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1 Mientras que Némesis duerme (La ira en la piel) jorge márquez

Mientras que Némesis duerme (La ira en la piel)

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1990. Teatro. No estrenado.

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Mientras que Némesis duerme (La ira en la piel)

jorge márquez

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Acto Primero

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Escena I

Era una especie de granero abandonado, sí; un lugar grande y vacío con sólo un ventanal,

a la izquierda, por donde entraba poderosa la luna llena. Debajo, recuerdo, había una puerta

gigante atravesada de lado a lado por un madero. Y en el suelo, una mesa, cuatro o cinco

yacijas y algo de paja esparcida; como en el piso alto: una especie de doblado o desván sin

pared, de madera vieja, que se extendía no sólo hasta el fondo, sino también por los lados, de

forma que desde allí, desde el ala izquierda de este desván, bien podía uno asomarse a la

ciudad por aquel ventanal enorme. Y allí, precisamente, intentando sin fortuna conciliar el

sueño, se removía agobiada por el calor la joven María; y a su lado, Lucrecia; y en frente, en

el otro ala, Ambrosia (silenciosa, irascible y, para ser justos, pequeña de estatura, escurrida

de carnes y fea de rostro). En el centro, Alonsa.

Alonsa... Cómo hablar de ella sin mencionar a Juanón... O Juanorro, que nunca supe bien

cuál era el nombre que le tenían puesto. Alonsa y Juanón, pongamos por caso. Gordos los

dos, grasientos inseparables; dominadora y procaz ella, atontado y torpe él. Pues bien, allí

estaban; ella, bocabajo, la barbilla sobre los brazos cruzados, mirando aburrida hacia el

piso de aquella casona; y él, como casi siempre, montándola tenaz. Sí..., copulando con ella a

ritmo perezoso mientras hacía crujir el entarimado con una enervante lentitud incansable. En

realidad, dicho queda, poco más sabían hacer.

Y abajo, la madre, la madrecita, buscaba en los oscuros ladrillos la respuesta a sus

angustias. Cerca de ella, Claudia, la mujer más hermosa que en mi larga vida he visto jamás,

miraba al recuerdo por preguntarse, una vez más, si volvería a vivirlo.

Creo haber mencionado ya que transcurría, si no me falla la memoria, alguno de los

últimos años de aquel siglo dieciséis.

LA MADRE — ¿Duermes, Claudia?

CLAUDIA — ¿Y cómo podría, madre?

LA MADRE — Nadie duerme hoy aquí. Unos por un motivo... (se refiere a Alonsa y

Juanón), otros, por otro... Y este calor maldito que hasta a las moscas agobia. (Suspira.) ¡Dios

mío! ¿Cuándo terminará todo!

Claudia mojaba el pañuelo en el agua de la jofaina y con él se frotaba los brazos, el

cuello, el pecho.

ALONSA — (Por decir algo.) ¿No se duerme, madrecita?

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LA MADRE — (Negando con el gesto.) Espero a que terminéis, Alonsa. No podría

conciliar el sueño con tanto crujir de tablas. Y luego está que una no descansa tranquila

pensando que en cualquier momento se le viene el cielo a la cabeza.

ALONSA — (Conciliadora.) ¡Madrecita...! ¿Y qué mal hago yo en dar sosiego a este

hombretón, si tanto calor los nervios le ataca?

LA MADRE — Sí... Y a ti, que mucho te place calmarle.

ALONSA — Ya verá, madrecita, cómo de aquí a nada se desahoga. Luego, medio

dormido, me tienta el pezón, y en cuanto se lo pone entre los dientes, empieza a roncar como

un bendito. Y así, así... hasta el alba.

LA MADRE — Ya se nota, ya, que el tuyo es hombre de teta y poco más. Si lo tuvieras

como las otras, por esos mundos del Señor, buscando la muerte, (lo rumia para sus adentros)

que el día menos pensado se la tragan toda entera en cualquier rincón oscuro y hediondo…

Quejoso como un buey moribundo, dio de sí lo suyo el dicho Juanón en tal momento y

fundióse el su gemido al eco de aquellas palabras de la madrecita con tan rara fortuna que al

llanto de una muerte niña recordara, así que todos sintieron un como escalofrío del cuerpo

entero.

ALONSA — Ea, ya está. ¿Lo ve? Vamos, Juanón; no te duermas ahora. (Intenta quitárselo

de encima.) Espera, hombre... (Lo consigue, por fin.) Espera. (Se sienta, acomoda al hombre

en su regazo, saca un pecho, Juanón se agarra a él y, en efecto, se irá quedando dormido.)

Mire, madrecita: bien cierto es que mi Juanorro para poco más sirve que tentarme la

entrepiernas y perderse por mis faldas, a fin de cuentas de un niño estamos hablando, que de

eso tiene las entendederas. Y con tan poco que vale, bien me lo cuido; conque si fuera hombre

entero, como el de otras, jure por la Virgen Santísima que no salía de mis refajos.

LUCRECIA — ¿Es que se respira bien entre tus refajos, Alonsa? Porque quien más, quien

menos, a todos nos ahoga este aire; pero nadie se esconde bajo las faldas de nadie ni oculta la

cabeza entre las pajas; nadie... menos tú y ese fuñique tuyo.

ALONSA — ¡Bah! Que el diablo me escupa si tanto valor no esconde envidia. Héroe

muerto ni llena tripas ni calienta camas, Lucrecia; y si no, pregúntale a la madre por sus días

de ayuno y sus noches de llanto. ¡A qué enterrarse en vida! Monjas sobran hasta para casar

frailes.

MARIA — Puede que seamos monjas, quién lo sabe. (Triste.) Puede que nuestros hombres

estén muriendo ahora a manos de esa guardia asesina. (Burlona.) Pero si mueren será por

valientes, y no picados de la tarántula, como alguno que yo me sé.

ALONSA — (Desasida de su hombre, se incorpora.) ¡Eeeeeh...! ¡Cuida esa lengua, María,

que hasta este punto nadie ha ofendido, y que es de mala sangre hacer burla de males! Yo...

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no digo que tu hombre no sea valiente, que lo será; y el tuyo, y el tuyo, y el de todas. Lo que

yo digo es que gastan su valor en vana cosa, bien lo sabe Dios.

MARÍA — ¿Vana cosa ser libres, Alonsita? Para ti y tu Juanón puede. Como a ti no hay

rey que te quite de retozar con tu hombre entre las mieses, ni de darle de comer a tu gusto

cuando puedes, ni de bañarlo en las aguas del arroyo cada vez que te place... (tapándose la

nariz y burlándose), que es bien de tarde en tarde, por cierto.

ALONSA — ¡Y más feliz que un choto!

LUCRECIA — Tanto se te da a ti lo que ocurra en calles, campos y palacios. Tú, con algo

de gallofa, media libra de queso y un jarro de vino, ya te tienes por bienaventurada.

MARÍA — ¡Y que reviente el mundo, mientras tengas una yacija donde revolcarte con tu

Juanón!

ALONSA — ¡Y más feliz que un choto, sí señora! A Dios pongo por testigo, a Dios y a la

Virgen Santa, de que nada quiero de este mundo más que una esquina donde vivir y un rincón

donde morirme. Pero, eso sí, con mi Juanorro, (triste) que poco me ha de durar, y bien

aprendido que me lo tengo. (Cambiando, despectiva.) Y lo demás, cosa vana; os lo digo yo,

como Alonsa que me llamo.

LUCRECIA — ¡A vueltas!

ALONSA — ¡Cosa vana, Lucrecia, cosa vana! Rey no hay más que uno, y ése es el rey

Sancho; y nadie nos pregunta porque a nadie le importa si bien o mal nos parece.

AMBROSIA — (Sentenciosa, alterada, como si hubiera contenido su cólera hasta no

poder más.) Rey no hay más que uno, es cierto; y es ese hijo de puta asesino porque nosotros

consentimos en que lo sea.

ALONSA — ¿Nosotras?

AMBROSIA — ¡Nosotras, sí! ¡Nosotras y este pueblo que se muere de hambre entre

cállate y duerme! (Encarada con Alonsa.) ¡Nosotras! ¡Y tú, la primera!

ALONSA — (No lo esperaba.) ¿Yo?

AMBROSIA — ¡Tú, con tu agachar la cabeza y agradecer las limosnas; tú, con tu Dios y

tu Virgen y todos tus santos, tan hartos de comer que ya ni siquiera escuchan rezar! (Se

acerca a ella.) ¡Tú, con tu tener más que de sobras con ponerte por manta a ese cerdo, sin

nada mejor que hacer que calentarte los bajos!

ALONSA — (Enfurecida.) ¿Mi Juanón?

AMBROSIA — ¡Tu Juanón!

ALONSA — (Casi llorando de ira.) ¡Más quisieras tú que tener un macho que te hurgara

en las entrañas; veríamos entonces que con las bocas llenas, (enfatizando sarcástica) las dos,

se te iban del pensamiento tanta bobería y tanto plantarle cara al vendaval! (Atroz en su

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burla.) ¿Quieres que te preste a mi Juanón para que te llene por lo menos una boca? (Ríe con

falsas carcajadas.)

AMBROSIA — (Hundida o a punto; colérica aún.) ¿Y la otra, hija de mala puta? (Gime.)

¿Quién me llena la otra?

ALONSA — (Cruel, sin burla.) La otra, si te es he de mucha necesidad..., también mi

Juanón.

AMBROSIA — (Como sin fuerzas, llorando ahora abiertamente de rabia.) ¿Quién me

quita a mí esta hambre? ¿Quién nos quita el hambre a todos? ¿Tu Juanón? (Recuperando su

ira.) Madre tendrías que ser del mismísimo rey Sancho, y tu Juanón, su hermano bastardo.

(Yéndose hacia ella agresiva.) ¡Así arrojes por tus bocas cien monstruos peores que ése y te

devoren! (Grita histérica y se abalanza contra ella.) ¡Hija de mala puta!

Lucrecia y María corrieron a separarlas. Era un alboroto de paja, gritos, arañazos y

algún que otro cabello.

LA MADRE (si pudiera oírsele.) — ¡Dios mío! ¡Cuándo acabará todo!

Mientras, Claudia, con las piernas abiertas y la jofaina entre ellas, con el gesto

preocupado y como puesta la cabeza en otros más graves pensamientos, se refregaba el paño

húmedo por los brazos, por la nuca y el pecho.

A aquella infernal algarabía vinieron a unírsele de pronto unos golpes angustiados en la

puerta. Las de arriba, entonces, callaron, dejaron de pelear. (Ambrosia, por cierto, lloraba

tendida sobre el suelo del desván, y Juanorro..., bueno, dormía como si con él no fuera, que

no iba). Las de abajo (Claudia y la madre) corrieron a levantar el travesaño de madera. Y se

abrieron aquellas puertas enormes y entraron, como perseguidos por el mismo diablo,

Fernando, Sebastián, Julián y Rodrigo. Julián, el pequeño Julián, herido en la frente o en la

cara, pues no era posible distinguir de dónde le manaba tanta sangre que le manchaba el

rostro entero y hasta la pechera de su camisa blanca. Luego, Fernando, Sebastián y las

mujeres volviéronse para cerrar las puertas. Quiso preguntar Claudia, y Fernando, su

hombre, la hizo callar tapándole con su mano la boca. Todos quedaron mudos, sin apenas

respirar. Lucrecia y María se detuvieron a mitad de su camino en la escala; incluso la joven

Ambrosia, presintiendo el miedo, silenció sus llantos. Recuerdo que aquí pasó mucho rato sin

que otra cosa ocurriera fuera del tiempo y las miradas. Luego comenzó a oírse en la

distancia el resonar de unos cascos de caballos que se acercaron hasta sentirse junto al

portón mismamente. Una mosca se oyó posarse en la nariz de la luna. Jinetes y monturas,

alejándose, por fin se perdieron. Cuando ya nadie pudo, por más que se esforzó, percibir en

las piedras del suelo el trote de la caballería, el músculo volvió a su sitio y el corazón a su

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reposo. Lucrecia y María bajaron a toda prisa; la una se abrazó a su hombre, Sebastián; y la

otra ayudó al suyo, Rodrigo, a recostar sobre el suelo con mucho mimo al pequeño Julián.

(Un segundo tuvieron, a pesar del ajetreo, para besarse las miradas antes de seguir con el

adolescente luchador, a poco más y desmayado). Era digno de verse aquel encuentro: ellos,

sudorosos y jadeantes, mas felices por regresar con bien; ellas, trémulas y emocionadas, por

igual razón más dichosas si cabe y musitando entre lágrimas el nombre querido.

Acudió la madre por otra jofaina —o la misma, que esto no lo recuerdo bien— y enjugó la

herida con paños blancos que pronto enrojecían. Sebastián subió corriendo la escalera y se

asomó al ventanal por ver qué había sido de la guardia que les acosaba. María fue tras él. Y,

en fin, Claudia recuperó su pasado, al menos por una noche más, pues bien fuerte y

angustiadamente —no se me desdibuja— abrazaba a su marido, el célebre Fernando (quien,

con serlo mucho, nunca a los ojos de este humilde servidor tan alta gloria alcanzó como la

hembra que entre sus brazos ahora temblaba).

FERNANDO — ¿Qué hay, Sebastián?

SEBASTIÁN — Ni rastro se ve de esa maldita patrulla.

LUCRECIA — Que el diablo les guíe.

MARÍA — A ellos y a su rey.

CLAUDIA — (Ansiosa.) Fernando…

FERNANDO — Mala traición hemos sufrido, Claudia. Alguien advirtió al gobernador de

que estábamos en casa de Rui León y de lo que allí se tramaba.

MARÍA — ¡Cómo!

RODRIGO — Voces de alto en nombre de la justicia y correr de todos nosotros, como si

hubieran sonado campanas. En la puerta trasera, por donde huíamos, nos aguardaban siete. Al

capitán le espantamos el caballo y dio con los huesos en tierra, tres salieron mal heridos...;

pero de los otros, dos rodearon al pequeño con sus monturas; el uno le golpeó en las espaldas,

y el otro logró alcanzarle con el asta de la lanza en plena frente.

LUCRECIA — ¡Pobre niño!

LA MADRE — No sé por qué tan ciego empeño en llevarlo con vosotros a peligros y

reyertas.

SEBASTIÁN — Nadie le reclama, pero es gallardo y de brava sangre, y en nada ocupa

mejor las fuerzas de su juventud que en luchar por la libertad de los suyos.

ALONSA — (Que se dedica a lavar con mimo las partes infectadas de su Juanón.)

Locuras. A saber por dónde haya de salirle tanta brava sangre el día menos pensado.

RODRIGO — ¡Alonsa! Creíamos que estarías descansando de tan trabajada vida como te

impone el destino.

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Todos sonrieron…

ALONSA — No es poco esfuerzo lidiar alguna que otra vaquilla (mira a Ambrosia) de

cuando en cuando. Mas hay labores y labores, y quién dice que no sirva yo al mío más de lo

que vosotros servís a los vuestros. Aunque no con sangre, por cierto, que el virgo me queda ya

por el octavo día de las creaciones de Diosnuestroseñor. Descansar él y hacerme yo hembra

fue todo uno. (Se santigua.)

...Y festejaron aquellas malditas ocurrencias de Alonsa, no tanto, digo yo, por la gracia

que tuvieran, sino por el mucho miedo y ahogo que todos habían pasado. Sí..., reían. Sólo la

madre, fruncido el ceño, se afanaba en lavar la cara de Julián y vigilarle las calenturas que

empezaban a entrarle. Y, bueno; ahora que recuerdo, tampoco Claudia sonreía: asida a

Fernando por la cintura, intentaba alejar de sí los pensamientos que tanto le angustiaban. Ya

se sabrá por qué.

LA MADRE — Aquí es donde debiera estar esta criatura; aquí, haciéndose hombre de paz,

aprendiendo letras y manejando el arado.

FERNANDO — ¿Letras? ¿Letras para qué? ¿Le explicará letras al rey cuando ordene su

muerte?, o tal vez con letras le convenza de que otra cosa dispusiera. Las letras no liberan al

pueblo de la tiranía, madre, sino el brazo fuerte capaz de estrangular el poder del rey.

LA MADRE — Bueno está, que yo ya no tengo edad para discutir de lo que no entiendo.

Si acaso hubiera aprendido cuando niña las letras, habría leído a los hombres sabios y puede

que entonces supiera qué responderte; pero lo que yo digo lo aprendí tan sólo de los libros de

la vida. (Acariciando el rostro de Julián, ya dormido.) Quiera Dios que la libertad, si llega, no

os coja ciegos para entender, aunque nada más sea porque no cayerais donde otros han caído

ya: en la desvergüenza del abuso.

ALONSA — ¡Ay...! Hasta la serpiente muda el pellejo, y sigue siendo serpiente.

MARÍA — Y zorra la zorra, Alonsita, por más que las tripas se le arruguen.

ALONSA — Una esquina donde vivir y un rincón donde morirme; pero con este

hombretón, que no tiene quien le cuide. Nada más pido. Las zorrerías, para la juventud; y las

revoluciones, para los locos.

AMBROSIA — Y para las putas, carne, aunque hieda.

ALONSA — ¡Vaquiiiilla! ¡Becerro que te montara!

SEBASTIÁN — Anda revuelto el gallinero, por lo que veo.

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ALONSA — No. Sosiego que le falta a la criatura, que le andan los deseos alterados y no

tiene quien se los calme.

Fuese nuevamente por ella Ambrosia mientras la insultaba…

AMBROSIA — ¡No te consiento más, puta de leprosos, vieja viciosa!

...Y de no ser que Sebastián y María intervinieran, a poco se matan. Algunos de los de

abajo fuéronse también al doblado por solucionar la disputa; mas no la madre, que atenta

andaba a sus cuidados y mimos hacia el pequeño Julián; ni Claudia, que aún más dentro de

sí que fuera se hallaba; ni Fernando, que apenas nada más había oído que las últimas

palabras de su madre y en ellas estaba prendido como de un hechizo.

FERNANDO — ¿Por qué has dicho eso, madre?

LA MADRE — ¿El qué he dicho?

FERNANDO — Has dicho que temes nuestra felonía.

LA MADRE — ¡Qué sé yo lo que haya dicho, con tanto ruido y tanto alboroto! (Se levanta

y se va, nerviosa, a arreglar el lecho de Julián.)

FERNANDO — (Cogiéndola del brazo, la retiene.) ¿Qué te da miedo, madre?

LA MADRE — (Respira hondamente antes de encararse a su hijo y responderle.) El

poder, hijo; el poder, que se bebe como vino dulce y que como agua de muertos se digiere.

¿Quién creyera que el rey Sancho habría de ser la sombra del demonio si no le envenenaran la

sangre poderes y riquezas? Más mujeriego fue siempre que tonto, que es serlo mucho; pero

nunca malvado hasta asesinar a su propio pueblo.

FERNANDO — (Más tranquilo.) Nadie desea tal poder, madre, sino para entregarlo a ese

pueblo del que tú hablas, su único dueño por ley de todo biennacido.

ALONSA — ¿Y cómo? ¿Se lo pediréis por merced al rey Sancho, o llorando, como gustan

otras? En tal caso, hacedlo bien fuera del alcance de su espada, no sea que regreséis sin

cabeza.

De esto recuerdo que el silencio que la tonta burla de Alonsa produjo, tanto se le volvió

contra ella que no supo bien qué decir ni dónde esconder su azoramiento.

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RODRIGO — El poder, madrecita, tendrá que entregarlo cuando comprenda que todos le

odiamos, que nadie le quiere por rey.

LA MADRE — Necio dije que fuera, pero mucho de más le haces tú, Rodrigo. Ni tanto me

parece como para no haber caído ya en la cuenta de que nadie le quiere, ni tanto como para

desprenderse buenamente de su poder y su riqueza, que hasta el más bobo sabe lo que valen.

AMBROSIA — Capaces os veo de pasar los días enteros hablando y hablando, como

cualquier inútil y vieja comadre, sin comprender que no hay más que una solución para este

asunto.

RODRIGO — Quizá no hayamos acertado a verla, Ambrosia, y tú sí.

AMBROSIA — Eso quisiera creer, por no teneros por cobardes.

LUCRECIA — ¿Qué dices, niña?

ALONSA — Los nervios, hija; la desazón.

AMBROSIA — Digo que sólo matando al rey se hará justicia al pueblo. Digo que sólo

muerto el rey vivirá el pueblo. Eso digo.

Por bajito cantaba Alonsa una copla que decía, letra más, letra menos:

ALONSA — Quiere mi gato a una gata / sobrina de un gato en celo / que es gato de mala

laya, / poderoso y con dinero. / Dicen que anoche fue a verla; / han de traérmelo muerto; /

quiera el gato de los cielos / que me lo traigan entero. / Que me lo pongan dormido / a la vera

de mi lecho, / que he de hacerme una cobija / con el pelo de su cuerpo.

RODRIGO — ¿Acaso lo estrangularás tú con tus lindas manos?

AMBROSIA — ¿No era mujeriego?

ALONSA — ¡Pero no ciego! (Sigue cantando su copla por bajo.)

LA MADRE — Lo es, ¿y qué?

AMBROSIA — Más puede el toro, y también el toro guarda su cerviz.

CLAUDIA — No sigas, Ambrosia.

AMBROSIA — Sigo, Claudia. ¿Por qué parar? Las dos sabemos que lo que está de venir,

viene, y que es mala solución darle de espaldas.

FERNANDO — ¿Qué ocurre?

AMBROSIA — Ocurre que hay un rey al que matar.

MARÍA — (Después de un silencio.) ¿Y qué más?, ¿qué más?

AMBROSIA — (Irónica.) ¿Qué más?

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CLAUDIA — Y un entrehuesos por donde hundirle un cuchillo hasta el mismísimo

corazón.

SEBASTIÁN — ¿Qué?

Nadie contestó, cierto es, hasta que Rodrigo insistiera.

RODRIGO — ¿Cuál?

FERNANDO — Claudia.

CLAUDIA — (Un segundo para hinchar los pulmones antes de responder cerrando los

ojos y agachando la cabeza:) Yo.

Ambrosia la contemplaba con la mirada rebosante de un poderoso brillo.

AMBROSIA — No todo ha de ser gozo en la mujer bella.

LUCRECIA — No, Claudia.

CLAUDIA — Lucrecia.

LUCRECIA — (Con miedo y rabia. Se abraza a ella.) ¡No, Claudia!

LA MADRE — Ninguna belleza, por mucha que sea, obliga a tanto, mi niña.

CLAUDIA — No me obliga la belleza, sino la urgencia de mi pueblo. (Mira con reproche

a Fernando.) Y puesto que no he de dar este cuerpo mío a ser madre, mejor será que de

alguna cosa sirva antes de que lo gocen los años en poco y por fin la tierra.

FERNANDO — (Saliendo de su aturdimiento.) ¿Qué dices, Claudia?

CLAUDIA — Lo dicho, Fernando; lo dicho. Éste que ves (se señala a sí misma) es el

cuchillo que ha de matar al rey Sancho. Vino serán mis labios, y mis pechos, su último placer.

¿Acaso no era tal la comedia dispuesta? Y por lo demás, si no he de parir unos hijos que

entrelacen jazmines de leche en mi cabello y laven mis ojos con el rocío de sufrirlos, ¿por qué

no dejar que mis entrañas alumbren al menos la libertad ansiada? (Conteniendo el llanto.) ¿No

ha de ser, acaso, tanto o más gozoso el parto y tanto o más placentera la cubrición?

FERNANDO — Claudia, ¿quién habla por tu boca, Claudia? Me darás hijos, hijos

engendrados en libertad, nacidos y criados en libertad. De nada nuevo hablamos, maldita sea.

Mañana será distinto.

CLAUDIA — (Soberbia.) Lo sé. Yo haré que el mañana sea distinto; (triste) yo misma

seré distinta mañana. Lo que no sé es cuántas cosas más habrán de cambiar a partir de

mañana.

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FERNANDO — Claudia…

CLAUDIA — (Cortante.) ¡Qué! Ya no es hora de andar en fábulas, temiendo cómo haya

de ser. Ya hemos llegado, Fernando. ¿O es que pensabas que nunca íbamos a vivir este

momento?

FERNANDO — Pero ¿por qué hoy?

CLAUDIA — No me preguntes, Fernando, que no sé bien lo que hago; sólo entiendo las

razones que en mi corazón hablan. Tú me lo pides y mi pueblo me lo reclama. Pues bien, sea.

Me pregunto a solas si no es acaso cruel imposición del destino ver estéril mi vientre, perdidas

mis fuerzas de madre en luchar por ti y por los míos. Tal vez sí, me respondo. Pues bien, sea.

Aunque se encojan mis fuerzas día a día, llámese la causa Fernando de Aguilar o la patria

misma..., sea. (Se separa dulcemente de él.) Pero si tú me traicionas, Fernando, yo te mataré.

(Un breve silencio.) Sólo yo te mataré.

FERNANDO — (Sorprendido.) ¿Cómo?

LA MADRE — (Nerviosa.) Rodrigo, Sebastián, ayudadme a poner al pequeño en su lecho;

y tú, Ambrosia, baja a velarlo. Y vosotras, ¿qué hacéis ahí quietas? Vuestros hombres han

regresado. Vuelven pensando en sus mujeres y en el calor de las camas. Vamos. ¡Vamos!

(Todos se mueven sin saber bien adónde ir.)

FERNANDO — ¿Por qué me hablas con rencor, Claudia? Yo mismo, en la hora en que ese

maldito rey ponga sus ojos en tu cuerpo he de sufrir permitiendo que otro, al que por demás

odio, goce lo que para mi gozo fue creado. ¿No te parece que es muy alto precio? Mas sólo

entre tan doloroso camino y éste que ahora recorremos, lleno de tinieblas, nos está permitido

elegir.

CLAUDIA — Graves palabras dices; pero no sé si a mí me hablas o si te hablas a ti. Sólo

sé que si tú me traicionas, yo te mataré.

FERNANDO — Yo no podría traicionarte jamás.

ALONSA — Cambia el pellejo la serpiente y serpiente sigue siendo.

FERNANDO — ¡Puta, hija de puta!

A lo que respondió Alonsa riendo como una loca.

LA MADRE — ¡Alonsa!

Fuese Fernando por herirla camino de la escala, y Rodrigo y Sebastián hubieron de

sujetarle con grande esfuerzo.

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FERNANDO — ¿Qué méritos tienes tú para hablar de traición; tú, que de la traición has

vivido siempre, perra alta de día y de noche, lamiendo las heridas de los ricos porque te

echaran unas migajas de pan entre la tetas, hija de puta!

Fue la locura. Aún con recordarlo me estremezco. A Fernando parecía brotarle sangre de

la garganta con cada palabra, y en ese momento, en cuclillas, como una leona herida, Alonsa

abrió la boca cuanto pudo, cogió todo el aire de la casa y gritó con todas sus fuerzas, largo y

fuerte, mientras Fernando seguía insultándola.

FERNANDO — ¡Perra, perra vieja, puta! (Se hunde, angustiado, y vuelve hacia Claudia,

que permanece impasible.) ¡Claudia, Claudia! ¡No quiero que vayas! ¡Quédate a mi lado!

¡Conmigo, Claudia, conmigo!

CLAUDIA — ¿En las tinieblas, Fernando?

FERNANDO — ¡Conmigo, conmigo!

LA MADRE — ¡Llévatelo, Rodrigo. Id todos al fondo! ¡Al fondo! María, Lucrecia...,

venid aquí, ayudadme.

CLAUDIA — Madre…

ALONSA — (Como el aullido del lobo.) ¡Juanón...! ¡Juanóooooon...!

LA MADRE — Claudia.

CLAUDIA — Acaríciame, madre. Presiento que el amanecer aguarda ya detrás de las

montañas.

Lo hizo la madre. Gemía al fondo Fernando; arriba gemía Alonsa y entre gemidos

cantaba su canción. Y Claudia levantó un pie primero y luego el otro y cambiaron Lucrecia y

María sus ropas por otras de más lujo, y la madre le acariciaba los cabellos y las mejillas. El

sol nuevo le alumbró como a una Virgen. Ambrosia besaba sus pies.

CLAUDIA — ¿Por qué, madre, hoy me rondan fúnebres presagios? ¿Por qué tan cierta

estoy en la traición de tu hijo?

LA MADRE — La mujer, Claudia, no debe tener tales pensamientos, y menos aún siendo

tan hermosa como tú lo eres, porque el destino, que hombre es y como tal veleidoso, bien

puede enamorarse de ti. Así que nunca imagines que el mañana será triste, no sea que se

cumpla.

CLAUDIA — ¿Cómo haré, madre, porque el estómago no impida lo que el corazón

demanda? ¿Cómo soportar las caricias del rey sin que a mi rostro asome la verdad del asco?

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LA MADRE — (Le besa en el pelo.) Venda tus ojos y piensa que amas al hombre al que

amas. No dejes que note la mentira en tus labios ni hagas desprecio de lo que te solicitara.

Recuerda que debes vivir para cuando el amanecer sea limpio. Y escúchame bien esto otro

que te digo: el rey es mujeriego, sí; mas andan diciendo las malas lenguas que no es hombre,

que no le cumple la naturaleza llegado el momento, y por eso anda de hembra en hembra

buscando quien le cure; pero como ninguna lo consigue, para que no lo cuenten y hagan

escarnio de él, las mata así que las ha probado. Tente despierta, Claudia, no sea que te mate

antes de que tú le des muerte a él.

MARÍA — Mátalo así te roce y se halle confiado, Claudia.

LUCRECIA — Y luego, cuando el rey haya muerto, si fuera menester lavaremos tus

entrañas con agua de espliego y frotaremos tu cuerpo con pétalos de rosas frescas, que es

remedio de quien desea que su piel olvide la caricias de un amante.

AMBROSIA — Serás respetada por todos y de todos admirada.

Más tranquilo, fuese Fernando a despedirse de ella. Quiso besarla en los labios, mas

algún raro sentimiento se lo impidió. La contempló entonces suavemente y arrodillándose le

tomó la mano y puso en ella sus labios. Después dio la vuelta, subió la escala y sentóse junto

al ventanal, mirando el amanecer.

SEBASTIÁN — (Desde las sombras.) ¡Abrid ya esas puertas, si es que ha llegado la hora!

El sol había espesado en torno a la serena y orgullosa figura de Claudia. Lucrecia, María

y Ambrosia la besaron por última vez antes de partir. La madre diose la vuelta y la besó así

mismo en la frente, mientras le decía con voz grave, salida del corazón:

LA MADRE — Dios te salve, reina.

Y la dejó sola.

Y ahora he de decir que esto que he contado es todo cuanto recuerdo de aquella

madrugada en el granero. Es cierto que otras cosas pasarían, y las que relato, con más

detalle; pero si yo las dijera, estaría inventándolas, y no quiero mencionar más cosas que

aquellas que ahora veo en mi cabeza con la misma claridad que si las tuviera delante de mis

ojos.

Page 16: Mientras que Némesis duerme (La ira en la piel)

16

Escena II

Y puesto que amanecer amanece, según lo entiendo yo, para todos a un mismo tiempo

(bostezo más, bostezo menos), y puesto que el gallo había cantado ya para las pobres gentes,

no habría de ser de otra forma para los más ricos y principales, ni siquiera para su graciosa

majestad, el rey Sancho (de todos conocido con el sobrenombre de “el breve breva”, digo yo

que lo uno por el reducido tamaño de su anatomía toda, y lo otro, porque la forma de su

rostro evocaba, aunque invertido, al primer fruto de la higuera breval).

Alboreaba, pues, en los comedores de palacio (donde con harta frecuencia dormía el rey)

y tintaban las primeras luces de la mañana multitud de enseres y posturas que atestiguaban

cuán fatigosa puede llegar a ser la dedicación de un soberano generoso hacia su querido

pueblo. Mas, antes aún de que luz alguna hubiera iluminado estas cosas, bien podría

percatarse la menos fina de las narices de los muchos olores que de allí se desprendían:

grasas rancias, perfumes y sudores, especias y condimentos, humos y humanidades... Aromas

propios, en fin, de la más desmadrada orgía. Pero ¿de qué ruines debilidades humanas,

impropias de la divina condición de un rey, me atrevo yo, triste errado, a hablar?

Rectifiquemos, pues.

La luz del rojo sol estival perfilaba la figura de su graciosa majestad, el breve breva,

solemnemente posado (más propiamente, tumbado,... tirado, acaso) en su trono; levemente

dormido (quizá amodorrado o simplemente borracho, es decir... graciosamente achispado) y

acunado por su profunda y cansada respiración (probablemente roncando). A sus pies, de

un lado, el bufón; de otro, un cortesano apodado, por muchos méritos, Adula (pese a no ser

de cuna árabe). A la izquierda y —dicho sea con el mayor respeto y la más humilde

veneración— al fondo, su majestad, la reina; bueno..., el cadáver de su majestad, la reina;

precisando aún más, el cadáver embalsamado de su majestad, la reina Eduarda (que en vida

bien fea era, conque imagine el lector, después de algunos años muerta), dulcemente (si

cabe) sentada en su trono, dentro de una vitrina hecha de una pieza sola y desde la que

santificaba lo acertado y perdonaba lo extraviado de su amante viudo (con lo que en mucho

sobrepasaba el reprobar al aprobar).

Poco más próximo, según se le quisiera mirar, en este mismo lado izquierdo, otro

cortesano, quizá consejero (apodado Panelucrando, pues era artista de crear para comer y

de crecer por favores de palacio) digería su borrachera con el brazo izquierdo en la

segunda octava del clave y la cabeza en Mi mayor. Entre éste y la reina, Arias, pedante

inoportuno, harto de memorias y vacío de imaginaciones, se removía sobre un montón

desordenado de libracos. Y del otro lado, bajo una mesa, la dormía Lino, tacaño y moralista

insufrible de hipócrita corte. Por lo demás, vagamente recuerdo unas cuantas putas (no

sabría decir, a ciencia cierta, número sin errar) desperdigadas por doquier.

Page 17: Mientras que Némesis duerme (La ira en la piel)

17

Sí. Era primor verlos tan dormidos, tan hermanados, tan solícitos por complacerse los

unos a los otros más que a sí mismos, y rodeados de copas caídas, platos llenos de restos de

comida, el suelo manchado de vino y grasas, como las ropas de todos, como los rostros y el

cabello de todos... Un asco, en fin, del que el lector, aun sin desmerecer de su mucha

capacidad fabuladora, jamás podría hacerse ni certera ni tan siquiera cercana idea.

EL REY — (Como ciego, atormentado por un fuerte dolor de cabeza.) Bufóooooooon...

(Silencio. Se remueve.) Bufóoooooon…

EL BUFÓN — (Igual.) Quéeeee…

EL REY — ¡Oh...., bufóooooon...!

EL BUFÓN — Síiii, majestad..., ¡oooooh!

EL REY — ¡Oooooh!

EL BUFÓN — ¿Qué...?

EL REY — Noooo..., digo que... oooooh…

EL BUFÓN — Aaaaah.

EL REY — (Intenta incorporarse, se tambalea y ha de buscar apoyo en el trono.)

¡Oooooh!

EL BUFÓN — Os hallo reiterativo hoy en la plática, majestad.

EL REY — Enciéndeme algún cirio, bufón desvergonzado.

EL BUFÓN — ¿Por fin os han hecho santo, majestad?

EL REY — De las tinieblas, bufón; de las tinieblas y de las migrañas. ¡Oooooh!

Fuese el bufón a gatas en busca de alguna lámpara de aceite y la encendió, iluminando la

escena tanto por delante, como ya lo hiciera desde atrás el sol que se elevaba.

EL BUFÓN — ¿Os alumbro a vuestro placer, mi rey?

EL REY — (Mira con los ojos entreabiertos y se sorprende del cuadro que ve.) Oh,

bufón. Oh, bufón. Oh..., bufóoooon. (Se lleva el dorso de la mano a la frente.) ¡Oh!

EL BUFÓN — ¿Sí? ¿En serio lo decís, mi rey?

EL REY — ¡No hagas burla de tu rey, bufón desvergonzado! ¡Qué sabrás tú de las penas

que me afligen!

Page 18: Mientras que Némesis duerme (La ira en la piel)

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EL BUFÓN — Nada, mi rey; yo no sé nada. Pero, sin ánimo de compararme a su graciosa

majestad, puedo mantener vuestra misma conversación, no sólo con la o, sino también con la

e si pregunto, con la a si me admiro, con la i se me enojo y, si aúllo, hasta con la u.

EL REY — (Ido.) ¿Qué?

EL BUFÓN — (Resignado.) Que qué sabré yo, majestad; qué sabré yo.

EL REY — Eso es. Así me gusta, que te reconozcas, al fin, limitado en tu minúscula

condición humana para entender de las diatribas reales. ¿Comprendes, por fin, oh, bufón,

cuán ingrata es la soledad del poderoso?

EL BUFÓN — Mucho, señor, mucho; ya lo creo.

EL REY — (Se levanta y pasea entre los dormidos. Tremendo, dramático.) Tiembla frágil

la espiga maculada por tizón; duélese inútil el jacinto que entre grajos brota y, al fin, el toro

tinco trastabilla y hocica donde escarabajos y abubillas dieron en defecar. Pero ¿quién, siendo

mortal, sus pápulas no oculta bajo afeites, y entre espliegos y jazmines la hedentina de sus

flatos? Mira, bufón, que el aroma de las pasiones trócase en los hombres burda verborrea de

disculpas y vergüenzas, y así que coronada la cima del placer, busca el varón compostura,

confesión la hembra, y ambos, el olvido de sus debilidades. (Silencio. En otro tono.) Mas

nada de tales miserias a mí me incumbe, bufón, puesto que inmortal nací, como la reina, ahí

la ves, por designio de Diosnuestroseñor, quien, por cierto, también es inmortal, según tengo

oído, también... O al menos eso dicen.

EL BUFÓN — ¿Debo interpretar, mi señor, que es vuestro real deseo despertar al maestro

Panelucrando?

EL REY — Bueno sería, ahora que lo recuerdas, que todos fueran despertando; aunque...

¿por qué esa particular mención del maestro de corte?

EL BUFÓN — Pues bien, mi rey, como a más de músico, ejerce de pintor y de cantor, de

escultor y comediante…

EL REY — ¿Y, pues?

EL BUFÓN — Y pues que también es él quien os escribe párrafos tan inspirados como el

que acabáis de soltar, digo... recitar, igual, pensé, os apetece continuar con la farfolla lírica.

EL REY — ¡Insolente bufón!

EL BUFÓN — Mas ¿por qué, mi rey?

EL REY — (Triste.) Porque me recuerdas el olvido a que los hados me someten

negándome la inspiración.

EL BUFÓN — ¿A vos, mi rey? ¿Desde cuándo andáis vos en tratos con esos hados, que

no haya yo tenido conocimiento de ello?

EL REY — ¡Cállate, bufón, o te mando cortar la cabeza!

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EL BUFÓN — A saber por dónde me cortara qué el verdugo, majestad, porque lo que es

cuello... Y además, no seáis ingrato, mi rey, que no es propio de vuestra real generosidad, y

que muchas son las horas de diversión que me tenéis en deuda.

EL REY — Bueno, bueno. Basta ya, bufón. Y haz que despierten todos. Los asuntos de la

corte no pueden esperar. Hay mucho trabajo que hacer.

EL BUFÓN — ¿Sí, majestad? ¿En serio, majestad?

EL REY — (Amenazador.) ¡Bufóooon...!

EL BUFÓN — Nada he dicho, mi rey. (Corre. Al músico.) ¡Maestro Pane, el clave,

deprisa, que se impacienta la corona! (Sonámbulo, el artista de la corte se yergue en su

asiento y empieza a tocar “vivace”.) ¡Vamos, Arias, que el rey ha despertado ansioso de

erudición, que no es decir, por fortuna, erudito; sería desmesura tamaño castigo para mí, feliz

ignorante de aburridas sabidurías!

ARIAS — (Con parecido resorte al del músico, revolviendo libros y más libros.) “No

hemos de presumir que sea el alma una sustancia simple; pues exhalan los moribundos un

ligero soplo revuelto con calor;...”, in De Rerum Natura Lucrecius dixit. (Y continúa

recitando “Los cuatro elementos de la sustancia anímica y sus combinaciones”, del Libro

III de la obra de Lucrecio.)...”Éste no puede sin el aire existir,...” (Etcétera.)

EL BUFÓN — ¡Despierte vuesamerced, Adula, que su majestad se encuentra hoy

ligeramente humilde!

ADULA — (Los ojos cerrados aún, declamando de rodillas.) ¡Oh, majestad, corona

perfecta que al mundo aliviáis con sabio gobierno, haciendo a los ricos más ricos y a los

pobres más pobres; ¡quiero decir!... más ricos también. Oh, viento de justicia que por entre

vuestros siervos os dignáis soplar y soplar y soplar y venga a soplar, haciéndoos ora suave

brisa que acaricia el rostro del hombre de buenas costumbres, a saber: católico, apostólico,

romano; ora recio huracán que azota las espaldas del malnacido rebelde, siempre insatisfecho

de la suerte que Diosnuestroseñor haya tenido a bien, por medio de vuestra augusta persona,

depararle…

EL BUFÓN — Y vos, Lino, dad en vos; o si no dais, que acaso sea mucho pediros,

prestad en vos al menos, que su majestad tiempo ha que despertó.

LINO — (También con los ojos cerrados, se persigna constante y alocadamente.) Quiera

el Santodiós perdonar los desmanes que por mal consejo del vino haya este vil pecador

cometido en las pasadas horas, que débil es la carne, y la noche, mala compañera. Y pues

que hablo ahora a propósito de compañera, ¿qué diría la que Dios me otorgó como tal hace ya

de esto... algunos lustros, si supiera de qué asuntos y en qué forma se trata en estos Consejos

del Reino? ¿Y cómo hacerle entender que las más sublimes decisiones de este recto órgano

hayan por fuerza de tomarse a lomos de cortesanas cuarenta..., cincuenta años más jóvenes

que ella?, que son, por cierto, las que más entienden de la dicha rectitud del dicho órgano.

¡Oh, Diosanto, qué temor es pecar, mas qué horror no haber podido! Pecar, digo.

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EL BUFÓN — Y en fin, vosotras, mis alegres putitas de la corte; que vuestras entrepiernas

generosas saluden a esta mañana de Agosto, pues no ha de ser completa su dicha en tanto no

le deis una sonrisa.

Y volvió a sentarse a la izquierda del rey mientras las estúpidas coimas abanicábanse los

ba jos por echar fuera tanto calor de verano, y paseaban adormiladas besando en los labios

a unos y a otros y, por no ver, aun a ellas mismas, entre sí.

Otra cosa digo. Que como todo esto lo hicieran no en la forma en que lo he contado —lo

uno detrás de lo otro— sino a un mismo tiempo a medida que el bufón espabilaba a cada

cual, pensará el lector que sean imaginaciones mías o que la cabeza no me anda bien,

son tantos los años, pero es la verdad que se me hizo aquello como un concierto de voces

destempladas, declamaciones y posturas, dirigido por los acordes del clave, con muchas

personas al modo de otros tantos instrumentos a los que el bufón había ido dando entrada.

El lector juzgará si le parece bien o no hacerme caso.

Luego, los cortesanos fueron disminuyendo la fuerza de sus voces y las cortesanas la

presteza de su paso, pues el sueño de nuevo les prendía en sus tupidas redes. Cuando ya casi

todos habían vuelto al mundo de los dormidos, a las posturas primeras, y el silencio a poco

quedaba de hacerse (con permiso de su majestad el breve breva) rey del lugar, mirando a la

reina embalsamada, como quien no lo quiere, propinó éste un pescozón al pobre enano, de

tal modo inesperado o quizá entendido, que dio un grito como de arrear bestias, y todos se

enderezaron y volvieron a sus palabras y a sus gestos y movimientos.

EL REY — (Pasado un tiempo, puesto en pie, los brazos extendidos en gesto profético.)

Acalle a la corte la gravedad de mi verbo. Acalle, digo; y sea. (Callan todos y atienden. El

clave deja de sonar. Un breve silencio.) Y digo: por mor de mi enorme grandeza he de

sentirme solo, apenas acompañado de mis lacayos, consejeros y cortesanos, cuando parece la

fortuna tornarse de espaldas a mí y marchitarse, como la flor de la celinda se marchita,

llegados caso y momento. ¿Y digo esto por qué?, me pregunto. Y contestando me respondo:

sé que algunos traidores a mi augusta persona andan en conspiraciones por me derrocar. Y

digo: que de me derrocar, hemos hablado bastante, y que los dichos conspiradores han de

venir, en fin, a lamerme el vello de las piernas, y en ello estando, rogarme por caridad de

Diosnuestroseñor que la vida les perdone. Y digo: que lo del perdón de las sus vidas no se lo

creyeren aunque ebrios anduvieren. Y esto lo digo porque mucho me apena el saber que unos

pocos, traidores a la soberanía de la corona, pretenden hacer desastre de la paz y la

prosperidad que nos, con la divina inspiración de Diosnuestroseñor, otorgamos al nuestro

pueblo con grande esfuerzo, que esto vos, caballeros de mi corte y Consejo, lo conocéis bien,

y que por eso os convoco para que opiniones deis con que alumbrar en la solución de este

grave problema de estado. Y dicho esto, digo también que esto es lo que tenía que decir. He

dicho.

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EL BUFÓN — (A Panelucrando.) ¿Esto lo escribisteis borracho, maestro?

PANELUCRANDO — Esto, bufón, es de inspiración real, así que cuida tu lengua.

ARIAS — “Nadie hacer debiera de lo que no entendiera”. (A los demás.) San Justo.

Opera Omnia.

LINO — ¿Ni aunque rey fuera?

ARIAS — “Si rey fuera, bien hecho estuviera lo que al cetro le pluguiera”, (exegético, a

Lino, que está próximo a él) algunos autores traducen “lo que del cetro le saliera”. (A todos.)

Carolus VII, Rex. Apología contra la Opera Omnia de San Justo.

LINO — Ah.

EL BUFÓN — Sabia es la naturaleza.

EL REY — ¿Y bien, mis caballeros?

ADULA — Si me lo permite vuestra majestad, quisiera ser mi humilde persona la primera

en intervenir para manifestar (se acalora) que no puedo entender, mi señor, cómo haya hijos

de mala hembra que deseen veros derrocado, mi rey, con lo que vos habéis hecho y aún

hacéis de bien (a los otros) —porque es de notar lo bien hecho que está todo, ¿eh?—

(aprobaciones rutinarias de los demás) por una patria más grande y más libre. (A punto de

llorar.) Yo, majestad, no sufro que haya ingratos que tan mal se porten con su rey, con el

único que ha sabido alejar a esta nación de la secular pobreza y de la desigualdad entre los

suyos; porque antes, como yo digo, antes había más desigualdad, y ahora hay menos

igualdad. Agradecidos, majestad, tenían que estar, como lo estamos la inmensa mayoría, y si

no lo están, majestad, (coge aire, solemne, rotundo) no merecen vivir. (Todos aplauden

“emocionados” y lanzan “ardorosos” bravos y vítores al rey.) ¡Es cierto! (Grita como un

loco.) ¡Es cierto! ¡Hay que acabar con las alimañas antes de que ellos acaben con nosotros y

nuestro rey! ¡El futuro nos pertenece! ¡Viva nuestro rey!

EL REY — (Falsamente modesto.) Bueno, bueno, bueno.

ADULA — ¡No, no; viva!

EL REY — (Serio.) Ya está bien, Adula.

ADULA — (Se yergue digno. Bajito pero rotundo.) ¡Sí, mi rey! ¡Viva el rey!

EL REY — Estáis muy excitado.

ADULA — (Mecánico, ido.) ¡Sí, mi rey; viva el rey!

EL REY — Bufón.

EL BUFÓN — Sí, majestad. (A una de las putas.) ¡Patricia!

PATRICIA — (Es tonta, como todas las putas de la corte.) ¿Síiiii?

EL BUFÓN — Encárgate de Adula.

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ADULA — ¡Sí, mi rey; viva el rey!

Fuese la tal Patricia hacia el consejero y lo abrazó y lo besó y lo puso en el suelo y en ello

se obstinó hasta que Adula proclamara (con otro tono, bien cierto es):

ADULA — (Gritando.) ¡Viva el reyyyyyyy!

EL REY — Prosigamos, caballeros, si es que los calores del ambiente lo permiten.

PANELUCRANDO — Yo he pensado, majestad, que acaso conviniera entablar diálogo

con los rebeldes por ver qué es lo que pretenden.

LINO — ¡Huy!, ¡huy! ¡Huy qué barbaridaaaaaaad! Ya deberíais saber, mi querido

maestro, que esa gente pretende algo..., algo... que ni siquiera debe ser mencionado en

presencia de su majestad.

PANELUCRANDO — ¿Y qué cosa es ello, Lino?

EL REY — (Triste.) Mi muerte, maestro, mi muerte.

ADULA — (Debajo de Patricia.) ¡Viva el rey!

LINO — ¿Lo veis? A veces no os entiendo, maestro, con tan sensible como parecéis, y tan

inteligente…

EL REY — (A Panelucrando.) Vos debierais escribir una comedia en la que los rebeldes

aparecieran como gente ridícula, torpe gente motivo de escarnio y sin mayor importancia de

la que pueda tener una pluma ramera del picabueyes.

ARIAS — Remera, majestad.

EL REY — ¿Cosa?

ARIAS — Que las tales plumas, majestad, remeras tienen por nombre, y no rameras.

EL REY — ¡Bah! Remeras, rameras o romeras, ¡qué más da como quiera que se diga!

Vos, maestro de corte, debierais escribir esa comedia.

PANELUCRANDO — Será, majestad, si tal es vuestro real deseo.

EL REY — Lo es.

PANELUCRANDO — (Asiente. Silencio. El rey continúa mirándole fijamente. Incómodo.

Gestos. Más silencio.) ¿Sí?

EL REY — ¿Y bien?

PANELUCRANDO — (Confuso.) ¿Y bien qué, majestad?

EL REY — La comedia.

PANELUCRANDO — ¿La comedia?

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EL REY — Sí.

PANELUCRANDO — (Cayendo en la cuenta.) ¡Oh, majestad! ¡Pero una comedia no es

algo que se escriba como... como vos dictáis una orden o (señalando el lugar) en el tiempo

que precisa Adula para calmar sus nervios bajo una cortesana!

EL REY — (Escéptico.) ¿No?

PANELUCRANDO — (Aparatoso.) ¡No!

EL REY — (Más.) ¿Nooo?

PANELUCRANDO — (Carraspea. Se recompone.) ¿Mañana os va bien?

EL REY — (Una mirada larga. Luego, a Arias.) ¿Y vos, Arias, qué me aconsejáis hacer?

ARIAS — Señor, como dice San Anselmo en De veritate…

Arias citó a San Anselmo, y no dudo de que pronunciara la cita entera, mas nadie pudo

oírla, pues en tal momento fue acallada por el grito de Adula, tan intenso y prolongado que

diríase salido de lo más hondo de su vientre.

ADULA — ¡Viva el reeeeeeeeeeey!

ARIAS — ...Y yo, humildemente, mi señor, me atrevo a aconsejaros esto mismo que dice

el santo de Aosta.

EL BUFÓN — ¿Qué ha dicho?

PANELUCRANDO — (Paciente.) Aosta.

LINO — ¿A quién?

EL REY — ¿Y por fin vos, Lino?

LINO — (En medio de un silencio, agrio, rota la comicidad en mil pedazos.) Matadlos,

señor. (Suave, cortés.) Aplastadlos con vuestro pie sin mirarles siquiera a la cara; salvo, si es

vuestro deseo, para escupirles; o mejor aún, no, no. Escupid en el suelo sin preocuparos de

acertar, que ya haremos nosotros que sus caras estén allí, en el justo lugar donde vuestra

saliva venga a caer, dondequiera que esto sea.

Hubo un silencio detrás de aquellas crueles palabras; un silencio que nadie, de no ser el

propio rey, hubiera osado perturbar.

EL REY — (Más amargo que autoritario.) Acalle a la corte la gravedad de mi verbo.

Acalle, digo, y sea. (Silencio.) Y digo: que mala muerte han de tener todos ellos así que

caigan en manos de la corona. (Silencio. Cambia. Animoso.) Y dicho esto, digo también: mis

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fieles consejeros: haced con vuestro soberano, al que amáis como me consta, votos por un

nuevo día en que junto a mi real persona caminéis en paz y prosperidad. Y digo: (más

distendido) comencemos por el principio, que es decir saludando a la reina, porque ella, que

más próxima se halla a Diosnuestroseñor y a la Virgen y a todos los santos, nos haga la

merced de interceder por nos. Y dicho esto, también digo que ya nada más tengo que decir.

He dicho. (Ceremonioso, se dirige a la vitrina de la reina, ante la cual se arrodilla. Todos

hacen lo propio. Luego, con tono solemne, inflamando la voz.) ¡Oooooh, regina virgo!

¡Ooooh...!

Fe doy de que ninguno de los presentes pudo, por más que lo intentara, evitar la

carcajada.

EL REY — (Levantándose, se vuelve.) ¿De qué os reís, malnacidos, en este momento de

contrición, oración y devoción? (Siguen riendo, aunque reprimidos.) ¡Callaos! ¡Callaos o

mando cortaros la cabeza! (Súbito silencio: todo el mundo serio.) ¡Arias! ¿Es que produce risa

mi latín?

ARIAS — Majestad, como dijo San Agustín, el rey sabe de todo, pero sobre todo, sabe

latín, y si más no sabe es que más no cabe.

EL REY — ¿Entonces?

EL BUFÓN — Entonces, mi rey, sería que festejábamos nuestro diario reencuentro

con su majestad, la reina Eduarda, que es para nosotros, como una virgen.

EL REY — ¿Qué quiere decir “como una virgen”?

EL BUFÓN — Quiere decir, mi rey, inmaculada, frágil y primorosa. Concédanos Dios

que el cristal de su urna no quiebre jamás porque no entren en las puras esencias de su

virginidad los fétidos olores de este mundo corrupto.

EL REY — ¡Palabras! (Silencio. Los repasa con la mirada. Coge aire. Suspira.) Todos

sabéis, mis caballeros, que sois los únicos en conocer cierto secreto de la corona, pues las

mujeres que por mi decisión supieron de él, están muertas. Si se diera a saber fuera de estos

cuatro muros, los cinco seríais degollados. Así pues, mis caballeros..., ese “regina virgo”...

Por cierto, Arias, ¿qué significa?

ARIAS — (Conteniendo la risa.) Reina virgen, majestad.

EL REY — ¡Me lo temía! Ese... “reina virgen” que vos habéis escrito como oración a la

reina jamás fue ni pretendió ser, supongo, burla de mi impotencia. ¿No es así?

EL BUFÓN — (Igual que Arias.) — ¡Majestad!

ADULA — No dude vuestra majestad de que ha sido, es y será por siempre el más

potente de los impotentes, pues hay quien se conforma con media impotencia o con ser

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tan sólo un poco impotente, mientras que vos, majestad, sois impotente como nada más que

alcanzan a serlo los grandes reyes: (cree pronunciar un gran elogio) ¡absolutos!

EL REY — No entiendo bien ese razonamiento vuestro, Adula; pero más tarde

hablaremos de él, y si no me convenciera, despedíos de vuestra cabeza; aunque, al fin, para

el uso que le dais... (Gestos de extrañeza de Adula.) Y vos, Arias, ¿pensáis vos que el pueblo

conoce de mi impotencia?

ARIAS — Majestad, como dice Nicolás de Cusa en su De Docta Ignorantia: “No”.

EL REY — ¿No? ¿Y vos, maestro?

PANELUCRANDO — No haría bien, mi rey, quien queriendo responder evitando ofensa,

mintiera en su aduladora respuesta; ni menos aún, aquél que por esforzarse en respuesta

sincera, en tanto se empeñara que diera, en fin, por hacer de su respuesta ofensa y de la

ofensa una respuesta.

EL REY — Ciertamente, maestro Panelucrando; ciertamente que estáis cierto en lo que

decís. (Piensa.) Ciertamente. Pero... (como queriendo sorprenderle) ¿y vos, Lino?

LINO — (Sobresaltado.) ¡Ah!

EL REY — ¿Qué tenéis vos que decir?

LINO — Yo, majestad, digo que nosotros, bien lo sabe Diosanto, ninguno de los que aquí

estamos, pero sí otros siervos de su majestad, mi señor, que os envidian y quisieran haceros

de menos, mi señor, andan diciendo —y no me refiero a los rebeldes, que de esos ya se

imagina uno..., no, sino a otros que se dicen leales—, señor, andan diciendo que su majestad

no hubo descendencia porque... tenía flojera en los bajos, y que por eso la reina era virgen,

dicho sea como comentario de lo que otros dicen, mi señor, que no yo.

EL REY — ¡Linoooo!

LINO — (Solícito.) Pero Lino, mi rey, tiempo ha que andaba dándole vueltas a un asunto

que acaso fuera remedio para tan pequeño inconveniente de su majestad.

EL REY — ¡Ah, sí?

LINO — Seguro estoy, mi señor, de que ha de resultar como lo tengo previsto.

EL BUFÓN — ¿Y qué remedio podéis vos idear que no hayan intentado ya físicos, magos

y brujos?

EL REY — Eso.

LINO — La más bella mujer, mi señor.

ADULA — ¡No será digna!

EL BUFÓN — Otra más, en todo caso.

PANELUCRANDO — ¡Pobre criatura!

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EL REY — ¿Qué?

LINO — La más bella de todas, majestad.

EL REY — (Se vuelve hacia la reina, se arrodilla, agacha la cabeza, reza rápidamente,

se santigua y, como un rayo, va a sentarse en su trono sin apartar la mirada de Lino.)

Y... decidme, Lino, ¿por qué habría de funcionar con esta mujer lo que con la reina —Dios

la tenga en su gloria, (a la reina) perdóname, Eduarda— no funcionó?

LINO — (Perplejo por la pregunta ante la evidente fealdad de la reina.) ¿Cómo,

majestad? (Mira a los demás mitad desconcertado, mitad pidiendo ayuda.)

ARIAS — Como dijo Cicerón: “Si todo depende del hado, ¿para qué me sirve la

adivinación?”

ADULA — Sí, ¿Por qué, siendo la reina como era la más hermosa de las mujeres?

LINO — Yo…

PANELUCRANDO — Si me permitís, majestad, quizá pueda yo daros una explicación

que satisfaga a la corona.

EL REY — Adelante, adelante.

EL BUFÓN — (Jocoso, intrigado, divertido.) Sí..., adelante.

PANELUCRANDO — De que la reina fuera y aún sea hoy bellísima hembra, cualquiera

que tenga ojos en la cara y haya dedicado un segundo a contemplarla puede dar fiel

testimonio. Mas, si por secretas razones (mirando de soslayo a Adula) que ningún caballero

debiera investigar, su majestad la reina no pudo hacer aflorar en vos cuanto de hombre os

cimenta y que de vos tendría que elevarse, bien está, mi señor, que os sacrifiquéis en interés

del estado, sea cual fuere el procedimiento y por mucho que éste repugne a la real conciencia;

sobre todo, mi señor, si con ello dais al país un heredero.

EL REY — Sí. (Lo piensa.) Sí; tenéis razón, sí; en todo tenéis razón. Porque repugnarme,

me repugna; mas si ha de ser por bien de mi patria…

EL BUFÓN — (Socarrón.) ¿Lo habéis considerado calmadamente, majestad? Habéis de

pensar que quizá sea mucho el esfuerzo y excesiva la dedicación.

EL REY — ¡Calla, bufón! ¿Y cómo decís, Lino, que es esa mujer?

LINO — Más hermosa que el más hermoso amanecer, bendígala Dios.

EL REY — ¿Tanto?

LINO — ¿Por qué, majestad, no juzgáis por vos mismo?

EL REY — Sí, bien. ¿Cuándo?

LINO — Ahora mismo, majestad, si ése es vuestro real deseo.

EL REY — (Nervioso, se incorpora del trono.) ¿Ahora?

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LINO — Está en las cocinas, aguardando a una orden vuestra.

EL REY — Pe... Pero... yo... no estoy presentable. Tengo la barba y los pelos manchados

de grasa, y…

ADULA — (Rotundo.) Vos, señor, sois el rey; y la dignidad del rey se halla por encima

de ocasionales manchas y composturas.

EL REY — ¿Eso creéis, Adula?

ADULA — No sólo yo, señor; sino cualquiera que os venere como yo lo hago.

EL REY — Bueno, bueno. ¿Y dónde decís que está...? Su nombre; no me habéis

dicho su nombre.

LINO — Claudia, señor.

EL REY — (Soñador.) Claudia..., Claudia... Me gusta; no sabría decir por qué, pero me

suena a lealtad. Está bien, hacedla venir. ¡Esas mujeres, que salgan de aquí esas mujeres!

(Salen las putas echadas por Lino, aunque no sin antes protestar y hacer comentarios

despectivos.) Pane, ¿me veis bien?

PANELUCRANDO — Perfectamente, majestad. (A los demás.) Aún no preciso lentes.

EL REY — ¿Y vos, Arias?

ARIAS — “Lúbrico y seductor, salaz y libidinoso”. (A los demás.) Santo Tomás. De

Unione Verbi Incarnati. (Al rey.) En cualquier caso, majestad, no olvidéis que, como dijo

Erasmo, puta alta o puta baja, ¡qué más da!, lo importante es el orgasmo.

En tal momento entró Lino en los comedores y, tras de él, Claudia. Torpe me veo para

describir al lector el silencio que se produjo y cómo el rey quedó quieto, como si hubiera

visto una aparición, con su real boca realmente abierta, su mirada clavada en aquella

mujer... Me atrevo a afirmar que todos los presentes tuvieron un mismo pensamiento: Lino

tenía razón, era la más hermosa de las mujeres que nadie había visto jamás.

LINO — Majestad..., Claudia.

No dejaba de mirar al suelo. Hizo una graciosa genuflexión.

EL REY — (Después de un silencio en el que se dedica a observarla sin apartar la

mirada de ella, se convierte en otra persona; casi en la persona opuesta a la que habíamos

conocido. Grave.) Cubrid el suelo con alfombras rojas.

EL BUFÓN — ¿Cómo?

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28

EL REY — He dicho que cubráis todo el suelo con alfombras rojas. Y dejadnos solos.

Fuéronse todos y, al tiempo, las putas entraron y cubrieron el suelo entero como el

rey lo había querido, con alfombras rojas de vino tinto; y todo esto lo fueron haciendo con

grande ceremonia, sin que ni Claudia ni el soberano movieran sus posturas un ápice.

Después cubrieron la urna de la reina con más trapos de igual color y cerraron algunos

contraluces. Cuando ya salían, el rey las retuvo.

EL REY — Esperad. Cubrid también el trono.

Así lo cumplieron y desde luego se marcharon.

EL REY — Levanta tu rostro y mírame. (Lo hace Claudia. Silencio. Mira a sus ojos.)

Háblame ahora.

CLAUDIA — ¿Qué deseáis que os diga, majestad?

EL REY — Llámame... mi rey.

CLAUDIA — ¿Qué deseáis que os diga..., mi rey?

EL REY — (Tras un silencio.) Dime que me amas. (Ella no responde, aunque tampoco

aparta su mirada de los ojos del rey. Otro silencio más.) Sé que es mentira, pero dime que me

amas.

CLAUDIA — Os amo.

EL REY — Quiero que lo digas con mayor soberbia, con desprecio.

CLAUDIA — (Respira hondo y levanta el mentón clavando su mirada en la de él.) Os

amo.

EL REY — Pon tu mano en mi pecho. (Cuando va a cumplir la orden, el rey se aparta

evitándola.) Muy suavemente, como si temieras deshacerlo. (Lo hace. Silencio.) Ahora,

acarícialo igual que lo harías con el vientre de una gacela preñada. (Lo hace.) Cierra los ojos.

(Lo hace.) Dulcemente, como junta sus alas una mariposa. (Silencio.)

Muy suave y despaciosamente fue el rey descubriendo de ropa los pechos de ella y empezó

a acariciarlos. Entonces ella, bajando la mano, rozó apenas las partes pudendas del rey, y

así que éste lo sintió, perdió la fuerza de sus piernas y cayó de rodillas y agachó la cabeza y

respiró hondo. Después levantó la mirada y la contempló como estaba frente a él: desnuda

del pecho, con los brazos dulcemente caídos.

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29

Sentóse el rey sobre sus talones y persistió en mirarla.

EL REY — ¿Sabes cómo eres de bella?

CLAUDIA — (Le mira.) Tanto, mi rey, como vos me hagáis.

EL REY — Quisiera que amaras tu cuerpo como yo lo amo; quisiera que te amaras

tanto...; y que nadie más te diera placer sino tú misma. Nadie, ¿me oyes?

CLAUDIA — Sí, mi rey.

EL REY — Ni siquiera yo.

CLAUDIA — Ni siquiera vos, mi rey.

EL REY — Quiero que te ocultes al mundo en el grano de trigo y entre las plumas del

colibrí, y que desde allí me busques y me llames, y que me encuentres en la penumbra de mis

habitaciones, dándome placer a solas mientras sueño que te poseo.

CLAUDIA — Quisiera encontraros en la soledad de vuestros aposentos mientras buscáis

placer y cambiar vuestra mano por la mía, cambiar vuestra mano por mis labios.

EL REY — (Se incorpora y le besa los muslos y el pubis.) Te amo. (Gime.) ¡Dios

mío, no puedes saber cuánto te amo! (Ella se muerde los labios. Después él, llorando aún, se

deja caer sobre la alfombra y estira sus brazos como un crucificado.)

Hubo un muy largo silencio en el que apenas se oyó el hipar del rey, con la cabeza vuelta

mientras ella le miraba desde arriba.

CLAUDIA — ¿En qué pensáis, mi rey?

EL REY — Sueño. Imagino que ordeno decapitar a cuantos hombres te han mirado

alguna vez.

CLAUDIA — (Se arrodilla a sus pies.) Nunca ningún hombre me ha mirado, mi señor,

porque nazco hoy para vos, y cuando vos lo decidáis he de morir. (Recorre sus piernas

besándolas.)

EL REY — Sueño hacerte daño por cada una de las veces que has mirado a un hombre.

CLAUDIA — Mi señor, jamás he mirado a hombre alguno hasta hoy, jamás he mirado a

hombre alguno más que a vos; jamás..., jamás... (Besa con fingida pasión el sexo del rey.)

EL REY — (Después de un ausente silencio.) Dios mío. Me abandonarás, y tendré que

matarte y matarme contigo. (Gime excitado.)

CLAUDIA — (Echándose completamente sobre él, le besa en el pecho y en el cuello.)

Estaré con vos mientras viváis.

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30

EL REY — (Susurrando apenas por el placer.) ¡Júralo por Dios!

CLAUDIA — (Saca un puñal.) ¡Juro por Dios Nuestro Señor que estaré a vuestro lado

hasta el instante en que la muerte os reclame!

EL REY — (Imperceptiblemente.) Repítelo; repite tu juramento.

CLAUDIA — (Alternando besos y palabras.) Juro... por Dios... que estaré... a vuestro

lado... hasta el instante... mismo... en que la muerte... venga... por vos…

Hundió el cuchillo con todas sus fuerzas en el costado izquierdo del rey y tapó con un beso

la boca del soberano por ahogar así el grito de su muerte.

CLAUDIA — ...Mi rey.

Cuando estuvo segura de que el rey había muerto, se levantó despacio. A lo lejos

comenzaron a sonar las salvas fúnebres en honor del monarca y las campanas empezaron a

doblar.

Dejó caer el cuchillo, se vistió sin prisas y retiró las telas que cubrían el trono.

CLAUDIA — (Para sí, refiriéndose al trono.) Tuyo es, Fernando; quiera Dios que

Alonsa no esté cierta en sus augurios.

Se oyó el último cañonazo. Las campanas seguían doblando.

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Acto Segundo

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Escena I

Cuánto y, a un tiempo, cuán poco habíase todo cambiado en aquellos reales aposentos

pasada, si acaso, la preñez de una rata! (El viejo y cansado verano entregaba sus días a la

uva madura y a la hoja amarilla; hasta donde mis recuerdos alcanzan, aquella tarde

avanzaba, espesa y gris, en busca de unas horas de rabia y de miseria.) Fiesta en la corte,

una más (de plomo se hacen los años), rendidos manjares, vinos, olores; rendidas mujeres y

hombres rendidos. Paredes y suelos de rojo vivo en terciopelo ampuloso. En paz

descansaban, al fin, los restos de la reina Eduarda.

Fernando entronizado se cortejaba del bufón y de Adula; bebía y comía tal como el

rey en otro tiempo, aunque su gesto pareciese más ceñudo y caviloso. Ambrosia probaba

sobre sí cien vestidos y adornos con que reparar en algo su terca fealdad (Lino admiraba,

por cierto, cada uno de ellos con hipócrita intención.) Julián, el joven Julián (otrora

empecinado guerrero, hoy hermoso como un dios de oro, el cabello húmedo, brillante y

recogido, las mejores galas) rendía a sus pies —despectivo o ignorante— a las putas de la

corte, que, según uno podía leer en sus gestos, si posible que púdicas y pacatas doncellas

fueran todavía, a escaso consentimiento del guapo, en desatadas lascivas se convirtieran.

Mientras, todas jugaban a desvestir al bello varón, aunque sin consentir nunca éste en

desnudarse por completo, y haciendo elogiar con suspiros y miradas de deseo cada nuevo

centímetro descubierto de su piel. A esto, arrastrándose todas por el suelo, unas le

contemplaban embobadas, con la mirada brillante de un extraño amor; otras, animales,

contorneaban sus labios con la punta de la lengua húmeda o acariciaban su sexo en un

consuelo escaso, si no vano. (¡Mundo!)

Arias hablaba en su jerga insufrible y María le escuchaba boquiabierta. El maestro

Panelucrando soportaba aburrido los devaneos coquetos de Lucrecia (desde poco atrás

nueva y fervorosa admiradora sensible de todo arte). Rodrigo y Sebastián, borrachos más

que cualquiera, entre bocado y mordisco al asado, bailaban con las putas, les metían las

manos por todas partes... (aunque más disimulado el uno que el otro), resolvían, en fin, los

más graves asuntos.

La música era festiva, como de un pasacalle, y el bufón, por momentos, se prodigaba en

saltos y piruetas agitando en su mano un pandero mayor que la mitad de su cuerpo.

Ausentes Claudia y la madre, nadie sabe dónde se ocultaran al mundo de tanto motivo de

vergüenza como allí se mostraba.

RODRIGO — (Sudando, asfixiado, jocoso.) ¡Parad, parad! Me ahogo. (Se aparta del

baile. Jadea. Bebe con delicadeza.)

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33

SEBASTIÁN — (Mientras sigue.) ¿Parar? ¿Parar ahora? ¡Estás loco, amigo mío! ¡Esto no

ha hecho más que empezar! ¿No es cierto, mis niñas? (Les mete mano. Las putas se ríen.

Caen al suelo. Sebastián encima de una de ellas. Un segundo serio, le acaricia todo el

cuerpo. La otra protesta y, riendo, se echa a su vez encima de él.)

EL BUFÓN — (Por ellos.) ¡Tres son multitud; mas cuatro dos parejas son, y dos es

número redondo! (Gritando esta última palabra, se lanza encima de la segunda puta. La pila

se descompone y todos ruedan divertidos. Sebastián, no obstante es incapaz de apartarse

mucho de una de las putas, a la que sigue acosando. El bufón intenta lo propio con la

otra, pero sólo recibe un empujón despectivo al tiempo que le increpa: “Aparta, enano.

¿Adónde vas tú, con tus medidas?”. Y se vuelve al grupo de las que admiran a Julián. Éste,

por su parte, semidesnudo, se pasea entre ellas arrogante, jugando a pisar sus cuerpos y

evitándolo en el último momento con un pequeño salto. Ellas se extasían y lamentan que no

llegue a ponerles el pie sobre el vientre con suavidad.)

AMBROSIA — (Tocándose con otro adorno.) Es realmente hermoso, ¿no os parece?

LINO — Hermoso si a vos os lo parece, hermosa criatura.

AMBROSIA — (Coqueta.) ¡Oh, no. Yo no soy hermosa. Os burláis!

LINO — Mataré a quien ose decir eso. Sois la más hermosa de las mujeres.

AMBROSIA — ¡Oh, no lo decís en serio!

ARIAS — Imago animi vultus est.

MARÍA — ¡Qué bonito! ¿De quién es?

ARIAS — Del pueblo, señora; antes sólo citaba a los santos, pero ahora no cito a autor

alguno más que al anónimo.

LINO — Os lo juro por mi honor.

MARÍA — ¿Y qué quiere decir?

AMBROSIA — (Agria, de pronto.) ¡Mentís! ¡Sois un cerdo!

LINO — ¿Yo? ¡Os juro que sois la más hermosa mujer que he conocido nunca!

ARIAS — (Sonríe escéptico mientras mira a Ambrosia.) Quiere decir: La cara es el espejo

del alma.

AMBROSIA — Síiii... Vos sois un cerdo lisonjero. ¿Qué queréis de mí?

LUCRECIA — (A Panelucrando.) Amaros. Es tan hermoso amar esa vuestra sensibilidad

para la música y las letras y las artes todas.

PANELUCRANDO — (Aburrido.) Sí, señora; probablemente. (Sigue tocando el clave.)

LINO — Pero, señora. Yo no deseo más que vuestra amistad.

AMBROSIA — Así, ¿no me buscáis por mi valimiento con el rey Fernando?

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34

LINO — ¿Yo?

AMBROSIA — ¿No venís a mí por interés alguno más que el que yo despierto en vos?

LINO — Así es, mi señora.

AMBROSIA — (Coqueta.) Ayudadme a probarme este tul exquisito…

UNA PUTA — (A Julián, arrastrando las palabras.) ¡Sois el hombre más... hermoso y

divino que he conocido jamás!

OTRA PUTA — (Rozándole el sexo.) ¡Y el más humano! (Ríen.)

JULIÁN — ¿Os gusto? (Afirman estúpidas las otras. Sonríe ampliamente él.) ¡En verdad

que lo siento!

OTRA PUTA — (A Sebastián, que sigue en su empeño de sacar provecho a las nalgas

de la puta.) ¡Señor mío, dad un poco de respiro a esas manos!

FERNANDO — (Solemne.) ¡Oh, estas manos que gobiernan la nave de la patria! ¡A qué

dioses implore que tengan firme mi pulso cuando la nave zozobra!

EL BUFÓN — Ningún dios, mi rey, mejor tenga sólido el timón que la justicia.

RODRIGO — (Moviendo la cabeza insistente.) Los dineros, Fernando, los dineros.

UNA PUTA — (A Julián.) Gratis, mi niño. Y aún os pago cuanto se os antojara pedirme.

LINO — Realmente hermoso, señora. Y más en vos.

AMBROSIA — Y no es caro.

LINO — ¿De qué os preocupáis, señora? Minucias. Nada desagradaría más al pueblo

que el ver andrajosa y harapienta a quien rige sus destinos.

AMBROSIA — Me agrada vuestra forma de pensar, Lino.

LINO — (Aparte.) ¡Oh, ha hecho un verso! ¡Y me ha llamado por mi nombre! (Extático.)

¡Me ha llamado por mi nombre!

FERNANDO — ¿A cuenta de qué la paz, el progreso, el bienestar?

EL BUFÓN — Nada duda quien nada puede.

RODRIGO — Los dineros, Fernando, o vaciarás las arcas del estado. (Mientras muerde

ridículamente un trozo minúsculo de carne del asado.) No es bueno que el pueblo goce tantos

dineros. (Se limpia los dedos frotando las yemas entre sí: cursi.)

SEBASTIÁN — (Con la mano bajo las faldas de una de las putas y un copón de oro en la

otra.) ¡No, no es bueno que el pueblo posea muchos dineros que gastar! (A la puta.) ¿Eh?

¿Tú qué dices? ¿Eh? (Bebe. Besa salvajemente a la puta.)

RODRIGO — (Profético, explicativo.) Si así lo haces, los mercaderes pondrán más alto

precio a sus mercancías, y al fin habrá de ser la corona quien gaste el dinero que el pueblo ya

no tiene. (Bebe con el meñique extendido.)

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ADULA — (Sentencioso.) ¡Bien hecho estará lo que el rey Sanch..., ¡digo....! lo que el

rey Fernando tuviera a bien hacer! No por nada es el más capaz de cuantos reyes nos han

gobernado. ¡Qué digo el más capaz, el único!

LINO — ¿Quien, mi señora, que haya precedido en el trono al rey Fernando, conocía

siquiera la palabra honestidad? Hemos anhelado tanto la llegada de un soberano justo que

diera de comer al pobre, como Diosnuestroseñor mandó que fuera hecho…

ARIAS — Sic transit gloria mundi.

MARÍA — (Derretida.) ¡Oooooh...! ¿Sí?

ARIAS — Sic, señora. (Enfatizando la ce final.) Sic.

AMBROSIA — Bien dicho, Lino. ¿Quién la honestidad, sino el rey Fernando? (Grita.)

¡Viva el rey!

TODOS — (Excepto el rey, el bufón y el maestro.) ¡Viva!

EL BUFÓN — (Riendo.) Nadie más que él, señora, y nadie menos.

ADULA — Calla, bufón.

FERNANDO — Dejad al bufón que hable, que sano es a la corona el bien hacer de la

crítica.

ADULA — ¡Un santo! ¡Mas qué digo santo! ¡El salvador! ¡El César! ¡Viva el rey!

TODOS — (Excepto los de siempre.) ¡Viva!

PANELUCRANDO — ¿Qué puedo yo, sino buscar en las notas de un clave la soledad, el

silencio por no escuchar tanta verborrea hipócrita y traidora?

LUCRECIA — ¡Qué hermosa es la naturaleza cuando habla por vuestros labios!

PANELUCRANDO — Siempre, claro es, que no apetezca el rey algún discurso, alguna

música, alguna comedia... Hay que comer, maldito mi estómago.

EL BUFÓN — ¿Más comedia que ésta, maestro? Y no os justifiquéis, que los hay tan

artistas y más hambrientos que vos, aunque menos vendidos.

PANELUCRANDO — ¡Envidia siento de ti, bufón, que por tu poca estatura bien puedes

decir lo que te place y aún tienes de qué comer. (Ríe el bufón complacido.)

AMBROSIA — (Mientras se prueba otros vestidos.) ¡Nadie ha luchado como yo y el rey

por los campesinos y los pobres!

LINO — Lo sé, mi señora. Todos lo sabemos.

SEBASTIÁN — (A la puta que le acompaña, susurrado.) Si tú quisieras, tú y los tuyos

viviríais como reyes.

LA PUTA — ¿Y qué he de hacer?, que si no está hecho ya será porque no lo habéis

pedido, mi señor. (Le muerde los labios.)

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AMBROSIA — Tengo testigos, ¿sabéis?

LINO — Sí, mi señora.

AMBROSIA — ¡Nadie! (Grita.) ¡Nadie ha luchado como yo por los campesinos y los

pobres! ¡Nadie, he dicho!

LINO — Señora, calmaos.

AMBROSIA — ¡Nadie! (Del todo tranquila, frívola.) ¿Y éste, qué os parece éste?

LINO — Extraordinario. Y aún más luciendo sobre vos, claro.

FERNANDO — Mas si todo cuanto hago bien hecho está... ¿por qué al pueblo no

contenta? ¿A qué ahora arrojarme a la cara mis desvelos? Obreros, campesinos, artesanos...;

todos me vuelven las espaldas.

ADULA — Ingratos e ignorantes, señor.

EL BUFÓN — Sabio siempre el pueblo, señor. ¿En verdad os importa mucho, mi rey?

ARIAS — Aquila non... Aquila... muscas...; ¿cómo era?

MARÍA — ¡Oh, latín, latín, quién te entendiera porque me acercaras a él!

FERNANDO — (Saliendo de su abstracción.) ¿Y qué, si no el pueblo, bufón?

EL BUFÓN — La soberbia, mi rey.

ARIAS — El águila no caza moscas. Tal decía, señora.

MARÍA — (Contrariada.) ¡Oh, no! ¡Era tan bonito en latín...!

FERNANDO — ¿La soberbia? ¿De qué me hablas?

EL BUFÓN — De vos, señor. Y más que de vos, de esta corte vuestra de gallinas

hambrientas por una lombriz nunca antes probada. Estáis levantando la patria sobre el pan de

los pobres mientras los ricos hinchan su hacienda minuto a minuto. Y mientras, los vuestros

engordan cada vez más, como esos ricos.

PANELUCRANDO — (A Lucrecia.) Decidme de corazón qué os parece esto. Lo he

compuesto para vos. (Suena un desafinado aporreo de teclas en el clave: el maestro ha

dejado caer su codo izquierdo sobre las octavas más bajas.)

ADULA — ¡Enano insolente! ¡Qué puedes tú saber de los altos destinos de la Patria!

LUCRECIA — ¡Oh, oh...; qué fina sensibilidad, maestro!

PANELUCRANDO — (Divertido.) Fina sensibilidad la vuestra, señora, capaz de apreciar

el arte donde pocos lo consiguen. (Aporrea el clave con el codo tres veces más —en distintas

escalas—. Lucrecia parece llegar al éxtasis.)

EL BUFÓN — (A Adula.) ¿Insolente, decís? (Rotundo pero gentil.) Honesto enano que

jamás se vende. ¡Qué puedo yo, torpe medio hombre apetecer de vos que aún no tenga!

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Veamos. (Sonríe sarcástico.) ¿La paz? ¿Una conciencia que me acune cada noche al

dormir? (Silabea cruel.) ¿La libertad? (Un nuevo golpe en el teclado del maestro. Pausa.)

LUCRECIA — (Gritando.) ¡Ooooooh!

EL BUFÓN — (Concluyente.) Enano honrado, señor.

ARIAS — Rara avis.

MARÍA — ¿Sí?

ARIAS — ¡Oh, no; no vos! El bufón, por ser precisos.

MARÍA — (Infantilmente enojada.) Pero ¿en qué estáis, señor, en mí o en ellos?

ARIAS — Pues…

FERNANDO — (Soberbio.) ¡Yo sé bien lo que la patria necesita!

EL BUFÓN — Pero os equivocáis al pedirlo a los campesinos.

AMBROSIA — ¡Nadie como yo luchaba por los pobres!

RODRIGO — Los dineros, Fernando.

LINO — ¡Qué injusta tiranía la del rey Sancho, a quien Dios haya perdonado! ¡Y qué

fortuna inmensa teneros a vos, que tanto habéis luchado por los pobres! A propósito, un hijo

del hermano de mi madre, que apenas nada come cada día, y que precisa de algunos dineros,

sabe hacer…

AMBROSIA — (Interrumpiendo, plantándose provocadora.) ¿Y vos, Lino; qué sabríais

hacer vos... por mí?

LINO — (Aturdido.) Yo..., señora…

FERNANDO — Fácil es decir lo que conviene y lo que no cuando no se ha más mira que

la propia, mas otro es el interés de la corona.

EL BUFÓN — ¡Majestad! ¿Acaso no son miras propias... el poder y la altanería? (Señala a

su alrededor.)

ADULA — ¡Cállate, maldito bufón!

EL BUFÓN — (Irónico, ignorando a Adula.) ¿Callar, majestad? ¿Os preocupa incluso la

censura torpe de un necio bufón? (Se ríe.) Sí... Os preocupa igual que le preocupaba al rey

Sancho. Os preocupa más aún.

FERNANDO — Mejor harías en guardar tus pareceres para ti, bufón.

EL BUFÓN — Consejos vendo y para mí no tengo. Sí, majestad; como vos digáis, mi rey.

Ya callo.

ADULA — Nadie mejor que vos, mi rey…

FERNANDO — ¡Y callad vos también! ¡Callad todos! (Grita.) ¡Callad todos!

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Y todos callaron, sí, señor; y los que no atendían se extrañaron de las reales voces.

Bueno..., permitidme cierta gustosa complicidad al contaros que no todo todo fue silencio,

que, nadie sabe si por descuido o de intención, es lo cierto que el maestro Pane siguió

tocando el clave.

Acompañado de aquellos suaves acordes, descendió cabizbajo el soberano de su trono y

paseó entre todos los presentes meditando en alta voz.

FERNANDO — No sé qué pueda hacer, ni siquiera sé qué está pasando. Lo único que

alcanzo a ver claro, en medio de la tormenta de mi cabeza, es que nada ocurre como estaba

previsto, que las grandes razones de estado empujan y apartan a nuestras viejas intenciones.

(Evocador.) Entregar el poder al pueblo, su único dueño por ley de todo biennacido. Por

empezar, ¿no debería ser del pueblo el tesoro del reino?

RODRIGO — Para el pueblo, Fernando, no del pueblo; para la grandeza de este país, que

es, al fin, el suyo: el país del pueblo.

FERNANDO — (Aturdido.) No lo sé, Rodrigo. Tal vez tengas razón; no lo sé.

SEBASTIÁN — (Borracho, intenta recuperar la compostura.) Tú eres el mejor rey,

Fernando; tú guías al pueblo hacia la luz de su felicidad.

AMBROSIA — (Obvia, asombrada.) ¡Vamos, Fernando; nadie ha luchado tanto como

nosotros por el pueblo!

SEBASTIÁN — (Le ofrece la botella.) ¡Bebe, Fernando! ¡Mañana será otro día!

FERNANDO — (Melancólico.) Mañana será distinto. (Aparta despacio la botella que le

tiende Sebastián. Amargo.) ¿Y Claudia? ¿Y mi madre? ¿Por qué no están aquí Claudia y mi

madre? (Calla también el clave. El silencio es tremendo. Sólo se escuchan las respiraciones.)

Sí... Callad ahora, ahora que acaso ya nada haya que ocultar; ¡tan notorio mi error!

(Silencio. Camina despacio hacia la izquierda.) Seguid la fiesta sin mí; no hallo, por más que

busco, motivos de festejo. (Va a salir. Se detiene. Más suave.) Y aun así, creo que tienes

razón, Rodrigo; el interés de la patria debe ser más alto que cualquier otro, incluso que el del

pueblo. No veo otro camino. No hay otro camino. (Resuelto, se dirige de nuevo a la salida.)

RODRIGO — Así es, mi rey.

EL BUFÓN — ¡Ay, mi señor, del rey que se empeñe en distanciar patria, pueblo y

gobierno! (Bebe.)

FERNANDO — (Aminora el paso, casi se detiene, no se vuelve.) Continuad, amigos

míos; (sonríe triste) me siento algo cansado: eso es todo. (Sale.)

EL BUFÓN — (Como para sí; el rey ya no puede oírle.) Porque a buen seguro acabará

tirano que haga de la patria tesoro de ricos y tumba de pobres. (Bebe.)

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¡Qué mal sabor habría de dejar la marcha del rey entre sus acólitos!, dirá el lector; y

me apresuro a aclararle: apenas unos segundos, más de desconcierto, por otra parte, que de

disgusto. Al cabo de los cuales, añado, fue la fiesta recuperando sus colores con tanta o

mayor viveza, quizás, que en un principio.

ARIAS — Sic transit gloria mundi. (Silencio.) ¿Lo he dicho ya antes? ¡Dios mío, se me

agotan los latines!

RODRIGO — (Sonriendo cínico.) En verdad que no veo por qué no pueda uno vivir más

holgadamente al tiempo que lucha por el bienestar de los otros. Tal vez estemos saliendo de

pobres en muy escaso tiempo. Tal vez deberíamos seguir pasando hambre.

ARIAS — (Como un hallazgo, feliz.) ¡Acta est fabula! (Nadie le hace caso. A María,

ilusionado.) ¡Señora! ¿Lo veis? ¡Aún no lo he olvidado todo! Significa (grandilocuente,

aspaventero) “la comedia ha terminado”.

El maestro comenzó a tocar suavemente; una de las putas lanzó a Julián en la pierna algo

parecido a la caricia de una zarpa y éste respondió volviendo a sus juegos (todas hicieron

otro tanto, al fin); Sebastián (¡qué más le daban a él los problemas de estado!) bromeó de

nuevo con las nalgas de su puta, la besó, bebió, rió como el salvaje feliz que era; Adula

quedó desabrido; el bufón, triste; Ambrosia se apartó de sus ropas para beber... Y ahora que

lo recuerdo…

Sebastián, que como digo no tentaba mucho juicio por el vino bebido, había dado en

poner una venda en los ojos de su puta y con grande escándalo la había puesto a jugar a ese

bobo juego del que tanto gustan los cortesanos y al que los niños llaman “la gallina ciega”.

Bien está. Pues es el caso que todos, quisiéranlo o no, se vieron implicados en el dicho juego,

unos más de grado que otros; así que fue la puta dando tientos a Julián (con gozo y festejo de

ella, hasta que las otras, celosas, se lo arrebataron), al propio Sebastián (con gozo y festejo

de él), al maestro (con mutua indiferencia), a las otras putas (que dieron en ensayar por

bromas escenas de amor entre mujeres), a Lino (que corrió corrido —tal era su rígida

moral católica— dando razones para el escarnio), a Rodrigo (que dejóse hacer, aristócrata

e insensible —al menos por apariencia—), a Adula (con malas maneras de éste) y... a

Ambrosia. Y en ello estaba mi relato.

Iba Ambrosia a beber, que por esto había dejado sus ropas de lujo a un lado, cuando la

puta gallina ciega tropezó con ella y dio en tantear —por antes reconocer géneros— los

pechos de la fea, que o bien ocultos los guardaba o muy escasos los tenía; y más de lo

segundo debió de ser que de lo primero porque exclamó la puta: “¡Anda, y éste quién es?”

Con lo que rieron todos; todos... menos la tal Ambrosia. Hasta que la puta, puesto que

seguro había por la lisura del pecho que tratábase de varón, fuese a palparle las partes, y

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cuando probó que las tenía más lisas que el pecho quedó muda y se despojó de la venda y

empalideció, no tanto, se me ocurre a mí, por descubrir una hembra (que esto, al fin, ya lo

sabía por los tocamientos) como por verle el gesto a la fea Ambrosia, que lo ponía tan arisco

que parecía querer comérsela con la mirada. Pidió perdón acongojada la puta y fue tal el

regocijo de todos —menos de ellas dos— que en fin, como ya dije, no parecía que la fiesta se

hubiese interrumpido nunca.

Pero mejor no hubiera dicho tal cosa, pues, algún tiempo después de que el divertido

grupo anduviera huido de penas y dilemas, enredado en jugar y beber..., es el caso que vino

a suceder un hecho que a poco acaba del todo con el tal festejo (mas ni aún en esta ocasión

fuera así, como ya se verá), y es que, en medio de risas,…

...Entró de pronto Alonsa en los comedores de palacio.

Caminaba sin prisas, con la expresión ida y los ojos hundidos de quien mucho hubiera

penado. Arrastraba tras de sí una especie de jubón que no era otro que aquél que usaba

Juanorro y, torpe como iba, se plantó en el centro del silencio hecho y los miró a todos

llorando cada vez más, pues cada vez más se emocionaba así que iba reconociendo a unos y

a otros.

ALONSA — Mi Juanón se ha muerto. (Llora profundamente, hipando como una niña.)

Rodrigo... (Pausa.) Sebastián... (Pausa.) Mi Juanón se ha muerto. (Pausa.) Se ha muerto,

María…

Mas no hubo otra respuesta sino un agachar las cabezas, así que Alonsa sujetó como pudo

la lágrima (y en ello, creedme, gastó mucho tiempo) y habló como se lo permitió su congoja.

ALONSA — Juliancito..., Juliancito... (Julián, sin mirarla, coge ropa con que cubrirse.

Silencio.) Lucrecia... Tú sabes que yo como de las limosnas que nos dan por Juanorro; bueno,

que nos daban... (va a llorar), porque como lo veían torpe y chirrichote, algún mendrugo

siempre caía, (llora) pero como ahora se me ha muerto y yo ya no sirvo para nada... (Los mira

a todos. Se sobrepone. Clava sus ojos en el asado.) Tengo hambre. Hace tres días que no

como más que migajas; tres días; los mismos que han pasado desde que los ángeles se me

llevaron a mi Juanón. (Llora.)

AMBROSIA — (Avanza lentamente hacia Alonsa. Se sitúa enfrente de ella y levanta la

mano para señalar el asado; rápidamente Alonsa se protege la cabeza con el brazo, temiendo

que vaya a pegarle. El gesto produce un leve murmullo de risas entre los presentes.) ¿Quieres

comer, Alonsa? (Alonsa asiente tímida, retorciendo el jubón de Juanorro entre las manos

nerviosas.) Pues come, mujer, come. (Alonsa se acerca recelosa al asado.) ¡Espera! (Se

detiene. Un silencio.) ¿Y la otra boca?, ¿quién te llena a ti la otra boca, vida mía? Porque yo

puedo llenarte ésta (le señala la boca, casi le acaricia; Alonsa se retrae), pero la otra... (lo

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mismo en el sexo.) ¿Sebastián, tal vez? (Gesto de desagrado de Sebastián.) ¿O quizás el

enano?

EL BUFÓN — ¿Yo, señora? Olvidadas tengo yo, por fuerza, algunas necesidades del

cuerpo. (Ríen todos, cada vez menos tímidamente.) Y no me parece ésta la mejor ocasión para

recordarlas. (Más risas.)

AMBROSIA — (Toma una pizca de carne y se la ofrece a Alonsa.) Ten. (Alonsa va a

cogerla. Ambrosia niega chascando la lengua.) Con la boca. (Cuando Alonsa abre la

boca para comer la carne, ella juega con el tasajo por los bordes de los labios de Alonsa,

hasta que ésta lo atrapa y lo devora con frenesí.)

El resto fue obligar a la pobre Alonsa a adoptar las posturas y maneras de un perro, a lo

que ella accedió con tal de comer; inútil sacrificio, si no fuera porque estoy convencido de

que no era tal para la apenada y llorosa anciana.

AMBROSIA — (Otra pizca de carne en la mano. Alonsa va a cogerla.) ¡No! (Pausa.)

Con la boca, recuerda. (Lo intenta Alonsa, pero Ambrosia se agacha acercando el trozo al

suelo, por lo que terminará obligando a la vieja a arrodillarse.) ¡Arrodíllate, mi vida! (Lo

hace. Gime, pero por el recuerdo de Juanón, ajena a las humillaciones de Ambrosia.) ¡Así, a

cuatro patitas! (Suelta el trozo y Alonsa lo caza con la boca en el aire.)

ALONSA — (Masticando, se sienta. Llora.) Llevaba mucho tiempo quieto, quietecito...

(como si lo acariciara en el aire.) Tenía mi pezón en la boca y yo creí que estaba dormido.

(Se hunde.) ¡Creí que estaba dormido! (Ambrosia se le acerca; parece que fuera a

calmarla, pero en realidad se dedica a pasarle un nuevo trozo de carne por delante de la

nariz hasta que consigue atraer su atención. Entonces sube la mano; Alonsa mira —mientras

llora— y ella lo deja caer. Vuelve a cazarlo en el aire. Mastica. Desconsolada.) ¡Creí que

estaba dormido, Ambrosita!

AMBROSIA — Precisas algo de vino con que mejor pasar tanta carne por el cogote,

Alonsa. (Coge una copa y, desde arriba, la vierte lentamente encima de ella.)

ALONSA — (Entre lágrimas, se relame.) ¡Juanón! (Como un lobo.) ¡Juanóoooooon...!

EL BUFÓN — (Se acerca a Ambrosia. Sin pasión.) ¿No os parece que ya habéis hecho

suficiente burla de ella, mi señora? (Va a ayudar a Alonsa a levantarse y provoca, con sus

esfuerzos vanos, las carcajadas de todos excepto del maestro.)

PANELUCRANDO — (Ayudando a incorporarse a Alonsa.) ¡Vamos, mujer, que aquí no

hallaréis ni el alimento ni el cariño que estáis necesitando! (Se la lleva.)

ALONSA — Tenía en los labios la forma de mis pechos.

PANELUCRANDO — Sí, mujer, sí.

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ALONSA — Yo sabía que se me estaba muriendo, señor; yo lo sabía.

PANELUCRANDO — Id a la beneficencia, mujer, y que allí os amparen.

ALONSA — (Mientras sale.) Yo lo sabía.

Largo tiempo pasó; tiempo de incómodo silencio para todos.

AMBROSIA — (Forzada.) ¡Vamos, amigos! ¿Por qué esos gestos sombríos? ¡Reíd!

¡Reíd! (Silencio. Nerviosa.) ¡Maestro; tocad algo alegre!

PANELUCRANDO — Tocadlo vos, señora, que parecéis tener mejor presencia de ánimo.

Luego de un segundo de duda, acercóse Ambrosia colérica hasta el clave y sentándose

ante él comenzó a aporrearlo tal que una loca lo hiciera, hasta que poco a poco fue

separando más los golpes. Entonces se vino abajo y lloró, lloró sobre sus brazos cruzados

encima del mueble como si hubiera sido ella la humillada.

Y así estuvo mientras se calmaba. Pasados algunos minutos, el maestro la tomó

delicadamente por los hombros, la levantó y la dejó en uno de los sillones. Luego, él mismo

se sentó al clave y comenzó a tocar una música que, aunque triste en principio, fue

haciéndose cada vez más y más alegre. Cambiaba lentamente el silencio en murmullo y el

murmullo en rumor que a veces dejaba escapar alguna risotada. Estoy por creer que, en

poco, nadie diría que allí hubiera ocurrido algo fuera de la diversión y la fiesta; ¿no lo

creéis vos también de esta manera?

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Escena II

Escapaba la tarde lentamente de aquella oscura habitación (sobria de muebles y adornos)

desde la que se escuchaba al fondo la fiesta por dos veces rediviva de los comedores: música,

lejanas risas…

Sentada sobre un catre, la madre acunaba a Claudia. Pasaba el silencio y le acariciaba el

cabello; pasaba el silencio y le besaba el cabello y le apretaba dulcemente las manos,

recogidas en el vientre.

CLAUDIA — Todo se ha cumplido, madre; todo se ha hecho como estaba escrito en el

libro de mis miedos.

LA MADRE — Olvídalo, Claudia. No sufras.

CLAUDIA — Todo, madre; todo. (Un silencio.) ...Menos mi venganza.

LA MADRE — (Le frota con dulzura la frente.) Olvídalo, mi niña. La venganza es manjar

de quienes odian, no de quienes aman; y tú amas tanto…

CLAUDIA — Es mi amor quien me pide venganza.

LA MADRE — No digas eso, Claudia. El amor, si es bueno, no busca sangre.

CLAUDIA — (Se incorpora.) ¡Qué sé yo si este amor sea bueno o malo! Lo único que sé

es que es el mío, y que busca sangre, la sangre de Fernando.

LA MADRE — Claudia, hija; estás cegada por la rabia.

CLAUDIA — La rabia, sí; la rabia. ¿Y qué puedo hacer sino destruir aquello que amo y

me desprecia?

LA MADRE — Esperar. Los hombres son cambiantes. El día menos pensado…

CLAUDIA — ¿El día menos pensado, madre? Han pasado los años... (Sonríe.) He dejado

pasar los años luchando, sacrificando el nacimiento de cada uno de mis hijos por la libertad,

ocultando cada nueva arruga de mi vientre en la esperanza de un mañana distinto. ¿Sabes una

cosa? le presté mucho de mi vida a ese mañana, pero él apenas me ha devuelto el amargor de

un futuro gris... o la muerte, (irónica) como yo prefiera. A tal elección se reduce la libertad

por la que he dado lo más importante de mi vida.

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LA MADRE — Así es la libertad, Claudia; como una hija ingrata por la que entregas tus

mejores años, y tus esfuerzos más empeñados, y tu cariño; mas nunca te estará agradecida,

y a lo peor cualquier día se te escapa con el primer soldado que pasa... Todos hemos dado lo

más importante de nuestra vida sin saber muy bien a quién ni para qué.

CLAUDIA — Pero la causa de mi sacrificio tiene un nombre, madre: Fernando de Aguilar;

y no sería yo humana ni hembra si permitiera eternamente su carcajada.

LA MADRE — Claudia, hija…

CLAUDIA — Eternamente, más allá de mi agonía y de mi muerte. No, no... Tal vez no sea

ya hembra para concebir, pero todavía puedo consumirme entre mis suspiros, así que soy

hembra para arañar, para destrozar y para matar.

LA MADRE — ¿Y qué? ¿A quién quieres matar, Claudia?

CLAUDIA — A mi marido, y con él, a la traición.

LA MADRE — ¿Qué traición?

CLAUDIA — (Irritada.) ¡Qué traición?

LA MADRE — (Calmada.) Sí, ¿qué traición?

CLAUDIA — Madre. Juró que entregaría el poder al pueblo, que sentaría en el trono a la

justicia…

LA MADRE — No, Claudia, no te engañes. Quieres matarle por matarte a ti misma, y no

es ésa de que hablas la traición que te importa.

CLAUDIA — (Exaltada.) No quiso que tuviéramos hijos porque, decía, los hijos tienen

que vivir en libertad. ¡Pero no sólo por eso, maldita sea! ¡No sólo por eso! ¿Sabes por qué

más? ¡Porque necesitaba un cuerpo fresco y nuevo que entregar a las garras ansiosas del rey

Sancho! ¡Muy bien! (Grita a la ventana.) ¡Muy bien! ¿Y ahora, qué más, Fernando de

Aguilar? Se murió el rey. ¡Yo lo maté! ¡Ya puedo, por fin, ser madre, tener esos hijos que

tanto deseo! Pero, no, no es el momento...; tampoco es el momento. (Llora.) ¡Tengo que

matarlo, madre! ¡Tengo que matar a este tirano igual que maté al otro!

LA MADRE — Claudia…

CLAUDIA — ¿Es que no lo ves? Si al otro le arranqué la vida por una causa: la

libertad, a éste he de de arrancársela por esa misma libertad y porque me ha matado, madre,

porque ha matado mi mañana, porque me ha hecho carroña para los buitres.

LA MADRE — Claudia... No sirve de nada matar al tirano, y tú lo sabes bien; tú, que

mataste ya uno, lo sabes mejor que nadie. Los tiranos no se mueren, Claudia; cambian de

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nombre y de formas; uno se llamaba Sancho y el otro Fernando; uno invocaba el nombre de

Dios y el otro el del estado; pero nunca se mueren, siempre hay uno detrás porque el poder

los hace así, Claudia. El poder es un veneno que a todos cambia. No, no sirve de nada matar

al tirano.

CLAUDIA — A éste, sí, madre; a éste sí, porque me vendió para reírse luego de mí,

porque, escúchalo, (señala el lugar de donde procede la música de la fiesta) escucha cómo

ríe y se divierte. ¿Sabes tú, quizás, que desde el mismo día en que maté al rey Sancho no ha

vuelto a amarme, ni a abrazarme, ni siquiera a tocarme? ¡El muy hijo de puta debe de pensar

que estoy sucia y maldita por mi deseo! ¡Pero fue él, él, quien me condujo hasta la alcoba del

rey! ¡Y ahora se acuesta con sus cortesanas! (Ríe.) Piensa que hasta las putas de la corte están

más limpias que yo. (Llora.) ¡Dios mío!

LA MADRE — Los hombres son animales, Claudia; porque les mueve el instinto y

porque nunca saben muy bien lo que hacen. ¡Animales! (Un silencio.) A Fernando se le

pasará y volverá a ti.

CLAUDIA — (Calmada.) Y yo, madre; también yo soy animal, y mi instinto me lleva a

clavarle el mismo puñal que le clavé al rey Sancho. Escúchame bien esto: el mismo puñal, no

otro; y en el mismo costado. (Sonríe amarga.) Hagamos bien las cosas. (Pausa.) Lo único

que siento es que no podré matarle mientras me acaricia, como lo hice con el rey Sancho.

LA MADRE — Claudia, por Dios.

CLAUDIA — Pero te juro que de esta noche no pasa que lo mate. En cuanto se

duerma; y quiera la fortuna que no se le ocurra llevarse a su cama hoy a ninguna mujer,

porque, como así sea, se la lleva con él también más allá del sueño.

LA MADRE — Claudia. Estás muy nerviosa.

CLAUDIA — ¿Yo? ¿Nerviosa? He tenido tiempo ya para estar nerviosa y serena, gloriosa

y hundida, viva y muerta. No, no es la rabia lo que me lleva a matarle, sino la conciencia de

un deber histórico; la justicia de los pobres y mi propia justicia, o al revés, si lo quieres. Lo

mato yo y lo mata Juanorro, y Alonsa y todos los pobres y todos los campesinos que pasan

hambre. Sólo que me toca a mí clavar el puñal en su costado.

LA MADRE — No, Claudia.

CLAUDIA — ¿No? Espera al amanecer, madre, y tendrás un hijo que enterrar.

LA MADRE — No puedes matarlo.

CLAUDIA — ¡Tengo que matarlo!

LA MADRE — ¡Pero es mi hijo!

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CLAUDIA — ¡También es mi marido! ¡Y qué!

LA MADRE — Entonces, Claudia, ¿para qué destrozarnos las dos?

CLAUDIA — Tú no sabes lo que es verte traicionada por tu hombre, porque tu hombre

nunca te traicionó.

LA MADRE — ¡Y tú, Claudia, no sabes lo que es ver a un hijo muerto, porque nunca se te

ha muerto ninguno!

CLAUDIA — ¡Tampoco me ha nacido ninguno!

LA MADRE — (Gritando, desesperada.) ¡Bueno, pues por eso! ¡No puedes saber lo que

significa la muerte de un hijo! ¡Y yo tampoco lo sé! ¡Ni quiero saberlo! (Llora. Implora.) No

quiero saberlo, Claudia. Es mi hijo. Es un tirano y un traidor, te ha hecho más daño del que

nadie podría haberte hecho jamás, ha ensuciado tu cuerpo con las manos del rey Sancho, te

ha quitado del gozo infinito de ser madre, es el hombre más despreciable de todos, más que

ninguna rata infecta. (Silencio, la mira.) Pero es mi hijo. (Pausa.) Sé que merece mil veces

la muerte; sé que merece ser torturado, pero si vas a hacerlo, mátame a mí primero, ahórrame

el sufrimiento de ver cómo haces justicia con él, (silencio.) porque es mi hijo, el ser que más

amo en el mundo. (Llora.) Sólo imaginarlo tendido en el suelo, sin respirar, con los ojos

cerrados, me vuelve loca. Y si pienso que nunca más volveré a verlo, quiero morirme con él,

quiero que me mates a mí, si vas a matarle a él. (Se arrodilla, le abraza las piernas.)

¡Claudia! ¡Tú no sabes lo que es un hijo, no lo sabes! ¡Por Dios, no lo mates! (Se hunde.)

¡No lo mates! (Llora. Claudia, despacio, ida, se levanta desasiéndose de la madre. Se oye un

trueno lejano. Desesperada.) ¡Adónde vas, Claudia? (No contesta.) ¿Adónde vas?

CLAUDIA — (La besa.) Madre…

LA MADRE — (Angustiada.) ¿Qué vas a hacer?

CLAUDIA — Me voy, madre.

LA MADRE — ¿Adónde?

CLAUDIA — Lejos de aquí, adonde el aire corra libre.

LA MADRE — (Temerosa.) ¿No vas a matarlo?

CLAUDIA — (Agacha la cabeza. Un largo silencio. Otro trueno en la distancia.

Silencio.) No, madre, no; no voy a matarlo.

LA MADRE — ¡Claudia!

CLAUDIA — Porque aunque ni sé lo que es ser madre ni puedo imaginarlo, sí puedo

sentirlo en el fondo, muy en el fondo de mis sentimientos, como un germen pequeñito que ya

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nunca crecerá. (Suspira.) Bendita seas, madre, que tienes un hijo por el que llorar. (Va a

salir.)

LA MADRE — Claudia, no te vayas.

CLAUDIA — Déjame marchar, madre, no sea que un amanecer me olvide del dolor de

tus ojos y haga algo que no lamentaría por nadie más que por ti. (Avanza hacia la salida.)

LA MADRE — ¡Claudia! (Claudia se detiene. Un trueno más cercano. La madre va

hacia ella y la abraza con todas sus fuerzas; Claudia responde igual. Las dos lloran

desesperadamente.)

Afuera se avecinaba tormenta. Tormenta de noche. ¡Qué tristes han sido siempre las

tormentas de noche!

Salió Claudia a las calles vacías, sin saber bien adónde ir. Dejaba detrás, arriba, las

luces del salón de palacio y el murmullo de la fiesta, que aún se escuchaba. Iba llorando,

conteniendo la muerte que le apretaba los ojos; hasta que se detuvo en una esquina y lloró

cada vez con más rabia mientras repetía el nombre de aquel rey al que odiaba tanto como

amaba.

CLAUDIA — Fernando... Fernando, mira lo que has hecho de mí; hijo de puta, mira lo

que has hecho de mí. Ni los pétalos de rosas frescas, ni el agua de espliego. Me siento tan

sucia..., tan sucia como la más sucia de las putas de mendigos. Mira mi vientre nunca

abultado, (lo acaricia) aún conserva las huellas de sus manos; y mis pechos vacíos de leche,

todavía tienen grabada la señal de su mirada lasciva (los acaricia. Llora amargamente.)

¡Quién me los limpia ahora! ¡Quién me los limpia! (Se frota el cuerpo desesperadamente.

Llora gritando.) ¡Fernando! ¡Hombres! ¡Maldita la hembra que os parió a todos! ¡Maldita y

mil veces maldita! ¡Hombres! ¡Hombres! (Llora. Silencio largo mientras se va calmando.)

¡Queréis hembras que os paran y hembras a las que hacer parir! ¡Mas, sobre todas, hembras

para gozar! ¡Pues aquí tenéis una casi virgen! ¡Casi virgen; una pena, pero poca cosa!

¡Tomadla! (Se desnuda el torso.) ¡Tomadla! (Grita. Se ofrece a supuestos hombres que desde

todos lados la observaran.) ¡Vamos, vamos! ¡Jamás habéis visto pechos tan tersos como

estos! ¡Jamás habéis tocado pezones tan grandes y duros! ¡Mirad, mirad, hombres malditos,

un cuerpo del que sólo han gozado dos reyes! ¡Casi virgen! ¡Un cuerpo para reyes! ¡Mirad

qué vientre, liso y bien formado como el de una mujer nueva! (Se sube las faldas y desnuda

su sexo bajando las ropas hasta la mitad de sus piernas.) ¡Mirad! (Llora y grita de rabia,

como una loca.) ¡Miradlo bien! (Lo acaricia mientras continúa llorando desquiciada.) ¡Aquí

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lo tenéis dispuesto a daros placer, todo el placer por ningún dinero! ¡Gratis, caballeros! (Se

hunde.) ¡Gratis el cuerpo más hermoso de estos alrededores! ¡Me oís? ¡Hombres, venid a mí!

¿Me oís? ¿Dónde estáis, malditos hombres? ¡Venid a mí! ¡Soy una cortesana de lujo! ¡Y

gratis! (Un trueno cercano. Casi se desvanece. Bajo.) ¡Gratis! ¡Gratis!

Perdidas las fuerzas, Claudia fue cayendo hacia atrás hasta chocar con uno de los muros

de palacio, y por él se fue resbalando y quedó sentada en el suelo con su cuerpo medio

desnudo, llorando como yo nunca lo vi hacer a ningún ser humano. La tormenta parecía a

punto de romper en aguacero.

CLAUDIA — (Murmurándolo, repetido.) Gratis…

Entonces llegó Alonsa. Iba loca, ausente del mundo, caminando como guiada por un ciego

destino, con la mirada extraviada y arrastrando el jubón de Juanorro. Llegó, despacio, hasta

donde Claudia lloraba y se sentó a su lado, y la abrazó y la cubrió con el jubón.

...Y presencié en tal punto una de las más hermosas y conmovedoras escenas que estos

ojos cansados han visto nunca.

Es que Alonsa sacó uno de sus pechos y lo puso entre los labios de Claudia, como en otros

tiempos con su Juanón hiciera, y esto así, mientras hipaba Claudia como una niña de tres

años, dio Alonsa en volver la cabeza al otro lado (al otro mundo, diríase), y lloró

deformando su cara y su boca.

Y rompió al fin la lluvia que arrastra miedos y penas, traiciones y soberbias.

¿Quién sabe cuánto tiempo pasaran allí, bajo el agua, Alonsa y Claudia?, ¿y a quién le

importa si aquello fuera el rincón donde morir que la anciana anduviera buscando desde la

pérdida de su razón para vivir? Más importa recordar que encima de aquellas dos criaturas

empapadas por la lluvia, en un salón cuyas luces vería uno aunque no quisiera, la música

seguía sonando, el vino corriendo y los manjares llenando las tripas; los lujos a mano, y el

placer…

Creo haber mencionado ya que transcurría, si no me falla la memoria, alguno de los

últimos años de aquel siglo.

Telón