21
EL PROTOCOLO OVERLORD MARK WALDEN

MARK WALDEN EL PROTOCOLO OVERLORD · 11 La onda expansiva de la explosión lanzó a Otto dando tumbos incontrolados por el aire. Oía su respiración, acelerada por el pánico, retumbar

Embed Size (px)

Citation preview

E L P R O T O C O L OO V E R L O R D

M A R K W A L D E N

1 1

La onda expansiva de la explosión lanzó a Otto dandotumbos incontrolados por el aire. Oía su respiración,

acelerada por el pánico, retumbar de pronto dentro de sucasco. Las estrellas del cielo nocturno giraban como locas yenormes cascotes ardiendo pasaban silbando a una distan-cia tan próxima que hubiera podido tocarlos. Se esforzópor recordar lo que había aprendido durante su entrena-miento e intentó controlar la caída en picado de su cuerpopara salir de la espiral caótica en la que se había visto meti-do. Poco a poco pudo dominar los tumbos que iba dando yahora seguía cayendo, pero, eso sí, de una forma un pocomás controlada. Consultó las cifras de color verde claro quele mostraba el visualizador de su casco. Estaba cayendo de-masiado deprisa. Tenía que frenar un poco el descenso ono llegaría vivo al suelo. Abrió los brazos y las piernas paraque su cuerpo actuara a modo de freno aerodinámico y re-dujera su velocidad.

—Veinte mil pies —dijo en sus oídos una aguda vozelectrónica—. Velocidad de descenso por encima de los pa-rámetros aceptables.

Allá abajo no se veía más que oscuridad. Sabía que elblanco estaba allí, en alguna parte, pero sin luz y sin nin-gún hito visible que le permitiera orientarse, lo único quepodía hacer era confiar en que los números del GPS que lemostraba el visualizador fueran correctos y pudiera utilizar-los para encontrar el punto de aterrizaje con precisión.

—Quince mil pies —dijo la voz con la misma calmade antes.

El cerebro de Otto convirtió inmediatamente el tiem-po que había transcurrido entre los avisos en un cálculoexacto de la velocidad a la que estaba cayendo. Demasiadodeprisa todavía.

No sabía si alguien más había sobrevivido a la explo-sión. Todo estaba demasiado oscuro para ver si estaba solo.No era únicamente la gélida temperatura del aire a esas al-titudes lo que hizo que un escalofrío le recorriera la colum-na vertebral. Era muy posible que estuviera solo y dudabamucho que pudiera cumplir su misión sin ayuda.

—Diez mil pies.La pausada voz volvió a informarle sobre la increíble

velocidad de su descenso y Otto empezó a sentirse invadi-do por una ligera sensación de pánico. Seguía sin ver señalalguna del blanco; los números que le mostraba el visuali-zador parecían correctos, pero no había ninguna referenciavisual que los confirmara. De pronto, en el centro del vi-sualizador apareció una cruz verde. Los sistemas de navega-ción del equipo habían determinado que aquel era el punto

1 2

donde debía tomar tierra. Otto rogó al cielo para que laelección fuera correcta. Si la cuidadosa calibración de losinstrumentos se había visto afectada por los tremendos acon-tecimientos de los últimos minutos, si el blanco se habíadesviado aunque solo fuera uno o dos metros, entonces,realmente, la rapidez a la que estaba aterrizando sería muy,pero que muy terminal.

—Cinco mil pies.La cruz verde aumentaba y aumentaba. Otto hizo pe-

queñas correcciones en la posición de su cuerpo para in-tentar que la señal se mantuviera en el centro. No podíapermitirse el más mínimo fallo. El viento seguía rugiendoal pasar a su lado, como si quisiera absorberle hacia elsuelo.

—Cuatro mil pies.Ya estaba en las fases finales del descenso. Todos los co-

nocimientos que acababa de adquirir sobre cómo se debíaejecutar un salto como aquel parecían no tener nada quever con aquella experiencia aterradora.

—Tres mil pies.El blanco seguía centrado en el visualizador y crecía a

cada instante. El plan tenía que funcionar, se dijo Otto: nohabía otra opción. Lo que estaba haciendo era demencial,por supuesto, pero de ninguna manera iba a permitir quela persona responsable de los acontecimientos ocurridos enlas últimas veinticuatro horas se saliera con la suya.

—Dos mil pies.En alguna parte allá abajo estaba el hombre que tenía

la culpa de todo.—Mil pies.

1 3

En alguna parte allá abajo estaba el hombre que Ottotenía que encontrar.

—Quinientos pies.En alguna parte allá abajo estaba el hombre que había

matado a Wing.—Cuatrocientos, trescientos, doscientos, cien.Otto cerró los ojos.—Cero.

1 4

C a p í t u l o 1Dos semanas antes

Nero caminaba por la calle hacia el Teatro de la Ópera.No le hacía ninguna gracia haber dejado desatendida

la escuela, y menos aún tener que asistir a una de las perió-dicas reuniones del Consejo General del SICO, pero com-prendía que era un mal necesario. El Número Uno habíaenviado su acostumbrada invitación a la élite de los malhe-chores del mundo para una de sus habituales juntas y sabíaque podría resultar un fatal error no asistir sin una razónde peso.

Al aproximarse al gran edificio, pasó de largo ante lapuerta de entrada y se dirigió a un callejón que se desviabaa un costado. Cuando llegó a la entrada de artistas, com-probó divertido que incluso los callejones de Viena estabaninmaculadamente limpios.

El conserje, un hombre entrado en años que estaba sen-tado ante una mesa leyendo el periódico de la mañana, le-vantó la mirada cuando entró Nero.

1 5

—Lo siento, señor, pero solo están autorizados a pasarlos artistas y la gente de producción —dijo metiendo unamano debajo de la mesa.

—No se preocupe —replicó Nero al advertir el sutilcambio de expresión en la cara del viejo—. He venido alensayo general.

—¿Al ensayo general, señor? —repitió el conserje mi-rándole atentamente.

—Sí, creo que hoy es el día del ensayo general de Faus-to y no quisiera perdérmelo.

La mano del conserje salió de debajo de la mesa.—Por supuesto, señor. Los intérpretes ya están aquí. Si

tiene la bondad de seguirme...Se puso en pie e hizo un gesto a Nero para que le si-

guiera por el corredor que conducía a las sombrías estan-cias traseras. Nero miró con interés el atrezo y los decora-dos que había amontonados por todos los rincones, comosi fueran reliquias de pasadas funciones.

El viejo le siguió conduciendo por un laberinto de de-corados desechados hasta que se detuvo delante de un pa-nel sobre el que se veía la imagen pintada del foso de uncastillo atravesado por un puente levadizo de hierro oxida-do. Deslizó a un lado el panel para dejar al descubierto unapared con una sólida puerta de madera. Abrió la puertacon llave y se hizo a un lado.

—Pase, señor. Le están esperando dentro.Nero abrió del todo la puerta y penetró en un pequeño

ascensor con paredes de acero y sin ningún cuadro de man-dos visible. La puerta se cerró a su espalda y una suave vozelectrónica resonó en el ascensor.

1 6

—Por favor, no se mueva mientras tiene lugar la con-firmación de su identidad.

Un breve flas de una brillante luz blanca obligó a Neroa cerrar los ojos para borrar los puntos que de pronto flota-ban en su campo de visión.

—Realizado el escáner retinal. Bienvenido, doctor Nero.Nero se había preguntado en más de una ocasión cuán-

tas bases secretas como aquella poseería el SICO en el mun-do. Sabía que nunca había acudido dos veces a la misma.También se había preguntado si quizá se usaran una sola vezpara ser luego destruidas. Desde luego, sería un derrocheabsurdo utilizar una instalación como esa una sola vez paraluego demolerla, pero si había algo de lo que el SICO noandaba escaso era de dinero.

Las puertas del ascensor se abrieron en silencio y Neroentró en otro pasillo con paredes de acero que acababa endos grandes puertas de cristal opaco. El logotipo del SICO,el Sindicato Internacional del Crimen Organizado, que re-presentaba un globo terráqueo golpeado por un puño, sehallaba grabado en el cristal.

Nero recorrió el pasillo, y sus pasos resonaron contra lasparedes metálicas. Las puertas de cristal se abrieron con unsilbido al aproximarse a ellas y entonces oyó varias vocesconocidas en animada conversación. Una de ellas se alzabapor encima de las otras:

—...por última vez. Le dije que yo no tolero la incom-petencia en mi organización y ordené que le echaran. Des-graciadamente, estábamos a diez mil metros de altura.

Nero sonrió al escuchar aquella voz profunda conacento ruso y la carcajada general que la siguió. Pertenecía

1 7

a uno de sus amigos más antiguos, si es que tal cosa existíaen el traicionero mundo que habitaban los reunidos enaquella habitación. A su entrada, varias caras conocidas sevolvieron hacia él.

—¡Nero! Empezábamos a pensar que no vendrías.La voz pertenecía a Gregori Leonov, uno de los miem-

bros del Consejo General del SICO que había sobrevividomás tiempo y un fiel servidor del Número Uno casi desdela creación de la organización. Físicamente era como unamontaña y llevaba la cabeza rapada al cero. Se levantó parair al encuentro de Nero y le cogió firmemente por los hom-bros antes de besarle en las dos mejillas.

—¿Cómo estás, amigo mío? Hace demasiado tiempoque no nos vemos. Supongo que esos granujillas que ins-truyes te tienen muy ocupado, ¿eh?

—Yo también me alegro de verte, Gregori —replicóNero sonriendo—. Y sí, HIVE me sigue teniendo muyocupado.

—Claro que sí. Tú tienes mucha más paciencia que yo,Max. A mí esos chicos me hubieran matado de un ataquede nervios hace mucho tiempo. Pero desde que vi cómo ha-bía cambiado mi hijo cuando volvió de tu escuela, piensoque debes tener el don de hacer milagros.

—Yuri ha sido uno de mis mejores alumnos, Gregori,ya lo sabes.

En realidad, el hijo de Gregori había planteado a Nerouno de los desafíos educativos más difíciles de su vida. Des-de su ingreso en HIVE se había negado a aceptar que iba aquedarse en la escuela hasta que se completara su instruc-ción. Nero había reconocido inmediatamente en él a un

1 8

crío acostumbrado a tener lo que le daba la gana desde sumás tierna infancia y supo que iba a ser una labor muy ar-dua convertirle en el digno heredero de uno de sus mejoresamigos, así como uno de los hombres más poderosos delSICO. La labor había consistido en canalizar esa ira rebel-de en direcciones más productivas, pero sin eliminarla deltodo. Al fin y al cabo, el objetivo de HIVE no era lograrciudadanos modelo.

—Eres demasiado amable, Max. Era un monstruo cuan-do le mandé a HIVE, pero ahora es uno de mis mejores ymás leales ayudantes. Fíjate, la semana pasada fue el cabe-cilla de un fantástico atraco a un tren cargado de oro en lamadre patria. No hubo bajas, el grupo escapó con el botíny varios de los hombres más experimentados que tenía a sucargo dijeron que todo se debió a su liderazgo. Como tedigo, un milagro. Y ahora ya tengo dinero suficiente paracomprarme uno de esos equipos de fútbol ingleses que hoyen día parecen tener todos los miembros del SICO.

—Me alegra que estés contento con los resultados —con-testó Nero sonriendo. Siempre era una satisfacción conocerlas hazañas realizadas por sus antiguos alumnos.

De pronto, un pitido suave pero persistente surgió de laconsola que se hallaba en el centro de la mesa de conferen-cias, y todos los miembros del Consejo General se apresura-ron a tomar asiento. Mientras los superdelincuentes se ibanacomodando en sus sitios, Nero se alegró de comprobar quebuena parte de los doce miembros que habían asistido a laanterior junta también estaban presentes ese día. Una des-afortunada consecuencia del trabajo que habían elegido eraque de vez en cuando uno de ellos era sustituido en aquellas

1 9

reuniones por una cara nueva y a menudo desconocida. Unoshabían sido detenidos y encarcelados, otros habían muertoen el cumplimiento de su deber, otros eran víctimas de suspropias fechorías y otros eran reemplazados de una forma«más activa» por algún recién llegado. Los más infortunadoseran los que habían disgustado al Número Uno, el jefe abso-luto del SICO, y era preferible no imaginar su destino.

Pero había un miembro del consejo que Nero no se ale-gró de ver, un hombre que se estaba convirtiendo para él enuna espina que cada vez tenía más clavada. Estaba sentadoal otro lado de la mesa, frente a él, con el rostro oculto poruna satinada máscara ovalada de cristal negro. Se llamabaCypher y en los últimos años era como si su mayor empe-ño fuera socavar con insidias la credibilidad tanto de HIVEcomo del propio Nero. No era corriente que el Número Unopermitiera que uno de sus directivos ocultara su identidada los miembros del consejo, pero en el caso de Cypher pare-cía dispuesto a hacer una excepción. En parte, probable-mente se debía a que su historial desde que ingresó en elSICO había sido ejemplar. Era un genio de la técnica, y suscomplejos y astutos planes habían reportado enormes bene-ficios en dinero y en poder. A Nero le resultaba enervantever un reflejo distorsionado de su propio rostro en aquelcristal negro. Sin duda, Cypher tendría mucho que decirsobre los últimos acontecimientos ocurridos en la escuela*.

Las cabezas de todos los miembros del consejo se vol-vieron a la vez cuando una gran pantalla descendió desde el

2 0

* Dichos acontecimientos se narran en la novela HIVE. Escuela de mal-hechores, publicada en esta misma colección.

techo a la cabecera de la mesa. Tras un leve parpadeo, seencendió y, como de costumbre, apareció en ella la figurasilueteada del Número Uno. Era imposible distinguir susfacciones, solo se veía la vaga y enigmática figura a la quetodos los reunidos habían jurado inquebrantable lealtad.

—Me alegro de saludarles, señoras y señores. Me com-place ver que todos han podido acudir —dijo con una vozque no dejaba traslucir el más leve acento. Nunca habíaasistido en persona a una de esas reuniones y no había ra-zones para pensar que aquella sería la primera vez—. Heestudiado todos sus informes preliminares y es para mí unplacer comunicarles que, en general, estoy satisfecho consu actuación desde nuestra última junta. Ha habido un parde desgraciados incidentes, pero ninguno que ponga en pe-ligro la supervivencia de nuestra organización.

Nero estaba seguro de que el hecho de que HIVE hu-biera estado a punto de ser destruido por la planta mutantecreada por el alumno Darkdoom era uno de aquellos «des-graciados incidentes» y no le apetecía en absoluto que serecordara precisamente allí. No era prudente mostrar elmenor signo de debilidad ante aquellos hombres y muje-res, del mismo modo que nunca es prudente ser el más len-to de los antílopes cuando un león sale de caza.

—También he revisado sus propuestas preliminares paranuevas iniciativas en los próximos meses y me agrada lo quehe visto. No obstante, hay un par de preguntas concretaspara las que quisiera obtener respuesta.

Cuando el Número Uno dijo esto último, Nero detec-tó un sutil cambio en el ambiente que reinaba en la mesa.Aunque los miembros del consejo tenían relativamente mano

2 1

libre en la gestión de sus operaciones diarias, se solicitabaque todos presentaran al Número Uno sus proyectos demayor alcance. Todos sabían que el Número Uno tenía lamisteriosa habilidad de descubrir cualquier error en aque-llos proyectos y nadie quería que el más cuidado de sus pla-nes acabara hecho pedazos delante de los demás miembrosdel consejo.

—Señora Mortis, he estado repasando su proyecto parautilizar tiburones controlados cibernéticamente como mé-todo indetectable de asesinato. Tiene puntos interesantes,pero no puedo dejar de preguntarme qué se supone que ha-bría que hacer si el presunto objetivo no sale a nadar al mar.

La señora Mortis se removió incómoda en su asiento.Era una mujer delgadísima, con el pelo tan estirado haciaatrás que más parecía un método de tortura que un peinado.

—Tampoco he podido desprenderme de la sensación deque, tras una eliminación exitosa, cualquier subsiguiente uti-lización de dichos animales atraería una atención no desea-da. Ya conocerá el dicho: «Un ataque de un tiburón es uninfortunado accidente, dos ataques son una conspiración».

—Se incluían planes para el empleo de otros animales,pero... —protestó sin mucho convencimiento la señoraMortis.

—Sí, también los he repasado. Me temo que un súbi-to incremento del número de ataques de animales salvajesa nuestros enemigos también atraería una atención no de-seada.

La reunión continuó en la misma línea. Cada uno delos presentes detalló los éxitos y fracasos de sus respectivasorganizaciones en los últimos meses. Pronto le llegó a Nero

2 2

el turno de informar sobre la situación de HIVE. Mencio-nó el número de nuevos alumnos que habían ingresado enla escuela y los diversos éxitos conseguidos por sus gradua-dos. Había decidido no entrar en más detalles respecto alos últimos acontecimientos, pues sabía perfectamente quelos demás malhechores allí reunidos habían leído el infor-me que había presentado al consejo explicando lo acaecidotras la creación y definitiva destrucción de la monstruosaplanta mutante. Esperaba que los demás miembros del con-sejo lo estimaran suficiente, pero, cuando completó el in-forme con un resumen de las reparaciones que habían sidonecesarias, fue interrumpido.

—Perdona, Nero, pero creo que todos nos merecemosuna explicación más amplia acerca de cómo pudiste per-mitir que semejante monstruo estuviera a punto de borrarde un plumazo a toda una generación de futuros agentesdel SICO —dijo Cypher fríamente.

—El informe que presenté contiene todos los detallesnecesarios, Cypher —replicó Nero. Se esperaba aquello.

—Sí, es muy revelador. Lo que a mí me demostró fueque tal vez sea hora de poner la dirección de HIVE en unasmanos más capacitadas o de considerar quizás que la escue-la ha dejado de ser útil para nuestra organización.

Nero hubiera jurado que en la voz de Cypher se detec-taba una sombra de petulante satisfacción.

—La escuela lleva muchos años preparando a futurosagentes del SICO sin que nada de esto hubiera sucedidoantes —repuso Nero intentando que no se le notara su irri-tación. Cypher había dejado claro en numerosas ocasionesque no apoyaba la escuela—. No veo motivo alguno para

2 3

reaccionar de forma tan exagerada frente a lo que no ha sidomás que un triste pero imprevisible accidente —apostilló.

—Igual que el accidente que hace una década obligó acambiar la escuela de lugar, supongo —dijo Cypher—. Unaccidente que costó varios billones de dólares rectificar yque estuvo a punto de desembocar en el descubrimientodel complejo por, al menos, una agencia de seguridad. Si aeso se añade la factura por las reparaciones necesarias tras elreciente fiasco, resulta que HIVE se está convirtiendo enun lujo muy caro, ¿no te parece, doctor?

—A lo mejor preferirías que dejáramos la formaciónde los futuros miembros de este consejo en manos de de-lincuentes comunes. Porque eso es lo que ocurriría si noexistiera HIVE.

—Mi querido doctor —ahora el sarcasmo de Cypherera inconfundible—, nuestra organización existía muchoantes que tu amada escuela. ¿Estás insinuando que esteconsejo es incapaz de asegurar su propia supervivencia enel futuro?

Nero estaba acostumbrado a esa esgrima verbal entre ély Cypher, pero esto ya era pasarse de la raya.

—No me cabe la menor duda de que esta organizaciónsobreviviría sin HIVE, Cypher, ¿pero tendría tanto éxitosin la preparación que los futuros agentes reciben en mi es-cuela?

—¿Tu escuela, Nero? Tenía la impresión de que la es-cuela era del SICO, no tuya.

—¡Basta! —atajó el Número Uno—. Estoy harto deverles pelearse como niños pequeños. El SICO sigue nece-sitando HIVE, pero he dejado meridianamente claro al

2 4

doctor Nero que no toleraré más incidentes de esa índoleen la escuela. Y se acabó la discusión. A no ser que ustedopine que no estoy llevando este asunto de la forma correc-ta, Cypher.

—No, señor. Como siempre, la decisión final le corres-ponde a usted.

A pesar de todos sus éxitos recientes, Cypher no era tanidiota como para cuestionar abiertamente las decisiones delNúmero Uno.

Nero había sido un colaborador leal del SICO durantemás años de los que podría contar, pero ahora, por primeravez, estaba empezando a tener sus dudas sobre la direcciónque estaba tomando la organización. Cypher no era másque el paradigma de una nueva casta de malhechores quede pronto estaban engrosando las filas del SICO. Estos úl-timos miembros parecían desprovistos de la finura y la ele-gancia de la generación anterior. Con demasiada frecuen-cia, la respuesta a sus problemas consistía en la violencia yel caos. No siempre había sido así. Nero siempre había ad-mirado la forma en que el Número Uno controlaba los exce-sos más homicidas de los miembros del consejo. Esa discipli-na era lo que había impedido que el SICO se convirtiera enotro cartel criminal sediento de sangre, pero, en los últimosmeses, su autoridad sobre los miembros del consejo parecíaestar debilitándose. No, se corrigió mentalmente a sí mismo,lo que más le preocupaba no era que la autoridad del Nú-mero Uno sobre el consejo se estuviera debilitando, sino queesa autoridad se estuviera relajando de forma deliberada.

—¿Algún otro punto que tratar? —preguntó el Núme-ro Uno al acercarse el cierre de la reunión.

2 5

Ninguno de los superdelincuentes presentes parecía te-ner nada que añadir.

—Muy bien —continuó la borrosa figura—. Los veréa todos dentro de seis meses. Hasta entonces... El que gol-pea primero...

—El que golpea primero... —se despidieron los miem-bros del consejo repitiendo su lema, como era tradicionalal final de sus juntas.

La pantalla se apagó y su audiencia con el Número Unoterminó tan rápidamente como había empezado.

Nero se levantó de su silla cuando Gregori se le aproxi-mó. En la cara del gigante ruso se leía su irritación.

—Eso era innecesario —dijo en voz baja mirando aCypher, que ahora hablaba en susurros con el barón VonSturm en el otro extremo de la sala.

—Sí, pero no inesperado —repuso Nero—. Cypherjamás desaprovecharía una oportunidad de criticarme enpúblico.

—Es posible, mi querido amigo, pero no tienes porqué preocuparte. El consejo sabe lo bien que llevas la es-cuela. Nadie hace caso de sus mentiras.

—Tú no te las crees, Gregori, pero otros sí las creerán.En el otro extremo de la sala, Cypher seguía hablando

con el barón. No cabía duda de cuál era el tema de la con-versación.

Mientras se alejaba del Teatro de la Ópera, Nero refle-xionó sobre cuanto había sucedido en la reunión. El ataquede Cypher era previsible, pero no podía evitar que le preo-

2 6

cupara lo directo que se había mostrado su adversario en-mascarado. Hubo un tiempo en que no se habría atrevidoa cuestionar tan abiertamente su autoridad en una reunióndel consejo, pero, al parecer, ahora no tenía reparos en ha-cerlo. Nero siempre había desaprobado la hostilidad entrelos miembros del consejo. Había visto demasiadas vecescómo una discusión menor derivaba en peligrosas y san-grientas peleas, pero la posibilidad de que se produjera unenfrentamiento abierto entre los dos parecía más y más ine-vitable cada vez que se veían.

Mientras seguía andando, comenzó a sentir una cre-ciente sensación de inquietud. Todos los malhechores quehabían sobrevivido tanto tiempo como él desarrollaban unsexto sentido que les advertía de los peligros, y hacía tiempoque Nero había aprendido a hacerle caso. Aminoró la mar-cha y se detuvo a contemplar el escaparate de una de las lu-josas tiendas que había en la calle. En la acera de enfrente,claramente reflejados en el cristal, dos hombres intentabanpasar desapercibidos. Le estaban siguiendo.

Se puso de nuevo en marcha, ahora plenamente cons-ciente de sus dos molestos acompañantes. Continuó calleabajo hasta llegar a un tranquilo callejón y rápidamente en-tró en él. Era un callejón sin salida, tal como había espera-do. A su espalda oyó el ruido de los pasos de los dos hom-bres que entraban en el oscuro callejón. Aflojó la marchadeliberadamente y oyó que sus perseguidores se le aproxi-maban.

—¡Quieto! —dijo uno de ellos.Ahora estaban ya a unos metros de él. Hizo lo que le

ordenaban y se volvió muy despacio para plantar cara a los

2 7

dos hombres, uno de los cuales le apuntaba con un pisto-lón provisto de un bulboso silenciador.

—Eso no es necesario —dijo con tranquilidad—. ¿Porqué no charlamos un rato?

—Cállese —replicó el que le apuntaba—. No hay nadade que hablar. Deme el amuleto —ordenó extendiendo laotra mano.

—¿Qué amuleto? Perdone, pero no sé de qué me estáhablando.

Sabía perfectamente de qué le estaban hablando, perolo que tenía que averiguar era cómo se habían enteradoellos.

—Sabemos que lo tiene. ¡O nos lo da por las buenas ose lo arrancaremos por las malas! —el pistolero puntualizósu amenaza amartillando el arma.

—Caballeros —dijo Nero con toda la calma—, todosy cada uno de nosotros tomamos decisiones en el curso denuestras vidas, unas buenas y otras malas. Pero ustedes, almenos, tienen el dudoso placer de saber que esta es la peorque han tomado en su vida. Natalia...

Fue como si la estrella arrojadiza que apareció en el an-tebrazo del pistolero hubiera estado allí siempre. El hom-bre soltó el arma aullando de dolor, al tiempo que unasombra se dejaba caer al suelo del callejón desde un tejado.El que no estaba herido fue rápido: le habían entrenadobien. Sacó su arma y se disponía ya a apuntar con ellacuando apareció un relámpago de plata y la pistola cayó alsuelo, partida limpiamente en dos pedazos.

Raven avanzó hacia los sorprendidos matones empu-ñando sus catanas gemelas.

2 8

—Caballeros, les presento a una amiga —Nero son-rió—. Sospecho que se toma como algo personal que al-guien ponga mi vida en peligro.

Los dos hombres siguieron retrocediendo ante el avan-ce de Raven. Su autocomplacencia se había convertido enpánico.

—Bien —continuó Nero—, un sabio dijo un día quela vida era fea, brutal y corta. Si no quieren saber hasta quépunto puede ser fea, brutal y corta, sugiero que me diganquién les envía.

Raven se aproximó, amenazadora.—No, por favor... No sabemos quién nos manda...

Fue un contrato anónimo... Por favor, no.De pronto sonó un pitido intermitente que provenía

de uno de los temblorosos matones. Pareció sorprenderseal bajar la mirada y descubrir una luz encendida en la hebi-lla de su cinturón. Sin titubear, Raven se lanzó sobre Neroy los dos cayeron al suelo mientras la explosión retumbabapor todo el callejón, volatilizando instantáneamente a losdos aspirantes a asesinos. Raven se apartó de Nero cuandoel humo se disipó.

—¿Está bien? —le preguntó a Nero mientras este seincorporaba lentamente.

—Sí, estoy bien, gracias, Natalia. Pero de nuestros dosamigos no se puede decir lo mismo.

No quedaba ni rastro de los dos hombres. Solo unamarca negra en los adoquines sobre los que habían estadode pie.

—El que los contrató no quería que hablaran con no-sotros, eso está claro —dijo Nero.

2 9

—Le venían siguiendo desde el momento en que salióde la reunión. Sabían exactamente dónde iba a estar.

—Lo sé —repuso Nero.Solo se podía sacar de aquello una conclusión. La per-

sona que los había contratado estaba informada sobre lareunión del consejo.

—Ha tenido que ser él —continuó Raven—. Nadie másse hubiera atrevido a actuar contra usted tan a las claras.

—Es posible, pero no tenemos pruebas. El que envió aesos dos tipos se ocupó de que no las tuviéramos.

En la distancia sonaron las sirenas. Como era natural,la explosión había llamado la atención de las autoridadesvienesas.

—Ahora tenemos que salir de aquí y volver a HIVE—dijo Nero sacudiéndose el polvo del traje—. Ya decidire-mos lo que tenemos que hacer.

3 0