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Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) PROSAS VARIAS (1920-1935) Índice ------------------------------------------------- FUE SATANÁS (1920)............................................... 2 GANARÁS EL PAN (1920)............................................ 6 PRUDENCIO OTERO SÁNCHEZ, «ESPAÑA, PATRIA DE COLÓN» (c.1922)......6 GLOSA LITERARIA (1923)........................................... 7 RICARDO BAROJA Y NESSI, «EL PEDIGREE» (c.1924)...................8 VICTORIANO GARCÍA MARTÍ, «DE LA FELICIDAD» (c.1925).............10 CORREO DIPLOMÁTICO (1933).......................................11 EPITALAMIOS NAPOLITANOS. «EN ENERO, JUAN TERCERO» (1935)........20 «CODEX CALIXTINUS» (1935).......................................22 UN LIBRO SUGERIDOR (Amadeo de Saboya) (1935)....................24 PAÚL Y ÁNGULO Y LOS ASESINOS DEL GENERAL PRIM (1935)............34 MI REBELIÓN EN BARCELONA (1935).................................42 UNA DESCONOCIDA (1935).......................................... 44 DE MIS MEMORIAS DE MÉXICO (s/d).................................46 MARÍA DEL PALACIO (s/d).........................................46 JULIO ROMERO DE TORRES (s/d)....................................47 A LOS LIBERALES (s/d)........................................... 48

n del... · Web viewY mi voz fue tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oírla, sentí su extraño poder de seducción. Era llegado el momento supremo, y presintiéndolo, mi corazón

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Ramón del Valle-Inclán

(1866-1936)

PROSAS VARIAS (1920-1935)

Índice

-------------------------------------------------

FUE SATANÁS (1920).................................................................................................................................................... 2

GANARÁS EL PAN (1920)............................................................................................................................................ 6

PRUDENCIO OTERO SÁNCHEZ, «ESPAÑA, PATRIA DE COLÓN» (c.1922).............................................6

GLOSA LITERARIA (1923).......................................................................................................................................... 7

RICARDO BAROJA Y NESSI, «EL PEDIGREE» (c.1924)...................................................................................8

VICTORIANO GARCÍA MARTÍ, «DE LA FELICIDAD» (c.1925)..................................................................10

CORREO DIPLOMÁTICO (1933).............................................................................................................................11

EPITALAMIOS NAPOLITANOS. «EN ENERO, JUAN TERCERO» (1935)................................................20

«CODEX CALIXTINUS» (1935)................................................................................................................................22

UN LIBRO SUGERIDOR (Amadeo de Saboya) (1935)...................................................................................24

PAÚL Y ÁNGULO Y LOS ASESINOS DEL GENERAL PRIM (1935)............................................................34

MI REBELIÓN EN BARCELONA (1935)...............................................................................................................42

UNA DESCONOCIDA (1935).....................................................................................................................................44

DE MIS MEMORIAS DE MÉXICO (s/d).................................................................................................................46

MARÍA DEL PALACIO (s/d)......................................................................................................................................46

JULIO ROMERO DE TORRES (s/d)........................................................................................................................47

A LOS LIBERALES (s/d)............................................................................................................................................. 48

FUE SATANÁS (1920)I

Yo salía todas las tardes con la escopeta y los perros, y llegaba hasta la casa de campo donde veraneaba mi prima Isabel, porque aquel año sentía por ella una pasión profunda. Isabel me recibía siempre y me contaba sus tristezas. Yo al oírla me conmovía tanto, que, con la voz temblorosa, más de una vez me ofrecí a consolarla; pero ella sólo daba a mis palabras el valor de una broma. Aparte de ser mi prima, Isabel era una santa. ¡Cuántas veces la he visto temblar bajo los ojos despóticos de su marido, un viejo huraño y avaro, que la trataba con aquella crueldad que trataban los impíos centuriones a sus esposas, cuando eran cristianas!...II

¡Qué dolorosa y qué triste fue nuestra despedida! Isabel estaba en el fondo de un salón llenando de rosas los floreros de la capilla. Cuando yo entré quedóse un momento indecisa; sus ojos miraron miedosos hacia la puerta, y después se volvieron a mí con un ruego tímido y ardiente. Llenaba en aquel momento el último florero, y sobre sus manos deshojóse una rosa. Yo entonces le dije, sonriendo:—¡Hasta las rosas se mueren por besar tus manos!Ella también sonrió, contemplando las hojas que había en sus manos, y luego, con leve soplo, las hizo volar. Quedamos silenciosos; era la caída de la tarde, y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos; los cipreses del jardín levantaban sus cimas pensativas en el azul del crepúsculo, al pie de la ventana iluminada. Dentro, apenas si se distinguía la forma de las cosas, y en el recogimiento del salón las rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente, igual que la tarde. Mis ojos buscaban los ojos de Isabel con el empeño de aprisionarlos en la sombra.Ella suspiró angustiada, como si el aire le faltase, y apartándose el cabello de la frente con ambas manos, huyó hacia la ventana. Yo, Temeroso de asustarla, no intenté seguirla, y sólo le dije después de un largo silencio:—¿No me darás una rosa?Volvióse lentamente, y repuso con voz tenue:—Si la quieres...Dudó un instante, y de nuevo se acercó. Procuraba mostrarse serena, pero yo veía temblar sus manos sobre los floreros al elegir la rosa. Con una sonrisa llena de angustia me dijo:—Te daré la mejor.Ella seguía buscando en los floreros. Yo suspiré, romántico:—La mejor está en tus labios.Me miró, apartándose pálida y angustiada.—No eres bueno... ¿Por qué me dices esas cosas?—Por verte enojada.—¡Algunas veces me pareces el demonio! —El demonio no sabe querer.Quedóse silenciosa. Apenas podía distinguirse su rostro en la tenue claridad del salón, y sólo supe que lloraba cuando estallaron sus sollozos. Me acerqué, queriendo consolarla.—¡Oh!... Perdóname, Isabel.Y mi voz fue tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oírla, sentí su extraño poder de seducción. Era llegado el momento supremo, y presintiéndolo, mi corazón se estremecía con el ansia de la espera cuando está próxima una gran ventura. Isabel cerraba los ojos con espanto, como al borde de un abismo. Su boca, descolorida, parecía sentir una voluptuosidad

angustiosa. Yo le cogí las manos, que estaban yertas: ella me las abandonó con un frenesí doloroso.—¿Por qué te gozas en hacerme sufrir?... ¡Si sabes que todo es imposible!...—¡Imposible!... Yo nunca esperé conseguir tu amor... ¡Ya sé que no lo merezco!... Solamente quiero pedirte perdón y oír de tus labios que no me aborreces.—¡Calla!... ¡Calla!...—Te contempló tan en alto, tan lejos de mí, tan ideal...—¡Calla!... ¡Calla!...—Mi corazón agoniza sin esperanza. Acaso podré olvidarte, pero ten seguro que este amor ha sido para mí un fuego purificador. —¡Calla!... ¡Calla!...Yo tenía lágrimas en los ojos, y sabía que cuando se llora, las manos pueden arriesgarse a ser audaces. Isabel quedóse pálida como una muerta, y creí que iba a desmayarse en mis brazos. Era una santa, y viéndome a tal extremo desgraciado, no tenía valor para mostrarse más cruel conmigo. Cerraba los ojos y gemía agobiada:—¡Déjame!... ¡Déjame!...Yo murmuré:—¿Por qué me aborreces tanto?Me miró despavorida, como si al sonido de mi voz se despertase, y arrancándose de mis brazos huyó hacia la ventana, que doraban todavía los últimos rayos del sol. Apoyó la frente en los cristales y comenzó a sollozar. En el jardín se levantaba el canto de un ruiseñor que evocaba en la sombra azul de la tarde un recuerdo ingenuo de santidad.

III

—¡Entra! ¡Entra!Isabel llamaba a su hija, una niña de cinco años, que asomaba en la puerta del salón. —¡Entra!... ¡Entra!...La llamaba afanosa, tendiéndole los brazos desde el fondo de la ventana. La niña, sin moverse, le mostró una muñeca: —Me la hizo la doncella. —Ven a enseñármela. —¿No la ves así? —No; no la veo.La niña acabó por decidirse, y entró corriendo. Los cabellos floraban sobre su espalda como una nube de oro. Iba llena de gentileza, con movimientos de pájaro, alegres y ligeros. Su madre, viéndola llegar, sonreía, cubierto el rostro de rubor. Inclinóse para besarla, y la niña se le colgó del cuello, hablándole al oído.—¡Si le hicieses un vestido a mi muñeca!—¿Cómo lo quieres?—Azul.La madre le acariciaba los cabellos, reteniéndola a su lado. Yo veía cómo sus dedos trémulos desaparecían bajo la infantil y olorosa crencha. En voz baja le dije:—¿Qué temías de mí?Sus mejillas llamearon.—¡Nada!...Y aquellos ojos, como no he visto otros hasta ahora, ni los espero ver ya, tuvieron para mí una mirada tímida y amante. Callábamos conmovidos, y la niña empezó a referirme la historia de su muñeca.Se llamaba Fifina, y era una Princesa. Cuando le hiciesen aquel vestido azul, le pondría también una corona. La niña hablaba sin descanso: sonaba su voz con murmullo alegre,

continuo, como el borboteo de una fuente. Recordaba cuántas muñecas había tenido, y quería contar la historia de todas. Unas habían sido Princesas, y otras pastoras. Eran largas historias confusas, donde se repetían continuamente las mismas cosas. La niña extraviábase en aquellos relatos como en el jardín encantado del ogro las tres niñas hermanas, Andará, Isabela y Aladina... De pronto huyó de nuestro lado. Su madre la llamó, sobresaltada:—¡Ven! ¡No te vayas!—No me voy.Corrió por el salón, y la cabellera de oro le revoloteaba sobre los hombros. Como cautivos la seguían a todas partes los ojos de su madre. Volvió a suplicarle:—¡No te vayas!...—Si no me voy...La niña hablaba desde el fondo del salón. Isabel, aprovechando el instante, murmuró con apagado acento: —¡Vete!... ¡Déjame!... —¡No puedo! —¡Te lo suplico! —¡Qué cruel eres!... —¡Debo serlo!Isabel me clavó los ojos tristes, guarnecidos de lágrimas, como de oraciones purísimas. Entonces ya pareció olvidada de la niña, que, sentada en un canapé, adormecía su muñeca con viejas tonadillas del tiempo de las abuelas. En la sombra de aquel vasto salón, donde las rosas esparcían su aroma, la canción de la niña tenía el encanto de esas rancias galanterías que parece se hayan desvanecido con los últimos sones de un minué.

IV

Isabel temblaba bajo mis ojos como una flor de sensitiva. Yo adivinaba en sus labios el anhelo y el temor de hablarme. De pronto me miró ansiosa, parpadeando como si saliese de un sueño. Con los brazos tendidos hacia mí, murmuró arrebatada, casi violenta:—¡Xavier, sé caballero!...—Ya lo soy, Isabel.—No vuelvas a esta casa.—Sería renunciar a verte.—Si vuelves, hallarás la puerta cerrada.Isabel había dejado de temblar. Erguíase inmaculada y heroica, como las santas entre las fieras del circo. Yo insistí con triste acento, gustando el placer doloroso y supremo del verdugo:—Vendré para sentarme en el umbral y sentir todo tu desprecio. ¡Tal vez así pueda dejar de quererte!Isabel retrocedió hacia el fondo de la ventana:—¡Si yo no te desprecio!... ¡Si yo no te desprecio!...Luego, rehaciéndose, quiso huir, pero yo la detuve:—¡Escúchame!Ella me contemplaba con los ojos extraviados. Desfallecida y resignada, miró hacia el fondo del salón, llamando a la niña: —¡Ven, hija, ven!...Y le tendía los brazos. La niña acudió corriendo. Isabel la estrechó contra su pecho, alzándola del suelo; pero estaba tan desfallecida de fuerzas, que apenas podía sostenerla, y suspirando con fatiga, tuvo que sentarla sobre el alféizar de la ventana. Los rayos del sol poniente circundaron como una aureola la cabeza infantil, y la crencha sedeña y olorosa fue como onda de luz sobre los hombros de la niña. Yo busqué en la sombra la mano de Isabel.

—¡Cúrame!Ella murmuró, retirándose: —¿Y cómo?—Jura que me aborreces.—Eso no.—¿Y amarme?—Tampoco. Mi amor es de mi hija.Y su voz era tan triste al pronunciar estas palabras, que yo sentí una emoción voluptuosa, como si cayese sobre mi corazón rocío de lágrimas purísimas. Inclinándome para beber su aliento y su perfume, murmuré en voz baja y apasionada:—Tú me perteneces. A todas partes te seguirá mi culto mundano. Solamente por vivir en tu recuerdo y en tus oraciones, moriría gustoso.—¡Calla!... ¡Calla!...Isabel, con el rostro intensamente pálido, tendía sus manos temblorosas hacia la niña, que estaba sobre el alféizar, circundada por el último resplandor de la tarde, como un arcángel en una antigua vidriera. El recuerdo de aquel momento aún pone en mis mejillas un frío de muerte. Ante nuestros ojos espantados se abrió la ventana con ese silencio de las cosas inexorables que están determinadas en lo invisible y han de suceder por un destino fatal y cruel. La figura de la niña, inmóvil sobre el alféizar, se destacó un momento en el azul del cielo, donde palidecían las primeras estrellas, y cayó al jardín cuando llegaban a tocar los brazos de la madre.

V

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...Aún resuenan en mi oído los gritos angustiados de Isabel: —¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...La niña estaba inerte sobre la escalinata. El rostro aparecía, entre el velo de los cabellos, blanco como un lirio, y de la rota sien manaba el hilo de sangre que los iba empapando. La madre, como una poseída, gritaba:—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...Levanté a la niña en brazos, y sus ojos se abrieron un momento, llenos de tristeza. La cabeza, ensangrentada y blanca, rodó yerta sobre mi hombro, y los ojos se cerraron de nuevo, lentos, como dos agonías. Los gritos locos de la madre resonaban en el silencio del jardín:—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...La cabellera de oro, aquella cabellera fluida como la luz, olorosa como un huerto, estaba llena de sangre. Yo la sentí pesar sobre mi hombro, semejante a la fatalidad de un destino trágico.Con la niña en brazos subí la escalinata. En lo alto salió a mi encuentro el coro angustiado de los criados. Yo sentí la muda interrogación de aquellos rostros pálidos, que tenían el espanto en los ojos. Sus brazos se tendían hacia mí desesperados, y ellos recogieron el cuerpo de la niña y lo entraron en la casa. Yo quedé inmóvil, sin valor para ir detrás, contemplando la sangre que tenía en las manos. Desde el fondo de las estancias, donde el viento andaba a batir las puertas, venía hasta mí el lloro de los criados y las voces, ya roncas, de aquella que clamaba enloquecida:—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...Sentí miedo. Bajé la escalinata y, presuroso, atravesé el jardín para salir al camino. Al desaparecer bajo el arco de la puerta, volví atrás los ojos, llenos de lágrimas. En la ventana, siempre abierta, me pareció distinguir una sombra trágica y desolada. ¡Pobre sombra, envejecida, arrugada, miedosa, que vaga todavía por aquellas vastas estancias, y todavía cree verme acechándola en la oscuridad! Me contaron que ahora, al cabo de tantos años, ya repite sin pasión, sin duelo, con la monotonía de una vieja que reza:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

GANARÁS EL PAN (1920)

El Precepto del Padre Celestial, dictado a modo de castigo, tiene fiesta de religión. La única fiesta de los nuevos tiempos, donde alumbra el sentido sagrado de las viejas Humanidades. Un viento encendido de bíblicas intuiciones, estremece la conciencia de los hombres de buena voluntad. El génesis levanta sus místicas auroras sobre el aterido Occidente.¡Aleluya! ¡Aleluya!Los trabajadores del mundo celebran y confirman el sentido de la vida: La Ley del Esfuerzo Humano. El latido religioso de los hombres vuelve a rodar en la teologal caverna con un eco de Eternidad.Parten el pan los trabajadores del mundo. Y tiene la armonía cordial de las amonestaciones evangélicas, el aliento rugiente del bíblico castigo.La Humanidad, en gozo de fiesta, está de rodillas ante el Precepto del Padre Celestial. ¡Aleluya! ¡Aleluya!

PRUDENCIO OTERO SÁNCHEZ, «ESPAÑA, PATRIA DE COLÓN» (c.1922)

«Querido Prudencio:

He leído la trova Memorare novisima tua y otras canciones atribuidas al Almirante e insertas en el Libro de las profecías. Yo soy lego en estos achaques de erudición y no sé si está en duda la paternidad de estas canciones. Pero a lo que yo alcanzo, ni por léxico ni por la construcción parecen de extranjero. No deja de ser extraño que el Almirante haya olvidado de modo tan cabal el italiano, y que, sin embargo, aparezcan en algunos de sus escritos modismos luso-galaicos. Te estrecha la mano tu pariente.

Valle-Inclán.»

Prólogo

Estamos ante uno de los libros que sugieren mayores dudas respecto a la patria de aquel prodigioso visionario que aseguró llamarse Cristóforo Colombo. La sagaz confrontación de fechas que se hace en el transcurso de estas páginas nos advierte toda la indudable falsedad de la genealogía que le hace hijo de Doménico Colombo.Parece comprobado que el Almirante sabía mal la lengua toscana, y hoy mismo podemos constatar que en su correspondencia con sujetos italianos, empleó preferentemente la parla de Castilla. Si alguna vez se valió del toscano, lo hizo con notable torpeza. Esta ignorancia, y acaso otras mayores razones, que podemos presumir, pero no aquilatar, pusieron desde los orígenes una tilde de duda, sobre las palabras del Almirante, cuando se declara nativo de Génova. A este propósito basta recordar lo que escribe Don Fernando Colón: (Ojo) Nota para Don Prudencio. Aquí deben venir las palabras donde Fernando Colón cita las diferentes ciudades de las cuales se supuso natural a su padre Don Cristóbal. Yo no tengo aquí el libro. Calzada hace esta cita. Ahí puedes verla y transcribirla.

Que Cristóbal Colón haya ocultado su patria verdadera, atribuyéndose la genovesa, no es cosa para maravillar. ¡Acaso sus horas no habían sido las de un santo, antes de aparecer en la Corte de los Reyes Católicos! Hartos hechos hay en su vida, por donde colegir que era hombre engañoso, suspicaz y cruel. Pero esto, siendo mucho, no es bastante para hacerle nacer en Galicia. En tal respecto, alguna de las razones de este libro, se me antojan más ingeniosas que veraces. Lo indudable, es el alma gallega que lleva en su armario, el Almirante: Era solapado y tenaz: Amigo del dinero, y cruel en el mando: Receloso y envidioso. ¡Y tan desconfiado, que dondequiera sospecha traiciones! Su iluminismo práctico, parece de entre Miño y Sil. El Almirante Don Cristóbal Colón, es el alcaloide del espíritu gallego: Al ser preguntado de dónde era, pudo responder como esos mozuelos emigrantes que, con el hato a la espalda, corren los caminos buscando fortuna: Yo soy de Santa María de Todo el Mundo. ¡Y en los tiempos de aquel nauta iluminado, la sede de esta gran feligresía, era la República de Génova!En este libro, por tantos motivos sugeridor, se esbozan los motivos de un pleito con la Real Academia de la Historia. La Docta Corporación, aparece como un monstruo en sopor, un monstruo sagrado que asoma el hocico por entre los velos del Templo.Este libro, alegato en pro de la patria gallega del Almirante, es un fervoroso ejemplo: Su autor Don Prudencio Otero Sánchez, se aplica a escribirlo tras una vida de labor fecunda en América y en España. Varón esforzado, siempre con la mano pronta para la dádiva, y el corazón pleno de afectos, cuando tiene bien ganado su derecho al reposo, una nueva y generosa actividad la enciende: Este libro es el último tributo a su pueblo y a sus gentes, de un hombre que, florida la barba como un viejo patriarca, no sabe nada de los egoísmos de la vejez.

GLOSA LITERARIA (1923)

Ecos de Oriente en amores y danzas, penas y celos.—La lujuria, la sangre, la muerte y un gran sol.—España, atalayada desde las otras riberas del mundo, tal se representa a la mirada de los filisteos.Aquellos que estilizan la idea española en tan abreviados signos y acentos estéticos, sin duda, logran una imagen verdadera.—La distancia consagra, por veces, la suprema visión, que es fruto remoto de los tiempos.—Y estos días que vivimos de tan negra angustia, tal vez, bajo la arcada sonora de siglos, sean albores de renacimiento: Soles propicios para Artes y Letras como aquellos con que terminó el reinado de Enrique el Impotente. ¡Levantemos los corazones! España, atalayada desde las otras riberas del mundo, se define luminosa como una categoría estética: Con un decorado melodramático y sus príncipes de cabaret, aún es una noble y continuada tradición en Artes y Letras.Quebrantados los engarces políticos, solamente lúmenes estéticos religan en haz de emociones cordiales y mentales los antiguos reinos. La furia luminosa de la estepa barcina ha concretado una expresión y definido un acento. El Arte castellano, anacoreta con túnica de fuego, impuso su visión: siervo de Dios en la unidad luminosa de los páramos, asombró con su grito apasionado la expresión poliforme de las otras Españas.Por Castilla, colmada de voluntad dominadora, lograron máximo verbo Artes y Letras. Cataluña y Vasconia, remisas para alcanzar esta lección romana, quedaron extrañas. Cataluña, vieja de historia, llena la ruda lengua de ultrajes y de blasfemias, permaneció ceñuda ante el triunfo castellano: fue voluntaria y obstinadamente reclusa. No así Vizcaya. Pero la verde pupila norteña, perdida en la bruma del mar y el sirimiri, era demasiado casta y adánica para recibir la lección que dictaba Castilla. El vasco sensual, que nunca fue cristiano, mal podía mirar como pecados: Mundo, Demonio y Carne. Hoy Cataluña y Vizcaya, paralelamente con el despertar nacionalista, conducen una significada voluntad estética. Cataluña, nutrida de espíritu mercantil, toma su bien donde lo encuentra: levantina y fenicia, contrabandea, y da

por frutos de la propia Minerva las versátiles modas de París. Cataluña, en las Artes, aún no alcanza el acento definidor de su genio. Apasionada y gesticulante, con furias, amenazas y voces de zoco marroquí, se adereza el rostro semita con helenismos de Academia Francesa. Por borrar la fuerte hermandad con Castilla, es simuladora, y no se encuentra. El arte vasco, aunque dócil al reclamo modernista que le llega en todas las horas, de los cenáculos franceses, procura con feliz acierto un enlace con la tradición castellana.Juan de Echevarría, pintor musical y pitagórico, que oye el renovar de la siringa griega en las dulzainas de las breñas cántabras, no es extraño a la lección de Castilla. Con el Arco de la Vieja sobre el prado, en la luz naranja y en la sombra morada, quebrando aceros la llovizna, ha visto danzar el aurresku a un coro de faunos: Hombre de mirar sagrado, acendra en sus pinceles aquella gracia de matinal y virginal lujuria con que todas las cosas renacen y se aman bajo los ojos santificados del sátiro. Pero este pintor, que con amorosos pinceles labra musicales esmaltes, mira por veces la humana forma con horror del monje acalenturado. Juan de Echevarría, que en el ritornelo panida, amor risueño de prados y fuentes, se corresponde con los líricos lusitanos —en el círculo de las sensibilidades ibéricas—, por sus retratos ascéricos y monstruosos, parece un gótico imaginero castellano. ¡Qué ajena la visión eufórica de los paisajes a esta dramática tortura de la línea, a esta rebusca del carácter, a este ahínco por fijar en un gesto la pesadumbre de la vida consciente! Pero allí está, acentuando la tragedia de los retratos, el «Niño solitario del Risco Avileño»: Su desolada tristeza, que no turba un pensamiento, tiene el gesto taciturno del paisaje de piedra: La fatalidad geomántica que religa y conduce al miserable de la vida a la muerte.El vasco adamita se cubre de terrores milenarios en el áspero contacto con Castilla: Loyola de la pintura, trasciende en un doloroso rictus el ansia individual que las humanas formas arrastran como castigo, y en ella descubre el torvo fracaso del Ángel Satanás.Yo prefiero para mi regalo estos paisajes, cristales líricos que por caminos modernos conducen a la gruta encantada de Patinir. Los pinceles exprimen el color bajo la voluntad de crear un mundo más bello, un milagro infantil y divino, el mundo de los talismanes, de los genios y de las rosas evangélicas.Esta sensibilidad norteña, donde se juntan la emoción del mar y la montaña verde, tienen, sin duda, concordancias con la sensibilidad lusitana, pero es púgil y herculina.Los tamboriles del esparadanzari no saben de saudades.El mismo concepto y la misma visión eufórica muestran los bocetos de los gitanos, luminosos arabescos logrados bajo el cielo de Castilla. La remota visión que tiembla en las pestañas de la tribu trasciende a colmada expresión de belleza, por la gracia musical de los pinceles.El rico esmalte de los empastes, la sensualidad de color y materia, promueven remotas cadencias. Los bocetos de gitanos son para mí la más bella lección de pintura moderna entre los cuadros de un pintor tan moderno: Peregrino que bajo las constelaciones orientales guía la sombra virgiliana del Tintoreto.

RICARDO BAROJA Y NESSI, «EL PEDIGREE» (c.1924)

I

Ricardo Baroja Nessi —sangre vasca y sangre lombarda— es un raro caso entre los hombres de mi amistoso conocimiento. Ningún goce intelectual le es ajeno, y así discierne en artes y letras, ingenios de mecánica y graciosas invenciones. Son las virtudes del Renacimiento. Pero estas prendas dilectas, jamás sometidas a los preceptos rigorosos de la disciplina, han tenido una difusa y contradictoria expresión romántica.

Ricardo Baroja, falto de acicate, dispersa sus varios talentos, con sazonadas burlas para las guirnaldas que tejen al alimón Gacetillas y Academias. Acaso ha maliciado siempre un amable desdén por las famas que laurea el pago manchego. Es el fruto que han mordido todos los hombres de honesto juicio en las postrimerías del siglo XIX. ¡Grotescas horas aquéllas!

II

¡Grotescas horas españolas en que todo suena a moneda fullera! Todos los valores tienen hoja —la Historia, la Política, las Armas, las Academias—. Nunca había sido tan mercantilista la que entonces comenzó a llamarse Gran Prensa —G. P.—. ¡Maleante sugestión tiene el anagrama! En aquellas ramplonas postrimerías, trabé conocimiento con Ricardo Baroja. Treinta años hace que somos amigos. Juntos y fraternos, conversando todas las noches en el rincón de un café, hemos pasado de jóvenes a viejos. Juntos y diletantes, asistimos al barnizaje de las exposiciones y a los teatros, a las revueltas populares y a las verbenas: Par a par, hemos sido mirones en bodas reales y fusilamientos. Mateo Morral, pasajero hacia su fin, estuvo en nuestra tertulia la última noche. Le conocimos juntos, y juntos fuimos a verle muerto. Ricardo Baroja hizo entonces una bella aguafuerte: Yo guardo la primera prueba. Ajenos a la vida española, sin una sola atadura por donde recibir provecho, hemos visto con una mirada de buen humor treinta años de Historia. En el rincón del café aún nos regocijamos recordando aquellos fastos, cuando era Areópago la Puerta de Lhardy —El Gran Agustinazo, el Gran Alejandro, el Abate Pirracas, eran allí sibilas y oráculos—. Lucía sus corbatas el inevitable Moróte. ¡Tiempos babiones aquellos! Iba de gigantón en todas las procesiones don Alberto Aguilera. En los entierros y pasos de lucimiento, ya cojeaba, de espadín y sombrero apuntado, el conde de Romanones. La Infanta Isabel estaba en todos los teatros vestida de verde, y se dormía en todos los conciertos. Estrenaba Echegaray. Era flor de la literatura castiza Mariano de Cavia. Un Petronio, Medrano. Ático, el conde de Esteban Collantes. Moreno Carbonero, pintor de las Reales Personas, Poetas de Casa y Boca, Grilo y Cavestany: El conde de Casa Valencia esplendía en la Real Academia Española. Rubén Darío, meditabundo enfrente de su ajenjo, alcanzaba las bayas de los mejores ingenios, y la juventud modernista, con sus azufres galicanos, provocaba el estornudo patriota. La contaminación literaria era el tema que, de madrugada, discutían por las tascas García y don Mariano. Con estas regocijadas memorias no intento significar que haya mudanza en los tiempos. Son más vistosos que nunca los plumajes y las bandas, los discursos y los alboroques de las gloriosas retiradas. La consecuencia es virtud española, y cuando parece trastocada la mojiganga es porque aumenta el número de los babiones. Dios mejora sus horas hogañazo, como rezan los clásicos y los pardillos en este ruedo. De mirón en los mojigangas, hace treinta años, conocí a Ricardo Baroja. Como hacíamos los comentarios en voz alta, y estábamos de acuerdo, salimos amigos para siempre.

III

El Pedigree es una de las mil modalidades de Ricardo Baroja. Revista de Occidente publicó esta deliciosa farsa, con algunas mutilaciones. La leí en un sanatorio, donde convalecía. Recuerdo aquellas tardes del plateado verano, en la galería de persianas verdes, sobre el jardín de mirtos con camelias y magnolias. La convalecencia febril, el sortilegio de drogas y repentes sutilizaban mis nervios. Me colmaba una gracia visual, para el goce de colores y formas. La lectura sobre el eco de las palabras, suscitaba para mí una cadenciosa danza de ninfas rosadas con elísea belleza de carnes y mármoles. Eugenia, Pantea, Crisoprasa, Casiopea tejieron su alegórica guirnalda en el jardín del sanatorio, entre los mirtos, deshojando las rosas de la tarde bajo el tañido cristiano de las campanas. Compostela, toda de piedra parda, vestía sus cristales y sus torres de una oriental paganía dorada, frente al sol poniente. En el jardín del sanatorio —ya con estrellas el espejo morado de la fuente— cambiaba el coro su

gracia venusina por una gracia teologal de andróginos arcángeles. La forma intacta, perfecta y eterna, revelaba su diseño en la mística alegoría, concitando la furia de los faunos. El Asesor Mosco, chocarrero bajo la luna, se hacía el tuerto, y mimaba en caricatura el papel de Argos.

IV

Ricardo Baroja es el amado de las Musas. Ninguna de las Nueve Hermanas le ha negado su don. De haberse aplicado asiduamente a las artes del diseño, hubiera superado a los mejores. Yo me lo imagino en una ciudad italiana, pintor en los días del Renacimiento. Su rara condición para concebir y ejecutar con presteza, le descubre genialmente dispuesto para las grandes pinturas murales. ¡Con qué paradójico humor hubiera adoctrinado a sus discípulos, desde el andamio, y acogido a los duques, y disertado con los cardenales! La gracia verbal, el humor franco, el placentero reír, las fugas paradojales también son prendas de Ricardo Baroja. Amado de las Musas, que, superando las hemoptisis románticas, va para viejo. Con las amenas letras y los pinceles, alterna el buril y la gubia, la mufla y el crisol, el compás y la escuadra del matemático arquitecto, los cinceles y el martillete del masón imaginero. En la plaza de Vera —antiguo reino de Navarra— Fermín Leguía, oscuro guerrillero, levanta su torso de bronce: Esculpit et fecit Richardus Baroja Nessi.V

¡Ricardo Baroja, viejo camarada: Tú calvo, yo cano, miremos por acabar nuestras livianas vidas, alegres como empezaron, descuidadas de glorias y lauros! Y nos acompañe siempre una verde senectud, como a los pájaros, ya que tan libremente hemos gozado del sol y del aire en estas deliciosas eras de la Mancha. ¡Laus Deo!

VICTORIANO GARCÍA MARTÍ, «DE LA FELICIDAD» (c.1925)

(Eternas inquietudes)

Con Victoriano García Martí me unen lazos muy vivos de afecto, añudados por la comunidad espiritual que se engendra en la contemplación del mismo paisaje nativo, y el conocimiento de las mismas almas: Amor y Dolor, que canta y llora en torno a este mar azul con delfines, laureles y pámpanos: El mar tirreno de Arosa. Las últimas tardes setembrinas, ya otoñales, tardes verlenianas de una larga y cadenciosa tristeza sensual y mística, mi amigo me leía las páginas de este libro. Los dos, en coloquio cordial al acaso de la lectura íbamos comentándolas. Éramos los dos a solas en el desvanillo donde yo me aíslo para fumar la pipa y construir palacios. El desvanillo tiene su ventana reclusa y pina sobre un campo ondulado de húmedos verdes, con un término de cimas azules y oscuros pinares muertos. Cuando el sol se pone, la bruma flechada de soslayo, se vaporiza de luminosos ámbares, y el esmalte del campo funde el cristal de sus verdes en una incertidumbre de oro. El paisaje adquiere la ingrávida sensación de una realidad traslúcida. Es un momento de la tarde, de algunas tardes, que se desvanece rápidamente como la sugestión de un mundo más bello, que no hemos sabido aprisionar. Mi amigo leía con blanda cadencia, y su voz acentuaba como un anhelo por gozar el momento inverosímil de la tarde, por trascender a vida espiritual el paisaje cristalino colmado de irrealidades, y, sin embargo, existente, con una videncia angusiosa y fugaz, imbuida del sentimiento de la muerte. Las cláusulas de la lectura eran maceradas por aprisionar en una métrica cristalina el barro opaco de las horas. La vidente quimera del paisaje halla su voz y su rezo.

Este libro significa el místico anhelo por descubrir la estrella guiadora en la noche de tinieblas. Libro raro en la literatura castellana, revive la zozobra religiosa, la pavura galaica de los ojos que han visto pasar sobre el orballo de los senderos, la procesión nocturna de cirios y fantasmas. Su desolada interrogación decanta el asombro sollozante de un alma aterida ante la incertidumbre de todos los pasos terrenos, y con la sola certeza de la muerte.

CORREO DIPLOMÁTICO (1933)

I

La Primavera en la campaña romana es siempre nubosa y friolenta, y no fue excepción aquella de 1868. Una diligencia con largo tiro de jamelgos bamboleaba por el camino de Civitta-Vechia a Roma. Tres viajeros ocupaban la berlina. Dos señoras de estrafalario tocado, piadosas momias irlandesas, y un buen mozo dormilón, envuelto en ampuloso jaique de zuavo pontificio. El mayoral fustigaba el tiro jurando alternativamente por las divinidades olímpicas y la corte celestial. Rémora, en la tarde agonizante, erigía su curva mole la cúpula del Vaticano: negra, apologética y dogmática sobre el ocaso de sangre.

II

La Porta de Popolo, cercada de aduaneros y mendigos, descubría en prolongada incertidumbre el ámbito de una plaza desierta. Dando tumbos, estrepitosa de gritos y cascabeles, cruzó la diligencia bajo el gran arco dórico que trazó Miguel Ángel. Mendigos y perros la saludaron con rezos y alharaca. Desde lejos, desplegada en guerrilla, una turba de chicuelos la tiroteó con pellas de barro, sin respeto para la guardia de zuavos franceses que jugaba a la malilla sobre una manta. Gritos y clamores reñían una anacrónica y turbadora resonancia en la vastedad de plaza con su obelisco cubierto de signaturas faraónicas. El mayoral detuvo el tiro y saltó del pescante a la intimación de un aduanero barbudo, con capa y sombrerote tirolés, traza cabal de brigante de ópera. El zagal de la diligencia, abriendo la portezuela, advirtió a los pasajeros que iban a ser revisados equipajes y pasaportes.

III

De las alturas de la diligencia se desgranó un rosario de seminaristas —negros zapatos con hebillas, medias moradas, revuelo de sotanas—. Eran becarios del Colegio Conciliar de Santa Verónica del Janículo. Tenían un encogimiento de campesinos enfermos de nostalgias, rudo y apocado. Entre la avalancha de zapatos eclesiásticos y canillas moradas, asomaba, pegado al vidrio de la berlina, el sombrero estrafalario de Missis Pamela Bristol. A su vera se apuraba la otra momia, revolviendo en el cabás que reñía abierto sobre las rodillas:—¡Oh! ¡Que nos han robado los pasaportes!Missis Pamela se volvió con un gesto perplejo:—¿Es ahí donde usted los guardaba?... En el otro cabás... ¿Por qué no mira usted en el otro cabás?—¡Nos los han sustraído!Missis Pamela se arrugó con remilgo puritano:—¿Por qué supone usted eso? Missis Mery, hace usted mal en abrigar un juicio tan poco cristiano de los súbditos de Nuestro Santo Padre. Seguramente en el otro cabás...—No... Tampoco en el otro...—¡Será posible!

—Yo no acuso a los súbditos del Santo Padre... ¡Líbreme Dios de tan mal pensamiento! Yo no acuso a nadie... Pero si se me permite una sospecha, diré que en esto, como en todo lo malo que ahora ocurre en el mundo, anda la mano de los carbonarios.Missis Pamela la miró muy fruncida:—No deje usted volar el potro de la fantasía. ¡Es usted incorregible!Missis Mery cerró el cabás con un mohín de resentimiento.—Yo veo la mano de esos brigantes. Permítame usted que la vea... ¡Y, francamente, me extraña que no sea usted de mi opinión!Missis Pamela otorgó con una sonrisa orificada.—¡No sospeche usted que defiendo a esa secta! ¿Pero nuestros pasaportes qué valor tienen para esos enemigos de la Sociedad?—¡Y quién sabe adonde llegan sus tenebrosas maquinaciones!—¡Missis Mery, tiene usted una imaginación meridional! Déjeme usted suponer que los pasaportes se han extraviado...—¡Oh!... Missis Pamela, no deseo contrariarla; quiero suponer lo mismo que usted... Peto no podía menos de ocurrimos algún contratiempo. ¡Un cochero blasfemo, que no ha cesado de profanar el Santo Nombre de Dios! ¡Un sin entrañas que constantemente maltrara a las pobres bestias del tiro!... ¡Y es poco que nos hayan robado los pasaportes!Missis Pamela, alta, rubia, escuálida, pecosa, sin edad, tenía un gesto incrédulo y vacilante:—Son los folletines que la hacen pensar a usted así, Missis Mery.—¡Oh!... Qué equivocada su opinión, Missis Pamela. Considere usted que hubiésemos caído en poder de los carbonarios, como nuestros pasaportes.—¡Sin duda!—¿Cuáles no hubieran sido los ultrajes de esos enemigos de la Sociedad? ¡Horroriza pensarlo!El aduanero abrió la portezuela y saludó con galante cortesía, llevándose la mano al haldudo sombrerote de brigante.—Excelencias, sírvanse entregar los pasaportes para el visado.Missis Pamela quiso explicar la desaparición de aquellos documentos, pero no hablaba el italiano y chapurreó sus disculpas en francés. El aduanero aseguró su bella sonrisa de brigante bajo las alas del fieltro tirolés:—Non capisco.Se atortoló Missis Mery.—¡Que no comprende!... ¡Oh! ¿Cómo decirle que somos víctimas de los carbonarios?En estas volvió a ocupar su puesto en la berlina el zuavo pontificio. Lucía estrellas de capitán, era arrogante mozo, la barba negra con aceitosas luces, los ojos de calina expresión colmada de engaños, ojos levantinos, sensuales como la boca de belfo imperial y la gran nariz aborbonada. Missis Pamela, lánguida y expresiva, le contó su aputo. El capitán, con aterciopelada sonrisa, se puso al servicio de las conturbadas señoras. Hablaba el toscano con nasales francesas. Persuasivo, dejó un escudo de plata en la mano del aduanero y le despidió, acentuando un gesto de fanfarrona benevolencia. El barbudo del tirolés emulándole la escuela, saludó con aparatoso rendimiento:—Excelentísimo príncipe, soy vuestro más humilde siervo.

IV

Missis Pamela, ruborizándose, explicó que era viuda, y el recuerdo puso un apenado remilgo en su boca pueril:—¡Dios se llevó al elegido de mi corazón, dejándome sola en este valle!El capitán de zuavos la miraba con petulante sonrisa de buen mozo. Aquel Marte Pontificio, conde Blanc en París, marqués de Toledo en Monte-Carlo, príncipe Luis María César de Borbón en su avatar romano, era un famoso aventurero de las ruletas cosmopolitas.

Regresaba de la Corte española, adonde había ido, correo en la gran intriga que con monjas y frailes, camarilleros isabelinos, y emigrados carcundas, conducía monseñor Antonelli, cardenal secretario de Estado. Sor Patrocinio, la seráfica madre de las llagas, habíale alcanzado las charreteras en las apostólicas milicias de Su Santidad. Titulábase príncipe de Borbón, y hacíase pasar por bastardo del rey Fernando VII Regresaba de la Corte isabelina con la malquerencia del Espadón. Monsieur Barilli, nuncio en Madrid, había mediado aconsejándole que se volviese a Roma. La conjura apostólica zozobraba, y con ella otros piadosos ardides de la monja para que su ahijado, en un ceremonial palatino, alcanzase el reconocimiento de su sangre, acogido como deudo de las reales personas. Por mediación de la seráfica madrina hubo secretas entrevistas —lágrimas y besuqueo, promesas y mieles, fallidos propósitos de remediarle con dineros—. Volvía desilusionado, temeroso. En Roma los usureros, después de la tregua que le habían concedido, iban a redoblar el acoso. El príncipe Luis María César, con el tabario de estos pensamientos, flechaba los ojos sobre Missis Pamela. La novela de los carbonarios, soñada por las momias irlandesas, le sugería la remota posibilidad de vender a las logias revolucionarias los pliegos de su correo. Había levantado los sellos y sabía cuánta era la importancia de aquellos despachos. Missis Pamela se ruboriza pudibunda bajo la negra mirada del príncipe:—¡Oh! Le somos deudoras de un favor inolvidable... Nos han recomendado el London-Hotel. ¿Cree usted, caballero, que es un hospedaje honorable para señoras?El príncipe, con arrogante decisión, respondió imperturbable: —Yo me dirijo también al London-Hotel.—¡Oh! Qué dicha tenerle por compañero. ¿Ha oído usted, Missis Mery?Missis Mery saludó con una cortesía desgarbada. La diligencia, trompicando por callejuelas, de huertos conventuales, salió a una gran plaza con una fuente. Anochecía. La fuente era negra, las aguas de plata. Luces de una iglesia. Luces y campanas.

V

El Hotel de Londres ocupaba el antiguo palacio Foscarine —Vía de los Santos Mártires—. Era frecuentado de obispos y monseñores en viaje, damas santurronas y viejos anticuarios, legitimistas franceses y carcundas de España. La Vía de los Santos Mártires es una de las más solitarias. Apenas, con largos espacios, un clérigo, una beata, la infantil bandada de una escuela de monjas, la fugitiva hopalanda de un judío, el arqueológico landó de un cardenal, con lacayos de peluca blanca, medias de seda y protocolario paraguas rojo. La murmuración popular susurraba que aquel hospedaje poblado de sombras talares y ecos santurrones era propiedad de los Padres Ignacianos. De la noble decoración antigua conservaba el patio de mármol con bella columnata, y el jardín con una fuente en el estilo del Bernini. Bajo sacrílegos revoques desaparecían los frisos de la gran escalera y los frescos de la lucerna. El capitán de zuavos, conde Blanc en París y príncipe de Borbón en Roma, asegurado en su aposento con dos vueltas de llave, el ojo de la cerradura cubierto por el fez, a la luz de una bujía examinaba con perpleja cautela los pliegos que traía de España. Había vuelto a colocar los lacres y no se traicionaba la menor señal de fractura. Sin embargo, le acudía más fuerte la tentación de jugarle una burla al cardenal Antonelli. El deseo turbio y maligno de sentirse canalla removíase en su alma de aventurero. Volvió a poner los pliegos en la valija, apagó la luz y disimulándose bajo una capa plebeya salió por la escalera de criados. La calle estaba oscura. En la Roma Pontificia, cuando el calendario anunciaba luna, no se encendían los faroles. El príncipe, recatado en el embozo, entróse por intrincadas callejuelas para salir al Ponte Vechio. La luna no disipaba las sombras de aquellos parajes. El viento, los marullos del río, los pasos de una ronda, la puerta iluminada de una taberna, la disputa de unos mal casados, escalonábanse como motivos de la ciudad dormida. Los muros de palacios y conventos cerraban todos sus ojos de piedra. Arcos, obeliscos, estatuas, cúpulas y ruinas tenían una

insurrección ceñuda, en perspectivas llenas de sombra. Ciega, geométrica, la ciudad cargada de siglos abolíase en la gran taciturnidad de un sueño de piedra. El príncipe bajó al Trastevere. Buscó una puerta, y cuando se disponía a llamar, vio venir una procesión de alumbrantes. Rumoroso rezo, jaquelado a intervalos por el repique de una campanilla, invadió la callejuela. El viento estremecía las luces. Los devotos farolillos reñían el temblor de vidas efímeras entregadas a la noche inexorable con arrebujo angustiado. Bajo enorme paraguas, en medio del cortejo, venía un clérigo revestido con sotana y roquete, y delante repicaba la campanilla del acólito. El príncipe, que se había recatado en el quicio de la puerta, sintió rechinar la cerradura. La puerta se abría lentamente y un retablo de mujerucas con luces y mantos aparecía en las tenebrosidades del zaguán. Las figuras perfilaban su bulto, arrodilladas, entre el temblor de las velillas, en el limbo de sombras. El príncipe se volvió, interrogando a un alumbrante: —¿Quién se muere? —Quien Dios llama.Era un viejo sórdido y encendido, con barbas marineras. El príncipe había sentido una tufarada vinosa en mitad de la cara. Acudió con su explicación una devota:—Viatican al señor Cósimo.

VI

El viejo movía la cabeza y, marrullero, resoplaba entre las barbas aborrascadas:—Cósimo ha dicho la señora... No te fíes demasiado, carísimo... Y, después de todo, igual... La muerte no elige. ¿Qué importa que se llame Cósimo? Cuando un hombre se va del mundo hay que despedirle: ¡Adiós, amigo! Es un momento y no cuesta dinero. Palabra de honor, estaba jugando a la lotería; he dejado el cartón cuando tenía terno. Es muy edificante esta ceremonia y no debe perderse... ¡Cósimo! ¿Qué importa que se llame Cósimo? ¡Hay que perdonar! El corazón es de ley. Se bebe y se mea. Hay que perdonar cualquier falta. Se bebe y se mea. Hoy mearemos menos que otros días... Uno es sensible y tiene las lágrimas fáciles. ¡Muy conmovedora esta ceremonia! ¡Y lo mismo sería si no se llamase Cósimo! ¡Cósimo ha dicho la señora!...El viejo subía la angosta escalera, apretado por el cortejo, pisándose la capa, esparciendo una gran tufarada vinaria. La campanilla del acólito repicaba en lo alto, metiéndose por la puerta del guardillón donde hacía duelo una mujer vistosa: peinado de rizos, casabe con lazos y volantes. La señorita Julia, cantante napolitana con ronquera crónica, pasaba por sobrina del señor Cósimo Balsena. Se compungía con un gesto pintado:—¡Ay!... ¡Qué sola me deja!El señor Cósimo Balsena, piadoso sacamuelas de mercado, se iba del mundo con pavoroso estertor. En la alcoba, la luz, velada por un papel aceitoso, puesto a guisa de pantalla, mantenía en sombra el bulto del señor Cósimo. Apenas se presentía el relieve de la cabeza en el hueco de las almohadas. Las candelillas del cortejo, arrodillado en retablo a uno y otro quicio de la puerta, jugaban, corretonas, por la tarima. Resaltaban, en el tumulto de reflejos, los rotos del pelado alfombrín, los tacones de unos zapatos femeninos en intento de baile, el rebujo de ropas escondido de prisa bajo el catre. Despachó el clérigo la ceremonia con galopante rezo latino, y el cortejo, dando un soplo a las luces, se dispersó por la escalera.—¡Dejé el cartón de la lotería cuando apuntaba terno! Se bebe, se puede alguna vez faltar... Pero hay religión... No somos como los perros... ¡Allá nos espere muchos años! No era un amigo de la infancia, pero como si lo fuese.

VII

Cuando la señorita Julia intentó cerrar la puerta halló el saludo burlón del príncipe Luis María César. Sobresaltada, empujó arrimando el hombro.—¿Usted qué desea?El príncipe, con fanfarronería melodramática, se llevó un dedo a los labios. La señorita Julia soltó la puerta y escapó, perdiendo un chapín y las horquillas del moño.—¡Cósimo, aquí resta un intruso!El sacramentado sacó un pistolón oculto entre el rimero de almohadas. El príncipe se detuvo en el umbral de la alcoba. El moribundo le encañonaba:—¿Qué se ofrece?El príncipe curvaba una pomposa cortesía:—Rogarte que saludes en el otro mundo al comendador Balduini.Habíase incorporado al piadoso cortejo, persuadido de que toda aquella liturgia encubría un sacrilego simulacro. Cósimo Balsena era el nombre supuesto de un antiguo garibaldino apasionado del juego, de las mujeres y de la unidad italiana. Con disfraz de sacamuelas ambulante y ostentosas muestras de piedad engañaba a los esbirros del Papado. Santiguábase delante de todas las iglesias, rezaba con grandes golpes de pecho, cantaba en las procesiones y, secretamente, como delegado de las logias napolitanas, conducía los hilos de una conjura popular contra el absolutismo teocrático y el Poder temporal del Pontificado. En las catacumbas carbonarias pronunciaba terroríficas arengas, emplazando para un próximo fin a todas las religiones positivas. El príncipe le había encontrado años atrás, en una hora borrascosa, alrededor de la ruleta en Montecarlo. El príncipe se titulaba entonces marqués de Toledo, y Cósimo Balsena era el commendatore Andrea Balduini. Después anduvieron unidos sus nombres cuando la desaparición en un baile de máscaras del collar que lucía la famosa pecadora Marión Brizac. Cósimo Balsena, vicioso y corrompido, explotador de mujeres fáciles, señalado como tahúr y monedero falso a través de una vida de crápula y procesos, jamás había vendido el secreto de las conjuras revolucionarias, fiel a la gran idea del reino de Italia.

VIII

La señorita Julia se sujetaba el moño, saltante sobre un pie a la captura del chapín. El sacramentado había puesto el pistolón bajo las almohadas y sacaba la petaca:—Julia, amor mío, retira el papel que tapa la luz. Es un amigo que sale de la tumba.—¡Oh! No amo los fantasmas.El príncipe, destacándose de la puerta, alcanzó la bujía y la levantó, alumbrándose la figura, suspensa de un hombro la capa plebeya:—No soy un fantasma, señorita. Para convencerse puede usted tocarme y palparme. Cortó el sacramentado: —¿Qué traes? —¡Un gran negocio! —Estoy muy vigilado. —No importa.—¿Llegas de España? ¿Sigues en tus pretensiones para ser reconocido como bastardo de Tigrecán? —Todo lo llevo en ese naipe. —¿Y qué has sacado?—Hasta ahora, nada. La real familia me recibía secretamente. Mi amante hermana me besuqueaba y vertía un diluvio de lágrimas. La madre Patrocinio me auguraba el mejor resultado en mi empeño... Y cuando creía allanados todos los obstáculos para obtener el reconocimiento legal, se le antoja poner el veto al Espadón.—¿Tanto puede?—¡Tiene en el puño a la familia real!

—¿Y la Milagrera? —No le quiere. Nadie le quiere... —¿Qué le sostiene?—El miedo de todos. La camarilla le considera como el único espantajo capaz de guardar la higuera monárquica. —¿Y el pueblo? —Tumbado al sol. —¿Y sus tribunos?—Allí, al que dice pío lo mandan a un presidio de África.—¿No crees en el próximo levantamiento de toda España?—No lo creo.—Pues está anunciado.—Ya lo sé.—¿Tú qué has visto?—Un pueblo dormido. En España, por mucho tiempo, acaso siglos, las revoluciones no pasarán de merendolas de generales.—¿Pero los españoles no sienten su oprobio? ¿Esa familia real de prostitutas, afeminados y cretinos, no les da vergüenza? ¡Esa reina!—Yo creo que se alegran. Me han parecido los españoles unos borregos envidiosos, y he visto que nada les satisface tanto como tener motivo para denigrar a los que descuellan en los puestos preeminentes. Si les fuese posible, buscarían a sus gobernantes en los presidios sólo para luego poder vejarles.Murmuró reconcentrado el antiguo garibaldino:—¡Lo mismo ocurre con nuestra plebe romana!Bromeó el príncipe:—Monseñor Antonelli lo llama pecado contra el Espíritu Santo.En la sombra de la pared, la gran nariz del carbonario se torció como si le llegase un olor ingrato:—No soy teólogo, y en mi lenguaje eso se llama envidia. Esperemos que los borregos envidiosos se conviertan alguna vez en lobos envidiosos.—¿Y qué sucedería entonces?—No lo sé... Eso, acaso sea el socialismo que predica el judío Marx.La señorita Julia, sentada a los pies del catre, escuchaba, cargados los ojos de eléctricas interrogaciones: asomaba entre las almohadas el pistolón del sacramentado, y en la luz de la vela encendía un tabaquillo cavour el bastardo de «Narizotas».—No perdamos más tiempo. Necesito hacerte importantes revelaciones, y temo aburrir a esta encantadora señorita.Se levantó la suripanta:—¡Oh!... Para decirme que estorbo no hace falta tanta retórica.Con la punta del pie buscó bajo el catre el chapín en reincidente fuga, doblóse cuchicheando al oído del sacramentado y se fue con empaque taconeante.

IX

El príncipe Luis María César tenía puestos los ojos en el sacramentado:—Eres un gran comediante. ¡Superior al viejo Rossi! —Y tú un gran incrédulo. Te aseguro que estaba en el mejor propósito para irme al otro mundo, y solamente me he quedado en éste para recibir tu visita. ¡Breves momentos, carísimo!En pernetas, el ex moribundo saltó del catre y empezó a vestirse. El príncipe requirió de nuevo la vela, arrimando el tabaquillo:

—Perdona que haya sido tan inoportuno. Y otra vez que decidas morirte no olvides solicitar la bendición «in extremis» de Su Santidad. Un gran pecador como tú no puede ponerse en camino sin ese pasaporte.El ex moribundo, dándose una palmada en el cogote, sacó la lengua con mueca de caricato: —Lo tendré presente. El príncipe asintió, burlón:—Es consejo de amigo y, consecuentemente, espero que no me niegues tus luces en negocio de menos importancia. Tengo en mi poder algunos documentos que pueden ayudar a los fines de limpiar la selva de lobos.El príncipe usaba el lenguaje simbólico del carbonarismo. Atajó:—¿Documentos de la revolución española? De esas bulas están llenos los archivos de la Venta Suprema de Napóles.—¡Oh!... Qué engañado. Carísimo, es prematuro emitir juicio sobre documentos que permanecen secretos.El carbonario insistió sin mudar el tono de mercader que tarifa encareciendo tachas y rehusando con desdenes:—La Suprema Venta de Napóles hoy está adscrita a cumplir la gran obra nuestra: la unidad de Italia con Víctor Manuel en Roma. Todo lo que sea distraer recursos fuera de ese propósito, es un crimen.—Los documentos que yo guardo no son tan ajenos como quieres suponer a los intereses de la Suprema Venta de Napóles. Voy a explicártelo. La Corte de España es un satélite de la política vaticana. Su Santidad ha concertado la boda del conde de Girgenti con la infanta Isabel Francisca. Esta infanta es la llamada a reinar, por la endeble salud del príncipe de Asturias. Entre mis documentos está un informe secreto suscrito por los médicos de palacio. Muerto el príncipe de Asturias, la diplomacia vaticana conseguiría la abdicación de Isabel II. Tendríamos en España de rey consorte a un hijo del Rey Bomba. No creo que esto pueda serle indiferente a la Venta Suprema.En la boca del viejo carbonario asomaba una sonrisa capciosa. —Dios mejora siempre sus horas. ¿Qué falta puede hacerle en su nube celeste tu regio sobrino? ¡Ya has comprobado, con un ejemplo, cómo se vuelve de las puertas de la muerte! Por lo demás, te diré que no son los ultramontanos, sino algunos liberales, quienes trabajan por la abdicación en el príncipe. Esos son nuestros informes. En cuanto a las dudas de su legitimidad, y al escándalo consiguiente, bueno será dejárselo a la grey carcunda y al duque de Montpensier. ¡Son los más interesados!El príncipe rió ampliamente, con fachendosos alardeos, y le tendió la mano:—Usaré en mi beneficio esos secretos de alcoba, y me presentaré como candidato al trono de España.Estaba en pie recogiéndose la capa, el belfo desdeñoso, los ojos cargados de engaños. El carbonario le detuvo con amistosa soflama:—Querido, si no has cenado vuelve a sentarte. El verte me rejuvenece. Me darás un listín de esos documentos. Deseo servirte. Acaso los revolucionarios españoles... La Cabana puede mediar ofreciéndoselos, y si les pones un precio razonable... Ahora vamos a cenar. ¡Una pobre cena de proscripto! Quédate. Es conveniente que hagas las paces con Julieta.El carbonario, requiriendo a los hombros la hopalanda de judío sacamuelas, llegó a la puerta, y con toses cavernosas llamó a la enojada tarasca.

X

La señorita Julia había puesto la mesa. Una lámpara colgada encima proyectaba su círculo sobre el hule tapeado que sustituía a los manteles. La habitación adesvanada, tenía las paredes cubiertas de estampas piadosas. En el rescoldo de un anafre, la cazuela de la cena

esparcía vahos de guisote. La señorita Julia conversaba con un viejo raído y friolento. El carbonario presentó al príncipe:—Un antiguo amigo del comendador Andrea Balduini.La boca del carbonario insinuaba una mueca de cínicas memorias. Era flaco, menudo, muy moreno, prematuramente envejecido por los azares de una vida tormentosa. Los ojos, negros y ardientes, animaban con tenebroso contraste la cara amarillenta, cribada de la viruela. El viejo friolento, con gesto huraño, la voz sofocada por un verde tapabocas, alargó su mano de momia al bastardo de «Narizotas»:—Antonio Raleri, vendedor de ratoneras.Y señaló al rincón donde hacía brillos el rimero de la mercancía. Aclaró el sacramentado:—Es mi huésped. Un egregio intelecto preocupado por limpiar de ratas y ratones la Ciudad Eterna. ¡Proveedor del Vaticano! ¿Verdad, primo, que has construido una ratonera de plata para la alcoba de Su Santidad?—Verdad. ¿Por qué no ha de ser verdad? Una ratonera monumental de alambrillo de piara, que pesa cinco libras.—¡Entran en ella los cardenales! ¿Verdad, primo?—¡Qué impertinencia, Cósimo! El Vaticano tiene ratas como carneros. ¡Ratas de dos mil años, que han roído las sandalias de San Pedro! Sí, he construido una ratonera de piara para la alcoba de Su Santidad. Su Santidad es un generoso protector de todas las artes.El viejo tenía una expresión maligna de momia cascarrabias. El príncipe le oía con disimulados guiños a la señorita Julia. La tarasca, desdeñosa, se movía gobernando la cena. El príncipe, en una pasada, le murmuró a la oreja:—No sea usted rencorosa.—¡Qué hombre cargante!Burlona, volvió medio ojo gachón y pintado. El príncipe, que era muy dado a las faldas, se encandiló con aquel gesto. A poco el ex moribundo se llevaba al viejo de la verde bufanda y quedaron solos:—He aceptado este convite con la esperanza de borrar la mala impresión que usted, sin duda, ha formado de mí. ¡Yo soy un hombre galante, señorita!—Caballero, usted parece ser un amigo de mi tío, y eso basta.—¿No está usted ofendida conmigo?—¡De ninguna manera!—¿Quiere usted darme la mano?—¿Por qué no?—¿Me permite usted que se la bese?—Cuando las tenga lavadas.—¿Ahora no?—Ahora huelen a guisado.—¿Permite usted que me cerciore?—De ninguna manera. Luego creería usted que se cenaba mis manos. ¡Sea usted formal, para que podamos ser amigos! —¿No lo somos ya?—¡Pues no dice usted nada! La amistad nace del trato. —¿Y el amor?—¡Vaya, que me ha tomado usted por el oráculo de Napoleón! La señorita Julia tenía un gracioso descoco. Se levantó y fue a la puerta. El príncipe intentó detenerla: —¡El amor nace sin tiempo! —¡Será sietemesino! —¡Es obra de una mirada! —Pues lo pintan ciego.

—Con una venda.La señorita Julia escapó meciendo el talle, y gritó desde la puerta: —No quejarse si se chamusca el guiso.El sacramentado y el compadre de la verde bufanda entraron hablándose con misterio. El vendedor de ratoneras acercándose al anafre, quemó unos papeles. Aún traía en la nariz las antiparras, como si acabase de leerlos.

XI

Después de la cena —carnero muy especiado y abundantes libaciones—, la pintada tarasca, con alocados gorgoritos, humedecía los labios en todas las copas. El príncipe, a hurto, le aprisiona el talle, y ella se esquina con remangue de ultrajada Lucrecia.—¡Imprudente!Quedan mirándose. La señorita Julia, con enojado sofoco; incrédulo el bastardo de «Narizotas». El señor Cósimo deja la mesa y anuncia que va por una garrafa de Montefiascone. El compadre de la verde bufanda ríe arrugando los ojos:—¡Cósimo, hay que ser temperante!La señorita Julia acude para servir el vino. Hace gorgoritos. Revolotea en torno de la mesa. Al inclinarse colmando las copas oprime un pecho sobre el hombro del príncipe. Musita calina.—Sé discreto. ¿Dónde te hospedas?El príncipe escribió con el cuchillo rayando el hule de la mesa: —London.Un reloj de torre daba las seis. En los Estados pontificios regía el antiguo cuadrante romano que marca las horas hasta veinticuatro, comenzando a contarse la primera después de vísperas. El viejo de las ratoneras lagrimeaba risueño:—Niña, ven al lado de papá Antonino. Toma un sorbo de este cáliz. Luego tendrás que acostarme. ¡Media noche! ¡Quién vende ratoneras mañana!El príncipe advirtió que el viejo, al beber, se derramaba el vino por las barbas, y comenzó a rondarle el rabanillo de un recelo. La señorita Julia besaba al vejestorio, al mismo tiempo que ponía el ojo gachón y pintado en el bastardo de «Narizotas». El señor Cósimo se levantó para brindar:—¡Carísimo, por que te corones rey de España!La señorita Julia escurría las copas, con insinuaciones de hallarse mareada:—Me ofrezco de reina.El señor Cósimo la miró paternal:—Julieta, debes acostarte.Lagrimeaba el risueño compadre de la simbólica bufanda: —¡Oh! ¡Qué delirio de grandezas!Inclinóse con ampulosa cortesía el bastardo de «Narizotas»: —¡No una corona; una tiara merece la señorita Julia! La tarasca corrió a echarle los brazos. Le rodea el cuello, sofocándole. Los otros compadres también le abrazaban. El vejestorio le besuquea, llenándole la cara de babas. Entre los vapores del mosto veletearon los recelos del príncipe. Aturdido, intenta desasirse. Le aprisionaban los brazos, le despojaban de sus armas. No pudo gritar. La verde bufanda le caía sobre la boca. Manos de hierro se la apretaban. Entórnale confuso remolino de sombras. Había entrado gente. Le derriban sublevando un estrépito. La mesa volcada; un brillo de puñales. Logra levantarse. Vuelve a caer. Le vendan y le atan. Confusas voces. Muchas manos. Le sofocan la respiración con un pañuelo. Olorosa babel de cristal, de donde surge el ojo tragalón de la tarasca, la gola sensual, plena de gorgoritos. Somnífera babel de cristal. Éter y manzanas. Un tímpano remoto que se prolonga y se extingue y perdura lejano, lejano, lejano...

El viejo de las ratoneras, acurrucado al pie del anafre, seguía quemando papeles. Le ayudaban dos fornidos bigardones. Los tres hablaban quedo:—No hallarían nada los esbirros de Mastai Ferratti.—Cenizas.—Tampoco, porque las aventaremos. —¡Cósimo ha estado hecho un Sahimi! —¿Tú has venido de alumbrante? —¡Qué diablo, a uno le gusta la comedia! —Atiza esa lumbre.—Vuestro príncipe estaba a mi lado. Me había infundido sospechas y me tuvo todo el tiempo con la mano en el cuchillo. Papá Antonino se ríe. ¡Bueno!Hablaba soterrando la voz. Era un mocetón cuadrado, la máscara sanguínea, con venas violáceas. Apuntó el otro bigardo:—¿Y quién viene a ser ese príncipe?El viejo de las ratoneras miró a los rincones, frotándose las manos: —El nombre de las personas es un accidente. Te bautizan, te ponen Cósimo, Pietro, Lindoro. Tú lo encuentras bueno, sigues con él a cuestas. Que no lo encuentras de tu gusto, te rebautizas. Es el derecho al alfabeto.El señor Cósimo asomó, con el chapeo sobre los ojos, embozado en la capa del príncipe. Le seguía la tarasca, y no pasaron de la puerta:—¿Estás cierta de que escribió en el hule «London»? —Cierta.—Allí habrá dejado los papeles. Es preciso ir por ellos. —Al tomarle las pistolas le cayó esta llave. Tenia. El carbonario miró el número grabado en la patena de cobre que colgaba de una cadenilla:—La edad del Descamisado de Judea. Salió a la escalera. La tarasca fue detrás: —¡Cósimo, qué será de mí si tú me faltas!—Papá Antonino cuidará de llevarte a Nápoles. Allí continuarás sirviendo a la causa. Hasta luego o hasta nunca. —¡Cósimo!—Retírate. No son los momentos para que me hagas una escena. El ex moribundo comenzó a bajar la escalera. La señorita Julia cerró la puerta con prudente sigilo y pasó el cerrojo.XIII

Ardía la última fogata de papeles. La señorita Julia estaba en el corredor:—Papá Antonino, vamos a salir ahumados como chorizos. Se incorporó el viejo con quejumbres de reumático: —Niña, haz un lío con tu ropa, que nos vamos. Suspiró la tarasca: —Ya está hecho.—A Cósimo pueden echarle el guante. Y todos en cuerda a las mazmorras de Santángelo.Entre todos alzaron el cuerpo narcotizado del príncipe. Lo liaron en mantas disimulando la forma y los dos bigardones se lo cargaron como un fardo. La señorita Julia suspiraba en el corredor, con el lío de sus galas oculto bajo el manto. Al cobijo de la noche bajaron a la ribera del río y desatracaron una barca amarrada al abrigo de la Puerta Sixtina.XIV

Nota.—En Londres, algún tiempo después, se anunciaba clandestinamente la venta de unas cartas de Isabel II a Su Santidad Pío IX. Un libelo de aquel tiempo propaló que las había comprado un emisario del duque de Montpensier.

EPITALAMIOS NAPOLITANOS. «EN ENERO, JUAN TERCERO» (1935)

Esta divisa —ciertamente, más ramplona que suelen serlo los lemas de Heráldica y Armería— era no hace mucho augurio y promesa de los fieles monarquizantes. Pasó aquel enero y quedó fallido el pronóstico, como acontece con tantos otros del verdadero Zaragozano. Ahora los anuncios son de Himeneo. Todavía no ha sido troquelado el lema epitalámico; pero insignes poetas tiene la causa, para que pueda faltar en la ocasión que se apareja la inspirada aleluya. Lema, si no de armería, de confitería, en los lazos rojo y gualda que aten los dulces de la boda.Dicen los papeles que los esponsales del señor don Juan están concertados con una princesa, también de sangre borbónica, hija del serenísimo infante don Carlos, de la Casa Real de Nápoles. Estos anuncios me han suscitado el recuerdo de tantas bodas como en el siglo pasado se ajustaron entre príncipes de una y otra rama borbónica. Fue entre todas la más señalada la que hizo el rey Fernando VII con la serenísima princesa María Cristina de Nápoles, la napolitana, como luego empezaron a llamarla con un retintín denigrante los partidarios del serenísimo señor Infante don Carlos María Isidro. De este real desposorio nacieron dos princesas, tres guerras de sucesión y tantas intrigas, cuarteladas y fusilamientos que sacar la suma es un mareo como el contar estrellas. En el origen de estos sucesos estuvo presente, como hada enredadora, otra princesa napolitana, la serenísima señora infanta Luisa Carlota, hermana de la reina, y casada con el serenísimo señor infante don Francisco de Paula, hermano del rey. Era esta princesa muy de rompe y rasga, y no fue suceso en ella desusado la bofetada con que encendió la mejilla de don Tadeo Calomarde. Refieren que el ministro, al recibirla, se inclinó, saludando con muy buena gracia: —Manos blancas no ofenden.La doctrina es de la más pura ortodoxia palaciega, pues es indudable que no humilla el bofetón de la mano que se besa. El cortesano ejemplar agradece las regias confianzas y destemplanzas, porque reconoce en ellas algo de paternal, y aun llega a extremos envidiosos cuando es otro quien recibe tan honrosas muestras. Este trato punitivo y familiar era tradicional en la Casa Real de Nápoles. Del rey Fernando II, hermano de estas dos princesas, se cuentan, a este respecto, lances muy peregrinos. En la visita que a poco de su coronación hizo a Mesina, al cruzar bajo los arcos floridos que el pueblo había levantado para festejarle, un pobre diablo devotísimo de la dinastía subióse al estribo de la carroza real agitando un pan:—Maestá ecco il pane que mangia il popólo!Por toda respuesta le derribó de un puntapié la augusta persona. Luego, apeándose, le aferró del cogote, disputándoselo a los soldados de la escolta, que ya le solfeaban:—Né capre!Como aquel pobre diablo llevaba una luenga barba chivona, entre los cortesanos fue muy celebrado el ingenio del rey Bomba.También dejó muy señalada y peregrina memoria en dos visitas que hizo a Catania por los años de 1838 y 1841. Durante la primera, los gentiles hombres de más antiguo linaje, para sellar su fe monárquica, habían decidido desenganchar los caballos de la carroza real y sustituirlos. Su majestad, entendiendo que perdía con aquel relevo, apeóse de un salto y comenzó el más equitativo reparto de bofetadas. De los fastos heroicos de la segunda visita quedó memoria en un epigrama. El egregio señor Anzalone, senador de Catania y vástago de nobilísima familia, al descender la escalera del regio alojamiento puso el pie, quebrándola, sobre una de las espuelas de la augusta persona. Apenas compungido y mortificado balbuceaba una excusa, cuando ya iba en tumbos escaleras abajo, agraciado con una regia bofetada. El hecho fue cantado por la musa popular, como todas las gestas heroicas:

Ansalon Al Re ruppe lo spron; II Re di botto

Gli dié un cazzotto; Pari all'angia glarrettiera Dei cazzotti ciascun l'ordine spera.

Su majestad la reina, como era amantísima esposa, seguía los ejemplos del augusto consorte, y no era suceso extraño que arañase a sus camaristas. Por el delito de tener novio «scippó tutta», como dice el populacho napolitano, a donna Gugliermina de Palma, que luego casó con el caballero Francesco Kónig, correo de Gabinete de la reina María Carolina.Pero donde estos regios floreos de la mano lograron el mayor prestigio histórico fue, sin duda, en la Corte de España. La serenísima infanta Luisa Carlota los acreditó cumplidamente en la alcoba donde agonizaba aquel espejo de monarcas, a quien los buenos patriotas han llamado siempre el Deseado. Parece indudable que los consejos pontificios y las ejemplares virtudes de rompe y rasga que adornaban a las princesas napolitanas fueron buena parte en el acomodo que luego tuvieron sus altezas reales María Amalia Margarita Francisca y María Carolina Fernanda, también hermanas del rey Bomba. La serenísima María Carolina casó con el conde de Montemolín, el efímero Carlos VI de la causa legitimista en España, y la otra serenísima María Amalia, con el infante don Sebastián, fruto de bendición que la señora princesa de Beira tuvo en su primer tálamo. Esta ilustre princesa brasilera, ya cuerpo muy mayor, celebró segundas nupcias con su primo y cuñado el pretendiente don Carlos María Isidro, y por su valioso entrometimiento pudo verse la Purísima Concepción Generalísima de los Ejércitos carlistas y ascendido el señor infante a general en jefe de las fuerzas artilleras. Este predilecto ahijado de Santa Bárbara bendita enviudó andando los años y matrimonió con una hermana del rey consorte don Francisco de Asís.Cuentan que, en vísperas de la revolución septembrina, el general carlista don Ramón Cabrera decía en Londres al general revolucionario don Juan Prim:—Si fuese usted a España, no se olvide de ahorcar al tuerto de un balcón del Palacio Real.Pidió el soldado de África esclarecimientos, pues ignoraba quién fuese el tuerto, y el héroe del Maestrazgo aclaró con iracundo desacato que se refería a la serenísima persona de don Sebastián:—Cuélguele usted, y aún será poco castigo para sus traiciones.Este serenísimo fue uno de los más diligentes mediadores en los conciertos para el casorio de su cuñado el conde Gaetano de Girgenti, hijo del ya difunto rey Bomba, con la infanta doña Isabel Francisca, a quien el populacho madrileño ha preferido siempre llamar «la Chata». La paz en este matrimonio fue de poca dura, como acontece con el buen vino en las tabernas. Tuvieron sus altezas pleito civil y canónico, y una mañana apareció en su cama, muerto de un tiro en la frente, el príncipe napolitano, a quien la picaresca madrileña llamaba el conde Indigenti.No acabaron aquí los enlaces matrimoniales entre las dos ramas borbónicas, y aun son de ayer los tumultos y zaragallas populares que acompañaron las bodas del don Carlos de Caserta —nieto del rey Bomba— con la princesa de Asturias, hermana de Alfonso XIII. Hubo entonces cargas con sablazos y fusilada, paternales advertencias, ante las cuales cesó la irreverente protesta de la chusma contra las bodas de la serenísima princesa. Intolerable fue aquel entrometimiento, y el jaleo de voces y cencerros clamando por la retirada del señor infante. ¡Intolerable! Parecía que toda la sangre torera, encendida en unánime protesta, pidiese la retirada de un toro de lidia en el ruedo ibérico. ¡Qué grato conforto el que hoy ofrece a los corazones encendidos de amor por las seculares instituciones, el buen acomodo de las masas populares a las bodas del don Juan. ¡Qué respetuoso silencio! ¡Qué ejemplar conformidad!... Casi parece que del suceso no se le diese un ardite.

«CODEX CALIXTINUS» (1935)

El Códice Calixtino es, sin duda, el más señalado y preciado entre tantos pergaminos insignes como guarda el archivo de la catedral compostelana. Su encuadernación actual, en velludo rojo, no va más allá del siglo XVIII. El texto, escrito en bárbaro latín galicano, con signaturas musicales y miniados —no muy primorosos— de letras y figuras, es de los finales del XII. Muchas de sus páginas tienen breves notas marginales del XIV y del XV. El Códice está dividido en cinco libros. Los más importantes son aquellos que suministran noticias referentes al camino que hacían los peregrinos: sus riesgos y mantenimientos, los engaños de los hospedajes, la condición selvática y bronca de muchas villas y lugares donde les ocurría hacer huelgo. La recelosa cicatería del vasco, la mala fe litigante del gallego. Muchas de las socaliñas con que hace ocho siglos se tobaba en los caminos compostelanos son actuales, como aquella de la luciente dobla de oro que el peregrino descubre entre el polvo de su ruta, con todo el enredo de la subirá aparición de dos sutiles tramposos que reclaman su quiñón en el hallazgo, mueven pleito de voces y retos y acaban aviniéndose por gracia de alguna blanca de ley que ofrece el peregrino a cambio de guardarse la dobla, que luego le saldrá fullera. Este devoto cronista, que por dos veces ilustra su esclavina con las veneras del peregrinaje compostelano, es como un precursor, en la literatura francesa, de los viajes por España. En su rudo y fragante latín alumbran gracias y malicias genuinamente galicanas, con manierismo que exagera lo exótico y el novelero mentir en todo aquello que hace referencia a usos y costumbres de la gente hispánica. La devoción candorosa de este peregrino del medievo está toda estremecida y como profanada por la literatura. Sus observaciones, sus descripciones, sus abominaciones de caminante, rebosan de una sonriente petulancia francesa. En esta parte del relato resalta el prejuicio literario por la rebusca del acento exótico, y rara vez se muestra el devoto penitente que hace jornada, ilusionado con la esperanza de redimir sus culpas en el jubileo del Señor Sant-Yago.Del Códice Calixtino no ha de entenderse que únicamente cifre su rareza en cuanto es relato de caminante o libro de ver y andar. Son también singulares las páginas cubiertas por anotaciones musicales y aquellas otras donde se hace cabal descripción de la basílica compostelana. El Códice Calixtino ofrece en ellas curiosas noticias a la erudición arqueológica, y en alguna ocasión promueve hondas resonancias literarias, como ocurre cuando enumera con candorosa prolijidad las estatuas que ornamentan la fachada que hoy dicen de Platerías. El cronista refiere aquí una de las más bellas historias de amor y penitencia, perpetuada en la escultura de una mujer en cabellos que acaricia una calavera en el regazo. Esta mujer tenía por galán un lozano mancebo y con él hacía pecado de adulterio, porque era casada. El marido, mirando por su honra, cortó al amante la cabeza, y la adúltera fue condenada a tenerla siempre en su regazo y besarla cada día dos veces, sin duda en recuerdo del fornicio que entre dos besos cumple con el Diablo.¿Cuál es el origen de esta leyenda bárbara y delicada como la Edad Media? Mi erudición es harto flaca, y, consecuentemente, ignoro si este bulto de piedra con la calavera en el regazo se halla en alguna otra iglesia románica. La escultura del pórtico compostelano tiene en su símbolo la terrible ejemplaridad de un castigo dantesco y la pavorosa resonancia salmística de misereres y de profundis. En el regazo de la adúltera, la lozanía del cortejo que recibía sus besos se hizo podredumbre y vanidad de vanidades. La boca encendida de lujurias que apasionaba bajo su sello el secreto deleite del pecado es boca arrepentida y penitente, condenada por la eternidad de los siglos a cambiar fúnebres besos con la Muerte.Y todas estas noticias, alusiones y sugestiones, que pudieran parecer un poco trasnochadas, vienen a cuento del breve folleto que recibí no hace muchos días referente a la próxima publicación, por el Seminario de Estudios Gallegos, del Códice Calixtino. Juzgo de particular interés la nota bibliográfica que en las lenguas inglesa y galaica inserta el folleto, y en la

imposibilidad de publicarla íntegra, me limito a traducir aquellas noticias que mejor aquilatan la importancia de esta publicación:«El Códice Calixtino —o libro de Santiago— es el principal monumento literario de las peregrinaciones a Santiago de Compostela. Compuesto en el último cuarto del siglo XII, probablemente en Francia, fue falsamente atribuido al papa Calixto II, que no pudo denunciar el fraude hecho en su nombre por haberse muerto algunos años antes, en 1124.»Esta edición constará de dos volúmenes en octavo: uno de texto —aproximadamente, 500 páginas— y otro de música. La transcripción del texto latino ha sido hecha por el doctor Walter Muir Whitehill, y la de la música, que contiene alguna de las más antiguas obras polifónicas, por el R. P. Prado, O. S. B.»Ocho láminas en colotipo reproducen las miniaturas del manuscrito, y la totalidad de la música se reproduce en fototipia, unida a las transcripciones.»La edición es de 200 ejemplares numerados, y el precio de los dos volúmenes encuadernados, el de 80 pesetas.»No creo superfluo dar a conocer, siquiera sea en nota, la portada de esta notable edición, que honra al Seminario de Estudios Gallegos.Nota.—Seminario de Estudos Galegos o Pelerinaxe a Compostela.—Cociex Calixtinus (Ms. do S. XII da catedral de Santiago).—I. Transcripción do texto, introducción e notas de Walter Muir Whitehill, supervisor of Spanish Studies in the Courtland Institute of Arr. University of London.—II. Transcripción i estudo da música por Dom. Germán Prado. O. B. S. na abadía de Silos.—Santiago de Compostela, MCMXXXV.

UN LIBRO SUGERIDOR (Amadeo de Saboya) (1935)

I

Recluido en un sanatorio, y más enfermo acaso de lo que sospecho, distraigo mi mal y mis pesadumbres con amables lecturas. Y fue, sin duda, de las más regaladas la que me deparó un libro reciente del señor conde de Romanones. Me refiero a la vida del rey efímero, don Amadeo de Saboya. Esta gracia en el calificar le pertenece por entero al autor, que con clásica dignidad divierte sus ocios de político en receso. El señor conde de Romanones es veterano en el arte de contar vidas ajenas, y nunca faltan en su gramática ni el guiño ni la sonrisa que disculpan pecados y flaquezas. Las biografías que ha publicado son libros de muy amena lectura, sagaces atisbos y garbosa disposición, prendas literarias que no suelen acompañar a esas 'Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX' (Espasa-Calpe, S. A.).El conde de Romanones abre esta vida de Don Amadeo de Saboya. el rey efímero con un capítulo preliminar, donde apunta la bibliografía alusiva a la candidatura del Hohenzollern al trono de España. Me ha sorprendido que persona tan enterada como muestra serlo el autor de la vida del rey efímero no haga cuenta de un documento de tanto precio como el artículo que publicó Castelar en El Monitor de México. Castelar se hace eco de los primeros rumores que apuntaron en los círculos políticos madrileños y escribe su artículo para condenar la candidatura del príncipe Leopoldo. Con notable clarividencia denuncia el riesgo de que la gestión española promueva una guerra francoprusiana. El Monitor de México, publicaba el artículo del gran demócrata muchos meses antes de que fuese oficial la candidatura del Hohenzollern. El tono y la oportunidad de la amonestación castelarina inducen a la sospecha de que acaso no haya pecado de inadvertido el general Prim. En aquel ambicioso tan sagaz y de tan pocos escrúpulos, cualquier pecado puede presumirse, antes que adornarle con la palma de los Santos Inocentes. Su alma teatral y mediterránea estaba llena de rencores contra Napoleón. Primero, antipatía profundísima, acaso anterior a la campaña de México. Después,

como consecuencia de los tiempos en que era emigrado y conspirador, enemistad, menosprecio y resentimiento por su expulsión del territorio francés, por el mezquino espionaje con que había sido vejado, por las denuncias que de los ttabajos revolucionarios recibía constantemente la Policía española, por instigación expresa de la emperatriz. El conde de Romanones alude a estas causas menores con singular perspicacia. A este propósito escribe: «El psicoanálisis, hoy tan en boga, es el camino más seguro para llegar a conocer la génesis de las determinaciones de los grandes personajes de la Historia.»El conde de Romanones no excusa pormenor referente a los cabildeos, conjuras, afanes, humillaciones, sobornos y torpezas que suscitaba la elección del rey. Refiere el fracaso de una y otra candidatura; pero en ningún momento pone en entredicho los buenos propósitos del general Prim. Y, sin embargo, hay tantas cosas que inducen a la sospecha de que estuviese representando una comedia y que su secreto designio fuese el fracaso de todas aquellas negociaciones en busca de rey. Acaso Prim reservaba en lo íntimo de su conciencia la astuta intención de que los revolucionarios de sentimiento monárquico, aleccionados por aquellos fracasos, volviesen los ojos, como única esperanza, al hijo de doña Isabel. No parece dudoso que, ya en los albores septembrinos, hubiese esperado que la proclamación se hiciese en Alcolea. Al general Prim entonces no le convenía romper su pacto con los demócratas antidinásticos y, conocedor de los hombres, se prometía que los traicionase el duque de la Torre. Faltó poco para que pudiese sacarse de la manga, hecha a medida del deseo, aquella página de la historia de España. Sin duda a este fin, jugó para no hallarse en Alcolea...«El abrazo del puente» parece que haya estado concertado. Las tropas isabelinas vivaqueaban con los revolucionarios; iban y venían parlamentos entre uno y otro cuartel, los ilustres caudillos se ponían de acuerdo cambiando listines de ascensos; únicamente promovía un rumor de protesta la Junta revolucionaria de Córdoba. Y en lo mejor de estas vísperas cae asesinado en el campamento isabelino uno de los plenipotenciarios del duque de la Torre (el diputado cubano Fernández Vallín). Este crimen, realizado por un jefe militar, que, según propalaron los revolucionarios, vengaba añejos resentimientos, puso término a las negociaciones y dejó en ciernes la proclamación del príncipe Alfonso. Esto parece lo más probable, aun cuando no faltaron entonces comentaristas de los sucesos septembrinos que envidasen la culpa del fracaso a la camarilla palaciega opuesta a la abdicación de la reina. El marqués de Novaliches se aseguraba que había puesto término a las negociaciones y arriesgado la batalla, por escrúpulos de lealtad, bajo el apremio de una orden con la estampilla real, transmitida por el conde de Girgenti.Si la camarilla ultramontana de monjas y frailes fue opuesta a la abdicación, en cambio la aconsejaron con vivas instancias señalados personajes del moderantismo, como el conde de San Luis y don Alejandro de Castro. Es indudable que el hecho de la abdicación, para estos viejos políticos, significaba la continuidad de la dinastía. La reina tuvo momentos de vacilación, y aun llegó a expresar el deseo de poner al príncipe de Asturias bajo la salvaguardia del general Espartero. El general Prim, si pudo ser ajeno a estos propósitos, parece poco verosímil que los ignorase y no hiciese cuenta sobre ellos. Un año después, en el verano de 1869, con ocasión de hallarse haciendo cura de aguas en un balneario francés, visita secretamente en París a sus majestades doña Isabel y doña María Cristina, la reina gobernadora. Don Salustiano Olózaga, que de aquélla era embajador, ocultando la mano, lanzó la piedra del escándalo en el corro de la Prensa madrileña. El soldado de África, acosado y acusado, aseguró con su estilo de sargento batatero que habían sido dos visitas de cortesía. Poco después, desde el banco azul, lanzaba los tres famosos jamases.Quédese para un próximo mañana cuál pudo ser el resultado de estas visitas y otras cosas a propósito del libro tan sugeridor del conde de Romanones.

II

«Aquellos revolucionarios, confiando alegremente en que para siempre habían hecho desaparecer la dinastía borbónica, se quedaron perplejos y no acertaban a decidir si mantendrían la forma monárquica...».Con estas palabras enjuicia el señor conde de Romanones, en la Vida de Amadeo de Saboya, el pensamiento político de los revolucionarios septembrinos, espadones y tribunos, plutócratas de la trata de negros y de la Banca, juristas de romanas virtudes y áticos maestros del periodismo.El conde de Romanones, que en otros pasajes de este libro se muestra muy agudo psicólogo, me parece que yerra el juicio si de veras supone a los septembrinos alegres y confiados por la fuga de la reina. Lo más seguro es que la alegría fuese expresión del sentimiento popular y que los caudillos disimulasen el estupor y la sorpresa, pues aquel suceso anulaba sus cuentas galanas. Doña Isabel puso pies en polvorosa, tirando los trastos de reinar, porque el cristo revolucionario la sorprendió en lugar vecino a la frontera, donde tomaba los baños de mar, tan saludables para el humor herpético. Este regio alifafe se proyecta sobre aquellos sucesos con la fatalidad de un influjo adverso sellado en las estrellas, y no hay duda que otro hubiera sido el horóscopo, de hallarse en el Palacio de Oriente su majestad católica. Era doña Isabel muy entera de ánimo, y en su decisión de pasar la frontera pudo más que el miedo la conjura de la camarilla ultramontana, tenazmente opuesta al dictamen de algunos prohombres del moderantismo, que aconsejaban la abdicación, a la cual habría de seguir el acto solemne de confiar la tutela del príncipe de Asturias al general Espartero.Bien puede suponerse que aquellos sesudos políticos moderados, carcamales de la más docta veteranía en conjuras, Trapisondas y cabildeos, no aventuraban un dictamen tan espinoso de responsabilidades y tan contrario a la adulación cortesana sin haberse previamente entendido con el duque de la Victoria. Duraron estas conversaciones trece días mortales, desde el pronunciamiento de la Escuadra en la marina gaditana hasta el simulacro de Alcolea. Doña Isabel, a lo largo de este plazo, tuvo intervalos de mostrarse propicia a seguir el consejo de los viejos lagartones del moderantismo, y al favor de tales veleidades se corrieron las órdenes oportunas entre la servidumbre que debía acompañarla, y estuvo dispuesto un tren con la locomotora encendida para conducirla a Logroño. El padre Claret pudo estorbarlo acudiendo a sus artes catequizantes, y su augusta hija de confesión, en vez de ponerse al camino, se puso dos parches en las sienes, pechona de lloros y suspiros. Su majestad había querido confortarse en el tribunal de la Penitencia, y el fraile no desaprovechó la ocasión de recordarle las infernales calderas, que no menos podía prometerse de confiar a un viejo jacobino, masón impenitente, el alma tiernísima del príncipe de Asturias. Fallidos sus propósitos, se alarmaron los viejos lagartones de la Iglesia moderada y, pasando de leñadores a profetas, auguraron negros días de discordias civiles, todo ello a cuenta del fanatismo ultramontano, que comprometía la causa de la sucesión dinástica. Don Alejandro de Castro, que estaba recién sacramentado, llegó a la regia cámara sostenido en muletas para cantar allí las verdades del barquero. Con esta retórica democrática troqueló la camarilla aquel desacato, que luego, en las gacetas transpirenaicas, se llamó el canto del cisne —es la retórica lo que más separa a los pueblos—. Como entre la alta servidumbre palaciega contaba el moderantismo muchos parciales, a tapacandiles movieron una intriga de alcoba para recobrar la perdida influencia sobre el ánimo veleidoso de la señora. Todo lo hacían mirando a salvar del cataclismo revolucionario la institución dinástica. Les ganó la vez el camarillón ultramontano, no menos encendido de volcánico patriotismo, aun cuando más atento a las sugestiones de monjas y frailes, que hacían consubstanciales trono y altar.Nunca la diplomacia vaticana ha sido conciliadora; acaso lo impide el dogmatismo ideológico; pero pocas veces se mostró de tan categórica intransigencia como durante el pontificado del Papa Mastai. Monseñor Antonelli, secretario de Estado, bajo su rasgada sonrisa de careta napolitana, disimulaba un fanatismo de cura lugareño, apasionado por las purificaciones inquisitoriales, propenso a las ampulosas fórmulas conminatorias de excomuniones y

anatemas. Condenaba, por heréticas, las escuelas liberales, y para combatirlas acudía al fanatismo de numerosas Congregaciones eclesiásticas y civiles, que movía con tenebrosa cautela en todas las Cortes extranjeras. Sus artes diplomáticas se mantenían en un fiel de violencia sectaria y de reserva jesuítica. Los agentes secretos actuaban bajo uno de estos signos, como en mundos diferentes y eran libelistas provocadores o truchimanes catequistas.«L'Antonelli del resto saperva mantenere le sue posizione ni ricorrendo a metodi spesso discutibili.» De esta suerte alude un escritor eclesiástico, muy considerado en los medios vaticanistas, a las artes diplomáticas del famoso secretario de Estado. (SAC. Ernesto Vercesi: Pío IX. Edizione Corbaccio. Milano, MCMXXX. No estará de más advertir que el libro del Vercesi ha sido publicado con la oportuna censura.)El cardenal Antonelli parece indudable que se prometía mejores frutos de excomulgar a las demagogias españolas y provocarlas que ayudando a los monárquicos, para quienes la abdicación aún era la esperanza de salvar la dinastía borbónica y liberalizarla, como se había intentado a la muerte de Fernando VII.El cardenal Antonelli mantuvo frente a la revolución española el mismo juego diplomático que años atrás había mantenido frente a la República romana de Mazzini. A esta política maquiavélica alude largamente uno de los más nobles escritores del catolicismo, el abate Antonio Rosmini, en la segunda parte de su obra Missione a Roma: «L'Antonelli aveva di lunga mano premeditato questo disegno: Far che, le cose arrivassero all'estremo. L'anarchia che ne sarebbe seguita avrebbero neso necessario l'inrervento. Dovevano cadere le instituzioni liberali, e si doveva incominciari libro nuovo. L'Antonnelli stesso qualche volta si tradi.»El señor conde de Romanones tan sagaz y tan honestamente patriota, habrá, sin duda, advertido que aún anda por el mundo la sombra del cardenal Antonelli. De su política no faltan recientes ejemplos en España. Política inmutable, del más duro egoísmo dogmático, que impone la sumisión de todos los sentimientos y aun de los intereses nacionales a los fines de la Sede Apostólica.

III

El conde de Romanones conoce, acaso como nadie, todo el misterio que oculta el asesinato del general Prim. Sabe tantas cosas que se asusta sólo de pensar en ellas, y le tiemblan las carnes con el temor de que algún día no pueda vencer la tentación de poner paño al pulpito. El conde de Romanones, como todo buen narrador, conoce la deliciosa fruición de desvelar secretos. ¡Y el diablo es tan enredador, y tan enlabiador, y tan buen compadre del conde de Romanones!...Escribe el autor de Amadeo de Saboya, refiriéndose al asesinato del general Prim: «En la noche del 27, al salir del Congreso, en la calle del Turco, se consumó el vil atentado; acribillado a balazos, su férrea naturaleza se resistió hasta el 30». En estas líneas, el conde de Romanones procura atenerse a la ortodoxia de la versión oficial. La realidad es otra. El general Prim no fue acribillado a balazos. Ninguna de sus heridas era grave. Las más importantes estaban situadas en la muñeca y en el codo. Subió por su pie la escalera del palacio de Buena Vista. Y tan escasa importancia aparentaban sus heridas que como su mujer intentase abrazarle, hubo de advertirla: —No te acerques, que vengo herido.El conde de Romanones tampoco quiere recordar hecho tan significativo como la negligencia judicial para tomarle declaración al presidente del Consejo. No declararon ni la víctima del atentado ni el dueño de la tasca donde estuvieron reunidos los asesinos, en acecho del momento oportuno. ¡Y el populacho, con expectación melodramática, hacía «cola» para ver, impresa en la puerta, la huella sangrienta de una mano! El general Prim murió sin haber prestado declaración, y así pudo más tarde divulgarse que había reconocido la voz de Paúl y Ángulo. Esta versión aparece en un libro de don Ricardo Muñiz. El libro —bueno será tenerlo en cuenta— se publicó después de muerto su autor. El manuscrito ha desaparecido, y en la

publicación intervinieron gentes interesadas y de pocos escrúpulos. Por muchas razones puede creerse en una interpolación.Nada, en verdad, tan absurdo como esa imprudente orden de fuego, dada por Paúl y Ángulo. Parece no haber tenido otro propósito que hacerse reconocer por don Juan Prim. Precisamente los muñidores del atentado se mueven procurando el mayor sonsoniche. Por excusar las clásicas contraseñas de voces y silbidos, acuden a un telégrafo de luces y encienden a lo largo de la calle, en la neblina crepuscular, las acreditadas cerillas de Cascante.La muerte del general Prim no provino de la gravedad de las heridas, sino de la gangrena. Don Melchor Sánchez de Toca, el más afamado de los cirujanos madrileños, solamente fue requerido pocas horas antes del fallecimiento del general. Don Ricardo Muñiz refiere que la misma noche del atentado propuso la conveniencia de llamar al célebre cirujano; pero una interesada y solapada resistencia logró estorbarlo hasta el último momento, cuando ya no quedaba ninguna esperanza.El conde de Romanones, que conoce todos estos pormenores y muchos más, rehúye la tentación de conjeturar por cuenta propia y prefiere atenerse a la versión que carga la culpa sobre Paúl y Ángulo.«Miles de pliegos necesitó la Curia para que, después de largo tiempo, se declarase vencida y reconociera su impotencia pata descubrir a los culpables, señalados por la opinión desde el primer momento, pues ellos mismos se habían descubierto, anunciando con reiteración que se preparaba el asesinato. El Combate, periódico de Paúl y Ángulo, una y otra vez había predicho que Prim sería asesinado.Juró (Paúl y Ángulo) al general un odio implacable, que le llevó no sólo a preparar, sino a ser uno de los autores materiales del crimen. Su alegato, publicado años después en París para defenderse de las inculpaciones que con unanimidad se le dirigían, no convenció a nadie. Quiso defenderse poniendo en la cuenta del duque de Montpensier y de sus secuaces la preparación del crimen; insinuó también que éste pudo tener su origen en aquellos a quienes la desaparición de Prim pudiera aprovechar. Y a quién podía aprovechar más que al general Serrano, regente del reino? La especie insidiosa tuvo creyentes, y más cuando se supo que entre los autores materiales del crimen había dos que habían venido a Madrid desde Andújar, protegidos por un pariente del regente. Al poco tiempo de retornar a su pueblo los tales sujetos, de oficio cazadores furtivos, acabaron sus días de modo misterioso y violento.»El conde de Romanones tiene fama muy bien ganada de discreción y agudeza. Dueño de su pluma, nunca dice más de lo que quiere, y, sin agraviarle, puede suponerse que cuando se contradice lo hace deliberadamente. ¡Y qué significativas contradicciones las que se advierten a lo largo de este libro! El alegato de Paúl y Ángulo «no convenció a nadie». Pero la especie insidiosa con que cargaba la culpa al duque de la Torre «tuvo creyentes». Por lo demás, mucho antes de que Paúl y Ángulo escribiese su alegato estaban en entredicho el duque de Montpensier y el general Serrano. A raíz del atentado, en el jardín del palacio que habitaba en Madrid el duque de Montpensier, la Policía descubrió un enterramiento de trabucos y pistolones. Y empapelado en el proceso, por indicios, estuvo una temporada en el Saladero el secretario-ayudante del duque. Del general Serrano escribe el conde de Romanones: «No puede pasar inadvertido que el regente del reino se mantuviera apartado de cuantas negociaciones se realizaban para encontrar rey, sin duda por pensar que no podía hallarse otro mejor que él mismo......La acritud de Serrano ante el trágico asesinato de Prim dio lugar a comentarios —que ni rechazamos ni recogemos— que las pasiones humanas, sobre todo en la política, llevan a las más extremas resoluciones......

(Prim.) En el pleito dinástico se jugaba la vida, no sólo su vida ministerial, sino su vida real; tal era el encono de aquellos que a toda costa y por todos los caminos querían impedir que las Cortes eligieran rey......Sagasta, ministro de la Gobernación el 27 de diciembre, guardó toda su vida un impenetrable silencio sobre el asesinato de Prim. Cuando alguien se arriesgaba a interrogarle, no ocultaba su contrariedad en términos que al interlocutor no le quedaban ánimos para insistir.»El conde de Romanones, aun cuando ahora no quiera comentarlo, no habrá dejado alguna vez de hilvanar conjeturas que pudiesen explicar el taciturno mal gesto de Sagasta. Bien puede presumirse que el viejo pastor se callaba en servicio de Paúl y Ángulo. ¿En servicio de quién callaba don Práxedes? Pero de esto, otro día...

IV

Una difusa y confusa intriga ultramontana ondula el serpentón de sus anillos a lo largo del reinado isabelino. El regio confesor, la monja milagrera y otros acólitos de la diplomacia vaticanista cabildearon, con diversa fortuna, para conseguir la abdicación de la reina. El augusto consorte no era ajeno a estos propósitos, y, ante los fraudes del tálamo, soploneaba para restituir el trono a su amado primo el conde de Montemolín. El Espadón de Loja, para el gran camarillón ecuménico de frailes, monjas y sacristanes, era un jacobino disfrazado, y solamente la ortodoxia apostólica pondría remate a las abominaciones del liberalismo masónico, opuesto al lema de Dios, Patria, Rey. La Constitución, solía decir el regio confesor, es la Carta de Satanás. El reverendo padre, como tenía luces celestiales, anunciaba la doctrina canónica que a su hora tuvo esplendorosa definición en el Syllabus. La gran conjura apostólica, entre sobresaltos y novenas de las camarillas palaciegas, duró muchos años, y sus tenebrosas maquinaciones Trajeron aquella intentona de San Carlos de la Rápita.El conde de Montemolín pasó a gozar de mejor vida a poco de su fracasada aventura en la costa levantina, y le sucedió como pretendiente legitimista su hermano, el infante don Juan. Este príncipe alegre, ligero, incrédulo, burlón y tarambana, siempre mal avenido con el resto de la familia borbónica, ostentaba un liberalismo de opereta, que le ponía al margen de todas las cábalas para restaurar la pureza del dogma monárquico contenido en la cifra de Dios, Patria, Rey. Con este contratiempo quedóse adormecida la conjura apostólica, y de las antesalas camarilleras saltó al corro gacetillero una nueva intriga, financiada por el duque de Montpensier. El espejuelo de la abdicación pasó entonces a los alegres compadres de la Unión Liberal. Don Leopoldo troqueló con austero juramento aquella generosa disposición de los ánimos para otra vicalvarada. —«¡¡¡La señora se ha hecho imposible, y con ella no volveré a ser ministro!!!»— Con tan señalado ejemplo encendióse de noble emulación la jaula canora del progresismo, y los morriones milicianos, alcanforados contra la polilla, volvieron a saludar el aire, esperando de aquellos albures una nueva regencia de don Baldomero. Con este tablero de azares renació la vieja conjura de las camarillas ultramontanas, que, atentas a las veleidades del regio ánimo, sospecharon otra recaída en las abominaciones del bienio, venida, como la primera, por la compadrada entre los espadones de Unión y Progreso. Y como los derechos de la rama sálica habían ido a parar en un príncipe sin fundamento, un verdadero réprobo, un hijo de las logias, contaminado del más vitando jacobinismo, hubo acuerdo camarillero para acudir en consulta a Roma. Movieron los hilos para este fin el infante don Sebastián y monseñor Barilli, nuncio apostólico. De Roma acaso habían anteriormente iniciado, con suave soplo jesuítico, la conveniencia de aquella consulta. La Santidad de Pío IX, guiada por luces celestiales, aconsejó la boda de su amada hija en Cristo la serenísima infanta Isabel Francisca. Esta señora infanta, por su clara inteligencia, entereza de ánimo y acendrada piedad, era, en caso de abdicación, quien debía ejercer la regencia en nombre de su hermano, el tierno príncipe Alfonso. La belleza y juventud de la señora infanta aconsejaban darle

marido, que con ella tuviera mancomunadamente la regencia del reino. El Santo Padre, como no podía menos de suceder, acreditó celestiales artes de casamentero. Pío IX sentía particular predilección por un último retoño de la destronada Casa Real de Nápoles. Era caro a su corazón, como huérfano del llorado rey Fernando. ¡Aquel fiel amigo, ejemplo de monarcas cristianos, azote de masones y constitucionales! Gaetanino —conde de Girgenti— mostraba en todo las mismas felices disposiciones y virtudes que el difunto rey. El Santo Padre, enternecido, y siempre alumbrado de luces proféticas, no excusó empeño para ayudarle en el camino de gobernar la piadosa nación española. Mirando a tan apostólicos fines, se celebraron las lucidas bodas del conde Gaetano de Girgenti y doña Isabel Francisca.— Fueron las bodas en junio de 1868, y en septiembre, el 19, alumbraba en la Marina gaditana la Gloriosa.— El infante don Sebastián, que tenía vínculos muy estrechos de parentesco con el príncipe napolitano, había recibido instrucciones pontificias para conseguir la conformidad de la serenísima infanta. La doña Isabel Francisca no era bien dispuesta a la matrimonial coyunda, y declaraba haber formulado votos secretos de perpetua doncellez. Para salvar estos escrúpulos y decidirla a matrimoniar con el pretendiente napolitano fue necesario que viniese de la Corte pontificia una carta autógrafa del Santo Padre. Documento de la más acendrada doctrina apostólica, que melificaba sus admoniciones en un castellano dengoso y monjil, aprendido en las tierras del Plata y del Perú. Esta carta fue descubierta por aquellos avinados patriotas que allanaron las palaciegas estancias, encendidos con el triunfo de las tropas revolucionarias en el puente de Alcolea. Estaba, dentro de un libro de oraciones, en la cámara de la serenísima señora infanta. El teniente coronel don Amable Escalante la recogió y regaló a don Juan Prim. Con las amelcochadas letras pontificias, en la misma gaveta, era una olorosa trenza de cabellos rubios, y en otra página del horario se ocultaba cierta enigmática esquela, que signaba el infante don Sebastián. La carta del Santo Padre, como presente de don Juan Prim, fue a manos de don Antonio Romero Ortiz. Formó parte de una famosa colección de autógrafos que guardaba este viejo político de la cascara jacobina, estuvo expuesta en una vitrina de su pequeño museo y desapareció después de la saguntada.Y volviendo a las lucidas bodas del conde de Girgenti y doña Isabel Francisca, es obligado recordar cómo, recaídas las bendiciones, emprendieron el viaje a Roma para besar la pantufla apostólica y asistir a las bodas de su hermano, el serenísimo señor conde de Caserta. Y el mismo día que los serenísimos condes de Girgenti ofrecían un banquete de contraboda a sus hermanos los serenísimos condes de Caserta llegaba el papelito azul con la infausta nueva de la sublevación de la escuadra en la marina de Cádiz. Los condes de Girgenti, pensando acaso que era llegada la hora de su regencia mancomunada, aleccionados por la diplomacia vaticana, emprendieron el viaje de retorno a España. Llegaron en las vísperas de Alcolea. El príncipe napolitano corrió a ponerse al frente de los escuadrones de húsares acampados entre Montoro y el Carpió. ¡Era su coronel honorario! El Gran Camarillón Ecuménico pensó llegada la hora del triunfo. Abdicaría la señora, y el marqués de Novaliches, triunfante, proclamaría al príncipe de Asturias por rey, con la regencia de los condes de Girgenti, ahijados de Su Santidad. Triunfaron las tropas revolucionarias. ¡Dios quería probar a su amada España! Un susurro de confesonario recordaba al mismo tiempo la doctrina del padre Mariana. Don Juan Prim estaba sentenciado.

V

Don Juan Prim y Prats era hombre teatral y autoritario, de mucha cautela y de cortas verdades. Su conducta política jamás estuvo alumbrada por la llama de una noble pasión ideológica ni sufrió el rigor de los escrúpulos. Protegido del general Espartero, se sublevó contra su regencia. Tránsfuga del moderantismo, sufrió cárcel y confinamiento, acusado de complicidad en una intentona para asesinar al general Narváez. Fue amigo y enemigo del general O'Donnell. Azuzó toda suerte de intrigas contra don Salustiano Olózaga. Fomentó

pronunciamientos y cuarteladas, comprometió guarniciones, sobornó generales y sargentos. En estas trifulcas pecó, más que de temerario, de prudente, y no faltó entre los suyos quien le llamase capitán Araña (don Eugenio García Ruiz). Nunca excusó compromiso como le pintase favorable a sus fines, y así pudo ocurrir el hecho, inverosímilmente cínico, de negociar simultáneamente con carlistas y republicanos. Mientras Paúl y Ángulo le representaba en las jacobinas logias gaditanas, otro emisario acreditado de plenos poderes visitaba en un romántico castillo alemán la timorata Corte del pretendiente. Tan lejos fueron las conversaciones que los notables del carlismo, a fin de discurrirlas y darles estado, tuvieron una famosa junta en Londres. Y allí acabaron, por la airada repulsa del general Cabrera. Las incidencias de aquella asamblea están narradas en un libro raro y curioso, publicado por un antiguo secretario de don Carlos (Emilio Arjona).El general Prim —cosa singular—, a través de provechos y mudanzas, mantuvo siempre amistades con la reina madre. Era doña María Cristina muy experimentada en toda suerte de conjuras políticas, y no se le ocultaba, en aquel año subversivo de 1868 la importancia de los trabajos revolucionarios que realizaba en Londres don Juan Prim. Desde París, donde tenía la covachuela de sus negocios, escribió por entonces muchas cartas declamatorias y proféticas a su obcecada hija para que prescindiese del funesto González Bravo. Vino a la Corte, y no es dudoso que encareciese los recelos y apremiase en los consejos, durante el tiempo que permaneció en ella, para madrinar las bodas de su nieta la infanta Isabel Francisca. Doña María Cristina juntaba a su astucia napolitana la pasión rencorosa; era tenaz en sus odios, y jamás pudo olvidar ni perdonar las befas de «El Guirigay». El Ibrahím Clarete, que la había puesto en una picota de ludibrios; aquel que tantas veces tenía glosado el afrentoso mote de la napolitana ladra y prostituta, por mudanzas de los tiempos, desmemorias filiales, flaquezas cortesanas e ingratitudes de todos, regía, como un cabo de vara, los destinos de España. Si grandes rencores movían la conducta de la antigua reina gobernadora para procurar la caída de don Luis González Bravo, no era menos el venenoso despecho que escondía contra el general Espartero, por haberla depuesto y suplantado en la regencia del reino. En aquella ocasión enredó una conjura con la que pensaba herir de muerte a sus dos viejos enemigos y asegurar la paz del reino. Se guiaba no solamente de su astucia diplomática, sino de sus agravios y malquerencias, en los consejos políticos y en las amonestaciones a doña Isabel. La reina madre —ya puesta anteriormente de acuerdo con el general Prim— encarecía la urgencia de un Ministerio Cánovas-San Luis. Primer acto de este Gobierno debiera ser la concesión de una amplia amnistía. Acaso renunciasen a sus beneficios y perseverasen en el retraimiento los revolucionarios antidinásticos, que seguían las indicaciones de don Salustiano Olózaga, refugiado en París, y los llamados demócratas y los francamente titulados republicanos; pero en ningún caso los que atendían las órdenes del general Prim. Después de la amnistía era obligada la convocatoria de nuevas Cortes. Don Juan Prim y sus amigos recibirían el trato más favorable. El desterrado de Londres, por gracia de la taumaturgia electorera, sería el jefe de la fracción más importante del liberalismo en las futuras Cámaras. No salieron las cosas a medida del deseo, por las condiciones que impuso don Antonio Cánovas para colaborar en el Ministerio que aconsejaba la reina madre. Cánovas exige el previo extrañamiento de la Corte de don Carlos Marfori, intendente de Palacio; del apuesto don Miguel Tenorio, secretario de su católica majestad; del pollo Meneses, favorito del augusto consorte; de la seráfica sor Patrocinio y del bendito padre Claret, confesor de la señora. Intrigó Roma, no hubo acuerdo y continuó el Poder en manos del arrepentido libelista don Luis González Bravo.Fallaron los cuerdos consejos de la reina madre; pero no fue tanto el secreto de la conjura que no tuviesen conocimiento de aquellos propósitos los notables de los otros partidos que conspiraban de acuerdo con el general Prim. Estas nuevas aparejaron agrias discusiones en el sigilo de las logias y en el alborotado cotarro de los Comités. Era unánime el recelo de que alguno de los jefes revolucionarios fuese traidor a lo pactado y madrugase por su cuenta para

ser solo en dar el golpe y cosechar el fruto. En un cabildo que unionistas, progresistas y demócratas tuvieron en Cádiz, don Adelardo López de Ayala levantó, a par de los brazos, engoladas voces para acusar concretamente al general Prim. Inflado de vanilocuencia, llegó a titularle de pillo y felón. Paúl y Ángulo, con su mejor estilo baratero, defendió al ilustre desterrado de Londres, y fueron tan castizas sus expresiones contra el pomposo poeta unionista que solamente la olímpica prudencia del amado de las musas pudo excusar un lance de honor. Con todo esto crecía la desavenencia entre los diferentes bandos revolucionarios. Sin embargo, el continuo tarifar y el recelo de nuevos engaños logró acelerar los trabajos para la acción conjunta de aquellos gloriosos espadones cachicuernos, que debían sus entorchados al favor de la señora. ¡Pero la señora se había hecho imposible, como tenía sentenciado en ocasión memorable el difunto don Leopoldo!Medió, al fin, acuerdo entre los generales Serrano y Dulce, confinados en la isla de Tenerife, y el general Prim, emigrado en Londres, para acudir a la marina gaditana, adonde los llamaba el comandante del apostadero, don Juan Bautista Topete, que prometía el concurso de la Escuadra. El general Prim embarcó con rumbo a Gibraltar el 12 de septiembre de 1868, a bordo del Delta, vapor de la Mala Real Inglesa. Se imponía el sigilo, y romo el disfraz, no muy romántico, de lacayo de sus amigos los condes de Bark y pasaje de segunda cámara. Como sufría las angustias del mareo, la condesa obtuvo del capitán del buque que su fiel Casimiro, para respirar la brisa marinera, pudiese dejar el sollado y subir al entrepuente de la primera cámara. Era la noche de la última singladura, clara noche de estrellas. El general Prim, en aquellas vísperas revolucionarias, habló largamente de sus propósitos. En las Memorias de la condesa de Bark, publicadas en París algunos años después, se hallan recogidas las palabras del general Prim. Refiere textualmente la condesa: «El pensamiento del conde de Reus no era otro que alcanzar la abdicación de Isabel II y proclamar rey al príncipe de Asturias. Y así nos lo dijo entonces, respondiendo a una pregunta de mi marido». Que fuese éste el oculto designio del general Prim no parece dudoso, y toda su conducta anterior lo confirma. En febrero de 1866, cuando en las Cámaras le acusan de antimonárquico —después del fracasado pronunciamiento que se llamó de Villarejo— lanza un manifiesto desde Lisboa para declarar su lealtad al trono de Isabel II. En junio y julio de 1868 presta su asentimiento a las gestiones de la reina madre. Dos meses después, a bordo del Delta, frente a las luces de los faros españoles, en las vísperas septembrinas, todo su revolucionarismo se cifra en el deseo de proclamar rey al príncipe Alfonso. Pero el general Prim no era solo. Los unionistas y sus periódicos estaban a sueldo del duque de Montpensier. Los demócratas sacaban el pecho y enronquecían por la República. El gran camarillón ecuménico, supuesto el caso de la abdicación, la condicionaba a la regencia del conde de Girgenri, ahijado de Su Santidad Pío IX.VI

Un cierto folleto que Paúl y Ángulo publicó en 1869 es raro de encontrar, y son pocos aquellos comentadores de la revolución septembrina que muestran haberlo leído. Desde la primera hora circularon falsas, contradictorias e interesadas versiones del histórico suceso, y a ponerles categórica rectificación tiende el folleto del terne revolucionario, ya por entonces enemistado con el soldado de África. Paúl y Ángulo refiere en mala prosa periodística, pero con muy expresivos detalles el acuerdo de los demócratas gaditanos con una parte de las tropas que montaban la guarnición de la plaza. Hacían cuenta aquellos patriotas para una cuartelada sobre las fuerzas de Carabineros y los sargentos y cucharas de Cantabria. Eran muy vivos los resquemores entre estos infantes, salidos del estado llano, y la oficialidad de Artillería, pedantuela y reaccionaria, que desde los sucesos de San Gil mantenía una rencorosa prevención contra el soldado de África.El coronel Merelo, furibundo republicano, andaba disfrazado por Cádiz. Hombre de poco juicio, temerario, optimista y amigo de correrla, apenas apuraba cuatro chatos, ya estaba apostillando remos contra la incalificable tardanza de los generales. Le jaleaban los

impacientes, y el milite glorioso reiteraba entre libaciones el propósito de sacar una noche las tropas de los cuarteles y proclamar la República. Paúl y Ángulo, que solía acompañarle en la crepuscular visita de colmados, procuraba contenerle en límites de prudencia, por las obligaciones que tenía con el general Prim. Ya por entonces se hallaba todo dispuesto para el desembarco del emigrado de Londres en Gibraltar. Secretamente advertido, el terne jerezano, por su cuenta y rumbo, había mercado un vapor para prevenir azares y tener en todo momento asegurado el arribo a la plaza de Cádiz. Anochecía el 17 de septiembre de 1868 cuando, acompañado de algunos patriotas del credo republicano, tan notorios como Caba, La Rosa y Salvochea, recibía al mágico de las cuarteladas a bordo del remolcador Adelia: Sagasta y Ruiz Zorrilla le apostillaban los flancos con sonrisa de acólitos. Paúl y Ángulo, en su folleto, hace difusas y profusas alusiones a las pláticas que entonces tuvieron. Hasta aquel momento los ilusionados patriotas del credo democrático habían supuesto que el invicto soldado no rehusaría, por escrúpulos, desembarcar en las arenas gaditanas para ponerse al frente de Carabineros y Cantabria. Fue grande su desengaño. El general Prim sacaba el pecho, se ponía sobre el corazón la mano con anillos brasileros, llenaba el camarote de crasas vocales catalanas. El mágico de las cuarteladas no podía olvidar su compromiso de honor con el ilustre general Serrano. Aseguraba que decir españoles, gaditanos y demócratas vale tanto como decir caballeros, y con elocuentes palmadas sobre el heroico pecho exigía que aquellos turulatos patriotas aprobasen su ladina cautela. Entre caballeros es obligada la lealtad a los pactos. El general Prim, por esta obligación rehusaba ponerse al frente de las tropas comprometidas en la plaza de Cádiz. Su deber en aquellos históricos momentos no podía ser otro que esperar la llegada del ilustre general Serrano. El Peñón no era, sin duda, lugar oportuno, por el riesgo que representaba la vigilante Policía inglesa, y el mágico de las cuarteladas, mirando a que sus decisiones proyectasen los más vivos resplandores sobre la lealtad de sus propósitos, declaró que su honor le aconsejaba esperar a bordo de la fragata Zaragoza.Don Juan Prim, a pesar de sus jactancias revolucionarias, era cínicamente reaccionario, y esta inclinación congénita se había fortalecido, a lo largo de sus glorias y servicios, en las rufas briscadas de los cuartos de banderas. En aquella ocasión, su sagacidad y experiencia trapacera le pusieron sobre aviso en cuanto al riesgo que para sus propósitos ofrecía confiarse a los demócratas gaditanos. Don Juan Prim miraba con instintivo recelo la intervención popular en el movimiento revolucionario, y hubiera querido que fuese únicamente baza de espadas y milagro de los cuarteles. No alcanzaba que el pretorianismo de los pronunciamientos militares jamás puede asumir la dignidad histórica de las explosiones populares, cuando las demagogias, en sus grandes horas, abren los brazos y sacan el pecho frente a las bocas de los fusiles. Don Juan Prim temía que, aventurándose hasta desembarcar en las arenas gaditanas, había de verse fatalmente convertido en caudillo de la facción republicana y comprometido a tomar por suya una bandera que sólo le merecía cautelosas prevenciones y repulsas de sargento autoritario.El mágico de las cuarteladas seguía la línea tortuosa de su política ambidiestra. En las aguas calpenses, al reiterado apremio de los demócratas gaditanos respondía con el compromiso de honor que le ligaba con los generales unionistas. A bordo de la Zaragoza, en las aguas gaditanas, oponía las obligaciones y pactos con el partido demócrata a la parcialidad orleanista del brigadier Topete. Falso y teatral, volvía a sacar el pecho y a poner sobre el corazón las luces de las tumbagas brasileras. Fue su política en aquella hora avivar y recordar las diferencias entre unionistas y demócratas, a fin de situarse entre uno y otro bando como mediador y garantía. Era pródigo de grandes gestos. Orquestaba con sus crasas vocales catalanas las más huecas y retumbantes frases del almanaque revolucionario. Ocultaba, ladino, sus sentimientos e intenciones, y a la clara significación de las otras banderías sumadas a la conjura revolucionaria oponía el futuro enigmático de la voluntad nacional. Descubría una genial astucia para ocultar sus propósitos en la vaciedad merafórica y

truculenta de una retórica sin ideas. El general Prim, después de correr la pólvora, fiaba la última decisión revolucionaria a la taumaturgia de las urnas electoreras. Como se sabía falto de la asistencia de unionistas y demócratas, no descubría su inclinación por el príncipe Alfonso.

PAÚL Y ÁNGULO Y LOS ASESINOS DEL GENERAL PRIM (1935)

La Gloriosa en Cádiz

Paúl y Ángulo, por la resolución y entereza de su ánimo, por su liberalidad, por lo exaltado de su credo democrático, tenía mucho partido entre la gente del bronce que carga el retaco y afila la chaira en los barrios populares de Cádiz. En aquellas vísperas revolucionarias aumentaba el prestigio del terne jerezano la confianza que le dispensaba el general Prim. Don Juán había procurado atraerle, receloso de que el movimiento revolucionario se le fuese de las manos por el extremismo demagógico de las Juntas democráticas de Andalucía. El general Prim, a estas prudentes alarmas, unía el cuidado de los espadones unionistas, siempre dispuestos a madrugar para ganarle la baza. Conocedor de los hombres, vio en el mozo jerezano, resuelto y esparcido, pronto a jugarse vida y fortuna por la causa revolucionaria, a un exaltado; pero en ningún caso le puso en el capítulo de los traidores, como a sus compadres los espadones de la Unión.Yerran los que dicen y escriben que Paúl y Ángulo tuvo la protección del general Prim. Estrictamente, la verdad es todo lo contrario. Paúl y Ángulo fue, como ocurre tantas veces, elemento de mucha cuenta en aquellas vísperas y un estorbo en la hora del triunfo por la firmeza de sus convicciones y sus escasas aptitudes para el brujuleo, que los castizos de «tasca» llaman «alternancia»; los ingenuos provincianos compadrazgo, y los espíritus superiores, convivencia. El general Prim le pagó encarcelándole. Ya no recordaba que era el terne jerezano quien había fletado el barco que con las luces apagadas le había llevado a bordo de la fragata Zaragoza. Paúl y Ángulo, quizá en aquella noche de 1868, sintió brotar en su alma apasionada los primeros despechos contra el general Prim.La escuadra surta en las aguas gaditanas es indudable que no inició aquel gran movimiento revolucionario que luego sus corifeos llamaron la Gloriosa. Fue ésta una de tantas versiones alucinadas y tan sin fundamento como la copla popular:

En la puente de Alcolea, la batalla ganó Prim.

Paúl y Ángulo, en el folleto que publicó en 1869, siendo diputado en las Cortes constituyentes, refiere pormenores muy significativos, que ponen en luz la cautela con que colaboró la Marina. El terne gaditano recuerda cómo acompañando al general don Juan Prim pasó con sus amigos a bordo de la fragata Zaragoza.En tan memorable ocasión, los compañeros de Paúl y Ángulo eran Caba, La Rosa y Fermín Salvochea. Los tres de exaltadas virtudes revolucionarias y singularmente valerosos. Las pláticas que a bordo de la fragata Zaragoza sostuvieron con el brigadier Topete duraron hasta cerca del alba. Por el relato que hace Paúl y Ángulo se las advierte erizadas de recriminaciones y suspicacias. El brigadier Topere era sin duda de cortas luces diplomáticas y polémicas. Aquel lobo de mar se oponía con la rudeza propia de su role lupario a todo cuanto significase iniciar la revolución en la plaza de Cádiz sin esperar la llegada del general Serrano. Paúl y Ángulo, Caba, La Rosa y Salvochea se mostraban de opinión contraria. Puede presumirse por la lectura del raro y curioso folleto que la discusión fue muy apasionada. Sin duda, aquellos patriotas

gaditanos, tan comprometidos en la conjura revolucionaria, no excusaron el acíbar de las pullas ni el veneno de mordaces insinuaciones. Paúl y Ángulo, en aquella ocasión, quizá llevó a los últimos extremos su ingénita jactancia asegurando que ellos, los demócratas gaditanos, estaban dispuestos a sublevarse aquella misma noche con los barallones de Cantabria. Para justificar este propósito recordó el riesgo en que se hallaban, vigilados como sospechosos, huidos de sus casas y expuestos a dar en la cárcel. Para colmo de insolencia, ponía irónicamente como testigo al propio jefe del apostadero, Don Juan Bautista Topete. Era lo cierto que el glorioso lobo de mar había dejado su partida de golfo en el casino, y con la mosca en la oreja, temeroso de permanecer en tierra, llevaba dos días refugiado a bordo de la Zaragoza.Don Juan Prim, que, solapado, asistía a la disputa, la vio tan agria, que no pudo excusarse de mediar para poner paces. Ya en pie, y a punto de separarse peleados, vinieron todos a un acuerdo bajo la sugestión del soldado de África. Puesto que el Gobierno se hallaba advertido, era de temer un cambio en las tropas de guarnición, y todo amenazaba malograrse si se retardaba el movimiento. El brigadier Topete, aun cuando de mal talante, no pudo menos de convenir en ello. Hubo consejo de lobos marinos, y acordaron sumarse al movimiento revolucionario si las tropas y el paisanaje aseguraban antes el triunfo en la plaza de Cádiz.Refiere Paúl y Ángulo que desembarcaron con las luces del alba, avizorados por el temor de caer en manos de la Policía, pero animosos y resueltos a sacar las tropas de los cuarteles aquella misma madrugada. Como estaban rencorosos y agraviados, los afirmaba en su bravucona resolución, a modo de contraste, la reiterada cautela con que había rehusado hacerse cabeza del pronunciamiento el valiente general Prim. Son palabras textuales del folleto, y ayudan a la sospecha de que los primeros resentimientos del terne jerezano tuviesen su origen en los sucesos de aquella noche.Paúl y sus amigos, puestos de acuerdo con el coronel Merelo, acudieron a los cuarteles y aseguraron a los oficiales comprometidos en la conjura que cumplían órdenes del general Prim. Salieron las tropas dando vivas y mueras. Echóse a la calle el paisanaje de trabuco y retaco, veterano en las lides del contrabando. Abrieron sus despachos los taberneros patriotas, y con la corazonada del triunfo, todos se apresuraron a serlo. El gobernador civil apresuróse a resignar el mando en la Junta revolucionaria si ésta se comprometía a mantener el orden y garantizar las vidas e intereses de todos los ciudadanos. El gobernador, con el agua al cuello, encarecía que no hubiese represalias. Mostráronse generosos los revolucionarios, prometiendo cuanto se les pedía en encendidos discursos, profusos de todas las candideces del credo liberal. Hubo salvas y colgaduras por miradores y balcones. Los barcos surtos en la marina se empavesaron de luminosas banderas. Los barcos de la Marina de guerra habían levado anclas, y apenas los catalejos podían divisarlos en la bruma del horizonte. Luego, cuando, mediada la tarde, regresaron y saludaron a la plaza sublevada con las bocas de sus cañones, explicaron que su desaparición había sido una maniobra obligada por el levante y las previsiones de los semáforos.II. Paco SerranoEl capitán general de los Ejércitos nacionales, excelentísimo señor don Francisco Serrano Domínguez, llegó de su confinamiento a las revolucionarias ondas gaditanas con los calores del 19 de septiembre de 1868 —ya llevaba dos días de abortada o nacida la Gloriosa—. Con las bascas del mareo venía hecho una lástima el antiguo cortejo de la reina. ¡Aquel general bonito, héroe de tantas intrigas de antecámara! La Zaragoza, fragata almirante, le recibe con músicas de jubilosos metales. En el botalón forma una gaitera comparsa de plumeros, galones, entorchados y bandas. Don Juan Prim, puesto en cabeza, revienta las costuras de un uniforme prestado —sus maletas no habían podido ser retiradas de la Aduana de Gibraltar—. Luces de banderas, víctores de la marinería por cofas y gavias. Teatral abrazo para una doble página de La Ilustración Española y Americana. Cádiz saca todos sus catalejos por azoteas y verdes miradores. Los catalejos tienen un efusivo y patriótico empañamiento de lágrimas ante el

abrazo de los dos invictos espadones. Pasan a conferenciar secretamente. El averiado general bonito atisba de reojo el arbitrario uniforme del general Prim —bordada casaca de Marina y pantalón rojo de infantería, quepis francés y fajín—. El duque de la Torre, como venía receloso y al mismo tiempo no alcanza la razón de aquella mascarada, concibe absurdas sospechas que le hacen fruncir el entrecejo. ¿Acaso aquel soldado de fortuna intenta erigirse jefe de las fuerzas de mar y tierra? Sus primeras palabras fueron para esclarecer la intención maquiavélica, oculta entre la casaca de marino y el pantalón colorado. Tranquilo el ánimo, celebró el suceso, desarrugó la frente y encendió un veguero.El general Serrano fue uno de aquellos afortunados espadones isabelinos, ingrato, cortesano, tornadizo, de cortas luces y pocos escrúpulos, pero con mucha simpatía personal para el navajeo de las zaragatas políticas. Un vergonzoso anhelo de servilismo le valió los galones de capitán cuando apenas contaba veinte años, y era un oscuro alférez de Carabineros en Málaga. Torrijos y sus compañeros, puestos en fila, doblaban, fusilados, frente al mar azul. Aún quedaba en el aire el humo de las descargas, y el imberbe alférez, futuro general bonito, acudía a ofrecerse voluntario para ser portador de la feliz nueva ante la majestad de Fernando VII ¡Aquella galopada de cien leguas reventando caballos fue el origen de los grandes adelantamientos que luego obtuvo en la milicia el alférez de Carabineros Paco Serrano! Cuentan que al tiempo de poner la rodilla en tierra para entregar al narigudo soberano el despacho de la feliz nueva, su servil diligencia merecía estas palabras de la zaina boca borbónica: —Álzate, capitán.Este episodio, que tanto ilustra la vida y milagrosa fortuna del glorioso caudillo, está narrado con muy interesantes pormenores en las Memorias de Julio Nombela. Yo ahora lo traigo a cuento precisamente porque es normativo de la conducta que informa toda la larga hoja de méritos y lauros, honras y servicios a la Patria española de aquel afortunado príncipe de la milicia.Solamente por conjeturas puede sacarse el hilo de las pláticas secretas que los dos espadones tuvieron a bordo de la fragata Zaragoza. Conocido el fullero temple moral de aquellos soldados de fortuna, bien puede presumirse que para ninguno eran nudos gordianos las palabras anteriormente comprometidas. Su escuela, apicarada de guiños y mamolas, tampoco era como para que fiasen el logro de sus propósitos revolucionarios al mito de la voluntad nacional —¡aquella candorosa bernardina con que tantos años acompañó sus cuaresmas el viejo progresismo de morrión y solfa de Riego!—. Y, conforme suele ocurrir entre compadres que mutuamente se conocen las mañas, no sería extraño que jugasen a cartas vistas, advertidos de que no podían engañarse.La reina madre no parece dudoso que hubiese conducido una intriga de gran estilo para aunar la acción revolucionaria de los dos generales. Que don Juan Prim estuvo siempre de acuerdo con la astuta napolitana es hecho probado. Y lógicamente, supuestas las artes diplomáticas de la reina madre, bien puede presumirse el envío de parlamentarios al general bonito, que tantas deudas de gratitud tenía con la ofuscada Isabelita. A doña María Cristina, tras el enigma revolucionario, que podía aparejar el destronamiento de su hija, se le ofrecían enojosos pleitos de familia por la sucesión a la Corona. Ya eran las intrigas y ambiciones de su yerno el duque de Montpensier, ya las de la camarilla apostólica, con la regencia mancomunada de los condes de Girgenti y la proclamación del príncipe de Asturias. Parece indudable que doña María Cristina, puesta secretamente de acuerdo con los generales Prim y Serrano, patrocinase una tercera solución, más hábil y que respondía mejor a sus sentimientos familiares: la proclamación de su nieto el príncipe Alfonso y la regencia mancomunada de sus hijos los duques de Montpensier. Y en último extremo, una regencia votada por las Cortes constituyentes. Este fue probablemente el pacto sellado a bordo de la fragata Zaragoza por los generales Prim y Serrano.

Que los duques de Montpensier estuviesen de acuerdo tampoco parece dudoso, aun cuando ello fuese con un sordo despecho y acauteladas reservas mentales. Las cartas publicadas no hace mucho por el marqués de Grijalba, si no confirman esta presunción, ayudan a darle crédito. El pacto, que solamente aparece como probable, en los albores septembrinos tiene en alguna de estas cartas plena confirmación después del asesinato del general Prim. El duque de la Torre y los orleanistas, según estos textos, conspiran y compadrean con los primeros alfonsinos para el destronamiento de don Amadeo. Ya entonces estaba descartada la regencia de los serenísimos condes de Girgenti. El matrimonio, que andaba a la greña desde la luna de miel, sostenía un pleito civil por reclamación de alimentos y otro canónico para separación de cuerpos.El acuerdo de los generales Prim y Serrano a bordo de la Zaragoza para la proclamación del príncipe Alfonso con la regencia del duque de Montpensier es indudable que el conde de Reus no podía declararlo, por sus compromisos con los demócratas, y a este fin puso la suerte de la revolución en manos de los generales unionistas y emprendió aquella fuga disimulada, sublevando guarniciones, ya sublevadas, por los puertos de Levante. El duque de la Torre debía consumar la traición al partido democrático en el puente de Alcolea. El asesinato de Fernández Vallín, el puritanismo apostólico del marqués de Novaliches, obediente a las intrigas de la camarilla, y la presencia del conde de Girgenti hicieron fracasar la intriga de aquellos dos ilustres generales. Don Juan Prim veía fallidos sus propósitos de hallarse ante el hecho consumado de la proclamación del príncipe de Asturias.III. La viruela providencial de las cárceles¡En Alcolea fracasó el abrazo de Paco y Manolo! ¡Aquel abrazo del último apuro, tan suspirado por la camarilla de la reina! ¡Fracasó la conjura que espadones, frailes y monjas conducían para proclamar rey al príncipe de Asturias! ¡Fracasó aquella generosa y patriótica intentona de oponer a las subversivas aspiraciones populares la lógica brillante de clarines y cornetas, las salvas de pólvora, los vivas, las banderas, toda la pompa castrense que con tanto alborozo hubiera jaleado el abrazo de los dos invictos generales, levantados sobre los estribos de sus corceles de batalla, las canas teñidas, las personas con más cintajos, brillos y lilailas que corderos de rifa! ¡Fracasó uno de los más bellos cromos de la historia de España!¡Y todo por el caprichoso desacuerdo que entonces hubo entre aquellos gloriosos generales de misa y olla, don Francisco Serrano y Domínguez, duque de la Torre, y don Manuel de Pavía y Lacy, marqués de Novaliches. Fue la desavenencia por la persona del regente, y, fallido el patriótico propósito de la proclamación, reverdecieron todas las intrigas de la víspera, y aún se hizo más enconada la discordia entre la familia borbónica.El moderantismo, de tradición apostólica, siempre atento a las inspiraciones vaticanas, volvió a intrigar por la regencia de sus altezas los condes de Girgenti. Parva intriga que apenas apuntaba fuera de las sombras sacristanescas, unas veces contaminada de veleidades favorables a la restauración isabelina y siempre con nostalgias y fervores carcundas. Volvieron los compadres orleanistas al soborno de gacetas y truchimanes políticos. Y los alfonsinos volvieron a esperanzarse con las promesas de la reina abuela, doña María Cristina. Don Juan Prim, siempre en tratos secretos con la augusta señora, le reiteraba solapadamente sus promesas. El fracaso sucesivo de todas las candidaturas para el trono español confirmaban los clandestinos mensajes que le transmitían sus agentes, puestos al habla con el general Prim.La reina gobernadora, desde los días de su primer destierro, tuvo estrecha amistad con el general. En su archivo, que legó a la Academia de la Historia, no es dudoso que hubiese interesantes papeles con referencias a estas largas amistades; pero antes de darse cumplimiento a la disposición testamentaria fue sometido a un expurgo, ordenado por el infausto «Trece». La Academia de la Historia, al recibir el legado, solicitó informe de dos sabios cofrades. Don Marcelino Menéndez y Pelayo fue, por suerte, uno de ellos. Su prosa apasionada y docta ilustra el caso. Al que pudo ser valioso legado le llama con encendido

desdén archivo blanco, aludiendo al criminal expurgo ordenado por la interesada y vituperable ignorancia de la real persona.Don Juan Prim llevó siempre con el mayor sigilo sus tratos con la reina gobernadora. Hombre de corazonadas, acaso fiaba en un azar de fortuna para proclamar rey al príncipe Alfonso y alzarse con la regencia. La visita que hizo en París a las dos reinas desterradas, allá por el agosto de 1869, le desengañó de tan ambicioso propósito. Isabel II, más que nunca obediente a las sugestiones vaticanas, no entregaría jamás el alma tiernísima del príncipe a las logias masónicas. El despecho de don Juan fue luego patente en los tres famosos «jamases». A todas éstas, llegaba también la hora del desengaño para los ilusos demócratas gaditanos, que habían puesto en la cucaña septembrina vidas y dineros. Los compadres de la víspera les hacían la cruz por su extremismo demagógico. Don Nicolás María Rivero les predicaba con el ejemplo, y desde lejos, con su bronco ceceo, les aconsejaba la conveniencia de hacerse monárquicos para alcanzar algún hueso de la Gloriosa. Fue ejemplar la conducta y la renuncia de aquellos revolucionarios. Don Juan Prim, desde que se viera dueño de los destinos nacionales, había puesto un cauteloso propósito en desoír y menospreciar las quejas y reclamaciones de las Juntas y Comités revolucionarios. Paúl y Ángulo acaso fue de los más reacios para convencerse de la conducta falaz que, frente a las aspiraciones populares, mantenía el general Prim. Le admiraba con tan apasionado impulso que cerraba los ojos ante la evidencia. Extraño y poco conocido es el proceso de cómo llegó a la enconada enemistad, virulenta de injurias y amenazas, que se refleja en las páginas de El Combate. Desde luego, es falso cuanto se ha propalado respecto a resentimientos por no haber alcanzado la prebenda de un alto cargo. Otra fue la causa y bien notoria. Paúl y sus amigos hacían propaganda electoral revolucionaria y mitinesca por las claras y luminosas villas de la provincia de Cádiz. El gobernador civil, cumpliendo órdenes superiores, un buen día puso en la cárcel al antiguo amigo de don Juan Prim. Las cárceles andaluzas eran, por feliz ocurrencia, focos de viruela. Paúl y Ángulo enfermó de aquella peste. Estuvo muchos días entre la vida y la muerte. Quedó horriblemente desfigurado, repeladas las barbas, la cara cribada y los ojos llorosos por la rotura de los lagrimales. La furia del famoso revolucionario cuando, todavía convaleciente, se vio en un espejo fue en sus estragos comparable a la enajenada furia de Orlando. Dio voces, golpeó a celadores y enfermeros, quiso estrangular al médico de la cárcel, rompió cuanto halló a mano y acabó escribiendo una carta violenta, pero todavía dentro de obligadas normas de respeto, al general Prim. La carta no tuvo respuesta, y este silencio acabó con la poca paciencia de aquel hombre leal y violento, que tan apasionadamente había admirado al caudillo revolucionario desde su primer encuentro en Londres. Paúl y Ángulo, en el folleto que publicó en 1869, siendo diputado en las Cortes constituyentes, reprocha a Don Juan Prim con vivas expresiones el injusto encarcelamiento y la asquerosa peste que contrajo en aquella zahúrda. La epidemia de viruela por aquellos años era amorosamente cultivada en las cárceles andaluzas, y ello explica que desde el Tempranillo a el Maruxo, todos niños ternes del bandolerismo, tuviesen velado un ojo o cribada la jeta.Bien puede asegurarse que la enconada enemistad de Paúl y Ángulo por don Juan Prim no tuvo su origen en un odio político. Fue, a todas luces, el resentimiento del compadre terne y buen mozo, afortunado en lances de faldas, que mira perdidas las prendas de su buena fortuna. Y un resentimiento de este linaje sí puede mover a la venganza personal; no puede engendrar el crimen político que fue el asesinato del general Prim. Contrariamente a lo que fue Paúl y Ángulo, imaginémosle astuto, reconcentrado, simulador, taciturno, maestro en el arte de ocultar sus intenciones y autor de la muerte del general Prim. ¿Qué pruebas hubiera habido para acusar a este Paúl y Ángulo? Ninguna. Ni la más leve sospecha. Su hiperbólica bravuconería de jaque andaluz le llevaba a proferir las más fieras amenazas, igual contra el fabuloso caudillo de la septembrina que contra el pinche de colmado que no andaba diligente para servirle unos chatos. Para toda contrariedad, por fútil que fuese, tenía pronto voto y el reniego con aquello del «te dejo seco» o «te arranco el redaño». Paúl y Ángulo, puesto en el

trance de cumplir todas sus amenazas de muerte, hubiera necesitado un cementerio para sus víctimas como don Juan Tenorio. Pero esta publicidad jactanciosa de odios, de amenazas, de arrestos para jugarse la vida, está en íntima contradicción con el alevoso sigilo que acompañó al asesinato del general Prim. Si todas las jactancias de Paúl y Ángulo se contraen a su verdadera significación, no queda el menor indicio por donde acusarle. Para caminar con alguna luz en el oscuro proceso del asesinato del general Prim es preciso descartar la culpabilidad de Paúl y Ángulo.

IV. Los encartados

El excelentísimo señor ministro de Gracia y Justicia, con algunos días —muy pocos— de anterioridad al asesinato del general don Juan Prim, había hecho un oportuno desmoche y amaño de jueces en los distritos de Madrid. La filiación de los agraciados promovió satíricos comentarios, enconadas censuras y acusaciones muy graves al ocurrir el criminal atentado de la calle del Turco. El uno era recalcitrante moderado. El otro, rabioso orleanista. Aquél se inclinaba a la facción alfonsina. Entre todos no había uno solo que fuese afecto al credo liberal, que representaba la elección de don Amadeo de Saboya.Solapadamente, ya por entonces, se entendían alfonsinos, montpensieristas y partidarios del general Serrano. Para estos tres cotarros intrigantes era de interés capital que no llegase a ocupar el trono de España don Amadeo de Saboya. Luego, durante su efímero reinado, se les vio coaligados para derribarle y gozar los frutos del Poder —proclamación del príncipe Alfonso, regencia del duque de Montpensier, Gobierno del general Serrano—. Ésta fue la primera conjura de alto estilo que amenazó el reinado de don Amadeo. Afloraban en ella los mismos intereses que se habían concertado para el asesinato del general Prim. También entonces pudo decirse:

El matador fue Bellido, y el impulso, soberano.

Los medios empleados para el atentado de la calle del Turco y el escandaloso favor de que luego gozaron algunos encartados denuncian el poder y el encumbramiento de quienes habían sido autores morales del asesinato. Pero la previa censura amordazaba a los papeles públicos que acogían tales romances, y con el favor oficial se inventó la falsa pista de Paúl y Ángulo. Algún bien pagado zurupeto de la Policía tuvo a su cargo la busca de testigos que le acusasen. Intentóse el soborno de dos obreros albañiles que, muertos de hambre, habían hallado trabajo en una chapuza del Saladero. Como quiera que se negasen, fueron despedidos. Para hacer público el hecho acudieron al diputado republicano Luis Blanc. La censura tachó la denuncia del apasionado y truculento revolucionario, director por aquellos días de un semanario titulado La Palabra. Luis Blanc, hombre de exaltados sentimientos de justicia, lanzó una hoja que fue celosamente recogida por la Policía, y requirió a un notario para que diese fe de cuanto manifestaban aquellos dos ciudadanos mal comidos respecto al intento de soborno para que declarasen en contra de Paúl y Ángulo. Al acta notarial se unió un pliego seboso, contrahecho de letra, con las oportunas instrucciones de cómo debía hacerse la acusación contra el director de El Combate, don José Paúl y Ángulo. El Juzgado del Congreso, que tuvo copia legalizada de esta acta notarial, no creyó conveniente esclarecer el hecho denunciado. Otras copias fueron enviadas a los periódicos; pero la censura actuó con toda diligencia para estorbar su publicación, que, por esta causa, hubo de ser clandestina como la primera denuncia de Luis Blanc. Todavía el exaltado diputado republicano quiso formular su acusación en las Cortes. Vano empeño. Se lo impidió una hábil exégesis del reglamento. Aquello del «no ha lugar a deliberar» no es, ciertamente, invención moderna. El acta notarial circuló en hojas clandestinas por la redondez del ruedo ibérico y aun salió fuera de las bardas fronterizas, con

gran escándalo de los patriotas. Toda España tuvo conocimiento de aquella denuncia, menos el Juzgado del Congreso y las Cortes del reino. Las gentes se preguntaban qué omnipotentes influencias amparaban a los asesinos del general Prim. Sólo era libre la acusación contra Paúl y Ángulo. El Gobierno la favorecía, y los periódicos alfonsinos, y los montpensieristas, y los afectos al regente la jaleaban con pérfidas y falsas noticias. Pero en los autos no aparecía ningún cargo. Lo ocurrido entonces puede presumirse por lo ocurrido con alguna villana y calumniosa acusación de estas horas nuestras. A España, en todos sus intentos de regeneración, le sale siempre la misma sarna de perros patriotas.La parcialidad de los jueces y los dieciocho mil folios que se escribieron de laberínticas diligencias no fueron parte suficiente para poner a cubierto de sospechas las altas influencias que decretaron el asesinato de don Juan Prim. Aparecen como encartados un Francisco Campos, afecto a la baja servidumbre de la reina destronada, y en las vísperas del crimen, recién llegado de París; tres policías «de la secreta», enrolados en la guardia personal del regente; dos cazadores furtivos que un familiar de tan encumbrado personaje había sacado de sus pagos andujareños para hacerlos cortesanos, ¡y el secretario ayudante del duque de Montpensier, don Felipe Solís y Campuzano!En el domicilio del Francisco Campos halló la Policía un escondite de trabucos, pistolones y bastones-revólveres, flamante invención, por aquellos días muy anunciada en los periódicos de París. De los tres policías afectos a la guardia personal del regente, dos hallaron la muerte en un oportuno motín que sobrevino en el Saladero. El superviviente recobró la libertad, y a poco dobló asesinado en la calle de Toledo. A propósito de los dos cazadores furtivos, escribe el conde de Romanones: «A poco de retornar a su pueblo acabaron sus días de modo misterioso y violento. Sagasta, ministro de la Gobernación el 27 de diciembre, guardó toda su vida impenetrable silencio sobre el asesinato de Prim. Cuando alguien se arriesgaba a interrogarle no ocultaba su contrariedad, en términos que al interlocutor no le quedaban ánimos para insistir.» Por lo que hace al coronel Solís y Campuzano, secretario-ayudante de su alteza real el duque de Montpensier, solamente estuvo encarcelado una quincena. Se le hacía responsable de un enterramiento de armas cortas en el jardín del palacio que habitaba en la calle de Hortaleza el serenísimo señor infante. En este pequeño arsenal tampoco faltaban aquellos bastones-revólveres, última moda en París de Francia.Una cautelosa y poderosa influencia velaba para embrollar el esclarecimiento del asesinato del general Prim. Y como no bastasen los dieciocho mil folios, hubo en todo este tiempo de trapaceras diligencias once jueces, entre propietarios y suplentes, en el distrito del Congreso de Madrid.Sobrevenida la restauración borbónica, fue uno de los primeros actos del providencial conservadurismo alfonsista ordenar el sobreseimiento de la causa, que aún seguía abierta, y mantener secreto todo lo actuado. Las mismas poderosas razones que durante tantos años pusieron un sello de silencio en los labios de don Práxedes Mateo Sagasta aconsejaban mantener el secreto de aquellos autos procesales al primer ministro de Alfonso XII.¡Pero es difícil guardar un secreto, y no todos callaron igualmente!... Y de esto, otro día.V. RecuerdosEl asesinato del general Prim está narrado en uno de los últimos Episodios Nacionales que publicó don Benito Pérez Galdós. El maestro, en esta ocasión, como en tantas otras, recoge la versión oficial, que hace culpable a Paúl y Ángulo. Don Benito solía estar enterado; pero apenas presumía que pudiera ocasionarle la menor molestia el relato de la verdad, lo esquinaba, y si había una versión con el prestigio oficial, se abrazaba con ella. Los episodios referentes a la guerra de África y a la empresa del Callao son vergonzosas acusaciones.Por aquellos días en que acababa de ver la luz aquel episodio donde el maestro refiere la muerte de Prim entramos en la librería de Fernando Fe —ya por entonces en la calle de Alcalá— Ricardo Fuente, Antonio Palomero y yo. Era nuestro ánimo charlar un rato con aquel buen amigo Paco Beltrán, con quien siempre tenía cuentas pendientes Ricardo Fuente, que, gran

aficionado a los libros, solía comprar más de los que le permitía su bolsa, harto exigua en aquellos días. Ricardo Fuente ha sido uno de los hombres más finos, más sagaces y más cultos que he conocido. En el trato privado era de una gran sinceridad y de un notable espíritu de justicia. Despreciaba profundamente la popularidad y la gloria. Palomero —el querido Palomerín— solía decir que era vagoestoico por principios. Nos hallábamos en conversación con Paco Beltrán cuando entró en la librería un caballero canoso, no muy alto ni de gran porte. Paco Beltrán nos dejó, presuroso: —¡Señor duque!El caballero le saludó sin empaque: —¿Esa cuenta?—No la he sacado. Ya la pagará usted. —Es que me voy a la finca, a Toledo.—Pues la paga usted a la vuelta. ¿Ha visto usted el último episodio de Galdós?—Sí, lo he visto. Ustedes me lo han enviado.—¿Qué le ha parecido a usted?El caballero entrecano tuvo un gesto adusto:—Pérez Galdós podía y debía enterarse mejor. Yo no hubiera tenido reparo en suministrarle datos muy interesantes.Paco Beltrán formuló en voz baja quizá una pregunta, quizá alguna observación. El caballero respondió en el mismo tono, y así continuaron hablando todavía un buen rato. Acompañó al caballero a la puerta y volvió a nuestro lado:—¡El hijo de Prim! Está un poco tocado. Ahora sale con que el asesino de su padre no ha sido Paúl y Ángulo.Era ya entonces mi creencia, y vivamente interrogué a Beltrán:—¿Se lo ha dicho a usted?Paco Beltrán se acauteló:—No, no me lo ha dicho. No arme usted enredos... Ni siquiera lo ha insinuado con palabras... Me ha parecido extraña su actitud al decir que no estaba enterado don Benito.Cortó, burlón, Ricardo Fuente:—La interpretación de gestos y retintines es absolutamente libre, querido amigo. Y ahora, a mi vez, le diré a usted que don Eduardo Benot, ex ministro de la República y paisano de Paúl y Ángulo, no cree que haya sido éste el asesino del general Prim.Por aquellos días, Antonio Palomero y Ricardo Fuente redactaban un Diccionario de ideas afines, que dirigía don Eduardo. Respecto a la opinión de este hombre sabio y justo a lo que hace a la culpabilidad de Paúl y Ángulo, tuve luego cabal confirmación por el testimonio de su más entrañable discípulo, mi grande y admirado amigo Antonio Machado.A poco de ocurrir la escena en la librería de Fe tuve ocasión de verme con don Benito Pérez Galdós. Hablamos del episodio recién publicado y le conté la conversación con Paco Beltrán. Don Benito movió la cabeza:—Es posible que no haya sido Paúl y Ángulo... Es posible... Pero esas cosas no pueden decirse... En este episodio me hubiera gustado hablar de los negreros que financiaron la revolución... Luego Cánovas los hizo senadores vitalicios y títulos del reino... Tenía muchos datos, pero está todo tan reciente. Cuando publiqué Narváez recibí una carta llena de majaderías y ridículas rectificaciones del duque de Valencia. A Paúl y Ángulo yo le conocí... Poco, pero le conocí. Don Nicolás Estévanez me ha escrito. Tampoco cree que haya sido el autor del asesinato. Para don Nicolás han sido los alfonsinos... Pero todo está tan reciente que no puede decirse...Una larga charla en torno de este tema sostuve en cierta ocasión con dos excelentes amigos, periodistas y literatos de mucha agudeza: José Pérez Bances, muerto prematuramente, y Vicente Sánchez-Ocaña. Por aquellos días Sánchez-Ocaña iniciaba un reportaje en El Heraldo: «Los hijos de los grandes hombres». Alguno de los artículos que entonces escribió son pequeñas obras maestras, donde se juntan el interés dramático, las gracias del estilo y la

ironía. A poco de nuestra charla ocurriósele entrevistar al hijo de Prim. Y aun creo que nuestra charla se motivó porque ya tenía formado el propósito de visitar en su finca toledana al duque de los Castillejos. Y allá fue en compañía del malogrado Pérez Bances. A su regreso me buscaron en el Ateneo. Habían hablado largamente con el hijo de Prim. El duque de los Castillejos estaba achacoso y misántropo. Acaso algo lelo. Les había preguntado por los sucesos de la Corte. Corrían aquellos tiempos ramplones de la Dictadura. Don José Sánchez-Guerra, con un vivo sentimiento del decoro político, se hacía desterrado voluntario y tomaba el tren para París. Circulaba en hojas clandestinas el manifiesto que el honrado político dirigía a los españoles. El duque de los Castillejos se animó con aquellas noticias: —¿Tienen ustedes ese manifiesto?Tenían algunos ejemplares y le entregaron una hoja. El hijo de Prim la tomó en sus manos temblonas y, sin leerla, murmuró reconcentrado:—Que Sánchez-Guerra se ande con tino. A los Borbones, si les estorba, no les importará mucho sacarlo de en medio... Puede correr la suerte de mi padre.Las palabras del hijo de Prim explicaban el silencio de don Práxedes Mateo Sagasta, primer ministro de Alfonso XIII. Ese silencio que el conde de Romanones refiere con tan sencillo y dramático estilo. Arte de narrador que bien puede llamarse magistral. Escribe el autor de Amadeo de Saboya:«El silencio de Sagasta, ministro de la Gobernación cuando el crimen de la calle del Turco, podía ser tenido como significativo: pero le quita este carácter su conocida idiosincrasia y su norma de no volver nunca la vista hacia atrás y perder el tiempo en preocuparse de lo que ya no tiene remedio.Sin embargo, una tarde del verano del 89, en San Sebastián, siendo huésped de don Manuel Alonso Martínez, ministro de Jornada a la sazón, con quien me unieran lazos de los más estrechos, en una pequeña tertulia que a su alrededor se formó, alguien recordó la muerte de Prim. Sagasta, que parecía abstraído y muy lejano de la conversación que se mantenía, como si despertara de un sueño, dijo: "Si ustedes supieran...". Y sin transición cerró los labios. Vanos fueron los requerimientos con que se le acució para que hablara: se negó en absoluto, mostrándose contrariado y arrepentido, quizá por vez primera en su vida, de haber dicho más de lo que quería.»El conde de Romanones y sus amigos, que allá por el año 1888 discurren sobre el asesinato del general Prim y atribuyen el hecho a Paúl y Ángulo, son interrumpidos por el presidente del Consejo:—¡Si ustedes supiesen!...La frase tiene la misma equivalencia que esta otra: —¡Ustedes no saben!...Don Práxedes, que guarda luego el más absoluto y arrepentido mutismo, es quien lo sabe, pero le interesa callar. Sin embargo, ha dicho mas de lo que era su propósito al advertir de su engaño a los que discurrían amenamente sobre la culpabilidad de Paúl y Ángulo El ministro de la Gobernación, el día del asesinato de don Juan Prim, bajo la regencia del capitán general don Francisco Serrano es a la sazón el primer ministro de Alfonso XIII. Le interesa callar pero el duque de los Castillejos, achacoso y misántropo, desvela el secreto.—¡Si ustedes supiesen!...

MI REBELIÓN EN BARCELONA (1935)

(Nota literaria)

Reinaba Isabel II. Acaba de proclamarse su mayoría de edad. Todavía no era llegado el desposorio con su primo el señor infante don Francisco. Ya se cursaba, sin embargo, la intriga

ultramontana para consumar aquel adefesio. Reinaba la Isabelona y era presidente del Consejo don Salustiano Olózaga. Entre los personajes del progresismo, ninguno tan señalado por el saludable liberalismo de sus convicciones, la prudente entereza de sus actos, la elocuente dignidad de su palabra. Don Salustiano traía en sobreaviso a la camarilla ultramontana. Hubo conciliábulo de rábulas y sacristanes. Se convino una intriga de antecámara para perderle. Todo se hacía mirando al mayor servicio y gloria de Dios. Don Pedro José Pidal tomó las veces de maese Pedro. No se excusó ni el falso testimonio de la reina. Hizo honor a su sangre la hija de Narizotas. Alzóse la intriga sobre la falsa imputación de que la tierna soberana había sido forzada por el presidente del Consejo. No con el forzamiento que pudiera temerse de la canicular juventud de su católica majestad. Había gestado la invención en caletre de rábula y no en cotilleo de damas palaciegas. El forzamiento lo había sido para garrapatear la real firma al pie de un decreto. Llevóse la acusación a las Cámaras.Es famoso el denuedo y magnífica la expresión oratoria con que rechazó la calumnia don Salustiano Olózaga. No pudo excusarse que una representación de diputados y senadores, con los presidentes y secretarios, se trasladase a la cámara regia para oír a la tierna soberana. Malogróse el propósito. Su majestad, con la excusa de hallarse enferma, salvó el apuro de verse en presencia de don Salustiano. Don Pedro José Pidal tomó a su cargo leer una ramplona y marrullera declaración, amañada por su experiencia de fábula, para sosegar a la hija de Narizotas. Y como afirmaba que el injusto forzador, para mejor asegurar su violencia, había echado el cerrojo a la puerta, hubo de cecearle al oído el Espadón de Loja:—Compadre, acelere usted la diligencia, que la maldita puerta no tiene cerrojo.Esta intriga de la picaresca ultramontana, al cabo de un siglo, resucita la aviesa ramplonería de sus númenes para acusar a don Manuel Azaña.

Reinaba la Isabelona...

La sombra taciturna de un agente policíaco apagaba sus pasos sobre los pasos del señor Azaña. Tenía la dual obligación de proteger y espiar al famoso político republicano. Para protegerle faltó ocasión, y el espionaje tampoco le tuvo por donde sospechar ni atribuir culpas revolucionarias al señor Azaña. Pero no le valió la fe policíaca de aquel sabueso, puesto sobre sus pasos, y fue encarcelado. Tampoco le valió su fuero de diputado en Cortes. El Parlamento permaneció ajeno, adormilado en una siesta ofidia, hasta que se le deparó la feliz coyuntura de entender en el suplicatorio para procesar al ex presidente del Consejo de ministros, gran collar de la República. Entonces nombró una Comisión de su seno, que no tuvo sonrojo en abrir indagatoria y tomar declaración en cárcel a quien solamente podía hallarse preso por la muda complicidad del parlamento. Se acusaba al gran político republicano de haber tenido parte en los sucesos revolucionarios de Barcelona (octubre 1934). Fue concedido el suplicatorio y procesado el diputado don Manuel Azaña. Por la calidad del reo correspondió entender en la causa a la Sala segunda del Tribunal Supremo. La sentencia puso en libertad, con todos los pronunciamientos favorables, al austero político del primer bienio republicano. Tal es el esquema del libro que estos días admira, suspende, esclarece y consterna a los honrados y benéficos ciudadanos de esta Barataria.No es fácil empeño revertir y acuñar en palabras las resonancias enormes y difusas que, como una gran caracola del mar, prolongan estas páginas de tan calificado castellano. Mi rebelión en Barcelona alcanza su más alto valor estético, en cuanto logra, por los rigores de una sobriedad expresiva, sin contaminaciones románticas, el fin dramático y barroco de ponernos en sobresaltada espera de infortunios, de estremecernos con aviso de daños e irreparables azares. Este libro tan sereno tiene una última sugestión aterrorizante. Se sale de su lectura como de la visita a esos museos donde se guardan antiguos y anacrónicos instrumentos de tortura. Esta prosa tan concisa pone en pie los fantasmas de un pasado que habíamos

supuesto abolido; remueve las larvas del terror a los jueces, de las acusaciones absurdas y venales, de la letra procesal, del tintero de cuerno, del estilo de las relatorías, de la coroza, del pregonero, del verdugo, todo el viejo melodrama procesal que aún roen las ratas por los sótanos y desvanes de las antiguas Chancillerías. Pero con mayor fuerza que esta tradición espeluznante y picaresca nos sobrecogen los nuevos ejemplos de la estupidez humana, sacados a luz en este libro. La ruin bazofia jurídica que guisan el barbero lugareño y el clérigo de misa y olla, en venganza contra la austera fe republicana del hombre del bienio.Don Manuel Azaña advierte con sereno juicio que el aura inquisitorial de su proceso no viene ni del rigor del encarcelamiento ni de su largo plazo, que no pasó de ochenta días, a bordo de un barco de guerra. El austero político republicano muestra en la consideración del suceso una desdeñosa indiferencia y aun pone en el comentario las sales de donosas burlas. El aura inquisitorial de estos autos es una consecuencia del ruin sectarismo que anima la represalia ultramontana contra el político del primer bienio republicano. De estas páginas tan serenas, por una profunda y subterránea afinidad, se levanta, espeluznada, una evocación de cárceles llenas de presos anónimos: viejos obreros afiliados al socialismo, jóvenes menestrales, lectores nocturnos de las bibliotecas populares; proletarios hambrientos que sólo han recibido amparo del Socorro Rojo. Cárceles, cárceles, cárceles. Tristes y enrejados casones, repartidos por toda la redondez del ruedo nacional, con guardia de fusiles a la puerta y asustado coro de mujerucas con los críos colgados de la teta.En la vida nada se pierde, y el haber sufrido hambre y sed de justicia es siempre de provechosa enseñanza para aquellos hombres singulares, propuestos por el Destino para la gobernación de los Estados.No es dudoso que pronto, en el correr de futuros días, tengan ocasión de confirmarlo cuantos españoles cifren una esperanza en las prendas de gobernante que son raro patrimonio de don Manuel Azaña. Si ha sufrido cárcel y proceso, en el acíbar de tales agravios habrá gustado austeras y prudentes advertencias. La cárcel para el hombre cabal es madre de consejos. Y, aun sin celebrar que los enemigos del gran repúblico le hayan honrado con tan dura escuela de ello pudiera decirse feliz rigor, mirando al fruto sazonado de este libro. Si para el remedio de los afanes nacionales es grande parte el conocimiento que promete el andar caminos bajo soles y lluvias con las botas de siete leguas, no es menor el que se saca de medir uno y otro día los cuatro pasos de un calabozo y de contemplar la luna sobre la altura del enrejado tragaluz. Noble laurel ofrece la cárcel cuando va acompañada de la persecución injusta.

UNA DESCONOCIDA (1935)

Hace algunos años viajaba yo en el ferrocarril Interoceánico de Xalapa a México. El tiempo era delicioso y encantábase la vista con el riquísimo verdor de la campiña, que parecía palpitar ebria de vida bajo aquel sol tropical que la hacía eternamente fecunda.A veces venía a distraerme de la contemplación del paisaje, la charla un poco babosa, de cierta pareja que ocupaba asiento frontero al mío. Ella bien podría frisar en los treinta años; era blanca y rubia, muy gentil de talle y de ademán brioso y desenvuelto. Él parecía un niño; estaba enfermo sin duda, porque, a pesar del calor del día, iba muy abrigado, con los pies envueltos en una manta listada, y cubierta con un fez argelino la rala cabeza, de la cual se despegaban las orejas, que transparentaban la luz.Presté atención a lo que hablaban. Se decían ternezas en italiano. Ella quería ir a los Estados Unidos y consultar allí a los médicos de más fama; él se oponía, llamándola cara y buona árnica: sostenía que no estaba enfermo para tanto extremo, y que era preciso trabajar y tener juicio. Si hallaban contrata en México, no debían perderla.

A lo que pude comprender, eran dos cantantes. Cerré los ojos y escuché, procurando parecer dormido.No estaban casados. Ella tenía marido; pero el tal marido debía ser peor que Nerone, a juzgar por las cosas que contaba de él.Por un periódico tuvo noticia de que se hallaba cantando en México, y la dama, que parecía muy de armas tomar, hablaba de ir a verle, para que le devolviese las joyas con que se le había quedado el «berganto».—lo non ho paura —decía con una sonrisa extraña, que dejaba al descubierto la doble hilera de sus dientes donde brillaban algunos puntos de oro.Al mismo tiempo había hundido la mano cubierta de sortijas en el bolsillo, y la sacó armada de un revólver diminuto, un verdadero juguete, muy artístico y muy mono.Siguieron hablando largo rato de gentes y cosas para mí desconocidas, hasta que, fatigado el joven, se acostó en el asiento que ella dejó por completo a su disposición, para lo cual vino a instalarse cerca de mí, saludándome al mismo tiempo con una sonrisa.Al principio guardamos silencio. Los dos fingimos contemplar el paisaje. El campo se hundía lentamente en el silencio amoroso y lleno de suspiros de un atardecer ardiente. Por las ventanillas abiertas penetraba la brisa aromada y fecunda de los crepúsculos tropicales; la campiña toda se estremecía.Aquí y allá, en la falda de las colinas, en lo hondo de los valles inmensos, se divisaban algunos jacales que entre vallados de enormes cactos asomaban sus agudas techumbres de cáñamo gris medio podrido. Mujeres de tez cobriza y mirar dulce salían a los umbrales, e indiferentes y silenciosas contemplaban el tren que pasaba silbando y estremeciendo la tierra.En el coche las conversaciones hacíanse cada vez más raras. Se cerraron algunas ventanillas, abrieron otras; pasó el revisor pidiendo los billetes; apeáronse en una estación de nombre indio algunos viajeros, y todo fue silencio en el vagón. Y en tanto el crepúsculo tendía por la gran llanura su sombra llena de promesas apasionadas. La naturaleza salvaje, aún palpitante del calor de la tarde, semejaba dormir el sueño profundo y jadeante de una fiera cansada.En aquellas tinieblas, pobladas de susurros misteriosos y nupciales, y de moscas de luz que danzaban entre las altas hierbas raudas y quiméricas, parecíame respirar una esencia suave, misteriosa, divina; la esencia que la primavera vierte al nacer en el cáliz de las flores y en los corazones.Ya no recuerdo con qué ocasión, ni a qué propósito, empezamos a hablarnos la italiana y yo. Sólo recuerdo que ella me contó su vida: una historia novelesca que en nada se parecía a la otra historia que pude colegir, cuando al comienzo del viaje oía su conversación con el adolescente del fez.Ahora resultaba que ella era la condesa de Lucca; y aquel caballero enfermo, el conde, su marido.Y sin detenerse proseguía el relato de sus grandezas con una verbosidad pintoresca y descosida, como los cintajos de su sombrerillo de viaje que alborotaba la brisa de las lagunas.No llegamos hasta el anochecer. En el cielo sereno y límpido lucían las primeras estrellas que se refugiaban en el fondo de las grandes charcas que esmaltan la meseta central.Allá, en el borde del horizonte, sobre la ciudad, relampagueaban las nubes, mientras en el otro borde se marcaba el ocaso con una faja sangrienta. En la atmósfera tibia y muda flotaba el olor acre de la tierra.Antiguos canales de la época azteca orillan el camino. Las luces de la ciudad parpadeaban a lo lejos como pupilas foscas de una gran manada de gatos monteses.Ayudé a bajar del coche al conde de Lucca, que apenas podía moverse, y me despedí deseando toda suerte de felicidades a aquella extraña pareja. La condesa me estrechó las manos con muestras de mucho afecto. ¡Oh, ella no se olvidaría nunca de mí! ¡Yo tampoco la olvidé, qué diablo!

Después volví a verlos muchas veces: en todas parres los hallaba. Un día, en las torres de la Catedral; otro, en un reñidero de gallos; la última vez, en el castillo de Chapultepec dando confites a los tigres.El conde de Lucca parecía más enfermo cada vez: no podía andar si no era apoyado en el brazo de la condesa.Por algún tiempo dejé de verlos. Un día, ya los teñía casi olvidados, me tropecé con ella sola. Cuando le pregunté por el enfermo, se echó a llorar:—Ah mío povero!Luego, entre suspiros, me contó que había muerto y que ella quería trasladar sus adorados despojos a Italia, al panteón de familia. Se cubrió los ojos con un pañuelo, y lanzando un gemido murmuró:—Oh el mío caro, el mío carísimo fratello!¿Su hermano?... ¡Pues no habíamos quedado en que era su marido!...

DE MIS MEMORIAS DE MÉXICO (s/d)

... Apenas supe la muerte de aquella amiga —¡a quien había amado tanto!— acudí a su casa deseoso de ver a su hija, y consolarla en lo posible...Dos negros velaban a la muerta. Recuerdo que no me atreví a besarla, la hija no estaba allí; la encontré, en el salón cuyas luces no habían sido encendidas. Sentada al extremo de un sofá, lloraba con grandes sollozos, sumida la frente en los almohadones de damasco.La claridad de la luna penetraba por uno de los balcones hasta el centro del salón. En el fondo, que la oscuridad hacía más profunda, brillaba la esfera de un reloj de bronce. Apenas se esbozaba la delicada figura de la niña que se agitaba convulsivamente a impulsos de los gemidos.Se levantó al sentir mis pasos y colgóseme al cuello con impudor sublime.—Venga usted ¡vamos a cortar los cabellos de mi madre!...Yo la ayudé en aquella piadosa tarea; sin atreverme ni a pedirle una sola de las hebras rubias y sedeñas que segaba, y con las cuales ¡tantas veces había jugado!¡En mi vida he sufrido más que entonces!...

MARÍA DEL PALACIO (s/d)

(Miniatura)

... Bajo la crencha de oro, resplandece la blancura casi astral de su frente. Diríase que aquel rostro, de dibujo tan poco carnal, no vive y se anima a impulso de la sangre; el alma parece haberse confundido de suerte misteriosa con la materia, y ella sola prestarle toda vida, poniendo algo de su esencia purísima en la sonrisa que dibujan sus labios sin mancilla, en el luminoso candor de las pupilas, en la música de sus palabras y hasta en los rizos, que, moldea en su lindo dedo, y agrupa sobre su frente con ingenuo encanto... Protegiendo su rubia cabecita de princesa de balada, tendió sus alas el espíritu de los amores castos, prestándole algo de su naturaleza intangible. Al contemplar a esta niña, de juventud tan atractiva, siéntese muy honda la alegría de vivir, para poder admirar y querer a esos seres, que parecen pertenecer a una especie distinta de la nuestra, participando, en algo, de la naturaleza angélica.¡Oh! ¡Poderosa seducción de la inocencia!

JULIO ROMERO DE TORRES (s/d)

Julio Romero de Torres tuvo su calvario, como todos aquellos que anuncian una personalidad en la Religión del Arte. Sus cuadros aparecieron como algo desusado en la pintura española, y superior a todo cuanto estábamos acostumbrados a ver en nuestras famélicas Exposiciones Nacionales. Jamás olvidaré la impresión que me causaron sus primeros lienzos, desestimados por la crítica y colgados a contra luz en aquel destartalado caserón que hoy ha mejorado sus destinos pasando a Cuartel de la Guardia Civil. Entre dos barbaries yo prefiero la del tricornio y el máuser.El pintor cordobés, silencioso y desdeñoso, vino a consolarnos de aquella pintura bárbara de manchas y brochazos, donde jamás se encuentra la expresión de la línea, lo augusto del color y noble armonía de la composición. ¡El divino artificio que es la razón de que la pintura pueda llamarse Arte!Julio Romero de Torres sabe que la verdad esencial no es la baja verdad que descubren los ojos, sino aquella otra que sólo descubre el espíritu unida a un oculto ritmo de emoción y de armonía, que es el goce estético. Este gran pintor, emotivo y consciente, sabe que para ser perpetuada por el Arte, no es la verdad aquello que un momento está ante la vista, sino lo que perdura en el recuerdo. Yo suelo expresar en una frase este concepto estético, que conviene por igual a la pintura y a la literatura: Nada es como es, sino como se recuerda. Solamente un perfecto y vergonzoso desconocimiento de la emoción y una absoluta ignorancia estética, han podido dar vida a esa pintura bárbara, donde la luz y la sombra se pelean con un desentono teatral y de mal gusto.Por una quimérica e inverosímil semejanza, esa pintura de ocre y de violeta me ha dado siempre la emoción antipática y plebeya de dos borrachos de peleón disputando a la puerta de una taberna. Solamente en una época de mal gusto han podido los críticos alzar sus incensarios ante esos prodigios técnicos donde toda emoción desaparece, y apenas nos queda que admirar en el pintor sino una habilidad manual muy inferior a la que el elefante tiene en la trompa, y de la cual suele hacer alarde en los circos.Entre los cuadros de Julio Romero de Torres, hay uno que me produce emoción hondísima; aquel que lleva por título: El amor sagrado y el amor profano. Las dos figuras, estilizadas con supremo conocimiento, tienen un encanto arcaico y moderno, que es la condición esencial de toda obra que aspire a ser bella, para triunfar del tiempo. Porque eso que solemos decir arcaico, no es otra cosa que la condición de eternidad, por cuya virtud las obras del arte antiguo han llegado a nosotros. Es la cristalización de algo que está fuera del tiempo, y que no debe suponerse accidente del momento histórico en que se desenvuelve, informando toda la pintura de una época. Es la condición de esencia, que antes de haber aparecido en la pintura con existencia real, tuvo existencia metafísica en una suprema ley estética.La obra de arte que ha perdurado mil años, es la que tiene más posibilidades de perdurar otros mil. Lo que fue actual durante siglos, es lo que seguirá siéndolo en lo por venir, con esa fuerza augusta, desdeñosa de las modas que sólo tienen la actualidad de un día. ¡Las modas que otra moda entierra, sin que alcancen jamás el noble prestigio de la tradición!En este cuadro admirable de El amor sagrado y el amor profano, hay dos figuras de mujer, que tienen entre sí una vaga semejanza, toda llena de emoción y de misterio; algo como el perfume de dos rosas que una fuese diabólica y otra divina: La rosa de fuego y sangre y la otra de castidad y de dolor. Y esta semejanza de tan profunda emoción, parece querer decirnos el origen común de uno y otro amor, y que aquellas que van a juntar sus manos, son dos hermanas. Y aquel sepulcro que en término distante aparece entre ellas, nos dice en la paz cristiana y silenciosa del fondo, que uno mismo será su fin. Hay un profundo sentido místico

en este cuadro, donde el paisaje parece haber nacido después de una oración. Tan honda es la armonía de este cuadro, que si un soplo de aire pudiese pasar sobre él, dándole movimiento y vida, las figuras perderían parte de su belleza y todo aquel poder religioso y fascinante. El pintor ha realizado una obra triunfadora del tiempo, porque ha conseguido hacer las cosas mudas y quietas más intensas que la vida misma.Córdoba, la ciudad llena de ecos, cadencias remotas de razas y civilizaciones sagradas, se depura, y acendra en el alma de este gran artista. En sus cuadros las figuras se estilizan renovando una fórmula legada por Italia. La tradición latina les da el contorno y la actitud definitiva de las estatuas: Por este concepto de la línea, el pintor, agitando una larga cadena de resonancias atávicas, hace florecer el olivo senequista, y el laurel de oro, corona en la frente imperial de Trajano.Julio Romero de Torres, en la hora de su aparición, era el único pintor español que mostraba haber visto en las cosas aquella condición suprema de poesía y de misterio que las hace dignas del arte. Pero a un pintor cordobés el misterio —su misterio— no podían dárselo las claras normas mediterráneas, geométricas y luminosas como los cristales.Y Córdoba es toda llena de misterio, misterio de iglesias y rejas conventuales, misterio de luna y rejas con claveles de sangre, misterio de capas y mantos, hondos cantares y negras miradas. Los cuadros de este pintor tienen el perfume de los huertos cordobeses bajo crepusculares campanas. Julio Romero de Torres, como la guitarra morisca, pone en la sensualidad un acento cruel y sagrado. En sus cuadros acendra la doble tradición de la ciudad romana y musulmana.El pintor cordobés, clásico y romántico, junta a la gravedad de la cláusula latina, el suspiro voluptuoso del sultán que divertía Sherezade.

A LOS LIBERALES (s/d)

He leído cuanto en estos tiempos han escrito los primates del liberalismo, en la desventurada y destartalada patria nuestra, y acabo pensando que ninguno apunta por honrado ni por discreto.La vida campesina que llevo estos últimos años, en la tierra gallega, me permite entrever la horrible lacra, la espantosa afrenta que sufre el Alma Mater Hispánica.El imperativo que primero se os pone por delante, liberales orates, es crear nuevo ligamen para la Unidad Española. Está dispersa en su noche triste el alma nacional, y hay que convocarla. Pero no penséis que acudo a una orquesta de organillo, ocarina y guitarro.Mirándolo bien, nos hallamos como en las postrimerías del rey Enrique IV.Intentar sostener la unidad nacional, y fundamentarla en el sentimiento histórico, cuando el pueblo solamente recuerda catástrofes, es cínico y absurdo.Los Reyes Católicos, y por lógica política, viendo sus estados mal avenidos y ajenados del concepto hispánico, acertaron a juntarlos en la unidad ardiente y religiosa del Credo Apostólico Romano. Fallido el nexo histórico, crearon el nexo confesional y la Santa Inquisición. Sus hogueras fueron las fraguas del alma... Con la expulsión de los moriscos y la decadencia de las brujas comenzaron también a decaer los rojos resplandores del Alma Hispana, y un aire colado los apagó en las Cortes de Cádiz. Los ínclitos varones doceañistas, para no quedarse a oscuras, encendieron con mucho lucimiento las bengalas patrióticas. Pero este sentimiento es post-napoleónico: la Guerra de la Independencia todavía la ganó el vínculo religioso transfundido en esencia nacional por los Reyes Católicos. Y allí se agotaron.¡Liberales orates, hay que inventar un nuevo vínculo de unidad hispánica! Hay que inventarlo, y vosotros no podéis. Se crea con el alma, y no la tenéis. Es obra de profetas.

¿Y cuál es vuestra visión en la empresa africana? ¿Cómo juzgáis esa guerra colonial? ¿Qué futuro presagiáis para Marruecos? Os pido un presagio para trescientos años, que es como se gobiernan los Estados. ¿Qué fe civilizadora es la vuestra? ¡Marruecos, al cabo de tres centurias república floreciente, acaso nos mire con juvenil arrogancia, como las de América! Pensad en un destino igual, y sea la colonización para dar a ese futuro africano nuestra lengua. Ved para conseguir ese fin histórico y remoto, liberales orates, hasta dónde es prudente la guerra.Decidlo si lo sabéis. Si lo ignoráis, no tenéis razón para reclamar el gobierno.