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Mi viaje - Memorias de Werner Isaacson

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“En Alemania hay un proverbio que dice que cuando alguien hace un viaje tiene mucho que contar. En un viaje de ochenta y cinco años hay mucho que contar para que mis nietos se enteren de dónde viene el abuelo, qué le pasó, qué hizo y cuáles son algunas de las anécdotas de este largo viaje.” Nacido en el seno de una familia judía alemana en 1920, Werner Isaacson debió escapar hacia la Argentina en 1938 cuando el nazismo ya asomaba como la más potente máquina estatal de aniquilamiento del siglo XX. A sus 85 años decidió compartir su vida, o –como él prefiere llamarla– su largo viaje: una historia atrapante contada desde la más pura humildad.

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CAPÍTULO I

Geldern

En Alemania hay un proverbio que dice que cuando alguien hace un viaje tiene mucho que contar. En un viaje de ochenta y cinco años hay mucho que contar para que mis nietos se en-teren de dónde viene el abuelo, qué le pasó, qué hizo y cuáles son algunas de las anécdotas de este largo viaje.

Llegué gritando a este mundo el de abril de y me pusieron de nombre Werner. Papá, de religión judía, era hijo de una familia que durante varias generaciones vivió en Dinslaken, una pequeña ciudad en la baja Renania. Su nombre era Eduardo y era un mayorista de artículos de tocador. Mamá, de nombre de soltera Marie Linke, era una contadora nacida en Alsacia. Mis dos hermanas eran Edith, de 3 años, y Ruth, de 2. Vivíamos en Geldern, una pequeña ciudad a seis kilómetros de la frontera con Holanda.

Los abuelos por parte de apá murieron muchos años antes; los de parte de amá vivían en Gelsenkirchen, el epicentro de

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carbón en la cuenca del Ruhr. El abuelo Peter era el típico ale-mán con bigotes tipo Kaiser Wilhelm, de temperamento muy alegre, alto y absolutamente ateo. Tocaba muy bien la armónica y era de profesión zapatero, del tiempo en el que todavía los zapatos se hacían a medida. La abuela Grete era muy católica y escribía versos del niño Jesús. Los queríamos mucho y los visi-tábamos a menudo.

Mamá tenía dos hermanos, Peter y Roni. ío Peter tenía un taller de zapatero con varios oficiales, que hacían zapatos a medida y otros; y botas de época para teatros y circos. Era un pan de Dios, muy alto y dominado por su esposa Tía Mina, polac y nada simpática. ía Roni, modista, era nuestra preferida. Era directora del departamento de moda en grandes tiendas. Una vez, cuando yo tenía 5 años, la fuimos a visitar a Leipzig, una ciudad grande, donde tenía un muy lindo departamento. Después trabajó en Berlín donde conoció a un arquitecto vanguardista con el que vivió muchos años hasta que él murió.

Papá tenía tres hermanos: Siegfried, solterón; Albert, quien se casó de grande con la tía Ruda, una muy elegante y sofisticada dama; y Selma, casada con tío Sally Eiser. Selma y Sally vivían con tío Siegfried en una casa grande y muy elegante. A ella se le había subido a la cabeza la opulencia y las relaciones sociales. Tenía tres primas: Renate por parte de

tía Selma, muy inteligente, estudió pintura, piano y medicina; Grete por parte de tío Peter, bonita pero bastante estúpida ambas mucho mayor que yo ; y Helga de par-

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te del tío Albert, varios años más joven que yo y la quería mucho. Bueno, ya conocen a la familia.

Yo era un chiquito muy travieso y bastante insoportable. Mi diversión principal era romper los juguetes de mis hermanas y a mamá le costaba mucho tenerme a raya. A veces me tenía que dar algún chás en la cola, que creo que le dolía más a ella que a mí. Solía jugar con una vecinita en el gran jardín trasero, o con chiquitos como yo a las bolitas en la vereda. También me fascinaban las peregrinaciones que pasaban frente a nuestra casa camino a Kevelar, una especie de Lourdes a diez kilómetros, con estandartes, cantos y carros tirados por caballos para los que ya no podían caminar.

Siempre me acuerdo con cariño de las fiestas de Navidad y Pascua. Los dos días antes de Noche Buena no podíamos entrar al living porque amá adornaba el enorme pino con muchos globos, velas encendidas y otras cosas. Además preparaba los regalos. A las siete de la Noche Buena se abría la puerta, nos tirábamos sobre nuestros paquetes, y los cinco cantábamos villancicos y dábamos las gracias a Papá Noel. En Pascua íbamos a un bosque cercano donde papá ya había escondido los huevos que mamá había decorado y competíamos entre los tres para ver quién encontraba más.

Mis juguetes preferidos eran un caballito que se hamacaba, todo forrado en piel, un casco de húsar y un sable de hojalata. Cabalgué horas enteras y a los años Papá Noel me trajo mi primera bici porque antes usaba la de mis hermanas.

A los seis años ingresé a la escuela evangélica y caminaba

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con mi mochila muy orgulloso y sintiéndome todo un hombre. Era buen alumno y empecé a civilizarme. Aprendí a escribir primero en letras Sutterling, que a los pocos años ya no se usa-ron más, y después en letras latinas. Como tenía buena voz me pusieron en el coro de la iglesia evangélica.

A los años entré después de varios exámenes en la se-cundaria. En Geldern había s lo una que tenía latín como segundo idioma y uego como tercero

eligión yo, por no ser cristiano, paseaba por el pation verano tenía por encargo de mis condiscípulos hacer subir

el termómetro que estaba allí colgado. Con el alientotemperatura hasta grados para que nos el resto

del día libre por calor. Hacíamos mucha gimnasia sobre todo con aparatos, paralelas, barra, potros y anillos, entre otros.

En las vacaciones de verano remontábamos grandes barri-letes, que confeccionábamos nosotros mismos. En invierno con mis hermanas patinábamos en el gran lago del parque o en los campos inundados y congelados, y volvíamos los tres, también congelados, a casa.

Una vez acompañé en bicicleta a unos jóvenes vecinos a contrabandear a Holanda. Trajimos unas cuantas cosas que escaseaban y eran caras en Alemania como cigarrilos, dulces y quesos, que eran allí más baratos y más ricos. Tuvimos que andar por caminos en medio de bosques y de noche para evitar a los aduaneros. Tuve mucho miedo y no lo repetí; tenía solo años y amá tampoco permitía

. pá viajaba mucho visitar clientes en varias ciudades

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y pueblos. Una vez por mes, cuando tenía que viajar por lugares más lejanos, se pasaba toda una semana afuera.

Teníamos una gata que a cada rato desaparecía y volvía a los pocos días preñada y un perro ovejero de nombre Bruno. Era de unos vecinos pero vivía y comía con nosotros y, de noche, dormía delante de la puerta de mi cuarto. Un día, un camión lo atropelló y yo lloré mucho por su muerte.

Mamá llevaba la contabilidad, hacía las facturas y una empleada preparaba los pedidos. Yo la ayudaba porque sabía en qué caja, que eran todas iguales, se encontraba cada artículo. Sobre el escritorio de mamá había una jaula con un canario que siempre andaba suelto y la molestaba bastante con sus papeles. Una mañana lo encontramos muerto con un ala arrancada por la gata. Lloré mucho porque era parte de la familia y lo quería.

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CAPÍTULO II

Krefeld

A años nos mudamos a Krefeld. Era la ciudad alemana de la seda y el terciopelo, con enormes tejedurías y plantas de tratamiento, teñido y estampado de seda natural y artificial. También había una gran fábrica de acero inoxidable y de cor-batas, entre muchas otras. Había tres secundarios, pero como ya tenía el segundo año en Geldern casi cursado ingresar en el humanístico. ste tenía latín, después griego y en el cuarto año francés. No me acuerdo nada de esos tres idiomas.

Allí hacíamos también mucho deporte. En verano, mos atletismo y jugábamos al handball, y en

invierno hacíamos todo tipo de gimnasia y natación en la pileta municipal cubierta. Como siempre en invierno, en el gran lago congelado del parque, patinábamos y jugábamos al hockey con mis compañeros del colegio. En vez de palos usábamos ramas. En verano hacíamos patín sobre ruedas.

Desde años, leí historias de aventuras de in-

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dios, vaqueros, y árabes, que escribía el autor Karl May en las que él era el héroe y protagonista aun sin haber salido nunca de Alemania. Cada tomo tenía seiscientas páginas y llegué a leer unos cuantos, que sacaba de la biblioteca. También teníamos en casa unos libros de mitología grecorromana con hermosas ilustraciones, que me gustaban mucho.

Por insistencia de tía Mina, que no se sentía cómoda como mujer de zapatero, el tío Peter vendió su próspera empresa y compró un pequeño hotel con un restaurante debajo, en Holanda, cerca de la ciudad de Venlo, a más o menos kilómetros de nosotros. En las vacaciones iba en bicicleta a visitarlos. Arriba vivían empleados de una fábrica de clavos que me invitaban a visitar la planta. El ruido era infernal. Uno de los jóvenes tenía rasgos asiáticos y me contaron que su padre, que era un muy alto dignatario en una de las islas de las indias holandesas ahora Indonesia había fallecido y que lo habían llamado para ocupar su lugar. Detrás del hotel había un pequeño galpón, alquilado por un hombre que también vivía en el hotel y fabricaba los típicos zuecos holandeses completamente a mano. Yo pasaba largos ratos mirando cómo trabajaba ese artesano. ío Peter pertenecía a una asociación de soldados de la Primera Guerra Mundial bastante nazificada y lo obligaron a dejar Holanda. Así vendió el hotel y se vinieron a vivir a Krefeld. Allí consiguió empleo en la gran fábrica de acero, que tenía todo un barrio para sus empleados, y le dieron una linda casa con gran jardín, en el que lo ayudaba algunos sábados.

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En el año 1933 el Presidente alemán nombró a Adolf Hitler Canciller y el antisemitismo empezó a convertirse en persecu-ción. Los SS marchaban todo el día con sus cantos antijudíos por las calles.

En el colegio ya no se decía a la entrada del profesor “Buenos días Herr Professor”, sino que la clase se levantaba como un rayo con la mano derecha arriba, el “saludo alemán” de entonces, y se gritaba “Heil Hitler”. Al principio me salvé por ser el mejor gimnasta de la clase, que por entonces valía más a los ojos de mis condiscípulos que todas las demás materias. Pero en el cuarto año, me hicieron la vida imposible; era el único judío en todo el colegio. Me escupían y me metían en pleno invierno bajo la canilla de agua fría.

En la primavera, todos los estudiantes de colegios secundarios y los miembros de la Juventud itleri se reunían de noche en el claro de un bosque alrededor de una gran fogata a festejar no sé qué al modo de los antiguos germanos. Cantaban la anción Horst Wessel, el himno azi, que obligatoriamente se entonaba junto al himno nacional. Todos cantábamos con la mano derecha arriba yo también porque si no me hubieran linchado y todo terminaba con un triple “Heil Hitler”. Al terminar este año, debí dejar el colegio. Varios profesores me dijeron que lo sentían mucho.

Así terminó otra etapa de mi joven vida.Al llegar a Krefeld me había hecho socio del club deportivo

Preussen Krefeld, donde practiqué atletismo y estrené mis pri-meros spikes para poder intervenir en encuentros con otros

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clubes. La situación en Alemania se tornó cada vez más difícil para los judíos. Los clientes de papá, en su mayoría peluquerías, directamente no le pagaron más, total el judío no podía reclamar . Papá se enfermó y opera o de una úlcera el estómago por lo que le fue imposible seguir viajando para visitar a los clientes que durante años habían sido amigos y ahora amenazaban con mandarle la Gestapo. Así nosotros tres (mis hermanas tampoco p seguir en el colegio) tuvimos que entrar como aprendices en diversas firmas que todavía estaban en manos de judíos. ngresé en la administración de gran maltería , que fabricaba productos para panaderías y un rico alimento, tipo cacao, que se vendía en farmacias, de nombre Lindomaltine, la competencia de la entonces famosa Ovomaltine.

Era costumbre en Alemania realizar tres años de aprendi-zaje de cualquier oficio y durante ese tiempo cursar tres tardes por semana el colegio del mismo. Por esto, me correspondía ir al comercial.

En general, no tuve ningún problema con mis condiscípulos y menos con los profesores, pero no tenía con ellos ningún trato fuera del aula.

Mi primer trabajo consistió en escribir a máquina las direc-ciones en los sobres de toda la correspondencia del día, enso-brar las facturas y cartas y pegar las estampillas. Tenía a mi cargo una carpeta de estas últimas con los distintos valores y debía reponerlas cuando faltaban. Como nunca había escrito a máquina me llevó bastante tiempo. El horario era de

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hasta las , pero antes de entrar tenía que pasar por el correo a retirar las cartas. Había dos casillas: una para correspondencia común y la otra para certificados. Con los comprobantes las retiraba de sus correspondientes cajas, firmando cada una. Después de las de la tarde al correo a despachar toda la correspondencia. También debía depositar en el banco todos los días los cheques.

La única judía en la fábrica era la gerenta: una mujer joven y bonita que manejaba todo. El dueño también judío venía por una o dos horas a fumar grandes habanos. Los demás eran ARIAS PUROS y dos o tres eran incluso de la SA, pero al tiempo de conocernos me hice muy amigo de todos. Me invitaban a a acompañarlos a un restaurante a comer y a jugar a las bochas. omaban mucha cerveza y a la mañana siguiente, ni bien llegaba, ir al almacén de la esquina a comprarles, como antídoto, arenques a la vinagreta. Así, haciendo varias tareas y diligencias, terminé el primer año.

La fábrica estaba a unas quince cuadras de casa, que recorría pedaleando cuatro veces por día porque al mediodía teníamos dos horas para almorzar. as diligencias de la compañía en una bici de la fábrica. ecorrí todas las panaderías de Krefeld con un portafolio y una cartera de cuero que me habían dado. para los cheques y la para la plata al contado. Hacía los recibos y entregaba todo en la oficina. También pasé unos meses en contaduría. La jefa era una solterona que me quería mucho. Pasé además largos ratos en

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la planta para ver cómo se fabricaban los diversos productos. Trabajé en varios departamentos y me gustó mucho.

En el colegio, nos daban dos veces por año los boletines, que tenían que ser firmados por el dueño de la empresa. Como tenía buenas notas, me felicitaba al firmarlos y me daba chocolates que siempre tenía sobre su escritorio. Me hubiera gustado más si en vez de esas dos cosas me hubiera tirado unos marcos. Así terminé mi segundo año. Tenía recién años.

El tercer año lo pasé primero en Archivo y después en Ex-pedición, donde tenía un jefe macanudo que me enseñó mucho: todo el trámite, desde el pedido del cliente hasta su empaque y despacho, con toda la papelería. También se exportaba y apren-dí todos los trámites y formularios para esos casos. Fue el depar-tamento que más me gustó y en el que estuve más tiempo.

Pero ese año el dueño le vendió la empresa a una firma holandesa, la más grande fábrica de cacao y chocolate de Ho-landa. Así, cuando mi tercer año el reglamentario de aprendizaje llegó a su fin, el nuevo director holandés me llamó para comunicarme que me despedían. No me dijo

, pero yo sabía. Cumplí en ese mes mis años.Ahora quiero contar lo que pasó en esos tres años fuera del

trabajo. Cuando me echaron de Preussen Krefeld, entré en una organización deportiva anexa a la Asociación de los soldados judíos de la Primera Guerra Mundial, de la cual papá era socio. Hicimos todo tipo de gimnasia: atletismo, handball y football. También hice boxeo y me dieron buenas tundas porque era el más chico y tenía que entrenar con muchachos grandotes. Ten-

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go fotos de esa época como también del tiempo en la oficina.En estos años fui, primero, boy scout y, cuando

prohibieron este grupo porque, siendo judíos, nos hacía sentirnos muy alemanes pasamos a una organización que se llamaba BDJJ (en español Liga Alemana de Juventud Judía). Tenía sus grupos en las principales ciudades de Alemania. En la categoría mayor había jóvenes de ambos sexos de 15 años en adelante. Los que tenían entre 8 y 14 se llamaban imfe .

Como yo tenía mucha experiencia, no obstante mis 16 años por todo lo que excursiones, camping, cantos, código orse y otros trucos, pusieron a los

imfe a mi cargo. Todos los sábados la tarde nos reuníamos en una sala anexa a la sinagoga. Les enseñé muchas canciones y a armar carpas. e contaban lo que habían hecho durante la semana y yo contestaba sus preguntas. También les leía libros como La isla del tesoro y Robin Crusoe

ía de la semana nos reuníamos s lo los mayores. También cantábamos mucho, lo que era una costumbre en Alemania cuando se reunía gente joven y a veces no tan joven. Cambiábamos opiniones sobre la situación política y la cada vez más seria situación de los judíos.

El líder de la sección Krefeld era un joven abogado que, por supuesto, no podía como judío ejercer su profesión y, con vista de algún día emigrar, estudiaba en la academia de la seda para defenderse en el extranjero en el futuro. Su padre tenía la fá-brica más grande de corbatas.

Todos los domingos hacíamos excursiones alíamos a las

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de la mañana y volvíamos a cualquier hora de la noche, siempre en bici . A veces llevaba a los mayores de mis pibes a recorrer lugares más cercanos. Se divertían armando la carpa y cantando las lindas canciones alemanas. Siempre buscábamos lugares donde no pudiéramos con grupos de la uventud itleri dedica a marchar por la ciudad canciones antijudías, según las cuales se colgaba a los judíos y se fusilaba a todo el opositor.

En verano a veces acampábamos de sábado a domingo a la orilla del Rin, que era muy ancho frente a Krefeld. Siempre llevábamos una revistita lama a El Correo Verde dedicada completamente a pedidos de relaciones con posible futuro de casamiento. La leíamos en voz alta y nos retorcíamos de la risa. Me acuerdo de unos avisos: “Estudiante con motor fuera de borda busca compañera” o “Señor elegante de años busca compañera de muy buena presencia y no mayor de , casamiento en el futuro no imposible”, y así eran todos. Al lado había una carpa con unos muchachos de la juventud nazi, pero por suerte no nos molestaban. Muchos fines de semana íbamos en bicicleta unos seis muchachos, los más amigos, a un laguito con una cabaña del padre de uno de los chicos. El lugar estaba a una hora de bicicleta, en medio de un gran bosque, donde nadie podía molestar . Los domingos venían chicas del grupo. Había un bote a remo, nos bañábamos, cantábamos y nos olvidábamos de la tragedia que se profundiza cada vez más.

Durante mis vacaciones hice varios viajes por autostop. El

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más largo fue hasta Munich, donde vivía un amigo que conocí en uno de los encuentros de la Liga. Llegué un sábado y el domingo me llevaron al lago Starenberg, que es inmenso. Tuve que dormir las otras noches en los bancos de la estación de trenes o en cobertizos de heno de alguna granja, ya que a los albergues juveniles no podía ir. También, varias veces a dedo, visité a mis tíos en Colonia.

Hice un viaje a dedo con nuestro líder del rupo, el abogado, a Hamburgo. Era la primera vez que él viajaba de esta forma. Aunque tenía años y yo , yo ya era un veterano en ese tipo de aventuras. Lo hicimos en un tiempo r cord de dos días, durmiendo en un granero. Cerca de Hamburgo había un encuentro de delegados de toda Alemania del BDJJ, que duró días. Mi compañero viajó de vuelta en tren y yo salí la tarde a dedo con la mochila al hombro. Llegué a Bremen, todavía con la luz del día, di unas vueltas por la ciudad, y seguí viaje cuando ya oscurec . Pasé toda la noche haciendo dedo en la carretera.

En esos tiempos había muy poco tráfico y menos aún de noche. Me levantó primero un camión que no condecía con mi “modus operandi”, pero era de noche y no había ningún movi-miento en la ruta así que subí. Después paré a un motociclista que resultó ser del Ejército, pero como de noche todos los gatos son pardos, no se dio cuenta de que yo no tenía el uniforme nazi. Me llevó muchos kilómetros hasta cerca de un cuartel. Al amanecer, después de una larga espera, conseguí que me lleva-ran varios coches y para cuando se hizo de noche ya había lle-

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gado a casa. Ese fue mi último viaje a dedo, ya que la situación se puso cada vez más peligrosa y creo que amá no dormía en todos esos días que yo pasaba afuera.

Pero seguimos viajando en bici. n viaje con los dos mayores de mis imfe a los montes Eifel. Nos pasar la primera noche en el granero de una granja, pero a medianoche empezó una tormenta con lluvia torrencial que duró dos días y no pudimos seguir. El tercer día amaneció gris y muy frío, y seguimos hasta llegar de noche a casa.

Una vez, cuatro muchachos y pedaleamos siguien-do el Rin, pasando por Colonia. Allí hicimos un alto en casa de tía Selma que, siendo tan fina, quedó horrorizada por nuestro aspecto. Pero, cuando le presenté a mis compañeros de apellidos bastante conocidos, la cara de asco se transformó en una amplia sonrisa y nos invitó con té y masitas. Seguimos viaje por Bonn hasta Koblenz y, siguiendo el hermoso tramo al lado del río Mosela los viñedos, continuamos hasta la cumbre de las montañas a la derecha hasta llegar a Cochen. Armamos nuestra carpa debajo del famoso castillo medieval. Preparamos sobre fuego nuestra sopa , cantamos y sorteamos la custodia de dos horas cada uno, pero nadie nos molestó. Seguimos y tomamos la ruta hasta los montes Eifel, que cruzamos de punta a punta durmiendo otra vez en un lugar fuera de la civilización azi en nuestra carpa. noche llegamos a Krefeld.

En otra ocasión, en pleno invierno, fuimos tres en bicicleta a un encuentro del grupo a Colonia. Como siempre, viajamos

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en pantalones cortos. Salimos a las seis de la mañana con un frío espantoso y llegamos a Colonia a kilómetros de Krefeld a las nueve y media. Cuando bajamos de la bicicleta no podíamos mantenernos en pie, piernas estaban entumecidas y tuvimos que sentarnos un rato en el cordón de la vereda. Era domingo y no había ni un alma en las calles. Fuimos a las afueras de la ciudad, donde hicimos ejercicios de campaña y quedamos bastante embarrados. Desde ahí, volvimos los tres a casa de tía Selma, quien por poco cae desmayada por nuestro aspecto inapropiado para entrar en una casa tan elegante. Le explicamos de d nde veníamos y nos preguntó con quién nos habíamos juntado. Cuando oyó los nombres de los muchachos de Colonia, que pertenecían

a la “crem de la crem” de la colectividad, cambió cara. Nos invitó a lavarnos y a tomar el té. a había oscurecido, así que nos pusimos en marcha y llegamos a las

de la noche a casa. Por entonces tenía años.En Krefeld, cuando tenía entre años,

todos los sábados a la tarde a una clase de religión que dictaba un señor mayor a todos los chicos judíos. Aprendí a leer hebreo perfectamente sin entender lo que decía. Y a los años tomé el Barmizbar (confirmación). Debía leer canturreando un largo capítulo de la Torá ante toda la colectividad. De la familia de papá vino solamente el tío Sally, esposo de la tía Selma. Me trajo como regalo una tableta de chocolate en la estación del tren. Un primo de papá, tenía una fábrica de ropa para chicos , me mandó un hermoso traje.

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A los dos meses de mi confirmación, vino a casa el rabino Dr. Blum. Era un hombre joven estaba casado con una hermosa mujer, ex bailarina de ballet. Él nos planteó una situación insólita: por la Ley Mosaica el hijo de madre judía es reconocido como tal, pero como yo nací de madre no judía aunque mi padre sí lo era entonces no era reconocido como judío. Como mamá asistía a la sinagoga en las principales fiestas, él creía que era judía. Pero dos rabinos menos liberales de otras ciudades vecinas hurgando y hurgando se dieron cuent le plantearon este gran problema al Dr. Blum, oblig a hacerme judío. Yo protesté porque siempre me sentí judío, pero me convencieron para no causarle más dificultades a nuestro rabino, que era una bellísima persona. El sábado siguiente con el Dr. Blum a Moenchen Gladbach, donde había un baño ritual. Antes

que cortarme las uñas de los pies y manos lo más cortas posible. Al llegar a la sinagoga me hundieron en el antiquísimo baño ritual y rezaron plegarias en hebreo que por supuesto no ente

A los 17 años, como era costumbre en la clase media alemana, y por supuesto también judío-alemana, se formó un grupo de ocho chicos y ocho chicas para curso de baile. La profesora era la señora del rabino. Nos reuníamos una vez por semana y aprendimos alzer, oxtrot, als lento y ango. Era muy lindo y nos divert mos mucho. Al final del curso se organizó el gran baile final, al que familiares, amigos y

quisieron. En un escenario,

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los distintos bailes que habíamos aprendido. A mí me tocó cu-riosamente el ango. Me pusieron un bigote, un sombrero negro y un saco grandote negro. Tocaron un tango en alemán que, como en todos los discos, llama n tango español . En esa época todavía no sabía nada de la Argentina, ni dónde quedaba, ni qué gente exótica vivía ahí. Pero me parecía un lugar romántico porqué había un tango alemán que nombraba diferentes lugares del mundo y decía: “Debajo de los pinos de la Argentina te besé por primera vez”.

Festejamos ese fin de año con todos los muchachos y chicas del curso en casa de Herbert Gerson en Geldern. Él era mi mejor amigo desde primer grado. Nos divertimos mucho y bai-lamos toda la noche.

Cuando tuve que dejar el , entré por reco-mendación de uno de los mayores del grupo y después de haber pasado por un largo interrogatorio, en la firma

. Tenía por entonces 17 años. Esa firma era la más renombrada casa mayorista de seda de Alemania, con una clientela de las más selectas sederías y tiendas del país e Inglaterra. Allí ya era empleado con un sueldo de marcos (cuando salí de la otra firma tenía un sueldo de aprendiz de

solamente). Empecé en el sector Expedición y tuve que acostumbrarme a los nombres de los distintos tipos de seda, que debía facturar a máquina. Hubo días en los que hice entre veinte y treinta facturas de unos cuantos tipos de seda de distintas medidas y colores, algunos lisos y otros impresos de dos a doce colores. n empleado armaba los pedidos que

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chicas habían cortado según peticiones de los clientes. Él me decía los metros y los números de cada rollo, y a mí me tocaba buscar los precios y armar las facturas. Tenía una calculadora a manivela, que ahora es una pieza de museo.

Después de unos meses, me dieron la tarea de controlar las medidas de las sedas que se mandaban a las casas impresoras, y las que ellos devolvían ya impresas. Como detecté unas cuantas diferencias me pidieron que me fijara lo que había pasado en las últimas semanas. Volví a encontrar diferencias. No las reclamaron para no dificultar las entregas, pero les avisaron que hab ía un control. Como todas las impresiones eran diseños exclusivos de la empresa y cada se imprimía en varios tonos, me mandaban a la imprenta para de forma amistosa controlar que no se imprimieran nuestros diseños para otros clientes. Me encantaba porque iba en tren y podía almorzar en un restaurante a cargo de la empresa.

Pasé un tiempo en Contaduría para re mplazar a un empleado enfermo. Como pensé que en caso de tener que emigrar no sabía adónde y necesitaba algún conocimiento con el que defenderme en otra parte del mundo, le pedí al eñor Merlaender pasar a Diseño. Allí aprendí mucho de

color y pintura, y el jefe me enseñaba los sábados a la tarde en su casa. Lo hacíamos muy en secreto porque era peligroso para él hacer algo así por un judío. n las últimas semanas la firma pasó a manos arias. Por suerte, los nuevos dueños eran los dos gerentes de siempre. Merlaender me pagó una linda indemnización y, como

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oficio de vidrierista y desde muy joven me la pasaba mirando desde afuera cómo armaban las vidrieras, me inscribí en la en Berlín.

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CAPÍTULO III

Berlín

La Liga de los Jóvenes Judíos Alemanes organizó un programa de emigración a la Argentina. Se seleccionó un muchacho y una chica de diferentes ciudades, un grupo de más o menos diez jóvenes. Ya habían salido dos grupos y en el segundo viajaba una chica de Krefeld llamada Edith Zanders, de aproximadamente años, muy inteligente, intelectual y culta. Para el tercer grupo me eligieron a mí porque era muy conocido con mi sobrenombre “Dax” (que quiere decir tejón), de tantos encuentros en varios lugares del país. Mis compañeros lo saludaron muchas veces en la calle a mi papá diciéndole: “Buenos días señor Dax”. La mayoría ni conocía mi verdadero nombre. El apodo me lo gané cuando, en una de las tantas excursiones que hicimos, engañamos al grupo haciéndolo alejarse del campamento para buscarnos. Mientras ellos nos seguían por un camino, nosotros volvimos y nos comimos todos los chocolates que

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chilas. Desde entonces, el líder del grupo me llamó “Frechdax” y de ahí su derivación “Dax”.

Ahora, de vuelta a mi viaje y estadía en Berlín. Viajé en tren y, como mi aspecto no era muy judío, nadie me molestó. Al llegar, un muchacho del grupo berlinés me esperaba en la es-tación. Me habían conseguido una piecita en un lujoso depar-tamento en el suburbio de Schoeneberg. El dueño era un señor que había tenido una tienda muy grande en otra ciudad, que le obligaron a vender a un miembro del partido azi a un precio vil. El sobrino de él había salido con el primer grupo a la Argentina. Vivía con un ama de casa, que hacía de todo: co-cina, limpieza, compras y lavado, porque el servicio doméstico ario estaba prohibido en casas judías. A mí no me invitaban nunca a comer con ellos. De casa llegaba todas las semanas un paquete con fiambres, queso y otros alimentos. Así empezó otra etapa, tenía ya 18 años.

Vivía a pocas cuadras de la estación del tren suburbano que, al acercarse al centro de Berlín, se metía bajo tierra y terminaba en una estación subterránea a pocas cuadras de la academia. Ésta tenía un salón muy grande con vidrieras de todas las me-didas alrededor y en el medio estaban las mesas de trabajo. El profesor era un exjefe de vidrieras de una gran tienda, que fue despedido por el mismo motivo que yo. Me mandó hacer como primer trabajo para ver si podía llegar a algo, una vidriera de cigarrillos. Había atados de todas las marcas en cantidad. También cualquier tipo de mercadería como telas, zapatos y botellas. Me asignaron una vidriera chica y cuando

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terminé el profe dijo: “Parece que tenemos otro talento en casa”. Me sentí muy contento. Como tenía un curso intensivo, entraba a las de la mañana y terminaba a las de la noche.

Al mediodía había una hora para almorzar y yo iba todos los días a un restaurante de nombre . Tenía, como todos, en la puerta un cartel que decía: “ rohibido para judíos”, pero no había ningún lugar para comer que no tuviera ese cartel. Tenían un menú llamado estudiantil, que constaba de una sopa enorme muy rica servida en soperas y pan a discreción. Costaba fennig. Al mozo le daba y cuando me iba a devolver los le hacía un gesto con la mano tipo gran señor y él agradecía con una inclinación de cabeza. Siempre buscaba una mesa en el fondo con vista a la puerta y cuando veía entrar dos SS en sus uniformes para buscar algún no ario, dejaba las monedas y la mitad de la sopa en la mesa y salía por el costado con hambre a la calle. Para pasar la hora miraba vidrieras y, cuando llegó el invierno, que en este año fue muy crudo y con muchas tormentas de nieve, me metía en las grandes tiendas que estaban calefaccionadas y estudiaba las decoraciones interiores.

En la academia aprendí a hacer presentaciones de distintos productos, decoración, pintura, carteles y muchas cosas nece-sarias para confeccionar una vidriera completa. Hacíamos Di-bujo y Pintura en el salón de arte plástico, bajo la dirección del señor Hausmann, que era un pintor famoso. Sus obras fueron prohibidas como todo lo que era arte, música, literatura y cien-cia de judíos. A veces dibujábamos modelos al desnudo. Tam-

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bién nos enseñaron a hacer vestidos con tela sobre maniquíes forrados en felpa. Todo se hacía con alfileres y de una pieza; s lo los brazos eran dos retazos aparte. Conseguí hacer hasta un trajecito con solapa y todo.

A las seis de la tarde del 8 de noviembre de 1938 una seño-ra no judía, que vivía en el mismo edificio, nos avisó que había rumores de que se iba a realizar una acción contra judíos para esa noche y le ofreció al señor que él pasara dos días en su casa. Yo me quedé solo en el departamento con la orden de no abrir la puerta ni contestar el teléfono. Y así empezó la más tarde llamada “NOCHE DE LOS CRISTALES ROTOS”.

Hordas de SS y SA destrozaron vidrieras con el consiguien-te saqueo y apresaron a toda persona de religión judía que en-contraron. También incendiaron las sinagogas algo que se re-pitió en toda Alemania. El timbre de la puerta sonó durante unos diez minutos y después sentí que se alejaban. A los pocos minu-tos sonó el teléfono por un largo rato. A los dos días volvió el señor y recién entonces me arriesgué a salir a la calle. Vi los destrozos producidos, que ya estaban arreglando: muchos vidrie-ros estaban reparando las vidrieras. Los negocios ya no tenían sus antiguos dueños, habían pasado a manos “ARIAS”, y los parques y restaurantes tenían carteles que decían “Prohibido para udíos”, al igual que los bancos de las plazas.

Al mismo tiempo salió una ley que obligaba a todos los varones judíos a llamarse como segundo nombre “Israel” y a las mujeres “Sara”. También exigía que, al firmar, debía ser en letra muy legible. Cualquier infracción sería severamente penada

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( campo de concentración).Los sábados me encontraba con varios muchachos y chicas

del grupo con el que iba a viajar en la casa de uno de ellos. Así fui conociendo a algunos de mis futuros compañeros. Los do-mingos pintaba figuras o carteles para mis vidrieras de la próxi-ma semana o deambulaba por Berlín.

Para poder salir de Alemania había que hacer unos cuantos trámites, que se dificultaban mucho más para los judíos. Gracias a mi madre aria y muy enérgica, conseguimos de Krefeld mi fe de nacimiento y el certificado de buena conducta. Pero me costó mucho obtener en Berlín el certificado de salud física y mental y el pasaporte.

Aunque tenía gripe con fiebre, estuve a las de la mañana en la Jefatura de Policía. Esperamos un turno con varios correligionarios parados en un largo corredor, con una corriente de aire helada y sin un banco sentarnos. ada tanto a alguno. Al mediodía interrumpieron, pero teníamos que quedarnos a esperar. A las seis de la tarde cerraron y yo, como la mayoría, tuve que volver al otro día.

Al día siguiente, la misma historia. Como no me sentía bien llamé al organizador del rupo y me dijo que si al otro día no me llamaban y nos echaban con los ya acostumbra insultos, me quedara y pidiera hablar con el SS Obersturmbahnfuerer, que ya estaba al tanto. Esperé todo el día y cuando a las seis que ir me quedé. Vino el SS de todos los días y me preguntó muy amablemente: “Judío de mierda, ¿qué estás esperando para que te eche a patadas?”.

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contesté en tono muy enérgico, hombres, protegidos por sus negros uniformes, botas y gorros con la insignia de calavera, no estaban acostumbrados (y menos de la boca de un joven judío): “¡Quiero ver al SS Obersturmbahnfuerer!”. Me contestó con la cara cada vez más roja: “¿Para qué?”. Y yo, muy seguro, le dije que él me aguarda a. Muy cordial y ya con otro semblante me dijo que esperara y se fue. A los pocos minutos volvió y me hizo pasar a un salón donde podía sentarme, lo que era un alivio. Esperé unos diez minutos hasta que volvió el entonces muy amable SS y me hizo pasar al despacho del mencionado funcionario. Era un tipo relativamente joven, vestido con su uniforme de la SS, y estaba sentado detrás de un enorme escritorio. Cuando entré en esta lujosa oficina, se levantó y en vez del acostumbrado “Heil Hitler”, me dio la mano y me invitó a tomar asiento. Me preguntó cómo estaba y le contesté: “Bastante mal”, y le hice saber de las penurias de los últimos tres días. Le di todos los documentos necesarios para poder sacar el pasaporte. lamó al ahora simpático SS y en tono de mando le ordenó que en veinte minutos debía estar mi pasaporte sobre su escritorio. Mientras tanto hablábamos del y de cuánto me gustaba Berlín. A los veinte minutos exactos apareció mi pasaporte. Me lo entregó y que mi apellido estaba escrito con una sola A. Con un poco de miedo se lo hice saber. o miró, llamó al SS y después de tildarle de inútil e insultarle, exigió tener corre quince minutos.

uince minutos e estrechó la mano

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mucha suerte. Una buena suma de coimas debe berle costado a la organización que patrocin nuestro grupo.

En la primera página de mi pasaporte estaba impresa una enorme “J” (con la que diferenciaban a los judíos) y mi nombre naturalmente era “Werner Israel”. Así figura todavía en mi cé-dula argentina, mientras que en mi actual pasaporte alemán mi nombre aparece solamente como “Werner”.

Durante mi estadía en Berlín me escribí mucho con Ruth que por entonces trabajaba en Frankfurt en una casa de familia judía para preparar su emigración hacia Inglaterra, que permi-tía solamente la entrada a jóvenes mujeres para trabajar de empleadas domésticas. Consiguió por intermedio de conocidos un puesto allá y, como era muy deportista, hizo cursos de gimnasia y masaje . En Frankfurt tenía un novio, que era hijo de los dueños de una de las más grandes fábricas de tapados de pieles. De sobrenombre lo llamaron “Mohr” (moro) porque estaba siempre muy tostado. Su apellido era Pachani, su padre era yugoslavo y madre alemana judía. Yo lo conocí en uno de mis viajes por Frankfurt. También estuvo dos días en nuestra casa en Krefeld. Los dos estaban muy enamorados y me parece que fueron los Pachani quienes consiguieron el puesto para Ruth en Inglaterra.

Como yo tenía mucha facilidad para escribir versos, todas las cartas a Ruth terminaban con versos divertidos y consejos sobre c mo tratar a su Mohr. alió unos meses antes que yo de Alemania no pude despedirme personalmente. Le mostré uno de aquellos versos al ama de , que me quería

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me pasaba de vez en cuando comida de contrabando. En el departamento de enfrente vivían dos señoras, madre

e hija. La hija tenía una casa de modas. Ambas eran muy anti-hitleristas y se habían hecho amigas del señor del departamento en el que yo vivía. Cuando la mamá estaba por cumplir años, su hija quiso darle alguna alegría. Nuestra ama de se acordó de mis versos y le propuso que me pidiera escribir algo en esa forma. Así me invitó a una charla para que yo me enterara de la convivencia, del amor y a veces también de las diferencias. Tomé y escribí en verso toda la historia, que recit en la fiesta de cumpleaños. Fue una cena fantástica, fueron el eñor y el ama de . A los cinco minutos vino ella a buscarme la señora estaba sorprendida de que no me hubiesen llevado. Quería que leyera la larga historia que hizo llorar de

con los trámites y el estudio volví a Krefeld por tres días para despedirme. Ya estaba organizado que en el tren de Berlín a París, que pasaba por Krefeld, venía todo el grupo y yo debía subir ahí. Cuando papá bajamos con las valijas me di vuelta y vi a mamá con lágrimas en los ojos en la puerta de nuestro departamento. Me olvidé de contar que en estos pocos días fui a Gelsenkirchen a despedirme de los abuelos. La abuela, casi ciega, lloró mucho y el abuelo cuando me acompañó al tren maldecía en la estación, entre lágrimas, a los nazis. Yo t que nos llevaran presos.

La última noche en casa vino a despedirse Herbert, mi ami-go de toda la vida, y me trajo una hermosa armónica Honer. Él

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era quien me había enseñado a tocarla. Cuando estuvimos solos, me contó los horrores del campo de concentración en el que pasó tres meses. Tocaba fabulosamente bien la armónica y los SS del campo lo obligaban a tocar para ellos todas las noches durante tres horas. Pero, gracias a ellos, fue liberado y pudo refugiarse en Holanda. Cuando los nazis ocuparon ese país, lo encontraron. Murió en un campo de exterminio, al igual que sus padres y hermana. La misma suerte corrieron los padres y

el joven hermano de Edith Zanders, mi compañera del grupo de viaje, y otras familias conocidas.

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CAPÍTULO IV

El barco

Era el día 11 de abril de 1939 cuando me despedí de papá en el andén de la estación y subí al tren. Estaba todo el grupo que venía de Berlín y me presentaron a los que no conocía. Eran cuatro muchachos, cuatro chicas, un joven matrimonio, un joven rabino de nombre Hans Harf y otro joven rabino más, que era el líder del grupo organizó todo ya desde Berlín y había hecho la selección. Yo lo conocía de Krefeld y de varios otros encuentros. También había otro matrimonio; ella era sobrina del señor en cuya casa viví en Berlín. Supongo que pagaron una linda suma de dinero porque no eran del BDJJ, pero eran muy simpáticos.

A las pocas horas llegamos a la frontera con Francia y tuvimos que bajar del tren. Rodeados de los siniestros SS nos llevaron a un salón donde empezó todo el martirio de los trámites y la revisión de nuestros equipajes. Nos vaciaron todas las valijas y miraron pieza por pieza. Estando nosotros semidesnudos, buscaron

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todos los bolsillos, carteras y donde podríamos tener escondidos cualquier cosa de valor, porque no se permitía llevar más de marcos y nada nuevo, todo debía estar usado. Yo llevé una máquina de escribir portátil que el señor de Berlín me había dado para su sobrino qu ya estaba en Argentina. Era usada pero ellos lo negaron y uno de los simpáticos SS la tiró al suelo y la rompió. risa dijo: “Ahora es usada”. Como nuestros papeles y permiso de emigración estaban en orden no nos pudieron retener, pero perdimos más de horas.

Subimos al tren francés que nos llevó a París. Llegamos muy entrada la noche, nos llevaron a un pequeño hotel y, cansados, nos acostamos enseguida a dormir. Al despertar, desde nuestra ventana pudimos ver la Torre Eiffel y nos alegramos mucho de estar ya en París.

Un primo de papá de apellido De Vries vivía en la capital francesa. Era francés y estaba casado con una francesa. Fui a verlos al enorme y lujoso piso en el que vivía . No pude que-darme con ellos esa semana que esperamos para ser embarcados para Argentina porque ya habían hospedado a una familia de refugiados. De todos modos, me invitaban para el almuerzo y la cena. Tenían un hijo de mi edad y una hija que no hablaban alemán y, como yo no hablaba francés, nos entendíamos con el poco inglés que yo sabía (hablaba tipo telegrama). En la mesa nos sentábamos la familia, el matrimonio de refugiados y yo. El mayordomo servía, con guantes blancos, varios platos. Pensé en las comidas del hotelcito con la que se tenían que conformar los otros del grupo. El señor De Vries era muy simpático y me

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llevó en coche a un aeródromo militar cerca de París para de-mostrarme que los alemanes no se atreverían a atacar Francia porque yo le había manifestado todo lo contrario. Cuando vi los viejos avioncitos que tenían ahí, le los bombar-deros que había visto en una exposición industrial en Alemania y de los vuelos durante todas las noches que salían del aeropuerto militar cerca de Krefeld. Él argumentó que la gran línea de defensa Maginot, que había construido Francia, era inexpugnable. Bueno, los alemanes fueron por Holanda y Bélgica y la dejaron atrás. Yo no podía comprender que los franceses no se dieran cuenta del peligro de una guerra. El hijo me mostró algo de la ciudad, pero casi siempre después de cenar caminaba solo por París antes de volver al hotel.

A la semana fuimos en tren a Le Havre, donde nos embar-camos en el “Formosa”. Era un barco de diez mil toneladas y tenía cabinas de primera y segunda clase. Nosotros ocu-pábamos la segunda. Cuando zarpó y vimos desaparecer la costa de Europa me puse muy melancólico: se había terminado otra etapa de mi vida.

Como era ya casi de noche servían la cena en el comedor. Era muy buena y, como es costumbre , empezó con consomé frío y vino tinto y blanco. Cuando miraba hacia adelante y veía que la proa subía y bajaba, tenía que dejar la mesa y sacar la cabeza la borda. Tuve mareos por lo menos durante los primeros diez días. En el grupo había una chica, Haddy Geiblinger, que tenía píldoras contra el mareo ada vez que me sentía mal, me daba una hasta que

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le acabaron. Me ofreció supositorios y cuando al día me preguntó si me habían hecho bien le contesté que sí, pero que eran muy amargos. Como jamás había tomado remedios los había tragado ignorando lo que era un supositorio.

Escribíamos nuestra odisea y a cada uno le tocaba un tramo; a mí desde la salida de París, dejando la costa de Europa, hasta Casablanca. Como parecía ser la mejor narración volvieron a leerla al final. El primer puerto que tocamos fue Lisboa. Permanecimos medio día para cargar no sé qué. De ahí fuimos a Casablanca, lo que no estaba previsto.

En ese puerto permanecimos dos días. Bajamos y ensegui-da vino un moro ofreciéndose de guía para espantar una mul-titud de chicos que pedían plata. Hacía mucho calor y el guía nos llevó por la ciudad explicándonos los dis-tintos lugares interesantes. Al mediodía volvimos al barco para desayunar. Después de la siesta observamos por la borda subían la carga. Al atardecer del otro día zarpamos y por unos cuantos días no vimos más que agua hasta llegar a Bahía, Brasil, que entonces era muy pequeña y exótica. Permanecimos dos días y recorrimos ese pueblo. Abajo era por entonces casi todo puerto y para l ascensor. Nos la gran cantidad de iglesias y la inmensa población negra. De al barco cómo carga n grandes cachos de bananas. ran verdes, pero les tiramos un atado de cigarrillos a los cargadores y nos buscaron dos cachos a medio madurar. Los colgamos fuera del ojo de buey y con el calor maduraron en pocas horas.

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bananas que por meses no pude ni verlas. Después, fuimos a Río de Janeiro. Caminamos por la costa-

nera de Copacabana y vimos desde abajo el Pan de Azúcar, los morros y las muchas palmeras. Río por ese entonces no era una gran ciudad. El puerto fue Santos. Otra vez,

descarga y carga de café y después de las ya acostumbradas tareas, navegamos a nuestro destino final, Buenos Aires, al que arribamos en la tarde del 22 de mayo de 1939. En del viaje había cumplido ya los años.

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CAPÍTULO V

Buenos Aires

En Buenos Aires nos esperaban varios muchachos y chicas de los dos grupos anteriores, pero nosotros no podíamos bajar del barco. Como la Argentina había clausurado la entrada de ju-díos, teníamos visas para Bolivia y debíamos quedarnos a bordo por dos días hasta que saliera el tren hacia ese país. En esos dos días una organización judía internacional consiguió la estadía de dos semanas en el país. Así pudimos bajar y, tras haber solicitado muchas veces la residencia permanente en Argentina, la conseguí después de tres años. Me devolvieron entonces mi pasaporte sellado.

Al bajar del barco los compañeros nos llevaron a una pen-sión en Palermo. Eran unos alemanes muy antipáticos. La co-mida era escasa y mala y vivíamos cuatro en una habitación. El primer día Edith Zanders me llevó al centro. Me quedé muy asombrado de lo europea que era Buenos Aires, sobre todo la calle Florida, de lo moderno que eran los negocios y, especial-

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mente, de las lindas chicas. Todo estaba a la moda y no había ningún negro. Todavía andaban los tranvías y me llamaron la atención los pequeños colectivos.

Pero ahora había que buscar trabajo. Primero recorrí Bel-grano de punta a punta y entré en los negocios más importan-tes. Me hice entender con mis diez palabras en castellano y la palabra vidrierista. Pero nadie tenía interés y uno me dijo que primero aprendiera a hablar castellano antes de buscar trabajo. Las vidrieras estaban llenas de mercadería, pero sin ninguna decoración como la de Europa. Después me gasté centavos de tranvía al centro y recorrí durante dos días los principales negocios y las grandes tiendas sin tener éxito.

Al tercer día, entré en la gran tienda , pregunté como siempre por el jefe de ersonal y le pedí que me permitieran hacer una vidriera de prueba. lamó al jefe de vidrieras y quedamos en que me presentar a al día siguiente. Cuando llegué, me mandó a la azotea donde había un pequeño galpón usado como taller de pintura de las vitrinas y muebles dañados del negocio. n pintor pintaba a soplete y yo ser su ayudante. A la noche, después del cierre del negocio, íamos pintar muebles de l s distint s , que por su tamaño no se podían subir a la azotea.

Una semana después, y ya con un mejor vocabulario, le dije al jefe de personal que no era pintor sino vidrierista y le pedí que me dejara hacer una vidriera. Me contestó que el jefe de vidrieras le comentó que no necesitaba ningún vidrierista. Me pagaron la semana y me fui. Por lo menos aprendí a pintar a soplete.

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Al día siguiente, recorriendo la avenida Cabildo vi a un vi-drierista trabajando en la casa , la primera tienda de autoservice del país. Como el hombre me pareció alemán porque usaba elementos decorativos, golpeé el vidrio y le hice señas. alió y me saludó en alemán. Le pregunté si no necesitaban un vidrierista y me explicó que, junto a un ayudante, atendían los tres locales de la firma, pero si yo quería ayudarl s sábados y domingos armando vidrieras de varios negocios chicos que él hacía de forma particular. o hice por varios fines de semanas. Un día me preguntó si

hacerme cargo de una pequeña fábrica de juguetes de madera que iban a instalar dos judíos alemanes, quienes no sabían dónde invertir su dinero. También debía la pintura a soplete. Como no tenía otr , acepté.

Habían comprado varias máquinas de carpintería, un compre-sor y algunos sopletes. Tomaron un carpintero y media docena de muchachos. Los diseños los hizo primero mi nuevo amigo y des-pués yo. Los dos socios venían solamente los sábados en la tarde cuando yo estaba solo. Me pagaron, aún sabiendo que estaba necesitado, el miserable sueldo de pesos, que s lo me alcanzaba para pagar la pensión y el viaje en tranvía diario.

No obstante no tener ninguna experiencia, tenía que ense-ñar a la gente como cortar, lijar, armar, entre otras cosas del estilo, los juguetes y los estuches de madera laqueados tipo ja-ponés. Trabajaba horas por día y casi siempre con la máscara puesta pintando al duco. Cuando pedí a los señores un aumento, me lo negaron.

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Al mediodía comía un pan con una feta de salamín que me daban en la pensión y cuando volvía a la noche me daban otro igual. Los domingos, después de haberlo ayudado a hacer vidrieras, mi nuevo amigo bastante mayor que yo, me invitaba a pasar el día en su casa. Vivía en Martínez con su señora y eran gente muy simpática. Por lo menos comía para el resto de la semana. Así llegamos a la semana de Navidad y los sábados a la tardecita me hizo vender juguetes en la vereda de una juguetería. El dueño de esa juguetería, a la que le habíamos armado la vidriera, era muy amigo de mi amigo. Era también alemán y vivía en la trastienda con su madre. Como le hice las vidrieras solo, me invitaba siempre a comer. A él le gustaban con locura las pastas tipo italianas y desde entonces son unos de mis platos favoritos.

Los primeros meses extrañé mucho y, cada vez que me subía al tranvía rumbo al trabajo, pensaba: “Ojalá me lleve de vuelta a casa”. Les escribí mucho a mis padres y a Ruth, que ya estaba en Inglaterra, y cada carta que me mandaban aumentaba mi nostalgia. Pero el trabajo de todos los días la vencía.

Al principio del otoño de 1940 mi amigo, el vidrierista, me contó que todos los sábados a las de la tarde se reunían cuatro vidrieristas alemanes en un café de la calle Florida y que ya había hablado con ellos sobre mí. Me dijo que fuera el sába-do siguiente y así lo hice.

Me presentó y todos eran muy atentos. Uno era el jefe de vidrieras de la gran zapatería , que tenía sucursales en las principales ciudades del país. Me preguntó si yo estaba dis-

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puesto a ir a trabajar a Bahía Blanca, donde habían inaugurado recientemente una sucursal y provisoriamente habían mandado ahí a un ayudante suyo. Yo tenía que hacer un mes de prueba para “empaparme” del trabajo. Encantado, acepté y tuve que presentarme el lunes de la semana siguiente.

Seguí toda la semana con los juguetes y cuando los dos socios vinieron el sábado les dije llanamente que desde este momento no trabajaba más para ellos. Pegaron el grito en el cielo con el argumento de que había que avisar un mes antes, pero yo les hice saber que no era ningún empleado de ellos porque no figuraba en ninguna lista oficial. Entonces me ofrecieron primero y ante mi negativa pesos más de sueldo. Les dije que los pesos que nunca me quisieron aumentar me obligaron a rechazar su oferta. Ante su desesperación de no saber qué hacer de un día para el otro sin nadie que les pintara los juguetes, pude hacerles una ofer-ta yo: por un mes pintaría todos los sábados en la tarde y los domingos por pesos por fin de semana. Les parec mucha plata pero después de tratar infructuosamente quedamos de acuerdo. Así pinté los malditos caballitos, carritos, trencitos y cajas japonesas todos los fines de semana durante un mes. Junté pesos, que para entonces era una fortuna por lo menos para mí. A los dos buitres les dolió mucho, pero tenían que aguantárselo.

El lunes indicado me presenté en . Levi, el jefe de vidrieras, me llevó por todo el negocio que tenía dos pisos de venta y uno de administración. Al fin me llevó al despacho del

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dueño, el señor Irvin Tow norteamericano y exdueño de las grandes tiendas me habían hecho pintar y retocar muebles casi un año atrás. Levi le explicó que después de un mes de prueba ocupar el puesto de vidrierista. Después fuimos al último piso donde en un salón grande estaba la sección Vidrieras. No una vidriera de prueba, sino directamente trabajos de taller.

tenía cinco vidrieras móviles, que estaban una enci-ma de la otra y se movían como un ascensor, para arriba y para abajo, y otras dos de metros. Mi primer trabajo fue preparar una vidriera de zapatos para niños. Para eso dibujé, pinté y recorté figuras de Disney. Había llevado los pinceles que de Alemania y allí había témperas. Nadie sabía pintar, tampoco Levi. Justo entró Tow y mir por un rato lo que hacía . Las vidrieras se forraban, como en Alemania, paredes y piso en tela. Era el único negocio en Buenos Aires que decoraba sus vidrieras; los otros simplemente colocaban la mercadería sin ninguna decoración. A mí me tocó hacer el fondo plisado en satín. Lo hice sobre bastidores en el taller, que después se instalaron en la vidriera. Había aprendido a hacerlo con un método muy simple para que los pliegues quedaran muy parejos y a plomo.

Me explicaron el uso de los distintos soportes para los zapa-tos que entonces se usaban y un ayudante me alcanzaba la mercadería. Durante el mes de prueba hice, junto con los ayu-dantes y en ocasiones también Levi, vidrieras de zapatos de hombres y mujeres; a veces con carteras y guantes en conjunto

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y también medias. Al fin de mes ya estaba empapado de todo lo que era y listo para hacerme cargo de las tres vidrie-ras de Bahía Blanca. Con un sueldo de cien pesos, que era un buen sueldo, hice mis valijas y me despedí de Buenos Aires.

Debo mencionar que unos pocos meses antes los tres grupos de chicos alemanes habían alquilado en la calle Anchorena un petit hotel, así que estábamos todos juntos. Una de las chicas casadas, que vino conmigo y que era bastante gorda, pero una excelente cocinera, se hizo cargo de la cocina. Yo compartía con dos chicos una linda habitación. Había una biblioteca y cada uno tenía que dejar en ella los libros que había traído. Me quedé con el libro de poesías de Heinrich Heine y uno de canciones. De noche se armaban charlas y cantábamos. Varios no habían encontrado trabajo y los demás aportaban, de acuerdo a sus sueldos, para solventar los gastos. La que administraba era Edith Zanders, de Krefeld. Era un lindo grupo de jóvenes y había mucho compañerismo. Yo había traído el acordeón y la armónica y alguien tocaba la guitarra. Así lo pasamos muy bien. Me costó dejarlos. Tomé mi traslado como una aventura, lo que hizo más fácil la despedida.

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CAPÍTULO VI

Bahía Blanca

Así empezó otra etapa de mi vida, cuando aún no había cum-plido los años. La firma pagó el viaje en coche dormitorio con cena y desayuno. Me sentí todo un potentado; lo único que me faltaba era hablar y entender el castellano (hablaba tipo telegrama, como Tarzán).

Era la primera vez que hacía un viaje tan largo, de noche y solito. Llegué a las de la mañana y fui en taxi con mi equipaje a . Ya me esperaban, sobre todo el vidrierista de la casa central. Se llamaba Orts, estaba casado y hacía un mes que estaba lejos de la familia.

Ya me habían encontrado donde vivir en casa de la abuela de uno de los cadetes de . Me acompañaron para pre-sentarme, dejar las valijas y acomodarme. Era una señora en-cantadora que vivía con la hija y el yerno. Era una de las típicas casas chorizo y tenían preparada la habitación para mí. Era grande, luminosa y muy limpia. Acomodé mis cosas y al medio-

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día almorcé junto al otro inquilino, un señor entrado en años, en el gran comedor. La familia comía en la cocina. La comida era excelente y más que abundante.

A las de la tarde, cuando abrió el negocio, fui a . El gerente me presentó a todo el personal y me mostró el pe-queño taller de vidrieras. Había s lo soportes porque Orts únicamente sabía colocar la mercadería y eso lo hice muy bien. Me explicó más por señas que hablando cada cuánto había que cambiar la vidriera y cómo le gustaba al gerente.

A la noche se una cena de despedida de Orts en un restaurante. Era muy alegre, pero cuando empezaron a tirarse con pancitos, me enojé y grité: “Hay mucha gente en el mundo con hambre y ustedes tiran el pan”. Se quedaron quietos y no tiraron más, pero parece que empezaron a respetarme porque hasta entonces habían creído que un tipo con pinta de años y con poco castellano no podía ser tomado en serio. Después uno cantó un tango y otro imitó a un guitarrista. reía que se trataba de una pantomima y me reía mucho. Estaba acostumbrado a los tangos melódicos que se tocaban en Alemania. Me preguntaron por qué me reía y no sabía qué contestarles, decía simplemente: “Muy lindo”.

Al despedirme del gerente, me dijo que al día siguiente se adelantaría la hora así que el negocio abriría una hora antes. Como puse cara de estúpido, me preguntó si había entendido. Yo contesté que no. A la tercera vez que me lo trató de explicar y para no pasar por zonzo le contesté, con una amplia sonrisa, que sí. A la mañana siguiente, yendo al trabajo, me sorprendió

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ver todos los negocios abiertos. Cuando llegué a me esperaba el gerente en la puerta. Se reía porque se dio cuenta de que no le había entendido la noche anterior.

Me indicó que para el fin de semana tendría que hacer la vidriera de zapatos de hombres. Fui a comprar por mi cuenta una hoja de cartón y una de cartulina. Había traído los pomos de témpera de la casa central. Cuando el gerente me vio con esas cosas, me dijo que no quería ningún elemento que no fueran zapatos en las vidrieras. No obstante, confeccioné un hombre caminando y saludando de cartón y una cinta de cartulina con un texto alusivo en letras recortadas de cartón y pintadas. El sá-bado la mañana los fijé con alfileres sobre el fondo de made-ra lustrada. Cuando lo vio, el gerente empezó a protestar y me ordenó sacarlo. Yo le hice saber, por señas, que esperase hasta que toda la vidriera estuviera terminada. Coloqué los zapatos a mi manera y cuando todo estuvo listo, vino a verla y me dijo: “La verdad es que quedó muy bien”. Aproveché para pedirle plata para comprar material para las dos vidrieras de zapatos, carteras y medias de señora, que tenía que presentar en la semana. Con un poco de desconfianza accedió.

Preparé algunos motivos decorativos, ya un poco más com-pletos, y armé las vidrieras con ellos. Era una presentación de la mercadería distinta a la que ellos estaban acostumbrados. Les gustó mucho y el gerente me pidió que siguiera adelante como a mí me pareciera. Así, cada presentación era un poco más completa, hasta que lo convencí de forrar las vidrieras en tela. Le parecía una lástima tapar paredes y pisos de madera lustrada

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pero accedió. Así fue cómo presenté las vidrieras como a mí me gustaban. Cada semana había que cambiar la mercadería de las vidrieras, y cada quince días renovaba todo.

Mientras tanto, me había hecho muy amigo del gerente. Los sábados la noche iba a su casa. Ahí es donde tomé el primer mate y, como estaba acostumbrado a fumar pipa, puse la bombilla en un ángulo de la boca que les causó mucha gracia. Después fuimos a una confitería con orquesta y pista de baile. Como de costumbre, íbamos los dos solos porque la señora se quedaba en su casa. Ya había progresado con mi castellano, así que me atreví a invitar a una linda chica, que estaba sentada en una mesa con sus padres. Por supuesto, amablemente rechazó esta educada y muy europea invitación. De vuelta a nuestra mesa y porque yo estaba con el rabo entre las piernas, el geren-te me explicó que allá eran muy pueblerinas y nunca bailaban con un desconocido. Así que los sábados siguientes s lo fuimos a tomar una copa y a mirar cómo bailaban los demás.

Como llegó la primavera, después de un invierno muy frío, los vendedores hicieron confeccionar en la trajes de verano. Eran todos iguales, de tela Palm Beach y de color gris claro. Como eran unos cuantos, y tratándose de un comercio vecino, me hicieron un precio muy especial, deján-dome pagar en tres cuotas. Los vendedores usaban siempre trajes iguales en el negocio, yo solamente para los domingos. Fue mi primer traje a medida y me sentí todo un caballero.

Ya era muy amigo de la familia con la que vivía. La comida era buenísima y la viejita me decía: “esta palabra no debe usarla”

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cuando yo decía cualquier barbaridad que me habían enseñado los compañeros del trabajo y que, naturalmente, yo ignoraba lo que significaba. Con el yerno íbamos todos los miércoles a la noche al cine para ver la serie del Llanero Solitario. Al señor que vivía al lado de mi habitación y comía conmigo, lo encontraron muerto sentado en un banco de la plaza. Como quedó libre la habitación, se la ofrecí a un vendedor que mandaron de la casa central junto al gerente y que estaba disconforme con el lugar donde vivía. Vino encantado y abrimos la puerta que comunica-ba las dos habitaciones. Era un muchacho algunos años mayor que yo, muy simpático y bastante culto. Ya no me sentía tan solo; charlamos mucho y me ayudó bastante con mi castellano.

Mientras tanto hice muchas vidrieras, cada vez más completas, que les gustaban mucho no solamente al gerente y compañeros, sino que atraían al público. Creo que teníamos cinco vendedores y tres vendedoras, a cajera, empleado de empaque y dos cadetes. Había una chica rubia judía y los vendedores me dijeron que estaba muy metida conmigo para que yo me tirara un lance. Pero no me gustaba, no tenía lindas piernas y aparentemente no usaba desodorante.

Mantenía correspondencia con mis amigos del hogar y me enteré de que uno de mis compañeros del cuarto se había sui-cidado. Era el más joven del grupo, extrañaba mucho a su fa-milia y no encontraba trabajo. Otro se fue a Norteamérica, donde tenía familiares. Con mis padres tenía una correspon-dencia continua. Me escribían que las personas que leían mis cartas comentaban que sido un buen periodista.

BAHÍA BLANCA

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como vidrierista no era tan malo.Al medio año llegó un telegrama de la casa central pidiendo

que me presentara a los dos días en Buenos Aires. Estaba muy preocupado, pero el gerente me tranquilizó porque había men-cionado mi trabajo en sus informes mensuales.

Así que hice mis valijas y él me acompañó a tomar el tren. Ahora era él el preocupado por no saber a quién le iban a man-dar en mi reemplazo.

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CAPÍTULO VII

Noches de trabajo

Viajé con las mismas comodidades que a la ida, pero ya más canchero y con un castellano bastante fluido. Al llegar, tomé un taxi en Constitución para ir al hogar de la calle Anchorena. Me recibieron con mucha alegría ensa n que me habían echado. Me hicieron muchas preguntas, pero contesté pocas. Me asignaron una pequeña habitación para mí solo. Dejé mi equipaje y salí volando a para saber de qué se trataba.

Al llegar, me comunicaron que me necesitaban en la casa central y que tendría un aumento de pesos. Bailé en una pata porque un aumento en ese tiempo era poco común para un empleado y pesos era un lindo sueldo.

Así empezó otra etapa, todavía no tenía años. For-mábamos la sección Vidriera, aparte de Levi, dos vidrieristas

Orts y yo , tres ayudantes y un carpintero. Todos teníamos dapolvo blanco como en Alemania. Levi tenía en un

bolsillo bien a la vista como lapiceras de colores aunque

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jar, pintar ni hacer carteles. Por eso me di cuenta por qué él había pedido mi traslado. Tiraba ideas y yo tenía que desarrollarlas, pintar figuras, hacer carteles e indicar a los ayudantes cómo forrar con tela los bastidores y tarimas. e encargué de la parte decorativa y de su instalación en las vidrieras. Orts, que ya era muy amigo, colocó la mercadería. Trabajábamos muchas horas extras, sobre todo la noche. Levi nos dijo que compensaría con horas o días libres, pero al fin fueron tantas que nunca vimos la compensación.

A los pocos días, en la casa de la calle Anchorena, tuve una discusión con el líder del eim, el supuesto rabino Friedlaender. Encontraron ante la puerta de mi cuarto un bulto con ropa sucia. Él me culpó a los gritos de haberlo dejado el día y me dijo que tendría que volver a acostumbrar a la disciplina del hogar. e contesté en mismo tono que antes de gritar todos pregunta de quién era el bulto porque mío no era y que desde el fin de semana podría disponer de mi cuarto porque ni él ni nadie en el heim podía gritarme sin motivo. Resultó que bulto lo

una de las chicas porque, como era íntima amiga de Friedlaender, creía poder hacer lo que se le antojara.

Un amigo de Alemania, Alfredo Selig, había emigrado a la Argentina dos años antes que yo. Él consiguió, por una reco-mendación, entrar en una de las más grandes empresas inter-nacionales exportadoras de cereales. Lo habían trasladado a Rosario, el puerto más grande de embarco de cereales del país. Al comenzar la Segunda Guerra Mundial lo despidieron como

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a todo el personal que era alemán o hijo de alemanes. El moti-vo fue la amenaza por parte de agentes de la Gestapo, que es-taban en todos los puertos de América, de que iban a tomar represalias contra familiares en Alemania si no se avisaba la salida y el nombre de los barcos cerealeros. Como había ocupa-do un puesto alto, le pagaron una linda suma que le permitió vivir medio año. Nos conocíamos desde Alemania nos había-mos visto en varios encuentros en distintas ciudades y en com-petencias deportivas. Él corría cien metros llanos en primera categoría y siempre ganaba. Yo, por mi edad, estaba en segunda y competía en los ochocientos metros y en salto en alto, pero siempre tenía que conformarme con el segundo puesto.

Cuando Atti su sobrenombre volvió a Buenos Aires, se enteró de que yo vivía en el eim y vino a buscar . Salíamos todos los sábados a la noche. Como era muy canchero, me llevaba a los entonces famosos salones de baile, donde tocaban las conocidas orquestas de tango y las melódicas. Mi castellano era tipo Tarzán y no me animaba a bailar. Miraba fascinado los y quebradas del tango. También a cenar, al cine y cabar s de Al m.

Cuando decidí dejar el eim, él me buscó una pensión. Estaba en Alem y Corrientes, y quedaba a cinco cuadras de

. Me vino bien; sobre todo cuando hacíamos vidrieras hasta altas horas de la noche. No había subte y tardaba mucho en llegar a Anchorena. La pensión ocupaba todo un piso y sus dueños eran húngaros. La comida era bastante pasable y yo tenía una linda habitación. Había

NOCHES DE TRABAJO

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docena de huéspedes y las comidas las servía una mucama en la habitación de cada uno.

En el mejor cuarto vivía una norteamericana. Tenía unos 30 años y dos veces a la semana la visitaba su amigo, un alemán no tan joven. ra secretaria privada del director de una compañía . La invitaron unos jóvenes periodistas y como no quería que las cosas pasa n a mayores, me pidió que la acompaña como su hermano. Como mi inglés entonces bastante primitivo, inventamos el cuento de que su madre era alemana y que yo me había criado en casa de su tía en Alemania. Éramos cinco los tres periodistas eran muy simpáticos y alegres. Primero fuimos a cenar y después de bar en bar. Ellos tomaban whisky y yo cerveza. Pero un viernes en la noche me convencieron de tomar whisky en el tercer bar y después de ingerir unas cuantas copas, corrí al baño donde dejé la cena. Me sentí tan mal y mareado que casi no podía mantenerme en pie. A las de la mañana me dejaron entre los cuatro en .

Debía presentar una vidriera de zapatillas de playa. El sere-no me preguntó lo que me había pasado. Le hice el cuento de la mayonesa de pescado, que me habían servido en la pensión. Me dio un Geniol que me alivió bastante. Estaba solo y tenía que bajar todos los elementos decorativos, instalarlos en una de las vidrieras móviles, que tenían cuatro metros por dos y medio y colocar la poca mercadería que iba en esas vidrieras. Estaban destinadas a atraer al público por su decoración llamativa. Con el trajín se me había pasado el malestar y a las terminé.

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Llegaron los demás del taller y me ayudaron a llevar los viejos elementos arriba y a ordenar. De esta vidriera se mandó una foto a un concurso en Estados Unidos y ganó el premio en la categoría zapatos deportivos. Todos felicitaron a Levi, yo trabaj una semana entera en su preparación, ya que un trabajo artesan

Una de nuestras tareas era sacar de las vidrieras el par de zapatos que se necesita a en el salón de ventas. Cuando había que hacer eso en las vidrieras móviles, parábamos el mecanismo justo cuando la vidriera indicada estaba en el lugar de entrada. Como siempre había mucha gente, sobre todo mujeres, que miraba esta atracción, había algunos vivos que aprovechaban para tocar con disimulo la cola de alguna de ellas. Nosotros ya los conocíamos porque eran siempre los mismos. Golpeábamos el vidrio y hacíamos con la mano la seña que quiere decir: “Dé-jense de embromar”. Como ellos ya nos conocían, sonreían y se alejaban con el rabo entre las piernas.

El vidrierista de la sucursal de Córdoba renunció. También era alemán y pasó a la zapatería como jefe de vidrieras en Buenos Aires. No era gran cosa, pero sin vidrieras atractivas la venta se había venido abajo. Como cada traslado significaba un aumento de sueldo, acepté hacerme cargo. También debía hacer una vez por mes las vidrieras de las agencias de Río Cuarto y San Francisco.

Todos los años hacía una fiesta para todo el personal, los gerentes y el mejor vendedor de cada sucursal. Ese año en una isla del Tigre.

NOCHES DE TRABAJO

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Ahí conocí l gerente de Córdoba y al mejor vendedor de esa sucursal. El vendedor se llamaba Ramón Yañez y, como yo ten-dría en pocos días que estar en Córdoba, nos presentamos mutuamente y empezó una amistad que duró muchos años. Él a su vez era muy amigo del gerente y así, a mi llegada, ya tenía gente conocida que me estaba esperando y que ya me había encontrado una pensión.

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CAPÍTULO VIII

Córdoba

La pensión era un piso a dos cuadras del negocio. Ella era cordobesa y él dinamarqués. Eran muy cariñosos. Él pas varios años en el Congo Belga como empleado de una compañía y tenía mucho para contar de su estadía en ese lejano y salvaje país. Después de cenar en mi habitación, hacíamos largas caminatas hablando en inglés

que él Tenía una muy linda habitación y la comida era buenísima. Éramos dos huéspedes, una señorita a la que casi nunca veía y yo. También tenían un gato enorme y muy lindo. Al principio me miraba con desconfianza a señora me contó que el inquilino anterior le daba patadas cuando entraba a su habitación. Pero a los dos días ya compartía la mía día y noche. Cuando yo comía estaba sentado debajo de la mesa y de noche dormía en la cama detrás . Cuando me daba vuelta pasaba por encima mío hacia al otro lado.

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En , tuve como taller un cuarto muy chico y todavía hoy no me puedo explicar cómo me era posible preparar las vidrieras en ese pequeño espacio. Una vez por mes viajaba a las dos agencias mencionadas para hacerles las vidrieras. Las deco-raciones se mandaban antes. En Río Cuarto, terminaba a la noche y dormía en un hotel.

Al día siguiente, s ía temprano hacia Bellville, donde siempre me recibían con el desayuno y al mediodía almorzaba con ellos. Era un matrimonio joven y me trataban como a un viejo amigo. enían un hermoso loro que relataba los partidos de fútbol con gol y todo. Caminaba libre entre las clientas, que ya lo conocían. A la noche volvía a Córdoba. Hice varias vidrieras que llamaron la atención y gané el premio en un concurso con motivo del no s qué aniversario de la ciudad. Era una joya, pero coloqué s lo dos pares de zapatos de fiesta con carteras juego uedó s lo tres días para volver a demostrar surtido de zapatos teníamos.

Como ya era verano, todos los domingos íbamos mis ya muy amigos Ramón y el gerente (cuyo nombre no recuerdo) a nadar y a pasar el día a Villa Allende, donde había una hermosa pileta.

Cuando me tocaron las vacaciones, no sabía a dónde ir. El gerente me habló de una familia que tenía una estancia en Nono y recibía huéspedes. Solamente aceptaba personas reco-mendadas, que podían utilizar las dos habitaciones de una cama. Me compré una bombacha y botas, tomé el microbús que, cruzando la Pampa de Achala, llegó después de un viaje de tres horas a Nono. En el pueblo me esperaba el Comisario, que era

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el cuñado de los dueños de la estancia. Al rato vino en un sulky el dueño, que era un hombre joven, soltero y muy gaucho, que administraba y trabajaba junto a su hermana, también soltera, la típica estancia serrana.

En media hora llegamos y ella ya nos estaba esperando con el almuerzo. En la otra habitación pasaba las vacaciones un joven de mi edad o un poco meno . Nos presentamos y desde el primer momento simpatizamos. Com mos siempre con la familia. Él era habitué, iba todos los años; inclusodos veces. Su madre era viuda, tenía en Buenos Aires n Diagonal Norte una cigarrería muy grande y era concesionaria oficial de la Lotería Nacional. En fin, era gente muy rica. Él era un gran jinete y jugador de polo. Salíamos a caballo me enseñó a ensillarlos y a andar correctamente.

la tarde ayudábamos a juntar las vacas y día por medio iba a caballo, a veces con él y otras solo, al pueblo a buscar la correspondencia y los diarios. Había dos perros dogos enormes que daban miedo de s lo mirarlos, pero ellos se hicieron muy amigos y jug mos juntos.

José, el dueño, me dio a leer el Martín Fierro y me explicó las palabras típicamente criollas. Me encantó y desde entonces lo he leído unas cuantas veces. En fin, estuvimos los dos entre-tenidos todo el día y nos hicimos muy amigos y planeamos en-contrarnos al siguiente año allí. Los quince días de vacaciones pasaron volando, me despedí de todos con mucha pena porque era gente muy encantadora. Otra vez José me llevó en sulky al bus en Nono y, con la promesa de volver, nos abrazamos.

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A los pocos días de mi vuelta, nos dejó el gerente para pasar a ser gerente de entas en la casa central de , la competidora más cercana a . Al poco tiempo, en una visita a Córdoba, me propuso pasar jefe de idrieras a Buenos Aires porque no estaban conforme con el vidrierista a yo había reemplazado en Córdoba.

Alguno debe haber escuchado la conversación y a los pocos días vino una carta de la casa central, acusándome de haber estado en tratos con para un puesto en esa casa. Yo contesté en una carta dirigida personalmente al Sr. Tow. Le expliqué que, en primer lugar, había rechazado un ofrecimiento que la casa me había hecho con el argumento de que le debía mucho a y que me sentía un integrante de esta gran familia y, en segundo lugar, que si una compañía hace un ofrecimiento de un alto puesto a una persona es porque conoce su capacidad. A los pocos días recibí una carta del Tow diciendo que estaba orgulloso de contar en su empresa con un como yo.

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CAPÍTULO IX

Rosario

En Rosario, renunció el vidrierista. Como se trataba de la su-cursal más grande, de más venta y tenía mucha e importante competencia, me tuve que hacer cargo. Así me trasladé a esta importante ciudad.

Conocí en la casa central al gerente, el señor Morán, que era el mejor gerente de toda . Él le había dicho al per-sonal que iba a llegar el mejor vidrierista de la empresa. Yo, a los años, parecía un pibe de .

Tomé un taxi de la estación a y, como el chofer no tenía cambio, dejé las valijas en la entrada, corrí a la caja, me identifiqué y pedí cambio. Mientras tanto, el señor Morán había hecho entrar mis valijas. Los vendedores comentaban que él les había hablado del mejor vidrierista y habían man-dado a un mocoso. Pero pronto se dieron cuenta de que esta-ban muy equivocados.

Tenía que hacer las vidrieras de Rosario, Santa Fe, Paraná y

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a veces de Victoria y Gualeguaychú Entre Ríos. Además, los dueños de la agencia Bellville insistieron para que siguiera haciendo sus vidrieras. Tenía que hacer el trabajo que en la Casa Central realizaban seis personas entre vidrieristas, carpintero y dibujante, que tomaron desde mi ausencia sta vez solo con un muchacho que me alcanzaba las cosas y sin máquinas. habían buscado una pensión. La habitación era muy linda con un ventanal grande que daba a la calle. La cena no era muy buena y era servida en una larga mesa del comedor con otra media docena de huéspedes. A la mañana, servían café con leche. Yo pedí que me trajeran el café y la leche por separado, pero me dijeron que eso no era posible. Me tragué el brebaje muy a disgusto.

El vidrierista de la de Córdoba me recomendó ver al contador y jefe de Crédito de esa casa en Rosario. me fui, le di los saludos y me presenté. e llamaba Carlos Riva y también era porteño. Me preguntó dónde vivía y si estaba contento con la pensión. Le dije que no y entonces me ofreció ir al hotel donde vivía. Acepté y

la pensión que me había encontrado con un viejo amigo de la Capital me invit a vivir en su casa, que lo sentía mucho porque me había gustado mucho estar ahí, pero que no podía rechazar semejante oferta. Así otra vez hice las valijas. Al otro día, sábado, para el almuerzo me presenté en el hote , donde Carlos desde entonces Carlitos me esperaba con los brazos abiertos. Se trató de una mutua simpatía a primera vista y ya nos tuteábamos.

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El Moro era un pequeño hotel pero comedor era exce-lente. Su dueño estaba preso en la cárcel de Coronda. Resulta que varios oficiales del ejército instalaron en una habitación una oficina. Con el cuento de librar jóvenes del servicio militar, atrajeron a stos de los pueblos y chacras de los alrededores, cobrando una linda suma de dinero. Como ninguno de esos candidatos se libró, un padre menos zonzo hizo la denuncia. Al ser los oficiales, ieron al dueño del hotel por tres años. Quedó la señora sola y Carlitos le llevaba los libros . hotel tenía dos pisos. Abajo había unas cuantas habitaciones chicas, donde pasaban la noche parejitas o comisionistas que hacían las compras de los pueblos de la provincia por catálogos. Arriba había unas seis habitaciones muy grandes con una puerta a a terraza, dos de las cuales estaban dedicadas a parejas de recién casados que pasaban sus lunas de miel en Rosario. Las recomendaba siempre a alguno de los comisionistas del pueblo donde vivían y a alguna pareja que podía pagarlas.

Tenía crédito en la mayoría de los hombres de Rosario, incluídos los comisarios de la olicía. Como estos últimos debían algunos favores a Carlitos, como jefe de Crédito, él arreglaba con ellos todos los entuertos y las denuncias por prostitución, que a menudo se presentaban. En otras palabras, era en ese momento como el dueño del hotel. Pedía al cocinero la comida que nos apetecía y no me resultó más caro que la pensión del café con leche.

Al terminar nuestro almuerzo subimos al primer piso, para

ROSARIO

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que yo pudiera elegir la habitación que más me gustara. En la primera que abrimos había una parejita en la cama. Carlitos dijo “perdón” y seguimos. La que me gustó no tenía los muebles a mi gusto. Carlitos hizo sacar todo y fuimos de habitación en habitación eligiendo lo que más me gustaba. Así fuimos insta-lando mi nuevo hogar.

Carlitos me mostró los agujeros, tapados con unas maderi-tas, en las altas puertas cerradas, que comunicaban a las piezas vecinas. Había que sacar esos taponcitos para mirar lo que pa-saba al lado. Para eso tenía que subir a una silla. Acomodamos el espejo de la otra habitación para que dé directamente sobre la cama. Una vez terminada la mudanza, dormí la siesta. A las cinco de la tarde me llamó Carlitos y me invitó a pasear con unos amigos por el centro y tomar un aperitivo antes de ir a cenar. Por supuesto, acepté.

Nos encontramos con tres jóvenes de más o menos mi edad. Carlitos era el mayor de todos. Tomamos unos tragos en una con-fitería muy grande y charlamos mucho. Simpaticé con uno que estaba muy interesado en lo que yo hacía y cómo lo había pasado desde mi salida de Alemania. Le pregunté por su profesión y me contestó: “soy jugador de fútbol”, lo que a mí no me decía nada. e llamaba Pontoni el segundo Sobrero los dos santafesinos y el tercero Honores. Los tres eran jugadores. Me parecía muy raro que alguien pudiese vivir de esa profesión. Honores era peruano y negro; era arquero.

Después fuimos todos a cenar al hotel. Carlitos hizo preparar al cocinero caracoles en salsa negra. Fue la primera vez que los

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comí porque en Alemania no los comían, les daban asco. Los pro-bé y verdaderamente eran deliciosos. Comíamos, charlábamos y contábamos chistes; ya me había hecho muy amigo de los tres.

El domingo me dediqué a acomodarme y a colgar algunos cuadros en mi habitación. Al mediodía almorcé con Carlitos opíparamente. Él era de la comisión directiva de Newell´s Old Boys y fue a la cancha.

Cuando llegué el lunes al trabajo, me preguntaron c mo había pasado el fin de semana. Les conté que había conocido a tres jugadores de fútbol muy simpáticos y nos habíamos hecho muy amigos. Me preguntaron quiénes eran y cuando mencioné el nombre de Pontoni exclamaron en coro: “¡Pero será posible! Este tipo hace dos días que está en Rosario y ya es amigo de Pontoni, mientras muchos de aquí darían cualquier cosa s lo por hablarle”. Entonces me enteré que él era un fenómeno y que también jugaba en el equipo nacional.

Mi taller ocupaba todo el primer piso. El salón, que tenía ventanas a la calle de nueve metros de largo, me servía de de-pósito para guardar los aparatos, bastidores y elementos deco-rativos. El taller era el doble de grande y tenía una enorme mesa para confeccionar las decoraciones y una pequeña habi-tación con una mesa, que adapté para dibujo. En sta diseñaba las distintas vidrieras escala.

Acordé con el señor Morán que los primeros quince días s lo cambiaría la mercadería de las vidrieras para tener tiempo de preparar las nuevas y pedí que Santa Fe y Paraná tuvieran un poco de paciencia. El negocio era muy grande,

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drieras de y metros, y con vitrinas abajo para zapatitos de niños y zapatillas. Estos tenían acceso por una trinchera por debajo de todo el largo de las mismas.

Mi primera vidriera dejó con la boca abierta a los que me habían tildado de mocoso. Terminadas todas las de Rosario, hice un viaje a Santa Fe y Paraná para arreglar las que tenían puestas y tomar todas las medidas. Viajé desde Santa Fe a Para-ná en una lancha (todavía no existía el túnel). De ahí en ade-lante me organicé para acondicionar las vidrieras, que sacaba de Rosario para la sucursal Santa F . Las embalaba en grandes bultos, a veces hasta diez paquetes, y las despachaba a Santa Fe, donde para mi llegada ya habían sacado las anteriores.

desde las siete de la mañana hasta las ocho de la noche, a veces con cuarenta grados de calor, y tenía una hora para almorzar en el hotel. De noche nos reuníamos en una cervecería Santa Fe es famosa por su buena cerveza con varios viajantes, que paraban en el mismo hotel que yo. Ellos tenían un repertorio inagotable de chistes verdes y nos matábamos de la risa. En Paraná paraba en el mismo hotel que el gerente, que era santafecino. De noche, caminábamos alrededor de la plaza, los varones en una dirección y las chicas en otra. Lo llamaban la vuelta del perro.

un traje sport en , el saco en tela inglesa a cuadritos y el pantalón en gabardina militar. Con ste y la pipa que fumaba llamé la atención sobre todo en

Paraná, porque no se usaba todavía ese tipo de vestimenta.En los siguientes tres años armé muchas vidrieras lindas, que

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llamaban la atención por ser distintas a las acostumbradas. Gané dos primeros premios. El jurado cuatro señores de la Asociación Publicitaria de Rosario y, como querían darle la posibilidad de ganar a gente local, me nombraron miembro del jurado. Así que no pude intervenir en el próximo concurso, pero hice unas vidrieras de primavera tan lindas que inventaron un primer premio a la mejor vidriera comerci era muy amplio, pero tenía la mitad del techo inclinado y era todo de vidrio. Los veranos rosarinos son muy calurosos, el sol pegaba de lleno y el ambiente parecía un horno. En invierno era una heladera. La única herramienta, fuera del martillo y la tenaza, era un pequeño aerógrafo que usaba para sombrear pinturas y hacer carteles.

ecesitaba un tubo de aire comprimido que pesaba mucho y tenía que llevarlo al hombro, escalera arriba, a mis dominios.

Como única ayuda tenía un muchacho que me alcanzaba las cosas, hacía la limpieza y realizaba algunas tareas que le había enseñado. Como novedad hice figuras en papel maché vestidos en tela. Me salieron sabañones en las manos, porque para hacer-las había que meter papel de diario en agua fría y en invierno hacía un frío bárbaro ahí arriba. Después se hacía una masa con caseína y se le daba forma a la cara. Los cabellos parecían natu-rales pero ya no recuerdo con qué los había hecho.

Al poco tiempo de estar en Rosario me hice, por medio de un conocido, socio del Club de Remeros Alberdi. ste tenía su sede en el barrio del mismo nombre a la orilla del Paraná. Como no conocía a nadie del club, saqué varias veces

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y me aventuré remando por este enorme río. Al poco tiempo, un socio me invitó a remar con ellos los

sábados a la tarde a la orilla de enfrente, que quedaba bastante lejos. Éramos siempre cinco o seis; tomábamos mate y charlá-bamos de bueyes perdidos. Una de esas tardes se levantó de golpe una tormenta de viento con mucho frío. El oleaje del río no nos permitía volver con los botes. Los llevamos fuera del agua empapándonos. Así esperamos, el cielo se había puesto cada vez más negro. Ya era de noche cuando vino a buscarnos la lancha del club. El oleaje era tan alto que no podía acercar-se a la orilla, nos tiraron una soga y uno tras otro fuimos resca-tados. Estábamos congelados y no aguantábamos en el club la ducha caliente, nos quemaba.

Al poco tiempo me invitaron a formar parte de un grupo muy lindo. Éramos diez entre muchachos y chicas. Todos los domingos a las diez nos encontrábamos en el club. Uno com-praba la carne, otro las bebidas, las chicas llevaban las ensaladas y a mí me tocaba el pan. Después se hacía la cuenta y cada uno pagaba su parte. Remábamos en sendos botes durante una ho-ra río arriba hasta llegar a un lugar, que ya era Entre Ríos. Arrimábamos los botes a la orilla y empezaba la tarea, que cada uno tenía previamente asignada. Uno preparaba la carne, las chicas la ensalada y yo debía buscar la madera de espinillo, que abundaba en ese lugar. Otro preparaba el fuego y Eduardo, el mayor, hacía el asado, que siempre era una delicia.

Yo me había comprado un tocadiscos portátil y, como era muy aficionado al jazz, tenía muchos discos, así que escuchába-

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mos música todo el día. Nadábamos y nos poníamos negros como unos moros de estar todo el día al sol. Al atardecer remá-bamos de vuelta al club, tristes porque se había acabado el domingo. Al lado del club había una gran confitería bailable, donde tocaban orquestas muy conocidas y a veces extranjeras. Había un ambiente familiar excelente y dos o tres del grupo nos quedábamos unas horas bailando.

Con dos de ese grupo ya me había hecho muy amigo. Los dos eran bancarios de mi edad y salíamos siempre juntos. Un sábado a la noche vino Juan Rodríguez a buscarme al hotel para ir al cine. Le hice subir a la silla, sacar el tapón del agujero y mirar lo que pasaba al lado. Se emocionó tanto que se cayó de la silla un ruido bárbaro. Quería subir otra vez, pero yo no quería una tragedia salimos para el cine.

Carlitos me hizo socio de Newell's Old Boys de un día para el otro. Así podía admirar el gran juego de Pontoni. Cuando apareció como número diez en la cancha hubo unos aplausos infernales. Con Carlitos y él fuimos a bailar algún domingo la tarde a la confitería bailable, pero me molestaba que todo el mundo nos estuviera mirando. En fin, Pontoni era un ídolo en Rosario. Al mediodía, después del almuerzo, nos reuníamos en mi habitación con los otros dos huéspedes a jugar a la loba, un juego de naipes que me habían enseñado. Después había que ir volando a trabajar.

Carlitos estaba de novio con una chica, hija de los dueños de una importante panadería. Cuando se casaron una fiesta en la terraza de l Petti, su novia. Vinieron familiares

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de Buenos Aires y yo me pasé de copas porque todos querían brindar conmigo. la pareja instal en un lindo departamento, iba de visita dos o tres veces por semana.En el hotel vivía un señor de mediana edad, representante de no sé qué, que formaba parte del cuarteto de naipes. Después de la salida de Carlitos y con el dueño ya en libertad, El Moro ya no tenía la relación con las comisarías y cada rato había redadas en busca de prostitutas. A nosotros no nos molestaban, pero no nos sentíamos cómodos. Entre los dos resolvimos buscar una pensión en casa de familia. Caímos así en un mal lugar porque por poco nos mataron de hambre. Cuando nos quejamos nos dijo la señora que no tenía plata. Pagamos el mes adelantado y yo me mudé a otra pensión muy buena. Como siempre, arreglé mi amplia habitación a mi gusto. La comida no era mala, pero ya sabía lo que iba a comer cada día porque no cambiaban el menú.

Un día, la dueña me presentó una nueva inquilina. Era una joven alemana recién divorciada que vino a Rosario a trabajar como vendedora en una gran tienda. Era sobrina del famoso tenor vienés Richard Tauber. Como era una chica bastante bonita, pronto hicimos amistad y algo más Eso no le gustó a la dueña de la pensión y nos mudamos a otra más liberal.

Al señor Morán, ya muy amigo, lo trasladaron a la casa cen-tral como gerente general de todas las sucursales. o sentí mucho porque era una muy buena persona y de gran capacidad. Vino como gerente el de Paraná, que no me permitía gastar como antes en la compra de material para las

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legó el gerente general de a Rosario, me invitó a tomar un café. Me preguntó qué me parecía el nuevo gerente y cómo me llevaba con él. Le dije que muy bueno y que mi relación con él era buena, pero que me restringía los gastos para continuar con mi trabajo como antes. De vuelta en el negocio y en forma muy diplomática, indicó al gerente que yo podía gastar todo lo que me parec necesario para seguir exhibiendo las vidrieras a mi manera, ya que desde mi aument las ventas de la sucursal. No hubo más problemas en ese sentido, al contrario, seguimos siendo buenos amigos como en Paraná. Al poco tiempo, se casó con una linda vendedora de Santa Fe.

Se agregó otra vidriera a las existentes y incorporó valijas y bolsos de viaje. Yo aproveché la oportunidad y en uno de mis viajes a la casa central pedí una valija porque con todo lo que tenía que viajar cargando herramientas, se me había arruinado la mía. Me permitieron elegir en Rosario la que más me conviniera. Por supuesto me quedé con la mejor, que siem-pre llamaba la atención cuando la cargaban en el portaequipa-je del micro y que me sirvió durante muchos años.

Mientras tanto, había instalado muchas agencias por todo el país. Como tenían que mandar vidrieras a las más importantes, alquilaron un garaje de dos pisos en la calle El Salvador, a dos cuadras de Juan B. Justo. En él instalaron un taller de vidrieras con todas las máquinas de carpintería, mesas de dibujo y todo lo necesario. Tenía una oficina y una sección de Pintura en el primer piso, al cual se subía por una rampa.

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También se hicieron stands de exposición y algunos displays. Había como una docena de personas, entre dibujantes, carpin-teros, pintores y ayudantes.

La empresa se llamó , el Mister era natural-mente Levi. Como él necesitaba alguien que manejara todo eso, me llamaron a mí. Así otra vez fui a Buenos Aires.

Antes de seguir con mi historia en Buenos Aires, quiero con-tar algunas cosas de mi vida fuera del trabajo. Con Ramón Yañez, de Córdoba, siempre estuve en contacto. Él tenía una hermosa novia, pero al fin se casó con otra. Ella era bastante fea, pero los padres eran los dueños de un gran almacén y tenían mucha pla-ta. A él le habían ofrecido, por intermedio del amigo gerente de Grimoldi, tener una agencia en Río Cuarto. Para eso se necesitaba plata, para tener el local e instalarlo de acuerdo a las exigencias de la firma. Así que se casó con la hija de los gallegos.

Volví a pasar mis vacaciones rosarinas en la estancia de Nono como habíamos quedado el año anterior con mi amigo, el juga-dor de polo. En uno de mis viajes a Buenos Aires le presenté a Atti, que justo estaba sin trabajo. Los dos simpatizaron y nos invitó a almorzar a su casa, que quedaba en las afueras y era muy grande. La madre era una señora muy simpática y, charlando, le preguntó a Atti si no quería trabajar con ellos como encarga-do del negocio en Diagonal Norte. Como en el momento estaba sin trabajo, aceptó. Pero como sucedió con otros empleos ante-riores, duró poco. Atti era muy mujeriego y si se le presentaba la oportunidad, algo muy frecuente, no asistía por horas al tra-bajo. Él lo encontraba muy natural, pero los empleadores tenían

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otro punto de vista. Así terminó su empleo. Él me argumentó otras razones pero yo supe que se era el motivo. A mí me dio mucha vergüenza y no tuvimos más contacto con este amigo.

Con mis padres mantuve correspondencia durante toda la guerra, pero con Ruth, que vivía en Inglaterra, perdí contacto. Mis cartas volvían con una nota que decía: “ estinatario desconocido”. En la última carta me había contado que estaba cursando gimnasia y masaje. Las cartas de mis padres llegaban siempre abiertas y pasadas por la censura con alguna frase cortada. Estaba feliz sobre mi situación pero muy preocupado por no poder comunicarme con Ruth.

Una mañana, tomando el desayuno con Carlitos en El Moro, leímos en la primera página del diario que cientos de aviones aliados habían bombardeado Krefeld. Al mes, sentado delante de mi mesa de dibujo, subió un vendedor y me trajo una carta de Alemania. Me llamó la atención que el sobre no estuviese escrito como de costumbre por papá, sino por Edith. Me dio la noticia de la muerte de nuestros padres.

Murieron en el ataque aéreo que habíamos leído en el dia-rio. Papá, como era judío, no pudo entrar en los refugios y mamá no iba a dejarlo solo. Los tres se fueron al sótano y una bomba cayó directo sobre la casa. Todo el edificio cayó sobre ellos y el humo los ahogó. Edith pudo arrastrarse hasta una rendija, fue rescatada de entre los escombros y se despertó a los tres días en el hospital. Una vez recuperada, se fue a vivir con la tía Roni, que trabajaba en Kassel, donde se hizo pasar por su hija. Kassel también había sufrido varios ataques aéreos y el

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departamento de la tía fue destruido. Vivían, como muchos, en una habitación alquilada en una casa, donde había piezas con familias completas que tenían el mismo problema que ellas. Los abuelos y el tío Peter habían muerto y, como no tenía ninguna relación con la tía Mina hija ya casada, quedó la tía Roni como su única pariente. De los familiares de papá tuve noticia recién al terminar la Guerra.

A Rosario llegaban siempre barcos ingleses a cargar cereales. Los marineros hacían allí sus compras, ya que en Inglaterra no se podía comprar nada. Como en nadie hablaba inglés, cada vez que llegaba n tripulante me llamaban a mí para atenderlo. Naturalmente el vendedor y la vendedora de turno estaban muy contentos porque yo les vendía a los ingleses unas cuantas cosas para ellos y sus familias omo

ían llevarlas al barco, compraban una valija. Por supuesto los vendedores obtenían las comisiones por esas ventas.

Un día me llamaron para atender a tres oficiales. No tenían pesos e iban a cambiar dólares en una casa de cambio de la otra cuadra. Le habían cambiado el día anterior a la mitad del valor, entonces llamé a la casa de cambio y les dije que iban a ir tres ingleses y que les cambien al curso correcto, que en ese tiempo era cuatro pesos por dólar. Volvieron, me agradecieron y me invitaron a cenar en un restaurante muy paquete. Les conté que era alemán refugiado y me preguntaron por qué hablaba bas-tante bien en inglés. Les conté que tenía una hermana en In-glaterra y que antes de la guerra nos escribíamos siempre en inglés. Además, compraba mensualmente una revista -

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, Esquir , y leía siempre los Pocket Books. Me preguntaron dónde vivía mi hermana en Inglaterra y les

dije que no lo sabía porque había perdido el contacto desde el principio de la uerra. No obstante, había mandado cartas a la Cruz Roja y a otras organizaciones de reencuentros, pero nunca me contestaron. Quisieron saber lo que hacía Ruth allí y les conté que estudiaba educación física y masaje. A ellos les parecía que podría estar sirviendo en el ejército de “Su Majestad” y me aconsejaron mandar una carta al Ministerio de Guerra inglés. Era en plena invasión de los aliados y a mí me parecía que los ingleses tenían otras preocupaciones más importantes que buscar a mi hermana, que encima era alemana. Pero después pensé: “Perdido por perdido, voy a intentarlo”. Escribí en pocas líneas quiénes éramos, la última dirección de Ruth y agregué que, por sus estudios, podría est sirviendo en el ejército de “Su Majestad”. En ese caso, les estaría agradecido de ponerme en contacto con ella. En el sobre puse: “Ministerio de Guerra – London – Inglaterra”.

Grande fue mi sorpresa cuando recibí a las tres semanas una carta de ese ministerio. Decía más o menos así: “Como Ud. sospechaba, su hermana está en el ejército de su Majestad. Por secreto militar no podremos darle su dirección, pero ella ya está avisada y tiene sus datos. En pocos días tendrá noticias suyas. Con mis mejores deseos, saludo Coronel Tal y Tal.” Pensé que en circunstancias semejantes, si hubiese llegado una carta como esa al Ministerio de Guerra argentino hubiera terminado en la canasta de papeles. En fin, dos días después llegó un telegrama

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de Ruth lo feliz que estaba de tener otra vez noticias mías, que estaba casada con un capitán de tanques, quien estaba en el frente en Alemania. Me dio la dirección de sus suegros para poder escribirle.

Como no sabía nada de la muerte de nuestros padres, tuve que darle esa triste noticia. También le mandé la dirección de Edith, pero al no haber comunicación mediante correo entre Inglaterra y Alemania, era imposible para Ruth escribirle. Mandó la dirección a Harry su esposo que ya estaba avanzando dentro de Alemania. Kassel estaba ya en mano de los . omó un jeep y pasó a esa zona y a la ciudad mencionada. Harry tocó el timbre y preguntó por Edith. ra muy alto y, como vestía un uniforme de campaña y llevaba las armas colgando, asustó quien apareció temblando. Harry le dio la mano y se presentó como su cuñado. Y así, por su intermedio, se reanudó la comunicación y estuvimos otra vez los tres y la tía Roni en contacto. Ruth servía en el ejército como instructora de entrenamiento físico.

Al terminar la guerra mandé paquetes de comida prime-ro a Edith y a la tía porque estaban pasando hambre. Me agradecían como si les hubiera salvado la vida. Y a Ruth des-pués, porque en la Inglaterra de la posguerra estaba todo racionado y solamente se conseguían los alimentos más esen-ciales. Ruth me mandó una lista de productos que necesitaba para los festejos de Navidad, que puntualmente recibió. También, aprovechando las liquidaciones de , le mandé zapatos, que elegí antes de que se pusieran a la

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dias de seda el nylon no se conocía todavía por estos pagos . Me escribió que la gente le preguntaba si

tenía un amigo .Harry volvió y siguió con sus estudios de economía en la

universidad de Londres. Ruth trabajaba. Al enfermarse de una úlcera de estómago, la operaron y Harry dejó el estudio y consiguió el puesto de gerente de un fantástico complejo vacacional en la costa. Nacieron luego Nigel y Peter, sus me-llizos. Después tomaron la concesión de un otel sobre la costa de South Sussex.

Mi prima Renate se casó con un joven músico contra la voluntad de su madre, quien prefería como candidato a un viejo muy rico. Los dos emigraron a París y luego, cuando los alemanes invadieron Francia, a Dinamarca, donde se encontra-ron con tía Selma y tío Sally. Al entrar los alemanes en ese país, toda la familia se refugió en Suecia. Renate ya había tenido dos varoncitos y en ese último país nació una nena, quien desgra-ciadamente falleció a los seis años.

Tío Albert y familia emigraron a Bélgica, donde se escon-dieron de los alemanes en el sótano de una familia belga du-rante tres años. Me enteré cuando, al final de la guerra, recibí una carta de mi primita Helga con una foto en malla muy linda. No sé cómo consiguió mi dirección. Fueron a vivir a

y perdí el contacto con ellos. Más adelante supe por Edith que el tío había fallecido.

Bueno, ste un repaso de los distintos episodios de mi fami-lia durante la guerra y ahora sigo con mi vida en Buenos Aires.

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CAPÍTULO X

Mara

Atti me había buscado una hermosa habitación en Palermo. Era el único inquilino de un matrimonio mayor, pero la pensión no incluía la comida. Al mediodía, comía con algunos de los em-pleados en un boliche cerca de la compañía y, a la noche, en un pequeño restaurante a la vuelta de la casa.

Mi trabajo consistía en diseñar las vidrieras para y las agencias, supervisar la ejecución y hacer detalles delicados de la decoración. Las vidrieras de la casa central se instalaban, como siempre, de noche. Se las cargaba en un camión de mudanzas y nosotros íbamos a colocarlas. Orts estaba siempre en la casa cen-tral para mantener las vidrieras, sacar, reponer y cambiar la mer-cadería. Cuando llegábamos, las vidrieras ya estaban vacías y en la mayoría de los caso trabaj mos durante toda la noche.

Una vez, a las nueve de la mañana, cuando recién nos ha-bíamos retirado, apareció Levi. Se puso detrás de la vidriera más cercana a la puerta de entrada y cuando entró el gerente gene-

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ral empezó a golpear con un pequeño martillo los alfileres del tapizado del piso. El gerente lo felicitó y le preguntó dónde estaban los demás. Él le explicó que hacía rato que se habían ido y que se había quedado para realizar los últimos retoques. Eso fue lo que nos contaron los vendedores. Levi generalmen-te ni sabía lo que íbamos a hacer nosotros.

No nos explicábamos cómo el Tow tenía un concepto tan alto de él. Pero un día, un carpintero del taller, que tenía que entregar una mesita en la casa del efe de idrieras, vio en sta pasar por el pasillo en robe al Tow.

La señora de Levi era muy linda.Extrañé mucho a Rosario y a los buenos amigos de ahí. Sobre

todo, los fines de semana en el río. Atti, que era muy mujeriego, siempre tenía programas. A veces íbamos los sábados a la noche al cine. Como me veía tan desanimado me llevó casi a la fuerza a una muy linda confitería bailable. Nos sentamos en una mesa para poder ver bien a las chicas que entraban. Entró una con un tapado de nonato blanco y negro, con otra que resultó ser su hermana. Se sentaron en una mesa al otro lado de la pista. La del tapado era muy bonita y me parecía que me estaba mirando. Cuando empezó la música me levanté, rodeé la pista y me puse atrás de ella y, muy al estilo europeo, la invité a bailar. Estaba sorprendida porque pensaba que me había pasado de largo y aceptó con una amplia sonrisa. Bailamos toda la tarde.

Como de costumbre la conversación empezó: “¿Usted sabe venir a menudo aquí?”, “No, es la primera vez y mi hermana me obligó porque no podía venir sola”. Y yo le contesté que a mi

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me pasó lo mismo con mi amigo. Así empezó una conversación que duró toda la tarde, como si fuéramos viejos amigos. A la salida, a las nueve de la noche, cuando terminó la tertulia, nos despedimos y le di mi número de teléfono con la esperanza de que me llamase. Todas las noches, cuando llegaba a casa, la señora me daba el aparato telefónico porque ellos ya se acosta-ban y lo tenía para mí solo. A los pocos días, me llamó y estuvi-mos hablando como por media hora. Se llamaba María Luisa Plaza, era secretaria del jefe de personal de la gran fábrica de tejidos Sedalana en Quilmes. Nos citamos para encontrarnos en la estación Constitución a las siete de la tarde del día siguien-te. Tomamos unos refrescos en la confitería de la estación y después la acompañé hasta su casa. Vivía en la calle Suipacha, casi en la esquina de Córdoba.

Desde entonces, habl mos por teléfono todas las noches, íbamos al cine los sábados a la tarde y paseábamos por los parques de Palermo los domingos. A las nueve de la noche tenía que estar de vuelta en su casa. La familia era andaluza, muy católica y chapada a la antigua. La mamá era viuda y compartían con una hija casada y dos solteras un departamento grande. El hijo mayor, José, estaba casado con una hija de alemanes, vivía en Belgrano y era mecánico dental, igual que su hermano también casado. Ambos eran más liberales y fueron los únicos que no vieron con malos ojos a un alemán, judío y de procedencia desconocida.

Ya no me sentía solo y los dos estábamos muy enamorados. Así llegó el momento de presentarme a la familia Plaza, de la

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calle Suipacha. Me recibieron un poco fríamente y estaban más nerviosos que yo. Empezamos a charlar. En pocas palabras les aclaré mi procedencia y mi trabajo. Me di cuenta de que espe-raban alguna declaración oficial y después de un corto rato me despedí con las palabras: “Estoy contento de haberlos conocido y ya saben con qué persona sale Mara”. Mara era el nombre con el que toda la familia la llamaba.

Como ya habíamos puesto la fecha de compromiso para Noche uena y el casamiento para el día de primavera, me mudé a una pensión de una familia judía alemana más cerca de su casa. Era más barata que la hermosa habitación en Palermo y me permitía ahorrar algo para los gastos del futuro.

Como había dicho, con Mara nos comprometimos en la Noche uena de 1946 y su familia no tenía más remedio que invitarme a mi propio compromiso. Estaba toda la familia, co-nocí a sus hermanos José y Cipriano, y a su hermana Adela con el esposo. A ellos les caí bien y me trataron como de la familia, no obstante la oposición de los de la calle Suipacha.

El festejo de la noche de Año Nuevo se realizó en la casa del padre de Atilio, el marido de Adela, la hermana de Mara. Todos los de la calle Suipacha estaban invitados y especialmente yo. Fui a buscarlos y nos fuimos en taxis hasta Flores. Me recibieron efusivamente y, por la atención que me daba el dueño de la casa, me convertí en el centro de la reunión. Cuando me despedí, me ofreció su casa para siempre. Parecía que estos gestos desorien-taban a mi futura suegra, quien me invitó para el almuerzo de Año Nuevo. Desde entonces, fui invitado todos los domingos.

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Con Mara me encontraba en la semana todos los días a las siete en Constitución. Yo viajaba en un tren de ahorro, íbamos a un local de la Vascongada, donde yo comía dos huevos pasados por agua, pan con manteca y un vaso de leche. Mara estaba in-dignada con su familia porque tiraban todos los días los sobran-tes de comida a la basura, como era costumbre en esa época, y además porque no me invitaban alguna noche de la semana. Yo le pedía que no hiciera comentarios sobre esto.

En un viaje a Rosario, adonde de vez en cuando viajaba para ordenar un poco las vidrieras, el jefe de cortadores me tomó las medidas para un traje. Elegí la tela y lo retiré a la se-mana, sin probármelo antes, de la de la Capital. No había que hacerle ningún retoque y la gente de la casa central se quedó asombrada.

Mara era católica practicante y nunca hizo una mención de mi ascendencia judía. Estaba muy interesada en saber algo más sobre esa religión. Para evitar trámites de la boda en ese sentido, resolví bautizarme ya que yo no practicaba ninguna religión. Fui a ver a un cura alemán en una iglesia de Palermo, le expli-qué mi situación y le dije que para mí era indiferente una reli-gión u otra. Me prestó un catecismo para que lo estudiara y subrayara con lápiz lo que no entendiera y que volviese a la semana. Ese catecismo era de los misioneros y tenía tantas con-tradicciones que lo llené de rayas. Cuando volví a la semana, el cura estaba sorprendido y le expliqué que lo que decía en una página se contradecía en otra. No discutió más y me preguntó si tenía testigos. Como no los tenía, llamó a dos muchachos de

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la acción católica que estaban jugando en el patio y así, con un poco de agua en la cabeza, salí bautizado. Cuando le entregué la fe de bautismo a Mara, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Su hermano José era socio de un club de remo en Tigre. Un domingo nos invitó a pasar el día en una isla. Mara y yo to-mamos el tren y ellos subieron en Belgrano. Éramos : José, Otti, su , Chonny y Chuki, un joven amigo, Mara y yo. En el viaje, el joven se jactó de muy buen remero porque había hecho el servicio militar en la marina. Me preguntaron si yo sabía remar y les dije que algo sabía.

Éramos cuatro en cada bote y a mí me tocó remar con el “marinero”. Mara, que no sabía nadar, quería estar en el bote del hermano. En el timón del nuestro iba Otti y, a la salida del muelle, mi compañero hizo tanto lío que le pedí que levantara los remos y en algunos segundos estuvimos en pleno río. Otti se quedó con la boca abierta. El otro tuvo que seguir mi ritmo y así pasamos el bote de José. Una cosa era remar en el Tigre y otra muy distinta en el Paraná.

Llegó el día de la boda. En el registro civil mi testigo era Atti y el de Mara, José. Las hermanas se habían casado como de costumbre con toda pompa, vestidas de novias. Nosotros lo hicimos de común acuerdo con una ceremonia en una iglesia cerca de casa. Solamente la familia iba estar presente y tam-bién Atti. A la mañana encargué en una florería un inmenso ramo de flores con florero. Le agregué una tarjeta que decía: “A la madre de mi querida Mara, en este día tan feliz de mi vida”. Cuando volvimos caminando desde la glesia, al abrir

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la puerta estaba el jarrón con muchas flores hermosas justo en el hall de entrada. José leyó la tarjeta y se emocionó tanto que me abrazó y lo mismo hizo la mamá. ¡Lo que puede hacer un ramo de flores en el momento justo y a la persona indicada! Porque de ahí en adelante formé parte de la familia.

Habíamos encontrado una enorme habitación en el primer piso de un chalet de un matrimonio alemán, a dos cuadras de la estación Belgrano R. Yo la había pintado e Isabel había hecho las cortinas en la misma tela de los almohadones que compra-mos. Los muebles, que en parte todavía tenemos, los hizo un viejo ebanista italiano sobre diseños míos en la carpintería del taller. En el piso pusimos un cuero de vaca que me regaló el dueño de una curtiembre en agradecimiento por lo lindo que quedó su stand en la exposición rural. Pusimos una pecera con pececitos de colores y todo quedó muy lindo. Los muebles los tenía que pagar en cuotas mensuales a largo plazo.

Mara siguió trabajando durante un mes más en Sedalana y, como el viaje diario de Belgrano a Quilmes nos robaba mucho tiempo de estar juntos, renunció. Comenzó a trabajar entonces como secretaria personal del dueño de la firma Valemás, la mis-ma en la que conocí años atrás al vidrierista que me ayudó y me hizo entrar en . El dueño se llamaba Daniel y era también judío alemán. Antes de tomar a Mara quiso conocerme porque buscaba una persona de confianza. Después de una entrevista, estuvo satisfecho. Como esa firma inauguró varios locales más, nombró a Mara jefa de Personal. Tenía experiencia, adquirid en su empleo anterior.

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Al principio, a la madre le molestó que su hija viviera en una habitación, pero cuando tuvimos todo arreglado, la invi-tamos un sábado a la tarde a visitarnos y le mostramos orgullo-sos nuestra obra maestra. Quedó gratamente sorprendida. Esperaba un dormitorio y se encontró en un gran living. Salía-mos los sábados a la noche con Isabel y Alberto, y los domingos a veces con José y Otti o venían Atti o Consuelo, la hermana de Mara, a visitarnos.

En el trabajo iba todo bien. Yo ganaba pesos, que para entonces era un buen sueldo. Una noche estaba solo en el inmenso taller diseñando vidrieras cuando entró el Tow. Me consultó sobre cómo andaban las cosas y algunas pavadas. Después me preguntó si no quería volver a Rosario porque las ventas de allá no andaban bien. Pensaba que, con mi trabajo, aumentarían. Le contesté que no y quiso saber por qué. Le dije que me cas y que mi señora trabajaba con el Dr. Daniel en Valemás. Estaba sorprendido porque había vuelto recién de y conocía muy bien al Dr. Daniel. Como insistió con el tema de Rosario, le dije que lo iba a pensar y a consultar con mi señora. Mara estuvo de acuerdo con las condiciones que pensé proponerle al Tow. Para trasladarme le exigí el sueldo de gerente, la liquidación de las cuotas que faltaban pagar de los muebles, dos meses de hotel para buscar vivienda y la mudanza. Estaba sorprendido pero le hice saber que yo solo atender tres filiales y varias agencias. de acuerdo con todo menoscon el tema del sueldo porque no me podían pagar el de

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por motivos de jerarquía. Ese sueldo era de mil pesos y, en su lugar, me propuso novecientos cincuenta.

Así que volví a Rosario. Mara renunció, pero el Dr. Daniel le pidió que se quedara dos meses más. Mientras tanto encon-tré, con la ayuda de Carlitos, un lindo departamento de dos grandes habitaciones, con un patio y un altillo amplio. Trabajé todas las noches pintando y rasqueteando pisos de parquet para que todo quedase de primera. Mientras tanto, vivía en el hotel como un gran pashá. En esos dos meses, Mara fue a visi-tarme algunos fines de semana y lo pasábamos muy bien con mis viejos amigos. Al fin, llegó la mudanza y para cuando Mara vino ya estaba todo arreglado.

El trabajo, como siempre, iba bien. Y durante mis viajes a las otras filiales, Mara aprovechaba para viajar a la Capital a pasar unos días con su familia. También en esos dos años de permanencia en Rosario tuvimos visitas de Atti (con una tre-menda moto) y de los familiares de Mara.

Como no veía mucho futuro en mi trabajo en , bus-qué una forma de independizarme. Atti me propuso formar una sociedad con él. Buscó en Buenos Aires un taller con vi-vienda. Lo encontró donde un húngaro tenía una carpintería. La iba a desocupar para dentro de un mes. Pagué la seña y renuncié . Tomando en cuenta los muchos cientos de horas extras que trabajé durante mis once años en esa firma y que nunca me compensaron, hablé de eso al contador general y le pedí no una indemnización, sino una recompensa. Me contestó verbalmente: “Con su renuncia nos

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problema y encima pide que le paguemos algo”. Así que me fui con las manos vacías.

El húngaro nos estafó y no entregó el local. Me disgusté mucho con Atti porqué el había hecho todos los trámites mien-tras yo todavía trabajaba en Rosario y no había puesto ni un centavo. Por suerte, conocí al Anselmo, quien estaba asociado con el Machado.

Ambos tenían un taller de displays y conocían mi trabajo en el gran taller de . Me propusieron trabajar con ellos. Acepté y empecé con un sueldo básico y un quince por ciento de la ganancia. Encontramos un pequeño departamento en Palermo e hicimos la mudanza de Rosario. Al año se separó Anselmi y me quedé con Machado. Aporté importantes y tuve la dirección completa del taller. Hicimos stands de exposición, displays y en dos oportunidades me pidieron de que hiciese presentaciones de temporada en Rosario. Nos mandaron todo el material que les pedía y lo cobrábamos muy bien. No tenían otra forma de salir del paso.

Estábamos esperando nuestro primer hijo cuando la mamá de Mara fue atropellada por un tranvía un día que fue a comprar hilos para la ropita de su futuro nieto y murió. Fue un golpe terrible para toda la familia y sobre todo para Mara. El 22 de agosto de 1952 nació nuestro primer hijo, Eduardo. Y tres años después, Alberto, el de noviembre de 1955

En esos años aumentó mi trabajo en (así se llamó nuestra empresa) porqué Machado dejó todo en mis manos. Aparecía s lo a alguna hora en la mañana o después

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la siesta bien afeitado y perfumado sin hacer nada, ya que la parte contable la realizaba un contador. Así me tocó a mí diseñar stands, displays y vidrieras, visitar y atender a los clientes, recibir a los proveedores y hacer las compras. Con el personal no tuve ningún problema, todos colaboraron y aceptaron mis indicaciones. La parte decorativa corrió por mi cuenta. Pero las horas del día no alcanzaban.

Nos habíamos hecho socios de una clínica de la calle Belgra-no. A fin del año 1956 Mara comenzó a sentir molestias y fue a esa clínica, donde el médico le pronosticó cansancio. Así planea-mos nuestras vacaciones para febrero. Antes de nacer Alberto, Mara y la mujer de Machado pasaron las vacaciones en Mar Del Plata y nosotros íbamos los fines de semana. Pero en enero, des-pués de varios análisis, tuvieron que operarla. Después de tres horas interminables, me llamaron los cirujanos para comunicar-me que se trataba de un cáncer ya muy avanzado y que tenía que estar preparado para lo peor. Le daban tres meses de vida. Me dieron coñac porque no podía mantenerme en pie.

Ordenaron rayos y junto con su hermano José la llevamos tres veces, pero era un suplicio para ella y le pregunté al médi-co si con eso podía salvarse o aliviar sus dolores. Como me contestó negativo y estando de acuerdo con José, suspendí las radiaciones. Su hermana Isabel y su cuñada Otti se turnaban para cuidarla hasta que yo llegaba a la noche. Eduardito estaba en casa de tía Adela y tío Atilio en Florida, y Betito con la tía Isabel y el tío Alberto en la calle Suipacha. Después de mucho sufrimiento, en la madrugada del 19 de abril de 1957 falleció

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mi amada Mara. José se encargó de todos los trámites del fune-ral y del entierro porque yo no estaba en condiciones. De Río Cuarto vino mi antiguo amigo Ramón Yañez y su señora, quienes viajaron en coche durante toda la noche para llegar antes del entierro. Me acompañaron, igual que el resto de la familia, en esos momentos tan tristes.

Era sábado y al día siguiente lo pasé a buscar a Betito y fuimos juntos a Florida, donde le conté a Eduardito que la mamá estaba en el cielo. Empezó a llorar y le di un camioncito que le había comprado; eso lo consoló. Beto, con su año y medio, todavía no comprendía. A la noche lo llevé de vuelta a lo de Isabel y volví a mi casa solitaria. Me había mudado del dormitorio al living y dormía en el sofá. Leía todas las noches hasta altas horas.

Durante la semana iba a cenar un día a lo de Isabel y otro día a Florida y los sábados en la tarde buscaba a Eduardo e íbamos juntos a un cine de dibujos animados en el centro y de ahí a la calle Suipacha para cenar con Beto. Después, a casa a dormir en el sofá.

El domingo temprano buscamos a Beto y viajamos los tres a Florida. Eduardo me dijo llorando que quería quedarse con-migo, pero eso no era posible. A Beto, entre Isabel, Alberto y Consuelo lo malcriaron bastante; mientras que Atilio era más enérgico y trató a Eduardo (que llamábamos siempre Bubi) igual que a sus dos hijas Norma y Alcira, mayores que Eduardo, con mucho cariño pero como un muchacho.

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CAPÍTULO XI

Mumi

Atti trabajaba al frente de una fábrica en el interior. Cuando volvió me vino a visitar a la empresa y se renovó la amistad. Mi hermana Edith, que después de la guerra pasó unos meses con mi otra hermana Ruth en Inglaterra y después con la prima Renate en Suecia cuidando los tres chicos de ella, consiguió empleo como institutriz en la mansión de un fabricante de re-lojes en Ginebra. Como yo quería que mis muchachitos estuvie-ran otra vez conmigo, le pregunté a Edith si quería venir a la Argentina y, ante su entusiasta afirmación, empecé con los trá-mites en la Dirección de Inmigración que duraron varias sema-nas. Un día, estando en esa dependencia, me encontré con Haddy, la chica que viajó con mi grupo de Alemania y que me había dado las píldoras y el supositorio en el barco. Se había casado con Felix Kaufmann, del grupo anterior. Estaban hacien-do el trámite para traer a su madre. Me invitó a cenar y empezó una amistad que duró muchos años, hasta su muerte prematu-

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ra, también por un cáncer.Al fin llegó el día del arribo de Edith. A Eduardo le había

dicho que todo iba a ser igual que como con la mamá y que íbamos estar otra vez juntos. Con el coche de José fuimos al puerto. Él con el pretexto de ser amigo de algún ministro subió al barco y al rato bajó con Edith. Fuimos a casa, que yo ya había arreglado. Ella y los chicos dormían en el dormitorio y yo, como siempre, en el living. A la noche fuimos los tres a cenar a lo de Isabel y, de vuelta a casa, nos llevamos a Beto.

Así empezó otra época de mi vida. Lo principal era que estaba junto a mis muchachos, aunque los veía casi únicamente los fines de semana porque cuando yo me iba al trabajo a las siete de la mañana todavía dormían y cuando volvía a las ocho de la noche hacía una hora que ya estaban en la cama.

ra la costumbre europea. Mientras los amiguitos, sobre todo en pleno verano, todavía jugaban en la vereda, ellos ya estaban en la cama.

A Eduardo había que buscarle un jardín de infantes. Un amigo de la hermana de Otti, un tipo de sociedad, nos reco-mendó un colegio en pleno Barrio Norte. Lo inscribí ahí. Era un ambiente muy cerrado de ese “sofisticado barrio”. Todos los muchachitos se conocían y se creían de una clase superior. Tampoco ayudó el apellido Isaacson. Fui a una reunión de pa-dres, todos se saludaron efusivamente y se abrazaron. Me sentí igual que Eduardo, como perro en cancha de bochas. Terminó el año escolar y, por medio de unos vecinos, pudo entrar en el colegio Los Granaderos, al lado del hipódromo.

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Como ahora podía salir los sábados a la noche, Atti y su novia me fueron a buscar varias veces para ir al cine. Él pasaba con ella todos los sábados en la tarde en su pequeño departa-mento en Córdoba y Suipacha y, a veces, después de llevarla a su casa, íbamos al Luna Park a ver boxeo. Durante la semana vivía como siempre, entre stands dos muy grandes a , displays y vidrieras, lidiando con clientes, proveedores y personal. Compramos un Rastrojero, que era el único utilitario en el país, y agregamos Herrería. Para fabricamos grandes columnas con su logotipo y otros carteles de hierro y chapa para todas sus estaciones de servicio. ía ocupar de las instalaciones de esos elementos. Pero, por lo menos, tenía el Rastrojero también para mi uso personal. p d mos ir los cuatro

los domingos. Fuimos muchos domingos los bosques de Ezeiza. Llevábamos ensalada y carne, y yo hacía el asado como había aprendido en las islas del Paraná frente a Rosario.

Una noche, a fin del verano del año 1960, estaba ya acosta-do cuando golpearon la ventana. Era Atti con dos chicas que quería que yo los acompañara a comer chorizos en la costanera. Estaba tan cansado no quería saber nada volver a levantarme. Insistieron tanto que al final cedí. Mientras ellos comían yo traté de no quedarme dormido.

Después volvimos a mi casa y yo preparé un frutilla sprit. Atti empezó a contar sus anécdotas y aventuras. Como yo cono-cía todo el repertorio, que repetía cada vez que se presentaba una oportunidad, me quedé dormido en el sillón. Me desperta-

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ron para despedirse y quedaron en volver a encontrarnos cuando Marta una de las dos volvie de Mendoza, donde había nacido su primera sobrinita. Mientras tanto, Atti me llamó para una cita con dos chicas que conoció por teléfono.

espués de llevar a su novia a la casa, nos sentamos en la vereda de una confitería. Al rato él dijo: “Espero que no sean las que vienen en esta dirección”. Eran ellas y, como yo estaba sentado de espaldas, las vi recién cuando se arrimaron a la mesa. Tenía ganas de putear a Atti, pero no teníamos remedio que invitarlas a tomar asiento. Habíamos pensado en ir a bailar, pero las llevamos a cenar a un restaurante en Flores y de ahí directamente a sus casas. reproché a Atti salir con tipas como esas después de haber salido con chicas como Marta. Como es un tipo muy sagaz se dio cuenta de que Marta me había gustado. Hizo otra cita con las dos. Esta vez subimos a su departamentito, escuchamos música bailamos y charlamos por un largo rato. Tanto Marta como yo sentíamos una mutua simpatía. Al despedirnos, le pedí el teléfono y a los pocos días la llamé para invitarla al cine en la avenida Corrientes. Fui a buscarla a la oficina en mi coche que había comprado meses atrás: un Ford Taunus alemán tipo rural.

Después del cine fuimos a comer para charlar y conocernos mejor. Marta tenía años y me preguntó miedad. Como yo sabía que Atti siempre se sacaba tres años, le dije que tenía tres años menos que Alfredo. Y no mentí, su edad era y la mía . Al despedir a Marta en su casa, quedamos en que el sábado la noche iríamos

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a bailar a una boite de Olivos.Varios fines de semana fuimos a bailar y un sábado en la

tarde tomando el té en una confitería, vi entrar a tres chicas bonitas y una de ellas era Chuqui, mi sobrina política. Me le-vanté para saludarla y besarla. Cuando volví tuve que explicarle a la sorprendida Marta de quién se trataba y Chuqui vino a nuestra mesa a saludarla.

Durante la noche solíamos ir con el coche a la Costanera, charlando y mirando el río. Nos dimos cuenta de que nuestra amistad se había transformado en amor y una noche, sentados en el coche charlando, nos miramos a los ojos y nos besamos y nos abrazamos. En el camino a su casa le pregunté si quería casarse conmigo y ella contestó con un rotundo sí. Al despedirnos ante su casa, volvimos a abrazarnos. Nos sentíamos muy felices. Así empezó un gran amor que no decayó durante todos estos largos años.

La invité a Marta a casa a conocer a los muchachos y a Edith y jugamos junto con el hermoso tren eléctrico que les había mandado la tía Roni para Navidad desde Alemania.

La mamá de Marta, como mi anterior suegra, no quería saber nada de mí antes de conocerme. La invité a comer a la costane-ra con Marta y fui a buscarlas en el coche. Marta, a quien siempre le dije Mumi, ya me había dicho que su papá nunca pudo ma-nejar por las continuas protestas e indicaciones de su madre. Empezó con sus: “¡Cuidado!”, “¡No tan ligero!” y con todas sus observaciones referentes a la velocidad, los cruces de calle, ma-nejo y todo lo demás. Así cuando, por tercera vez me dio tantas

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indicaciones, paré el coche al lado de la vereda, me di vuelta y le dije: “Señora, el que maneja soy yo y si no le gusta puede ba-jarse del coche”. ¡Santo remedio!, nunca más me hizo una ob-servación y desde entonces me respetó y llegó a quererme.

Fuimos a casa a buscar a los chicos y a Edith y pasamos un día muy lindo, sacándonos fotos y paseando. Marta nació en Buenos Aires y tiene una hermana tres años menor. A los años se mudó con su familia a Mendoza, donde su padre tenía un secadero de frutas. Hizo allí su primario y secundario y se recibió de maestra. Cuando tenía años, volvieron a Buenos Aires. El padre murió en un accidente, así que tuvieron que trabajar las dos chicas y la madre. Marta trabajaba en una repar-tición pública, su hermana Elena en una agencia automotriz y su madre en una fábrica textil haciendo el control de calidad.

En una huelga bancaria despidieron a todo el personal de la repartición. Cuando la conocí a Marta, ella trabajaba en tres lugares distintos. A la mañana como maestra, a la tarde en una oficina y dos veces por semana como secretaria de un médico psicoanalista, que daba conferencias a médicos. Debía grabarlas, corregirlas y pasarlas a máquina. Como el grabador de esa épo-ca pesaba mucho, la llevaba y la esperaba durante la hora que duraba la charla. Miraba las vidrieras en una galería frente a la clínica en la calle Rivadavia y tomaba un café en un boliche.

Mientras tanto hicimos una reforma total del taller. Se tiró lo viejo abajo y se levantó un edificio de dos plantas.Durante las obras, que duraron varios meses, trabajamos en condiciones lamentables y en gran parte al aire libre. Abajo

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la carpintería, la herrería y el sector de armado; arriba frente las oficinas de Machado estaban la mía y una pequeña para el contador. También había un mostrador donde yo discutía con los proveedores y atendía a las personas que ofrecían alguna cosa o servicios. En la parte de atrás, estaba la de pintura y armado de displays.

Habíamos fijado nuestro casamiento para febrero y nos casamos el de ese mes por civil. Llegaron de Mendoza Elena con su esposo Luis Canesa y su pequeña hijita. También nos casamos por glesia para darle el gusto a la madre de Marta, que era muy católica y practicante. La ceremonia, muy sencilla, se realizó el sábado 16 de febre o de 1962 y asistieron todos los familiares de ella. Los padrinos fueron su mamá, Flora, y Machado. Después de las fotografías correspondientes, nos despedimos de todos y almorza junto a nuestros testigos.

De ahí nos fuimos a saludar a Haddy y Felix, cuya pequeña hija, que nació con problemas, había fallecido. Durante nuestro noviazgo, afianzamos una gran amistad con ellos, quienes simpatizaban mucho con Marta. Edith se había ido con los chicos unos días antes a Mar de Ajó, donde yo le había reservado en un hotel. Nosotros pasamos una semana en San Clemente del Tuyú, adonde vinieron por tres días Elena y Luis. Nadamos, jineteamos nos tiramos al sol

tostaditos. Después nos reunimos con Edith y los chicos. Como el hotel no nos gustó y la comida menos, nos mudamos a otro muy bonito. Todos los días pasábamos

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chicos jugaban con camiones en la arena. pués de una semana volvimos juntos a casita.

Edith consiguió el puesto de institutriz con una familia de banqueros y, cuando ellos se mudaron a Suiza, la llevaron tam-bién a ella. A Flora la iba a buscar todos los viernes a su casa y un domingo vimos en el diario el aviso de la inauguración del primer supermercado en la Argentina. Estaba en la avenida Maipú y ofertaba leche a mitad de precio. Fuimos todos en coche a ver de qué se trataba. Había una cola de media cuadra. Teníamos estacionado el coche en frente, justo delante de una agencia inmobiliaria. En vez de la leche compramos nuestra casa en Olivos.

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CAPÍTULO XII

Olivos

Los trámites tardaron unas semanas. Una vez que tuvimos las llaves, empezamos con el arreglo, conta o con la ayuda de un carpintero de la fábrica. La inauguramos para Navidad con una cena con los hermanos y hermanas de Mara. Para la noche de Año Nuevo, invitamos a los tíos y tías de Marta. Desde entonces la buscaba todos los viernes a la noche a Flora, que tenía un departamento cerca de la fábrica, para que pasara el fin de semana con nosotros. Los domingos comíamos todos en el restaurante alemán Zur Eiche, donde los chicos se entretenían jugando a las bochas.

En Noche uena reservábamos una mesa en el jardín del mismo restaurante y la víspera de Año Nuevo la festejábamos en la casa de las tías y tíos de Marta. Fuimos mucho a casa de Haddy, ya gran amiga de Marta. Beto entró en el mismo colegio que Eduardo y mejor no hablar de sus travesuras. l 29 de noviembre de 1963 nació nuestra Gabriela

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clínica donde nacieron los chicos. Volví a Olivos para darle la noticia a los muchachos y cuando, al llegar a casa del colegio, les anuncié que había nacido su hermanita, saltaron de alegría.

A los pocos meses le ofrecieron a Marta incorporarse en el empleo que perdió con la huelga y poco después la enviaron a realizar un curso de organización y método, al cual asistieron personas de distintas reparticiones públicas. Tomamos a una chica muy buena que cuidó a Gaby y que tenía a los chicos a raya. También cocinaba y mantenía la casa en orden.

En el trabajo me cansé de cargar con toda la responsabilidad mientras Machado se jugaba la plata los fines de semana en el casino de Mar del Plata. Él siempre pasaba de un año para otro la firma del contrato de la sociedad. Entonces renuncié a esta “sociedad” para instalarme por mi cuenta. Los representantes en Argentina de las lapiceras Parker, donde Atti era jefe de ventas y que eran uno de nuestros mejores clientes, tenían parientes que poseían una carpintería en un local grande en la calle Thames. Como los dos eran muy mayores, me cedieron una parte de su taller y el permiso para usar algunas máquinas.

Machado se asustó cuando le comuniqué mi retirada de la sociedad y le pedí el pago de todo lo que me correspondía. Tenía que pagarme algo en efectivo y el resto en seis documentos que deposité en el banco para obligarle a pagarlos. Los mejores ope-rarios quisieron irse conmigo. Durante una semana trabajamos en la limpieza y pintura de la parte del galpón que me correspon-día. También me siguieron los mejores clientes y los proveedores nos ayudaron dándonos largos plazos para pagar. Desde el prin-

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cipio tuvimos mucho trabajo y poco a poco agregamos más má-quinas. Al año se retiraron los dos dueños y les compramos sus máquinas. Eran judíos polacos y muy buena gente.

Mientras tanto, Machado ya se había fundido y sus provee-dores, que también eran los míos, me llamaron para saber dónde encontrar porque les debía mucha plata. Nunca más tuve noticias de él. Nosotros ocupamos entonces los dos galpones. Marta se retiró de su empleo y tomó a su cargo nuestra administración. Como yo trabajaba hasta tarde, com-pramos un Fiat 600 para que ella pudiera volver más temprano a casa. Instalamos oficinas nuevas para Marta, para mí y para Víctor, quien era el encargado del taller y estaba con nosotros desde el principio. La mía tenía una fotografía de un paisaje de Bariloche que cubría toda una pared.

Eduardo entró al colegio Nacional de Buenos Aires sin ha-ber cursado el sexto grado, luego de aprobar un examen para el cual se preparó con un profesor particular. Tres años más tarde, Alberto entró en un colegio secundario privado después de reprobar el examen en el Nacional. Yo había cambiado el coche por un Peugeot 403 y más adelante por un 404.

Cuando Gaby tenía un año, aprovechamos mientras los muchachos pasaban unas semanas en una colonia de vacaciones en las sierras de Córdoba, para viajar a Mendoza a visitar a la hermana de Marta. Instalamos en el asiento trasero del coche una camita. Hicimos el viaje de noche mientras ella dormía. En Pergamino, en una estación de servicio, le cambiamos los pa-ñales y durmió hasta la salida del sol. Estuvimos en la casa de

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Elena una semana y a la vuelta llevamos a Buenos Aires a la abuela Flora, quien había pasado sus vacaciones allí. Hacía un año que había nacido Luisito, el segundo hijo de Elena. Él y Gaby pasaban largos ratos revolcándose en el corralito.

Al año siguiente, mientras los chicos estaban otra vez en la colonia, nos fuimos a pasar las vacaciones a Santa Rosa, en las mismas sierras. A los pocos días hicimos una excursión para conocer La Cumbrecita, a mil quinientos metros monta-ña arriba. Era un día gris. Al llegar pregunté a un taximetrero dónde podíamos tomar té tortas. Nos indicó una casa al otro lado del río que había que cruzar por un puente que era una tabla. Entramos y había s lo un lugar en la punta de una mesa, nos sentamos y nos sirvieron con el té unas tortas caseras exquisitas. Como el lugar nos flechó desde la llegada, les pregunté a unas señoras que estaban sentadas en la otra punta de la mesa y charlaban en alemán si nos podían recomendar un hotel y nos mandaron a Las Cascadas. Ahí fuimos y había una habitación disponible.

Nos quedaba todavía una semana de vacaciones reservamos el cuarto, bajamos hasta Santa Rosa, hicimos las valijas y a la mañana siguiente estuvimos otra vez en La Cumbrecita. Pasamos una semana en ese hermoso paisaje. Nos dejó tan enloquecidos que reservamos para el próximo año dos habitaciones para ir los cinco. l año siguiente y los chicos estaban tan entusiasmados con el lugar, que volvimos en las vacaciones de los siguientes dos años al mismohotel. Después, alquilamos para todo el mes un

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na mujer se ocupaba de todo: lavado, cocina, limpieza y hacía unas ricas tortas. Mumi con los chicos se iban a principios de febrero y yo, con nuestra perra ovejero alemán Alba, iba a mitad del mes en el Fiat 600. Había comprado varios paquetes de fideos pero Alba, que se enfurecía en las estaciones de servicio con los operarios que se acercaban al coche para admirarla mientras yo estaba en el baño, rompió las bolsas, desparrama o todos los fideos por el piso. Alquilamos por dos veranos ese hermoso chalet hasta que compramos propio. Ya éramos cumbreciteños y pasábamos todos los años las vacaciones y muchos fines de semana largos en ese maravilloso lugar, caminando, nadando y haciendo largas cabalgatas. También Elena y la abuela pasaron varias vacaciones con los chicos en nuestra casa. Una vez, llegaron muy tarde a la noche y Luis se metió en una zanja. Despertó a unos conocidos para que lo ayudasen a sacar el coche. Como eso no era posible, le aconsejaron agarrar lo más necesario para sacar el coche al día siguiente con un Jeep. Lo único que sacó fueron cuatro damajuanas de vino, que para él eran lo más importante. Menos mal que estaban a cien metros de casa. Después de muchos años, comenzamos a alquilarla para el mes de febrero y el inquilino estaba tan entusiasmado que quiso comprarla. Como estaba a

kilómetros por una ruta mala y nosotros ya estábamos jubilados, cada viaje era un sacrificio. Sumando los gastos fijos del año que pesaron, decidimos con mucha pena venderla.

Como anteriormente hablé de nuestra Alba voy a contar su

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historia. Mumi tenía una perrita de pura raza perro que era amorosa y que vino con nosotros a Olivos. Una mañana la mu-chacha fue al almacén de enfrente de casa y dejó la puerta del jardín abierta, por donde la perrita escapó. En ese momento pasó la perrera y la mató con los gases del camión en el cu l la metieron. Mumi estaba muy triste, escribió al diario Clarín una larga carta compara esa acción con las matanzas con gases en los campos de concentración y fue publicada en la sección de Cartas de Lectores. Para mitigar el dolor que nos causó este hecho a todos decidimos comprar otra perra.

Un cliente amigo, que era de la comisión del Club de Ove-jeros Alemanes, me dijo que para una casa con tanto jardín, nos convendría tener una ovejera alemana y me mandó a ver una cría. Fui con Eduardo, quien tenía por entonces 14 años. Eran unos hermosos cachorros y como para mí eran todos iguales lo dejé elegir a Eduardo la que más le gustara. Enseguida señaló una y la compramos. Parecía un osito. Era viernes en la noche y fuimos a buscar a la abuela. Ella se asustó cuando subió al coche y vio semejante animal que, no obstante sus dos meses, le parecía el diablo mismo. Después la quiso mucho y les perdió el miedo a los perros.

Un domingo fuimos con los chicos a una fiesta de la policía con demostración de perros ovejeros adiestrados en el Campo Hípico. Había en un corralón un perro y un cartel que decía Gran Campeón Sudamericano. Por el nombre, Armin Vila, nos dimos cuenta de que era el padre de Alba von der Rago. Cuan-do llegó el dueño y le contamos que teníamos una hija de su

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perro, nos invitó a llevarla los domingos en la mañana al parque Avellaneda, donde entrenaban a varios perros. Alba tenía por entonces casi seis meses y a todos les parecía un hermoso ejem-plar. Desde entonces íbamos todos los domingos y, mientras Eduardo la entrenaba, Mumi y Gaby andaban en un trencito y Alberto y yo mirábamos como iba progresando la pareja de Eduardo y Alba.

Ya lista para presentarla, la inscribimos en una exposición en Monte Grande. Cuando llegamos vimos tantos Ovejeros hermo-sos que perdimos toda esperanza. Por su edad le tocó la cuarta categoría de hembras. Después de la revisión por parte del juez y varias vueltas de recorrido por el predio, vinieron las pruebas de obediencia y comportamiento ante tiros y palos. Le siguieron otras vueltas más y al final ganó Alba, presentada por Eduardo.

Nos hicimos socios del club y el tándem Eduardo-Alba ganó muchas exposiciones y nos llenamos de copas. Fueron con Mumi a Mendoza y dos veces a Rosario, donde Alba se coronó campeo-na argentina. Para ascender a primera categoría debía tener cría acreditada y tuvo cachorros. También debía someterse a otro examen de todos los trucos pertinentes y correr catorce kilóme-tros al lado de la bicicleta, siempre guiada por Eduardo.

Pasaron los años, Beto estaba terminando el secundario y después estudió Administración de Empresas. Eduardo terminó en el Nacional e ingresó en la facultad de Arquitectura. Estudia-ba de noche y de día trabajaba con nosotros. Ahorrando sus primeros sueldos, compró un pequeño velero. Se hizo socio de un club e hizo un curso de navegación. Más adelante compramos

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un velero más grande y Marta y yo hicimos también ese curso. Así pasábamos todos los domingos navegando en el río.

Un domingo en el club, Eduardo nos presentó a Nieves, su novia, quien también estudiaba arquitectura. Cuando se recibie-ron, se casaron y la fiesta se hizo en la casa de Nieves. Había mucha gente y no conocíamos a nadie. De las muchas fotos que se tomaron, apareció mi codo, al que reconocí por de mi traje. Fueron por el viaje de bodas a Europa el viaje de egresados con venta de bonos durante los últimos años facultad.

Beto también entró a trabajar con nosotros, primero en la mañana porque en la tarde estudiaba. Cuando dejó el estudio, trabajaba todo el día. Como Eduardo ya estaba bastante empa-pado del trabajo del taller y Beto había aprendido lo suficiente al lado de Mumi en la administración, pudimos pensar Mumi y yo en hacer un viaje a Europa a tía Roni y a mi hermana Ruth. Salimos a principios del otoño europeo de 1977 con el primer Jumbo de y toda la familia nos despidió en el aeropuerto de Ezeiza.

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CAPÍTULO XIII

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Era nuestra primera experiencia de volar juntos y cuando el avión levantó vuelo nos emocionamos mucho. Todo era nuevo para nosotros. En la mañana ya habíamos llegado a Madrid, adonde nos esperaba un señor que nos llevó al coche que habíamos alquilado desde casa. El auto estaba bastante usado y con él nos arriesgamos a entrar en la ciudad, que en esa época tenía poco tráfico. Encontramos, después de desechar varios lugares recomendados en el libro Europa por cincuenta dólares por día, una pensión muy linda . Caminamos toda la tarde para conocer esa hermosa ciudad. Al atardecer fuimos a la Plaza Mayor y quedamos impresionados o belleza y los antiguos edificios que la rodeaban. Nos asombró que tanta gente, y sobre todo jóvenes, circulaban por todos lados y que los bares y los restaurantes estuvieran llenos. Después de una ligera cena volvimos ya bastante entrada la noche, a nuestra pensión.

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Al día siguiente visitamos las dos grandes tiendas que nos dejaron con la boca abierta, ya que en la Argentina de entonces no había tamaños negocios ni el enorme surtido de cosas her-mosas. Seguimos recorriendo Madrid y al anochecer volvimos a la plaza, donde había mucho movimiento. Nos quedamos tres días en Madrid y después seguimos viaje por la ruta que Eduar-do y Nieves nos habían recomendado. Monumentos, monaste-rios, catedrales, castillos y todo el hermoso paisaje de Europa, que nos parecía maravilloso.

Recorrimos trece mil kilómetros en dos meses; queríamos conocer toda Centro Europa de una vez. Pasamos de España a Francia por el Loire con sus fabulosos castillos y luego a París. De allí con el coche cruzamos el Canal de la Mancha hacia Inglaterra. Antes de desembarcar, sentado ya en el coche y con un auto sport inglés al lado, le pregunté de ven-tanilla a ventanilla cómo llegar a Rustington, lugar en el que vivía mi hermana y que no figuraba en mis mapas. Me pre-guntó de dónde veníamos y cuánto hacía que no veía a mi hermana. Le dije que veníamos de Argentina y que a Ruth no la veía desde hacía treinta y seis años. Él bajó del coche, abrió el baúl, volvió con un enorme atlas de todas las rutas de Inglaterra y me mostró la ruta que tenía que seguir. Arrancó la hoja y me la dio. Yo protesté porqué arruinó su atlas, pero él me dijo que un atlas se podía comprar en cualquier librería y que encontrar a una hermana después de tantos años, valía mucho más que eso. Subió la ventanilla y a los pocos minutos subimos a tierra.

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Cuento ste y el siguiente episodio para demostrar que los ingleses están siempre dispuestos a ayudar, pero nada más allá de eso. Después de pasar sin problemas la aduana, donde nos aclararon cómo llegar al camino indicado y nos hicieron recor-dar que hay que manejar por la izquierda, llegamos a la ruta. Llovía a cántaros, la noche era negra y para colmo había que manejar con el coche por la izquierda, lo que al principio es bastante difícil, sobre todo con un coche continental. Después de unos cuantos kilómetros llegamos a Brighton y media hora después nos encontramos en un barrio residencial. Habíamos perdido la ruta. Paramos y atrás nuestro se detuvo un coche del que se bajó un señor con un paraguas y paquetes en los brazos. Se acercó y preguntó si podía ayudarnos. Le expliqué nuestra situación y que teníamos que llegar a Rustington. Nos dijo que lo esperáramos hasta que dejase los paquetes en su casa. Volvió y, después de comentar que para nosotros no sería fácil encontrar el camino, él fue con su coche adelante y así nos llevó diez kiló-metros hasta Rustington. De lejos vimos el letrero iluminado del pub y ya muy entrada la noche llegamos.

La alegría de encontrarnos después de tantos años fue enorme. Ruth y Harry vivían arriba del Pub, que era muy grande y del tipo ; como un club social. En una mesa un par de señoras estaban tejiendo, en otra un matrimonio tomaba cerveza, el perro estaba bajo la mesa y los dos chicos esperaban bajo un paraguas afuera en la lluvia porque no podían entrar e permitían perros pero no chicos. elant

mostrador, había una fila de clientes. Todas las

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público, todos eran amigos. Ruth nos había preparado un hermoso dormitorio con chocolates y bombones.

Al día siguiente conocimos a nuestro sobrino Nigel y a su novia. Nos quedamos tres días. Harry, como un inglés típico tuvo un trato muy amable pero bastante reservado con nosotros. Recién en nuestra tercera visita, cuando ya estaban viviendo en Hove, una ciudad al lado de Brighton, nos recibió con los bra-zos abiertos y llegamos a querernos mucho.

Nos despedíamos de Rustington con nostalgia, no sabíamos que íbamos a volver a vernos tantas veces. Después de pasar por Bélgica y Holanda, llegamos a Alemania. Al poco tiempo de cruzar la frontera entramos en Geldern, la pequeña ciudad donde nací. Le mostré a Mumi la que había sido mi casa y el patio donde jug de muchachito. Pasamos por Koeln (Colo-nia) con su famosa catedral y seguimos hacia el Rhein (Rin) hasta encontrar, ya de noche, un pequeño y lindo hotel.

Al otro día seguimos ese hermoso río y admiramos sus castillos o lo que quedó de ellos en la cumbre de las montañas y los enormes viñedos que suben hasta las cumbres. Después de dejar el Rin tomamos la dirección Kassel, donde nos esperaba una amiga de la tía Roni, que ya nos había reservado una habitación en un hotel. Al día siguiente fuimos con ella al hogar de ancianos donde vivía ía Roni. Estaba en un castillo atendido por . La tía, ciega, tenía una gran habitación con sus propios muebles. Nos esperó sentada en la terraza y se emocionó mucho. Charlamos toda la tarde y a la noche fuimos con

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donde la ía ya había reservado el hotel y la opípara cena. El pueblito era medieval y no tenía veredas, estaba ubicado al alambrado enorme que dividía en esa época Alemania del Oeste de Alemania del Este.

Al día siguiente fuimos a llevar a la tía a almorzar al hotel y de vuelta en el castillo charlamos toda la tarde quedamos asombrados su memoria y cómo discutía con Trude de política. Nos quedamos hasta entrada la noche y nos despedi-mos de la tía porque más de dos días era demasiada emoción para ella. Era diabética y muy frágil. Fue la última vez que la vimos porque al año murió. Era la tía que más quería.

Como se trataba de nuestro primer viaje a Europa, quería-mos verlo todo. Así fuimos corriendo como locos de un país a otro. Ya que estamos con los viajes, puedo contar que fuimos en total doce veces a Europa y recorrimos con coche los siguientes países: Alemania, Inglaterra, Holanda, Bélgica, Francia, Luxemburgo, España, Italia, Portugal, Hungría, Yugoslavia, Checoslovaquia, Polonia, Austria, Suiza, Dinamarca, Suecia, Noruega, Turquía y, al otro lado del Atlántico, el este de Canadá y la ciudad de Nueva York, en Estados Unidos. Por ahora basta de viajes, más adelante vie-nen algunos gratos recuerdos de algunos.

Nuestra perra Alba se enfermó de displasia de cadera des-pués de una operación de cáncer de mama. Mumi la llevó con el coche de veterinario en veterinario y durante muchos meses la llevábamos entre los dos con una faja con dos manijas porque no podía caminar con las patas traseras por la vereda. Cuando

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ya empezó a sufrir mucho hubo que sacrificarla. Eduardo la llevó a su casa, en Pacheco, donde ya había cavado la fosa y cuando todo terminó me llamó a la oficina para darme la noti-cia, pero no pudo terminar por el llanto. Lo mismo pasó con-migo porque ella era parte de la familia y nos había acompañado durante años.

Mientras tanto ya había nacido nuestra primera nieta, María Virginia, dos años después María Belén y otros tantos Sebastián; los tres hijos de Eduardo y de Nieves.

Beto se había casado con Leonor, cuya madre era española y el padre, ya fallecido, alemán. Ella tenía una gran familia de españoles. La fiesta, después de la tradicional ceremonia en la iglesia, se festejó en casa. Era un grupo de unas veinticinco personas y todos dijeron que nunca se habían divertido tanto. A los dos años nació Mara. Ya teníamos para entonces cuatro nietos. Beto cambió el departamento dos veces. El primero se incendió porque dejaron una plancha encendida, el segundo se inundó y el tercero era a todo trapo en un primer piso.

Los cumpleaños de los muchachos y nueras y otras ocasiones las pasábamos en lo de Eduardo con asado y en lo de Beto con enormes cantidades de sándwiches y tortas acompañados de toda la familia española de Leonor.

La madre de Nieves era una mujer extraordinaria. Había fundado una academia de arte junto al gran pintor Fray Guiller-mo Butler, donde Nieves era profesora. Nos invitó a una expo-sición póstuma de ese maestro, que falleció en su casa y regaló a Mumi un cuadro suyo con una muy linda dedicatoria.

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A sus años, Gaby tuvo su primer novio, que se llamaba Raúl. Era hijo de un médico ya fallecido y tenían una clínica atendida por su madre. La relación duró un tiempo y después del viaje de egresados del colegio a Bariloche, ella rompió brus-camente con él. Raúl vino llorando a casa a ver si nosotros po-díamos convencer a Gaby, pero como era la decisión de ella, nos abstuvimos. Años después, a la vuelta de un viaje a Brasil nos sorprendió con la noticia de que estaba de novia y nos pre-sentó a Walter. Al año se casaron y nos dieron tres hermosos nietos: Pamela, Pablo y Paula.

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CAPÍTULO XIV

La fábrica

Hasta que Mumi se retiró de la fábrica, tuvimos a una chica correntina trabajando en casa. Era todo un personaje, mantenía la casa en perfecto orden y era una cocinera excelente. Mumi hacía las compras que ella le encargaba y nunca supimos antes de sentarnos a la mesa qué hermosos platos nos serviría. Pero era muy autoritaria. Cuando yo llegaba de noche después de las ocho tenía que pedirle permiso para ducharme antes de comer y sonriendo me decía: “Sí, patroncito”. Pero si me olvi-daba de consultarle y me iba a la ducha, por poco, con cara de enojada, no nos tiraba las fuentes en la mesa.

Nuestra amistad con Haddy y Felix Kaufmann siguió firme y pasamos muchos ratos juntos. Sobre todo Mumi y Haddy se habían hecho muy amigas. Ella nos aconsejó mandar a Gaby, que ya tenía años, al jardín de infantes de la Steiner Schule, donde estaba su hijo. Ahí estuvo por tres años y cursó la primaria y la secundaria el mismo colegio. Ter-

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minó con un perfecto alemán y bastante buen inglés. Como quería estudiar para ser traductora de inglés, conseguimos un colegio para estudiantes extranjeros en Hove y Ruth encontró una familia inglesa, con la que podría vivir. Por mala suerte, empezó justo en ese momento la guerra de Malvinas. Yo estaba cargando las valijas en el coche para llevarla a Ezeiza cuando llamaron de British Airways diciendo que ya no salían vuelos de Argentina a Inglaterra y así quedó truncada la esperanza de Gaby de perfeccionar su inglés en ese país. El colegio inglés nos devolvió el dinero que habíamos pagado tomando en cuenta las circunstancias. Gaby entró en un curso de secretariado alemán en el colegio alemán de Villa Ballester, donde se recibió.

En Bonafide, en esa época mi mejor cliente, conocí a una persona que más adelante pasó a Lever con un alto cargo. Me llamó y gané otro cliente. M s tarde pasó como gerente comercial a y me llamó nuevamente. Primero les hicimos ambientaciones de baños, cocinas y livings en un set de fotografía, que tenían para armar los folletos. Después nos encargaron transformar un viejo negocio de la avenida Santa Fe en un show room de dos plantas. Era la obra más grande que h . Después de varias semanas de trabajo agotador terminamos, tras dos noches sin dormir, en la fecha señalada. Era todo un éxito y nos siguieron dando muchos trabajos. Esa misma persona pasó después como erente eneral a la firma láctea

y también para ellos hicimos exhibidores y stands.Se agregó otro cliente, , con el que durante mucho

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tiempo hicimos cientos de vidrieras y grandes presentaciones en los salones de . También hicimos reformas de sus secciones en diversas perfumerías.

Una tarde, años atrás, estaba solo en mi oficina cuando apa-reció un hombre de aspecto más o menos humilde. Me contó que él vendía broncería y me aconsejó llamar a

para hacerles displays, ya que en su negocio faltaba destacar esa marca. Como él tenía su casa en el barrio de Chacarita, pensé que se trataba de broncería para tumbas. Al día siguiente llamé y me comunicaron con el gerente, quien me dijo que ya hacía tiempo que tenía encargados unos displays a su agencia de publicidad y que por entonces no necesitaban nuestros servicios. Le contesté que siempre conviene tener dos hierros en el fuego y que me permitiera visitarlo, a lo que accedió. Al otro día fui a Munro y quedé sorprendido al encontrarme delante de una fábrica que ocupaba toda una manzana. Me recibió muy amablemente y recién entonces me di cuenta de que se trataba de una fábrica de broncería sanitaria, de distintos modelos y muy acreditada en plaza. Necesitaban displays para mostrador y yo le propuse que en vez de proyectos le presentaría prototipos sin costo. A la semana llevé tres displays con los tres distintos modelos de grifería. l quedó muy sorprendido y me encargó, para empezar, de uno de los modelos, para después los otros dos. No discutió el precio y me comunicó que pagaban al contado. Hicimos muchos trabajos para esa firma, también stands y paneles para negocios del ramo. Cuando renovamos

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rano si podía comprar de la fábrica toda la grifería y me dijo que por lealtad a sus distribuidores no podía hacerlo, pero que me las regalaría.

Hicimos dos intentos de ampliar la actividad de la fábrica. El primero, con la experiencia de los trabajos para

, pensamos en transformar los baños antiguos en modernos. El segundo, en fabricar muebles de cocina. Ambas fracasaron y nos costaron bastante plata y tiempo. Después de un viaje de Eduardo a la famosa exposición Euro Shop en Alemania, volvió con la noticia de que uno de los principales fabricantes de stands de ese país vendría a la Argentina para hablar de grandes negocios con nosotros. A Eduardo le parecía que nuestras oficinas no eran lo suficientemente adecuadas para recibir semejante visitante y se alquiló un piso antiguo cerca de Congreso. Había que acondicionarlo y amueblarlo. El visitante nunca llegó.

Eduardo se instaló allí y en un principio atendió a nuestros clientes en esa oficina. Una tarde nos pidió reunirnos allí y nos comunicó que se retiraba de la compañía para seguir con ins-talaciones en corralones de materiales, que eran clientes nuestros, y perfumerías que conocía a través de . Nos cayó como un balde de agua fría porque no teníamos ni idea de que pensaba abandonarnos, y se quedó con esa oficina.

Mumi se hizo otra vez cargo de la oficina de la fábrica y del desorden que tenía el nuevo contador. Beto se encargó de la aten-ción de clientes e hicimos muchos trabajos de vidrieras, exhibido-res y stands. La inflación reinante en el país y el sistemático retraso

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de pagos de las compañías de hacía cada vez más dificultosa nuestra operación. Decidimos poner término a mi trabajo de más de cincuenta años en el país y cerramos la fábrica en enero de 1972. Indemnizamos al personal e hicimos rematar las máquinas, muebles y materiales que se vendían a precios ridículos debido a la mala situación y

falta de compradores. Toda la venta no alcanzaba para el pago de las indemnizaciones, pero no quedó deuda ni al fisco ni a nuestros proveedores. Así me retiré como jubilado a mis cuarteles de Olivos.

Cuando Gaby terminó el estudio de secretariado alemán entró para tener experiencia en la firma con un contrato de tres meses. Después trabajó siete años en y, cuando se eliminó la sección donde trabajaba, pasó a Siemens.

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CAPÍTULO XV

Amigos

Retrocedo un poco con mis recuerdos. Conocimos en nuestra primera estadía en La Cumbrecita a un matrimonio que paraba en el mismo hotel. La señora y Mumi simpatizaron desde un principio, pero él era muy reservado. Recién en el tercer año nos empezamos a tratar y nos hicimos muy amigos. Son Max y Eva Giesen, de Lomas de Zamora. Sus dos chicos tenían un año más y un año menos que Gaby y desde entonces hasta ahora son nuestros queridos amigos.

Cuando cumplí 60 años volamos con Mumi a las cataratas del Iguazú, donde pasamos unos hermosos días. En dos ocasio-nes pasamos unas semanas en Brasil, cerca de Río de Janeiro, en la Barra de Tijuca, en un gran departamento que era de los padres de una amiga de Gaby, quienes habían pasado dos veces las vacaciones en nuestra casa de La Cumbrecita. Estaba ubica-do en el duodécimo piso de una de las cinco torres que confor-maban un fabuloso complejo. Tenía piscina, canchas de tenis,

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un hermoso restaurante ubicado en un deck sobre un gran lago artificial con peces y patos. También había un servicio gratis de micros a los supermercados vecinos y al centro de Río. El enor-me balcón tenía vista a la izquierda hacia los morros y a la de-recha hacia el mar.

En esa época Mumi me empezó a insistir para que comen-zara yoga, que ella practicaba desde hacía un tiempo y que seguimos practicando hasta ahora. También nos hicimos so-cios de Amigos de la Música y el Mozarteum, asisti o a conciertos, óperas y ballet, en compañía de Eva y Max. A veces me quedaba dormido; después de largas horas en la fábrica me vencía el sueño.

Hace treinta años Mumi conoció en el instituto Goethe a Anita y se hicieron muy amigas y, junto con su esposo Pepe, sigue la amistad y pasan muchos fines de semana con nosotros.

En uno de nuestros viajes paramos unos días en Yugoslavia, sobre la costa del Adriático. En la playa conocimos a un matri-monio de alemanes de Berlín, Guenter e Inge. Simpatizamos y nos invitaron a visitarlos en nuestro próximo viaje. Así nos volvi-mos a ver dos veces en Berlín, donde vivían a veinte minutos del centro y a cinco de un hermoso bosque con ciervos, arroyos y puentes. En otro viaje nos encontramos en Doebrach, Franconia, donde tienen un hermoso departamento de veraneo. Cuando se jubilaron los dos, vendieron su casa de Berlín y compraron otro departamento en Goessweinstein, en la Baja Bavaria, que tiene desde una gran terraza una vista sobre ese hermoso pueblo y las colinas circundantes. Ahí los visitamos también en uno de nues-

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tros viajes, en los que hicimos varias excursiones con el Mercedes de Guenter e Inge. Nació una gran amistad y continuamente nos comunicamos por fax o teléfono. Hace dos años nos encontramos en Mittenwald, un pueblo muy típico de la Alta Bavaria y pasamos una semana haciendo diarias excursiones, siempre en el Merce-des. Este año volvimos a encontrarnos en el Zillerthal en Austria, rodeado de las altas montañas de los Alpes, que subimos en coche y a pie. Guenter está ahora enfermo de cáncer, pero no quiere operarse y por ahora no siente molestias, pero me temo que esta enfermedad sigue avanzando.

Cuando los chicos se casaron, la casa de Olivos nos resultó muy grande y nos mudamos a La Lucila. Trabajamos casi dos meses para acondicionar esa casa, que estaba en un estado la-mentable. Rasqueteamos, pintamos, empapelamos y se hicieron completamente de nuevo el baño y las persianas. Al fin llegó el día de la inauguración, que festejamos juntos con varios matri-monios amigos.

Una mañana encontramos en la vereda frente a casa una cajita de zapatos con tres gatitos recién nacidos, con los ojitos cerrados. Pensamos que estaban muertos, pero al tocarlos em-pezaron a moverse. Eran un machito y dos hembritas. Los lle-vamos a casa y empezamos la lucha para hacerlos sobrevivir. Por un lado, los alimentábamos según indicación de la veterinaria cada tres horas. Primero con jeringa, después con mamadera de muñeca, hasta que al final le dimos alimento en lata. Por otro lado, hubo que ayudar a su digestión, que era el problema más grande. Para reemplazar

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Mumi les frotaba la pancita con agua caliente. Como eso no causó el efecto deseado, probamos con vaselina l quida, que tampoco les hizo ir de cuerpo. Parecían lauchitas con la panza hinchada. Compramos supositorios para bebés y ¡qué alegría cuando ! El macho se lo quedó Beto, una de las gatitas una señora que trabajaba en su casa y nosotros adoptamos a la más tranquila, que ahora, con sus años, pesa doce kilos y se llama Blacky.

Retrocedo ahora unos cuantos años. Viviendo en Olivos llegué un sábado en la tarde a casa y me comunicaron que en un sillón de la terraza se había instalado una gata y no sabían si estaba enferma porque no se movía. Me acerqué, la toqué y me di cuenta de que estaba bastante viva. Flora, la mamá de Mumi, aconsejó no darle comida para que no se quedara.

de noche y como la gata no se movía del sillón, a Mumi le dio lástima y le llevó un plato con leche que devoró. Como la abuela había pronosticado, no nos dejó más. Formó parte de la familia y la quisimos mucho. Tenía varios admiradores en el jardín, así que la llamamos Florcita. Uno grandote espantó a los demás y fue el padre de sus hijitos. Con una nos quedamos y la llamamos Tindy. Era hermosa. En Olivos teníamos a un jardinero y, como el gato molestaba de noche con sus maullidos y dejaba sus señales justo debajo de la ventana de nuestro dormitorio, pedimos a ese hombre que lo metiera en una bolsa y lo dejara en un lugar poblado. Cuan-do volvimos a casa de noche y buscamos a Florcita, nos dimos cuenta de que en vez de al gato se la había llevado a ella.

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Nos causó mucho dolor porque la queríamos mucho. Re-corrimos con el coche muchos kilómetros buscándola y pusimos carteles por todos lados, pero sin éxito. Tindy nos acompañó a a Lucila y después, junto con Blacky, hasta nuestra actual casa en La Plata, donde murió hace varios años.

Otra vez en Olivos. Una noche apareció Walter con una ca-chorrita. Era la hija de una ovejera de ellos, que accidentalmen-te se cruzó con el setter de un amigo. Como hacía poco que había muerto inesperadamente una hermosa ovejera que teníamos, la recibimos. No sabíamos lo que saldría de este bichito, pero al crecer fue un hermoso animal: una setter con manto negro y un carácter muy dulce, llamada Xuxa (el nombre l habían dado los chicos). La queríamos con locura y nos acompañó du-rante trece años. Se enfermó de cáncer de mama y murió después de esperar a que volviéramos de un viaje. Fue al día siguiente de nuestro regreso. Yo lloré mucho, Gaby vino enseguida y se la llevó para enterrarla en el campo de ellos.

Su marido, Walter, había instalado un criadero de ranas toro cerca del pueblo de Los Hornos, en La Plata. Era en una quinta muy grande con una casa señorial de siglo atrás, adonde se mudaron, por lo que Gaby, embarazada de Paulita, renunció a . En ese lugar, que tenía un enorme parque, pasamos varios fines de semana. Cuando el dueño de la finca quiso disponer de la casa, se mudaron a otra en pleno campo cerca de la ruta a Mar del Plata, donde criaron primero ranas y después peces tropicales. Pasamos muchos fines de semana con ellos. Primero íbamos con nuestro coche

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encontrábamos los viernes a la noche con Walter en el centro, donde trabajaba en una veterinaria, y el lunes la mañana volvíamos a Capital con él.

Vivíamos en La Lucila, a cuatro cuadras de la estación de tren, que nos llevaba en veinte minutos al centro y teníamos colectivos para todas partes. No necesitábamos coche para mo-vernos. Dos veces a la semana íbamos a nadar a la pileta cubier-ta de un colegio, que se habilitaba desde las seis de la tarde para mayores. Caminábamos quince cuadras para ir y, después de nadar media hora y de una ducha caliente, volvíamos cami-nando también a casa tanto en invierno como en verano. Com-pramos dos bicicletas y casi diariamente pedaleábamos por el camino de ciclista, que se instaló al lado del Tren de la Costa, hacia San Isidro. Las compras las hacíamos en un supermerca-do a dos cuadras de casa.

En esa época me una arritmia al visitar al médico para solicitarle unas recetas. Él me tomó el pulso y me mandó a hacerme enseguida un electrocardiograma. Cuando vio los resultados me llevaron a terapia intensiva, donde pasé dos días. Los médicos se sorprendieron porque no había tenido ningún síntoma. El tratamiento duró un año y cada quince días me sacaban sangre para establecer la del remedio que me correspondía para ese lapso. A , tenía que tomar media aspirina y Atlansil, que debo seguir tomando hasta los años. En dos ocasiones, varios años después, se repitió la arritmia, pero el cardiólogo del Hospital Italiano La Plata lo resolvió en pocas semanas.

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Al poco tiempo de vivir en La Lucila, sentí dolores en mi hombro derecho que se hicieron cada vez más agudos y hasta insoportables. Después de varios estudios se resolvió que debían operarme. Me pusieron un tornillo de centímetros en el hombro, cortaron un sobrehueso y arreglaron no sé qué daños que ste había causado. La recuperación fue dolorosa y la rehabilitación duró semanas, pero quedé perfecto.

Al cansarnos del ruido y del tráfico que aumentó tanto des-de la inauguración del Tren de la Costa, pensamos en retirarnos a un lugar más tranquilo. Buscamos algo cerca de Gaby y en-contramos una casita en un country, que se llama Club de Campo la Torre. Está a dos kilómetros del pueblo Abasto y a diez de la casa de Gaby. Estaba en estado lamentable y nos costó mucho dinero transformarla de acuerdo a nuestro gusto. La obra duró casi cuatro meses; agregamos un garaje, un baño, armarios, cocina y todo para que sea nuestro hogar. Quedó realmente linda y los vecinos no podían creer que lo

sin arquitectos. Plantamos arbustos y flores en el gran jardín, adelante y detrás de la casa.

En esos años viajamos a México, que nos fascinó, y pasamos una semana en la Isla Cozumel en el Caribe. Tiempo después pasamos una semana en Bahía (Brasil) y otra en Costa de Sauipe, un paraíso tropical. Durante los últimos viajes nuestros animalitos quedaron en casa de Gaby, que ya tiene diez perros propios y siempre alguno en pensión mientras sus dueños están de viaje.

Ya un año antes de la muerte de nuestra Xuxa, Gaby trajo una tarde a una cachorrita fox-terrier de pelo duro. Es la hija

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de una de pura raza que tenían ellos y pasó un mes en una jaula en la vidriera de una veterinaria. Como no se vendió, la trajo y nos enamoramos enseguida, parecía una ovejita blanca. Nos quedamos con ella y Xuxa la adoptó con cariño. La llama-mos Puppe, que en alemán quiere decir muñeca.

Después de la muerte de Xuxa quedó muy solita. Gaby tenía un cocker spaniel de la misma edad que ella y después de un tiempo lo trajimos a casa. Es un hermoso ejemplar y muy cari-ñoso. Los dos se hicieron muy amigos y se aman verdaderamen-te. También se llevan bien con Blacky. Ella duerme de noche entre nosotros dos, y los tres la siesta conmigo.

Viviendo en La Lucila, después de vender nuestro coche, no me daban más el carnet de conducir por mi vista. Yo tenía cataratas y el oculista que me trataba aconsejó no operarlas. Cuando nos mudamos al campo necesitamos otra vez un coche y compramos un Renault Clio. Pero ahora Mumi tenía que manejar. Durante dos viajes por Europa, manejó ella sola y, desde ya, también por aquí y a la Plata y a Buenos Aires. Mane-ja a las mil maravillas. Recién después de varios años, nos decidimos a cambiar de oculista y p s en manos de Evi Zechner. s la hija de los dueños del hotel donde pasamos los primeros años en La Cumbrecita y jugaba con Eduardo durante nuestras vacaciones. Ahora es una eminente oftalmóloga y me operó primero un ojo y al mes el otro. Desde entonces veo perfectamente y necesito los anteojos únicamente para leer. El blanco es más blanco y el cielo más celeste y todos los colores más intensos. Pero durante m s de

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estoy tan acostumbrado a tenerlos sobre mi nariz que si no los tengo puestos me falta algo. Así que uso bifocales, arriba neutro y abajo para leer. Para ver la televisión me los saco porque si veo los colores más claros.

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CAPÍTULO XVI

Mi familia

Como broche final de este largo “bla bla bla”, dedico este último capítulo a nuestra familia.

Eduardo, después de representar fábricas de cerámica espa-ñolas en varios países sudamericanos e instalar supermercados de materiales, además de otros negocios desde oficinas nuevas y con la colaboración de Nieves, se fue a trabajar a Chile para una de las más grandes compañías de ese país. Al principio, estaba como freelance y ahora como erente de lanificación para Sudamérica. Tiene un departamento en Santiago y viaja constan-temente a Bolivia, Colombia y Buenos Aires, donde Nieves atien-de las oficinas. Muchos fines de semana ella vuela a Santiago y otros, Eduardo viene aquí. Nos visitan muy a menudo.

Beto siguió con nuestro anterior trabajo, sobre todo con stands de exposición. En vez de instalar su propio taller, maneja todo con subcontratistas desde oficinas justo en frente de su departamento, evitando así renegar con el personal. Tiene mucho éxito e instaló

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cientos de stands, también en ciudades del interior del país. Hace unos días ganó el primer premio por un stand que presentó en la Exposición Rural. En cuanto a lo personal, se separó de Leonor y un año después se casó con una joven viuda de Córdoba con dos hijos adolescentes. Se llama Nancy (la apodan Nan) y ayuda a Beto en la oficina. Leonor se quedó con el departamento, que queda justo en frente de donde vive ahora Beto con su familia. Cuando el trabajo se lo permite, nos visitan algunos domingos.

Ahora le toca a Gaby. Vive a pocos kilómetros de nosotros en una amplia casa en medio del campo. La vemos a ella y a sus chicos muy a menudo. La mayoría de los domingos vamos a su casa, donde Walter prepara un buenísimo asado. En las vacacio-nes de verano pasan muchos días con nosotros y los chicos tam-bién se quedan a dormir. Tienen aquí a sus amigos y si no están en la gran pileta o andando en bicicleta, miran televisión. Gaby tiene mucho trabajo: las tareas de la casa y el colegio de los chicos, que queda a quince kilómetros y hay que llevarlos y buscarlos. Las chicas juegan al hockey y tiene que llevarlas al entrenamien-to y a los partidos y ni hablar de los cumpleaños de los compañe-ros. Todo queda lejos. Desde hoy empezó a trabajar en un acua-rio que tiene con una socia. Con la experiencia que Walter tiene con peces de colores y tropicales esperemos que tengan éxito.

Ahora les toca el turno a los nietos.La primera que apareció en este mundo fue Virginia.

Ahora tiene 25 años, es tod una arquitecta y trabaja en un estudio. Estuvo durante las vacaciones del secundario con la familia de mi sobrino Nigel en Inglaterra. Más tarde, ya en la

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aprovechó los meses de vacaciones para trabajar en Inglaterra y en los Alpes franceses. Consiguió esos trabajos por Internet. Siempre visitó a su tía Ruth, quien comentó que habla inglés como una inglesa.

Dos años más tarde nació Belén. Hizo el primario y el secundario, igual que su hermana, en un muy buen colegio inglés. Al igual que Virginia, aprovechó las vacaciones de la facultad para trabajar en Inglaterra y así perfeccionar el idioma. Para fin de año termina su estudio en la universidad y ya traba-ja en un importante estudio de arquitectura.

El benjamín de la familia de Eduardo y Nieves es Sebas-tián. Fue al mismo colegio que sus hermanas y estuvo también por tres meses en Inglaterra, donde trabajó como repartidor de sándwiches y mozo de restaurante. A la vuelta nos contó algunas anécdotas que nos hicieron reír mucho. Estudia Ad-ministración de Empresas, pero lo que más le gusta es tocar la guitarra y el piano.

Ahora le toca a la hija de Beto. Mara va a cumplir años y, desde que su papá se casó de nuevo, se fue a vivir con él. Se entiende mejor con Nan que con su madre y los dos mucha-chos son para ella como sus hermanos. Empezó a estudiar Dere-cho, pero lo dejó y ahora está trabajando. Pasaron las vacaciones de verano de dos años de aquí en el country, donde alquilaron una casa frente a la nuestra. Hace mucho que no la vemos.

Al final los tres enanitos de Gaby, que la más chica de 12 años ya me pasó en altura y ni hablar de los mayores. El papá mide y Gaby también es alta.

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Empezamos con Pamela: tiene años y tiene que inclinarse para besarme y abrazarme. Iba a un colegio muy bueno donde tenía como idiomas el inglés y el italiano. Muchas veces asistimos a fiestas y acontecimientos. En dos oportunidades me pidieron en el ía del nmigrante porque era el único inmigrante directo, ya que

muchos padres eran hijos de ellos. En el viaje de egresados a Bariloche no encontraron a que los acompañara. A Gaby se le ocurrió la idea de proponer a Virginia, que no s lo es una chica responsable sino que también una buena esquiadora. Les pareció bien y para no perderse la oportunidad de esquiar, también se acopló Belén. L s fuimos a despedir al colegio. Virginia llevó su tabla de snowboard y los equipos de esqu . Como era invierno y había mucha nieve, todos aprovecharon enseñanzas y se divirtieron mucho.

Al terminar el secundario y recibirse, hubo un acto en el colegio y Pamela llevó la bandera porque era la mejor alumna. Entregaron los diplomas y cuando la profesora destacó todas sus cualidades, nos emocionamos mucho. Ahora estudia con entu-siasmo periodismo de noche y también hace un curso de inglés para perfeccionarse. Es una chica encantadora y muy cariñosa.

Pablo tiene años y crece de semana en semana. No sé hasta qué altura va a llegar. Va al mismo colegio, pero mucho no le gusta estudiar. Es un muchacho muy inquieto; parece tener un cohete en el cuerpo. Es el que más noches se queda con nosotros. Se porta muy bien y ayuda a la abuela en la coci-na, que le gusta. Cuando me levanto a la mañana ya está en el

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sofá del living mirando la televisión. Durante las vacaciones pasa muchos días con nosotros, tiene muchos amigos y amigas; aquí todos lo quieren mucho.

Paula, de años, es una chica muy responsable, que se toma en serio tanto el estudio como el hockey y todo lo que hace. Es la más ordenada de los tres y a veces algo enojosa, pe-ro el enojo se le pasa pronto. En las vacaciones tiene dos amigas aquí y las llamamos las tres mosqueteras porque están siempre juntas. Está cada día más linda y grande.

Nuestros siete nietos son todos hermosos y los queremos muchísimo. Cuando miro la foto desde la cual los siete me mi-ran con sus caras sonrientes y sus ojos claros me emociono. Y viendo la otra con mis tres hijos me siento orgulloso de tener una familia tan linda.

Al final quiero dedicar unas líneas a mi amada Marta (o Mumi), que con su amor y preocupación me cuidó durante tantos años en momentos buenos y no tan buenos. Hemos sido compañeros inseparables y nos queremos mucho. Ha criado a los tres chicos y es una abuela chocha con sus siete nietos. Te-nemos los mismos gustos: a ambos nos encantan los animales, los libros, la música y el color del cielo al anochecer. Hacemos todo juntos, las caminatas con nuestros dos perros, el yoga, las compras, las diligencias, el médico; en fin, todo. Gracias por los lindos años que viví a tu lado, te quiero mucho.

Así termino mis memorias, dedicadas a mis nietos.El abuelo

Diciembre de 2005

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Werner a los 15 años. El acordeón, un fiel acompañante.

Con sus compañeros de Lindomalt Werk durante una excursión.

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Una excursión con sus amigos a la costa del Mar del Norte, en Holanda.

Con sus compañeros del club de box, donde practicaba varios deportes.

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Sus hermanas, Ruth y Edith.

Junto a Helmut Zanders, el hermano de Edith que murió en Auschwitz.

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Junto a dos de sus compañeros de aventuras en los Montes Eifel.

Con sus amigos en uno de los fines de semana en la cabaña del bosque.

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Su primera mujer, Mara. Con su amigo polista, en Nono.

Sus tres hijos: Gabriela, Eduardo y Alberto.

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Una de sus vidrieras, diseñada y pintada por él.

Werner en su taller de TONSA.

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Vidriera de TONSA a la calle por el Día de la Industria.

El taller de Rosario: caluroso en verano y helado en invierno.

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Werner con su segunda mujer, Marta. Junto a sus tres hijos.

Con toda su familia: hijos, nietos, bisnieto y perritos.

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Agradezco a Marta y a Pamela especialmente por la colaboración en rectificar algunos errores de ortografía y sintaxis.

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