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Mario “Pacho” O’Donnell
Monteagudo
La pasión revolucionaria
INDICE
Capítulo Uno..................................................................................................................... 2
Capítulo Dos ..................................................................................................................... 4
Capítulo Tres .................................................................................................................... 5
Capítulo Cuatro................................................................................................................. 9
Capítulo Cinco ................................................................................................................ 12
Capítulo Seis ................................................................................................................... 14
Capítulo Siete ................................................................................................................. 16
Capítulo Ocho ................................................................................................................. 19
Capítulo Nueve ............................................................................................................... 21
Capítulo Diez .................................................................................................................. 23
Capítulo Once ................................................................................................................. 25
Capítulo Doce ................................................................................................................. 28
Capítulo Trece ................................................................................................................ 32
Capítulo Catorce ............................................................................................................. 35
Capítulo Quince .............................................................................................................. 37
Capítulo Dieciséis ........................................................................................................... 41
Capítulo Diecisiete ......................................................................................................... 43
Capítulo Dieciocho ......................................................................................................... 46
Capítulo Diecinueve ....................................................................................................... 49
Anexo documental .......................................................................................................... 52
POLÍTICA ...................................................................................................................... 54
2
Es noche estrellada en Lima. De la Casa de Gobierno sale alguien y se dirige con
paso vivo hacia donde lo espera su amante, Juana Salguero.
—Cuídate, Bernardo, son muchos los que le odian y desean tu muerte— le había
dicho ella, afligida.
Es un hombre esbelto, de porte atlético, casi alto, de perfil clásico, tez algo
oscura y mirada incendiada. Su éxito con las mujeres es fama extendida por toda
América.
También su talante de político y escritor.
Uno de sus biógrafos, De Vedia y Mitre, así lo describía: "Cualquiera que
analice su personalidad hallará que está fuera de cuestión, aun para sus detractores: 1°)
su inteligencia superior; 2°) su capacidad intelectual; 3°) su excepcional cultura para el
medio y para la época; 4°) su lealtad a la causa revolucionaria; 5°) que habiendo sido
puesto en prisión innumerables veces desde la iniciación revolucionaria, jamás lo fue
por causas delictivas".
Su vestimenta era, coma siempre, muy elegante: chaqueta de terciopelo,
prendedor dé zafiro y diamantes sobre su corbatín de seda, zapatos charolados, capa
negra que bailaba airosamente en cada uno de sus pasos por la calle de Belén.
De pronto, hasta entonces invisibles por la oscuridad que no horadaba la luz de
gas, surgieron dos sombras que se le echaron encima. Uno de los asaltantes, de
indisimulable aspecto indígena, lo sujetó por los brazos mientras el otro, un negro
inmenso de labios gruesos y ojos amarillentos, apoyándole su mano izquierda sobre la
boca le asestó con la otra una terrible puñalada partiéndole el corazón.
—Vaya por las que ha hecho —se escuchó.
Los asesinos huyen apresuradamente, casi sin hacer ruido sobre el empedrado
brillante de humedad nocturna. Monteagudo, que pocas semanas antes había cumplido
sus treinta y cinco años, se derrumba lentamente deslizándose contra la pared que
chirría rasguñada por el acero del puñal que le sobresale de la espalda. Extrañamente
silencioso, sin gritar de dolor ni de auxilio, se desangra inconteniblemente hasta la
muerte.
Capítulo Uno
Bernardo Monteagudo nació en Tucumán en 1789: Su padre fue el capitán de
milicias Miguel Monteagudo, y su madre, Catalina Cáceres. En su matrimonio tuvieron
once hijos, de los cuales Bernardo fue el único sobreviviente.
Alguna confusión se produjo en sus historiadores debido a que la segunda
esposa de su padre, Manuela María Aznada, en su testamento declaró que Bernardo era
el único hijo de su matrimonio con Miguel. Sin embargo, éste, en sus dos testamentos
de 1819 y 1825, aclara que Bernardo fue hijo de su primer matrimonio, en tanto que con
su segunda esposa "no tuvieron ni procrearon hijos algunos".
Miguel Monteagudo había nacido en Cuenca, España, y fue uno de los tantos peninsulares que decidió probar suerte en América. Allí se incorporó á la milicia y
formó parte de la expedición del virrey Cevallos para reconquistar la Colonia del
Sacramento. Sin mayor fortuna, y en busca de ella, se desplaza a Tucumán, donde nace
Bernardo, y continúa su periplo hasta llegar a Jujuy donde desempeñará un modesto
cargo de alcalde.
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Catalina Cáceres era esposa y madre dedicada, de origen humilde, con alguna
pincelada aymará en su piel que, de todas maneras parecía no justificar la cabellera
renegrida y los ojos encendidos como carbón de su hijo Bernardo, lo que daba pie a
murmuraciones que sugerían que el único hijo vivo de su matrimonio había sido por
obra de algún cholo vigoroso con espermatozoides más aguerridos que los de su marido
español.
El apodo de "mulato" persiguió a Bernardo Monteagudo durante toda su vida y
volvería a leerlo o a escucharlo cada vez que alguien pretendía denigrarlo. Hasta su
enconado enemigo, Juan Martín de Pueyrredón, echaría mano a ese argumento racista
para cuestionar su representatividad en la Asamblea del Año XIII, provocando la réplica
airada: "Tiempo ha que sufría en el silencio de mi corazón la infamia con que usted se
propuso cubrir mi nombre (...) alegando por pretexto anécdotas ridículas en orden a la
calidad de mis padres y aun suponiendo haber visto instrumentos públicos en Charcas,
relativos al origen de mi madre".
Durante su temprana infancia, Monteagudo se crió en una extremada pobreza lo
cual no impidió que sus padres, muy —proclives a una educación culta, hicieran todo lo
posible por iniciarlo en las letras. Por entonces era frecuente que recorrieran la campiña
ciertos maestros ambulantes que por algunas monedas, iniciaban en la lectura de la
cartilla y del catecismo a los niños que así lo solicitaban, descargando palmetazos ante
olvidos ó irreverencias. El pequeño Bernardo siempre demostró, un acentuado anhelo
por aprender, ayudado por una inteligencia precozmente despierta.
La muerte de su madre, cuando el niño había llegado apenas a los trece años, fue
trágica no sólo por la pérdida de alguien a quien Bernardo amaba entrañablemente y de
quien recibía generosos cuidados, sino también porque la relación con la nueva pareja
de su padre se hizo difícil y tensa.
Decidió entonces partir hacia Chuquisaca, a ponerse bajo la tutela de un pariente
lejano, el cura Troncoso, alentado por un padre convencido de los talentos de ese hijo
que se mostraba más sagaz y más letrado que los demás niños, aun de aquellos cuya
posición económica les hacía correr con ventaja. .
Chuquisaca, también llamada La Plata o Charcas (hoy Sucre), siempre fue la
ciudad soñada por Bernardo. De allí bajaban las chirriantes caravanas que transportaban
telas y enseres para las familias ricas de Tucumán, Córdoba y Buenos Aires, y que
traían también leyendas de aquellas ubérrimas minas en que la plata se extendía sobre el
suelo, infinita, como si Dios allí hubiese tropezado derramando el color de la Luna.
Era una de las ciudades más importantes del Virreinato del Río de La Plata. Su
proximidad a la riquísima ciudad de Potosí la ubicó en el paso del comercio colonial,
siendo ésta una de las razones por las que había sido elegida como sede de una de las
primeras universidades de la colonia, la de San Francisco Xavier.
La Universidad de Córdoba era aún más antigua, pero es ella no se dictaban
leyes ni filosofías, que eran las escuelas preferidas de los jóvenes ambiciosos y
progresistas de la época.
Influida por el jesuitismo más allá de su expulsión de tierras americanas, en sus
aulas campearon las ideas de los neoescolásticos hispánicos, como Mariana, Vittoria, y
otros, quienes, a pesar de la censura absoluta, expandían ideales de justicia y de
autodeterminación.
Ello abrió el camino para la vigorosa germinación de los postulados que
impusiera el republicanismo en Francia: Montesquieu, Diderot, Rousseau.
4
Capítulo Dos
La prisión del Rey Fernando VII de España provocó graves convulsiones en las
colonias hispánicas, que buscaron formas de resolver la acefalía producida por el avance
napoleónico.
Entre ellas, la de coronar en el Virreinato del Río de La Plata a la regenta de
Portugal, exiliada con toda su corte en el Brasil, la princesa Carlota, hermana del rey de
España.
Tal idea fue promovida en Buenos Aires por muchos de los protagonistas de la
revuelta de Mayo, entre ellos Paso, Pueyrredón, Rodríguez Peña, Vieytes, Castelli.
Hasta el mismo Manuel Belgrano, quien en sus Memorias confiesa: "Como los
americanos continuasen prestando obediencia injusta a hombres que por ningún título
debían mandarnos, traté de buscar los auspicios de la Infanta Carlota, y de formar un
partido a su favor, exponiéndome a los tiros de los déspotas que se lavan con el mayor
anhelo para no perder sus mandos, y para conservar la América dependiente de la
España aunque Napoleón la dominase".
Esta iniciativa fue, sin embargo, mal recibida por los patriotas chuquisaqueños.
Desde 1797 era gobernador intendente de la Audiencia don Ramón de García Pizarro,
descendiente del conquistador del Perú, quien desempeñaba sus funciones en ostensible
conflicto con los demás oidores.
El Arzobispo Benito Moxos, persona respetada aun por quienes con él discrepan,
sostiene una conflictiva relación de envidias y resquemores con los demás integrantes
del Cabildo eclesiástico.
La manzana de la discordia fue el reconocimiento o el no reconocimiento de la
Junta Suprema de Sevilla que había asumido el poder en sustitución del Rey Fernando
VII por propia determinación. La Audiencia se negó a hacerlo, en oposición a su
presidente, García Pizarro, en tanto el Cabildo eclesiástico reconoció a la junta, a
regañadientes, y por presión de su cabeza, el arzobispo Moxos.
Los estudiantes y los jóvenes doctores aprovecharon la oportunidad para lanzar
la acusación de que todo era una maniobra para preparar subrepticiamente el campo
para el reconocimiento de la princesa Carlota, lo que calificaron de traición.
El tema de la princesa portuguesa no era una fantasía, como lo demuestra la
comunicación del 3 de marzo de 1808 remitida por el Regente de Portugal en Río de
Janeiro al Cabildo de Buenos Aires, por la que ofrece poner bajo su real protección al
pueblo de Buenos Aires "y a todo el Virreinato" guardando sus fueros y derechos, no
aumentando los impuestos, garantizando la libertad de comercio con sus aliados y "ol-
vidando lo pasado".
Esto último iba por las invasiones inglesas repelidas en el Río de la Plata y es
exteriorización palpable de la influencia del embajador inglés, Lord Strangford, de tanta
importancia en un prolongado y decisivo período de nuestra independencia. La
comunicación cambia luego de tono: "Al mismo tiempo Su Alteza Real ha ordenado al
infrascripto declarar francamente a V.E. que en caso de que estas proposiciones, que
solo se presentan a V.E. con el objeto de impedir la innecesaria fusión de sangre, no
fuesen aceptadas, Su Alteza Real se considerará en la necesidad de hacer causa común
con su poderoso aliado contra ese pueblo, y de disponer de todos los inmensos recursos
que la provincia ha puesto a su disposición y cuyo resultado no podrá ser dudoso por
más triste que pueda ser para Su Alteza Real el presenciarlo, y el pensar que naciones
unidas por los vínculos de la misma religión, por hábitos y costumbres semejantes, y
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por un idioma casi idéntico, se vean envueltas en una guerra, sacrificando sus más caros
intereses".
La torpeza de esta amenaza fue evidente, ya que a pesar de que la idea, como ya
lo hemos señalado, tenía importantes apoyos, provocó una encendida y patriótica
reacción en el Cabildo de Buenos Aires, que respondió el 20 de Abril: "Quiera V.E.
creer, poniéndolo en conocimiento de S.A.R., que el cabildo de Buenos Aires jamás
olvidará semejante afrenta, y sobre todo, puede estar segura V.E., que si estas
seductoras ofertas no pueden conmover la fidelidad de los pueblos de Sudamérica,
mucho menos son adecuadas para ellos las amenazas, acostumbrados como están a
arrostrar todos los peligros y a hacer toda clase de sacrificios en deferencia de los
sagrados derechos del más justo, más piadoso y más benigno de los monarcas".
Esta misma actitud fue, la que adoptaron desde un principio los estudiantes y
jóvenes doctores de Chuquisaca: lealtad al prisionero Rey de España, aunque la mayoría
de ellos con fina hipocresía, reivindicando "mientras tanto" el derecho a la au-
todeterminación de las colonias. Sabían que de esa manera acentuarían las divergencias
en el seno de las instituciones coloniales. Fue así que apoyaron a los oidores en su
revuelta contra García Pizarro enarbolando una declamada lealtad a Fernando VII que
les servía para subvertir el orden.
Tales circunstancias preparaban la entrada en escena del brigadier del ejército
realista, José Goyeneche, nacido en Arequipa y por lo tanto americano. Se desempeñaba
en España con el grado de capitán de Altas Milicias cuando se produjo la invasión
napoleónica. Entabló entonces oportunistas relaciones con el invasor y logró
credenciales para ocuparse en América de hacer reconocer al usurpador Rey José I,
hermano de Napoleón. Sin embargo, alertado de la negativa evolución de los
acontecimientos para las tropas francesas, se dirigió hacia Sevilla y, presentándose ante
la junta, ofreció sus servicios, obteniendo el grado de brigadier para desempeñarse en
tierras americanas.
El deán Funes escribía, sobre esté personaje en su Ensayo de la historia civil del
Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, publicado en 1817: "En Madrid fue
colaboracionista; en Sevilla, fernandista; en Montevideo, aristócrata; en Buenos Aires,
puro realista; en el Perú, tirano".
Fue Goyeñeche quien comprendió que las sublevaciones de La Paz y de
Chuquisaca debían ser rápidamente abortadas antes de que el reguero de pólvora se
extendiese, y para ello se dirigió hacia esas ciudades al mando de un poderoso ejército,
como casi siempre sucedería, muy superior en número y armamento a los rebeldes
patriotas.
Capítulo Tres
Bernardo Monteagudo, había recibido sus grados el año anterior a la sublevación
y su padrino de tesis había sido el influyente oidor Ussoz y Mosi, quien también fue su
protector y apañador. A instancias suyas, la Audiencia designa a su protegido, una vez
graduado, Defensor de Pobres en lo Civil.
Ya era entonces evidente la capacidad de Monteagudo de granjearse la simpatía
de los poderosos, en lo que llegó a la genialidad, seduciéndolos con su notable charme,
con su inteligencia descollante y con su aspecto más que atractivo. Pero, sobre todo,
sabía hacerse absolutamente indispensable para quienes le interesaban, con el fin de
obtener algún objetivo sagazmente trazado. Ello le ganó amigos entrañables y enemigos
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irreconciliables. Fue un intrigante que a su vez debió sufrir las intrigas de los demás.
Tenía objetivos claros, que para algunos de sus historiadores siempre fueron nobles y
que para otros sólo respondían a su codicia personal, y ponía toda su capacidad; que era
mucha, para obtenerlos fuera como fuera, y costase lo que costase.
Fue así que, con tal de obtener su doctorado, no dudó en presentar una tesis
apologética hacia la monarquía hispánica: "El Rey, asegurado su trono, reina
pacíficamente y rodeado del esplendor que recibe de la misma divinidad, alumbra y
anima su vasto Reino". También: "Ninguna idea de sedición llega a agitar el corazón de
sus vasallos: todos lo miran como a imagen de Dios en la tierra, como fuente invisible
del orden y el arte predominante de la sociedad civil".
Así eran las tesis que la Universidad esperaba de sus inminentes doctores. Por lo
tanto, así era su tesis, aunque contradijese sus más hondas convicciones. Monteagudo
no fue tanto voluble y oportunista, como aún hoy se lo sigue acusando, sino
absolutamente inescrupuloso en los medios a utilizar para el logro de sus fines
apasionadamente revolucionarios. Por ello no sólo presentó tesis execrables, también
encarceló, deportó y mató. Pagando en carne propia el precio de ser encarcelado,
deportado —y muerto.
—La gente murmura, debemos ser precavidos —dice Bernardo.
—La gente es idiota y mal pensada —responde el cura Troncoso, acariciando la
cabeza del adolescente, quien se pone de pie y se aleja unos pasos.
—Será mejor que me vaya a vivir solo.
El clérigo lo observa con amorosa tristeza, lamentando que el infundio no fuese
cierto ya que hubiera entregado su alma por tener un hijo como Bernardo.
Rápidamente se comprendió con el movimiento libertario, que era la tendencia
predominante entre los estudiantes y jóvenes doctores de Chuquisaca, y no le costó
sobresalir nítidamente como uno de sus líderes, como antes lo habían sido otros
"abajeños"; que así se llamaba a quienes subían desde Buenos Aires: Moreno, Castelli,
Paso, Serrano, Oliden, Anchorena.
Otra de las motivaciones habrá sido, sin duda alguna, su humilde origen y el
resentimiento en él despertado por sentirse en inferioridad de condiciones ante sus
compañeros de más holgada posición económica. También es fácil adivinar que el haber
tenido que soportar desde niño el apodo de “mulato” por parte de quienes se permitían
desmerecerlo haya ido caldeando en su alma un fuerte deseo de venganza hacia quienes
importaron a las Américas un color de piel desconocido.
Tampoco es de despreciar la influencia ideológica que sobre el pudiesen haber
ejercido el presbítero Troncoso y el Oidor Ussoz y Mosi, ambos comprometidos con el
movimiento revolucionario.
—Ante todo eran americanos —los recordaría— y no dudaron en sacrificar el
bienestar que obtenían de los godos.
Aunque seguramente la base de su insubordinación estaba en los textos de
Montesquieu, Diderot, Rousseau, a los que se tenía acceso en Chuquisaca y que
circulaban clandestina pero profusamente, incendiando el alma de esos jóvenes
hastiados de la mediocridad impuesta por los colonizadores peninsulares y que en
cambio idealizaban hasta el fanatismo los vientos libertarios provenientes de una
Francia inflamada por ideas nuevas e inmensamente atractivas.
Dígase en favor de Monteagudo que estos ideales de cambio, de justicia, de
patriotismo, no fueron un pasajero sarampión juvenil, como fue el caso de Tomás de
Anchorena, sino que su vida fue guiada por estos principios hasta el último de sus días.
En la Universidad de San Francisco Xavier se formaron quienes representaron
en nuestra independencia la posición más radicalizada, el jacobinismo, los Moreno y los
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Castelli opuestos a las posiciones moderadas que en un principio fueron sostenidas por
el saavedrismo, convencidos aquellos de que la ruptura con la península sólo era posible
a través del terror y de la prepotencia revolucionarias. "Cuando está en juego la salud de
la patria, no se debe caer en consideraciones sobre lo justo o lo injusto, tampoco sobre
lo piadoso, ni lo cruel, ni lo laudable, ni lo ignominioso; posponiendo todo otro respeto,
comprometerse con aquel partido que le salve la vida y le mantenga la libertad
(Maquiavelo)."
Monteagudo jamás abandonaría estos principios y es por ello que una historia
oficial pacata e hipócrita lo ha condenado a la penumbra, quizá por su anatema contra
los tibios: "Americanos: ¿Cuándo os veré correr con la tea de la LIBERTAD en la
mano, a comunicar el incendio de vuestros corazones a los fríos y lánguidos que
confunden la pusilanimidad con la prudencia, la frialdad con la moderación, la lentitud
con la dignidad y el decoro, y lo que es más, el saludable entusiasmo de los verdaderos
republicanos con el delirio, la ligereza y poca madurez en los juicios?" ("Mártir o libre",
6 de marzo de 1812).
A Monteagudo lo distinguía también una indomable obsesión por la lectura.
Cuentan sus condiscípulos que era incansable en su afán de hacerse de libros que eran
difíciles de obtener por entonces, y que para ello se ganaba los favores de quienes
poseían bibliotecas bien surtidas de los textos más avanzados de la época y censurados
en las aulas, como la de Ussoz y Mosi, su padrino.
Su pasión por leer desembocó, inevitablemente, en otra pasión: la escritura.
Nadie puede robarle a Monteagudo el reconocimiento como la mejor pluma de los
primeros años de nuestra independencia, talento que lo hizo insustituible para algunas
de las figuras más importantes de la historia americana de entonces: San Martín,
O'Higgins y Bolívar. Su estilo literario, brillante para la época, que puede ser todavía
leído con placer, despojado en gran medida del amaneramiento y la artificiosidad
inevitables por entonces, reconoce la influencia de algunos de los autores más
preponderantes de aquellos años, siendo frecuentes las citas de clásicos europeos y
filósofos de la antigüedad.
No sorprende entonces que muy precozmente, a los diecinueve años, produjera
un manifiesto que circuló profusamente entre los estudiantes y profesores de la
Universidad y que sirvió para que el autor del "Diálogo de Atahualpa y Fernando VII"
se granjeara una gran popularidad. Según todo parece indicar; el Manifiesto influyó
fuertemente en las vocaciones libertarias que más tarde se desencadenaron. Despertaba
entonces quien luego sería un gran propagandista revolucionario y uno de los
intelectuales de mayor fuste de toda nuestra historia política.
Una muestra de la difusión que entonces tuvo el “Diálogo...” es que han llegado
hasta nuestros días varias copias manuscritas. En aquella época las pocas imprentas
disponibles en América no lo estaban, claro está, para la edición de manifiestos
subversivos como éste.
El historiador boliviano Guillermo Francovich, quien fuera rector de la
Universidad de San Francisco Xavier, opinó: "El diálogo del Monteagudo circuló en
forma anónima convirtiéndose en un poderoso elemento de subversión, ya que interpre-
taba con una admirable acuidad, gran acopio de doctrina y con una ardiente elocuencia
la emoción política de esos momentos. El diálogo era de una audacia excepcional. Sólo
una personalidad con una ideología perfectamente definida y con una temeridad juvenil
podía haberse atrevido a escribirlo. Y esa personalidad no podía ser otra que la de
Bernardo Monteagudo. A pesar de no tener sino diecinueve años. Monteagudo, que se
había dedicado en la Universidad al estudio del derecho y de la filosofía, era un
vigoroso escritor y un ferviente revolucionario. Fue sin duda una de las personalidades
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más brillantes y más potentes que la Universidad de Chuquisaca daría a la gesta de la
Independencia Americana. Dotado de un genio ardiente y apasionado, sediento de vida
y de acción, era al mismo tiempo un intelectual y un político".
El diálogo entre Atahualpa y Fernando VII se sitúa en los Campos Elíseos.
Hacía ya trescientos años que el Inca había muerto y se encuentra en la eternidad con el
Rey hispánico, de quien entonces, preso, pocas noticias se tenían, y a quien, no
ingenuamente, Monteagudo hace aparecer muerto.
El monarca español confiesa, entristecido, su dolor y pena ante la convicción de
que España estaba por rendirse a Francia. En cuanto Atahualpa lo interroga, recibe por
respuesta: “Fernando soy de Borbón, séptimo de aquél nombre, de todos los soberanos
el más triste y desgraciado".
El tema del diálogo es definido entonces por el Inca: "Tus desdichas, tierno
joven, me lastiman, tanto más cuanto por propia experiencia sé que es inmenso el dolor
que padeces ya que yo también fui injustamente privado de un cetro y una corona".
Aquí se demuestra la sagacidad del autor al identificar a Fernando VII con
Atahualpa, ambos monarcas destituidos y muertos por la arbitraria decisión de un
invasor. En el segundo caso el villano era Napoleón y sus huestes, pero en el primero
era la mismísima España, patria de uno de los interlocutores, el Rey Fernando.
Es evidente que Monteagudo se identifica con el Inca y éste expresa los ideales
revolucionarios del autor, quien no encubría su intencionalidad propagandística.
Fundamenta así el derecho legítimo de los americanos a obtener su independencia con
argumentos que por entonces eran sumamente originales, atrevidos e inspirados: "¿No
es cierto, Fernando, que siendo la base y único firme sus tentáculos de una bien fundada
soberanía la libre, espontánea y deliberada voluntad de los pueblos en la cesión de sus
derechos, él que atropellando este sagrado principio consiguiese subyugar una Nación y
ascender al trono sin haber subido por este sagrado escalón, sería antes que rey un tirano
a quien las naciones darán siempre el epíteto y renombre de usurpador? Sin duda que
confesarlo debes; porque es el poderoso comprobante de la notoria injusticia del
Emperador de los franceses".
Continúa: "Los más de los americanos viven reunidos en sociedad, tienen sus
soberanos a quienes obedecen con amor y cumplen con puntualidad sus órdenes y
decretos. Saben en fin que estos monarcas descienden igualmente que tú, de infinitos
reyes y que bajo de sus dominios disfrutan perfectamente sus vasallos de una paz
inalterable. Pero los estúpidos españoles, con sus ojos empañados por el ponzoñoso
licor de la ambición, creen coronados de oro y plata o al menos depositados en el
interior de aquellas sierras interminables tesoros, como las mismas cabañas de los
rústicos e inocentes indianos les parecen repletas de preciosos metales; quieren
apoderarse de todo y con seguirlo todo: protestan arruinar aquella desdichada gente y
destruir a sus monarcas. Al momento, empiezan a llover por todas partes la desolación,
el terror y la muerte".
Acorralado, el Rey argumenta sus derechos sobre las tierras, americanas porque
el Papa Alejandro VI las había cedido a sus progenitores, y de ellos las había heredado.
Es esta la oportunidad de Monteagudo para desarrollar una jurisprudencia al servicio de
la revolución: "Venero al Papa como cabeza universal de la Iglesia, pero no puedo
menos que decir que debió ser de una extravagancia muy consumada, cuando cedió y
donó tan francamente lo que teniendo propio dueño en ningún caso pudo ser suyo,
especialmente cuando Jesucristo, de quien han recibido los Pontífices toda su autoridad,
y a quien deben tener por modelo en todas sus operaciones, les dicta qué no tienen
potestad alguna sobre los monarcas de la tierra o cuando menos no conviene extraerle
cuando dice `mi reino no es di este mundo', cuando a sus apóstoles les enseña y les
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encarga que veneren a los reyes y paguen su tributo al César". Para re forzar sus
argumentos Atahualpa demuestra una inverosímil pero eficaz sapiencia del latín: "Me
admira que Alejandro VI hubiese cometido semejante atentado cuando San Bernardo le
dice: 'Quid falcem vestram in alienam extendis? Si apostolis in terdicitur dominatus
quomodo tu tibi audés usurpare?"' y continúa la larga cita...
Monteagudo embarca también a Atahualpa en una disertación sobre los derechos
naturales del hombre, reflejando la in fluencia de Rousseau en la profundidad de su
pensamiento político: "El espíritu de la libertad, nacido con el hombre, libre por
naturaleza, ha sido señor de sí mismo desde que vio la luz del mundo. Sus fuerzas y
derechos en cuanto a ella han sido siempre imprescriptibles; nunca terminables o
perecederos. Si obligado siempre a vivir inmerso en sociedad ha hecho el terrible
sacrificio de renunciar al derecho de disponer de sus acciones y sujetarse a los preceptos
y estatutos de un monarca no ha perdido el derecho de reclamar su primitivo estado; y
mucho menos cuando el despotismo lo violente a la coacción u obligado a obedecer a
una autoridad que detesta y a un Señor a quien fundadamente aborrece, porque nunca se
le oculta que si le dio jurisdicción sobré sí, y se avino a cumplir sus leyes y a obedecer
sus preceptos ha sido precisamente bajo de la tácita y justa condición de que aquel
mirara por su felicidad. Por lo consiguiente, en el mismo instante en que un monarca,
piloto adormecido en el regazo del ocio, nada mira por el bien de sus vasallos, faltando
él a sus deberes, ha roto también los vínculos de sujeción, y dependencia de sus
pueblos. Este es el sentir de todo hombre justo y la opinión de los verdaderos sabios".
Estas ideas, que mantendría Monteagudo a lo largo de su vida —por ello nos
hemos permitido citarlas in extenso—, fueron las que dieron consistencia, meses más
tarde, a la proclama revolucionaria de mayo en el Río de la Plata. No fue casual que otro
discípulo de Chuquisaca, Juan José Castelli, Pera el gran orador del 24 de mayo y que
sus argumentaciones estuvieran teñidas de la misma orientación que en el "Diálogo" ex-
presaba Monteagudo tiempo antes.
El desenlace del "Diálogo" es cuando el rey de España, convencido por los
argumentos del Inca Atahualpa, reconoce: "Si aún viviera, yo mismo lo moviera a la
libertad e independencia, más bien que a vivir sujetos a una nación extranjera".
Luego, el final a toda orquesta, en un conmovedor alegato del indígena:
"Habitantes del Perú: si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día con
semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de vuestra desgraciada patria,
despertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos. Desaparezca la
penosa y funesta noche de la usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la
libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los
deliciosos encantos de la independencia. Vuestra causa es justa, equitativos vuestros
designios. Reuníos, pues, corred a dar ripio a la grande obra de vivir independientes".
Un magnífico texto, literariamente valioso y políticamente No es de extrañar que
el joven Monteagudo conociera prontamente la prisión, identificado ya por los
poderosos como un elemento de peligro.
Capítulo Cuatro
La rebelión en Chuquisaca enciende su mecha cuando dos oidores, los hermanos
José y Jaime Sudáñez, que preparaban con sus colegas de la Audiencia una conspiración
para deponer a García Pizarro, son hechos prisioneros como evidencias de que éste
estaba decidido a resistir; era el 25 de mayo de 1809. Al difundirse la noticia el pueblo
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chuquisaqueño, indudablemente insurreccionado por los jóvenes revolucionarios, se
echó a la calle para exigir a García Pizarro la revisión de tal medida y también su
renuncia. Como éste aceptase lo primero, pero se negase a lo segundo, fue detenido y en
su lugar asumieron el gobierno los oidores con el título de Real Audiencia Gobernadora,
que fue apoyada por Juan Antonio Álvarez Arenales qué se había hecho cargo del
mando militar como comandante general.
Este hombre de armas, español de nacimiento pero sinceramente comprometido
con', la causa americana, fue más tarde valioso colaborador de Belgrano en el Alto Perú
y de San Martín en su toma de Lima.
Los sublevados de Chuquisaca tendieron sus tentáculos hacia La Paz; lugar
donde conspiraban desde hacía ya tiempo varias patriotas y que se pronunció el 16 de
junio bajo el liderazgo de Pedro Murillo y Manuel Jaén.
Es de gran interés conocer la proclama que desde Chuquisaca es enviada a La
Paz y que se encuentra en el Archivo General de la Nación: "Proclama de la Ciudad de
La Plata (como también se conocía entonces a Chuquisaca). A los valerosos habitantes
de la ciudad de La Paz: Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno
mismo de nuestra patria: hemos visto con indiferencia por más de tres siglos, inmolada
nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto, que
degradándonos de la especie humana nos ha perpetuado por salvajes, y ',mirado como a
esclavos; hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos
atribuye por el inculto español, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los
americanos haya sido siempre un presagio cierto cíe su humillación y rumia. Ya es
tiempo pues de sacudir yugo tan funesto a nuestra felicidad como favorable del orgullo
nacional del español; ya es' tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado
en los intereses de nuestra Patria altamente deprimida por la bastarda política de
Madrid; ya es tiempo en fin de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas
colonias, adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía".
Este extraordinario documento, fechado el 18 de agosto de 1809, es decir varios
meses antes de la proclama del 25 de mayo de 1810 en el Río de la Plata, está originado,
según todas las evidencias y las investigaciones de algunos historiadores, en la pluma
del precoz Monteagudo. Su lectura limita toda engañosa especulación en torno a la
lealtad a Fernando VII de los verdaderos revolucionarios de América. Es innegable que
estas palabras apuntan en forma prístina a la ruptura definitiva de las relaciones de
sujeción entre la Metrópoli y sus colonias.
Monteagudo fue designado por la Audiencia a cargo. Del gobierno en una
misión especial que consistía en la intercepción del correo que venía desde Buenos
Aires y que antes de llegar a Chuquisaca pasaba por,, Potosí, a cargo del gobernador
Francisco de Paula Sánz, que aunque había expresado su solidaridad con el movimiento
chuquisaqueño nadie dudaba acerca de sus simpatías por las autoridades depuestas.
El tucumano es rápidamente asaltado por una partida que responde a Sánz y es
puesto en prisión. El argumenta, con la habilidad que lo caracterizó siempre, que su
misión era de absoluta lealtad con el rey de España y que tan gravísimo error no dejaría
de tener consecuencias. Quizás impresionado, el gobernador de Potosí, cuando se
entera, ordena la inmediata libertad del ardoroso revolucionario. La medida se cumple,
con demora, lo que indigna a Monteagudo y cava la fosa de Sánz; quien meses más
tarde pagará con' su vida el rencor de ese joven apasionado, dispuesto a cumplir con sus
tareas revolucionarias más allá de todas las dificultades.
Estas no tardaron en volverse a presentar ya que al llegar a Tupiza fue también
detenido y puesto en prisión, esta vez por el coronel Benito Antonio de Goyena, con el
pretexto de no haber sido notificado del cambio de autoridades determinado por los
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sucesos del 25 de mayo de 1809. El asesor de dicho coronel era Pedro José Agrelo, más
tarde destacada figura de nuestra independencia, pero por entonces al servicio de las au-
toridades realistas en el Alto Perú.
Evidencia de la ya vigorosa personalidad de Monteagudo es la habilidad y coraje
con que responde a Goyena y Agrelo. Así, cuando se lo interroga acerca de si los
oidores de Chuquisaca daban por sentado que el susodicho coronel acataría o no sus
órdenes, el abogado tucumano responde que la misma noche en que su designación fue
firmada, en conversación privada con el oidor Ussoz y Mosi y con el señor fiscal
Miguel López, les oyó decir que Goyena acataría sus órdenes, a pesar de su lealtad con
el gobernador Sánz, debido a que "tiene talento y sabe que es mucho lo que puede
perder".
No se agota aquí la velada amenaza de aquel joven engrillado ante sus poderosos
carceleros, sino que además, como al pasar, comenta que el encargo de apoderarse del
correo era para confirmar lo ya sabido: que una revolución similar a la de Chuquisaca y
La Paz había también estallado en el Río de la Plata y en Lima.
Esa primera experiencia le demostró dramáticamente cómo las insurrecciones de
La Paz y de Chuquisaca iban perdiendo vigor a medida que crecían las voces
dialoguistas y moderadas, partidarias de llegar siempre a un acuerdo con el enemigo an-
tes de combatirlo con vigor. Como si fuera posible conciliar con quien sólo sabía
doblegar a sus colonizados, convencida España de que era ese su derecho divino y una
obligación nacional.
El virrey de Lima, Abascal, ordenó al brigadier Goyeneche reprimir a los
insurrectos de La Paz, misión que cumplió con extremada crueldad, pasando por las
armas a los cabecillas Murillo, Jaén, Sagárnaga, Medina y otros. Fue mucho lo que
Monteagudo aprendió de estas jornadas, pues la insurrección fue sofocada no sólo por la
eficiencia de un ejército disciplina do, y bien armado, bajo las' expertas órdenes de un
militar de carrera como Goyeneche, sino también, y quizá principalmente, por la
anarquía desatada' en las filas patriotas corroídas por las celosas disputas entre sus
líderes, circunstancia que fue fomentada por agentes al servicio del Rey.
Como si no hubiera bastado con la natural crueldad de Goyeneche, también
intervino la perentoria orden del Virrey, quien lo conmina a "ejecutar a aquellos cuya
muerte se había suspendido y para juzgar militarmente a los demás"... El jefe realista, a
su vez, ordena: "Después de seis horas de su ejecución se les cortarán las cabezas a
Murillo y a Jaén y se colocarán en sus respectivas escorpias construidas a ese fin, la
primera en la entrada del' Alto Potosí y la segunda en el pueblo de Croico para que
sirvan de satisfacción a la Majestad ofendida, a la vindicta pública del reino y de
escarmiento a su memoria".
Para tener una idea del tenor de las demás penas valga como ejemplo la
sentencia de don Manuel Cossio: "sedicioso alborotador instrumento de los principales
caudillos en los funestos acaecimientos de todo el tiempo de la sublevación, le condeno
a que sea pasado, por la horca, luego de que sean ajusticiados los demás reos, cuya
ejecución presenciará montado en un burro de albarda" No se trataba sólo de matar sino
también de denigrar, como supremo escarmiento para que nadie volviera a intentarlo.
Luego de la represión en La Paz sobrevendría el sofocamiento de los amotinados
en Chuquisaca. Fue el virrey Cisneros quien comisionó al mariscal Vicente Nieto para
que al frente de un contingente dé 1.500 hombres se dirigiera a tornar esa plaza, lo que
se cumplió sin mayores dificultades debido a la desmoralización en que se encontraban
ya las filas patriotas. La acción de Nieto fue considerablemente distinta a la de
Goyeneche, ya que la represión no fue tan sangrienta como la de éste sino que se limitó
á condenas de azotes y de prisión para los conjurados, seguramente debido al respeto
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que imponía la ubicación social y talante intelectual de los profesores y doctores de
Chuquisaca. También porque muchos alumnos pertenecían a familias patricias y ligadas
al poder virreinal.
Es cíe imaginar el ímpetu que Monteagudo y otros pusieron para evitar un final
tan desangelado de lo que fue el primer grito insurreccional en América del Sur, pero
sus entusiasmos se estrellaron contra la pusilanimidad de quienes se apresuraron en
entrar en disculpas y negociaciones con quienes venían a reprimirlos y así obtener
alguna posición ventajosa ante los nuevos dueños de la situación. Ni siquiera sirvió que
el valiente Arenales hubiese informado a la Audiencia de que contaban con el apoyo de
sus tropas para oponerse al avance de Nieto, lo que le valió ser tomado prisionero y
enviado a las prisiones del Callao,
"No hay duda —escribiría el abogado tucumano tres años más tarde— que los
progresos hubieran sido rápidos si las demás provincias hubiesen igualado sus esfuerzos
atropellando cada una por su parte. Mas sea por desgracia o porque quizás aún no llegó
la época, permanecieron neutrales Cochabamba y Potosí, burlando la esperanza de
quienes contaban con su unión."
Cabe pensar que con su encarcelamiento, Sánz evitó la misión principal del
joven revolucionario: insurreccionar Potosí. No consta que Monteagudo fuera sometido
a un juicio que hubiese concluido en una casi segura condena a muerte. Quizá porque
gozaba de un alto prestigio en la población de Chuquisaca y también debido a que, su
juventud lo exculpaba de mayores responsabilidades ante los ojos de los partidarios del
Rey. La liviandad con que se, lo trató hace suponer que no se tuvo en cuenta su
importancia como significativo orientador del movimiento revolucionario e inspirador
de muchas de las ideas que lo sostuvieron.
"Luego que la perfidia armada mudó el teatro de los sucesos, empezó el
sanguinario Goyeneche a levantar cadalsos, fulminar proscripciones, remachar cadenas,
inventar tormentos y apurar, en fin, la crueldad hasta oscurecer la fiereza del temerario
Desalines. Las familias arruinadas, los padres sin hijos, las esposas sin maridos, las
tumbas ensangrentadas, los calabozos llenos de muerte; sofocado el llanto porque aun el
gemir era un crimen y disfrazado, el luto el solo hecho de vestirlo mostraba cómplice al
"que lo traía." ("Mártir o Libre", 25 de mayo de 1812.)
Monteagudo no sólo era tan revolucionario de acción vigorosa, sino también,
como testigo del dolor, se obligó siempre a garantizar la memoria de su pueblo, con
pluma ágil y encendida.
Capítulo Cinco
El 25 de Mayo de 1810 estalló la sublevación en el Río de la Plata: Bernardo
Monteagudo permanecía aún en prisión.. Sabedores de que desde Lima el virrey
Abascal había ordenado a fuertes contingentes militares acudir rápidamente a Buenos
Aires en ayuda de su colega el virrey Cisneros; a los doce días de instituida la junta de
Mayo se impartió la orden de que un improvisado ejército al mando de improvisados je-
fes partiera rápidamente hacia el norte para enfrentar, aleccionados por la experiencia de
La Paz y Chuquisaca, a la represión realista.
En el camino, en Córdoba, el comandante Ortiz de Ocampo debió sofocar la
contra revuelta del prestigioso ex virrey Liniers, quien tan brillante papel había
desempeñado durante las invasiones inglesas. Fue, el deán Funes, quien por alguna
misteriosa razón había participado de las primeras reuniones conspirativas, quien lo
denunció ante el gobierno—de Buenos Aires.
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Ya preso Liniers no fueron pocos los vecinos de la ciudad docta que se
apersonaron ante el jefe patriota para interceder por la vida del francés al servicio de
España. Ortiz de Ocampo, a pesar de las taxativas órdenes que había recibido de la
junta, especialmente por parte del aguerrido Moreno, su secretario, se mostró dispuesto
a la flexibilidad y envió en tal sentido una comunicación a su gobierno argumentando
que sería mejor para el movimiento rebelde dar pruebas de su benignidad y así ganarse
las conciencias de los pobladores del virreinato.
"Pillaron nuestros hombres a los malvados —escribiría Moreno a Manuel
Chiclana— pero respetaron sus galones y cagándose (sic) en las rigurosísimas órdenes
de la junta pretenden remitirlos presos a esta dudad. Veo vacilante nuestra fortuna por
hechos de esta índole." La respuesta no pudo ser más tajante: la inmediata destitución de
Ortiz de Ocampo y su reemplazo por Antonio González de Balcarce como comandante
militar y Juan José Castelli como representante de la junta, algo así como un comisario
político y el verdadero jefe de la expedición.
Los conjurados, entre ellos Liniers, fueron fusilados en Cabeza de Tigre, con
excepción del obispo Orellana quien se salvó del sacrificio por su investidura
sacerdotal.
"En la primera victoria dejará V.E. que sus soldados hagan estragos a los
vencidos para infundir terror en los enemigos." Estas instrucciones fueron sin duda eco
de la crueldad de Goyeneche en La Paz y de la severidad de Nieto en Chuquisaca,
convencida la fracción más, radicalizada de los patriotas de que debían responder con la
misma moneda y que cualquier duda o vacilación sería bien aprovechada por un
enemigo sagaz, experimentado y muy superior en número y en pertrechos.
Las tropas de Castelli no pudieron tener mejor bautismo de fuego: la victoriosa
batalla de Suipacha en la que un acertado movimiento de González de Balcarce arrolló a
las fuerzas enemigas, que huyeron dejando en el campo un importante bagaje de armas,
municiones, prendas, mulas y caballos. Castelli informaba a Buenos Aires: "el resultado
de la acción es prueba del más encarnecido elogio de nuestro Ejército que inferior en
número y armamento supo derrotar al enemigo que eligió situación y rompió el fuego".
Es de imaginar la algarabía que tal victoria provocó no sólo en Buenos Aires
sino también en todos los confines de América donde latía el fermento revolucionario.
El Ejército del Norte pudo continuar su marcha en dirección a Lima con el apoyo de los
habitantes del Alto Perú, insurreccionando a su paso pueblos y ciudades que se adherían
a la junta del Río de la Plata.
Las buenas noticias llegaron también a la prisión que albergaba a Bernardo
Monteagudo, quien se entusiasmó al saber que su ex condiscípulo Juan José Castelli,
egresado de las aulas universitarias de la ciudad que lo mantenía en reclusión, en
Chuquisaca, iba a la cabeza de las tropas revolucionarias. Monteagudo había oído hablar
mucho del idealista Castelli, algunos años mayor que él por lo que no habían coincidido
en las aulas. Pero éstas aún guardaban el eco de sus encendidas diatribas en contra del
dominador hispánico, dejando la estela de un aguerrido carisma que durante su
permanencia en la ciudad universitaria le había granjeado no sólo la admiración de sus
condiscípulos sino también los favores de no pocas bellas mujeres de la sociedad.
Ante la noticia de la derrota de Suipacha, el anciano gobernador Nieto y el jefe
militar José de Córdoba huyeron de Chuquisaca dejando sus fuerzas en la mayor
desorientación y anarquía. Esto sin duda facilitó los planes de fuga de Monteagudo,
quien ardía en deseos de unirse a Castelli y colaborar en la marcha hasta entonces
triunfal de la sublevación. No le fue difícil huir ya que con sus poderosas dotes de
persuasión había convencido a sus carceleros de aceptar que con alguna frecuencia
bellas damiselas lo visitaran en prisión.
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—Esta noche estaré ocupado...
Los uniformados, sonrientes, siguen la broma. —¿La misma de la última vez?.
—Las mujeres son como las corbatas, pueden ser salteadas pero nunca repetidas.
Sus carceleros, cómplices, lanzan carcajadas hacia el cielo mientras Monteagudo
desliza monedas en sus palmas.
Horas más tarde, mientras la solidaria damisela hacía ruidos y fingía estar en su
compañía, aprovechó para escalar los altos muros y perderse en la noche impenetrable.
Cuando Castelli y González Balcarce ingresan en Potosí, Monteagudo ya está
con ellos. En la cárcel de la ciudad los espera, cumpliendo las órdenes enviadas por el
jefe del ejército patriota, el gobernador de la ciudad Francisco de Paula Sanz, a quien
pronto se unen, engrillados, sorprendidos cuando intentaban huir por las serranías, el
doctor Nieto y el coronel Córdoba.
—Nadie debe dudar, ni aquí ni en el mundo, que nuestra revolución va en serio.
Seguramente Castelli no necesitaba que nadie lo convenciese de que la
revolución sólo se impondría por la fuerza y que el "ojo por ojo y diente por diente"
debía ser ejemplar. Pero tampoco cabe dudar de que Monteagudo apoyó y estimuló en
todo momento, ya designado secretario privado de Castelli, las drásticas medidas que
éste firmaría en contra de las ex autoridades realistas. Crueldad que no era sino el espejo
de la que practicaba el otro bando.
Sanz, Nieto y Córdoba fueron pasados por las armas en una medida que sigue
despertando polémica entre los historiadores, ya que malquista con los patriotas a
importantes sectores que les habían expresado su apoyo. Aunque derecho tenían Castelli
y Monteagudo a dudar del mismo.
Nicolás Rodríguez Peña, muchos años después, en un intercambio epistolar con
Vicente Fidel López le dice: "Castelli no era feroz ni cruel. Obraba de tal manera
porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiendo a la patria
lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado
todos, y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennoslo ustedes
que no han pasado por las mismas necesidades ni han tenido que obrar en el mismo
terreno. ¿Que fuimos crueles? ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto ahí tienen ustedes una
patria que no está ya en el compromiso de serla. La salvamos como creíamos que
debíamos salvarla. ¿Había otros medios? Así sería. Nosotros no los vimos. No creímos
que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos".
Algunos meses más tarde, en la Gazela de Buenos Aires, Monteagudo escribiría,
evidenciando que el tiempo transcurrido no había amortiguado la pasión del momento,
que "se había acercado con placer a los patíbulos de Sanz, Nieto y Córdoba, para
observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla por sus triunfos". En esos
momentos vendrían a su memoria los sufrimientos que había experimentado por orden
de los ajusticiados, como así también la pérdida de algunos de sus mejores y más
admirados amigos que pagaron muy caro su compromiso con la revolución incipiente:
"Oh, nombres ilustres de los ciudadanos Victorio y Gregorio Lanza. Oh, intrépido joven
Rodríguez. Oh, Castro, guerrero y virtuoso. Oh, vosotros todos, los que descansáis en
esos sepulcros solitarios". La venganza está cumplida cuando escribe sobre los
ahorcados en Potosí: "Murieron para siempre y el último instante de su agonía fine el
primero en que volvieron a la vida todos los pueblos oprimidos".
Capítulo Seis
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La situación del Ejército del Norte no podía ser más promisoria. A su paso se
habían sublevado Cochabamba, Potosí, La Paz y Chuquisaca, todo el Alto Perú, y sus
fuerzas se engrosaban con el entusiasta aporte de los lugareños, fuesen estos indios,
cholos y también jóvenes de la burguesía criolla.
Pero habría entonces de producirse un error sustancial en el que Monteagudo
tuvo participación activa, inducido por un fuerte sentimiento antirreligioso que había
ido conformándose en él como reflejo de las atrocidades cometidas en América en el
nombre de la cruz. También debido a que sus enemigos primordiales, las autoridades
españolas, ataban vínculos muy estrechos de poder y conveniencia con los dignatarios
eclesiásticos, también mayoritariamente peninsulares, por lo cual estaba convencido de
que era necesario disminuir el fuerte sentimiento religioso de los pobladores del Alto
Perú y de todo el virreinato, para facilitar el progreso (le las ideas de la revolución.
Estaba seguro de que era ésta una religiosidad artificial, sobreimpresa por el terror sobre
las antiguas deidades indígenas, y fomentadora de la ignorancia. "¡Oh, prelado impostor
y perjuro! —escribirá cuando Caracas vuelve a caer bajo el yugo español— El
Arzobispo de Caracas es español y su conducta no podía ser diferente de la que ha
observado el de Charcas y sus sufragáneos de Salta y Córdoba: canonizar desde el
santuario la nueva conquista del sanguinario opresor y encadenar de nuevo los
eslabones que Venezuela había despedazado a costa de la sangre de sus hijos."
A pesar de las protestas de algunos de sus panegiristas, no caben dudas de que el
imprudente Monteagudo pronunció sermones blasfemos en varias de las iglesias que iba
encontrando al paso del Ejército del Norte, entre ellas el templo de Lojo, en cuyo
púlpito habría pronunciado un sermón burlesco sobre el tema "La muerte es un sueño
largo". También hay testimonios de una misa negra oficiada en la iglesia de Laja, a muy
pocos kilómetros de La Paz.
No era Castelli la persona más apropiada para reprimirlo, pues él era uno de los
más conspicuos revolucionarios a la francesa, influido por el jacobinismo que también
había hecho de lo antirreligioso uno de sus emblemas principales.
A esto cabe agregar que la entrada de las tropas en La Paz se hizo, quizás
inadvertidamente, en Viernes Santo de 1811, lo que tornó irreverente y blasfemo el
bullicio y algazara de tropas; equinos, y cañones.
Corrieron rumores también de profanaciones en la iglesia de Viacha y mentas de
que algunos oficiales porteños, pasados de alcohol, nada menos que en la muy católica
Charcas, habrían arrancado y arrastrado una cruz por el suelo en son de burla hasta la
Plaza Mayor.
Estos hechos, verídicos o agigantados por la propaganda española, fueron bien
aprovechados por el hábil Goyeneche, quien tuvo algún éxito en transformar la guerra
alto peruana en una "Guerra Santa", en la que la lucha era entre cristianos y herejes.
Tanto fue así que después de la retirada de Castelli no quiso ir a alojarse al
Palacio de la Presidencia, que aquél había habitado en Potosí, sin que fuese antes
purificado con exorcismos y preces: los "arribeños" fueron entonces azorados testigos
de una pomposa procesión en que los sacerdotes lucieron ornamentos sagrados,
incensarios, hachas encendidas y abundante provisión de agua bendita, y sólo cuando
después de una larga y edificante ceremonia se creyeron expelidos los malos espíritus
esparcidos por los "abajeños", se consideró habitable el Palacio.
Pero el gran error militar de Castelli, a pesar de su superioridad luego de
Suipacha, fue haber propuesto al inescrupuloso jefe español una tregua de cuarenta días
que fue a la postre violada por el enemigo, quien bien la había aprovechado para
reaprovisionarse y juntar las tropas desperdigadas por la derrota. Esta equivocada
medida fue influida por los sucesos de Buenos Aires, donde la fracción saavedrista
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había conseguido desplazar a aquella por la que. Castelli y Monteagudo profesaban
simpatías y que era acaudillada por Mariano Moreno, quien fue deportado, muriendo
sospechosamente en el trayecto marino hacia Londres.
Una de las consecuencias fue el envío del general Viamonte al Ejército del Norte
con el pretexto de expresar la solidaridad de la junta Grande con sus jefes aunque, tal
como quedó desnudado en una carta confidencial de Saavedra a dicho militar que
cayera en manos de Castelli, su verdadera misión era la de socavar la autoridad del
fusilador de Potosí y soliviantar a sus subordinados para obligar a su destitución y su
relevo.
El gobierno de Buenos Aires, a pesar de su cortísima vida y de lo débil de su
posición, denunciaba ya su vocación por la anarquía y las conspiraciones suicidas.
La batalla de Huaqui o de Desaguadero fue un verdadero desastre para la
rebelión patriota ya que la desbandada de sus tropas facilitó la cruel represión de todos
los focos insurreccionales que se habían abierto en el Alto Perú. Tal desazón fue
equivalente a la satisfacción experimentada en el campo realista, tanto como para
otorgarle a Goyeneche el título de Conde de Huaqui.
Para empeorar aún más la situación y aumentar el encono de los altoperuanos,
hasta no hacía mucho sus entusiastas partidarios, la desordenada huida de los "abajeños"
no ahorró saqueos ni violencias, seguramente porque lo yermo de esas tierras
altiplánicas obligaba a ello para conseguir víveres y abrigo. Pero también porque los
jefes avezados, con disciplina militar, se distinguen no sólo en un ataque certero sino
también en un repliegue ordenado. Y Castelli no lo era, pues las circunstancias habían
puesto a un doctor de Chuquisaca al frente de las tropas, las mismas que más tarde
buscarían de sustituto a un doctor de Salamanca sin vocación castrense: Manuel
Belgrano.
La indignación de los saavedristas en Buenos Aires fue grande contra los
comandantes del Ejército del Norte y de inmediato se expidió una orden de juicio
sumario para delimitar sus responsabilidades en la derrota. El abogado de la
Universidad de San Francisco Xavier fue encomendado para su defensa.
Capítulo Siete
Monteagudo llega a1 Buenos Aires que tanto soñase en buen momento, ya que
la junta Grande ha sido sustituida por un triunvirato cuya orientación está abiertamente
influida por los partidarios de Mariano Moreno.
La ciudad recostada sobre el Río de la Plata, de todas maneras de menor
importancia que Chuquisaca, ha adquirido en los últimos años un fuerte desarrollo
debido a que desde 1776 es capital del virreinato que se extiende hasta los confines del
Perú. Pero por otra parte su calidad de puerto la hace particularmente receptiva a las
influencias, por lo que Monteagudo se encuentra a su aire en un ambiente más
sofisticado, refinado, que los que hasta entonces ha conocido.
Su defensa de Castelli y de los otros jefes militares del Ejército del Norte,
acusados por la derrota de Huaqui; es eficaz y logra que aquellos sean sobreseídos,
aunque no podrá impedir que años más tarde los enemigos de Castelli vuelvan a abrir el
proceso y lo manden a prisión, donde terminará su vida consumido por un atroz cáncer
de lengua.
El interrogatorio a que se lo somete es sumamente respetuoso y sin hostilidad, y
no deja de llamar la atención que en el texto de sus declaraciones se deje establecido
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que se le reconocen “sus luces”. Es que llega precedido de una importante aureola:
doctor graduado en Chuquisaza; de activa participación en varios episodios
revolucionarios; autor de textos de amplia difusión, sobre todo en la juventud, de no-
table apostura viril y fama donjuanesca que arranca suspiros femeninos, de preclara
inteligencia, con verbo y pluma ágiles y convincentes.
A los muy pocos días de haber arribado ya se reconoce su influencia en la
redacción del Estatuto Constitucional que se dicta el Triunvirato para regir su política
hasta que se reúna la Asamblea. Según Ricardo Piccirilli, autor de una precoz e
inteligente biografía de Bernardino Rivadavia, ha quedado establecida la influencia de
Monteagudo en dicho Estatuto.
Tampoco hubo necesidad de que pasara mucho antes de que Monteagudo
despertara las envidias que lo persiguieron en muchas circunstancias. Vicente Fidel
López, influyente contemporáneo, lo describe así: “Cuando el deán Funes caía a las
posiciones inferiores de las que no salió más, se levantaba con briosa arrogancia un
joven de cabeza mucho más poderosa, destinado también a recorrer una carrera de gran
notoriedad, pero frustrado en cada paso por vicios de carácter no menos lamentables (...)
Con talentos de un orden superior, una imaginación soberbia y agigantada como la
vegetación tropical a cuyos esplendores había abierto los ojos, don Bernardo
Monteagudo unía un temperamento sombrío y enconoso a un orgullo, mejor dicho, una
vanidad excesiva. Bullían en lo recóndito de su alma pasiones y apetitos violentos: nada
había en él de aquel ímpetu primo que distinguen los hombres de un natural ardiente,
pero franco y bueno. De su rostro mismo, bellísimos y graves como el de un dios
capitolino, partían con frecuencia destellos siniestros y duros, que de un hombre
ciertamente eminente hacían un hombre peligroso, más apto para provocar el fastidio o
la antipatía, que para inspirar con su trato el respeto de su mérito incuestionable”.
Tampoco se necesito mucho tiempo para que la única publicación de Buenos
Aires, la Gazeta, lo convocara como editorialista alternándose en dicha tarea con
Vicente Pazos Silva. Lo curioso fue que de allí en adelante los dos columnistas del
mismo periódico sostuvieron encendidas polémicas, como cuando Pazos Silva escribió:
“La conducta de los agentes de la expedición desgraciada del Perú nos ha deshonrado a
la faz del mundo y nos ha puesto al borde del precipicio. Preciso es que con
inexorabilidad se castigue, después de un juicio imparcial, a esos profanadores
sacrílegos de nuestra Santa Causa”. No escapó a Monteagudo que era él uno de los
blancos de dicho artículo, puesto que le era imposible no sentirse aludido con lo de
“profanadores sacrílegos de nuestra Santa Causa”.
Su réplica, que constituye su primera publicación en la Gazeta, se titula “El
Vasallo de la Ley al Editor”. En ella argumenta: “Nuestro mismo gobierno ha jurado
respetar la seguridad individual de todo ciudadano; una de las más augustas
prerrogativas que derivan de aquélla es no juzgar delincuente a ningún hombre mientras
los ministros de la ley no lo declaren tal; es decir, que el editor se ha arrogado el
derecho de prevenir en su juicio a todos los pueblos, inspirando resentimientos
parciales, injuriando a la armonía civil, único sostén de la libertad”.
Gran audacia la de Monteagudo, quien no vacila en ganarse la enemistad de un
influyente generador de opinión como Pazos Silva. Aunque parece evidente que contaba
ya con algunos apoyos de alto nivel, a pesar del poco tiempo que llevaba en Buenos
Aires: nada menos que Rivadavia, entonces secretario de Gobierno del Primer
Triunvirato, y también Manuel Belgrano, quien había sustituido a Cornelio Saavedra al
frente del Regimiento de Patricios.
Otro de sus primeros artículos, “A los ciudadanos Ilustrados”, se propone hacer
una incitación “a todo hombre de talento”, como él dice, “para que presten su
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colaboración a la obra que han de estar empeñados todos los patriotas para que la
reforma política que persigue la revolución alcance el mayor perfeccionamiento posible.
Todo hombre de talento es magistrado nato de su patria”. Monteagudo estaba
convencido de que el saber y la ilustración eran aliados del proceso de cambio y de
transformación revolucionarias.
En su criterio, la ignorancia era aliada de la esclavitud, por ello la Corona
española se había propuesto, como instrumento de su poderío colonial, sumergir a los
americanos en el desconocimiento, apartándolos de las fuentes del saber. Esta
convicción llevó a Monteagudo a fundar una decena de medios de difusión a lo largo de
su actividad política no sólo en la Argentina sin también en los otros países en los que
se desenvolvió. Consideraba que una de sus obligaciones, adquirida por la oportunidad
ofrecida o ganada de doctorarse en una de las universidades más prestigiosas, era la de
instruir a los que no sabían. Comportaba a quienes eran poseedores de conocimientos
pero no los compartían con sus semejantes, con la avaricia de los ricos que acumulaban
monedas, insensibles a los infortunios del prójimo. Era aristotélica su convicción de que
el mayor de los males era la ignorancia y el mayor de los bienes la sabiduría: "ilustrad a
la Nación con vuestros discursos, mientras él intrépido guerrero expone su vida por
salvar a la patria".
En este breve pero sustancial artículo, Monteagudo parece hablar de sí mismo,
evaluando que su fervor revolucionario debía canalizarse en el campo de las ideas y no
en el de las armas, para lo que no se sentía especialmente llamado. Ya en Potosí había
rechazado el grado de teniente de Milicias, que le ofreciese Arenales, para ocuparse de
las tareas políticas de la insurrección. Esa era la tesis de su artículo: la tarea revolucio-
naria no se libraba solamente en los campos de batalla sino en la cotidiana acción de
cada uno. En este caso, en la de los "ciudadanos ilustrados".
Pero no sólo actividades políticas y periodísticas desarrolló Monteagudo en
Buenos Aires; también participó activamente de su vida mundana, haciéndose habitué
de las tertulias que se desarrollaban en las casas patricias que le abrieron ampliamente
sus puertas. El no se equivocaba al especular que las relaciones allí cimentadas le
allanarían el camino hacia el poder necesario para satisfacer sus apetencias de petimetre
elevado muy por encima de sus humildes orígenes.
Su éxito mundano fue grande y para ello contó con la inestimable ayuda de su
muy agraciado aspecto físico, que hacía suspirar a las damas porteñas y enrojecer de
envidia a los hombres.
Sabedor de que en ellas siempre encontraría aliadas, y en su homenaje, para
halagarlas, dándoles una importancia que hasta entonces la sociedad porteña les negaba,
Monteagudo escribió un polémico artículo que despertó oleadas de aprobación y de
rechazo: "A las Americanas del Sud". En él desarrolla cumplidamente el importante
papel a desempeñar por las damas acordes con el movimiento revolucionario: "Si las
madres y esposas hicieran estudio de inspirar a sus hijos, maridos y domésticos nobles
sentimientos revolucionarios, y si aquellas en fin, que por sus atractivos tienen derecho
a los homenajes de la juventud, emplearan el imperio de su belleza y artificio natural en
conquistar desnaturalizados y a electrizar a los que no son, ¿qué progresos no haría
nuestro sistema?". También: "Uno de los medios de estimular y propagar el patriotismo,
es que las americanas hagan la firme y virtuosa resolución de no apreciar ni distinguir
más que al joven moral, ilustrado, útil por sus conocimientos, y sobre todo patriota,
amante sincero de la libertad, y enemigo irreconciliable de los tiranos".
A nadie escapaba que con dichas frases Monteagudo se propagandizaba a sí
mismo, erigiéndose ante las damas porteñas como el ideal de hombre en las tertulias que
pronto lo tuvieron como protagonista y que un viajero inglés, Samuel Haigh, describiera
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así: "La sociedad de Buenos Aires es agradable. Después de ser presentado formalmente
a una familia se considera completamente correcto volver a visitarla a la hora más
conveniente, y siempre seréis bien recibidos. La noche, hora de la tertulia, es siempre la
ocasión más apropiada y elegante. Estas tertulias son deliciosas, y desprovistas de toda
ceremonia, lo que constituye parte de su encanto. Por la noche la familia se congrega en
la sala, llena de visitas, especialmente las casas de alto tono. Las diversiones consisten
en la conversación, en valses y contradanzas españolas, en música ejecutada en el piano
o la guitarra, y algunas veces canto; al entrar se saluda a la dueña de casa, y ésta es la
única ceremonia. Puede uno retirarse sin formalidad alguna, y en esta forma, si se desea,
se asiste a media docena de tertulias en la misma noche. Las maneras y la conversación
de las señoras son sencillas y agradables, dentro de una gran cordialidad".
El importante papel que había logrado Monteagudo en la vida social de Buenos
Aires, fuertemente impregnada de sentimiento revolucionario, se hace claro en una
anécdota que relata Dellepiane.
Fue en la señorial mansión de los Escalada. Las damas de la sociedad porteña se
habían reunido para contar el dinero recaudado por ellas para la compra de las armas
necesarias para el Ejército del Norte.
—Pondremos a consideración de ustedes la nota que hemos redactado con María
—dice Remedios de Escalada, novia del general San Martín.
—Yo la leeré —dice la señora de Thompson.
Al terminar, todas expresan su satisfacción y felicitan a las autoras del
manifiesto que presentarán a las autoridades al entregarles la suma recaudada para
colaborar con el exangüe Tesoro Público.
La señora de Alvear, tan sibilina como su esposo el general, se inclina sobre
María Sánchez de Thompson y le susurra al oído: —Eso no lo has escrito tú, ni tampoco
Remedios. Eso es de Monteagudo.
La indignación de la interpelada fue tal que hizo trizas el papel a la vista de
todas y, según mentas, su relación con tan inoportuna dama nunca se recompuso del
todo.
Lo cierto es que dicho documento llevaba las inconfundibles huellas digitales de
Monteagudo, evidentes en frases como "Yo armé el brazo de este valiente que aseguró
su gloria y nuestra libertad".
El joven abogado tucumano era, indiscutiblemente, un mujeriego y muchas
anécdotas se contaban acerca de sus conquistas. Las murmuraciones exageraban e
inventaban, pero lo cierto es que sostuvo affaires con algunas de las damas más
encumbradas de la sociedad porteña, fuesen solteras o casadas, y algunos de ellos
adquirieron ribetes de escándalo como cuando la señora de Sarratea fue descubierta en
actitud comprometida en pleno sarao. También se comentó sobre las tres hermanas, sólo
una de ellas célibe, que habrían desfilado por la ardorosa alcoba.
Capítulo Ocho
La opinión de Monteagudo era independiente y no se ataba a conveniencias
oficiales. Su columna en la Gazela no escatimaba críticas al gobierno cuando a él le
parecían merecidas. Su pluma airosa, que no ahorraba citas latinas o cultas referencias a
sabios de la antigüedad como Aristóteles, Polibio o Séneca, se encrespaba cuando creía
advertir en los gobernantes signos de debilidad, exigiéndoles llegar a la violencia si era
necesaria una represalia ejemplar.
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Su obsesión era la independencia; ella llegaría años más tarde en Tucumán,
cuando finalmente, en 1816, en momentos harto difíciles para la patria hubo decisión en
declararla a pesar de la oposición de no pocos. En 1811 eran muchos menos los
partidarios de la misma, algunos por hispanófilos, porque sus intereses personales,
sociales y comerciales estaban ligados a España y temían que un cambio radical los
perjudicase. Otros, pertenecientes al bando patriota, porque consideraban que la
situación se había tornado muy complicada con el regreso de Fernando VII al trono de
España y la amenaza del envío de una poderosísima expedición que arrasaría con el
todavía débil brote rebelde. La única solución según ellos, liderados por Rivadavia, era
llegar a un acuerdo con la Corona inglesa, la que se oponía a todo arrebato
independentista puesto que por entonces pactaba una hipócrita buena relación con Es-
paña mientras maniobraba para arrebatarle el comercio en sus colonias.
Nada de esto agradaba al graduado en Chuquisaca, quien abjuraba de toda
demora o desviación del objetivo independentista, como lo manifestaba con estilo
soliviantado en sus artículos.
Muy poco tiempo pasó para que el recién llegado se ganase el odio de los
españoles y los criollos estrechamente ligados a ellos, ya que no era difícil percibir la
inquina que Monteagudo sentía hacia ellos y que siguió sintiendo a lo largo de sus agita-
dos años. Fue un tenaz y severísimo represor de sus actividades y siempre que le fue
posible los aniquiló o los expulsó. "En el primer conflicto cada español será un soldado
que aseste el fusil contra vosotros y os conduzca quizás hasta el sangriento patíbulo.
Guardaos de creer, ciudadanos, que baste para vuestra seguridad el hacerlos mudar de
domicilio; no, en todas partes son peligrosos y mucho más en esos pueblos que miran el
candor como una virtud favorita ("El Grito del Sud", enero 19 de 1813)."
No habrá de extrañar entonces que el españolísimo fray José de las Animas,
confesor de poderosos y Savonarola rioplatense, lo llamase "el réprobo".
Todo ello no hacía sino aumentar su prestigio ante los jóvenes de Buenos Aires,
aquellos que se enfervorizaban con la gesta revolucionaria y que sentían su pecho arder
de patriotismo y de ansias de lucha. Monteagudo representaba ante ellos lo que todos
ellos deseaban ser: joven y abogado, que ya había conocido más de una cárcel por su
acción levantisca, que se había probado en campos de batalla, capaz de inflamar a
quienes lo escuchaban con la convicción de sus palabras y la justicia de sus reclamos.
No fue de extrañar entonces que se le ofreciera incorporarse a la "Sociedad Patriótica",
fundada antaño por Moreno para reclutar adeptos a la causa del jacobinismo rioplatense,
y que languidecía por la falta de liderazgo.
En esa nueva tribuna arremete contra los falsos revolucionarios, de quienes se
declara feroz enemigo: "A todos he oído decir que son patriotas, pero sucede con esto lo
que con los avaros, que en apariencia son los más desinteresados y a juzgar por los
sentimientos que despliegan sus labios, se creería que el desinterés es su virtud favorita.
La esperanza de obtener una magistratura o un empleo militar, el deseo de conservarlo,
el temor de la execración pública y acaso el designio insidioso de usurpar la confianza
de los hombres sinceros; estos son los principios que forman a los patriotas de nuestra
época. No lo extrañó; el que jamás ha sido feliz sino por medio del crimen, y de la
insidia, se persuade de que hay una especie de convención entre los hombres, para ver
sólo virtuosos en apariencia".
La convicción de Monteagudo de que los peninsulares conspirarían en contra del
nuevo orden por más que en apariencia lo acatasen quedó brutalmente confirmada
cuando se descubrió que Alzaga intentaba derribar al débil Triunvirato. Lo dice Juan
Pablo Echagüe, con su ampuloso estilo: "¡Alzaga! He aquí un hombre en el cual las
desveladas sospechas de Monteagudo venían personificando, de tiempo atrás, el peligro
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tan combatido por él desde sus primeras rebeldías. El antiguo Alcalde representaba, a
sus ojos, la España intolerante y despótica, ferozmente agarrada a sus blasones y
conquistas; el engolado menosprecio con que hidalgos y títulos nobiliarios apabullaban
al criollo; el yugo sobre las conciencias, el prurito racial, el aniquilamiento de la
emancipación, la férrea mano que estrangulaba a América".
Sus prédicas, ya que sobre conspiraciones como la de Alzaga había alertado
desde hacía ya tiempo, lo hicieron merecedor de ser el fiscal en la causa criminal
instaurada contra los confabulados. Lo acompañaban en tal tarea Agrelo, a quien antes
hemos visto desempeñándose en el Alto Perú del lado hispánico, Chiclana, Vieytes e
Irigoyen, aunque a nadie le era desconocido que por apasionamiento y por capacidad
dependía del joven y bello tucumano la decisión final del Tribunal. Esta fue tomada en
un proceso que nada tiene de objetable a diferencia de otros en los que Monteagudo
interviniese más adelante; ya que te trabajó intensamente durante varias semanas y se
aquilataron con justicia las pruebas a favor y las pruebas en contra. Pero nadie dudaba,
tampoco desde el mismo principio, que siendo Monteagudo el fiscal protagónico la
condena no podía ser otra que la muerte.
Nunca. vaciló, como antes no lo había hecho en los fusilamientos de Potosí y
como tampoco lo haría luego en otras dramáticas circunstancias de la insurrección
americana, en decretar la muerte de quienes, en su criterio, eran importantes enemigos
de la revolución.
Nadie podría afirmar que ello le causara placer pero lo cierto es que Monteagudo
siempre reveló una considerable facilidad para firmar, y responsabilizarse por ello,
sentencias de muerte. Quizás había leído a Camille Desmoulins: "El verdadero patriota
no conoce periconas, solamente conoce principios". Era Alzaga, por el bien ganado
prestigio entre criollos y españoles por su corajuda actuación durante las invasiones in-
glesas, un enemigo de cuidado, como que era su mano la que había escrito en una
comunicación secreta interceptada: "Hay que colgar las cabezas de los patriotas por las
barbas de la reja de hierro de la pirámide que erigieron para perpetuar el recuerdo de la
revolución de Mayo". Eran de los complotados los cuerpos que se bambolearon en la
Plaza de la Victoria durante varios días, para escarmiento de quienes osasen levantarse
en contra del nuevo orden. Entre los ajusticiados, a pesar de su condición religiosa,
estaba fray José de las Animas, quien así pagaba no sólo su lealtad al Rey sino también
sus críticas a Monteagudo.
Bernardino Rivadavia, quien también había firmado la sentencia, pronto
reclamó: "¡Basta de sangre!". No era esa la actitud de Monteagudo, quien ya en la
oración inicial de la rejuvenecida "Sociedad Patriótica" habría proclamado: "¡Oh patria
mía!, si yo supiera que el sacrificio de mi vida había de contribuir a nuestra redención,
yo la inmolaría esta misma noche con placer; y si yo conociera que mi brazo tendría
bastante fuerza para aniquilar a nuestros enemigos, ahora mismo tomaría un puñal,
aunque mi sangre se mezclase después con la de ellos".
Nadie duda hoy, ante su memoria, que era sincero. Y que cumplió,
dolorosamente, con lo que, entonces, a muchos quizás haya parecido sólo una bravata
juvenil.
Capítulo Nueve
La independencia de ideas de Monteagudo termina por colmar la paciencia del
Triunvirato, que se siente minado en su poder por el arraigo que tienen en la opinión
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pública y decide clausurar la Gazeta de Buenos Aires el 13 de diciembre de 1811. No
pasa mucho tiempo antes de que Monteagudo funde su propio periódico, financiado con
los escasos recursos de que disponía, cuyo nombre es Mártir o libre, en el que escribirá
algunas de sus más recordables y conmovedoras páginas.
Eso sucedía en marzo de 1812, mes de importancia en su vida y en la de toda
América pues en. esos mismos días atracaba en Buenos Aires la goleta George Canning,
trayendo a bordo algunos militares argentinos. que habían recibido formación en Europa
y que venían a sustituir a aquellos tribunos que se habían visto obligados a conducir
tropas sin experiencia y sin vocación, como había sido el caso de Castelli y Belgrano.
Entre los pasajeros se encontraban San Martín, Alvear, Zapiola, Chilavert y otros.
No fue San Martín, sobrio y reservado, quien más atrajo al joven tucumano sino
Carlos María de Alvear, alguien de su misma edad, también de magnífica apostura viril
y de verba convincente, pero que lo aventajaba por provenir de una rica familia
aristocrática y por ser, en tiempos de guerra, militar.
Los recién desembarcados traían un objetivo claro: fundar en estas costas la
"Logia Lautaro", rama de la logia inglesa originada por Francisco de Mirada, el
precursor venezolano, y cuyo objetivo, era el de hacer triunfar la revolución en las colo-
nias españolas con la intencionalidad, aunque ello no era conocido por todos los
patriotas, de desviar sus comercios hacia la órbita de Gran Bretaña.
Alerta a todas las circunstancias que pudieran aproximarlo al poder y sabedor de
que sus apoyos eran escasos por su origen y por ser del interior, no tardó Monteagudo
en comprender el buen negocio de acercarse a dicha organización masónica. No le costó
hacerlo pues Alvear se sintió rápidamente seducido por ese joven brillante, apasionado,
que contaba ya con un periódico para difundir ideas y que también era el mentor, si bien
no todavía su presidente, de esa "Sociedad Patriótica" que muy pronto serviría como
fachada pública de la "Lautaro". No es difícil imaginarlos compartiendo cacerías fe-
meninas hacia las que se sentían particularmente inclinados y para las que estaban
especialmente dotados.
Poco se sabe de dicha logia, cuyo funcionamiento quedó oculto por juramentos
que obligaron, por lo menos, al Honor de sus componentes. Salvo aquello filtrado en
alguna correspondencia imprudente de Rodríguez Peña y las listas de una parte de sus
integrantes y la aclaración sobre sus finalidades que haría —bastante tiempo después—
el ya anciano general Zapiola a pedido de Mitre.
Se sabe positivamente que fue establecida en Buenos Aires entre mayo y junio
de 1812, que funcionó en domicilios privados que variaban según lo exigiera el recato
de sus tenidas, y que había cinco grados en sus componentes; en los primeros, los
neófitos eran iniciados en los principios de fraternidad y mutua cooperación; en los
superiores se los advertía de las finalidades políticas —independencia y constitución—
a cumplirse; en el último, de obedecer a sus matrices extranjeras.
Por la regla de la logia, los hermanos elegidos para una función militar,
administrativa o (le gobierno deberían asesorarse por el Consejo Supremo en las
resoluciones (le gravedad, y no designar jefes militares, gobernadores res de provincia,
diplomáticos, jueces, dignidades eclesiásticas, ni firmar ascensos en el ejército y marina
sin previa anuencia de los Venerables del último grado, que serían así el verdadero
gobierno del país. Tanto más fuerte y temible cuanto era oculto. Era la ley primera
"ayudarse mutuamente, sostener fa logia aun a riesgo de la vida, dar cuenta a los
Venerables (le todo lo importante, y acatar sumisamente las órdenes impartidas". Un
juez o jefe militar no podía castigar a un "hermano" sin aprobación de los Venerables.
La revelación de los secretos, aun de los nimios, estaba custodiada por tremendos
castigos que llegaban a "la pena de muerte por cualquier medio que se pudiera
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disponer". En caso de contrariar a la logia, la persecución y desprecio de los hermanos
lo seguirían en los menores actos de su vida en absoluto e inexorable boicot. Si quería
librarse de esta persecución y al mismo tiempo alejarse de la logia, el solo remedio era
"dormirse" —en términos masónicos—, quedando desligado del voto de obediencia
pero no de los de silencio y fraternidad.
Muchas de las oscuras e inexplicables decisiones que perturbaron nuestra guerra
de la Independencia, sobre todo cuando Posadas y su sobrino Alvear dominaron
políticamente en Buenos Aires, se debieron a leyes masónicas.
Según le dijo Zapiola a Mitre, además de Monteagudo se iniciaron el canónigo
Valentín Gómez, Gervasio Antonio Posadas, Juan y Ramón Larrea Vieytes, Nicolás
Rodríguez Peña, Nicolás Herrera, Agrelo, el presbítero Vidal, Azcuénaga, Monasterio,
Tomás Antonio Valle, el padre Argerich, el padre Amenábar, el padre Fonseca, Tomás
Guido, Manuel José García, el padre Anchoris, Perdriel, los militares Murguiondo,
Ventura Vásquez, Zufriátegui, Dorrego, Pinto, Antonio y Juan Ramón Balcarce,
etcétera, que formaron el grupo mayoritario alvearista; mientras el núcleo que estuvo
con San Martín quedó limitado al mismo Zapiola, Agustín Donato, Alvarez Jonte,
Toribio Luzuriaga, Vicente López, Manuel Moreno, Ramón Rojas, Ugarteche, Lezica,
Pinto y pocos más. Sin decidirse quedaron Tagle, Carballo, Nuñez, y otros.
Capítulo Diez
Fue Monteagudo uno de los principales impulsores de la histórica Asamblea del
año XIII, dominada por la Logia, en la que cumplió una tarea destacada, como era de
esperar, siendo uno de los redactores, sino el principal, del documento firmado por
todos los constituyentes.
Ante la inminencia de dicha Asamblea había dos bandos: aquellos que opinaban
que en la misma debía declararse la independencia de las Provincias Unidas del Río de
la Plata y aquellos que eran partidarios de postergar tal decisión para no irritar a
Inglaterra.
En la Logia Lautaro también existían estas dos facciones. A ella pertenecían la
gran mayoría de los asambleístas elegidos, por lo que la posición que se resolviera en su
interior sería la que primaría en dicha convocatoria.
Ya senil, el general Zapiola transgrede el secreto masónico y confiesa a Mitre
que entonces hubo una profunda divergencia entre San Martín y Alvear, imponiéndose
este último y obligando al primero a dejar de ser Venerable y a alejarse de la partici-
pación activa de la Logia, abandonando los roces políticos y dedicándose exclusiva e
intensamente a las tareas militares.
Alvear lideraba, con el apoyo de los viejos masones, la posición
antiindependista, con la que se solidariza Monteagudo, contraviniendo sus principios
hasta entonces sostenidos, fuese por confusión política o por haber vendido su alma a
quien le ofrecía ascender en la escala de un poder inimaginable para quien había nacido
en cuna tan humilde.
Era el mismo Alvear que escribía al canciller inglés Lord Castlereagh: "Estas
Provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su
Gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la
generosidad y buena fe del pueblo inglés, y yo estoy dispuesto a sostener tan justa
solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario que se aprovechen los
momentos. Que vengan tropas que impongan a los genios díscolos, y un jefe autorizado
que empiece a dar al país las formas que sean del beneplácito del Rey y de la Nación, a
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cuyos efectos espero que V.E. me dará sus avisos con la reserva y prontitud que
conviene para preparar oportunamente la ejecución".
Uno de los emisarios de Alvear, Manuel de Sarratea, reacciona patrióticamente,
al contacto con la cancillería británica: "En el negocio incoado —escribe a Posadas el
27 de marzo de 1815— descubro los medios de concluir nuestros negocios por nosotros
mismos, con nuestros propios elementos, sin que tengamos que confesarnos deudores
del favor de ningún gobierno europeo. Si alguno más adelante quisiera obligar nuestra
gratitud y hacer algo a favor nuestro, nos vendrá, muy bien sin duda (...) El Canciller
Lord Castlereagh nos ha honrado la otra noche en el debate de la Casa de los Comunes
con el honorífico título de 'rebeldes' y declarado formalmente que jamás se prestaría a
proteger a los de esta clase que traten de sacudir el yugo de sus legítimos soberanos. Su
Señoría y yo no tenemos las mismas nociones sobre lo que es rebeldía: yo considero al
rey Fernando como un rebelde puesto que se ha sublevado contra los pueblos, y no a
éstos que sólo se ocupan de repeler la agresión".
"Si es preciso pelean (contra una posible invasión española) —escribe a Alvear
el 3 de abril— espero que lo harán ustedes de modo que aumente algunos grados la
reputación que ha adquirido Buenos Aires (...) que sé saquen elementos de todo el país;
se levante un grito general y que todo el mundo que ha nacido en ese suelo concurra a
defenderlo, porque si no ignominia y ultraje es lo único que está reservado para sus
hijos (...) Salvemos la tierra y luego lavaremos nuestros trapos sucios."
La labor de Monteagudo como propagandista continúa siendo obcecadamente
intensa: no sólo escribe prácticamente todo el Mártir o Libre sino que también es el
nervio del órgano de la "Sociedad Patriótica”. El g rito del Sud, y como si esto no
bastase, también pone en marcha una publicación propia de la Asamblea a de año XIII.
Su apego a Alvear le confiere un reconocimiento social hasta entonces
desconocido y que lo enceguece, volviéndolo un personaje respetable, con pretensiones
de "dandy", vestido con llamativa elegancia y con actitudes soberbias, decidido a
secundar la ambición sin límites de su jefe, convencido de que el previsible avance del
aristócrata simpatizante de Inglaterra lo arrastrará también a él hacia posiciones del
mayor privilegio. El codicioso abogado de Tucumán sabía que, en el beligerante
escenario de América, la chance de un político civil era parasitar al poderoso militar de
turno. Y éste, entonces, era Alvear.
Así como Monteagudo era el único sobreviviente de diez hermanos, también.
Alvear perdió a sus seis hermanos y a su madre cuando él barco en el que viajaban fue
bombardeado por naves inglesas, :mientras que él salvó su vida porque pocos minutos
antes y sin razón aparente había pasado a la embarcación en la que se encontraba su
padre. Estas circunstancias paralelas identificaban a ambos en la seguridad de ser dos
elegidos, y que su supervivencia, seguramente decidida por Dios, se debía a que era
mucho lo que debían hacer en la Tierra.
Uno de los mayores servicios qué rindió Monteagudo a Alvear fue atacar con
dureza a Rivadavia en sus artículos, con frecuencia sin justificación, con convincentes
argumentos adornados con citas cultas extraídas de sus lecturas, entre las que se
contaban, según alguien que describió su biblioteca, una Historia del Lujo, La Vida de
Napoleón, las Máximas de La Rochefoucault, textos de Tácito, Polibio y Ovidio, la
Biblia y diversos tratados de Derecho Público.
"Muy fácil será conducir al cadalso a todos los tiranos si bastara para esto que se
reuniese una porción de hombres y dijesen todos en una asamblea: somos patriotas y
estamos dispuestos a morir para que la patria viva." Rivadavia era insidiosamente
acusado de ser débil y lento en sus medidas. "Entonces quedarían reducidos todos
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aquellos primeros clamores a una algarabía de voces insignificantes, propias, de un
enfermo frenético que busca en sus estériles deseos el remedio de sus males."
Finalmente Rivadavia y el Segundo Triunvirato caen; para ello ha sido
inestimable la tarea de injuria y descrédito llevada adelante por quien merece ser
recordado como el primer manipulador de la opinión pública, lo que hoy llamamos
acción psicológica en política. Mérito quizá no demasiado loable, pero cierto.
Sobrevendrá entonces el gobierno de José Gervasio de Posadas, Director
Supremo, investido de poderes dictatoriales, tío de Carlos de Alvear y su títere, como se
vio cuando ordena el relevo de José Rondeau del mando de las tropas que están a punto
de tomar Montevideo, para que sea su sobrino quien recoja los laureles de esa
importante victoria.
Posadas y Alvear elevan a Monteagudo a posiciones de relieve dentro de su
gobierno y al mismo tiempo le adjudican tareas de importancia en la continuidad de la
Asamblea Constituyente que se extiende hasta 1815. Es este, claro, el gobierno de la
Logia que, de acuerdo a las bases de su funcionamiento, expande su poder dentro de los
distintos estamentos de la sociedad rioplatense.
Las insensatas actitudes de Posadas y los errores políticos de Alvear, dictados
por su soberbia, sumados a que las actividades de la Logia se han hecho excesivamente
desenfadadas irritando a los ciudadanos, hacen que la situación se enrarezca hasta el
punto en que Alvear decide defenestrar a su tío y asumir él mismo, abiertamente, las
riendas del poder que hasta entonces había llevado en la trastienda.
Pero es inútil, pues finalmente todo se derrumba cuando Alvear,
imprudentemente, pretende relevar a su gran enemigo, San Martín, como gobernador de
Mendoza, enviando para ello al coronel Pringles. Esto provoca la sublevación del ejérci-
to en el motín de Fontelzuelas, que tiene eco en la capital y que finalmente logra
derribar al gobierno, sustituyéndolo por Juan Martín de Pueyrredón.
Una de las típicas actitudes de Monteagudo que tantas críticas le han valido por
parte de algunos de sus contemporáneos y de no pocos historiadores: el mismo día en
que cae Alvear, su amigo y protector, Monteagudo, en la Asamblea, vota por la elección
de un Tercer Triunvirato formado por San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y Matías
Yrigoyen.
Esa facilidad para cambiar de rumbo que exhibirá a lo largo de toda su vida
puede ser explicada como un doblez de su carácter, una obsesión acomodaticia para no
quedar nunca mal parado en relación al poder; pero también puede ser explicada por su
convicción de que era él alguien imprescindible para el proceso revolucionario y por
ende su obligación consigo mismo y con la causa patriota era no dejarse arrastrar por los
oleajes de la procelosa política rioplatense en un principio y americana más tarde.
Esta autonomía le granjeará reiterados conflictos con la “Hermandad”.
Capítulo Once
Monteagudo es hecho prisionero con otros sindicados adeptos y colaboradores
del alvearismo, entre ellos Posadas, Vieytes, Valentín Gomez y otros. Se los acusa de
estar "uniformemente comprendidos con principalidad en la fracción criminal del
ingrato y rebelde Carlos María de Alvear". Se los condena al destierro, con "destinos
ultramarinos de la Europa”, por decreto del nuevo gobierno. Berrutti, un indiscutible
testigo de la época, escribía: "Alvear es un hombre enloquecido por su ambición de
poder; perdió su honor, grados y patria, dejando un nombre de tipo no ambicioso y un
odio execrable en la ciudadanía de las Provincias Unidas".
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Monteagudo deambula durante algunos años por distintos países europeos, sobre
todo Portugal, Inglaterra y Francia, haciéndolo penosamente ya que no ha llevado
consigo fondos. A lo largo de toda su actividad pública siempre demostró una in-
conmovible honestidad no dando nunca pie a las críticas de quienes, primero en la
Argentina y en el Perú después, pretendieron acusarlo de corruptelas y de
enriquecimiento ilícito.
Durante su periplo europeo se embebe en las nuevas orientaciones políticas: el
decaimiento de los ideales republicanos que habían conducido a la Revolución Francesa
a la anarquía sangrienta, y la recuperación de orientaciones absolutistas. Esto influirá
grandemente en las nuevas ideas de Monteagudo, quien de allí en más para América
preferirá, a diferencia de lo que había hecho hasta entonces, gobiernos fuertes,
vigorosos, monárquicos o dictatoriales, que impidiesen la tendencia a la disgregación
que caracterizó a las naciones independentistas y que pusieron en riesgo de muerte su
vocación libertaria.
Ya el 27 de abril de 1812, en Mártir o Libre, expresaba su preocupación por esa
suicida vocación: "El hombre es combatido por el temor de perder lo que posee, y de no
obtener lo que desea; este estímulo sin duda es más urgente en el que ambiciona ser lo
que no es, o quizá más de lo que puede ser (...) Su primer cuidado es buscar los medios
de defensa, hacerse de partido, mostrarse a unos como virtuoso y presentar su rival a
otros como un delincuente atroz: de aquí nacen las rencillas, los chismes, las
declaraciones secretas, los rumores públicos y las desavenencias generales". Por
entonces, terminaba el artículo con una mayúscula "¡VIVA LA REPUBLICA!".
Monteagudo abrazó en Europa la causa monárquica y lo hizo, como todo en su
vida, con pasión.
Seguramente no le fue ¡fácil visitar a Rivadavia, pero alguien como Monteagudo
no tenía reparo en hacer aquello que le conviniese en el momento adecuado. Y
Rivadavia tenía excelentes relaciones y frecuente vínculo epistolar con el director
supremo Juan Martín de Pueyrredón, que tampoco simpatizaba con el tucumano.
París, 1816:
RIVADAVIA: (han sonado golpes a su puerta) ¡Adelante...! (entra Monteagudo,
desmejorado, pobremente vestido) ¿Quién es?
MONTEAGUDO: Alguien que se portó mal con usted, doctor Rivadavia, y que
todavía no tiene consuelo por eso.
RIVADAVIA: (reconociéndolo) ¡Monteagudo! ¿Qué hace usted aquí, y en ese
estado?
MONTEAGUDO: Vengo a solicitar su ayuda. aunque sé que no soy merecedor
de ella.
RIVADAVIA: Pase, siéntese. (Conversan un largo rato)
RIVADAVIA: Escribía usted muy bien, mi amigo, mejor que nadie. Pero me
parece que sus ideas fueron confundiéndose.
MONTEAGUDO: Yo anhelaba que nuestra independencia se declarase lo antes
posible y usted...
RIVADAVIA: ¿Entonces apoyó usted a Alvear quien ni siquiera dejó que la
bandera de Belgrano ondeara en el Fuerte de Buenos Aires?
MONTEAGUDO: Mi apasionamiento me llevó a equivocarme.
RIVADAVIA: Usted, como muchos más, se dejó cegar por el poder que Alvear
y su Logia le ofrecían. Quizás usted fuera sincero, quizá, pero para Alvear y otros de lo
que se trataba era de llegar al poder. Y lo lograron y yo no pude impedirlo (se levanta y
busca en su biblioteca. Lee en silencio)... "voces insignificantes".:. (insidioso). Usted
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era la más talentosa de esas voces insignificantes... la. energía no se declama, mi señor,
se ejerce.
MONTEAGUDO: No es de blando mi fama, doctor...
RIVADAVIA: No se trata de una saña fusiladora, que abate estúpidamente a
héroes como Liniers o Alzaga, me refiero a una energía bien aplicada, en el momento
justo, para derrotar al verdadero enemigo.
MONTEAGUDO: Cuando menos, podrá admitir usted, por mi miseria, que no
he lucrado con mi posición...
RIVADAVIA: No es ese el caso de su admirado Alvear, que vive como un
príncipe en las cortes europeas... Al grano, ¿qué necesita usted de mi?
MONTEAGUDO: Que convenza usted a Pueyrredón. Deseo volver al Río de la
Plata.
"Me ha hablado con juicio", escribe Rivadavia, "la experiencia debe haberle
corregido algo", y Pueyrredón cede a su solicitud. Monteagudo es autorizado para
regresar al Río de la Plata. Pero enterados sus cofrades de la Logia se dirigen al Director
Supremo exigiéndole que se impida su desembarco.
Monteagudo obra rápidamente y logra que su amigo González Balcarce,
radicado en Mendoza, quien le está agradecido por la defensa que de él hiciera luego del
desastre de Huaqui, se ofrezca como su custodio.
No es mucho el tiempo que pierde en Mendoza, y a los pocos días de llegar
cruza la Cordillera de los Andes y entra en contacto con O'Higgins y con San Martín,
quienes quedan seducidos por sus condiciones y lo incorporan a su reducido núcleo de
personas de confianza, a pesar del recelo inicial del Libertador, quien no olvida la
complicidad del joven doctor con su rival, Alveár. Pero el General era de los que ponían
la independencia y la libertad americanas por encima de todo y era lo suficientemente
astuto como para considerar a Monteagudo insustituible como político y propagandista.
Una idea de la capacidad de Monteagudo para ganarse el respeto de los
poderosos, haciéndose indispensable, la da el hecho de que es nombrado
inmediatamente auditor de guerra del Ejército de Chile, no del argentino para evitar
protestas de Buenos Aires. Pero quizá lo más notable es que el 12 de febrero de 1813,
dos meses y pocos días después de su llegada a Santiago, es el redactor de la Proclama
de la Independencia de Chile:
"Váis a proclamar la ley más augusta del código de la Naturaleza. Os váis a
declarar libres e independientes. Váis a franquear vuestros mares al comercio de todas
las naciones, que atraerán la abundancia y la cultura. Váis a abrir a nuestros hijos la
carrera del honor. Almas débiles: no creáis que este es un paso imprudente y arrojado.
El invariable sistema de España nos ha convencido en el espacio de ocho años, que ya
no hay más paz ni tranquilidad para América, que la que ella se gane por su esfuerzo y
resolución".
O'Higgins era también integrante de la Logia.
Enterado de tanta consideración hacia Monteagudo, Pueyrredón montó en cólera
y el 7 de febrero de 1818 escribe a San Martín: "Por fuera se ha dicho que usted lo
proponía para su Secretario, pero yo no puedo creerlo y estoy muy lejos de aprobarlo".
Más adelante añade: "Algunos amigos han estado aquí alarmados con la noticia de la
secretaría y recelosos de que se acercase demasiado a nosotros, iban a tratar la materia
para que Pintos escribiese a usted los inconvenientes que se presentaran. Yo por mi
parte, protesto que si él se acerca, yo me alejo". Antes ya había señalado: "Aquí son
muchos los que le odian y los que le temen. La presencia de este hombre a las
disposiciones de usted perjudicaría mucho la confianza pública que usted se ha
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granjeado. Por fin, él no debe quedar en el Ejército y usted buscará el mejor modo de
separarlo sin desairarlo".
San Martín sale del paso con elegancia respondiendo que Bernardo Monteagudo
cumple funciones en el Ejército de Chile, que cuenta con la confianza de O'Higgins, y
que eso escapa de su jurisdicción.
Capítulo Doce
Lo cierto es que el chileno y el tucumano pasaban largas horas conversando,
tanto en el despacho como en el hogar del jefe transandino, quien escuchaba can
atención las teorías políticas de su huésped, quien lo ponía al tanto de las últimas no-
vedades europeas que tan bien había conocido durante su reciente destierro. A su vez
O'Higgins se franqueaba con Monteagudo, lo hacía partícipe de las intimidades de su
tarea de gobernante, siendo frecuentes sus referencias a los hermanos Carrera, quienes
se oponían a su gestión y soliviantaban en su contra a la opinión pública,
Fue Monteagudo quien a propósito de este tema redacta una comunicación
secreta que firma el Protector de Chile, dirigida a San Martín: "Nada extraño lo de los
Carrera; siempre han sido lo mismo y sólo variarán con la muerte; mientras no la
reciban fluctuará el país en incesantes convulsiones, porque siempre es mayor el
número de los malos que el de los buenos. Si la suerte hasta ahora nos favorece con
descubrir sus negros planes y asegurar sus personas, puede ser que en otra ocasión se
canse la fortuna y no alcance el gobierno a apagar el fuego y menos prender a los
malvados. Un ejemplar castigo y pronto es el único remedio que puede cortar tan grave
mal. Desaparezcan de entre nosotros los tres cínicos Carrera, júzgueseles y mueran,
pues lo merecen más que los mayores enemigos de América. Arrójense sus secuaces a
países que no sean como nosotros tan dignos de ser libres".
Como natural consecuencia de este aprecio personal y de la valoración de su
vigor intelectual, Monteagudo se transforma en redactor de los discursos y las
proclamas de O'Higgins. Vale la pena reproducir lo leído por el jefe chileno el 12 de
octubre de 1818, de estilo inconfundible: "Los principios que todos anhelaban ver
sancionados en la nueva constitución están bien lejos de confundirse con esas teorías
que desacreditan las revoluciones y que confunden el espíritu de novedad con el espíritu
de reforma. Ocho años ha que está en marcha la revolución; los tiempos no son los
mismos y las ideas no pueden dejar de rectificarse con la experiencia. Chile es y será
libre porque el derecho une ya la fuerza, y a la fuerza la moderación y uniformidad de
sentimientos".
Monteagudo, inclinado hacia la monarquía temperada, incita a la consagración
de O'Higgins como gobernante de poderes omnímodos; ambos convencidos, como
también luego lo estaría San Martín, de que los pueblos americanos no estaban
preparados para la democracia republicana, que debían ser aleccionados en la misma y
que ello llevaría varias generaciones, y por sobre todas las cosas, que la anarquía
inherente a dicho régimen y en estas tierras era incompatible con la organización
nacional necesaria e indispensable para responder al acoso de una gran potencia europea
como era España; posiblemente aliada con otras. Primero estaba la independencia, luego
llegaría la libertad.
Idea no descabellada en esa época ya que anidó también en el alma y el
pensamiento de no pocos de nuestros patriotas, como es evidente en la propuesta que
hace Manuel Belgrano, con el apoyo de San Martín, al Congreso de Tucumán en 1816:
"Aunque la revolución de América en su origen mereció un alto concepto de los poderes
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de Europa, por la marcha majestuosa con que se inició, su declinación en el desorden y
anarquía, continuada por tan dilatado tiempo, ha servido de obstáculo a la protección,
que sin ella se habría logrado; así es que, en el día debemos contarnos reducidos a
nuestras propias fuerzas. Además, ha acaecido una mutación completa de ideas en la
Europa, en lo relativo a la forma de gobierno. Así como el espíritu general de las
naciones, en años anteriores, era republicanizarlo todo, en el día se trata de
monarquizarlo todo. La nación inglesa, con el grandor y majestad a que se ha elevado,
más que por sus armas y riquezas, por la excelencia de su constitución monárquico—
constitucional, ha estimulado a las demás seguir su ejemplo. La Francia lo ha adoptado.
El Rey de Prusia por sí mismo, y estando en el pleno goce de su poder despótico, ha
hecho una revolución en su reino, sujetándose a bases constitucionales idénticas a las de
la nación inglesa; habiendo practicado otro tanto las demás naciones. Conforme estos
principios, en mi concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas provincias
sería la de una monarquía temperada, llamando la dinastía de los Incas, por justicia que
en sí envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono".
También la sociedad chilena había abierto sus salones y sus alcobas al argentino
galante y de miradas ardorosas, y sus proezas amatorias eran comentadas entre
cuchicheos y risas ahogadas. Todo parecía ir viento en popa para Monteagudo.
Pero algo sucedió que tronchó catastróficamente esta cómoda situación: el
desastre de Cancha Rayada, que pareció dar por tierra con lo logrado por los
revolucionarios en Chile y en la Argentina.
Sobreviene entonces uno de los avatares más discutibles en vida ya que, quizá
convencido de que la catástrofe había tenido mayor envergadura de la que finalmente
tuvo, se dirigió sin permiso de sus superiores a toda prisa a Mendoza, cruzando la
Cordillera en etapas vertiginosas.
Llegado allí se enteró de que San Martín no se había suicidado, como hubo de
temer, ni su ejército estaba destrozado, gracias a la acción de Las Heras que logró salvar
el grueso de las tropas en una prolija retirada en medio de la noche.
Jamás podrá dilucidarse si esta actitud de Monteagudo se debió a la cobardía y a
su capacidad, ya revelada durante la caída de Alvear, para saltar rápidamente de bando
de acuerdo a las conveniencias, o si fue, como él lo manifestase vigorosamente hasta el
fin de sus días, una maniobra para preservar la tambaleante revolución haciéndose
fuerte en territorio argentino.
Muy distinta había sido la actitud de otros, como el coronel Manuel Rodríguez,
quien desafiando el peligro y con conmovedor patriotismo había reunido una porción
significativa de las deshechas tropas presentándose ante O'Higgins y San Martín para
defender Santiago del ataque del envalentonado enemigo.
Monteagudo se encontró entonces en una situación complicada: en Mendoza,
alejado de sus protectores quienes se sentían defraudados por su actitud, como era
evidente por la absoluta falta de respuesta a las cartas que ansiosamente les hacía llegar
desde el otro lado de la Cordillera. Había que hacer algo.
La oportunidad se le presentó dramáticamente al enterarse de que en las cárceles
mendocinas estaban alojados los hermanos Juan José y Luis Carrera, por delitos
menores y que pronto serían dejados en libertad.
Seguramente recordó entonces la carta de O'Higgins a San Martín, "un ejemplar
castigo y pronto es el único remedio...". Escribe Bartolomé Mitre: "Por desgracia para
los hermanos llegaba a Mendoza, entre los fugitivos del campo de batalla y poseídos de
los pavores de la derrota, el doctor Monteagudo, auditor del Ejército de Chile. Este
personaje; cuya figura aparece en todas las hecatombes de la revolución, terrorista por
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temperamento y por sistema, era el genio político que iba a decidir con su influencia de
revolucionario y jurisconsulto, la suerte de los presos".
Decidido a congraciarse con O'Higgins; Monteagudo se presenta ante el
gobernador Luzuriaga, quien debía su cargo a San Martín, y le manifiesta venir en
misión secreta confiada por el General.
El gobernador parece desconfiar al principio pero no pasa mucho tiempo antes
de que la seducción y la verba de Monteagudo terminan por convencerlo. Se abre así un
juicio contra quienes eran enemigos irreconciliables de San Martín y de O'Higgins.
Hacía ya años que los tres Carrera, junto a la vigorosa Javiera, su hermana,
planeaban acciones políticas, militares y hasta terroristas para desembarazarse de
quienes ellos consideraban el obstáculo para hacerse del poder en Chile y enfrentarse,
según ellos, en mejores condiciones con el invasor español.
Monteagudo se erigió, una vez más, en principal fiscal del proceso: los acusa de
un supuesto intento de fuga de su prisión mendocina. Luego de un juicio acelerado y en
muchos sentidos procesalmente cuestionable, los Carrera son condenados a muerte y la
ejecución se lleva a cabo velozmente, argumentando que "estaba autorizado en tan
terrible y extraordinario conflicto. No sólo para cumplir sumariamente la causa sino
para también proceder a la ejecución de la sentencia, sin previa consulta a la
superioridad por ser el peligro inminente".
Como Monteagudo lo anticipase, la noticia llenó de satisfacción a O'Higgins,
quien veía así despejado su camino de tan acérrimos enemigos y verdaderos obstáculos
para sus objetivos políticos como los obstinados hermanos Carrera. Tanto fue así que lo
manda llamar a Monte agudo para que regrese a Santiago y nuevamente le adjudica
tareas de gran responsabilidad en su gobierno.
Lo que quizás estaba fuera de los cálculos del tucumano era la ira que se desató
en San Martín, en primer lugar debido al engaño del que había sido objeto su fiel
Luzuriaga, cuando Monteagudo invocase su nombre arteramente. Es posible también
que, siendo Luzuriaga acólito de la Logia Lautaro, el "fusilador de Mayo", como
alguien lo llamase, haya aducido falsamente una decisión en tal sentido de la misma, lo
que explicaría su caída en desgracia con la cofradía masónica; en segundo lugar, debido
a qué San Martín, magnánimo, había prometido a Ana María Cotapos, esposa de Juan
José Carrera, la conmutación de la pena. Promesa que cumplió enviando el siguiente
mensaje a O'Higgins: "Excelentísimo Señor, si los cortos servicios que tengo rendidos
en Chile merecen alguna consideración, los interpongo para suplicar a V.E, se sirva
mandar se sobresea la causa que se sigue a los señores Carrera. Estos sujetos podrán tal
vez algún día ser útiles a la patria, y V.E. tendrá la satisfacción de haber empleado su
clemencia uniéndola al beneficio público".
Pero cuando esta comunicación llegó; la terrible sentencia hacía ya tres días que
se había cumplido, lo que fue aprovechado por los enemigos chilenos del Libertador
para acusarlo de falso y de burlarse de una viuda desconsolada.
Nótese la grandeza de San Martín, quien amnistiaba a quienes le habían dicho
lindezas como "espión asqueroso", "asalariado por los tiranos", "monstruo de
corrupción y de codicia".
Es esa actitud lapidaria, letal con sus enemigos, la que mantendrá a lo largo de
su vida Monteagudo, acorde con aquellas instrucciones que Moreno enviase a su otro
condiscípulo, Castelli, cuando éste avanzaba a la cabeza del Ejército del Norte para
asegurar la débil Revolución de Mayo: "Debe reservarse la conducta más cruel y
sanguinaria con los enemigos de la causa, la menor semi prueba de ellos, palabra,
etcétera, contra la causa debe castigarse con la pena capital, principalmente si se trata de
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sujetos de talento, riqueza, carácter y alguna opinión; a los gobernadores y militares que
caigan en poder de la causa debe decapitárselos".
Era este el eco transoceánico de Dantón: "Bebamos la sangre de los enemigos de
la humanidad, si es necesario. ¡Qué me importa mi reputación! ¡Sea Francia libre y
perezca envilecido mi nombre...!".
La ejecución de los hermanos Carrera, que aún genera polémica en Chile y en la
Argentina no sólo por la envergadura de los ajusticiados, hoy héroes nacionales del país
transandino, sino también por las graves fallas procesales, tuvo también por razón el
convencimiento del joven abogado de que ya demasiados enemigos eran los españoles,
vencedores en Cancha Rayada y amenazando invadir Mendoza, para que O'Higgins y
San Martín tuvieran también que enfrentarse con enemigos internos tan tenaces y tan
populares como los Carrera. Es muy probable que el movimiento libertario hubiera
fracasado de no haber mediado la desaparición física de los hermanos.
La prueba de que este episodio no modificó las jacobinas convicciones de
Monteagudo fue que poco tiempo más tarde, quizás atendiendo a insinuaciones de
O'Higgins, tiene participación activa en la muerte sospechosa del abogado y coronel
Manuel Rodríguez, el exaltado patriota que tan brillante actuación tuviera luego de
Cancha Rayada, y en otros momentos de la historia chilena y que, hábil demagogo y
partidario carrerino, gozaba de gran popularidad que aprovechaba para llevar a cabo
manifestaciones en contra del gobierno de O'Higgins y San Martín.
Rodríguez había sido detenido, acusado de insubordinación al mando de los
Húsares de la Muerte, regimiento por él creado y que lucía impresionante uniforme
negro.
El secretario anuncia:
—El teniente Manuel Navarro, comandante.
—Que pase —replica el coronel Alvarado. A su lado Monteagudo hace correr
las páginas de un libro, fingiendo leer. —A sus órdenes, mi comandante.
—El señor Monteagudo tiene algo para comunicarle en nombre del gobierno.
—¿Cómo está el prisionero?
—Seguro, aunque de carácter difícil.
Monteagudo contornea el escritorio y se acerca al teniente hasta ponerle una
mano comprensiva sobre el hombro.
—La patria, teniente Navarro, nos exige muchos sacrificios, que no son
solamente ponerse frente a un cañón arriesgando la vida —el coronel Navarro escucha
con atención, revolviendo una taza de té.
—Sí, señor Auditor.
—El gobierno espera mucho de usted, teniente, y si cumple le auguro un futuro
brillante en su carrera —Monteagudo mira fijo a Navarro, quien desciende sus ojos
hasta las baldosas del piso—. Se trata de Rodríguez, grave amenaza para la causa de
nuestra libertad.
Las instrucciones son llevarlo a Quillota, poniéndolo en conocimiento, según
declarase en la indagación posterior, de que el gobierno se interesaba en "la
exterminación de Rodríguez por la tranquilidad pública y la tranquilidad del ejército".
Aplicóse entonces al coronel Rodríguez la que luego sería conocida como "ley
de fugas": alentar a un preso con engaños a escaparse para entonces ajusticiarlo con
pretexto. Así se hizo en la quebrada de Til-til, y un nuevo impedimento en los planes
patriotas de O'Higgins y San Martín desapareció del horizonte.
Pero esto colmó el vaso de alguna paciencia, de San Martín o de la Logia
Lautaro, alcanzados por la crítica de una opinión pública que hacía a Monteagudo
culpable de estos desasosiegos revolucionarios y a ellos sus mentores.
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El doctor de Chuquisaca escribe entonces quejosamente: "Tremendos obstáculos
les quité del camino y sin embargo, para la Logia, tanto la de Buenos Aires como la
filial de Santiago, soy ahora un rebelde infiel a su ideología. Una especie de genio del
mal, reacio al lirismo evangélico que lo acompaña en sus empresas deba ser para San
Martín. Pueyrredón me odia. Acaso entre todos ellos han resuelto sacrificarme y
O'Higgins no da muestras de oponerse, a sus intenciones".
Capítulo Trece
Monteagudo es extraditado hacia Mendoza por decisión de O'Higgins; a desgano
y obedeciendo instrucciones; que también recibe el gobernador Luzuriaga de erradicarlo
de Mendoza y confinarlo en San Luis.
San Martín parece sinceramente enemistado, tanto como para escribir a
O'Higgins, el 30 de octubre de 1818: "Con ejemplares como Monteagudo y otros
hombres falsos como él, debe usted moderar su bondad, que lo lleva a proteger a unos
sujetos que no guardan ley con nadie y que no pueden producir otros resultados que
repetidos comprometimientos":
¿O se trató de órdenes de la Logia Lautaro, no tanto disgustada como decidida a
sacar del medio, temporaria o definitivamente, a uno de sus fieles ejecutores de las
medidas que consideraba conveniente para el logro de sus propósitos?
Es difícil, aunque no imposible, creer que Monteagudo haya obrado solamente
por propio impulso, sin el consentimiento o al menos la notificación de la cofradía.
Muchos de los hechos de nuestra historia, ya lo hemos señalado, no tienen otra lógica
que la de los designios de la Logia o la de sus luchas internas.
Cuando San Martín legó a Chile, aprovechando la desaparición de su adversario
Alvear, solicitó y obtuvo la autorización para crear y dar impulso a una filial en el país
trasandino, cuyo objetivo sería el de favorecer las propuestas de la alianza argentino—
chilena.
Difícil es, por el estricto cumplimiento del secreto de la hermandad —cuya
violación se pagaba con la vida— tener datos ciertos sobre la relación entre
Monteagudo y la Logia aunque es de suponer que fue conflictiva, pues sin duda se
trataba de un "hermano” demasiado soberbio y demasiado apasionado por la revolución
americana para imaginarlo en disciplinado acatamiento. Su pertenencia a la hermandad
le fue de provecho en ciertas etapas de su vida y en otras le significó ostracismos y
relegamientos.
La clandestinidad en que se desenvolvió esta institución secreta, lo que fue
notablemente respetado por sus miembros hasta el punto de que aún hoy se hace muy
difícil ahondar en su estudio, confunde muchos de los hechos de nuestra historia. Un
ejemplo liminar de esto es la renuncia de San Martín en Guayaquil, cuando se encuentra
con otro alto dignatario masónico, como era Bolívar, con quien juntamente habían
recibido la iniciación en Londres de manos del precursor Francisco Mi randa: nadie ni
nada parece desmentir que nuestro Gran Capitán se aparta de las lides revolucionarias
por precisas instrucciones de la superioridad de la Logia. Ello no disminuye el valor del
sanmartiniano renunciamiento en función de los intereses de la causa americana ya que
el argentino insiste, y quedar resentido porque el venezolano, hace caso omiso a sus
ruegos, en continuar sirviendo a sus órdenes.
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Monteagudo entró en San Luis a disgusto, despechado por la falta de ayuda de
quienes él consideraba sus socios, a quienes creía haber sido de gran utilidad y
mereciendo gratitud por ello.
San Luis era una bella ciudad provinciana, con una sociedad conservadora,
escasa y pequeña. Es de imaginar la convulsión que provocó la llegada de este hombre
cuyas mentas se habían extendido por todo el país, aun más allá de sus fronteras, de
gallardo porte y esbelta figura vestido como un dandy europeo, de refinadas maneras y
de cultura excepcional en esas tierras.
Se presentó ante el gobernador Dupuy con una carta de Luzuriaga, su par de
Mendoza, fechada el 10 de noviembre de 1818, en l a que se cumplía con un "hermano":
"Recomiendo a Usted al doctor Monteagudo: Es decidido y ha sufrido bastan te por la
causa. En el asunto de los Carrera le traté más inmediatamente y le vi muy
recomendable. Ignoro las causas de su presente situación, pero debiendo respetarlas mi
recomendación no quiero se entienda comprometer a Usted y sí a cuanto pueda aliviar y
consolar su estado actual". Dicha amabilidad no se condecía con la comunicación
secreta que el mismo Luzuriaga enviase a O'Higgins: "Contesto su apreciable en que me
impuse de la medida de Monteagudo: lo he hecho pasara a San Luis, por de pronto,
desde Uspallata. Estos bichos siempre son bichos...".
El gobernador puntano al principio receloso fue ganado por las dotes del recién
llegado, quien lo deslumbraba con sus anécdotas, sus teorías y sus predicciones.
Fue en San Luis donde Monteagudo vivió una de las relaciones amorosas más
consistentes en su vida de mujeriego que nunca llegaba a consolidar una relación más o
menos estable y estrecha con alguna dama. Podría decirse, a riesgo de caer en la
cursilería, que Monteagudo estaba casado con la revolución americana, o con la
ambición de protagonizarla, y que a ella dedicaba todas sus pasiones y todos sus
fervores.
Era esta una mujer de la sociedad puntana de belleza antológica, que cautivó al
recién llegado como un flechazo. Sin embargo algo se interponía en su deseo, en el
deseo de alguien que no estaba acostumbrado a postergar sus ambiciones: la niña se
hallaba comprometida con un militar español confinado en la ciudad.
Integraba un grupo de oficiales de alta graduación al servicio del rey de España,
entre ellos algunos de los jefes derrotados en Maipú, que fueron generosamente
recibidos en San Luis como personas de prosapia, que circulaban con absoluta libertad y
que se relacionaron con los más encumbrados pobladores de la ciudad. Entre ellos
estaban el ex presidente de Chile, Marcó del Pont, el teniente general Bernedo, el
brigadier Ordoñez, el coronel Primo de Rivera, el coronel Morgado y otros.
Para un político de acción como Monteagudo los tiempos puntanos fueron de
ansiosa quietud, lo que enardece sus reclamos a O'Higgins: "Usted conoce bien las
causas de mi actual desgracia. Yo contaba que estando el país bajo la protección de
usted estaría seguro del influjo de mis enemigos, pero mi esperanza ha sido vana: la
fatalidad de los tiempos quiere que no haya ninguna garantía para quien tiene enemigos
poderosos".
Margarita Pringles, que así se llamaba la damisela que había perturbado el
corazón de Monteagudo, era hermana de quien luego fuera uno de los próceres máximos
de nuestras guerras independistas, el valentísimo coronel Pringles. A pesar de sus hasta
entonces infalibles ceremonias de seducción, que el doctor chuquisaqueño había ido
perfeccionando a lo largo de su agitada vida sentimental, Margarita no se rendía a sus
pies. Indiferente ante quien hizo decir a alguien que poco simpatizaba con él, Vicente
Fidel López: "Llevaba el gesto siempre sereno y preocupado, la cabeza algo inclinada
sobre el pecho pero la espalda y los hombros tiesos. Tenía la tez morena y —un tanto
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biliosa, el cabello renegrido do y ondulado, y la frente espaciosa y de una curva
delicada, los ojos negros y grandes, entrecortados por la concentración natural del
carácter y muy poco curiosos. El oval de la cara aguda, la barba pronunciada, la voz
gruesa sin ser orzada, la boca firme. Era casi alto, de formas espigadas, la mano
preciosa, la pierna larga y admirablemente torneada, el pié correcto como el de un
árabe. Sabía bien que era hermoso y tenía orgullo en esto como de sus talentos".
Es el arrogante brigadier Ordoñez, hidalgo de prosapia hispánica, derrotado en
Maipú, quien se ha adueñado del corazón de su amada. El mismo que comunicara a San.
Martín su agradecimiento por "las inmensas atenciones de su finísimo jefe, el señor don
Vicente Dupuy".
Mala suerte la del Brigadier: se había ganado el odio de Monteagudo.
Durante las largas pláticas que sostiene con Dupuy, éste escucha con avidez los
consejos del joven fogueado ya en la revolución americanista y en varios países, que a
pesar de sus cortos años ha conocido ya la gloria y el infierno, quien mucho ha leído y
mucho ha aprendido en su contacto con importantes figuras de América y de Europa.
Termina el gobernador por convencerse de aquello que pregona su huésped y que había
escrito años antes en el El Grito del Sud: "A los españoles no se les puede tener
conmiseración, pues cualquier debilidad será aprovechada para dar el zarpazo". España
es la enemiga y el espectáculo de sus jefes paseándose libremente por San Luis y
sosteniendo estrechas relaciones con la sociedad puntana es algo que irrita su
sentimiento revolucionario.
Pronto se dicta la medida de que los confinados serían sometidos a un régimen
de mayor severidad y que deberían permanecer en sus celdas durante las noches.
Monteagudo era leal a aquello, que alguien contestase a Sócrates: "La virtud del hombre
consiste en cumplir a conciencia sus deberes de ciudadano, en hacer bien a sus amigos,
mal a sus enemigos, y cuidar que no le suceda otro tanto".
A pesar, o a favor de lo calmo de su vida, Monteagudo no puede evitar un
profundo mal humor. Es esto lo que refleja el agente chileno Luis María Irizarri, amigo
de O'Higgins y de paso por San Luis, quien recomienda no irritar a quien posee más de
una secreta clave política y lo alerta sobre lo arriesgado de mantenerlo quejoso. "Quizás
—escribe Irizarri— algún día nos pesará el chasco que le dimos cuando menos lo
esperaba".
El desdén de la señorita Pringles aumenta su inquina hacia los españoles. Ha
convencido a Dupuy de que su caída en desgracia es sólo una fachada urdida por San
Martín y por O'Higgins para protegerlo de sus enemigos; y que sigue gozando con el
privilegio de su confianza. Ardides como éste, frecuentes en él, conminaban al
gobernador puntano a hacer méritos ante quien podría favorecerlo o hundirlo en el
concepto de las máximas figuras políticas, por lo que atiende a todas sus sugerencias.
Entre ellas, la de ir apretando el torniquete a los enemigos confinados, a quienes poco a
poco va cercenándoles las facilidades de las que antaño gozaban. Hasta se les ha
prohibido enviar y recibir cartas, y sólo pueden ver el sol en horario restringido. Esto,
inevitablemente, llevará a un estallido de violencia, quizá maquiavélicamente buscado y
fomentado por Monteagudo.
Una tórrida tarde de verano, mientras el desprevenido gobernador cebaba
algunos mates en su despacho, su edecán le anuncia que una delegación de los oficiales
españoles desea verlo. Convencido de que se trataría de otra queja por el trato
cambiado, a las que últimamente había ido acostumbrándose, Dupuy los recibe con
desgano y les ofrece asiento.
En ese mismo momento el capitán Carretero se le echa encima, puñal en mano,
arrojándole varios puntazos que por milagro no lo alcanzaran. Su ayudante es muerto de
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inmediato y se escuchan los pasos en tropel de los otros oficiales españoles que se
desparraman por la Casa de Gobierno con la intención de adueñarse de ella, hiriendo y
matando a todos los que se oponen a su voluntad.
Dio la fortuna que cerca se encontrase el coronel Pringles al mando de una
partida que de inmediato acudió en ayuda del gobernador y de los pocos que lo
acompañaban, y luego de una encarnizada y sangrienta batalla puso fin al motín. Este
estuvo cuidadosamente planeado y uno de sus objetivos era asesinar al odiado
Monteagudo y luego proveerse de armas, de caballos y de vituallas, para cruzar la
cordillera y sumarse nuevamente al ejército realista.
El pueblo de San Luis también participó de la represión echándose a las calles en
busca de los pocos prófugos que intentaron escapar y linchándolos.
Era esta otra oportunidad para que el doctor Monteagudo, graduado en la
prestigiosa universidad alto peruana, se erigiese en fiscal de los reas. Su dictamen, no
podía ser de otra manera, fue drástico y todos menos uno fueron ajusticiados. Quien se
salvó de la pena capital impuesta, por especial pedido de la llorosa Margarita Pringles,
que no vaciló en echarse a los pies de quien podía disponer de vidas o muertes, fue el te-
niente primero Juan Ruiz Ordoñez, apenas un adolescente y sobrino del novio de
Margarita, el brigadier Ordoñez.
No hubo necesidad de pasar por las armas a éste, pues murió degollado por
mano anónima durante la intentona. Dícese que cuando Monteagudo lo reconoció, casi
hundido en el charco de su propia sangre, exclamó: "Pobre mi Margarita", aunque en su
rostro seguramente fue difícil encontrar una sincera expresión de pesar.
Uno de los viajeros ingleses que entonces recorrían América, quizás agentes
encubiertos, cuenta en sus "Memorias" que, cierta vez, paseando con Bernardo
Monteagudo por las desiertas calles de San Luis, éste le expresó en un casi perfecto in-
glés, señalando un ángulo de la plaza principal: "Vea, mister Haigh, allí en ese lugar,
fue donde hice fusilar a los godos".
También le contó que su clemencia con Juan Ruiz Ordoñez no había ahorrado a
éste una declaración de culpa más allá de toda verdad, que lo hubiese hecho merecedor
de la pena capital, y que siendo pública, lo cubrió de oprobio por el resto de sus días,
comportando lo que él mismo llamó "una verdadera muerte civil". El inglés confiesa
que sintió un escalofrío pensando que se encontraba al lado de un hombre
verdaderamente cruel, a pesar de sus maneras encantadoras.
No en vano el nombrado Irizarri escribía a O'Higgins, refiriéndose al tucumano:
"Nunca está de más encender una vela a Dios para que nos haga bien y otra al Diablo
para que no nos haga mal". El mismo diablo que antes de despedirse de Haigh le pide
cortésmente que le facilite en préstamo un libro con las baladas gaélicas de Ossian...
Nunca se sabrá si antes de la partida hacia Mendoza, llamado por San Martín
nuevamente, Margarita Pringles y Bernardo Monteagudo se despidieron. Pero allí
quedaba una de las pocas mujeres que parecieron conmover los cimientos sentimentales
de ese hombre muy poco dispuesto a perder el tiempo con la tranquilidad de relaciones
sinceras y profundas. Aunque no es de extrañar que justamente haya podido enamorarse
de quien nunca se rendiría ante sus lances.
Capítulo Catorce
Las voces de mando de Cochrane, el almirante de la escuadra, a bordo de la
O'Higgins se escuchan a lo lejos impartiendo la orden de zarpar. En el puente de la San
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Martín, el Libertador argentino, conmovido, se aferra a la balaustrada guardando sus
pensamientos. A su derecha, jovial y optimista, el mismo de quien en su carta a
O'Higgins, no hacía mucho tiempo atrás había opinado: "A los que alguna vez fueron
malos, como Monteagudo, debemos tenerlos siempre alejados del lugar donde puedan
dañar y no creerles más protesta que no les arranca el escarmiento, sino la necesidad".
Pero San Martín era un militar de talento y sabía que hombres como
Monteagudo eran imprescindibles. Por eso nuevamente lo llamó a su lado y lo gratificó
con el cargo de Auditor General del Ejército Argentino. Sabía que por delante lo
aguardaba una epopeya en la que las batallas no se ganarían solamente en el campo sino
también en las ideas. Nadie superaba a Monteagudo en ese sentido, por su capacidad de
ser apasionada y racionalmente convincente, de extraer de su mente, de sus libros y de
su pluma los argumentos necesarios para justificar cualquier empresa.
El flamante Auditor habría a lo mejor conversando con Moreno sobre
propaganda política, sumergidos en la penumbra de las fondas de Chuquisaca. No en
vano el primer Secretario de la Junta de Mayo había dado instrucciones a Castelli: "Se
montará una oficina con seis u ocho sujetos que escriban cartas anónimas, fingiendo, o
suplantando nombres y firmas para sembrar la discordia y el desconcierto, dándose a
indisponer los ánimos del populacho contra los sujetos de más carácter y caudales
pertenecientes al enemigo". El Plano de Operaciones moreniano se ocupaba también de
la prensa: "Debe dar noticias muy halagüeñas, lisonjeras y atractivas ocultando en lo po-
sible los casos adversos y desastrados, porque aunque algo se sepa a lo menos que la
mayor parte de la gente no las conozca. Las derrotas se disimularán con el colorido más
aparente, y en la semana en que haya de darse al público alguna noticia adversa, el
número de gazetas a imprimir será muy escaso. En cuanto a la prensa extranjera, se
evitarán los papeles perjudiciales, los que deben secuestrarse".
San Martín también apreciaba el creciente y vigoroso espíritu americanista de
Monteagudo, quien cada vez más pensaba en términos de la Patria Grande, más allá de
las fronteras de su Argentina natal a la cual nunca más regresó, no porque no guardara
hacia ella un nunca desmentido amor filial, sino porque los vientos libertarios lo
arrastraron hacia donde se jugaba el destino americano, que era donde, tal como lo
escribiese en varias oportunidades, se dirimía la independencia de cada una de esas
naciones, entre ellas la suya.
Es Monteagudo quien redacta las proclamas que San Martín leerá a los soldados
a partir de Valparaíso, y las que también dirigirá a los pueblos del Perú. En la primera:
"Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino y sólo falta que el valor consuma la hora
de la constancia. Acordáos de que vuestro gran deber es consolar a la América, y que no
venís a hacer conquista sino a libertar pueblos. Los peruanos son nuestros hermanos:
abrazadlos y respetad sus derechos como respetasteis los de los chilenos después de
Chacabuco ..:". En cuanto a la segunda: "El último virrey del Perú hace esfuerzos para
prolongar su decrépita autoridad. El tiempo de la opresión y el esfuerzo ha pasado. Yo
vengo a poner término a esa época de dolor y de humillación...".
Para emprender la expedición, San Martín ha debido desobedecer al gobierno de
Buenos Aires, quien lo instruía para poner sus tropas a su servicio para reprimir alguna
revuelta intestina, incorporándolo a una absurda coreografía de envidias y recelos que
iban conformando una nefasta guerra civil. El Gran Jefe se negó a ello, sabiendo que
fomentar con su intervención el desorden de las Provincias Unidas sólo serviría para
aniquilar definitivamente el movimiento revolucionario, cuyo éxito era su insobornable
prioridad.
La flota que había partido de Valparaíso desembarca por fin en El Callao, y las
tropas libertadoras se dirigen hacia Lima, entre la euforia de los pobladores que las
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reciben con un entusiasmo que luego irán perdiendo, con el correr del tiempo, hasta
transformarse en mayoritaria repulsa y conspiración.
El derrumbe de la resistencia española se debió entre otras razones a la exitosa
"guerra de zapa" llevada a cabo por Monteagudo como secretario de Guerra. Uno de sus
instrumentos para ello, no podía ser de otra manera, fue la palabra impresa.
A instancias suyas, entre el equipamiento bélico que la expedición llevó por mar
hasta el Perú, se contaba con una imprenta en la que rápidamente comenzó a editarse El
Boletín del Ejército, donde él mismo relataba las contingencias de la expedición,
haciéndolo siempre en un tono optimista y transmitiendo convicción de la victoria. Fue
allí donde no sólo los propios soldados sino también los enemigos pudieron leer que el
virrey de la Pezuela, sustituto del virrey Abascal, había enviado un oficio al General de
los Andes proponiéndole un armisticio, lo que evidenciaba su debilidad. No se
equivocaba Monteagudo al suponer que noticias de este tipo provocarían una honda
desmoralización en las filas enemigas.
La suerte vino en su ayuda cuando el 22 de octubre de 1820 fallece el auditor
general de Guerra, Antonio Alvarez Jonte, ofreciéndole de inmediato San Martín ocupar
tan importante cargo. La designación fue recibida con alborozo por O'Higgins, lo que
demuestra la magnífica relación que Monteagudo sostenía con ambos, quienes también
lo promovieron simultáneamente al grado de Coronel del Ejército.
Es innegable que en la "guerra de zapa" tan hábilmente conducida por
Monteagudo también influyeron decisivamente las redes subterráneas construidas por la
Logia Lautaro, que iba ganando adeptos en los lugares antes de que las tropas llegasen y
que creaban el ambiente favorable para sublevar las poblaciones y disminuir o impedir
la resistencia armada.
En El Boletín, Monteagudo va dejando constancia de sucesos de la expedición:
los brillantes triunfos navales que despejaron el Pacífico para la acción revolucionaria,
la deserción del batallón "Numancia" con el teniente coronel Heres y sus seiscientos
cincuenta soldados, en su mayoría colombianos, que se pasaron con armas y bagajes al
ejército patriota; la sublevación de Trujillo a cuya cabeza estuvo su intendente, el
marqués de Torre Tagle, persona que respondía a Monteagudo y llamada a ocupar
lugares de privilegio.
No era fácil esa tarea propagandista con los pobres medios con que contaba. De
ello se quejaba en una carta a O'Higgins: "La maldita imprenta me da infinito quehacer,
se ha descompuesto en los días pasados con las continuas mudanzas y no puedo
publicar ni la centésima parte de lo que ocurre. Lo siento en extremo porque es preciso
confesar que hasta ahora todo se ha hecho con la pluma".
Capítulo Quince
A pesar de las continuas deserciones de las tropas realistas y de la desazón en la
que a favor de la acción de zapa se hundía la población prohispánica del Perú, algunos
contratiempos de importancia se abatieron sobre la expedición libertadora. Uno de ellos
fue el desencadenamiento de una peste que tuvo a maltraer a soldados y a oficiales,
provocando muchas bajas por muerte e invalidez, además de una peligrosa merma de la
moral combativa.
Monteagudo fue designado por San Martín para tan ardua tarea, en la que
demostró mérito, organizando acertadamente los hospitales de campaña, la provisión de
los medicamentos necesarios, las medidas de higiene para potabilizar el agua y sanear
los alimentos, desplazándose incansablemente entre los enfermos para consolarlos,
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arengarlos y levantarles el espíritu. Por fin la plaga fue amainando. Y nuevamente fue
posible priorizar los planes de conquista.
Sabedores de que la victoria está próxima y que tareas de gobierno se
aproximan, crece en San Martín y en Monteagudo la convicción de que un sistema
republicano y democrático sería nefasto en un pueblo con tendencia al desorden como el
peruano. Es por ello que cabildean la posibilidad de una monarquía constitucional, que
tan nefastas consecuencias políticas les traerá.
Así, el 30 de mayo de 1821, el segundo d los nombrados publica en El
Pacificador, diario fundado para sostener los ideales del Ejército Libertador, un
brevísimo artículo que se supone remitido por un lector: "Muy Señor mío: por casuali-
dad ha llegado a mis manos un periódico que actualmente se publica en Londres con el
título de “Censor Americano". En ese ejercicio de ventrilocuismo, que disimula una
intención de sondear la reacción de la gente, Monteagudo continúa: "El proyecto de
Monarquía en Buenos Aires ha llamado la atención del público. Que este proyecto no es
más que la renovación de otro más antiguo en aquella parte del Nuevo Mundo, lo
acreditan los documentos publicados. Que tiene muchos y poderosos partidarios lo
aprueban las resoluciones de todo un Congreso. Que todo hombre que sabe leer y
escribir, que conoce su país y que desee el orden prefiera una Monarquía a la
continuación de una inquietud y confusión, es muy natural. Que los enemigos de la paz
y de la tranquilidad del Estado sean también los enemigos de este proyecto, parece
indisputable Nadie puede dudar que en Europa y otros mundos civilizados se hallan
interesados en la tranquilidad de aquel país. Que Príncipe sea de esta casa, o de la otra,
es cuestión más propia de los diplomáticos que de los políticos. Los intereses de cada
pueblo en particular no son los de todo el mundo, pero tampoco son inconciliables todos
ellos entre sí".
Tomás Guido, en sus escritos de mucha tiempo más tarde, afirmaba que quien
inducía a pensar de esta manera a San Martín era "su célebre ministro Monteagudo".
Ministro célebre, entre otras razones, por el eficaz hostigamiento del enemigo a través
de la difusión de las ideas del ejército patriota.
Así lo señala García del Río en su correspondencia con O’Higgins: "La verdad,
es el fenómeno más extraordinario de la guerra: derrotar a un ejército poderoso con la
fuerza sólo de la opinión sostenida con ardides bien manejados. A nosotros mismos nos
admira haber concluido un negocio al estado en que se hallan, sin adoptar una ofensiva
de guerra".
San Martín entra finalmente en Lima, el 10 de julio de 1821, y allí comenzará
una importante tarea de gobierno de Monteagudo, como primer ministro. Desarrollará
una actividad febril, rigurosa, plena en ideas que, como es constante a lo largo de su
vida, le ganará acérrimos enemigos y encendidos partidarios.
El protector, como se lo designó a instancias de la Logia y por recomendación de
Monteagudo, prefirió ocuparse de los temas militares delegando en su colaborador los
temas civiles y administrativos. No deseaba San Martín, sinceramente, hacerse cargo del
gobierno en Lima, pero fue obligado a ello por sus partidarios en la esperanza de que el
prestigio por él ganado sirviera para contener el desorden que imperaba en todo el
territorio. Tampoco le gustaba mucho la rimbombancia de “Protector de la
Independencia del Perú", pero fue convencido de que ello facilitaría las cosas en un país
tan hecho a las pompa y a los títulos. De allí en más todos sus esfuerzos estarán
dirigidos a coordinar con el otro gran Libertador de América, Simón Bolívar, los
esfuerzos finales para expulsar definitivamente a los españoles del territorio americano.
Lo que él y Monteagudo tenían en claro era que "Lo primero es asegurar la
Independencia, después se pensará en establecer la libertad sólidamente". Esta actitud
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originó los primeros roces con la población peruana, ya que los argentinos que no
podían dejar de ser vistos como extranjeros, demostraron una excesiva voluntad de
dominio y de concentración de poder en sus manos. Para amortiguar, inútilmente, este
sentimiento, San Martín formó un primer gabinete americanista con Monteagudo, quien
ocupó la Secretaría de Guerra y Marina, con García del Río, ecuatoriano, como ministro
de Gobierno, e Hipólito Unanúe, peruano, como ministro de Hacienda.
Esto no bastó para calmar a quienes desde el primer momento conspiraron en
contra de los nuevos gobernantes, favorecidos por la firmeza de algunas medidas mal
recibidas en sectores influyentes como por ejemplo la expropiación de los bienes a
todos los ciudadanos españoles. "Bien conocéis el estado de la opinión. Entre vosotros
mismos hay un gran número que acecha y observa nuestra conducta, Yo sé cuanto pasa
en lo más recóndito de vuestras casas. Temblad si abusáis de mi indulgencia. Sea ésta la
última vez que os recuerde que vuestro destino es irrevocable y que debéis someteros a
él", proclamaba San Martín con el estilo inconfundible de su Secretario de Guerra y
Marina. También se expulsó al octogenario arzobispo de Lima, Las Heras, y para
premiar a sus soldados, se acordó que se repartieran a los jefes y oficiales del ejército
libertador quinientos mil pesos en fincas confiscadas a los españoles y que a los
soldados se les diera tierras en las provincias que eligieran de residencia, creando
inevitables resquemores.
Muy pronto Monteagudo desplaza a García del Río y ocupa también la cartera
de Gobierno, concentrando el poder político en sus manos, a favor también de que San
Martín, demasiado sensible a ingratitudes y enconos, prefiere apartarse de los vericuetos
de la vida pública.
Otra de las dificultades que hubo que enfrentar fueron las actitudes díscolas,
levantiscas del almirante Cochrane, quien se sentía llamado a responsabilidades
mayores que la de ser simplemente el jefe de la Escuadra.
Se había permitido aconsejar a San Martín, a favor de su inquina con
Monteagudo: "No vaya a creer que es su persona sino la nobleza de sus actos la que le
conquistará el amor de la humanidad. No vaya a creer que un Protector puede llevar a
término sus grandes proyectas sino procede recta y honradamente", el mismo día en que
el Jefe era ungido Protector. "Los aduladores son más peligrosos que las serpientes más
venenosas", apostrofaba el Almirante de las islas británicas, inquieto porque su
tripulación, tan mercenaria como él mismo, no había aún recibido el botín que
justificase sus desvelos.
Los peruanos que lo escuchaban, veían en el Almirante al posible recambio de
ese San Martín que parecía demasiado dominado por el petulante Monteagudo, a quien
últimamente, se decía, se le había ocurrido la descabellada idea de juntar firmas para
nombrar a San Martín Rey del Perú. Enterado de estos rumores, el Ministro de
Gobierno y de Guerra y Marina mandó investigar y prender a quienes recorrían las casas
con el pliego a firmar en una maniobra tendiente a desacreditar a los argentinos.
Pero si lo de la firma fue una patraña opositora, no lo eran los planes del "rey
José", como habían comenzado a llamarlo los limeños; en voz baja: "Es necesario que
las instituciones que se den a los pueblos estén en armonía con su grado de instrucción;
educación, hábitos y género de vida, y que no se les deben dar las mejores leyes, pero sí
las más apropiadas a su carácter, manteniendo las barreras qué separan las diferentes
clases de la sociedad para conservar la preponderancia de la clase instruida y que tiene
que perder".
La mala recepción de estas ideas por parte de la ciudadanía fue bien aprovechada
por sus enemigos como Riva Agüero, García Carrión y, claro, el almirante Cochrane.
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Monteagudo acusaba al Almirante de estar al servicio de Inglaterra, de ser un
agente de la rubia Albión, de trabajar para que América cayera en las garras de otro
imperio. También en sus artículos, a veces firmados con nombre figurado o fingiendo
cartas apócrifas de lectores, le hacía cargos de corrupción, de haberse quedado con
fondos destinados a armamentos o equipamientos de sus naves.
Pero era a él, al Ministro del Gobierno de San Martín, a quien la opinión pública
consideraba hombre de aprovecharse de su cargo para enriquecerse. Corrían rumores,
azuzados por agentes al servicio de España y de Inglaterra, de que los grifos de su casa
eran de oro, que la bañera era de mármol de Carrara, que en su palacio se llevaban a
cabo orgías interminables. "Estos porteños pretenciosos se creen que el Perú es su estan-
cia y los peruanos sus peones", murmuraban en los hogares, fondas y saraos.
U'Leary, agudo observador que no puede ser calificado un partidario de
Monteagudo; y que lo conoció en profundidad, dijo: "El corto período de su
administración puso en evidencia sus grandes dotes de estadista y el vigor de su carácter
resuelto. Era tanta su consagración a sus públicos deberes, que a pesar de sus hábitos
afeminados impulsó no sólo los negocios militares sino todo el complicado mecanismo
del gobierno, y en medio de las atenciones que el nuevo mecanismo requería, halló
tiempo para consagrarse al embellecimiento de la capital y al modo de extirpar abusos
perjudiciales y deshonrosos al estado de la civilización y la moral. La política de
Monteagudo puede haber sido imprudente, y fue a una edad prematura, pero lo presenta
como a un hombre superior a sus contemporáneos".
La palabra "afeminado", de este párrafo alude, en la aceptación de su época, en
quien siempre demostró ser un macho de altura, a los hábitos hipersofisticados de quien
vestía con terciopelo y se adornaba con perlas en el ojal, de quien gustaba usar corbatas
de seda y calzado de charol, de quien se sabía bello y que gustaba de seducir, de quien
se sabía influyente y jugaba con la envidia ajena. También Ricardo Rojas se ocupó del
tema: "Le dijeron también sibarita, porque se bañaba diariamente, se pulía las uñas,
gustaba del buen vestir y los perfumes, y esto causaba espanto donde la incuria de la
propia higiene y decoro constituía al tradición colonial".
Hábitos que Monteagudo había adquirido durante su extrañamiento europeo y
que, imprudentemente, daban pábulo a las leyendas que se tejían en su contra. Lo
mismo había sucedido con Belgrano, según relata el austero general Paz en sus
Memorias: "Inglaterra había producido un tal cambio en sus gustos, en sus maneras, y
aún en sus vestimentas, haciendo de los usos europeos demasiada ostentación, hasta el
punto de resultar chocante para las costumbres nacionales".
La verdad de los hechos indica que la obra del gobierno de San Martín y
Monteagudo fue fructífera: se creó la primera Escuela Normal de Lima; también la
Biblioteca Nacional, a. la que tanto San Martín como Monteagudo donaron parte
importante de su bibliotecas personales; se estableció la libertad de vientres, provocando
un fuerte perjuicio económico a sectores con poder; se mejoró el oprobioso sistema
carcelario de estilo hispánico; se abolió la mita y todas las formas de explotación del
indígena; se combatió el juego, lo cual generó un agudo disgusto de algunas de las más
encumbradas personalidades limeñas, ya que era ésta una costumbre fuertemente
enclavada en su idiosincrasia; se creó también la Sociedad Patriótica de Lima, a favor
de la acendrada convicción de Monteagudo de que la ignorancia era aliada de la
esclavitud, y de que la dominación española había restringido todas las posibilidades
educativas en la ciudadanía para evitar el razonamiento liberador.
Como primer ministro del Protectorado se consideró a sí mismo el presidente
natural de dicha sociedad y a su cargo estuvo la oración inaugural: "Las luces dan al
hombre el poder de dominarse a sí mismo, y de dominar en cierto modo a la naturaleza;
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ellas hacen que desaparezca ese tremendo fantasma de la casualidad a que atribuyen, los
que no piensan, la mayor parte de sus males, y descubrir un nuevo teatro, en que lo
natural es ser feliz, cuando se conocen los obstáculos juntamente con los medios de
vencerlos".
Pero una de las finalidades que había conferido a esta Sociedad Patriótica,
distinta a la rioplatense, era la de ir convenciendo a sus asociados de la necesidad de un
gobierno fuerte que se opusiera a la anarquía, de una monarquía temperada que tuviera
como objetivo principal la independencia, a través de la ordenada unión de esfuerzos,
para luego recién abrirse a la caótica algarabía de la democracia republicana.
Los enemigos de San Martín, que iban creciendo en número y en influencia,
tomaron la torpemente abandonada bandera de la democracia para oponérsele, en
especial José Justino Sánchez Carrión, hermano de gran predicamento en la Sociedad y
cabeza de un partido opositor, quien encontró también motivo de mofa y escarnio
cuando Monteagudo implantó en Perú "La Orden del Sol", en octubre se 1821, para
distinguir a los ciudadanos dignos y virtuosos, a aquellos que hubieran hecho más por la
Independencia de América. Es decir para los leales al Protectorado.
Pero los fastos que la acompañaron dieron pábulo a las sospechas de que se
trataba de entronizar a una nueva aristocracia, a una moderna nobleza surgida de la
lucha por la independencia. El trato que les correspondía era de “Honorables Señores"
para unos y de "Señorías" para otros.
Como es de imaginar, los excluidos y los antiguos nobles montaron en cólera y
encontraron campo fértil para las críticas. El sentido aristocratizante, que irritaba al
partido patriota que presumía de republicano, era obvio en la circunstancia de que
dichas distinciones eran hereditarias y se transmitían a hijos y nietos sus beneficios. El
fin perseguido, como Monteagudo lo reconociese en sus Memorias, era “restringir las
ideas democráticas; bien sabía que para traerme al aura popular no necesitaba más que
fomentarlas; pero quise hacer el peligroso experimento de sofocar en su origen la causa,
que en otras partes nos había producido tantos males”.
Peligroso experimento que mereció la dura reprobación de ese panegirista
sanmartiniano y gran historiador que fue Bartolomé Mitre: "Monteagudo, su inspirador,
que de demagogo exaltado había pasado a ser conservador ultra y después monarquista
de oportunismo; talento más brillante que sólido y de más superficie que fondo, con
espíritu más sistemático que lógico, con ideas propias y teorías incoherentes asimiladas
que aplicaba esporádicamente según sus impresiones, sin tener en consideración los
hechos superiores que las dominaban (...) San Martín y Monteagudo estaban ciegos”.
Fueron enviados a Europa ministros plenipotenciarios, García del Río y Diego
Paroissien, con el objetivo de, mancomunadamente con los enviados del Río de la Plata
y Chile, entrar en contacto con las monarquías europeas para encontrar alguna salida al
proyecto de instaurar un régimen conjunto que al mismo tiempo no comprometiese la
independencia de cada una de las colonias. Pero ni siquiera lograron convencer a los
que hubiesen sido sus aliados americanos...
Capítulo Dieciséis
La situación se agravó con el decreto del 3 de enero que prohíbe los juegos de
azar bajo el concepto de que "de nada valdría haber hecho la guerra a los españoles si no
se trataba de extirpar los vicios que nos legaran", como escribiese Monteagudo. Pero los
juegos de azar eran para los peruanos, especialmente para los limeños, mucho más que
una diversión: eran parte de su vida y de su cultura, en especial las riñas de gallos que
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movilizaban grandes cantidades de dinero que iban a dar a los bolsillos de personajes
acomodados de la sociedad. Al punto tal que la prohibición fue burlada inclusive por el
Marqués de Torre Tagle, en cuya mansión se hicieron reuniones de juego clandestinas.
Moviéndose en terreno conocido, para ganarse el favor femenino, Monteagudo
decretó que debía premiarse “El Patriotismo de las Ilustres Peruanas”, considerando que
merecían distinciones que hasta entonces sólo se habían acordado a los hombres, "pues
tenían soportados sufrimientos y vejámenes de toda clase por su valiente adhesión a los
patriotas". Esto está en línea con aquel artículo de años atrás en La Gazeta de Buenos
Aires, donde elogiaba el importante papel que las mujeres desempeñarían en la lucha
por la Independencia.
Lo cierto es que las doncellas y damas continuaron ocupando un aspecto de gran
importancia en la vida de Monteagudo, quien también en Lima supo ganarse el favor de
ellas, siendo protagonista de varios entremeses románticos, especialmente con Juanita
Salguero, con quien vivió una ardorosa relación no exenta de escándalos, que tronchó la
muerte. En crónicas sociales de la época quedó asentado el impacto producido por tan
aquilatado galán en el baile "de la Victoria"; celebrado cuando el Protector entró en
Lima, y en el que hizo su presentación en la sociedad limeña.
Soberbio y desparpajado, de conversación amena, eximio bailarín de las danzas
de moca, llamó la atención no sólo de las mujeres sino también de los hombres que lo
emulaban y envidiaban. Pero tampoco en el Perú cimentó Monteagudo una relación
estable ya que, como alguien dijese de San Martín, "los hombres de acción no tienen
tiempo de ser sentimentales".
Pero su éxito social no lo libraba de las críticas y los infundios, tomándoselo
como chivo expiatorio porque no se debía o no se quería atacar al general San Martín,
concentrándose en él las injurias y las calumnias.
La situación arribó a su máximo voltaje a raíz de la salida de San Martín para
dirigirse la Guayaquil con el objetivo de entrevistarse con Simón Bolívar. Se produce
entonces una reunión de unos cincuenta vecinos expectables convocados secretamente
por Riva Agüero, quienes se confutaban para, derribar a Monteagudo, aunque quien
había quedado a cargo del Protectorado era el Marqués de Torre Tagle, aristócrata
peruano, considerado un títere sin personalidad.
Ingenuo o indiferente ante la borrasca que se cernía sobre su cabeza,
Monteagudo aprovecha la ausencia del moderado San Martín para intensificar su
persecución contra los españoles, muchos de los cuales debieron abandonar el territorio
peruano durante su gestión; de 5.000 sólo quedan 400. Sabe que se arriesga, pero
considera que es ese su deber. Tanto como para escribir: "Conocía entonces que se me
abría un vasto campo de gloria y de peligros. Confieso que amo la gloria con pasión y
que los peligros, después de catorce años que he vivido en ellos, han perdido para mí el
prestigio que los hacen formidables". Por eso, a pesar de la alharaca que ha levantado su
acoso a encumbrados españoles de la sociedad, de fortunas exuberantes y de relaciones
influyentes, insistirá: "¿Algo más se me reprocha? Sí; que persigo a los españoles del
Perú por mezquina pasión. ¡Como si no fueran ellos de socapa los enemigos más.
tenaces e iracundos de la Independencia) ¡Como, si nadie reparase en las conspiraciones
que el españolismo de Lima sostiene, subrepticiamente o no, contra los intereses de la
causa emancipadora!".
El 31 de diciembre de 1822 expulsó del Perú a todos los peninsulares que no se
hubiesen bautizado. El 20 de enero de 1822 decretó que los expulsados dejasen al
Estado la mitad de sus bienes y a los que permaneciesen en el Perú se les prohibía todo
ejercicio del comercio. El 23 de febrero se dispuso que quienes faltasen a esta
imposición fuesen desterrados y confiscados todos sus bienes.
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Hasta llegó a prohibírseles salir a la calle con capa, y al que fu ese encontrado en
la calle después de oraciones, pena de muerte, reservada también, para todo español que
portase algún arma.
Aquellos hombres poderosos cuyos negocios se relacionaban con la metrópoli,
se juntaron para urdir una maquiavélica conspiración contra Monteagudo y organizaron
una red de infundios que rápidamente tomó cuerpo y se expandió por la sociedad. Se lo
acusaba de estar incapacitado de predicar moral, eliminando el juego, pues se trataba de
un depravado hijo de una negra y de un mal clérigo; también se hacía hincapié en la
baja extracción social en que había nacido el presumido Primer Ministro; se señalaba
que su carácter correspondía al típico porteño que quería llevarse todo por delante y que
no respetaba las particularidades del Perú; se le reprochaban imaginarios negociados
aprovechando su privilegiada posición en los asuntos públicos, acusación que se
demostró absolutamente infundada cuando al hacerse el arqueo de sus bienes no se le
encontró nada de valor, sólo aquellos adornos que lucía en su elegancia y que se
prestaron a tanta maledicencia; se le reprochaba el querer hacer de San Martín un rey o
un emperador, contrariando la vocación republicana de los limeños; se murmuraba que
en su palacio vivía como un sultán con serallo, en un lujo sufragado por el saqueo de los
fondos públicos.
A nadie se le ocurría acusar con la misma intensidad al Marqués de Torre Tagle,
culpable de no pocos de los errores del gobierno, por peruano y por saberlo adversario
de poca monta.
El 25 de julio de 1822 la conspiración estalla y los habitantes más conspicuos de
Lima le llevan al Marqués de Torre Tagle un manifiesto en el que le exigen la renuncia
del Primer Ministro. "Los verdaderos hijos del Perú, que únicamente tratan de su bien
general y de mantenerse fuertemente unidos para resistir al enemigo común que nos
amenaza, no pueden menos que representar a V.E. que todos los disgustos del pueblo
emanan de las tiránicas, opresivas y arbitrarias providencias del Ministro de Estado,
Don Bernardo Monteagudo. Por ello, pide que este detestado Ministro sea removido en
este instante, bajo el supuesto de que si no lo consiguen antes de concluirse el día, se
provocará un Cabildo Abierto, que se tratará de evitar por medio de las providencias
suaves y prudentes que sobre el caso dicte V. E."
Un elemento hábilmente explotado por los conjurados fue el de hacer correr la
voz de que en un barco a punto de zarpar saldrían desterrados algunos prestigiosos
patriotas y varios clérigos respetables, lo que alimentaba el rumor sobre las tendencias
volterianas y anticlericales del Primer Ministro, lo que hizo temer a no pocos de que la
hora podría llegarles también a ellos. Las tácticas de acción psicológicas de
Monteagudo tenían ya avezados discípulos...
El débil Marqués de Torre Tagle no se opuso a la exigencia popular y decretó la
cesantía del abogado tucumano, quien fue desterrado y embarcado en nave de guerra
con rumbo al istmo de Panamá, con la expresa indicación de no regresar jamás a tierras
peruanas, bajo amenaza de muerte dictada por el Congreso.
Capítulo Diecisiete
Monteagudo llega a Panamá, entonces provincia de Colombia, y se presenta ante
el general venezolano José María Carreño, su gobernador, presentándole la carta del
Marqués de Torre Tagle: "La salvación de la Patria y el decoro conque debe ser tratada
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la persona del honorable coronel don Bernardo Monteagudo han exigido que este
Supremo Gobierno tome la determinación de remitirlo a esa ciudad, con el objetivo de
que por aquella vía se pueda conducir a Europa o a otro punto que no sea el Estado
peruano".
Pero esta vez el doctor de Chuquisaca no, imbuido de su misión americanista.
Carreño, quien rápidamente es ganado por la personalidad de Monteagudo, lo
.pone bajo custodia del teniente coronel Francisco Burdett O'Connor, quien poco antes
había llegado para ocupar la jefatura de Estado mayor de Panamá.
En sus Memorias el militar irlandés se exaltaría: "¡Qué favor más grande el qué
me hizo. el General Carreño! ¡Qué tesoro el que me había confiado para distraerme las
horas en que me dejara libre mi batallón! Yo que antes comía en la mesa del General, no
volví más desde que me entregó a mi ilustre huésped, el señor Monteagudo de quien me
hice muy amigo y cuyo talento y vasta ilustración admiraba. El hablaba muy bien el
francés y el inglés, trajo consigo muchos cajones de libros selectos, de los que me
obsequió algunos”.
Nótese que a pesar de la premura y de la violencia con que debió partir el
argentino de Lima no dejó de llevar consigo sus preciados libros, lo que da testimonio
de su condición de auténtico intelectual. Además, llevó también al exilio a su cocinero
francés, confirmando su vocación por el buen gusto y el refinamiento.
Los testimonios de Burdett O'Connor destacan la clarividencia de su huésped
cuando augura: "¡Oh Dios mío, la pena que me causa cuando reflexiono que toda esta
guerra por nuestra Independencia es una guerra mansa, comparado a los destrozos,
matanzas, asesinatos, que hemos de ver en estos países después de haber botado al
último español de la tierra americana!".
Monteagudo se había anoticiado de que San Martín, luego de haber cedido a
Bolívar la conducción de la etapa final de la guerra libertadora, por propia decisión o
por mandato masónico, había regresado a Lima, donde rápidamente cedió el gobierno al
Congreso, convencido de que si bien había sido recibido con júbilo y simpatía ya no
había lugar allí para él. Toma la decisión de alejarse de tierras americanas hacia Europa,
con el fin de no verse involucrado en las horribles guerras fratricidas que se habían
desatado por doquier y que seguirían desatándose en las flamantes repúblicas, sin
exceptuar a su patria, la Argentina.
Su ex Primer Ministro guardará un emocionado recuerdo del Libertador y así lo
expresará en su "Memoria" del 17 de marzo de 1823, donde lo homenajea: "Sus
brillantes servicios a la causa de América desde el año XII y los que ha hecho al Perú,
abriendo la puerta para que entre a su destino, son una propiedad de la historia a la cual
nada puede defraudarse".
No es difícil imaginar, guiado por su obsesión revolucionaria, cuáles iban a ser
los siguientes pasos de Monteagudo: llegar a Bolívar, quien tenía en sus manos el
triunfo final. Quizá guiado por su ambición personal pero también movido por la
obligación autoimpuesta de velar porque aquél fuese alcanzado sin vacilaciones y con el
vigor que había que imprimirle a los cambios.
Puso empeño e ingenio en hacerle llegar reiteradas comunicaciones al Libertador
venezolano, quien finalmente le contestó que lo esperaba en Pasto, reciente escenario de
una de sus resonantes victorias militares.
El gobierno panameño le otorgó la visa correspondiente, pero Monteagudo no
contaba con los fondos necesarios para sufragar el viaje. Acudió entonces a uno de sus
amigos, rico, a quien le solicitó la suma estrictamente necesaria y a cambio le entregó
un sobre lacrado, diciéndole que lo abriera tres meses después en caso de que él no
hubiese podido aún reintegrarle la suma prestada. Así lo hizo el adinerado panameño, en
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la fecha indicada, en presencia del irlandés Buruett O’Connor, y grande fue la sorpresa
de ambos al encontrar dentro del sobre cuatro perlas legítimas, que eran los adornos que
el "dandy" Monteagudo solía lucir en sus prendas de vestir, y que cubrían con creces lo
adeudado.
Vaya este ejemplo para constatar una vez más la probidad de este hombre
público, que contrariamente a las calumnias que se vertieron sobre él, nunca acumuló
riquezas. No era ése uno de sus defectos.
Cómo era de suponerse, como siempre había sucedido en sus contactos con los
hombres poderosos a quienes admiraba y a quienes necesitaba, el impacto que produjo
Monteagudo en Bolívar. Fue grande. El encuentro se produjo en Ibarra, a orillas del
pintoresco lago de Cuicocha. De ello da fe una recatada carta del Libertador de
Colombia: "He visto a Monteagudo y al general Necochea, el primero tiene talento y no
me ha parecido muy reservado conmigo; piensa marchar a Bogotá. (...) Ambos piensan
que se pierde el Perú si yo no voy a salvarlo”.
La frase "no ha sido muy reservado conmigo” podría aludir a que el ex ministro
de San Martín hubiese confesado a Bolívar su pertenencia a la Logia Lautaro, sabedor
de que el venezolano era una de las cabezas correspondiente.
En una carta posterior, también dirigida al presidente de Colombia, Santander,
Bolívar opina con mucho mayor entusiasmo; "Monteagudo tiene un gran tono
diplomático y sabe en esto más que otros. Tiene mucho carácter, es muy firme,
constante y fiel a sus compromisos. Añadiré francamente que Monteagudo conmigo
puede ser un hombre infinitamente útil, porque tiene una actividad sin limites en el
gabinete, y posee además un tono europeo y unos modales muy propios para una corte;
es joven y tiene representación en su persona".
El buen concepto de Bolívar lo elige para cumplir una delicada misión en
México, como es la de conseguir fondos para financiar sus ejércitos, pero luego, a punto
de embarcarse ya en Guayaquil, llega la contraorden, cuyos motivos nunca serán
conocidos es de sospechar que muchos americanos, sobre todo peruanos, habrían hecho
llegara oídos del Libertador su alarma por la proximidad de odiado ex primer ministro
del Protectorado en Lima.
Sabedor de que era estratégicamente conveniente tomar distancia por un tiempo
hasta que Bolívar lograse amenguar la animosidad en su contra, Monteagudo se
desplaza hasta Guatemala con la intención de sumarla activa y decididamente a la causa
revolucionaria. Este periplo americano alimenta en él la convicción de que la acción
independentista debe ser pensada en términos globales, continentales. Ninguna nación
americana podrá salvarse sino es juntamente con las demás, pues los graves peligros que
acechan no podrán ser vencidos en el aislamiento.
En Guatemala busca a José Cecilio del Valle, quien había lanzado la idea de
organizar un Congreso en el que se discutieran problemas comunes y se plantearan las
bases de un derecho internacional americano. Compartían ambos estadistas la fórmula
expresada por el guatemalteco: "La América será desde hoy mi ocupación exclusiva.
América de día cuando escriba; América de noche cuando piense. El estudio más digno
de un americano, es La América".
Allí lo alcanzan noticias del Perú que Monteagudo preveía y esperaba: Riva
Agüero, el conspirador, quien había escalado al gobierno con medios poco dignos, ha
sido defenestrado y deportado a Gibraltar. Está entonces abierto el camino para que
Bolívar siente sus reales en Lima y Monteagudo sabe que él le será imprescindible.
Parte entonces, a toda velocidad: "Vuelvo al Perú, mi General, y vuelvo bajo los
auspicios de Usted. Llevo una misión colosal de justificar las esperanzas que Usted y
mis amigos han concebido de mis esfuerzos. Si algún día puede Usted decir que no se
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engañó en ellas, ésta será la mayor obligación que tenga su afectísimo y obligado
amigo".
Ambos se encuentran en Trujillo, donde Bolívar prepara su entrada en Lima .
Monteagudo hace un reingreso espectacular puesto que viene acompañado nada renos
que de la prometida del venezolano, doña Manuela Sáenz de Thorne, ecuatoriana.
Quien avisa es uno de sus generales, seguramente irónico: "General, estamos
para salir a sablear a los godos y está usted cargando con mujeres, pues la señora Sáenz
ha llegado ayer tarde y también el doctor Monteagudo, de Quito. A éste se lo se lo va n
a matar en Lima, entre las manos como a gallo, porque es muy aborrecido en ella".
Quizá Bolívar haya sentido celos del largo viaje que compartieran doña Manuela
y Monteagudo. Sin embargo no lo demostró, a pesar de los puntos que calzaba la dama,
la más afortunada de sus queridas, la que compartió su lecho por más tiempo, la que
más disfrutó de su confianza.
Se la llamó “Manuelita la bella" y para la historia "La Libertadora". Ricardo
Palma trazó su retrato: "Era una equivocación de la naturaleza, de formas
esculturalmente femeninas encarnó espíritu y aspiraciones varoniles. No sabía llorar
sino encolerizarse como los hombres de carácter duro. Se la veía en las calles de Quito y
en las de Lima cabalgando a manera de hombre en brioso corcel, escoltada por dos
lanceros de Colombia y vistiendo guamán rojo con grandes borlas de oro y pantalón
bombacha de cotoña blanco. Educada por monjas en la austeridad de un claustro, era
libre pensadora. Dominaba sus nervios conservándose serena y enérgica en medio de las
batallas, y al frente de las lanzas y espadas tintas en sangre, o del afilado puñal de los
asesinos. Leía a Tácito y a Plutarco; estudiaba la historia de la Península en el Padre
Mariana, y la de América en Solís y Garcilaso; era apasionada de Cervantes, Quintana y
Homero".
Al conocer a Bolívar, había abandonado a su marido, un prestigioso médico
inglés, quien durante mucho tiempo insistió en reconquistarla, perdidamente
enamorado, recibiendo por réplica una frase que ha perdurado a lo largo de los años:
“Dejar a usted por el general Bolívar es algo; dejar a otro marido sin las cualidades de
usted sería nada".
Ante esta descripción no es de extrañar que entre Manuela Sáenz y Bernardo
Monteagudo se estableciera una fuerte corriente de simpatía, hermanados por sus
sentimientos anticlericales por la vivacidad de su espíritu, por lo desprejuiciado de sus
talentos. No ha faltado el historiador mal pensado que sospechó de los celos de Bolívar
como una de las causas de la temprana muerte del abogado tucumano.
Capítulo Dieciocho
Mientras la situación maduraba en el Perú, engendrando las condiciones óptimas
para su entrada en Lima, Bolívar organizaba comidas en las que gustaba prolongar las
sobremesas en charlas con "sus colaboradores e invitados donde se abordaban temas
variados, siempre ájenos a la marcha de la situación militar. Al general le gustaba,
parecía complacerse en ello, suscitar opiniones encontradas entre Sánchez Carrió y
Monteagudo; quienes se odiaban entrañablemente.
El peruano había logrado ser designado primer ministro del gobierno a instalarse
próximamente en la capital peruana, pero no le era indiferente la creciente confianza y
amistad que Bolívar demostraba hacia el argentino. Era la misma persona que en su
periódico El Tribuno expulsado ya Monteagudo del Perú, había publicado: "Ya todo
republicano puede decir: ¡Desde que ha caído Monteagudo no siento la montaña que me
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oprimía!". También llamaba a ajusticiarlo "sin responsabilidad cualquiera, cuando una
imprudencia o su mala aventura lo conduzca nuevamente a nuestras costas".
El apuesto argentino no olvidaba esto, tampoco que Sánchez Carrió y la Logia
republicana por él encabezada, habían sido promotores principales de su derrocamiento
y posterior destierro, como así también de la ingratitud con que San Martín fuera
recibido al regresar de Guayaquil.
En esos ágapes, en los que desfilaban entre diez y doce platos regados con
abundantes vinos, en los que se sucedían los brindis, uno tras otro, Monteagudo sabía
que podía contar con la ex señora de Thorne, aliada de sus ideas poco formales y de sus
afirmaciones a veces heréticas y escandalosas. Bolívar se divertía mucho con el ingenio
y la audacia de ambos, y ello aumentaba la inquina de Sánchez Carrió y de no pocos de
los sentados a esa mesa.
Bolívar era un conocido librepensador de ideas muy avanzadas para la época y
despreciaba la pacatería y la mojigatería del peruano, en tanto se entusiasmaba con las
intrepideces de su amante y de quien iba transformándose en su favorito.
El doctor Rebaza, quien participase de dichos encuentros, relata una anécdota
divertida: "A fines de mayo salieron de Guamachuco para Angamarca (...) y en un mal
paso se desbarrancó la mula en que iba el doctor Monteagudo, y en el peligro gritó:
‘¡Dios mío, ayúdame!’”.
No se hizo daño alguno, pues la bestia pudo contenerse. El Libertador de
Colombia le dijo entonces al peruano: Dígale Usted algo al doctor Monteagudo, que en
el peligro acaba de hacer la invocación que hemos oído". El mismo testigo presencial,
en otro párrafo, expresivamente, dice que al general venezolano le gustaba "carear" a
sus dos invitados.
Cabe aquí la reflexión sobre si Monteagudo pensaba que su seguridad estaba
garantizada cuando volviese a presentarse en Lima, de donde había sido expulsado tan
amenazadoramente. Monteagudo no era ingenuo, su agitada actividad política le había
dado una experiencia bien aprovechada por su inteligencia natural. Si decidió reingresar
en Lima fue porque fuera leal a su vocación de revolucionario, porque en su vida no
había otra cosa que un vínculo absoluto y excluyente con el proyecto planteado años
atrás, en Chuquisaca, cuando se sintió llamado a protagonizar la transformación de su
patria, y más aún de América toda. No era cobarde, estaba casado con el peligro, quizá
confiaba en su buena estrella que hasta entonces le había ahorrado mayores males a
pesar de haber sorteado situaciones de gran dificultad, comenzadas con aquella lejana
condena a muerte en Potosí.
—A partir de entonces, todo lo que siguió fue gratuito —diría, recordando quizá
lo escrito por uno de los antiguos a quien solía citar en sus escritos, Fenelón: "Antes de
lanzarse al peligro, hay que prevenirlo y temerlo. Mas, una vez en él, no nos queda otra
solución que despreciarlo".
En todo momento, desde que acudiese a sumarse a Bolívar, tenía pruebas
irrefutables de la animosidad que despertaba entre los peruanos, quienes recordaban con
espanto los destierros de tanto español con predicamento, la prohibición del juego, el fin
de la esclavitud y tantas otras medidas que los habían perjudicado, más en sus bolsillos
que en sus ideales. También estaban los sinceros republicanos que denostaban sus
inclinaciones monárquicas.
Monteagudo no podía desconocer que la mera idea de que al amparo de Bolívar
volviera a ocupar posiciones de mando, como antes lo había hecho con San Martín,
despertaba apasionados enconos basados en el temor.
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Era un condenado a muerte y él lo sabía. Pero estaba decidido a enfrentar su
destino trágico sin subvertir su esencial condición de revolucionario a ultranza. Y la
revolución americana se jugaba, en esos momentos, en la proximidad de Simón Bolívar.
Este lo valorizaba mucho y recientemente, debido a que la complejísima
situación política del Perú, donde subsistían tres fuertes destacamentos militares, en El
Callao, el Sur y la sierra, sumado a la católica dispersión en facciones del bando
patriota, le hacían indispensable alguien que pudiese aclararle algo de esta nebulosa,
también con la clarividencia y la experiencia suficientes como para proponer estrategias
adecuadas.
El general venezolano no desconocía el riesgo a correr por su favorito: “Es
aborrecido en el Perú –escribía a Santander— por haber pretendido una Monarquía
Constitucional, por su adhesión a San Martín, por sus reformas precipitadas y por su
tono altanero cuando mandaba; esta circunstancia lo hace muy temible a los ojos de los
actuales corifeos del Perú, los que me han rogado por dios que lo aleje de sus playas,
porque le tienen un terror pánico”.
Pero, ¿quién podía desprenderse de alguien tan activo, tan incondicional y tan
sagaz? Con una capacidad de trabajo verdaderamente notable, sumada a una aguda
perspicacia para encontrar solución a situaciones difíciles. Vayan como ejemplo los
párrafos del coronel Burdett O’Connor, quien relata cuando, cabalgando con
Monteagudo, éste se dio vuelta para decirle: “Ya lo he hallado”. El coronel de las Islas
Británicas lo interrogó acerca del significado de esa expresión. “La cifra”, respondió
Monteagudo. Los patriotas habían interceptado una carta del general español Canteraca
su colega Rodil, quien defendía los castillos de El Callao. En ella le avisaba sobre el
desastre de las armas españolas en Junín; la carta estaba cifrada y durante toda la
cabalgata, sin dejar de dialogar amenamente, la mente de Monteagudo había estado
febrilmente ocupada en el desciframiento de dicha clave. “Cuando lleguemos al pueblo
y o se la dictaré a Usted, y me la pondrá en limpio para entregársela al general”.
Lo que más seducía a Bolívar eran las convicciones americanistas de su
colaborador, quien así lo ayudaba a retomar aquellos impulsos de sus años mozos que
luego la realidad de viajes y batallas le habían hecho postergar.
Monteagudo era capaz de argumentar con sistema y pasión, citando filósofos de
la antigüedad y autores modernos, lo que hacía sumamente convincentes sus
desarrollos. Bolívar lo estimuló a escribir sobre el tema, lo que el argentino hizo en su
célebre artículo “Ensayos sobre la necesidad de una federación general entre los estados
hispanoamericanos y plan de su organización”, que quedase inconcluso a raíz de su
muerte.
El abogad tucumano insistía ante el rechazo general de los países de América,
para invitarlos a la gran reunión de Panamá.
Ha llegado hasta nuestros días el documento firmado con el Perú, seguramente
idéntico al propuesto a otros países: “Se reunirá una Asamblea General de los Estados
Americanos compuesta por sus plenipotenciarios con el encargo de cimentar de un
modo más sólido y establecer las relaciones íntimas que deben existir entre todos y cada
uno de ellos, y que le sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto
ante los peligros comunes, de fiel intérprete de sus tratados públicos cuando ocurran
dificultades, de juez, árbitro y conciliador en sus disputas y diferencias”.
Este proyecto encuentra buena recepción en los gobiernos de México y el Perú,
pero no así en el de Buenos Aires, y para no aparecer desairando a Bolívar, Rivadavia
contrapropone un proyecto disparado, urdido en colaboración con la Chancillería de
Portugal, proponiendo una reunión en Washington a la que se citaría a España, Portugal,
Grecia, los Estados Unidos, México, Colombia, Haití, Buenos aires, Chile y el Perú. Es
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tanta la indignación del Libertador de Colombia que, por ser también argentino,
reprocha a Monteagudo “el viento pampero que embota el cerebro” de su compatriota.
Pero el vínculo entre ambos era firme y Bolívar lo tuvo a su lado durante la
batalla de Junín y también cuando por fin, el 6 de diciembre de 1824, hizo su ingreso en
Lima. El ministro de Estado seguía siendo Sánchez Carrión, pro los rumores de
acrecentaban respecto de que quien verdaderamente influía sobre Bolívar era
Monteagudo y muchos vaticinaban que pronto desplazaría al peruano.
Es seguro que de no haber sido por su muerte temprana el Proyecto de Unión
Americana de Monteagudo, que Bolívar apoyaba sin retaceos, hubiese progresado a
favor del entusiasmo y de la eficacia de su mentor. El historiador Vicuña Mc Kenna,
chileno, escribió: “Un hombre grande y terrible concibió la colosal tentativa de la
alianza entre las Repúblicas recién nacidas, y era el único capaz de encaminarla a su
arduo fin. Monteagudo fue ese hombre. Muerto el, la idea de la Confederación
Americana que había brotado en su poderoso cerebro se desvirtuó por sí sola”. A su vez,
el político y escritor mexicano Tornel y Mendivil, corrobora: “Se ha atribuido al
Libertador de Colombia, Simón Bolívar, la gloria de haber concebido el importante
designio de reunir un congreso de las Naciones Americanas, a semejanza de todas las
Confederaciones, tan célebres en la historia de los antiguos griegos. Mas la
imparcialidad exige que se refiera que el primero en recomendar el proyecto
verdaderamente grandioso, fue el Coronel Monteagudo, de temple muy fuerte de alma y
compañero de Campañas del General San Martín, en sus memorables de Chile y el
Perú”.
La circular enviada a los demás gobiernos por bolívar, firmada dos días antes de
la Batalla de Ayacucho, y que lleva el innegable estilo de Monteagudo, dice en uno de
sus párrafos: “Después de quince años de sacrificios consagrados a la libertad de
América, para obtener el sistema de garantías que en paz y en guerra sea el escudo de
nuestro nuevo destino, es tiempo ya de que los intereses y las relaciones que unen entre
sí a las Repúblicas Americanas, antes Colonias españolas, tengan una base fundamental,
que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos”. Siguen a continuación
párrafos en los que se urge a enviar los representantes a Panamá sin esperar a que todas
las repúblicas hayan aprobado la propuesta. “Si V.E. no se digna a adherir a él. Preveo
retardos y perjuicios inmensos a tiempo que el movimiento del mundo lo acelera todo,
pudiendo también acelerarlo en nuestro daño”.
El apuro de Monteagudo se debía quizás a alguna premonición sobre su futuro,
pero también a que le resultaba claro que la inminente victoria final sobre los españoles
haría que las naciones americanas se desbarrancasen en disputas intestinas que harían
chorrear sangre sin dejarles tiempo ni energías para ocuparse de las innegables ventajas
de un panamericanismo como forma de fortalecerse frente al acoso esbozado o
encubierto de las otras potencias del mundo. En su “Ensayo” puede leerse: “Sólo la
Asamblea podrá, empleando al ascendiente de sus augustos consejos, mitigar los
ímpetus del espíritu de localidad que los primeros años de la independencia será tan
activo como funesto”.
Nadie podrá negarle a Monteagudo una notable capacidad de anticipación, y
cuando se escriba la historia de instituciones como la Organización de Estados
Americanos, sería justicia reivindicarlo como uno de sus precursores.
Capítulo Diecinueve
50
Desde el 6 de diciembre de 1824, cuando entra en Lima a la vera de Bolívar,
hasta su asesinato en la calle Belén el 28 de enero de 1825, Monteagudo desarrolla una
febril actividad cumpliendo con las tareas que se le han encomendado.
También departe largamente con Bernardo O’Higgins, quien, extrañado de Chile
por los borrascosos de las naciones sudamericanas, ha ofrecido sus valiosos servicios a
Bolívar, quien, celoso de su prestigio, se limita a pedirle que lo acompañe y le brinda
una cálida hospitalidad. Lo mismo que había hecho con San Martín cuando el militar
argentino le ofreció subordinarse y servir a sus órdenes cuando se entrevistaron en
Guayaquil.
Monteagudo reinicia su encendida relación con algunas de las damas limeñas, en
especial con doña Juana Salguero, hacia cuya casa se dirigía cuando Candelario
Espinosa, el negro, y su pretexto de pedirle lumbre y le dejaron el corazón partido con
un puñal asestado con tanta fuerza que su punta sobresalía por la espalda.
Quienes encontraron el cadáver todavía tibio lo transportaron hasta el convento
de San Juan de Dios. Uno de los testigos refiere que el político argentino estaba vestido
con sofisticada elegancia y fue eso lo que permitió su rápido reconocimiento.
En su dedo lucía un anillo de oro cincelado y de su pecho colgaba una cadena
también de oro que portaba un reloj de fabricación inglesa del mismo metal; un
hermoso alfiler de corbata formado por un zafiro borlado de diamantes remataba el
pañuelo de seda anudado prolijamente en el cuello. Los asesinos ni siquiera habían
tenido la serenidad de despojarlo de las seis onzas de oro y algunas monedas de plata
que llevaba en los bolsillos.
Bolívar fue informado de inmediato de la infausta nueva y presuroso concurrió
al convento donde personalmente tomó las primeras providencias para el
esclarecimiento del crimen. Fue él quien, ante la vista de cuchillo letal, dióse cuenta de
que había sido muy recientemente afilado, por lo que dio órdenes de interrogar a todos
los barberos de la cuidad para identificar a quien había llevado a cabo tal operación.
Uno de ellos afirmó haber afilado un puñal idéntico llevado por un negro, al que
reconocería si lo volviera a ver. Instruyóse entonces por bando a que todos los criados
de las casas y otras personas de color se presentaran para recibir una inexistente boleta
amenazando con que quien no lo hiciese sería juzgado como delincuente. Fue así
reconocido Candelario Espinosa, el asesino, negro pendenciero y de mal vivir, quien ya
cargaba con una muerte en su haber.
En su primera declaración afirmó, seguramente bien instruido, que el único
motivo del asalto a ese caballero desconocido había sido robarle, pero como se resistiese
a los gritos habíase visto obligado a matarlo y a huir. Esta coartada fue fácilmente
demolida por la declaración de su cómplice Ramón Moreyra, reclutado a último
momento y que no había sido advertido de las verdaderas razones del atentado, a quien
mucho le había llamado la atención que el negro Candelario se negase, a pesar de sus
reclamos, a vaciarle los bolsillos una vez derribada la víctima. Afirmó también que de
sus labios escuchó: “Vaya por las que ha hecho”.
El libertador venezolano manda decir a Espinosa que le perdonará la vida, ya
que para delito tal sólo la horca cabía esperar, si a solas y en la mayor reserva le
confiesa el nombre de quien le había encargado matar a su estrecho colaborador.
Aceptado el pacto, grande debe de haber sido la importancia de su confesión porque
Bolívar guarda el secreto hasta casi su tumba, cumpliendo con su promesa de amnistiar
al negro, debiendo hacer uso para ello de las facultades discrecionales que le acordaba
su condición de dictador.
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Como es de imaginar, los rumores y las especulaciones sobre el asesinato de la
calle Belén fueron muchos: se cuchicheó acerca de venganzas de esposos traicionados,
de castigos por deudas de juego impagas, de viejas y oscuras historias del abogado
argentino. Fácil es colegir que los mismos culpables se habrían ocupado de echar a
rodar distintas versiones para confundir a quienes investigaban, aunque estos nunca
demostraron demasiado celo en su tarea, como si hubiera habido temor de profundizar
en la verdad del hecho.
Quién echó luz definitiva sobre el asunto muchos años más tarde fue el general
Tomás Mosquera, quien en aquella época, a principios de 1825, era persona de
confianza del general venezolano, tanto que fue su ayudante de campo, su secretario
general y el último jefe de su Estado Mayor. Era, por lo tanto, depositario de muchos de
sus secretos.
La sala estaba casi a oscuras, iluminada por una sola bujía.
1. — Traigan al negro –ordenó Bolívar.
A Candelario Espinosa se le redondeaban los ojos por el terror.
2. — Mande, patrón...
3. — Quién te pago para que lo mataras.
4. — Nadie, se lo juro ...
Bolívar lo encara con amenazante fiereza.
5. — Escucha, Candelario, allí en el fondo de esta sala –con su dedo apunta a la
penumbra— está el alma de Monteagudo que se va a vengar de ti si no dices la verdad.
Debió de haber sido convincente la estratagema, según escribió el general
Mosquera.
“—Descubre todo y todo te perdono.”
Cayó de rodillas el asesino, y dijo estas tremendas palabras:
“—El señor Sánchez Carrión me dio cincuenta doblones de cuatro pesos en oro
para que matara a Monteagudo porque era enemigo de los negros y de los peruanos.”
Bolívar parece no haber querido contarle a su confidente, el general Mosquera,
la advertencia del negro Candelario acerca del complot que una semana antes había
puesto en peligro su propia vida. Pero el Libertador venezolano sabía ahora que debía
cuidarse de Sánchez Carrión, por lo que no era difícil pronosticar lo que sucedería poco
después.
Cuarenta días más tarde Sánchez Carrión muere misteriosamente, aquejado de
un mal extraño que lo lleva rápidamente a la tumba y que da pie a sospechar que pudo
haberse tratado de un envenenamiento. Según su jefe de Estado Mayor, quien guardase
estos secretos a lo largo de tantos años respondiendo a una precisa instrucción de
Bolívar en ese sentido, el ignoto ejecutor de Sánchez Carrión a su vez fue asesinado
pocos días más tarde, con lo que quedaba cerrado el círculo de traición y muerte que
segó la vida de un polémico personaje de nuestra historia a quien nadie, ni siquiera sus
detractores de antes y de ahora, pueden negar su admirable pasión revolucionaria:
Bernardo Monteagudo.
Bibliografía
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52
Bidondo, Emilio, Alto Perú, insurrección, libertad, independencia, Buenos Aires,
1979.
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Cárcano, Miguel Angel, La política internacional en la Historia Argentina,
Buenos Aires, 1976.
De Vedia y Mitre, Mariano, La vida de Monteagudo, Buenos Aires, 1950.
Echagüe, Juan Pablo, Monteagudo, una vida meteórica, Buenos Aires, 1942.
Herreros de Tejada, El teniente coronel José de Goyeneche primer conde de
Guaqui, Barcelona, 1923.
Lynch, John, Las revoluciones hispanoamericanas, 1808—1826, Barcelona,
1976.
Mitre, Bartolomé, Historia de Belgrano, Buenos Aires, 1947. — Historia de San
Martín, Buenos Aires, 1968.
Siles Salinas, Jorge, La independencia de Bolivia, Barcelona, 1992.
Soto Hall, Máximo, Monteagudo y ideal panamericano, Buenos Aires, 1933.
Anexo documental (fragmentos)
EL EDITOR.
Para una nación débil y cobarde su misma seguridad es peligrosa, porque
abandonándose a un profundo letargo está siempre próxima a perder su existencia: mas
para un pueblo intrépido y enérgico los más graves peligros son otros tantos medios de
hacerse respetable. El cobarde se acerca al peligro cuando huye de él, y el intrépido se
pone a mayor distancia cuando lo arrostra. Todos los horrores que forja la
pusilanimidad en su delirio no son sino males relativos que sólo atormentan al débil sin
tener en su objeto más de una existencia ideal. Si el temor no hubiese llegado a formar
una segunda naturaleza en el hombre el número de sus desgracias no hubiera excedido
de un prudente cálculo: pero esta pasión fanática y supersticiosa multiplica hasta lo
infinito sus miserias, previniendo su incierta y remota existencia. La intrepidez al
contrario, jamás confunde el presentimiento con la realidad, ni equivoca los males
posibles con los actuales: sólo teme a los cobardes que deben concurrir a disiparlos,
porque sabe que el mayor escollo es la languidez dé los mismos resortes que dirigen el
mecanismo de sus fuerzas morales.
Fijemos un principio para analizar sus consecuencias: la patria está en peligro, y sólo
nuestra energía, nuestra energía sola podrá salvarla. Yo veo que Roma aniquilada y
moribunda después del triunfo de Brenno, no presenta ya sino un cuadro ruinoso de su
antiguo esplendor, y que sus habitantes despavoridos huyen sin esperanza de volver a
ver a sus dioses penates: pero luego que el gran Camilo ha desde su retiro de Ardea al
frente de nuevas legiones, y el pueblo recobra su energía con el ejemplo de Manlio, el
vencedor se rinde, y se reedifica la capital del mundo, cuando parecía que sus recursos
agotados iban a poner un paréntesis eterno en los fastos de su gloria. Algo más, yo veo
que estando para sucumbir la república por el incendiario Catilina y sus cómplices, el
celo intrépido de un solo ciudadano, del orador de Arpino salvó la patria de tan gran
conflicto; y cuando el veneno parecía haber alterado su misma constitución, hasta
reducir a un índice abreviado los defensores del orden, pudo no obstante la energía del
53
menor número sofocar el furor de los conjurados. Yo veo por último a un solo
Washington cuyo nombre haré su eterno elogio, destruir en las regiones del norte la
arbitrariedad y tiranía, asegurar con sus esfuerzos el patrimonio hasta entonces usurpado
a millares de hombres, y llevar a cabo sus virtuosos designios venciendo con su energía
los escollos que opone a la salud de los hombres la codicia y los resabios de la
servidumbre. Pero no busquemos en los anales del heroísmo ejemplos de que no
carecemos en el período de nuestra revolución. Hemos visto que la energía nos ha
salvado más de una vez sosteniéndonos en los conflictos y escasez de recursos con una
orgullosa firmeza, y acabamos de probar en estos últimos días, que para que el pueblo
americano despliegue su intrepidez, es preciso que los peligros se presenten
complotarlos por decirlo así, y que convergiendo sus ojos a todas partes a fin de calcular
sus recursos se vea precisado a volverlos a fijar en sus propias fuerzas para empeñarlas
con mayor ardor. Será una felicidad para un pueblo que desea ser libre el que llegue a
desengañarse y conocer, que mientras no busque en el fondo de sí mismo los medios de
salvarse jamás lo conseguirá. Es muy fácil y peligroso que el que se acostumbra a creer
que nada puede por sí mismo llegue a ser en efecto impotente para todo, y sólo calcule
sus fuerzas por los precarios auxilios que espera recibir: pero cuando conoce que su
energía es tanto más ventajosa cuanto en cierto modo inutiliza las que se le oponen, y
que su propio pecho es el muro más inexpugnable contra los ataques que la amenazan: y
considera al mismo tiempo que la fuerza moral de su espíritu dobla sus fuerzas físicas
hasta elevarlo del último grado de debilidad al supremo de vigor y robustez; entonces es
muy fácil que cien héroes reunidos triunfen de millares de imbéciles que calculan su
fuerza por el número de sus brazos, sin contar con el corazón que los anima. Todo
hombre nivela sus empresas por la opinión que tiene de sí mismo, y la proporción que
guarda es tan exacta que pueden mirarse aquellas como la más fiel expresión del
concepto que le inspira su amor propio. El carácter de un espíritu firme y enérgico es
creerse superior a todo; de consiguiente él emprenderá lo más arduo y difícil satisfecho
de que los escollos que se le presenten no harán más que abrirle el camino de la gloria.
Podrá quizá estrellarse en su sepulcro en medio de su carrera; pero aun entonces él
muere con ventaja, porque muere sin temor, y deja al cobarde un monumento que lo
aterre.
Pueblo americano, grabad en vuestro corazón estas consecuencias y su principio:
la energía sola podrá salvarnos; pero ella basta aunque los demás recursos huyan de
nosotros; no temáis a ese frenético enemigo que auxiliado de un rival vecino quiere
incendiar nuestros hogares, y usurpar por un derecho nominal de sucesión vuestra
imprescriptible soberanía. El tiene más vanidad que espíritu, más orgullo que valor; y
sus armas sólo pueden ser terribles para otros esclavos iguales a él. Nosotros
combatimos por nuestra libertad, combatimos por nuestra cara posteridad, y
combatimos por nuestra existencia natural y civil: todo el que sea capaz de sentir, lo
será de sacrificarse por tan grandes intereses: para salvarlos quizá no se necesita más
que un momento de energía, un instante de intrepidez. Corramos a la gloria, y
proscribamos de nuestra lista nacional al cobarde que huya del peligro, o al ingrato que
prefiera la esclavitud. Si alguno abandona a la patria en estos conflictos, precipitémosle
de la roca tarpeyana cargándolo de eternas execraciones.
54
POLÍTICA
Si el temor y la ambición producen las facciones y éstas los partidos que devoran
al estado, es un deber de todo gobierno popular ocurrir a la influencia de aquellos dos
agentes de disturbio y prevenir sus efectos, ya que es imposible desarraigar las causas
de donde emanan. Todo hombre sensato debe estar desengañado de esa quimera
filosófica, que ha entretenido el espíritu de algunos que intentaron desnudar a los
hombres de su ropaje natural, quiero decir de sus pasiones y vicios. Yo veo al hombre
siempre el mismo en el siglo de Arístides, que en la edad de Calígula, en los tiempos de
Sócrates y en los de Nerón: veo que las lecciones de Marco Aurelio, las máximas de
Séneca y las virtudes de sus contemporáneos tuvieron estériles admiradores sin ser
jamás imitadas: veo en fin que el antiguo y nuevo mundo, las razas de los tiempos
fabulosos y las generaciones del siglo XIX, se resienten de las mismas debilidades, de
iguales extravíos y de propensiones idénticas que humillan el espíritu del que considera,
siempre aislada la justicia a un corto número de hombres, que abortan los tiempos en su
rápida carrera.
Yo bien quisiera dudar de esa humillante observación, mas por desgracia ella es
una verdad demostrada; y en la triste necesidad de suponerla, sólo debo calcular los
medios preventivos de la malicia de los hombres, demasiado propensos al espíritu de
discordia, luego que el temor o la ambición los agita. En verdad es un sentimiento
natural a todo ser débil e impotente buscar el apoyo de otro y dilatar la esfera de su
poder interesando en su auxilio al más sagaz, al más poderoso y al más fuerte, cuando le
amenaza un riesgo o le combate un peligro que aflige sus recursos individuales. Si un
funcionario público, si un militar honrado, si un ciudadano particular ven vacilar su
existencia civil por las detracciones, las imposturas y las denuncias clandestinas: si el
gobierno fomenta con su tolerancia los chismes y rencillas sordas y tiene a más la
debilidad de consentir en el menoscabo de la opinión de aquellos, es consiguiente al
temor de perderla el sobresalto, la indignación, la venganza; los celos, las quejas y todos
los demás recursos que sugiere una justa represalia en la crisis del enojo. El agraviado
ya no trata desde entonces sino de buscar prosélitos, en su dolor: persuade, seduce,
alarma, divide y en fin su pasión grita y la discordia triunfa. Es un principio en la políti-
ca que así como el déspota funda su seguridad en las denuncias, único tráfico de sus
mercenarios aduladores; la acusación es en los estados libres la salvaguardia de la
LIBERTAD individual. En un pueblo donde la denuncia sea un crimen y donde la
acusación esté autorizada por la ley, jamás la virtud podrá ser oprimida de la impostura.
Si mis acciones son conformes a las leyes eternas que me rigen y si yo estoy cierto que
las tinieblas no pueden oscurecerlas; si sé que no tengo otro enemigo que el que se me
presenta armado, el temor será en mí una pasión efímera, y descansado en mí mismo
cuidaré sólo de sostener mi opinión, mas no de arruinar la de los otros. Pero mi
conducta será del todo contraria, si sé que se me acecha en secreto y que se juzga mi
opinión en el seno de las sombras. En resultado de estas observaciones yo concluyo, que
uno de los medios preventivos de las discordias y partidos, es cerrar la puerta a las
denuncias secretas y abrir un tribunal público de acusación donde el celoso ciudadano
publique con intrepidez los crímenes del perverso y la virtud esté al mismo tiempo
segura de la saña de los impostores.
¡Que pueden al presente todos los esfuerzos de los tiranos! Sus infructuosas
campañas han abatido su coraje, sus recursos se han agotado; su crédito ha perecido y la
ilusión que los sostenía se ha disipado como el humo: las naciones han abierto los ojos y
los han fijado sobre esta guerra: la mitad de la Europa se arma contra nuestra enemiga,
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la otra mitad ve con placer la próxima ruina de esa potencia soberbia que se arrogaba el
imperio de los mares y sometía a su cruel yugo la parte más vasta de la América.
¿Con qué titulo nos imponía y dictaba leyes? ¿No es un absurdo, el que un
inmenso continente sea gobernado por una pequeña isla?, La naturaleza no ha formado
al satélite mayor que a su planeta. Estando la Inglaterra y la América en relaciones
inversas según el orden natural, era preciso que la Inglaterra perteneciente a la Europa y
la América misma. Nuestra situación, nuestras fuerzas, la tiranía de los ingleses, su
distancia, ved ahí, ved ahí los títulos que tenemos para ser independientes. Nosotros
somos libres porque queremos y porque podemos serlo: este es el orden de la naturaleza
y sin embargo se nos trata de rebeldes. El enemigo de la LIBERTAD y de la humanidad
es el verdadero rebelde: éste es el monstruo horrible que debe ser marcado por todas
partes con el sello del anatema público. ¿Nosotras rebeldes? ¿Lo es acaso el que
defiende sus hogares contra los que roban sus propiedades y arruinan sus hijos?
¿Nosotros rebeldes? ¿Y qué eran los ingleses cuando hicieron correr en el cadalso la
sangre de uno de sus reyes, cuando obligaron a otro a huir de su barbarie y a renunciar
la corona por salvar su vida? La sangre de los reyes no ha manchado nuestras manos y
sin embargo se derrama la nuestra. ¿Nosotros, en fin, rebeldes? ¡Ah! si lo somos, nos
gloriamos de tener parte en este bello título con el gran Tell, que hizo temblar al Alberto
sobre el trono; con el primer holandés que osó salvar a sus. compatriotas de la tiranía
del duque de Alba. Nuestra causa es la misma, porque es la causa de la LIBERTAD.
¡Pero, cuanto más feliz es nuestra situación! La naturaleza nos ha prodigado
todos sus dones, las artes hermosean nuestras comarcas, la industria y el Comercio
hacen reinar la abundancia. El coraje de los americanos se ha desplegado ya en los
combates: ¿quién podrá hacernos vacilar entre la guerra y una servidumbre?. La victoria
es nuestra si perseveramos; pero aún cuando la muerte fuese cierta, ¿quién no la des-
preciaría y quién no bajaría a la tumba con placer? ¿Se debe temer la muerte cuando la
vida no es sino el fruto de la esclavitud? Muramos, muramos si es preciso; ¡pero qué
digo!; olvidemos esa imagen, la felicidad va a renacer entre nosotros con la paz. Atesto
nuestras victorias, las de nuestros aliados, la caída de esos ministros cuyo orgullo causó
todas nuestras desgracias, la evacuación de la mayor parte de nuestras plazas; atesto esta
feliz unión que reina entre los americanos; atesto en fin esas leyes dictadas por la
humanidad y la sabiduría. Las leyes de Licurgo estaban escritas con sangre, nuestro
código no respira sino humanidad: Platón forjó quimera, nosotros seremos felices en
realidad. Numa era rey, y nuestros legisladores son ciudadanos libres. Ved ahí los
felices auspicios bajo los cuales se renovarán entre nosotros los bellos días de Atenas y
de Roma.
Nosotros estamos en nuestra aurora, la Europa toca su occidente; y si las
tinieblas se apresuran a envolverla, para nosotros amanecerá un día puro y risueño:
ciudades numerosas saldrán del seño de estos desiertos inmensos: nuestros buques
cubrirán los mares, la abundancia reinará dentro de nuestros muros y no se verán sobre
nuestros altares y en nuestros tribunales sino dos palabras: humanidad y LIBERTAD.
¡Ojalá pudiésemos expiar los ultrajes que han recibido ambas en América y que aún
reciben en muchas partes de la Europa! ¡Ojalá pudiésemos mostrar a nuestros antiguos
tiranos y a todos los pueblos en una sabia y justa legislación el medio de afirmar la
felicidad de los individuos y de asegurar la permanente prosperidad de los estados!
(Id. Mayo 4 y 11 de 1812.)