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Matan a Un Niño - Serge Leclaire

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La práctica psicoanalítica revela el trabajo constante de una fuerza de muerte: la que consiste en matar al niño maravilloso que de generación en generación atestigua los sueños y deseos de los padres. Nostalgia de la mirada materna, que lo ha convertido en un sumo esplendor; imagen resplandeciente del niño-rey. No hay vida sin pagar el precio del asesinato de esa extraña imagen primera. Asesinato no por irrealizable menos necesario: en él se inscribe el nacimiento de todos. Para cada cual siempre hay un niño a quien matar; el duelo, que se ha de rehacer continuamente, de una representación de plenitud, de goce inmóvil: quien no hace el duelo del niño maravilloso que habría sido, permanece en los limbos de una espera desesperanzada. Ningún orden, familiar o social, puede eximirnos de nuestra propia muerte, no sólo la segunda inexorable, sino la primera, la que vivimos cotidianamente, la del niño maravilloso (o terrorífico) que hemos sido en los sueños de quienes nos han hecho nacer.

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! '! De Serge Leclaire en esta biblioteca 1 '

1 Escritos para el psicoanálisis ' Vol. 1: Moradas de otra parte , Vol. 2: Diabluras

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Matan a un niño Ensayo sobre el narcisismo primario y la pulsión de muerte

Serge Leclaire Con un texto de Nata Minor

.Alnorrortueditores Buenos Aires - Madrid

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Biblioteca de psicología y psicoanálisis Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky On tue un enfant. Un essai sur le narcissisme primaire et la pulsion de mort, Serge Leclaire © Éditions du Seuil, 1975 Traducción : Víctor Fischman

Primera edición e n castellano, 1977; primera reimpresión, 1990; segun­da rei mprcsión, 1999. Segunda edición, 2009

© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7º piso - C1057AAS Buenos Aires Amorrortu editores España S.L., C/López d e Hoyos 15, 3° izq. - 28006 Madrid

www.amorrortueditores.com

La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modifi­cada por cualquier medio mecánico, electrónico o informá tico, incluyen­do fotocopia, grabación, digitalización o cualquier sistema de almacena­miento y recuperación de información, no autorizada por los editores, viola derechos reservados.

Queda hecho el depósito que previene la ley nº 11. 723

Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 978-950-518-144-5

Leclaire, Sergc Matan a un niño. Ensayo sobre el narcisismo primario

y la pulsión de muerte. - 2ª ed. - Buenos Aires : Amorrortu, 2009. 144 p. ; 20xl2 cm.- (Biblioteca de psicología y psicoanálisis/

dirigida por Jorge Colapinto y David Maldavsky)

Traducción de: Víctor Fischman

ISBN 978-950-518-144-5

l. Psicoanálisis. - I. Fischman, Víctor, trad. II. Título. CDD 150.195

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provin­cia de Buenos Aires, en noviembre de 2009.

Ti.rada de esta edición: 1.500 ejemplares .

Índice general

9 l. Pierre-Marie, o sobre el nifio

31 2. Beatriz, o sobre el amor

53 3. Teresa, o sobre la pulsión de muerte

75 4. Justin, o sobre el sujeto

95 5. Sygne, o sobre el amor de transferencia

117 Viena, o sobre el lugar de los nacimientos, Nata Minar

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l. Pierre-Marie, o sobre el niño

¿Por qué había sido apoyado sobre la chimenea mo­numental? Cayó sobre _la piedra, ante el atrio. Feliz­mente es sólo el niño de la Virgen, una admirable esta­tua románica. Representaba al niño erguido, erecto frente a ella; se ha quebrado, la cabeza toca ahora el hombro izquierdo, los pies cortados, el tronco deshe­cho, las piernas y muslos intactos hasta por encima del sexo. ¿Será posible reconstituirlo? No es nada: el tronco no está roto, está casi entero, totalmente ente­ro, estoy segura. Pero no se mueve. ¡Mamá! Es sin du­da mi hijo, ya frío delante del fuego que se ha vuelto a

~ { encender. Es imposible. Y sin embargo quiero gritar, Q11 ~V\PV""'Wl-me levanto gritando; no oigo nada y me precipito, se­·r t7f" ~· gura de que ~ayó de la cómoda donde lo había apoyado .~ 1j mientras buscaba sus ropas nocturnas; ¿cómo pude

n \ ~w· adorme.cerme en este sillón? ¿O acaso es él quien dor­V mido se cayó? Quiero que alguien acuda para alejarme

de este recuerd"O. ¿Fui yo quien gritó, o él? Quiero dor-

mir, olvidarlo todo; no, quiero despertarme, despertar­me al fin. Sólo del fuego que veo estoy segura: ¿estaré muerta? Sí, soy yo quien ha muerto ... ¡Ojalá nunca hubiese nacido!

Todo el espacio se ha desvanecido, entre la gloria del niño-rey y el dolor de la Piedad; no hay ya diferencia

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alguna entre la Historia Sagrada y lo que sigo sin po­der vivir. - «Padre, ¿no ves que me abraso?», sueña el hombre que por un breve instante renunció a velar a su hijo muerto, «Padre, ¿no ves al rey de los elfos?», dice el lú-cido niño a su padre, quien lo transporta en loca cabal­gata; «¿no oyes las dulces promesas del rey de los elfos?». «No es nada. Cálmate, hijo mío, es una brun-ia que flota, el murmullo del viento en las hojas muer-tas».1

~ ¿No ves, no oyes? No, es imposible. Insoportable es

Wª muerte de un niño: ella realiza el nlás profundo y se~ Tf 1-1 r\J~ creto de nuestros anhelos. Es posible concebir la muer-....v/ ,:Qfa. te del prójimo sin excesiva pena; sin demasiados inte- 11 ~'' rrogantes se acepta matarlo, comerlo incluso. El ho- O/.;J;-r_ror del parricida parece ya más fa1nilia.r: Edipo, antes tJ ";{/ tragedia sacra, es ahora c01nplejo. Se ha reconocido el / derecho, aunque sea en la imaginación, de destrozar a la madre y de matar al padre (¡es porque usted no ha matado aún a su padre!, dice el buen doctor). Pero ma­tar al niño, no: reaparece el dolor sagrado; es impos1 ble. El propio Dios detiene la mano deAbrahain: el sa

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crificio tendrá lugar, pero un cordero reeinplazará a Isaac. Para que en la madurez se cumpla el misterio de la inuerte y de la redención será necesario que al ni-fio-rey, al «hijo de Dios», lo signe la gracia de haber es-capado a la inasacre de los prin-iogénitos. Estában-ios ya en la Historia, no he1nos salido de ella.

1 Goethe, El rey de los elfos.

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En el sillón, la prueba de la verdad; no es posible evitarla. El ~analista debe perpetrar i_ndefinid"'& mente el asesinato del niño, reconocer que no puede efectuarlo2 contar con la omnipotencia del infans. La -práctica psicoanalítica se funda en la revelación del trabajo constante de una fuerza de muerte: la que con­siste en matar al niño maravilloso (o terrorífico) que de generación en generación atestigua los sueños y deseos de los padres; no hay vida sin pagar el precio del asesi­nato de la imagen priniera, extraiia, en la que se inscri­be el nacimiento de todos. Asesinato irrealizable, aun­que necesario, ya que ninguna vida es posible, ningu­na vida de deseo, de creación, si se suspende el asesi­nato del «niño inaravilloso», siempre renaciente.

El nifio n-iaravilloso es ante todo la nostalgia de la mirada materna que lo ha convertido en un esplendor • extre1no, n-iajestuoso como el nifio Jesús, luz y joya que brilla con poder absoluto; pero ya es también el aban­donado. perdido en un desainparo total, solo frente al ~ - --- -- -

&error y a la muerte. En la extraordinaria presencia del nifio de carne se impone, más fuerte que sus gritos o su risa, la imagen resplandeciente del niño-rey con- e/ J fluyendo éon el dolor de la Piedad. A través de su ros- /1. tro brilla, soberana y decisiva, la figura real de nues-

os anhelos, de nuestras esperanzas y sueños; frágil y hierática, representa en este teatro secreto, en el que se juega el destino, la primera (o tercera) persona a partir de la cual eso [<;a] habla. El niño maravilloso es -una representación inconsciente primordial en la qu~ se anudan, con mayor densidad que en cualquier otra, los anhelos, nostalgias y esperanzas de cada ~al. En

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la transparente realidad del niño, muestra, ca~i sin ii~ fo.'"\ pos1bll{ de encontrar o perdida, de felicidad, de ca~da, ¡.·· ~~ velos, lo real ~e todos nuestros des~os .. Nos fascina y -l:. ( de, gloria Y ~e impotencia, pero ei: re~hdad no hace' ~. 1J no podemos ni apartarnos de ella ni asirla. ~ ~ 1.1 mas que aleJarnos de ella. Ya que r:ingun «orden» pue- rt 1

Renunciar a ella es morir, no tener ya razón alguf?.a ~~~ de eximirnos de nuestra propia muerte· no aquella· 0 . para vivir; ~~r? fingir estar contenido en ella es cond~- ti' ~ l:) ~ 'que él organiz~ ~ admi~~istra m~diante sus pompa~: '¡') narse a no vivir en absoluto. ~ara cada uno hay siem- \ ~ 'J guerreras o rehg10sas, sino la primera muerte, la que " pre un niño al que se debe matar, el duelo que se debe , \'!' debemos atravesar desde el momento en que nace- j

9-e plenitud, de goce inmóvil, una luz que se debe ene<;_- <\) \.._~ blamos, ya que debemos vivirla cotidianamente,~ ~ ~ guecer para que pueda brillar y extinguirse sobre un ~ ~ ·r ~~ n:iuerte del ni~o maravilloso o terrorífico que hemos f~ndo de noche. Aquel que no hace y rehace el duelo del ~ ~~ sido en los suenos de los que nos han hecho nace o vis- ~ niño maravilloso que habría sido, permanece en los \ \ to nacer. No basta en absoluto con matar a los padres; ~ ~ limbos y la claridad lechosa de una espera sin sombra ~ l~jos de ello, se debe matar también la representación~ ~ ni ilusion~s; pero aquel que cree haber saldado de una ~ ~ tiránica del niño-r~y: «yo» UeJ empieza en ese installte, ~ ~ ve~ ?ara siempre su cuenta con la figura del tirano, se ._ '~ marcado ya por la inexorable _segunda muerte, la otra, ~ f exiha de las fuentes de su genio y se cree un espíritu ~ de la que nada hay que decir. ¡ ~ )r versado frente al reino del goce. Se suele confundir la «primera muerte)), la que cons-

Destino común el de este último, que lleva a nuestro ~ , tan temen te debemos realiz.~r para vivi~ c~n la «se- ~ hombre a dormirse en el hedomsmo de_ la moda impe- ~ " gunda muerte». Est,a confus10n tenaz esta sohdamen- k rante o a fingir despertarse para imaginar un mundo

1, ~ te arraigada: ademas de dispensarnos de reconocer la

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al que la omnipotencia, subrepticiamente introducida ~ más imp~rativa de las coerciones que nos rigen,_ la de 'n

por la ventana (que él creía cerrada) de su angustia, renacer siem re a la palabra y al deseo haciendo per-soñará con ordenar para bien de todos. ¿Es necesario, ~ manentemente el duelo del in ans fascinante, ella nos p:ies, para defenderse de la fascinación del niño mara- t da la ilusión de efectuar un trabajo contra la muerte, l villoso, aceptar comoAbraham el sacrificio del hijo, or- 1. aunque su fracaso sea inevitable. Las consecuencias denar como el Faraón o Herodes matar a todos los pri- "' de esta confusión son conmensurables con su arraigo: (f-

mogénitos, ofrecer el hijo a Dios, al tirano o a la patria, glorificación del fracaso o s~cralización de la vida, cul- ~ ~ c~nsagrarse a una ((cau~a)) que nos sobreviva o, ~ás t~ de la dese,s~eración º. ~p?logía. de la fe. ~n ~reve ~ simplemente, a una muJer, a un hombre o a los hiJos? eJemplo: la logica del suicidio deriva de un silogismo ~

Todo «orden» familiar y, con mayor razón aún, social -J dJ perfecto: pa;a vivir debo matarme; pero no me siento. S~ asume como objetivo hacerse cargo de esta figura, im- 7{"fa.,,, vivir realmente (¡no es vida esta!), entonces me suici· ',

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do. Haría falta, /pero a costa de qué trabajo!, superar la confusión en la que se apoya la verdad de la primera representación-para vivir debo n1atar la representa­ción tiránica del infans en iní-, a fin de que otra lógi..:. ca aparezca, regida por la imposibilidad de efectuar ese asesinato de una vez por todas y la necesidad de perpetrarlo en toda oportunidad en la que se habla verdaderamente, en todo instante en el que se cmnien- l za a amar.

El precio que se paga es alto, en ciertos casos. Tomaré con10 testigos a algunos allegados míos que

comparten la pasión del psicoanálisis, cuyo drama se engendró en un trabajo dejado en suspenso. Instalar­se en el sillón a la escucha de los analizan.dos es poner en juego y a prueba su propia r elación con esta repre­sentación narcisista primaria que he evocado hasta el momento bajo la figura del niño maravilloso; es poner en juego, para no emplearla nunca, la pérdida de la re­presentación extrañamente familiar que nos constitu­ye, el infans en nosotros, es poner en juego y a prueba la propia relación que nos mantiene abiertos al discur­so del deseo. Por no haber, sin duda, articulado neta-1nente la diferencia de las dos muertes en la experien­cia de cada uno, y por no haber formulado con claridad que el fundamento de nuestro trabajo en psicoanálisis es, sien1pre, reconocer a la fuerza de inuerte su verda­U.e:ro o\J)e.to e.n \a Ye.--p-x:e.se.ntac.:1.6n na-x:c.:1.s1.sta --púm.a-r1.a, yo dejaba que el trabajo (Únconsciente» de mis anali­zandos-analistas, resueltos (en medida mayor aun de lo que ellos mismos lo sabían) a ir hasta el final, se rea-

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lizase en un fatal ataque contra sus propios m)os: na­cidos muertos, prematuros, deformes, niños brusca e inexplicablemente afectados a temprana edad por en­fern1edades graves y excepcionales, accidentes cuasi­suicidas en definitiva. Cuando en la realidad aparece así la muerte de un niño, o un ataque contra él, se im­pone e ntonces dramáticamente la fuerza de muerte que está en juego en el análisis; el asesinato de la re-- .

presentación narcisista primari~ que implica el tra-bajo psicoanalítico se pretende inserto en la realidad, al no haberse superado la confusión habitual entre el verdadero trabajo de la inuerte al que estamos compe­lidos y la inuerte orgánica, que para el ser hablante y

deseante sólo puede concebirse con referencia a la \)Ti-

1nera: aniquilación o resurrección. Añadiré, en lo que a mí respecta, que, en otros ca­

sos, la atención prestada implícitainente por el trabajo analítico a ~a inuerte necesaria de la representació:q narcisista prin1aria tuvo un efecto opuesto: sea porque la pasión psicoanalítica del analizando-analista fuese menos intensa, sea porque forn1ulaba así su contrase­ña para que yo, mediocre entendedor, lo comprendie­ra: creyéndose estériles, él o ella tuvieron hijos.

Evoqué estos casos extremos sólo porque obligan a considerar la fuerza absolutamente coactiva de la más «original» de las fantasías: «1natan a un niño».A todas Trices, esta aflora regulannente en el trabajo psicoana­lítico, por lo general disfrazada; pero es notable que hasta el día de hoy se hayan tomado en mayor medida en consideración sus satélites organizados en la cons-

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telación edípica, fantasías de asesinato del padre, de hacer suya o despedazar a la madre; dejando de fa~ l~ tentativa de asesinato de Edipo-niño, cuyo fracaso ~seguró y determi~ el destino trágico del hérg_e.

La fantasía «pegan a un niño», de apariencia be­nigna, aunque sólo se confiese con r e ticencias, aflora corrientemente en la conciencia; por el contrario , -~ t a n a un n iño», si dejamos de lado a Gilles de Rais y sus émulos, sólo aparece como fantasía_,_ es decir, como _,.

-- r- l< estructura del deseo, en el transcurso de un trabajo J?Sicoanalí tico.

l gesto evoca una escena en la que el padre persigue la ' un robusto granuja que había atacado a Renaud de i~i-

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ño y que se aprestaba a golpearlo; ignoramos si ~l i

a gresor fue efectivamente capturado en una persed.i­ción espectacular, pero la imagen de alguien (¿el s~- ¡ 1

ñante niño?, ¿un hombre?) intentando impedir su h-Ó.i- : d a con brazos y piernas abiertos quedó marcada. La : disputa que dio lugar a esta persecución vengativa i lleva a Renaud a otro relato, que sustituye al recuerdo, de una disputa violenta con un hermano mayor; incer­tidumbre en lo referente a la naturaleza del enfrenta- ·

Así, un sueño de infancia de un analizando al que - miento: el más pequeño, Renaud, ¿no habría triunfado 11 ¿ -~maremos_E:,e~aud, retomado a menudo en ensueños /)~ .1 acaso gracias a un vi_goroso martillazo asestado sobre

diurnos, se resiste al trabajo analítico: parece dema-~la cabeza de su querido hermano? A n1enos que sea a siado simple. Se trata de una escena inuy breve: en un la inversa. Dos constantes en estas dudas acerca del pequeño salón, su padre es atacado por un intruso rol de los actores: un sólido odio fratricida, y el senti-que, sin mediar palabra, le descarga su r evólver en el miento profundamente arraigado de disponer de a l -vientre; el padre es baleado pese a que intenta evitar gún recurso oculto que le permite ser el más fuerte en el fuego saltando con las piernas abiertas, y cae luego toda ocasión. de cara al piso. Es evidente: asesinato del padre por un Sería fastidioso enumerar los detalles asociativos sustituto delegado del soñante, el intruso. La insufi- ligados al «en el vientre»; pero conducen, es fácil ima -ciencia de esta interpretación no se origina en su sim- ginarlo, a una serie de perplejidades infantiles ya te-plicidad psicoanalíticamente evangélica, sino en el he- matizadas por el análisis -fecundación umbilical cho de que el ensueño diurno se repite y que, por otra oral, anal- y a una profunda hostilidad frente a la parte, persÍste el síntoma que había dado lugar a la madre, cristalizada alrededor de una muy común per-evocación del sueño; me refiero a una sensibilidad do- secución anal. «En el vientre», también, es el lugar lorosa de la fosa ilíaca izquierda, un dolor descripto co- donde fue operada su madre en dos ocasiones: el re-mo una contusión interna y que se aviva ante el menor cuerdo de la segunda intervención es muy preciso (se pretexto. Se debe proseguir entonces el análisis del trataba de una oclusión intestinal), mientras que la sueño en todos sus detalles. Y, en primer lugar, la evi- primera sigue siendo enigmática, probablemente gi-

tación mediante el salto con las piernas abiertas: ese necológica, sin duda esterilizan te, sin que jamás haya

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sido posible disipar ni confirmar la s01nbra de un abor­to. En ambos casos, ciertamente, la madre corrió se­rios riesgos de muerte; las conmovedoras efusiones de la convalecencia testimonian en cada caso la «ambiva­lencia» de los sentimientos de Renaud.

Más allá del «asesinato del padre», disponíamos aquí de todo el material necesario para reconocer los sentünientos de Renaud hacia la madre: gran ainor y {antasía de despedazamiento_. Pero una vez esclareci­do esto, el ensueño inicial se repetía, siempre enigmá­tico, y el síntoma persistía. Fue necesario llegar hasta el niño agredido, que aparecía claramente en el pri­mer recuerdo, confirmado al menos por otros dos; en uno d e ellos Renaud es atacado sin escapatoria por al­guien inás fuerte que él; en el segundo, es él quien do­blega a uno de sus fieles amigos, que lo molestaba inás que de costumbre. Podría continuar desenrollando el hilo de las asociaciones: la de la madre muerta de un ainigo muy cercano, la de una vecina querida marcada por un trauma del nacimiento.

Lentamente se impone la lógica «arcaica» del in­consciente: del mismo modo en que la madre en posi­ción de potencia aparece provista de un pene, el padre en posición de protector puede aparecer co1no portador

,, de un niño. Se trata de una fantasía secreta inuy cono­sida por los psicoanalistas. Así, lo que es golpeado, ma­tado en el vientre de la figura paterna del sueño es un niño, sin duda el propio Renaud, que reconoce sentirse antes que nada hijo de su padre. A partir de entonces, la imagen que se muestra en un primer plano en la es­cena de su inconsciente es su propia imagen de niño

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maravilloso y prodigio -como tan tos otros n iños- .' Algo cambia en él. .. que se debe seguir y retomar.

Este ejemplo nos permite apreciar que los elem en­tos de la fantasía originaria «matan a u n niñ o» n o se dejan oír en un prüner decir; con excesiva frecuencia, la satisfacción primera de esclarecer un fragmen to del deseo inconsciente suspende nuestro trabajo, dejando de lado lo esencial que queda por hacer.

Sin duda, podemos plantear en este punto, sih anti­cipar ni extrapolar, que la repetición del recuerdo (de la fantasía o del sueño), la resistencia del síntoma, im­ponen la prosecución del trabajo psicoanalítico más allá de lo que s e ha tenido la satisfacción de reconocer; que la representación incluso velada, disfrazada o des­plazada de un niño agredido debe ser recibida como un indicio al que no hay que descuidar: ni siquiera un ga­tito ahogado, un perrito aplastado, deben ser dejados d e lado en la crónica de los acontecimientos: se debe comprender la violencia de las emociones que suscita su evocación -o su repetición actual-, incluso bajo la

/) _ .. j n1áscara del humor o de la ironía, para permitir el des­flO!'Vtfj.faV\- pliegue de la fuerza absolutamente coactiva de la m~er­

{ t:_ necesaria en cada uno.

Es así que en la historia de un cierto Pierre-Marie la insistencia repetitiva del recuerdo de u n pequeño pe­rro ahogado por su padre nos obligó, en función de la carga emotiva que lo acompañaba, a reconsiderar la muerte en su primer año de un hermano mayor llama­do Pierre. Desde las entrevistas preliminares no se había vuelto a mencionar este acontecimiento deter-

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minante de su prehistoria. Pierre-Marie aparece como el reemplazante de Pierre y todo su problema consISte en matar la representación de Pierre-Marie, sustituto viviente de Pierre muerto. Por el momento nos limita--remos a señalar que la violencia de su ira en relación con su padre que mataba al perrito, y su inmensa pie­dad para con el animal, constituyeron para nosotros la vía de acceso al impase, determinante en él, de la muerte de Pierre niño. A partir de ese momento de su análisis vagabundeó en sueños alrededor de cemente­rios, fantaseó la muerte de su padre, anheló la de su

, madre y, siguiendo en esa huella, la de su mujer; co­menzó a disputar cada vez con más intensidad con su hija mayor, hasta que la envió a ... analizarse.Aunque ya había aparecido en su análisis, el niño muerto era aún letra muerta y estábamos muy lejos de poder to­mar en consideración el hecho de que el niño por ma­t~r era el propio Pierre-Marie: Sin embargo, ya era po­sible reconocer las rupturas de sentido que ofrece la estructura gramatical de la fantasía: en el lugar del «niño» que se mata aparecían entonces el perro, el pa­dre, la madre, la mujer, su propio hijo. La formulación indeterminada de la fantasía «matan a un niño» es perfectamente adecuada: sólo se especifica el verbo que indica la acción de matar, pero no se sabe quién mata, ni qué «niño» es matado. Nós limitaremos a mencionar las variaciones posibles sobre la identidad del que mata: el padre en lo que concierne al perro, ¿pero quién, qué responsable para la muerte de Pie­rre? ¿El médico (tras el cual se p erfila el psicoanalis­ta), la madre demasiado negligente o demasiado apa-

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sionada, la fatalidad, la edad, o acaso él mismo? Las~­rie de figuras susceptibles de ocupar el lugar del agen­te indeterminado es ilimitada. Poco importa. Si se re~ tiene, por un lado, la determinación de la acción pro~ puesta por la fantasía, matar, y por el otro la especifi­cación relativa del objeto a que se apunta, «el niño», se ' comprueba que la parte esencial de la fantasía está constituida por su estructura gramatical.

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Retomaré entonces el interrogante fundamental planteado por la fantasía: ¿qué niiio? En el caso de Pik- , , rre-Marie se comprobará que el niño por matar es el

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propio Pierre-Marie, y se verá qué es lo que constituye 1

l a particular dificultad de esta ejecución. No seguire­mos ciegamente a nuestro paciente en sus fantasías suicidas, cuando se complace en imaginar que se trata de la n1uerte del hombre sabio y tranquilo que él pare­ce. El Pierre-Marie por matar es la representación del deseo de su madre, r epresentación llamada con tanto a cierto Pierre-Marie, a partir, por un lado, del nombrf del hermano muerto y, por el otro, de la Virgen-madre. Lo que se debe matar -para que Pierre-Marie pueda vivir- es la representación t an estrechamente ligada a su nombre que aparece , en primer luga r, b ajo la for-1na de un niño consolador, sustituto viviente de un muerto y predestinado a la inmortalidad , figura inar-

J-x._ t iculada del anhelo materno. Lo que se debe matar es

_¡ CV:J 1:1:na repr~~entación que pr~side, cual un ª,st.ro, el des­~~a,, h-t- tino del n1no de carne. No Slempre es tan fac1l como en

la historia de Pierre-Marie discernir ese «signo as­tral», el significante rector que determina el deseo de la madre: representación inconsciente propiamente

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dicha, tanto más difícil (si no imposible) de discernir y de nombrar cuanto que está inscripta en el inconscien­te de otro, simple, doble o múltiple, es decir, en el deseo de los que han hecho nacer o han visto nacer al niño.

Se deben destacar aquí tres puntos: en primer lu­gar, que el estatuto y la siempre problemática iden­tificación de la representación inconsciente del deseo de los padres -en este caso, la representación Pierre­Marie niño que consuela y sustituto viviente de un niño>>-- son profundamente diferentes de lo que podrá ser la identificación o la constitución del sujeto Pierre­Marie. Luego, que el sujeto inconsciente de Pierre-Ma­rie, o sea, sus propios representantes inconscientes, se constituirán ineluctablemente, y en su mayor parte, con referencia a la representación inconsciente de su madre. Finalmente, que el representante inconsciente de la fantasía de la madre, cualquiera que sea su espe­cificación figurada o significante -niño que devora (y no que consuela), corazón de piedra [pierre] (más pre­cisamente que Pierre)-, será Cé;ltectizado por el sujeto en su inconsciente como un representante privilegia­do, el más íntimo, el mas extrano e inquietante de to-, dOs. Será catectizado como un representante que nun­ca ha sido ni será suyo y que, sin embargo, y por su ab­soluta extrañeza, constituirá lo más secreto (se pued~ entender, sin sentido peyorativo alguno, abyecto) de lo que él es. Este representante inconsciente privilegia­do es lo que designo comcf epresentante narcisista prf_

(mar§] El niño que se debe matar, glorificar, el niño omnipotente, el niño terrorífico, es ,Za representación del representante narcjsi.stq primario. Parte maldita y

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universalmente c01n;parbda de la herencia de cada uno: el objeto del asesinato necesario e imposible.

? L a representación narcisista primaria merece sin lugar ~ominación de infans. No habla ni hablará nunca. En la exacta medida en que se comien­za a inatarla se comienza a hablar; en la medida en que se sigue matándola, se sigue hablando verdadera-1nente, deseando.

Pierre-Marie vive con dificultad, laboriosamente, acosado por la presencia paralizante de la muerte; sólo de labios para afuera disfruta de las alegrías de su farnilia, limitando a una intensjdad de somhra,iD..:.

cierta sus pasiones y su deseo, consagrando a esta so­focación la mayor parte de su energía, que sólo da fru ­tos -que no saborea en absoluto- en su actividad profesional. Lo que demanda es ser liberado del temor de la n1uerte, y el haber designado provisionalmente a esta muerte como la de Pierre constituye una sólida cabeza de puente en el can1po atrincherado de sus de­fensas. En esos sueños suyos en los que franquea mu­ros, cava trincheras, descubre tumbas en cementerios abandonados, b usca a su hern1ano. Ah, el desgracia­dito, quiere arreglar finahnente cuentas con él. ¿Pero

~ cón10 inatar a un inuerto? Como respuesta, Pierre­Marie se ve enfrentado consigo m ismo, nifio prometi­

o/t 11"'1 do por su rnadre a la inmortalidad desde antes de su (jffaJ- nacimiento, en lugar y a cambio de su hermano; arde

VJo f~ f co1no una lámpara votiva destinada a no apagarse ([~ nunca. Y, sin embargo, s1 quiere vivir debe, al mismo .~~o tiempo que su imagen de luz, matar nuevamente a su ~ ol\~ hermano, y destruir a la vez el suefio de su madre: re­lr'''! 1 t,-w~~ ,

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presentante que él mismo ha catectizado como el nú­cleo -aun tratándose de un cuerpo extraño- de su ser, para convertirlo en su «representante narcisista primario», Pierre-Marie, forma de niño perfecto. Es un buen hijo, preocupado por los problemas más ni­mios de sus viejos padres, a los que rodea de afecto, y también es buen padre. El haber hecho un prüner hijo, contra su voluntad, piensa, lo precipitó a un rn.atrimo­nio sobre el cual se interroga constantemente, sin comprender aún que concibiendo hijos se engaña e intenta salir del limbo. ¿Cómo morir? ¿Cómo matar al niño fotóforo qne es para su madre? ¿LoTogrará antes

~~~4h~;> f 1destruye !'.';piedra basal de ese sueño en el que ella vi­ve, sino que mata por segunda vez a Pierre, obligándo­la a hacer un duelo que ella nunca ha hecho~Dura ~ -rea para un «buen hii~>: al mei1os así persiste en ima­ginarlo. El trabajo de análisis deberá esclarecer y de­s~ar todas las elaboraciones secundarias que, en su vida , han recubierto la necesidad del asesinato del niño (de la representación n a rcisista primaria) y, en particular, todas las catectizaciones cuyo soporte cons­tituyen sus hijos a título de negación o de realización d e su propia muerte narcisista.

,,.,. - -ele haber enterrado a sus padres? Ayúdeme, me dice, El caso de Pierre-Marie pone especialmente de ma-como si quisiese que guíe a su sexo por los canünos del nifiesto la dificultad para nombrar al representante deseo. Lo que pide, en realidad, _es que levante el cu- narcisista primario en cuanto niño-n~ºonumento vi-chillo dcl sacrificio y que, como al anünal familiar, lo viente, pero ta1nbién ilustra el problenia impuesto a inmole, para renacer luego de las cenizas (o de la san- cada uno por la fantasía «matan a un niño». Aunque gre) del tirano bicéfalo, Pierre «muerto que hay que en la historia familiar no haya ningún hermanito matar»/Pierre-Marie «monumento conmemoratorio inuerto, si~~pre hay, en el deseo de los padres, algún que hay que destruir», para que una primera rn.uerte duelo no hecbp, mm.que ~ó!B..sea el de sus propios sue-lo conduzca finalmente a1l.<interva§)ntre dos inue!] ~ ~os infantiles-y su progenitura será siempre y sobre ~~donde podrá vivir. J.9C".-.. todo el soporte excelente y privilegiado de aquello a lo

La dificultad particular que experimenta Pierre- _ que habrán debido renunciar-. «El nar cisismo pri-Marie para vivir se origina en el hecho de que, al cues- \ mario del nil1.o [ ... ] es más difícil de aprehender a tra-tionar su ~n narcis~st~ primar~a, toca a su vés de la _observación dir~cta q~e de ~onfirmar con un madre en el meollo de su razon inconsciente; en el razonamiento retrospectivo. 81 consideramos la acti-

anhelo de su progenitora debe ser el hijo inmortal que J tud de los padres para con sus hijos, estamos obliga-r<eemplace a P~e y anule su desaparició:;:_debe per- dos a reconocer en ella la revivencia y la reproducción petuar~ como tal_¡ pero al renunciar a identificarse de su propio narcisismo. [ ... ] Existe así una compul-con la imagen del fotóforo, construida alrededor del ~., ·sión a atribuir al niño todas las perfecciones [ . . . ]. La sueño de su madre le asesta un golpe mortal: no sólo \ vida del niño será mejor que la de sus padres, no esta-

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rá sometido a las necesidades que, según se lo ha expe­rimentado, doniinan la vida. Enfermedad, muerte, re­nuncia al goce, restricciones de su voluntad no existi­rán en el caso del niño; las leyes naturales y de la so­ciedad se detendrán ante él, será nuevamente el cen­tro y el núcleo de la creación. His Majesty the Baby, co­rno uno Ílnaginaba serlo en el p a sado. Realizará los sueños de deseo que los padres no han podido cu1nplir; el varón será un gran hombre, un héroe en lugar del padre; la niña se casará con un príncipe, tardía com­pensación para la madre. El punto más espinoso del sistema narcisista, la inrn.ortalidad del yo, que la rea lidad acosa , reencontró un lugar seguro al refu­gia rse en el niño. El amor de los padres, tan coninove-

1 dor y, en el fondo, tan infantil, no es n a da n1ás que su ~arcisismo redivivo ... ».2

En1prender el «asesinato d el niño», sostener la ne­cesaria destrucción de la representación narcisista prin1aria (el narcisismo prünario, en el texto de Freud), es la tarea común, tan imperativa como irrealizable. ¿Cómo suprimir al niño, cón10 deshacerse de algo cuyo estatuto es el de representante inconsciente y, por lo

fJ,A.4 ~tanto, indeleble? Pero, inversamente, ¿có1no escapar a '%-esta n_ecesidad o ~ludir : sta coacc,ión s~n pennanecer ··l"""lavi - en el hmbo de la «infancia» y el mas alla del deseo? Ya ' "'-9- que ese es, efectivamente, el destino «loco» que le espe-

ra a l que no emprende el asesinato del niño omnipo-

2 E'reud, «Pour introduire le narcissis me», e n La v1:c sexuelle, Pre sses Universitaires de France (en adelante, PUF), pág . 96; Gesammelte Werhe (en adela nte , GW), vol. 10, pág. 157.

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tente, la destrucción de la representación narcisista prima ria. La representación narcisista primaria (el niño en nosotros) es, como todo representante incons­ciente , irnborrable; además, al tildarla de inconscien­te, en forma totalmente justificada, se indica que no ofrece ni ha ofrecido nunca acceso alguno a una apre­hensión consciente. ¿Cómo concebir entonces la re­nuncia a algo a lo que no se tiene ni se ha t enido nunca ~ceso1 Tal es el problen1a general de las relaciones que n1antenemos con los representantes inconscientes propia1nente dichos, los que han sido objeto de la re­presión primaria y de los que sólo conocemos, aunque con lujo extren10, sus efectos, o sea, sus retoños.

Así, recordemos el ejemplo analizado por Freud del r:ecuerdo pantalla de una tarde en la que la recolección de unas flores amarillas, los botones de oro, se vio inte­rrumpida por la hora de la merienda: los verdaderos representantes inconscientes -amarillo (Gelb), miga (Laib) de pan, el gusto o el olor (Gcschmach) irreem­plazables de ese pan, el cuerpo (Leib) de su prima o de

fp-v1 la sirvienta- no son susceptibles de una aprehensión ¡ ()}4"t- verdadera, en particular por medio de una investiga­

v~r ción psicoanalítica a posteriori. ~-n __ c_lu_s_o_e_n_ u_n_tr_a_b_a;:_jo_ ~ írfJt?:z.. psicoanalítico, los represen tan tes inconscientes no se ~ r~velan a una aprehensión directa, sino tan sólo en los ~: ~fectos producidos sobre la organización del síntoma o

'''Jlj:~. ~ la fantasía; par~ ju~~ar, a tra~és del efecto produ~ dJl::t I c1do sobre la organ1zac10n recubridora del recuerdo, s1 ~·~ l. f.~ en esos térrninos había verdaderamente fragmentos 1"\!'." h "7 d · · h b , ·d e/C-:.f.oJu'' e representantes inconscientes a n a s1 o necesa-

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que un discernimiento tal de representantes incons- ª .byecta, . ato del padre, el progreso de psi mierda o marav1 . . l ·co- .

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'1 is de enau ' d entan-miento acertado se distingue, en r ealidad, por una or- a na is del sueño, fragmentos e repres. . ganización diferente de sus efectos. de las palab.rast e se puede designar provisona-c/!v¡ -1f Así, Y Para volver a E:enaud, dos términos del sueño tes inconscien es qu

/-"----'- parecen conducir a representantes inconscientes: ' «saltando con las piernas abiertas» y «en el vientre».

Piernas abiertas, como apoyo para enfrentar al adver­sario, con una mezcla de exaltación y de pánico auna­dos en una sensación viva a nivel del sexo expuesto en esa actitud; complejo de impresiones cenestésicas, que el movimiento del salto confirma, poniendo en acto esa exaltación y bosquejando la carencia de apoyo del pá­nico, que concluye, en el sueño, en la caída boca abajo. Imágenes de despedazamiento, de piernas cortadas en un accidente de tranvía, fantasía de tronco sepa­rado de la pelvis, imagen de descuartizamiento, de puente imposible o ca tastrófico en una acrobáti~ d;; pernada pero, sobre todo, sensación de des-composi-ción ante una amenaza, un peligro, una agresión ex­PE'nmentada como impugnación de un sentimiento frágil v; al mismo tiempo, muv intcn-.:::: ct- --

mente como composición/descomposición, desarticu-lación, engendramiento; o describir en term1nos mas floridos como descomposición de un rostro a través del cual se muestra langura frá gil y poderosa de una es­p eranza tranquila y violenta: el propio Renaud.

Aproximarse a un representante inconsciente es~ r­onocer la gama de las ~epresentaciones q~e ~a e . 't.4

gendrado en forma coactiva en el valor sustitutivo e ·~' estas últimas y, así, revelar algo de su poder tiránico. \ -Aclarar en su sombra algunos rasgos del rostro des-compuesto de Renaud, comenzar a percibir en la figu­ra de Pierre-Marie el poder marmóreo del monumento del niño inmortal su pone ya, al reconocer los en su con­dición de representantes inconscientes, doblegar el enceguecimiento de su poder, comenzar a atacar la más fascinante de las figuras del destino: el niüo, en <"

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2. Beatriz, o sobre el amor

Cuando en un instante de gracia digo a una rn.ujer: «Te amo», algo en rní estalla, y yo renazco. Su «belleza» desencadena ese prodigio, constituido por un resplan­dor que ine fascina, por una luz en la que estoy inmer­so, que otorga a cada parte de su cuerpo, a su 0101~ a su voz, a su piel, a sus palabras, una atracción que nada des1niente: ine pierdo en su oreja, su boca, sus cabe­llos, su cintura, provisto repentinainente de una razón que inido con el patrón de n1i torn1ento y de ini paz: ella n1e aina y ten10 sin creerlo que ese instante de gra ­cia se desvanezca. Pero no, n1e espera y la deseo: cuan­do nos abrazan1os, es la certeza absoluta de haber en­contrado juntos la fuente tierra, agua y fuego. Momen­to de verdad muy anterior a la n1uerte.

Es sin duda prudente, si no sensato, decir que la verdad no puede rnenos que quedar oculta. ¿Qué niüo no es verdaderamente n1.aravilloso, qué fuente en su surgüniento no lo es? Si la verdad habla, es la voz del inconsciente y no hay boca más segura para decirla, en el corazón de lo que la hace hablar, que el goce de los ai11antes. Retirado en su sillón el analista tiende su oído hacia ella. Sin en1bargo, en ningún otro lugar, sal­vo el del ainor, se encuentra la cifra del número de oro que ordena la verdad del inconsciente marcando con

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su sello cada una de las representaciones que lo cons­tituyen. Su nombre es falo. Ni el poder del niño, ni la belleza de la mujer, ni el desafío presuntuoso del pene erecto del hombre bastan para representarlo: si cada uno de ellos brilla de verdad es porque su florecimien­to se enraíza directamente en el orden del inconscien­te, porque encierra, en su gloria expuesta, la marca inmediata de la cifra que ninguna escritura puede tra­zar sin alterarla. Más inconcebible aún que un repre­sentante inconsciente, por su estructura formal, in­trínsecamente heterogénea, el falo no es más que falta y fuente. Incluso el concepto de pene no puede defi­nirse simplemente como una parte del cuerpo: exige que se lo piense no sólo en función de las organizacio­nes diferentes en las que participa --cuerpo fisiológico y cuerpo de goce cuyo funcionamiento o lógica son dis­tintos-, sino tan1bién en función del hecho de que el pene es a la vez diferencia y signo de la diferencia, sexo y signo visible de la diferencia de los sexos; final­mente, y sobre todo, la relación de la que él es uno de los agentes no puede formalizarse en modo alguno si no se la reduce a una copulación reproductiva, en la medida en la que el goce encontrado no se incorpora a ningún orden salvo al inconsciente. Con mayÓr razón aún, el falo, referente del orden inconsciente, no puede asirse en un concepto; como un número primo que pro­pondría la imposible división de su cifra, escapa por el corte de su unidad a toda inscripción. Es decir que no existe ni imagen ni texto del falo: se lo encuentra sólo a través del goce de los cuerpos en el riesgo del amor. Su único concepto es inconsciente: la castración.

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«Inconsciente», ya que en este orden es donde fun­ciona la organización determinante de una «cosita que puede ser separada del cuerpo»; concepto, puesto que el término escapa a Freud cuando escribe al respecto.1

En el sentido primero del término, y a través de las re­presentaciones inconscientes de pérdida del pene, la castración designa una operación doble mediante la cual, por un lado, el falo se distingue del representante inconsciente, imprimiéndole al mismo tiempo su sello de heterogeneidad intrínseca y, por otro lado, se marca la relación entre la representación consciente y la in­consciente como irreversibilidad de una operación de engendramiento.

Tomemos como ejemplo un síntoma común de fobia a los lugares cerrados: no es suficiente referir la repre­sentación del espacio cerrado a una forma de repre­sentación inconsciente que sería el espacio inquietan­te del cuerpo materno; el sínton1a persistirá, cualquie­ra que sea la pertinencia de la construcción interpre­tativa que pone en relación al lugar cerrado, genera­dor de angustia, con la representación fantaseada in­consciente de un «interior» del cuerpo materno, porque la vía está cerrada: en efecto, el retorno de la represen­tación consciente a la representación inconsciente es imposible. El trabajo psicoanalítico que se impone atañe a la organización de las representaciones in­conscientes que han producido el síntoma: el interior inconscientemente fantaseado del cuerpo materno,

1 Freud, «L'Homme aux Loups», en Cinq psychanalyses, PUF, pág. 389; GW, vol. 12, pág. 116.

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¿está dispuesto en forma de laberinto, túnel, cascadas y cavernas, con10 en los viajes fabulosos «al centro de la tierra» o, por el contrario, en forma de una vasta cú­pula vacía? ¿Se cae en él por una grieta que se abre ba­jo nuestros pasos o se es aspirado por una boca amena­zante? ¿Se está protegido en la dulzura de un clin1a pa­radisíaco o expuesto a los apetitos de monstruos terro­ríficos? Sólo un trabajo necesariamente psicoanalítico sobre la representación inconsciente misma permite esperar que, al aproximarse a su fantástica singulari­dad, será posible quitar la angustia ligada a la repre­sentación consciente de los espacios cerrados. El con­cepto de castración designa, antes que nada, este corte infranqueable que detennina la ünposibilidad del re­torno en el camino de sentido único propio de la rela­ción entre la representación inconsciente y sus «reto­fios» que son los representantes conscientes.

Pero limitarlo a esta acepción supondría reducir singulannente su extensión. El concepto de castración designa sobre todo la operación n1erced a la cual la re­presentación inconsciente «interior del cuerpo de la madre» se constituye como «sexual» al asun1ir la inar­ca fálica, modelo primario del corte del sexo, al mis1110 tie1npo que se distingue de la heterogeneidad del refe­rente fálico. El representante inconsciente es portador de la marca fálica al ser significante de goce; c01no tal, sin embargo, sólo constituye uno de los medios del goce y deja de lado el otro término, el objeto sin signo y sin imagen y, sin embargo, priinordial. En ese sentido, el representante inconsciente se distingue del falo, a la vez significante y objeto de goce; la castración designa

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en esencia la separación entre la unidad funcional del sistern.a inconsciente (el representante inconsciente o significante en el sentido lacaniano) y el falo, que sólo se puede evocar contradictoriamente como significan­te fuera del texto y objeto sin imagen, referente hetera- . géneo y fallante [défaillante] respecto de todo lugar asignable del orden del goce.

El goce es la experiencia de la relación con el falo, el encuentro del referente del orden inconsciente que cada cual, hon1bre o inujer, sólo alcanza a través del otro. Allí donde se abre el espacio del ainor. El orgasmo testimonia lo extraordinario de este encuentro, aun si la verdad que impone es vulgarmente ignorada: se ca­racteriza por la movilización y la liberación de un flujo de energía, el goce propiamente dicho, inconmensura­ble con las experiencias parciales que sólo ponen en juego una cantidad lirnitada de energía produciendo placer focalizado en una parte del cuerpo. Porque en el ainor «verdadero» el encuentro del falo revela lo extra­ordinario del campo de fuerza del orden inconsciente; cainpo organizado por el núcleo fálico ya fisurado y cu­yo forn1idable poder no puede reconocerse en la común inedida o razón, a la que estamos habituados, del or­den consciente y de su razonable economía.

El falo sólo se encuentra en el amor, pero la relación con la castración es una elaboración constante en la vida psíquica: tal relación determina la verdadera posición sexual del sujeto, puesto que la castración no puede reducirse a los datos exclusivos de la anatomía. Y, sin embargo, la anatomía se revela co1no determi­nante, puesto que interviene en el proceso que organi-

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za en forma diferente para el hombre y la mujer la re­lación con la castración, definida como el conjunto de operaciones que hacen que el representante incons­ciente (significante) sea la unidad funcional del siste­ma inconsciente.

Retomemos aquí la inás ejemplar de las representa­ciones inconscientes: me refiero a la representación narcisista primaria. Indudablemente, ahora podemos formular con mayor nitidez en qué consiste el duelo que ha de hacerse con esta representación: se trata de tomar en cuenta la operación de la castración. Opera­ción doble, recordémoslo: por un lado, asegura la pér­dida del niño maravilloso -es decir que, por el clivaje que instaura, le otorga su estatuto de representante inconsciente radicalmente «reprimido» de lo que se or­ganiza como sistema consciente-; por otro lado, para constituirla como una unidad funcional del sistema inconsciente, la distingue de lo heterogéneo que torna fallante al referente fálico, al mismo tiempo que le Ün­prime su sello. La representación narcisista primaria del niño maravilloso basa su poder fascinante en su eminente valor de representante del falo, que se obser­va en las formulaciones más conscientes: carne [uian­de] de la madre y «sangre» del padre, carne de su car­ne [chair de leur chair] y otras, significante y producto de sus deseos.

Una vez planteado esto, repitámoslo, la experiencia de «pérdida» de la representación narcisista primaria, como de toda representación inconsciente, se inscribe en forma muy diferente según los datos de la anato­mía. Cualquiera que sea el momento supuesto en el

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que la niña advierte la existencia de su sexo, el proble-1na se plantea en términos de falta del pene: ¿ha sido perdido, va a crecer como el que ella atribuye asuma­dre, en contraposición a lo que le indica la percepción? Tarde o te1nprano se verá obligada a aceptar la evi­dencia de que carece de pene. Si, como corresponde hacerlo, se considera a la «pérdida» de la representa­ción narcisista primaria, siempre por realizar, como constitutiva de la castración propiamente dicha, pode-1nos decir que la comprobación de la falta del pene, que caracteriza a su sexo, se inscribirá en el caso de la niña como confirmación de la pérdida necesaria para tomar lugar en el espacio conflictivo de la palabra en que se despliega el deseo, espacio determinado por la oposición irreductible del sisten1a consciente al siste­ma inconsciente. Si se tienen en cuenta, además, las experiencias que el psicoanálisis nos enseñó a conocer como «pérdida» del objeto oral en el momento del des­tete, y luego del objeto anal, vivido como abandono de una parte del cuerpo, se con1prende que la fase «fálica» de la niña se inscribe, en el momento de su declina­ción, en una serie homogénea de experiencias de pér­didas, de separaciones, o de falta, que encuentra lugar naturalniente, por así decirlo, en la estructura del in­consciente regido por la castración.

Un ordenamiento tal de la experiencia, condiciona­do por los datos de la anatomía, predispone a la mujer a una relación inmediata con la operación de la castra­ción. De ese modo, ella se encuentra a igual nivel que la operación de la represión primaria, y catectiza sólo en escasa medida la operación de la represión secun-

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daria (represión propiamente dicha); para ella, las representaciones conscientemente rechazadas que constituyen lo reprimido del inconsciente, «secunda­rio» cuentan menos que los representantes del incons­ciente «primario» (el de la represión originaria). Más precisamente, toda su experiencia la confirma -si no se defiende inten1pestivainente de ello-- en una forrna de reconocirn.iento de la «pérdida», es decir, de la pri­macía determinante de la representación inconscien­te, ante la cual se atenúa el prestigio de la representa­ción consciente y el aparato conceptual que ella produ­ce. Para la inujer, no sólo las palabras [niots] conser­van, más allá de sus funciones significativas, su valor de representantes inconscientes, de significante de go­ce, lo que constituirá su habla [parole] de mujer, sino que además, en esa relación in1nediata con la castra­ción, ella encuentra apoyo para un proceso de identifi­cación propiamente sexual, que la caracteriza funda-1nentaln1ente, e inconscientemente, como inujer, con anterioridad a toda identificación secundaria con al­gún rasgo o figura de mujer.

En el caso del horn.bre, por el contrario, la experien­cia de la fase fálica y su declinación rorn.pen la ho1no­geneidad de la serie de las pérdidas: es fácil para él, fuerte a causa de su posesión del pene, engafiarse y persuadirse de que no todo el mundo ha perdido el fa­lo, de que él, como todos los hombres, lo posee. El efec­to de esta confusión inevitable es sirn.ple: ella confir­mará y redoblará la represión secundaria inediante la cual la verdad de la castración, de la que dan testimo­nio los representantes inconscientes, será negada rnás

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sólidarn.ente -lo cual, por afiadidura, conjura acceso­riarn.ente el te1nor infantil de perder su pene-. El dis­curso del hombre, que se constituye así con1.o discurso de la represión secundaria (represión en el sentido co­rriente del térinino), se organiza entonces claramente con1.o rechazo de la castración, desconocimiento del in­consciente y, por ende, modo de exilio del goce.

Con1.o quiera que sea, robustecido por la ilusión te­naz de no estar castrado y de poseer de algún modo el falo, al estar provisto de un pene, el hombre se limita­rá a la prünacía de las representaciones conscientes, al valor significativo de las palabras, elaborando siste-1nas conceptuales con la inquebrantable pretensión de producir un discurso universal cuya única función es, en realidad, la de ocultar la verdad del discurso in­consciente y la radicalidad ineludible de la castración. Sólo al chocar, al desarrollarse su experiencia, con los escollos de la «roca de la castración», se verá llevado a interrogar retrospectivamente la realidad que se cons­truyó para intentar reencontrar el suelo real del que se exilió. Más precisamente que su madre o su origen, lo que redescubre es su lengua rnaterna, articulada «al non1.bre del padre», y holla a la postre su tierra natal, donde yace, vivo, el falo sin atadura. Contra la función de represión del discurso del h01nbre, la protesta de la mujer no carece de fundamentos cuando denuncia su tendencia hegemónica; pero se trata del discurso de la represión, discurso del poder sin duda alguna: lo con­trario, absolutainente, de un discurso llamado falo-céntrico, que sólo podría consistir en un reconocimien­to de la castración.

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En forma correlativa a una evidente determinación anatómica, el sexo se caracteriza así como un modo de entrada en el discurso, como una posición subjetiva ra­dical que se elabora a partir de la heterogeneidad es­tructural del falo. Provisto en su cuerpo de un pene, sostén objetivo de la unidad significante del falo, el hombre situará «yo» Ue] en el corte que separa la re­presentación consciente del representante inconscien­te; posición que deja de lado la otra parte, objet a l, del falo, fallante a todo lugar asignable. La posición mas­culina, que continúa elaborándose de ese modo, sólo conserva del concepto inconsciente de castración el corte entre representación consciente y representante inconsciente, dejando de lado el clivaje entre falo y re­presentante inconsciente, que borra mediante la hi­pótesis simplificadora de una identidad de estructura de los dos términos concebidos como significa ntes; el efecto de esta posición masculina es sostener la reali­dad de la castración merced a la sobrecatectización de la representación consciente , separa da, sin duda algu­na, de la representación inconsciente que la ha engen­drado, y privilegiar así la realidad consciente en la que se apoya. El destino masculino quedará marcado por la h ipoteca absolutamente constrictiva de su hipótesis simplificadora, y no cesar á de perseguir, por n1e dio de todas las astucias de su razón y contra estas, la otra mitad de la verdad del falo, su falla intrínseca, de rea­lizar la castración.

Nada predispone a la mujer a reducir al falo a un puro significante. La catectización privilegiada que ella sostiene del representa nte inconsciente implica

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un reconocimiento del clivaje distintivo entre la uni­dad funcional del inconsciente y el falo, objeto y causa del goce. El «yo» Ue] del habla [parole] de una mujer se ubica entre el falo y la unidad funcional del represen­tante inconsciente. Sin embargo, a través de esta posi­ción subjetiva, la mujer tiende a atenuar la diferencia de los sistemas, a hacer predominar en el orden cons­ciente el valor significante de las palabras y represen­taciones en detrimento de su valor significativo; corre­lativarnente, esta confusión entre los órdenes atenúa de algún modo el valor de goce del significante, obli­gándolo a privilegiar la función objetal del falo como único garante del goce. Tal es el destino femenino, imaginar un falo, ya que conoce de1nasiado bien la extrañeza y la evanescencia del falo.

En este enfoque del sexo que impone el trabajo psi­coanalítico, lo que importa es que la determinación se­xual es un hecho de discurso, una posición subjetiva radical que revela que no hay discurso universal legí­tin10, porque no existe un discurso asexuado. Así, el es­pacio propio del discurso se revela como separado en dos sistemas, masculino y femenino, que se distin­guen a partir de la castración por cuanto ella ordena con una verdad a medias la relación con el falo. Dis­cursos marcados, en su «origen», por el clivaje del sexo; sería insuficiente pensar que pueden mantenerse en «estado puro», pero, por su necesaria e inevitable im­bricación, y cualquiera que sea su predominio respec­tivo, constituyen lo que se ha discernido desde hace ya tiempo como «bisexualidad»; se puede afiadir a ello que esta imbricación puede llegar incluso a invertir

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para cada uno el predominio «natural» del discurso de

su sexo.

El goce, escribíamos, es la experiencia de la relación con el falo, el encuentro del referente del orden incons­ciente que cada cual, hmnbre o mujer, sólo alcanza a través del otro. Allí donde se abre el espacio del amor.

En la mujer amada, todo es fuente para mí de e1no­ción incontenible. Me siento otro; toda ella y cada una de sus partes ine otorgan una extraña certeza de salir de mis límites; nada reemplaza su presencia, y el sa­ber que siempre anhelo decirle «te amo» rn.e reconforta en la certeza de que en ella, por ella, con ella, arderá una fiesta de verdad. Su «belleza» ine presenta ya las luces de la fiesta a la que estamos invitados, ya que ella conoce sus secretos de una inanera muy distinta que yo. Debo regresar a mi sillón de analista, exacta­mente el mismo en el que escribo, para volver como todos mis analizandos a esta experiencia de verdad y, en particular, para renunciar a la facilidad de desco­nocerla porque amar sería difícil para un psicoanalis­ta, o indigno de su condición. Es necesario que pueda escribir qué quiere decir amar, qué constituye su ina­ravilla, sus impases y sus fracasos.

Para el ho1nbre, amar es reconocer, en una inujer, que ella le da acceso a la castración primaria, la que al distinguir referente fálico y representante inconscien­te permite que aparezca lo que no puede ser n1irado: el falo inválido. Gozar en ella, de ella, con ella, da testi­monio de un encuentro con el falo que sólo puede pro­ducirse en el espacio del amor. Aunque disponga de

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múltiples medios para engañar se, nada puede permi­tirle al hombre enfrent arse a solas con la castración primaria. Recordemos qu e su invalidez consiste en la inevitabilidad de su desconocimiento de la falta del falo que lo constituye como hablante y deseante; acer­ca de la verdad de la castración, lo único que sabe es la diferencia entre lo visible y lo invisible; pero la otra ca­ra permanece oculta: la que permite articular la lógica de lo no representable, la diferencia entre los elemen­tos invisibles y el ojo horadante /penetrado que los or­ganiza cual centro de perspectiva, entre los represen­tantes inconscientes y el falo . Sólo animado por una pasión de clarividencia el hombre puede intentar re­construir la hipótesis, entrever la verdad del ojo en la tu1nba, del fulgurante enceguecimiento final de Edi­po, articular laboriosainente las pruebas de la existen­cia del falo. Buscando sin saberlo la castración, se ha­rá «investigador», se revelará a veces como inventor. Para ello, sin embargo, se requiere que conserve algún vigor, a fin de ir más allá de los caminos surcados por seductores carriles, trazados sobre el n1apa de las nor­n1as de vida del ho1nbre honesto: filosofía, investiga­ción científica, creación artística, explor ación, etnolo­gía, psicoanálisis; o que sepa conservar alguna ironía frep.te a actividades tan perfectamente «viriles» como las de todos los constructores de familias, de fortunas, de rutas, de r epresas(!), de ciudades, de sociedades, de imperios. Necesita una gran virtud para no limitarse a las legítimas satisfacciones que le procuran estas no­bles actividades y conservar viva la sed de conocer la otra cara de la verdad, la que no puede alcanzarse a

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solas ni en la ilusión compartida de una colectividad homosexual o de una sociedad sin sexo. Ello supone, en primer lugar, una renuncia clarividente a la fe en una omnipotencia fantaseada, canalizada subrepti­ciamente por el ejercicio del pensamiento, por el des­pliegue de actividades «creadoras»; y, sobre todo, un corazón abierto al riesgo de amar sin garantía posible de que no ha de perder sus más tornasoladas plumas, sus más firmes convicciones, su etiqueta de hombre honesto, incluso. Nada puede reemplazar el conoci­miento del falo, que únicamente se logra por la expe­riencia del goce; el sexo es su camino absolutamente imperioso, camino en el cual la mujer amada le abre al hombre el espacio de esa otra mirada sobre lo invisible en la que se separan y se organizan, en su nacimiento, brote, despliegue y fulguración, la tierra, el agua, el ai­re y el fuego.

La mujer está comprometida de otro modo en este camino del amor; lo que encuentra en el hombre ama­do es su imagen y su nombre de mujer. Beatriz. A tra­vés del cual se abren los caminos. Valiéndose de su identidad sexual, espera del hombre su lugar en el or­den de los cuerpos y su función en la gramática del idioma que se habla. Pero, sobre todo, lo que espera siempre es que, al darle su nombre y dotarla de su imagen, el hombre le testimonie ante todo que recono­ce su identidad de mujer, su familiaridad primera y última con la verdad de la castración. Nada de lo que puede esperar del hombre (y lo espera todo) puede ser recibido sino como suplemento de este reconocimiento de que ella es mujer y que habla del sexo desde un lu-

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gar de certeza. Para ella, gozar es encontrar en el , hombre los nombres e imágenes del falo: todo lo que la a~tividad industriosa del sexo masculino despliega co­mo otros tantos retoños de la instancia fálica reprimí- ' da le ofrece la mediación visible, concreta, designable, mediante la cual se realizará para ella el encuentro del doble que se adapta realmente a su cuerpo, su in­quietante y familiar Nebenmensch, el falo. No obstan­te, para que este encuentro pueda producirse real- , mente, para que la mujer pueda gozar con el hon1bre, se requiere, empero, que ella se desprenda de la posi­bilidad siempre presente de una fuga solitaria: la de la catectización de su cuerpo como objeto fálico, la insta­lación en un sólido narcisismo (en el sentido ordinario de narcisismo secundario) que convierte a su cuerpo en el objeto privilegiado de su amor. Anticipándose al incierto deseo de un hombre, ella le roba su mirada y se , ilusiona con capturar totalmente sola su Nebenmensch en la gracia de su cuerpo. Me amo, me cuido, me acicalo; me ornamento engañosamente con el brillo de mi án­gel guardián, infantil, seductora, distendida en una sonrisa de satisfacción ante mi imagen de mujer; eso, al menos, aparece como seguro. Y la suerte está echa­da; ella se engaña a sí misma antes de engañar al hombre lelo que se precipita sobre la hermosa criatu­ra demasiado contento al recibir en envoltura de re-

' galo el estuche inviolable con el sello de la imagen de la joya que encierra.

Si me amas, es por lo que me he hecho. Permanece­ré evidentemente insatisfecha, ya que no reconoces, en la bella persona tras la que me he atrincherado, mi

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identidad primaria de mujer, y nada puedo recibir de ti; ni siquiera, y esto es lo peor, que me hagas gozar; pero si se te ocurre no adorarme tal cual, es porque no ine amas: pues siento que quieres destruir lo inás caro en mí, la imagen que yo inisma he pintado de mí nüs­ma y que debe encerrar, sie1npre oculta, la maravilla que me guardo. Y el hombre valeroso, sin chistar, des­garrado, confundido por tanta lógica, pone su corazón en bandolera hasta que, en un sobresalto de rabia y despecho, encuentra otra «verdadera mujer», cons­truida sin duda a partir del mismo modelo. Tal es la mujer llarn.ada narcisista, que la ideología, volando en ayuda de las disposiciones victoriosas de la estructu­ra, propone al consumo de las inasas; mujer castrado­ra también, no tanto por los brillantes dientes que la sonrisa del afiche revela, sino, y sobre todo, porque despoja al hombre de la vía regia de acceso ... a la cas­tración.

Y, sin embargo, por cautiva que esté de sus propias trampas, una mujer, como se suele decir, sigue siendo mujer para quien sepa tomarla. Convencido de amar a una mujer, empero, el ho1nbre no es nada lúcido, por no decir algo idiota. Con una lógica absolutamente tri­vial protestará afirmando su amor con la exhibición de todos sus atributos fálicos, pálidos retoños del sol negro cuidadosamente enterrado. «Te amo», repetirá. Y añadirá, en tono mayor: te doy todo lo que tengo, mira y prueba su sabor, su belleza; pienso, trabajo, produzco, poseo y, es obvio, la prueba de ini deseo es que se me para; puedes contar conmigo. Y en. tono me­nor, tan sincero como astuto, dice: sin ti nada soy, un ,

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niño perdido sin coraje y sin deseo; te necesito. Al fin y al cabo, es muy simple: puesto que te amo así no pue­des inenos que amarme. Es cierto que ella encuentra en el ho1nbre el tornasolado despliegue de los nombres

e imágenes del falo, y que esto le sirve como mediación para calibrar al Nebenmensch q u e la acosa, como llave en las puertas del goce. ¡Pero qué bella einpresa la de ofrecerle ese plumaje que constituye a todo hombre, lo quiera o no! Sólo la ingenuidad excusa a la injuria. Co­mo un niño inmortal, convencido de ser en carne, hue­so y palabras la prueba de la existencia del falo, el amante algo insuficiente da así, como si se tratase de una maravilla, su trivialidad, pero está dispuesto a proclainar su arnor imposible si la mujer que intenta seducir no responde con int ensa efusividad a su gene­rosa oferta. Hace falta, sin embargo, que la mujer sea inujer de poca vida para que se deje captu rar por lapo­breza de esta lógica. E l amor se alim.enta de seüuelos más ricos. Mujer amada, te ofrezco un guijarro que he-1nos visto juntos en el camino: no es mío y con él te doy el sol, la luna, las estrellas y el cielo que brillan en ti, que se reflejan en él, el gris, el azul, el verde y el pla ­teado, prenda de goce, objeto mudo que te dirá en todo momento: te aino.

Haría falta, quizás, escribir algo más acerca de lo que quiere decir amar y, en particular, acerca de la sin­gularidad de los rasgos y la especificidad de su organi­zación que detenninan para cada cual la elección del

. objeto amado: color de los ojos, curva de la cintura, lu­nar, ritm? del cuello. Sin embargo, por un lado la in-

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vestigación psicoanalítica no añade a lo que aporta la experiencia común sino una luz más precisa sobre el origen y la fijación de los rasgos determinantes de esa elección, y, por el otro, parecería que estas operaciones no son fundamentalmente diferentes para el hombre y la mujer. En otras palabras, la lógica de la propia estru cturación fantaseada a través de la cual se labra el deseo no difiere, en uno y otro caso, más de lo que lo hacen un automóvil supuestamente «de mujer» de un automóvil supuestamente «de hombre»: para reencon­trar el corte del sexo se debe considerar el conductor, la posición subjetiva que lo maneja. La frigidez de la mujer narcisista no puede ser resuelta a través del simple desmontaje de las implicaciones fantaseadas que presiden la elección del objeto sexual; lo que nece­sita, en verdad, es un análisis de la represión de su narcisismo primario, gracias al cual se sostiene su po­sición de atrincheramiento en el amor de su imagen; del mismo modo, las fallas sexuales del hombre no pueden superarse sin un análisis radical de su posi­ción masculina, construida por entero sobre un desco­nocimiento de la castración. En múltiples ocasiones, basta con que una mujer tome al hombre la palabra en su ostentación, lo ame y se lo manifieste en un vivo de­seo de la gloria resplandeciente de su sexo en erección, para que su vigor palidezca y se retrotraiga. Es que te amo, le dice la mujer, y el hombre escucha, no sin ra­zón, que es amado no sólo por su plumaje sino por lo que ella supone que el deseo del hombre implica como amor hacia ella, o sea, por su posición sexual, por su proximidad del falo; lo que ella le ofrece amándolo.

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Pero es más de lo que el hombre de paja de la ideología sexologista puede soportar, y es la desbandada ante el goce, ante el posible encuentro del modelo fálico, ante lo que amar implica como reconocimiento de la castra­ción. He ahí donde se origina, donde se legitima inclu­so, en un desconocimiento perpetuado de la castra­ción, la distinción entre el deseo y el amor. Preocupado ante todo por preservar el desconocimiento mediante el cual se ilusiona con ser un hombre, un «verdadero» ( . . . pero sólo una verdadera fantasía), producirá el si­guiente síntoma, tan común: «Vea», dirá, «a la mujer que amo la respeto, y fornico con las que me son indife­rentes». Sin duda, el deseo y el amor no son lo mismo: pero hacer de la exclusión del uno la condición del otro ejemplifica la impotencia mayor, la que consiste en no poder mirar de frente la verdad de la castración.

En más de un sentido, los impases y los fracasos del amor son nuestro pan cotidiano; se requiere mucha vi­gilancia para desarmar las múltiples trampas que oculta la aparente complementariedad de los sexos y la combinación compleja de dialécticas h eterogéneas: las de las representaciones conscientes entre sí, las de las representaciones inconscientes entre sí, y sus rela­ciones conflictivas, las de los representantes incons­cientes con el referente fálico, por último. Aunque sólo sea en la aseveración «tu es lafenime quej'aime» (eres la mujer que a1no), que se articula, naturalmente, a nivel de las representaciones conscientes, subsiste la ambigüedad en cuanto a los predicados posibles de «la femme» que el «tu» designa y que el «que» relaciona; pero si pasan1os a nivel de los representantes incons-

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cientes (de los significantes), la aseveración se des- . compone y se despliega en «tuen> (matar), «que j'ai» (que yo tengo), «queue» (cola, y también la palabra vul­gar para designar al pene), «affame» (hambrea), del mis1no modo que en las representaciones inconscien­tes se encuentra tan a rn.enudo la imagen de una ge-

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' nou (rodilla), donde se aúna todo el enigma de la ar- , ticulación de la pareja: je-nous (yo-nosotros). Final- ' inente, si consideramos la huella fálica, la heteroge­neidad intrínseca que cada representante inconscien­te vehiculiza,je, tu, que o femme asumen la consisten­cia de un clivaje aún más radical que el de su ambi­güedad significante. En esta imbricación de laberintos más de un alma bella puede extraviarse y los amantes más apasionados encontrarán una inina de pretextos para sus disputas .

En una medida por lo menos igual a las trainpas que tiende la complejidad de la estructura, los impa­ses del amor se cierran por el peso de las ideas reinan­tes, de los inodelos de hombres, de mujeres, que toda sociedad propone e impone: por afectuosas que ellas sean, por valientes que sean ellos, estas n1ujeres y es­tos hombres modelos, inevitablemente, no son más que sustitutos pervertidos de lo que cada uno debe in­ventar para vivir.

No tenemos opción. Ninguna ideología, aunque sea de buena naturaleza, ninguna filosofía o religión, por insistente que sea su presión, pueden dispensarnos de cumplir nuestro destino. Ciegamente, arremetiendo o retrocediendo, pese a toda nuestra buena voluntad o contra ella, sobre la trama de todas las divisiones se 1

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tejen de continuo las infinitas variaciones de la misma historia, siempre ya iniciada, incompleta hasta el fin de los tiempos. Cada una de las que dejamos escribirse llevará un nombre: su sello de verdad será el de ser do­ble, de un h01nbre y de una inujer.

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3. Teresa, o sobre la pulsión de muerte

«In memoriam» [«Pour acquit»]. Primera palabra de todo epitafio antes de que se inscriba el «aquí yace». Vivimos en una situación de deuda insaldable que nuestra conciencia nos incita a saldar [acquitter], al mismo tie1npo que el inconsciente testimonia que no podemos desligarnos de ella, al no haber acreedor identificable alguno. Así como la historia no concluye, la cuenta tampoco se cierra. Nada podrá permitir sal­dar cuentas con un acreedor que no comparece. Aun­que declaremos muerto a Dios, aunque hayamos ma­tado a padre y madre, suprimido al tirano, nos queda en el corazón una cuenta por saldar. ¿Pero a quién?

Teresa, sin embargo, se siente liberada. Estaba aún en la cuna cuando su madre murió y su padre desapa­reció en la guerra. Y, a la inversa de muchas de sus hermanas huérfanas que no logran matar a sus pa­dres inuertos, Teresa, al parecer, los ha enterrado co­mo corresponde y ha concluido, como en los libros, su trabajo de duelo; ni las entidades que se ocuparon de ella ni su tutor fueron nunca objeto de pasiones con­flictivas en las que habría podido consumarse un due­lo no hecho. Ella es lúcida, perspicaz, eficiente en sus tareas, que lleva a buen término sin otros problemas que los habituales. ¿Por qué viene entonces a analizar­se? Precisamente, por su aparente tranquilidad y el

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sentimiento muy intenso de no tener ni deuda ni cuen­tas atrasadas, de haber hecho un corte en su historia -que conoce bien y narra sin dificultad-, un corte neto y que salda toda cuenta. Incluso su vida amorosa es tranquila, de vínculos que no la compro1neten por completo y relativamente prolongados, inas sin llegar nunca a lo definitivo. No hay cuentas atrasadas, y es c01no si le faltase lastre, obstáculos, apoyos que nada o casi nada revela, salvo una inestabilidad, más cíclica que reactiva, de su estado tímico. Tardó rnucho, vaciló largo tiempo antes de comenzar su análisis, intentó convencerme de que le dijese que, hablando «a con­ciencia», no había que emprender la aventura .

En relación con dos secuencias, tres quizá, cada una repetida en inúltiples ocasiones, tuvimos oportunidad de franquear la barra de ese trazo destinado a cerrar toda cuenta. La primera es onírica: una suntuosa ma­tanza de policías, soldados, SS más o menos disfraza­dos bajo otros uniformes: el suefio, siempre igual, en el sentido de que las peripecias que llevan a la rn.asacre son simples y breves, contrariamente a la represen­tación, detallada minuciosainente y digna de las ni.ás célebres batallas de la iconografía; en ella destruye con su1naria justicia todo lo que inatar se puede, des­pedaza, y finalmente destripa con una satisfacción ne­ta, de ser posible vivos aún, a todos los que están a su alcance. No me oculta que su placer sería por lo menos igual si hiciese lo mismo conmigo. Es sincera, sin soni.­bra de culpabilidad.

La segunda secuencia se repite en su actividad pro­fesional, donde se ve llevada a encontrar personas que,

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sin queja, amenaza o conjuración alguna, han deci­dido matarse. Nunca hizo oídos sordos al secreto de esas personas; ni.uy por el contrario, las entendía con sorprendente agudeza. Pero tampoco logró nunca que quienes las rodeaban to1nasen en cuenta la inminen­cia del pasaje al acto, como si, entre lo que ella estaba segura de haber percibido, algo no pudiese transmitir­se del todo por su boca. Y cada vez, en cada ocasión un

' peso la acosaba hasta el tormento: ¿no sería culpable de alguna falla?

La tercera secuencia, más imprecisa y quizás ni.ás incierta, la encuentra en el círculo fainiliar de sus her-1nanos y primos: Carlota con los nifios.1 Serena, feliz y

tranquila como nunca: milagro en el caso de estos ni­fios, que nunca han estado más pacíficos, imaginati­vos y juguetones; para ella es la culminación, casi la reco1npensa de la semana. Pero, sostenida por sus fieles vínculos a medias, nunca tendrá, sin duda, rela­ciones totalmente propias; es posible, incluso, que, sin que nada se perciba de un drama secreto, no las desee

realmente: a lo sumo una sombra. ¿Cóni.o no comprender que estos idílicos juegos y

ni.eriendas de nifios son hoy, sin la menor distancia del recuerdo (¿y qué recuerdos podría tener?), las horas de luz y de paz que encuentra y reencuentra cada sema­na, co1no aquello que no entra en sus cuentas salda-

1 Goethe, Las desventuras del joven Werther: «Ella tenía un pan negro del cual cortaba un pedazo para cada uno de los pe­queños, ora p ara este, ora para aquel, en proporción a su edad y a su apetito. Servía a todos con el mayor donaire, y todos le agra­decían a gritos, cándidamente ... (16 de junio)».

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das? ¿Cómo no decirle que lo que ella no puede hacer oír acerca de la muerte in1ninente de las personas a las que escucha es el efecto de su negación de toda deu­da, es la réplica en el otro de lo que está convencida de haber inatado, liquidado, enterrado de ella? Y lo que deja aparecer en esas circunstancias dramáticas es un suspenso en el que la muerte no es segura, el tiempo en el que habría podido decir al que iba a rn.atarse: ¿pe­ro a quién quiere matar? Pregunta que no puede for­mular, ya que no puede interrogar siquiera el «pour acquit» que pretende liquidar, en su historia, la deuda inconsciente, y encerrar en el olvido de un panteón al acreedor anónüno. ¿Cómo no reconocer, finalmente , que no cesa de saldar con prodigalidad su cuenta con el tirano y, por ende, de reconocer un pasivo inagota­ble, en las masacres suntuosas que se ofrece en sueños repetidos? Donde reencuentra al fin la pasión que la anima, hasta en la paradójica pero tranquila organi­zación de su vida.

Esa cuenta a pagar es saldada siempre en forma fa­laz, el asesinato por perpetrar sólo se realiza equivo­cándose de víctüna. Igualmente, la exigencia de la deuda, el éxito en la concreción de una muerte, se repi­ten constantemente. Son nuestra fuente de vida, tan tenaz, determinante y presente en cada minuto como un odio visceral. Esa fuerza de repetición que nos inci­ta a vivir cada instante de nuestra historia es más po­derosa que el «amor al prójimo». Freud la llamó pul­sión de muerte. Lo que se debe mata r son las construc­ciones y fantasías que pretenden dar cuenta de modo

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unívoco de nuestra filiación o, para ser más precisos, que focalizan en un punto de origen la fuente de las fuerzas que nos animan. Al inis1no tie1npo, somos ver­daderamente los «hijos de Dios» -y mejor sería, fieles al Antiguo Testamento, no nombrarlo-- y deicidas. De lo que debemos separarnos absolutamente para existir es del falo; pero tampoco podemos borrar en nosotros la cifra de ese mismo falo: circuncisiones, bautismos, iniciaciones no son inás que su sello repetido, sea que se lo considere redentor, propicio o conjuratorio. Se aferra ciegamente a nosotros y debemos deshacernos de él para reconocerlo: la rabia de vivir nos anima co­mo un esfuerzo siempre impotente/victorioso para li­berarnos, pese a todo, de lo que está engarzado en ca­da una de nuestras palabras, adherido a cada una de nuestras fibras: ese falo diabólico del que debemos se­pararnos, «des-sexuarnos» [dissexer], a fin de tener al­guna razón para vivir y alguna esperanza de goce. Ta­les son el objeto impensable, el trabajo a realizar per­manentemente, la meta siempre buscada de la pul­sión de muerte.

Como las de Dios (o las del diablo), las figuras del fa­lo son múltiples, tanto más cuanto que no tiene ningu­na, y cada historia nos presenta nuevas figuras en las que se halla engarzado. Lo que se debe reducir a más­caras son estas figuras siempre renacientes. ¿Pero existe acaso algo más terrorífico que un rostro que arde o se descompone, aun si son los rasgos de la bella los que deben delinearse a través de los rasgos de la bestia?

En el caso de Pierre-Marie, es la figura del niño-no­muerto-para-el-consuelo-de-su-madre la que tiene po-

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der sobre toda una vida y le dicta lo que debe hacer, sin que sea posible la desobediencia. Desde cierto punto de vista, y por un tiempo al menos, eso lo tranquiliza. Piedra basal de su inconsciente, la representación narcisista priinaria Pierre-Marie-nifio-que-consuela reina como por un derecho divino sobre la vida de su sujeto. Entronizada por haber sido escogida a partir de la fantasía de la 1nadre, e investida de la dignidad fálica, gobierna, con todas las representaciones «origi­nariamente» reprimidas, la lógica feroz de un sistema que permanece invisible, inaccesible, intocable: el in­consciente. Su poder se refuerza por todo el desconoci­miento del sujeto; si él le dice: puesto que eres inn1or­tal, sólo vivirás, amarás y hablarás en tu nombre más tarde, cuando tu madre haya muerto, cuando tus hijos y nietos sean, también, sujetos fieles y sometidos, Pierre-Marie obedecerá sin vacilar perinde ac cadaver. A 1nenos que un síntoma, un insidioso y tenaz retorno de lo reprimido, manifieste, con su desorden, que en un reino semejante no hay otro sujeto que el subverti­do. Perturbación que insinuará que el atrinchera­miento inconsciente en el que el tirano basa su poder impone al sujeto una división entre su condición de exiliado y su identidad de testigo sin pruebas de la castración. En la neurosis obsesiva de Pierre-Marie, lo que el síntoma soporta es una sorda y feroz rebelión del sujeto, en el seno del atrincheramiento del que par­ticipa; en su fantasía de perfecta obediencia a la re­presentación narcisista prünaria, surgen secuencias violentas y vengativas: epopeyas guerreras que se re-1nontan a edades arcaicas, con su cortejo de muertes

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salvajes, de destrucciones ciegas ... que dejan intactas la fortaleza fantaseada y su gobernante. Así, Pierre­Marie perpetúa en su ünaginación sangrientas orgías en los transportes en c01nún o en los apacibles congre­sos profesionales a los que concurre con pretextos fa­laces; ya que es con el «desgraciadito» Pierre, su h er­mano muerto, con quien pretende arreglar cuentas a través de esas hecatombes.

En el caso de Teresa la figura que se debe desen­mascarar es el trazo que pretende dejar atrás toda su historia, con10 saldo de toda cuenta; tarea ardua como pocas, ya que con ese trazo parece haber realizado la imposible hazafia de matar realmente al tirano. Así, parece vivir con la conciencia apacible de alguien que ha cun1plido su deber y liquidado los fantasmas del pasado. Pero no es sino una sólida coartada, organiza­da con arte, en la que las potencias del ello, aunadas en la extre1na opacidad de un único trazo, constituyen una ilusión y un núcleo de falsa transparencia; cual cristal de pacotilla, que sólo refleja sin traslucir prácti­cainente nada. El falso crimen es casi perfecto, y Tu­resa corre el riesgo de dejarse capturar por el corte ar­tificioso de su trazo hasta fingir olvidar que las tiráni­cas representaciones inconscientes pennanecen intac­tas, tan voraces y feroces con10 en su frescura inicial: n1adre devorante-devorada por su enfermedad, padre engendrador-exterminado, Teresa victoriosa-abando­nada, puro odio y dulzura a la vez, dispuesta a amar. Las suntuosas carnicerías oníricas perderán su en­canto y su eficacia. Ahora, al haberlas reencontrado, para mirar y honrar como corresponde estas figuras

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Pierre-Marie-niño-que-consuela, Teresa-que-des­tri pa-por-amor: dos representaciones tiránicas que deben ser matadas. ¿Pero cómo? Las impotentes ar­mas del sueño se descargan en vano sobre estas fanta­sías: atravesadas por balas, destrozadas por grana­das, quemadas por lanzallamas, prosiguen gallarda­mente su camino y, socarronas, nos desafían constan­te1nente. Para matarlas se requieren, en realidad, otras armas, y en primer lugar, comprender que lo que es tematizada así como rebelión, lucha a inuerte, ven­ga nza que debe ser saciada, no es nada más que la elaboración fantaseada de la relación inevitable que todos mantenemos con los representantes inconscien­tes que nos determinan y nos constituyen a igual títu­lo que nuestra herencia genética, o nuestras constan­tes biológicas.

Pero la lógica del inconsciente es una lógica diferen­te a la de los enunciados (la que tiene curso legal), lo que no quiere decir que no hay lógica. En una síntesis fascinante, Freud formula sus principios: «En ese sis­tema [el inconsciente] no hay ni negación, ni duda, ni grados de certeza. [ ... ] En el inconsciente no hay nada más que contenidos más o menos catectizados. [ . . . ] A través del proceso de desplazamiento, una repre­sentación puede transmitir todo su monto de catecti­zación a otra; a través del mecanismo de condensación, apoderarse de la catectización total de muchas otras.

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He sugerido considerar a estos dos procesos como signos característicos de lo que llamamos proceso psí­quico primario. [ . .. ] Los procesos del sistema in ­consciente son atemporales, es decir que no están or­denados en el tiempo. Los procesos inconscientes tam­poco toman en cuenta de modo alguno a la realidad. Están sometidos al principio de placer; su destino sólo depende de su fuerza y de que cumplan con las exigen­cias de la regulación de placer-displacer. En resumen: ausencia de contradicción, proceso primario (movili­dad de las catexias), carácter atemporal y reemplazo de la realidad exterior por la realidad psíquica: tales son las caracter ísticas que debemos esperar que encon­tre1nos en los procesos que pertenecen al sistema in­consciente».2

Se observa desde un prin1er momento que las repre­sentaciones inconscientes no pueden tener, como ta­les, derecho de ciudadanía alguno en el sis tema cons­ciente-preconsciente. Son inaceptables (unertraglich), no a causa de sus contenidos sino de su naturaleza; son sünplemente inaceptables en el sentido de que no hay espacio p a ra ellas, en el mismo sentido en que un pez no puede vivir en una pajarera. Es, sin embargo, un antiguo sueño el de poder encontrar en nuestro es­pacio seres que no pertenezcan a él en absoluto, y la li­teratura de ficción nos describe con gran lujo de deta­lles los seres extraterrestres, zombies y otros muertos­vivos que, produciendo en nosotros un delicioso páni-

2 Freud, «L'inconscient>>, en Métapsychologie, Gallimard, pág. 97; GW, vol. 10, pág. 286.

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Muy distintos son los retoños de estas formaciones primordiales que caerán bajo el efecto de la represión secundaria, o represión en el sentido corriente de la palabra, para constituir una forma de inconsciente de segunda generación. «El segundo estadio de la repre­sión», escribe Freud, «la represión propimnente dicha, concierne a los retoños psíquicos del representante re­primido, o si no a una cadena determinada de pensa­mientos que, proveniente de otra parte, ha entrado en relación asociativa con él. Debido a tal relación, estas representaciones conocen igual destino que lo repri­mido originario. La represión propiamente dicha es así una represión con posterioridad. Por otra parte, se­ría erróneo destacar sólo la repulsión que, proveniente de lo consciente, actúa sobre lo que se debe reprilnir. Hay que tomar también en consideración la atracción que ejerce la represión originaria sobre todo aquello con lo que puede establecer conexiones» .3

Antes de referirnos a los «retoños», objetos de la re­presión secundaria, debemos añadir algo acerca de los padres. La forn1ulación que podemos proporcionar de los representantes inconscientes O.os que constituyen

3 Freud, «Le refoulement», en Métapsychologie, Gallimard, pág. 4 7; GW, vol. 10, pág. 250.

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al inconsciente de lo reprünido originario) se asemeja siempre, de algún ni.odo, a las inciertas fotografías de los ovnis; ello de1nuestra la inadaptación radical e in­superable de nuestros inodos de registro consciente para aprehender los ele1nentos del sistema incons­ciente en su extrañeza fundamental.

En el análisis del sueño «del unicornio», de Philip­pe, relatado en otro trabajo, tuve oportunidad de pro­ducir una transcripción de este tipo, una suerte de fór­mula de ensahno: <<Poordjeli». Para distinguir la foto del modelo, llamaremos a este último, siguiendo a Freud y tal como hemos hecho hasta el presente, re­presentante inconsciente, y a la foto (Poordjeli en est e caso), representación de representante inconsciente o, por condensación, representación inconsciente. Sólo a través de un lento trabajo de decantación psicoanalí­tica pudo aparecer la representaciónPoordjeli; en rea­lidad, todo el trabajo psicoanalítico, como es habitual, se había ejercido en relación con los ret011.os de los re­presentantes inconscientes, y particularmente del modelo de Poordjeli. Todos los retoños tienen lazos de parentesco con el original, situables en particular en la composición de sus figuras literales, donde OR, LI, PO y JE se presentan con constancia e insistencia: Paul, Georges, Lili, peau (piel), corne (cuerno), corps (cuerpo), or (oro), rose (rosa), entre otros; pero también pueden discernirse, en una forma de escansión, en la elisión de la articulación central del enunciado,poord' jeli, Philipp', Georges, Philipp' j'ai soif (Philippe tengo sed); finalmente, a nivel de los contenidos significati­vos de las representaciones, otros modos de paren.tes-

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- boire (beber). Estos son los elementos que constitu-yen las representaciones reprimidas con posterio­ridad, a partir de las cuales se efectúa el trabajo del psicoanálisis; se corporizan y se dicen en palabras, en figuras y fónnulas discernibles con nitidez, tales como «Philippe chéri» (Philippe querido), «trésor de Lili» (te­soro de Lili), <<}oli corps de Lili» (lindo cuerpo de Lili). El unicornio que aparece en un sueño, levantando el velo de una represión con posterioridad, tiene, en ese caso, el privilegio de constituir el análogo más notable de la representación Poordjeli del representante in­consciente originariamente reprimido; por un lado, tanto en su nombre como en su figura reúne, desplaza y condensa, como lo haría el proceso primario, lama­yor parte de los elementos de la familia de los retoños; por el otro, en su forma significante, ünita a manera de contrapunto la representación inconsciente Poord­jeli. El proceso psicoanalítico se emprende sólo traba­jando sobre los retoños del representante inconscien­te, y descifrando las formaciones que se originan en la represión con posterioridad. Pero la diferencia entre el psicoanálisis y uno de sus productos bastardos más perversos, la psicofilosofía psicoanalítica, se establece sólo al referir las figuras así reveladas, el unicornio en este caso, a la representación Poordjeli del represen­tante inconsciente que la engendró mediante la serie de sus retoños. En otros términos, el psicoanálisis se caracteriza por tomar en cuenta al proceso primario como tal y, en consecuencia, por hacerse cargo de su

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irreductibilidad a todo acomodamiento que lo haría «presentable» o, incluso, «representable» en las esce­

nas de la razón o accesible a la concepción restrictiva del sentido «común».

Se observa, así, de qué manera el trabajo del psico­análisis se consagra a un enfoque y un modo de discer­nüniento de los representantes inconscientes, sin que ninguna traducción (o transcripción) pueda pretender ser absolutamente fiel. Pero no basta con describir el enfoque; cualesquiera que sean los riesgos de la em­presa, hay que intentar, como Freud comenzó a hacer­lo, la formulación de los caracteres específicos del re­presentante inconsciente. Lo que constituye su esen­áa, por así decir, es su carga energética: como si sólo estuviese constituido por un lugar virtual sin conteni­do representativo o representable propiamente dicho, pero donde se manifestase una cantidad de energía pulsional. Como se observa en el análisis de Philippe, lo que la representación inconsciente Poordjeli repre­senta es, en efecto, una impulsión motriz figurada co­mo un movimiento de voltereta. Pero sería simplista atenerse a este movimiento del cuerpo, que no hace sino traducir en forma sumaria la «moción pulsional» (o moción de deseo) que constituye el núcleo del repre­sentante inconsciente. Cada representante incons­ciente está constituido por un «quantum de energía» pulsional, cuyo soporte sería vano imaginar en térmi­nos de algún átomo de representación o de algún sus­trato significativo. Sólo puede identificarse por dos ci­fras, o dos letras, a la manera de una medida de la pre­sión arterial, de la que nada puede establecerse salvo

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una cierta relación. Así, en cuanto al representante inconsciente figurado por la representación Poordjeli, las dos letras D y J se articulan en una cierta relación de síncopa: d'j, sensible a la enunciación de la fórn1ula; pero también es posible situar esta relación refiriendo los acentos de la misma síncopa a los extren1os de la fórmula: P-L (poli) [amable], a un fragmento co1no J-L (joli) [lindo] o, por extensión, al li(t)'cor(ps) [lecho cuer­po] de la representación r eprimida con posterioridad. La rigidez de esta relación se basa sólo en la perma­nencia del sistema diferencia l del que es ca usa y efec­to, en la constancia de la fuerza de la que es el lugar virtual: las cifras que intentan traducirlo, el «quan­tum de energía» que allí se presenta, las representa­ciones que allí se inscriben, son variables.

La «moción pulsional» que manifiesta así el repre­sentante inconsciente debe ser pensada-en la medi­da en que sea posible hacerlo-- en la originalidad que la distingue de los modelos físicos de la energía. La fuerza pulsional debe concebirse c01no la tensión co­rrelativa de las diferentes incompatibilidades que constituyen la «realidad psíquica>>: inco1npatibilidad entre las representaciones conscientes y los represen­tantes inconscientes (en nuestro ejemplo, entre «uni­cornio» y el representante inconsciente), inc01npatibi­lidad entre la representación del representante in­consciente, Poordjeli, y el referente fálico, que se fun­da, en realidad, en la heterogeneidad intrínseca del referente fálico mismo.

Entre representación consciente y representante inconsciente, la incompatibilidad consiste en una rela-

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ción doble y contradictoria. Por un lado, el represen­tante inconsciente produce necesariamente retoños, una forina de inscripción consciente (aunque deba ser reprin1ida con posterioridad); o, para ser inás precisos, el representante inconsciente tiende a infonnarse en el registro de la inscripción consciente, en este caso ba­jo la forma de unicornio, como si tuviese que apoyar sus posibilidades ilimitadas de movilidad en algún término diferente del falo. Pero, por otra parte, la re­

presentación consciente tiende a anular, borrar, liqui­dar al representante inconsciente, en tanto y en cuan­to impone, una vez forrn.ulado e inscripto, la negación de su inovilidad intrínseca: la variabilidad de los ele­rn.entos diferenciales que constituyen al representan­te inconsciente tiende a ser anulada por la represen­tación consciente. El unicornio fija en un número limi­tado de figuras determinadas la fuerza viva que encie­rran las posibilidades ilirnitadas de desplazamiento y condensación, inherentes a la movilidad de los ele-1nentos que con1ponen al representante inconsciente : la variabilidad posible de las relaciones D-J, P-L, J --L se reduce en gran medida. La fijeza de la representa­ción tiende a suplantar la constancia de la fuerza en su movilidad: el representante inconsciente es confir-1nado en su condición de reprimido radical, rechazado, contenido, negado en su fuerza viva.

Entre la representación del representante incons­ciente y el referente fálico la incompatibilidad consiste en que al representante inconsciente le es imposible tener en cuenta la heterogeneidad intrínseca del falo, que no puede reducirse a una combinación de cifras

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La fuerza pulsional, hemos dicho, debe concebirse como la tensión correlativa de las diferentes inc01npa­tibilidades que constituyen la realidad psíquica. Pode­mos añadir que, conforme a sus «fuentes», ella es doble y contradictoria, o, también, dividida y conflictiva: pulsiones de vida y pulsión de muerte, tal como desig­nó Freud, en última instancia, a la dualidad de las fuerzas que nos animan.

El trabajo de las pulsiones de vida se reconoce en acción en la organización aparentemente predomi­nante de las representaciones conscientes. Las fuer­zas pulsionales llamadas de vida, centrífugas en cierto modo en relación con las fuentes incon$cientes, tien-

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den a valorizar los términos positivos de las antino­mias y a producir sistemas de representaciones, cuer­pos de inscripción cuya razón primordial es, en todos los casos, la de contener, mantener reprimido, negar la «negatividad» de los otros términos de la antinomia, y la heterogeneidad misma. Pulsiones sexuales en la primera teoría freudiana de las pulsiones, despliegan como en nuestros sueños y fantasías las figuras singu­lares y los dispositivos específicos que sostienen al de­seo: rostro de mujer, cuyo perfil y color de ojos se en­cuentran en una relación determinada con la saliencia de los pómulos, mujer que es el objeto del deseo de otro hombre. Son ellas, las pulsiones de vida, las que orga­nizan la trama imaginaria con la que se teje la reali­dad del deseo. Ellas producen así fantasías de deseo n~ediante las cuales los retoños de los representantes inconscientes organizan, en una escena a medias clan­destina, representaciones alegóricas de la búsqueda del falo: caza del unicornio, búsqueda del Graal. Pero basta con que --cediendo a la tentación «imperialista>> de su poder- las pulsiones de vida, fortalecidas por sus conquistas, releguen al campo del mal (para liqui­darla) a las fuerzas más vivas, llamadas de muerte, para que la fantástica y cotidiana puesta en escena del deseo se sumerja en lo absurdo e irrisorio de una mala caricatura: en las escenas «privadas», la búsqueda del falo se convierte en «levante» de chicas por la calle o en selección de la compañera ideal mediante computado­ras. En las escenas reguladas de la vida pública se producen correlativamente, gobernadas por el produc­tor delegado de las pulsiones de vida, otras represen-

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taciones más o menos «sublimes» que glorifican la creación, el pensamiento, la ideología, la ciencia, don­de cada uno encuentra con reconocimiento la prueba del alto destino al que lo predestina la organización: ser una marioneta guiada por los hilos de un tirano perverso, figura gloriosa y abyecta del poder.

«Es inuy difícil», comprobaba Freud, «fonnarse una idea más o menos concreta de la pulsión de muerte». Ello se debe a que las fuerzas pulsionales llamadas de muerte tienden a hacer predominar lo «no figurativo» del representante inconsciente y la impensable uni­dad negativa, constitutiva del referente fálico; predo­minio que, cuando se impone, sólo puede ser vivido co­mo cuestionamiento o, incluso, ruina o destrucción de la obra de las pulsiones de vida. Ese trabajo de lo ne­gativo corre manifiestamente contra la corriente del flujo de pensamientos, de representaciones, de ideas y de sistemas que nos conduce en la dirección de una re­presión cada vez más elaborada de nuestra parte mal­dita, de lo inscripto no representable. Pero, por otro la­do, nada puede escribirse, decirse, representarse, si la fuerza de la pulsión de muerte deja, aunque sólo sea por un instante, de mantener la referencia al falo, dis­tintiva y fundadora. Se trata de un trabajo intermi­nable, de una lucha constante, ya que la función pri­mera de cada una de las representaciones conscientes, cualquiera que sea, es relegar en el olvido de una tu1n­ba la máscara inquietante del falo sin rostro.

Basta con que, por alguna causa ocasional, la catec­

tización libidinal de las representaciones conscientes por parte de las pulsiones de vida se retire o sea preca-

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ria para que surja la angustia: nos sumerge una fuer­za excesiva que, al no distinguir objeto (a) alguno, in­tenta estrechar el interior de nuestro cuerpo mismo, aliento, corazón, rifiones, en lo que este encierra de «ahna» no representable. Es difícil aprehender con­ceptualmente la pulsión de muerte, pero la angustia nos perrn.ite hacer la experiencia de ser dominados por su fuerza; precipitados en un enloquecimiento subje­tivo, nuestro único recurso es una reanimación boca a boca, cuerpo a cuerpo, palabra a palabra, de las repre­sentaciones conscientes -libidinales, se entiende-. Y, sin embargo, ninguna de las representaciones cons­cientes puede vivir, o sea, ocupar un lugar en la econo-1nía de las figuras libidinales que forman la trama de nuestro deseo, si las fuerzas de la pulsión no inantie­nen la distinción de las unidades constitutivas del sis­te1na inconsciente que son los representantes incons­cientes. Si, por alguna razón, estas, a su vez, fallan, el «aparato psíquico» c01nienza a funcionar locamente, c01no si hubiese perdido su razón de ser: la oposición conflictiva de dos sistemas radicalmente heterogé­neos. Se trata de la locura mediante la cual se mani­fiesta bajo diversas formas una organización (o desor­ganización) psíquica que se caracteriza siempre por una renegación absoluta de la heterogeneidad intrín­seca del «aparato psíquico»: sea porque, de manera pa­ranoica, proyecta con agresividad, quejumbrosidad o sensibilidad la lucha de la que se ha renegado en un irreductible conflicto «externo» entre el poder autocrá­

tico de un «yo» omnisciente-omnipotente y la inson­dable debilidad y estupidez de los demás; sea porque,

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de manera esquizofrénica, establece un corte radical suficiente, destructivo o provocador entre un yo fan­tasma y un mundo inexistente. El trabajo de las lla­madas pulsiones de muerte consiste en asegurar en forma constante, contra la formidable tendencia unifi­cadora de las pulsiones de vida, la presencia extraña y singular de los representantes inconscientes, y la ab­soluta heterogeneidad del referente fálico.

Recapitulemos. En el caso de Pierre-Marie, quien reina como tirano en su vida fantaseada es la figura del niño-no-muerto-para-consuelo-de-su-madre, en cuanto representante narcisista primario; en el caso de Teresa, se trata de un trazo hecho, para saldar toda cuenta, en su historia que, como figura engañosa de la castración, la compele a una vida de deseo a medias. Figuras que se debe desenmascarar, matar, en las que se agotan las armas del sueño y de la razón sensatos. Se requieren, decíamos, otras armas, y en primer lu­gar, comprender que lo que se tematiza en tales casos como rebelión, lucha a muerte, venganza a saciar, es sólo la elaboración fantaseada de la relación necesaria que mantenemos con los representantes inconscientes que nos determinan, a igual título que nuestra heren­cia genética o nuestras constantes biológicas. «Matar» esas figuras consiste en devolver al representante in­consciente su verdadero carácter y en tomar en cuenta la deuda insaldable que nos liga al referente fálico.

Prácticamente, es reconocer la fuerza primordial, constante y absolutamente necesaria, de la pulsión de muerte; ya que es ella la que, en y por la figura del ti-

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rano que se debe matar, del representante narcisista primario que se debe destruir, determina el lugar de los representantes inconscientes, tierra natal y de exi­lio, paraíso perdido a reencontrar; es ella, en una pa­labra, la que asegura la presencia-ausencia del Otro, fuera de la cual no existe «yo» Ue] alguno que hable y desee.

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4 . Justin, o sobre el sujeto

Justin no puede soportar el escaso espacio de acción que le deja el sentimiento de estar fijado en una coinci­dencia consigo mismo por la mirada de otro. Cuando niño, lo que lo enfermaba no era la ruta sino el hecho · de tener su lugar asignado en el automóvil familiar; lo enfurece el sentirse perseguido, en sus cambiantes lu­gares de residencia, por cartas que le están dirigidas 1

en las que su nombre escrito parece acorralarlo sobre sí n1ismo; si una mujer le manifiesta o le dice que lo arna, basta con ello para que esté dispuesto a la fuga. Un juego lo fascina: el solitario denominado «taquin», ·

en el que se debe obtener una serie de cifras o letras desplazando fichas cuadradas, movimiento posible gracias a la existencia de un casillero vacío. Sólo al en­frentarse con una pared de roca en la montaña, al es­calarla, tiene la impresión de lograr esa distancia res­pecto d e sí mis1no de la que n acerían el aliento yelmo­vimiento, si no las palabras y su deseo. La connivencia sin espacio de acción que se debe dislocar es, densa co1no un abrazo de bronce, la estatua de sus padres en­lazados.

Corno Atla s, Justin carga sobre sus espaldas el peso de sus padres a coplados, fantasía originaria si las hay, en la cual se encuentran reunidas la coartada falaz de una fa1nilia que luego se desperdigó y su primera ra-

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zón de ser. Cargada sobre su espina dorsal, acarrea la escena de su origen, sustraída de su vista pero pre­sente con todo su peso: se debate, se precipita y se arroja, sin lograr desmontar a los obscenos caballeros que se adhieren a él. Para acabar con el imperio del monstruoso animal le hace falta una palabra: pero no dispone de ella. «Yo no tengo nada que decir», afirma enfurecido. «Yo» [je] no tiene nada que decir, se ine ocu­rre responderle. Sin aliento, sin voz, sin espacio, se encuentra capturado en la escena primitiva que so­porta sin ver: su dispositivo monstruoso, al fijar la his­toria en una densidad extrema, parece bloquear, por su tautología, todo movin1iento posible. En lugar del casillero vacío del solitario, es una ficha de plomo la que bloquea el juego: Justin se siente petrificado en ese lugar en una figura aforística e inmóvil de su his­toria, a la que no puede escapar. El trabajo de su aná­lisis consistirá en desmontar el dispositivo fantaseado que contiene toda su violencia y reúne, en la extraordi­naria densidad de una cargada síntesis, su imagen y su historia. Su anhelo es hacer estallar el animal monstruoso, deseo inconsciente que aflora en un sue­ño patético: es el cadáver de la abuela el que va a ser enterrado con gran pompa, pero se transforma en un enorme jabalí, un «solitaire»* que estalla en un cata­clismo de mal olor. A través de esa primera brecha abierta en el dominio del horrible animal de tres cuer­pos, que bloquea a Justin en una extrema y dolorosa rigidez de la columna, aparece la hazaña del padre

* Solitaire: «solitario» y «jabalí macho». (N. del T.)

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aún adolescente matando al jabalí furioso que acome­tía contra él. Golpe decisivo, hecho concluyente donde 1

es posible aprehender el hilo perdido de otra trama, la de una novela secreta que se distingue finalmente de la epopeya familiar y del fabuloso éxito ya inscripto en la historia de los poderosos de este mundo. Se descu­bre otra historia, salvaje, hecha de riesgos, muerte, violencia pasional, hazañas guerreras, locura y amor; en ella brilla una mujer, la primera esposa del padre de Justin, mujer de poco nombre «pero» deseada apasio­nadamente. En la trama de las palabras y de las re­presentaciones de esta novela paralela el padre se ha­lla en una posición de poder que, en la historia recono­cida, p a recía monopolizada por la rama materna.

Pero, sobre todo, con la nueva historia se impone es­ta evidencia, difícil de soportar: que su madre nunca fue para su padre nada más que el sustituto de la otra mujer, de poco nombre. Ese nuevo fragmento de la verdadera novela familiar se revelará mediante el análisis de un recuerdo insistente: niüo aún, Justin recibe una larga carta de su padre, hecho poco habi­tual. Desde un lejano país, este le relata en detalle có­mo explota tierras nuevas, cultivando la viüa a partir de plantas importadas; durante largo tiempo, el análi­sis de este recuerdo mareante choca con la escritura misma de la carta, meca nografiada, indicando con obstinación que en ese mensaje est aba escrito, marca­do, impreso con todas sus letras . .. ¿pero qué? El culti­vo y la explotación de la viña [vigne] a la que el padre se consagraba con pasión fecunda . Al mismo tiempo que él lo advertía, supe que el nombre de soltera de su

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Para poner en marcha el juego de su deseo necesita­ba una palabra, palabras. Era rea lmente conmovedor, en toda oportunidad en la que evocaba el juego del so­litario y el poco espacio de acción que lo paralizaba,** oírle deletrear aquello de lo que hablaba, aunque sin reconocerse en ello:j-e [yo], oj-e-u Lluego]; J (Justin) no tenía realmente nada que decir de la historia oficial en la que estaba capturado, aunque hablaba muy bien de ella; nada que decir, salvo repetir que estaba c01npeli­do desde la infancia a recurrir a síntomas molestos, tales como atiborrarse en las comidas que compartía con su padre, para estallar, vomitar después el ali­mento que había sustituido a la conversación o, inclu- r

t * Mer, «mar», y mere, «madre». (N. d el T.) ** J eu es tomado aquí en el doble sentido de «juego» y de «espa­

cio de acción», «posibilidad de movimiento». (N. del T.)

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so en la actualidad, bloquearse dolorosamente el ra­quis, para decir, sin n1ás palabras, su parálisis. Las

palabras están presentes, mudas, digámoslo así; sin embargo, al inismo tiempo que comienza a articularse la otra historia balbuceante, fragmentaria, vacilante, eso [9a] comienza a decir «yo» [je], y las palabras, a ha­blar.

Se articulan en un palimpsesto dos historias, dos textos, uno de los cuales mantiene pegada una imagen de J ustin en un álbum de fotos familiares, y la otra se anin1a a representar «yo» en su movüniento. En con­traposición a los niños de toda edad que no dejan de

decir «nioi-}e», con la tenaz ilusión de haber resuelto con esta fórmula la antinomia de los dos discursos, Justin no puede apoyarse en un «moi» ni sostener un «}e». Por un lado, no puede menos que rechazar las vestimentas o la manera de peinarse que se le asig­nan, desertar, en el automóvil, en la clase, en el traba­jo, del lugar que se le designa; más aún, no puede me­nos que negarse a reconocerse en los rasgos que lo constituyen, ya se trate de la boca parecida a la de su n1adre, del coraje de su padre o del dialecto de su niñe­ra: en resun1en, no puede menos que rechazar todo lo que lo instauraría como un moi. Por otra parte, cuan­do una palabra se abre a un doble sentido, cuando el aislamiento del solitario, capturado en el juego, brilla en un dian1ante o estalla en la carga del animal furio­so, es presa de la angustia y lo invade a la vez una sos­pecha de goce. Al menos, no duda de que el análisis de­be conducirlo a poder decir «}e». Wo es wm~ soll ich wer-

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Todo el trabajo del psicoanálisis, como sabemos, con­siste en dar la palabra al inconsciente , en lograr que la otra historia se haga oír; singular historia, sin embargo, constituida por fragmentos errátiles: una espalda, un solitario, un olor, el espacio de un aliento, un grito, or­ganizados como una constelación que desafía los acon­tecimientos y el tiempo, en un cuerpo extraño que no puede decir «moi», pero a partir del cual <<je» se es­cande en el intervalo de cada elemento.

Para dibujar ese cuerpo, escribir esa otra historia, hacer oír la escansión del <<je», más adecuadas que las palabras serían las notas musicales, designadas como en el pasado mediante letras. Al final del manuscrito del Arte de la fuga, Karl Philippe Emmanuel añade la siguiente observación: «Sobre esta fuga, donde el nom­bre de B.A.C.H. (si bemol-la-do-si natural) es tomado como contra-tema,** murió el autor». Ese contra-tema aparece así como el último avatar del tema principal:

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* Fórmula freudiana de El yo y el ello; fue traducida al francés por Lacan como «Ou r;a était, je dois advenin> (Donde eso era, yo debo advenir) . (N. del T.)

** Contre-sujet, literalmente «contra-sujeto». (N. del T.)

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que detennina, inmutable, el conjunto de la obra has­ta su conclusión. Son las mismas notas, las mismas le­tras, las que constituyen la trama y engendran el fa­buloso despliegue de las fugas y cánones . El tema principal, de misteriosa y apacible estabilidad, divide en una serie de notas las relaciones, tan seguras como naturales, de los intervalos de quinta, de tercera y de cuarta, como el arco iris despliega en su maravilla la gama de los colores fundamentales; ellos se combina­rán inicialmente en orden inverso, en movimientos contrarios, dentro de la simplicidad de los intervalos fundamentales (diatonía); luego, muy pronto, entra­rán en juego los infinitos matices de las relaciones in­termedias, de los colores compuestos (cromatismo), co­mo otros tantos efectos posibles, necesar ios, milagro­sos, del tema original. «El tema principal», escribe un comentarista anónimo, «aparece en las diferentes fugas bajo aspectos diversos. Hace nacer contravoces, acoge elementos de las voces provenientes del contra­punto, se transforma a través de ese proceso gigantes­co como la personalidad humana .. . vive ... Cada fuga aporta una solución diferente-tanto en la utilización de procedimientos técnicos como en la concepción de toda la forma-, desde las fugas simples (las cuatro primeras), pasando por las tres fugas en movimiento contrario (en la sexta, el tema aparece en disminución hasta la mitad de su valor rítmico, y en la séptima, aparecen simultáneamente un doble aumento y una doble disminución), hasta las fugas con múltiples te­mas, en las que se le añaden nuevos temas .al princi­pal. En la doble fuga, llamada en espejo, la segunda

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fuga es la imagen invertida de la primera: el bajo se convierte en soprano, el tenor en contralto, la melodía ascendente se convierte en un movimiento descenden­te con el mismo intervalo. En las triples fugas, cada tema es desarrollado al principio de manera indepen­diente (en todas las voces) y por lo general en forma invertida, y sólo luego los temas se combinan y conflu­yen. La últiina fuga estaba destinada probablemente a ser una fuga de cuatro temas, ya que sus tres tern.as existentes pueden combinarse con facilidad con el te-1na principal del Arte de la fuga, y sin duda la fuga de­bía culminar en esta síntesis. Quedó inconclusa».1

De modo similar al tern.a principal, la fantasía origi­naria, inconsciente propiamente dicha, <<Poordjeli» en el caso de Philippe, «dos-solitaire-odeur-soufflecri» [es­palda-solitario-olor-aliento-grito] en el caso de Justin, opera en toda la vida psíquica; es en ella donde vive el sujeto. Tal como cada nota del tema principal, re-la-fa­re-do, etc., constituye un modelo susceptible de infini­tas variaciones melódicas, rítmicas, armónicas, tain­bién cada letra de Poordjeli (P-D-J-L, para no enume­rar más que las consonantes) constituye una forma de tema originario del inconsciente de Philippe: hemos formulado algunas variaciones discernibles de él. Ais­lada, cada letra, cada nota, hace vibrar una serie de armónicos; inscripta en una secuencia, reúne, se opone o atrae hacia sí a los armónicos de las otras notas.

1 El pasaje que antecede ha sido tomado de un folleto anexo a la versión fonográfica del Arte de la fuga por Milan Münclinger, del sello Supraphon.

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693436 Pero una oreja abierta no puede menos que oír-si

no saber- que cada nota de la escala «bien tempera­da», es decir, dividida en semitonos iguales entre sí, se define dejando de lado todas las frecuencias interme­dias entre los semitonos, desde el cuarto de tono hasta la imperceptible coma: sin embargo, esas notas vir­tuales, no escritas en el sistema de la escala tempera­da, vibran en los armónicos con un sonido pleno e, in­cluso, se dejan oír inmediatamente en partituras tales como las admirables Suites para violín del mismo J. S. Bach, cuando son tocadas correctamente. Brassens o Reggiani no sólo cornponen lindas canciones: también las cantan como únicamente ellos pueden hacerlo, con algo en «falso», iguales y diferentes, imperceptible­n1ente, en cada ocasión: con justeza conmovedora. Así tenemos que cada nota de la escala temperada repr e­senta a la vez todas las otras notas del sistema y la re­lación que las gobierna, pero tan1bién, y al mismo tiempo, las frecuencias intermedias no cifradas, ex­cluidas del sist e1na. Medida con precisión por un ins­trumento de cuerdas, la quinta con que se inicia elAr­te de la fuga, «re-la», no deja ninguna duda acerca del inodo en que se inscribirá, antes incluso de que «fa» sea tocada, como si una c01na imperceptible se sustra­jera ya al «la temperado» para anunciar el «fa» de la

tercera n1enor. Lo que el s istema de la música clásica occidental

muestra así, en forn1a más directa que el sistema de la lengua hablada, es que el conjunto de los elementos que lo constituyen se define por lo que deja de lado, pe­ro sólo vive (o vibra) inediante una especie de recupe-

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ración de lo que ha excluido. Un solo sistema cumple con las condiciones necesarias para sostener esta con­tradicción: el inconsciente. El sujeto es el nombre de la función que asegura el mantenimiento de la contra­dicción y, fascinante por su división, focaliza todos los efectos de unidad: a través suyo se toma en cuenta lo que el siste1na de los representantes (cifra, nota, letra o significante) excluyó de su trama al constituirse, al mismo tiempo que es llamado, en la línea de división que lo caracteriza, el «yo» que hace sentido.

Para el exegeta, que intenta imitar el trabajo del in­consciente, no existen variantes, tachaduras, faltas y,

para su tormento, bosquejos perdidos que no formen parte intrínseca del texto acabado; y, sin embargo, el texto impreso, concluido, sólo puede escribirse a costa de todas estas pérdidas. A decir verdad, lo que el in­consciente toma en cuenta no son sólo, como se suele imaginar, las tachaduras del texto, sino algo más radi­cal aún, lo que se pierde por el hecho de la inscripción, la caída que se produce debido a una especie de filoso corte del trazo. En el tema inconsciente Poordjeli pue­de percibirse un atisbo de lo dejado de lado, entre D y J por ejemplo, cuya síncopa o apóstrofo revela algo del borde vivo de Da partir del cual yo [je] parece hacerse oír en un aliento suspendido, antes incluso que se diga J. Nada puede figurar la línea de caída, y sin embargo cada letra (cada representación inconsciente) la so­porta como su límite o margen. El sistema inconscien­te está constituido por un número indefinido de repre­sentantes (significantes) y por lo que el juego de su de­terminación recíproca deja de lado. Es decir que la lí-

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nea de caída a través de la cual se opera, como bajo el filo de una guillotina, la separación entre lo que que­dará inscripto y lo que nunca lo será, lejos de ser deja­da de lado, asegurará una función esencial y absolu­tamente específica del sistema inconsciente: la del su­jeto, punto de no-sentido y también de sentido.

Lo que caracteriza entonces al inconsciente es que cada uno de sus elementos (representante o signifi­ca nte inconsciente) no funciona solamente como en un sistema de una máquina, a título de representante de los otros elementos, sino ante todo como representan­te del corte que lo constituyó limpio de toda excrecen­

cia o mancha. Yo Ue] se deja oír -sin poder decirse-­al mismo tiempo que los elementos inconscientes apa­recen en el tema primero, reencontrado por el análisis de las formaciones fantaseadas; puesto que, en la luz que se refleja n, dicen constantemente la parte de som­bra que los hace brillar, y la inasible luz de aurora que los separa de ella. Desgarrante como un grito, incierto como el alba, el sujeto no soporta otra cosa que la di­visión; mucho antes de ser una función gramatical, · mucho más determinante que un concepto filosófico o que una instancia psicológica, el sujeto del sistema in­consciente, en la división que incesantemente asegu­ra, sin provecho alguno, entre el significante y su res­to, abre el espacio de la palabra. No es que hable: a lo sumo podemos decir que desea, ya que las fuerzas an­tinómicas de ese «movimiento que llamamos deseo», dividido a su vez entre la fascinación del resto perdido y la atracción de la permanencia de las huellas mné-

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micas inconscientes (significantes), surgen del filo vi­vo de los bordes que se consagra a separar.

El resto, separado así de la inscripción inconsciente primaria, está cargado de an1bigüedad: dice a la vez su vocación de desecho arrojable y su destino de per­manecer. Sólo es posible concebirlo sin rostro, errando sin fuego ni lugar, fuera de esta morada primera, in­destructible, que no es en absoluto la fantasía del vientre materno sino los monolitos errátiles de las huellas mnémicas inconscientes organizadas, como un campo de inenhires, en una topografía secreta que escapa a toda memoria y a todo olvido. Los retofi.os del sujeto del inconsciente, los que constituirán los buenos sujetos de la sociedad, los «moi» de la neurosis o las sombras de la psicosis, no se engafi.an: se ocupan de los restos con solicitud; algunos recogen celosamente los redondeles en los que se apoya el vaso de cerveza para coleccionarlos, otros aman los «bellos libros» y recogen con cuidado las desbarbadas hilachas del volu1nen cu­yas páginas han abierto con placer; ¿cuántas casas ho­norables están llenas de retazos de telas y otros restos de todo tipo? Más elocuentes aún, las inquietantes sombras de sujetos que ordenan en cajitas sus ufi.as cortadas o se dedican con mil astucias a coleccionar sus excre1nentos, cuando no intentan, c01no saben1os, conservarlos para sí. jPero no es posible, no sirve para nada, no es limpio, dice el razonable! Sin e1nbargo, se debe reconocer que son formas de imitar, de n1anera irrisoria, una actividad subjetiva inconsciente, aque­lla que soporta la división, aquella que sostiene en

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contraposición a toda objetividad la dignidad sin nom­bre del resto, lo real del margen. Es allí, en el margen, donde pennanece, sin n01nbre, sin lugar, la muy tra­dicional c01nparsa del sujeto, el objeto en su oscuridad primera.

El inconsciente revela así al análisis e l elemento más inasible de los que lo constituyen, el objeto, como su parte de sombra, tan densa e innon1inada como la sustancia misma de nuestro cuerpo: la que, más acá de sus elementos figurados, miembros, órganos o nu­cleoproteínas, constituye su irreductible peso de reali­dad. Lo que el cuerpo es, como dolor confuso o placer innombrable, se sitúa en primer lugar en ese más allá, fuera de toda plenitud; como si desde un primer 1110-mento fuesen arrojados al margen esos primeros pe­sos del cuerpo que son las exigencias del hambre, el inalestar de la necesidad de dormir, la torsión de un espas1no, la tensión del ojo antes de que reconozca. El n1ás allá del margen está habitado por un pueblo de sombras, de pedazos de cuerpo sin nombre que, en luchas ciegas, continuamente padecen y se apaciguan; caos de dolores y sonrisas que nada, nunca, podrá or­denar bien. Infierno o verde paraíso, toda la angustia y el goce del mundo nacen en ese fuera-de-lugar [hors­lieu] acosado por fragn1entos del cuerpo «primero». El estallido del solitario de Justin, la imaginaria herida visceral de Renaud, nos habían conducido ya, con su aura de horror o de desagrado, al líinite de ese reino del objeto desde donde vuelven a nosotros los virreyes omnipotentes que son los objetos pulsionales: pecho, mierda, mirada y voz; ellos se reparten la tierra, nues-

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tros cuerpos y «almas»; desnudos, aunque se los vista de púrpura, reinan soberanos.

No existe ninguna vía de acceso inmediata a ese continente siempre desconocido, por más que se lo de­signe como «primero»; debe ser descubierto siempre en la imbricación del cuerpo y de las palabras. Y salvo el sujeto, nadie conoce sus confines, ya que es él quien al cortar, al separar constantemente, pasa en limpio el orden de las palabras (y en pr~mer lugar de los repre­sentantes inconscientes, de los significantes en senti­do lacaniano) y relega al orden de la pérdida lo inno­minado, las caídas en adelante indivisibles (no culpa­bles) que constituyen la fuerza omnipotente de lo real. Sólo conocemos o negamos al sujeto como nuestro do­ble: sombra inquietante o cuerpo de luz, caución muda de nuestras palabras, condición del juego (como diría Justin) de las fuerzas de nuestro deseo.

A la inversa de los tratados que organizan la paz, el sujeto es el garante de una lucha continua entre el po­der colonizador de las palabras y la rebelión de los «de­jados de lado». La causa que sostiene es simple: atacar la representación totalitaria, aplastante, en la que es capturado el individuo por los otros en una aparente e indivisa unidad: no, yo no es eso Ue n'estpas <;a]. Justin no puede soportar que se le asigne un lugar; reducido a la unidad indivisa de un personaje de la epopeya fa­miliar, ello lo paraliza, lo sofoca, lo mata. A decir ver­dad, es una vieja historia que se repite en todos los ca­sos, en la cuna, en la escuela, la familia, el trabajo, el partido o la organización; ¡y qué lindo es, por lo gene­ral, dejarse capturar por el juego estipulado de la gran

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comedia que asigna a cada uno su hábito y su rol, sus gestos y su text o, soldados de todos los grados, niños de coro o notables, militante de base o médico psico­analista miembro de la ·Escuela Freudiana de París! Felizmente, como los niños ante el gendarme, el la- , drón o el juez de las marionetas, volvemos a reír. Es una vieja historia, por la cual todo comienza y reco­mienza: un niño que se debe matar, nuestra partida de nacimiento que se debe atravesar. Siempre ya captu­rado en una tercera persona de sueño (él será un gran hombre ... ella se casará con un príncipe . .. ) y en una segunda persona de seducción o de intin1ación (¿res­pondes a mi anhelo? ... ¿vienes?), la historia sólo co­mienza en primera persona: no, «yo» no es eso. Sólo nace y renace a partir de una defusión nunca total­mente concluida del cuerpo y de las palabras; de un cruce de la reja de los significantes que debe recomen­zar perpetuan1ente; del reencuentro fantasmático y alucinado del objeto perdido aunque inmediatamente presente, allí, en lo más cercano a nosotros mismos; objeto sin imagen ni representación posible en el mar­gen de las figuras y de las palabras, en lo que constan­temente abre y cierra las puertas de nuestro cuerpo: pulsación de nuestro deseo.

J ustin tiene pasión por cierta forma de geografía, y la concreta en caminatas y paseos por la montaña; aparecen así, c01no fragmentarios testigos de su inte­rés, fragosos caminos de cornisa al borde del mar, cor­tados por derrumbes que, pese a todo, atr aviesa en au­to, paisajes de cimas donde accede finalmente para

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encontrar, ante su sorpresa, un pastizal que se pierde dulcemente en el océano, donde en todas las ocasiones, a través de la gran ruta del sueño, reencuentra a la mujer de poco n01nbre; un valle, sobre todo, parece se­parar un macizo exclusivamente materno del campo de su posible vida de hombre y donde lo condujo Peter. En su relato, reconocemos en su padre otra forina de pasión muy ligada a esta: la de la tierra; cuando no va a roturarla en países lejanos para cultivar «la viña», se dedica a hacer renacer y explotar vastos d01ninios en los que, por otra part e, vive. Cada uno explora o explo­ta un suelo, rotura [défriche] una tierra o descifra [dé­chiffre] una topografía en la que ambos se buscan constante1nente. Reconocer, como lo hace Justin con extrema reticencia, esa tierra femenina o materna es, aún, decir muy poco sobre el secreto de los cainpos de inscripción que él encierra; pero es comenzar a recono­cer el hecho esencial de que el cruce necesario de la reja de los significantes, inerced al cual nace y renace el sujeto del inconsciente, no se produce por azar en un punto cualquiera de la nomenclatura universal. En­frentándose con la montaña, Justin encuentra final ­mente, en la distancia justa respecto de la roca que le asegura en cada ocasión la eficacia de sus apoyos, el juego, en el que se siente «yo» [je] con mayor certeza que en cualquier otro momento. Es frente a lo más abrupto y duro de la roca (¿roca de la castración?) que tiene la certeza de acceder a la brecha del sistema adherido a él. ¿Pero cómo no oír allí la confesión de su filiación? Su padre parece realizar el cruce en una con­frontación con los criptogra1nas de la tierra virgen o

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roturada: con notable constancia a través de las peri­pecias de su historia, es allí donde parece operarse una suerte de renacimiento o de advenimiento de sí mismo, de reconocin1iento de su nombre secreto, con mayor seguridad que en sus éxitos sociales o en sus aventuras galantes. La antigua figura del labriego, inesperada en un hombre de su condición, es también su fantasía inconsciente; y, aun sin saberlo, impuso su marca a su hijo, sin duda con mayor intensidad que la de los buenos modales. Ahora bien, a la inversa de t o­dos los otros ünperios de los que Justin se siente vícti­ma y prisionero, la cadena de los representantes in­conscientes de la fantasía materna, al n1ismo tiempo que in1pone su poder, presenta su falla: el corte del sujeto que la atraviesa. Justin utilizará el «roturar la tierra» de su padre c01no instru1nento privilegiado del asesinato de su representante narcisista primario, del niño-Atlas capt urado en. el impase del matrimonio de sus padres. Es en ese punto de fuerza o de falla de la fantasía paterna, de su n01nbre secreto, donde se en­gendrará el «descifrar la roca cuerpo a cuerpo», que él ejercerá desentrañando la serie de apoyos por los que se abre el camino de la roca a violar .

Esos temas emparentados, «roturar la tierra» y «descifrar la roca» [défricher la terre y déchiffrer le roe], no son, por supuesto, más que las representacio­nes d e los representantes inconscientes propiamente dichos, que en su forma más descarnada deben escri­birse: D-F-r-CH o D-CH-F-r; temas inconscientes «ori­ginarios» que pueden también producir representacio­nes tales como «fuego del carro» [feu duchar] o «cagar

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en el hábito» [chier dans le froc]. En cada una de sus articulaciones, estos temas presentan la abertura viva sobre la parte perdida cuyos representantes, al inscri­birse, se separan. A la inversa de los retoños de lo re­primido originario, cuyos temas y variaciones elabora­das (placer de la caza, interés por la composición ti­pográfica) colman mediante diversos adornos las sín­copas del sujeto, el tema «originario», despojado por el análisis de las sobrecargas de la elaboración secunda­ria, muestra, en cada escansión, la falla del sujeto.

A través de la novela familiar, tejida por los varia­dos temas de los mitos colectivos y las fantasías indi­viduales, Justin se siente capturado en una trama es­trecha, sin luz ni aire, que lo paraliza y lo ahoga. Ana­lizarlo supone aclarar su trama, devolverla a las am­plias mallas de su rigor primero, aptas para ceñir y, además, abiertas a todas las travesías. Pero, en últi­ma instancia, depende sobre .todo del que se encuentra así capturado que la red se convierta en trampa o en sostén; si se deja apresar por la ilusión totalizante de una unidad de su yo [moi] se verá cautivo, cual un ba­tallón que, tomando al pie de la letra su condición de unidad y maniobrando en una plaza estrechando filas, se considerase asediado por puertas abiertas; por el contrario, si reconoce, como el análisis lo impone, que no hay unidad que no sea ficticia, ningún «cuerpo» que no sea despedazado, la reja de los significantes, lejos de imponerse persecutoriamente, será la textura más allá de la cual el objeto (parcial, separado, perdido, «a>>) permanece oculto y a través de la cual el sujeto, agente doble, juega a saltar murallas. Es así con10 se

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produce el «advenimiento del sujeto» en que consiste un psicoanálisis: a través de un trabajo necesaria1nen­te lento sobre las formaciones fantaseadas secunda­rias, se revelan por fragmentos los temas inconscien­tes originarios; despojado del dramatismo charlatán de la nun1erosa familia de los retoños, se encuentra en ellos el juego Ueu] (o el yo Ue]) del sujeto confrontado con el irreprimible poder de sombra de nuestro doble, cuerpo real y sin nombre de nuestros demonios pulsio­nales. En este pandemonio de los objetos pulsionales reina, fuera de serie y testigo de orden, el dios falo; porque su poder se basa en un grano de luz, 2 trans­parencia y aspereza, gracias al cual los significantes brillan como lunas y en cuya sombra permanecen, oscuros, los objetos. Transparencia extrema, flecha cuhninante de la alondra que traza el azul celeste de su canto, ordena, evanescente, el campo de a1nar.

2 ¡Cómo no evocar a Lucifer (portador de luz), príncipe de las tinieblas!

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5. Sygne, o sobre el amor de transferencia

En lo que se refiere a mis inás vivos intereses, nin­gún indicio escapa a Sygne: en ini escritorio localiza con ojo soberano el grano de oro bruto o el centelleo de los cristales secretos de la geoda; desata con certeza indudable la trama fantaseada de nüs escritos, del n1ismo inodo en que se esfuerza por leer, en el desor-den de mi mesa, inis preocupaciones o proyectos. Nun­ca tuve un analista más atento y perspicaz. En esta «rn.ujer de treinta años», a la que una fainiliaridad con la cifra condujo muy pronto a los discretos honores de la Ciencia, se inanifiesta sin rodeos lo que su vocación de «investigadora» pone en acción. A partir de mis in­dicios significantes, que recoge, como néctar precioso, para su con1putadora secreta, apuntalará y sostendrá

! el flujo enloquecido de sus representaciones y alimen­l tará su sed de ainor. A través de lo que de ese modo, 'J con o sin razón, considera los representantes de mis

fantasías de deseo, como Justin a través de la reja de los significantes de su padre, intenta abrir una brecha en el espacio de un suspiro, de un reposo, de un abra.

1 En su inente, en la que las palabras desfilan de conti-1 nuo con10 cifras, se realiza el profuso trabajo de una vi-

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da en gestación. Para decir mejor su expectativa, in1a-gina apoyar su frente en el n1ánnol de ini chimenea, en la n1adera de ini inesa: querría callar y abandonar-

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la en mis manos mientras yo ine ocupo de la ronda agotadora de las palabras.

Al no poder, salvo a costa de un gran esfuerzo, so­portarse o incluso mantenerse en pie, Sygne sostiene constantemente a los suyos, dominando a los pe­queños con el gesto y la voz, co1no ya nadie parece po­der hacerlo, atenta a sus hermanos, cuyos impases sa­be aclarar con una palabra, presente ante las puertas de la muerte como sólo puede estarlo quien se esfuerza por nacer. Parecería como si entre nosotros estuviesen las palabras o, mejor, las contrasefias de los niños re­cién nacidos o los padres muertos; tan próxima como una pariente, conoce los onomásticos de mis fami­liares y se interroga acerca de mi filiación, al no poder interrogarse acerca de la suya. ¿Acaso Freud, Boole o Einstein no nos sirven como antepasados comunes? Ella habría querido conocerme en mi edad edípica; an­te la imagen de mis cuatro afios que ella proyecta, re­construida por sus cuidados, no puedo resistir, y dejan­do caer como polvo los últimos oropeles de mi respeta­bilidad doctoral, vuelvo a encontrar en una sonrisa sin máscara la seriedad de esa edad en la que se sabe realmente desear de amor y también sufrir. A través de esa sonrisa, tanto si ilumina el ojo como la voz, se abre otra oreja donde puede decirse al fin, y no de un modo patético, con voz de verdad, la desgracia de no ser, de no nacer nunca otra cosa que nada. Entre dos trazos, entre dos palabras, lo que no dice palabra, in­fans antes que adorable querubín da lugar finalmente a lo que no podía decirse. Es allí donde se anuda la transferencia. Sygne lo dice figuradamente: Su sonri-

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sa en su rostro, mi dolor en su rostro, su dolor en mi rostro, mi sonrisa en mi rostro.

No creo en la ilusión neutralizante de la máscara irnpasible. Y, en este caso, no considero que haya nece- . sidad alguna de defenderme de lo ºque podría serme imputado como seducción. La escucha analítica pasa por la puesta en juego de ese punto de silencio en que consiste el lugar de la transferencia. Lo que se presen­ta en él es el espacio para un acto de inteligencia real en lo tocante a la lógica de la exclusión, de un pasaje , más allá de la trama de los representantes, un camino para atravesar el espejo. Presencia, bondad, neutra­lidad, silencio del analista, son sólo formas inade­cuadas o aproximadas de señalar ese punto de no re­sistencia al que el psicoanálisis del analista debe al menos haberlo enfrentado irreversiblemente. Sea que se lo llame, paradójicamente, toma de conciencia, o que se lo describa como advenimiento del sujeto o reco­nocimiento de la castración, lo que es absolutamente exigible a un psicoanalista es que haya experimenta­do qué quiere decir hablar, qué sombras decisivas ocultan las palabras, qué presentan ellas del sujeto que atraviesa su trama. Tener esa experiencia es, en la repetición de las fantasías, descubrir sus siempre nuevos granos de origen; en nuestro saber, deslindar lo que encierra; en lo que ocurre con nuestros anali­zandos, reconocer sin reservas lo que toca en lo más vi­vo; en resumen, tomar en cuenta lo que es imposible de tomar en cuenta, perpetrar la muerte de la pala­bra-imagen y ininar la omnipotencia del representan­te inconsciente, operaciones necesarias en las que se

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realiza el (re)nacimiento del sujeto. Abandonadas al universal trabajo de represión, en el que todo núcleo familiar, todo grupo y todo «orden» social participan, las palabras vuelven sin cesar a enmudecer; la pala­bra viviente sólo se sostiene en una atención vigilante, centrada en ese cuestionamiento del representante in­consciente, principalmente en un cuestionamiento del tiránico representante narcisista primario.

Se revela aquí otra vertiente de la fantasía de asesi­nato del niño. Al designarlo como «infans», el discurso de la represión, ateniéndose al hecho de que no dice palabras, lo considera abusivamente alguien que no habla. Es cierto que sería cómodo para los príncipes, los padres y los profesores de toda laya que el «sujeto» fuese sólo un fiel repetidor y que el niño no trastornase con un decir de verdad el orden de la represión. «Cálla­te, no sabes lo que dices»; lo cual es retomado, a su mo­do, por el presunto psicoanalista que ordena doctoral­mente: «¡Háblame, yo sé lo que dices!». Y, sin embargo, mucho antes de que comience a articular palabras, el niño habla y manifiesta sin rodeos qué quiere decir hablar. Y lo hace con muestras de júbilo y rabia, de sonrisas y gritos. De todos modos, es un fastidioso al que hay que volver «juicioso», como una imagen, preci­samente: primer asesinato, perpetrado con plena bon­dad y conciencia, y cuyo resultado, la imagen inis1na del infans que no habla o del loro repetidor, deberá ser matada constantemente para reencontrar, a través de su imagen fascinante, lo que representa como fuerza renaciente, como fuente, como poder de engendra-miento.

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Mi razón de ser psicoanalista logra formularse en este punto como interés acerca del «origen» del habla (castración, escena primaria, pulsión de muerte). In­terés que no puede alejarse a distancia alguna, ya que es indudable que rne captura, que no se trata en abso­luto de una opción de la que podría prescindir o que podría reemplazar mediante algún otro objeto científi­co. Desde que me comprometí en la experiencia psico­analítica, reencuentro, tan intensa como siempre, la universal «curiosidad» infantil acerca del origen. Aun­que dispongo de otros inedios para satisfacerla, no es seguro que sepa mejor que el niño mantener impera­tivo su interrogante: de recuerdos reencontrados en traumas revividos, de tomas de conciencia en progreso de la ciencia, de esquemas edípicos en algoritmos laca­nianos, respondo constantemente a esa cuestión hasta correr el riesgo de cerrarla; y, sin e1nbargo, sólo sigo siendo analista en la medida en que escucho al anali­zando a partir de esa brecha, a través de la cual nacen y renacen const antemente el habla y el espacio del de­seo. Únicamente en ese lugar puede hacerse oír la voz sincopada del sujeto y decirse la singularidad de la «escena primaria» del analizando: su origen, es decir, las modalidades particulares de su captura en el or­den de las palabras, la organización singular de su re­lación con los silencios de los objetos primeros. Ser psi­coanalista es n1antenerse en la brecha para conser­varla abierta; e s, en realidad, conservar vivo, como un deseo, el interés que nos hizo «entrar en análisis)>. ¿Có­mo habla eso [9a]? ¿Cómo desea? En mi caso, en el de él, en el de ella, en el de todos.

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La historia del psicoanálisis y la epopeya freudiana deben leerse inicialmente a partir de esta intrépida «curiosidad», de un «atrevido viaje hacia lo desconoci­do, hacia lo que no ha sido hollado jamás», 1 que condu­ce inexorablemente a los confines de los países prohi­bidos en los que nace el deseo. «Para mi justo castigo», escribía Freud deprimido, «ninguna de las regiones in­exploradas en las que, primero entre los mortales, he penetrado, verá nunca mi nombre o se someterá a mis leyes; cuando en el transcurso de la lucha corrí el ries­go de perder el aliento, rogué al ángel que renuncie ... , lo que después ha hecho».2 La aventura no puede ser realizada por intermedio de otra persona: sólo es posi­ble comprometerse en ella con tripas y alma, expo­niéndose. En el momento de concluir La interpreta­ción de los sueños, Freud lo dice, y también sueña con ello: «ningún trabajo ha sido tan completamente mío; es mi propio excremento, mi planta y además una nova species mihi».3 «El preparado [anatómico] de mi propio cuerpo [se trata de su parte inferior, la pelvis y las piernas] que en el sueño me encargan es, por tanto, el autoanálisis ligado con la comunicación de mis sue­ños», 4 con la publicación de la obra acerca del secreto de la interpretación del sueño, acerca del deseo.

1 Freud, L'interprétation des réves, PUF, pág. 387; GW, vol. 2-3, pág. 457.

2 Freud, «Lettres a Fliess», en La naissance de lapsychanalyse, carta nº 134, pág. 283.

3 Ibid., carta nº 107, pág. 250. 4 Freud, L'interprétation des réves, PUF, pág. 386; GW, vol. 2-3,

pág. 456.

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Pero nada puede preservar al analista del riesgo de llenar la brecha de su escucha: ni la institución ana­lítica, cuyo sino fatal, en su preocupación por defender el descubrimiento freudiano, sería más bien el de ga­rantizar la extinción de toda curiosidad, ni la formula­ción teórica que constituye el garante escrito de lapa­labra; esa inscripción necesaria (gramatización, mate­matización) no puede asegurar, sin embargo, el acceso a las otras inscripciones que constituyen los represen­tantes inconscientes, sino que, por el contrario, podría tender a sustituirlas. Ni siquiera el análisis del analis­ta, cuya prosecución, aunque sea indefinida, no puede proteger contra el efecto obturador de una insidiosa fantasía de dominio o de «fin>>, en la forma muy común, por ejemplo, de una toma de posición desde el sillón.

Admito de buen grado que mi manera de escribir, de describir de este modo el proceso analítico, lleva, al igual que mi práctica, la marca de mi óptica fantasea­da, y que se observa en ella la huella de algunos signi­ficantes determinantes de 1ni destino; pero lo que me importa es que, entremezclado en mis palabras, a tra­vés de la organización de mi discurso, en mis interven­ciones o mis silencios, quede libre el lugar del ombligo del sueño y abiertas las puertas de la noche. Lo que Justin dice en ese lugar es que su padre desea roturar [défricher] la tierra y que es en el atravesar esa fanta­sía fundamental donde enraíza para él la pasión de descifrar [déchiffrer] la roca. Es en ese lugar, también, donde puede inscribirse el silencio del deseo de la ma­dre. Lo que Sygne dice allí es lo errátil de los signos y el imposible reposo que la socavan, cargada como sien-

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te estarlo con el peso de garantizar, totalmente sola, sin padres fantaseados, las palabras y su carencia; en el silencio de mi escucha se apacigua; en lo que apre­hende de los representantes de mi deseo se enraíza.

La apuesta del psicoanalista en el juego de la cura consiste en esto: comprometer su cuestionamiento acerca del origen de la palabra [parole]. Compromiso que es camino, invención, movimiento, en contraposi­ción a la aparente inmovilidad del sillón: en contra­punto con la recepción de una escucha silenciosa, es un discurso ininterrumpido el que escapa, rodea a su objeto y responde al incesante interrogante de su ori­gen, oreja viva a través de la cual se opera el impetuo­so compromiso con las palabras y sus intervalos, con lo que es, propiamente, lo prohibido/entre-dicho [inter­dit]. Condición necesaria, exigible, fuera de la cual el análisis podría llegar a ser solainente una elaboración conceptual tan extraña a la realidad pulsional como las palabras-imágenes al habla viva; fuera de la cual la transferencia no podría ser ese irreemplazable lu­gar de verdad, y se limitaría a ser la ocasión de una muy poderosa acción sugestiva.

Lo que todo analizando compromete en un psico­análisis es su esperanza, por ambigua que esta sea, de escapar aunque sea en escasa medida (y de un modo distinto al de sus síntomas) al discurso de la represión . No podemos sostener legítimamente nuestra negativa de responder a la demanda y mantener nuestra ver­dadera escucha del deseo si ignoramos la exigencia de verdad que constituye nuestra apuesta y a través de la cual se abre el espacio de la transferencia.

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Debemos ir n1ás allá de lo que, por el narcisismo pri­mario y la pulsión de muerte, se enlaza en la fantasía originaria «matan a un niño». La transferencia, pieza fundamental de la articulación del psicoanálisis, exige que se interrogue la fantasía secreta que incita alana­lista a actuar como cazador de demonios, que intenta despertar en el hic et nunc de la sesión los represen­tan tes inconscientes y su prodigiosa fecundidad. Ex­traño destino, que sólo puede esclarecerse interrogan­do al «nacimiento del psicoanálisis», es decir, la pasión profunda de descubridor de enigmas, de explorador de los orígenes, que anima a la extraordinaria aventura freudiana. Desde un primer momento, ella se presen­ta en la intensidad de la transferencia. Se requirió to­da la deterininación de Freud ante la den1anda de amor de Em1ny von R. para que naciese el psicoanáli­sis. Que el psicoanálisis haya nacido de ese modo, a partir de la impavidez de Freud ante los deseos de las mujeres, no nos autoriza en absoluto a reducir super­plejidad a un enceguecimiento: nos obliga solamente a retomar lo dejado-de-lado [laissé-pour-compte] en que se origina todo descubrimiento: el silencio del enigma «qué quiere una mujer» sigue representando para el psicoanálisis, como lo fue para Freud, el precio pagado por el descubrimiento del Edipo.

Freud señaló que «nada nos pennite negar al es­tado amoroso que aparece en el transcurso del análisis el carácter de un ainor "verdadero"»;5 a menos que nos

5 Freud, «Übservations sur l'amour de transfert>>, en La tech­nique psychanalytique, PUF, pág. 127; GW, vol. 10, pág. 317.

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encerremos en la sordera, nosotros, analistas de sexo masculino, no podemos menos que experimentarlo; además, no nos está permitido afirmar que nada te­nemos que ver con él, que tomar una inujer en análisis es ajeno a cualquier actitud seductora, ni, sobre todo, que la prohibición que instauramos con la relación analítica nos proteja, de algún modo, del riesgo de amar (más bien todo lo contrario). Pero hay que ad­mitir que, salvo las referencias alusivas bajo la impre­cisa rúbrica de la contratransferencia, los analistas son, por lo general, sumamente discretos en lo que se refiere a sus «tentaciones» o a sus culpables amores. Reconozcamos al menos a Breuer, el compañero de Freud en los comienzos de la aventura, el mérito de haber percibido claramente el problema: frente a la «tentación», partió con su esposa a Italia ... pero no descubrió el Edipo .

¿Debemos acaso pensar, como Eugénie (mujer que no vacila en interrogarse acerca de su condición de analista), que la elección de la carrera analítica señala en la actualidad, sospechosamente, alguna ünpoten­cia profunda? Es siempre para no tener que fornicar, declara abruptamente. Lo que habla por su boca no es sólo, como fácilmente podría «interpretarse», un su­puesto despecho: con excesiva frecuencia, la familiari­dad con la castración que la «profesión» de analista exige es utilizada como coartada de un dominio falaz. En efecto, muy a menudo lo que es fácil discernir a tra­vés de la inconsistencia de las sombras pretensiosas de las que muchos supuestos analistas hacen su reli­gión es, pura y simplemente, una evitación de la cas-

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tración, cuando no, en forma subrepticia, la puesta en acto de su renegación. Si cree1nos a Eugénie, el psico­análisis tendería a convertirse, paradójicamente, en el lugar en el que se conjugaría con mayor seguridad, pa­ra poder preservarlos mejor, el temor a la diferencia de los sexos y el temor a la mujer; sin embargo, si quisié­ramos imaginar un lugar en que el habla de una mu­jer pudiese ser oída, no creo que fuera posible organi­zarlo de manera más transparente y fiel que el lugar de la transferencia. Lo que una mujer quiere, en pri­mer lugar, es ser reconocida en su identidad sexual. Cortés o galante, romántico o «libre», el amor no es siempre suficiente: el hecho de que un hombre, incluso muy enamorado, la haga suya, no garantiza necesa­riamente que se levante la captura del discurso de la represión (¡tanto socialista como burgués!), que ha· marcado a la mujer en su nacimiento y también en el curso de su historia. El discurso de la represión, con vocación universal, masculino por excelencia, se orga­nizó al dejar de lado, como hemos visto, «la mitad del cielo», y ninguna mujer podría reconocerse en él. Por amante que sea, el hombre, implícitamente responsa­ble de esa fechoría del goce, necesitaría mucha virtud para anular los efectos de su maligna complicidad en la universal empresa de la represión. Es en este punto donde interviene históricamente el psicoanálisis. No obstante, en la actualidad parece afrontar algunas di­ficultades para mantener su vocación. Más allá de su supuesto despecho, lo que la voz de Eugénie me de­nuncia es la paradoja básica consistente en que el psi­coanálisis, destinado en sus orígenes a anular los efec-

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tos constantemente renacientes de la represión, se en­cierra lenta pero seguramente en la encandilante ce­guera que presidió a su nacimiento y reconstruye de manera laboriosa, bajo la apariencia de una Aufheb­ung, un sistema de recuperación de la otra «mitad del cielo».

Empero, por ahora contentémonos, lo mismo que Freud, con no negarle al estado amoroso que aparece en el transcurso del análisis el carácter de un amor «verdadero». Es ampliamente suficiente para nuestro esfuerzo, ya que confronta al psicoanálisis no tanto con lo imposible como con lo extraordinario de su em­presa. Vayamos directainente a los hechos que se im­ponen, al menos en el caso de algunos analizandos: no negar el carácter de amor verdadero es sólo una forma prudente de afirmar que se reconoce el amor, y es real­mente lo mínin10 que se le puede exigir a un psicoana­lista. No es este el momento de ceder a la tentación fi­losófica o estética, y de convertir al amor en un Cupido con alas o en un concepto. Lo que tenemos que recono­cer--en la medida en que nos rehusamos a renegar de él en casos análogos a los que presidieron al nacimien­to del psicoanálisis- es el amor de una mujer. ¿Qué quiere decir esto, sino que responderemos a él, primor­dialmente, merced al reconocimiento que no debemos evitar? Pero, ¿de qué modo?

Dejaré en la sombra de una discreción convencio­nal, sin relación con el secreto de las fantasías del ana­lista, el caso en que el profesional, aunque psicoanalis­ta, es de todos modos hombre y sella sin más trámite su reconocimiento en un «acto carnal». La aventura de

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un psicoanálisis nos conduce por lo general más lejos. Reconocer que se trata de un ainor verdadero es, en prin1er lugar, saber que en cierto modo lo hemos de­seado; que, seductores a nuestro modo, he1nos invoca­do las potencias infernales6 y llamado con nuestros anhelos a los demonios del amor para que se manifies­ten hic et nunc. Invitada a hablar sin reservas, tarde o temprano una mujer manifestará qué quiere decir, pa­ra ella, hablar: que hay goce. Para la mujer, como es­cribíamos en el capítulo 2 de este libro, «no sólo las pa­labras conservan, más allá de sus funciones significa -tivas, su valor de representantes inconscientes, lo que constituirá su habla de mujer, sino que además, en esa relación in1nediata con la castración, ella encuentra apoyo para un proceso de identificación propiamente sexual, que la caracteriza fundainentalmente como mujer, con anterioridad a toda identificación secunda­ria con algún rasgo o figura de mujer».7 Lo que ella es­pera del análisis es aquello que el hombre de la época, en quien la identificación con las representaciones de la ideología reemplaza a la posición sexual, no parece susceptible de darle, por lo general, inediante el solo hon1enaje de su potencia: nos referimos al reconoci­miento de la verdad esencial de su habla de mujer. Lo que una mujer quiere, ante todo, es que el hombre re­conozca su habla de mujer, ya que ninguna represión garantiza originariamente su perennidad: sus pala­bras conservan, en lo esencial, el valor de represen-

6 Ibid., PUF, pág . 121; GW, vol. 10, pág. 312. 7 Véase la pág. 38.

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'í tante inconsciente (significante) y sólo de manera ac- berle dejado ver mis escritos, como lo hice hasta ahora; 1:, i 1.li cesoria se incorporan al sistema de las significaciones; también me aconsejarían tal vez que profundizase el !

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astros y cuerpos gloriosos del sistema fálico, dicen sólo 1 análisis de mis fantasías, para estar más alerta frente

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el lugar de sombra de los objetos de todo cuerpo. Lo i

a tales implicaciones co.ntratransferenciales. Pensa-

que espera del discurso del hombre es que fije en una rán, sin duda, que, de haber respetado más atentamen-

I' pantalla de represión los signos de su gloria en cuerpo te la legendaria discreción del psicoanalista, habría lo-

/· .: carnal y que aferre allí su esperanza de ver un frag- grado evitar que Sygne quedase atrapada en una rela-1: ~

' ~ mento de cielo. ción transferencial que será muy difícil «liquidar>>. Es-

Al igual que en su trabajo con las cifras, en análisis, te término no sólo ine horroriza sino que, además, no

con las palabras, Sygne habla de amor; y la ronda exa- creo que una experiencia de verdad pueda borrarse

¡ ~ cerbada de los significantes que hace girar dice sólo su nunca: la transferencia lo es y el amor de transferen-

[¡ dolor o, mejor, su goce en suspenso [en souffrance]. 8 l cia también. No es sólo mi supuesta complacencia la 1

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Ella no se engaña en absoluto: si anhela reposar su 1 que le permite a Sygne apoderarse de los significantes '!

1 i'' ¡:! cabeza en mis manos, apoyar su cuerpo contra el mío, de mi deseo; invitada a hablar, desde el momento en el

no es de ningún modo -al menos lo dice sin otra dene- que acepté «tomarla en análisis» va, sin rodeos, hasta

li gación- para calmar su deseo; sería más bien para i el fin de lo que t iene que decir: su goce en suspenso. Y, 1, l' .¡ tomar cuerpo, encontrar algún punto de ligazón con al hacerlo, ama también al que la ha invitado a hablar ¡I .

las palabras que la acosan, algún lugar de sombra y de y la ha dejado decir. 1 .. t

frescura en los fuegos de verdad que la consumen. Ahora bien, todos saben que el síntoma más claro

Cuando se apodera de los significantes que supone 1 ~

del amor consiste en esa agudeza que le permite al

(por lo general justificadamente) pertenecientes a mis amante tocar el núcleo de los significantes del amado, h

fantasías de deseo, lo que me demanda no es sólo no ¡r cualquiera que sea la resistencia de sus armaduras.

rechazarlos, sino también ser fiel a ellos; como si la :¡', Supongamos que, siguiendo el ejemplo de Breuer y de-

conspiración de los representantes inconscientes, en- jándome dominar por algún movimiento de repliegue

garzados en la pantalla de todas mis represiones, tu- ·l'. ante el amor de una n1ujer, me dedique a mostrarle ~

viera que servirle de apoyo, reconociéndola como Syg- f,, que no se trata más que de ilusiones o de fantasías en-

' . ne. Estoy seguro de que habrá expertos en psicoanáli- fermizas. Por pertinentes y escuetas que fueran, mis 'I ¡

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sis que me dirían que habría debido recibirla en un r intervenciones sólo podrían ser escuchadas co1no lo p i :1 consultorio más austero que el mío; que no debería ha-

k que efectivamente serían: una finalidad de no-recep-

¡d ción, una forma de significarle que, incluso en análi-~

,H 8 «Modelo primario» de la insatisfacción histérica. ¡. sis, el habla de una mujer, llamada habla de goce, no

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tiene lugar alguno. Nada me parece más esencial en la práctica analítica que negarse a este tipo de traición. Por supuesto, interrogo a Sygne acerca de sus amores anteriores, principahnente infa ntiles; observo, en ese sentido, la discreción de las fantasías de sus padres, hasta resumir para mí su situación edípica en la fór­mula de una especie de carencia de padres fantasea­dos; pero nunca podré apoyarme en mi función de ana­lista para decirle nada que pueda ser oído como una renegación del reconocimiento de su amor, de su habla de mujer. Ahora bien, si dijese que Sygne (para limi­tarnos a ella aquí) me deja frío, obraría de mala fe. En este asunto de amor, es toda mi vida la que resuena en arn1ónicos; no sólo mis amores, las hablas (o silencios) de mujeres inscriptas en mi cuerpo, los niños, sino también mi interés por el psicoanálisis, mi cuestiona­miento acerca del origen del habla, mi trabajo acerca del discurso de la represión, mi búsqueda de la mitad del cielo. ¿Acaso la quiero? No, es decir, no «verdadera­mente». Pero fuera del análisis eso podría, o habría po­dido, ocurrir.

Si Freud no hubiera estado ocupado con Martha, su novia, hubiese podido descubrir las propiedades anes­tésicas de la cocaína, y cabe pensar que su pasión, tan profundamente masculina, de descubridor de enig­mas se habría calmado por un tiempo; pero, acaso, no habría descubierto el inconsciente. Lo extraordinario de la aventura analítica se revela en este encuentro de la pasión del descubridor con su verdadero objeto: el amor, o sea, el habla de una mujer. ¡Extraña y familiar habla de mujer! En «Viena ... » (págs. 104 y sigs.) ve-

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remos lo que se revela, más allá de la fantasía de ase­sina to de un niño, en cuanto al cuerpo secreto del lugar de los nacimientos. Se adivinará entonces, qui­zá, qué es lo que, entre las inás secretas fantasías del analista, lo impulsa a este, como a Freud, a intentar la imposible revelación y a reinventar el psicoanálisis. Es que los analistas, y Freud el primero, son tan des­confiados (o clarividentes) co1no Zeus y temen que sus hijos los maten. Lanzado a la conquista del poder, Zeus devoró a Metis (su prünera esposa) cuando, en­cinta por obra suya, llegó el momento del parto, a fin de dar a luz por sí mismo. Fue entonces de Zeus, de su cabeza hendida por un hachazo, que nació totalmente armada la inteligente y poderosa Atenea.

Freud descubrió, pues, la interpretación de los sue­ños, dio su estatuto al inconsciente y formuló en térmi­nos edípicos una ley primera del deseo; pero conservó, siempre inquisitiva, otra Esfinge: «¿Qué quiere una mujer?». Ya no habrá descubrimientos «inocentes»; pe­ro henos aquí, psicoanalistas, enfrentados con una exigencia más intensa que en cualquier otra empresa: la de inventar en cada caso nuestra práctica, palabra por palabra. Sólo hay psicoanálisis cuando, en verdad, se produce el encuentro de dos hablas nacientes: como en ainor, sin duda, pero con palabras desnudas y cuer­pos recubiertos .

De hecho, ¿tienen sexo los analistas? El interrogan­te debería ser sometido a un próximo concilio. La opi­

nión que predoniina en la actualidad parece ser que sí lo tienen, pero que eso carece de importancia, siempre

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que no les falten orejas: ¡sería lo mismo decir que no lo tienen! Afirmar que el sexo del analista no tiene im­portancia inmediata en su práctica equivaldría a con­siderar la función analítica como una especie de con­sagración que ubicaría al analista, como a cualquier sacerdote, más allá de la pluralidad de los discursos, y principalmente de la dualidad de los discursos mascu­lino y femenino. Sé que la fantasía de discurso univer­sal es particularmente tenaz: constituye el soporte más irrisorio de lo que el hombre reivindica a título de su «virilidad>>; pero creo haber mostrado con suficiente claridad cómo participa la tentación del discurso uni­versal en el trabajo de la represión, y que, en todos los casos, es sólo una tentativa de subsumir todos los mo­dos de represión. Recordaré hasta qué punto esta empresa se revela como específicamente masculina, en la medida en que, al carecer de una relación inme­diata con la castración (que para una mujer determi­na primordialmente su identificación como sexual), el hombre encontrará el sexo en ruptura con el proceso de represión, sobre el cual no puede menos que apo­yarse. La superflua e irrisoria afirmación «Soy un hombre» se caracteriza siempre por alguna violencia espectacular con respecto al orden del cual esta afir­mación es cómplice secreta. Del mismo modo en que no hay metalenguaje, no hay un esperanto del sexo, vale decir, un discurso psicoanalítico que lograría su­perar la diferencia; por el contrario, lo que se designa como discurso analítico promueve una lógica diferente (la del inconsciente) y se caracteriza por tener en cuen­ta a la castración (relación con el falo), a partir de la

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cual se determina lo que tiene que ver con el sexo para el ser hablante. Deja a cada uno, y ante todo al psico­analista, la inquietud de saber desde dónde habla.

Para dar cuenta de la diversidad de situaciones transferenciales y de aventuras analíticas, se requie­ren por lo menos cuatro figuras. No es posible conser­var como único modelo implícito el del habla de mujer ofrecida a la escucha de un descubridor de enigmas, ya que esta referencia tendería a acreditar la imagen de que el análisis sería exclusivamente asunto de hombres. Después de largos años de análisis y de se­rios estudios en la Escuela Freudiana, vino a verme una joven que reunía todas las condiciones para ejer­cer su escucha analítica con el mayor talento. Sin em­bargo, aunque había sido alimentada en el serrallo, de todos modos se sentía mujer y se mostraba realmente perturbada ante la «abyección psicoanalítica»9 que tiende a reinar entre los nuevos clérigos. «Me siento», decía ella, «como el talmudista que desborda de sabidu­ría y que va entre la gente gritando: "Pronto, pronto, háganme preguntas, porque conozco todas las res­puestas"».

Con otras mujeres, quizás, ella podrá atestiguar acerca de dos nuevas figuras del encuentro analítico, de sus privilegios y trampas: la del hombre descubri­dor de enigmas que expone su talento en el diván de una mujer, y aquella otra, tan maravillosamente fami­liar y extraña para el hombre, del encuentro de dos muJeres.

9 Para r e tomar, con J.-A. Miller, una expresión de Lacan.

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Y luego existe la de aquel que quiere «ponerle fin al asunto por su cuenta» -entiéndase, al discurso de la represión- y que acude a mí como un hermano: hen1e aquí confirmado en mi condición de doctor del incons­ciente, intérprete de sueños, «rompedor» de represión y descubridor de recuerdos obligados; se requiere mu­cha prudencia para evitar en ese caso una comedia de análisis. Es más fácil imaginar un juego de amor entre una mujer en el diván y un hombre en el sillón que en­tre un «psiquiatra en formación» y un «analista didac­ta». Pero lo que está en juego en la teoría analítica o en la institución en relación con el poder o con una mujer fantaseada nos compromete, de todos modos, entre hombres, en un asunto de amor; tanto si los atractivos de lo que está en juego son reconocidos como si son ne­gados (o ambas cosas a la vez), la transferencia opera tan pronto como decidimos, a pedido del analizando, comenzar un trabajo analítico. En efecto, al elaborar su relación con la castración debemos, sin duda, volver a poner en juego la nuestra, esclarecer, más allá de las fantasías homosexuales, lo que tiene que ver con la carencia del falo: affaire de goce si los hay. Pero allí, el diosecillo maligno, cargado de flechas sabias, no de­jará de encerrarnos en sutiles callejones sin salida, en los que las pasiones organizan su fiesta. Nos corres­ponde entonces a nosotros, Hermes o Afrodita, la tarea de desentrañar qué quiere decir hablar.

Cada figura tiene sus trampas, pero también sus promesas de verdad. Tan intensa como en la época de la invención del psicoanálisis es, en cada caso, la espe-

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ranza de un habla por nacer; n1ás difícil de engendrar que un niño, se concibe sólo en el encuentro con otra habla naciente. «Interpretar en la transferencia», dice el Manual de Psicoanálisis. Pero ningún otro camino trazado, ninguna vía jalonada dirán nunca la facilita­ción [frayage] que se produce al encontrarse un habla abierta a la inocencia con la revelación de la síncopa

de su origen. Flotante c01no el espíritu por encima de las aguas,

la atención del psicoanalista es, en prilner lugar, escu­cha abierta a la transparencia de las palabras, a sus raíces de sombra y a sus frutos de luz. La historia fu­tura dirá qué precio pagan los psicoanalistas hoy por la sacrílega obstinación que los incita a usurpar el lu­gar del Espíritu Santo; y si sabrán todavía, fuera del sillón, vivir de amor con cuerpos desnudos y palabras veladas. No es que hayan de inventar entre ellos una «nueva forma de hacer el amor»;1º pero podemos espe­rar que, sosteniendo hasta el límite el exceso de su poco razonable pasión, podrán conocer finalmente el tiempo de amar. Quizás ella, reconociendo en el árbol de la ciencia el fruto que la hace mujer, sabrá, cual nueva Eva, y tomando cuerpo más en sus palabras que en sus huesos, alentar al hombre con su luz. Quizás él, apartando de sus ojos el reloj que mide su escucha, cmnprobará a la postre que sólo puede amar y darle a cada día su a urora si, como Cronos, él devora a sus

hijos.

10 L a ca n, inter vención en el Congreso Mundial de Psiquiatría,

1950.

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Viena, o sobre el lugar de los nacimientos1

NataMinor

«Los encuentros con lo extraño son encuentros espalda contra espalda».

Queriendo escribir sobre Freud, Schnitzler y su destino vienés, no logro hacer el rodeo. ¿Azar, ilusión o, acaso, vagabundeo? ¿Eco de dos palabras nacientes? ¿Doble visión, historia de doble? Renaud2 se encuen­tra en este camino.

¿Sabemos si Edipo giró alrededor de la Esfinge an­tes de responder, o simplemente le bastó verla de per­fil, oír el rumor del aire desplazado por las palabras? Quizá se contentó con decirle lo qu e siempre había sabido, y para hacerlo pudo mirarla de frente, ya que nada había de extraño en ello. La historia inquietante era familiar: una historia trágica que podía hablarse.

Podemos definir la relación entre Freud y Schnitz­ler como la puesta en acto de una fascinación y de una evitación. Cual un reflejo perdido en el bisel de un es­pejo, marca lo inasible, inefable, inverificable del in­consciente. Es por ello, sin duda, que la repetición, la

1 Este texto ha sido sometido a lectura en el seminario de Con­rad Stein,' en diciembre de 1974.

2 Véase supra, capítulo 1, esp. págs. 16-9.

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extrañeza, los actos fallidos y los lapsus jalonaron el texto3 que consagré un día a Freud, a Schnitzler, a Só­lo un sueiio, novela de este últüno.4 Por otra parte, se necesitaron muchos años y el presente trabajo para darn1e cuenta de que en ese texto yo señalaba a Viena como lugar de nacimiento de Freud.

El hecho de que este lapsus haya pasado desaperci­bido a oyentes y lectores atentos pertenecería al orden de una no inquietante extrañeza* si no llevase a c01n­probar hasta qué punto tropieza y vacila nuestro pen­samiento cuando se trata de Freud y de la novela de las generaciones.

Lugar de nacimiento de Schnitzler, no lugar de nacimiento de Freud, Viena tiene poca cabida en los textos de este último. Cuando habla de ella, es para atacarla; con una única excepción, parece indudable que no figura en la lista de las ciudades capitales con las que tanto soñaba cuando se encontraba lejos de ellas, y que evitaba.5 ¡Cuántos esfuerzos, sin embargo, para conquistarla, imponerse, permanecer en ella!

3 N. Minor, «Freud, Schnitzler, et la reine de la nuit», en Études freudiennes, nº 5-6, Denoel, enero de 1972.

4 A. Schnitzler, «Ríen qu'un reve, en Les dernieres cartes, trad. por D. Aucleres, Stock.

*El artículo de Freud titulado «Das Unheimliche» (GW, vol. 12, págs. 229-68), traducido al castellano como Lo siniestro (Obras completas, Santiago Rueda, vol. 18, págs. 151-86), lleva en fran­cés el título «L'inquiétante étrangeté» (La inquietante extrafie­za). (N. del T)

5 En relación con la nostalgia que Freud sentía por Roma y su evitación de esta ciudad, véase «Lettres a Fliess», en La naissan-

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1 Que haya vivido allí negándose a reconocerle en­

canto alguno, como si se lo invitase a cerrar los ojos, sorprende y nos lleva a sospechar la existencia de una Viena interior, profunda; sepultada, y que remitiría a algún momento anterior a Freiberg, a J acob Freud, al padre de este ...

¡Con qué brillo reluciría sin duda Viena vista desde un gueto de Moravia! ¡Qué lugar privilegiado debía ocupar en las nostalgias y en los sueños de un J acob niño! ¿No es acaso a él a quien Freud quiso ofrecer esta bella antepasada inexplorada? Mas para ofrecerla intacta debía situarse a una cierta distancia y negar su seducción.

Pero si Viena ocupa un lugar tan importante en la deuda edípica pagada por el primer analista al incons­ciente de su padre niño, se nos aparece también como la metáfora de otra historia y de un secreto. Historia difícil, secreto de espejo en que el cuerpo y la imagen se buscan y se desafían.

Viena, ciudad a la que, en un sueño de Freud, se di­rigirá Fliess en julio.6 «¿Por qué julio?», se interroga sorprendido el soñante, que asocia: «El mes de julio, el nies de Julio César ... Julius, mi hermano menor muerto a los pocos ineses de haber nacido; julio, el ines de Julio; Viena, la ciudad de César. Si él es César, yo

soy Bruto».

ce de la PfiYChanalyse, PUF, y L'interprétation des reues, PUF, págs. 1 72, 1 73, 279; C. Stein, «Rome imaginaire», en L'incons­cient, PUF, nº l.

6 Freud, L'Interprétation des reues, op. cit., págs. 359, 409, 410.

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El mes de los Julios y de los Césares; la ciudad de los Julios y de los Césares, de los padres y los hijos, de los padres en duelo por sus hijos, de los hijos parrici­das también. Triunfar allí donde los padres han fraca­sado, ser como César: el hombre de todas las mujeres, la mujer de todos los hombres ... ¿De un hombre? Que se le revele a uno un 24 de julio el secreto de los sue­ños 7 y dar a luz la obra inmortal que hará eterno su nombre. Pero para ello es necesario tomar en lo más profundo de sí mismo, en su propio cuerpo soñante, soñado, como en el sueño del «preparado anatómico»8

en el que Freud, viajando al interior de sí mismo, en­cuentra en sus asociaciones al «eterno femenino». Via­je al centro del cuerpo, al centro de la tierra, donde las paradas esperadas no son las que se encuentran, y los rieles se despliegan en sentido inverso a la marcha.

Pero volvamos a Freiberg, que Freud abandonó en su tercer o cuarto año de vida. Ya había realizado mu­chos descubrimientos, muchas respuestas ya habían sido dadas a interrogantes en curso. Y el episodio de la que, en sus cartas a Fliess,9 designa como «mi primera causante de neurosis» o también «mi profesor de se­xualidad», la vieja y fea sirvienta, ladrona, encubrido­ra y finalmente «encerrada» [coffrée], no es indudable­mente ajeno a la pregunta que se formulará más tarde y para la que nunca encontrará respuesta satisfacto­ria alguna: «¿Qué quiere la mujer?».

7 Freud, «Lettres a Fliess», op. cit., carta nº 137, pág. 286. 8 Freud, L'interprétation des reves, op. cit., pág. 385. 9 Freud, «Lettres a Fliess», op. cit., cartas nº 70, pág. 193, y nº

71, pág. 196.

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Ahora bien, los héroes de Schnitzler plantean cons­tan temen te este interrogante. Soñadores sin párpa- -1

dos, atraviesan la ciudad, hurgan en las casas, supli- ¡ can, exigen, juegan a juegos de azar, van a extrañas: fiestas, hacen caer las máscaras, arrancan los disfra­ces, interrogan los cuerpos silenciosos de la morgue o la sonrisa de su mujer adormecida. Y aunque la res­puesta «Ich weiss nicht>>, «No sé», esté inscripta por su autor en el nombre de una mujer amada, Olga Waiss-, nix, lO se obstinan y reinciden.

«¿Qué quiere la mujer?». Pero esos hombres, ¿qué quieren? 1

Más que un destino paralelo, orígenes idénticos, in- ; , tereses compartidos, acontecimientos cuya coinciden­cia es realmente sorprendente, es a nivel de este int e- ' · rrogante donde debemos situar lo que para Freud y ;! Schnitzler fue un encuentro y un no-lugar [non-lieu]. ! No lugar del que Viena, ya lo hemos dicho, es sin duda '. la capital.

Seductora, depravada, mezquina y pastelera, la Viena imperial de la que nos habla Schnitzler está muy próxima a la Praga del Golem en la que el doble circula y se proyecta en libertad. En esa Viena, cuando las puertas se entreabren, el cuerpo d e las mujeres aparece expuesto. Obstinadamente, los hijos buscan en ella un mensaje, el recuerdo de una huella, la clave de un secreto. El mismo quizá que hace vacilar a Freud cuando, al abordar el estudio de la feminidad, la califica como «continente negro».

lO A Schnitzler y O. Waissnix, Ein Briefwechsel, Molden.

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Explorador de los «callejones sin salida infinitos», para proseguir su marcha Freud necesitaba una tie­rra firme en la que descansar. Si ella se entreabre sur­ge el vértigo, el trastorno de la memoria, la inquietan­te extrañeza.

Cuando el primer cosmonauta norteaniericano des­cendió de la Luna, todos pudieron comprobar su extre­ma palidez. Al preguntársele «¿Qué vio», respondió simplemente: «Vi a Dios y Ella es negra», y cayó desplo­mado.

En «Rosa o la felicidad de los hombres», un regi­miento entero se sumerge y desaparece en el cuerpo afable de la bella Rosa. Aunque Maurice Pons no nos lo diga, es posible que encuentre en el camino a ese ca­ballo que en una historia más breve, aunque no mejor, un jinete busca en vano.

Cuando en 1895, mientras asistía a una interven­ción quirúrgica de los senos nasales de su paciente Em­ma, Freud observó la extracción de un apósito que el doctor Fliess, algo soñador, había olvidado, experi­mentó un malestar.

Desvanecimiento, malestar, novelas y anécdotas: barreras todas para lo que en la mujer escapa al en­tendimiento. ¿Pero se trata realmente de ella y es sólo ella la que está en juego?

Si nos refiriésemos exclusivamente a la interpreta­ción que en El tabú de la uirginidad11 nos da Freud acerca del relato de Schnitzler «El destino del barón

11 Freud, «Le tabou de la virginité», en La uie sexuelle, PUF, pág. 78.

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Leisenbogh», 12 podríamos creerlo y considerar, en efecto, que el destino fatal del héroe es tejido por la mujer que él acaba de poseer. Ahora bien, si nos refe­rimos a ese relato o a otros cuentos de Schnitzler, po­demos comprobar que ni las palabras crueles de la· rnujer, ni su detenninación asesina, ni siquiera el se­creto que su cuerpo escondería explican la vida de los héroes. Todos sucumben corno efecto de la palabra de un otro. Un Otro prestigioso, gigantesco, invisible, del que la n1ujer posee el proyecto. Objeto del deseo, ejecu­tante, depositaria, la inujer aparece tainbién como el lugar de un encuentro y de una proyección.A través de la mujer los hombres intentan alcanzarse y la cargan con los deseos que ella realizará: deseo sexual, homo­sexual, deseo de inuerte. Tudos se ven y se reconocen

en ella. «No es sorpr endente que usted haya llegado a ser

un gran escritor», le dijo alguien a Schnitzler; «ya su padre ofrecía un espejo a sus contemporáneos». El es­pejo, precisa Freud, era el laringoscopio, que el padre de Arthur Schnitzler había inventado.

Después de esta anécdota y de la historia de un es­pejo que el doctor Fliess ofrecía también a sus conte1n­poráneos, inuchos años pasaron antes que el nombre de Schnitzler volviera a la pluma de Freud. La nota a pie de página en El tabú de la virginidad que ya he-1nos visto, e inopinadamente, en Lo siniestro, un pá-

12 A. Schnitzler, «Le destin du baron Leisenbogh», en Masques et prodiges, Stock , pág. 66.

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rrafo es consagrado a Schnitzler en relación con Die Weissagung. 13

Ni mediadora ni depositaria, silueta furtiva, visión ofrecida, fragancia, color, la mujer atraviesa ese rela­to . Relato extraño, inquietante en efecto, en el que el destino del hombre, trazado por un ilusionista, se re­vela al leer una página en blanco y en la marca que de­ja una peluca llevada por el viento, despertando en el lector algo así como el recuerdo de una huella y en Freud la impresión de haber sido engañado:

«Cuando al principio el autor parece limitarse al terre­no de la realidad corriente, y repentinainente inventa acontecimientos que no pueden producirse en ese te­rreno o que sólo se producen rara vez, 14 da lugar a que se trasluzca nuestra superstición supuestainente sofo­cada; nos engaña prometiéndonos la vulgar realidad y,

pese a ello, desbordándola. Reaccionamos ante estas ficciones como lo haríamos ante acontecimientos que nos conciernen: cuando comprobamos la mistificación, ya es demasiado tarde; el autor logró su objetivo, pero, por mi parte, afirmo que no logr ó un efecto puro. Per­siste en nosotros un sentimiento de insatisfacción, una especie de rencor ante ese intento de engañarnos, tal como lo sentí claramente después de la lectura del texto de Schnitzler Die Weissagung».15

13 A. Schnitzler, «La prédiction», en Masques et prodiges, Stock. 14 Las bastardillas son mías. 15 Freud, «L'inquiétante étrangeté», en Essais de psychanalyse

appliquée, Gallimard, pág. 208.

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Insatisfacción, rencor, ninguna «ganan cia de seduc­ción», ningún «placer preliminar que permitiría la li­beración de un goce superior, proveniente de fuentes psíquicas mucho más profundas y que se origina en el hecho de que nuestra alma es aligerada de ciertas ten­siones[ .. . ] al permitirnos el artista (cuando nos ofrece la representación de sus fantasías) gozar de las nues­tras sin escrúpulos ni vergüenza».16

Nada de ello en esta lectura; por el contrario, tene­mos la impresión de haber sido engañados por alguna falsa identificación, de haber sido inistificados. Fas­cinados, diremos, como lo son en su desconcierto los clientes de un ilusionista. Fascinados, como lo son en «Fortuna»17 los héroes de un relato del que la mujer está ausente; pero en el que lo femenino parece haber emigrado hacia otro lugar, otra ciudadela. Lugar de misterio y de smnbra, ciudadela interior. Actualmen­te, es en sí mismo, en su propio semejante, que el hom­bre buscará el rostro al que atribuye tanta sabiduría, su Mefistófeles, su prestamista, que recuerda siem­pre, de algún modo, al «Eterno femenino».

«Fortuna»: una noche en un garito de Viena, el a rte­sano Waldein es abordado por dos desconocidos, con­des o barones. Le dicen que los siga y le proponen con­ducirlo al Jockey Club, círculo privado en el que sólo se acepta a la aristocracia. Ebrio, estupefacto, el hmnbre

16 Freud, «La création littéraire et le reve éveillé», ibid., pág. 81.

17 A . Schnitzler, «Fortune», en Masques et prodiges, Stock, pá g. 140.

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obedece pasivamente. Lo visten con un frac, se ocupan de su peinado, lo arrastran al círculo, donde lo presen­tan como un noble extranjero venido de inuy lejos. El hmnbre juega y gana, juega y vuelve a ganar. Hace sal­tar la banca, se levanta y se va.

Cuando despierta, reina ya la penumbra. Poco a po­co recuerda momentos de la noche, al principio ünpreci­sos, luego cada vez más nítidos. Se mira al espejo, para asegurarse de que no fue un sueño de borracho. Ve su ünagen y reconoce el bello traje arrugado y la corbata blanca; sus cabellos tainbién han sido cortados.

¿Dónde puso el dinero? No, no tan rápido, un ins­tante aún y lo buscará. Cuando finaln1ente lo busca, no logra encontrarlo y recuerda con dificultad una ca-1ninata nocturna y algunos indicios: empedrado des­parejo, un follaje, un jardín y el murmullo del agua en sus oídos. Se precipita por las calles y las calles se ase­mejan y los puentes son los mismos y la piedra de los muelles, granulosa y gris, circunscribe al río que corre rumoroso ... pero el murmullo del agua, ¿dónde era?

En la segunda parte, vemos a Waldein que renunció a sus búsquedas. Viejo y enfermo, vegeta sieinpre en el mismo tugurio. Ni su mujer, muerta ya, ni su hijo Frantz, pintor, han sabido nada de su aventura, del extraño encuentro, de la fortuna sellada, ni del olvido del lugar en el que yace lo inasible, lo que no puede nombrarse de la aventura. Frantz es portador de un secreto que ignora,18 que inurmura, que lo obceca y

18 Me interesa subrayar la proximidad que existe entre lo que aquí se evoca y lo descripto por Nicolas Abraham en «Notules sur

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que no es el suyo(?). Sobre esas pinturas repite cons­tantemente una inisma escena: jugadores, un tapiz verde, un garito de mala fama.

Un día se presenta un rico y distinguido conde o barón aficionado al arte, que a pedido suyo lo intro­duce en el círculo, para bosquejar un cuadro del que ya elaboró un proyecto. Una gran sala, cuatro espejos en inarcos dorados reflejan luces reverberantes.Altas si­luetas de hombres en traje, con una gardenia en el ojal. Prestigioso, indolente, el conde Spann se encuen­tra presente. Alrededor de la mesa de paño verde ros­tros ünpávidos y, bajo esas ináscaras, una pasión que Frantz puede adivinar ... Si sólo pudiese sentir lo inismo, jugar con ellos ... Crear. Con los ojos entorna-dos, Frantz Waldein suei1.a, «siente que penetra el se­creto, se acerca a la verdad».

¿Pero a qué verdad se acerca Frantz? ¿Cuál es ese secreto extraño, singular, que viene de lejos y que cree reconocer? ¿Pertenece a otro? ¿Es suyo? ¿Llega a pre­sentirlo en un juego de espejos?

Es el alba. El viejo Waldein agoniza, Franz lo cuida y teme dorn1irse. Un reflejo azulado se cuela por el re­borde de la ventana, ilumina los frascos ubicados cer­ca del lecho, empalidece aún más los labios del enfer­mo. «Inconsciente1nente» y por prünera vez después de la enfermedad de su padre, Frantz piensa en su cuadro y se ve concluyéndolo.A Waldein agonizante le vuelven los recuerdos: el agua inurmura, el eco res-

le fantome», en Études freudiennes, nº 9-10, Denoel, abril de 1975.

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ponde, el ruido de un martillo cerca de su oído, repen­tinamente surge el puente de los Leones.19

El hijo sabe todo ahora. Corre a lo largo de las ori­llas, desentierra la fortuna, la esconde bajo su traje. Se apresura y vuelve, pero encuentra un gran silencio: «Ya no recibirá respuesta alguna».

El mismo día del entierro, Frantz Waldein se dirige al círculo. Una palabra del conde le permite jugar. Pa­ra terminar el cuadro, dice Frantz, debe experimentar una vez lo que siente esa gente. Gozar con ellos del fuego que los consume, llevar la chispa y luego ... Crear. Dar al mundo la obra inmortal que fijará en un cuadro el lugar de una seducción, el momento de un goce: el padre entre esos hombres prestigiosos y afor­tunados, que lo tomaron como una cosa pasiva, que ju­garon con él, de los que gozó o, mejor dicho, soñó gozar en el desconocimiento de un proyecto insensato.

Bosquejo, cuadro, obra inmortal que ocultan otra historia, que enmascaran otro lugar al cual, parecería, el hombre se acerca sólo a costa de su razón o de su vi­da. Así, al menos, habla la fantasía. La fantasía, o Schnitzler, o ambos.

Si es cierto que cada uno de nosotros lleva a lo largo de su existencia una parte del tumulto de los secretos inconscientes de sus progenitores, el tumulto que pro­voca lo femenino del padre no es el menos tenaz. En­sordecido por nuestro ruido personal, difícil de discer­nir a causa de nuestras proyecciones, ese tumulto es apenas un murmullo cuando llega hasta nosotros.

19 En alemán: Lowenbrüche.

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Schnitzler ha sido sensible a él, y nos entrega este re­lato donde se pone en escena el destino de aquel que, sin saberlo, trata de captar lo que hay en él de femeni­no. Puesta en escena de una fantasía en la que proyec­ciones e identificaciones se confunden y arrastran al lector, junto con el héroe, hacia un lugar de n1alestar, de vulnerabilidad extrema; viaje al centro del cuerpo, al centro de la tierra, donde el deseo se interroga, don­de ninguna respuesta satisface. Fantasía informe, in­colora, difusa y a la que sólo es posible acercarse para recaer luego en el universo quieto de los amores fami­liares; universo programado, de lugares intercambia­bles y en el que la prohibición y la castración limitan el vagabundeo y protegen la ilusión más allá de la cual se inicia un «allende» del que ninguna palabra puede dar cuenta: fuera de lugar [hors-lieu], fuera de la ley [hors-loi], horla, como si se tratara del grito proferido por el otro poeta con el que frecuentemente se compa­ró aArthur Schnitzler.2º

U na vez concluido el juego, y consumada la pérdida de una fortuna cuya prohibición se transmiten las ge­neraciones, Frantz volverá a la ribera del río. Cavará allí frenéticamente, cosechando los frutos de otra he­rencia: un poco de tierra, piedras y agua que murmu­raba. Y Frantz, loco y envejecido en apenas unas ho­ras, ofrece al conde Spann, que no lo abandona, el es­pectáculo de un hijo transformado en su padre que acuna su dolor y llora sobre su hijo.

2º Franc;oise Derré, L' ceuvre d'Arthur Schnitzler, Didier, 1966, págs. 478-87.

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Como una herida entre ambos, que va del uno al otro y no se sabe a quién pertenecería.

¿Pero a quién llega la siguiente carta de una Vien a a otra, que, después de cuarenta años de desconfianza, Freud dirige a su infrecuentable colega y vecinoArthur Schnitzler, en el mes de niayo de 1922? Carta de cum­pleaños en respuesta a otra carta de cumpleaños, dará lugar a un único encuentro: noche en fainilia, un paseo de una hora de duración; luego cada cual se alejará dándose la espalda.

«AArthur Schnitzler2 1

»Viena, IX, Berggasse 19, 14 de mayo de 1922

»Muy estimado doctor:

»También usted ha llegado ya a los sesenta años, mientras que yo, seis años n1ayor, me acerco al final de mi vida y puedo esperar ver pronto el final del quinto acto de esta comedia bastante incomprensible y no sie1npre divertida.

»Si aún persistiese en iní algo de la creencia en la "omnipotencia del pensa1niento", no dejaría de enviar­le hoy mis mejores y más cordiales votos para los años por venir. Dejo ese gesto insensato al considerable nú­mero de nuestros contemporáneos que pensarán en usted el 15 de mayo.

»Le voy a confesar algo que le rogaré, por considera­ción hacia mí, no comparta con nadie, amigo o extra-

21 Freud, Correspondance, 18 73-1939, Gallirn.ard.

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ño. Me atormenta un interrogante: ¿por qué, en reali­dad, durante todos estos años no intenté frecuentar­lo y tener con usted una conversación (interrogant e planteado, naturalmente, sin tener en cuenta si usted habría aceptado tal intento)?

»La respuesta a este interrogante implica una con­fesión que me parece excesivamente íntüna. Pienso que lo evité por una especie de temor de encontrar a n1i doble. No porque tenga una tendencia fácil a iden­tificarme con otro o porque haya querido pasar por alto la diferencia de dones que nos separa; pero al su­n1ergirme en sus espléndidas creaciones sie1npre m e pareció encontrar, tras la apariencia poética, hipóte­sis, intereses y resultados que sabía que coincidían con los míos . Su determinismo, su escepticismo -que la gente llama pesimismo--, su sensibilidad ante las verdades del inconsciente, ante la naturaleza pulsio­nal del hombre , su disección de nuestras certidumbres culturales convencionales, el exainen minucioso de la polaridad del an1or y de la muerte, todo ello desperta­ba en mí un extraño sentüniento de familiaridad. (En un pequeño libro escrito en 1920, Más allá del prin­cipio de placer, intenté de1nostrar que Eros y pulsión de muerte son las fuerzas originarias cuya interacción domina todos los enigmas de la existencia.) Tuve así la impresión de que u sted sabía intuitivamente --D más bien cmno efecto de una sutil autoobservación- todo lo que yo descubrí gracias a un laborioso trabajo efec­tuado sobre los demás. Sí, creo que en el fondo usted es un investigador de las profundidades psicológicas, tan honestarnente imparcial e intrépido como el que más,

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y que si así no hubiese sido, sus capacidades artísticas, su arte del idioma y su poder creador habrían tenido libre curso y habrían hecho de usted un escritor mu­cho más adaptado al gusto de la multitud. En cuanto a mí, prefiero al investigador. Pero perdóneme que vuel­va a caer en el psicoanálisis, lo único que sé hacer. To­do lo que sé es que el psicoanálisis no es un buen medio para hacerse querer.

»Muy cordialmente suyo, Freud».

Extraña carta enviada a un desconocido. Tudo pa­rece haber sido dicho y, pese a ello, el carácter íntimo de la confidencia refuerza aún más el equívoco y nos lleva a interrogamos acerca de lo que vacila y se in­quieta en Freud ante la evocación del nombre de Schnitzler y la posibilidad de encontrarlo. ¿Acaso la sensibilidad de este «ante las verdades del inconscien­te» o el minucioso examen de «la polaridad del amor y de la muerte», que despiertan en Freud un «extraño sentimiento de familiaridad»? ¿Y en qué consiste esta familiaridad? ¿A qué fantasías comunes o concebidas como tales podemos referirla? ¿A qué evidencias con­duce al lector?

«Sucede a menudo», escribe Freud en Lo siniestro, «que hombres neuróticos declaren que los órganos sexuales femeninos constituyen para ellos algo extra­ñamente inquietante. Esto extrañamente inquietante es, sin embargo, el linde de la antigua patria de los hi­jos de los hombres, del lugar en el que todos han mora­do en algún momento. Así, cuando un lugar antes fa-

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miliar surge como inquietante podemos decirnos que el prefijo "in" ubicado delante de "quietud" es el signo de la represión». 22

La inquietante extrañeza sería así «la cualidad te­rrorífica ligada a las cosas conocidas desde hace tiein­po y familiares desde siempre[ ... ] algo que habría de­bido permanecer oculto y que ha reaparecido [ ... ] co­mo la inquietante extrañeza que emana de los comple­jos infantiles reprimidos, del complejo de castración, de la fantasía del cuerpo materno».23

Al leer a Schnitzler nos sorprende comprobar la im­portancia que asume en sus relatos el cuerpo feme­nino, su pregnancia, su presencia. Evocado por una palabra, una frase poética, un silencio, se estira en fili­grana a través de cada página y se ofrece, como la pro­pia obra, a la proyección. El autor se convierte así en ese personaje marginal, infrecuentable y seductor; ese «doble» ... «inquietante antecesor de la muerte», que se debe «proyectar fuera del yo, como algo extraño».

En el trabajo ya citado, yo escribía que lo que deter­mina la inquietante extrañeza que domina a Freud cuando lee los relatos de su doble son la insistencia, la pregnancia de los temas relativos al cuerpo materno, al cuerpo femenino, así como una intuición profunda y una cierta puesta en escena de las negociaciones in­conscientes cuyo objeto es el interior de ese cuerpo. Ex­trañeza, inquietud, fascinación ante fantasías tanto más familiares cuanto que Freud no pudo evitar su

22 Freud, «L'inquiétante etrangeté», op. cit., pág. 139. 23 Jbid., págs. 204-5.

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violencia y que, en más de un sentido, lo hicieron re­troceder cuando en sus textos o en los de otros autores se acercaba a ellas. Como si su revelación hiciera pe­ligrar un orden y plantease una duda sobre la ilusión

que recubrían. A esta hipótesis añadiré otra que, en mi opinión, es

sólo el complemento de la primera. Hipótesis sospechosa, puesto que se decanta en la

confusión que nos plantea el tumulto de los secretos inconscientes de nuestros progenitores, tumulto que nuestro propio rumor sofoca y desfigura.

Hipótesis difícil de aprehender, de retener, de for­mular, puesto que lo único que puede decir es una his­toria paralela y no dispone de otro apoyo que la frágil cadena de nuestras asociaciones. Cadena en que la carta a Schnitzler es uno de los eslabones.

Hipótesis equívoca, ya que ella concierne a lo feme­nino del padre, lo femenino de Freud. Lo femenino co­mo tope y como huella de alguna rebelión secular, de alguna certidumbre secreta, frente a la muerte ina­ceptable, inaceptada. Lo femenino, pero no la homose­xualidad; la inmortalidad, pero no la megalo1nanía; lo real, pero no la realidad. Femenino, inmortalidad, real: cada una de estas palabras es portadora de un or­den que marca con su impronta la configuración edípi­ca. Orden singular, marcado a su vez por el sello del deseo, pero que escapa a su ley y se sitúa más allá del Edipo, último bastión en que eso [9a] habla, sangra y

engaña. Es en esta frontera donde deambula la sombra de

las falsas apariencias que nos recuerda Schnitzler. No

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porque Freud no se haya acercado a la sombra: ella lo sigue a lo largo de toda su obra, lo acuna en su sueño. En el sueño del «preparado anató1nico», en las asocia­ciones y la interpretación que él formula, dice mucho al respecto. Por otra parte, no es casual que esta carta haya sido escrita después de la aparición de Más allá del principio de placer. Carta doble, carta al doble, do­ble carta, finahnente, con10 la que inaugura Wien, la ciudad reprimida, y contiene en su esencia su propia repetición, sus reflejos, sus espejos y el eco sostenido de una inscripción profunda, marca de nacüniento, huella, inasible y constituyente, de un alfabeto n1atriz tal co1no lo ha forjado quizás el inconsciente y que re­posaría en algún lugar del cuerpo, lugar que el cuerpo habría olvidado, pero en torno al cual se encarniza la memoria. 24 Doble V, Fau, Frau, Fausto, ese otro doble en quien el anhelo de juventud eterna confluye en en­crucijada con «el eterno fe menino».

«Lo n1ejor de lo que llegas a saber no puedes decírselo a los párvulos».25

24 Con letras tomadas del mismo alfabeto se escribe el sueño de Renaud relatado por Leclaire. La marca de nacimiento, inscripta en el cuerpo, evocada en el gesto, tan múltiple y diversa en su representación c01no los caminos que llevan a ella, nunca se leerá. Sólo el efecto de «encuentro de dos hablas nacientes» hace suponer que uno se le ha aproximado.

25 Goethe, Fausto, trad. al francés por G. de Nerval, Garnier­Flammarion. Estas palabras de Mefistófeles a Fausto son cita­das a rn.enudo por Freud. Remiten a uno de sus recuerdos de in­fancia, relativo a un viaje que hizo con su madre de Freiberg a Leipzig (evoca este recuerdo en la carta nº 27 a Fliess) . Retoma

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Pero uno nunca es párvulo [écolier]* sino de sí mis­mo, y esta carta que nos golpea como un retorno al re­mitente nos introduce en el núcleo de un intercambio ambiguo en el que los anhelos de muerte se encuen­tran a flor de escritura y en el que, pese a la confesión, el secreto persiste entero.

«Llevo en mí un secreto que ignoro; os lo entrego, pero callad».

Un no-dicho a cambio de un silencio. ¿Qué pensó Schnitzler al recibir estos anhelos? ¿Contó los días que le quedaban por vivir, jugó su sombra en las luces de la noche, onduló como corresponde su aliento sobre la superficie de los espejos laringoscópicos? ¿O compren­dió acaso muy pronto que no era a él a quien se in­tentaba acallar, aislar, marcar con el sello del secreto, y que ese mensaje Freud lo dirigía al continente más negro de sí mismo, a su propia «roca», eterno femeni­no, adonde sólo llegará en el sueño?

«El viejo Brücke ha de haberme encargado alguna tarea cualquiera; cosa bastante extraña, se refería a un preparado anatómico de la parte inferior de mi pro­pio cuerpo, mis piernas y pelvis . .. ».26

Y Freud lo hace. Louise N. lo ayuda. Louise N., que en la evocación de los restos diurnos pedía y rechazaba un libro que él le ofrecía.

esta cita en las asociaciones correspondientes al sueño del «pre­parado anatómico».

*En la traducción francesa de Fausto citada por N. Minor se emplea el término écolier (escolar, alumno) donde nosotros tra­dujimos «párvulos». (N. del T.)

26 Freud, L'interprétation des reues, op. cit., pág. 385.

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«Préstame un libro», le pide ella. Él le sugiere She [Ella], de Ridder Haggard, «un libro extraño, pleno de sentido oculto», y comienza a explicarle. «El eterno fe­menino ... lo imperecedero de nuestras emociones ... ».

«Sé todo esto», lo interrumpe ella. «¿No tienes nada tuyo?». «No, mis obras imperecederas todavía no han, sido escritas». «Pero entonces, ¿para cuándo ese traba­jo fundamental que, según tú nos prometiste, incluso nosotros podríamos leer?».

Un cierto brillo sobre ese rostro de mujer, una im­presión fugaz, y Freud se dice que a través de esos la­bios y de esas palabras burlonas aliún otro lo interro­gaba. Comenzó a reflexionar y se mantuvo en silencio, . pensando en el esfuerzo que debía realizar para ofre­cer al público su libro sobre los sueños. Tantas cosas· · propias que debería revelar. Sintió que lo invadía una especie de tristeza y recordó quizás el 24 de julio en el que le fue revelado el secreto de los sueños; se sentía feliz y escribió que «estaba contento como el enano del cuento, porque la princesa no sabía nada».27

¿Qué enano, qué princesa y qué quería Louise N.? ¿Qué decía ella al decir que sabía, mientras que, se­cretamente, él hablaba de sí mismo?

«¿Qué quiere la mujer?» y «¿Qué sabe ella?». «Los pensamientos que surgen a raíz de mi conver­

sación con Louise N. se desarrollan en un nivel dema­siado profundo como para que puedan hacerse cons­cientes. En cierto modo fueron desviados hacia todo lo que agitó en mí la referencia a She, libro extraño, así

27 Freud, «Lettres a Fliess», op. cit., carta nº 137, pág. 285.

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como a otra obra del mismo escritor, Heart of the World [Corazón del mundo]».

En el corazón del mundo, en el centro de la tierra, donde se conciben las obras imperecederas, donde las emociones nunca inueren, en ese lugar del que Louise N. poseería una especie de conocimiento innato, inde­bido, proveniente quién sabe de dónde.

Para saber hay que ver ¿Pero dónde y cuándo? La noche siguiente,

el viejo Brücke está allí y le permite el viaje, circuns­cribe el espacio, indica el camino. Y Freud, que lleva en el fondo de su memoria un sueño de hombre con pi­co de pájaro, 28 e1nprende el descubrimiento de lo fe­menino en sí mismo, en su cuerpo en pedazos, con pai­sajes cambiantes, siguiendo a guías de sexo intercam­biable, hacia el lugar en que se aclara el enigma de la vida.

Pero es sólo un sueño, y la teoría llama al h01nbre al orden, y le proporciona el inventario de las palabras que provisionalmente ponen término a su búsqueda. «Lo que no puede ser alcanzado en vuelo . . . »(como la madre arrastrada en vuelo por los hornbres con pico de pájaro) « ... es menester alcanzarlo cojeando. Co­jear no es un pecado, nos enseñan las Escrituras».2 9

28 Freud, L'interprétation des reves, op. cit., pág. 495. 29 Con esta cita del poeta Ruckert cierra Freud el último capí­

tulo de Más allá del principio de placer.

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¿Quién cojea y bebe siempre el agua de la fuente? ¿Basta con decir «es menester »? Y Freud, que des­pierta en estado de gran angustia, organiza su sueño en el idio1na de las palabras, del Edipo, de la Ley y del Decoro. Soñador de pies ligeros. Extenuado guardián nocturno en su cota de mallas.

Y así es . En el momento en que los ojos se desga­rran, en que los lobos y las máscaras logran escapar, aparece lo real en su extrema concisión; n1ás sorpren­dente e inquietante que la ficción inisn1a y su cortejo de sonidos, palabras, imágenes, como los labios cerra­dos que un índice hizo enmudecer.

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(f.,,.

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Obras completas de Sigmund Freud

Traducción directa del alemán, cotejada con la .edición inglesa de James Strachey (Standard Edition of the Complete Psychological Worlis of Sig­mund Freud), cuyo ordenamiento, prólogos y notas se reproducen en esta versión.

Presentación: Sobre la versión castellana l. Publicaciones prepsicoanalíticas y manuscritos inéditos en vida de

Freud (1886-1899) 2. Estudios sobre la histeria (1893-1895) 3 . Primeras publicaciones psicoanalíticas (1893-1899) 4. La interpretación d e los sueños (I) (1900) 5. La interpretación de los sueños (II) y Sobre el sueño (1900-1901) 6. Psicopatología de la vida cotidiana (1901) 7. "Fragmento de análisis de un caso de histeria" (caso "Dora"), Tres

ensayos de teoría sexual, y otras obras (1901-1905) 8. El chiste y su relación con lo inconciente (1905) 9. El delirio y los sueños en la "Gradiva" de W. Jensen, y otras obras

(1906-1908) 10. "Análisis de la fobia de un niño de cinco años" (caso del pequeño

Hans) y "A propósito de un caso de neurosis obsesiva" (caso del "Hombre de las Ratas") (1909)

11. Cinco conferencias sobre psicoanálisis, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, y otras obras (1910)

12. "Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente" (caso Schreber), Trabajos sobre técnica psicoanalítica, y otras obras (1911-1913)

13. Tótem y tabú, y otras obras (1913-1914) 14. "Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico'', Tra­

bajos sobre metapsicología, y otras obras (1914-1916) 15. Conferencias de introducción al psicoanálisis (partes I y II) (1915-

1916) 16. Conferencias de introducción al psicoanálisis (parte III) (1916-

1917) 17. "De la historia de una neurosis infantil" (caso del "Hombre d e los

Lobos"), y otras obras (1917-1919) 18. Más allá del principio de placer, Psicología de las masas y análisis

del yo, y otras obras (1920-1922) . . 19. El yo y el ello, y otras obras (1923-1925) 20. Presentación autobiográfica, Inhibición, síntoma y angustia, ¿Pue­

den los legos ejercer el análisis?, y otras obras (1925-1926)

f 21. El porvenir de una ilusión, El malestar en la cultura, y otras obras (1927-1931)

22. Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, y otras obras (1932-1936)

23. Moisés y la religión monoteísta, Esquema del psicoanálisis, y otras obras (1937-1939)

24. Indices y bibliografías

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