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MISCELÁNEA RELACIONES 75, VERANO 19 9 8, VOL. XIX

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MISCELÁNEA

R E L A C I O N E S 7 5 , V E R A N O 1 9 9 8 , V O L . X I X

A COLONIZACIÓN DE LO SAGRADO:

LA HISTORIA DEL SACROMONTE DE AMECAMECA*

Pierre RagonCEMCA

En la Nueva España, como en el Perú, los misioneros cristianizaron con frecuencia los lugares de culto prehispánico consagrándolos a los santos cristianos. Según muchos, la elección de las advocaciones estuvo deter­minada por la naturaleza de los cultos preexistentes: así, de cierta ma­nera, las devociones cristianas se implantarían como prolongación de los ritos prehispánicos; ya fuera que la fecha de la nueva fiesta fuese in­tegrada a un calendario anterior, o bien que el santo presentara un atri­buto análogo a aquel de un númen prehispánico o, en fin, que compar­tiera con éste una misma función. A partir de unos cuantos testimonios ambiguos,1 algunos ven en esta política de sustitución el origen de los grandes santuarios de la América colonial. El procedimiento espontá­neo, pedagógico hasta el cálculo cínico de un clero recuperador, habría podido hacer eco a las manipulaciones sutiles de los mismos neófitos quienes, al intervenir en la selección de los santos protectores o en el emplazamiento de los santuarios, habrían favorecido las ambigüedades para esconder de una mejor manera la permanencia de ritos prehispá­nicos camuflados con la apariencia de los festejos cristianos.2 Esta tesis, seductora, había sido enunciada antes a propósito de las experiencias misioneras de la Iglesia cristiana durante la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media.3 A nuestro entender los trabajos de Jean Peroneaud, quien ataca la idea de que el culto a san Blas en territorio eslavo resultó de la cristianización del de Volos, nos mueve a la mayor prudencia.

* Es esta la versión en castellano del original francés publicado en: Espace, temps et pouvoir dans le Nouveau M onde, Jérôme Monnet, dir. Paris, Anthropos, 1996, pp. 49-69.

1 Duverger, 1987: 244-246; Alberro, 1992; Nutini, 1980 y 1988; Lockhart, 1992: 244,

549,550.

2 Durán, 1967: 236; Historia: año 1539; Motolinia, 1970: 250.

3 Este tipo de interpretación del culto de los santos aparece por vez primera en el Re­

nacimiento. Sedujo en particular a los autores de la religión reformada, quienes así daban

con un medio para zaherir al catolicismo.

A menudo evocado, el escenario objeto de las críticas de Jean Pero- neaud nunca ha sido verdaderamente verificado en el caso de Latino­américa. Encuentra apoyo en algunos testigos autorizados (Bernardino de Sahagún, Juan de Torquemada o Diego Durán sobre todo), aunque se estrella contra la escasez de testimonios precisos, únicos que permiti­rían identificar localmente la naturaleza de los cultos prehispánicos, precisar las intenciones de los misioneros y las de los neófitos y consta­tar la universalidad o rareza de tales prácticas.

A esta regla hay al menos una excepción: la cristianización del Ame- queme, pequeño cerrro desde el que se domina el pueblo de Amecame- ca, hoy conocido con el nombre de Sacromonte, y consagrado al Santo Entierro de Cristo4 (véase mapa). Efectivamente, Domingo de San An­tón Muñón Chimalpahin Quauhtlehuanitzin, uno de los cronistas indí­genas cuya obra nos resulta preciosa en extremo, perteneció a la nobleza indígena de Amecameca. A lo largo de algunas de sus ocho crónicas históricas y de manera dispersa, los materiales permiten reconstituir la historia de Amecameca desde el siglo xm hasta fines del xvi. Esta fuente de calidad excepcional proporciona un contrapunto indispensable a la información de origen español, ella misma especialmente densa.

El A maquem e: u n vínculo entre los hombres y las divinidades

Hasta donde las fuentes permiten afirmarlo, el cerro que domina Ame­cameca tuvo un carácter sagrado. Cuando en el siglo xm los Chichime- cas llegaron a poblar la pequeña cuenca agrícola de Amecameca en la vertiente occidental de la sierra de los Volcanes, dicho cerro se hallaba consagrado a Chalchiuhtlicue por parte de los antiguos habitantes del sitio:

Allá, en la misma región, en la cima del monte hoy llamado Amaqueme,

existía el ara y adoratorio que llamaban Chalchiuhmomozco (altar de la

diosa Chalchiuhtlicue), porque allí era adorada y reverenciada el agua [...]

4 No obstante que los cronistas de la época emplean el término "Santo Sepulcro", he­

mos decidido mejor emplear "Santo Entierro" por haberse difundido así esa devoción. N. T.

Amecameca en el valle de México

Estas gentes muy perversas eran dadas a las artes de la brujería; eran magos

que podían tomar a voluntad aspectos de fieras y bestias. También eran

brujos llovedizos que podían provocar a voluntad la lluvia (Chimalpahin

1965: 76-77).

De golpe, el monte de Amecameca aparece como un sitio sagrado donde se desarrollan los ritos que tienen por fin garantizar la llegada de las aguas necesarias para los cultivos. El sitio conservó ese carácter tras la llegada de los chichimecas totolimpanecas, grupo al cual atribuye Chimalpahin la preeminencia en el seno de las poblaciones de la cuen­ca a partir de 1262. A su llegada cumplieron con una serie de ritos: al mostrarse su divinidad Mixcóatl, el dios de la caza, incapaz de hacer llo­ver de manera permanente, un ave blanca (de hecho el guajolote cuyo nombre llevaban) les reveló un nuevo rito propiciatorio de la lluvia. Se pusieron entonces a pintar envoltorios o tiras a manera de vestimenta (iqueme) con papeles (amatl) y el sitio perdió su antiguo nombre, Chal- chiuhmomozco, para adoptar el de Amaqueme con gran regocijo de los totolimpanecas, quienes fueron desde entonces agricultores sedentarios (Durand-Forest, 1987:187-188).

Ahora bien, se sabe que el rito de los papeles pintados tenía lugar en ocasión de la fiesta de A tem oztli en honor de Tláloc el dios de la lluvia y que estaba asociado, por lo demás, con las montañas (Sahagún, 1982: 49-50,91). Sin evocar nunca a Tláloc, Chimalpahin menciona claramen­te un sitio de culto totolimpaneca sobre el Sacromonte. En 1459 los chal- cas sacrifican prisioneros mexicas sobre el Amaqueme y cinco años más tarde, al apoderarse estos últimos definitivamente del lugar, subieron el Amaqueme y "flecharon la casa del brujo que tenía a su cargo las devo­ciones de los amaquemes" (Chimalpahin, 1965:101,202-203).5

Poco después de su llegada, los cristianos se interesaron por el sitio. En primer lugar los franciscanos, que dedicaron allí una capilla a santo Tomás. Parece que la erección de ese santuario data de 1530 y que de he­

5 Chimalpahin se muestra discreto al abordar el periodo del dominio mexica y nin­

guna otra fuente nos permite precisar el destino del Amaqueme en los cincuenta años

que separan la conquista azteca de la llegada de los cristianos. A la luz de las exploracio­

nes arqueológicas, el dominio azteca parece haber sido superficial (Séjourné, 1990: 73)

cho la efectuó fray Martín de Valencia. El padre de la misión franciscana lo habrá hecho construir sobre el emplazamiento mismo del antiguo al­tar de Chalchiuhtlicue, un promontorio pedregoso próximo a la cúspi­de conocida con el nombre de Texcalco o de Texcalyacac (idem, 251,287). Más que la advocación de la capilla, las tradiciones eclesiástica e indíge­na retuvieron la personalidad de aquel fraile, muerto en olor de santi­dad. Detalle sin duda significativo, en su Menologio fray Agustín de Ve- tancurt subraya que Martín de Valencia se distinguió por la importan­cia de sus penitencias y por su habilidad para hacer llover (Vetancurt, 1982: 95; Mendieta, 1980: 596-600).

Veinte años más tarde sobrevino, sin embargo, la ruptura. En 1550 los dominicos tomaron posesión de la zona de Amecameca (Chimalpa- hin, 1965:158,256). Chimalpahin describe entonces una fase de inesta­bilidad llena de nefastos acontecimientos: epidemia, amenaza de una sublevación indígena, salida del virrey Mendoza y, dos años más tarde, una inundación de Amecameca, lo cual obligó a sus habitantes a refu­giarse sobre el Amaqueme. El agua escapó a todo control y la atribución de este fracaso a la política misionera de los dominicos, que pusieron en duda la acción de Martín de Valencia como santo (o brujo) hacedor de lluvias, resulta tentadora. Hecho significativo, este episodio se hace eco de los desastres que habían sobrevenido en la región tras la destrucción de la casa del brujo del Amaqueme por los mexicas en 1464 (idem, 204).

Por su acción, los dominicos parecen haber querido dar un nuevo impulso a la misión y fundarla sobre bases nuevas. A partir de 1537 po­seyeron, bajo la advocación de san Juan Evangelista, una capilla anexa al barrio de Tlayllotlacan. Luego, entre 1547 y 1562, hicieron construir en el centro del pueblo un convento y una iglesia parroquial consagra­da a Nuestra Señora de la Asunción (idem, 257 ss.). La ofensiva final tuvo lugar a principio de los años de 1580. En mayo de 1582 la capilla del Amaqueme, por entonces administrada por fray Juan Páez O.P., fue destruida por un temblor. A partir del año siguiente, en el mes de junio, abrió sus puertas un nuevo santuario que magnificó el culto del Santo Entierro de Cristo, una advocación que llega hasta nuestros días:

En el mes de junio, ocurrió algo, de maravilla con el santo sepulchro de las

rocas Texalco en la cumbre del monte Amaqueme [...] y allí mero fue donde

pusieron una imagen de Christo recostada en una caja de piedra, en el mis­

mo donde hacía sus penitencias aquel del piadoso sancto fray Martín de Va­

lencia [...] (Chimalpahin, 1965:159,287).

El dominico fray Juan Páez no se detiene allí. Unos meses después se enteró de que por espacio de unos cincuenta años los indios de Ame­cameca habían conservado y utilizado clandestinamente las reliquias de Martín de Valencia: una casulla y un misal según Chimalpahin; un sili­cio, una túnica y dos casullas según Mendieta, quien sin duda confunde objetos de diferente origen (idem, 254; Mendieta 1980: 603-604). El cro­nista franciscano da una versión desapasionada de los hechos al pre­sentar a Páez como un admirador de Martín de Valencia y al ver en el cambio de titular la voluntad de conservar el recuerdo de su devoción favorita. Mendieta, tanto como Chimalpahin, no sabe ocultar una reali­dad probablemente bien distinta. En 1588 numerosos indios de Ameca­meca comparecieron contra su cura y obtuvieron su remoción; poco después Mendieta recuperó las reliquias de Martín de Valencia en pro­vecho de su orden: a su muerte, ellas fueron a dar al convento francis­cano de Xochimilco (Chimalphin 1965: 255,291).

Parece que entre 1582 y 1583 los dominicos se esforzaron por impul­sar la devoción del Santo Entierro en la región de México. Ese mismo año, mientras que los agustinos trasladaban con gran pompa el Cristo milagroso de Totolapan hasta su convento de México, los frailes predi­cadores montaron su impresionante procesión del Viernes Santo, la de mayor prestigio entre las que tenían lugar en la Semana Santa. Sobre este modelo, el culto se difundió rápidamente en las misiones domini­cas: la primera representación de la Pasión tuvo lugar en 1584 en Ame­cameca y en 1587 en Coyoacán.6

Sa nto Tom ás, ¿u n culto de sustitución a los ritos de los am aquem e?

Es, pues, tentador preguntarse si ese conflicto no traduce la existencia de dos estrategias misioneras. ¿No habrán intentado los franciscanos

6 Chimalpahin, 1965: 288,289,291; Dávila Padilla, 1955: 568-570, Inquisición, 209-7.

cristianizar superficialmente un rito prehispánico al conservar un lugar de culto antiguo y al aceptar asumir ellos mismos las funciones esencia­les de los "hechiceros" chalcas? Por su parte y un poco más tarde, ¿no habrán querido romper los dominicos con una opción tenida por am­bigua? Responder a la primera de estas cuestiones equivale a interro­garse por las razones que llevaron a Martín de Valencia a consagrar la capilla del Amaqueme a santo Tomás.

La fiesta de Santo Tomás (de las Indias) tiene lugar el 21 de diciem­bre.7 Esa fecha del calendario juliano corresponde probablemente, para el año de 1531, al catorceavo día de Atemoztli, el décimosexto mes del ca­lendario náhuatl en vigor en Amecameca.8 Ahora bien, sabemos por Bernardino de Sahagún que en el curso del mes de Atem oztli varias se­ries de ritos diferentes se consumaban a fin de preparar la ulterior llega­da de la lluvia. Así, en particular: "Llegados a la fiesta, que la celebra­ban (en devoción a Tláloc) el último día de este mes, cortaban tiras de papel y atábanlas a unos varales desde abajo hasta arriba, e hincábanlos en los patios de sus casas [...]" (Sahagún, 1982: 91).

En ese momento se confeccionaban dos figuras que personalizaban las montañas asociadas con la lluvia. Modeladas a base de una pasta ali­menticia a base de amaranto y de maíz, se las vestía con papeles pinta­dos y se las colocaba delante de perchas dispuestas en los patios.9

El 21 de diciembre no constituía el equivalente perfecto del último día del mes de Atem oztli, el más solemne. No obstante, Torquemada se esforzó precisamente en demostrar lo contrario en la noticia que dedicó al decimosexto mes del calendario, atlcahualo. Si le creemos, resulta que el día esencial de ese ciclo festivo habría sido precisamente el 21 de di­

7 Los diferentes calendarios cristianos proponen varios santos de nombre Tomás: To­

más de Aquino (28 de enero), Tomás el Apóstol (3 de julio y 21 de diciembre), así como

Tomás de Canterbury (29 de diciembre) en particular. Sin embargo tocante a su fiesta del

21 de diciembre, Tomás Apóstol aparece solo tanto en la lista de fiestas de obligación es­

tablecida en ocasión del Primer Concilio Provincial Mexicano (1555) como en el salterio

de Sahagún.

8 Para la fiesta de santo Tomás, véanse Lorenzana (1769:65-69) y Sahagún (1583:226-

229); para el calendario náhuatl, véanse Durand-Forest (1976:272) y Caso (1967: tabla 13).

9 Sahagún, 1982: 49-50,147-148; Código Magliabechiano, 1903: 81; Código Tudela,

1980: 65r.

ciembre en que, según él, se entrelazan afanosamente los primeros sig­nos de la tormenta anunciadora de la estación de lluvias, aún lejana, con los efectos del movimiento del sol que por entonces alcanza su solsticio (Torquemada, 1975: 283).10 Otro indicio inquietante: fray Juan Páez con­sagra de nueva cuenta la capilla del Amaqueme en el momento preciso en que las autoridades dejan el calendario juliano y adoptan el gregoria­no. Al saltar once días, el calendario cristiano rompe el curso ordinario del tiempo cuando la coincidencia inicial ya había perdido fuerza, pues los nahuas probablemente desconocían los años bisiestos. Cuando la ca­pilla dominica fue inaugurada, el 20 de junio de 1583, España había ya adoptado el cómputo gregoriano desde el mes de octubre del año ante­rior y la Nueva España se preparaba a hacerlo el cinco de octubre de 1583 (Caso: 1967: 98). La consagración de los frailes predicadores dio al santuario una fiesta móvil vinculada a un calendario lunar nuevo para las poblaciones prehispánicas de aquel sitio.

Si no fuera al menos posible que Martín de Valencia hubiera inten­tado hacer coincidir los dos calendarios, apenas podría santo Tomás ha­ber sustituido a los dioses de la lluvia. Las diversas versiones de su vida que circularon en el siglo xvi no lo presentan como un santo propiciador de lluvias y su iconografía no le concede nunca atributos que pudiesen evocar los de Tláloc.11 Ciertamente, una leyenda forjada en el siglo xiv por Pedro Calo y muy difundida por un obispo italiano, Petrus Natali- bus en la primera mitad del siglo xvi, podría haber hecho de él un santo del reverdecimiento. Se puede leer en sus escritos que en Edesa, su­puesto lugar del sepulcro de santo Tomás: "Se coloca un sarmiento seco de viña en la mano (del santo) la vigilia de su fiesta y, una vez conclui­das las vísperas, se cierra el sepulcro. Por la mañana se vuelve a abrir y se halla al sarmiento retoñado y con un racimo de uvas [...]" (Natalibus, 1521: 98r; Devos, 1948: 257-258).

A todo lo largo del siglo xvi, los misioneros del Nuevo Mundo pare­cen haber contado con ediciones españolas que no integraron ese pasaje antes de la publicación de las versiones preparadas por Alfonso Villegas

10 En España santo Tomás no ejerce dicha función (María Vergara, 1911: 207-208).

11 Cahier, 1867: 50-53,159,180,327,331,376,497.

y luego por Pedro de Ribadeneyra a partir de 1593. Pero, más que la per­sonalidad del santo, ¿no es la del celebrante la que importa? Ciertamen­te fray Martín de Valencia asistió poco en Amecameca. Tuvo allí por vez primera un papel importante en 1529, cuando casó al cacique Itztlaco- zauhcan-Amaquemecan y pasó largas temporadas entre 1531 (o 1532) y su muerte, el 21 de marzo de 1534, a consecuencia de una enfermedad contraída durante el famoso viaje que le llevara a Tehuantepec (Chimal­pahin, 1965: 247,251; Motolinía, 1970: 284).

Los ritos tradicionales fueron escrupulosamente observados hasta su llegada, a pesar de una primera ola de destrucción de templos pre- hispánicos y de bautizos en masa efectuados en 1525. En los últimos años de su vida, fray Martín de Valencia predicó y enseñó con frecuen­cia en Amecameca, aunque se sabe que nunca pudo aprender el náhuatl (idem). En estas condiciones parece claro que su acción misionera se con­formara más con el antiguo modelo definido por Gregorio Magno que con cualquier modelo erasmista: a saber que por la fuerza de las cosas, según la santa vía trazada por el santo papa en tiempo de la evangeli- zación de los sajones, para fray Martín de Valencia el ministerio de los sacramentos contó más que el de la palabra (Gy, 1990: 72; PL: 1215- 1216). Ahora bien, mediante sus actos y su ejemplo, el celebrante permi­tió al menos que se desarrollaran las ambigüedades. No contento de ins­talarse en el texcalco, el santo propiciador de la lluvia endosó al efecto una casulla de piel de conejo: "[...] una casulla que revestía para decir misa, la cual había sido hecha, según el arte tlaxcalteca, con pelo de co­nejos, y por tlaxcaltecas mismos, mujercitas tlaxcaltecas la habían teji­do" (Chimalpahin, 1965: 254).

Chimalpahin devela aquí la verdadera naturaleza de ese ornamento pudorosamente calificado de lienzo de la tierra por Mendieta. En sí mis­mo el detalle no tiene nada de extraordinario: el uso eclesiástico no de­fine sino la forma de la prenda, sin introducir restriccción alguna tocan­te a su material. Es sólo el afán de realzar el esplendor del culto el que lleva a preferir las telas preciosas y en particular las sedas (Rohault de Fleury, 1888:111-181). Por lo demás, parece claro que en 1530 no estaba al alcance de un religioso franciscano hacerse de ornamentos sacerdota­les, mientras que la pobreza del "lienzo de la tierra" podía muy bien se­ducirle.

Por el contrario, para el espíritu de los neófitos la casulla de piel de conejo podía evocar antiguas creencias. Se sabe, efectivamente, que la entidad divina suprema de los tlaxcaltecas era Camaxtli, quien no es otro que Mixcóatl, el antiguo dios de la caza de los totolimpanecas. Di­cha casulla fue llamada iztli (obsidiana) por los indios de Amecameca y llevó así el nombre de la materia de los antiguos cuchillos de sacrificio (Muñoz Camargo, 1978: 31-37; Dávila Padilla, 1955:570). La antigua re­ferencia a Mixcóatl parece haberse transmitido a través del rito de los amaqueme, pues los papeles pintados dibujados en los códices Maglia- bechiano y Tudela muestran pequeñas "s" doradas, representaciones de la Osa Menor y evocación de Mixcóatl, deidad celeste (Seler, 1963:193- 194).

Esta reliquia experimentó un tratamiento especial. Contrariamente a la túnica y al silicio, las casullas no eran depositadas en un arca calada a los pies del sepulcro de Cristo, sino que se las dejaba expuestas sin protección cerca del altar; así se las podía mostrar con mayor facilidad (Mendieta, 1980: 604).

Los indios de Amecameca dieron testimonio de un creciente apego al texcalco. En términos casi idénticos, Mendieta y Ciudad Real se sor­prenden de verlos custodiar con un celo infinito un santuario por enton­ces cerrado con llave, se sorprenden asimismo de verlos tocar la cam­pana sobre el Amaqueme cada vez que suena la de la iglesia parroquial: "[...] aunque la cueva tiene sus puertas y buena llave con que se cierra, hay de continuo indios por guardas en otra cuevezuela allí cerca; tañen a sus horas una campana que tienen en lo alto del cerro, cuando abajo tañen en el monasterio"(Ciudad Real, 1976: 222).

Más allá de las rupturas de 1262,1464 y 1525, todo ocurre como si para los indios los ritos tuvieran que efectuarse, costara lo que costara, en la cima del Amaqueme. Fray Antonio de Ciudad Real no oculta su inquietud ante esa sorprendente actividad, pues califica esa devoción de "extraña" (idem, 401). ¿Fue por eso que cinco años más tarde, en 1592, fray Domingo de Salazar, un infatigable misionero dominico estimó necesario amonestar a sus rebaños de Amecameca? (Chimalpahin, 1965: 159).

LOS OBJETIVOS DE LOS ESPAÑOLES Y LAS ESTRATEGIAS INDÍGENAS

Si en definitiva resulta lógico ver desarrollarse un culto ambiguo duran­te el siglo xvi en la cima del Amaqueme, ningún indicio fuera de una doble coincidencia cronológica permite ver en ello una maniobra deli­berada del clero. Ahora bien, la sola recuperación de dos calendarios sa­grados ricos en fechas cargadas de múltiples sentidos simbólicos no puede, por sí misma, probar la existencia de un acto intencional.

Si no resulta completamente anodina, la elección del apóstol santo Tomás como patrono de la capilla del Amaqueme no tiene en sí nada de sorprendente, por más que un número relativamente escaso de topóni­mos lleve la impronta de esa advocación. La figura de santo Tomás apa­rece, en efecto, como emblemática para toda iglesia misionera, en vista de que la tradición hagiográfica hace de él el evangelizador de lejanas comarcas, papel que comparte con san Bartolomé. La tradición hizo de Tomás el apóstol de los medos, de los persas, de los hindúes y en gene­ral de los habitantes de las Indias. Ido en calidad de arquitecto a cons­truir un palacio para Gundafor, un rey afgano, le habría obsequiado con un palacio espiritual antes de ir a convertir las poblaciones de la "India superior", donde finalmente encontró el martirio luego de haber con­vertido a la mujer del rey Carisius y de haber echado a Satanás de un ídolo solar. A principios del siglo xvi el término "Indias" podía aún re­mitir al conjunto de remotas tierras, ya fuera orientales u occidentales, por más que una tradición de tres siglos de antigüedad hacía de la costa de Malabar la última conquista de santo Tomás y el sitio de su martirio. Por lo demás, el supuesto descubrimiento en Malipur, cerca de Madrás, del cuerpo del apóstol de las Indias en 1523, no puso fin a esa ambigüe­dad (Lafaye, 1977:253-288). Todavía a fines del siglo xvn, a fin de desta­car de una mejor manera su papel pionero en la cristianización de las tierras americanas, frayAgustín de Vetancurt hizo de fray Martín de Va­lencia un nuevo santo Tomás, hasta el punto de ya no saber a quien de los dos atribuir la paternidad de la célebre cruz milagrosa de Huatulco (Vetancurt, 1982: 94).

Por su parte fray Bernardino de Sahagún, quien publicó un salterio en náhuatl, dedica cinco poemas a santo Tomás. En esos textos desarro­lla prolijamente la metáfora de la luz de la fe y compara al apóstol con

un sol espiritual. Insiste en sus milagros y muestra cómo, vencido por él, Satanás le reconoció su derrota. El último de los poemas está presen­tado como una hagiografía apresurada en la que se reconocen los linca­mientos de los textos del corpus de La Vorágine. El conjunto está ilustra­do por un grabado en el que un santo Tomás de pie, en la posición de caminante, lleva un compás y un libro. Cerca de él se halla el árbol cor­tado de la falsa religión que brota de nuevo. Sobrio y clásico, el proce­dimiento de Sahagún busca demostrar la eficacia del santo distinguido por el martirio, la superioridad de los soldados de Cristo sobre los de­monios, así como el gran valor de la conversión a la fe cristiana. En estos textos inestimables, Sahagún no pretende favorecer los peligrosos acer­camientos culturales con la religión prehispánica; se guarda al mismo tiempo de establecer un nexo privilegiado entre el apóstol de las Indias y las Indias occidentales. En todo caso, se muestra rigurosamente fiel al programa bosquejado en el prólogo a la compilación: exaltar la gloria de Dios, enseñar a las gentes y predicar la historia de los santos. Pero es cierto, esta obra, publicada en 1583, fue probablemente redactada varias décadas después de la muerte de fray Martín de Valencia, cuando Saha­gún, tanto aquí como en su Historia general de las cosas de la Nueva España, expresó reservas en torno a la sinceridad de la conversión de los indios y deploró la ausencia de una verdadera ruptura con el pasado prehis­pánico (Sahagún, 1583: prólogo, 226vta.-229r).

¿Qué valor le conceden los exegetas de principios del siglo xvi a la vida de santo Tomás? Algunos sondeos en los registros de la aduana se­villana, en las actas de comercio, de los archivos notariales y en los in­ventarios de las bibliotecas de los conventos de México muestran la pre­sencia aplastante de dos de sus libros: el volumen de Sermones de laudi- bus sanctorum de François de Meyronnes y el Elucidatio paraphrastica in sanctum Christi Evangelium secundum loannem cum annotationibus in ali- c¡uot capita de François Titelmans. El primero de esos autores no dice nada de santo Tomás: de hecho no retiene sino una docena de grandes fiestas cristianas (Meyronnes, 1493). Por lo que hace a François Titel­mans, al evitar toda alusión a los textos apócrifos de santo Tomás, se atiene estrictamente a los textos del Evangelio y desarrolla el tema de la incredulidad de aquél al comentar extensamente el versículo: " ¿Por que me has visto, crees?, dichosos aquellos que creen sin haber visto" (Juan,

xx, 29). Recordemos que santo Tomás se hallaba apartado del colegio de los apóstoles en el momento en que Jesucristo se les apareció después de la Resurrección y que, en un primer momento, puso en duda la vera­cidad de propósitos de sus compañeros. Poco después confesó la fe de Cristo tras haber podido meter la mano en lo profundo de sus llagas.

François Titelmans subraya el gozo del que fue objeto santo Tomás: tuvo el privilegio de encontrarse cara a cara con Cristo resucitado. In­versamente, exalta la fuerza de los patriarcas y de los profetas, que des­de antiguo debieron creer sin poder ver ni tocar, y compara ésta con la fe de las generaciones ulteriores, que no contaron sino con los oídos para creer a los predicadores (Titelmans, 1543:183r). Al final de su co­mentario glorifica a los nuevos convertidos, cuyos méritos parecen así más resplandecientes, mientras que los primeros cristianos tuvieron la fortuna de beneficiarse del contacto de Cristo y de sus apóstoles. Inspi­rada en esta fuente, la lección a los neófitos del Nuevo Mundo parece más especialmente generosa: tanto Motolinía en su Historia como Tor- quemada en sus sermones (y sin duda algunos otros franciscanos) no vacilaron sin embargo en desarrollar este tema (Motolinía, 1970: 59; Durand Forest, 1987:124).

La misma interpretación domina aún en el comentario de Villegas a fines del siglo xvi. Para él santo Tomás, cuya fe se halla inmersa en la duda, es indiscutiblemente el más santo de los apóstoles. Por ser el pri­mero en haber dudado de la Resurrección, es asimismo el primero en haber confesado la fe en Cristo resucitado: "acerca aquí tu dedo y ve mis manos; mete la mano en mi costado y no seas escéptico, sino cree". Tomás respondió (al Señor): "¡Señor mío y Dios mío!" (Juan, xx, 27-28); cfr. Villegas, 1593:153v.). Al prolongar y profundizar el sentido del co­mentario tradicional, Villegas hace de santo Tomás la figura emblemá­tica de la salvación de los neófitos y no puede dar de manera más explícita a los últimos de los llamados la seguridad de una elección privilegiada.

Villegas no le ve sino una competidora a santo Tomás: María Mag­dalena. "Y tengo por cierto que la Magdalena es más sancta y tiene más aventajado lugar en el cielo que sancta Marta, y fue ocasión para esto el haber sido primero pecadora: todos estos provechos sacó Tomé de su pecado [...]" (Villegas, 1593:153v.).

Ahora bien, al consagrar la capilla del Amaqueme al Cristo del santo sepulcro, fray Juan Paez fundó allí asimismo una cofradía del descendi­miento de la Cruz bajo el patrocinio de María Magdalena. Ella tuvo como fin celebrar la principal fiesta del santuario, la procesión del vier­nes santo, establecida por el dominico según el modelo de la de México. Hecho notable, al dejar a santo Tomás por el santo sepulcro, los frailes dominicos dejaron intacto el mensaje pastoral anunciado por sus prede­cesores (Dávila Padilla, 1955: 570). El sentido cristiano de esas opciones no debe, pues, ser desdeñado. Da nueva luz y acerca las estrategias mi­sioneras de ambas órdenes. En última instancia, ¿no revela esta lectura el verdadero sentido de las opciones hechas por los mendicantes? Si así es, entonces el aspecto particular de la devoción indígena en ese sitio no sería sino el resultado de la intervención de los mismos indios.

Desde el siglo xm el señorío fundado por los totolimpanecas dominó Amecameca mediante la custodia del paso hacia los otros seis señoríos de la comarca y el control sobre el Amaqueme, que fue designado como el Toltepec (de Totolin y Tépetl, el cerro del guajolote) en la Historia tolte- ca-chichimeca (1947: 71). Como signo de su superioridad, los caciques totolimpanecas de Itztlacozahuacan Amaquemecan ostentan el título de Chichimeca Teuhctli (Señor de los chichimecas). Sin embargo, a princi­pios de la época colonial esta supremacía estuvo limitada por la fuerza de otro poderío, aquel que fundaran los tlayllotlacas cuyos caciques, desde los señoríos de Tlaillotlac-Teohuacan y de Tzaqualtitlan, se apo­yan sobre una antigua legitimidad a fin de disputar el poder a los toto­limpanecas.12

En 1521, con el derrumbe del dominio mexica, los jefes locales inten­tan restaurar su antiguo poder en los cinco señoríos subsistentes. Dos fi­guras emergen súbitamente: Quetzalmaza, enseguida bautizado con el nombre de Tomás de San Martín, en Itztlacozahuacan, y su hermano menor Tecuanxayaca (quien tomó el nombre de Juan de Sandoval) en Tlaillotlan-Teohuacan. El primero accede al poder en 1523 y gobierna por espacio de veinticinco años (1523-1547). Por otro lado, dos años des­pués Tecuanxayaca se apodera del gobierno de Teohuacan a la edad de

12 Chimalpahin, 1965:133-136,245; Kirchhoff, 1954:297-298; Durand-Forest, 1975:37-

44; Séjourné, 1990: 63-84.

27 años. Lo conserva hasta su muerte en 1565. La rivalidad entre los dos hermanos los llevó a disputarse la autoridad sobre los otros tres seño­ríos: Tzacualtitlan y Panohuayan se quedan sin señores propios hasta la muerte de Tomás de San Martín; el gobierno de Tecuanipan es ejercido conjuntamente por Tomás de San Martín y Juan de Sandoval durante veintiún años (1527-1547). Este frágil equilibrio resulta de un arbitraje ejercido por la audiencia de México en 1530-1532 (Chimalpahin, 1965: 250; Manuscrito mexicano núm. 26). Fue roto desde 1537, pues entonces:

Entre otras cosas quiso don Juan de Sandoval Tecuanxayacatzin que de

cada uno de los tres barrios y cortes de Tzacualtitlan Tenanco, de Tecuani­

pan y de Panohuayan viniesen a residir en la corte de su palacio de Tlayllo-

tlacan nobles de estos sitios, y que los colonos de estos dichos lugares a él

le tributaran, pues sostenía que a la residencia palaciega del Señor don Tho-

más de San Martín Quetzalmazatzin nadie debería de asistir ni servir en su

corte (Chimalpahin, 1965: 256-257).

Ahora bien, en ese año los franciscanos abandonaron Amecameca, que pasó nominalmente a la utoridad de los dominicos, y es claro que el enfrentamiento entre las órdenes religiosas y el conflicto entre las au­toridades indígenas se hallaron estrechamente relacionados. Fray Mar­tín de Valencia residía en Amecameca en el palacio de Quetzalmaza; en su recinto consagró una primera capilla a santo Tomás antes de consa­grar una segunda sobre el Amaqueme. Inversamente, fue en 1537, bajo la protección de Tecuanxayaca, que los frailes dominicos se instalaron en el barrio de Tayllotlacan, donde dispusieron una capilla en honor de san Juan Bautista. Tecuanxayaca deseaba contar con "sus" religiosos en oposición a los de su hermano, y nunca disimuló sus críticas en lo que concierne a los franciscanos: "¿Y qué son esos religiosos que tiene mi hermano mayor don Thomás Quetzalmazatzin? ¿Pues qué no andan vestidos no más andrajos? ¿Pues qué no traen las manos y los pies cubiertos de rasguños y rascaduras?" (idem, 257).

Ostentan la belleza y pulcritud de manos y pies de los dominicos, quienes van convenientemente calzados... y se distinguen más clara­mente de los "brujos" prehispánicos de cuerpos mutilados por los auto- sacrificios.

Consecuentemente, la empresa dominica sobre el Amaqueme pro­gresa al mismo ritmo que el poder de Tecuanxayaca. La construcción de la iglesia parroquial y del convento dominico inició en 1547, cuando Quetzalmaza agonizaba. Se estableció allí la vida conventual en 1550 (idem, 261-262). En 1561 Juan de Sandoval Tecuanxayaca se convirtió en el primer gobernador de Amecameca; se puso la última piedra de la iglesia parroquial el año siguiente. Cuando en 1582-1583 se borró el últi­mo rastro de la misión franciscana en la cúspide del Amaqueme, fray Juan Páez consiguió el apoyo de los barrios de Tlaillotlac-Teohuacan, de Panohuayan y de Tzacualtitlan aunque, precisamente, no el del cacique de Itztlacozahuacan, el nieto de Tomás de San Martín, quien no figura en la lista de constructores (idem, 288). Desde el punto de vista de los se­ñores de Tlaillotlac-Teohuacan, esta reconstrucción bien constituye el punto final que marcaba su victoria definitiva: la fuerte presencia sim­bólica del Amaqueme de la que había siempre dispuesto Itztlacozahua­can se vio entonces destruida.

Chimalpahin sugiere que la política ofensiva de Juan de Sandoval pudiera estar al origen del ascenso del poderío de los dominicos en Amecameca: los frailes predicadores deberían tanto a aquel cacique de Tlaillotlac-Teohuacan, que éste les estaría igualmente obligado. Según él los franciscanos habrían renunciado al duelo a consecuencia de la oposi­ción de Tecuanxayaca contra ellos, por más que la intervención de la administración española de 1537, que afectó los recursos de mano de obra de Amecameca para la construcción del convento dominico de Mé­xico, constituya un acontecimiento central (idem, 256).

De ello se sigue que si los dominicos, sobre todo fray Juan Páez, se esforzaron por controlar las sucesiones dinásticas a la cabeza de los an­tiguos señoríos, su posición aparece como medianamente frágil. En 1570 Páez no llegó a imponer definitivamente el retorno de José de Cas­tillo Ehcaxoxouhqui a Amecameca. Si en 1575, una vez convertido en vicario, permitió a Esteban de la Cruz Mendoza tomar el control de Te- cuanipan, éste fue expulsado enseguida del sitio y el cacique cayó pri­sionero a consecuencia de una queja de los habitantes en 1588 (idem, 278, 281, 291). A la luz de todos estos acontecimientos, las advocaciones su­cesivas del Amaqueme parecen reflejar asimismo la evolución de una relación de fuerza interna a las comunidades indígenas, cuando que

para ellas el dominio del poderío simbólico del cerrro o su neutraliza­ción no son sino un aspecto de la lucha por el poder.

C onclusión

Al final de este recorrido, las ideas simplistas no tienen ya cabida. Cier­tamente no es imposible que este episodio traduzca la existencia, to­cante al Amaqueme, de dos políticas misioneras sucesivamente puestas en práctica por fray Martín de Valencia y por los dominicos. Reco­nozcamos, no obstante, que muy pocos elementos permiten probar la existencia de una cristianización "por sustitución de cultos". Una o dos coincidencias cronológicas proporcionan nuestros únicos argumentos sólidos, cuando en realidad disponemos de archivos particularmente abundantes. Ciertamente que no será fácil para otros santuarios ir mu­cho más allá, a falta de hallazgos de fondos documentales significativos.

La existencia de una pastoral misionera fundada en las sustituciones de culto parece menos improbable. Los esfuerzos confusos de Torque- mada en ese sentido son, nos parece, un indicio suplementario. ¿No se esfuerza acaso en describir el reemplazo de las fiestas prehispánicas por las fiestas cristianas sobre el modelo del paso de ritos judíos a los cultos cristianos instituidos por la Revelación? Designa los ritos prehispánicos como el resultado de una preparación providencial a las devociones cristianas: "[...] procedemos de lo imperfecto a lo perfecto [...] esto que acaece, y es proposición averiguada en lo natural, sucede en lo sobrena­tural y mercedes que Dios ha hecho y comunicado al hombre desde su principio, en las cuales se ha dado a conocer [...]"(Torquemada, 1975: 243-244).

Sin embargo esta perspectiva no ha sido ni perfectamente bien do­minada, ni excluye otras intenciones, ni se halla universalmente exten­dida. El ejemplo de la cristianización del Amaqueme muestra que las políticas indígenas interfieren con las de los misioneros y que si fray Martín de Valencia quiso acaso sobreponer los calendarios indígenas y católicos, el culto a santo Tomás tradujo simultáneamente una intención pastoral conforme a la exegética de la época.

La historia de ese santuario testimonia asimismo la existencia de otra estrategia, la de la tabla rasa, que al adoptar el lugar de un culto tra­dicional le confiere una existencia radicalmente nueva (Dávila Padilla, 1955: 600-619). Entonces la visión de la historia de la salvación cambia completamente. No se trata ya de contar con la existencia de cualquier preparación providencial, sino de proclamar el triunfo de la fe cristiana sobre el paganismo: el santuario dominico corona el Amaqueme, como el coro de la catedral de Córdoba se asienta sobre el techo de la mez­quita al Djami'a. La implantación de un lugar de culto cristiano sobre el sitio de un santuario prehispánico puede bien ser el resultado de una evangelización por sustitución, como el de una cristianización por erradicación. Los textos con más frecuencia invocados en apoyo a la te­sis de una sustitución de cultos han sido objeto, con demasiada frecuen­cia, de una lectura en sentido único. Así, si Sahagún acusa a Guadalupe de haber reemplazado demasiado abruptamente a Tonantzin, la diosa madre prehispánica sobre el Tepeyac, añade que "la cual devoción es también sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora, y no van a ellas [...].

Sería erróneo considerar que todos los santuarios marianos de México fueron establecidos sobre el modelo del de Tepeyacac. Siendo un ejemplo inevitable de lo anterior, en el largo plazo el éxito del san­tuario de Sacromonte no se explica, pues, directamente, por sus antece­dentes prehispánicos. A fin de cuentas los indios de Amecameca no son los únicos en frecuentarlo; los españoles lo tienen asimismo en estima. Todo indicaría que ese sitio santificado por las penitencias de fray Mar­tín de Valencia se hubiera simplemente beneficiado de la cercanía del camino que llevaba de México a Puebla y más allá... a Veracruz.13

Traducción de Oscar Mazín

13 Ciudad Real, 1976: Dávila Padilla, 1955:570.

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