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Mercado Hidalgo

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Historia de un monumento centenario

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mercadoHIDALGO

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mercadoHIDALGOun monumento centenario

Textos de Luis Villalobos Óscar Castañeda Castillo

Anders Christian Werge Moye

Fotografías de Luz Adriana Obregón Mauricio Moreno

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Mercado Hidalgo, un monumento centenario. Textos de Óscar Castañeda Castillo, Luis Villalobos y Anders Christian Werge Moye. Guanajuato/Ediciones La Rana/2010. 240 pp.; 127 ilustraciones; 30 × 24 cm. ISBN 978-607-8069-08-8 1. Historia. Historiografía. 2. Historiografía. Arquitectura. Biografías. 3. Historia. LC KG1201. I57 2010 Dewey M972.081 4 Ins 59

Fotograf ía contemporánea: Mauricio Moreno (pp. 4-5, 24, 27, 28, 33, 35, 36, 39, 43, 45, 49, 50, 53, 54, 58, 61, 62, 63, 71, 74, 84, 86, 88, 90, 91, 92 y 94) y Luz Adriana Obregón (pp. 1, 2, 3, 6, 7, 8, 10, 12, 13, 14, 18, 20-21, 22, 23, 29, 30, 38, 40, 46, 47, 55, 57, 64, 65, 66, 68, 72, 73, 76, 77, 78, 81, 82, 85, 87, 93, 97, 98, 100, 185, 230, 231 y 234). © Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato

Fotograf ía antigua: Fototeca Romualdo García del Museo Regional de Guanajuato Alhóndiga de Granaditas (pp. 108-109, 110, 115, 140, 141, 143, 144, 145, 148, 149, 151, 152, 155, 157, 158 y 162). Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia.

El resto de las fotograf ías fueron proporcionadas por la Administración del Mercado Hidalgo (pp. 112, 127, 130, 136, 146, 166, 168, 170, 172, 175, 180 y 182), familia Salazar Guerrero (p. 132) y señor Humberto Marmolejo (p. 169).

Diseño de interiores y cubierta: Tonatiuh Mendoza

De los textos “La vida del Mercado Hidalgo” y “Mercado Hidalgo. Cien años de historia… más de tres siglos y medio de espera”: D. R. © Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato

Del texto “Mercado Hidalgo. Construcción y descripción arquitectónica”: D. R. © Anders Christian Werge Moye

De esta edición: D.R. © EDICIONES LA RANA Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato Paseo de la Presa núm. 89-B 36000 Guanajuato, Gto.

Primera edición, 2010

Impreso y hecho en México / Printed and Made in Mexico

isbn 978-607-8069-08-8 (rústica)

Ediciones La Rana hace una atenta invitación a sus lectores para fomentar el respeto por el trabajo intelectual, es por ello que les informa que la Ley de Derechos de Autor no permite la reproducción de las obras artísticas y científicas, ya sea total o parcial –por cualquier medio o procedimiento–, a menos que se tenga la autorización por escrito de los titulares de los derechos patrimoniales o copyright.

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Presentación

los fétidos olores que de él emanaban. Por eso, no es de extrañar que para albergar el comercio de jitomates, chiles y cebollas se haya construido otro edificio majestuoso: el Mercado Hidalgo.

El Gobierno del Estado de Guanajuato, a través del Instituto Estatal de la Cultura, como parte de su tarea sustancial de preservar, fomentar y divulgar las expresiones de nuestra identidad, no podía permanecer ajeno al centenario del Mercado Hidalgo y, junto con sus locatarios, emprendió la edición de este libro.

El lector encontrará aquí un relato gráfico y escrito de la vida diaria en el mercado; una minuciosa historia del edificio –en la que cada afirmación tiene su correspondiente respaldo docu-mental–, y finalmente su descripción arquitectónica, apoyada en detallados dibujos.

Queremos destacar la primera parte, pues si bien el Mercado Hidalgo es una construcción monumental y centenaria, tal vez su mayor valor reside en que tiene vida gracias a quienes diariamente acuden a él a vender, a comprar, a pasear, a trabajar.

En el centro de la ciudad de Guanajuato, el Mercado Hidalgo late como un corazón que hace correr por sus venas tradición, cultura, identidad y vida.

La majestuosidad de la ciudad de Guanajuato pro- viene, en gran medida, de su historia. Sus calles y callejo- nes fueron testigos de hechos fundamentales para el na-

cimiento de México, pero además tienen consigo las huellas de uno de los mayores esplendores que se dieron en Nueva España. La cultura local se afianza en raíces tan profundas como las minas que hicieron nacer esta población.

Los guanajuatenses saben cuál es la herencia que recibieron y la valoran porque es lo que ha forjado su identidad. En sus calles, el pasado se convierte en un presente de facetas múltiples y complejas. Los edificios son una huella de la grandeza histórica, pero no sólo eso: en ellos se desarrolla la vida de esta ciudad; sus habitantes los ocupan para dar cauce a las actividades diarias; en ellos se estudia, se compra, se vende, se realizan trámites, se vive.

En la ciudad de Guanajuato, es parte de la cotidianidad convivir con lo grandioso. Ejemplos de esta tradición –ya el maestro Rionda comentará otros– son la Alhóndiga de Granaditas, palacio cons-truido para guardar granos, y la calle subterránea Miguel Hidalgo, una de las vías más bellas del mundo, resultado del abovedamiento del río, como medida para controlar, y proteger a la población, de

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El mercado de mis recuerdos

la semana, pues ibas al mercado. Guanajuato era una ciudad muy pobre en ese momento; entonces, no mucha gente se proveía de su mandado para temporadas largas, cuando mucho por semana. En esa época eran muy pocos quienes tenían refrigeradores en sus casas, por eso, quien comía con cierta frecuencia carne, pues iba muy seguido a las carnicerías del mercado.

El primer lugar donde viví en Guanajuato fue por Tepetapa, muy cerca del panteón y de la estación del ferrocarril; yo veía el panteón y la locomotora desde la cocina de mi casa. Estaba más o menos cerca del mercado. Posteriormente nos cambiamos por el rumbo de El Ropero y ahí estuvimos algún tiempo. De ahí nos pasamos a Matavacas, luego al Temezcuitate y finalmente al Puertecito.

Posteriormente, aunque vivíamos ya lejos del mercado, no dejábamos de acudir a él porque en su entrada había una tienda muy famosa, propiedad de un buen hombre, donde vendían ropa. Era ropa para el obrero, para la clase media baja, y pues mi mamá nos proveía de vez en cuando de un pantalón, de un par de calcetines…

Esa tienda la tengo muy presente porque utilizaba el sistema de apartado. Uno podía apartar un pantalón y lo iba abonando. Te lo entregaban cuando acababas de pagar.

La primera vez que visité el Mercado Hidalgo iba acompañado por mi madre o alguna de mis hermanas o tías, debía haber tenido unos cuatro o cinco años de

edad, digamos que entre el año treinta y nueve o cuarenta del siglo pasado. En ese momento lo que es el mercado, o el área de ventas, sólo abarcaba, y no totalmente, la parte de abajo. Lo que recuerdo era, como en todo mercado, pues la venta de jitomates, chiles, lechugas, canastas, etcétera.

Pero el edificio fue para mí una impresión apabullante, me sentí infinitamente chiquito frente esa gran bóveda, la enorme torre, la entrada tan inmensa que muchos dicen que puede ser la entrada de cualquier cosa menos de un mercado. Pero, pregunto, ¿por qué no de un mercado?

Yo estaba acostumbrado al mercadito chiquito de Silao, de techos y paredes no muy altas, que tenía un sinnúmero de puer-tas, y me encuentro con que en éste sólo había una puerta muy grande. Después descubrí que había dos más, pero al principio sólo vi esa gran puerta.

La mayoría de las familias de Guanajuato se abastecían entonces en el Mercado Hidalgo. Claro, había muchas tienditas en los barrios de la ciudad donde se compraba de urgencia un jitomate o dos chiles o un ajo, pero para proveerte de tu despensa o alacena para

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El Mercado Hidalgo fue desde su inauguración uno de los mo-numentos de la ciudad, de los que se podían presumir, como la Alhóndiga, el propio Teatro Juárez, igual de característico de Guanajuato que las momias y la minería. Aunque claro, en atracción turística sólo se convierte durante años más recien-tes. El turismo era muy raquítico allá por los años cuarenta. La clase media mexicana no viajaba porque mal ganaba para vivir, estábamos en la secuela última de la Revolución Mexi-cana, pagábamos las consecuencias. La agricultura estaba en un vaivén porque las haciendas desaparecían y estaba en curso la repartición de tierras. Eran circunstancias económicas muy dif íciles para toda la gente. Guanajuato estaba en una terrible miseria, se contaba con lo indispensable para vivir decorosa-mente de acuerdo con su educación. Lo que podríamos llamar la clase aristócrata no existía; quienes habían sido parte de ella, los riquillos de la época porfiriana, habían caído a la pobreza también.

Guanajuato era, y es, una ciudad bellísima, una ciudad encan- tadora, con unos veinte o veinticinco mil habitantes en esos años. Los automóviles eran muy contados, en Palacio de Gobierno creo que no había más de diez, y no estoy exagerando. La universidad no tenía ninguno. De hecho, la universidad era un colegio más o menos pequeño, no llegaba a los mil estudiantes.

El turismo que llegaba era norteamericano, sobre todo, y venía poco por muchas circunstancias. Estados Unidos estaba en guerra y quienes venían era gente de buen nivel intelectual, pero de escasos recursos económicos. Y lo mismo ocurría con los mexicanos, que empezaron a llegar a Guanajuato, la mayoría eran universitarios, gente sobre todo del área de humanidades.

Aparentemente esta ciudad estaba condenada a no ser un lugar turístico por varias razones. En primer lugar, el río de la ciudad de Guanajuato estaba destapado, los miasmas eran insoportables. Toda la ciudad olía pues a caño y a eso agreguémosle la miseria. Además, en segundo lugar, no había agua potable. Bebíamos

directamente de la que nos llegaba de la presa de La Esperanza, sin ningún filtro. Las mamás muchas veces la hervían o usaban aquellas destiladeras de piedra que vertían un agua preciosa, cristalina. Era una situación dif ícil porque incluso hervir el agua no era fácil, pues el fuego se generaba con carbón entre la clase popular y la clase media, y no era regalado.

Por otra parte, sólo había un hotel de primera categoría en Guanajuato, que era la Posada Santa Fe. Posteriormente, el mis-mo administrador del Santa Fe hizo dinero y construyó el Hotel Orozco, que por cierto ya no existe.

Desde mi punto de vista, el desarrollo turístico de Guanajuato viene de los años cincuenta, cuando comienza a descubrirse una gran belleza, al dar inicio el embovedamiento del río en la calle Belauzarán, que surge como una una vía bellísima que se da a conocer incluso fuera de México. Además, en esos años la univer-sidad experimenta un gran desarrollo y se construye la presa de La Soledad y se instalan los filtros que están rumbo a Valenciana, lo que ayuda a solucionar el problema del agua.

Por otra parte, nacen los Entremeses Cervantinos, que nadie esperaba llegaran a convertirse en el enorme Festival Internacional Cervantino.

En este panorama, podemos decir que el Mercado Hidalgo nace cuando iba a empezar la pobreza de la ciudad.

Paradójicamente, su majestuosidad tal llegó a confundir a la gente. Sé que personas, incluso a la fecha, pasan por el frente del mercado y al ver ese gran portón se persignan, creyendo que es una catedral.

El mercado sufrió mucho las consecuencias de los tiempos en que nació. Se inauguró el 16 de septiembre de 1910, año del inicio de la Revolución Mexicana, pero no se pone a funcionar sino un año después, y sólo pudieron instalarse puesteros en la mitad de la parte de abajo. La otra mitad servía ahí de cancha de juego de los chamacos vagos que ocasionaban además muchos problemas y daños a los puestos y clientes.

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A medida que Guanajuato empezó a despertar turística y económicamente, el mercado lo fue haciendo también. En los cincuenta, la cerámica mayólica se producía en una gran cantidad de talleres en Guanajuato y mucha de ella se vendía en la calle de Mendizábal, la bajada de la Alhóndiga que va a desembocar al mercado. La calle lucía realmente preciosa, era un espectáculo por la policromía ahí expuesta.

El maestro Daniel Chowell Cázares, cuando fue presiden-te municipal, allá por el año 1956 o 1957, hizo que todos esos vendedores de cerámica se colocaran en la parte superior del Mercado Hidalgo, que por primera vez la vi ocupada. Antes sólo era usada los domingos y sábados, cuando llegaban los entrantes, es decir, personas que llegaban con sus burros y traían lechugas. Les llamaban entrantes porque ellos entraban a Guanajuato a vender su mercancía.

A partir de entonces el mercado empezó a ser más visitado y también a partir de entonces la venta de artesanías, ropa y curio-sidades comenzó a desplazar a los jitomates y las verduras.

Aunque aún se pueden comprar frutas y verduras, ya no es ese el principal tipo de comercio que prevalece en el Mercado Hidalgo. Cuando era así, podía contemplarse un gran espectá-culo de colores con todos los puestos de frutas y verduras, algo realmente hermoso. Ahora también puede verse algo así, pero ya hay productos muy diversos. Además, los locatarios no tenían letreros en sus puestos, sólo estaban los jitomates, las zanahorias, las frutas.

Desde mi punto de vista, el auge del Mercado Hidalgo se da en estos tiempos. Y cuando hablo de estos tiempos me refiero, diga-mos, a los últimos veinte años.

Como te dije, se inaugura en el 10 [1910] del siglo pasado, se abre al público hasta el 11 [1911] pero todavía en el 12 [1912] había puestos fuera del mercado. Donde ahora se ubica el Jardín Reforma, existía el Mercado Reforma, que había sido construido en 1861. De esa construcción sólo se conservan el arco y las columnas del

frente, lo demás fue derribado. En 1912, las autoridades hicieron derrumbar los últimos tejavanes del Reforma para obligar a los comerciantes que aún se establecían ahí a mudarse al Mercado Hidalgo. También se ordenó que todos aquellos puestos que se ponían en las calles, en las plazas, se concentraran en el Merca-do Hidalgo, y así lo llenaron un poco, pero la Revolución tomó fuerza y en consecuencia la actividad en el mercado tardaba en incrementarse.

El Mercado Hidalgo, como la propia ciudad de Guanajuato, ha ido cobrando cada vez mayor importancia y, al mismo tiempo, ha sufrido los embates del modernismo, por llamarlo de alguna manera.

En Guanajuato, durante una época nos llenamos de letreros luminosos y hubo necesidad de que llegara un gobernante y drás-ticamente ordenara quitarlos. Yo pienso que al Mercado Hidalgo no le vendría mal un remozamiento en ese sentido.

El maestro Chowell, además de meter los puestos de la calle Mendizábal en el mercado, también desalojó de las afueras a los vendedores de alimentos que daban un aspecto pésimo y dejó libres unos prados que se encontraban a sus costados. Eso le dio una nueva fisonomía al edificio. Fue algo muy importante, pues además reconstruyó los prados y jardines que se encontraban alrededor y que ya no existen por las necesidades que la modernidad trajo consigo, pues fue necesario dar espacio a la descarga de materia y mercancías que llegan en camionetas y camiones.

La inundación de 1905 afectó mucho la zona donde se construyó el Mercado Hidalgo. Te lo puedo decir además porque lo viví en carne propia, pues en esos terrenos mi abuelo tenía una farmacia que se acabó con la inundación, lo que lo obligó a irse a Silao. Una gran cantidad de fincas que existían ahí se cayeron y no fueron ya reconstruidas; al mismo tiempo, la Plaza de Toros se comenzó a derrumbar. Así, cuando se tomó la decisión de construir un nuevo mercado, fue muy fácil indemnizar a los propietarios de las pocas

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casas que habían quedado de pie. Así, el mercado se edificó encima de todas esas casas derribadas.

Es una historia enterrada; inundada y enterrada. Por ahí estaba una viejísima Plaza de Toros, donde los más grandes diestros de la tauromaquia se presentaron: la Plaza de Gavira, que esa no la tiró la inundación; desde 1901 se empezó a derribar para construir otra plaza allá cerca de la hacienda de Rocha, más o menos frente a donde está el Hotel Real de Minas. También quedaron enterradas las casas de Belén que afectó la inundación.

En esos momentos, se destinó presupuesto para construir dos mercados. Porque de hecho no sólo se iba a construir el Hidalgo, sino también se iba a reconstruir el Reforma, pero quedó tan grande el primero, que ya no se vio la necesidad de reparar el otro.

Porque, efectivamente, era una necesidad construir un mer-cado, aunque no sé si a tanto lujo, pero digamos que es parte de la idiosincrasia local. Recordemos que el padre de Lucas Alamán criticaba al intendente Riaño por estar haciendo una Alhóndiga tan bella para guardar mazorcas de maíz, y lo mismo podría decirse del Mercado Hidalgo, que es un palacio para los jitomates y las cebollas. Pero, repito, ¿y por qué no?

Además, es indudable que debe seguir siendo mercado. Podrá cambiar el tipo de mercancías que se vendan ahí, pero debe seguir siendo mercado. Debe adecuarse a los tiempos, vender la mercancía con los estándares que demandan ahora los consumidores, pero tiene que conservar su destino original. Ha habido ideas de hacer ahí un auditorio, una cancha de basquetbol, una plaza de toros, pero no, el Mercado Hidalgo es un palacio para vender jitomates, sí, y por qué no habría de serlo.

Si lo vemos bien, la propia calle subterránea ¿qué es? Es una de las calles más hermosas del mundo y fue construida para dar cauce a las aguas negras y evitar los malos olores.

Recordemos también otros de nuestros recintos majestuosos. Al construir el templo de la Compañía, los mineros de Rayas, en lugar de meter piedritas al barreno le meten monedas; los mineros de Valenciana, en lugar de ponerle agua a la argamasa le ponen vino catalán. Era un verdadero exceso de lujo; un día llegaban a la Compañía los burros adornados con un listón a las labores de edificación y al siguiente día llegaban con los mismos listones, pero ahora eran de seda. Era una competencia de una mina contra la otra por mostrar mayor lujo. Si Valenciana hoy pone vino cata-lán a la argamasa, yo mañana le echo polvo de plata. El Mercado Hidalgo refleja, pues, esa idiosincrasia guanajuatense.

Isauro Rionda Arreguín*

* El presente texto fue elaborado a partir de declaraciones tomadas de una conversación sostenida con don Isauro Rionda Arreguín, cronista vitalicio de la ciudad de Guanajuato.

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La vida del

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Nota del autor: Agradezco a Flor Aguilera Navarrete por sus puntuales comentarios y su apoyo en la transcripción de los textos, Nota del autor: así como a Virginia Díaz Martínez por su ayuda en las versiones estenográficas de las entrevistas.

frutas y verduras establecidos en la planta baja. Otros comerciantes, en su mayoría ceramistas, despachan en la calle Mendizábal, que está a un costado de la Alhóndiga de Granaditas y a unos cuantos metros del edificio del mercado.

Los domingos son días especiales. Ajetreados. Santificados más de lo usual. Al igual que el templo próximo, el Mercado Hi-dalgo es un territorio propicio para la concurrencia lo mismo de catrines que de errabundos. Algunos niños dotados de espíritu emprendedor se ofrecen para ayudarles a las señoras a cargar sus mandados a cambio de algunos centavos. Mercantes y marchantes, y mercantes venidos a marchantes, alimentan un murmullo con frecuencia contaminado con la canción de algún músico callejero. Cuando la ocasión lo amerita, una banda de viento en el interior del edificio invita a transformar ese espacio de contratos fugaces en una verbena que margina a segundo plano la oferta y la demanda.

A grandes rasgos, ése es el Mercado Hidalgo que permanece en el recuerdo de quienes desde muy temprana edad lo hicieron su

El Hidalgo es un mercado que al final de cada se- mana se ve colmado por cientos de personas que bajan de las comunidades aledañas a la ciudad de Guanajua-

to, ya sea para realizar sus compras semanales o para vender lo que producen. O para ambas cosas. Familias enteras se trasladan allí desde Marfil, La Luz, El Tejabán, Calderones, San Nicolás, El Cedro, Llanos, El Rodeo, Santa Rosa, La Sauceda, La Joya y Yerbabuena. Algunos llegan en burros y mulas que luego sitúan cerca del Mesón del Refugio. Escuchan la misa de las ocho en el templo de Belén y al finalizar cruzan la calle empedrada para invadir el interior del majestuoso casco.

El Mercado Hidalgo es el centro de abasto de la ciudad de Guanajuato. Aquellos que llegan desde muy lejos y han traído canastas, juguetes, cerámicas y utensilios de cocina, entre muchas otras mercancías, ocupan la parte alta del inmueble que el resto de la semana permanece vacía. Desde allí puede admirarse la grata policromía que brindan los puestos tendidos de dulces, granos,

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hogar, en el periodo comprendido entre los años treinta y sesenta del siglo xx. A mitad del 2010, algunos de ellos siguen haciendo de esta construcción un espacio vivo y centenario. Agradecidos, se dicen fieles devotos del espacio que ha recogido su actividad comercial y la de otras varias generaciones de familias guanajua-tenses.

El Mercado Hidalgo es un imán para quienes quieren acer-carse a la idiosincrasia local si es que, como suele decirse, para conocer las ciudades hay que empezar por sus mercados. Su exterior se erige orgulloso y sigue asombrando a quienes lo ven por primera vez, pese al comercio informal que lo ha cercado.

En su interior, la invasión de marcas corporativas contrasta con la expresa iconograf ía de aquello a lo que sus locatarios buscan asirse: fotograf ías antiguas del inmueble o de la visita de la reina de Inglaterra, reproducciones de grabados con paisajes, callejones y túneles de la ciudad, objetos del folclor nacional que demanda el turismo extranjero, e imágenes religiosas que revelan un fer-voroso afán por hacer del mercado una extensión certificada de la casa de Dios. Y es que al hablar de sí mismos y del significado que les representa el Mercado Hidalgo, queda de manifiesto que para los locatarios el futuro ideal es la idea que se han formado de su pasado.

[ t ]Mayo de 2010. Las actividades diarias del Mercado Hidalgo co-mienzan desde las siete de la mañana con la descarga de mercan-cías, principalmente de carnes, mientras los puestos de jugos y desayunos reciben a sus primeros clientes. El resto de los locales comienza sus labores entre las ocho y las diez.

Apenas uno cruza el umbral de la entrada principal, se topa con un pequeño escenario que remonta a ese primer medio siglo de existencia del mercado. El centro del pasillo es ocupado por una fila de vitrinas que exhiben en su interior dulces tradicionales de la región. Como en una original adaptación de La banda del club de los corazones solitarios del sargento Pimienta, un collage de fotograf ías hace convivir a Emiliano Zapata, Marilyn Monroe, Juan Pablo II, Pedro Infante, el Cristo Rey, Pancho Villa, Tin Tan, la virgen de Guadalupe y Elvis Presley. A su alrededor, otras estrellas son las que llevan el papel protagónico: obleas, palanquetas, ates, cajetas, tamarindos, cocadas, muéganos, alfajores, jamoncillos, glorias, borrachitos, mazapanes y paletas multicolores. Y en la cúspide, por encima de todos: las charamuscas, el dulce más típico de la ciudad de Guanajuato.

La primera vez que Juan Mercado Barrientos atendió el local que está a la entrada rondaba los trece años de edad. Regresaba de la secundaria cuando Gregorio Mercado Urrutia, su padre, le pidió que cuidara unos minutos el establecimiento. La escena se repitió hasta hacerse habitual; veinticinco años después, Juan conserva el honor de ser uno de los locatarios que dan la bienve-nida a los visitantes del mercado. Variantes más, variantes menos, en su momento un acontecimiento similar vivieron su padre y su abuelo Roberto Mercado, a quien se le atribuyen las primeras charamuscas con forma de momia.

La familia Mercado lleva en el apellido una herencia comercial que se remonta a más de cincuenta años en su actual establecimiento y a más de setenta como fabricantes y vendedores de dulces típicos. Durante ese lapso, unas ciento cincuenta personas, entre familiares y empleados, se han sostenido de los ingresos que han dejado la elaboración y la venta de los productos Hermanos Mercado. Su negocio de dulces es uno de los quince de ese giro establecidos en el interior del Hidalgo: trece en el pasillo de la entrada y dos más en la planta alta. El de ellos es un negocio completamente familiar:

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Juan atiende el local que está a nombre de su madre, doña Marina Barrientos, mientras que sus hermanos elaboran las charamuscas todavía con la receta del abuelo. En otro tiempo llegaron a tener empleados, cuando ostentaban el nombre de Dulcería Santa Fe.

—Este local está desde 1958, más o menos –explica Juan–; siempre en el mismo lugar y en el mismo giro. Ésta es la tercera generación de charamusqueros en la familia. La primera la em-pezó mi abuelo, el señor Roberto Mercado, quien fue el creador de las momias de charamusca. Él comenzó a hacer charamuscas a mediados de los [años] treinta [del siglo pasado]… Luego le

enseñó a sus cuatro hijos, entre ellos mi papá. Como en aquella época la demanda de charamuscas era muy grande, comenzaron a emplear personas que les ayudaban y que aprendieron a hacerlas. Desgraciadamente para nosotros, ésa es una de las razones por las que ahora hay muchos charamusqueros en Guanajuato, pero no de la misma calidad que la nuestra. Incluso antes nos llamábamos Dulcería Santa Fe, pero le tuvimos que cambiar el nombre porque algunos compañeros empezaron a usarlo también.

Agudo observador de su entorno, Roberto Mercado supo sacarle provecho al ascendiente éxito del Museo de las Momias

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cambiar un poco los ingredientes, porque de puro piloncillo es muy dif ícil, así que empezó a ponerle más azúcar que piloncillo. El proceso de elaboración es corto, pero dif ícil para quien no sabe. Nosotros usamos un cazo de cobre, que ya no se usa, porque ahora algunos utilizan botes de lámina. Luego le ponemos agua, azúcar y ácido cítrico, que sirve como conservador. Enseguida le ponemos miel pura de piloncillo; después vaciamos la mezcla en una losa grande para que se oxigene. Cuando el dulce está manejable lo colgamos en una alcayata encajada en la pared y lo golpeamos para que adquiera color. Luego lo bajamos a una mesa grande y movemos el dulce, lo trabajamos manualmente y le damos forma de momia, todo de manera artesanal. Al final les hacemos su sarape y las peinamos.

Sin alterar ese método, con los años la familia Mercado ha perfeccionado su don para transformar la pasta de caramelo en figuras espigadas con rostro fúnebre y a la vez gracioso. Varían su tamaño: unos diez centímetros las pequeñas, unos treinta las más grandes. Empaquetadas en pares, una de las charamuscas lleva peinado de trenzas; la otra, un sombrero con la leyenda «Recuerdo de Guanajuato». Con el claro objetivo de atraer a los consumidores foráneos, desde un día impreciso a la fecha, una botella de tequila en miniatura y un tarrito de cerámica completan el paquete. Parece más un objeto decorativo que una mercancía comestible.

—Nuestros productos siguen siendo empacados de manera tradicional con papel celofán –dice Juan Mercado–. Además también hacemos las charamuscas tradicionales de puro piloncillo porque tenemos el conocimiento para elaborarlas. Las rellenamos como es tradicional, pero sólo las elaboramos por encargo por-que ya casi nadie las compra. A nosotros quienes nos compran son los turistas; la gente de Guanajuato casi no, aunque algunos compran [las charamuscas] para llevarlas a otros lados. También tenemos clientes asiduos; por ejemplo, gente de una peregrinación de Michoacán que viene cada año en octubre. Desde hace como treinta años vienen a buscarnos y nos siguen comprando. Pero la gente de Guanajuato ya no consume charamuscas.

a mediados de los años sesenta, aunque para concebir un dulce de charamusca con la forma de las populares momias tuvo que alterar la receta original, como lo explica su nieto:

—La elaboración tradicional es con puro piloncillo y sabor de canela, y a veces se rellenaban de queso, de nuez, de pasas o de cacahuate. Cuando mi abuelo empezó a hacer momias tuvo que

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De aquel mercado que conoció en su infancia –cuando era un precoz aprendiz de negociante– al actual, año que el Hidalgo cumple cien, Juan ha percibido una lenta transformación de la actividad del lugar:

Yo aquí me crié, ahora sí que nací en una mesa de charamuscas. Llevo en esto toda la vida. En el mercado han cambiado muchas cosas. Por ejemplo, antes había más promoción turística. Algunos locatarios han cambiado sus giros o los locales han cambiado de propietario. [Se han perdido] algunos locales de abolengo, sobre todo de artesanías. Era bonito antes porque todos los locatarios éramos muy unidos. En todo este tiempo el mercado ha ganado poco y mucho. Poco porque se le ha invertido poco, y mucho porque el edificio sigue siendo bellísimo. Aunque esté descuidado a mí me gusta mucho, por eso yo sí compro aquí lo que se ofrezca.

En 2010 son doce las personas que se sostienen de los in-gresos de los dulces Hermanos Mercado. Son tiempos dif íciles, opina doña Marina Barrientos. Recuerda que a los diez años comenzó a vender las charamuscas de su hermano afuera del mercado, antes de que los reubicaran al interior. Ahí conoció a su esposo Gregorio, quien le enseñó a elaborar el dulce que sigue fabricando junto a sus hijos. En el mercado los vio crecer al tiempo que atendía muchedumbres:

Antes trabajábamos más, pero ahora hay muy poco turismo, la economía no anda bien, han mermado mucho las ventas. Antes vendíamos mucho en Semana Santa, en julio, en agosto, durante el [Festival] Cervantino y a fin de año. Con todo, nosotros senti-mos mucho orgullo del Mercado Hidalgo. Para mí sigue siendo el mismo y lo tenemos por nuestra casa.

[ t ]«La Casa del Pueblo vistió y viste a Guanajuato. Indiscutiblemente», afirma con decisión Roberto Loya Mendoza, propietario del esta-blecimiento de ropa y telas que se encuentra frente a la fila de los puestos de dulces. Es justo el primer local de la derecha entrando por la puerta principal. Desde 1977, Roberto Loya y su esposa, María Patricia Hernández Ríos, administran el negocio que inició Juan Hernández Calvillo, tío materno de María Patricia.

Roberto quiso ser ingeniero minero. Con ese fin llegó a Guanajuato en 1970, procedente de Chihuahua. Aquí hizo la preparatoria y se tituló como ingeniero topógrafo. También comenzó estudios de ingeniería civil. Establecido en la ciudad, formó matrimonio con María Patricia. Tienen cuatro hijos: Juan Roberto, Tania Patricia, Luis Rubén y José Daniel, todos con un título universitario.

De los comienzos de la tienda del mercado, los actuales

propietarios resumen lo que le escucharon decir a su fundador: en las calles del centro de Guanajuato el joven comerciante Juan Hernández ofrece a los transeúntes los retazos de manta que lleva al hombro. Pero es otra la carga que más le ocupa: al ser huérfano de padre y el mayor de seis hermanos, también es el sostén de su familia. Una tarde de esas andanzas conoce a Catalina Ríos Val-tierra, de quien se enamora y desposa luego de un lapso de tiempo tan suficiente como indefinido. José Ríos Hernández, padre de Catalina y vendedor de granos, cede a la pareja un espacio en el Mercado Hidalgo. Así nace La Casa del Pueblo. Es 1925.

Una década después La Casa del Pueblo ya tiene una clientela amplísima. Es uno de los llamados cajones de ropa y se especializa en telas: mezclilla, manta y cambaya. También vende bien en in-vierno chamarras y suéteres. «La mayoría de los guanajuatenses de aquellos años llegó a comprar aquí», asegura Roberto Loya. En

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2010 la oferta de productos se ha diversificado, aunque su giro principal sigue siendo el vestido:

Seguimos vendiendo tela, aunque en menor escala. Seguimos trabajando franela, jerga y popelina, principalmente. Lo demás es bonetería: ropa interior, camisas, botones, mandiles, rebozos, playeras… Afortunadamente tenemos toda una gama de produc-tos. Por ejemplo, acabamos de meter artículos de computación. Uno de mis hijos hizo una carrera sobre computación y tiene estos productos. Otro es ingeniero civil y aquí está vendiendo herramientas.

En el puesto también se encuentran tazas de cerámica, lla-veros, postales, figuras del Quijote, gorras, abanicos, cerámica y joyería de fantasía. Detrás del mostrador hay rebozos, paliacates, mandiles, bolsas con la imagen de Frida Kahlo y una variedad de playeras alusivas al Festival Internacional Cervantino que se celebra cada mes de octubre en la ciudad. La mayoría de eso no pudo verse en los aparadores treinta años atrás. Mucho menos hace cien, cuando el abuelo José Ríos y la abuela Juanita Valtierra se convirtieron en dos de los locatarios fundadores del Mercado Hidalgo. Siendo una niña, María Patricia visitaba el local de su tía Catalina Ríos y su tío Juan Hernández, respectivos hermanos de Ramona Ríos y Luis Hernández, sus padres. Ambas familias compartieron la misma casa, razón por la que María Patricia considera que tuvo dos padres y dos madres. De aquellos años, Patricia también recuerda un mercado algo diferente al actual:

—Antes se usaban canastas y muchos niños ayudaban a las señoras con su mandado, sobre todo los domingos. En general venía toda la gente de las comunidades; venían hasta acá a hacer sus compras, normalmente después de misa. Ahora ya casi no hay gente de Guanajuato. Ahora hay piratería. Aquí lo bonito era lo artesanal, los abarrotes… Incluso ahora se vende comida [pre-parada], desde hace unos doce años. Antes no se vendía comida porque había un acuerdo con el mercado de Gavira, el que está a

un costado. Yo creo que algunos locatarios tuvieron que cambiar de giro por necesidad.

La tienda de la familia Loya Hernández no ha sido ajena a algunos de esos cambios, principalmente por la competencia que trajo consigo el rápido crecimiento de la ciudad. La apertura en Guanajuato de una tienda especializada en telas les obligó a buscar otros nichos de mercado. Hace sesenta años todavía se vendían las camisas de cambaya que confeccionaba Catalina Ríos. En los días que corren, María Patricia Hernández borda identificadores de nombres sobre playeras y suéteres escolares con la ayuda de su máquina, dentro del mismo establecimiento. Por su parte, Roberto tiene un taller de serigraf ía donde estampa las playeras de recuerdo que le compran los turistas: «Nosotros fuimos los primeros en tener un taller de serigraf ía en Guanajuato y los que empezamos a hacer playeras estampadas en la ciudad. Empezamos a partir del XIV Festival Cervantino».

Las playeras con dibujo impreso fueron de los primeros productos nuevos que introdujo el matrimonio Loya Hernández, cuando ocupó el establecimiento, a la muerte de Juan Hernández. Algunos años antes, La Casa del Pueblo ya había sido rebautizada como Novedades en Telas, hasta que los Loya le devolvieron su nombre original. A la par de su éxito, el legado del cajón de ropa de Juan Hernández se extendió a otros puntos de la ciudad, según explican:

—Otros miembros de mi familia siguieron los pasos de mi tío Juan –comenta María Patricia–. Empezó primero la Impul-sora Bonetera, que fue un negocio de mi papá [Luis Hernández] y que vendía ropa al mayoreo en todo el centro de la república. Luego los Almacenes Hernández, que fue el primer negocio de autoservicio en Guanajuato. Lo manejó mi papá y después mis hermanos Lourdes y Juan. Después La Pequeña, a cargo de mi hermana Rosa María, con productos para bebé. Leticia, otra de mis hermanas, abrió El Ropero. Su esposo, Osvaldo Martínez tiene El Rodeo. Posteriormente mi papá abrió La Fábrica, otro negocio de autoservicio. También tuvo fábricas de mandiles y de calcetines

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Daniel Loya Hernández, María Patricia Hernández Ríos y Roberto Loya Mendoza

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y medias. Él les daba la tela a las mujeres que le ayudaban y ellas hacían los mandiles en sus casas, porque en aquel entonces las mujeres no tenían permiso de sus maridos para trabajar.

—Todos éstos son negocios de ropa confeccionada que en su mayoría abrieron en los ochenta –añade Roberto–; por eso seguimos vistiendo a Guanajuato, desde bebés hasta ancianos. Inclusive desde que abrimos ése es nuestro eslogan: «Vestimos a Guanajuato».

Parte de las prendas que ahora venden son fabricadas en Guanajuato: los rebozos de acrilán, los suéteres y la ropa de lana, principalmente, traídos de Moroleón. También venden piezas traídas desde Oaxaca, pero la mayoría de la ropa la adquieren en

la ciudad de México. Aunque tienen muchos productos atractivos para los visitantes foráneos, Roberto afirma que sus principales clientes siguen siendo guanajuatenses, como desde hace más de treinta años, cuando se integró a la familia de locatarios:

Aquí [en el Mercado Hidalgo] las cosas se viven de manera dife-rente, con mucha emoción. Es una satisfacción increíblemente grande que en este espacio se hayan criado nuestros hijos: aquí comenzaron a gatear y a caminar; aquí nos sentábamos a hacer sus tareas. Le tenemos amor y respeto a este espacio por el hecho de que gracias a él pudimos educar a cuatro hijos. Aquí hemos vivido y hemos vivido bien.

[ t ]El Mercado Hidalgo es como un termómetro social, político y eco-nómico. Al menos así lo percibe Humberto Marmolejo Esqueda, quien tiene a su cargo la Mercería y Papelería Tere, que está junto a La Casa del Pueblo. Además también administra los seis negocios de artículos de piel que pertenecen a sus hermanos. En total son siete los familiares que son conocidos como los Chuyillos, por ser hijos de Chuyillo (Jesús) Marmolejo, fundador, junto con Teresa Esqueda (su esposa y la madre de Humberto), de una de las dos papelerías que tuvo el mercado y que hoy es la única.

Con cincuenta y cinco años, Humberto prácticamente tiene la misma edad que su negocio. Mucho antes, desde 1925, sus abuelos Silviano Marmolejo Alvarado y Conchita Alvarado comenzaron vendiendo varilla, esto es, listones, hilos, agujas y otros utensilios de bordado presentados en una pequeña tabla arreglada para ese fin. Treinta años después, la familia Marmolejo había crecido en número de integrantes y también comercialmente. El local de la papelería y mercería lo adquirieron más o menos en 1955, cuando les fue traspasado por alguien al que Humberto recuerda

que llamaban don Chayo. Valiéndose de una fotograf ía antigua para ilustrar su explicación, Humberto comenta que en aquel entonces los negocios de los costados del edificio no eran locales cerrados; tampoco había turismo, ni comerciantes en la parte de arriba del inmueble:

lo que hacían era como un domingo de plaza, por llamarlo así. Los que tenían su puesto afuera se subían y a todos esos comer-ciantes les llamaban los entrantes, y todos los entrantes eran los que venían de los alrededores de Guanajuato. Esto se llevaba a cabo cada domingo, hasta que el Gobierno los obligó a meterse [definitivamente].

Durante la infancia de Humberto, el Mercado Hidalgo no sólo fue su espacio de juegos, sino también el sitio donde comenzó a moldear su temple de comerciante y a dirigir sus objetivos para la vida. Como muchos otros locatarios, empezó a trabajar en el mercado cargando canastas a cambio de algunas propinas. A

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Humberto Marmolejo Esqueda

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mediados de los años sesenta presenció un acontecimiento cuyo recuerdo ilustra su particular forma de entender la actividad co-mercial de Guanajuato: una tarde dio una larga caminata, desde Los Pastitos hasta la Presa de la Olla, para ver una larga caravana de vehículos extranjeros tipo camper, «que en aquel tiempo eran como de bolita, toda plateada», y cuyos propietarios, le habían dicho, eran veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Dice que desde entonces comenzó a notar una creciente llegada de visitan-tes estadounidenses, algunos de los cuales incluso se quedaron a vivir en Guanajuato.

—Las primeras personas que vinieron aquí a Guanajuato como turistas, pero en volumen, fueron veteranos de la Segunda Guerra Mundial –afirma Humberto–. El Mercado Hidalgo era de los primeros lugares que visitaban en Guanajuato, porque venían a ver cómo era el comercio, cómo comercializábamos nuestros productos y cómo estábamos distribuidos; venían a ver exactamente cómo éramos. Posteriormente se fueron a San Miguel de Allende porque allá compraron propiedades. Todos los norteamericanos que llegaron a Guanajuato se fueron para allá, tal vez porque no supimos retenerlos.

En esos días, el puesto de la familia ofrecía productos como pequeños espejos llamados lunitas, encajes y adornos para ves-tidos, «y a los gringos les encantaba todo eso». También tenían éxito los chalecos de gamuza, los cinturones y las bolsas de piel. La gente de la ciudad les compraba vestidos típicos para la fiesta de la cueva (cada 31 de julio, día de san Ignacio de Loyola, patrono de la ciudad), «porque en esa época [las mujeres] tenían que irse estrenadas, con vestimenta tipo ranchera, de falda larga, con enca-jes, con blusas del tipo de indito». Dice que en los años setenta el mercado tuvo un nuevo impulso gracias al Festival Internacional Cervantino, pero a su juicio eso ha ido decayendo porque la oferta cultural del festival también ha perdido calidad.

—Vamos a decirlo así: han traído grupos que son demasiados populares, que también son cultura y son arte, pero que arrastran a mucha gente que no son, vamos a decir, buenos consumidores, y

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que además traen unas malas costumbres –considera Humberto–. Entonces la gente que venía con familia y que es gente pudiente se fue alejando por esas personas que vienen hacer sus desma-nes. Hay gente que viene a lo que ellos creen que es el Festival Cervantino, pero [más bien] vienen a lo que llamamos reventón. Antes la gente que venía era gente bonita en todos los sentidos: gente f ísicamente bien, de buenas costumbres, gente educada, bien preparada, y eso ha venido decreciendo.

No obstante, señala que los comerciantes son abiertos y atienden a todo tipo de personas, por eso el Mercado Hidalgo es el centro de abasto más importante de la ciudad y la principal fuente de empleo y de ingresos para el municipio: «aquí entra desde un pobrecito, lo más pobre que puede haber, hasta la reina de Inglaterra». Humberto sonríe cuando le preguntamos qué día podemos encontrar a su majestad para saludarla. Luego continúa:

—Este mercado es como un termómetro social, político y económico porque te vas dando cuenta qué cantidad de gente entra, qué cantidad de gente trae recursos para comprar, qué tan limitados están. Es un ícono aquí en Guanajuato al que des-graciadamente las autoridades no le han puesto la atención que corresponde. No está bien cuidado, puedes ver las deficiencias que tiene, y aun así a la gente le encanta. Hay personas con otras ideas que dicen que el mercado no está bien utilizado, que debe ser un museo. Pero éste [ya] es un museo viviente, le damos vida, y hacemos que la gente venga a visitarnos. De hecho todo mundo compra aquí, la misma gente de Guanajuato, porque es el principal centro de abasto de la ciudad.

Humberto está a cargo de la Mercería y Papelería Tere desde 1984. Tomando en cuenta los inicios de sus abuelos, calcula que su negocio ha dado de comer a unas doscientas cincuenta personas, incluyendo a los familiares de aquéllos a quienes han empleado. Actualmente la papelería sostiene a cuatro familias: las de dos

empleados, la de uno de sus hermanos y la suya propia. Por ser un centro turístico generador de ingresos, Humberto estima que el Mercado Hidalgo le da de comer cuando menos a unas cinco mil personas.

Aunque no ejerce, Humberto es licenciado en relaciones indus-triales gracias al esfuerzo de sus padres recién fallecidos, Chuyillo y Tere, a quienes recuerda como personas honestas y entregadas a su trabajo y a su familia. También el resto de sus hermanos tienen un título universitario, pero se dedican al comercio:

Desde luego, esa carrera universitaria te da una visión amplia de la vida, pero no necesariamente tienes que trabajar en lo que estudiaste, sino en lo que crees que te puedes desenvolver mejor o de donde puedas mantener a tu familia. Laboralmente [aquí la situación] ha mejorado, porque mucha gente ahora está prepara-da, y todos los hijos de los comerciantes se van preparando, van tomando el lugar de sus padres con una mejor educación.

Los clientes de la Mercería y Papelería Tere en su mayoría son guanajuatenses, pero en las temporadas vacacionales Humberto extiende su oferta hacia otros giros. Una de las dos fachadas del local la transforma: donde suele haber productos de la mercería se ofertan playeras y artesanías dirigidas a los consumidores foráneos. Ello le ha permitido mantener con vida su negocio:

aquí en el mercado había cuatro personas que vendían telas y que quebraron. ¿Qué tienen que hacer? Buscar la manera de seguir vigentes y cambiar de giro. Eso es lo que hace que la gente cam-bie, no es por gusto, la necesidad los obliga […] Queremos que este mercado siga prosperando. El mercado es Patrimonio de la Humanidad, ni siquiera nada más de México, es de todos. Los que estamos aquí tratamos de cuidarlo lo mejor posible y seguir haciéndolo un museo viviente.

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[ t ]en San Luis Potosí, bolsas de palma hechas en Puebla, tapetes confeccionados a mano en el Estado de México, sandalias de baño, rompecabezas de madera, manteles, alebrijes y juegos de mesa típicos. Otros de sus proveedores le llevan artículos de Chiapas y de Oaxaca.

—Todo lo que pongo se vende porque éste es el puesto más bonito [del mercado]. Me compran niños, señoras, jóvenes… A los niños les gustan los juegos; a los jóvenes las bolsas, por ejemplo; las cosas del hogar se las lleva la gente grande. Los turistas son como coleccionistas y se llevan alebrijes. Los de aquí me compran rebozos del Estado de México, molcajetes y bolsas de plástico, principalmente.

Abre a las ocho de la mañana cuando sus otras actividades se lo permiten, pues también imparte la clase de dibujo natural en el Departamento de Diseño de la Universidad de Guanajuato: «Antes también di clases de dibujo técnico, de técnicas de repre-sentación en multimedia y de técnicas de impresión. Pero desde hace dos años tengo un problema de la vista y la luz blanca me molesta. Eso me ha impedido seguir dando tantas clases».

El puesto, al que quiere poner el nombre de Rosita Vázquez, no le fue heredado directamente de su abuela, sino de su madre Blanca Estela Vázquez Rodríguez. Dice que no lo tomó por ne-cesidad, sino por un gusto que le fue inculcado desde niña.

—A mí no me da pena venir de una familia de comerciantes del mercado. Mi infancia fue buena aquí, aunque fui muy traviesa. La gente lo recuerda bien y me lo comenta con gusto. Este local

Cuando su madre abrió una lavandería en el centro de Guanajua-to, Alejandra Ruiz Vázquez estuvo al cuidado de su abuela Rosa Rodríguez de Vázquez, mejor conocida por su clientela como Rosita Vázquez. Eso fue hace unos veinte años, en los días que Alejandra se hizo de fama por ser la más traviesa entre los niños del mercado. En el puesto que fue de su abuela hizo sus primeros garabatos, jugó al resorte y le sirvió de refugio en varias ocasiones en que fue acosada por otros locatarios listos para reprenderla por alguna fechoría infantil. Hoy, a sus veintiocho años, en ese mismo espacio, justo frente a la papelería de Humberto Marmolejo, vende artesanías y juguetes. «Prácticamente aquí crecí y jugaba con los niños de mi edad entre los puestos. Antes estaba más despejado y se podía. Ahora ya no porque se ha perdido el orden».

Alejandra pertenece a la cuarta generación de su familia que trabaja en el Mercado Hidalgo. Sus bisabuelos (Jesús Vázquez y Josefa Moreno) despachaban frutas y verduras a mediados de los años treinta, cuando no había aparadores de ningún tipo y todas las mercancías se exhibían en el suelo. Décadas después su abuela Rosita (esposa de Manuel Vázquez, hijo de Jesús y Josefa) intro-dujo artículos de loza, platos de cerámica y canastas de plástico; luego cristalería, artesanías y juguetes.

De profesión diseñadora gráfica, Alejandra busca ser ori-ginal tanto en los productos que vende como en la forma de presentarlos al público. Su creatividad se ha manifestado en bolsos diseñados por ella misma o que ha equipado con diversas aplicaciones decorativas. Además oferta bolsas de ixtle elaboradas

Alejandra Ruiz Vázquez

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tiene un valor sentimental, pero además me gusta el comercio y si llego a tener hijos también se los voy a inculcar, porque yo pienso seguir aquí. Es un orgullo porque no es cualquier mercado; tan sólo por su estructura los visitantes se siguen sorprendiendo. Es una lástima que entró mucha gente que no era de aquí porque algunos locatarios empezaron a vender sus puestos. Traen otra cultura, otra mentalidad, otros productos y mucha fayuca. Está dejando de ser un mercado de artesanías.

Una opinión similar es la de Blanca Estela, su madre, para quien el edificio ha sido descuidado y requiere muchas reparacio-nes. Subraya que su padre, Manuel Vázquez, fue administrador del mercado y que durante su gestión mantuvo una buena orga-nización: la distribución de las áreas de carnicería, legumbres y artesanías era eficiente. Los espacios estaban bien delimitados y todos los respetaban:

Ahora veo muchos cambios negativos –dice Blanca Estela–. No me gusta que las personas de aquí no respeten sus espacios de trabajo. Antes la gente tenía otra forma de sentir, sí quería a su mercado. A la de ahora no le interesa conservarlo ni lo quiere de corazón. No se dan cuenta que es un orgullo ser locatario aquí; es un negocio noble y sabiéndolo cuidar da para todo.

Su madre Rosita Vázquez también contribuyó a mejorar la imagen del mercado y de su local. Donde ahora hay vitrinas, al principio sólo tenía tablas sobre las que disponía sus mercancías de forma cuidadosa y atractiva. Gradualmente cambió de giro cuando el mercado se llenaba con puestos de los mismos artículos. Fue la primera que vendió cristalería y amplió la variedad de juguetes; también introdujo productos de plástico, de peltre y de lámina. Variaba su oferta dependiendo de la temporada; por ejemplo, desde finales de abril montaba la exhibición de la venta especial del 10 de mayo, día de las madres. Su pequeña legión familiar ayudaba a envolver con celofán y decorar con moños diversos productos para el hogar: termos, vajillas, saleros, juegos de té, cuchillería,

ollas de presión y cristalería en general. Blanca Estela asegura que las ventas especiales de Rosita eran un éxito: «No es porque fuera mi madre, pero era una persona muy carismática. Todos lo dicen. Fue muy amable y muy hermosa. Todos aquí la querían».

Manuel Vázquez Rodríguez es hermano de Blanca Estela. Es ingeniero topógrafo, tiene un negocio familiar y también se dedica a la docencia. Hace cincuenta años otro Manuel Vázquez, su padre, tuvo una fábrica de alfarería en el barrio de San Luisito. Él le ayudaba desde que tenía siete años. Dice que les llegaban pedidos de Ciudad Juárez, Hermosillo, Monterrey, Tijuana, Sal-tillo, San Luis Potosí y Villahermosa. Recuerda que enviaban por ferrocarril tres producciones por semana. Manuel también creció en el mercado al lado de sus padres. Del puesto de Rosita Vázquez salieron parte de los recursos que le permitieron hacer una vida académica. Sus recuerdos son claros:

—Hace cuarenta años los puestos eran de madera. Los do-mingos venía la gente con sus canastas y había niños que ayudaban a cargarlas. Las carnicerías estaban alrededor; en el centro sólo había frutas y legumbres. Estaba más sectorizado, no se vendía comida preparada en el interior porque habían traído a los que estaban en San Fernando a la Plaza de Gavira [a un costado del Hidalgo]. Pero años después otro administrador empezó a vender tortas en su puesto de verduras. Luego otros comercios también empezaron a hacerlo y se les permitió. El problema es que este mercado no tenía la infraestructura de agua ni de drenaje para vender comida, para eso se había hecho el de Gavira.

Dice que en 1957 fue su padre quien comenzó a repartir los espacios de la planta alta del mercado entre los comerciantes que vendían afuera: «Arriba nadie se quería ir porque decían que la gente no subía. A mi papá le tocó asignar esos espacios. Práctica-mente fueron regalados, no se les cobró con tal de promocionarlos y regular el comercio que estaba afuera. Ahora esos puestos de arriba son codiciadísimos». Blanca Estela reconoce que el esta-blecimiento que les dejó Rosita Vázquez también ha padecido crisis, pero las han superado gracias a que tienen otros negocios

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Puesto de Alejandra Ruiz Vázquez

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externos al mercado: «Sí nos llegó a pegar, pero trabajando hemos salido adelante. La crisis no nos obligó a dejar el local. Es nuestra herencia. Ahora lo tiene mi hija y no está en venta ni lo estará».

Esa herencia de la familia se remonta a las primeras décadas del siglo xx, en las bodegas de verdura de Jesús Vázquez ubicadas en la calle Juárez. Ahí las mujeres solían acercarse para comprar maquillajes caseros para los ojos. El mismo Jesús los preparaba a base de huesos de mamey que quemaba y luego molía. Es otra cara de su legado: un espíritu curioso, explorador y perseverante

que aún se deja ver en la reincidente originalidad de Rosita y de Alejandra, por ejemplo.

Era un luchador –dice su nieto Manuel Vázquez–. Vendía de todo: conocía de hierbas, las secaba y las vendía como remedio, vendía miel de colmena, tenía un cilindro con el que tostaba cacahuates para vender, también arreglaba huaraches, vendía tunas rojas, vendía pescado, y al final también vendió alfarería que fabricaba en su taller. Realmente le gustaba trabajar. Era mil luchas.

[ t ]En su primera jornada como vendedora, Elena García Pérez es-tuvo sentada en el piso detrás de las verduras acomodadas por montones. Luego de unos días ya tenía arreglado el puesto con cajones de madera, algunos de ellos facilitados por otros de los comerciantes. Sesenta años después su hijo, el arquitecto Abel Marmolejo García, vende artesanías en ese local, ahora provisto con una estructura metálica que él mismo diseñó.

El padre de Abel fue Salvador Marmolejo Alvarado, hijo de Silviano Marmolejo y hermano de Jesús Marmolejo Alvarado. Aunque tienen parentesco, el negocio de la familia de Abel se formó de manera independiente al de la familia de su primo Humberto. Elena García Pérez fue una de esas madres que encontraron en el mercado una opción para salvar de la ruina a su familia. Fue un administrador de nombre Amado, recuerda Abel, quien a finales de los años cuarenta le facilitó el permiso a su madre para que vendiera frutas y verduras dentro del Mercado Hidalgo. «Fuimos ocho hermanos –dice Abel–. Todos, con el sacrificio de mi madre, estuvimos trabajando y estudiando. Desde niños le ayudamos, participamos en familia en este negocio, como hasta la fecha».

El local de Abel Marmolejo está unos metros adelante del negocio de Alejandra Ruiz Vázquez. Desde hace más de veinte

años abre a las once de la mañana. Dice haber visto en su niñez aquel mercado casi vacío que se conoce por las fotograf ías que guardan muchos de los locatarios. También recuerda que lo más normal era que cada comerciante también fuera cliente de su vecino vendedor, y que hace no muchos años todavía los unía un fuerte sentimiento de camaradería y solidaridad.

En su negocio, poco a poco, los chiles y los jitomates fueron sustituidos por las bolsas de ixtle y las playeras del recuerdo. Ahora tiene carteras de piel, bolsas, joyería de fantasía, tazas, tarros de cristal, llaveros y rosarios tejidos con cuentas de cristal. Predominan los souvenirs que consumen sobre todo los turistas nacionales. Ya desde que su madre atendía el puesto comenzó a vender productos de bisutería y después algunas artesanías. Pero el cambio definitivo llegó de golpe: «fuimos invadidos en toda la ciudad por el comercio informal, siendo que este mercado fue hecho para concentrar la actividad comercial de la ciudad. Abrieron negocios en las calles, aquí mismo, afuera, y [quienes lo autorizaron] los favorecieron, porque les va mejor que a nosotros, aunque lo nieguen».

Abel tiene cincuenta y ocho años. Está casado con Ana María Solórzano, con quien procreó tres hijos: Alejandra, Abel Melchor y Ana Karen. Como la mayoría de sus hermanos, Abel terminó estu-

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dios universitarios. El manejo de su negocio lo ha sabido combinar con su actividad profesional. Todavía trabaja por las mañanas en la Subdelegación de Desarrollo Urbano y Ordenación del Territorio y Vivienda de la Secretaría de Desarrollo Social: «Ahí es donde se distribuyen y se supervisan los recursos de desarrollo urbano para la gente más necesitada –comenta–. Ahora estoy haciendo lo posible para retirarme, por causas de salud. Tengo cincuenta y ocho años, [en el trabajo] tengo que viajar en carretera y mi rodilla no me ayuda mucho para andar manejando».

El arquitecto Marmolejo dice que el mejor regalo que se le puede hacer al Mercado Hidalgo en su centenario es que sea restaurado para que luzca tal y como les fue entregado:

La techumbre está dañada por el paso de los años –señala Abel– y le falta pintura, las palomas han dañado las paredes… Se requiere atender estas cosas, pero todo eso con su tiempo y forma. Es como un vehículo: si usted le pone agua, funciona; si le pone aceite, funciona. Si dejamos de darle esos servicios el coche deja de caminar… Afortunadamente [el mercado] todavía se ha mantenido porque está muy bien hecho, pero con un poco más luciría como una joya y mucha gente más lo visitaría. Queremos que este mercado se conserve para lo que fue construido, que no se atente con proyectos que puedan afectarlo.

Él mismo tiene una propuesta que cree viable: «Hemos tratado de mantenerlo, pero podemos dignificarlo más, como lo vemos en los grandes mercados del mundo. En toda la parte de arriba podríamos poner una estructura generalizada dividiendo con puros vitrales, nada más, sin atentar contra la fisonomía del mercado y que siga siendo un mercado tradicional».

Mientras platica que le gusta la música instrumental y estar con su familia, una mujer le pide un precio más bajo por una bolsa. «La gente todavía nos pide –dice–, [preguntan] qué les podemos dar de más, el pilón, pero ya no podemos. Ya son otros tiempos».

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[ t ]Ramírez, conocida como La Grande, fue una de las comerciantes del Jardín Reforma que fueron reubicadas para fundar el nuevo Mercado Hidalgo. Seferina Lona Ramírez, llamada La Negrita o Lane, fue madre de Francisco Aguirre Lona e hija de La Grande. El puesto que Lane dejó a Francisco padre es uno de los varios que repartió entre sus hijos. Las cinco generaciones de esta familia comerciaron frutas y legumbres.

—Nosotros vendimos verdura hasta hace veinte años –ex-plica Delia–. Luego comenzamos a ver que empezaron a bajar las ventas, porque en cualquier tienda y en cualquier colonia empezaron a abrir muchas fruterías. Después llegaron las grandes tiendas como la Comercial Mexicana, cuando antes el mercado era el único lugar de abasto que había en la ciudad. Comenzó a cambiar mucho la economía del centro [de la ciudad]. También comenzaron a cerrar minas importantes, como Las Torres. Así que tuvimos que renovar nuestro local.

Una voz llevó a otra. Con el tiempo los contactos se exten-dieron y la familia Aguirre se hizo de un padrón de proveedores de juguetes. Ahora tienen piezas artesanales hechas en Irapuato, Silao, Juventino Rosas, León, Apaseo el Alto, Acámbaro, San Felipe y Celaya.

—Tenemos personas tan reconocidas como Sshinda [Gu-mersindo España Olivares, artesano] que talla madera y que fue galardonado como uno de los mejores creadores del arte popular de Guanajuato. O el señor Martín Lemus, de Silao; su familia trabaja una hojalatería que es única. Están con nosotros los principales y más importantes artesanos de Guanajuato; yo creo que eso también nos ha ayudado mucho. Al principio el cambio fue dif ícil, pero creo que ahorita ha sido muy bien aceptado. Yo digo que entre lo más importante de esto está el rescate de todas estas culturas que se han perdido o que estaban a punto de desaparecer,

Sobre el pasillo principal que atraviesa al mercado hay un pequeño cosmos multicolor cuyo espacio infinito cabe en tres metros cua-drados. Sus ejes de gravitación están firmemente montados sobre papel picado y emiten una atmósfera visual que abarca todo el espectro. Ahí habitan orquestas de mariachis huesudos que rasgan las cuerdas dibujadas sobre la madera de sus guitarras, mujeres de cartón que guardan sus trastecillos de barro en alacenas de latón, trapecistas que en su vuelo esquivan baleros, carritos y ruedas de la fortuna, chamucos cornudos que usan billetes de fantasía para tentar a los viejitos, y chaneques ancestrales capaces de conjurar los peores maleficios.

Los responsables de montar semejante universo son Francisco Aguirre Guerrero y Delia Romero Martínez. Desde hace veinte años venden juguetes artesanales donde hace cien comenzó siendo un expendio de verduras. La crisis también los orilló a cambiar su giro comercial pero, a diferencia de otros locatarios, el horizonte que ellos vislumbraron los afianzó en la tradición.

Estábamos reunidos en familia, buscando opciones y vimos [la de comercializar] el juguete artesanal –cuenta Delia–. Se vendía juguete aquí [en el mercado], pero era como muy esporádico, muy poco y repartido en muchos puestos, [así que] nos dimos a la tarea de ir a tocar [puertas] y a rescatar a todos los artesanos de Guanajuato y de todo el estado.

Francisco Aguirre Guerrero es el titular del puesto que atiende su esposa. Comenzó a trabajar desde niño ahí mismo, ayudando a su padre Francisco Aguirre Lona, aunque la práctica mercantil de la familia se remonta cuatro generaciones, con su tatarabuelo. A finales del siglo xix Natividad Ramírez despachaba verduras muy cerca de la parte trasera del Teatro Juárez. En 1910, su hija María

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Índice

Presentación 11El mercado de mis recuerdos 15

La vida del Mercado Hidalgo r Luis Villalobos 25Acerca de la representatividad

de los comerciantes del Mercado Hidalgo 99Padrón de locatarios del Mercado Hidalgo 101

Padrón de locatarios del Mercado Gavira 105

Mercado Hidalgo. Cien años de historia… más de tres siglos y medio de espera r Óscar Castañeda Castillo 111Introducción 111La historia 117

I 117II 120III 129IV 134V 147

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VI 154VII 161VIII 167IX 173X 177

Epílogo 183

Mercado Hidalgo. Construcción y descripción arquitectónica r Anders Christian Werge Moye 189Introducción 189Antecedentes 191Datos sobre su construcción 193Espacio arquitectónico 199Descripción compositiva 207

Portada del acceso principal y vestíbulo 207Nave principal 213

Planta baja 213Planta alta 213

Fachada principal 219Torre del reloj 219

Conclusiones 225Fuentes de información 227Anexo 229

Ernest Brunel (1869-1940) 229Antonio Rivas Mercado (1853-1927) 231 Bibliografía 235

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Para la elaboración de este libro se utilizaron los tipos Warnock Pro y Garamond Premier Pro; el papel fue cuché de 135 g.

La impresión de Mercado Hidalgo, un monumento centenariofue realizada por Jesús Aceves Hinojosa, José Ramón Ayala Tierrafría, José Román López,

Michel Daniel Rea Quintero y Miguel Solano Cuéllar en el Taller del IEC, en septiembre de 2010. La encuadernación se llevó a cabo en Procesos y Acabados en Artes Gráficas S. A. de C. V.

(Tacuba núm. 40-202, Del. Cuauhtémoc, zona centro, México, D. F., C. P. 06010).

Formación: Tonatiuh Mendoza Cuidado de la edición: Luz Verónica Mata González

El tiraje fue de 1000 ejemplares.

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