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Método Sencillo de Oración

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Un breve estudio sobre la Oración,

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Método sencillo de Oración. Martín Lutero

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Método sencillo de

Oración Martín Lutero

Tanto Lutero como el resto de los reformadores estuvieron

convencidos de la precisión ineludible de orar. Como dice

Barth: «Los reformadores de la iglesia han orado». El presente

tratadillo —aparecido a principios de 1535 y dedicado a un

barbero-cirujano, Pedro Beskendorf, amigo personal de

Lutero— demuestra palpablemente el lugar de privilegio que

la oración ocupaba en el pensamiento y en la existencia del

reformador. Tiene además el valor histórico de trasmitir el

método usado por él. El centro de la oración aquí trasmitida es

el padrenuestro.

Querido maestro Pedro: Te confío lo que pienso sobre este

particular y la forma en que yo mismo practico la oración. Dios

nuestro Señor os conceda a vos y a todos los demás hacerlo

mejor, amén.

Antes de nada, cuando caigo en la cuenta de que, por

ocupaciones o pensamientos ajenos, me voy enfriando y

desganando hacia la oración —la carne y el demonio tratan

siempre de impedirla y obstaculizarla—, cojo mi librito del

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salterio, me recojo en mi cámara o, si el tiempo me lo permite,

en la iglesia con los demás, y comienzo a recitar oralmente los

diez mandamientos, el credo y, depende del tiempo de que

disponga, algunas palabras de Cristo, de Pablo o de los salmos,

exactamente igual que lo hacen los pequeños.

Por eso, está muy bien que la oración sea nuestro primer

quehacer por la mañana, temprano, y el último del anochecer;

es la mejor forma de guardarse uno con diligencia de los falsos

y engañosos pensamientos que están sugiriendo: «Espera un

poquito más; rezaré pasada una hora, en cuanto haya acabado

esto o aquello que tengo que hacer». Pensando así se llega a

abandonar la oración por los negocios que nos rodean y nos

entretienen de tal forma, que nos impedirán hacer la oración a

lo largo de todo el día.

Ahora bien, puede suceder que haya algunas obras tan buenas

como la oración, incluso mejores que ella, en especial cuando

están impuestas por la necesidad. A este particular corre un

dicho que se atribuye a san Jerónimo: «Toda obra de los

creyentes es oración», y un proverbio que dice: «El que trabaja

fielmente ora dos veces». En su sentido más hondo, esto

quiere decir que un fiel, mientras trabaja, está temiendo y

honrando a Dios, pensando en sus preceptos para no

perjudicar a nadie, ni robarle, ni engañarle ni defraudarle.

Tales pensamientos, tal fe, indudablemente constituyen

también una oración y alabanza.

Por el contrario, también será cierto que la obra de los

incrédulos constituye una maldición y que quien no trabaja

lealmente está incurriendo en doble maldición. Porque en lo

profundo de su corazón, mientras trabaja está despreciando a

Dios, está pensando en quebrantar sus mandamientos y en

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perjudicar, robar y defraudar al prójimo. Porque, ¿qué otra

cosa son estos pensamientos que una sencilla maldición contra

Dios y los hombres? En virtud de ellos se está convirtiendo su

obra y su trabajo en una maldición doble, con la que uno se

maldice a sí mismo; que, en definitiva, es lo que hacen los

chapuceros.

De esta oración constante habla Dios de hecho (Lc 11): «Hay

que orar sin interrupción para protegernos contra el pecado y

la injusticia». Algo inasequible si no se teme a Dios y si no se

tienen delante sus mandamientos, como dice el Salmo 1:

«Dichoso el que día y noche medita la ley del Señor».

Hay que andar con cuidado, no obstante, para no

desacostumbrarnos a la verdadera oración y para no juzgar

nosotros mismos como definitivamente buenas nuestras

propias acciones, cuando en realidad no lo son. Llegaríamos

por este camino al abandono, el emperezamiento, la frialdad y

el disgusto hacia la oración; y no olvidemos que el demonio no

se empereza ni se abandona cuando de nosotros se trata, ni

que, por otra parte, nuestra carne anda muy viva y dispuesta al

pecado y es tan desafecta al espíritu de oración.

Una vez que tu corazón se haya enfervorizado con estas

palabras dichas verbalmente y se haya concentrado, arrodíllate

o ponte en pie, con la manos juntas y la mirada hacia el cielo, y

di o medita de la forma más breve posible: «Padre celestial,

Dios mío querido; soy un indigno, pobre pecador, que no

merezco elevar mis ojos o mis manos hacia ti ni dirigirte mi

oración. Pero tú nos has ordenado a todos que oremos, has

prometido escucharnos y nos han enseñado, además, las

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palabras y la forma de hacerlo por tu amado Hijo, nuestro

Señor Jesucristo. Ateniéndome a este precepto, aquí me tienes

para obedecerte, acogido a tu graciosa promesa. En el nombre

de mi Señor Jesucristo te elevo mi oración en unión de todos

los santos cristianos de la tierra, como él me lo ha enseñado:

«Padre nuestro, que estás en los cielos, etc.». Y así hasta el

final palabra por palabra.

1. A continuación repite una parte (o lo que mejor te parezca),

como, por ejemplo, la primera petición: «Santificado sea tu

nombre»; y añade: «Sí, Señor, Padre amado, santifica tu

nombre en nosotros y en el mundo entero. Destruye y aniquila

las abominaciones, la idolatría y la herejía del turco, de todos

los falsos maestros y espíritus sectarios; porque llevan tu

nombre en falso, abusan de él tan descaradamente y le

blasfeman sin ninguna vergüenza; porque andan diciendo por

ahí, y vanagloriándose de ello, que esto y esto es tu palabra y

precepto de la iglesia, cuando en realidad se trata de un

engaño y de mentira del demonio. Seducen miserablemente

así y bajo el señuelo de tu santo nombre a tantas pobres

almas, en todo el mundo, matan, derraman sangre inocente,

decretan persecuciones con la excusa de hacerte un servicio.

Señor, Dios querido, vuélvete y resiste. Convierte a los que

todavía han de convertirse para que ellos con nosotros, y

nosotros con ellos, santifiquemos y glorifiquemos tu nombre

con la verdadera y pura doctrina, al mismo tiempo que con

una vida buena y santa. Pero resiste a los que no quieren

convertirse para que cesen de profanar tu santo nombre, que

no lo sigan avergonzando y deshonrando y que dejen de

seducir a las pobres gentes. Amén».

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2. Repite después la segunda petición: «Venga a nosotros tu

reino», y di: «Señor, Dios Padre, ya ves que la sabiduría y la

razón del mundo no sólo ultrajan tu nombre y desvían el honor

que se te debe hacia la mentira y el demonio, sino que

también todo su poder, su fuerza, su riqueza y honor, que les

has otorgado para el gobierno temporal y para tu servicio, lo

emplean en oponerse y luchar contra tu reino. Son grandes,

fuertes y numerosos, gordos, grasos y repletos, y, sin embargo,

se dedican a maltratar, inquietar y molestar al pequeño rebaño

de tu reino, compuesto por débiles, despreciadas e

insignificantes gentes. No están dispuestos a tolerar nada

sobre la faz de la tierra y encima están convencidos de que con

ello te rinden un enorme servicio.

Señor, Dios querido, vuélvete y resiste. Vuélvete hacia los que

todavía tienen que ser hijos y miembros de tu reino, para que

ellos con nosotros, y nosotros con ellos, te sirvamos en tu

reino con recta fe y amor verdadero, y para que desde este

reino que comienza podamos llegar al reino sin fin. Pero

resiste a los que no quieren dejar de inquietar a tu reino con su

fuerza y sus recursos, para que, arrojados de sus tronos, se

vean obligados a cesar en su empeño. Amén».

3. Después repite la tercera petición: «Hágase tu voluntad así

en la tierra como en el cielo», y di: «¡Ay, Señor, Dios Padre

querido! Ya ves que si el mundo no puede borrar del todo tu

nombre sobre la tierra y exterminar tu reino, sin embargo la

gente anda todo el día y la noche entera con pésimas insidias y

trazas, ponen por obra innumerables intrigas y raras

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artimañas; complotan, conspiran unos con otros y

mutuamente se alientan y refuerzan; amenazan y vociferan,

rebosan de mala voluntad contra tu nombre, tu palabra, tu

reino y tus hijos para conseguir su exterminio.

Por eso, Dios, Padre querido, vuélvete y resiste. Vuélvete hacia

quienes todavía tienen que conocer tu buena voluntad, para

que ellos con nosotros, y nosotros con ellos, seamos sumisos a

la misma; para que suframos gustosos, pacientes y alegres

todo mal, todas las cruces y adversidades, y de esta suerte

conozcamos, experimentemos y gocemos tu buena, graciosa y

perfecta voluntad. Pero resiste a quienes se empeñan en su

furor, en sus gritos, en sus odios, amenazas, en sus intenciones

pésimas de obrar el mal, y aniquila sus conciliábulos, sus

intrigas perversas y artimañas para que perezcan, como se

canta en el salmo 7. Amén».

4. Repite después la cuarta petición: «El pan nuestro de cada

día dánosle hoy», y di: «¡Ay, Señor, Dios Padre querido!

Bendice también esta vida temporal y del cuerpo. Concédenos

graciosamente la paz amada, líbranos de la guerra y de la

discordia. Concede a nuestro amado señor, el emperador,

felicidad y fortuna contra sus enemigos; dale sabiduría y

discernimiento para que rija pacífica y felizmente su reino

terreno. Otorga a todos los reyes, príncipes y señores consejo

acertado y buena voluntad, para que mantengan sus dominios

y su gente en paz y en justicia. Ayuda principalmente a nuestro

señor N., bajo cuyo amparo y protección nos guardas, y guíale

para que, libre de todo mal, al abrigo de lenguas mentirosas y

de gente felona, gobierne con toda felicidad. Concede que

todos los súbditos sirvan con lealtad y sean obedientes.

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Concede que todos los estados, así ciudadanos como

campesinos, sean honrados y se muestren amor y confianza

mutuos. Concede tiempos favorables y los frutos de la tierra.

También te encomiendo la casa, las pertenencias, la mujer y

los hijos; ayúdame a saber gobernarlos y a cuidar de su

manutención y de su educación cristiana. Aleja al demonio y a

todos los ángeles malos que nos causan desgracias y nos

ponen obstáculos. Amén».

5. Repite después la quinta petición: «Perdónanos nuestras

deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»,

y di: «¡Ay, Dios mío, Padre amado! No entres en juicio con

nosotros, porque ningún humano viviente puede hallarse justo

a tus ojos (Sal 143,2). ¡Ay! No nos imputes como pecado

nuestro desagradecimiento hacia tus inefables beneficios, así

espirituales como corporales, ni que tropecemos y caigamos al

cabo del día tantas veces, más de las que podamos advertir

(Sal 19,13). No te fijes en nuestra bondad o malicia; atiende,

mejor, a tu misericordia insondable que nos has regalado en

Cristo, tu Hijo amado. Perdona también a todos nuestros

enemigos y a todos los que nos han hecho algún mal, al igual

que nosotros les perdonamos de corazón, ya que los más

perjudicados por haber encendido tu cólera son ellos y de

nada nos serviría a nosotros su destrucción; por eso

preferimos que se salven también con nosotros. Amén». (El

que vea que le cuesta perdonar, que pida la gracia de poder

hacerlo. Pero esto pertenece a la predicación).

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6. Repite después la sexta petición: «Y no nos dejes caer en la

tentación», y di: « ¡Ay, Señor Dios, Padre querido! Manténnos

vigilantes y dispuestos, celosos y entregados a tu palabra y a tu

servicio, para que no nos invada la seguridad, la pereza, la

dejadez, como si tuviéramos ya aquí todo. Por el contrario, el

demonio, furioso, nos asalta, nos sorprende, nos roba tu

palabra; siembra divisiones y discordias entre nosotros o nos

induce de mil formas al pecado y a la ignominia, tanto en lo

espiritual como en lo corporal. Concédenos, por tu Espíritu,

sabiduría y fuerza para que podamos resistirle como caballeros

y conseguir la victoria. Amén».

7. Después repite la séptima petición: «Mas líbranos de mal», y

di: « ¡Ay, Señor, Dios Padre querido! A pesar de todo, y como

dice san Pablo —"corren días malos" (Ef 5,16) —, esta vida en

país extraño está tan llena de penuria y de infelicidad, de

peligros e inseguridad, de falsedad y malicia, que es natural

que estemos ahítos de ella y suspirando por la muerte. Pero

tú, Padre querido, conoces nuestra flaqueza. Ayúdanos, por

tanto, a atravesar firmes tantos males y tantas miserias; y que

cuando nos llegue la hora, nos concedas una muerte en tu

gracia, un feliz dejar este valle de lágrimas, para que el

momento decisivo no nos arredre ni nos hunda en el

desaliento, sino que con fe inquebrantable encomendemos

nuestra alma a tus manos. Amén».

Ten en cuenta, por fin, que el amén tiene que ser pronunciado

con énfasis. No te quepa la menor duda de que Dios te atiende

con todas sus gracias y de que está asintiendo a tu demanda.

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Piensa que no eres tú sólo el que está arrodillado o de pie en

esta actitud suplicante; contigo está la cristiandad entera,

todos los cristianos de verdad, y tú con ellos, dirigiendo esta

humilde, armoniosa oración que Dios no puede despreciar. No

te retires, por tanto, de la oración sin antes haber dicho o

pensado: "Sí, señor, esta súplica ha sido acogida por Dios; me

consta con toda certidumbre y seguridad". Y a esto equivale

decir amén».

Has de saber que no espero digas todo esto en la oración; se

convertiría en un parloteo, en una charlatanería hueca; sería

como leer todas las letras de un libro, exactamente igual que

hacen los laicos con los rosarios y los curas y frailes con sus

oraciones. Lo que yo quisiera sería enfervorizar con ello el

corazón e indicar qué pensamientos puede sugerir el

padrenuestro. Una vez caldeado y dispuesto el corazón,

puedes expresar estas ideas con otras palabras totalmente

distintas, más o menos numerosas. Incluso yo mismo no me

suelo atar a las palabras antedichas, a las sílabas, sino que un

día las digo de una manera, al siguiente de otra, según el

estado de ánimo o el fervor. No obstante, en la medida de lo

posible, suelo atenerme a las palabras y al sentido que te he

sugerido. Lo que me acaece con frecuencia es que una frase o

una petición me suscitan tantas reflexiones, que prescindo de

todas las demás. Y cuando fluyen estos pensamientos

abundosos y buenos, es preciso dejar a un lado las restantes

peticiones, detenerse en aquéllos, escucharlos en silencio, no

ponerles obstáculos por nada del mundo. Entonces es cuando

está predicando el Espíritu Santo, y una palabra de su

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predicación es mucho más valiosa que mil de nuestras

oraciones. ¡Cuántas veces he aprendido mucho más en una

sola oración que lo que pudieran haberme enseñado

innumerables lecturas y meditaciones!

Lo que importa es que el corazón esté abierto a la plegaria y

ansioso de orar. A esto se refiere el Eclesiástico al decir: «antes

de la oración prepara tu corazón para que no tientes a Dios»

(Ecl 4,17). ¿Y qué otra cosa que tentar a Dios es que los labios

estén musitando y el corazón derramado en otras

preocupaciones? [...] Incluso yo mismo, en muchas ocasiones,

he rezado las horas canónicas en condiciones tales, que había

liquidado el salmo o la hora antes de haberme dado cuenta de

si estaba al principio o en el medio.

No todos oran vocalmente del modo antedicho, mezclando los

negocios con el rezo; pero con los pensamientos de su oración

se conducen de esta manera: pasan del centésimo al milésimo,

y cuando todo se ha acabado, no saben a punto fijo qué es lo

que han hecho ni lo que ha pasado hasta entones. Comienzan

con el «Laudate» y ya están pensando en las musarañas, hasta

tales extremos, que me parece que no se podría ofrecer un

espectáculo más ridículo que el representar ante alguien los

pensamientos que, durante la oración, agitan el interior de un

corazón sin fervor y poco piadoso. Por fortuna me he dado

después cuenta de que no puede calificarse de oración

auténtica la de quien olvida lo que ha rezado. La oración

auténtica está del todo pendiente de las palabras y

pensamientos desde que se comienza hasta que se acaba.

Sucede lo mismo que con el barbero bueno y diligente: tiene la

obligación de concentrar los cinco sentidos en la navaja y en

los cabellos y no perder de vista la marcha del corte. Pero si al

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mismo tiempo se pone a charlar, a pensar en babia, a mirar

por el rabillo del ojo, con la mayor facilidad le puede cortar a

uno los labios, la nuez o el cuello. Para que una cosa se pueda

ejecutar a la perfección es imprescindible la entrega total de la

persona a su quehacer; en este sentido dice el proverbio:

«pluribus intentus, minor est ad singula sensus» (el que mucho

abarca, poco aprieta). El que está pensando en mil cosas, no

sabe pensar ni obrar como se debe. Con mucho más motivo la

oración, para que sea como tiene que ser, requiere dedicación

única y total del corazón.

Aquí tienes brevemente expuesta, con motivo del

padrenuestro y de la oración, mi forma de comportarme.

Porque, incluso hoy día, mamo del padrenuestro como un

niño, bebo y como de él como un viejo y nunca llego a

saciarme. Para mí es la mejor de las oraciones; mejor incluso

que los salmos, a pesar de la devoción que los tengo.

Realmente, ahí se demuestra que ha sido el verdadero

maestro el que la ha inventado y enseñado, y me fastidia que

una oración como ésta, y de tal maestro, se esté mascullando

sin cesar y sin pizca de devoción en todo el mundo. Muchos es

posible que al cabo del año lleguen a rezar millares de

padrenuestros, y si estuviesen rezándolos así durante mil años,

no conseguirían rezar como es debido ni un punto ni una coma

ni una letra de esta oración. En fin, que el padrenuestro, al

igual que el nombre y la palabra de Dios, es el mayor de los

mártires sobre la tierra: todo el mundo lo tortura y abusa de

él, pocos son los que lo consuelan, los que le procuran alguna

alegría usándolo como conviene.

(Tomado de "LUTERO: Obras", Ed. SÍGUEME)