Sinar esperaba, porque en su esclavitud era feliz” (p. 209).Isaacs lleva la voz de la violencia oculta tras la entelequia del amor

que serpentea en su novela hasta África, recorre los paraísos que son los

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velos de la injusticia de diversos cautiverios y resuelve a los principales de su universo idílico como beneficiarios de las explotaciones auríferas; Isaacs hace el inventario de las tierras disputadas entre la extracción y la futura instauración de los monocultivos.

Más que un relato de mieles, es María la historia fragmentaria de un proyecto de la dominación del hombre por el hombre; proyecto que se completa cuando las geografías vencen sus gigantes a las maquinarias regularizadoras y la educación sentimental genera placidez tras los empobrecimientos colectivos; detrimentos correlacionados con la riqueza sin límites de las instituciones que se rotan la administración de la sanción sobre el mundo.

Brion Davis (1968) nos muestra cómo el afecto era una arista más del desdibujarse paulatino del individuo, un viso incandescente donde los rangos sociales, las clasificaciones de la dominación que se asumieron cual naturaleza, fueron el alimento de los apologistas de la esclavitud:

El esclavo natural carecía de libertad moral e intelectual para tomar decisiones a la luz de un juicio razonado. Pero así como más adelante los calvinistas negarían que el pecador fuera capaz de un acto justo, y admitían sin embargo que ciertas gracias restringidas le permitían acercarse a la virtud, Aristóteles admitía que el esclavo tenía un alma parcial y podía, al menos, participar de la razón. El esclavo era inclusive capaz de una forma inferior de virtud moral, que surgía del desempeño adecuado de su función. Aristóteles no tenía simpatía por la opinión de Platón de que los amos sólo debían ordenar a sus esclavos y no conversar nunca con ellos de modo amistoso; claramente, la relación debía ser de beneficio mutuo. Y sin embargo, la verdadera amistad era imposible, pues el esclavo era incapaz de devolver la auténtica buena voluntad o benevolencia del amo. Sus verdaderos intereses no podían ser distintos de los del amo. Por cierto, apenas se puede hablar que tuviera intereses, puesto que, como una herramienta o posesión, no era más que una extensión de la naturaleza física de su amo. Al parecer, el mejor esclavo era aquél que más había conseguido borrar su humanidad (p. 72).

Compromisos, afectos, pasiones, vocaciones que son distintas máscaras de la misma sujeción. Isaacs, enfrentado al mundo de interpretación de sentido que significó el siglo XIX, es testigo de cómo

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tras centurias de dominación las poblaciones se acostumbraron al olvido de la ponderación del vínculo, ha visto a los hombres vencidos que pasaron de deberse a las costumbres dictadas por la pervivencia en el entorno y a los calendarios de beneficio a relacionarse con el mundo a través de un sujeto etéreo. Isaacs ha sido sujeto de excepción en ese panorama donde los sometidos se obligaron a responder a la personificación de la divinidad que significa el amo, los emergentes se resignaron a seguir los dictámenes de los aprendizajes técnicos, los relatores se apuraron a cumplir los reglamentos de una escuela de pensamiento o de una empresa, los esperanzados aprendieron a correr tras la entelequia del éxito y los inconformes se abocaron a hincar la rodilla en un mundo que parece no dejar caminos diferentes a los dibujados por los tráficos y por las burocracias.

Las lecturas posibles de María son una cuestión de rostros y de momentos. La condición de víctima luce generalizada, los hijos de los europeos, los que se envilecieron en la defensa de su principalía de periferia, también son absorbidos por los estigmas de la sujeción y son considerados esclavos naturales de sus padres; en ellos los grilletes se disfrazaron de “voluntad” o de “voz mayor”; por eso, la voz alzada de América aprendió a moverse entre el ocultamiento y la codificación, perviviendo bajo la idea de un lector futuro. En la voz de los esclavos y en el desencanto del silencio centenario de los hijos de los amos, Isaacs conoció los cómos del disenso velado que se vio forzado a reinventarse constantemente en medio de la variabilidad de las imposiciones.

¿Es María una obra de dicho disenso amortajado, de la inquietud que se nos vistió de momia para supervivir a los regularizadores del mundo? Isaacs refleja la confusión que se presenta en un mundo que viaja de una legitimidad a otra, donde lo idílico aprende de condiciones de sinceridad sólo si bebe de sus fuentes africanas. Isaacs se inscribe en la literatura del compromiso, al mostrar la baja calidad moral de los sempiternos administradores del mundo, mientras los susurros de una línea de tercería nos sugieren edificar la completitud de los proyectos cercenados por la dominación.

Ángel Rama (1982), en Transculturación y género narrativo, nos habla del sistema narrativo en alusión a la construcción de la

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persona; citando a Guimarães Rosa nos muestra cómo esa elaboración que significa la atención-intención del narrador es un elemento de resistencia, de pervivencias que bien se pueden identificar en María en el choque modernizador con una sociedad rural que aún no ha aprendido a comprender sus contornos, en el impacto entre las distintas lógicas de apropiación del territorio, en el imperio de la resignación y la obediencia donde no es posible que se presente variación, simultaneidad o alteridad de los discursos.

Isaacs entiende la voz de su narrador como un posible síntoma de sus sugestiones pasadas, como un testimonio de las inocencias bordadas por la reverencia a la figura astral del padre que condensa las claves de la expansión de Europa, asidas por la pulsión cosmopolita y vencidas por la conciencia de las nuevas maneras del dominio de la geografías; dicha conciencia nos prenda con la posibilidad de ver el relevo entre los soles en aquel cuadro sistémico que el mismo autor reconoce como su galaxia de captura, por eso es urgente reconocerle la condición de testigo significado ante el enroque entre la casa de hacienda y las sedes industriales de los ingenios azucareros.

Efraín es una escenificación antónima de Isaacs, donde el autor muestra a través de las inocencias de su narrador los desmontes de lo que sólo ha de pervivir en lo codificado. Las lecturas habituales siguieron exclusivamente la inocencia de Efraín e ignoraron la propuesta de Isaacs. A los lectores de las monumentalidades para ser suspiradas les determinó la búsqueda para disponer tinglados, teatros, retablos, donde los sentires de excepción de Isaacs se adivinan homólogos a la tradición impuesta por los modelos literarios burgueses; la lectura con resaltador de elementos homogéneos a las utilerías románticas le negó la ambigüedad a la novela, le cortó de raíz las apuestas irónicas y elaboró el servicio de la obra a una de las farsas mejor edificadas: los orgullos regionales. Retablo de suspirantes donde no se pondera la burla al amor cobarde, a la relación maldición-linaje-enfermedad, a las maneras de los acuerdos tecnocráticos, a la caducidad de los prestigios impuestos, a la voz hipnótica del padre.

María ha sido leída en la piel, tal vez en la voluptuosidad de su frugal pulpa, pero a su nuez se le ha cortado la opción de prosperar como semilla. El ethos de su lectura es una especie de castillo de

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dulce, donde la bruja no pretende engordarnos para alimentarse, pues se la juega por atraparnos en condición infante para el deleite de aquellos que cobran por nuestra conversión en sujetos ornamentales. Tramoya del escenario único, donde cualquier pretexto es bueno para renovarnos la marca de carimba, para pintarnos de rosa el distintivo de esclavos, para sumergirnos en la inacción del atrapado entre aguas perfumadas. Trucaje de lo sugerido y de lo expuesto que hace se pueda aplicar sobre la literatura la imagen de la piel sobre piel, de las capas y de las máscaras de bailes de coreografías exactas, de los disimulos que se pretenden la eternidad.

Brion Davis (1968) nos entrega una frase que es fundamental para comprender la intención de eternidad de las lógicas de sujeción: “La promesa de Dios, que se revelaba a sí mismo a la humanidad a través de un pueblo elegido, se asociaba con la emancipación de la esclavitud física y la aceptación voluntaria de una forma más alta de servicio” (p. 67). Voluntad de servicio que fortalece la institucionalidad mientras sacrifica las angustias particulares; resignación que se pretende como única moneda para pagar la afrenta a la sonrisa, mientras se considera al silencio como el estado máximo de pureza y de compromiso.

¿Ante aquel desasosiego es urgente leer a María en clave incendiaria? Sólo en el vencimiento del melodrama de los amos. Una de las herencias de la colonia fue el entrenamiento para devorar simulacros, para cargar con lo falaz de los orgullos. Aquellas condiciones de la pureza insostenible se expresan en Isaacs, en la inclusión de elementos donde se revelan las africanías, las utilerías hebraicas, las atmósferas orientalistas, los universos del tránsito que dictan las condiciones del ser americano. Valías de la obra que se han ido acumulando a paso lento, pues la aproximación dictada por los cánones europeos, más que develar, fortalece a los disimulos, pues sólo la mentira justifica la reivindicación orgullosa por la historia que Europa dibujó sobre el mundo. Mentira pragmática, mentira sempiterna, mentira para hacer verdades de la sugestión. Ejemplo claro de ello, la ofensiva árabe sobre territorio europeo, avanzada que está más que documentada, pero que sustentada se encuentra en el gesto de convertir en una mera anécdota de imitaciones folclóricas los mil años de dominación del mediterráneo por parte de las culturas de oriente; ignorancia de la

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historia múltiple del origen que se apaga tras figuras de plañideras que olvidaron su oficio, mientras el andar del insostenible desentendido se mueve a placer transformando en una gran colección de textos para todos los soportes narrativos, todos los tiempos, todos los géneros que devienen en formatos, la derrota persa a manos de los soldados de Salamina.

Isaacs desde el incendio sostenido y pintado de rosa nos grita: La verdad de nuestras purezas es una gran mentira. Falacia que hoy se debe a proporciones y obedece a espectros de divulgación, donde nos es importante, para la caducidad utópica de la dominación, entender quién porta la pluma; pues nos es urgente comprender quiénes administran las claves de lectura. Quiénes nos dosifican la fiabilidad, los entendimientos y las incertidumbres ante los acumulados, quién financia la sofisticación del “rotundo saber” que llena de luces la enciclopedia, mientras adosa de bostezos a las versiones ampliadas.

Le invito, lector de ideales, a imaginar el hoy de nuestros entendimientos si la versión de América que nos gritan los libros de texto fuese la de Alonso de Sandoval:

Es la América casi tan grande como las otras tres partes del mundo juntas, y así la dividieron los geógrafos en otras tres partes que llamaron mejicana, peruana y magallánica. En la parte peruana han querido decir algunos que hay naciones de negros tan incultas y remotas, que no han venido a nuestra noticia. Fúndanse en que Juan Ochoa de Salde, en la primera mitad de su Carolea, folio 74, en el descubrimiento que Vasco Núñez de Balboa hizo del mar del Sur, cuenta que en la tierra firme del puerto de Cartagena, subiendo por el río Darién adelante, y de la provincia de Urabá con ciento y noventa soldados, en primero de septiembre de 1513, y llegando a Quereca, tierra de un indio llamado Tereca, halló que servían a este cacique negros que fueron, dice, los primeros que los nuestros vieron en las indias. Lo mismo dice Juan Botero, que prueba ser naturales de la tierra, y que solamente habitaban en un lugar llamado Quereca. Y en la vida del beato Padre fray Luis Beltrán, de la sagrada orden de los predicadores, se dice que en esta Provincia de Cartagena, donde fue siete años doctrinero el Santo, halló en el discurso de su peregrinación una isla, donde los más eran negros, aunque había entre ellos algunos blancos (1987, p. 11).

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Se notaría lo disimulado, se convertirían en discutibles las certezas, se vencerían los pretextos para los orgullos atávicos. Qué sería si nos enseñan versiones desprovistas de la enfermedad de lo genérico, si nos prendaran con relatos surgidos en una administración adjetiva no motivada por el desprecio; qué sería si nos muestran cómo vencer a los condicionantes institucionales de los replicantes-autores de aquello que nos enseñaron bajo el tenor de verdad. Qué sería si desde pequeños nos enseñan a leer María en una clave distinta a la clave del amo.

No es nada nuevo expresar que la historia que se teje de anécdotas es una construcción ficcional sustentada por el simulacro, es una pira en torno a la cual bailan los adoradores de un pequeño dato historiográfico que es el soporte de los defensores de la poética de las purezas, que es el sol de los perpetuadores de un indicio nimio, que es el pretexto de los elegidos por el no intercambio que funda las supremacías como el detonante de las rebatiñas.

5.3. La inclusión de los capítulos del melodrama africano: ¿lección no aprendida?

El hábito de no asumir los procesos de intercambio se mantendrá, mientras le siga exhibiendo practicidades la frecuente negación del sur de España y sus maneras de expresarse nacidas en el vínculo, en la conquista no relatada, en el mestizaje asumido vergonzante. Supervivirá el afán de ignorarnos mientras les funcionen los adjetivos construidos para fortalecer la referencialidad de Europa en tanto a las identidades que hicieron del mundo una cuestión de lo vertical, donde a los que no somos hijos del centro se nos piensa cual maromeros ansiosos que luchan por superar edades.

Nuestra existencia en el efecto de la no existencia, nuestra reivindicación en el camino que va de la insistencia a la resistencia nos lucirá única, mientras se reparten los rótulos creados por los bautistas a beneficio de los prestigios que se colectan en los recipientes de los que pretendieron reclamar para sí el título de fundadores del mundo, nuestra supuesta condición subalterna les ha de urgir para que la rueda de los desprecios nunca se detenga.

Reconocernos en la calamitosa hermandad lucirá un imposible mientras a los que cambian de aperos su condición de amos les funcione

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el discurso vencido y pútrido que justificó los rescates. No pararán de sofisticarse las sujeciones mientras se confundan las alteridades con metáforas de las pobrezas y las enciclopedias otras se administren con la desconfianza con que se guardan los fetiches en un baúl destinado a áticos, reservas, cavas malditas o al cuarto de los trebejos. Se mantendrá la negación del intercambio en la pulsión genérica que no considera la existencia de tránsitos que escaparon a los intereses institucionales, mientras nos terminamos de acostumbrar a devorar los silencios nutricios de la nada por la nada. La plácida ignorancia de nuestras condiciones, de nuestras versiones, de los porqués de nuestros textos, ha de pervivir en la no comprensión del otro más allá de los gestos lastimeros o de las sorpresas maquilladas en una falsa fascinación.

Reivindicación en medio de la condición de espectadores y de espectados, de sujetos conscientes de la sujeción, es la que propone, tras un intra-epígrafe de Ezra Pound, José Luís Díaz Granados (1967):

Entre el humo veo a Dios: una criaturaCon manos mutiladas esculpida,Aborto de la nada y del silencio,Rey cóncavo y convexo, mar que brilla,Tempestad vacilante en el vacíoTerrestre, dulzura casi escondida,Un poeta invisible, sin aroma,Un ídolo criollo, un barro chibcha,Un continente arcano sin linderos,Una palmera inmensa en una isla,Dios es el aire, el agua, las sabanas,El jaguar, el color, la tierra misma,Las montañas de América, las piedras,La paloma, el espacio, las orquídeas,Es algo grande y a la vez pequeño,Es la espuma del mar de las Antillas,El átomo más simple de la pampa,La cima de la cordillera andina,Es mi amigo de todos los instantes,Mi palabra, mi flor, mi poesía,Y sobre todo es el excelso astroQue le dio luz mortal a mi semilla… (1967, p. 49)88

88 Revista Letras nacionales, número 14, mayo –junio 1967.

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Ha de seguir corriendo la ruleta que salva o condena, girará en las historias condensadas que se convirtieron en los adjetivos que hoy nos resignamos a asociar con el orgullo, ha de revivificarse en la idea de lo documentable asociado a al espectáculo de excepción y no a la cotidianidad que se expresa en el derecho a ser sin la intervención de censoriums que ejerzan sobre ellos las acostumbradas administraciones adjetivas. El hábito de la sub-ponderación de lo nuestro, de lo que constituye el concepto de lo nos-otro, ha de fortalecerse mientras se le encuentre practicidad al no relato de la figura del indiano que soporta el tránsito de bagatelas en una España que no produce y se desmorona entre vanidades que se convierten en el boquete de las despensas. La cartilla que nos enseñó a ningunearnos ha de aplicarse con violencia, mientras le provean uso a la estampa simpática del extrañado que se sumerge en elixires que resuelven los misterios de las lenguas, ha de arder como distintivo de los mal llamados caminos seguros, mientras aparecen los uniformes de mudanzas simbólicas que le busquen acomodo a nuestros dramas entre la legitimidad de los lectos que hoy caracteriza a la voz de los hombres distinguidos por galones, por títulos o por ribetes de legitimación.

Nuestra rodilla en tierra no habrá de ponderarse, ante las derrotas de las motivaciones que dependen del entrenamiento para lo sensible, por encima del entrenamiento para la burla o del entrenamiento para el creer. La inocencia impuesta ha de servir de estímulo a nuestras bajas estimas, en tanto le sigan bordando a las banderas los bocaditos de la sanción que si bien no son gratuitos sí obedecen a la ubicación ponderativa-comparativa de los ethos de las historias de nación.

El incendio panfletario, que hace posible como tono a este libro, existe en la no advertencia de la apuestas ideológicas de la reivindicación de condiciones particulares en medio de la literatura del siglo XIX en la tierra rebautizada como América; el gesto del libelo-repetición se hace necesario en la geografía liada a la idea de lo latino, que se supuso a ultranza, donde la versión descarnada no se da en autorías que, en tanto a la estética del texto, nos insinuaron no han vivido el proceso requerido para reclamar su propio rostro. Facilidad nominal, casi imposibilidad de apropiación conceptual: tri-etnia, multiculturalidad, crisoles artesonados, multiplicidad

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falsamente asumida que nos lleva a la anulación de las certezas y a la neutralización de las indignaciones, los duelos y las voracidades memoriosas.

Alejo Carpentier (1953) nos hace testigos de un sujeto que abre los ojos en su particular caverna, nos conduce hacia una de las claustrofobias posibles entre aquellos que han engordado como a pavos sus miedos al afuera, nos cuenta la urgencia de comprender el valor de la literatura de la inmersión en uno que en medio de la presión simbólica y la presión institucional recibe un baño de autoconciencia que establece los derroteros de sus futuros Pasos perdidos.

Tres artistas jóvenes habían llegado de la capital un momento antes, huyendo, como nosotros, de un toque de queda que les obligaba a encerrarse en sus casas desde el crepúsculo. El músico era tan blanco, tan indio el poeta, tan negro el pintor, que no pude menos que pensar en los Reyes Magos al verles rodear la hamaca en que Mounche, perezosamente recostada, respondía a las preguntas que le hacían como prestándose a una suerte de adoración. El tema era uno solo: París (p. 78). Clave de incendio que hace sea posible concebir al afuera en

condición de adentro, clave de luces irregulares donde el viaje hacia lo temido atenta a la distribución entre los orgullos y las vergüenzas; circunstancia, más no efecto, en la que aquello que se nos vistió de monstruosidad, de relegamiento, se nos enseña como urgente certidumbre; clave de conflagración donde lo primero que se convierte en ceniza son los grilletes de las vanidades impuestas.

Los veía yo enflaquecer y empalidecer en sus estudios sin lumbre —oliváceo el indio, perdida la risa el negro, maleado el blanco—, cada vez más olvidados del sol dejado atrás, tratando desesperadamente de hacer lo que bajo la red se hacía por derecho propio. Al cabo de los años, luego de haber perdido la juventud en la empresa, regresarían a sus países con la mirada vacía, los arrestos quebrados, sin ánimo para emprender la única tarea que me pareciera oportuna en el medio que ahora me iba revelando lentamente la índole de sus valores: la idea de Adán poniendo nombre a las cosas (Carpentier, 1953, p. 80).

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Incendio directo en la voz del acusado de mil cargos (entre ellos el de la maravilla asumida cual aretes de lo real) que se sumó a la lista de los regularizados por las inquinas, que se escribió rutilante en la lista de las víctimas de los odios por parte de quienes no gustan de ser desnudados; incendio desde la voz de uno sancionado por las econometrías aplicadas al lenguaje en un mundo que ha olvidado que la palabra es gratis.

Por su parte, Isaacs logró camuflar entre suspiros los elementos atentatorios de su novela, esquivando a los cazadores de chilindrinas89 y a los edificadores de ethos que servirían a los escapistas de lo asumido sin ser aprendido. La relectura de Isaacs en clave incendiaria nos permitiría contar las veras, desentrañar en lo que se escuchó en la distancia como silbo sinsentido, esculcar los baúles, los aperos, los cuartos donde se refundió lo que se nos enseñó cual vergüenza, pero que no nos atrevimos a desechar totalmente; esa clave de lectura nos permite buscar tras las vanidades que se pretenden máscaras de hierro que nos niegan el rostro de nuestros fetiches, de nuestras hechicerías, de las aprendidas supercherías; la luz del incendio que pretendieron edulcorarnos nos permite hacer acopios sin pretensión de inventarios de lo que quedó del nosotros en todas las geografías después de aquel cruento exorcismo de siglos.

En la obra de Isaacs se oculta la conciencia negada de la imposibilidad de las purezas que desmontaría en dos movimientos súbitos, casi de tronar de dedos, el imperio de los cánones europeos. La lectura de María a la luz sincera de aquel incendio, nos prendaría con el esclarecimiento de los orígenes que mostraría las falacias de esa apuesta regularizadora que determinó el pensamiento de los intelectuales católicos adscritos a la restauración; nos legaría el golpe de conciencia que enfrentaría a la caducidad los argumentos de los que nunca se cansaron de reivindicar los valores de América exclusivamente en las influencias de un mundo considerado prístino. Dicho mundo existe sólo en el desequilibrio de lo contado, en el ignorar lo que se ha dado a llamar las escrituras afectivas, en negarse a escuchar las diferentes motivaciones de las voces.

89 Expresión usada para significar a la caza mal intencionada de gazapos a la que fueron sometidas las obras que atentaron los establecimientos tanto simbólicos como políticos.

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El novelista caucano hace un gran esfuerzo para la afinación de un oído que puede ser víctima de la costumbre de sólo escuchar las solemnidades de los amos, se detiene en la condición de un sujeto en el que otros sólo adivinarían pobrezas: Bibiano; se esfuerza en reconocer las delicias de un relato con utilerías que le resultan ajenas: la historia de Nay; se propone expresar lo que se esconde tras la temperancia de las poblaciones que los frescos y los cuadros de costumbres condenarían a ser meros aditamentos de los tránsitos: Laureán y Cortico.

Isaacs atenta el imperio de lo único, muestra los aportes negros en las mesas, en las prácticas, en las musicalidades y en nuestros modelos de composición futura, pero sus intenciones son regularizadas en la sanción reiterada de lo romántico por lo romántico, son neutralizadas en la administración adjetiva que intenta no ver la captura del sujeto en tanto a su entorno aspirado, recordado y vivido.

Al respecto de los fragmentos dispersos, que son constituyentes de lo que Salvador Bueno llama el paisaje humano, Isaacs es uno más en aquel paisaje y está sujeto no de la condensación ni del apocamiento sino de la significación del todo en la particularidad; Isaacs es quien pasa de la estancia de los amos a compartir las dinámicas de los campamentos, es aquel que se ve obligado a conocer las historias de los tambos y a devorar los relatos de los entraderos, de las madres de aguas, de los bastones de poder. Isaacs conoce las celebraciones que se sustentan en la solemnidad de las chichas, los saucos y los pildés, escucha los cuentos del amor posible tras la ingesta de la flor del Quereme, conoce la vida que hay en las preparaciones que burlan aquella cascada constante y sin montaña que es la lluvia en el Pacífico colombiano.

La sugestión en Isaacs es de un orden que escapa a la referencialidad de lo letrado, ante ella se debe el compromiso de reconstruir la idea del afecto por lo popular y el homenaje inmenso a los que escapan de la cárcel de la idea de honorable impuesta tras tantos cautiverios. La lectura de lo múltiple en María requiere del desmonte de tramas y de sub-tramas, requiere de aplicar luces sobre sombras que hacen de la mímesis en la novela un aspecto que invita a la creación, donde las tesis que alimentan nuevas miradas requieren, más que certezas como cimientos de los argumentos, gracia en el estilo, gracia para reconocer

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que pasar por alto es una culpa a la que nos enfrentaremos todos los que nos detengamos a leer María tanto en la yarda como en la micra.

Manuel Zapata Olivella (1967), en María testimonio del romanticismo, se bebe los camuflajes de lo mito-poético y llega a considerar ignorado por parte del autor aquello que pervive gracias a las claves de la encriptación:

Isaacs elude en María totalmente el tema del indio muy conocido por él. No olvidemos que su pasión por la antropología lo llevó a estudiar a lomo de mula, a los indios chimilas, arhuacos y motilones del Magdalena. Aislado o no, el indígena está presente en el Valle del Cauca. De desear introducirlo en su novela, habría podido hacerlo sin violentar el argumento o la geografía. Es posible su propósito de no incurrir en un tema que hubiera aumentado similitudes con las novelas exóticas de los románticos franceses (p. 23).

El indígena no es ignorado por Isaacs, es incluido en tanto al vínculo, en esos espacios donde su dimensión mítica habita la estampa del negro en el Pacífico, en los gestos que obedecen a una poética de lo oculto donde los perseguidos se ratifican y reivindican.

María nos permite adivinar a la discusión sobre las razas como una cuestión caduca, pues nos dispone ante un panorama donde los choques, los encuentros y las tensiones han fundado la legitimidad de un ser que se da más allá de las imposiciones. De tal manera, ante el concepto de paisaje humano, es necesario ver en la novela no sólo lo que aflora, es urgente rescatar lo que fantasmea, destacar aquello que fue ignorado por las administraciones adjetivas del texto que se limitaron a encontrar odios o simpatías por las poblaciones vistas como subalternas en la obra sentimental.

Zapata Olivella se esfuerza en trazar los afectos por los negros que el perfil de Efraín significa en la enunciación como parte de su educación relacional: “Pude notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba trato cariñoso a sus esclavos, se mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños” (Zapata Olivella, 1967, p. 24, ref. Isaacs, p. 9).

En esa lectura del afecto, Zapata Olivella enfrenta a Isaacs a los riesgos de la caducidad del indicio, riesgos donde lo que se ha visto

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desde el cariz del aprecio se ha de leer como la prueba de la simpatía de parte del autor de María por las dinámicas de sujeción que eran los amarres del universo idílico de la hacienda vallecaucana. Afecto- efecto, desprecio-efecto, que pueden empobrecer las posibilidades de aprecio de la obra entre las generaciones futuras; desafectadas miradas que pueden minar la ponderación de María, por eso es una obligación crítica llevar las nuevas lecturas más allá del intentar ubicar antonimias entre las sanciones del perfil protagónico y las de los sujetos no excepcionales que en la novela se constituyen cual indicios del espíritu de una época determinada por los amarres de la majestad-potestad.

Las futuras miradas no deben ser presas del juego de perfiles antagónicos entre Carlos y Efraín que Zapata Olivella refuerza para intentar establecer a beneficio la conmensura del héroe que simbólicamente determina al sujeto enamorado en un mundo movido por el desprecio. Carlos habla de la friega que resulta racionar a los negros en los días de matanza, mientras Efraín ofrece a la figura de su padre y a su familia ante la orfandad del hijo de una esclava. Gestos y acciones, estampas que vistas hoy establecen la confusión entre el ardid del afecto para la sujeción y la excepción del afecto en medio de la sub-ponderación del otro; elementos del relato que ven fenecer las posibles sorpresas de nuevas lecturas, cuando se les reduce a anécdotas y no se les considera en la continuidad o discontinuidad con el paisaje humano representado en la novela.

La instrumentalización del otro, que es balanza entre inocencias y brutalidades, es otro elemento rescatado por Zapata Olivella que puede ubicar a María a mitad de camino de lo destacable y de la condena.

…A poco se presentó un negrito medio desnudo, pasa monas, con un brazo seco y lleno de cicatrices.

—Lleva a la canoa ese caballo y límpiame el potro alazán.Y volviéndose a mí, después de haberse fijado en mi cabalgadura,

añadió:—¡Carrizo con le retinto!—¿Cómo se averió así el brazo ese muchacho? —pregunté.Metiendo caña al trapiche: ¡son tan brutos estos! No sirve ya sino

para cuidar los caballos (Zapata Olivella, 1967, p. 24, ref. Isaacs p. 57).

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Es urgente salvar las obras de la veleta adjetiva que se establece entre los tiempos, pues la sanción y la motivación de la acción para los personajes no pueden ser leídas desconociendo el paisaje humano al que obedecen o atentan.

El paisaje humano es el espacio de sentido que supera a la anécdota, a los protagonismos totales, que exige disposición profunda en la lectura. Lectura que aún no se cansa de aplazarse, mientras la premura signa a los testigos que no se lastiman por la pérdida de lo invisibilizado. Nos faltan duelos, nos sobran mausoleos marmóreos a la memoria de los prestigios que degollaron a quienes no se dejaron confundir; circunstancia de desigualdades en la proporción del relato que obedece a nuestra mejilla en tierra por una sola versión del héroe. Esta lectura, en tiempos donde Isaacs es cargado de nuevas culpas, se vivifica en el imaginar pretextos para las loas, que no deben ser confundidas con los orgullos automáticos que nos dictaron las leyendas de un Valle del Cauca susceptible a las estrategias de marca región.

Zapata Olivella (1967), al destacar elementos diferenciales de la obra, sin duda, ha de ser el pretexto de futuras condenas a Isaacs, no obstante se le debe agradecer una reivindicación valiente de la obra:

Si observamos los trazos que hace Isaacs de esclavos, manumisos y mulatos, su situación social en un momento en que no quedan precisados los límites de la esclavitud y la servidumbre que trajo la ley bolivariana de libertad de los esclavos, encontramos que la “María” es la primera novela con temática negra que se escribe en tierra firme (p. 23).

Sin pretender llegar primero, Isaacs es el relator de la maravilla, es el testigo de un telón de fondo que se escapa a las pretensiones de la vanidosa página que adivina la tradición literaria como fuente única. La novela de Isaacs es el primer paso —hoy advertido— para el futuro equilibrio en lo contado donde los negros dejan, paulatinamente, las sujeciones para convertirse en los verdaderos amarres de un universo idílico que se adivinará imposible por fuera del asumir las exuberancias y la multiplicidad de orígenes de nuestros relatos.

María es la ratificación de que el equilibrio de lo relatado es un reloj de arena con un lado cojo de granos, donde la multitud de voces y los suspiros seriales intentan acallar a los que no necesitan del

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grito para hacerse escuchar. María no es una novela para los puros, no es un mero pretexto para lo cándido. Isaacs no negocia fácil las inocencias y establece un escenario donde la candidez se funde, entre fuegos, aguaceros, desbordes y estancias abandonadas-tomadas, con el sacrificio; Isaacs se mueve en un entre telones donde se expresa la conciencia del ardid para alguien converso a fuerza de moneda y de espada: la pureza heredada es una de las más grandes mentiras de aquellos que hicieron de sus poblaciones una sumatoria de crédulos. Cada que una rodilla muerda el suelo de Europa, cada que el viento peine el camino de Compostela, cada que Dios escuche que le llaman con el susurro de un Ojalá, se dará el testimonio del triunfo de oriente sobre el territorio expandido del continente europeo. De tal forma, una tradición cristianizada que avanza cazando infieles, que confunde los términos evangelización y civilización, que siembra la espada sobre territorios no leídos desde las prácticas, no ofrece más que una versión tal vez no esperada del triunfo del proyecto de oriente sobre la tierra. En otras palabras, el triunfo de Europa es la derrota de Europa, es la pre-valencia de un concepto impuesto por encima de todas las conciencias (del sí, del nosotros, del otro): el monoteísmo.

En María, la condena tras la conversión se nos presenta como el teatro de los aletargados: Nay es una africana conversa, Sinar es aquel que escucha la capacidad sincrética del discurso cristiano que convierte el sacrificio de un hombre en la resignación por la aniquilación de miles. Isaacs establece un mundo, establece al amor en ese mundo, profundiza los perfiles y elabora la honorabilidad de la muerte, su intención parece ser la de ratificar a la persona africana más allá de las lecturas exóticas del contexto; después atenta dicho mundo en el contacto con los proyectos europeos, pues el universo de pugnas entre los propios de África no desencadena la extinción del sentido de los pueblos; habitualmente, el relato de la sujeción se pierde en un lugar donde la hermandad entre las víctimas es cosa simulada o es cuestión ganada en la solidaridad que exigía el compartir entre las fauces de las naos negreras. En ese sentido, María aporta cuestiones de excepción en la comprensión de lo escénico del proceso propio interrumpido: la caída del universo de la reconciliación africana, representado en la escena del perdón y la trasmutación del victimario en figura paterna, se

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anticipa en los silencios prolongados de Sinar; lo no propicio de aquel sueño de Nay se devela en los ensimismamientos, en el desdibujar los proyectos comunes de un idilio que ha nacido en las mordidas que la lanza de un soldado desconocido dejó en el cuerpo de un príncipe.

En el instante de la publicación de María, los intervencionismos sobre el suelo de África se han transformado, requieren el rostro de la reivindicación del sujeto cautivo, tras la inefectividad del ardid piadoso, para sustentar la ofensiva por la instauración de los negocios en torno a los recursos naturales. África provee los materiales de las futuras ostentaciones, en un panorama de inestabilidades políticas donde la regencia ha saltado de las manos de las instituciones de la fe a las de las grandes fuerzas económicas que, en medio de camuflajes, determinan la influencia de las coronas europeas sobre los poderes ejecutivos de las nuevas patrias. Cuestión de poderíos militares y de presencia en aguas internacionales de aparatos estratégicos, teatros operativos, que determinan acuerdos cojos entre prohibiciones y reivindicaciones, universo de asociaciones convertidas en la leña de los contrabandos relatados por Isaacs en su novela.

El novelista caucano habla de una época en la que se disponen los maquillajes que han de convertir la transformación de la máscara de los colonialismos en la pretensión del desmonte de los mismos. Margarita Gonzáles (2005), en sus Ensayos de historia colonial colombiana, nos da claridades sobre aquel panorama de reordenamiento de lo geopolítico, nos habla de aquel instante de preparación de los poderes en lo que significaría el paulatino desmonte de la economía sustentada en las tratas, proceso que contó con la principal regencia de los ingleses:

El antiesclavismo inglés coincide con la entrada del capital inglés al continente africano. “Pero al margen de los movimientos antiesclavistas, de los tratados y declaraciones internacionales, había otras presiones que fueron absolutamente determinantes, las que iban aniquilando la esclavitud africana como un mal que era preciso eliminar de raíz. Aunque parezca paradójico, estos motivos de fondo eran esencialmente colonialistas…”. De entre todas las potencias europeas, Inglaterra fue la primera en dar el paso indicado en África. Su desarrollo económico industrial se lo permitía, y no solo esto, sino

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que le daba, inicialmente, la primacía en el liderazgo colonialista. Durante las guerras napoleónicas, el liderazgo inglés en materia de colonización sobre el resto de países europeos, y por supuesto el liderazgo en materia comercial había prosperado enormemente. Inglaterra gozaba todavía de lo que se puede concebir desde un monopolio de las ventajas aportadas por la mecanización, y en lo que fueron sus guerras navales con los países de la Europa continental logró desplazar de los mares a las flotas mercantes de sus rivales (p. 185). Podemos asegurar que Isaacs, según la develación de sus fuentes,

es consciente de las desconfianzas asociadas a la participación del proyecto británico en los avances humanísticos y filantrópicos que derivan en la abolición de la trata.

En la enciclopedia de Cantú (1869), Época XVI, capítulo XI, podemos encontrar el testimonio del viraje políptico de una potencia que ha asegurado el dominio tanto de las técnicas, que organizarán la pirámide del mundo en relación con el concepto de progreso, como de las rutinas de ultramar; el enciclopedista chileno nos ubica ante el instante donde la dominación sigue la ruta propuesta por sus sofisticaciones:

No dejó nunca Inglaterra de emplear los medios que reputaba más oportunos para la abolición de la trata; pero la constante propensión de esta nación a ser dominadora de las demás con artes de incomprensible política, hizo dudar si en esta noble empresa atendería más a su engrandecimiento que a la filantropía, y si con el derecho de visita aspiraba a detener las naves de sus émulos, al mismo tiempo que con la abolición de la trata procuraba asegurar el incremento de sus colonias en la India, sostenidas, aunque no por negros, por otro tipo de esclavos (p. 713).

El mismo Cantú en el tomo VI, Época XVIII, capítulo XVII, habla de los resquemores de las potencias en torno al cambio de actitud tanto de la Iglesia como de la Corona británica, habla de las distancias que hacen naufrague el pacto de abolición que a punto estuvo de ser firmado por los reyes de Europa en el encuentro de poderes de 1817, de la atmósfera de posible transformación que significó el

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acuerdo de prohibición de la trata, firmado por Francia, Austria, Gran Bretaña y Rusia, tras el congreso de Viena de 1840; concertación de los dominadores que se da como reacción a la redistribución de fuerzas urgentes en un mundo donde ya han dado frutos aislados las independencias. Desde su enciclopedia, Cantú informa a Isaacs de la distancia existente entre los discursos y la acción, le hace consciente de las condiciones que determinan el surgimiento de “las buenas voluntades de papel”; de tal manera, nos encontramos con un Isaacs con los ojos abiertos en aquel instante donde se fundan lo que hoy asumimos como falsos altruismos.

De la enciclopedia citada por el escritor extraemos fragmentos contrastantes. En el tomo IV, capítulo VI, Época XIV:

Desde 1789 a 1819, los ingleses llevaron a Cuba trecientos mil (esclavos), de los cuales murieron cincuenta mil en el camino. En la Jamaica, a principios de este siglo (XIX) había noventa mil esclavos y veinticinco mil blancos. Se calcula que de los negros mueren cada año el cinco por ciento, de modo que se renuevan cada veinte años. Suponiendo que en las dos Américas haya tres millones de personas, sin contar las que hayan perecido en el camino (pp. 710-711).

Del tomo VI, Época XVIII, capitulo XVII:

Inglaterra, que en 1817 impuso pena de muerte a los que se ocuparan en él (en la trata negrera), estableció un crucero de buques en las costas africanas que se apoderase de los negreros, cualquiera que fuese su bandera, y los sometiese a juicio. De aquí se derivó inevitablemente el derecho de visita; pero las demás naciones, viendo en él una supremacía usurpada por aquella potencia, se opusieron a esta medida con todo su poder. Los Estados Unidos, celosos de su independencia, se evadieron siempre de someterse a las órdenes y a la visita de los ingleses, y las formas jurídicas hacen que aquel tráfico continúe, aunque condenado como piratería (pp. 574-575).

No es gratuito que Nay llegue a América por la ruta descrita en María, no es un dato menor que lo haga en un barco que se identifica con los tráficos de los tratantes ingleses; vistos desde el tenor revelador e incendiario, resultan sugestivos los posibles destinos dispuestos por el

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autor para un personaje sujeto al más dramático acumulado de abusos e ilegalidades. El derrotero de la captura y la sumisión de Nay hoy nos luce exacto; en tanto a aquel escenario geoeconómico, nos muestra a un Isaacs informado, provisto de herramientas y de materiales ajenos a la casualidad: los pueblos africanos son víctimas de la sugestión propia de las empresas de la fe, vencidos por iguales que olvidaron la hermandad ante los tufillos a pólvora, transportados por piratas ingleses hasta un caribe arrebatado por nuevos dueños, introducidos en puertos de lo paralelo para ser vendidos a los sujetos símbolos de la expansión agrícola norteamericana, descendidos al universo fósil de la hacienda caucana. Romanticismos panfletarios que dejaron el testimonio camuflado de los protocolos de dominación, concepto-luz que permite ver el rostro de María vivificado en otro cariz: dando cuenta de aquel momento donde la discusión sobre la trata no es la misma que la discusión sobre la esclavitud.

Margarita González (2005), al citar a José Blanco White, nos muestra cómo se da el fenómeno de la pretensión del desmonte de la trata en el concierto internacional, cómo las alianzas y las desconfianzas entre las potencias construyeron una dimensión de lo pretendido que disimulaba el dramático fortalecimiento de la esclavitud continental; el desmonte del comercio en ultramar no significaba la abolición de las maneras esclavistas, las cartas de excepción, las contravenciones, el manejo de los cautivos bajo la lógica de cría y levante, muestran al abolicionismo nacido del ajedrez de las relaciones internacionales como la fachada del perfeccionamiento y sofisticación de la sujeción. González nos indica la pervivencia de la sub-ponderación del otro que hace del humanismo de aquella época un humanismo de papel, redactado sobre monedas de cambio que circulan por tendidos milimétricamente dispuestos:

La libertad de la población de negros en varias de las provincias americanas puede traer consecuencias funestas. El hombre en todo tiempo puede reasumir su libertad natural, esto es aquella libertad que se considera en abstracto independiente de toda relación social: la libertad de un salvaje en el bosque. Pero la libertad tiene diversos grados, y necesita cierta disposición en las que la han de disfrutar (p. 206).

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Isaacs muestra las maneras cómo se expresa la libertad en el aislamiento. Sin metáforas lastimeras, la representación de la particularidad del ser afroamericano se da en la administración de sí mismo de un anciano que pervivió al borrador del ser de las violencias esclavistas, que prevalece al ninguneo que va de la carimba a la escritura que pretende respaldar lo que por naturaleza es un derecho. Isaacs, ante Bibiano, exhibe una profunda conciencia de autor que no se vence ante señoreos, constatable en la versión diferencial del perfil del regente y en la apropiación de un entorno asumido como campo para la transformación de las míticas, la edificación de las leyendas y el surgimiento de una concepción propia de la distancia existente entre lo concreto y lo fantástico.

María no es un campo sembrado de estampas enanas que crean el efecto de la gran magnitud del héroe occidental; la imberbe condición del testigo, el distraimiento del mismo, se constituye en una invitación a comprender la caducidad de las vanidades de los apropiadores, en un llamado de alerta a leer las costuras, los amarres y los groseros empalmes de los teatros colonizadores.

Ponderemos el dispositivo simbólico, en la novela, de la génesis de la sujeción: el misionero francés domina las lenguas, conoce los símbolos y ha aprendido los puntos de encuentro entre la fe del africano y sus relatos del Dios único. Sinar es una presa de la evangelización: es un príncipe descastado y un guerrero destacado. Las heridas del príncipe-esclavo son convertidas por el misionero en las heridas del Cristo, al tiempo que la imagen de Nay se transforma en las ponderaciones simbólicas; pasa a convertirse el amor en un amor posible sólo después del sacramento, la unión se sella con el adormecimiento posterior a la conversión, ese pueblo regularizado se dispone a desaparecer. Después de negociar la mítica, llega el empacho, la no capacidad de reacción, la plácida caída de los que han dejado de portar sus historias propias, el momento de la quietud que se pretende la promesa de la eternidad ganada en la pobreza, la derrota primera que les llevará al plan culminado de las versiones dictadas por roles de molde: historia de lo ya contado que se cercena y de lo por contar donde los príncipes africanos sólo caben en condición de esclavos.

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El segmento de Nay y Sinar es mucho más que un melodrama, es la tragedia impuesta en un juego del ego de los conquistadores que pretendieron uniformar, universalizar, volver indiscutibles, sus versiones del dolor.

En María se leen tanto las cuestiones expresas, las voces de la ironía de la pusilanimidad de los héroes sugestionados por el honor, como las anécdotas de la alteridad que se refundirían entre las miradas fáciles. En medio de las crecientes sensibilidades del latino-americanismo, del vencimiento paulatino del sentir de orfandad de las colonias, en el desarrollo de los proyectos de nación, la novela habría de contar con un innegable suceso entre los nuevos públicos lectores, constituyéndose en una dinámica de revelación y de representación de los pueblos cautivos escasa en estudios; después llegarían los cosecheros del no entenderse, arribarían portando tijeras afiladas en los dispositivos de las costumbres ante el texto, recortando con violencia una serie de figurillas y de bordoncillos que harían de la obra un síntoma de la edad de merecer que reivindica la condición generativa de las influencias europeas. La noveleta intercalada fue presa de los cercenadores, de los cernidores y de las zarandas, el segmento del cañón del río Dagua sería leído en la desesperación por el fenecer del tránsito que construyó el efecto del desprecio por la inmensidad; efecto que desdibujó el reconocimiento que hace Isaacs del ser afroamericano, guiño consolidado en el homenaje que el caucano realiza a las solemnidades propias nacidas en el escape o en la burla a las disposiciones de los prestigios reconocidos por el centro.

Isaacs burla las costumbres de aproximación a las tierras de conquista, pues su novela no cuenta con aquello que se puede denominar La sola voz.

El caucano dispuso una obra que no se agota en la ligereza de sus lecturas, que no se limita a ser un testimonio de las credulidades en nuestra historia; la discusión sobre la polifonía o la poli-lógica de María quizá resulte inútil por la segura derrota ante el pabellón de los enciclopedistas, pero el vencimiento de La sola voz en Isaacs nos permite fortalecer la reivindicación de la poli-referencialidad de la totalidad de la obra del caucano.

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La sola voz ha pretendido una sola lectura, es la predisposición que malea las formas de un mundo relatado, de un universo de sentido que es más que un inventario de utilerías nacidas en las imposiciones a nuestros conceptos de lo memorable, a los contornos de nuestras fantasías, a las fortalezas que nos invitan a imaginarnos como los arietes que rompen desde adentro. La sola voz es el aleccionamiento para las histerias, el acicate para los aletargamientos ante las interpretaciones del saber que se creyeron absolutas certezas, que se vistieron de monumentos en medio del sempiterno entrenamiento para el creer que nos determinó como pueblos de la sujeción. Isaacs niega esa imposición al violentar las puertas de las fábulas de los territorios de conquista, al no beberse la fábula de América como un edén carcelario donde las emociones de los intrusos caen en el embudo del deseo de regreso a un origen civilizado cada vez más lejano. Actúa negando a la mass-mediática fábula africana, colección de relatos que se alimentó exclusivamente de los textos de la aventura o de la supuesta piedad; colección que ha hecho se pierda de vista la posibilidad de asumir a una historia no soportada en las distancias, no elevada en los retablos de los exotismos ni en las maneras sumarias del cómo de lo contado por y para los proyectos de construcción de identidad de los continentes.

¿Pero por qué Isaacs se ha convertido en un pretexto más de los orgullos de aquello que precisamente atentaba? Tras la exclusiva lectura del melodrama, se ha perdido la trama de una historia que va más allá de las geografías; la silueta del escritor ha perdido la angustia del rostro en las escuelas sustentadas en los infantilizantes libros de texto; el cuerpo combativo del caucano ha sido cercenado y repartido entre los atlas empolvados, se ha burlado su pensamiento, al orlarle como anécdota con los aditamentos admitidos por la voz de las instituciones del saber que hoy conocemos.

Isaacs se ha perdido en la avanzada de lo único. Se desdibujó como un estadio de la representación que grita nuevas disposiciones ante la mesa de los banquetes que se pretenden historia: Europa, América y África son hermanas, sometidas de distintas maneras por los embates que hicieron de la noción de herejía el pretexto para aniquilar las culturas que contaban con un Dios para cada fenómeno.

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No hay paternidades que sean libres de sospechas, incólumes de culpas en el desmonte de la diversidad de intereses por los distintos fenómenos expresivos; se nos impuso una máscara de placidez suspirante, se nos acostumbró a ser testigos de un rostro que pretendió la juventud sempiterna en los que fueron negados en su ancianidad; nos enseñaron cómo interpretar desde una tribuna de sanción plagada de rictus mayores y envilecidos, de muecas que asumían a los fenómenos de las distintas geografías como el indicio de la ubicación en una verticalidad donde el ascenso es desespero y condena.

Isaacs está más allá de las premáticas que decretaban la ignorancia de nosotros mismos, se ubicó en medio de los susurros y de los símbolos, de los juegos de representación que cifraron el saber que garantizó el amarre entre las generaciones y la supervivencia de las distintas claves para edificar los gestos múltiples en la interpretación del mundo; su novela está construida en los fenómenos sobre los fenómenos, asumidos no sólo desde las posiciones del testigo que se agota en los naturalismos. María se borda en indicios, hitos, expresiones, elementos socioculturales, psicosociales, filológicos y “filo-políticos” tales como la seducción y el conocimiento, las disputas y el perdón, la medida del ser y los reconocimientos, la plaga, la enfermedad y la cura.

Sin importar el designio de las lecturas ligeras, Isaacs es el vencimiento del monólogo del castigador. Sin importar el proyecto de su voluntad de autor, las lecturas habituales son la revivificación de la victoria sostenida de la sujeción. Entre tanto silenciamiento, dicho triunfo del monólogo del castigador supremo hoy luce inadvertido, pero los roles se ven peligrosamente sencillos de organizar: Europa fue la espada, África la mano de obra y América la nueva despensa.

5.4. La mirada americana de África. Isaacs, ¿culpable de inocencias?

La visión de Isaacs de África en María, según la edición crítica de María Teresa Cristina (2005), está contaminada de los determinantes orientalistas. Quizá se puede asociar esa mirada a las condiciones locativas y sustantivas del contexto relatado: en una línea, la abundancia, la riqueza hídrica, el esplendor natural; en la otra, las

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cortes y sus lujos, lo palaciego, los excesos, las conquistas y las poblaciones cautivas.

Isaacs es un testigo en la distancia, sin embargo construye teatros para las condiciones de lo melodramático que en el detalle se nota escapan a la genérico; como autor se encuentra limitado en tanto a la posible apropiación de utilerías, pero vivencia una libertad conceptual extraña para su época y se da licencias que activan las inquietudes de aquellos que hoy hablamos desde lo que él tal vez consideró la futura mirada.

La apuesta ideológica incluyente de Isaacs desencadena la seducción que significan las suposiciones y las intuiciones que hacen de la crítica un filón de lo creativo. Rafael Pombo, por su relación con la trasposición de textos, posee la capacidad de advertir los elementos otros que habitan el alma de María y se atreve a destacar los aspectos diferenciales que adosan a la totalidad de la obra poética, científica y social del escritor caucano. Aura Rosa Cortés nos recuerda el poema “A Jorge Isaacs, idilio póstumo”, donde la reiteración del valor de aquello que fantasmea ofrece la posibilidad de leer correlatos no advertidos:

¿Cómo puede estar muerto el que da vida:El que agitando el alma entumecidaNos fuerza a ver, amar, gozar, gemir;Su sangre inyecta en nuestra vieja heridaY hace hasta nuestros muertos revivir?Tal vez se nos duplica y transfiguraSu idolatrada, y de acento al sonY en torno de su cándida figuraEnciéndese otro fondo, en que murmuraOtro árbol, otro nido, otra canción (2005, p. 17).

¿Consciencia de lo otro? Asumo el riesgo de leer lo literal a placer, pero sin el atrevimiento de asumir al otro fondo, el otro árbol, el otro nido y a la otra canción como a indicios o pruebas; no obstante, admito lo sugestivo que resulta pensar en esos elementos como símbolos de lo que constituyó la apuesta ideológica de Isaacs: el otro fondo asociado a una enciclopedia alejada de los discursos que determinaban la construcción de patria que sufrió el poeta, el otro árbol identificable con

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la inscripción en una raíz mítica diferente, el otro nido como el espacio para aprender las claves de una narración que escapa a la tradición hispánica y la otra canción como la condensación de una educación sentimental que particulariza a Isaacs como autor romántico.

Ante el afán de lo constatable, la posibilidad de ver agotadas las opciones de bordar leyendas alternativas al universo isaacsiano, leyendas puestas al servicio del comprendernos y de las voces que claman pues no son caducos los deseos de reivindicación, de reconocimiento de derechos a aquellos que nunca pudieron superar la condición de utilería en los intereses de los relatos hegemónicos.

Este texto no busca la ratificación heroica de un novelista, no obstante se inquieta por los sismos sembrados por los desentendidos que pueden exigir pruebas; como crítico no gusto de la imagen del sabueso, no pretendo ser un eficiente pescador de indicios, no creo que el juicio absoluto sea el único sendero para el investigador, consciente soy de los agujeros que sobre el papel apolillado puede dejar la constancia de una lupa al sol, por eso me venzo en la incapacidad de proponer un brecha certera al espíritu principal de ninguna obra, por ser lo certero sospechosamente parecido a lo único y por gustar del sucumbir a la coquetería de las hijas de Aquelaos que cantan desde los atajos de lo supuesto, actúo con la irresponsabilidad del que imagina, sin incurrir en la exageración que hace se confunda la propuesta de nuevas lecturas con los gestos propios del actuar a capricho.

¿La ruta a lo fijo es necesariamente un estero pintado por el barbasco? ¿El traje del aplicado es un abalorio que no termina de ajustar a ninguna talla? Desandar las lecturas que Isaacs adelantó antes de las cosechas de sus sugestiones es una labor para investigadores dispuestos a dejarse devorar por ácaros. Imaginar las motivaciones que tocaron al caucano en esos instantes donde el soporte de la palabra fue el viento es una delicia para quienes deseamos acercar el ensayo a su origen creativo, pensar a María desde el balcón de otras seducciones es dejarse devorar por ideas que generan sanciones que escapan a lo constatable; sanciones argumentables, perlas y comidillas del imperio retórico, que nos llevan a incurrir en el atrevimiento que emociona más que la frialdad del enarbolar una tesis constatable: la inocencia de Isaacs en la versión de África sólo se da en las pieles del

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contexto y se expresa vestida de farsa en el pie de página que deja ver las costuras de su elaboración romántica. No obstante, Isaacs hace un gran esfuerzo por construir un mundo relacional intrincado, con sus propias monumentalidades y con cronogramas específicos en tanto al sacrificio y a la celebración. Esa idea de Isaacs de África niega la bandera de los altruismos tardíos: la de un continente por inventar. En Isaacs se ve el rostro de algo que fue y hubo de ser destruido ante la vanidad de quienes se titularon el mundo.

La visión dominante de África niega esas maneras que resultaría maniqueo catalogar como únicas en tanto a pretensiones románticas. Lo romántico no es regla fiable en un camino de pulgarcitos guiados por suspiros, se agota por fuera del sendero donde existe la predisposición a reconocer una dispar condición profunda de las claves de lo humano, por fuera de las miradas que se escapan a “las correctas maneras”90 dictadas por los sospechosos enunciados de un humanismo que Europa no tuvo la voluntad de aplicar ni siquiera sobre las periferias de sus propios territorios.

Isaacs se mueve entre claves de apropiación y desarrollo de conceptos contra las(os) que se usó cualquier tipo de pretextos en eso de negarlas a las poblaciones sometidas. Desde el hábito, las utilerías del afuera se relatan bajo el riesgo del testigo devorado por exotismos, desde las premuras de quien registra y enuncia guiado por el temor propio del susceptible a la sorpresa. En el seno de los relatos hegemónicos que Isaacs violenta, los sacrificios y las prácticas se asumen bajo la fachada de las antropofagias, las relaciones de género se leen en la sanción de “brutalidad” y los constructos políticos se confunden con la violencia de los instintos desatados.

En María las miradas tardías hoy fundan los rituales de la culpa disimulada, bajo el fenómeno de lo que bien podemos nominar como las “inclusiones de tarima”, que nos convierten en banquetes dispuestos ante aplausos dentados. En la no comprensión de la apuesta ideológica del romanticismo americano, en la sub-ponderación de sus

90 Cuestión que obedece más al ethos de lo civilizado que a la aplicación práctica del comprender la versión múltiple y el derecho de los pueblos a decidir sobre su historia. Aún hoy los indicadores y las matrices son elaborados por los países tecnificados y con economías fortalecidas, estableciendo teatros de sanción sobre los que caben las metáforas escolares de perder el año, mal comportamiento e inmadurez política.

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formas, la poética del entretenimiento hace del reconocimiento un filón más de la regularización. Avanzan los constructores de orgullos entre espectáculos, de-significan o desprecian, bajo los pretextos del suceso o el beneficio de los públicos, de las ideas en torno a la relación entre el individuo ponderado y las pauperizadas versiones del destino.

María a la luz del incendio escapa a los shows que fortalecen la ponderación de los gestos, mientras aplazan el duelo por la extinción de los discursos, esquiva las invitaciones al desprecio de lo propio que se visten de inaplazables en medio de luces de artificio que hacen admisible al “ser” sustentado en el disimulo de la negación-legación de la voz.

María no se detiene en la piel de los espectáculos, no se limita al efecto de las sombras, no se detiene en las siluetas y en los sujetos perlados que son el dulce que distrae a las intenciones de revisar las violencias que duermen en la estancia amoblada por las distintas fachas, fichas y fechas, que conforman el rostro del concepto de Élite. Isaacs, al legar la voz al recuerdo de su aya, a la memoria de un cuerpo que significa la imposibilidad de los retornos, permite se dé el habla desde la historia propia, en un segmento donde el señoreo exhibe las costuras de las sugestiones posibles sobre las mentalidades infantes; de tal manera, no dispone de los habituales trucajes que establecen la gigantea del sujeto principal, pues no busca demostrar la sinceridad del dolor por la pérdida de un ser querido desde la lógica occidental de la ausencia, mientras se decide por atentar la unicidad del significado de las utilerías judeocristianas de la muerte, pues insinúa lo falaz de los camuflajes que se expresan en lo solemne.

Isaacs reconoce a los hijos del vínculo-obligación-captura en sus pervivencias, lo hace al captar las resistencias que fantasmean en los cortejos. La antonimia del autor y el personaje muestra una exactitud que sorprende: Efraín exhibe la escasa piedad de aquel que no se duele con el deceso de la prestadora de servicios, mientras no se decide a expresar, más allá de las sospechas de excepción, su sorpresa ante las cadencias de un ritual que no termina de reconocer como propio.

De principio a fin, el relato isaacsiano de África no es ni un simple homenaje ni un gratuito agradecimiento a la negra Feliciana, pues parece obedecer a clarificar el origen de la educación sentimental de

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los partícipes del melodrama americano. La noveleta intercalada se constituye en la nuez de la novela, es la semilla de la narración de una anécdota que en su extensión devora la pusilanimidad y el distraimiento de un enunciador casi imberbe, testigo que habrá de negociar por dolor sus inocencias mientras acude a la caducidad de sus vanidades.

Isaacs nos enseña el derrotero del sentir de la extinción en marcha, imponderable que triunfa sobre las promesas del progreso hechas a un paisaje poblado por distraídos, cuyos regentes no están preparados para asumir los deícticos exigidos por un mundo que se resiste a aprender de post-colonialismos. Isaacs dispone un teatro de nautas en medio de la obligación, cuenta al amo que en su adustez busca ignorar su lugar entre las emergencias de un mundo de desprecios y de genealogías que hacen de los apellidos unas suertes de phylums prestigiantes, retrata a los conversos que hacen de la piedad la más grande impostación de la purga de una historia donde la sangre es reniego, baño, bálsamo y bebida, describe a los hijos de una nueva tierra que no han aprendido a olvidar las vergüenzas por la frugalidad de lo propio, coquetea con las descalzas de pantorrillas desnudas que en la seguridad de su cuerpo no se resignan a que la ubicación en la escala social sea leída como una cuestión de espíritu, representa a los labriegos que han de ocupar un territorio donde las prendas de lo identitario se administrarán por tesón y esfuerzo, considera a los hijos de la formación técnica que ven el paisaje como a un gran calabozo que debe ser desmontado en el avance de artefactos o de estructuras que no cesen de exhalar humo, plasma a los distraídos en la evocación cuyos sentimientos son devorados por el rentismo que se esconde tras la voluntad del padre, asume a los cautivos y a sus hijos contados desde el ardid de una orfandad maquilada donde el cadáver insepulto del padre es la caducidad obligada de los símbolos de sus prestigios o temores y el cortejo fúnebre de la madre es la resignación a un universo donde el afecto del amo no logra el efecto del olvido de su condición de fichitas para el sacrifico.

Isaacs escapa de la culpa del señoreo en aquel espacio dispuesto para el juego entre el racionar o la friega, donde la piedad presumida-resumida en el rostro de los principales no logra disimular la violencia de los desafectos que posibilitaron a las capturas y a los desarraigos.

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El fantasma de María es más que el fantasma de una niña enamorada, su sombra se alarga sobre la negación, nos mira tras las cortinas de pólvora y de los velos de la desigualdad en el intercambio, se lastima por la veda de la historia completa y diferencial de las etapas de desarrollo de los pueblos, reza desde la trastienda de las edificaciones míticas de las distintas culturas maquilladas para ser peldaños en la escala del desprecio, nos susurra la claves del no entendimiento administrado al amaño de las escuelas europeas, abre las páginas de los libros donde se nos dice que el rostro del padre y el cuerpo suspendido han sido el acicate de las avanzadas del llamado “deber” civilizador; el mismo que sirve para establecer la carta de clases que contaminó de adjetivos la condición del ser que desencadenó las tratas, las sujeciones, los tráficos humanos.

María corpórea, hecha músculo ideológico, nos muestra cómo la idea del avance es la entelequia del deber civilizador que asegura las regencias del mundo de frente al llamado desarrollo, cómo el afecto del rescate es una mentira disfrazada de piedad y cómo los tempranos perfiles del humanismo obedecen a apuestas que el tiempo nos enseñará asociadas con las econometrías. María es una pequeña que nos muestra la enormidad de la conversión total como una mentira de los que resisten, como una supuesta cuenta saldada en los planes de regularización, pero que en lo efectivo es una cuestión venturosamente incompleta tras los protectorados que resuelven, en adustos rostros de patricios, a las angustias de independencia administrativa de los pueblos.

Una María vista tras las tramas de los posibles compromisos ideológicos de Isaacs muestra las células de dicha mentira en pilares dorados que, sin la generalización de los maniqueísmos, se adivina como la continuidad de las ofensivas uniformadoras. Isaacs burla a los gestos seguidos casi bajo libreto por los obligados de los discursos monolíticos propios de la hacienda vallecaucana, hace un velado revisionismo de las maneras de la sujeción ante un censorium socio-moral que se mueve entre la costumbre inalterable, la historia de pretensiones prístinas y el protocolo dictado por un testigo universal, omnipotente y fisgón.

Los perfiles escénicos de María burlan, desde un falseada ratificación, las condiciones de su espacio-tiempo, mientras construyen

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en sus gestos la sensación del vencimiento propio de la idea de un antes que se desnuda en sus violencias simbólicas y que hoy, ante las violencias concretas, se adivina o luce un siempre estructural. El génesis de aquel libreto del gesto en el tenor del desprecio es difícil de establecer en hitos fundantes que nos libren de resignarnos en la idea de la inherencia del odio, pero, como principal preceptor, se identifica el juego de las valencias elementales que es el uso político del pensamiento aristotélico, discurso que veía la historia del blanco ligada al vientre frío y propicio del cisne y a la del hombre negro asociada a la culpa del calor del vientre del cuervo. El aristotelismo transmitido al cristianismo se convierte en el punto de explosión de las dominaciones, pues se crea la abusiva doctrina de la esclavitud por naturaleza, donde barbarizar era apuesta principal, pues no se tiembla al expresar: “a estos bárbaros poco les sirve la razón para gobernarse a sí mismos” (Fernández, 1995). Bajo aquel pretexto retórico, los regularizadores del mundo asumieron sus “misiones” construyendo la leyenda de la relación del hombre africano con Cam, hijo de Noé, condenado a ser el primer siervo y esclavo.

En medio de la generalización y la lógica de las estirpes, de la sanción por la ausencia de las formas que Europa reconoció como propias y la presencia de técnicas que aún no ha desenmarañado,91 ha sido sembrado el gesto de imaginar al continente negro como tierra arrasada, como el escenario para las desesperanzas, casi como un teatro apocalíptico del desabastecimiento, sin ver que las prácticas devastadoras para la obtención de lo requerido por el hombre blanco se establecieron sin preguntar a los africanos cuál era su relación con el equilibrio.

Es sugestivo pensar los desequilibrios como una cuestión ligada a la construcción sociocultural del dominio territorial, a las regencias y a las ideas de las principalías derivadas de las pugnas, de los teatros del resquemor surgidos de la instrumentalización política de los contenidos

91 Hoy ya es casi generalizada la indignación ante la mirada central que ha hecho de las arquitecturas de Egipto, de México antiguo y del Perú una cosa que no obedece a los desarrollos de lo humano, gesto grosero que sitúa la explicación de los síntomas de la grandeza de los aniquilados en el intercambio con civilizaciones extraterrestres. Parece, para el centro, más fácil de negociar el valor en el otro con una presencia intuida que reconocer el error ante las cercenadas historias en lo concreto.

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míticos. Isaacs habla del vínculo entre los pueblos de Nay y Sinar, se detiene para beber de las míticas del río y de los espejos de agua, reconoce un acervo en las exactitudes ritualistas y en las confusiones que sobre el proceder se siembran de la mano de las vanidades de los poderes bélico-políticos. Isaacs reconoce un acumulado que los cronistas británicos han intentado negar en la sanción de salvajes a las poblaciones que obedecen a otras utilerías; no se vence ante las escatologías dominantes o las fascinaciones exotistas, no es devorado por la administración de la sanción que tanto satisface a los intereses del centro.

En Isaacs no se dan las denominadas letras de molde que hacen de los párrafos una cuestión de réplicas modelares. Para entender lo que el novelista caucano atenta, hay que traer a cuenta los ejemplos del hábito: Juan Cabal relata un fragmento extraído de las crónicas periodísticas de H. M. Stanley a orillas del lago Victoria, replica la voz sajona y habla en desconfianzas de los nativos: “…se resistieron a embarcar. El agua les infunde verdadero pavor, que aquí estaría justificado por los hipopótamos y cocodrilos que infestan las orillas. Pero no son estos animales, sino el agua por sí misma, lo que les hace temblar” (Cabal, 1970, p. 36).

En María, en la recreación del origen que les fue cercenado a los esclavos, la voz de Nay arranca ecos de territorios de tránsito convertidos en lugares para misterios atávicos, para la remembranza de los ancestros perdidos, para la muerte de la divinidad que funda los nuevos tiempos. El correlato de Nay nos habla de los silencios funerarios y de la posibilidad de leer en las geografías las historias que han vencido al olvido. Nay es una mujer achanti, sus recuerdos son los de una mujer achanti y están determinados por las rutinas de las guerras, de las traiciones y de los desplazamientos. El suyo es el recuerdo de la hija de un gran guerrero que sólo concibe el futuro en un sentimiento que derrota los deseos de los vengadores. Su memoria hace superviva una patria en la conciencia de la misma: “aquella mujer iba a morir lejos de su patria, aquella mujer que tan dulce afecto me había tenido desde que fue a nuestra casa”92 (Isaacs, 1986, p. 175).

92 “Fue” que parece disimular la participación del padre tanto en la trata como en el tráfico de humanos.

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Ante Nay, el escritor caucano nos ubica el potente torrente de un vivificador efecto de la palabra. Escucha, partícipe y juez, es el infante Efraín, receptor de los susurros de una que teme haber perdido la atención de su amado; de tal manera, los miedos de Feliciana se siembran en el joven hacendado vallecaucano, en el hombre que teme al desafecto, que en cada gesto de María habrá de querer adivinar el alejamiento de los favores de la amada. Efraín no gana la lección completa, pues no ve a su aya como el testimonio-síntoma de una versión alternativa de la relación del hombre, la mujer y el entorno. El joven se debe en las prácticas y rutinas, de lo concreto y de lo simbólico, al contexto de los padres, cronotopo donde la voluntad está limitada y las decisiones se deben a cuestiones de prestigio o a bienestar económico.

Las prácticas del “yo en el mundo” de Nay, que se ven interrumpidas por el arribo de dos extranjeros, cúmulo de gestos y procederes, son relatadas por Isaacs en un juego de desencadenantes que anticipan la extinción tanto de las míticas como del derecho de los pueblos de dictar las maneras de sus asociaciones o confrontaciones. El novelista caucano desdibuja la relación aristotélica de principio y fin que determinó la miradas que se pretendieron fundantes, lo hace en la focalización que permite asumir la fatalidad en el arribo de los extraños, la atenta en la llegada de los que consideran el vínculo sólo en la dimensión que obliga, la significa en réplicas por el contacto de las avanzadas de la fe con los protocolos de la dominación nacidos de los discursos institucionales de una Europa enferma de expansión. Isaacs desviste la intención de los discursos clasificatorios por la naturaleza del ser en la inclusión de otra versión del ave negra que aparece en escena recortada sobre el borde de una canoa; la muestra con la exactitud de la captura que el rictus de la tragedia, de una comparsa harapienta que de antemano se adivina habitada por un testimonio de muerte, asegura sobre los pueblos sugestionables por los sentires de la piedad:

…en ella venían dos europeos, el uno se puso trabajosamente en tierra, y arrodillándose sobre la playa oró por algunos momentos: los pálidos rayos del sol moribundo, atravesando los follajes, le iluminaron la faz tostada por los soles y orlada de una espesa barba,

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casi blanca… Tenía un vestido talar negro, enlodado y hecho jirones, y le brillaba sobre el pecho un crucifijo de cobre (Isaacs, 1987, AÑO, p. 182).

El relato del arribo de los evangelizadores a las orillas del Gambia tiene un antes y un después. La madre de Nay había sido sacrificada por su padre, se había convertido en cadáver aleccionador tras la presencia de un amante extranjero que logró su conversión a otra fe.

Nay es la vivencia de la ira relatada en la sublimación de la pérdida, es la antonimia dramática: el futuro con Sinar requeriría de la extinción de la ferocidad del guerrero, de la ira contenida que se somete a los decálogos de comportamiento que los conquistadores pregonaron, pero que jamás tuvieron la intención de aplicar (falaz condición de la piedad). Isaacs nos muestra, en la dimensión buja de su escénica, cómo la piedad de los colonizadores sólo fue un narcótico para el entrenamiento en la resignación. A orillas del río Gambia, la futura Feliciana escuchará por primera vez el mito de la creación de origen judeocristiano. La declaración del amor entre la pareja ha dejado de ser la de un amor africano, se ha viciado de una dimensión del deber distinta a las obligaciones que habían aprendido en la relación del príncipe-esclavo, la mujer-razón y la diada vengador-piadosa: “Eso me ha dicho el extranjero para que yo te lo enseñe: su Dios debe ser nuestro Dios”. (p.187)

La pedagogía de la cristianización hace uso del paisaje, se camufla entre los rituales de los negros para disimular la obligatoriedad de la nueva fe: “…el Dios que os he hecho amar, el Dios que adorarán vuestros hijos, no desdeña por templo los pabellones de palmeras que nos ocultan; y en este instante os está viendo. Pidámosle que os bendiga” (Isaacs, 1986, p. 186).

Para ellos Dios no volverá a estar en la cosas, se habrá de ubicar por encima de ellas, se convertirá en un fantasma de rostro indeterminado. Los profundos significados que la evangelización ha usado como utilerías han de supervivir en la memoria profunda de los desarraigados, de los nuevos obligados, de los futuros esclavos; las claves de intimidad de las culturas han de pervivir como símbolos de la captura, se adivinarán como utilerías de la evocación que se convierte

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en detonante resignado de la apropiación de los nuevos territorios; entre aquellos elementos de la piel de los contextos se cuentan el río, el mar y las montañas, elementos que son asumidos por Isaacs desde la mirada del hijo de la hacienda sobre el cual los esclavos han sembrado el sentir de los hijos de la orfandad de la tragedia africana; informado es el autor de las distintas versiones del amor que van de la renuncia-fascinación a la resistencia-obligación. Por eso la exactitud de su voluntad de edificar el bajo sospecha de los afectos pregonados por los uniformadores del mundo. La disputa entre el amor de Nay y el amor a Cristo se puede asumir como una pugna entre dogmas, pues la lógica del amor impuesta a las poblaciones de las colonias obedece a la categoría medieval del mismo. Categoría de la que se expresa Esteban Tollinchi (1989) en los siguientes términos:

Del amor medieval hay muchos aspectos que parecen sugerir y afectar el amor romántico. En primer lugar, es perfectamente comprensible que el romanticismo haya descubierto su afinidad con una sensibilidad que no puede separar sus correspondencias con el amor divino. Esto se puede palpar en el hecho de que el amor courtois93 se centra en la inferioridad del amante, concibe el amor como servicio de humildad y la humildad es virtud tanto cristiana como erótica, pues se hace claro que lo que se impone es más la obediencia ciega, sin condiciones, que la elucidación racional de una situación emocional. Y, mejor aún, puede verse en el hecho mismo de que el amor se convierte en una religión con su liturgia y sus rituales. Aunque esto es difícil aceptarlo literalmente en todas sus consecuencias, no se puede perder de vista ni la atención ni la facilidad con que se pasa del amor natural al divino, con que se confunde el eros con el ágape y la caritas, el amor dei con el amor dominae (p. 340).

El amor de Nay era la subversión94 de la típica noción del débil, era

93 Versión del amor que en palabras de Tollinchi fusiona la religión, el heroísmo, la pasión y el entusiasmo.

94 Se puede establecer una relación complementaria entre los amores subversivos de María por Efraín y Nay por Sinar, Tollinchi define la categoría de amor subversivo de la siguiente manera: “No se doblega ante las convenciones sociales, las diferencias de clase, las conveniencias familiares y que en todo momento no sólo las raíces cristianas de la sociedad, sino también la misma moralidad burguesa”. A pesar de los condicionantes dispersos entre el melodrama africano y el melodrama americano, en tanto al avance de las claves cristianas y a las maneras burguesas, hay que encontrar el vínculo en la voz del narrador. Un Isaacs que ha asumido y sufrido los fracasos del mundo prometido para él como una cuestión ligada a las genealogías, las

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la contraorden a las fronteras del sentir establecidas por las cárceles de los géneros. De tal manera, entra en confrontación directa con la versión del amor divino occidental. En el melodrama africano enunciado en María, la inferioridad del amante se da en el perfil masculino de la historia; sin embargo, esa inferioridad se desmonta en la eliminación de las desigualdades propuesta por Nay, al pasar, por un sentir distinto a la piedad, de ser servida a ofrecerse como servidora. Gesto que no responde a la humildad por la humildad, pues la obediencia ciega a los deseos de la hija de parte del guerrero responde, casi de forma exclusiva, al valor de Nay como dispositivo simbólico de la reconciliación entre los pueblos.

El amor propuesto por la dimensión argumental de la figura de Nay debe ser atentado, regularizado, cristianizado, pues violenta a los derroteros impuestos por un centro que se alimenta con la cosecha de los resquemores y de los odios que conforman los protocolos de intervención. El triunfo imposible de la lógica de Nay significaría la derrota de los modelos del colonialismo. La reconciliación entre los pueblos habría significado la posibilidad que en cada geografía se edificaran polípticos propios armonizados con las vocaciones de los territorios cifradas entre relatos míticos.

La derrota de la futura Feliciana llegará en la dimensión evocada de Sinar, donde se nos presenta al amante con la pusilanimidad de un príncipe que se vence, que hinca las rodillas ante el reconocimiento de algunos referentes leídos en su cuerpo por el sacerdote europeo. Para el desmonte de la dimensión sentimental de Nay, los misioneros crearon el ardid de la catedral a cielo abierto. Tras aquellas pirotecnias, en medio de los abalorios de relatos diseñados para sincretizar, entre humos donde los únicos que no se convierten en siluetas son los hombres blancos, los relatos de los sacrificios por la fe han ganado las atenciones y vencido a la argumentación de los africanos sobre sí mismos.

Las voces de la sangre bendita de los intervencionistas han asegurado la derrota de la gente del continente negro y son la lanza simbólica que exhibe sus eficacias justo antes de la ofensiva militar

potestades y las majestades; Efraín que asiste a las caducidades de las claves del honor que su universo le prometió usando pieles de idilio.

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que le arranca a los africanos el entorno, justo antes del sofoco entre cadenas hechas más de miedo y de ambiciones que de metales nobles; los pregones de lo único en la imposición son el arma de destrucción masiva de símbolos que actúa en el instante previo de la sujeción que se completa en la marca de carimba, en el mordisco de metal al cuello, en el siempre de la historia prescrita que les sumirá en mazmorras, corrales o reducciones.

Isaacs parece concebir el alma-símbolo de su obra en dispositivos que obedecen a las lógicas circulares, donde lo argumental que escapa a las violencias se camufla en la pervivencia de sentires míticos que portan el traje de sugestiones distintas a las de su origen; de tal manera, la fascinación de Efraín por el río significa una de las trazas de africanía legadas por la esencia de Nay que ha aprendido a hacerse escuchar tras el parapeto de la resignación que le provee el nombre de Feliciana.

Es el relato del río un elemento propio de la fascinación de la versión africana del amor, pues lo vital del relato de África gravita, en gran medida, en el dominio de las aguas, en la cercanía a las palabras que habitan los vientos del Gambia y en los rituales para aplacar la ira del río Tando, enojo de un Dios en lo específico que ha derivado en la mala fortuna del guerrero Magmahú. Por eso, no luce gratuito el relato que hace Isaacs del hombre negro en el dominio de su ser americano. Sin enamoramientos de más, describe al negro en América en distintas proporciones que podemos asumir ajenas a la sencillez de las simpatías, le cuenta como al gran domador de caudales, como al jinete de corrientes, como al hombre en su elemento, pues el boga acaricia con la acción aquello que le ha sido arrancado en la significación ancestral a sus padres.

Esas son las claves de supervivencia del amor africano, que en su homenaje desde el oficio del testigo entre los tiempos hace la novela vallecaucana a la figura del padre insepulto. Mircea Eliade (1968), en Mito y realidad, nos recuerda el valor que tiene el sacrificio para la transformación de la piel de la mítica; valía que podemos utilizar para ponderar el testimonio desde la piel que habita a Sinar, si se le reconoce al príncipe achimi como a un receptor de la divinidad de su vencida cultura:

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Asesinada en illo tempore, la divinidad sobrevive en los ritos mediante los cuales el crimen se reactualiza periódicamente; en otros casos, sobrevive especialmente en formas vivas (animales, plantas) que han surgido de su cuerpo.

La divinidad asesinada no se olvida jamás, aunque puedan olvidarse algunos detalles del mito. Menos aún se puede olvidar que es especialmente después de su muerte cuando se hace indispensable a los humanos. Veremos en seguida que en numerosos casos está presente en el propio cuerpo del hombre, sobre todo por los alimentos que consume. Mejor dicho: la muerte de la divinidad cambia radicalmente el modo de ser del hombre. En ciertos mitos, el hombre pasa a ser también mortal y sexuado. En otros mitos, el asesinato inspira el escenario de un ritual iniciático, es decir, de la ceremonia que transforma al hombre “natural” (el niño) en hombre cultural (p. 106). La divinidad africana muere sobre la piel de Sinar. ¿Su estampa

desaparecida contiene en la previa a la tumba de la versión de la divinidad que significa su pueblo?, ¿los discursos cristianos han convertido la serpiente sobre sus hombros en una escenificación de la metáfora gastada del pecado? La resistencia se expresa en las solemnidades que perviven en torno a un símbolo que ha mutado en su significación, que se deja leer en misterios, más allá de la claridad o de la desnudez de las trazas de sentido-legación que representa.

El relato del río se da en dos orillas distantes pero no opuestas, donde la diferencia entre seres se hace de la apropiación de los relatos que cuentan las claves de adaptación al entorno. En la exuberancia y la naturalidad del negro en medio de los caudales, supervive la idea de que África no es un territorio maldito de origen por la escasez, se denuncia que la tierra es una geografía pauperizada por la intervención simbólica del hombre blanco, se clarifica que el aletargamiento propio de lo resignado es otro de los síntomas del afán de establecer una rutina monológica de la interpretación del mundo;95 rutina donde cumple una función exacta la máscara del padre-amo que en la obligación de aprender la versión única del mundo deriva en las cenizas de los más intrincados acumulados de prácticas.

95 Resignación no tragada como cuento en su totalidad que hizo del negro un sujeto “sospechoso” por su alegría.

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El río y la serpiente lejos están de ser un aprendizaje americano del hombre cultural que se representa en el negro. En tanto a los contenidos de los africanos, el relato del hábito nos enseñó a mirarlos como a trazas de lo extinto. Tras las columnas de un incendio que no cesa, se impuso el rostro adusto del que se pretendió un remedo de la fachada del amigo; mientras, en medio de las riquezas, los de los discursos austeros sometieron a una muerte sostenida a aquellos que de rodillas veían cómo cambiaban de dueños sus recursos: “En América, donde los esclavos vieron refugio los españoles sólo adivinaron madera; en África, donde los propios veían lo divino los extrañados pusieron en juego su antigua colección de demonios”. Frase que nos ubica ante una de las principales poéticas de los amos: el derribe. La tierra en sus formas generativas, el relieve vestido, la geografía con una historia ya contada de la adaptación, se convirtió en un refugio para las resistencias y en un objetivo militar para los que creyeron que era posible agarrar a la naturaleza por el gaznate.

Isaacs es un autor romántico en lo que refiere a una apuesta estética-política, lo es en el asumir como tradición el registro de la exuberancia que elaboró el romanticismo, registro que en el caso de María se borda de elementos claros de resistencia, expresos en el testimonio de un entorno capturado en los pasos sostenidos que sobre él da un relator que se lastima por las pérdidas propias del desmonte en múltiples niveles sufrido en suelo americano; detrimento que aún no se ha adivinado dramático, en medio del congelamiento a fuerza de gélidos suspiros de los textos con un trasfondo comprometido.

¿En María ha muerto el paisaje junto a la heroína? Lo propicio y la promisión se han ocultado entre el temor de una nueva generación que no se atreve a refundar su mundo. Esteban Tollinchi (1989) nos presenta una nueva versión de aquel paisajismo, considerándole no como una apuesta única, pero sí reconociéndole un trasfondo de aporte tanto circunstancial como ideológico:

Las escenas naturales del Nuevo mundo señalaron la contribución mayor de la literatura americana romántica y a la vez la separación creciente de los modelos hispánicos —cosa que parecerá llegar a su culminación en la era del modernismo—. De estas escenas las más grandiosas —y las que constituyen el principal mérito de la

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literatura de esta época— son las que refieren a la naturaleza tropical, y es factible pensar en la presencia de Alejandro Von Humboldt en América del sur (1789-1804) fue otro de los factores determinantes en la valoración del paisaje tropical que se lleva a cabo más tarde. De hecho, Humboldt (y más tarde los pintores Johann Moritz Rugendas o Ferdinand Bellermann) había demostrado que América Hispana era una tierra quizá más exótica, más extraña que la América de Chateaubriand. Y la literatura hispanoamericana de mediados de siglo convirtió el paisaje grandioso y espectacular del trópico en su tema preferido.96 Entre esas escenas descuellan las del Valle del Cauca o de la selva de la Magdalena en María (1867) de Jorge Isaacs, las montañas y las selvas ecuatoriales de Cumandá (1879) de Juan León Mera. En este siglo sucede que la selva o los llanos casi se apoderan de la novela como se apodera de los personajes que penetran en ellos y se convierte en una ingente fuerza telúrica (p. 541).

Isaacs nos cuenta la selva americana cabalgada por la presteza y la capacidad de adaptación del negro, nos habla de un espacio-tiempo donde la poética de la resistencia pasiva permite que el entorno se proteja en sus misterios o tesoros.

En relación con el hombre determinado por las tradiciones europeas la cuestión resulta diferente: las praderas masticadas por la especies mayores eran el modelo de quienes cargaron con sus gustos a las nuevas tierras. El sobrepastoreo peinó el mundo, uniformó su rostro, en medio del desmonte de las diversas memorias que la tierra había desarrollado para sí de acuerdo a la variabilidad de los territorios.

La veneración del negro del entorno está ligada a distintas circunstancias: • El agradecimiento del refugio que la selva brindaba en el escape de

los reales de minas y de las haciendas. • La re-escenificación de las voces mayores que les legaban la

memoria de la dimensión mítica de los recursos naturales. • El animismo que fue el puente entre los hombres que provenían

96 La comprensión de un valor mayor de esta apuesta estética del fenómeno romántico requiere de asumir el valor documental de dichos textos en tanto a la transformación del entorno; para establecer los duelos necesarios por las grandezas perdidas, se requiere no perder de vista la licencia de leer las descripciones naturales en su dimensión testimonial e ideológica. Esteban Tollinchi apunta en tanto al tema: “El paisaje americano, cuando se funde con el entusiasmo nacionalista, puede dar lugar a una verdadera exaltación del continente americano”.

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de orígenes dispersos y que necesitaron de la elaboración de nuevos relatos de leyenda para construir las claves de lo que hoy se denomina la familia extensa. Isaacs nos cuenta al negro en condición de nativo americano, no

como el sujeto incómodo por el entorno, lo relata como el administrador de sus secretos. En su obra, se presenta un efecto más que interesante: se deja atrás la idea del propio en tanto al lugar común del buen salvaje y se construye una versión negra del llamado Hombre natural propuesto desde el romanticismo, perfil asociado a la reivindicación de las poblaciones en sus particularidades.

Esteban Tollinchi (1989), en sus Ideas fundamentales de la cultura del siglo XIX, nos habla del valor simbólico de aquel sujeto atmósfera-entorno:

El culto a la naturaleza tuvo por consecuencia inmediata el culto a la vida en la naturaleza, o sea, la búsqueda de la naturalidad. Esto parece fenómeno común de todos los períodos de la historia de gran efervescencia cultural o tecnológica. De repente, parece sobrevivir un escrúpulo ante la civilización (ocasionado quizás por las grandes esperanzas que en ella se cifraron y la consiguiente desilusión al no verlas realizadas), un sentimiento de culpa ante la complicación creciente de la vida civilizada, ante la degeneración creciente del hombre. El individuo se siente agobiado por la organización social, por las imposiciones del estado y de la ley, por los escrúpulos de la moral, por el exceso de convencionalismos, por los refinamientos de la razón, por la necesidad del trabajo, etc. Y el agobio y la degeneración se explican por referencia a una naturaleza que se ha erigido como norma e ideal de la condición humana. El hombre natural se convierte en el paradigma y el guía de la nueva existencia (p. 478). Los bogas del cañón del río Dagua son los guías de Efraín en el

regreso a su entorno enfermo de caducidades, los negros son la tea en el tránsito hacia un panorama donde las lógicas del sujeto que ha entrado en contacto con la inmensidad se han visto desplazadas por las maneras de un hombre cargado de pragmatismos, han terminado devoradas por la maquinación de un homus-rentus que lee a su contexto natural desde las angustias carcelarias. Efraín atraviesa el paraíso, pero no termina de significarlo, no lo asume en majestades por el dolor de

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su retorno imposible a lo que identifica como el universo idílico. Los negros han burlado los cánones del blanco, le llevan a la frustración de un futuro que no deja de ser cuestión quimérica, mientras le asumen en la tristeza de la trashumancia sobre su imperio de la apropiación del contexto en lo concreto.

Esa administración del entorno sólo se verá amenazada con el avance del concepto de desarrollo que pauperizó a los caudales. Los afanes del hombre blanco vendieron la imagen de la selva como una enemiga mortal. La ofensiva de la expansión fundó las laboriosidades del desmonte, lógica que fue perfeccionándose, en dirección al error, para encontrar casi la culminación en la contemporánea versión del colono. De tal forma, la relación entre población y entorno, llevada de la mano por la explotación y la extracción, se convirtió en una cuestión de altas o bajas estimas de los territorios en tanto a las denominadas transferencias de tecnologías.

El afán por la apropiación de las tecnologías, y la asociación de su aplicación con el desarrollo, convirtió la poética de la rebatiña en una cuestión de falseadas naturalidades que salta entre las poblaciones, las generaciones y las culturas, cuestión de aptos para el oportunismo que devino en un atavismo brutal que se mueve a placer en un mundo enfermo por el concepto del rendimiento.

Después de Isaacs, es posible ser testigo de la representación de dicho asunto en el relevo narrativo de las obras periodísticas que cuentan la versión contemporánea del colono, donde se repiten las dinámicas apropiadoras de las empresas colonizadoras europeas: • No reconocer el saber de las poblaciones de origen en las geografías

por colonizar. • Asegurar como cuestión legada desde ‘la adultez del conquistador’

al acervo de la adaptación al entorno. • Hacer invisibles por completo a las acumulaciones previas al arribo

del hombre blanco.

Un ejemplo de aquella situación, que no sería un error catalogar de dramático, lo brinda el reportaje personal de Germán Castro Caicedo (1986), La conquista del Darién, escrito a orillas del río Tumaradocito el 2 de julio de 1972 y publicado en el libro Colombia Amarga:

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Actualmente, centenares de familias campesina procedentes de regiones de latifundio —en la cuales han perdido toda esperanza de ser propietarias— están entrando en nuestras selvas, donde cada día se inicia una nueva lucha a muerte.

En su obsesión por tener tierra propia, el colono sólo cuenta con sus brazos y con los de sus hijos, un hacha, un machete y una vieja escopeta olvidada.

Especialmente en las últimas tres décadas, los colonos se han agrupado en dos clases definidas: una vanguardia que con sus manos convierte a la manigua en campos abiertos para el cultivo, y un segundo grupo que viene tras ellos comprándoles las mejoras, o simplemente atropellándolos para quitárselas. Habitualmente los campesinos desconocen los trámites legales para ampliar su posesión, o el gobierno no ha establecido en aquellas zonas el sistema de titulación de baldíos97 (p. 41).

Después, Castro Caicedo cuenta cómo los colonos han ido descubriendo “por sí solos” los secretos de la supervivencia en la manigua, ignorando el saber de las poblaciones de negros libres que durante la colonia llegaron al territorio en condición de cimarrones, pasando por alto el asentamiento histórico en la región de las comunidades indígenas embera y embera chamí; ese gesto en la representación de las poblaciones no contaminó a Isaacs como autor, a pesar de la maquinación de una condición imberbe de su enunciador, la misma que sirve para establecer las distancias del novelista con las lógicas dominantes del universo de sentido de la hacienda vallecaucana.

Los nuevos colonos sólo repitieron el modelo que les llegó en la cartilla de los expansionismos europeos, maneras incluidas en el correlato de María, protocolos de eficiencias donde el derribe se confundió con los orgullos por las sofisticaciones. De tal manera que no se le niega la razón a quienes afirmaron que sobre nuestros territorios avanzaron, y siguen avanzando, muchas más bocas que cabezas, más zapas y trampas que sembradores de prospectivas y colectores de la maravilla.

El proyecto expansionista se ha prendado con una larga historia de recursos perdidos, de posibilidades que no se adivinaron como

97 Relato que tal vez sin pensarlo demasiado se pone al servicio de la versión en simpatías en torno a la figura del colono, versión que no nos ha permitido establecer un fluido proceso de administración de las culpas en el acumulado histórico.

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tal. El imberbe-joya propuesto en la novela de Isaacs significa el vencimiento de las vanidades de las lógicas expansionistas, cúmulo de consecuencias ninguneadas que una vez en marcha pretendieron la eternidad y se enseñaron como resignación; principalía vencida ante el temor por lo plagado y lo inexorable que habita tanto al capricho-ambición como a la enfermedad-herencia.

La conciencia de autor de Isaacs se expresa a nivel simbólico, construyendo sugestiones ante la belleza de su narración que obedecen a las maneras de los relatos atávicos, su sujeción a la dimensión sentimental se ratifica en la cosificación de una educación para el relato que es africana. Isaacs dispone un panorama de ponderación del entorno que escapa a las voluptuosidades consideradas cual ruido a las voluntades supremas, que va más allá de la asociación de la abundancia con el pecado y de la pobreza con la resignación. El novelista sentimental caucano es un autor que propone en su apuesta ideológica una administración adjetiva alternativa del mundo, lo hace en el juego de antonimia y complemento que se da entre la mirada del mundo desde la entelequia del hombre blanco enfermo de principalías y la del ratificado y resistente ser africano.

La víbora, que los negros de Isaacs enfrentan desde el temor reverencial, en los aperos de los colonizadores recibe el trato de las plagas. El silbido de la rapaz, entre los negros, es un pretexto para que la marimba suene antes de que el sol dibuje las formas en el interior del catedralicio98 universo de la selva. La relación del ajeno al territorio, aquel que se presume hecho de copos de algodón, se ubicaría ante la mítica verrugosa en la necesidad de la extinción de la misma.

Isaacs es consciente de la antonimia entre la lectura del honor y la lectura del pecado sobre el símbolo de la serpiente; gracias al cuerpo insepulto del padre portador de la versión distintiva de la víbora, se reconoce la mutación del significado que, a pesar de sembrar otras temeridades, no representa la completitud de la extinción del relato mítico, pues la desaparición del cuerpo de Sinar establece otras monumentalidades, otras obligaciones al testigo entre los tiempos que es el escritor americano (otro fondo, otro nido, otra sombra).

98 El concepto les ha sido impuesto, pero el negro americano ha encontrado las maneras de reinventarlo.

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En la conexión entre la noveleta intercalada y los capítulos del cañón del río Dagua, se adivina un autor informado de lo que significó la condena totalitaria a los distintivos africanos, consciente de su relación con el desmonte y con el progresivo empobrecimiento de los territorios. El caucano luce al tanto de la cadena hecha de las distintas versiones del pecado, enterado de las transformaciones donde no se vencieron los sistemas de tradiciones milenarias que vieron convertirse en polvo de retorno ajeno a la historia de sus cómos99 o pervivieron en la transferencia de sugestiones que determina nuevas identidades.

Los símbolos inmersos en María, la resolución de los mismos, nos brindan la opción de establecer la medida de los atrevimientos hipotéticos que muestran a un Isaacs que desnuda el origen de la cultura del río en la sociedad vallecaucana, enseñándola como una traza de africanía que en la novela pasa de las aguas del Tando a los torrentes que prueban los heroísmos de un enamorado que se atreve ante el paisaje y medra de frente la voluntad del padre, llevándola del río por donde ha de arribar la sujeción a la serpiente de aguas que es el río Dagua (torrente cuyos lomos conducen a un universo donde la ruina comienza en las tumbas sin testimonio de las conversas), transmitiéndola del juramento por el amor elevado ante un paisaje que aún no ha aprendido a convertirse en catedral ante los testimonios afectos que viajan sobre aguas tocadas por lo floral.

5.5. Cristianización del paisaje, paleta de color para el desandar lo que duerme en la palabra negada

En la cristianización de los territorios se la jugó occidente por la apuesta de la devastación. El políptico expansionista apostó todo por la misión de “normalizar” las geografías, de arrebatarles las voluptuosidades para liberarle de los secretos que bien podían esconder lo que sus preceptos condenaban.

El desmonte, que permitía el dominio desde las tierras altas, contó

99 La recuperación del saber, el ejercicio de los compiladores y los trabajos de re-escenificación de lo casi perdido que se convierte en proyectos sobre distintos soportes que no gratifican las fuentes de partida o se usan como insumos de las industrias del entretenimiento, donde es frecuente que las poblaciones negociadas como públicos se sensibilicen ante aquello que regresó en el porte de la ficción y no asuman lo que en su entorno se mantiene profundizándose cual problemática.

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con distintos mecanismos dentados. Isaacs no mimetiza la mirada desde los balcones que aseguraba a los principales el replicar las maneras de lo que ellos concebían como la mirada de Dios. No se consume María en la asociación designio-política que derivó en un deterioro de la percepción del mundo. La novela de Isaacs relata una geografía vestida, no velada, mientras ante las lecturas habituales del avance heroico del hombre blanco el universo relatado, tanto en América como en África, se convierte en el mundo vencido y desnudo que debe resignarse con la embriaguez y con el sopor.

Isaacs es el testigo de múltiples presencias ante la derrota que muestra el relevo, tras el culminado abordaje, entre las musicalidades de la resistencia y las organologías de la componenda expansionista: “si por momentos cesaban las músicas marciales, eran reemplazadas por la blanda y voluptuosa de las liras. Los convidados apuraban con exceso caros y enervantes licores; y todos habían ido rindiéndose lentamente al sueño” (Isaacs, 1986).

Sanción de la inmovilidad que no deja ver el aletargamiento que signa a una población que se confunde en el qué celebrar, que nos cubre una historia que se pierde en el abrogo colectivo de una fe que requiere que se embriaguen los disensos. En la noveleta intercalada de Nay, Isaacs muestra a los pueblos africanos en el olvido de la focalización sobre sí mismos. En la figura de Sinar lo propio se condena por comenzar a ser leído como impropio, en Nay la maternidad se convierte en una misión de sustituciones, en los reyes y generales negros la solemnidad se cuenta en clave de imitación.

Ante la intención de Isaacs de contar a África en la distancia, se puede asumir lo poco que se leen en el relato hegemónico las sinceridades del origen de aquel maquilado deterioro de la percepción de los sometidos, se nota lo poco que se habla del olvido milimétrico en nuestros textos de registro, se hace latente la tristeza de la ausencia de duelos desde los centros de poder por la extinción del relato de nuestras particularidades como proceso. Isaacs, sin los fulgores de lo directo, habla de las múltiples dimensiones del ser obligado, de la función estratégico-económica de la sujeción de las poblaciones a una escala de valores ajena y adaptable a la luz de los temores que habitan a los mitemas de la versión única del mundo.

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Isaacs en prudencias cuenta cómo la universalizante construcción del canon es el gesto político que habita la exageración de los lugares comunes impuestos, los mismos que justifican los aplazamientos de la inquietud de comprender al continente origen, al continente destino, a las tierras del tránsito en el caribe, más allá del ethos genésico de Europa. Leído en su dimensión atentatoria de las versiones habituales, nos sitúa ante el incendio de la máscara de las versiones occidentales, nos llama a despertar en tanto al proyecto expansionista desbordado sobre los territorios negros: África ha sido un teatro para el saqueo, para la explotación ilimitada, temido por incomprendido, donde el fin de la obtención de los recursos justificó todos los medios ligados a la aniquilación. El correlato de la versión de Nay nos permite ubicarnos ante un África arrasada, cargada de culpas por supuestos vacíos (de presteza, de conocimiento, de arrojo, de ciencia, de versión propia). Isaacs nos muestra las costuras de una historia que, en su labor uniformadora, la Iglesia promocionó como el relato de una tierra salvada de sus “salvajismos de origen”, mientras, en lo práctico, el discurso cándido de la hermandad de los pueblos, bajo la entelequia de la fe única, desembocó en la acción a muerte de las rendiciones:

Sinar luchó hasta el fin defendiendo cuerpo a cuerpo a Nay y su vida, hasta que un capitán de los cambez, de cuya diestra pendía sangrienta la cabeza del misionero francés, le gritó: -ríndete y te concederé la vida. Nay presentó las manos para que las atase aquel hombre… (Isaacs, 1986, p. 189).

A cada uno de los enamorados la orilla que le habría de corresponder en la misma sujeción. Mientras Isaacs entrega la voz a la memoria del relato africano, los textos de aventuras disimulan la nueva etapa de la tragedia conquistadora, disimulan el panorama de muerte que significa el plan de inversión de los polípticos económicos, de las nuevas ofensivas desencadenadas tras la llamada transferencia de tecnología; Isaacs escribe desde el términus donde Inglaterra se asegura el cabo de la administración de la ciencia; España y Francia se confunden en el rehacerse de los choques generados entre sus sentires de imperio en decadencia o en redificación; Estados unidos se concentra en un crecimiento interno sustentado en el convertirse en un reducto gigante

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de las maneras esclavistas y los pueblos de América se apresuran a un endeudamiento asociado a fulgores vivificados con sangre.

En aquel mundo que en la búsqueda del desmonte uniformador camina hacia la falsedad del fenecer de los aislamientos, en aquel remedo de cartografías que se aprende mundo, escribe Isaacs a María; ejerce autorías en medio del escenario que derivará en la segura continuidad de la transnacionalización de los recursos hallados en las tierras tocadas por el coloniaje; estadio histórico donde se bordan nuevas banderas con telas que se suponen lustro y orgullo, pero sólo son el telón que niega la condición necesaria de testigo pleno frente a un teatro donde las ideas de minorías de edad han encontrado discursos más violentos y eficientes.

Isaacs sabe de la pluma y el botón al alcance exclusivo de la mano del amo, del señor que ha cambiado de ternos y ha dispuesto utilerías que hacen más dramáticos los cinismos; a través de Cantú, Isaacs tiene contacto con los discursos de las cortes de Cádiz, con las alianzas derivadas de las pugnas por el dominio de ultramar, con la vocación dictada en tanto a la producción de materia prima a los dominados por la deuda o por los aparatos militares, con la tecnificación concentrada en las cercanías al poder que asegura el juego de recepción-transformación-retorno-sobrecosto-dependencia que habrá de dictaminar nuestras futuras tragedias sociales. Isaacs comprende la cristianización de los territorios en asocio con el diseño de lógicas onerosas para la investigación que nos condenarán a la mera aplicación y/o a la demanda de la maravilla convertida en insumo uniformado, cuestión última que se expresa en la mirada desconfiada de Efraín hacia la silueta del ingenio azucarero que se recorta contra un cielo que no se lastimará por la extinción de sus arreboles.

La tragedia africana es una siamesa de la tragedia americana, Isaacs nos da indicios que parecen bichitos de luz sobre los susurros de lo no relatado, o lo relatado convertido en distraimiento. María atenta las formas de nuestra controlada pauperización, circunstancia desencadenada en medio de la mirada en el obviar que tiene su origen en la vanidad remedada a los amos, en la mentira elevada a los criollos de poseer la voz que inaugura el mundo, en la promesa a las emergencias de encontrar simulacros que les permitan escapar de sus orígenes.

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El África no relatada es la misma donde Alonso de Sandoval (1987) nomina, en la generalización, la condición de africano:100

Habiendo de tratar de negros y de etíopes en todo este libro, parece conveniente tratar en primer lugar y ante todas cosas su nombre y su naturaleza. En lo que toca al nombre, graves doctores antiguamente llamaron a Etiopía Ethera, esfera, cielo o elemento de fuego. Iosepho y el Tostado, sobre el génesis, dicen que la sagrada escritura, según el texto original del hebreo, llama a la Abasia, Chusia; y a los abisinos sus naturales, chuscos, tomando la derivación del nombre Chus, hijo de Cham, que la pobló, porque lo mismo es entre los hebreos Chus, que etíopes entre nosotros. Plinio, en el libro sexto, capítulo treinta y seis, dice que tomó la denominación de etíope, hijo de Vulcano, que presidió en aquellas partes. Otros, que viene del verbo cremo, que significa quemar, y así tanto monta decir etíopes que hombres de rostro quemado. Por las cuales razones conviene nombremos a todas las naciones de color negro como etíopes, fuera de otras particularidades que cada una de ellas tiene, como son guineos, caravalies, ardas, lucumies, congos, engolas, cafres, macuas y otros” (p. 10).

Doctores tiene la santa madre Iglesia, lugar común no analizado lo suficiente. El proyecto unificador devoró los universos semánticos, las etimologías absolutas fueron el escudo postrero de la apropiación, pervirtiendo en la primera mirada lo que terminaría totalizado. Mientras las palabras que habían alcanzado la significación por vericuetos distintos a los que se pretendieron imperio fueron confundidas con voces animales, las más pobres versiones de una tradición impuesta nos veían como a simpáticas estampitas de una escala evolutiva, como a figurillas hechas de trapos y de fierros sembradores tanto de las rutinas como de los fuegos.

Isaacs escapa a la deshumanización de las historias, a la acos-tumbrada bestialización del cautivo que avanzó aniquilando las tradiciones en relación con las ciencias otras que terminaron por vestirse de metafísica y/o fetiche. Rehúye a las dominancias de la representación, pues en el relato de los saberes específicos del negro en el Pacífico violenta las versiones del fenómeno que requirieron de

100 El ejercicio descriptivo no pasa de fachadas, de considerar a la población como utilerías o sujetos animales del teatro de la dominación.

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distintos caminos para llegar al bajo sospecha, mientras los autores de la referencialidad única de Europa ganaron la condena a las certezas que se contaban en las maneras diferenciales de ser para y en el mundo. De tal manera, nos muestra el novelista sentimental la brutalidad del África vista en la ausencia del saber, nos la presenta víctima en su dimensión de proyecto posible para los intereses de los castradores sólo en el olvido de las culturas derrotadas por la vanidad de los amos.

En María encontramos a la madre-origen atrapada en la condición de laboratorio de las prácticas de conquista. Leer lo no relatado en el romanticismo americano, leer lo que fantasmea tras los señoreos, nos permite aprender un África que fue el territorio de prueba para las guerras, que fue la tienta para los artistas del crimen; tanto María como Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda (1841), nos muestran, desde la reinterpretación de sus atmósferas, el crimen sostenido que se aprendió a maquillar con los héroes y sus simpatías ignorantes. Las pistolas en manos de Sinar representan la versión del mejoramiento tecnológico del África concebida por los futuros y sempiternos administradores de las colonias, los discursos del esclavo enamorado son la anticipación de la condena de las poblaciones que abocadas quedan a los golpes de suerte. La idea del matrimonio entre príncipes replicada como promesa entre los principales de las colonias se ve burlada en la imposibilidad de la felicidad en el desmonte del universo idílico, en su revelación cual falacia, en el incumplimiento de la completitud de la belleza que es venganza efectiva por la intervención que interrumpió la alianza entre las cortes africanas como punto de partida para el diseño de polípticos propios.

Isaacs y Gómez de Avellaneda nos muestran la condena a la que se someten los pueblos que construyeron sus versiones del afecto como una cuestión piramidal, justificada en ponderaciones del ser que se limitaron a lo estético; los autores del romanticismo americano nos muestran la relación existente entre la falaz fascinación del cuento de hadas y los aparatos ideológicos de los poderes expansionistas.

En medio de suspiros, dejamos ser el avance de los Homos polvareades101 que pensaron era posible sólo la transferencia que

101 Parodia de la evolución, obedece a la idea de la evolución del hombre en el instrumento, en su capacidad de cosificar sus desafueros.

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ayudara a desencadenar con mayor presteza y efectividad las pugnas entre las poblaciones originales. Isaacs sabe que en esas dinámicas, de lo dividido y de lo por dividir, jugaron un papel principal los rastros de pólvora sobre la sotana, cuestión que se hace evidente cuando escribe a su amigo Luciano Rivera una carta donde le habla de sus proyectos ulteriores: “La libertad enemiga del cristianismo… ¡Cristo abominando su obra! ¡Iniquidad humana! ¡Fariseísmo total!” (Cortés Amador, 2005, p. 81).

Las avanzadas de las empresas evangelizadoras ayudaron a caracterizar dichas pugnas y a radicalizar el sentir de deudas mutuas que se profundizó tras la traición a las diferencias; Isaacs provee una narración del ser africano que, a pesar del condicionante de la distancia, escapa de las generalizaciones; Isaacs hace lucir de piedra mal pulida a las versiones empobrecidas, a los relatos y a las lecturas que fueron las máquinas de moler los acumulados de las culturas asentadas en las tierras pensadas para el incendio.

Alonso de Sandoval (1987), en Tractatus de instauranda aethiopum salute, hace una descripción que no se podría llamar detallada de los pueblos africanos. El siguiente es tan sólo un fragmento de su caracterización:

…dicen que viven junto a Egipto una nación llamados adrimachidas, que tienen las costumbres de los egipcios y no comen carne. Luego le siguen los penos por la parte del poniente, los cuales ocupan muchas y diversas regiones de África y son grandes criadores de ganado vacuno. Los masagetas se van continuando por el mar egipcíaco, los cuales tienen las mujeres comunes y son grandes hechiceros y adivinos. De aquí van corriendo hacia el poniente los macas y los guidanes, que traen coronas abiertas como clérigos. Los machiles viven junto a la laguna tritonida; estos dejan crecer el cabello desde la mitad de la cabeza hasta la cintura, de modo que les cubre todas las espaldas. Del otro lado de la laguna viven los auses, que se raen el cabello de la cabeza y sólo lo dejan crecer por delante, tanto que les cubre el rostro. Los afros ordinariamente se sustentan de fieras, de animales silvestres y leche; dejan caer el cabello de la parte derecha de la cabeza y cortan el de la izquierda. Los maxies son en todo semejantes a los afros, sólo que andan embijados, esto es, pintados de colores. Los zabicas, que confinan con estos maxies, son muy esforzados y dados a la milicia y ejercicios de la caza, y las mujeres a sembrar y cultivar las tierras.

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Los zingantes viven en el interior y el centro de la tierra de África, donde hay mucha miel, ordinario mantenimiento suyo; estos también se pintan y embijan. Viven de ordinario todas estas naciones como salvajes por las selvas, sin uso de agricultura, sin orden de república, sin leyes ni algún humano trato, habitando en las cavernas y cuevas de la tierra, sustentándose de las raíces de las hierbas, de las frutas silvestres, de las carnes y las sangre de las fieras… (p. 13).

En el relato de Sandoval se clarifican usos, maneras, prácticas, que no permiten asumir el continente negro como a un territorio sin fundar. No obstante, las relaciones de los pueblos y la adaptación a las geografías habrían de ser información usada de forma exclusiva por las avanzadas militares, en un juego de asociaciones y batallas construidas bajo una gran carga escénica. Isaacs desmonta el performance al asociar la evangelización con una de las etapas de la ulterior derrota militar de las cortes africanas, los iluminismos le permiten asumir a las tierras de conquista sometidas a la eterna intención de las llamadas domesticaciones, ante sus ojos las luces han tornado en fuego, lo que arde le permite ver las siluetas de los pueblos que, tras milimétricas pugnas por la de-significación del saber, son arrebatados de sí por la referencialidad de una cultura que pretende únicas a sus prácticas y técnicas.

Ignorar las domesticaciones propias de los pueblos africanos, en tanto a los recursos naturales, establecería el lugar común de la trashumancia no asociada a ciclos productivos, sino a la ubicación de dichos pueblos en una etapa anterior a la invención de la agricultura. Carga imaginada que haría del ser africano otro tipo de fiera salvaje por derrotar, apresar y criar. El conocimiento del negro se convirtió en una suerte de observación que no obedecía a lo etnográfico sino a lo zoológico. En África, la expresión sangre y fuego se aplicó en la totalidad de sus efectividades. África ardió. África hoy nos quema.

África, en palabras de Darío Henao Restrepo (2002), está aquí, incendiando el ánimo cuando descubrimos que una de las prácticas de los europeos fue la quema de las espesuras, está aquí hoy que no soportamos el desborde de las llanuras máculas ante el caballero de las lágrimas que se nos hace de otras carnes, está aquí hoy que se obligan los desbordes que nieguen a la contenida resignación por ser

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testigos del relato des-encriptado de aquella devastadora estrategia del detrimento, y de sus distintos niveles contaminados de eficiencia, que fue-es-será la metrópoli que se expande por vanidades.

Isaacs nos muestra varios elementos de los derroteros de la dominación aplicados a manera de plantilla sobre las distintas geografías: el desplazamiento de las poblaciones que facilitaba las capturas, la pérdida de los suministros que debilitaba a los combativos, el desmonte de las riquezas del suelo que aceleraba el atraso, pues era parte del plan ubicar a los cobrizos en una etapa histórica previa a la del surgimiento de las técnicas (era una apuesta principal el ubicar a las poblaciones de las tierras arrebatadas en terrenos de la no apropiación del entorno que las sometieran a las dependencias absolutas).

Isaacs sabe de aquella macabra estrategia de refundar, desde el deterioro, al universo africano, conoce de la intención de direccionar la mirada mutua de los hijos en distintas geografías de la dominación sólo desde la impuesta maldición de la carencia. El escritor caucano cuenta cómo los odios obligan a las familias a viajar en busca de protección y cómo aquellos protectores son vencidos por otros con odios mejor armados. Relata el novelista sentimental cómo la empresa de la trata negrera echó mano de las divisiones para nutrirse de las llamadas piezas de indias: “no mates a Sinar; yo soy tu esclava” (Isaacs, 1986, p. 190).

El tránsito también está plasmado en María, se encuentra en el arribo de los esclavos a una tierra de conquista bastante más nueva donde las dinámicas de contrabando aún están en proceso de construcción. El padre de Efraín ha llegado a una de las estaciones de su viaje, Nay comparte la circunstancia, los traficantes de madera y de castellanos de oro tienen en sus manos el destino suyo y el de su hijo, las opciones para la princesa vencida son pocas: viajar en condición de concubina hacia el caribe, de esclava total hacia el norte de América o convertida en aya hacia el corazón de un sur que aún no se adivina como tal. África combativa elige la opción del suicidio, África domesticada habrá de enseñarnos lo que serán nuestros paladares futuros, asociados al prevalecer, a la reinvención, al camuflarse que requieren los gustos para perpetuar su condición de amarre de los pueblos.

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Isaacs, en la totalidad de su obra, hace fantasmear a una historia del gusto más allá de lo que no cabe en la emoción no extinta del llamado atávico. En la versión americana del negro, nos cuenta las bebidas y preparaciones, la rotación del licor que calienta, las piedras hirvientes de un tapado que garantiza la cocción en medio de la humedad de la manigua. Fuego telúrico, símil de la historia del mundo que se ha ido incinerando sin prisas. El fuego en los ojos, el triunfo de los invasores salta de la geografía a los imaginarios: el detrimento del territorio es el desmonte de la noción de abundancia de dichas latitudes; tierras arrasadas, esperanzas vencidas e incomunicación son parte del plan de sostenimiento de la dominación como política.

Tras la pobreza instaurada en la mente del propio y del incauto listos están los imperios a cobrar todas las riquezas. Sin embargo, el sentido resiste en los espacios de lo doméstico donde lo negro se nos convirtió en traza de identidad; la riqueza de la legación africana se expresa en la reinterpretación que hicieron los negros en el Pacífico de los insumos americanos, en la historia de la apropiación de nuestros condimentos, en el relato de la mezcla de sabores que fue evocación y que hoy es el deseo de ratificación en un nosotros que susceptible fue a todas las violencias.

En Isaacs, el tema de la representación del “alma negra” no es gratuito, obedece a matrículas ideológicas y a voluntades exactas; la inquietud por la distancia conceptual entre abolición de la trata y el fin de la esclavitud le ha llevado, en medio de la impotencia, a interesarse por los hijos de África desde una mirada cultural.

Trazando las palabras del mismo autor, entregadas por Aura Rosa Cortés Afanador (2005), en su libro Facetas desconocidas de Jorge Isaacs el humanista polémico, podemos establecer su intención de perfeccionar al romanticismo americano en la representación del ser africano:

Dominado por estas convicciones [el dolor por la violencia desatada por la evangelización], personificando (fácil labor), estas ideas, poniendo en relieve fatales errores, escribo a “Fania”, cuya acción empieza en 1822, aunque un bello episodio me hace retroceder hasta 1808, y a las campañas de José María Cabal, otros detalles “Alma Negra” (lo que usted denomina “Camilo”) debe seguir a

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“Fania”. Retocando el primitivo plan de la obra se convierte en dos libros: el último, “Alma Negra”, aparecería fragmentario sin el otro. En ese trabajo puesta toda mi atención, mis facultades todas y confío ya plenamente en que el resultado satisfará a mis amigos (p. 81). El anterior texto pertenece a las epístolas escritas por el novelista

a su amigo Luciano Rivera, el mismo que había hablado de Camilo de la siguiente manera: “…Se afirma que en ese libro trató Isaacs con mucho acierto el pavoroso tema histórico de la esclavitud en el Valle del Cauca” (Cortés Amador, 2005, p. 80).

La esclavitud es un tema que el autor ha asumido desde la juventud, que ha esperado a acumular el número suficiente de vivencias para hacer de su voz una cuestión mayor en compromisos.

Isaacs ha madurado su voz en los kilómetros consumidos para abordar el tema de manera directa y sin el uso de sugestiones que sirvan de camuflaje a su apuesta ideológica; ante aquella conciencia, la desaparición casi total de los textos “Fania” y “Alma Negra” construye nuevas dimensiones a la leyenda de Isaacs, sugestiva imagen del invisibilizado por los regularizadores, idea del doblegado por la desafección del poder, pero no vencido en su inquietud escritural, que remata uno de su poemas del compromiso con el siguiente verso: “¡Morir puedes luchando; vivir esclavo, no!”.102 (Isaacs, 2006)

¿Cuáles son las condiciones de la captura de aquella “Alma negra”? El censor de la lectura habitual habrá de considerar la expresión negra en relación con la administración adjetiva que le asocia a la idea de maldad, pero Isaacs demuestra que su avanzar sobre la cuestión africana es una cuestión de espíritu para quien le reconoce a los cautivos la educación sentimental que le habita.

Isaacs significa las utilerías del mundo de la negredumbre, se detiene en las maneras del ser afrocolombiano, relata las particularidades culinarias, los secretos de los procesos de fermentación, la micro-incineración o la pudrición controlada de lo preservado; técnicas y prácticas que hacen del banquete una cuestión tanto de repetición como de novedad. La captura en las viandas de lo que es un paisaje significado para las demandas de los nuevos paladares, en un espacio

102 Poema “La Tierra de Córdoba”, dedicado a la tierra de Antioquia.

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de gratificaciones tocado por el intercambio con los acervos indígenas, se dispone ante la mirada de un Isaacs determinado por los tránsitos, por la condición itinerante de quien ha regresado a su tierra para poder recordarse y hacer inventario de sus fortunas.

Sometido a la catástrofe de compartir una educación sentimental no susceptible a la completitud con quienes le enseñaron a contar, recorre Efraín la muerte en la imposición de la voluntad del padre, asiste al declive de las utilerías del honor y a la derrota de la exactitud de su universo frente a la premuras de las emergencias, prisas que se expresan en la castración que existe entre el hombre natural y el hombre cultural entre unas élites que aprenden a beber del desprecio hacia sus propias historias.

En María el mundo de lo pretendido es devorado por el mundo de lo concreto, en un concierto relacional donde se dictan las nuevas maneras de nuestras futuras pobrezas: nuevos trajes para las dependencias, nordomanías, exacerbación de las prestezas rentistas. De tal manera, la novela sentimental americana es un testimonio de la resistencia vestida, camuflada, de lo frugal. Cuestión no advertida por pensadores como Eduardo Pastrana Rodríguez103 que considera a la generalidad de los cultos de la Colombia del Siglo XIX sumida en una plácida ignorancia, a la espera de condensaciones de sentido que requerían del detonante exclusivo de la euro-referencialidad, ignorando los posibles vínculos con el mundo de las familias vallecaucanas, como la del mismo Isaacs, a través de las rutas de mercado del Caribe:

Los intelectuales colombianos del siglo antepasado, no conocieron el socialismo científico, además, de muy poco les hubiera servido, atrapados como estaban en un laberinto de formas económicas que no entendieron jamás. Para ellos, sobre todo por quienes se consideraban progresistas, las buenas ideas estaban en los libros escritos por los pensadores liberales europeos. Al principio, porque en las últimas décadas del siglo, la mayoría de ellos modificó viejas posturas y no pocos cayeron en lamentable misticismo (p. 46). Pastrana Rodríguez desconoce la opción seguida por los inte-

lectuales americanos de identificar los pensamientos liberales

103 Referencia extraída del libro Faceta desconocidas de Jorge Isaacs el humanista polémico.

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circulantes y vestirlos de nueva piel, de una piel de las abundancias y de la voluptuosidad natural no sancionada cual pecado o desperdicio. Relación vivencia pensamiento que es fundante del proceso de representación de lo propio. En María las mesas sencillas, pero desbordadas en delicias, son una constante entre los hijos de los libres y entre las poblaciones de las nuevas colonizaciones; se deleita el hambriento cazador de isotopías en las menciones que se mueven entre la cabuya y el mameyal, el barro y los xuxús; descripciones que no se pueden confundir con meros cuadros de costumbres y que son el vínculo que se da con el universo africano susceptible a la abundancia.

El vínculo identificado por Isaacs va más allá de las utilerías y de las anécdotas de las mesas, pues se da en medio de las labores, los roles y las preparaciones nacidas en las diferentes maneras de obtener los recursos alimenticios: extracción, casa y pesca; producción, siembra y cría.104 En María el paladar obedece a dinámicas asociadas con el secreto, el embrujo y la seducción; el deleite es el renglón para que se expresen las relaciones que ganan en dimensiones cuando no se pretenden directas o escapan a las maneras dictadas por el reconocimiento de la institución.

La victoria de los dominadores se hace de elementos de prestigio que se agotan en cada vuelta de tuerca, mientras los triunfos parciales de lo nos-otro se hacen de las utilerías del vínculo que garantizan las pervivencias de arraigos en los tiempos dramáticos de la internacionalización, pauperización, desacralización de los sentidos expresos en lo diverso.

Lo que resistió es aquello que nos salva de convertirnos en el sujeto tipo, en el ser genérico, en el sujeto plácido que hizo de la misma piel un estadio del uniforme. Para comprender esas resistencias, es necesario rehacer la historia del contacto, re-imaginarla desde los hitos expresivos que hemos empobrecido en la lectura, hallarla en los misterios que no se detienen en las listas de indicios, es urgente partir de los romanceros reinterpretados por quienes escapaban en cantos a una María del señoreo que reconoce sus inutilidades, por aquellos

104 En tanto al tema resulta esclarecedor y gratificante el texto Fogón de negros, escrito por el historiador Germán Patino Ossa.

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que huyen de las versiones del negro falseado en el copleo, por los que acudieron a la plaza que cunde de las voces identificadas con los realismos sociales que nos advirtieron que es más efectivo, para la reivindicación, el incendio de miradas que el de plantaciones.

En el reconocer la constancia de un incendio que nos fantasmea, es urgente, con nuevas lecturas, ir de María a Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, de Beloved a Las estrellas son negras, de Arnoldo Palacios, de la noveleta intercalada de Nay y Sinar a la obra de Amalia Lu Posso, ir del negro referido y leído como utilería al negro auto-relatado como ser cultural de intrincadas pervivencias. Es urgente beber de la negra asumida como camuflada madre en el relato a las mujeres del Pacífico hablando abiertamente de su susuné, de la mujer que no considera sospechosas sus alegrías al jugar a mostrar perilla mientras baila frente al fantasma de tunununú,105 de la negra que muere de angustia por saberse un bocado de quien es habitado por las menos justas de las hambres, de la princesa africana que viaja hacia el sepulcro en medio del teatro de sus falseadas conversiones.

5.6. El relevo narrativo, estética transfiguradaArnoldo Palacios forma parte de aquellos intelectuales afro-

americanos que nos invitan a establecer vínculos directos entre los dos continentes, nos mueve a rehacer el contacto para comprender e imaginar nuestras claves culturales; habla de edificar los puentes necesarios, urgentes, para desmontar la versión de nuestras miserias indiscutibles, para encontrar los lazos entre pueblos, para identificar las hermandades que no se limitan al efecto del color de la piel. El chocoano, desde las formas propuestas por el realismo de los compromisos, nos habla de las riquezas que habitan aquellos escenarios vistos desde el sempiterno cargo de las miserias, nos lleva a un lugar del vínculo que escapa a los visajes donde las figuras de excepción significan resistencias que hermanan a las distancias, nos muestra, en su texto Buscando mi madredediós, la ocultación de una dimensión mítica que bien pudiese encontrar en el referente de Isaacs una etapa de la historia de sus prevalencias, que nos pudiese regalar la imagen

105 Cuadro de danza callejera que se escenifica en los desfiles de San Pacho en Quibdó-Chocó, puerto sobre el río Atrato en el Pacífico norte de Colombia.

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de un autor que viaja de las teas relatadas por Cantú a las condiciones particulares de la princesa cautiva que es Nay; figura astral de la divinidad femenina que tras la ruptura de las cadenas derivará, por el continuo de maestrías legadas, en la reina de cabildo afroamericano que se relata a través del recuerdo de una libre llamada Mama Fide.

Resalto la suerte de camuflaje de los mitemas africanos que se expresan en una escena a orillas de un río crecido.

“En el tiempo de antes se metía allí la yesca; por eso se ñama yesquero; la yesca era un trocito chiquito de baso seco, seco, que sacaba candela… Hoy, con la civilización, no hay yesca… Y con lo caros que etan lo jójoro y que se escasean…”

La interrumpí: “Por eso é que cada cual prende su candelita…”Mi Mama Fide dio un sobresalto:“¡Ay, m´hijo, no diga candelita! Eso es pecado, cosa der diablo”

—me reprendió.“Yo creía que no se podía decir era velita”.Mi Mama Fide se santiguó:“No vuelva a decir eso tampoco. Eso llama a la muerte… Persinese,

m´hijo” (p. 82).

De la misma manera que Isaacs nos insta a ser testigos del cambio de políptico, Palacios nos invita a saltarnos el filtro de Europa, a escapar al visaje del centro, a crear las rutinas que nos fortalezcan la conciencia de la cercanía de nuestras orillas; contornos a los que la mayoría de hijos del distraimiento no reconocen bañados por el mismo océano: “la costa del Brasil sobre el Atlántico está más cerca de África que de Europa, no podemos seguir permitiendo que para ir de América a África primero tengamos que volar a Europa”.106 Cuestión que no es descubrimiento alguno, pero que en la mirada de muchos se comporta como lo hace la ya argumental-genérica cuestión del encubrimiento.

Las maneras y las rutinas del mundo nos fueron impuestas, las lecturas empobrecidas cumplieron su parte; obraron los cultores de las vergüenzas llenando de culpas al texto, mientras el sujeto a la

106 Programa piloto de la experiencia Conversan-dos, proyecto conjunto entre Telepacífico y la Decanatura de humanidades de la Universidad del Valle. Financiado en el año 2010 por el fondo para el desarrollo de la televisión de la comisión nacional de televisión.

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fascinación incorporaba, más allá de lo consciente, un inventario de lo negado que, entre fantasmas con campanas al cuello, encontraba opciones para escapar de las empobrecidas formas de los orgullos (acentos, sabores en tanto a saberes, deidades que no fenecen tomando por asalto a los cuerpos suspendidos, maleadas versiones de la santidad y del heroísmo). Por eso, es nuestra obligación transmitir el cronotopo de lo no advertido.

El camino que lleva desde las primeras expresiones del negro americano para la literatura colombiana, presentes en Isaacs, al retorno de quien colecta los pasos que se resistieron a convertirse en olvido, está hecho del trepidar que fluye, es bordado por el encuentro con la mirada de Cortico que lee la furia de un brazo de agua que pierde sus contornos por las explotaciones auríferas y madereras, se edifica por la significación del grito de Benkos Biojó en las noches de una Cartagena donde los fantasmas se incomodan por las luces de vodevil, se entiende cual poética por la rabia, más que diagnosticada, decretada en una mujer hecha de la piel de la luna y vestida con una educación africana. Dicho sendero de construcción de opciones para la interpretación de nuestros acumulados se perfecciona en la legación de la voz que hace posible la obra de autores como Roberto Burgos Cantor, Óscar Collazos, Amalia Lú Posso, Lucrecia Panchano, Édgar Collazos, Candelario Obeso, David Sánchez Juliao, Umberto Valverde, Medardo Arias, Helcías Martán Góngora y especialmente Arnoldo Palacios.

En el hoy en que escribo somos testigos de la sofisticación de la apuesta ideológica de la representación del negro, fundada en Isaacs, fenómeno que captura a las coreografías establecidas en torno al canalón para la extracción del oro y del platino, que es avivada por la reverencia de los bogas al fuego y la mítica de las trazas de africanía que se expresan en la figura del palo de candela, símbolo de la vitalidad, en medio de los pueblos de agua que nunca escucharon hablar de prometeos.

Entre Isaacs y Palacios aprendemos a no leer el tema de la inclusión del negro en la literatura colombiana como a una cuestión que se agota en el concepto del estado del arte o estado de la cuestión, pues dicha inclusión es un aspecto que crece cuando se asume como el

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resultado de legaciones en lo encriptado, no en la intención desnuda de misterios, donde cada hito expresivo es a la vez puerto de partida o puerto de eterno retorno; referencialidad que los imperios de las vergüenzas quieren adivinar como acumulación de lo no resuelto y que desde los resquemores es visto como esencia que no requiere atravesar los umbrales positivos propios de lo que cabe en la clasificación de lo aprendido.

Hemos probado que somos, no necesitamos probar desde cuándo, somos conscientes del acto creativo que nos permite el movimiento entre historicismos. En medio del ruido de la mandíbula de mula del rostro fantasma del antiguo trapiche, nos hemos dado grandes bocados de silente ratificación, de plácido escape; en el banquete de lo no dicho a boca llena, cansina asistencia a la repetición del tres golpes, festiva participación de la excepción que en medio de un batallón de vergüenzas no corre el riesgo de convertirse en orgía.

Isaacs y Palacios comparten otra isotopía principal: las prácticas de lo mínimo en la preparación de los condumios propios de universos que no se pueden leer desde la exclusiva advertencia de las pobrezas. Isaacs cuenta las preparaciones de los tránsitos por el río Dagua, cocciones del enterramiento asociadas a las maneras de las llamadas ollas podridas, Palacios cuenta las preparaciones que se aprenden desde las inocencias y que son vitales para la supervivencia en medio del aislamiento.

Ana Beiba y Elba pusieron el caldero al fogón, echaron la manteca, picaron la cebolla con el pedazo del machete; cuando ya la manteca se había derretido y calentado echaron la cebolla, removiéndola incesantemente con una cuchara de mate; cuando ya empezaba a medio dorarse la cebolla vaciaron el arroz, que hizo chispear grasa con un ruido; revolvían sin descanso el arroz con la cebolla; al notarlo frito, dorado, le pusieron el agua en cantidad doble del espacio ocupado por el arroz. Avivamos el fuego, empezó a hervir y le añadimos sal. Mientras hervía a borbollones, los tizones incandescentes se iban partiendo en brasas que nosotros agrupábamos formando otra hoguera. Desollamos los plátanos; los metimos a asar parados, recostados a los maderos, sobre las brasas; de vez en cambio les cambiábamos la punta de arriba para abajo o se les daba una vueltecita, de suerte que la cocción fuese uniforme. Evaporada casi el agua de arroz, viéndose

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en la superficie unas burbujas, lo tapábamos con pedazos de grandes hojas de catuga, semejantes a las del plátano, resistentes incluso al fuego vivo, dúctiles hasta el punto de reemplazar el papel, entre nosotros: poco después, volteamos el arroz, operación consistente en lograr, mediante una cuchara grande mate, poner la parte de arriba en el fondo y viceversa, no fuera a quedar cruda la mitad; lo tapamos de nuevo y a partir de ese momento lo dejamos a fuego lento; el arroz fue volteado tres veces, con la precaución de que la punta de la cuchara no lastimara en el fondo la costra frita, tostada, o sea, el pegado. Los plátanos se asaron, unos doraditos, otros con manchas negruzcas, el efecto de haber estado a punto de quemarse, pues, a pesar de la vigilancia, en un abrir y cerrar de ojos, el plátano se quema; ocurre también que, si al principio se deja en mucha candela, se chamusca; si no se mantiene el fuego fuerte, se pasma, de ninguna manera se asa, queda incomible. Las hojas transpiraban: sudor de arroz. “Ya está” —constatamos. Bajamos la olla (Palacios, 2009, p. 81). Es enorme el placer de leer en extenso lo que sólo el desafecto o

la premura pueden dictar como simple, la posibilidad de encontrar un relevo entre voces que se da desde el que cuenta con naturalidad lo que está dispuesto para su bienestar de trashumante y el que se asume como testimonio de lo que resiste.

En Isaacs, el niño que se recuerda, el amo que se aprendió niño en medio de los campamentos de la vía al mar, la sensación de requerir de ambos para comprender que las asociaciones en la lectura de lo que luce inconexo son las garantes del prevalecer. En Palacios, la mirada fascinada que aún no se ha infestado por las poéticas del escape en la lactificación.

Los paladares nos brindan la opción de desandar los caminos, de establecer los nexos entre los Muntus.107 Es hora de buscar el sendero

107 Alfonso Múnera en su ensayo “Manuel Zapata y la nación inclusiva”, nos recuerda el preciso instante en que el autor, nacido en Lorica Córdoba, introduce el concepto de Muntú: “En el contexto de la tradición oral, transmitido en su propia lengua o a través de la impuesta por el colonizador, el concepto de “persona” integrado al ámbito de la “familia” y al medio ambiente, expresado en la palabra “muntú” de los bantú, jugó indudablemente el papel de cohesionador de los pueblos dispersos en América. Este término es intraducible a los idiomas extraños al África, porque su semántica está estrechamente ligada a un modo peculiar de sus culturas. El “muntú” concibe la familia como la suma de los difuntos (ancestros) y los vivos, unidos por las palabras a los animales, a los árboles, a los minerales (tierra, agua, fuego, estrellas) y a las herramientas, en un nudo indisoluble. Esta es la concepción de la humanidad que los pueblos más explotados del mundo, los africanos, devuelven a sus colonizadores europeos sin amarguras ni resentimientos.

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de regreso, llegó el tiempo de permitir que vengan desde África a ver qué hicimos de ellos, qué quedó de sus legados, qué fue de los escapes, qué fue de los resignados. Ante la distancia de un Isaacs que incluye al negro a conciencia de su importancia y un Palacios que desanda la memoria de su particularidad, se eleva, sin pretenderse vestida de lanzas, la pregunta que nos ubica frente al inventario de inocencias que responden a un tenor distinto al sembrado por los apropiadores: ¿cuáles son las opciones de rehacer nuestras genealogías, cuidándolas de no contaminarse con el sentir de la impostación propia de las élites, alejándoles del capricho de ponderaciones o de sub-ponderaciones por cuestiones de estirpes?

Ya es hora que los pueblos de las periferias nos reconozcamos en la hermandad de las carencias, sin perder de vista el cuidar las acciones conjuntas de enfermar de nuevas fiebres por las purezas; es hora de leer las mesas de María con la intención de quien quiere devorar más que utilerías, es el momento de aprender a leer a las posteriores mesas negras de nuestra literatura como a los diferentes estadios de los mismos afectos expresados en la novela sentimental; es el tiempo de actuar libres del indicio, de reiterar la necesidad de escapar de los efectos de los denominados estados de la cuestión.

Tras la conciencia de aplicar distintas velocidades sobre el registro de las rutinas, de los rituales que conforman las historias de nuestras adaptaciones, llegó el momento de recolectar los fantasmas, de gritar las conmensuras de nuestros holocaustos, de pedir la rectificación de las versiones contadas al vuelo y vestidas de los linos propios de las llamadas estampas de bienestar. Llegó el tiempo de establecer las,culpas de los traidores y de cincelar los nombres de los pueblos de origen sobre los sepulcros en blanco de las víctimas, es el instante de caminar sobre los banquetes de fiesta, de dejar huellas y leer las de quienes entre dos manchas de sangre sembraron una de bija.

Es el espacio-tiempo de escribir, sobre los troncos de los samanes, los amores negros que niegan la pobre versión de los corazones atravesados por las flechas del amor de los amos; es el momento de los manifiestos, de exigir la lectura de la poesía de los malungos, de

una filosofía vital de amor, alegría y paz entre los hombres y el mundo que los nutre”.

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rescatar nuestras músicas del empobrecimiento que sobre ellas han fundido las industrias culturales; es el tiempo de dejar que las voces del batey se alarguen sobre las aguas y toquen el cuerpo embarazado del continente que más se cuenta en la captura que en el dolor del imposible retorno. De tal manera, es el instante de leer a María como el drama, nunca el melodrama, del escindido; de reaprender la novela, no como la voz del enunciador imberbe que bebe en sí las imposiciones de las escuelas románticas europeas, sino como el que aprende de su pequeñez las claves necesarias para futuras pervivencias.

Es el momento de releer a María a cincel y con porra, para escenificar la vieja necesidad de inhalar el polvo de lo ignorado, la urgencia de leer las tensiones que pueden denunciar los argumentos como telón de boca que disimula los incendios; telón de boca que debe ser corrido tanto por la garra como por la mano angélica para que las poblaciones se enfrenten a sus inocencias y a sus culpas, para que las gentes crezcan mientras comprenden que deben escapar del riesgo de considerar la inocencia de Efraín como única y a sus culpas, en la lectura sólo de lo empobrecido, como un efecto de imitación ajeno a la dimensión ideológica de Isaacs.

Es el momento de obedecer la non-santa costumbre de desconfiar a María, de hallar en la novela los porqués para repetirse en esa práctica antigua de aprovechar las convulsiones, las pugnas internas, las divisiones, la confusión, para sembrar los reclamos que atentan a los aletargamientos que se pretenden estructura; urge leer en María el cuantum del desmonte de mundos que los poderes requirieron para acelerar la transnacionalización de los recursos y que, a pesar del distraimiento emocional de Efraín, se ve reflejado en tráficos y contrabandos.

En la novela, en tierra africana, se escenifica la maquinación de la pugna en el suministro de armas que los ingleses le aseguran a los pueblos en discordia, mientras en tierra americana administran las rutas para la evasión de la ley. La lectura en detalle de esas correlaciones entre las principalías nos las devela como perpetuadoras de las violencias, al tiempo que nos ubica, en un panorama que escapa a la insinceridad de las enciclopedias, en un cubil de interpretación

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que desconfía de las versiones hegemónicas que la hacen carne de héroe de las anécdotas donde es la traición la que decide quién gana.

María, en clave de sujeción, cuenta cómo los cuerpos son vencidos en el antes, en el durante y en el después, mientras el siempre se aprende como una cuestión administrada por una sola mano.

Sin la desnudez del panfleto, María nos reubica ante la creciente conciencia de los denominados protocolos de la dominación donde la piel que brota en la marca de carimba se pretendió una flor de afecto. Dinámicas de tamizaje edulcorante de la brutalidad que, tanto en África como en América, siguieron rutinas exactas: • Asociación combativa, practicada para que la red cayera sobre el

cuerpo del que se ha olvidado como hermano.• Lectura escatológica de los rituales mito-poéticos de los pueblos,

interpretación práctica en el avance de las demonizaciones. • Repetición tanto de los discursos como de los teatros donde se

aseguraba la muerte de las deidades que serían leídas como prendas de los tiempos de equívoco.

• Constancia en el esparcir los fragmentos del denominado cadáver lección, semilla del miedo que aseguraba el futuro éxito del cuerpo suspendido que fue prenda del avance de la versión única del mundo.

• Desintegración de las principalías propias, dinámica donde las masacres y los crímenes selectivos aniquilaron al símbolo, pues la esclavitud de los reyes tenía un profundo valor simbólico en tanto a la vulnerabilidad de los pueblos. Leer a María como testimonio de las violencias nos deja de frente

a la profunda tristeza de las historias interrumpidas por los afanes expansionistas, de frente al desespero por las reivindicaciones no exigidas: Nay es la hija de un general en el exilio; Sinar es el hijo de un rey que ha protegido su sangre en la confusión entre los hombres que surge de la fragilidad. Confusión al extremo, donde “comunes” y “principales” han visto cómo arden las distancias que les separan; seducción para la traición, hombres que, a través de los discursos de la resignación, optan por vencer las espadas sin desenfundarlas, mientras los sacerdotes y los mercenarios pretenden no contar la sincronía de sus historias. Coordinación coreográfica que Isaacs comprendía con

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profundidad; sin embargo, hoy casi no se le reconoce dicha conciencia, pues la imagen del inspirado devoró en él a la presencia del hombre informado.

Retumban las palabras de José María Vargas Vila (2005):

Este gran cantor fue un gran luchador.Jorge Isaacs que es el primero de los poetas de la patria, fue

también uno de los primeros caracteres de la República. Tuvo algo tan austero como su musa. Su virtud. La casita de sus creaciones poéticas, no es más blanca que las de sus acciones públicas.

La América no lo conoce así. Admira al poeta, ignora al político. La mitad de esta gran personalidad ha quedado en la sombra (p. 52).

Isaacs es un devorador de cinismos a quien el contacto directo con el país le brindó la opción de desvirtuar las versiones de lo falaz, el contacto directo con las poblaciones le dio la prenda de entender la palabra minga en boca del negro y la palabra cagüinga en boca del chimila.

5.7. Sombras, ¿fundidas o confundidas?En la versión sincera a los piadosos y a los verdugos se les puede

ver partiendo del mismo puerto, siendo la evangelización una fase más del entrenamiento belicista propuesto por una Europa que, a pesar de la fragmentación cultural, ideológicamente se adivina única en lo que corresponde al concepto de expansión.

En la regularización del mundo dos manos poderosas aseguraron el triunfo de su corazón políptico: la piratería y el ultraje. El honorable avance no es más que una charada disimulada tras poemas épicos, donde la brutalidad se vistió de designios que se pretendieron divinos, convirtiendo la aniquilación del otro en una cuestión que ante las grandes armadas es tradición y pretexto para el orgullo de los reinos, las naciones o las patrias. Tras la cruz arribó la espada; tras los telones de las voces afectas entraron a escena los artefactos de guerra; tras el triunfo de la sugestión, que asoció al pecado con el símbolo del contacto total con la tierra, llegaron las herramientas que cambiaron las rutinas, las historias de la adaptación y los relatos origen-particularidad de los universos productivos.

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En las tierras de conquista se adelantó la siembra de paquetes tecnológicos que convirtieron a los pueblos en dependientes de aperos y genéticas, cuestión que mutó a los conquistadores, probándoles todo tipo de máscaras, hasta convertirlos en los eternos dueños de lo que va desde la implementación hasta el mejoramiento. Panorama donde las dietas propias son señaladas de todas las carencias, donde las preparaciones de origen se olvidan, en un proceso de aleccionamiento que genera versiones bizarras de los platos de los colonizadores en las diversas geografías.

Isaacs, en su relato desde las periferias, anticipa la imposibilidad de crear las condiciones de siembra para el recurso propio, para comprender la explotación de lo silvestre a consecuencia del entorno; el caucano escribe en los años de la guerra entre las provincias, confrontación que deja, en los espacios que quedan entre las lanzas y los cañones, pocas posibilidades de advertir la disputa entre lo introducido, lo exótico y la endemia.

Comprende Isaacs aquella cartilla de la imposición, propia de la versión única del mundo, sabe que se vence en el conocimiento que reinterpretan las negras de lo que la población originaria de América provee como la dimensión mágica de los condimentos. El autor de María comprende que la obligación por las purezas caduca en la confianza de poder decir que la delicia se obtiene gracias al auxilio de los ayudaos. Isaacs es testigo de cómo la pétrea imposición se desmorona en el juego de las combinaciones de color que rompen las monotonías de los límpidos platos que se creyeron parte del cuerpo suspendido que ya advertimos cual estandarte o cual condena. El caucano nos narra cómo la africanía se “cifra” en las maneras de cocción ya referidas por aparente simpleza, nos muestra el alma negra en los rituales de consumo que hacen de los gestos comunes una cosa de misterios que no responden a la pretensión de uniforme empobrecido con que hemos condenado a esta tierra, nos significa las prisas y los silencios en lamentos, evocaciones, esperanzas y temores.

María está cargada de esos elementos de la ratificación en la resistencia, más allá de la no inclusión de detalles absolutos de las preparaciones, perviven los perfiles de la excepción: los negros del río, los condumios que brotan de los fogones de María, la voluptuosidad

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de las comunidades de sentido que se disimulan ante la mirada regularizadora del amo, las cartas dispuestas que protegen de la sofisticación por la sofisticación a los camuflajes de aquello que los pueblos no negocian.

Isaacs siembra en María la intención-atención que servirá de material generativo a escritores como Arnoldo Palacios. La práctica en lo específico es relatada con el mismo compromiso en Isaacs y en Palacios, la distancia la marca la estética de épocas diferentes y las máscaras de sus valentías para enfrentar a los discursos dominantes. Tanto el autor romántico como el hijo de los hitos del arte que devela sus compromisos, aprendieron a asumir dichos discursos dominantes como cobijo, nunca como asfixia. Palacios es el relevo de Isaacs, el paso dado desde el negro referido para el reconocer hacia el negro contado para vencer el olvido, es el avance de la inclusión de la mirada que caracteriza a la narración en primera persona de quien se sabe resistencia entre tantas negociaciones; relevo entre voces que comparten apuestas ideológicas, la primera ignorada por las lecturas melosas, la segunda recibida con la frialdad que pasma al plátano y echa a perder el queso.

Procuramos abrir campo a las brasas finas, en el corazón del fogón, apartando la ceniza; pusimos a asar el pedazo de queso; difícil, porque a pesar de ser una calidad de queso consistente, en un pris-prás, se carboniza por encima, formándose una capa, que ni siquiera se puede raspar. Quien no sepa asar ese queso debe comérselo crudo; de lo contrario lo pierde. De disponer de manteca suficiente, se frita quedado como una empanada (Palacios, 2009, p. 81).

En María, en Sab, en los banquetes de las obras nacidas sobre la huella caribeña, en las novelas sobre bazares, en las elegías de las casas grandes, en las tragedias en medio de los socavones, en los relatos que crecen entre palafitos, en las novelas de las hambres diversas, en los textos de quienes se matricularon en los abolicionismos, en los corpus por establecer, en los acumulados que no se dejan empobrecer en recortes vanidosos, está la omnisciente estampa de los cautiverios que se vencen en la bija que arranca las sonrisas del negro que es consciente de sus orígenes.

6. ARTEFACTOS. ARTE DE LOS QUE HICIERON EL VIAJE HACIA EL OTRO NAVEGANDO SOBRE EL DEFECTO

La transferencia de tecnología sólo al nivel de los artefactos que son los juguetes de la aniquilación se mantiene como apuesta principal de la transformación del políptico de la Iglesia al políptico de la inversión requerida en la explotación de los recursos naturales de los territorios de conquista; la tecnificación se cuidó de que aquella milimétrica apuesta por la brutalidad no escapara a lo encubierto bajo los estandartes de lo administrado desde el centro. De tal manera, la implementación de los desarrollos técnicos se dio en el comprender velado que se detiene en la cosificación de la ciencia y en la operación de la misma. Los territorios de conquista no participaron de los beneficios que significaron los grandes desarrollos más allá de rutinas que aseguraran los endeudamientos.

Hasta hoy en los territorios que se han dado a llamar en desarrollo se pueden ver las máquinas de matar más sofisticadas, mientras a los que los habitamos se nos niega el acceso a los verdaderos acumulados de la investigación aplicada. La riqueza ha degenerado en dramáticas miserias, hemos sido testigos, después de los “descubrimientos del siglo XV”, de un mapa al que le han sembrado los más diversos problemas sociales para asegurar en la ilegalidad los recursos requeridos para que el tráfico variopinto se financie.

Mientras el ethos moral del mundo se levanta sobre cartas de honestidades pretendidas, estamos cercados por una colección de prohibiciones que nos regalan el tufillo a pólvora que perfuma los espacios que el mundo centralizado, y de la versión única, aún considera como remotos. El endeude y los tráficos sólo han cambiado de máscaras y se han eternizado como rutinas. María relata la relación entre el honor y los tráficos en el espacio-tiempo de su autor; Isaacs cuenta, tras los camuflajes de lo romántico, la génesis de las condiciones de futuras pauperizaciones, mientras relata las riquezas expresas en el hombre-mujer cultural que pervive a las dominaciones.

Leer María como un estadio de las violencias, nos devela la no sostenible mentira-fábula del tráfico por el tráfico que estableció sus teatros en medio de la selva, que bordó sus tinglados en laboratorios

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de la violencia y en ciencias aplicadas en lo artesanal que no llegan a ser un remedo de las posibilidades de la ciencia llevada hasta el final de la cadena de valor en los laboratorios de la asepsia del llamado primer mundo. Los visillos de nuestros paquetes tecnológicos no son espacios de la verdadera transformación, no son estadios del avance donde la prospectiva salta entre los tiempos llevando el saber de la intimidad de las culturas al acumulado universal de las luchas contra la enfermedad, la angustia o la soledad.

En el caso colombiano, la transformación de un recurso natural, si no obedece a la operación de los poderes económicos transnacionales, siempre está problematizada. En María es posible leer la conciencia de Isaacs de la relación del declarado bienestar de los denominados renglones de las economías propias en el ocultamiento de tranzas que significan las verdaderas dinámicas de la acumulación-concentración de las riquezas; la quiebra del padre de Efraín se da tras el fracaso de una empresa inconfesable, tras la confianza depositada en un sujeto sin nombre que representa los intereses ocultos del hombre principal del señoreo de la hacienda. Ese aspecto es retomado por el texto audiovisual Pura sangre, del director Luis Ospina, donde quien administra los destinos económicos de las castas vallecaucanas es asociado con los tráficos de la frontera oriente y con las mafias marimberas de finales de los setenta. Dicho texto audiovisual ubica al principal en un panorama de sacrificio representado en el crimen sostenido de infantes cuya sangre es suministrada a la figura astral de la economía cañera y en el fallido intento de suicidio de quien sucumbe a la presión de las emergencias. Impavidez que es simbólicamente asociable al estado de postración del padre de Efraín ante la acumulación de sus culpas. Aquel panorama de lo insincero, asumido por la condición de autor desde la época de Isaacs, fortalecido en relatos posteriores, permite comprender la dificultad del desarrollo de apuestas que luzcan interesantes como posibles purgas o reivindicaciones de lo falseado tras las dinámicas de lo ilícito.

Isaacs indica el camino trazable hacia las medicinas tradicionales representadas en los negros del río, la lectura en detalle nos lleva a la advertencia de recursos, como el sauco, confundidos, por la ignorancia de Efraín, con indicios de superchería; recursos que ante miradas mejor

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dispuestas, que renuncien a los habituales desprecios, se convierten en las verdaderas posibilidades de transformación de un proyecto de nación sustentado en la ponderación de las ventajas comparativas más que en los entrenamientos competitivos.

El matiz de lo simulado se sufre en pieles que no permiten la relación con la verdadera nuez de los problemas:108 la ignorancia de lo nos-otro. En un país que casi no tiene historia de productos llevados hasta el final de la cadena de valor, es más que sospechoso que el único paquete tecnológico que sabe de estandarización esté sometido a la ilegalidad y actúe como sustento-discurso-acción del descuido de la administración sobre los territorios; ese descuido que empieza a relatarse en María a través de los tráficos y de la liviandad de la ley en los teatros profundos de la provincia del Cauca.

Isaacs, gracias a los viajes derivados de su dimensión antropológica, es un posible testigo para la acción-sugestión del aplazado sinceramiento que era necesario para la resolución o la castración de las miserias. Él conoce la aplicación políptica-estratégica de los aislamientos y de las condenas derivadas de la idea de tatuar sobre geografías la sanción de periferias; por eso es posible considerarlo en la conciencia de las consecuencias del correlato de su novela, es tentador imaginarlo sembrando futuras claridades entre suspiros automáticos; una de esas claridades es de dimensiones rayanas con el perfil del sátiro desafinando la lira: la confusión se siembra en la geografías donde el desangre de los recursos ha sido sostenido.

Isaacs habla a la sugestión de los jóvenes, de la misma manera como los negros aprovecharon su fascinación para sembrar una sensibilidad otra. El caucano fue víctima del desprecio en medio de los beneficiados de las tranzas, de los simbolismos puristas y de las maneras conservadoras, al tiempo que era amado por los pensamientos jóvenes. Posteriormente, la pulsión de las miradas renovadoras por Isaacs se neutralizó tras la cosecha de inquinas de oído que hicieron de María una suerte de dulce sin espíritu, mientras los pensamientos

108 En nuestro país, en tanto al problema del narcotráfico, se desarrollan proyectos de intervención que se limitan a la visualización exclusiva de los síntomas del problema; la narcotización de la interpretación de la problemática se da como principal acicate de las nuevas hordas apropiadoras de los territorios, fenómeno donde la resolución se aplaza tras las cortinas dispuestas por lo policivo.

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anquilosados devoraron los velos de la obra como si se tratase de algodón de azúcar.

Vargas Vila (Cortés Afanador, 2005) refiere el final de las sesiones de la Cámara de Representantes en una de tantas tardes colombianas donde el crimen pretende resolver lo aplazado:

Jorge Isaacs por su elocuencia y la actitud de aquel día estaba marcado para la víctima de aquella multitud, ebria de licor y sedienta de sangre.

La juventud corrió a rodearlo. Era su poeta querido, su orador predilecto.

Como las olas conmovidas, las turbas sobre él, lo silbaban, lo insultaban, lo apedreaban.

Rodeado de un grupo de jóvenes, revólver en mano disputando su vida a la multitud y a la soldadesca logró ganar su casa (p. 53). Después la patria del honor pretendido optó por un crimen mayor

que el asesinato directo: la caricaturización de la intención de Isaacs como autor. Por eso él, visto en los detalles de lo ignorado, nos significa la caducidad de lo honorable, el vencimiento de aquella pretensión nacida de la necesidad de las poblaciones de reinventarse frente a la operación del ilícito, donde la ley no es tea o candil sino una metáfora de la persecución de las complicidades derivadas del acumulado falaz de las sujeciones.

En la champa que rompe el Dagua, el silencio es catarsis de lo mutuo en la burla a los patrullajes, es la ratificación de la complicidad entre aquel que aún no desaprende su condición de joya y los negros que aún no han asumido la conciencia total de su libertad. La complicidad-reconocimiento se da más allá de contar con distintas educaciones para lo sensible, formaciones para la sanción que les ubican en condición de interpretación antónima de una misma motivación.109

Aquella conciencia en el antes nos brinda la posibilidad de asumir los elementos fársicos de los ejercicios de la ley del hoy, donde la acción presta de la legitimidad uniformada se da bajo la idea de los positivos, de los enfrentamientos, de las bajas y de las capturas. En

109 La administración adjetiva del mundo entre Efraín y los bogas del río Dagua es claramente antónima.

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los barridos que adelanta la mirada central sobre los territorios, se realiza una suerte de inventario de las desgracias; en las ofensivas, el brazo de la legitimidad peina con pólvora los nombres de los pueblos, de las veredas y de los corregimientos, mientras se aplaza el arribo de la verdadera voluntad de inclusión o de reconocimiento de las particularidades de los diferentes seres culturales de las regiones. Las motivaciones para el conflicto se sofistican, enturbiando o enmalezando las sendas que llevan a las reconciliaciones, convirtiendo en carne de anécdotas, gustosas de saltar al olvido, al dolor desencadenado en el choque entre regularizaciones y resistencias. De tal manera, el sistema represivo se regodea en efectividades, mientras los sistemas de la justicia social, la ponderación cultural, la caracterización de los patrimonios inmateriales, disimulan su paquidérmico andar.

La disputa entre la autoridad y los levantamientos alimenta un teatro cargado de actores del conflicto en medio de una guerra que tiene mucho de cruento acto performático. Sin ser María un texto sobre el imperio de la ley, en sus páginas se puede leer la relación entre el ardid, la captura y los aplazamientos de las culpas. Isaacs nos muestra cómo, al igual que en la tragedia africana, en Colombia el conflicto disimula los verdaderos rostros de las colonizaciones y de las maneras de la concentración de las riquezas; formas que requieren de una máscara de pan sacramental para el sospechoso ejercicio de la piedad y de otra de bronce sin profundidad en el relato que reivindique los positivos de la legitimidad-institucionalidad. Como ejemplo, salta, entre Nay y Sinar, lo controlado que era el acto de entregar los juguetes de la muerte para que las historias africanas se aniquilaran entre sí; Isaacs nos cuenta cómo se aprovechaban las tensiones del aislamiento para sembrar enojo en el correr de un brazo de agua que es leído como renglón de históricas tensiones axiológicas por el propio de un territorio y como lomo de los rescates por parte del que administra la pauperización que determina las nuevas configuraciones relacionales, cartográficas y ontológicas.

Sin medrar, entre los retablos de la muerte asistida a quienes lejos están de agonizar, reitero, ni como indicio ni como anécdota, la descripción donde Nay cuenta que Sinar porta un sable turco y dos pistolas. Sinar es un príncipe-esclavo, un hombre armado en medio de

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la corte de aquellos que le arrancaron los prestigios, símbolo de la sed de venganza que en sus posibles efectividades hace de los territorios un dulce fácil y al alcance de los que mosquean sobre las riquezas. La venganza se pretende universal, mientras a la intimidad de los pueblos se les negará el derecho al perdón, pues la retaliación forma parte del destino, se constituye en un elemento de sangre del denominado mito del eterno retorno desarrollado por Mircea Eliade (1951), donde la trascendencia del honor justifica las ofensivas sobre pueblos con los que se comparten las miserias del conflicto.

Europa asumió la linealidad de su historia, al tiempo que nos condenaba a la idea de la repetición ligada a lo inconmensurable y a lo inexorable, legándonos la concepción del perdón posible sólo ante el sacrificio; de tal manera, nuestra historia plagada de tonos, de cuadros argumentales de resolución fija, de gestos ponderados por una carta estática de lo adjetivo, nos permite comprender a los distraimientos y las resignaciones que dificultan el rehacerse de las versiones propias-diferenciales que imposibilitan la reacción masiva ante las llamadas catástrofes históricas.

En medio del despertar de las inocencias insoportables, en medio de la desazón legítima del intervalo dejado por las sugestiones del olvido al sofisticarse, Mircea Eliade nos prenda la claridad de una pregunta hecha a nuestros tiempos:

¿Cómo podrá el hombre soportar las catástrofes y los horrores de la historia —desde las deportaciones y los asesinatos colectivos hasta el bombardeo atómico— si, por otro lado, no se presiente ningún signo, ninguna intención trans-histórica, si tales horrores son sólo el juego ciego de fuerzas económicas, sociales o políticas o, aún peor, el resultado de las “libertades” que una minoría se toma y ejerce directamente en la escena de la historia universal? (1951, p. 139). Los distraimientos de la solemnidad y del honor, que podemos

leer en María representados en la astralidad del padre y la mega-referencialidad del paisaje, no son más que una etapa de aquel juego políptico. En las promesas frustradas del melodrama africano, Isaacs se detiene para dar una versión alternativa de los procederes asumidos en los reconocimientos e imposibilidades que nacen de la guerra; en

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el sacrificio de María, se asiste a la caducidad de las trascendencias aletargantes que significa el universo de la hacienda vallecaucana. En la dimensión trágica de la obra, los honores y las purezas arden ante la apuesta ideológica del caucano.

Es clara la caducidad de la trascendencia- sugestión del héroe: el amado africano es un caído en combate, es el sujeto-símbolo de una clase que no nació para la batalla sino para los gestos aspirados y el amado americano es un pusilánime que no se atreve a contradecir la voluntad del padre ni a relatar de manera directa el cómo se desmorona el pretexto del honor.

Isaacs deja entrever lo fallidos que resultan la administración masculina del mundo y el “pétreo” diseño de los perfiles relatados desde lo romántico; actúa tendiendo nuevos puentes argumentales entre el temor, la sabiduría y el respeto, vínculos que atentan a la tradición de la sugestión impuesta por Europa: la valentía no está en el sujeto armado, se encuentra en el perfil femenino, en el dispositivo simbólico de una principal que ofrece opciones a las maneras del sacrificio impuestas por el mito del eterno retorno: ser la presa de la retaliación o ser la purga del odio entre los pueblos.

Isaacs, en la noveleta intercalada, prenda de una historicidad lineal propia a un continente condenado por los dominadores a los ciclos dictados por sus escatologías; plantea la muerte, en las violencias de las tratas negreras, de la posibilidad de significar el suceso, el hecho o el dato; muestra el deceso de la posibilidad de edificar una “manera particular” que nos permitiera ver a los pueblos subyugados en la administración de su propia historia. Así, pues, aquello que muchos han querido adivinar como un simple giro estilístico, gana una dimensión simbólica sublime: Nay curando a Sinar representa a África sanando sus propias heridas. Nay es la mujer metáfora, viva sin la angustia de ser típica o arquetípica, detonante en una reconciliación que alcanzará la condición de promesa idílica. Nay es la figura principal que en sus afanes lleva un proyecto realizable antes de que la evangelización convierta al perdón entre las etnias en una empresa de lo imposible.

Sinar es la representación de lo falaz del honor como detonante de la retaliación, por eso cabe afirmar que el valor total de la imagen del hombre armado rendido a los pies del amor está lejos de ser una

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reelaboración de lo romántico. Aquel que precia más allá de los orgullos y los gestos, aquel que termina vencido en un momento donde pudo tanto obligar como vengar, es la concepción de un proyecto al que Europa plagará de ruidos.

El amor es posible en lo íntimo, es posible en el reconocerse, en el moverse en el valor de la diferencia y en la igualdad en tanto a los derechos. África podía amar a África, Europa no amó a África, ni a América, como Sinar amó a Nay. De haber sido así, tendríamos una historia un poco menos poluta de falsos heroísmos.

África era la mujer para ser tomada, violentada, para ser vendida cual culpable de sus seducciones propias. África es la princesa reducida por las seducciones de la obligación diseñadas por los polípticos europeos. El hábito del relato construyó un marco de identidad que ligó la abundancia a la idea del pecado, que subsumió lo bello en lo múltiple bajo una carta de transposiciones donde la tierra arrasada se disimula tras las maquiladas sensaciones que genera una piel lustrosa. Incluso el mismo Isaacs, en las descripciones de las mulatas, ratifica la versión frecuente de la mujer negra, cautiva de sí misma, como culpable de sus voluptuosidades; corriente administración adjetiva del mundo, en una extensión de los juicios a los que se sometió su continente de origen.

6.1. Libertad y desarrollo. Libertad y género (accidentadas lecturas)¿Los pueblos africanos eran libres de muchas de nuestras ataduras?

La respuesta parece obvia. Sin embargo, para establecerlo en lo particular habría de requerir de historiografías más exactas. Más allá del lugar común de la alegría sospechosa del negro, asumida como carne del diagnóstico hecho por parte de los intelectuales del proyecto de nación colombiano después del desmonte de la economía de la trata, Isaacs parece querer ver el prevalecer de un ser cultural no sustentado en las resignaciones, sino en la re-significación del territorio; cúmulo de interpretaciones posibles en las maneras del aislamiento como seguranza de la libertad y en el aprendizaje de prácticas asociadas a relatos míticos americanos interpretados a la luz de las trazas de africanía (la legitimidad de la acción de sus caracteres es la regla que sirve para establecer la dimensión de los afectos, de las posibilidades

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de pervivencia ante las ferocidades y de la caducidad de las sugestiones que les justifican).

Isaacs atenta los elementos de lo cíclico y de lo escatológico que posee el modelo del “amor porque sí”, versión del afecto que avanza condenando a la no completitud a los sentimientos que escapan de las maneras institucionales de lo hegemónico. La valentía requerida para negociar la educación sentimental impuesta se ve reflejada en la figura de Nay, sujeto símbolo que sirve al caucano para mostrar a África como un territorio dispuesto a negociar de mejor manera sus absolutos, como a un universo de la acción determinado por pulsiones individuales110 aperadas de resistencias, simbólicas y concretas, ante lo instaurado.

Isaacs nos muestra al corazón de África habitado por subjetividades fortalecidas por la sensación de cansancio propia de las violencias que empiezan a aprenderse accesorias, poblado por gente a punto de ser derrotada por el despertar atronador de los odios derivados de las diferencias exacerbadas y abonadas con pólvora. Isaacs se esfuerza por contar a África como un territorio que brinda mayores posibilidades a la autodeterminación, devorado por la regularización, la desertización, la ostentación y la negociación de las glorias de lo propio por las vergüenzas dispuestas como ardides de la dominación. Su novela sentimental muestra como elemento principal de la sujeción al diseño de la relación posible-imposible, admisible-honorable, ponderable-atrevido. Es tentador asumir dicha dimensión de la obra en la conciencia de Isaacs de vincular la acción al símbolo y el verbo a la medida de sus personajes. Como autor concentra su esfuerzo en un cúmulo de besos simbólicos entre Nay y Sinar, besos que son negados entre María y Efraín. En la pareja de africanos el sujeto besa al sujeto, mientras en la pareja de criollos de indias el sujeto besa al objeto en un juego de representaciones y de castidades, de castraciones y de imposiciones morales.

La diada Nay y Sinar es el proyecto del amor cercenado por la intervención violenta del proyecto europeo. El amor entre Efraín y María es imposibilitado por la apropiación afecta del mismo juego

110 Liderazgos que pueden derivar en acciones colectivas.

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políptico que alcanza plenitud al ser leído como tradición y/o correcta manera. Frente a aquel panorama de la imposibilidad de la autodeterminación del sentir, sólo queda la opción de escape a las imposiciones del amor en lo extenso que significa la, por edificar, educación sentimental del liberto en el aislamiento.

Entre los negros del río el sentir es cosa de la compañía en lo concreto de la diferencial vivencia adjetiva: el negro del río adosa de gestos al recuerdo, ama el paisaje que en su exuberancia parece incólume de regularizaciones, lee el enojo del entorno tras un cariz de lo femenino donde resiste su antigua concepción de la deidad en relación con la mítica propia de aquel territorio de arribo. El amor de uno de los bogas tiene la bendición de la solidaridad entre lo que la mirada del extraño asume como mínimo; la preocupación por el bienestar del enamorado es cuestión pública, el negro andariego no está velado por las obligaciones del entorno, más allá del temor derivado de posibles distraimientos que tienden a convertirse en condena de frente a las exigencias de su oficio. El relato de la pareja está determinado por la simpleza y es una cuestión donde el paisaje se pretende prenda de la dama amada bajo una cadencia distinta. Ellos, los negros del río, cantan a un amor diferente, a un amor que es la posibilidad de la fuga, a un amor en el que resumen todos los amores posibles, a un amor en el modelo de composición de las jugas y los bundes.

Remá, remá.¿Qué hará mi negra tan sola?Llorá, llorá.Me coge tu noche oscura,San Juan, San Juan.Escura como mi negra,Ni má, ni má.La lú de s”ojo mío.Der má. Der má.Lo relámpago parecen,Bogá, bogá.111 (Isaacs, 1986, p.297).

111 En relación con este canto referido por Isaacs, Rogerio Velásquez (2010) en su texto La esclavitud en la María de Jorge Isaacs, con la belleza de la pluma de su trabajo sociológico, dice: “El negro está formado de música y de danza. Coplero, positivista, quimérico, ama la tonada que no se desvirtúa jamás. La miseria y el hambre, el miedo al más allá y los vicios que lo circuyen,

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Lo único fijo en la letra de su canción es la inmensidad. Los demás elementos están sujetos al movimiento, mientras se presenta una discusión sobre la alegría o la tristeza de las maneras del canto, más allá del ánimo de quien va en procura de la desgracia ya acaecida: “Aquel cantar armonizaba dolorosamente con la naturaleza que nos rodeaba: los tardos ecos de esas selvas inmensas repetían sus acentos quejumbrosos, profundos y lentos” (Isaacs, 1986, p. 298).

A pesar de reconocerle al negro una dimensión sentimental, el autor de María no luce absolutamente incólume de las cadenas que su tradición le ha legado. Expresa en guiños uno de los elementos que determinó los relatos de aquellos mundos entrados en dinámicas auto-justificantes de sus barbaries: la noción del esclavo feliz. (A manera de ejemplo de dichos mundos: la hacienda caucana, la elegía bíblica y la imposición bélica entre los reinos africanos).

La de El esclavo feliz es una imagen metafórica muerta en el uso y alimentada en lo político, una estampa que el establecimiento no se cansa de contar en “la torpeza” de los subalternos. En María se escenifica la imprudencia o celeridad asociable a la denominada edad de las inocencias; la sanción adjetiva del enunciador se da a contra-contexto del gesto, la actividad sobre el Dagua es vista con las violencias propias del cariño por parte del amo. Se repite sobre la piel de la enunciación la dinámica que establece una lógica de sempiterna superioridad del extraño, en medio de una acumulación de reconocimientos que aunque amable nada tiene de cándida.

No obstante, Isaacs camina cuidadosamente los linderos de la caricatura del otro, pues parece advertir que, ante la representación de lo nos-otro, la caricatura del otro es una apuesta ideológica que amenaza con eternizarse en medio del entrenamiento para la burla nacido del entrenamiento para creer del políptico europeo. Isaacs

la mujer y los hijos, la infancia desventurada, los deseos de riqueza y salud, la injusticia social que lo convierte en esclavo de clases, el amor y la muerte, son sus temas preferidos. Parte de esto fue lo escuchado por Isaacs, en las orillas del Dagua”. En tanto a la pluma de Velázquez, Germán Patiño Ossa (2010) dice: “Velázquez se inclina por escribir este tipo de ensayos, en los que se mezclan la elegancia de la prosa con los datos científicos, no sólo por su tendencia personal hacia la literatura, sino también por influencia de algunos autores de su tiempo que se caracterizaron por buscar una expresión estética en sus textos de historia, entre ellos Germán Arciniegas y Abelardo Forero Benavidez”.

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reconoce que el relato del hombre salvaje no es ni inclusión del ser ni homenaje desde el supuesto sujeto afecto, por eso anticipa maneras de la descripción etnográfica que superan los hábitos de las intercaladas descripciones costumbristas de las obras románticas.

La enunciación imberbe de María se da en el ya advertido vencimiento de las vanidades del amo, sustentada en una suma de efectos que subvierten la condición de la edad de la inocencia: • La voz del blanco se supone más potente que la misma voz del río. • El blanco es quien dicta las posibilidades para lo alegre o lo triste. • El atrevimiento del negro es pagado con un mandato por el silencio

de parte de uno igual a él.El relato corre en una administración diferencial de la relación

prudencia-imprudencia, pues se construye el vínculo secreto-prevalencia que será el soporte del silencio en la resistencia del liberto.

Isaacs niega, reconstruyendo, las maneras de la violenta repre-sentación del otro que se asocian con los exotismos, las niega en la milimétrica exactitud de la relación del negro con el entorno del río Dagua. En el consumo de los referentes románticos conoce los cómos de la sub-ponderación, ha sido testigo informado de las violencias literarias sobre las poblaciones dominadas, al tiempo que el contacto directo con los territorios le permite advertir cómo las culturas que no cuentan con la primacía en la administración del referente han sido marcadas con una presupuesta imprudencia, cómo han sido imaginadas al amaño de la voz potente de lo identitario dispuesto por las escuelas europeas y cómo son sometidas por los denominados rigores sociales que mucho le deben a la jerarquización del mundo.

Isaacs ha entrado en contacto directo con aquellos panoramas donde la expresión de lo propio se ha usado a manera de indicio de lo que el amo lee como la condición infante en el manejo del sentido:

—No más bunde, dije a los negros aprovechándome de la última pausa.

—¿Le parece a su merced mal cantao?, preguntó Gregorio, que era el más comunicativo.

—No, hombre, muy triste.—¿la juga?—Lo que sea.

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—¡Alabao! Si cuando me cantan bien una juga y la baila con ese negro Mariugenia… créame su merced lo que le digo: hasta los ángeles del cielo zapatean con gana de bailala.

—Abra el ojo y cierre el pico, compae, dijo Laureán; ¿ya oyó?—¿Acaso soy sordo?—Bueno pué.—Vamo a velo, señó (Isaacs, 1986, p. 298).

Para ponderar la apuesta del caucano, es necesario pre-leer el

desafecto por la condición imberbe de Efraín; de tal manera, resulta urgente ubicarse ante la conciencia del autor de la caducidad de los honores de la vencida vanidad del amo. Isaacs muestra su personaje, en el retorno, absolutamente imbuido en el uso del adjetivo que su lugar de formación le ha tatuado. Al hablar de las prácticas, utiliza frecuentemente vocablos de la sub-ponderación: burdo, salvaje, brusco. El panorama que construye en el viaje a través del río Dagua es el de un entorno obligado con el hombre blanco, ardid que tiene mucho de aquello que en medio del universo de la hacienda puede ser leído como la conversión en joya de los primogénitos a través de la vivencia del riesgo.

La mirada del señoreo de Efraín determina las conmensuras y la voz es legada en cuestiones que por momentos parecen no tener nada que ver con encontrar la versión negra del entorno ni de sus sujetos. Más adelante, las interacciones de los mestizos con el joven blanco en la serpiente para ser caminada por las recuas, ratifican el aprecio que se supone obligado ante la superioridad. En todos los espacios, es el hijo del hacendado una prenda que debe ser llevada casi en andas, es el perfil del recomendado, el sujeto para ser merecido o aspirado. No obstante, en medio del azar de un viaje hacia lo póstumo, la preocupación de Efraín por la enfermedad de María no niega la posibilidad de expresar una voluntad de cronista por parte del enunciador en la sorpresa (primer paso del despertar que habrá de terminar con la dimensión modelar del Efraín en la obligación). El viaje de la enunciación en María se da al tiempo en el retorno y en el desmonte de un universo que la fusión-confusión entre la educación sentimental africana y la educación sentimental del señoreo ha determinado como particular y único. Los vínculos entre las imposiciones y la libertad natural han

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de mostrar al universo caucano como a un tinglado de lo falaz que ha empezado a arder ante nuevas legitimidades. La tristeza de Efraín, que viaja hacia la muerte de su perfil, construye una relación más que interesante con los detalles, lectura posible donde las jornadas sobre la corriente son casi una metáfora del existir más allá de la obligación, juego de imagen y representación que resultaría injusto confundir con las jornadas de un héroe griego sobre los lomos del Aqueronte.

7. CONCLUSIONES. SINCRONÍA, OPUESTOS Y COMPLETITUD

En María, la sincronía del relato sobre el negro en África y el hombre negro en América es un espacio de estudio donde quedan por hacer grandes hallazgos en aspectos como la transformación del carácter y el rasgo identitario de las músicas. Isaacs nos muestra la voluntad expresiva a través de las sonoridades en sus aplicaciones a las rutinas y a lo ritual; nos ubica la diferencia del Bambuk para lo sublime, las coplas para los caminos y el bunde para distraer o conjurar los peligros de un viaje que devora tanto al experto como al novato.

Isaacs dispone un macro-relato para la escucha: el del hombre y su entorno que se cuenta en la exuberancia de lo expuesto y en la seducción de lo que se asume cual motivación en la distancia.

Efraín intenta administrar adjetivamente un paisaje sonoro, sin importar si realmente aquel entorno es el que aprendió de sus padres a leer en asocio al concepto del temor que significa la idea de la verdad. La sub-ponderación de lo que el hábito enseña como ajeno no llega al dramático límite de silenciar las voces de su entorno. En María no es susceptible el enunciador a las demonizaciones que derivan en lo admisible del placer sólo en su asocio con la poética de lo único. Isaacs dispone ante la mirada de Efraín un universo alternativo para el ratificarse, mientras muestra cómo el ardid de la ratificación-burla puede ser cuestión administrada por el prevalecer del hombre afroamericano en la búsqueda del hacerse vital en las geografías, en la naturalidad del aprendizaje de las supervivencias que a los negros situados en las periferias les hace urgente la asociación con el hombre blanco, en la particularidad de la magia con que el negro viste, entre riesgos y peligros que reconectan a los viajantes con su fragilidad, el vínculo necesario con el sujeto que pasará de amo a convertirse en el futuro acicate de la prestación de servicios112 (sin olvidar las pretensiones de principalía, los hijos de la racialización habrán de aprender que las

112 Isaacs F. Holton (1970) contará en el siglo XIX las maneras de los bogas del río Dagua, sujetas al peaje y al cobro por sus servicios. El viajero extranjero cuenta que el importe por el viaje tenía un costo diferente en la orilla que a bordo; el importe variaba cuando las julianas se estrellaban contra los rápidos del río.

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voluntades se convertirían en una cuestión de pago y de gratitudes ahí donde los compromisos dependen de comportamientos dictados al amaño de lo prestacional).

Isaacs muestra al negro en el proceso de asumirse vital, le reconoce el saber específico que le transforma en urgente para los tránsitos previos a la construcción del ferrocarril del Pacífico y de la carretera Cali-Buenaventura. El negro americano, por fuera de las dinámicas de hacienda, cobra valor, pues encuentra dimensiones de lo ponderado en la comparación de sus prestezas con la inutilidad de los señoríos blancos. Las nuevas circunstancias de la expansión valúan sus presencias en la especificidad de saberes en relación con las cobardías de los nautas en recuas.

El proyecto de representación propuesto por Isaacs es violentado y naufraga en el mar de los desprecios. El valor que Isaacs le da a los acumulados del ser afroamericano se ha de negar en la construcción de un imaginario que liga al negro con las perezas. Violencia como semilla de una traza de identidad que bebió de todos los vicios-dinámicas de las forzadas versiones únicas; juego de efectos-desafectos que aprende de dramatismos y de estampas para las simpatías sub-ponderativas, mirada moldeada que avanza en la violencia de nuevas lecturas para el hábito, mientras se ahondan las sanciones racistas que alejan al negro del seno de las aguas. Imagen impuesta, marca de hierro de parte de los que no se iban a dejar arrancar la condición de administradores del mundo, lugar común para pauperizar que fue la leña de la sanción de lo sucio que cae sobre los nietos de África.

Isaacs muestra al sujeto en su reinvención antes del establecimiento de las lógicas del denominado triángulo de oro de la economía colombiana, lo muestra para el registro documental, para el destacamento del ser en relación con su particularidad, pues la carretera y su avance, sumado al silbante serpenteo del ferrocarril del Pacífico, convertirá al oficio de boga en cosa del olvido. De tal manera, una ficción novelar aleja el saber específico del negro del riesgo de ser catalogado como una cuestión de mera leyenda.

A pesar de la vergonzante lógica de nuestras imágenes de región, violentadas por Isaacs más allá que las mismas le utilicen como pretexto, los relatos de las canoas-ranchás, de los potrillos, de los

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canaletes, supervivirán en las versiones musicales de los negros rioseños, de los que resisten en medio de las profundidades, de los que son conocidos por el apelativo de tatabros y de los que no se extrañan cuando les llaman montunos; viajarán sus saberes, como piel, contenido y amarre entre generaciones; en coplas y cantos, continuarán su marcha hacia un destino natural; fluirán por un sendero distinto al asfalto de la carretera que pasa con premura por encima de lo que no sea ni tienta ni puerto; caminarán las composiciones de las veras del camino para alcanzar una ciudad negra y capital, impactarán la carta de orgullos de una población que, poco a poco, mastica las vergüenzas que no le permiten identificar los valores de las trazas que saltaron de cununao en cununao, de bordón a requinta, de platonera a platonera, de pregonero a pregonero, de labriego liberto a ciudadano obligado por los artefactos que siguen escupiendo fuego.

7.1. Pluma sujeta, libertad que se leería con el pasar de los años¡Libertad! Voz de género femenino que ha sido poco del porte de

la mujer. En María nos encontramos un interesante paralelo entre dos miradas a la mujer y dos miradas desde la mujer (aclarando que no resultan absolutas-complementarias en lo que se refiere al contenido). Las dos figuras —María y Nay— obedecen a las reglas de mundos construidos sobre lógicas masculinas. Las distancias están determinadas por el gesto y por el atrevimiento ante la acción. ¡Libre y Cautiva! Cuestión de conciencia y de arrojos. María está presa de sus obligaciones, de sus orígenes, de su cultura asumida, de su enfermedad, de su fe aprendida, de la confusión de no ser considerada en plenitud ni como hija adoptiva ni como prima. Nay está cautiva de sus sentimientos por un esclavo; sin embargo, es libre de elegirlo como el detonante de sus afectos. Ella es la seducción de la razón ante un padre gastado en la guerra. En su relato africano, la resolución del amor prohibido no es la misma que se asume en la tradición occidental, es aquella que derrota las circunstancias, es el afecto del vencedor que sólo necesita de sí para legitimarse. El proyecto de Nay es un proyecto africano, a pesar del uso del argumento gastado por el romanticismo europeo de la transformación del descastado en príncipe.

La valentía de Nay es un salto al rostro de la actitud pusilánime de

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los perfiles masculinos de la novela. La princesa africana es cautiva de la guerra y sus avatares, pero tiene el arrojo suficiente, el saber requerido, para embrujar a su amante e intentar salvarlo hasta de sus propios ímpetus. El sentir entre Nay y Sinar es el amor que se puede mirar como propuesta política de la hermandad entre los pueblos. La hija del guerrero falla en su empresa, el afán de venganza hace uso de mejores artificios de seducción. Sinar pide participar en la reyerta y merecer el honor de devorar corazones de hombres blancos, pero será el hombre blanco quien devoré su corazón susceptible a la sugestión.

Nay es una perseguida por la derrota, la traición no es en ella, pero es en derredor. Esa circunstancia dictamina la opción de medir la catadura de sus afectos: como figura principal en un mundo construido por belicismos de distinto porte, sustentado sobre el honor y la victoria, no arredra por la parcial invalidez en que la batalla sume a Sinar. Nay es la pareja que no entiende de limitaciones y es protectora en la conciencia de su superioridad.

La supremacía femenina determina una de las poéticas románticas de la obra de Isaacs: la enfermedad no es una razón para el desprecio, es uno de los pilares del afecto y de la esperanza.113

Por su parte, María está presa del silencio. Cautiverio que ella violenta con el gesto, con las escenificaciones florales de un amor que es devastador en la domesticación y en la captura del paisaje. La conversa es el símbolo del sentir vivificador, amor modelar que se expresa en la dimensión habitual de la cura o el placebo. En ella la resignación se da de acuerdo con las dimensiones que exige el contexto; como obligada ante la administración masculina del mundo, se acepta bajo la promesa de lo casto, se expresa en las fronteras de género que dicta la casa de hacienda, se asume en la maquilada pretensión de lo virginal que se viste de exotismos en el paralelismo de su frugalidad y la exuberancia de su entorno.

En María se expresan las versiones de maquila dispuestas para el

113 Cuestión bastante bien relatada, desde la ironía, por Benito Pérez Galdós (1878) en su pequeña novela Marianela, donde la enfermedad hace que un amor olvide sus condiciones platónicas, promesa que se incumple cuando la luz se ubica sobre la estampa negada por la oscuridad, en la violencia de un mundo del vínculo estereotipado que no se mide en actos cuando se trata de decir “las cosas son así”.

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futuro perfil de la mujer vallecaucana: los recorridos narrados con exactitud bajo techo, los espacios en la periferia de la estancia que no terminan de ser una extensión del hogar. Mientras tanto, se da, en la pusilanimidad de Efraín, el proyecto del hombre que no se asume presa de las sofisticaciones de la dominación; para él, la sugestión que deviene de la interpretación trascendental del mundo, el distraimiento y el aletargamiento disimulado en las misiones, las pruebas, los trofeos y los retos de honor.

El imberbe Efraín no cuenta más que con la posibilidad de enfrentarse a lo súbito en el cumplimiento de las obligaciones, mientras María recibe las licencias del ocultamiento de sus dimensiones particulares tras los velos de un silencio prudente. El escape a las imposiciones se da en el espacio para la sedición que significa el río. El correr de aguas, la gran serpiente de caudales, es el renglón de lo vedado.

Aquel que para Nay es consejero, para María es mensajero. Cabe recordar que las lecturas que le han ubicado una condición erótica a la novela se basan, en gran medida, en esa burla simbólica que hace María de las prudencias, de las correctas maneras que se identifican con la figura del hada pura (expresión usada por Virginia Woolf (1929) y retomada por Rosario Castellanos (2009) en el texto Mujer que sabe latín…) que corresponde a las muchachas cristianas.

El baño y su relación con las flores, las flores y sus acepciones pasionales, las florescencias y el testimonio de voluptuosidad, fueron las primeras carnes de la sospecha de la distancia de Isaacs del concepto de la inocencia por la inocencia. Hoy es posible adivinar en la obra de Isaacs un proyecto de representación de la figura de mujer que no se completó por la acumulación de ignorancias diversas.

Aura Rosa Afanador (2005) nos cita a Carlos E. Restrepo, en la conmemoración del centenario del poeta, cuando afirma: “Para asegurarnos que el nombre de Jorge Isaacs no será alimento del voraz olvido, me basta recordar que él fue el creador de una mujer, de un tipo de mujer eterna, que habrá de durar lo que dure entre nosotros el eterno femenino” (p. 17).

Mujer escénica que no corresponde sólo a María, sino que se expresa en Nay, mujer que en cada generación va ganando atrevimientos en medio de la obligación que significa América. Nay

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y María son relatadas a través de un entramado de relaciones que hoy luce imposible considerar gratuitas: Nay se cuenta desde la resolución y la valentía que es sometida por la brutalidad de los tratantes; María es determinada por el encriptar de sus deseos, en condición de conversa y adoptiva, ante la prohibición implícita, se decide por convertir sus sentimientos en dinámicas lúdicas que hacen posibles las palpitaciones por el origen que no se vencen en distraimientos.

En la correlación Nay-María es posible ver a un Isaacs consciente de la relación de los perfiles de mujer y de las lecturas al nivel del símbolo de los continentes: la madurez de Nay asociada a la antigüedad de la tierra del primer hombre, la adolescencia de María como distintivo de un mundo que se ha hecho llamar viejo y que actúa a capricho y con la torpeza propia de quien apenas ha empezado a contarse a la luz de los centrismos.

Isaacs no sólo relata las fachadas de los perfiles de mujer, dicha sanción se da en las lecturas poco informadas de su dimensión discursiva. Presuponer la superficialidad de la apuesta del caucano, en lo que respecta al género, significa profundos riesgos ante el hábito-desentendimiento, pues Isaacs exhibe en su voluntad de autor elementos precisos: la coquetería leída como único elemento del carácter de María es un atentado constante a los diversos valores de la novela, pues no permite encontrar el tenor de frescura y de inocencia de la niña-prometida, rasgo característico que es posible como relato por la frugalidad de una joven criada en un contexto vinculado a la ruralidad, pero que se puede intuir como dispositivo de camuflaje de una joven que, en medio de las imposiciones de la formación sentimental, encuentra senderos para la autodeterminación.

María representa a su contexto en la alegría negada por el mal que le mora, esa enfermedad que avanza más allá de los afectos, que ha de significar el desprecio de parte de la ciudad letrada.114 El país rentista, representado en Carlos, no se ve seducido por la figura de María más allá de la obligación ante la palabra del padre y de las transacciones

114 Algunos autores han visto en la economía y la fe los únicos vínculos de las provincias con la metrópoli, economía de la explotación y fe en la decisión central. De ahí el chascarrillo propio de las mentes esnobistas que creen que la máquina del tiempo es posible con sólo abandonar los linderos demarcados por calles y carreras: “El mundo cambió, hay que aprovechar que en las provincias no han tenido el tiempo de enterarse”.

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familiares que mucho tienen de trampas o componendas comerciales. El país sentido desde la tradición, representado por Efraín, cae seducido a los pies de María, pues los atrevimientos de esta nunca dejan de ser una cuestión doméstica.

Por su parte, Sinar es un perfil diferencial, pues la sofisticación de sus paradigmas está en el hallazgo de un padre en el perdón; la venganza como motivación es sometida a la obsolescencia que no termina por sellarse ante las cartas de culpas que acompañan la intervención del hombre blanco.

El señalamiento y la ponderación cambian dramáticamente de un territorio dominado a otro: María es la voluntad del ser construido para el disfrute exclusivo de la pareja, Nay es la razón motivadora de la voluntad de la pareja.

Isaacs muestra la imposibilidad de la ratificación particular, por encima del ellos y del ellas, en medio de la imposición de la idea de la versión única de Dios. La cárcel de los perfiles en María es la noción de la versión única del mundo, la carta plena de la dominación que termina por imponerse. Nay y María se encuentran en las circunstancias, en la conversión, en la legación del rol, en el presunto silenciamiento de pulsiones; como perfiles y proyectos cercenados, son en la renuncia que se expresa en la conversa-criolla como cuestión sostenida y en la conversa-cautiva como elemento de lo presto.

Nay y María como proyectos se vencen en la divinización del ser que busca convertirles en objetos de la veneración. Nay deja su historia, su verdadera historia ya fue vivida, ante lo impuesto se convierte en otra; al pasar a ser Feliciana es “salvada” de una existencia como concubina, pero se le niega la determinación de liberar su estirpe de la obligación del servicio. En la transformación, la negra juega un papel fundamental para que María sea, calcándose en ella, contándose en medio del silencio de una vida larga y en el sepelio solitario bajo el amparo de un samán; árbol más allá de lo genérico, árbol que será representación y metáfora del gigante que sostiene las ramas de su pueblo, de sus cortes, de sus guerreros y de sus sacrificios.

Las correlaciones entre Nay y María se dan desde las primeras líneas dispuestas para sus perfiles hasta las sombras que proyectan las no presencias de sus fantasmas; el paralelismo de sus cortejos fúnebres

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es evidente, construye la relación entre madre-hermanas, cuestión sugestiva a la luz de lo que significan las educaciones sentimentales de dos conversas que resisten en la profundidad de sus memorias, que se transforman en la motivación para el sentir y para el relato del sujeto que ha de ocupar el sitial astral en el universo simbólico de la hacienda vallecaucana.

En la ratificación de los patetismos ideológicos de la novela, la diferencia entre los perfiles femeninos genésicos y protagonistas se marca en lo que les supervive: de Nay un hijo que ha de enfrentarse a la confusión de sentirse solo ante las decisiones de su voluntad de ser;115 de María queda un fragmento de cabello que no alcanzará a servir de amarre de un mundo que aparenta derrumbarse.

En vida, Feliciana es en el afecto; la negra es en los juegos que María le propone a Juan, hermano menor de Efraín. Esa es la dimensión que conoce la niña de la maternidad: la compañía, el miñoco, el juego cómplice, el riesgo de la pérdida del afecto que se negocia en los besos que restituyen al mundo y a sus claves. María y Nay son ayas, diferentes en el origen, iguales en la práctica. No luce gratuito que el hijo de Feliciana y el hijo desde el simbolismo de María compartan el nombre.

Regresemos a dos perfiles que no se pueden apocar en Paúl y en los perfiles masculinos relatados en Atala, retomemos las sombras de Sinar y Efraín. Como caracteres poseen un elemento que es rasgo de identidad: la relación con la figura del padre. El uno con el ausente que obliga y otro con el presente que dictamina. La culpa ante los entes paternos tendrá su lugar y momento. En Sinar será asumido desde el silencio ante la memoria recuperada y el relevo que se da de la figura de autoridad que se expresa en Cristo. En Efraín se expresa en el no reproche a las decisiones del padre, rector del destino que se asume como culpable de la muerte de María, pues se considera artífice del silencio, sostenido epistolarmente ante los ojos de Efraín, de la enfermedad que aqueja a la amada.

115 Perfil que se hace mayor en la figura del esclavo del texto Camilo (Isaacs, 2007) que convierte a su antiguo amo en su patria. Reinvención de la sujeción, juego del honor que sabe construirse nuevos rostros y pretextos.

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Sinar soñará con reconstruir su pueblo, la oportunidad le será, más que negada, cercenada. Efraín no tendrá momento para el reclamo, su afán será por desandar el amor que ya no es posible; las dos historias de la versión propia castrada se glorifican en los lamentos por el vínculo imposible de los hacendados que se ve desplazado por el matrimonio naciente de los colonos montañeros: Braulio y Tránsito.

Nay y María pertenecen a dos dimensiones opuestas del viaje hacia el universo idílico de la hacienda vallecaucana, obligadas bajo distintos tenores realizan la inmersión en la provincia del honor fósil: una, en la renuncia de la fe de su sangre, necesaria para convertirse en un remedo de principalía donde la dote no eclipsa a la condición de subalterna; la otra, en la derrota de sus prestigios, convertida en la vencida parcial que juega a los camuflajes bajo una sumisión simulada que no extingue el deseo por el retorno y no alcanza los ímpetus necesarios para desencadenar las venganzas.

7.2. Consideraciones finales. Nay, los derroteros de una invisible imposible

Los detalles del transcurrir de Nay se cuentan en diferentes escenarios, la relación con la geografía de los pueblos africanos relatados está delimitada por los nombres de los ríos y de los territorios de acuerdo al dominio de las etnias. Es posible establecer coordenadas que nos llevarían a significar estudios muy interesantes de ver en tanto a costumbres y a cosmogonías. En la figura de Nay hay indicios de más (todos identificables con el vehículo de la oralidad de los desarraigados):• El sacrificio de los esclavos para satisfacer las demandas del río.

Administración institucional de la violencia que establece una axiología entre el honor y el delito.

• Las pugnas entre los clanes que obedecen a historicidades trazables. Disputas territoriales, tensiones de referencia que sirven para desmontar los acumulados que visten de lógica a los odios diversos.

• Las asociaciones entre los pueblos, derivadas de los relatos míticos que les obligaban al vínculo. La hermandad que obedece a un sustrato mito poético.

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• La figura ritual del árbol del Baobab, que no debe ser aprendido como una mera utilería de los exotismos ni como un aditamento de lo relatado sin comprensión.

• Los celos entre los nobles que siguen claves escénicas particulares y que se cuentan en rituales que evidencian orígenes, gestos específicos y tradiciones.

• Las estampas militares como síntoma de los modelos económicos que determinan a la región, que asumidos cual tendencias nos brindan un espacio-tiempo hecho de rostros y de fachadas.

• Las claves de un mercado sustentado en el canje, la extracción y el comercio de esclavos. La milimétrica lectura de la captura nos prenda con la opción de la historia de los artefactos como certeza en el inmenso relato de la historia de los desafectos.

• El símbolo de la serpiente y sus valores distintivos ante las miradas polutas por las lógicas de las cortes. Planteamos la cuestión de las diversas opciones de caracterización

de las poblaciones relatadas, pero no la desarrollamos por considerar que es velada a nuestros acervos temáticos. De tal manera, desviamos nuestra atención por cercanías, pues nos seduce el retrato general que el autor hace de las rutinas del mercado esclavista que corresponden a nuestras latitudes, puerto de arribo y puerta de entrada al teatro de la explotación: Cuba, el Chocó, el Gran Cauca. Fases de un viaje que tienen que ver con el desarrollo de las economías: la de arribo, la minera y la agropecuaria.

Isaacs nos muestra un panorama determinado por las rutas y las dinámicas del contrabando, la relatividad de la ley y la ambición.116

En la disputa que hace el padre de Efraín al norteamericano por la potestad y el dominio de la negra, se encuentran dos dimensiones de la comprensión del mundo: el construido desde lo prestacional y el que se debe a la legitimidad del derecho; el prestacional que deshumaniza a aquel que no tenga con que granjearse el respeto y el asociado al discurso axiológico del ser ligado a la ley que depende de la voluntad de las autoridades trasformada en presencia y en acción.

En la tensión entre estos mundos del símbolo y de lo concreto,

116 Leer María de Jorge Isaacs: La otra geografía, incluido en la revista Poligramas en su edición número 25.

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reitero un aspecto que construye el ethos de honestidad del señor que se debe a la tierra, que edifica el concepto de justicia como traje de prestigio de aquel que busca ratificar su conversión: el gesto de entregar la carta de libertad a la futura Feliciana. El padre de Efraín restituye la voluntad de la ley, mientras el hombre movido por el deseo, el marchante, ha de verse como un elemento propio de las nuevas avanzadas sobre el territorio norteamericano, símbolo-referente del desarrollo político de los nuevos poderes expansionistas, correlato de las ofensivas sustentadas en la especulación, en la expansión de fronteras y en la licencia de la violencia plena que ha de orlar a la figura del peregrino.

La prenda de la libertad llega de la mano de una pequeña, la conversa Esther reclama con afecto a Nay para el mundo que les ha de ser impuesto: el doméstico. Esa presencia del infante es muy importante para la historia, pues la mirada que da Isaacs de África es en gran medida la que se hace desde un niño interior.

El relator, Efraín, ha conocido las historias de lejanías siendo un infante proclive a la fascinación y a la sugestión, dispuesto a enamorarse de la voluntad de contar de aquella que está para su servicio y se presenta en condición de antigua princesa. Isaacs es el niño dispuesto a vestirse de suspiro al frente de esa que habla de mundos sustentados en el lujo de una cultura mayor, es el pequeño que confiesa haberse sorprendido hecho de sueños en medio de un universo que no conoce de lo mínimo, es el sujeto de la ensoñación que se reconoce caminando un mundo imaginado de la mano de la exageración propia de las abundancias presupuestas, es la sugestión infante que se recuerda ante cuentos de cuna que hacen reñir al inocente interior con la vanidad posible de su tiempo de la enunciación, es el autor sentimental que actúa desestabilizando al imperio de la exclusiva valía de las riquezas objetivas.

Isaacs dispone una narración donde los lectores aprenden al amo como a un ser que es incólume a las sugestiones como proyecto político asociado a la reivindicación de los sometidos. La autoría del caucano se construye bajo un tono de lo superpuesto donde las claves no advertidas más allá de la fachada de la narración, para el principal, deben resultar, más que simples, inocentes, por la imposibilidad de los

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afanes restaurativos y justicieros sembrados en el alma de la novela. Se borda gran parte de aquella fachada del relato de exotismos, de aperos y atavíos, que no son definidos por las culpabilidades habituales; se hace la piel de la novela de una mirada que se deja rebosar por la fascinación nacida de la magia de los espacios de lo desconocido y por la acción salvaje de una geografía determinada por la convulsión de la guerra.

El espacio relatado al oído del pequeño Efraín es un universo de lo idílico castrado donde en medio de las agresiones entre los pueblos es posible el compartir de ilusiones. Efraín aprende algunas de las claves del amor en aquel relato de la negra, en aquellas re-elaboraciones que se construyen de la consagración y de la añoranza por la pareja; por eso, es inexacto legar la totalidad de la voluntad expresiva de Isaacs a la conciencia de las formas de la escuela estética del romanticismo. La historia de amor con que se regala Efraín tiene mucho de la derrota de los imposibles aprendida de la esclava africana. La distribución de los roles y de los momentos, en lo que a lo aspirado se refiere, son fáciles de organizar: Nay es la educación sentimental; María es el examen de lo aprendido. Una mujer cumple la función constitutiva, la otra ratifica el carácter de lo que se construyó no exclusivamente bajo la influencia del padre.

Nay nunca dejó de ser, simplemente se camufló en una construcción llamada Feliciana, cuyo nombre resulta más que sugestivo, pues es bien conocida la obligación de la felicidad resignada, la misma que posee mucho de simulacro, si se mira desde la perspectiva del sujeto consciente de que la palabra es resistencia. Nay se escondió bajo techos que no reconocía como suyos, se encargó de las rutinas propias del ver crecer, se hincó ante la domesticación para apropiarse de la voz junto a la cuna. En cantos, en fábulas, en recuerdos puros, ganó el espacio que le permitiría volver a ser a placer en el imaginario de un niño. Nay, en descripciones exactas, se divinizó, construyó panteones de leyenda a los cuerpos insepultos de sus afectos y de sus divinidades, talló sus pervivencias sobre la gran capacidad de sublimar con la que cuenta un hombre sensible.

Nay y María no se conciben hoy con las distancias que hay físicamente entre el balcón de la madre y el lecho sencillo en la agonía;

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sus figuras se funden en las oposiciones: una fue princesa; otra no alcanzó a serlo.

María era la voz para establecer la medida de Efraín; Nay, el arrullo, la vianda, la compañía que le hizo posible. Feliciana lleva de la mano a Efraín hasta en la extensión de su ser: Juan. Ella, en la voz de su hijo, guarda la esperanza del retorno que se expresa en el pedido a Efraín para que le lleve en el viaje con él; María es la mano afecta sobre la cabeza de quien asegura la continuidad de las estirpes, de quien refuerza la moldura angélica que sirvió de parapeto del afecto a los principales: Juan.

María y Nay, a ellas un entierro solitario. En el sepelio de Nay, la tumba a la memoria de África; en el cortejo de María, el incendio final del universo idílico de la hacienda vallecaucana. El punto de retorno es compartido, a pesar de poseer tan distante referencialidad de sus geografías de partida: Nay fenece donde María nace. Nay es aquella que aprende la infancia de los blancos en esa pequeña que porta su carta de libertad, mientras María es esa madre aya que hubo de aprender una colección de mundos que no necesitó comprender ajenos.

La inspiración de la novela es la inquietud para revivir en el recuerdo, la pulsión por volver a ser, volver a dictarse desde los enamorados optimismos de un abrazo previo a la noche eterna edificada por los relatos de la lejana África, por el hijo del captor que es cautivo en los sueños de palacios de oro adosados con músicas deliciosas. El ser o deber ser de la novela, tras la conciencia del agotamiento de las lecturas habituales, renace en una noche que niega las sombras como las concebimos tras las imposiciones europeas, pues el ave negra sobre sus letras desplegó con naturalidad las alas.

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Este libro se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2012

en la Unidad Gráfica de la Facultad de Humanidades

de la Universidad del Valle