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Matias Temperley

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Por Sebastián Zírpolo

Matías Temperley, argentino, nacido y criado en una familia acomodada de Vicente López, tenía 21 años cuando llegó a Estados Unidos para estudiar una carrera universitaria. Era el fin del año 2001. Hacía pocos meses dos aviones habían derribado las Torres Gemelas y el gobierno estadounidense acusaba a Saddam Hussein y a los talibanes de Afganistán por el atentado. En 2003, cuando George W. Bush le declaró la guerra a Irak, sin consultarlo con nadie, Matías se enroló en el Ejército. Hasta ese momento vivía en Bellville, Illinois, y trabajaba en un local de comidas. No ganaba mucha plata pero le alcanzaba para pagarse la vivienda y los estudios y de a poco iba construyendo su propio sueño americano. Lo estaban por ascender a gerente cuando entró a la agencia de reclutamiento de Southern Illinois y le dijo al militar que lo atendió que quería ir a la guerra. Cuando le contó a su familia que se había enrolado en el Ejército le dijeron que estaba loco. Su hermano Federico estaba en Argentina peleando contra un cáncer y lo último que necesitaban era otro hijo en una lucha despareja. Para ablandarlos les dijo que iba a Kuwait. Era parcialmente cierto: estuvo allí un día. En Bagdad combatió contra las milicias insurgentes que respondían a los líderes políticos y religiosos del régimen. Desde su puesto de Hummvee gunner (el tipo que maneja la ametralladora que está en el techo de las tanquetas, el más expuesto de la unidad) mató y vio morir. Nunca lo hirieron. Llegó a ser primer teniente y manejó el destino de cien soldados de la Cobra Company 2-8 Cav. Cuando volvió de Irak decidió capitalizar la experiencia y empezó a asistir a las reuniones del partido republicano del lugar donde vive ahora, la ciudad de Quincy, Massachutechs, al sur de Boston, conocida como “la ciudad de los presidentes”. Allí le pidieron que se postule al Congreso. En las primarias del 6 de septiembre de este año fue pre candidato a diputado por el distrito 8, un conglomerado de barrios que suma alrededor de 400 mil electores. Perdió contra su rival interno, Joe Selvaggi, que se presentaba a la reelección. Si ganaba, competía por una banca en el Parlamento en las elecciones nacionales del 6 de noviembre en las que Barack Obama y Mitt Romney pelean por la presidencia. Matías tiene 31 años. “Todos los minutos de mi vida, dice, me pregunto qué mierda estoy haciendo”.

Ahora Matías no está haciendo nada. Después de perder las internas se dedicó a dormir. Desde que se lanzó a la campaña, a comienzos de año, trabajaba hasta el mediodía en el National Guard - como ex combatiente, Matías integra la reserva militar de Estados Unidos - luego entraba en campaña por el resto del día y a la noche cumplía con su trabajo, el que le paga las cuentas, en una compañía de seguridad. Terminó agotado, además de derrotado. Sacó el 41%, alrededor de 4 mil votos, insuficiente pero mucho más de lo que esperaba con una campaña con poca plata: juntó apenas 23 mil dólares. Dice que con diez mil dólares más al tipo le ganaba. El tipo es Joe Selvaggi, un republicano con un largo recorrido en el Congreso y según Matías, un político promedio, egoísta, que es la medida que Matías usa para definir a los políticos de carrera y su estrategia de supervivencia, que es agarrarse fuerte de los presupuestos y gritar yo, yo, yo. Por eso aprovecha el envión que le dejó la campaña para

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ayudar a dos candidatos republicanos a diputados estatales y a armar alianzas para dentro de dos años volver a presentarse como candidato, para convertir su historia de inmigrante, veterano de guerra y patriota entre patriotas, en renta política. Que si no para qué rifó su vida, Matías. Antes de enrolarse en el Ejército vivía en un departamento con un cuarto-cocina y un baño junto con un compañero de estudios del comunity collage donde estudiaba la carrera de Business. Ganaba 650 dólares por mes, la renta del departamento le salía 300 dólares, que dividía con su compañero por la mitad, y los estudios le costaban 100 dólares. El resto de la plata lo usaba para gastar en salidas por Bellville. Estaba legalmente en el país, pagaba sus impuestos y planificaba su vida al compás del american way of life. Sin embargo no alcanzaba. “Estar en un país que te da oportunidades y te hace sentir parte te hace quererlo como propio”, dice Matías, como si con eso no fuera suficiente. Para él no lo era. Sentía que no era completamente ciudadano y decidió darle la prueba de amor a su patria adoptiva. Habían pasado dos años de su llegada a Estados Unidos y pensaba que nunca iba a formar parte del país en el que desde chico había querido vivir si no estaba dispuesto a dar la vida por él.

Matías es uno de los 50 millones y medio de latinos que viven en Estados Unidos. En 1950, eran apenas alcanzaban cuatro millones. Los hispanos representan cerca del 16% del total de la población, según la Oficina Nacional del Censo. En los últimos 20 años (las cifras del Pew Hispanic Center, un centro de monitoreo de la comunidad en Estados Unidos, toman el período 1990-2009) la cantidad de habitantes hispanoparlantes creció 110%, aunque en los últimos años el crecimiento obedeció más a la diferencia entre nacimientos y muertes que por aumento de la inmigración. Desde 2000, de los 10 millones de hispanos que se agregaron a la población estadounidense, un 60% fue por aumento natural de la población y un 40% por inmigración. Matías está dentro de ese 40%. La población hispana en Massachusetts, el estado donde vive y construye su carrera política, suma 627.654 personas, 9,6 % de su población, con lo que el estado se sitúa en el puesto número 20 de población latina en Estados Unidos. Allí, los hispanos en condiciones de votar alcanzan los 256 mil, apenas 6% de todo el electorado. En el resto del país, la población latina está concentrada en cinco estados, donde vive el 69% de los hispanos: California (31% de la población es latina),Texas (19%), Nueva York (8%), Florida (8%) y Nueva Jersey (3%). Pero también están creciendo en estados no tradicionales como Carolina del Norte (saltó de 1,2 a 4.7% de 1990 a 2000), Arkansas (0,8 a 3.2%), Georgia (1,7 a 5.3%), Tennessee (0,7 a 2.2%), y Nevada (10,4 a 19.7% en el mismo período), siempre según la Oficina Nacional del Censo. "Los latinos no sólo son el grupo de electores que más ha crecido, sino también están posicionados en los estados claves de batalla", le dijo Brent Wilkes, director ejecutivo de la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC, uno de los tantos organismos de presión de la comunidad latina en Estados Unidos) a la revista Time, en una nota de tapa que sacó meses atrás con la frase, en español, “Yo Decido”.

Para 2050 los pronósticos dicen que los hispanos serán el 29% de la población

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estadounidense: uno de cada tres residentes será de este origen, mientras que el 15% será negra y el 10% asiática. Para Henry Cisneros, primer alcalde de origen latino en San Antonio Texas, funcionario de Bill Clinton y autor del libro Latinos and the Nation future, por entonces Estados Unidos ya tendrá su presidente latino. "No se si está en primaria, o está en escuela de leyes o ya es elegido o elegida como cargo público, pero yo creo que esa persona ya vive y estamos a 20 años o menos, de tener un presidente latino o latina", dijo ni bien Obama, otra expresión de las minorías, ganó las presidenciales en 2008. “Los latinos serán en gran parte el relevo generacional estadounidense”, dice Cisneros, a partir de los datos que señalan que los latinos tienden a formar familias más numerosas que los americanos originarios. Sin embargo, advierte que esto no significa que Estados Unidos vaya a convertirse en una nación hispana. “La presencia latina en el futuro de la nación será tan evidente que será una de las diferencias fundamentales entre la nación que conocemos hoy y la que veremos los próximos 25 años”. Desde un razonamiento puramente demográfico, es difícil que Estados Unidos vaya a tener un presidente de origen argentino. En Estados Unidos viven 224.952 argentinos, según los datos oficiales del censo 2010. Esta cifra representa el 0.45 % de los 50.477.594 hispanos en Estados Unidos. Pero la colonia argentina está en ascenso: de 2001 hasta ahora, creció 123%. “En términos políticos la sociedad norteamericana es la menos prejuiciosa que hay, asi que si mañana aparece un buen candidato no van a tener ningún prurito en votarlo, como lo hicieron con un austríaco, Arnold Schwarzenegger, en el estado más importante desde el punto de vista político y económico, que es California”, dice el politólogo (UBA) Franco Rinaldi.

Hasta que se fue a Estados Unidos, Matías vivió en San Isidro, frente a la placita del CASI. Estudió en dos colegios tradicionales de la zona, San Juan el Precursor y el St. Peter´s de Martínez, donde cursó gran parte de su secundaria. Estaba estudiando Finanzas en la Universidad de Palermo cuando su papá Ernesto, empresario, le regaló las millas que había juntado con su tarjeta de crédito para que viaje a Estados Unidos. Lo veía aburrido, sin rumbo. “Andá seis meses, si te va bien te quedás seis más y si no te volvés. Como sea, vas a vivir una buena experiencia y te va a abrir la cabeza”, le dijo. Ernesto sabía de lo que hablaba. Hizo ese mismo viaje entre 1969 y 1970, y lo recuerda como uno de los mejores momentos de su vida. Matías es el menor de tres hermanos. Dos mujeres, María y Carolina, y Federico, el otro varón, docente, que murió de cáncer, enfermo de linfoma de Hodgkin, cuando Matías estaba en Irak por segunda vez. Lo llamaron de su casa para que viaje a despedirlo porque le quedaba un mes de vida. El Ejército sólo le daba diez días de licencia así que le costó decidir en qué momento viajar. En los días que estuvo en Buenos Aires, Federico no murió. “Me despedí de él con un abrazo, estaba bien, lúcido”. No pudo ir a su entierro. Para Matías, que estuvo casi dos años combatiendo en Irak, alimentando cada segundo la incertidumbre más primitiva del ser humano, la de no saber si seguirá viviendo o no en el próximo minuto, en el teatro más exponencial de todos los miedos posibles, como lo es un campo de batalla, todo por una causa ajena para el mundo entero menos para los estadounidenses y para los irakíes, y él no es ni estadounidense, aunque su green card lo abrace, ni irakí, para Matías, la parte más difícil

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de la guerra fue blanquearle a su familia que se había convertido en un soldado americano. Se los contó por mail después de que se enroló porque no quería que se metieran en su decisión. Le dijeron que estaba loco, que era un sufrimiento para ellos. Nadie lo apoyó. Su papá Ernesto viajó a Estados Unidos a prohibirle que se enrole. Le habló durante un día seguido. Le mostró fotos de la familia, de todo aquello que ponía en riesgo. Matías no le dijo nada. “Entiendo por tu silencio que ya tenés la decisión tomada”, le dijo Ernesto. “Vos siempre me hablaste de la libertad”, le dijo Matías, y cerró la discusión. Entonces su papá le pidió que por lo menos hiciera la carrera de oficial. Durante los dos años que Matías estuvo en combate, Ernesto se levantó todos los días a las cuatro de la mañana para leer los nombres de las bajas estadounidenses en la versión online del Washington Post. Quería enterarse antes que su esposa.

En la casa sanisidrense de Matías no se hablaba de política, aunque eso no signifique que la política no atravesara la vida de la familia Temperley, como la atraviesa a cualquier familia de cualquier situación social y geográfica, en la medida en que el tipo de cambio la beneficie o la perjudique. En ese punto, Matías sabe reconocer el pensamiento político latente de su hogar paterno: liberal en lo económico, rechazo a la intervención del Estado en los asuntos privados, de derecha en términos de gestión política. Su papá tiene una empresa importadora de productos chinos que le vende a las grandes cadenas de supermercados. En este punto no asombra que Matías se haya vinculado con los republicanos, aunque hay una explicación menos personal, más antropológica, que vincula a los inmigrantes en Estados Unidos con el movimiento político más conservador de los dos partidos dominantes. “Los republicanos tienen muy buena llegada con los latinos. Estados claves con mayoría latina como Florida y Texas son históricamente estados republicanos. Contrariamente a lo que uno podría pensar a priori, el inmigrante latino que llega a Estados Unidos no es alguien a quien podríamos definir como progresista. Por eso no me sorprende que un argentino sea candidato por los republicanos. Encaja perfectamente.”, dice Franco, que por esto mismo apuesta a que el primer presidente latino vaya ser republicano y no demócrata.

En el largo artículo dedicado al peso de la comunidad hispana en las elecciones presidenciales de 2012, la revista Time define a los latinos de Estados Unidos como “conservadores en temas como el matrimonio y el aborto”. De hecho, no es casualidad que la cara visible de la expresión más radical de los republicanos, el Tea Party, la derecha de la derecha republicana, sea un latino. Se trata de Marco Rubio, un hijo de cubanos, senador nacional por Florida, que desde su elección en 2010 se ha convertido en una de las estrellas del partido, al punto tal que su nombre sonó como un posible compañero de fórmula de Romney, un rumor que coincidió con el lanzamiento de su autobiografía, An American Son (“Un hijo americano”), que es decir, ese título, todo lo contrario a una hispanización del país. Sin embargo, el apoyo latino fue clave para la victoria de Obama en 2008. En la primera elección presidencial de Obama, al demócrata lo votó el 60% de los hispanos (el propio Matías lo votó en la interna demócrata y

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aunque luego fue con el republicano McCain, se ilusionó con su triunfo) pero se esperaba un porcentaje bastante menor (alrededor de 45%) para estas elecciones de 2012. Una posible explicación es que Romney representa, dentro de los republicanos, el ala más moderada (fue gobernador de Massachusets, territorio de los Kennedy) y por tanto con más chances de captar el voto de los demócratas desencantados con los cuatro años de Obama en la presidencia, sobre todo con su promesa incumplida de reformar la ley inmigratoria. Según Time, en cada elección presidencial desde 1992, el Partido Republicano ha ganado al menos alrededor de un cuarto del voto latino y el Partido Demócrata al menos la mitad. En la mayoría de los años está en juego el restante 25%.

El entrenamiento que convirtió a Matías en soldado duró cuatro meses, entre abril y julio de 2004. Entre todos los skills que Matías debía ganar en ese tiempo para evitar que lo devolvieran desde el otro lado del mundo en una bolsa negra, los más importantes pasaban por una transformación de su personalidad, que debía empezar a hamacar entre la agresividad y autocontrol para lograr el objetivo del entrenamiento: convertirse en un soldado saludable, es decir, matar sin emoción. “Pasas de ser civil a ser un soldado que está siendo entrenado para algo que un ser humano normal no hace, que es matar. Pero no para ser un criminal, sino alguien que se puede controlar”, dice Matías. Matías soportaba durante horas a su entrenador puteándolo en la cara, llevándolo a un límite físico y mental que le permita dejar sus emociones en otro lado. “Cuando estás bien entrenado no tomás nada personal. No te pones loco contra el enemigo, no lo odias. Pero si no se corre lo tenés que matar, porque tenés una misión que cumplir”. El otro trabajo de justificación del buen soldado está instalado en la cultura bélica expansionista estadounidense: ellos son los malos, nosotros los buenos, y si no los sacamos de acá van a tratar mal a la gente que vive ahí.

“Yo trataba de pensar que no me habían mandado a hacer algo inmoral, porque era lo que la población quería que hiciésemos. A Estados Unidos no le interesaba estar allí, porque perdió plata. Estábamos porque la gente lo pedía. Muchas veces salías, repartías comida, tenías contacto con los civiles y nos trataban bien. Eso me ayudaba”. Acá se alinean otra vez en Matías las elecciones políticas con sus decisiones personales: el de la legitimación de la violencia en nombre de una razón suprema es un argumento histórico de los republicanos. “Tienen una visión menos culposa que los demócratas de la política exterior, y una cosmovisión mucho más clara de que el mundo entero es un potencial enemigo”, dice Franco. Matías nunca resultó herido. En Bagdad combatió en las calles de una villa monumental de las afueras de la ciudad llamada Sadr’ City, donde se escondía la milicia armada del líder religioso y político Muqtada al-Sadr, y patrulló el puerto, al sur de la ciudad. Sí vio morir subalternos suyos por una orden dada por él. “Ahí es cuando decís ‘a la mierda esto es real’”. De aquella experiencia no arrastra ningún remordimiento. “Acá, dice, soy una persona, allá soy otra. Tenés que saber hacer el click”.

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El plan de Matías es transformar la experiencia de poner en riesgo la vida, de presenciar la muerte, en nombre de esa entelequia llamada patria, más entelequia que nunca en su caso, en capital político. Es su proyecto personal, pero también cree que es el camino para el resurgimiento de Estados Unidos. Cree que las guerras de Irak y Afganistán le dejarán al país una nueva generación de políticos ex combatientes, como pasó con la Segunda Guerra, que le devolvió a la historia presidencial de Estados Unidos figuras como Dwight Eisenhower y John Fitzgerald Kennedy. “Cuando tu país está en guerra pasas a valorar todo, y eso hace nacer a las grandes generaciones. Tenemos que volver a eso, sin que implique un llamado a que haya más guerras”. En este punto el discurso de Matías se vuelve, paradójicamente, antipolítco, más empatado con el del ciudadano promedio - los políticos son todos chorros - que con el de un aspirante a político de grandes ligas. Es probable que la experiencia límite de la guerra lleve a los soldados a mirar por encima del hombro a cualquiera que no haya podido o no haya querido combatir, porque hay muchas formas de pelear por un país, pero lo cierto es que en el caso de los veteranos que se dedican a la política, como Matías, es un diferencial que no están dispuestos a subvalorar. De Obama desprecia que nunca haya hecho otra cosa que construir una carrera política. “Ves sus historias y lo único q hicieron fue política. Hicieron la guita fácil. Yo estoy en contra de eso. Yo estoy liderando con el ejemplo. Estoy dispuesto a sacrificarme, voy a correr el peligro que corren mis soldados. Los políticos jamás van a hacer una cosa así. Yo soy un verdadero patriota, vos hiciste política”. “No me resultaría extraño que en los próximos años salgan figuras políticas salidas de la guerra del Golfo y de las últimas guerras en Medio Oriente”, dice Franco. “Dios te oiga”, contesta Matías. El razonamiento se hace patente cuando elige a sus referentes, las figuras públicas que admira. Martin Luther King, Ernesto Che Guevara, hombres que pusieron el cuerpo.

Al Che lo conoce de muy cerca: Matías es su primo segundo. Su mamá, Susana Guevara Lynch, recuerda el día que el Che, muy joven, entró a su casa y le pidió a su mamá, la abuela de Matías, el arma que la Marina le había entregado cuando enviudó. El abuelo de Matías, Juan Antonio Guevara Lynch, tío abuelo del Che, fue infante de Marina. “Mi abuelo y el Che tenían una conexión muy fuerte, de la que en la familia se sabe muy poco”, dice. Con esa pistola Guevara hizo su ya famoso viaje en moto por América latina. Matías reconoce en su corta vida un ruido de fondo desde su adolescencia, cuando comenzó a cultivar, dice, una disconformidad pareja hacia la aldea bucólica y previsible que lo rodeaba. “Me frustraba un sentimiento de no poder controlar mi destino”, dice, como tratando de desentrañarse, sin explicarse del todo, como suele suceder con el equipaje que las personas cargamos sin saber bien de dónde vienen ni en dónde lo tenemos que dejar. De su primo el Che, Matías admira su valentía pero se pone en la vereda de enfrente. “Si estuviese vivo seríamos enemigos”, dice.

De los Guevara, dice su papá Ernesto, Matías heredó una preocupación desinteresada por el prójimo y un registro altruista que luego plasmó en su decisión de luchar, tanto en la guerra como en las urnas, para cambiar una realidad. Aunque en su momento lo golpeó, a su papá la decisión de Matías de vivir y eventualmente morir como un americano promedio, ahora,

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uniendo los puntos hacia atrás, no lo sorprende. Desde chico él le habló a Matías y a sus otros hijos de aquella tierra de la libertad que había aprendido a admirar a la distancia, aunque él nunca hubiera llegado tan lejos. Cuando Ernesto vivió en Estados Unidos, entre mediados del 69 y mediados del 70, le ofrecieron la ciudadanía. A cambio, debía combatir en Vietnam. Dijo que no y se volvió a la Argentina, sin siquiera imaginarse que en 30 años tendría un hijo al que le tocaría vivir también en un Estados Unidos en guerra, y que al contrario de lo que hizo él, diría que sí.

Cuando volvió de Irak Matías no tenía trabajo. Había terminado sus estudios universitarios pero nunca había ejercido y nadie necesitaba a un hombre con un master en ametralladora. Desde sus días de combate que venía pensando en meterse en política, así que comenzó a acercarse al comité republicano de su ciudad, Quincy. Su historia empezó a pegar entre sus compañeros de mitines y lo propusieron como contrincante de Savaggi. La interna la perdió, pero va a volver a intentarlo en dos años, cuando renueven las bancas del congreso estatal y dice que si junta suficiente plata va a volver a correr por una elección nacional. Por eso ahora cambió de trabajo por uno que le paga el doble y ya empezó a juntar los fondos para su próxima campaña. Su objetivo final no es correr por cargos más altos pero sí convertirse en un referente político dentro de su partido que ayude a otros con más posibilidades que él. No quiere ser presidente, sino reclutar al próximo presidente. En este salto corto que dio entre que se propuso y concretó una carrera política es donde Matías se siente más distanciado de la Argentina. De allá -de acá- reniega de los aparatos y la de la necesidad de contar con padrinos que te banquen - y que te condicionen. El mismo recorrido que hizo en Estados Unidos pero desandado en Argentina se hubiese detenido en la condena al olvido de los ex combatientes de Malvinas.

Entre la decisión de dar una pelea concreta -la guerra- y otra simbólica -la política- por su segunda patria Matías traza un razonamiento zigzagueante. No fue a la guerra para legitimar su vida política, pero sabe que nunca hubiera construido una carrera política si no fuese un veterano de guerra. En términos bélicos no está claro si Estados Unidos perdió o ganó en Irak y Afganistán. Al menos está claro que no ganó. Más aún: hay un consenso de que Estados Unidos invadió Irak en busca de sus recursos naturales. Ahora, una cosa es la decisión política que los llevó a la guerra y otra cosa son los héroes de guerra. Dice que va a ganar tarde o temprano. Que quizás, para entonces, lo manden a Afganistán una vez más. “Y ahí sí, dice, le gano a cualquiera”.