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Publicado en Contrapicado en 2011 Mirar entre las espesas humaredas Un texto de Ingrid Guardiola Como muchos niños descubrí el cine fuera de la mano del cine. Pasé todas las tardes de mi infancia en un bar pegada al televisor, a la densa humareda que sacaban los jugadores de cartas y a mi abuela. Esas imágenes crearon un mundo paralelo tanto más real que la vida misma. La capacidad de evocación es a los niños lo que la lava al volcán. Al cine no íbamos mucho, puesto que mis padres abrían el bar seis días a la semana y el domingo no era el día del señor, simplemente era su día. La primera vez que asistí con mis padres a la sala oscura fue a los ocho años a ver El oso (L’ours, 1988) de Jean-Jacques Annaud. Es la historia de un oso mayor y una cría que se encuentran en las montañas nevadas del Canadá. Los dos tendrán que huir de los cazadores, de pumas y otros peligros. Aquella película sin diálogos e interpretada por animales me despertó algo cercano al sentimiento trágico de la vida, que diría Unamuno, pero también me enseñó que el cine ensambla lo que la vida no puede y que todo el sufrimiento puede ser redimido por un happy ending. Si lo trágico ya había empezado a sembrar su sabio veneno, lo cómico llegó de la mano de Chaplin. En el colegio nos llevaban a un cine que estaba al otro lado de la carretera y veíamos de vez en cuando una película de Charlot. Lo trágico ya se había mezclado con lo cómico, irremediablemente. Charlot formó parte de la infancia de todos mis compañeros de generación, de ahí que aún ahora tengamos ciertos aires de payasos trasnochados, sensibles y generosos, entusiastas y, aunque poco mañosos y con nostalgias anticipadas, siempre levantamos cabeza. Aquel ser de cara triste y de gesto malogrado me selló el clown y algo del blanco y negro. En la segunda infancia llegaron los peplums y westerns que veía con mi padre en las tardes del domingo o en los días de fiesta: el goce de la imaginación pura, sólo superado después por Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). A partir de entonces me dediqué a grabar en VHS todas las sesiones de cine de

Mirar entre las espesas humaredas

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Publicado en la revista Contrapicado en 2011

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Publicado en Contrapicado en 2011

Mirar entre las espesas humaredas

Un texto de Ingrid Guardiola

Como muchos niños descubrí el cine fuera de la mano del cine. Pasé todas las tardes de mi infancia en un bar pegada al televisor, a la densa humareda que sacaban los jugadores de cartas y a mi abuela. Esas imágenes crearon un mundo paralelo tanto más real que la vida misma. La capacidad de evocación es a los niños lo que la lava al volcán. Al cine no íbamos mucho, puesto que mis padres abrían el bar seis días a la semana y el domingo no era el día del señor, simplemente era su día. La primera vez que asistí con mis padres a la sala oscura fue a los ocho años a ver El oso (L’ours, 1988) de Jean-Jacques Annaud. Es la historia de un oso mayor y una cría que se encuentran en las montañas nevadas del Canadá. Los dos tendrán que huir de los cazadores, de pumas y otros peligros. Aquella película sin diálogos e interpretada por animales me despertó algo cercano al sentimiento trágico de la vida, que diría Unamuno, pero también me enseñó que el cine ensambla lo que la vida no puede y que todo el sufrimiento puede ser redimido por un happy ending. Si lo trágico ya había empezado a sembrar su sabio veneno, lo cómico llegó de la mano de Chaplin. En el colegio nos llevaban a un cine que estaba al otro lado de la carretera y veíamos de vez en cuando una película de Charlot. Lo trágico ya se había mezclado con lo cómico, irremediablemente. Charlot formó parte de la infancia de todos mis compañeros de generación, de ahí que aún ahora tengamos ciertos aires de payasos trasnochados, sensibles y generosos, entusiastas y, aunque poco mañosos y con nostalgias anticipadas, siempre levantamos cabeza. Aquel ser de cara triste y de gesto malogrado me selló el clown y algo del blanco y negro. En la segunda infancia llegaron los peplums y westerns que veía con mi padre en las tardes del domingo o en los días de fiesta: el goce de la imaginación pura, sólo superado después por Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952). A partir de entonces me dediqué a grabar en VHS todas las sesiones de cine de medianoche y a coleccionar fotografías de estrellas como James Dean o Marlon Brando, a los que veía vivir en sus películas el amor a toda costa, luchando contra el fatum, invirtiendo la ecuación trágica de la vida con la pasión, aunque lo que veías es que ella sola no puede contra el destino.

Pero el cine como lenguaje, como mundo construido y por construir, como un sinfín de posibilidades, llegó una semana cualquiera, a los dieciséis años, cuando pasaron Pierrot le fou (1965) de Godard y Ocho y medio (8 ½ , 1963) de Fellini por La 2. El VHS con Pierrot le fou ruló, como mi primera revelación consciente, por las manos de todos mis amigos más cercanos del instituto. Por aquel entonces empezamos a quedar los fines de semanas en casa de algún compañero para ponernos ebrios, también de cine. Fue la época de Zulueta, Godard hasta la médula, las siete de Tarkovski, Herzog, el primer Gus Van Sant y Bergman, entre otros. Si la revelación del cine fue una constante más que un momento único, si fue fuerte su revelar en el largo camino, más aún la de la revelación de la vida cuando fui capaz de vivir más fuera del cine que dentro, allá donde las reglas del cine se vuelven una humareda más espesa que la de los jugadores de cartas del bar de mis padres. Mi abuelo, que también trabajó en el bar, perdió mucho dinero intentando montar un cine en Malgrat de Mar; yo ahora programo, junto a otros siete cinéfilos, el Cine Truffaut de Girona. Quién sabría decir si esto significa un happy ending o el fatum de lo que dejó mi abuelo. De todas formas el cine te enseña que siempre hay lugar para mirar una segunda vez: también sobre la vida.

Ingrid Guardiola es profesora de Tendencias de la Televisión Contemporánea en la UPF y de Nuevos Formatos y Nuevas Expresiones Culturales en la UdG, además de ser programadora audiovisual del CCCB y co-directora del MINIPUT (Muestra de TV de Calidad). Desde hace unos años es programadora del Cine Truffaut de Girona.