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CUENTO PUERTO RICO Mayra Santos Febres CAROLINA [1966– ] La oreja de Van Gogh Q ue juegue dominó, que yo juegue dominó, que me siente en la sala de los noticieros a enterarme de matanzas, mientras los dedos corren a encontrar marfil y conchas, plástico imitando coordenadas del vacío en un rectángu- lo; yo, que me consiga una novia para llevar a reuniones familiares a inmolarse. Que ella juegue también al dominó y los perros y los gatos de marca que le compré de regalo, que el titilar fregado de las fichas la enloquezca, hueso contra madera, borrones del azar que ignora seduciendo; juntos todos y alegremente convocados en la sala de la casa. O en la marquesina, o en la terracita de aluminios y enredaderas, o en diagonal a la barra empo- trada en bloques ornamentales, soltando su hálito de hielo. Las frías, garganta profunda abajo, que cierren el pacto con los dioses de urbanización, las panzas que recrezcan ante la ofrenda. En presencia de los dioses tutelares, yo, que hipotequé vida y futuro para mudar- me a una comunidad controlada donde todo el mundo juegue al dominó, madres, padres, hijos, primos, abuelos y mascotas, todo el mundo contando su puntaje, anotando signos, endeudándose hasta las tapas para vencer y traer al próximo juego los mágicos artefactos que el clan pide para reconocer supremacías. Beepers que vibren e interrumpan, teléfonos celulares que delaten, cadenas de finísimos metales en eslabones gordos como un dedo. Y los dedos aprisionados en aros de pedrería, en uñas de seda, que reposen un poco del frega- do para acudir a cierta cita con los pelos midnight auburn, las botellas, con las cotas de bebés y los retratos junto a Reyes Magos en centros comerciales. El clan, que mire embelesado el combate de fichas sobre la mesa. Y que piense en el milagro de una mesita desmontable como campo de batalla, como agón detectable en cauríes Ifá marcados por la sabiduría de milenios. El juego del dominó, que sea el aleph, la promesa de felicidad y destino claro

Mayra Santos Febres · 2020. 9. 30. · CUENTO PUERTO RICO Mayra Santos Febres Carolina [1966– ] La oreja de Van Gogh Q ue juegue dominó, que yo juegue dominó, que me siente en

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  • CUENTOPUERTO RICO

    Mayra Santos FebresCarolina [1966– ]

    La oreja de Van Gogh

    Que juegue dominó, que yo juegue dominó, que me siente en la sala de los noticieros a enterarme de matanzas, mientras los dedos corren a encontrar marfil y conchas, plástico imitando coordenadas del vacío en un rectángu-lo; yo, que me consiga una novia para llevar a reuniones familiares a inmolarse. Que ella

    juegue también al dominó y los perros y los gatos de marca que le compré de regalo, que

    el titilar fregado de las fichas la enloquezca, hueso contra madera, borrones del azar que

    ignora seduciendo; juntos todos y alegremente convocados en la sala de la casa. O en la

    marquesina, o en la terracita de aluminios y enredaderas, o en diagonal a la barra empo-

    trada en bloques ornamentales, soltando su hálito de hielo. Las frías, garganta profunda

    abajo, que cierren el pacto con los dioses de urbanización, las panzas que recrezcan ante la

    ofrenda. En presencia de los dioses tutelares, yo, que hipotequé vida y futuro para mudar-

    me a una comunidad controlada donde todo el mundo juegue al dominó, madres, padres,

    hijos, primos, abuelos y mascotas, todo el mundo contando su puntaje, anotando signos,

    endeudándose hasta las tapas para vencer y traer al próximo juego los mágicos artefactos

    que el clan pide para reconocer supremacías. Beepers que vibren e interrumpan, teléfonos

    celulares que delaten, cadenas de finísimos metales en eslabones gordos como un dedo. Y

    los dedos aprisionados en aros de pedrería, en uñas de seda, que reposen un poco del frega-

    do para acudir a cierta cita con los pelos midnight auburn, las botellas, con las cotas de bebés

    y los retratos junto a Reyes Magos en centros comerciales. El clan, que mire embelesado

    el combate de fichas sobre la mesa. Y que piense en el milagro de una mesita desmontable

    como campo de batalla, como agón detectable en cauríes Ifá marcados por la sabiduría

    de milenios. El juego del dominó, que sea el aleph, la promesa de felicidad y destino claro

  • 2 EL PLACER DE LEER Y ESCRIBIR / ANTOLOGÍA

    para el más hábil del clan, del vecindario, de la humanidad entera. Que una chucha sea el

    vehículo de nexos con las fuerzas del ingenio, del arrojo, de la suprema fuerza violenta. Un

    tranque de juego que sea sacrificio imprescindible para después borrar a trasiego de brazos

    los designios del azar sobre la faz de la tierra. ¡Que todo el mundo juegue al dominó! como

    si a Van Gogh no le faltara una oreja.

    Para el clan, esto es dato insignificante. Convencidos, piensan que el dominó puede

    suplantar la oreja gacha de Van Gogh, corregir la historia, hacer del holandés tan sólo un

    queso, o un pariente más “de allá afuera”, en ilustre juego, que en vez de preocuparse por

    la luz y lo que ésta le hace a las cosas, decida no hacer más que perfeccionar el arte de la es-

    trategia y el azar sobre una mesa, probarse el más jaiba; ah de ayes, josear lo sagrado que se

    empotra en las manos, el cinto y la chequera; ver la batalla ahí, en el tablero, transformada

    en mito épico, ganar, para que su clan reverencie su corona de marca, tres patas-spoilers en

    su acura, carruaje tirado por neptunos si jetski. Como si un capicú pudiese aliviar del todo

    la obsesión de alimentar las extrañas relaciones que lo atan a uno al mundo, al hermano,

    por ejemplo; a Teodoro, que se murió rapidito después de Van Gogh, o fue al revés, de to-

    dos modos pasó luego de lo de la oreja, que es lo importante, lo de la oreja; como si eso se

    pudiera remediar con un buen juego de dominó entre los vecinos de la calle; berreándole

    a sus respectivas para que le traigan una fría mientras sudan su estrategia y sus hormo-

    nas. Eso, como si un doble seis bien puesto remediara que Van Gogh, un día como otro

    cualquiera, decidiera cercenarse la oreja, una de sus dos orejas, que no tenía más. ¡Quéee

    dominó! lo que yo quiero saber es si han encontrado la oreja, en cuánto la vendieron, qué

    coleccionista la compró, en qué líquidos clínicamente destilados la conservan, cómo es

    que determinan la cantidad de luz suficiente para que refulja como debe refulgir la oreja de

    un genio. Sólo entonces desistiré de mi empeño…

    Él era pintor, lo que yo ansío ser. Pintó en sangre lienzo y caballete, pintó los labios

    de Teodoro con sus jugos porque eso haría yo si pudiera. Ir donde mi hermano, que no

    viviría tirado en una cama de hospital, y en su baño cortarme una oreja. Un corte perfecto

    me daría con cristales desinfectados de hospital, cristales empañados de la casa, de todas

    las casas de vecinas que averiguan entre cristales qué hago yo con tanta caja, tanto folio y

    tantas tarjetitas, metido de sol a sol en el depósito de libros raros de la Universidad. Ellas

    averiguan preguntando por qué no me pongo a engordar, a hablar de política, a ir a la

    Iglesia, buscarme una novia y jugar al dominó. ¿Qué es lo que se cree la gente, que porque

    uno vive con madre, padre y hermano en urbanizaciones calcinadas por el sol, enrejadas

    de aburrimiento, convertidas en asilos de convalecencia, que uno no puede pensar en la

    oreja de un ilustrísimo pintor? A ver, ¿cómo dejar de pensar en el perdido pabellón audi-

    tivo ante la noticia de que el año pasado vendieron uno de sus cuadros en treinta y siete

  • 3CUENTO / La oreja de Van Gogh

    millones de dólares, ante las notas de exhibición del bebé verde ese tan magistral o de las

    estrellas dementes en miles de museos alrededor del mundo? Cómo, mientras uno sabe

    que el pobre de Van Gogh sigue muriendo en los sanatorios del infierno, enfermo y en la

    más rotunda ignominia, que cuando vivo y gacho, no logró vender ni una de sus pinturitas.

    Teodoro se la pasaba protestando, desesperado con él y la sangre que se sacaba en cromos

    de sus pesadillas. Intentaba convencer a posibles compradores, o a su hermano obnubilado

    para que pintara más a tono con los tiempos. Ante el fracaso, aguantaba y esperaba otras

    oportunidades; y aunque dudó, jamás abandonó al hermano en sus visiones ni en sus com-

    bates con los demonios del espejo. Balance entre clan y ego, Teodoro intercediendo por

    su amantísimo hermano ante el padre pastor que le jodió a ambos su sentido de realidad,

    su manera de comunicarse con el resto del universo. Ellos que hablaban del padre y se

    amaban amantísimos como hermanos que eran; uno no más fuerte que el otro, uno no más

    coronado por la tecnología de sus pares, me pregunto, ¿por qué yo no, ah? ¿Por qué carezco

    de aliados en mi clan? ¿Por qué vivo en un país que no es Holanda, un país sin museos ni

    bibliotecas apropiadas pero harto de sustituciones, carros nuevos, becas federales para estu-

    diar estilismo? Pues precisamente porque vivo en este país y no en otro es que tengo que pre-

    ocuparme por el paradero de esa oreja. Yo sé lo que es carecer y encima cortarse pedazos.

    Llevo más de cinco años tratando de encontrar el paradero de esa oreja. Por eso em-

    pecé a trabajar donde trabajo. Mi plan es hacerme el encubierto y posar para que así, de

    manera azarosa, catalogando fichas, recibiendo y anaquelando biografías de artistas me

    tope, abra, dé con un volumen misterioso y ahí esté, seca, marchita, pero todavía incólume

    a pesar de los años, una obra maestra más, la Oreja de Van Gogh. Todo el mundo pensará

    que es accidente. Pero no, ese hallazgo será fruto de un elaborado plan maestro. Dos ve-

    ces en semana subo al depósito de libros raros, me llevo un pañito con desinfectante para

    quitarles la capa de hongos que se los está comiendo, abro volumen por volumen, huelo,

    busco y rebusco entre las páginas amarillentas: estériles, demacradas por la humedad.

    Mantengo impecables registros de mi pesquisa, anoto cada volumen antes de descartarlo.

    Así voy urdiendo mi estrategia, la cual combino con el minucioso estudio de los planos de

    esta biblioteca. Como resultado de mis investigaciones, he llegado a conclusiones prodi-

    giosas que no hacen más que sustentar mi teoría. Porque, que alguien me diga si no es cosa

    sospechosa, díganme si no es ocurrencia de quien quiere esconder objetos importantes

    para la historia de la humanidad, cambiar el curso de un río, secar terrenos anegados, y en

    las colindancias de una vaquería construir una biblioteca. Una biblioteca-vaquería, absur-

    do de la naturaleza, sin ventilación, sin sistemas de catalogaciones eficientes, una tumba

    húmeda para almacenar libros que florecen en los anaqueles, con páginas arrancadas por

    manos nunca identificables. Hacer de entrada una biblioteca inservible para la búsqueda

  • 4 EL PLACER DE LEER Y ESCRIBIR / ANTOLOGÍA

    del conocimiento y dejarla ahí, como un mausoleo, guardando cadáveres exquisitos. Ocu-

    rrente la mente diábolica que pensó lo que pensó para esconder un invaluable tesoro. Pero,

    igual de ocurrente pueden ser otras mentes, la mía, por ejemplo.

    Si el hallazgo asegurara mi destino. La oreja de Van Gogh en mis manos acarrearía

    trabajo, dinero para caballetes, pinturas, material de instalaciones, quizás hasta para la

    cura de un hermano que me amara amantísico, y se llamara Teodoro. Transformaría a la

    madre y el padre en aliados. Al fin dejarían de fastidiar con lo del dominó, las cuentas, los

    achaques familiares. En vez de tanto rezar, me acompañarían a museos y sabrían de otros

    mundos, galaxias enteras de posibilidad.

    Me pregunto, ¿qué le habrá pasado por la cabeza a los Van Goghes, a los hermanos,

    sobre todo? Porque aunque pelearon, jamás uno derrotó al otro. Se rehusaron a ganar. La

    derrota para ellos siempre fue más deliciosa que el triunfo. La agonía entre ellos siempre

    más alucinante que la vida. Uno se dejó vencer por el sentido práctico del clan para con-

    vertirse en el sostén del otro y recordarle su falta. El otro se contentó con ser orate de la

    especie, la pesadilla del uno que le garantizaba algún tipo de cordura. Perdieron ambos,

    deleitosamente. Los dos, fichas de tranque en el juego.

    Ese lazo misterioso entre ellos y que solamente ellos entendían, quizás el padre pas-

    tor, sufriendo de la misma locura laboriosa que heredaron. ¿No sería por eso en realidad

    lo de la oreja y no por el rotundo y esquizoide enchule del pintor? Vicente y Teodoro su

    hermano —o sería al revés, Theodore y Vincent— un amor parecido al definitivamente

    esquizoide y siempre hambriento amor que se tienen todos los hermanos del mundo; que

    se tenían ellos y por eso fueron las cartas, las alianzas y las muertes. Me imagino cómo

    sería la historia si fuese sobre dos hermanos de aquí, Vicente y Teodoro; que al chiquito le

    digan Teo y al grande Chen. Con padrecito igual a los que van a la Iglesia Pentecostal, se

    compran un altoparlante para salir a predicar la palabra con los nenes, no los deja salir a

    ninguna parte ni jugar al dominó porque el dominó es juego del diablo. ¡Que de allí saliera

    un pintor…, un genio… un hermano!

    Las cartas. Theodore y Vincent se escribían imaginándose dos niños perdidos en una

    isla tropical, como el niño Gauguin. En aquellas islas no había religión, ni urbanizacio-

    nes calcinadas, ni bibliotecas carcomidas por los hongos. Allí ellos no tienen que jugar a

    ser otros, ni tan siquiera escribirse, porque jugando entre las olas se podían tocar, y hasta

    besarse en los labios. Nadie tenía que recurrir a cortarse una oreja. Nadie tenía que des-

    cuajarse a cantos ni morirse al tiempito que el otro. Nadie tenía que jugar dominó para no

    verse a los ojos, para no verle los ojos a los demás que se sientan a la mesa, se aproximan

    a la nevera, cierran el portón y no saben, no quieren saber, no les interesa preguntarse

    nada de nada...

  • 5CUENTO / La oreja de Van Gogh

    A que está aquí. Todo el mundo me dice que no pero por mi madre santa que está

    aquí. A ver, ¿en qué otro lugar va a estar la famosa oreja? Si alguien fuera a esconder un

    tesoro invaluable, una gema de la historia, ¿dónde más la escondería? En los Champs Ely-

    sées no va a ser. Tiene que ser en una isla caribeña, como harían los piratas, en una isla

    caribeña con una universidad que tenga un depósito de libros raros, podridos de hongos,

    con helechos naciéndole entre las páginas. Sólo en un lugar así puede descansar libre de

    culpa la oreja de un gran pintor.

    Si yo llevo cinco años y medio buscando la oreja de Van Gogh, ¿por qué no puede

    aparecer frente a mis ojos? En esta mismísima isla han aparecido retratos de Toussaint

    L’Ouverture en cuartos clausurados. Han aparecido narcotesoros, animadores de televi-

    sión achicharrados en carros europeos. Han aparecido hasta copos de nieve en parques

    públicos. Que aparezca la oreja de Van Gogh no es ninguna novedad. Hay mucho espacio

    que cubrir, demasiados recovecos que no he cotejado todavía.

    Perder yo el tiempo jugando al dominó...

  • Nombre _________________________ Fecha_______________

    La oreja de Van Gogh

    Mayra Santos Febres

    1. En este cuento se menciona al pintor Vincent Van Gogh, busca en las

    siguientes direcciones de internet para que redactes en tus propias

    palabras un perfil biográfico del pintor. Toma en cuenta su vida

    familiar (su relación con su padre, madre y hermanos), su personalidad,

    enfermedad y su contribución al arte.

    ➢ http://www.vangoghgallery.com

    ➢ http://www.vangoghmuseum.nl/

    ➢ http://www.artmuseum.net/vangogh/gateway.asp

    ➢ http://www.nga.gov/exhibitions/vgwel.htm

    ➢ http://www.serve.com/Lucius/VanGogh.index.html

    ➢ http://www.vangoghdisc.com

    ➢ http://www.vangogh-nuenen.com

    2. Se mencionan en el cuento una serie de cartas del pintor, en las

    direcciones provistas puedes encontrar muchas de éstas. Selecciona

    una y escribe tu percepción del escritor a la luz del contenido de la

    carta leída.

    3. Emplea citas directas del cuento para apoyar tu redacción. Analiza los

    siguientes aspectos:

    a) La vida rutinaria en las urbanizaciones.

    b) El valor del juego de dominó en la tradición cultural

    puertorriqueña.

    c) La situación de deterioro en algunas bibliotecas.

    4. ¿En qué consiste la obsesión del protagonista? Busca una cita en el

    cuento que evidencie dicha obsesión.

    5. Analiza el mensaje que contienen estas citas en el cuento:

    http://www.vangoghgallery.com/http://www.vangoghmuseum.nl/http://www.artmuseum.net/vangogh/gateway.asphttp://www.nga.gov/exhibitions/vgwel.htmhttp://www.serve.com/Lucius/VanGogh.index.htmlhttp://www.vangoghdisc.com/http://www.vangogh-nuenen.com/

  • a) "¿Por qué vivo en un país que no es Holanda, un país sin museos ni

    bibliotecas apropiadas pero harto de sustituciones, carros nuevos,

    becas federales para estudiar estilismo?”

    b) "Tiene que ser en una isla caribeña, como harían los piratas, en una

    isla caribeña con una universidad que tenga un depósito de libros

    raros, podridos de hongos, con helechos naciéndole entre las

    páginas."

    6. Observa los siguientes autorretratos del pintor hechos entre

    1853 – 1890 y presenta las semejanzas y las diferencias entre cada

    uno de ellos. ¿En qué se parecen? ¿En qué se diferencian? Toma en

    consideración los detalles, colores, postura, atuendo o indumentaria

    para completar tu redacción.

    7. ¿Estás de acuerdo con la proliferación de los juegos de azar en la Isla?

    Justifica tu respuesta.

  • CUENTOHISPANOAMÉRICA

    Enrique Anderson ImbertArgentinA [1910–2000]

    La foto

    Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en

    la falda sonreía y...

    ¡Clic!

    Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto –la cara de Paula era

    bella como una flor–, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.

    Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita.

    ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una

    mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la mace-

    ta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó

    que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la

    naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotogra-

    fiada crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.

  • Nombre_____________________________________. Fecha________.

    La foto

    Enrique Anderson Imbert

    1. Compara este cuento con “Las fotografías” de Silvina Ocampo. Utiliza este

    diagrama:

    2. Explica los siguientes temas que aparecen en el cuento:

    a) El amor

    b) La ilusión

    c) Lo sobrenatural

  • 3. ¿Crees en milagros? Explica tu contestación.

    4. ¿Atesoras alguna foto de un familiar o ser querido como recuerdo? Coloca la

    foto y describe qué recuerdos tienes?

    5. Selecciona alguna frase de la historia que te haya cautivado y explica el

    mensaje.

    6. El tiempo es un recurso vital para el impactante final del cuento. Comenta las

    siguientes expresiones:

    a) “Apenas unos pocos meses de vida…”

    b) “Poco después, la muerte…”

    c) “Tres días más tarde…”

    d) “…en los días siguientes…”

    e) “Cada mañana al despertarse…”

    foto

  • 7. ¿Qué mensaje consideras encierra el desenlace del cuento?

  • CUENTOESPAÑA

    Paloma Díaz-MasMadrid [1954– ]

    En busca de un retrato

    Las baldosas coloradas de la entrada cuidadosamente bruñidas con cera, la deslumbrante escalerita de claraboya convertida en invernadero para unas plantas casi amenazadoras de puro rozagantes, la casa de largo pasillo y bar-nizadas maderas, con los montantes de las puertas coquetamente encortinados de una

    cretona de florecitas muy limpia y muy planchada.

    El comedor de nobles muebles de viejo roble, con su suntuosa cancela modernis-

    ta —lotos rosas y nenúfares azules de pétalos traslúcidos y esmerilados, entre retorcidos

    pámpanos de un verde botella— que daba a la azotea. Y en ella, de nuevo las baldosas tan

    brillantes que parecían pintadas con aceite y bajo el sol azaleas, petunias, alegrías, pen-

    dientes de la reina, gitanillas, geranios, cóleos morados. Y en la sombra helecho, hiedra

    enana, cintas y esa planta que nosotros llamamos amor de hombre, pero que en inglés es

    judío errante y en francés miseria. Y en un rincón los cactus, milagrosamente floridos, y

    las plantas de olor: la hierbabuena, el sándalo y la albahaca.

    Pero sobre todo la cocina: una cocina antigua y grande, de azulejos blancos y arma-

    rios de pino pintados de blanco, y blancas cortinas en la ventana y una pila de mármol

    blanco en la que la abuela María lavaba —montañas de espuma blanca — la blanca loza,

    para secarla después con un suave paño de algodón blanco. Fuera, sobre las cumbres de las

    montañas circundantes, muchas veces nevaba.

    Y la abuela misma, con su pelo de un blanco nacarado y sus vestidos de dibujos pe-

    queñitos y colores brillantes: parecía una síntesis de la cocina blanca y de las cortinas de

    florecitas, o tal vez fuese al revés, que el blancor de la cocina y las flores de las tapicerías

    emanaban precisamente de su persona; siempre tuve la impresión de que la abuela era la

    casa y la casa era la abuela.

  • 2 EL PLACER DE LEER Y ESCRIBIR / ANTOLOGÍA

    Pero dije que sobre todo la cocina: largas horas de labo riosos platos —pato con peras

    y pollo con ciruelas, escu della y bacalao con pasas, escalivada y robellones de mil mane-

    ras, dorada crema y acariciantes profiteroles calien tifríos— en los que la abuela no dejaba

    inmiscuirse a na die. Siempre tan pulcra entre grasas y humos, ceñida por su mandil de

    cuadros blancos y rosas —para los domin gos se ponía otro de piqué azul, con aplicacio-

    nes de flores blancas de guipur—, ya se dedicaba desde muy temprano a picar verduras y

    mazar condimentos, a deshuesar frutas y tajar carnes, a caramelizar moldes y ligar salsas,

    a prepa rar sofritos y ponderar hierbas, en un sosegado trajín de cacerolas y marmitas, de

    sartenes y pucheros, de escurri dores: y mangas de pastelero, de molinillos y ralladores, de

    morteros y batidores, de cuencos, tombatruitas y ensa laderas.

    Sabía hacer jabón con sosa y grasas viejas, ligar el alioli sólo con el mazo del morte-

    ro; elevar montañas de espuma de una clara de huevo. Y además era bella, hermosa como

    ninguna mujer que yo conociese.

    Pero de esto último no me di cuenta hasta el día de la foto. Y quede claro que no

    son recuerdos de infancia: a la abuela María la conocí siendo ella ya vieja, y yo casi tenía

    treinta años.

    Creo que fue una mañana de verano mientras, en el primer sol de la terraza, sentada

    en su mecedora de cretonas, la abuela deshuesaba ciruelas pasas para un plato de fiesta. La

    sorprendí así, como era ella, sentada apaciblemente, en incesante actividad, en su entorno

    de flores y baldosas rojas. Cuando revelé aquel carrete de fotos había pasado mucho tiem-

    po, yo estaba ya en la ciudad y lejos del pueblo montañoso y de la casita de los azulejos

    blan cos y las baldosas brillantes, y ni siquiera recordaba ha berle hecho ese retrato.

    Y sin embargo ella estaba allí, y me miraba con el gesto pícaro de quien, pese a todas

    las precauciones por mí tomadas, no había sido sorprendida: sabía que yo disparaba la

    foto y había en sus ojos, en su boca, en las arruguitas de las sienes y de las comisuras de

    los labios un rictus irónico y pilluelo. Su pelo de nácar era casi de un azul untuoso, bajo

    ese primer sol de la mañana, los ojitos azules casi parecían negros de tan vivos, la oreja

    pulcra se recortaba sobre el cuello de manteca apenas surcado por una arruga, el escote en

    pico de su traje de lunares azules y amarillos, se abría coquetón sobre un busto de ochenta

    años sorprendentemente firme, reposaban sobre los brazos de la mecedora los brazos de

    la mujer fuerte, y tenía el gesto enérgico y dulce de quien ha hecho frente a muchas cosas

    y la mayor parte de ellas despiadadas y terribles, la sonrisa burlona de quien sabe que peor

    las hemos pasado y hemos salido adelante. Y las enternecedoras manos, blanquísimas, de

    limpias y recortadas uñas, bellas y deformadas por la artrosis; una artrosis que en ellas no

    parecía una enfermedad ni un defecto, sino la consecuencia de una evolución de la Natura-

    leza: las falanges torcidas y las articulaciones hinchadas que podría tener un árbol añoso si

    tuviera manos blancas. Al fondo, florecía una mata de alegrías coloradas y jugaba el gato.

  • 3CUENTO / En busca de un retrato

    Desde aquel día me gustó imaginar lo hermosa que debía haber sido la abuela María

    de joven. Porque a una vejez tan dorada y bella, tan pulcra y perfecta, tan vivaz y venerable,

    sólo podía haber precedido una madurez espléndida, una juventud de belleza fascinante.

    ¿Cómo sería ella de niña, cuando con trenzas y bata de rayas arrastraba su cabás hacia la

    cercana escuela del pueblo? Me gustaba imaginármela como una deliciosa preadolescente

    de rodillas bruñidas y cuello muy planchado, con una trenza gruesa y pesada como una

    soga, una trenza de azabache que era la envidia de las niñas del pueblo. O, ya púber, almi-

    donada y un poco rígida en su primer traje de mujer: la chica de fascinantes rasgos que no

    parece advertir su belleza y a quien todos los mozos miran sin atreverse a sacarla a bailar,

    tan aterradoramente bella les parece. Y luego de mujer casada, una radiante madre joven

    que pasea en los brazos a su hijo de meses, orgullosa de él y creyendo en su ceguera que

    es al niño a quien todas las miradas se dirigen. Y de mujer madura y fuerte, enfrentándose

    al trabajo duro de una recién viuda en aquellos tiempos que los viejos de hoy, cuando re-

    cuerdan, llaman aún “los tiempos difíciles” y a veces “los tiempos del hambre”. No podía

    haber sido de otra manera.

    Y de ahí mi deseo y luego mi anhelo y luego mi impaciencia, y luego mi obsesión

    por ver una foto de la abuela María cuando era joven. Porque deseaba ver de una vez lo

    que debía haber sido una belleza sin igual, sin comparación alguna con la de ninguna otra

    mujer que yo hubiese visto nunca. Porque una vejez tan dorada y hermosa sólo podía ser

    la decadencia de una belleza espléndida e incomparable.

    Por desgracia, la abuela María parecía no haberse hecho nunca en su vida una foto-

    grafía. Y ni preguntando a mi madre, ni a ella misma, ni revolviendo olvidados cajones o

    rebuscando en viejos álbumes de fotos de familia logré dar con una sola fotografía de su

    juventud. Parecía como si el tiempo y sus protagonistas, con una especie de extraño pudor,

    hubiesen hecho lo posible por aquella imagen magnífica.

    Me costó años y muchos ruegos que me dejase ver la única foto que se conservaba de

    sus tiempos jóvenes: la del día de su boda. Consintió en enseñármela una tarde de otoño ya

    un poco fría en que yo le había rogado mu cho. La sacó de una carpeta de cartulina crema

    con can tos dorados, de entre dos hojitas de papel de seda finas como un soplo. Me preparé

    para ver lo que yo había ima ginado como una belleza fascinante y deslumbradora.

    Desde la foto en tonos sepia, entre una columna salomónica truncada y un buquet de

    flores de trapo, bajo un celaje digno de una aparición angélica, me miraba una pareja pue-

    blerina: él empaquetado en su traje rígido, sentado en silla curul, con los zapatos demasia-

    do embetunados y las manos toscas de quien trabaja en el campo; y ella en pie, no menos

    tosca e insulsa, una cara inexpresiva de ojos claros y cabello oscuro, de óvalo convencional

    y un poco burdo, dejando reposar sosamente sobre los hombros del varón sentado unas

  • 4 EL PLACER DE LEER Y ESCRIBIR / ANTOLOGÍA

    manos tan anodinas que no denotaban expresión alguna; unas manos que, por no decir, no

    decían ni del trabajo ni del regalo: podían ser las manos de cualquiera. Y eso era todo: una

    muchacha de pueblo con su vestido de boda pobre, con un rostro de muñeca de china, con

    un cuerpo menudo como hay millares, con una mirada en que ninguna luz se reflejaba. La

    dorada vejez de la abuela María no era, pues, producto de la decadencia de una hermosa

    juventud: su belleza se había forjado a lo largo de los años, como la belleza de algunos ár-

    boles, de algunas rocas, de algunos edificios nobles dignificados por las lluvias y los vientos

    que pulieron sus piedras.

  • 1

    Nombre_____________________ Fecha_______________________

    En busca de un retrato

    Paloma Díaz-Mas

    1. ¿Qué recuerda la protagonista de la abuela y su casa?

    2. Redacta una descripción que plasme el retrato de la abuela María.

    3. ¿Qué descubre la joven en la foto del día de la boda de la abuela?

    4. ¿Qué efecto tuvo la foto en la protagonista?

    5. Usando la foto como punto de partida, ¿Cómo dirías que era la relación

    entre María y su esposo?

    6. ¿Cuál crees que es el mensaje del cuento?

  • 2

    7. Pon una fotocopia de una foto antigua de una de tus abuelas o de algún

    miembro de tu familia. Investiga la historia del momento en que se

    tomó la foto y compara la misma con tus expectativas, del mismo modo

    que lo hizo el personaje principal del cuento.

  • 3

  • "Las Fotografías", por Silvina Ocampo Las fotografías

    Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del patio, en una

    silla de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy amplia, de organdí

    blanco, con un viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al menor movimiento, una

    vincha de metal plegadizo, con flores blancas, en el pelo, unos botines ortopédicos de

    cuero y un abanico rosado en la mano. Aquella vocación por la desdicha que yo había

    descubierto en ella mucho antes del accidente, no se notaba en su rostro.

    Estaban la Clara, estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y Juan, Albina Renato, María, la de

    los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su nueva dentadura, los tres pibes de la finada,

    un rubio que nadie me presentó y la desgraciada de Humberta. Estaban Luqui, el

    Enanito y el chiquilín que fue novio de Adriana, y que ya no le hablaba. Me mostraron

    los regalos: estaban dispuestos en una repisa del dormitorio. En el patio, debajo de un

    toldo amarillo, habían puesto la mesa, que era muy larga: la cubrían dos manteles. Los

    sándwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien elaboradas, despertaron mi

    apetito. Media docena de botellas de sidra, con sus vasos correspondientes, brillaban

    sobre la mesa. Se me hacía agua la boca. Un florero con gladiolos naranjados y otro

    con claveles blancos, adornaban las cabeceras. Esperábamos la llegada de Spirito, el

    fotógrafo: no teníamos que sentarnos a la mesa ni destapar las botellas de sidra, ni

    tocar las tortas, hasta que él llegara.

    Para hacernos reír, Albina Renato bailó La muerte del Cisne. Estudia bailes clásicos,

    pero bailaba en broma.

    Hacía calor y había moscas. Las flores de las catalpas ensuciaban las baldosas del patio.

    Los hombres con los periódicos, las mujeres con pantallas improvisadas o abanicos,

    todo el mundo se abanicaba o abanicaba las tortas y sándwiches. La desgraciada de

    Humberta, lo hacía con una flor, para llamar la atención. Qué aire puede dar, por

    mucho que se agite, una flor.

    Durante una hora de expectativa en que todos nos preguntábamos al oír el timbre de la

    puerta de calle si llegaba o no llegaba Spirito, nos entretuvimos contando cuentos de

    accidentes más o menos fatales. Algunos de los accidentados habían quedado sin

    brazos, otros sin manos, otros sin orejas. "Mal de muchos, consuelo de algunos", dijo

  • una viejita, refiriéndose a Rossi, que tiene un ojo de vidrio. Adriana sonreía. Los

    invitados seguían entrando. Cuando llegó Spirito, se destapó la primera botella de sidra.

    Por supuesto que nadie la probó. Se sirvieron varias copas y se inició el larguísimo

    preludio al esperado brindis.

    En la primera fotografía, Adriana, a la cabecera de la mesa, trataba de sonreír con sus

    padres. Dio mucho trabajo colocar bien el grupo, que no armonizaba: el padre de

    Adriana era corpulento y muy alto, los padres fruncían mucho el ceño, sosteniendo en

    alto las copas. La segunda fotografía no dio menos trabajo: los hermanitos, las tías y la

    abuela se agrupaban desordenadamente alrededor de Adriana, tapándole la cara. El

    pobre Spirito tenía que esperar pacientemente el momento de sosiego, en que todos

    ocupaban el lugar por él indicado. En la tercera fotografía, Adriana blandía el cuchillo,

    para cortar la torta, que llevaba escrito con merengue rosado su nombre, la fecha de su

    cumpleaños y la palabra FELICIDAD, salpicada de grageas.

    -Tendría que ponerse de pie -dijeron los invitados. La tía objetó:

    -Y si los pies salen mal.

    -No se aflija -respondió el amable Spirito-, si quedan mal, después se los corto.

    Adriana hizo una mueca de dolor y el pobre Spirito tuvo que fotografiarla de nuevo,

    hundida en su silla, entre los invitados. En la cuarta fotografía, sólo los niños rodeaban

    a Adriana; les permitieron mantener las copas en alto, imitando a los mayores. Los

    niños dieron menos trabajo que los grandes. El momento más difícil no había

    terminado. Había que llevar a Adriana al dormitorio de su abuela para que le sacaran

    las últimas fotografías. Entre dos hombres la cargaron en la silla de mimbre y la

    pusieron en el cuarto, con los gladiolos y los claveles. Allí la sentaron en un diván, entre

    varios almohadones superpuestos. En el dormitorio, que medía cinco metros por seis,

    había aproximadamente quince personas, enloqueciendo al pobre Spirito, dándole

    indicaciones y aconsejando a Adriana las posturas que debía adoptar. Le arreglaban el

    pelo, le cubrían los pies, le agregaban almohadones, le colocaban flores y abanicos, le

    levantaban la cabeza, le abotonaban el cuello, le ponían polvos, le pintaban los labios.

    No se podía ni respirar. Adriana sudaba y hacía muecas. El pobre Spirito esperó más de

    media hora, sin decir una palabra; luego, con muchísimo tacto, sacó las flores que

    habían colocado a los pies de Adriana, diciendo que la niña estaba de blanco y que los

    gladiolos naranjados desentonaban con el conjunto. Con santa paciencia, Spirito repitió

  • la consabida amenaza:

    -Ahora va a salir un pajarito.

    Encendió las lámparas y sacó la quinta fotografía, que terminó en un trueno de

    aplausos. Desde afuera, la gente decía:

    -Parece una novia, parece una verdadera novia. Lástima los botines.

    La tía de Adriana pidió que fotografiaran a la niña con el abanico de su suegra, en la

    mano. Era un abanico con encaje de Alenzón, con lentejuelas, y cuyas varillas de nácar

    tenían pequeñas pinturas hechas a mano. El pobre Spirito no juzgó de buen gusto

    introducir en la fotografía de una niña de catorce años un abanico negro y triste, por

    valioso que fuera. Tanto insistieron, que aceptó. Con un clavel blanco en una mano y el

    abanico negro en la otra, salió Adriana en la sexta fotografía. La séptima fotografía

    motivó discusiones: si se sacaría en el interior del cuarto o en el patio, junto al abuelo

    maniático, que no quería moverse de su rincón. La Clara dijo:

    -Si es el día más feliz de su vida, cómo no la van a fotografiar junto al abuelo, que

    tanto la quiere. -Luego explicó-: -Desde hace un año esta niña se ha debatido entre los

    brazos de la muerte, ha quedado paralítica.

    La tía declaró:

    -Nos hemos desvivido por salvarla, durmiendo a su lado en los pisos de baldosa de los

    hospitales, dándole nuestra sangre en transfusiones, y ahora, en el día de su

    cumpleaños, vamos a descuidar el momento más solemne del banquete, olvidando de

    ponerla en el grupo más importante, junto a su abuelo, que siempre fue su preferido.

    Adriana se quejaba. Creo que pedía un vaso de agua, pero estaba tan agitada que no

    podía pronunciar ninguna palabra; además, el estruendo que hacía la gente al moverse

    y al hablar hubiera sofocado sus palabras, si ella las hubiera pronunciado. Dos hombres

    la llevaron, de nuevo, en la silla de mimbre, al patio y la pusieron junto a la mesa. En

    ese momento se oyó de un altoparlante la canción ritual de Feliz cumpleaños. Adriana

    en la cabecera de la mesa, al lado del abuelo y de la torta con velitas, posó para la

    séptima fotografía, con mucha serenidad. La desgraciada de Humberta logró

    introducirse en el retrato en primer plano, con sus omóplatos descubiertos y

    despechugada como siempre. La acusé en público por la intromisión, y aconsejé al

    fotógrafo que repitiera la fotografía, lo que hizo de buen grado. Resentida, la

    desgraciada de Humberta se fue a un rincón del patio; el rubio que nadie me presentó

  • la siguió y para consolarla le sopló algo al oído. Si no hubiera sido por esa desgraciada

    la catástrofe no habría sucedido. Adriana estaba a punto de desmayarse, cuando la

    fotografiaron de nuevo. Todos me lo agradecieron. Destaparon las botellas de sidra; las

    copas rebalsaban de espuma. Cortaron las dos tortas en tajadas grandotas, que se

    repartieron en cada plato. Estas cosas llevan tiempo y atención. Algunas copas se

    volcaron sobre el mantel: dicen que trae suerte. Con la punta de los dedos, nos

    humedecimos la frente. Algunos mal educados habían bebido ya la sidra antes del

    brindis. La desgraciada de Humberta dio el ejemplo, y le pasó la copa al rubio. No fue

    sino más tarde, cuando probamos la torta y brindamos a la salud de Adriana, que

    advertimos que estaba dormida. La cabeza colgaba de su cuello como un melón. No era

    extraño que siendo aquella su primera salida del hospital, el cansancio y la emoción la

    hubieran vencido. Algunas personas se rieron, otras se acercaron y le golpearon la

    espalda para despertarla. La desgraciada de Humberta, esa aguafiestas, la zarandeó de

    un brazo y le gritó:

    -Estás helada.

    Ese pájaro de mal agüero, dijo:

    -Está muerta.

    Algunas personas alejadas de la cabecera, creyeron que se trataba de una broma y

    dijeron:

    -Como para no estar muerta con este día.

    El Bodoque Acevedo no soltaba su copa. Todos dejaron de comer, salvo Luqui y el

    Enanito. Otros, disimuladamente, guardaban trozos de torta estrujada y sin merengue,

    en el bolsillo. ¡Qué injusta es la vida! ¡En lugar de Adriana, que era un angelito, hubiera

    podido morir la desgraciada de Humberta!

    Resume las ideas del cuento

    13_Santos Febres, M_La oreja de Van Gogh-revisado [175220]La oreja de Van Gogh2_Anderson Imbert, E_La foto ( ) [175204]La foto3_Díaz-Mas, P_En busca de un retrato ( ) [175153]En busca de un retratoLas Fotografías