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DOMINGO 11 DE OCTUBRE DE 2020 07 LECTURA juventud rebelde por JUAN MORALES AGÜERO [email protected] CUANDO en octubre de 1492 las cara- belas de Cristbal Coln mojaron sus proas en las cÆlidas aguas del llamado Nuevo Mundo, junto con los ambiciosos conquistadores echaron pie a tierra en- fermedades exticas que, en el curso de unas pocas dØcadas, aniquilaron a una buena parte de la poblacin autcto- na de esta paradisaca regin del globo terrÆqueo. Estudios en torno a la poblacin aborigen de aquella Øpoca discrepan en cuanto a cantidad. Los hispanistas la frisan entre 11 y 13 millones de habitantes, y los indigenis- tas de 90 a 112 millones. Pero en la actuali- dad parece haber consenso en aceptar un monto de unos 80 millones, de los cuales alrededor de 65 millones corresponden a la AmØrica hispana, en especial de los im- perios inca y azteca. «Hacia 1700, siglo y medio despuØs, este œltimo total se haba reducido dra- mÆticamente a cinco millones, lo que signi ca la desaparicin de 60 millones de indgenas, unos 400 000 cada aæo. Es- tas cifras se pueden comparar con el nœ- mero de muertos en la Segunda Guerra Mundial», comenta el Doctor Giovanni Giuseppe De Piccoli Crdova, de la Uni- versidad Santo TomÆs, de Bucaraman- ga, Colombia. CONQUISTA Y EPIDEMIAS No fueron los arcabuces los que decidieron a favor de los espaæoles su desigual enfren- tamiento contra los aborgenes americanos, sino las enfermedades infecciosas, ta- les como la viruela, la escarlatina, la peste bubnica, el sarampin, la difte- ria, el tifus, la varicela y la ebre ama- rilla, todas desconocidas para los na- tivos y contra las cuales carecan de anticuerpos. Los estragos causados por la viruela en- tre los aztecas los reseæ as el historiador Miguel Len-Portilla en su libro Visin de los vencidos: «Mucha gente muri de ella. Nadie poda andar, y s guardar cama. No poda nadie moverse, ni volver el cuello; ni acostarse cara abajo, o de espalda. Y cuan- do se movan, daban de gritos. A muchos dio la muerte pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos». Tan terribles epidemias encontraron ex- celente caldo de cultivo en una poblacin autctona virgen, acostumbrada a pade- cer solo enfermedades tropicales escasa- mente letales, como la verruga peruana y la leishmaniasis , ambas endØmicas en zo- nas de Centro y SudamØrica. La eleva- da mortalidad de los indgenas asom- braba a los conquistadores, quienes no tardaron en utilizar esa tragedia en su propio favor. Crnicas de la Øpoca atestiguan que Francisco Pizarro, el conquistador de Perœ, mojaba las puntas de las lanzas de sus soldados con secreciones de en- fermos de viruela para que los incas he- ridos se contagiaran y murieran. Al irse de sus campamentos, dejaban abando- nadas prendas infectadas para propa- gar el contagio. La tØcnica de diseminar virus entre la comunidad nativa les ga- rantizaba la victoria. El encuentro ¿encontronazo? entre las dos culturas tuvo un alto costo bio- lgico para nuestros humildes aborge- nes, quienes haban permanecido aisla- dos durante siglos del resto del mundo. Mientras los europeos capeaban el pe- ligro de los contagios, un simple catarro poda resultar mortal para los frÆgiles sis- temas inmunolgicos de los indgenas. «La mayor parte de los europeos que lle- garon a AmØrica tuvieron los virus en la etapa infantil y pudieron pasar las viriasis en esa etapa, por lo que ya disponan de inmunidad natural protectora. En el caso de los indgenas, la falta de contacto pre- vio supuso una virginidad inmunolgica, una falta de respuesta defensiva frente a las nuevas infecciones», arma el portal Infomed. VECTORES Y SECUELAS Pero no fueron los marinos de Coln los œnicos propagadores de las enfer- medades desconocidas que diezmaron a la poblacin del Nuevo Mundo. Tam- biØn desempeæaron ese rol los anima- les trados por ellos. En la lista guran alimaæas repulsivas como ratas, piojos, pulgas y cucarachas. AdemÆs, mamfe- ros tales como vacas, caballos, asnos, cabras y cerdos. Se dice que en 1493, cuando el Gran Almirante parti de Espaæa en su se- gundo viaje, hizo escala en la isla cana- ria La Gomera, donde subi a bordo a ocho cerdas, las que se unieron a otras especies domØsticas ya embarcadas. El 10 de diciembre, dos das despuØs de bajar a tierra los rebaæos en La Espaæo- la compartida hoy por Repœblica Do- minicana y Hait, se desat una epi- demia atroz, causante de millares de muertos entre indgenas e ibØricos. Los investigadores atestiguan que fue esa epidemia de ebre porcina la detonan- te de la primera gran mortandad de ta- nos en el Caribe. En La Espaæola tambiØn una epide- mia de viruela estuvo a punto de aniqui- lar a toda la poblacin local entre 1518 y 1519. Luego, la enfermedad la intro- dujo HernÆn CortØs en CentroamØrica mediante un esclavo contagiado y cau- s estragos entre los aztecas luego del primer fracaso espaæol por tomar ese imperio en 1520. Tras devastar a Gua- temala, en 1525 salt al imperio inca, al sur, donde la mitad de sus habitan- tes murieron. La epidemia de viruela en AmØrica fue seguida por la de sarampin entre 1530 y 1531; el tifus en 1546 y la gripe en 1558. La difteria, las paperas, la s lis y la peste neumnica tambiØn golpearon fuerte en la poblacin. Incluso la ma- laria y la ebre amarilla, que se supo- nen de forma errnea como naturales de AmØrica, estÆn causadas por micro- bios originarios de los trpicos del Vie- jo Mundo, que fueron introducidos en AmØrica por los europeos y los escla- vos africanos, segœn publica el diario espaæol ABC. Los estudiosos calculan que entre el 90 y el 95 por ciento de la poblacin aborigen del Nuevo Mundo desapare- ci durante las primeras dØcadas de la conquista, en especial por causa de la viruela, cuya elevada contagiosidad y letalidad no pudieron ser neutrali- zadas. Otras enfermedades participa- ron en esa suerte de hecatombe sani- taria, como la epidemia de sarampin de 1529. Se suele armar que la colonizacin del Nuevo Mundo se hizo «con la es- pada y con la cruz». Con la primera, para someter por la fuerza a los ha- bitantes originarios de los territorios conquistados, y con la segunda para evangelizarlos. Ambas dejaron secuelas en este continente, pero ademÆs los vi- rus trados desde Europa hicieron lo suyo y provocaron la peor catÆs- trofe poblacional que recuerden los anales de nuestra regin. Como pu- blic un autor annimo en la revista Creces, «la conquista, mÆs que una guerra convencional fue una guerra microbiolgica». La conquista, una guerra microbiológica Se calcula que más del 90 por ciento de la población aborigen del Nuevo Mundo desapareció durante las primeras décadas de la conquista, en gran medida por las enfermedades infecciosas. En el exterminio de la población autóctona de la América hispana tuvieron gran incidencia las enfermedades que trajeron los conquistadores desde la lejana Europa

medida por las enfermedades infecciosas. La conquista, una … · 2020. 10. 11. · espaæol ABC. Los estudiosos calculan que entre el 90 y el 95 por ciento de la población aborigen

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DOMINGO 11 DE OCTUBRE DE 2020 07LECTURAjuventud rebelde

por JUAN MORALES AGÜ[email protected]

CUANDO en octubre de 1492 las cara-belas de Cristóbal Colón mojaron sus proas en las cálidas aguas del llamado Nuevo Mundo, junto con los ambiciosos conquistadores echaron pie a tierra en-fermedades exóticas que, en el curso de unas pocas décadas, aniquilaron a una buena parte de la población autócto-na de esta paradisíaca región del globo terráqueo. Estudios en torno a la población aborigen

de aquella época discrepan en cuanto a cantidad. Los hispanistas la frisan entre 11 y 13 millones de habitantes, y los indigenis-tas de 90 a 112 millones. Pero en la actuali-dad parece haber consenso en aceptar un monto de unos 80 millones, de los cuales alrededor de 65 millones corresponden a la América hispana, en especial de los im-perios inca y azteca. «Hacia 1700, siglo y medio después,

este último total se había reducido dra-máticamente a cinco millones, lo que signiÞ ca la desaparición de 60 millones de indígenas, unos 400 000 cada año. Es-tas cifras se pueden comparar con el nú-mero de muertos en la Segunda Guerra Mundial», comenta el Doctor Giovanni Giuseppe De Piccoli Córdova, de la Uni-versidad Santo Tomás, de Bucaraman-ga, Colombia.

CONQUISTA Y EPIDEMIAS No fueron los arcabuces los que decidieron

a favor de los españoles su desigual enfren-tamiento contra los aborígenes americanos, sino las enfermedades infecciosas, ta-les como la viruela, la escarlatina, la peste bubónica, el sarampión, la difte-ria, el tifus, la varicela y la Þ ebre ama-rilla, todas desconocidas para los na-tivos y contra las cuales carecían de anticuerpos. Los estragos causados por la viruela en-

tre los aztecas los reseñó así el historiador

Miguel León-Portilla en su libro Visión de los vencidos: «Mucha gente murió de ella. Nadie podía andar, y sí guardar cama. No podía nadie moverse, ni volver el cuello; ni acostarse cara abajo, o de espalda. Y cuan-do se movían, daban de gritos. A muchos dio la muerte pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos».Tan terribles epidemias encontraron ex-

celente caldo de cultivo en una población autóctona virgen, acostumbrada a pade-cer solo enfermedades tropicales escasa-mente letales, como la verruga peruana y la leishmaniasis, ambas endémicas en zo-nas de Centro y Sudamérica. La eleva-da mortalidad de los indígenas asom-braba a los conquistadores, quienes no tardaron en utilizar esa tragedia en su propio favor.Crónicas de la época atestiguan que

Francisco Pizarro, el conquistador de Perú, mojaba las puntas de las lanzas de sus soldados con secreciones de en-fermos de viruela para que los incas he-ridos se contagiaran y murieran. Al irse de sus campamentos, dejaban abando-nadas prendas infectadas para propa-gar el contagio. La técnica de diseminar virus entre la comunidad nativa les ga-rantizaba la victoria. El encuentro �¿encontronazo?� entre

las dos culturas tuvo un alto costo bio-lógico para nuestros humildes aboríge-nes, quienes habían permanecido aisla-dos durante siglos del resto del mundo. Mientras los europeos capeaban el pe-ligro de los contagios, un simple catarro podía resultar mortal para los frágiles sis-temas inmunológicos de los indígenas. «La mayor parte de los europeos que lle-

garon a América tuvieron los virus en la etapa infantil y pudieron pasar las viriasis

en esa etapa, por lo que ya disponían de inmunidad natural protectora. En el caso de los indígenas, la falta de contacto pre-vio supuso una �virginidad inmunológica�, una falta de respuesta defensiva frente a las nuevas infecciones», aÞ rma el portal Infomed.

VECTORES Y SECUELAS Pero no fueron los marinos de Colón

los únicos propagadores de las enfer-medades desconocidas que diezmaron a la población del Nuevo Mundo. Tam-bién desempeñaron ese rol los anima-les traídos por ellos. En la lista Þ guran alimañas repulsivas como ratas, piojos, pulgas y cucarachas. Además, mamífe-ros tales como vacas, caballos, asnos, cabras y cerdos. Se dice que en 1493, cuando el Gran

Almirante partió de España en su se-gundo viaje, hizo escala en la isla cana-ria La Gomera, donde subió a bordo a ocho cerdas, las que se unieron a otras especies domésticas ya embarcadas. El 10 de diciembre, dos días después de bajar a tierra los rebaños en La Españo-la �compartida hoy por República Do-minicana y Haití�, se desató una epi-demia atroz, causante de millares de muertos entre indígenas e ibéricos. Los investigadores atestiguan que fue esa epidemia de Þ ebre porcina la detonan-te de la primera gran mortandad de taí-nos en el Caribe. En La Española también una epide-

mia de viruela estuvo a punto de aniqui-lar a toda la población local entre 1518 y 1519. Luego, la enfermedad la intro-dujo Hernán Cortés en Centroamérica mediante un esclavo contagiado y cau-só estragos entre los aztecas luego del

primer fracaso español por tomar ese imperio en 1520. Tras devastar a Gua-temala, en 1525 saltó al imperio inca, al sur, donde la mitad de sus habitan-tes murieron.La epidemia de viruela en América fue

seguida por la de sarampión entre 1530 y 1531; el tifus en 1546 y la gripe en 1558. La difteria, las paperas, la síÞ lis y la peste neumónica también golpearon fuerte en la población. Incluso la ma-laria y la Þ ebre amarilla, que se supo-nen de forma errónea como naturales de América, están causadas por micro-bios originarios de los trópicos del Vie-jo Mundo, que fueron introducidos en América por los europeos y los escla-vos africanos, según publica el diario español ABC. Los estudiosos calculan que entre el

90 y el 95 por ciento de la población aborigen del Nuevo Mundo desapare-ció durante las primeras décadas de la conquista, en especial por causa de la viruela, cuya elevada contagiosidad y letalidad no pudieron ser neutrali-zadas. Otras enfermedades participa-ron en esa suerte de hecatombe sani-taria, como la epidemia de sarampión de 1529. Se suele aÞ rmar que la colonización

del Nuevo Mundo se hizo «con la es-pada y con la cruz». Con la primera, para someter por la fuerza a los ha-bitantes originarios de los territorios conquistados, y con la segunda para evangelizarlos. Ambas dejaron secuelas en este

continente, pero además los vi-rus traídos desde Europa hicieron lo suyo y provocaron la peor catás-trofe poblacional que recuerden los anales de nuestra región. Como pu-blicó un autor anónimo en la revista Creces, «la conquista, más que una guerra convencional fue una guerra microbiológica».

La conquista, una guerra microbiológicaSe calcula que más del 90 por ciento de la población aborigen del Nuevo Mundo desapareció durante las primeras décadas de la conquista, en gran medida por las enfermedades infecciosas.

En el exterminio de la población autóctona de la América hispana tuvieron gran incidencia las enfermedades

que trajeron los conquistadores desde la lejana Europa

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juventud rebelde domingo 11 de octubre de 2020 11LECTURA

por CIRO BIANCHI [email protected]

ESTABA próximo a morir un anciano y rico caballero, de los más estimados y respetados de la sociedad habane-ra, y tanto como los que lo conocían de trato como solo de nombre se interesa-ban por su salud. Pendiente del asunto estaba, de ma-

nera especial, Pablo Álvarez de Cañas, afamado cronista social del periódico El País, esposo de la escritora Dulce María Loynaz. Como ya lo de la muerte no te-nía remedio, por lo que Álvarez de Ca-ñas se sentía de verdad ansioso era por ser el primero en anunciar en su cró-nica el esperado desenlace, pues «dar el palo periodístico», según expresión propia de la prensa, fue siempre una de sus preocupaciones esenciales.Con su persistencia característica, traía

el cronista locos a los médicos encarga-dos de la atención del paciente —mé- dicos todos amigos suyos— a fuerza de recados y llamadas telefónicas inqui-riendo una y otra vez por el curso de la enfermedad.Estaba el pobre señor ya desahuciado

y próximo a su fin, cuando uno de sus médicos, preguntado una vez más a las 12 de la noche, se quitó de arriba a Pa-blo. Le dijo: No vuelvas a preguntar. No llega a la madrugada. Y en efecto, Pablo no preguntó más.

Pensó que a esa hora todavía tenía tiempo de insertar en su columna la noticia del fallecimiento, con lo que así se adelantaba a sus colegas y, tal como lo pensó, lo hizo, apresurándose por dictarla por teléfono al diario, con los aditamentos propios del caso. Al día siguiente, muy de mañana, la

triste nueva fue de conocimiento gene-ral, y como no se estilaban entonces los tendidos en las funerarias, empezaron a llegar a la casa del finado numerosas coronas fúnebres. Pero ¡horror de los horrores! El fina-

do no era todavía finado. Y sobra de-cir la furia de su familia al enterarse de lo que sucedía; la lluvia de imprope-rios se desató y alcanzó al periódico y al cronista. Los compañeros de Álvarez de Cañas

trataron de tapar el asunto a fin de que Alfredo Hornedo, director-propietario de El País, no se enterara. Pero ¿de qué modo? Tarea inútil porque lo sucedido estaba en todas las lenguas, sazonado con los comentarios que son de supo-ner. La metedura de pata podía signifi-car la destitución inmediata del culpable, una suspensión temporal o, al menos, una severa amonestación. De cualquier modo, la ruina de toda una carrera. Sucedió lo imprevisto. Hornedo —«el

muy ilustre senador Hornedo», como se le llamaba de manera invariable en su propio periódico— al enterarse del incidente, en lugar de indignarse, es-talló en rotundas carcajadas. Sus cola-boradores nunca lo habían escuchado reír de tal forma. Y en cuanto al supues-to difunto, lo fue de veras apenas unas horas más tarde.

—Después de todo —decía impertur-bable Pablo Álvarez de Cañas— no sé el por qué de tanto alboroto. El tipo, en definitiva, se murió. Yo solo garanticé el palo periodístico.

LEZAMA Y SU GORDURA GLANDULAR

Conversaba José Lezama Lima con la doctora Ada Kourí. La esposa del en-tonces canciller Raúl Roa era la médi-co de cabecera —cardióloga— de Ma-ría Luisa Bautista, esposa del poeta. Al autor de Paradiso en su juven-

tud le llamaban «el flaco», pero engor-dó con los años y llegó a alcanzar unas 250 libras de peso. Gustaba de repetir una frase que atribuía al griego Hipó-crates, uno de los padres de la Medici-na. Decía: «Todos los males que se deri-van del exceso de comer son menores de los que se derivan del exceso de no comer». En esa mañana en que la espe-cialista hacía una visita amistosa —no de médico— a la casa de Trocadero número 162, en La Habana, la conver-sación pasó de un tema a otro hasta que cayó en el de la obesidad. Comen-tó Lezama: —Nada, doctora, mi gordura es

glandular. —Mire, Lezama, la gordura glandu-

lar no existe —ripostó, rápido, la Kou-rí—. Tenga presente que en los campos de concentración de Hitler no se vio un solo caso de gordura glandular… Si no hay comida, no hay gordura.

ALMUERZO EN EL MAXIM’S Héctor de Ayala era el embajador de

Cuba en Francia. Lo fue por más de 15 años. Los presidentes cambiaban, los cancilleres se sucedían, pero nadie lo tocaba. No debía su cargo a la políti-ca sino a su fortuna. Pocos, con el ra-quítico presupuesto estatal, podían mantener el nivel de relaciones que el personaje mantenía con el universo

social francés. Fue de los «mucha-chos» de la Acera del Louvre y encon-tró su hada madrina en una de las hi-jas del primer matrimonio de Juan Pe-dro Baró, que terminaría uniéndose en segundas nupcias con Catalina Lasa. Vi-vía Ayala con su esposa en la Avenida Foch número 56, donde en otros tiem-pos habitaron Juan Pedro y Catalina; la casa de su suegro Tenía el Embajador una excelente co-

lección de pintura cubana y francesa y en su despacho colgaba un Picasso por el que pagó una fortuna. En verdad, era un snob. Se hacía servir en la mesa por criados con librea Luis XV, guantes y pe-luca de albura impoluta y calzas blan-cas hasta la rodilla. La profusión de co-pas y cubiertos infundía temor a sus in-vitados cubanos, poco habituados a las exigencias de la etiqueta. En fin de año, los Ayala enviaban una tarjeta de felici-tación con una inscripción manuscrita: «Entre los recuerdos que nos son gra-tos en estos días, el de nuestra amistad es uno de los que más apreciamos». Pero todas las tarjetas decían exacta-mente lo mismo. Ayala solía despedir-se de su interlocutor con un «Vamos a mantenernos en contacto», pero nun-ca precisaba cuándo ni cómo ni dónde. En una ocasión invitó al joven narra-

dor Lisandro Otero, que hacía entonces estudios en la Universidad de la Sorbo-na, a que lo acompañara al Maxim’s. Li-sandro, un estudiante pobre, que vivía en un hotelucho y comía en fondas uni-versitarias, vio los cielos abiertos. Era la dorada oportunidad de visitar uno de los restaurantes más famosos de París y el mundo. El Mercedes del Embaja-dor avanzó por los Campos Elíseos y en la Rue Royale descendieron del coche. Ayala entonces estrechó la mano de Li-sandro. «Muchas gracias por haberme acompañado al Maxim’s», dijo y entró solo al restaurante, dejando a Lisandro frustrado en la acera.

LA QUE PUEDA MÁS, MÁS Ensayaba el grupo de ballet de ProAr-

te Musical para la función que tendría lugar en unos días. «Era muy especial porque sería nuestra primera presen-tación pública», recordaba la bailari-na. Alicia se encontraba en el centro de la fila de muchachitas, y hacían el ara-besque, paso en que se inclina el cuer-po hacia delante y se levanta el pie ha-cia atrás, apuntando hacia arriba. De pronto advirtió que las señoras que se-guían el ensayo y que eran las madres de las muchachas del elenco, siempre tan calladas, rompieron a hablar en-tre sí como si algo les preocupara. Al fi-nal del ensayo pidieron a Alicia que se acercara, la rodearon y le hablaron ba-jito, como perdonándole la vida. Sucede que tú levantas demasiado la

pierna, y eso rompe con la uniformidad del grupo, dijo una. Y se ve muy feo, re-marcó otra. La niña no entendía bien; tenía muchas ganas de llorar. Habló en-tonces otra de las madres consejeras, la que parecía más disgustada y ofendi-da de todas: Es que no es de niñas de-centes levantar así la pierna. Alicia que-ría morirse. Por suerte, su hermana reaccionó con rapidez y la sacó de allí. Ya en la casa, contaron a la madre lo

sucedido. Alicia rompió a llorar. Se sen-tía muy mal. La señora llamó al profe-sor Yavorski, preguntó cuándo podría visitarla y lo invitó a almorzar. Ya él se había deleitado otras veces con la ex-quisita cocina de doña Ernestina. Recordaba la bailarina que su madre

tenía una forma muy sutil de pregun-tar. Lo hacía despacio, de a poquito, y la gente terminaba contando lo que a ve-ces no quería decir. Preguntó a Yavors-ki lo que pretendía con lo ejercicios que orientaba en clase. Inquirió por la posi-ción de los brazos, se interesó por la for-ma en que debía erguirse la cabeza. Iba acercándose paso a paso a la gran pre-gunta que tenía escondida. Bueno, pro-fesor, ¿a qué altura debe ir la pierna? La madre de la niña quería saber si debía levantarse a una altura determinada. Yavorski, que evidentemente nada sa-bía del regaño que días antes dieron a Alicia las señoras de ProArte, aclaró: No, la que puede, la levanta más. La que no, menos. La señora Ernestina sonrió: Es-cucha, Hunguita —la familia llamaba así a la bailarina—, la que pueda más, más. Se marcha el profesor Yavorski, un ruso

blanco que vino a La Habana con su com-pañía de baile y se quedó en la ciudad, y Ernestina dijo muy en serio a su hija: «Fíjate, en los ensayos no levantes de-

masiado la pierna, pero en la función, como no la pongas en el techo, te la vas a tener que ver conmigo». Llega al fin el día de la función. Es 29

de diciembre de 1931 y Alicia acaba de cumplir 11 años de edad. Hace el ara-besque, y el público la aplaude a rabiar. Es la primera vez que cosecha aplausos y no quiere que ese momento pase. Su alegría es enorme. Tanta que no se per-cata de lo que es cierto: levantó su pier-na alto, muy alto, como si hubiera que-rido elevarla al infinito.

Sucedió así; cuatro anécdotas