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Martha Robles Romance del Moro ¡Si hubieras visto con qué gracia movía las piernas! ¡Qué gran equilibro el suyo conla capa y la muletal Federico Garoia Lorca D e la noche a la mañana le crecieron los pechos a Veró- nica. Concluyó su infancia en cosa de horas, sin que el cuerpo se adaptara poco a poco y sin que tuviera vestidos adecuados. Al nercatarse de que un par de bultos se movían bajo sus prendas corrió al espejo para mirar cómo se transfor- maba. Juró escuchar el ruido de su piel, el estiramiento de tejidos y hasta un crujir de huesos que convertían su desnudez informe en paisaje de duna s y caminos curvilíneos. Tanta era su sorpresa que hasta el gesto le cambió. Modificó su guarda- rropa, abandonó la camiseta y conoció el secreto placer de acudir a una lencería. Dejó sus hábitos de niña con semejante rapidez y también fue pronta al desatarse la cola de caballo. El día que tiró sus calcetines, Verónica bailó por vez primera. Entonces descu- brió un oleaje impronunciable que iba y venía de la piel al vientre y de éste a la zona interna de sus muslos en donde finalmente se tornaba rayo y luego cosquilleo. Pronto averi- guó que no era el baile en sí lo que le causaba ese aturdi- miento que dejaba en ascuas sus sentidos, sino la proximidad de un adolescente que olía a corteza de laurel y, como e1lau- rel, la incitaba al arrumaco, arepasar su superficie, a mirar y oler a un tiempo; después, tocar sus nervaduras, el camino sinuoso de su tronco, los brotes, la firmeza de sus ramas o esos hermosos recovecos en los que cabe por completo el día. De ser curiosa ya lo era, por eso nadie se extrañó de sus preguntas sobre si éste o aquel estiramiento de la piel era na- tural y si todos conocían el ir y venir del rayo al cosquilleo que ahora se expandía bajo el brassiere como si fuese red finísima. Los cambios de su cuerpo, tan llenos como estaban de explo- siones sensoriales, la obligaban a aplicarse a dialogar con ellos: reconstruía a la Veróni ca que llevaba en la memoria y luego la enfrentaba al reflejo de esajoven que encontraba en el espejo. Registraba con minucia desde el pronunciamiento de una curva en la cintura o en el hombro hasta la textura mutante de 33 sus cejas. Quizá era cosa de no saber mirarse, pero aseguraba que el frente iba más aprisa en eso de adquirir volúmenes que la parte trasera de su cuerpo. Lentamente, y no sin incurrir en inofensivas confusiones, aprendió a distinguir cuanto ocurría bajo su piel conforme a la zona o a la intensidad de un hormigueo que sonrojaba sus mejillas, le ponía en tensión los músculos del pubis, tembloro- sas las rodillas o erectos como lanzas los pezones. Bien a bien no acababa de entender las condiciones de esa misteriosa rela- ción entre un zumbido súbito que la arrancaba de su sueño y el recuerdo del joven erguido como árbol a quien olía mien- tras bailaba, aquél cuyo cuerpo se expandía según ella se acer- cara y el primero en advertir ese torbellino que en vano pre- tendía encubrir con los pliegues de su blusa. Era seguro, sin embargo, que dejaba de dormir cuando ocurrían tormentas como éstas porque era mejor quedarse allí nomás imaginando que perderse en el oscuro hueco de otra noche sin memoria. Si breve, requirió también de cierto aprendizaje para enten- derse con su cuerpo. Caminaba con sus libros contra el pecho porque en los ojos de los hombres miraba reflejados sus pezo- nes. Descubrió que a veces se deslizaba por sus muslos una suerte de hilo de humedad, hebra poderosa hecha de gotas diminutas que provenían de algún corredor inexplorado . La percibía primero en lo alto de los muslos y a poco le erizaba el cuero cabelludo o le iba estremeciendo el cuello, la espalda y las partes anteriores de brazos y rodillas. Por eso juntaba las piernas al sentarse, porque así creía controlar esa espiral que se alojaba en un posible recoveco al frente , pasada la cintura, aunque quizá comunicada con el pubis. Así como otros recuerdan con imágenes, Verónica lo hacía con sensaciones. Llegó a creer que su aptitud era común y propio de su género el sentir y luego transformarse. Se hizo aficionada a las corridas desde una vez que pecho y ruedo se fundieron mientras el torero dominaba al toro. De obsidiana pura era su estampa y amarilla su divisa. Con traje color del oro, bordado con hilos rojos, iba el matador por la arena como si embistiera a Verónica. Bufaba el toro y jadeaba ella. Acometía con las astas al bravío y a ella se le estiraban los pitones. ¡Ole! se oía en la plaza y el matador avivaba la faena. Alejado del burladero, ondeaba la capa sobre la cabeza del toro en una tarde de mayo que ardía como los muslos de la muchacha. Él capoteaba con arte en medio del vocerío; ella

Martha Robles Romance del Moro · de un adolescente que olía ... ción entre un zumbido súbito que la arrancaba de su sueño y el recuerdo del joven erguido como ... reaba al triunfador

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Page 1: Martha Robles Romance del Moro · de un adolescente que olía ... ción entre un zumbido súbito que la arrancaba de su sueño y el recuerdo del joven erguido como ... reaba al triunfador

Martha Robles

Romance del Moro

¡Si hubieras visto con quégracia movía las piernas!

¡Qué gran equilibro el suyocon la capa y la muletal

Federico Garoia Lorca

De la noche a la mañana le crecieron los pechos a Veró­nica. Concluyó su infancia en cosa de horas, sin que el

cuerpo se adaptara poco a poco y sin que tuviera vestidosadecuados. Al nercatarse de que un par de bultos se movíanbajo sus prendas corrió al espejo para mirar cómo se transfor­maba. Juró escuchar el ruido de su piel, el estiramiento detejidos y hasta un crujir de huesos que convertían su desnudezinforme en paisaje de dunas y caminos curvilíneos. Tanta erasu sorpresa que hasta el gesto le cambió. Modificó su guarda­rropa, abandonó la camiseta y conoció el secreto placer deacudir a una lencería.

Dejó sus hábitos de niña con semejante rapidez y tambiénfue pronta al desatarse la cola de caballo. El día que tiró suscalcetines, Verónica bailó por vez primera. Entonces descu­brió un oleaje impronunciable que iba y venía de la piel alvient re y de éste a la zona interna de sus muslos en dondefinalmente se tornaba rayo y luego cosquilleo. Pronto averi­guó que no era el baile en sí lo que le causaba ese aturdi­miento que dejaba en ascuas sus sentidos, sino la proximidadde un adolescente que olía a corteza de laurel y, como e1lau­rel, la incitaba al arrumaco, arepasar su superficie, a mirar yoler a un tiempo; después, tocar sus nervaduras, el caminosinuoso de su tronco, los brotes, la firmeza de sus ramas o esoshermosos recovecos en los que cabe por completo el día.

De ser curiosa ya lo era, por eso nadie se extrañó de suspreguntas sobre si éste o aquel estiramiento de la piel era na­tural y si todos conocían el ir y venir del rayo al cosquilleo queahora se expandía bajo el brassiere como si fuese red finísima.Los cambios de su cuerpo, tan llenos como estaban de explo­siones sensoriales, la obligaban a aplicarse a dialogar con ellos:reconstruía a la Verónica que llevaba en la memoria y luego laenfrentaba al reflejo de esa joven que encontraba en el espejo.Registraba con minucia desde el pronunciamiento de unacurva en la cintura o en el hombro hasta la textura mutante de

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sus cejas. Quizá era cosa de no saber mirarse, pero asegurabaque el frente iba más aprisa en eso de adquirir volúmenes quela parte trasera de su cuerpo.

Lentamente, y no sin incurrir en inofensivas confusiones,aprendió a distinguir cuanto ocurría bajo su piel conforme a lazona o a la intensidad de un hormigueo que sonrojaba susmejillas, le ponía en tensión los músculos del pubis, tembloro­sas las rodillas o erectos como lanzas los pezones. Bien a bienno acababa de entender las condiciones de esa misteriosa rela­ción entre un zumbido súbito que la arrancaba de su sueño yel recuerdo del joven erguido como árbol a quien olía mien­tras bailaba, aquél cuyo cuerpo se expandía según ella se acer­cara y el primero en advertir ese torbellino que en vano pre­tendía encubrir con los pliegues de su blusa. Era seguro, sinembargo, que dejaba de dormir cuando ocurrían tormentascomo éstas porque era mejor quedarse allí nomás imaginandoque perderse en el oscuro hueco de otra noche sin memoria.

Si breve, requirió también de cierto aprendizaje para enten­derse con su cuerpo. Caminaba con sus libros contra el pechoporque en los ojos de los hombres miraba reflejados sus pezo­nes. Descubrió que a veces se deslizaba por sus muslos unasuerte de hilo de humedad, hebra poderosa hecha de gotasdiminutas que provenían de algún corredor inexplorado . Lapercibía primero en lo alto de los muslos y a poco le erizaba elcuero cabelludo o le iba estremeciendo el cuello, la espalda ylas partes anteriores de brazos y rodillas. Por eso juntaba laspiernas al sentarse, porque así creía controlar esa espiral quese alojaba en un posible recoveco al frente , pasada la cintura,aunque quizá comunicada con el pubis.

Así como otros recuerdan con imágenes, Verónica lo hacíacon sensaciones. Llegó a creer que su aptitud era común ypropio de su género el sentir y luego transformarse. Se hizoaficionada a las corridas desde una vez que pecho y ruedo sefundieron mientras el torero dominaba al toro. De obsidianapura era su estampa y amarilla su divisa. Con traje color deloro , bordado con hilos rojos, iba el matador por la arenacomo si embistiera a Verónica. Bufaba el toro y jadeaba ella.Acometía con las astas al bravío y a ella se le estiraban lospitones. ¡Ole! se oía en la plaza y el matador avivaba la faena.Alejado del burladero, ondeaba la capa sobre la cabeza deltoro en una tarde de mayo que ardía como los muslos de la

muchacha. Él capoteaba con arte en medio del vocerío; ella

Page 2: Martha Robles Romance del Moro · de un adolescente que olía ... ción entre un zumbido súbito que la arrancaba de su sueño y el recuerdo del joven erguido como ... reaba al triunfador

trasmutaba la capa en luna encendida. Abundaban lances y

quiebres. Llovían las gaoneras y galleaba deveras con equili­

brio perfecto. Vinieron el quite y las chicuelinas. Fuera del

tirón primero que empitonó al vestido, no sintió Verónica

incomodidad ninguna. Más bien supuso que el placer venía

del ruedo y que en la piel le iban quedando los registros de los

lances, algún pase por aquí, la mano en la cintura, un quie­

bre armonioso o la mirada del matador puesta en los ojos de

su toro.

Le ljarnaban "el Moro" por sus ojos olivados , por sus cabe­

llos oscuros y una piel como de cobre. A ella le gustaron sus

piernas largas, la cabeza ojivada bajo la montera y esa figurasuya tan de torero en traje de fuego. Cuando el Moro alis­

taba la muleta, Verónica sintió deveras que la tela se rasgaba.

Agitaba su abanico para ventilar sus mejillas, pero la brisa ca­

liente se le metía en la camisa. Atenta al oleaje de la capa, al

paseíllo rítmico del matador en pleno ruedo y a la suerte

echada entre estoque y cornamenta, descuidó el cosquilleo de

sus pezones y el abultado espesor de sus lunas como manzanas.

El Sol se agarraba a la tarde como si quisiera encender la

arena. Iluminaba el rostro del Moro mientras él esperaba

al centro con una pierna doblada y la espada dispuesta. Obser­

vaba el toro la escena en ese juego de muerte: o lo quitaba él

o lo mataba el Moro. Ya se sentían los pañuelos en el tendido

y desde un palco gritaba olés Verónica, ¡anda, torero!

El matador se perfilaba con su arma de plata . Brillaba en el

rostro el filo y el sol se reflejaba en la hoja. En Verónica ascen­

día el fuego como si estuviera en el ruedo. No miraba la plaza

ni escuchaba al gentío; ojos y cornamenta se orientaban al

Moro, mientras que un hilo húmedo le bañaba los muslos. Pe­

saba el silencio en esa hora de desafíos entre le espada y el

toro herido. Allí nada se movía; quietos el toro al acecho yel matador en alerta, tenían a Verónica con el alma en un hiJo.

Echado palante el Moro quiso atraer al toro. Éste bufó con

fuerza y se arrojó a embestirlo con todo. Allí estaban la espada

en punta; allí la muerte segura y una mancha de sangre sobrela arena.

Albeaba la plaza por el ajetreo de pañuelos y la afición vito­

reaba al triunfador de la tarde. Paseaba el Moro con orejas y

rabo cuando le acometió el galardón de Verónica: punta en

asta y redondez perfecta, mostraba desnuda, sin darse cuenta,

su extraordinaria cornamenta. Poco quedaba de su camisa de

hilo, a no ser que los jirones taparan; el abanic o brillaba en

cambio nomás de acercarse a la tersura de la muchacha. Cla­

vado el Moro en el burladero sintió el rayo en su vient re y una

tormenta en los muslos . Como no le ocurriera ante el toro , allí

perdió firmeza y arrojo. Le sudaban las manos, sent ía alas en­

tre las piernas y sueltas las zapatillas. Se miraron los dos corno

se miran la luna y la noche y de ahí salió Verónica para encon­

trarse con las llamas.

Estaba el Moro de pie , con su traje bordado con hilos ro jos

y la montera en la mano. Llevaba un mant ón Verónica, todo

él seda y claveles, que le caía por los hombros corno seúal lu­

minosa. Ondulaba el cosquilleo por su cuerpo y la pasión la

abrasaba desde la punta de sus pezones. Matador en el ruedo

y hombre donde se debe, sus ojos estaban prend ados de jos

pitones. Él se echaba palante y ella embestía con roces . A másse la acercaba el Moro más le crecían sus astas. Dura Sil piel

como el bronce y afianzada por el deseo, le susurraba Veró­

niea palabras ardientes a su torero.Sin capote ni chaquetilla iba saliendo el hombre de Sil 1raje

color del oro. En camisa de olanes y corbatilla delgad¡¡ era

pequeña la tela para el ensanchamiento de sus tributos. Con

prisa desabrochaba su pantalón ajustado; daba tiron es aquí,

acomodos allá y no faltaban los empujones al solta rse las alas

o al intentar liberarse de la prisión de sus prendas. Ve rón ica se

acercaba o retrocedía, según mirara al torero enredado en sus

pantalones. De haber faena sí que la había, pero el matador

divagaba entre la soltura del pájaro y la inminencia de una

cogida. Jadeaba, gemía el Moro , ¡cómo gemía!, mient ras Ver ó­nica recordaba otras tormentas del pubis, algún cosquilleo de

pezones y el aroma a laurel que se le prendió a la memoria.

Ya no se miraba al del paseíllo gallardo, nobl e torero de

cepa. En vez de quiebres torcía la seda y a cambi o de dorso

erguido se le notaban dos flores marchitas. Con el estoque era

diestro, ni quien lo dudara: conocía la disposición del morrillo

yel punto exacto donde clavar su espada. Todo ignoraba . en

cambio, de los muslos de brasa o de ese cabello negro exten­

dido como la parra.Seguía Verónica empitonada aunque poco encendida. por­

que ese torero desnudo le resultaba de pocos antojos. Pesaba

la sombra en el encierro de los postigos. Pesaban tambi én un

extraño temblor de sangre y tantos ruidos que llegaban de

fuera. Ella continuaba en el manto como si fuese la capa. Sin

tarde de luces ni luna en el pecho, lloraba, ¡cómo lloraba! O

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