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N 47 julio agosto 2013

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Oración

Tu humilde ermita, Reina de los ángeles,

joya de Asís, espejo de pobreza,

era amada por ti, Santa María,

y agraciada por Dios con su presencia.

La restaura Francisco generoso

y a ti, Madre del Verbo, en ella ruega

que te dignes hacerte su abogada,

que le enseñes las sendas evangélicas.

En ella alcanza la sabiduría,

descubre el Evangelio, a él se entrega,

en ella Dios le aumenta los hermanos,

en ella Clara consagrada queda.

En ella, cuando Dios a sí le llama,

cumple Francisco su oblación suprema,

que honren y amen un lugar tan santo

con ardor a sus hijos recomienda.

El altar que allí tienes consagrado

es trono de la gracia y la clemencia,

allí la busca el pecador contrito,

allí perdón y paz el alma encuentra.

Madre de la Familia Franciscana,

obtennos con tus ruegos indulgencia;

con Francisco te amamos y alabamos,

contigo a Dios cantamos su grandeza. Amén.

¡Paz y Bien!

Boletín mensual de la Orden Franciscana Seglar Fraternidad de Villarrubia de los Ojos – Ciudad Real

Nº 47 JULIO - AGOSTO DE 2013

Editorial

¡Paz y bien, hermanos!

Estamos inmersos en plenos calores estivales, pero, como agua fresca, llegan, para la Familia Franciscana, dos fechas muy significativas: dos fiestas que debemos vivir con gozo y alegría.

En primer lugar tenemos el 2 de agosto la fiesta de Santa María de los Ángeles. La pequeña ermita de Santa María de los Ángeles está íntimamente ligada a la Familia Franciscana. Allí tuvo lugar el origen de los frailes, el comienzo de la vida al estilo de Francisco, y allí Santa Clara, la primera mujer que siguió al “pobrecillo de Asís”, se consagró a Dios y le prometió una vida sencilla, basada en el estilo del Padre San Francisco. Por eso nuestra Fraternidad de la O.F.S. de Villarrubia de los Ojos quiere celebrar con gozo

estas dos fiestas, junto a nuestras Hermanas Clarisas. Allí nos uniremos gozosos para vivir nuestro carisma, al mismo tiempo que nos uniremos a la cadena de oraciones por las víctimas del accidente ferroviario de Santiago de Compostela de los pasados días, pidiendo por ellas y por todos sus familiares, para que Dios los tenga ya junto a Él y para que los que aquí quedaron tengan el ánimo y la fuerza suficientes para salir adelante.

Que el calor de estos meses no seque el manantial fresco de nuestra fe.

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¿Quién es Clara de Asís?

El 13 de diciembre de 1193 veía por primera vez la luz del mundo, en

Asís (Italia), Clara Favarone. Su padre era un caballero que pertenecía a la

noble familia de los Offreduccio, una de las más antiguas y poderosas de

la ciudad de Asís. Su madre, cuyo nombre era Hortulana, procedía

igualmente de la nobleza.

Tanto Favarone como Hortulana eran muy

respetados en Asís por su sentido humanitario y su

honestidad. Tuvieron tres hijas: Clara, la primogénita,

Catalina y Beatriz, la pequeña. Vivían en la casa de los

Offreduccio, que se alzaba majestuosa junto a la

catedral de San Rufino.

A causa de los odios y rivalidades entre las

diferentes clases sociales, la paz no era estable en Asís.

Apenas tenía Clara cinco años cuando conoció los horrores de la guerra, y

la añoranza del destierro en la ciudad de Perusa.

Cumplidos los 12 años, Clara fue prometida a un noble caballero de

Asís. Ésa era la costumbre, aunque las bodas no se celebrarían hasta que la

doncella cumplía los 17 años.

Clara, sincera y pura, llevaba un impulso de autenticidad en su alma.

Después de fijar su mirada transparente en el Crucificado, ¿cómo podría

comprender la ambigüedad del juego social que la rodeaba?, ¿cómo podría

disfrutar de unas riquezas que se conseguían con el horror de la guerra?,

¿cómo danzar satisfecha en los salones mientras otras doncellas

permanecían dobladas sobre la rueca para poder malamente subsistir?,

¿cómo podría saciarse mientras otros pasaban hambre...?

¿Dónde habían puesto al Cristo del Evangelio en aquella sociedad?

¿Dónde estaba el verdadero camino? ¿Dónde la puerta estrecha del Reino

por donde poder pasar?

Un día Clara escuchó la voz apasionada y verdadera del hermano

Francisco, aquel penitente que las gentes tenían por demente, y sintió caer

como rocío refrescante sobre su alma la respuesta ansiada. Poco después

vio que lo seguían algunos hombres..., los que precisamente antes la

sacaban a bailar en las fiestas cortesanas: Bernardo de Quintavalle, Ángel

Tancredi, hasta su primo Rufino..., lo habían dejado todo para seguir a

Francisco y para adoptar su forma de vida.

Y así, abandonados el hogar, la ciudad y los familiares, corrió a Santa María de Porciúncula, donde los frailes, que ante el pequeño altar velaban la sagrada vigilia, recibieron con antorchas a la virgen

Clara. De inmediato, cortada su cabellera por manos de los frailes, abandonó sus variadas galas.

Ni hubiera estado bien que la Orden de florecientes vírgenes que

surgía en aquel ocaso de la historia se fundara en otro lugar que en el santuario de quien, antes que nadie y excelsa sobre todas, fue ella

sola juntamente madre y virgen. Éste es el mismo lugar en el que la milicia de los pobres, bajo la guía de Francisco, daba sus felices primeros pasos; de este modo quedaba bien de manifiesto que era la

Madre de la misericordia la que en su morada daba a luz ambas Órdenes. En cuanto hubo recibido, al pie del altar de la

bienaventurada Virgen María, la enseña de la santa penitencia, y cual si ante el lecho nupcial de esta Virgen la humilde sierva se

hubiera desposado con Cristo, inmediatamente san Francisco la trasladó a la iglesia de san Pablo [monasterio de Benedictinas], para

que en aquel lugar permaneciera hasta tanto que el Altísimo dispusiera otra cosa.

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Señor, en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente. Y no

tienen por qué avergonzarse, pues el Señor se hizo pobre por nosotros en

este mundo”. Por fin se aprobó la Regla por la que habían de regirse Clara

y sus hermanas en 1252, llegando la Bula papal el 9 de agosto de 1253, tan

sólo dos días antes de morir Clara, quien por fin había visto cumplido su

sueño de ver reglado su estilo de vida con una norma básica: vivir los

principios evangélicos en la más estricta pobreza. El 11 de agosto del

mismo año murió para el mundo Clara, pero nació una nueva Santa para la

Iglesia.

Tan sólo dos años después fue canonizada, aunque ya en su entierro, el

papa Inocencio IV quiso cantar el oficio de santas, lo que demuestra la

fama de la caridad y las virtudes extremas de Clara.

Testimonio de las fuentes franciscanas sobre Santa María de los Ángeles o de la Porciúncula

De la Leyenda de Santa Clara

Cómo, convertida Clara por el bienaventurado Francisco,

pasó del siglo a la religión.

Llegó el Domingo de Ramos. La joven, vestida con sus mejores galas, espléndida de belleza entre el grupo de las damas, entró en la

iglesia con todos. Al acudir los demás a recibir los ramos, Clara, con humildad y rubor, se quedó quieta en su puesto. Entonces, el obispo

se llegó a ella y puso la palma en sus manos. A la noche, disponiéndose a cumplir las instrucciones del santo, emprende la

ansiada fuga con discreta compañía. Y como no le pareció bien salir por la puerta de costumbre, franqueó con sus propias manos, con una fuerza que a ella misma le pareció extraordinaria, otra puerta

que estaba obstruida por pesados maderos y piedras.

Desde entonces procuró entrevistarse con él, a escondidas, para que los

suyos no se lo impidiesen. En sus palabras y ejemplos hallaba respuesta a

sus inquietudes, descubría una afinidad espiritual irresistible. Ahora había

conocido verdaderamente su vocación.

Clara quería la vida evangélica, tal como la veía en Francisco y sus

frailes, que ya recibían el nombre de Menores. Lo habló con el obispo de

Asís, Guido. Había que hacer algo. Ya tenía 17 años y en su casa

comenzaban a preparar su boda con Rainiero de Bernardo. El obispo,

discreto y sabio, se arriesgó a proteger a Clara, como ya lo había hecho

seis años antes con Francisco, al que le puso su capa cuando el Santo de

Asís se desnudó en la plaza de la ciudad como símbolo del rechazo de los

bienes que su padre le ofrecía, para entregarse por entero, con la “dama

pobreza”, al servicio de Dios y de los hombres. Clara esperaría la señal de

Francisco, por medio del obispo, para consagrarse a su estilo de vida,

venciendo todas las dificultades que, al ser mujer, se le planteaban.

El 28 de marzo de 1212, Domingo de Ramos, al comenzar la procesión

de las palmas en la catedral de Asís, el obispo Guido se acercó a Clara y

puso en su mano un ramo de olivo bendito.

La doncella quedó inmóvil, comprendió que aquélla era la señal. Era la

aprobación de la Iglesia para salir al encuentro de su Señor. Y aquella

misma noche, Clara veló hasta que la ciudad quedó dormida y su casa

silenciosa. A medianoche cuentan que huyó por la “puerta de los

muertos”. Y se fue, calle abajo, sin mirar atrás... Dejaba a su familia, su

casa, la promesa de bodas, su situación de privilegio y seguridad... Pero no

le importó.

Sola y engalanada como una novia corrió bajo la luz

de la luna llena. Caminó hasta la puerta de la ciudad.

Allí la esperaban el hermano Francisco, su primo fray

Rufino, fray Bernardo y fray Felipe. Entre cantos de

gozo bajó, con su “escolta de pobres”, hasta la ermita

de Santa María de los Ángeles (la Porciúncula). Allí

celebró sus bodas, se abrazó para siempre a Jesucristo

como esposa virgen y pobre. Se despojó de sus

vestiduras, de su condición, del manto, del ceñidor de lino y se vistió una

túnica tosca que ciñó con una cuerda a su cintura. El hermano Francisco le

cortó los cabellos y todos los hermanos Menores fueron testigos, en

aquella noche bendita, de su consagración a Jesucristo.

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Antes de amanecer la acompañaron los hermanos a la abadía de Bastia.

Sin duda fue el obispo Guido quien solicitó a las benedictinas el derecho

de asilo a favor de Clara.

A la mañana siguiente cundió la inquietud en la casa de los

Offreduccio; luego la indignación al sospechar que pudiera haberse ido

con los frailes Menores. Los siete caballeros de la casa salieron armados,

dispuestos a “rescatar” a Clara. Por las buenas o por las malas, le harían

entender que ella tenía el deber de acatar las tradiciones. Si no quería

casarse, podría ser monja, pero jamás le permitirían que viviera como los

hermanos Menores.

Llegaron a Bastia los caballeros. Allí no podían usar la violencia, pues

todo el término de la abadía gozaba del derecho de asilo. La abadesa los

acompañó hasta la iglesia. Aquí encontraron a Clara vestida con una pobre

túnica. Pretendieron convencerla, por las buenas, pero Clara, sin perder la

serenidad, se abrazó al altar. Luego se alzó el velo mostrando su cabeza

rapada. Era el signo de su consagración pública a Jesucristo.

Todo estaba dicho. Ya no tenían nada que hacer. Si la forzaban

incurrirían en pleito con la Iglesia. Estaba ya consagrada. Habían llegado

“tarde”.

Apenas habían pasado 14 días cuando Catalina Favarone, la hermana

de Clara, se escapó de su casa y vino a su encuentro para compartir su vida

evangélica. Luego su amiga Pacífica aunque algunos autores señalan que

Pacífica, amiga y prima de Clara, se fugó con ella la noche del Domingo

de Ramos. Bienvenida de Perusa, Balbina, Cristina, Lucía, incluso con el

tiempo su propia madre, Hortulana... Dios le daba hermanas, de la misma

manera que a Francisco le había dado hermanos. Venían de todas las

clases sociales. Para ser monja era condición indispensable ser noble; para

ser hermana Menor, bastaba ser hija del Padre.

“Y así, por voluntad del Señor y de nuestro beatísimo padre Francisco,

fuimos a morar junto a la iglesia de San Damián; en este lugar, el Señor,

por su misericordia y gracia, hizo crecer nuestro número en un corto

espacio de tiempo, para que así se cumpliera lo que el Señor había

predicho por su santo...”

Allí, junto a esta pequeña ermita restaurada por Francisco, Clara y sus

hermanas empiezan a morar con su nuevo estilo de vida. Es en San

Damián donde nació, pues, la Orden de las Damas Pobres o Clarisas.

La vida de la hermana Clara no fue fácil. Tuvo que luchar sin tregua

para que la novedad de su forma de vida fuera reconocida en la Iglesia.

Los papas Inocencio III, Honorio III, Gregorio IX e Inocencio IV la

amaron y se dejaron persuadir por ella. Pero, siempre ha existido la

tendencia a regular las formas religiosas nuevas basándose en las formas

precedentes o monásticas. Por eso sintió la urgencia de elaborar su propia

Regla, la Regla de la altísima Pobreza y de la santa Unidad. En ella selló a

fuego la guarda de la pobreza y de la unión jurídica con la Orden de los

Menores.

Vivió sobria y pobremente con sus hermanas, del trabajo de sus manos.

La vistió el dolor, pero jamás se quebró. Contemplando a su Cristo, que

pasa de muerte a vida, aprendió la divina magia de transformar lo amargo

en dulzura de alma y cuerpo.

Durante los cuarenta y dos años que vivió Clara en la ermita de San

Damián, vio crecer su fraternidad hasta llegar a ser cincuenta hermanas, y

extenderse su orden por varias naciones de Europa.

En 1226 muere Francisco, y Clara y sus hermanas quedaron sumidas en

un profundo dolor. Pero los hermanos Menores continuaron la labor de su

fundador, no queriendo dejar “huérfanas” a las “plantitas” de Francisco.

La seguridad de las hermanas estaba continuamente

pendiente de un hilo, dado el ambiente hostil y

guerrero de la época. En 1240, las tropas sarracenas

invadieron Asís. Clara, ya muy enferma, pide a sus

“hijas” que le lleven la custodia con el cuerpo de

Cristo dentro. La presencia real de Jesucristo y el

poder de la oración de las Damas Pobres contuvieron

la invasión, que no llegó al convento.

Clara obtuvo del papa Inocencio III el “privilegio

de la pobreza radical” (exclusión de bienes y de

herencias). Pero el siguiente papa, Gregorio IX trató

de revocarlo, y finalmente Inociencio IV, en 1247,

promulgó una bula imponiendo a las Damas Pobres o Clarisas una nueva

regla, en la que se reconocía el derecho de poseer bienes y rentas. Tras

múltiples avatares, poco antes de morir, Clara, en nada de acuerdo con

estar lejos de su amada pobreza, escribió una nueva regla que rebatiese la

anterior: “Las hermanas no se apropien nada para sí, ni casa, ni lugar, ni

cosa alguna. Y, cual peregrinas y forasteras en este siglo, que sirven al