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Misterio de Iniquidad - Pbro. Dr. Julián Arturo López Amozurrutia

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Misterio de iniquidad*

Pbro. Dr. Julián Arturo López Amozurrutia

El mal interpretado desde la fe

“To. musth,rion th/j avnomi,aj”, lo llamó Pablo de Tarso (2Ts 2,7). Mysterium iniquitatis, lo tradujo

la Vulgata. El discurso cristiano mira al mal de frente. Sabe que él busca camuflarse y que es esquivo; que su tramposa narración se justifica o se diluye, para garantizar su permanencia.

En realidad, la cuestión del mal resulta escandalosa. Escandalosa, en particular, para la misma conciencia creyente. Cuando Tomás de Aquino enumeró sus pruebas de la existencia de Dios, mencionó el mal como objeción primera: “Si uno de los contrarios es infinito, el otro queda totalmente anulado. Esto es lo que sucede con el nombre Dios al darle el significado de bien absoluto. Pues si existiese Dios, no existiría ningún mal. Pero el mal se da en el mundo. Por lo tanto, Dios no existe”1. A la inquietante conclusión, que recorre en realidad todos los planteamientos que no quieren sucumbir al dualismo metafísico, respondió el mismo Aquinate con un argumento que proviene de la tradición agustiniana: Dios puede permitir el mal para sacar de él un bien. Nuestra perspectiva no logra captar nunca la totalidad del entretejido cósmico. Algún sentido existe, aunque no nos resulte evidente.

Si una de las notas características de la mayor parte de las religiones es el concepto de “salvación” se debe justamente al misterio del mal. Al menos la actual síntesis doctrinal del Catecismo de la Iglesia Católica lo plantea abiertamente: “No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal”2. Y continúa: “Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta”3.

Este planteamiento doctrinal, por una parte, descarta el ya mencionado dualismo metafísico. No existe armonía entre el bien y el mal. El bien es la armonía; el mal, su ausencia. No son dos aspectos de un todo que se emparejan para alcanzar un equilibrio. El mal no es la noche del cosmos en el que el bien es el día; el mal es precipicio, caos sin forma que se aferra desde su inconsistencia a una vida que siempre tiene que tomar prestada. Ahora bien, se reconoce el llamado “mal físico” como una propiedad del dinamismo universal: El “devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las

* Participación en el Coloquio “El Mal”, Casa Refugio Citlaltépetl y Fundación de Estudios Iberoamericanos Gonzalo Rojas, México D.F., 9 de junio de 2011. 1 ST I, q 2, a 3, obj 1. 2 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 308. 3 Ibid, n. 309.

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destrucciones”4. Pero a este rasgo cosmológico se añade la percepción antropológica, para el que la evolución no es constatación pacífica, sino que en su experiencia entraña siempre un carácter trágico, que lo desgarra de sus seguridades y confianzas.

Nos asomamos ya, así, al nudo del tema: el mal moral. Las “criaturas inteligentes y libres deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico” 5. El argumento agustiniano vuelve aquí con mayor contundencia: “Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral. Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien” 6.

Justo en este punto alcanzamos la auténtica hondura del misterio. La argumentación teológica no escatima la perturbadora realidad, el interrogante incluso cruel que el espíritu humano, creado para la armonía, percibe como un absurdo y ante el cual se rebela espontáneamente. Resulta espantoso lo que el ser humano es capaz de llevar a cabo. La misma tierra reclama horrorizada la sangre de los cuerpos desarticulados, cuando al flujo hermoso de la vida se opone violenta y prepotente la ametralladora fratricida; cuando cabezas humanas se reparten como trofeos o como amenazas. Imploramos que nuestra capacidad de adaptación no nos traicione en este nivel, que no perdamos el asombro hasta diluirnos en la “Banalität des Bösen”7, o lleguemos incluso a la paradójica condición del pepenador que, promovido a una actividad diversa y más noble, descubrió de repente que echaba de menos el penetrante olor de la basura, que llegó a identificar como un digno hábitat.

Esta constatación, de alguna manera “exterior”, aunque nos incumba por natural instinto gregario, alcanza aún mayor fuerza cuando lo reconocemos como un dinamismo presente en nuestro propio interior. Decía Pablo: “No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7,19). ¿Es ésta acaso una declaración neurótica o esquizofrénica? De ninguna manera. ¿Quién no ha percibido en su propio interior esa contradicción? “Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Rm 7,22-23). La condición moral del propio ser se reconoce como una lucha, un intenso debate entre la afirmación desviada de sí mismo y el reconocimiento de la alteridad que siempre nos precede, alteridad patente en el amor del que provenimos y que es a la vez el único espacio en el que podemos realizarnos. Como Jacob, son luchas nocturnas con la misma divinidad en las que nuestros puntos débiles son tocados y a la vez nos abren al conocimiento trascendente. Es la agonía que el mismo Jesús de Nazaret hizo suya en Getsemaní, hasta adquirir el tono carmesí de un sudor de sangre.

4 Ibid., n. 310. 5 Ibid., n. 311. 6 Ibid. 7 Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen. München 1986.

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El pecado

Nos hemos adentrado ya al corazón, por así llamarlo, del misterio del mal: cuando toca al ser personal. Sólo en la persona el mal adquiere espesor ontológico. Sólo una clave personalista está en condiciones de develarlo. La persona, el ser espiritual, está constituido de tal manera que realiza su identidad, su más profunda identidad, en la apertura radical a lo distinto de sí. Está en sí como autoposesión, al tiempo que se trasciende a sí mismo de cara a la realidad como totalidad, en particular la realidad del prójimo, del “otro como yo”, el que es capaz de interpelarme. Hay por ello, en la misma estructura personal, una vocación originaria al amor, fuera del cual no hay plenitud. Surge aquí también, sin embargo, la posibilidad personal del mal: una afirmación de la identidad a costa de la alteridad; afirmación caprichosa y suicida, pero posible. Cuando el otro deja de ser un hermano para convertirse en un adversario. En principio, la realidad se presenta al ser personal con una transparencia que lo convierte en un ser inteligente, abierto a la verdad; el fulgor que destella lo cautiva, atrayéndolo en su bondad; la armonía que vibra en ella le anuncia y lo orienta a la felicidad; sin embargo, cuando la relación originaria se vicia, el desorden se deja percibir como mentira, como tristeza, justamente como maldad. Y la libertad que lo constituye es, de hecho, traicionada, desviada de su rumbo.

El Concilio Vaticano II lo formuló así: “Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios”. Este dato revelado, por otro lado, “coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación. Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas” 8.

División íntima: he ahí la caracterización del mal personal. Fractura con la propia intimidad (¿cómo alcanzarla?, ¿cómo evitar que se enclaustre en soledad?), con los demás (“L’enfer c’est les Autres”, sentenció Sartre9), con el entorno (que me acecha en su incontrolable anonimato), con Dios (el gran desconocido). En nuestra cultura se mantiene la gran batalla, ante todo en la concepción antropológica de la persona. En particular nos amenaza el individualismo contemporáneo, que queriendo salvar la identidad a costa de la relación, termina por ahogar la identidad en la hedonista satisfacción de su propio vómito. Nos entristece, nos aburre, nos vuelve cínicos. Nos aniquila. Erige el egoísmo en una deidad que devora, como sacrificio, los corazones humanos, sin posibilidad de redención.

8 Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 13. 9 Jean-Paul Sartre, Huis clos.

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En el orden personal, el mal se impone con una lógica implacable, como advierte Jean-Luc Marion: “La iniquidad despliega una injusticia rigurosa, ordenada e irremediablemente lógica. El mal no nos destruiría tanto, si no nos destruyera con tanta lógica”10. Se trata, ante todo, de la lógica de la venganza. Como el mal, ante todo, me hace daño, despierta la causa de una defensa que irremediablemente se ve orillada a prolongar una interminable cadena agresiva. “La dureza del mal consiste en que nos impone su lógica como –aparentemente– la única practicable: nuestro primer esfuerzo de liberación conserva aún el mal como único horizonte. El contra-mal sigue siendo un mal, como el contra-fuego un fuego, que destruye de entrada y siempre. El triunfo de la lógica del mal en el interior mismo del esfuerzo por liberarse de él se marca con escándalo en la acusación universal”11.

La lógica del mal es corrosiva y expansiva. Corrosiva porque convierte en maligno al inocente que desea librarse de él. Es un auténtico principio de perversión. Expansiva porque contagia a los demás de su egoísmo demandante e insaciable, impregnando la red natural de las relaciones humanas y de los vínculos cósmicos. Al ser la propia existencia un don, el mal alcanza inevitablemente el orden religioso. En realidad, se requiere una enorme creatividad para no dejarse arrollar por su poder. Es por ello que el auténtico pacifismo no es nunca pasividad. Ofrecer la otra mejilla o perdonar al enemigo no constituye una actitud resignada o masoquista, sino la oportunidad de detener la cadena de violencia que nos subyuga disfrazándose de justicia. No se trata, pues, de renunciar a la justicia, sino de percibir una justicia mayor, la que no nos vuelve cómplices del odio.

La oración que Jesús enseñó a sus discípulos hace referencia tres veces al desorden de la mentira. Primero lo llama “ovfei,lhma” (Mt 6,12), usando el simbolismo de las deudas. Después,

“peirasmo,j” (Mt 6,13), lo que se suele traducir como “tentación”. Finalmente, como continuación

de lo anterior y en relación a él, habla del “ponhro,j”, en la frase final que reza “líbranos del mal”.

Ante todo, el mal sobre el que se implora el perdón es llamado deuda. “Ofensa”, dice la tradición castellana. El mal de la libertad es siempre un no dar lo que corresponde, la negación del derecho ajeno, la opresión del prójimo. En su dimensión teologal es llamado “pecado”, pues toda afrenta al ser humano es una afrenta a Dios, ante todo, y al orden de su Creación. La propia existencia es una deuda de justicia cuyo fundamento es la gratuidad que exige gratitud. La pretensión egoísta de imponerse violentamente, de afirmarse a sí mismo a costa de los demás, implica el desconocimiento de que el ser humano es, en su libertad, aspirante a la compañía, a la complementariedad. Creer que no le debemos nada a nadie es un obnubilado plan suicida, que desconoce el dato básico de que todo lo que somos y tenemos es radicalmente don, don inmerecido. Somos siempre deudores. Sólo desde esta nueva lógica se puede construir la estrategia del perdón, de la reconciliación y de la nueva creación.

La deuda del pecado se identifica con la división íntima de la que hablábamos arriba, que repercute como fractura en los vínculos constitutivos. El libro del Génesis representa la condición 10 Jean-Luc Marion, Prolegómenos a la Caridad, Madrid 1993, 13. 11 Ibid. 17-18.

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originaria del hombre como armonía: con el jardín, que el hombre debía labrar y cuidar (cf. Gn 2,15) y en el cual había de dar nombre a los vivientes (cf Gn 2,19-20); con el “otro”, ante quien Adán proclama entusiasmado: “¡Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gn 2,23); con el mismo Dios, que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa (Cf Gn 3,8). Introducido el mal con la seducción tramposa del desorden, la consecuencia es una amenaza de fracaso: el trabajo se convierte en sudor, las relaciones humanas se vuelven dolorosas y descontroladas. La pretensión de ser lo que no eran –la mentira existencial– los hace descubrirse trágicamente desnudos y vacíos, avergonzados y huidizos.

Más aún, la deuda adquiere rasgos estructurales. Porque toda decisión humana afecta el tejido de nuestra condición comunitaria. El cristianismo reconoce este desorden alboreando desde los inicios de la humanidad, y marcando como consecuencia toda la historia. Lo llama, así, “pecado original”. Afecta como un gen constitutivo lo que somos y hacemos. Es hijo de la libertad y se reproduce en libertad, pero adquiere rasgos incontenibles de avalancha, casi de fatalidad. Se filtra como modo común –e incluso aceptado– de operar, como una corrupción compartida. Llegamos a descubrirnos involucrados en una serie de mecanismos que no podemos detener, aún con la mejor voluntad y la fuerza más contundente. Incluso se institucionaliza. El crimen se organiza, emplea los mejores recursos en las incansables torres de Babel, en las que definitivamente termina por triunfar la falta de comunicación, el orgullo y la pretensión vacua.

Es por ello que la “deuda” original, vigorizada por las deudas cotidianas, adquiere como “tentación” un poder arrollador. Mantiene el mecanismo operativo de la deuda original, al tergiversar el orden del ser personal: presenta el aspecto de bien propio de la realidad, pero de tal manera que traiciona al apetito en un afán desordenado. “Las tentaciones equivocan las expectativas, porque el mal no posee ninguna fuente de vida en sí mismo; satura sin jamás saciar ni calmar la sed… En el fondo de todo estado pasional, ambición, erotismo, juego, drogas, se encuentra un mecanismo simplista de carácter posesivo que, una vez agotado, deja al final la herida del tedio por la inmensa banalidad de su raquítico contenido”12. Reviste al inicio un deslumbrante atractivo, una convincente figura seductora, que apela a la autonomía de la identidad y ofrece un espejismo de alteridad, para finalmente despojar con un desengaño a la persona de su felicidad y burlarse de ella con risa sarcástica.

El mal en persona

La dinámica en la que interactúan esquemas malignos con decisiones mezquinas vislumbra en la fe un misterio aún más hondo. No nos exculpa, pero nos explica. Lo llama Satanás. No se entiende en la doctrina como una personalización ficticia que encarnaría los rasgos impersonales de la maldad, sino como una auténtica entidad espiritual que tiende sus redes sobre el mundo. En la oración pedimos ser liberados del mal. El mal cotidiano, pero también el Maligno insidioso. “Si para Platón lo contrario de la verdad es el error, para los evangelios, en su nivel más profundo, es la mentira.

12 Paul Evdokimov, Las edades de la vida espiritual, Salamanca 2003, 94.

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‘Mentiroso y padre de la mentira’ por esencia, el Maligno se atribuye una vocación terrorífica, la de alterar conscientemente la verdad. La perversión inicial de su voluntad ha hecho posible la usurpación de los espacios libres a fin de fabricar una existencia a base de piezas falsas”13.

Juan Pablo II lo describe así: “En la oración del Padre nuestro se hace referencia explícita al mal; el término poneros, que en sí mismo es un adjetivo, aquí puede indicar una personificación del mal. Éste es causado en el mundo por el ser espiritual al que la revelación bíblica llama diablo o Satanás, que se opone libremente a Dios. La ‘malignidad’ humana, constituida por el poder demoníaco o suscitada por su influencia, se presenta también en nuestros días de forma atrayente, seduciendo las mentes y los corazones, para hacer perder el sentido mismo del mal y del pecado… Desde luego, está relacionado con la libertad del hombre, ‘mas dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según san Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse de él”14.

Rozando los límites de lo cognoscible, por más que el mal empírico se nos imponga como evidencia, el demonio desafía nuestra capacidad de formulación. Conviene atender la recomendación de Jean-Luc Marion: “Hay que renunciar definitivamente a una falsa alternativa sobre Satán, a saber, negarle demasiado (hasta su existencia) o concederle demasiado (una existencia omnipotente); una y otra hipótesis olvidan en efecto el punto crucial: que Satán no posee más que una existencia disminuida, una personalidad deshecha, estrictamente una personalidad devenida impersonal por la pérdida de la distancia filial”15.

Para subsistir, esta hermosa criatura que, sin embargo, vencida por la envidia se convirtió en tentador, busca arrastrar a los seres personales al frío de su propia soledad. Así lo describe Evodkimov: “Entre las múltiples manifestaciones del mal se pueden discernir tres aspectos sintomáticos: el parasitismo, la impostura y la parodia. El Maligno vive como un parásito en el ser creado por Dios, formando una monstruosa excrecencia, una demoniaca inflamación. Como impostor, codicia los atributos divinos, convierte la semejanza en igualdad… Finalmente, celoso contradictor, parodia al creador y construye su propio reino sin Dios, imitación con signo invertido”16. Opuesto diametralmente a las acciones del Espíritu Santo, disgrega a los llamados a la comunión, ensombrece el itinerario hacia la verdad, esteriliza la vocación al amor, acusa a los llamados a la redención. Satanás, sin embargo, no puede congregar a unas huestes solidarias con su propio proyecto: encerrado “en una soledad tan absoluta, en una identidad tan acabada, en una conciencia tan lúcida, y en una sinceridad tan transparente consigo mismo”, deviene en realidad “el negativo absoluto de la persona, el idiota total”17.

13 Ibid., 91-92. 14 Juan Pablo II, Audiencia del 18 de agosto de 1999, n.4, citando la Exhortación Apostólica Reconciliatio en poenitentia, n. 14). 15 Jean-Luc Marion, Prolegómenos a la caridad, 38. 16 Paul Evdokimov, Las edades de la vida espiritual, 91. 17 Jean-Luc Marion, Prolegómenos a la caridad, 39.

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La existencia cristiana lucha contra dicha entidad. No como un sustituto de la propia libertad, sino como su amenaza, el que busca enganchar las opciones voluntarias en un camino viscoso y embustero. Si él ofrece al sediento un refresco que sólo da más sed, y paulatinamente lo confunde en un espejismo criminal, el asceta debe despertar la conciencia para desenmascarar al Padre de la Mentira y enfrentar la tentación.

En su ritmo litúrgico, la Iglesia ora permanentemente por que los fieles y los hombres en general sean liberados de las afrentas del Enemigo. “Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del maligno y sustraída a su dominio, se habla de exorcismo”18. Sacramentalmente, la preparación al Bautismo incluye exorcismos como imprecaciones a la vez que explícitas renuncias a Satanás. La existencia cotidiana, marcada por la huella del bautismo, procura mantenerse alerta contra los engaños, seducciones y manipulaciones del mal, y se nutre en la Eucaristía y en la caridad para estar fortalecido en una actitud personal auténtica. Ante las caídas, una reconstitución vital se ofrece en los sacramentos del perdón. Cotidianamente el fiel se reconoce sometido al desorden de la concupiscencia pero invitado desde la gracia a responder cabalmente ante la dinámica oblicua del mal.

En el interés público suele suscitar gran atención la idea de la posesión diabólica y la celebración llamada exorcismo solemne, previsto también en la doctrina de la fe. Las normas, en estos casos, se vuelven minuciosas. “El exorcismo solemne sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia”19. Atendidos con rigor, los casos auténticos desafían al más obcecado escepticismo. Rompen las expectativas de las más groseras patologías psicológicas. Estos ritos, sin embargo, corren el peligro de encandilarnos con su sensacionalismo y no permitirnos captar el mal cotidiano, que nos amenaza con mayor eficacia. Los pecados personales parecerán siempre menores, delante del espectacular acontecimiento de una posesión, y podrán generar la costra del hastío y el aburrimiento, del desgano y la anorexia espiritual, que nos puede convertir entonces de modo más eficaz en instrumentos del mal.

En realidad, además de distraernos con una caricatura de su propio ser, el demonio utiliza como su mejor estrategia el convencernos de su no existencia. Agazapado en lo ordinario, enquistado en órganos vitales que nos resultan familiares, haciéndonos considerarlo el resultado normal de nuestra propia figura, obtiene mejor sus resultados. Se eclipsa para acomodarse. Rémora insaciable, su único afán es destruir en la soledad asfixiante y viciada aquello de lo que se alimenta, para arrastrarlo al mismo abismo de incomunicación que lo atormenta. El gran envidioso, que busca sobrevivir a base de la muerte de lo bueno, encandila con la más grande mentira: su banalidad. Por eso Jesús promete el Espíritu Paráclito como el que “convencerá al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16,8).

18 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1673. 19 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1673.

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La posibilidad de un mal definitivo: el infierno

El mal eterno es llamado infierno. Es la consecuencia radical de la libertad humana. Hablamos de él conscientes de que utilizamos un lenguaje analógico, simbólico, metafórico, pero cuyo contenido no es producto de fantasía, sino profesión de una fe revelada.

La representación más usual del infierno como lugar de fuego y sufrimiento se explica como consecuencia de las malas acciones mantenidas como norma definitiva de existencia. Retratan de manera directa la consecuencia nefasta del mal. La descripción proviene del mismo Evangelio: tiniebla exterior, llanto, rechinar de dientes, fuego eterno (cf Mt 8,12; 25,41). Se deriva de un egoísmo contumaz: “Entonces [el Rey] dirá también a los de su izquierda: ‘Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber; era forastero, y no me acogieron; estaba desnudo, y no me vistieron; enfermo y en la cárcel, y no me visitaron’” (Mt 25,41-43). Quienes así operan son llamados “autores de iniquidad” (Mt 13,42).

La interpretación de esta verdad de fe exige una delicada criba hermenéutica. Como enseña el anterior Sumo Pontífice: “Las imágenes con las que la Sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría”20.

Cabe también aquí un acercamiento personalista. El hombre, llamado a responderle a Dios “en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida”. Es “la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido”21. Podemos intuirlo en momentos de desolación no ausentes en nuestra existencia, justamente cuando el vacío de amor se transforma en desesperación y amargura.

Se han propuesto también por ello representaciones menos dantescas, pero no menos espantosas. En la perspectiva antropológica que suele acompañar la reflexión teológica contemporánea se insiste en señalar el contenido del infierno como la ausencia del amor. Una afirmación del “yo” al punto de hacer sucumbir toda esperanza de alteridad: la derrota del amor. Un encerramiento definitivo que es consecuencia suicida del operar diabólico. Así, Evdokimov: “Sería posible representarse el infierno como una jaula llena de espejos, allí es posible ver cómo el propio rostro se multiplica hasta el infinito sin que ninguna otra mirada se cruce con él. No verse más que a sí mismo es poseerse hasta la náusea, hasta el hipo ontológico”22.

20 Juan Pablo II, Audiencia del 28 de julio de 1999, n. 3. 21 Ibid., n. 1. 22 Paul Evdokimov, Las edades de la vida espiritual, 83.

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En un no menos notable juego de palabras, Marion empalma el infierno con la consecuencia última de un encerramiento mendaz que lleva a su extremo la lógica del mal: “l’enfermement”, “l’enfer me ment”. “Tan pronto se cumple la venganza… se comprende que, lejos de haber rectificado la relación con el otro, se ha destruido la posibilidad misma de la menor relación, falseada o justificada, entre él y yo. Así pues, la lógica del mal no concede finalmente lo que ella había prometido: en lugar de suprimir el sufrimiento injusto, suprime las condiciones de toda relación, así pues de toda justicia, de ahí la iniquidad de la lógica del mal”23. Por eso “la lógica del mal traiciona a aquel que le ha prestado la menor confianza. Tal es probablemente el infierno: comprender esta traición; más aún, se trata de comprender en esta traición que el infierno es la ausencia de todo otro”24.

Sin el calor del amor, el infierno resulta también un desierto helado, “un paraje que ilumina un sol frío: el Sol de Satanás” 25. Esta es la típica propuesta de Georges Bernanos. “On parle toujours du feu de l’enfer, mais personne ne l’a vu, mes amis. L’enfer, c’est le froid”26. Inspirado en las visiones de Catalina Emmerich, el diablo se presenta como “el frío en persona”. “L’enfer, madame –sentencia finalmente–, c’est de ne plus aimer”27.

La esperanza

La fe cristiana, sin embargo, se entiende como evangelio; es decir, buena noticia. No es la mirada obsesiva sobre el mal, sino la certeza gozosa de su superación. No es ingenuidad, pues conoce el combate. Pero reconoce que el mal no tiene la última palabra, y confía alinear a los fieles como ciudadanos de la nueva Jerusalén, en la que nadie estará triste, nadie tendrá que llorar.

Desde el punto de vista puramente humano, Jesús de Nazaret puede ser visto como un fracaso: un noble idealista vencido por las conjuras del mal. Pero aquí entra el desconcertante anuncio de la

23 Jean-Luc Marion, Prolegómenos a la caridad, 31. 24 Ibid., 30-31. 25 Lo presenta ampliamente el comentarista Antonio Vicens Castañer: “El mal es todo un universo, pero también un ente personal que mora en un paraje que ilumina un sol frío: el Sol de Satanás. Bernanós está obsesionado por esta imagen de un sol frío y sin calor que la lectura de las visiones de Catalina Emmerich le debieron descubrir, como lo indica la carta que dirigió a su amigo Cosmao Dumanoir: ‘Admiro que su optimismo se resista a las provocaciones del frío satánico (¡Satánico, sí! ‘Soy el mismo frío’, decía el diablo a Catalina Emmerich...)’. A partir de entonces, el frío se convirtió en el atributo indiscutible del mundo satánico. En las visiones de Bernanos, Satanás se presenta siempre como el frío personificado. ‘Soy resistente al frío, dijo: Resisto maravillosamente el frío y el calor. Soy el frío en persona. La esencia de mi luz es un frío intolerable’. En Monsieur Ouine, aquella de sus novelas que más tardó en escribir, aparece también la alusión al frío. De la misma manera que el cura de Ambricourt había definido que ‘el infierno consiste en no amar’, el cura de Fenouille afirma que ‘el infierno es el frío’, recordando al lector las palabras del desesperado Chevance: ‘Hay en la blasfemia algunos restos de amor a Dios, pero el infierno donde Usted vive es el más frío’”. Georges Bernanos, entre el amor y la ira, Edicions Universitat de Barcelona, Barcelona 2003, 88-89. 26 George Bernanos, Monsieur Ouine. 27 Georges Bernanos, Journal d’un Curé de Campagne.

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salvación: es verdad, asumió sobre sí el pecado del mundo, realizando la figura profética del Siervo de Yahveh. “Por sus llagas hemos sido curados” (Is 53,5). El que cargó con nuestras flaquezas ha sido levantado de la muerte y reina hoy, inmortal y glorioso. La Cruz, que es la representación más inquietante del mal, muestra también la posibilidad de su liberación. Esta pauta nos alienta. Sabemos que el mal ha dejado su huella, en el mundo y en nuestro propio corazón. Es algo tan palmario que no necesita demostrarse. Y, sin embargo, hay algo ulterior. No hemos de bajar la guardia. La resistencia interior que tenemos a dejarnos vencer por el absurdo es indicativo de una última palabra que viene pronunciada sobre nosotros como salvación eterna. El compromiso del creyente debe ser ahí renunciar a las seducciones del mal y comprometerse en la edificación de un mundo mejor, renunciando a la imposición violenta del ego e integrando como fuerza triunfante el amor oblativo, generoso y fecundo, capaz de perdonar y de pedir perdón.

Para el creyente, la salvación se convierte en el último don recibido al mismo tiempo que la primera tarea a realizar: “Aunque en Jesús tuvo lugar la derrota del maligno, cada uno de nosotros debe aceptar libremente esta victoria, hasta que el mal sea eliminado completamente. Por tanto, la lucha contra el mal requiere esfuerzo y vigilancia continua. La liberación definitiva se vislumbra sólo desde una perspectiva escatológica. Más allá de nuestras fatigas y de nuestros mismos fracasos, perduran estas consoladoras palabras de Cristo: ‘En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo’ (Jn 16,33)”28.

28 Juan Pablo II, Audiencia del 18 de agosto de 1999, n. 5.