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En el marco de las actividades del mes de las mujeres, la Comisión Especializada de Género del MGAP y el Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJERES) del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) realizaron un concurso nacional de cuentos denominado “Mujeres del Campo, Río y Mar”. El mismo contó con el auspicio de ANTEL, ANP e INIA y con el apoyo del Instituto Plan Agropecuario. El objetivo del concurso fue recuperar, rescatar, revalorizar y visibilizar historias de vida de mujeres rurales de nuestro país; historias de vidas contadas por las propias mujeres. Todo ello enmarcado en el cumplimiento de la Ley 18.104 de Promoción de Igualdad de Derechos y Oportunidades entre varones y mujeres y de las acciones del Primer Plan Nacional de Igualdad de Oportunidades y Derechos (PIODNA):
13.2 “Apoyar el desarrollo de propuestas culturales que recuperen las historias de vida y los aportes de las mujeres a la Sociedad Uruguayas”
26.6 “Hacer visible el aporte económico de las mujeres rurales y urbanas a la economía del país”
Se presentaron más de 600 cuentos provenientes de todos los departamentos del país. La propuesta superó todas las expectativas, no solo por la cantidad de trabajos presentados sino por el entusiasmo, los comentarios positivos y alentadores que nos transmitieron las concursantes. En este sentido, es de destacar el agradecimiento que nos transmitieron muchas mujeres por tener un espacio donde contar su vida, la de su madre, la de su abuela, la de las mujeres que se constituyeron en referentes de su territorio.
PRIMER PREMIO – CONCURSO NACIONAL DE CUENTOS “MUJERES DEL CAMPO, RIO Y MAR”
Autora: Isabel (Lilly) Morgan
India Muerta (Rocha)
Mujeres Gritonas
Eran las seis de la mañana y ya casi había terminado de levantar y lavar las cosas del desayuno,
cuando Laurita se acordó de lo que no se había acordado de decirle a su marido mientras
compartían la mesa.
Asomó un poco la cabeza por la ventana de la cocina y gritó: ‐“¡Rosendo…..! No te olvides que
hoy tenemos que ir al pueblo a comprar las cosas del colegio para los gurises!”‐. El grito saltó
por la ventana, rodó por sobre los canteros de los malvones, pegó la vuelta a la casa y llegó,
amontonando a las palabras que se fueron chocando y encimando una sobre otra, hasta el
galpón, en donde Rosendo terminaba de ensillar al oscuro mala cara, que ese día, por alguna
razón, tenía más mala cara que de costumbre.
El hombre se hizo el distraído, dándole tiempo a la frase a recomponerse y ponerse en el
orden establecido como para que se entendiese el mensaje de la mujer, y no fuesen solo un
montón de palabras desparramadas por el piso. Luego, apartando a las gallinas que corrían
apresuradas a ver si quedaba alguna migaja de letra suelta que se podrían comer, tomó al
caballo de las riendas, salió del galpón y a paso lento se dirigió para el lado de la tranquera
mientras pensaba que abrir esa ventana en la cocina, justo para ese lado, había sido una
pésima idea.
Laurita lo vio pasar a su marido frente a sus narices, lo dejó alejarse unos diez metros y volvió a
gritar.‐ “¡Rosendo!” – Y como era su costumbre y solo porque le gustaba como sonaba, ponía
énfasis en la e del Rosendo.‐ “¡Roseeendo! ¿Escuchaste lo que te dije??” – gritó y lo hizo como
si su marido estuviese todavía en el galpón y no allí nomás, tan cerca que le podía tirar la
tostada quemada que ninguno de los dos quiso comer, por la cabeza.
Como única señal de consentimiento, Rosendo levantó una mano y desapareció detrás de los
molles que flanqueaban a la tranquera.
La mujer suspiró y se fue a despertar a los gurises para que tomasen el desayuno. Pero
mirando la hora, decidió que los dejaría dormir un rato más. Ya se vendrían los madrugones
para ir a la escuela. Por lo tanto cambió el rumbo y marchó hacia el gallinero para alimentar a
las gallinas y levantar los huevos que religiosamente ponían a diario sus protegidas plumíferas,
que así le agradecían el hecho de saber que por orden estricta de la humana, ninguna de ellas
terminaría en una olla rodeada de papas y zanahorias. Esa imposición de Laurita había sido
larga e infructuosamente resistida y discutida por Rosendo. A quien le gustaba comer, al
menos una vez a la semana, un buen guiso de gallina. Pero su mujer se había plantado firme en
sus escasos un metro y cincuenta y cuatro centímetros de estatura, amenazándolo con echarlo
de su campo, su casa, su gallinero. Y todos esos “sus” eran concretos y literales. El campo era
herencia familiar de Laurita, y ella no dejaba jamás de esgrimir ese pequeño detalle a la hora
de discutir que se hacía y que no se hacía, en la chacra. Y lo hacía a gritos, sobresaltando a
cuanto bicho anduviese cercano a la casa, y hasta a las garzas y teros que vivían en el bañado
del fondo. Porque Laurita había pulido, lijado y afinado su don de hablar gritando a tal punto,
que ya casi podía considerarse un estilo propio y digno de patentar.
Desde que descubriese a sus doce años que nunca llegaría a tener una altura que sobrepasase,
con suerte, el metro con cincuenta, pero sobretodo que ser una mujer nacida en un medio
rural, significaba estar un escalón más abajo que los varones, Laurita entendió que lo que le
faltaba en centímetros y en genitales adecuados para el entorno, debería compensarlo con
potencia en la voz si quería ser vista y escuchada en un mundo que tendería a ignorarla. Gritó
en su casa para hacerse escuchar y respetar por sus hermanos. Gritó en la escuela para
defenderse de los patoteros y patoteras que intentaron molestarla. Gritó para que las
maestras supieran que ella era bajita de carcasa, pero que adentro había una mente digna de
una científica europea. Y lo probó graduándose con las mejores notas de la clase y de la
escuela primaria. Pero al liceo no fue, a pesar de sus gritos y llantos, porque tuvo que quedarse
en casa ayudando a su madre. Que también gritó un poco en su favor, pero no lo suficiente.
Cuando conoció a Rosendo, gritó para que este la viese y se acercase lo suficiente para darse
cuenta que esa niñita bonita que él había tomado por la hermanita menor de algunas de las
chicas del baile en el pueblo, era una adolescente de diecisiete años, desparramando
hormonas como si se estuviese por acabar el mundo. Y se casó con él y cumplió con su
mandato rural: casarse, tener hijos y atender a su marido. Pero siempre gritando para
conseguir las cosas.
Así fue pues, que Rosendo se había tenido que acostumbrar a que si quería comer guiso de
gallina, había que comprarse una en la carnicería del pueblo. Y traerla a escondidas para que
no la viesen las gallinas de Laurita. Para que no se impresionasen y del shock dejaran de poner
huevos o de criar a sus pollitos.
Y ahora, con el sol desperezándose en el horizonte y mientras alimentaba a sus adoradas hijas
del corazón, Laurita tenía claro que iba a tener que utilizar el arte de gritar para convencer a
Rosendo que su hija Celina siguiese yendo a la escuela. Y empezara liceo. Porque Rosendo, fiel
a las costumbres rurales, pensaba que no valía la pena. Que con terminar la primaria era
suficiente. Total. Celina encontraría novio enseguida y para antes de los dieciocho años, estaría
casada y pariendo hijos. Ayudando a su marido en el campo. Como lo había hecho ella, le
decía, y tan mal no le había ido. Y ella hacia un esfuerzo supremo para que ese grito, el
secreto, el que era un alarido, no saliese de su garganta y como un tsunami barriese con todo
lo que encontrase en su camino. Incluyendo a Rosendo.
Laurita terminó de darle de comer a las gallinas y se quedó mirando como el sol perseguía a la
niebla matinal hasta que esta, agotada, aceptaba su derrota y corría a refugiarse en la cañada.
Fue hasta el corral de Hortensia, la lechera, y la dejó salir a la pradera de trébol. Y con un grito
que provocó que la vieja vaca saliese corriendo como si fuese una ternera, le dijo que su hija
Celina iba a ir al liceo, y si quería, después seguiría una carrera universitaria. Y luego decidiría si
quería casarse, tener hijos, y ejercer o no su profesión. Porque ella, su madre, tenía el as en la
manga que su madre no tuvo: la chacra era suya. Y eso, en el entorno rural, la hacía valer casi
tanto como un hombre. Y así como las gallinas no se comían, su hija tendría la oportunidad de
estudiar y elegir qué quería hacer con su vida.
Laurita suspiró profundo y volvió para la casa a despertar a los gurises, ordenar y limpiar los
cuartos, y empezar a preparar el almuerzo. Y empezó a pulir su mejor grito para cuando llegase
Rosendo. Para que Celina no tuviese nunca la necesidad de gritar.
SEGUNDO PREMIO – CONCURSO NACIONAL DE CUENTOS “MUJERES DEL CAMPO, RIO Y MAR”
Autora: Mercedes Cirigliano
Montevideo
La Soledad de Mima
Hace 68 años, en un pedazo de tierra medio perdido al norte del Río Negro, llovía
copiosamente sobre los campos maltratados por un otoño rebelde. Al ritmo de la lluvia se
acoplaban los truenos y el estruendo del viento que alborotaba a los árboles, a los animales y a
las personas.
Todos los habitantes de la casa estaban muy atareados en la faena de matar al cerdo más
grande.
Mima, la niña más chica de la familia, escuchó sus chillidos y como si se tratara de una
contraseña esperada, corrió al galpón porque también tenía que ayudar a colgarlo.
Llegó justo cuando los hombres más fuertes lo ataban a la cincha del techo de madera para
que goteara la sangre sobre el enorme latón.
Vio al chancho gigantesco, gordo como ninguno, casi tan grande como el caballo más grande
que colgaba pesado, peludo, sangrante. Ya exánime, pero lo adivinaba tibio todavía.
El viento aullaba triste la muerte del animal, los truenos seguían sonando y los relámpagos
iluminaban ominosamente aquel cuadro tan oscuro.
Mima lo miró largamente, asustada en medio de la escena de caos organizado, de silencio de
palabras.
Todos parecían saber qué hacer y lo hacían calladamente.
Pero ella…ella se sintió mal. Sintió un repentino frío, un mareo bien diferente al del hambre y
una fuerte puntada en el estómago al tiempo que notaba que algo tibio le resbalaba por las
piernas. Temió haberse orinado como a veces aún le sucedía mientras dormía. Se miró entre
los muslos y creyó que lo que corría por entre ellos era sangre de cerdo.
Corrió al excusado que quedaba a metros del galpón, fuera de la casa.
El piso de tierra estaba mojado, ya hecho barro pegajoso.
Ella misma estaba empapada por la lluvia. Quiso llorar a gritos por lo mal que se sentía, y se
alegró que la lluvia confundiera sus lágrimas que se le escapaban, porque estaba prohibido
llorar en la casa, y por eso ella nunca lo hacía.
Urgida, se bajó las bombachas blancas y vio la sangre enseguida. Se mareó otro poco.
Acomodándose la ropa que se le pegaba al cuerpo insolente corrió a avisarles a las mujeres
más grandes quienes, apuradas y escuetas, le dijeron que no volviera a ayudar en el galpón,
que descansara y se tomara un té.
Ella se quedó sola en el cuatro frío y limpio que compartía con sus hermanas. Se recostó en el
colchón de lana que reposaba sobre el piso, también de tierra. La noche fue oscureciéndolo
todo.
Algunas velas se encendieron para marcar caminos pero casi enseguida la oscuridad ganó
hasta los rincones más escondidos. La casa dormía, las respiraciones comenzaban a hacerse
pesadas a su alrededor.
En el silencio de la noche Mima siguió escuchando el estallido de la naturaleza,, que furiosa
bramaba sin pausa.
Algo importante había pasado y no conseguía ubicar en su universo interno de qué se trataba.
Unía la sangre nueva descubierta saliendo de sí misma con la muerte del chancho, con los
gritos de la naturaleza, con el silencio de hombre y mujeres.
Sentía un dolor en el borde de su cuerpo y de su alma como de algo que se le había quebrado
dentro y la mataría como al chancho.
No lograba descifrar sus propios pensamientos, eran enigmas nuevos que le ocupaban sin
orden ni sentido conocido. Se agolpaban sobre ella como las gallinas cuando ella aparecía con
su pañuelo cargado de maíz o se dispersaban como las hojas del campo cuando el viento las
soplaba sin piedad.
El sueño lento, solitario de Mima quiso ayudarla invadiéndola para sumergirla amablemente
con el afán que pudiera recuperar la confianza en que su vida no se desmoronaría a partir del
suceso de esa tarde.
Pero los ojos se le abrían ávidos buscando repuestas como si la oscuridad que ya estaba
cerrada alrededor de ella pudiera darle explicaciones, esas que nadie le había dado ni le daría.
En un momento de la madrugada insomne de Mima todo se silenció. La niña quedó oyendo el
silencio de clama tensionada que no anticipaba nada bueno y fue en ese preciso momento que
escuchó aquel golpe. Un golpe tan fuerte y potente que podría haber sido el sonido del cielo
cayendo, o la tierra abriendo una grieta para bajar a los últimos círculos del infierno o podrían
haber sido los aparecidos que con sus luces malas llegarían tocando tambores de muerte. Algo
fatal había sucedido, lo supo con una certeza inmediata, absoluta.
La niña de piernas flacas se paró en sus pies descalzos y salió a la intemperie, pisando la
anegada tierra, dejando marcas, hundiéndose en el barro. Oteó a su alrededor buscando la
causa de aquel estruendo. Camino temerosa, pero decidida, hacia el galpón donde colgaba el
chancho. Empujó la puerta con fuerza y en ese instante un rayo lo iluminó todo, como un foco
de luz que Mima no conocía, mostrando sin dejar lugar a suposiciones ni a inventos que
aliviaran el desasosiego.
El tremendo chancho estaba sentado sobre el latón, con el techo caído sobre su cabeza. Lucía
una mueca de horror en su rostro porcino y la sangre antes prisionera del cuerpo del animal y
luego vertida en el latón, se derramaba oscura y espera alrededor llegando serpenteando
caprichosamente hasta los pies de la niña para terminar mezclándose con su propia sangre
recién estrenada, inaugurando de esa forma, quebrando de esa manera el pasaje de su niñez a
la madurez femenina.
TERCER PREMIO – CONCURSO NACIONAL DE CUENTOS “MUJERES DEL CAMPO, RIO Y MAR”
Autora: María de los Ángeles Castillo Read
Montevideo
Amelia
Cuando uno es chico hay momentos, lugares y personas que conocemos pero aún no sabemos
que nos van a marcar tanto el resto de nuestra vida. Si pienso en la infancia, vuelvo a sentir el
color de las dos de la tarde en el campo, durmiendo (o no dejando dormir) la siesta, tirados
con los primos bajo el fresco del corredor y claro, es imposible no pensar en ella. Pensar en
Amelia.
Amelia, sin apellido y sin edad, trabajaba desde siempre en la casa más linda del pueblo, donde
la habían criado y donde más tarde ella criaría los cinco hijos de la señorita de la casa. Yo caía
en el pueblo a pasar mis vacaciones con los tíos y corría a la casa grande de la esquina a
reencontrarme con mis amigos y compañeros de aventuras y por supuesto, con ella.
Al principio, la verdad, le tenía un poco de miedo, tan flaca con aquellos dientes enormes y
unos pies indescriptibles, siempre descalzos, asomando bajo la pollera colorida, y tan rápidos y
sigilosos que siempre nos encontraban en medio de alguna travesura. Ah, pero su elemento
principal, lo que de verdad la identificaba, era la escoba como un apéndice de su cuerpo,
porque aunque no barriera, la tenía siempre a un movimiento de su brazo, algo muy
conveniente ya que le permitía además de mantener limpio aquel caserón, deslizarse por
todas las habitaciones y estar al tanto de absolutamente todos los secretos de todo el mundo y
a nosotros los niños, nos barría de su reino (la cocina), con su frase inmortal:
‐ “A ver, a ver, el que no sirva, que no estoorbee!!”
Y, literalmente nos barría del lugar. Andaba siempre con el ceño fruncido y rezongando, pero
cuando se reía, nos reíamos todos, contagiados por unas carcajadas incontenibles. Cuando
más se reía era cuando volvía del río.
Todas las mañanas bien temprano cargaba con un atado de ropa sucia, una barra de jabón y a
la orilla del río sobre las grandes piedras, lavaba su ropa, y además su pelo, y se quedaba
sentada, como purificada, con la mirada perdida y una expresión tan dulce en los ojos que
jamás le conocí en otro momento. Una mañana, en la que nadie quiso acompañarme en la
aventura de madrugar, me encontré caminando por la orilla de aquel río que también me
pareció como adormecido, cuando la vi, lo pensé apenas, me animé y me senté a su lado, me
miró de reojo, no dijo nada. Al rato, junté coraje y le pregunté:
‐ Amelia, ¿Por qué venís todos los días a mirar el río? – Me miró como extrañada.
‐ Y vos, ¿Para qué vas todos los días a la escuela? – Preguntó.
‐ Voy para aprender…‐
‐ Bueno, yo vengo pa´ lo mismo.‐ contestó
‐ Pero a mí me dijeron que vos no sabes ni leer ni escribir.‐ Le dije brutal e inocente.
‐ El río tampoco – me respondió – Y, sin embargo conoce todas las respuestas de todas
las preguntas del mundo, lo que pasa es que las trae hasta la orilla y se las vuelve a
llevar, ¿Ves? Las lleva y las trae, las lleva y las trae, y es por eso que seguimos siendo
tan brutos pa´ vivir, por eso vengo todos los días pa´ ir aprendiendo de a poquito
¿Viste? – Y me regaló una de sus carcajadas memorables.
¡¡Qué razón tenías Amelia!! Hoy pasados los cincuenta, a veces llego hasta la rambla y me
siento a mirar el río, para aprender Amelia, y cuando veo los peces que saltan en la orilla o
las gaviotas que levantan vuelo apuradas, pienso ahí debe andar Amelia con su escoba,
poniendo en marcha a todos, barriendo la espuma, empujando las olas para que las
respuestas nos queden más cerquita. Y, te juro Amelia, que aunque todos me miran, me
rio a carcajadas, sí, me rio, aunque tenga la cara bañada en lágrimas…
CUARTO PREMIO – CONCURSO NACIONAL DE CUENTOS “MUJERES DEL CAMPO, RIO Y MAR”
Autora: Marta Clark
Paraje Buena Vista (Cerro Largo)
La Lavandera del Río Uruguay
El rosado del alba ilumina la faz de Prudencia cuando se inclina sobre el río. Su fina figura del
color del ébano, golpea la ropa contra las piedras del río de los pájaros pintados, que sus
patronas le han encargado lavar.
Con su esbelto dorso, pese a ser madre de seis hijos, trabaja de sol a sol junto al río hasta que
recibe la luz del crepúsculo que se proyecta cual espejo sobre las aguas. Ella hace su atado de
ropa con una sábana blanca y colocándosela sobre su cabeza, se yergue sobre sí misma y con
su cimbreante figura, se encamina de retorno a su modesta vivienda junto a ese río que la vio
nacer y las verá morir.
En ocasiones surca el agua algún trozo de madera que le sirve para calentarse junto al fuego
los días de invierno.
Su caudal le da sustento a ella y sus hijos, le brinda el agua para su lavado y le regala el
alimento para su mesa cuando dos veces al día sus hijos mayores van de pesca.
Cuando la creciente arrecia, sus aguas se filtran por todas las puertas y ventanas. Sus escasas
pertenencias flotan dentro de la casa. Se suben al techo los más pequeños y los mayores
cargan los muebles, calle arriba donde está seco.
Al llegar la bajante a veces trae consigo diversos objetos que enriquecen su modesta casa.
Junta los troncos con los cuales su hijo mayor, el carpintero, hará una mesa más grande para
que quepan todos a la hora de la cena, punto de reunión obligada de sus numerosa familia.
Es hora de poner a secar la ropa después de tanta lluvia, pues ella retrasó la entrega de sus
pedidos.
Sus hijos mayores, le ayudan cuando llega a la casa, cansada de tanto lavar, a planchar y
separar la ropa por atado de cada familia que se lo ha encomendado en una lista escrita en un
papel prendido en la ropa.
Ya tiene la plancha de hierro al rojo vivo sobre el fuego, pronta para realizar el interminable
planchado de las sábanas de hilo o de crea.
También encontramos hecho por sus hijos, el soporte de telar que le sirve para estirar los
manteles que le han pedido que no destroce con la punta de la chapa las filigranas de hilo
confeccionados a mano.
Esa plancha que le pesa cada día más, en su mano derecha, cada vez que la desplaza sobre la
ropa.
Gotas de sudor le corren por su rostro un tanto ajado antes de tiempo por el sol.
Su sombrero de paja desflecado, si bien le cubre su cabeza, a veces se le corre con el viento y
expone su cara a los violentos rayos.
La correntada del salto Grande le brinda el fresco que su cuerpo cansado necesita.
A la hora del almuerzo se desliza nadando por el río hasta Salto Chico, para el encuentro con
las demás mujeres que dejan el cuero en el río, lavando para otros para ganarse su
subsistencia.
La correntada le acaricia con su brisa y corre junto a ella como el camino de su vida.
Avanza y avanza sin volver atrás hasta que se encuentra con el mar, llevando consigo toda su
riqueza, así como Prudencia lleva por la vida su trabajo para darle de comer a sus hijos que son
su continuidad.
Prudencia y el río se hacen uno, cuando ella se sumerge y disfruta en su canasta amplia de asa
ancha, donde también lleva la ropa al río.
Protegida por sus cholitas de las puntiagudas piedras del lecho, camina con paso cansino hasta
casi la mitad del río. Ése que en tiempo de sequía permite ser vadeado casi todo caminando
por sobre las piedras, pero que cuando viene la corriente fuerte hay que aferrarse bien a su
ribera para no ser arrastrado por ella.
Prudencia lleva a su trabajo como únicos compañeros el mate y la caldera de hierro.
Ella retuerce la ropa con la fuerza de sus manos hasta extraerle toda el agua, para luego
extenderla en sus márgenes para que se sequen al sol.
Las luces de un rosado fucsia del hermoso atardecer sobre Salto iluminan su rostro cuando
comprende que su ardua jornada de trabajo ha finalizado. Presto ha de retornar a su casa a
terminar su planchado e irse a dormir, en esa rutina interminable que es la rueda de su vida
junto al río.
QUINTO PREMIO – CONCURSO NACIONAL DE CUENTOS “MUJERES DEL CAMPO, RIO Y MAR”
Autora: Marta Estigarribia
Montevideo
El beso en la pared
Todas las noches se repetía el mismo ritual. Filomena encendía la mecha del farol a kerosén,
colocaba el tubo sobre la llama y ésta iniciaba su obra negruzca y efímera en lengüetazos de
tizne. Vestía faldones oscuros hasta el tobillo, justo a la altura donde llegaban sus botines de
tacón. El cabello eternamente recogido en un rodete sostenido por largos ondulines y una
expresión alerta e inquieta que hacía languidecer al más osado de todos los infortunios. Vivía
en el medio del campo, en una pequeña chacra con huerta, animales de granja y una quinta de
frutales. La vivienda familiar era un rancho de terrón y quincha, que había levantado José, el
marido, con sus propias manos. Filomena hacia cuarenta y cinco días que estaba a cargo de
todos sus hijos, una hilera de siete niños entre dos y diez años en quien concentraba todo su
esmero, su cariño y sus energías.
José iría tropeando y silbando bajito aquellas melodías incomprensibles, que más que silbo
sellaban un entorno suspiro cargado de melancolía. Trasladaba una tropa desde Puntas de
Gutiérrez, en los aledaños de la Estación Young del ferrocarril, a La Tablada de Montevideo.
Fiel a su época, la arreaba por tierra, sin más compañía que un zaino escarceador y su perro
fiel, el Polenta. Dicha hazaña, si el tiempo era bueno, la cumplía en dos meses. Las maletas al
principio iban pesadas de charque, queso y galleta de campaña. Un atadito de leña seca iba a
buen resguardo, por si acaso, por si la lluvia le jugaba una mala pasada, entonces podría
encender un fueguito y calentar el agua para unos cimarrones. La tropera cantaba un tintineo
interminable colgada de los arreos del caballo. No le faltaba el tabaco naco que liaba aún en
marcha junto a un beso a una cañita brasilera. El yesquero pesaba en los bolsillos de la
bombacha acribillada de filigranas de chispas resecas.
‐ Hoy cenaremos temprano. Tenemos temporal – dijo Filomena mientras tendía el
mantel en la mesa.
‐ Tengo miedo, mamá – dijo Concepción mirando con recelo el fogonazo de los
relámpagos que se escabullía por los resquicios de puertas y ventanas cerradas.
‐ No temas – contestó su madre esbozando una caricia ‐ ¡traigan los platos hondos y las
cucharas para el ensopado! – y se dispuso a servir uno por uno los platos cuidando de guardar
el equilibrio donde a cada uno le tocase una papa, un boniato y algo de carne.
Comieron en silencio. El tintinear de las cucharas en los platos de lata era sofocado por el
rumor del viento que cada vez soplaba con más fuerza. La gran enramada que cubría la
entrada, de pronto crujió antes de caer desplomada ante la puerta. Filomena pegó un salto y
miró hacia afuera. Los niños, todos detrás, se pararon en puntillas pero no vieron nada.
Aquello parecía una boca de lobo. Solo se escuchaba el ulular del viento.
‐ ¡Ayúdenme a poner la mesa contra la puerta! – ordenó Filomena.
‐ Es muy pesada, mamá – dijo Gregorio.
‐ ¡Entre todos podremos! – y puso manos a la obra, empujando con todas sus fuerzas. Al
cabo de unos minutos, también crujió la puerta. Filomena lloraba y rezaba en voz alta.
El viento no cesaba, más bien arremetía.
‐ ¡No dejen de empujar! ¡Ay, Dios santo querido! – imploró casi en un ruego, mientras
que en el esfuerzo, lágrimas, mocos y babas resbalaban por su rostro crispado. Ocurrió todo al
unísono. La puerta cedió y entró una bocanada de viento tan fuerte que el techo de paja y toda
su estructura salieron despedidos al instante. Ahora la lluvia torrencial caía sin piedad sobre
los niños que irrumpieron a llorar todos a la vez en la más absoluta oscuridad. Seguían a la
madre, guiados nada más que por su llanto descontrolado.
‐ ¡No me suelten! ¡Abracémonos!
Nunca se podrá saber cuán largos son los brazos de una madre. Su halo protector cubría a
todos sus hijos, al tanto que el llanto se mezclaba con las oraciones a viva voz. De pronto,
súbitamente cambió de actitud.
‐ ¡Vamos a salir de aquí! ¡Tenemos que llegar hasta lo de Rufina! – Tomó al más
pequeño, David, en brazos y a Zelmira de la mano y dirigió sus pasos hacia afuera. Los demás,
todos juntos, se movían detrás de ella prendidos a sus faldones, como si fueran una gran
ameba encerrada en una membrana invisible. No se veían ni las manos y la lluvia arremetía sin
piedad. Atravesaron el patio con el viento de frente, el cuerpo inclinado hacia adelante.
Avanzaban tres pasos y retrocedían dos.
‐ ¡No aflojen, gurises! ¡Tenemos que llegar!
Como pudieron llegaron hasta el alambrado que delimitaba con los vecinos. La única luz que
recibían era la de los relámpagos, recortando sus figuras negras como las sombras de un teatro
chino.
‐ ¡Crucen rápido el alambrado! ¡Los más grandes ayuden a los más chicos!
Del otro lado del alambrado el campo se enrarecía. Los arañaban las espinas, se quedaban
montados en las chircas, caían en los pozos, se volvían a levantar, caminaban en cuatro patas
entre las piedras. Caminar sin saber donde se van apoyar los pies, es desesperante. Cuánto
tiempo caminaron en esas condiciones, es difícil de precisar, diríamos que el necesario para
llegar con el último aliento hasta el destino. Vieron una luz macilenta en la oscuridad, aparecía
y desaparecía ante los caprichos del ir y venir del movimiento de una exigua llama proveniente
quizás, de una vela o de un candil. Filomena avanzaba sin perderla de vista y hasta apuró el
paso como los caballos cuando ven la querencia, sacando fuerzas de flaqueza y con la
esperanza de alcanzar un refugio seguro para su prole. No había dudas, era el rancho de
Rufina, ya estaban más cerca. Cuando llegaron, Filomena golpeó con todas sus fuerzas a la
puerta. Está se abrió sin mediar palabras.
‐ ¡Filomena! – Exclamó Rufina y se hizo a un costado para darle paso. Filomena apenas
traspasó el umbral, se desplomó. El brutal esfuerzo físico y emocional la dejó exánime. Había
perdido el conocimiento.
‐ ¡No te mueras, mamá! – gritó Rodolfo. Y se le tiró encima. Los vecinos la levantaron, la
llevaron a una cama y la reanimaron. Les sirvieron café con leche caliente y galleta de
campaña. Esa noche pernoctaron todos allí.
Al poco tiempo, José, con ayuda de un hermano, levantó otro rancho de material y techo de
chapas. Estuvieron todo un día, padres y niños acarreando cosas par el nuevo hogar, ropa,
loza, muebles, enseres, en un trasiego sin pausa, dejando el trillo de pastos resecos bajo sus
pasos. Culminada la mudanza, Filomena reunió a su esposo y a todos sus hijos y los llevó hasta
el viejo rancho de terrón con destino de tapera.
‐ Aquí nacieron y aquí se criaron. ¡Besen la pared!
Primero fue ella, luego José y finalmente los siete hijos, uno por uno fueron posando sus
jóvenes labios en la pared de barro, para estampar aquél beso con ternura, con amor, casi
como se besa a una madre, borrando para siempre el resabio de una noche de infortunio.
PRIMERA MENCIÓN – CONCURSO NACIONAL DE CUENTOS “MUJERES DEL CAMPO, RIO Y MAR”
Autora: Ana Payotti
Montevideo
Segovia
Era verano y hacía mucho calor a esa hora de la tarde. El camino quedaba cerca de la casa, por
ahí pasaban los camiones del municipio que iban a buscar canto rodado al médano.
A mí, con seis años, me encantaba que pasaran porque así sentía que la soledad se poblaba un
poco. El traqueteo del vehículo, alguna mano alzada, siempre eran un aliciente ante tanto
desierto verde y silencio.
El médano, como le llamábamos a aquella parte del río, era una especie de paraíso de arena y
agua, había que atravesar el monte por el camino que habían hecho para que pudieran entrar
los camiones. Llegar al médano era toda una aventura, sobre todo, cuando íbamos las tres
solas, mi madre, mi hermana chica y yo. A ambos lados del camino, el monte nativo
presentaba su vegetación intrincada, su variedad de árboles, con su fauna, que se escuchaba a
través del silencio y que a mí, me asustaba. Junto al camino comíamos pitanga, arrancábamos
algún plumerillo rojo, se nos cruzaba alguna gallineta, avistábamos algún gato montés saltando
entre los árboles, escuchábamos a las aves con sus cantos, silbidos que, a veces, confundíamos
con alguna víbora, en ocasiones veíamos alguna culebra, oíamos chillidos y nos daba ese
miedo que de todas maneras hay que enfrentar para poder llegar al objetivo.
Pero llegar al médano era una gloria, ahí estaba el río rodeado de arena fina, se veía, a media
distancia, la periferia del pueblo, nos podíamos bañar en su agua límpida, pisábamos la arena
del fondo, no como en el otro tramo del río, cerca de la casa, cuyo fondo era de barro o de
piedra. Nos bañábamos las tres, disfrutando el agua que corría sobre nuestros cuerpos, riendo,
apenas oponiendo un poco de resistencia a la suave corriente del río en aquel lugar.
El paisaje era hermoso, siempre había gente, el pescador y su mujer, y a veces, alguno de sus
varios hijos. Se llamaba Segovia y vivía cerca del ejido. El hombre era flaco, enjuto, curtido y
arrugado por el sol, siempre apenas vestido con su viejo y desgastado short. Su mujer era de
tez morena, con su piel surcada por alguna arruga, siempre sonriente, y también, como
Segovia, parecía haber sufrido bastante en la vida. Sólo sabía que el hombre pescaba en su
viejo bote, y además que era pobre y como todos los pobres tenía una familia muy grande, y
nada más.
Ese día, como siempre, estábamos las tres en casa, mi padre siempre andaba por ahí,
trabajando o en las pencas o en algún boliche en el pueblo. Así que esa tarde, yo me estaba
probando mi nueva malla celeste, súmmum de la belleza para aquella niña que era yo. Me la
había regalado mi abuela que además era mi madrina y me hacía todos los gustos, o sea,
cumplía todos mis caprichos con la plata que sacaba del cinto de mi abuelo. Porque así se
defendían aquellas mujeres de la dependencia monetaria de sus maridos, les “robaban” lo que
también era de ellas. La malla era toda elastizada y me estilizaba, yo quería parecerme a Esther
Williams, la actriz que figuraba en las viejas revistas Ecran, Secretos y Radiolandia de mis tías.
Inesperadamente llegó mi padre, y con tono sorprendido y adolorido, le dijo a mi madre:
“Parece que a Segovia le dio algo, no sé, un sincope, vamos para allá.”
En esa época mi padre tenía una vieja Land Rover gris en la que volvíamos, a bastante
velocidad en la noche, desde el pueblo a nuestra casa de campo, con la luna corriendo delante
de nosotros. Así que cuando llegó, nos subimos rápidamente y nos fuimos por el camino del
monte al médano.
Cuando llegamos Segovia estaba acostada boca arriba en la arena. No se movía, era la primera
vez que veía un muerto. ¡Qué quieta era la muerte!, pensé. Y también pensé que no lo vería
más cuando fuéramos a bañarnos al médano, que no estaría más en su viejo bote en medio del
río pescando, que no vería más a su pequeña mujer morena ni a sus hijos, y me dio tristeza. Se
me desacomodó un pedazo de mundo.
SEGUNDA MENCIÓN – CONCURSO NACIONAL DE CUENTOS “MUJERES DEL CAMPO, RIO Y
MAR”
Autora: Rosalía Arzuaga
Durazno
Mi nombre Rosalía Arzuaga nací en Sarandí de Río Negro departamento Durazno. Voy a contar
algo de mi niñez, nací en un hogar muy pobre, mi madre tenía 7 hijos yo era la menor. Mi
madre trabajaba mucho, tenía una quinta muy grande, mis hermanos trabajan la quinta.
Cuando cumplí 7 años mi madre no pudo mandarme a la escuela porque yo era una niña muy
enferma de los bronquios y de la garganta. Para ir a la escuela había que pasar un bañado, yo
no tenía bota ni abrigo.
Un día yo estaba copiando un sobre que había en papel que había venido envolviendo una
barra de jabón y entró una cuñada mía y me dijo qué estás haciendo y le dije estoy a ver si
puedo escribir esto y ella me dijo vos queres aprender a leer y le digo si también quién me
enseñara y ella contesto yo te enseño y de ese momento empezar a aprender poco que ella
sabía y cuando ella estaba y le pedía a alguna prima que venia que me pusiera alguna letra y
así fui aprendiendo este poquito, como ya verán falta de ortografía y leer voy deletreando.
Cuando fui más grande mi madre me enseño a coser y tejer los puntos más fáciles. Y yo seguí
practicando hasta con la ayuda de madre logré hacerme un buzo aunque no muy bien. Y
después unas prima mía empezó a enseñarme a bordar, bueno algo aprendí. Y antes de
cumplir los 20 años me case con hombre muy trabajador, tuve 7 hijos que son muy buenos y
me rodean mucho porque desde 2006 estoy con artrosis en silla de rueda.
(Transcripción de original)
Original de la 2da. Mención
TERCERA MENCIÓN – CONCURSO NACIONAL DE CUENTOS “MUJERES DEL CAMPO, RIO Y MAR”
Autora: Valeria Rodríguez Martínez
Cerro Colorado, Florida
Autorretrato
Transportada por el viento, dominada otra vez por los surco de la tierra arada, atravesada por
los rayos del sol alzado. Los leves pliegues, como de un paño arrugado, permitían ver el
horizonte y el cielo. Sus manos y sus latidos esperan. Suspendidos, oscilantes, cambiantes, sus
pasos se detienen, sus manos aguardan con la paciencia de los años. Flor tras flor, los sutiles
ramilletes lucen como una fila desordenada de revelaciones, una expansión del campo que
surge hacia arriba. Los aromas persuasivos de la marcela capturan el instante, el
descubrimiento. Ahora yo soy un yuyo que pertenezco al campo, ahora me muevo, ahora
espero la temprana brisa. Pronto llegará el invierno. Lo sé por los nidos que crecen, como un
estallido, sobre la rama seca de los árboles. Lo sé porque yo soy el invierno. Las estaciones son
parte de mi ser. Y las estrellas, todas las estrellas que me visitan cada noche. Sólidas
compañeras, amantes de la luna. Lo saben quienes viven por aquí. Estamos más cerca de los
astros que de nuestros vecinos, cada noche. De los terneros, los lechones, las aves de corral.
¿Cómo lo sé? Soy la tierra. Ahora las manos caben en el infinito, buscando las hojas plenas y el
verde en su solitud, los rojos de morrones y tomates. Viene Gaucho, mis ojos y pies, que con
sus ladridos espanta los teros. Sube la brisa y mi cabello mustio y reseco por los rayos del sol
vuela esperanzado, flamea en medio de la nada, adquiere la forma del viento. Sí. Se escuchan
los y me rodean las plumillas, las colas de zorro que ornamenten la casa y el campo, los
distinguidos penachos de la hectárea.
Soy una mujer vestida de gris y alpargatas, veo otras mujeres vestidas de franela cruzando el
campo, buscando una jarra de agua, llevando a sus hijos a aprender, alambrando con manos
ajadas como las mías. Las veo y soy una de ellas. Veo mujeres con botas en sus pies, y guantes
en sus manos. Veo frentes sudadas con la comprensión en la mirada; escucho. Escucho folclore
desde una spica obsoleta, escucho y veo el olor de la tierra mojada, las sombras de los árboles
proyectándose en el pasto, el humo que se alza desde la incipiente fogata, la fragancia del
cuero recién curtido. Lo veo a él. Siento el sabor de la yerba que sabe a campo, a yuyos y
cedrones. Ahora mi mano se abre derramando semillas que espantan a los pájaros, ahora
tengo manojos en esas manos.
Zumban algunas abejas alrededor de mis orejas, Gaucho ladra en círculos. Mis pasos me llevan
a la casa. Es la casa de siempre, él me espera y cuando me ve, lo miro a los ojos. Tiene olor a
oveja, el mismo que tenía cuando lo conocí, rebenque en mano. Revuelvo la comida con la
cuchara de madera, de la olla portentos brotan las fragancia del otoño. Fragancia de marzo.
Los pliegos de las lechugas moradas y verdes nos acompañan. Gaucho yace bajo la mesa, con
las orejas alertas. Siempre hay motivo para salir afuera. Ahora soy la paz de la siesta, el rito
sagrado. Luego, llegaré al pueblo más cercano para ofrecer mis yuyos, los dones de la
naturaleza, del campo para las gentes de ciudad. Yo soy el campo.