2
Minerva carabajo

Minerva

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: Minerva

Minerva

carabajo

Page 2: Minerva

Ella tenía el don de la frivolidad. Nada le importaba. Escuchaba sus conciertos en vinilo y recordaba en ello al deseo de acostarse con su padre y con su abuelo de quienes los recibiera. El clímax era la sinfonía patética de su vida. Se acordaba tarde de querer a alguien. Recuperaba el aliento de su hermana paranoica que le hacía de soporte en la inefable tarea de despreciar todo. Su madre tomaba pastillas antidepresivas mientras su ex marido cogía con pendejas y miraba canales porno, ya ambos sexagenarios. Como si no fuera necesario tenía un cuaderno ella en el que anotaba las víctimas de ese amor que se suponía un currículum que mostraba con orgullo a cada nueva pareja. La trayectoria de su vida sexual era una preponderancia de nombres sin alma y de personas de cuyas caras no se acordaba. Conseguía evidenciar así que su inutilidad al menos tenía una buena carnicería. A punto, jugosos o cocidos, los ejemplares que pinchaba con alfileres ya no tenían mas vuelo de esa mariposa que ella no era. Un témpano de hielo que derretía en penes calurosos de la adversidad del desarraigo. Una faena de casos en los que su tío, Juez, se abalanzaba como la autoridad de la corte suprema de la familia. Minerva era un caso perdido. Sí. Un especie de jugo ya demasiado exprimido por varios. Una formula del caudal de lo que su colita de conejita le daba sacar como resultado. Ella sabía que las minas tenían que ser así. Como sí la contabilidad de su padre tuviera un debe y un haber hecho cosas mejores. Una consecuencia de la herrumbre de una casa que dejaba que los fantasmas aúllen en la noche por la ausencia de una mejor forma de tener a la gente que no fuera la soberbia de el desprecio sujeta al derecho y la insípida manera de hace balances truchos sobre lo que le aburría tanto como deshacerse de cualquier vestigio de compañía cierta. Después de todo para qué guardar algo en la fuerza de querer ser querida. No había lugar para sentimientos tan triviales y hacer el papel de yegua le apetecía tanto como lamer al semental estéril. Se golpeaba la cabeza por las noches en que la mas-turbación le perdonaba tener que suicidarse. Después de todo vivir al límite era igual al vértigo de una familia de patoteros y pistoleros que mataban con cierta impunidad los sueños y alguna que otra cosa de la mafia del mundo de la noche. Quizá en la época de su niñez viese como torturar era una cosa placentera. Nada más emocionante que ver la sangre y las lágrimas de un ser indefenso que tendría poco tiempo de vida. O adornar su aburrimiento con pinturas que oficiaban esa paz que ella sentía al atormentar a los que se le acercaban con su indiferente modo de mostrarse erótica para pasar un rato e insípida para tomarla en serio. Una muñeca inflable que apenas si tenía aire para recuperarse del dolor de ser cruel y no notarlo. De maltratar a toda su familia que a su vez se ocupaba de calmarla cuando la ira de su impotencia tenía tonos exacerbados. Una especie de carga que de tan pesada hacía recordar al lastre de tiempo de odio y caos. La conserva de un modelo de permisividad volcado hacia el afán de matar lo que había de cierto en la ductilidad de una púa que circulaba en surcos de discos ya muy rayados de tanto que usaba y era usada. Una mujer de paso como tantas que no tienen una písca de amor propio. La acumulación de noches de lujuria que disfrazan la ausencia de todo lo que le podía pertenecer al tiempo despilfarrado la superficialidad del desencanto de dejar todo tirado en la tierra de la fama de ser una puta más a quién acudir para darle letra. Minerva era eso. Una cosa. Un cuerpo en uso o en desuso. Una fantasía de color dorado a quien una espada le atravezaba el vientre. La sepultura de estocadas de buen espadachín para dejarla saciada en la arena de la cama. Un mundo aparte en donde el tiempo hacía estragos del buen gusto por su amarga vulgaridad de nena estúpida que era consentida como todas las rubiecitas desde chiquitas y a quien los chupetines nunca le faltaban y los miembros le daban maquillaje para mejorar su cutis. Hasta que su vejez incipiente la empezaba a traicionar