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NANOCRÓNICA
¿Y SI LOS NANOIDES NO SON TAN
BUENOS COMO TÚ CREÍAS?...
SUSANA HIDALGO DE LA FUENTE
pág. 1
1.
No es obligatorio.
Es cierto que no es obligatorio implantarse el Sistema Integrado Beta.
A día de hoy, 16 de Enero de 2035, nadie te obliga a introducirte en el torrente sanguíneo el
nanocoadyuvante, o el nanotrasto, como yo le llamo. El Estado deja libremente a tu elección
ponerte o no el SIB.
Pero nunca han llegado a explicar claramente el alcance y el por qué real del asunto y cómo
funcionan esas máquinas en cuestión, lo que hace para ellos y lo que puede o no puede hacerte
a ti, a tu organismo. Por supuesto según ellos es totalmente inocuo. Es como un parásito
intracorporal que jamás interacciona negativamente con ningún tejido biológico y que en
cambio proporciona numerosas ventajas. A saber: Seguimiento ininterrumpido de las
constantes vitales y aviso al centro médico correspondiente en caso de urgencia, localización
del sujeto únicamente en caso de acontecimiento trágico o de personas con incapacidad severa
cognitiva, simplificación para realizar trámites burocráticos de todo tipo, ubicación y control de
delincuentes peligrosos que ya cumplieron condena así como de los que aún la cumplen… y un
sinfín más de razones suficientemente convincentes como para ponértelo.
Sólo tengo un recuerdo vago de cómo empezó todo hace ya unos quince años.
Independientemente de la sorpresa inicial, no le presté demasiada atención al caso por
parecerme una moda pasajera, otra ocurrencia estúpida más de las clases dirigentes. Lo
escuché de pasada en un informativo en televisión: En Noruega, había aprobado el parlamento
la implantación voluntaria de un dispositivo con nanotecnología dentro del organismo para
(decía con cara de convicción el locutor) facilitar al usuario el desenvolvimiento en el día a día y
mejorar su calidad de vida. Dieron una explicación tan ambigua que no me quedó muy claro
qué significaba lo de “facilitar” y pensé que ya sería tonto el que permitiese la implantación de
un intruso en su cuerpo, y, por supuesto, no creía que la gente iba a tragar con tal intromisión
en su privacidad. Craso error. En aquel momento cambié de canal con una sonrisa de
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incredulidad dibujada en mi rostro y mi mente se dispersó hacia otro banal asunto de los
muchos que se emiten por la tele.
Al poco tiempo de ver esa noticia me enteré del desenlace de la ley aprobada: No era sólo
que los noruegos se negasen o dudasen en implantarse el nanotrasto, es que lo pedían, lo
exigían por cientos de miles. Tal fue la avalancha de demanda que las acciones de las empresas
de nanotecnología se dispararon por las nubes y al Estado noruego se le agotó la provisión que
tenía prevista en ¡3 días! Como la implantación del nanoide es muy fácil, una simple cápsula
que se traga, los hospitales y centros médicos se vieron desbordados enseguida ante tal
cantidad de ciudadanos haciendo cola para que les dispensaran el invento bajo una estricta
supervisión de funcionarios del Estado y personal sanitario y después de haber acreditado con
la documentación exigida de quién se trataba el demandante. En aquel año me pareció una
incongruencia más de la sociedad actual. Una panda de locos en el norte de Europa que se
plegaban alegremente a los mandatos de sus extravagantes dirigentes.
España estaba lejos de eso. Aquí, en el sur, con su sol y su buena comida, con el desparpajo
de sus gentes y el buen vivir. Tan lejos estábamos del norte que se me antojaba como otro
universo distinto. No veía peligro en que aquella rareza se instalase aquí.
¡Qué equivocado estaba! No pasaron dos años de la masiva implantación en Noruega
cuando la pasión por la nanotecnología prendió tan rápido entre los españoles que en vez de un
cerebro parecía que tuviésemos pólvora en el cráneo.
Durante esos dos años de lapso entre el caso nórdico y el nuestro, no se cansaron de
repetirnos por todos los medios de comunicación y hasta una saciedad que ya resultaba
vomitiva las bonanzas del sistema, la voluntariedad del mismo, y lo mucho que estaba
avanzando la sociedad noruega hacia un bienestar jamás imaginado en la evolución humana.
Nos lo vendían como la perfección. Lo publicitaban como a un país perfecto con unos
ciudadanos perfectos, con una calidad de vida y una seguridad muy superior a la de cualquier
país del mundo.
En esos meses yo huía de estas noticias como de la peste y las cambiaba instantáneamente
en cuanto empezaban con el machaqueo informativo. Me resultaban insufribles y no entendía
la causa de tan cansino seguimiento de los avances en ese país que nada tenía que ver con el
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nuestro. Pero después de todo lo ocurrido hasta el día de hoy, después de los trece años que
han pasado desde la implantación del SIB en España, he empezado a hacer memoria de los
cambios que se nos fueron echando encima poco a poco, unos cuantos años antes del caso
Noruego. Cambios de los que he llegado a entender la razón gracias a la retrospectiva de los
años: Durante ese periodo de tiempo nos estaban educando y entrenando para la total
aceptación y sumisión hacia el SIB.
Nos educaron a conciencia durante cuatro o cinco años y nosotros sin enterarnos. A nadie se
le ocurrió pensar que aquello era un ejercicio para saber cómo reaccionaría la población ante
tamaña invasión de su intimidad personal. Y como buenas ovejas educadas que somos, como
buena masa estúpida que se deja mecer por las oleadas informativas que nos colaban por
doquier, nos dormimos plácidamente acurrucados en los brazos de los dirigentes, con la
seguridad total de que nos protegían y de que nada malo iban a permitir que nos ocurriese, y
les permitimos hacer según su voluntad. Y aún no nos hemos despertado de esta pesadilla.
A mi modo de ver todo empezó más o menos con el “muy bien vendido avance” que suponía
el desarrollo tecnológico de los localizadores allá por el 2016, cada vez más pequeños y más
eficientes. Estas clases gobernantes siempre hacen lo mismo, te presentan el lado bueno de las
cosas y te ocultan o ignoran el malo. ¡Quién se iba a negar por aquel entonces y después de tan
buena campaña de publicidad a que a los enfermos de alzheimer o demencia se les pusiesen
pulseras de localización GPS! Pobres, si se perdían así podíamos localizarlos antes de que una
tragedia se cerniese sobre ellos y su familia. ¡Quién se iba a negar a ponerles la citada pulsera
de localización a los niños! “¿Y si me lo raptan mientras juega en el parque o hace alguna
travesura y se escapa mientras está en el patio del cole?” Pensaban esos padres protectores
anteponiendo la tan bien vendida seguridad a la propia privacidad. ¡Quién se iba a negar a que
les pusieran la misma citada pulsera a los delincuentes recién salidos de la cárcel! Así estaban
completamente controlados y les resultaba más difícil perpetrar alguna fechoría. ¡Quién se iba
a negar a ponerse una de estas pulseras si viajabas al extranjero! “¿Y si me raptan? ¿Y si me
roban o me ocurre alguna desgracia fuera de mi patria?” Eso pensaban con prudencia los que
traspasaban nuestras fronteras. Creían en su supina ingenuidad que llevando el localizador sus
males desaparecerían por ensalmo. Era una especie de amuleto que conjuraba lo maligno.
“Mejor esto que nada”, se consolaban.
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Ahora veo claro por qué daban tanta publicidad a los casos relacionados con la pulsera GPS.
Sospechosamente sólo se publicaban aquellos con resultados positivos. Supongo que también
los habrá habido negativos, aunque sólo es una sospecha. Nunca he oído en todos estos años
nada en contra de los diferentes sistemas que fueron probando según evolucionó la tecnología.
Cuando empezó lo de las pulseras, recuerdo en concreto el caso de una niña de seis años
que fue raptada mientras jugaba cerca de su casa por un perturbado sexual. Los padres se
dieron cuenta de la desaparición a la media hora y rápidamente contactaron con la policía,
quienes encontraron al sujeto a poca distancia del lugar intentando quitarle a la niña el
localizador. Sabía muy bien lo que se hacía el perla. Por supuesto fue una de las grandísimas
victorias del sistema de localización. Se vendió como la panacea contra todos nuestros males y
a los pocos meses descendieron milagrosamente los delitos relacionados con la utilización de
las pulseras, con lo que empezó la demanda masiva de las mismas. Que si los políticos, los
camioneros, las fuerzas de seguridad, los joyeros, los comerciales y viajantes, y un sinfín más de
trabajadores y desocupados que se creían en peligro de súbita desaparición de la faz de la
tierra, los compraron completamente hipnotizados por la psicosis colectiva desatada a raíz de la
publicidad omnipresente de los casos felizmente solucionados gracias al localizador. Muchísima
gente lo compró porque era muy asequible y lo que yo creí un gadjet pasajero se instaló
definitivamente en nuestras vidas.
Aquel aparato era como los móviles de la época sólo que muy pequeño y con un sistema de
cierre en la pulsera que no se abría a no ser que el propio sujeto introdujera una serie de claves
y biomedidores que sólo él poseía. La gente se sentía protegida pero de ningún modo acosada
en su intimidad porque la pulsera se apagaba y encendía a voluntad. Que llegabas a casa
después de la jornada laboral, a la seguridad del hogar, pues te quitabas el localizador y lo
apagabas. Así de fácil. Misión cumplida. Que salías de casa hacia la jungla de la vida diaria, pues
lo encendías y te lo ponías, hasta que nuevamente no tuvieses necesidad de ello. Incluso la
mayoría de la gente se acostumbró tanto a él que ya no se lo quitaban ni para dormir. Era tan
cómodo y reducido y las personas se sentían tan protegidas con él que ni lo notaban.
El primer año la pulsera sólo se trataba de un simple GPS, pero después le incorporaron más
funciones útiles, tales como la completa compatibilidad de conexión con cualquier sistema
informático, la capacidad de realizar operaciones administrativas sencillas y el reconocimiento
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de tu propio ADN para garantizar la imposibilidad de intercambio del sistema entre dos
personas distintas. Por ejemplo, cuando comprabas algo en una tienda acercabas el dispositivo
al receptor de la misma y automáticamente se hacía un cargo en tu cuenta bancaria, si
necesidad de DNI ni nada similar porque ya habían actualizado el dispositivo para estar
conectado simultáneamente a tu ADN y a todas las bases de datos asociadas a tu persona en
los bancos, administración pública, organismos oficiales y un largo etcétera que sería tedioso de
enumerar porque era tal la cantidad de empresas y organizaciones que disponían de tus datos
que ya nadie sabía a ciencia cierta quién te conocía y quien no y de qué, con lo que la gente se
dejaba llevar por la comodidad del sistema sin cuestionarse quién y para qué movía los hilos
detrás de él.
Por supuesto era totalmente voluntario. Mucha gente seguía, seguíamos en aquel entonces,
con los métodos antiguos, las tarjetas de crédito, el DNI, la tarjeta sanitaria, la de transportes y
muchas más que abultaban nuestras carteras. La mayoría que usábamos todo esto era por falta
de recursos económicos (como mi caso) o en otros por una total incomprensión y rechazo del
sistema, bien por ser un activista anti-intromisión en tu privacidad, o por existir un salto
generacional de analfabetos tecnológicos tan grande que no entendían los beneficios ni los
inconvenientes del mismo.
Estos eran los abuelos y gente de la tercera edad en general, quienes a pesar de haber sido
convenientemente instruidos en la versatilidad y utilidad de las pulseras, seguían sin aceptarlas
por pura pereza intelectual y desconfianza generalizada en este sector hacia las novedades de
las personas mayores. ¡Qué bien nos habría venido al resto de la población algo de este recelo
y desconfianza!
Pero también encontraron un medio para llevar a este sector hacia el redil: la medicina.
Vincularon todos los trámites médicos y farmacéuticos a la pulsera. Si no la tenías estabas
perdido. Estabas fuera del sistema de sanidad. En esto no hubo ningún tipo de transigencia. Fue
impuesta de manera obligatoria. Si querías medicina gratuita y universal mediante las
cotizaciones laborales pasadas o presentes estabas obligado a tener una pulsera, si no te
tocaba pagar. Fue una imposición indiscutible. En un principio se apoyaron en la excusa del
ahorro y fue una medida muy controvertida y poco convincente. La gente se quejó, gritó y
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pataleó durante un tiempo, pero no sirvió de nada. La nueva disposición se mantuvo
férreamente, inquebrantable a las quejas y argumentaciones en contra.
Aquello fue el paso definitivo, el ensayo general del SIB. El que no quería o no podía
entender el funcionamiento de las pulseras tramitadoras lo tuvo que hacer por las bravas y
como buenamente pudieron. Se pusieron a disposición de los pacientes aulas informativas para
la instrucción de los torpes y perezosos en aprender la novedad. Pasados unos meses, creo que
no llegó ni al año, se suprimieron dichas aulas y cada uno se buscó la vida como pudo. El que no
tenía dinero iba pagando a plazos la pulsera, respaldado por unos microcréditos que el Estado
concedió como medida extraordinaria a los más desfavorecidos. Y el que no podía ni pagar eso
o no quería, pues estaba fuera del sistema, y punto.
Aparecieron como setas las ONG de ayuda a los más necesitados que les enseñaban y
proporcionaban métodos de curación alternativa y tradicional con productos naturales. Era
gracioso contemplar cómo en pleno 2017 con todo lo evolucionados que estábamos en materia
de tecnología, se excluía deliberadamente a un amplio sector de la población que no se plegaba
a la normativa por considerarla un abuso de los poderes del Estado o simplemente por
pertenecer al grupo social de los pobres o muy pobres. Este sector había retrocedido de
repente a la Edad Media en plena era tecnológica. Comenzaron entonces a llamarles “los
parias”.
Yo por aquel entonces estaba en mi último año de universidad, Diseño Aplicado a la
Ergonomía del Mobiliario del Hogar, ésa era mi especialidad. Claro está que pertenecía, sin yo
quererlo, a los parias. Al ser huérfano desde los diez años y sin familia que hubiese podido
hacerse cargo de mí, había estado tutelado por el Estado que se había ocupado de mi
educación y manutención. Sufrí mucho para terminar mis estudios ya que era, soy, un muy
buen artesano, pero la parte teórica de los mismos no se me daba nada bien, así que cuando
perdí mi beca al tercer año por haber suspendido alguna asignatura, me tocó ponerme a
trabajar más en serio.
Durante los primeros años trabajaba esporádicamente para tener algo de dinerillo con que ir
tirando. Como no soy muy amigo de gastos innecesarios, más bien puedo autodefinirme como
austero, necesitaba poco, lo justo para pagarme los estudios y comprarme algo de ropa y
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calzado baratillos. La vivienda y la comida las tenía aseguradas por ley hasta los 25 años o la
finalización de la carrera, lo que primero ocurriese.
Durante mis años de estudiante nunca me preocupé demasiado por los gadjets tecnológicos.
Mis compañeros de estudios y los pocos amigos que tenía suspiraban en cambio por ellos. Se
peleaban por ser los primeros en haber adquirido lo último en móviles, tablets y demás
accesorios de última generación que a mí me parecían sólo eso, accesorios. Yo arrastraba
entonces un móvil de hacía cuatro años por lo menos y que funcionaba a la perfección. Hacía
mucho que se había pasado de moda y por eso se burlaban de mí, llamándole ladrillo
emisor/receptor de llamadas a tam-tam. Yo me lo tomaba a chufa porque a mí nunca me han
afectado las críticas cuando tengo claro lo que quiero. Solamente me interesaba la utilidad de
los aparatos y si alguno me era útil me daba igual su diseño o su antigüedad. Por eso me
especialicé en la carrera en la funcionalidad, robustez y pragmatismo del mobiliario.
No niego que me hubiese gustado tener algún que otro aparato tecnológico que me
simplificase la vida, pero como no tenía dinero y el poco que tenía sabía muy bien en lo que
debía gastarlo, pues me conformaba con mi suerte. Yo no pude adquirir la pulsera hasta un año
después de terminar la carrera. Durante ese tiempo trabajé en lo que me salía, aunque no fue
nada fácil porque estábamos aún saliendo de la tan traída y llevada crisis financiera que
empezó con toda su crudeza en 2008 y que había hundido a España por completo. Yo no
entendía por completo la magnitud de la temida palabra “crisis” hasta que terminé la
universidad y me propuse encontrar trabajo de lo mío. Je. ¡Qué risa! Era joven, inexperto, con
notas mediocres, además de no saber nada más que un idioma y medio, o sea, español y
spanglish, que no llegaba ni a inglés como tal.
El 95% de las veces ni me llamaron para ninguna entrevista de trabajo y el 5% restante me
descartaron por no tener experiencia y no poseer la pulsera emisora, que tanto les gustaba a
las empresas por facilitarles enormemente todos los trámites administrativos. ¡Cómo iba a
tener experiencia ni dinero para comprar la pulsera si nadie me contrataba! La lacra histórica
en España del amiguismo y el enchufismo la sufríamos con toda su crudeza aquellos que no
teníamos ni amigos ni enchufes.
No me quedó otra que ponerme a trabajar de camarero en un bareto de mala muerte en el
que había desempeñado el mismo trabajo esporádicamente mientras estudiaba. Al terminar la
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carrera se me terminó la vivienda y la manutención, con lo que me vi metido en un piso
compartido que tenía tres habitaciones, una cocina, un baño y un salón y donde vivíamos cinco
personas: dos parejas y yo.
Como esta situación era transitoria para mí porque lo que pretendía era ahorrar dinero al
máximo, intentaba trabajar todas las horas que me ofrecían en el bar y muchas noches hacía de
aparcacoches en las discotecas del centro.
Más de un día y más de dos me mantuve en pie con tres o cuatro horas de sueño en el
cuerpo y una barra de pan en el estómago.
La cocinera del bar donde trabajaba de día a veces se apiadaba de mí y me daba de comer
cuando la comida sobraba, estaba ya a punto de caducar o recientemente caducada ya que no
la podían servir a los clientes. Esos días me daba un festín de todo lo que podía y me llevaba a
mi habitación del piso compartido varios tapers con todo lo que no había podido engullir.
Yo creo que por mi juventud y la dieta austera que llevaba a base de pan y alimentos casi
caducados fue lo que hizo a mi salud de hierro, y en el tiempo que tardé en conseguir ahorrar
para la dichosa pulsera no enfermé gravemente. Sólo un par de constipados y poco más.
En un principio, con la inconsciencia de mi vigor juvenil, me hice a la idea de no necesitarla
ya que me encontraba sano y no me imaginaba yo que pudiese hacerme falta atención médica
algún día. Y cuando más confiado estaba en mi buena suerte y más relajado por no padecer de
nada, me caí de una escalera mientras limpiaba la parte alta de las ventanas del local, por hacer
el cabra, todo sea dicho de paso, y me metí tal costalada contra el suelo que se me cortó la
respiración unos segundos y creí morirme en ese mismo momento.
Salí del trance sólo con un moratón y las magulladuras propias de tan tremendo golpe, pero
fue gracias a este susto que se me abrieron los ojos para darme cuenta de que la vida no es un
camino de rosas. Y tenía gracia el asunto porque nadie mejor que yo debería haberlo sabido
dada la dureza de mi adolescencia.
Después de innumerables privaciones y sufrimientos conseguí la dichosa pulsera. En un
principio estaba muy orgulloso de este hito, ya que fue una meta que me propuse y conseguí
con mucho trabajo. Sospechosamente nada más comprarla y durante los dos primeros meses
de mi flamante adquisición enfermé más a menudo, como si me hubiese provocado una
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reacción alérgica general la pulsera, pero nada que fuese serio: más constipados de la cuenta,
dolores musculares casi a diario, un par de muelas con caries y otras cosillas así que yo
relacioné con el exceso de trabajo y la deficitaria alimentación que llevaba.
No relacioné los numerosos achaques con la pulsera, pero lo cierto es que como aún no
cotizaba porque no estaba dado de alta, tuve que pagarme los medicamentos y las visitas al
médico y eso fue un gran desastre para mi maltrecha economía. No me podía imaginar hasta
entonces que enfermar resultara tan carísimo. El dueño del bar que contaba por entonces con
unos 65 años me explicaba que antes, cuando él era joven los médicos eran “gratis” y los
medicamentos casi que también. Ahora ya nada era gratuito, todo había que pagarlo y se
lamentaba con añoranza del pasado. Si tenías dinero contabas con una oportunidad, y si no…
pues hacías lo que podías.
Al bar iban a diario dos clientes que eran muy amigos del dueño, de su misma edad, y que
me decían mientras entrecerraban los ojos con ademán conspirativo que era una selección
natural que el Gobierno había impuesto en España a los pobres. En cuatro o cinco generaciones
sólo habrían sobrevivido los genéticamente más fuertes y mejor adaptados al medio. Yo me
reía de ellos con todas mis ganas en su misma cara y les decía que me presentasen las pruebas
de sus argumentos. Ellos me sufrían con paciencia, y me decían que cuando fuera más mayor
iría relacionando muchos detalles que ahora se me escapaban por ser demasiado joven y estar
muy ocupado con tanto trabajar. Yo tenía claro que todas sus teorías eran solo los cotilleos
típicos de dos desocupados con poco que hacer.
Cuando me reincorporé al trabajo después de mi primera gripe relativamente seria me
hicieron notar lo raro de la situación, pero yo no les creí. Por aquel entonces era uno de los
desprevenidos que no creía en la mala intencionalidad de los que gobernaban nuestras vidas.
Simplemente me había tocado a mí y punto, no era necesario sacar las cosas de quicio y ver el
fantasma de la malicia detrás de cada esquina. Curiosamente ninguno de los dos llevaba las
pulseras.
Con la misma ya en mi poder me propuse buscar trabajo de lo mío en serio. Después de
rebuscar incansablemente y revolver cielo y tierra, conseguí por mediación de un compañero
de piso un empleo en una fábrica de muebles artesanos. Bueno, más que fábrica era un taller
que fabricaba muebles por encargo a sus clientes.
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El primer día estaba entusiasmado en mi pequeña oficina rodeado de planos y papeles por
doquier. A mí me gustaba más hacer los muebles con mis propias manos en vez de diseñar sólo
los planos, pero era un gran paso en mi vida laboral. Tuve que seguir trabajando seis meses más
de camarero por las tardes y los fines de semana porque en la empresa me pagaban cero. Era
becario… Aún así me sentía muy afortunado por ello.
Me sorprendió bastante cuando hice la entrevista de trabajo para entrar al taller que me
preguntasen por las pequeñas enfermedades y achaques sufridos en los últimos tres meses, ya
que, por supuesto, yo no había reflejado nada de eso en mi currículum. Al escuchar el
comentario de mi futuro jefe en aquel momento debió advertir mi cara de sorpresa y me
explicó que el Estado les permitía obtener la información almacenada en la pulsera de los
últimos seis meses. Mi estupor fue bastante grande en ese instante, ¿por qué podían disponer
alegremente de una información que yo consideraba tan personal? La verdad es que me sentó
bastante mal y maldije en ese momento mentalmente a mi marisabidilla pulsera que contenía
tantos datos insospechados para mí y a disposición de personas ajenas.
¡Hasta llegó a preguntarme qué tal descansaba por la noche! El emisor de datos reflejaba
que mi sueño nocturno era inconsistente y fragmentario, y que quizás eso repercutiría
negativamente en mi productividad al no tener las horas de sueño deseables. Le tuve que
explicar que eso me ocurría desde que tenía uso de razón, me despertaba a menudo por las
noches, pero que nunca jamás me encontraba cansado cuando me levantaba. El culmen de la
entrevista fue cuando hizo referencia a los servicios de una “señorita” requeridos por mí en un
local poco recomendable… ¡Tierra trágame! ¿Hasta eso quedaba reflejado en la pulsera? Y
peor, ¿hasta a esa información tenía acceso mi futura empresa? Me quedó muy claro aquel día
el poder de que dispondría desde aquel momento en adelante cualquier persona que quisiese
contratarme. ¡Qué digo! Simplemente con estar interesado en contratarme ya tenían mis bases
de datos de los últimos seis meses de mi vida abiertas. Mis entrañas quedaban al descubierto
para que yo pudiese tener un trabajo digno con un contrato.
Me dio rabia cuando terminé aquella entrevista y se me quedó en el alma una impresión de
desnudez y desamparo total. Me parecía que había estado tendido en una mesa de
operaciones, inerme, sin poderme mover pero completamente consciente, y que mis
empleadores hubiesen estado sacando órgano por órgano y lo hubiesen revisado a la luz de los
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focos del quirófano muy concienzudamente y me reseñasen enfáticamente cualquier manchita
o defecto en los mismos para posteriormente tomar nota en sus carpetas y volver a colocarlo
en su lugar. Me enseñaban mis errores, mis más temidos defectos y mis enfermedades pero no
los curaban. Sólo tomaban nota y me dejaban tal cual. Si por lo menos me hubiesen limpiado el
alma como en el sacramento de la confesión, algo más hubiese ganado, pero simplemente
negociaban con la información. Me chantajeaban y presionaban con ella para adoctrinarme y
domarme a su voluntad y así despojarme impunemente de la mía.
De todas formas la locura de la juventud todo lo cura rápido. Aquel sinsabor y aquella bajeza
cicatrizaron en el mismo instante en que me confirmaron que había sido el agraciado con el
puesto de trabajo. ¡Qué suerte! Después de tantos años de preparación, sufrimiento y
privaciones por fin iba a desarrollar mi potencial laboral en lo que a mí me gustaba.
Hice rápidamente buenas migas con un chaval que estaba allí de aprendiz y era el hijo del
primer oficial tornero del taller. Era un chico bastante alocado y alegre, muy cordial en el trato.
Recuerdo que comentábamos la vergüenza que pasamos en nuestras respectivas entrevistas
de trabajo cuando sacaron a la luz nuestros trapos sucios. Nos reíamos a mandíbula batiente al
contar las preguntas que nos hicieron y nos contábamos también las contestaciones que dimos,
todo de cabo a rabo. A mí no me importaba confesarle al chico los pecadillos que habían salido
a relucir aquel día porque existía una tremenda diferencia con respecto a la entrevista de
trabajo: Yo le contaba mis interioridades a quien yo quería y cuando yo quería. Esa era la
grandísima diferencia. De la obligatoriedad torticera de la confesión laboral a la voluntariedad
de la misma. De sentir tu alma ultrajada y manchada a sentirla limpia, resplandeciente y
descansada de remordimientos por una confesión voluntaria.
Mi primer año de trabajo pasó volando, como un rayo. Estaba tan absorto y ocupado en lo
que era mi pasión que no tenía sentidos para nada más.
Debió ser al cabo de este tiempo cuando saltó a la luz la noticia que una poderosa empresa
de nanotecnología había desarrollado unos nanoides que podían instalar en el ser humano,
resultando completamente inocuos para éste. Aunque no explicaron su utilidad claramente en
el taller comentábamos el asunto igual que lo hacíamos con muchos otros, sin darle mucha
importancia. A mí me parecían locos de remate los que se prestasen a este abuso eso de
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dejarse inocular en el cuerpo unos bichillos internos que correteaban libremente por tu
organismo haciendo quién sabe qué me pareció de locos. Pero, incomprensiblemente para mí,
a bastantes compañeros, sobre todo los más jóvenes, les parecía un avance extraordinario de la
ciencia que permitiría al ser humano evolucionar. ¿Evolucionar a qué? Y sobre todo,
¿evolucionar a quiénes? Casi todos los que estaban a favor se implantarían sin pensárselo los
nanoides. Creían que éstos les sanarían de todas las enfermedades y problemas físicos. Muchos
vinculaban directamente a estos trastos con la inmortalidad de los humanos y argumentaban
que esto era un primer paso para conseguirla.
Aparte de no haber llegado a entender nunca por qué el ser humano ha luchado desde que
es humano por alcanzar la inmortalidad en contra de su propia naturaleza, (correspondiente a
este asunto yo siempre me he hecho la imagen mental de verme a mí mismo trabajando a
cambio de un salario por toda la eternidad… y no encuentro una peor pesadilla que ésta) en las
noticias que versaban sobre este caso explicaban muy claramente que los nanoides no
interactuaban con el organismo, sólo recogían, recibían y transmitían datos. “¿Datos?”, me
preguntaba yo, “¿qué datos y a quién los transmitían?”. Estas mismas contradicciones se las
planteaba a mis compañeros y todos me miraban con cara de incomprensión. No entendían
cómo no podía estar a favor de tal avance científico para el hombre.
Yo no es que estuviera en contra del avance de la tecnología, siempre he estado a favor de
todo lo que beneficie a las personas, pero como soy de natural desconfiado, me daba la
impresión de que allí había gato encerrado. No me parecía que las explicaciones que daban por
los medios de comunicación fueran muy claras. No me convencían en absoluto.
Al aprendiz estaba tan entusiasmado que hasta quería irse a trabajar a una empresa de
nanotecnología noruega. Me hacían reír de veras sus fantasías casi infantiles de cómo creía él
que sería el llevar los nanoides en el cuerpo. Poco menos que en un superhéroe se
transformaría. Casi se veía volando y lanzando rayos láser por los ojos. Era un caso.
Pasó mi segundo año de contrato en un abrir y cerrar de ojos y en la empresa decidieron
hacerme un contrato como a una persona normal. Es decir, se acabó el salario ínfimo a cambio
de trabajar como un negro más horas de las que el reloj podía dar. Me felicitaron por el
cometido realizado, por mi profesionalidad y por la modernización que había traído a la
empresa en mi especialidad. Fue a partir de entonces cuando me consideré rico. Me pagaban
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un sueldo normal y podía comprarme comida decente y mejor ropa y calzado. Seguía viviendo
en el piso compartido porque estaba ahorrando para comprarme un coche de segunda mano
con el que poder desplazarme más cómodamente al polígono donde se ubicaba el taller. Dejé el
trabajo de camarero y pude descansar por fin de verdad los fines de semana. Me sentía
afortunado.
El único gasto notable que tenía aparte de mi manutención era la dichosa pulsera. Cada dos
por tres se publicaban nuevas actualizaciones que tenías que pagar e instalar. Si te las saltabas
el emisor dejaba de funcionar correctamente y cometía errores incomprensibles. Las cuatro
primeras veces hice un esfuerzo económico y compré las actualizaciones en fecha y forma. Pero
a la quinta me pilló muy mal de dinero y decidí hacerme el longui y saltármela. Los compañeros
de trabajo me advirtieron de que no lo hiciese porque te trastornaba la vida. Yo creí que sería
una exageración, pero no lo era.
Al segundo día de haber caducado el plazo de la actualización llegó una ambulancia al taller
preguntando por mí. Venían de urgencia porque la pulsera les había transmitido señales de un
malestar repentino compatible con un ictus. Me quedé de piedra cuando los sanitarios me
dijeron aquello. ¿Yo, un ictus? ¡Pero si estaba perfectamente! Procedieron entonces a
conectarse manualmente con mi pulsera a través del puerto físico, con un cable, y apareció
entontes que no tenía implementada la actualización del software. Al tener desactualizada la
pulsera y por tanto estar como oficialmente dado de baja de las bases de cotización de la
seguridad social ese par de días, me tocó pagar el costo del viaje de la ambulancia y el
desplazamiento de los sanitarios hasta mi lugar de trabajo.
Conclusión: Fue peor el remedio que la enfermedad. Puse una queja oficial en el Ministerio
de Sanidad y la contestación fue que no se responsabilizaban del buen funcionamiento de las
pulseras sin las correspondientes actualizaciones del software, y que habían bajado hacía
tiempo las retenciones en nómina y los impuestos a los ciudadanos para que pudiesen hacer
frente al pago de las citadas actualizaciones. Vamos, que te veías obligado a llevar las pulseras
para no ser discriminado en la sociedad y después te tenías tú mismo que sacar las castañas del
fuego.
Yo que hasta entonces había llevado muy ufano la pulsera, exhibiéndola como un gran logro,
que lo era para mí, empecé a mirarla con recelo y a preguntarme qué más hacía aparte de
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“fallar” cuando no invertías en ella el dinero requerido. Me acordé de los dos clientes del bar
donde había trabajado y de los argumentos conspirativos que tenían acerca de ella.
Claro estaba que si no la quería sólo tenía que apagarla, quitarle la batería, dejar de pagar y
punto. Pero a partir de entonces volvería a convertirme en un discriminado social, volvería al
grupo de los parias, como antes había sido, sin poder trabajar, sin seguridad social, excluido de
la sociedad, en una palabra, se me encogía el corazón sólo de imaginármelo. Con lo bien que
había estado yo los últimos meses…
Verdaderamente con la vorágine de la vida laboral no dispones de mucho tiempo para
sentarte en casa y pararte a reflexionar sobre las cuestiones serias de la vida, y tampoco estás
acostumbrado a hacerlo. No hablo de cinco o diez minutos, hablo de tres o cuatro días
pensando en lo concerniente a ti, con calma y sin presiones de horarios para sopesar las
opciones y elegir la más conveniente.
Eso me pasó a mí. Me volví a dejar llevar por la corriente imperante después de aquel
extraño asunto y seguí con mi trabajo, sin pararme a pensar. Como una mula con anteojeras,
para adelante. Para más colmo, cuando me tocaba mi tiempo de vacaciones mi jefe me
proponía trabajarlas pagándomelas como horas extra. ¡Cómo iba a negarme si lo que
necesitaba yo era dinero para sacar la cabeza un poco del hoyo en el que la vida me había
enterrado!
Algún fin de semana que otro me pasaba por el bar en el que había trabajado para tomarme
un café. Habían contratado a otro chico mucho más joven que yo y que se desenvolvía muy
bien en aquel ambiente. Me sentaba entonces con mis antiguos clientes favoritos, quienes me
informaban de sus inhabituales teorías acerca de la vida.
Cuando les conté el episodio de la ambulancia se encontraron sus miradas mientras
desayunábamos un domingo y podría haber cortado la tensión con que se conectaron
instantáneamente con el mismo cuchillo con el que me estaba comiendo mi tostada. Me quedé
en suspenso con un trozo de la misma pinchado en el tenedor a medio camino entre el plato y
mi boca, que esperaba abierta y ansiosa por el deseado bocado.
Pasaron unos segundos sin que dijeran nada, y después desenlazaron sus miradas y
prestaron atención a sus respectivos cafés sin decir ni pío. No pude por menos que soltar el
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tenedor y en ademán suplicante, con las palmas de las manos extendidas hacia arriba,
espetarles un “¿Qué?”, que resonó chillón y angustioso en el silencio del local que contaba con
nosotros tres como sus únicos clientes matutinos.
Empezaron entonces a carraspear por lo bajini, incómodos por tenerme que explicar una vez
más sus argumentaciones de conspiración de las que tantas veces me había mofado ya. Pero
aquella vez estaba ansioso por escucharlas después de que me hubiese tocado a mí vivir en
propias carnes las consecuencias de aquella pequeña desobediencia civil.
-¿Ves por qué nosotros no llevamos nada?
Esa postura que ambos tenían era relativamente fácil de mantener cuando sus padres les
habían dejado en herencia un buen pellizquito de dinero y propiedades que supieron conservar
y gestionar para vivir despreocupados de tener que trabajar. ¡Así cualquiera! Le rebatí
rápidamente:
-Eso no me vale, Ramón. Tú no estás obligado como el común de los mortales por las leyes
aprobadas. Vosotros tenéis una libertad que los demás no nos podemos ni siquiera plantear.
-Es verdad, es verdad, no te lo discuto. No soy un muy buen ejemplo comparativo.
-Es que yo, si no tengo la dichosa pulserita y le doy de comer de vez en cuando y la atiendo
como a los tamagochis que tuve cuando era niño, ésta no se muere como ellos, ¡ésta me ataca!
–Les remarqué con cara de enfado.
-¡Claro! Claro que te ataca. Todo está programado en la sociedad actual para atacarnos y no
dejarnos parar para pensar. Sólo tenemos tiempo para defendernos de los ataques.
-¿Pensar? Pero pensar en qué, Ramón.
-En todo, Pablo, en todo. Pararte a pensar en cualquier tontería de la vida. Dejar a tu cerebro
que trabaje y discurra en otras cosas que no sean el trabajo y en la ocupación angustiosa de
conseguirte tus habichuelas diarias. Así es como el hombre ha evolucionado. ¡Esa es la
verdadera evolución y no la de la tecnología! ¡Eso es lo que no nos permiten por miedo! Si te
das cuenta, desde niño, y ya en mi generación, nos han educado en el colegio y más tarde en
los estudios superiores para no saber pensar. Te engañan para que creas que memorizar y
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manejar las ingentes cantidades de información con las que te inundan es pensar. Noooo,
nooo, eso no es pensar.
-¿Y qué es pensar entonces?
-Pues su propio nombre lo indica, pensar es pensar… -Y se quedó mirando a las telarañas del
techo como esperando a que una de las arañitas se descolgase con una definición de pensar
entre las patas. –Pensar es obligar al cerebro a fabricar soluciones para todo tipo de problemas
tanto si te incumben como si no. Es observar la cotidianidad, extraer cualquier suceso al azar y
diseccionarlo con la intención de dale una solución, y cuando no te ves capaz por tu
incompetencia en la materia, entonces vas y te informas. ¡Para eso vale la información! Para
usarla cuando es necesaria, no para atiborrarte de ella a diario sin ningún objetivo. Solamente
acumular información a espuertas por acumularla y sin usarla en algo útil no tiene sentido.
-Eso es por la teoría del cotilleo, ya lo sabes. –Le interrumpió Félix.
-¿Eh? ¿La teoría del qué? –A mí estas conversaciones me solían dar dolor de cabeza porque
se me escapaban sus argumentaciones.
-Del cotilleo. Hace muchos años vimos en la tele un documental que nos impactó, ¿te
acuerdas, Félix? –Félix asentía vehementemente con la cabeza. –Era un documental sobre la
teoría de la evolución del hombre prehistórico. Nos gustó en particular la de un antropólogo
que defendía que el ser humano había pasado de mono a hombre gracias a que los grupos de
humanoides se empezaron a convertir en demasiado numerosos debido a la abundante
alimentación, por lo que no podían atender debidamente a su principal hábito de relación
social del despiojamiento. Decía este hombre que tuvimos que evolucionar nuestro lenguaje
como sustitución de este hábito de relación social ya que era demasiado personal y sólo se
podía hacer a un miembro de cada vez y utilizando para ello las manos, sin poder ocuparte en
otra cosa. En cambio con la charla puedes atender a varios sujetos a la vez y así matas a dos
pájaros de un tiro: cotilleábamos para reforzar nuestros vínculos sociales con varios a la vez y
además nos quedaban las manos libres para emplearlas en otras cosas. El habla nos dio la
oportunidad de extender ampliamente nuestra red social. ¡Me río yo del facebuk y del tluite
ése y de las redes sociales ésas!
-¡Hala Ramón! Eso está ya más que desfasado, hombre.
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-Bueno, pues como se llame ahora.
-Pero a ver, qué tiene que ver el exceso de información y el no saber pensar con la teoría
ésta del cotilleo.
- Es muy fácil, ¿no lo ves? –Ahora era Félix quien continuaba con el argumento. –Tanta
información de tantos temas y en exceso, como de unos años a esta parte, pero información
vacía, sin contenido importante, es simple y llanamente para darnos tema de conversación.
Para tenernos ocupados con nuestra cohesión social del cotilleo. Te proponen ríos de temas
distintos para que elijas con el que cotillear y así no te pares a pensar en lo que realmente
importa en la vida. Esa es nuestra teoría. Te mantienen ocupado cotilleando, ya que eso es lo
que nos ha hecho humanos, lo tenemos escrito en nuestros genes y nadie se puede negar al
hecho de la charla y el cotilleo. Es lo que nos hace hombres. ¿Quién se resiste a hacer un
comentario aunque sea vago de la noticia estrella del día?
-Y al que no lo hace, ya sabes, le cuelgan el sambenito de que es un antisocial. –Remachó
Ramón.
-Mismamente esto que estamos haciendo ahora es cotillear con mayúsculas. Es
simplemente una hipótesis acerca de la que teorizamos y damos nuestra opinión sobre el
asunto. Y si no es acerca de estos temas de conspiraciones pues será acerca del fútbol, de la
política, de la prensa rosa, del cine, del vecino, del jefe, de los compañeros de estudios o
trabajo, del tiempo, de lo que me pasó ayer y de un sinfín de temas que nos exponen a diario
para que elijamos, según nuestros gustos. Si te tira más una cosa que otra, pues cotilleas más
acerca de ello y te quieres enterar de todas las novedades del tema para charlar con un grupo
que sea afín a tus tendencias y con el que interactúas más y tienes más cohesión social.
-Sí, y eso nos lleva a la teoría de los 9 tipos de básicos de personalidad humana: el
reformador, el ayudador, el triunfador, el individualista, el investigador, el leal, el entusiasta, el
desafiador y el pacificador. En base a estos tipos publican las noticias y entretenimientos
oportunos para que cada tipo cotillee y se entretenga.
-Pues, pues… -Balbuceaba yo intentando asimilar estas teorías espeluznantes. –Pues no sé.
Nunca lo había pensado así…
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-¡Ahí lo tienes! Tú mismo lo has dicho: “Nunca lo había pensado así…” Pensar. Esa es la clave.
–Me contestó Félix.
-Ya… -De nuevo daba vueltas a la cabeza. -¿Y de dónde sacáis esta información, si puede
saberse?
-Mmmm… de aquí y de allá… de grupos… -Dijo Ramón al tiempo que arqueaba las cejas en
ademán misterioso a la vez que Félix desviaba su mirada hacia su café, ya vacío del todo.
-Ah, ya, de grupos… Pues sí que me has aclarado mucho.
-Pablo, es difícil de explicar, son muchos años de atar cabos sueltos de aquí y de allí y de
contrastar opiniones con unos y con otros… -Félix seguía mirando hipnotizado su taza de café. –
Y al fin y al cabo estamos como esta taza de café, vacíos de certezas, sólo con conjeturas,
hipótesis que a fuerza de exponerlas y modificarlas quedan mareadas y deshilvanadas, mal
completadas por nuestra ignorancia. –Su voz reflejaba una amargura con la que nunca le había
oído hablar. –No somos nada más que dos pobres tertulianos que se pasan la vida discutiendo
sobre diversos temas para no llegar a ningún fin. No tenemos soluciones para nada. Esa es la
verdad.
-Pues no será por no buscarlas, Félix. Lo único que ocurre es que lo que nos falta es
información de la buena. ¿Dónde conseguir el tipo de información que necesitamos para poder
brindar una buena solución, eh? Ese es nuestro problema y no otro. No es falta de entusiasmo,
de trabajo o de constancia, no. Es la falta de información. –Félix asentía una vez más, cabizbajo
con la mirada aún atraída por el vacío de su taza. –A ver, no se va a presentar en la Moncloa, te
pongo un ejemplo, un mindundi como yo y espetarle al Presidente del Gobierno: “Oiga usted,
explíqueme sin más dilaciones cuáles son sus verdaderas intenciones con respecto a tal y tal
ley, no lo que han publicado en los medios de comunicación, no, la verdadera intención, lo que
está por detrás y no nos cuentan…” Siempre trabajamos con habladurías, bulos y sospechas de
gente que conoce a gente que conoce a gente. Que si una señora de la limpieza que trabajó en
casa de no sé qué poderoso y oyó no sé cuanto, que si un escolta que estuchó entre bambalinas
un trocito de conversación en el que le parecía que decían algo importante, que si un amigo de
un amigo… A falta de información fidedigna lo nuestro es teorizar, intentar dar una versión de
la realidad interpretando los datos de que disponemos.
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-¿Y no os cansáis de todo esto? ¿No os da dolor de cabeza? ¿No os entran ganas de iros a
vivir alejados de la civilización a un páramo solitario? –Estas preguntas me salieron del alma al
ver en sus caras reflejados el cansancio y la desilusión al no poder hallar certezas. –Me da la
impresión de que es un trabajo intelectual muy pesado. Yo me canso nada más que de tener la
mente concentrada en mis planos, y sé que son certezas todas las medidas que en ellos pongo y
que como fruto de mis ideas saldrá la certeza de un mueble palpable y real. Si yo tuviese que
trabajar con cotas irreales y sin saber si lo que dibujo desembocará en un mueble real no lo
podría sufrir. Se me cansaría el cerebro de pensar sin llegar a puerto. Tengo alma de artesano y
mis ideas se tienen que transformar en materia. Las filosofías no son para mí.
Rieron entonces de buena gana ambos ante la vehemencia con que había explicado mi
parecer. Supongo que me vieron cara de sufrimiento. Para mí la vida debería ser más simple.
No deberías preocuparte por si los gobernantes hacen las cosas con buena o mala intención. Yo
eso nunca me lo había planteado. Siempre había creído que quien anhela ese poder, que en el
fondo debería ser anhelado por amor a la población, es para prestarles el mejor servicio
posible. Nadie es tan inocente como para no saber que el poder corrompe y que cuando
manejas dinero ajeno no te duelen las pérdidas ni te alegran las ganancias, simplemente el
dinero pasa por tus manos y a veces se queda, claro. Pero aparte del abuso de poder, el tráfico
de influencias y la corrupción económica nunca podría haberme llegado a imaginar que existían
otros trasfondos malintencionados. Me daba miedo pensarlo siquiera. Es verdad que hay tantos
pareceres como personas estamos en este mundo, y que casi cada uno de nosotros tenemos la
convicción interna de que nuestro parecer es el mejor y el más lógico, bajo nuestro punto de
vista, claro. Para el vecino seguramente nuestras ideas son una atrocidad y su parecer es
totalmente opuesto al nuestro. Es verdad también que el ser humano tiende al egoísmo por
naturaleza, como instinto de conservación arrambla con todo para su propio beneficio y el del
grupo al que pertenece, y que está claro que lo que a ti te hace bien, al otro le hace mal, con o
sin intencionalidad por tu parte.
El que ha subido a tan altas esferas por propia o ajena voluntad debería tener un
pensamiento preclaro para hacer las cosas bien, o lo mejor posible. ¿Pero subir tan arriba para
hacer el mal intencionadamente? Supongo que bajo el prisma del pensamiento de cualquier
genocida del pasado era bueno hacer lo que hicieron cuando lo hicieron. Me tiemblan las
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piernas sólo con imaginar que uno trepa tan arriba por el gusto de imponer a los de abajo sus
propias convicciones, estén de acuerdo o no con ellas.
Después de aquel día en el que hablé con los dos amigos se me quedó aún más la mosca
detrás de la oreja y me dio la impresión de que me había metido con toda mi buena intención
en un jardín del que no podría salir. O me quedaba en la marginalidad de los parias o me
integraba en el sistema con todas sus consecuencias, con todos los pros y contras y sin darle
más vueltas a la cabeza. Eso es lo que tenía que decidir. O me rebelaba o me olvidaba de todo y
seguía el redil marcado.
Como realmente mi verdadera intención en la vida era trabajar de lo mío para conseguir una
estabilidad económica, me lié la manta a la cabeza, me olvidé del asunto y decidí ser bueno y
atender las necesidades de la pulsera sin rechistar. No quería quebraderos de cabeza, bastante
tenía con mis preocupaciones diarias laborales y personales como para buscarle las cinco patas
al gato. Eso sólo se lo podían permitir Félix y Ramón que estaban por encima de la mediocridad
de la mayoría de la población.
Seguía viéndoles de vez en cuando, algún domingo que me pasaba por el bar a desayunar,
que solía ser cuando había mucho jaleo en mi piso o cuando tenía ganas de charla. Ambos eran
muy buenos tertulianos y a mí me gustaba hablar con ellos largo y tendido porque, a pesar de
sus rarezas, eran dos hombres muy inteligentes y que habían sabido aprovechar y usar para su
beneficio la sabiduría que les había brindado la vida.
A veces salían a colación algunos de los temas extraños de los que a ellos les entusiasmaban
y que parecían dominar al dedillo y de los que yo no solía nunca opinar. Cada vez que me
hablaban de algo de esto tenía dolor de mollera para el resto del día. ¿Realmente existía ese
otro sistema vetado al común de la población? Me consideraba casi que afortunado por
pertenecer al grupo de los “descre-sotas”, palabro que habían inventado de combinar
descreídos y pasotas. Cuando debatían acaloradamente acerca de estos asuntos y utilizaban
este tipo de jerga inventada e ininteligible para mí. Yo me limitaba entonces a mirar
alternativamente a uno y a otro, según el que estuviera en posesión de la palabra, como si de
un animado partido de tenis se tratase. Mi cara debía ser un verdadero poema entonces,
seguro.
pág. 21
Aquellas conversaciones me parecían un galimatías y yo callaba y escuchaba, intentando
descifrar lo que argumentaban con tanto ardor, a veces vociferando y manoteando incluso. A
fuerza de escucharles una y otra vez, se me fueron pegando algunos de los términos que decían
y que a veces incluso yo le espetaba a algún compañero en el trabajo sin querer.
Las más de las veces las conversaciones que manteníamos eran acerca de las cosas sin
importancia del día a día, lo que ellos denominaban “cotilleo genético puro”, tales como la
mejor forma que teníamos cada uno de preparar un café para que saliera espumoso o el estado
de ánimo que nos influía a la hora de ir a comprar al súper.
Eran muy agradables en el trato estos dos amigos porque nunca rechazaban ningún tema de
conversación y teorizaban sobre los asuntos más insospechados.
Algunos días decía Félix: “Hoy no tengo ganas de pensar. ¡Chicooooo! –Ese era el camarero.
–Ponnos la tele, a ver qué se cuentan”, y entonces charlábamos animadamente sobre lo que en
ella se decía, sin importar mucho el tema.
Como realmente yo no conservaba ningún amigo del colegio o de la universidad porque
todos nos habíamos ido dispersando según los vaivenes de la vida, me gustaba conservar y
cultivar la amistad de estas dos raras avis que continuamente me sorprendían.
Nunca había llegado a tanto esta amistad como para que yo hubiese visitado alguna de sus
casas o ellos la mía, que por otra parte no tenía nada de visitable salvo mi habitación porque el
resto era bastante desastroso y desordenado. Lo que sí hacían, sobre todo Ramón, era dejarme
libros para leer. Tenían a millones. Como ellos se habían negado siempre a cambiar el papel
impreso por el lenguaje informático, se habían dedicado a hacer acopio, literal, de cuanto libro
impreso se encontraban. Eran asiduos de las librerías de viejo y de las pocas que quedaban ya
de nuevo. Yo no había sido muy consciente del salto tan abismal que se había producido en los
últimos años a este respecto porque en la universidad siempre estudié con mi portátil. No tenía
libros y casi no usaba para nada el papel y el boli, ni siquiera en el taller. Me hacía mucha gracia
que ellos siempre llevasen en el bolsillo algo con lo que escribir, ya fuera pluma o bolígrafo, y en
cuanto porfiaban sobre algún asunto sacaban del mismo sus agenditas de papel o cogían una
de las servilletas del bar, desenfundaban su pluma y escribían lo que fuese menester.
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Yo creo que cuando he tenido necesidad de escribir o recordar algo siempre he usado el
portátil, el móvil, además de la pulsera que usaba últimamente por aquellos años y a la que le
habían implementado una actualización de organización muy útil. Quizás por eso me costaba
tanto desprenderme de ella. Me había acostumbrado a usarla constantemente para todo
porque habían logrado convertirla en un sistema que te simplificaba mucho la logística diaria.
Había pasado ya un año desde que me pasó aquello cuando no la actualicé y como no había
vuelto a tener ningún contratiempo más, le había cogido hasta cariño.
Mis dos amigos la miraban con recelo y también a cualquier gadjet informático que tenía y
que a medida que me estabilizaba económicamente eran más numerosos, aunque para mí
todos ellos útiles. Yo nunca había negado la utilidad de la tecnología, pero eso es como todo,
depende de su aplicación. Un cuchillo te pela una patata o te rebana un pescuezo, depende
para qué lo uses.
Ellos, por tendencia natural, siempre veían el mal en estos aparatos, nunca decían nada
acerca del maligno, y se guardaban muy mucho de exponer sus convicciones religiosas, pero yo
creo que veían esta tecnología como cuasi demoníaca.
pág. 23
2.
Los tres primeros años que estuve trabajando lo hacía sin parar, muchas veces sábados y
domingos, con el ansia de ganar mucho dinero para poder alquilar un pisito yo sólo. Rateaba en
todo lo que podía y no recuerdo haberme comprado casi nada de ropa o calzado en esa época.
Lo único con lo que hacía alguna concesión era con los aparatos tecnológicos que consideraba
de utilidad para mí. No estaba obsesionado con adquirir lo último de lo último, solamente lo
que me parecía mejor en mi caso, y una vez que lo tenía lo mimaba y conservaba como oro en
paño, para que me durase mucho tiempo. Me daba rabia que cambiasen de modelo de un mes
para otro sin ninguna razón de ser y que con ello las empresas que los vendían te convenciesen
de que si no era lo último no era lo mejor, aunque la mayoría de las veces sólo cambiasen el
diseño de los mismos sin aportar nada de utilidad. El agobiante consumismo de siempre.
De mis conocidos el máximo exponente del consumismo vacuo era el aprendiz del taller,
quien al cabo de dos años de trabajar refunfuñando por las tareas ingratas que le
encomendaban había ascendido a ayudante del oficial de primera. Este chico compraba todo lo
que salía en la publicidad. Si salía un anuncio en la red o en la tele, al cabo de poco tiempo él ya
lo había adquirido. Los móviles le duraban cuatro o cinco meses, al cabo de los cuales los
desechaba y compraba otro más moderno, por el mero hecho de haberse aburrido del trasto,
como él decía. Se cansaba de ver día tras día el mismo formato y tenía la necesidad imperiosa
de cambiar cada dos por tres. Este proceder era incomprensible para mí y yo le afeaba su
alocada conducta, aunque él siempre me daba sus explicaciones y porqués al respecto y
verdaderamente cuando buscas una causa para justificar tus actos la terminas encontrando:
Que si el procesador era más rápido, que si el sistema operativo era más fácil e intuitivo, que si
era de un diseño más cómodo, que si el antiguo ya no le iba bien, y mil argumentos más con los
que intentaba convencerme. Yo siempre le decía que eso era tirar el dinero e intentaba hacerle
entrar en razón, pero nunca me escuchaba.
El día que soltaron la noticia de la implantación de los nanoides en Noruega me pilló
completamente desprevenido y fue él quien me la dio casi instantáneamente tras su emisión
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por la red. No me lo podía creer. ¿Cómo era posible que la gente se prestase a semejante
desatino?
Cuanto más lo pensaba menos me cabía en la cabeza. El ayudante estaba entusiasmado,
exultante con la noticia. Quería hasta nacionalizarse noruego para que le implantasen a él
también los nanoides. Estaba convencido de que le curarían las enfermedades. Yo le
preguntaba qué enfermedades le iban a curar si estaba hecho un toro, y él me razonaba que a
lo mejor podría llegar a desarrollar algún cáncer o algo así indetectable hasta que ya fuese
demasiado tarde y que los nanoides se lo detectarían en cuanto comenzase y lo eliminarían. Yo
me reía de su inocencia y le advertía que habían explicado claramente que los trastos esos no
interactuaban con el organismo humano, pero era como predicar en el desierto. No me
escuchaba.
Durante el siguiente mes al bombazo de noticia no se hablaba de otra cosa en todas partes y
a todas horas. Los medios de comunicación y la red eran un no parar de repeticiones continuas
acerca de la grandiosidad que suponía este avance para la humanidad y del hito histórico que
nos proporcionaba. Constantemente pregonaban las bonanzas de los nanoides y la aceptación
masiva por parte de la población, que tragaba con el asunto sin rechistar lo más mínimo, la
inocuidad del sistema y los grandes beneficios que proporcionaban al convertirse el propio
cuerpo humano en emisor/receptor de datos vinculados únicamente con el propio individuo.
Era el primer sistema realmente intransferible y personalizado. Yo no le encontraba mucha
utilidad a esto y existiendo ya aparatos que te hacían lo mismo no veía la necesidad de meterse
cosas raras en el cuerpo sólo por comodidad.
Cansado ya bajo el bombardeo ininterrumpido de publicidad positiva en todo lo
concerniente al tema, pasó rápidamente el primer año de la puesta en marcha del sistema en
Noruega sin ningún incidente, pero claro, ¿quién vivía allí para saber si era verdad lo que
contaban en las noticias? Todo eran parabienes y felicitaciones por parte de los políticos
europeos quienes después de haberse asegurado el meternos por los ojos las excelencias de los
nanoides durante ese año y haber realizado ya los pertinentes sondeos a la opinión pública
para saber las tendencias de la gente, comenzaron a deslizar que después de la experiencia tan
positiva del avance noruego, varios países más del entorno estaban ya preparados para asumir
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el cambio. ¿Del entorno? Los políticos, tan ambiguos como siempre, no aclararon más en los
siguientes meses.
Yo rezaba para que España no fuese uno de esos países por dos razones principales: Me
daba pánico el meterme en el cuerpo unos bichitos ajenos a mi naturaleza y que no sabía
realmente lo que iban a hacerme, porque por mucho que lo repitieran, a mí esto no me parecía
como una vacuna con sus virus desactivados, y además había invertido ya una importante
cantidad de dinero en la dichosa pulserita para que ahora me cambiasen a un nuevo sistema
cuyo coste tendría que asumir yo de nuevo. En Noruega habían actuado con inteligencia y lo
implantaron gratuitamente durante los cuatro primeros meses, así se habían asegurado una
aceptación rápida y multitudinaria del producto, pero estaba seguro de que si lo ponían aquí
nos tocaría pagar, haciendo el canelo como siempre. Además estaba casi seguro que los
nanoides eran muchísimo más caros que cualquier gadjet externo que pudiese existir hasta el
momento. ¡Era tecnología súper avanzada!
A veces me quedaba pensando en lo torpes que somos el común de los mortales y la
facilidad con que nos engañan, simplemente con enseñarnos un caramelo que, como lleva la
ponzoña de relleno y no se ve al primer golpe de vista, nos lo comemos despreocupadamente,
agradecidos además de que nos hayan hecho la gracia de darnos uno. Bueno, qué digo de
darnos, ¡de vendernos! Encima somos tan paletos que nos gastamos nuestros caudales en lo
que a los poderes les interesa.
Durante este año mantuve frecuentes encuentros con los dos amigos del bar, a los que ya
también consideraba como amigos míos, casi cada fin de semana. Recuerdo con nitidez la
extrema preocupación que tenían el domingo siguiente al “caso 0”, como dimos en llamarle.
Les costó medio año asumir la realidad de esta brutal implantación. Ellos creían que las cosas
no avanzarían tanto como para presenciar en vida semejante descalabro de la libertad. Me lo
decían de corazón cuando expresaban su deseo de haberse muerto antes de vivir aquel infierno
en la Tierra. Era inasumible para los dos.
Cuando llegué al bar ese primer domingo había unos cuantos clientes más aparte de ellos y
un tremendo alboroto de conversaciones cruzadas y comentarios a la vez que la tele del local
atronaba la estancia por el excesivo volumen. Aquello parecía un gallinero.
pág. 26
Me encontré a los amigos en su habitual rincón, dando vueltas a sus respectivos cafés y
leyendo ávidamente los dos únicos periódicos que publicaban ya en España como prensa física,
en papel. Ya toda la información provenía de los medios digitales. Yo les ofrecía a veces mi
pantalla táctil para que leyesen a placer cualquier información mundial, pero siempre me la
rechazaban con gesto amargo y me decían: “¿Es que tú no has leído a Orwell? ¿Quién te dice a
ti que esas noticias digitales no cambian sus textos de rato en rato? ¿Cómo te ibas a acordar de
si lo que hace diez minutos era una “y” ahora es un “y además”? Por lo menos en los periódicos
escritos la impresión no se puede echar para atrás una vez publicada, lo escrito, escrito queda.
Es inmutable.” Yo me defendía diciéndoles que durante toda la historia de la humanidad los
dirigentes se las habían apañado para embaucarnos y cambiar la opinión de sus súbditos según
sus intereses, a pesar de todos los textos escritos. Y ellos, cabizbajos, me lo reconocían sin
ambages. Era cierta hasta mis última de mis palabras, y me decían que tenía más razón que un
santo.
Su postura ante semejante problema había consistido en ir siempre a la contra de lo que
salía en los medios de comunicación. Que decían los mandamás que los pantalones blancos
eran lo mejor para la salud, pues ellos se los compraban negros ipso facto. Yo nunca entendía la
razón de ir siempre a la contra de cualquier consejo público que la mayoría de las veces me
parecían muy inocentes y ellos me decían entonces: “¡Qué se fastidien! Así por lo menos su
empresa de hilos blancos, que seguro que tiene una, o es accionista o consejero de ella, o su
hermano o su primo, no se enriquecerá con mi dinero.” Yo contestaba que seguramente
también tenían compradas las empresas de fabricación de hilos negros y demás gama
cromática, y entonces ellos sonreían, me daban palmaditas en la espalda y me felicitaban por
mi evidente evolución en mis pensamientos conspirativos, y me recordaban que al principio me
mofaba de ellos y de sus pesimistas teorías.
-Ya te has infectado con el virus de la conspiración. ¡Uno más para el club, Félix! –Me decía
Ramón sonriendo y dándome golpecitos en el hombro sin cesar. –Ya tenemos aquí a la nueva
generación pensante… ¡Mírale! Un nuevo conspiranoico en la familia… ¡Ay! –Suspiraba
entonces y hacía el teatro de enjugarse las lágrimas de los ojos con las manos mientras sonreía.
-¡Ay! Es que hasta se me saltan las lágrimas de la emoción y todo. –Me decía burlándose de mí.
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Como les vi aquel día tan enfrascados en la lectura no les quise interrumpir. Me senté cerca
de Ramón, pedí el desayuno al chico y me puse a leer su periódico conjuntamente con él. Como
no podía ser de otra forma el periodista que firmaba el artículo estaba completamente a favor
de los nanoides y se quejaba amargamente de lo poco evolucionados y tercos con respecto a
los cambios que éramos los españoles, no sin antes haber expuesto la infinita cantidad de
beneficios que tenía este avance y que se podían reducir a tres: Localización, simplificación de
trámites de todo tipo y salud.
Cuando terminé de leer el texto levanté la cabeza y no pude por menos que exclamar
indignado:
-Pues vaya una mierda, ¿y esto es la panacea de la humanidad? ¿Esto es lo que nos va a
hacer evolucionar hacia un estado superior de bienestar? ¡Pero si hace exactamente lo mismo
que mi pulsera! ¿Y este es el invento tan fantástico que las empresas de nanotecnología han
desarrollado? ¡Esto es un timo en toda regla, hombre! Nos están engañando como a chinos.
Yo manoteaba mientras expresaba mi frustración y Félix y Ramón me miraban con una
media sonrisa de disgusto que no podían disimular. Estaban realmente preocupados. Este
abuso flagrante contra la libertad de la población les había hundido en la miseria. Desde que
saltó la noticia a la luz realmente se sentían impotentes, más que nunca. Se veían como
hormiguitas intentando levantar la suela del zapato que las ha aplastado contra el suelo sin
darles opción a escapar. Aquello era imposible de combatir. ¿Cómo hacerlo? Se veían incapaces
hasta de formular sus ingeniosas hipótesis porque esta vez no les servirían para avanzar en
contra de esto. No vislumbraban ni siquiera un rayito de luz por el que comenzar a pensar, al
que aferrarse para urdir un plan a la contra. Se sentían cansados. Cansadísimos de luchar
alocadamente contra aspas de molino inabarcables. Se rendían ante la evidencia del triunfo
final de las élites dominantes contra los subordinados indefensos.
La misma historia de la humanidad repetida en un bucle sin fin desde el principio de los
tiempos. Alguien manda y alguien obedece. El que manda tiene la suficiente inteligencia, o
ansia de poder, o audacia, o necesidad o temperamento o se encuentra con la oportunidad
para hacerlo o mil cosas más que le encumbraban a ese estamento, y el que obedece tiene la
suficiente desidia, o pasotismo, o indefensión, o desinformación, o apocamiento intelectual o
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físico, o mala suerte de haber nacido en ese momento y lugar, o también mil cosas más que le
hunden en el fango.
Durante ese primer año posterior al “caso 0”, exceptuando el buenismo que pregonaban
desde los medios oficiales y oficialistas, corrían todo tipo de rumores e informaciones confusas.
Eran especulaciones más o menos creíbles que se formaban y deshacían con la misma rapidez
que las nubes de una tormenta de verano. Los dos amigos eran de los especuladores más
activos una vez pasado el disgusto inicial. Cada fin de semana tenían un nuevo argumento con
el que se entretenían.
En honor a la verdad los seis primeros meses fueron de un aturdimiento generalizado para
ellos. No salían de su pesadumbre. Estaban en shock y no conseguía activarlos de ninguna
forma, por más que intentaba animarlos semana tras semana. Se quedaron como hibernando
en su estupor.
Yo les contaba los pocos comentarios negativos que surgían en el trabajo para que se
entusiasmasen de nuevo, pero lo cierto era que casi todo el mundo estaba bastante convencido
del beneficio del nuevo sistema. La gente con la que yo tenía contacto se creían a rajatabla lo
que emitían por la tele o lo que colgaban en internet, sin cuestionarse para nada el porqué de
este cambio. Las pocas veces que me atrevía a insinuar el pisoteo que suponía que te metiesen
por todo el cuerpo estos agentes ajenos con los que podrían en un futuro controlarte a
voluntad, aunque es cierto que jamás hubiesen hecho ni un pequeño comentario al respecto
los dirigentes y las empresas comercializadoras, se reían de mí, tal como hacía yo un par de
años atrás de mis amigos conspirativos, y me ridiculizaban al tiempo que intentaban hacerme
entrar en razón convencidos de que cuando se habían atrevido a dar este gran paso para la
humanidad después de haber invertido tanto tiempo y dinero en las investigaciones, era
porque suponía un bien para el hombre. Algunos admitían que seguramente al principio habría
fallos técnicos, como ocurre siempre con las máquinas nuevas, pero que con el tiempo todo se
solucionaría. Por eso también muchos de mis conocidos se alegraban de que el conejillo de
indias fuese Noruega porque allí la población era más responsable. ¿Y eso de dónde se lo
sacaba la gente?
Cuando me daban ese argumento, me venía a la memoria un compañero de intercambio que
tuve el primer año de universidad que era japonés. Me contaba divertido que sus abuelos la
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primera vez que viajaron a España en su luna de miel, lo hicieron a Barcelona, y se quedaron
sorprendidísimos porque los españoles no íbamos vestidos de flamencos ni bailábamos
sevillanas por las calles… ¿Bailar sevillanas por las calles? ¡Tipical spanish! Pues lo mismo con
los pobres noruegos, tienen colgado el sambenito de serios y, digo yo, que habrá de todo, como
en botica.
Se llegaron a oír las especulaciones más raras con respecto a este sistema y a sus
consecuencias a lo largo de ese primer año. En la red había unas cuantas opiniones marginales
de tipo negativo que eran totalmente contrarias a este cambio. Pero el 95% eran opiniones
favorables. Ya se habían preocupado muy bien de atascarnos de la consabida publicidad y de
tildar a los pocos opositores de antisistema, esquiroles y terroristas antitecnología. Yo ya me
encontraba en este grupo de los opositores. Cada día que pasaba, no sé si por la influencia de
mis amigos o porque realmente empezaba a comprender la magnitud de esta liquidación de las
libertades, me volvía más contrario.
Además pesaban mucho en mi parecer las pocas noticias en contra, o más bien
especulaciones que trascendían al común de los mortales. Se oía de todo: Que si habían
implantado los nanoides para controlar al individuo física y emocionalmente obligando al
organismo a producir o dejar de producir cierto tipo de hormonas y encimas, que si podían
incluso influir en el pensamiento humano ya que, a pesar de lo predicado, los nanoides sí que
interactuaban con el organismo cuando y como ellos querían, que si estaba permanentemente
localizada tu persona y tu vida privada extraída mediante la información de los nanos y
almacenada en infinitas bases de datos que manejaban los dirigentes para todo tipo de fines
ajenos a tu voluntad, que si había un sector de la población que había fallecido por causa
directa de los nanoides al haberles producido una reacción adversa y un fallo generalizado de
todos sus órganos vitales, que si servían exclusivamente para que los sujetos que los tenían
enfermasen constantemente para gastar dinero en sanidad, que si había muchos poderosos
que, por supuesto, no se los habían implantado, que si podían leer tus pensamientos y
controlar tus sueños y tu vigilia sin que tú fueses consciente de nada de ello… y un sinfín más de
teorías y bulos, de los que supongo que bastantes serían falsos.
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Pero una vez que hace mella en ti uno de ellos, tan sólo uno, la duda te corroe y te mina la
entereza de tus anteriores convicciones y te empiezas a cuestionar todo lo que antes habías
reconocido como cómodas verdades inmutables.
Eso fue lo que me pasó a mí durante esos meses. Fui carcomiéndome cada vez más y más y
en cuanto salía a colación el tema en cualquier situación, yo ya me ponía indefectiblemente a la
contra. Con Félix y Ramón era muy cómodo porque no tenía que luchar con ideas diferentes a
las mías. Ellos me superaban con creces en poner en duda cualquier argumento que les llegaba.
A medida que pasaban los meses nos enterábamos de más cosas, tales como que la tan
pregonada voluntariedad del sistema era casi obligatoriedad, ya que el que no se implantaba
los nanos no podía existir legalmente, no podía trabajar o estudiar, no tenía acceso a la sanidad
de ningún tipo, ni siquiera pagando, no se podía hacer ningún trámite burocrático si no los
tenías… y un largo etcétera que, al fin y al cabo, obligaba a la población. ¡Es que no podían
acceder ni al metro si no los tenían! Además se habían encargado rápidamente de aprobar
leyes para disuadir a los que no estaban dispuestos a doblegarse ante este abuso.
Con la perspectiva que me han dado los años, yo creo que los oligarcas fueron cautos y
listos, como siempre, e implantaron los nanoides en un país bastante tecnificado y con muchos
avances sociales, para que les resultase más fácil, además de legislar todo lo posible al respecto
en ese país para que el que se opusiese a los nanos se convirtiese en un “nanoterrorista”. Era
como habían dado en llamar a las personas que luchaban más activamente en contra de estos
trastos y, aunque no usasen de la violencia para ello, les habían aplicado este calificativo para
amedrentar al resto de la población sumisa.
Después de estudiar los aciertos y los fallos en este país, fueron extendiéndolo a varios más
adecuando la legislación y los beneficios que adquirías al pasar por el aro e inocularte esos
bichitos.
Por medio de mis amigos tenía acceso a alguna información a la que el común de los
mortales no podía llegar. Los “grupos” de los que formaban parte habían contactado con los
activistas noruegos totalmente contrarios a los nanoides. Algunos de ellos habían logrado salir
del país a tiempo y estaban diseminados por toda Europa, habiendo llegado algún que otro
hasta Oriente Medio, incluso. Aunque el sistema era pretendidamente voluntario, ellos sabían
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que al estar rotundamente en contra, de seguir en el país hubiesen pasado a formar parte de
los nanoterroristas, así que por lo menos habían escurrido temporalmente el bulto sobre la
legislación vigente allí. Por medio de ellos nos enteramos de que los noruegos que trabajaban
en el extranjero habían sido obligados a regresar a la patria para implantarse los nanos si
querían seguir trabajando, claro. Y a los que estaban fuera de vacaciones o por cualquier otro
motivo, les habían esperado en aeropuertos y vías de entrada y salida del territorio para
“escoltarles amablemente” hasta que se habían implantado los nanos. “Es por su seguridad”,
les convencían, “Existen nanoterroristas que aún no tienen integrado el sistema y que
secuestran a los ciudadanos que no han podido, por diversas circunstancias, implantárselo aún,
para chantajear al estado y pedirnos dinero a cambio de su liberación. Incluso alguno de los
secuestrados ha corrido un serio peligro de muerte”. Claro, si te dice esto un tío de dos metros
vestido con uniforme y con el arma reglamentaria encima, lo que menos te imaginas es que te
está mintiendo como un bellaco. ¡Te quedas tan convencido de que lo que quiere es
protegerte! Así encaminaban hacia el redil sutilmente a los que aún dudaban acerca de los
nanos. Si no te garantizaban tu seguridad a no ser que los lleves puestos entonces no te la estás
jugando, te pones encima cualquier chisme que te propongan. He llegado a pensar que la
mayoría de los agentes de seguridad no tenían ni idea de que mentían a los ciudadanos. Ellos
estarían convencidos de que en realidad estaban protegiendo a la gente y defendiéndoles de
los nanoterroristas.
Félix y Ramón llevaban bastante en secreto lo de sus “grupos” y nunca me contaron
exactamente a qué se dedicaban y cómo. No sabía si eran meros pensadores especulativos o
tenían alguna facción que se encargaba de ejecutar esas especulaciones y llevarlas a la práctica.
Suponía que sí, porque cuando entrábamos demasiado en el tema del “caso 0”, al llegar la
conversación al punto controvertido de qué se podría hacer si los nanos llegaban a España, se
salían por la tangente y no me concretaban nada. Yo tampoco les presionaba al respecto
porque aún no teníamos el problema en nuestro país, pero mucho me temía que al final lo
acabarían trayendo, como así ocurrió.
Cuando pensaba en el asunto me consolaba convenciéndome a mí mismo de que el ingenio
humano es infinito y que, a pesar del aborregamiento generalizado de la población, los
españoles sabríamos hacer frente a este problema con la vocación donquijotesca que en el
fondo siempre hemos tenido. Me equivoqué.
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Habían pasado ya casi los dos años del “caso 0” y la gente parecía haber asumido ya que los
nanoides eran un avance lógico y que sería un beneficio para toda la población mundial.
La hecatombe a favor de esta idea se desató con fuerza cuando los nanos fueron
implantados en Austria, Alemania, Islandia y China. El gigante asiático se unió al boom
tecnológico y obligó directamente a todos sus ciudadanos a implantárselos, sin darles opción a
otra cosa. Eran ciudadanos de China, tenían obligación de llevarlos, y si no, que no hubiesen
nacido allí. Al principio algún que otro país europeo como Francia se quejó oficialmente de la
obligatoriedad de esta medida en aquel lugar. ¡Serán hipócritas los oligarcas! Por los menos los
chinos habían tenido el suficiente valor de recortar las libertades abiertamente, sin tener que
dar explicaciones y revoloteos ambiguos acerca de la verdad del sistema, como si de polillas
que vuelan incansables alrededor de la verdad sin acercarse jamás a ella porque les abrasaría.
Este sistema se había puesto para tener bajo control a sus ciudadanos y que la delincuencia y la
anarquía no se apoderasen del país. Ese último año la tan temida crisis financiera que había
asolado a los países del primer mundo, evaporando de un plumazo la ilusión de tener una clase
media con un poder adquisitivo respetable, había hecho mella en el gigante asiático, y se había
empezado a desmoronar su economía y sus esquemas sociales. La delincuencia había
aumentado hasta unas cotas insospechadas en oriente, sobre todo los robos con asesinato. Los
ladrones, sin miramiento alguno, atacaban directamente a sus compatriotas más enriquecidos,
los mataban y se llevaban todo lo que podían en poco tiempo. Esa fue una de las razones que
habían hecho públicas los dirigentes chinos para implantar los nanoides. Esa era la pública, del
resto de razones nada decían, algún que otro argumento vago como en el resto de Europa, tal
como que así podían garantizar la seguridad de sus habitantes.
En el resto del mundo la nanotecnología había corrido suerte dispar. Los canadienses se
negaron en rotundo a aplicarla, no así los estadounidenses que ya habían hecho pública su
intención de asimilar este avance en un futuro no muy lejano. También los pusieron con
carácter voluntario en Argentina, Chile, Uruguay y Cuba. El resto de países hacían promesas
inconcretas acerca de la implantación de esta nueva tecnología en sus respectivos territorios,
vinculando siempre ésta a un avance inexorable de la evolución humana. África, curiosamente
uno de los continentes más pobres, si no el que más, había implantado el sistema en su
totalidad. ¿De dónde se habían sacado el dinero para poder hacerlo? Yo creo que no habían
explicado nada a su población. Lo habían hecho sin más.
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Yo me quebraba la cabeza discurriendo sobre esto y mis amigos me advertían de que el
dinero, tal y como lo conocemos hoy, es un ente ficticio, digital, que no es respaldado por nada
y que se crea de la nada con bastante facilidad por aquellos plutarcas que tienen el suficiente
poder y medios para hacerlo. Yo ya por aquel entonces empezaba casi a creérmelo todo. El
virus de las ideas conspirativas había calado muy hondo en mí, y mi paranoia ante la inminente
ejecución en España de este diabólico plan aumentaba exponencialmente a medida que
pasaban los meses.
Aquella tibia esperanza de que aquí nos libraríamos de esta lacra se había borrado por
completo de mi espíritu y había sido reemplazada por un pesimismo descorazonador que me
hundía en una desconfianza generalizada hacia el género humano. No veía resistencia por
ningún lado. Nadie luchaba contra aquello que a mí me parecía claramente un flagrante abuso
ante la libertad humana. Es cierto que aún conservábamos el libre albedrío, la capacidad de
elegir entre el bien y el mal, pero ¿y los que ya tenían corriendo por sus venas a los nanoides?
¿Y esa pobre gente, aún conservaría su capacidad de elegir libremente ante el bien y el mal, o
realmente su espíritu y su razonamiento se veían influidos por esa aberrante tecnología? Me
hacía a menudo estas preguntas junto con otras muchas de este cariz y se las exponía
frecuentemente a Félix y Ramón para debatirlas. Ellos, apesadumbrados, coincidían conmigo en
que casi con toda seguridad la manipulación del ser humano a nivel psicológico sería total.
¿Para qué molestarse si no en implantarlo a escala mundial con tanta premura? Quizás durante
los primeros años no dejarían que se notase tanto la incapacidad de tomar decisiones de los
humanos “modificados” por la inoculación de los trastos, pero a la larga, cuando todo el mundo
los tuviese en su organismo no quedaría nadie sobre la faz de la tierra para notar la diferencia.
¡Era aterrador!
En esos meses que pasaron volando, la nanotecnología había evolucionado
vertiginosamente. Los nanos tenían ahora la capacidad de autorrepararse, y posteriormente la
de autorreplicarse mediante la inoculación de componentes básicos que les metían para tal
efecto periódicamente a la gente que los tenía ya en el organismo. Así si alguno se estropeaba o
desaparecía del organismo sería reemplazado por otro. Este era el método que usaban para
que las madres embarazadas les pasasen suficientes artilugios a sus hijos, sin necesidad de la
mediación de terceros, o si alguien sufría algún percance con pérdida de sangre, entonces se
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podrían autorreplicar para mantener la cantidad necesaria de ellos dentro del cuerpo. Todo
esto, claro está mediante el consabido desembolso económico que conllevaba.
La economía Europea empezó a subir desorbitadamente ante la demanda masiva de esta
tecnología ya que la mayoría de patentes y empresas fabricantes radicaban en ella. Y como
siempre que sube la economía, empezó la gente a dispendiar el dinero más alegremente y ya
no se preocupaban mucho de los gastos que suponían los nanoides porque podían hacer frente
a ellos con holgura y, además, en la práctica de la vida diaria les suponía una tremenda
comodidad el llevarlos porque ya casi cualquier trámite era irrealizable si no eras portador. Se
habían ocupado muy bien en los dos primeros años en atar todos los cabos sueltos y con cada
país nuevo que los adquiría se perfeccionaba la técnica de su implantación para que no quedase
nada al azar.
En los meses previos a la implantación en España allá por marzo del 2022, se respiraba en el
ambiente una cierta expectativa y nerviosismo con respecto al cambio tremendo que se nos
avecinaba cuando por fin hicieron pública la noticia de su adquisición aquí. La gente hablaba y
hablaba sin cesar acerca de cómo sería el cambio y si habría un tiempo de transición para poder
adaptarse cómodamente.
Comencé durante ese tiempo a acudir al bar con más asiduidad para ver a mis dos amigos,
quienes a pesar de su aparente tranquilidad de cara a la galería, estaban muy nerviosos, como
todo el mundo. A pesar de que en el taller tenía que trabajar muchas horas, siempre intentaba
pasarme dos o tres veces por semana por allí y charlar con ellos. Cada vez que les veía tenían
una nueva hipótesis o noticia de primera mano que conseguían a través de sus grupos. Pero no
de esas noticias que se transmitían por los medios de comunicación, no, eran noticias reales,
testimonios de gente que había sufrido en sus personas las contraindicaciones de los nanos.
Supimos de un caso en especial que ocurrió en Noruega y que me llamó la atención. Era un
hombre de unos cincuenta años que se había visto casi que obligado a meterse los bichos por
motivos laborales y que había escrito su propia experiencia para intentar darla a conocer a todo
el mundo, aunque en realidad sólo circulaba entre los grupos antinanoides.
Al principio, cuando este hombre se inoculó los nanos, todo iba como la seda, incluso se
alegraba de habérselos puesto porque le simplificaban mucho la vida, le concertaban citas con
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el médico cuando detectaban algún problema de salud, le hacían trámites de todo tipo sin que
tuviese que molestarse en desplazarse ni en aportar ningún tipo de documentación, ¡hasta le
gestionaban la compra y se la hacían llegar a casa sin que él siquiera lo supiese! Pero al cabo de
seis meses, cuando más feliz estaba, cuando creía que había alejado de su vida cualquier
preocupación y se había compenetrado al 100% con sus nanoides, comenzó a sentir por todo el
cuerpo una serie de picores insufribles. No le picaba la piel en sí, él explicaba que le picaba
“bajo la piel”, en las entretelas, como él las llamaba, y se desquiciaba porque por más que se
rascaba no podía aliviarse. Creyó en un principio que era algún tipo de alergia, pero le
extrañaba que los nanos no le hubiesen concertado ninguna cita con el médico. Así que, al cabo
de esperar y padecer durante una semana para ver si los trastos consideraban suficientemente
grave su dolencia como para mandarle al médico, se fue sin cita previa porque era imposible
concertarla de ninguna otra manera que no fuese por medio de ellos.
Al llegar a la clínica tuvo casi que pelearse con el vigilante de seguridad porque no quería
dejarle entrar sin la cita. Después de discutir mucho con él y de casi llorar por el sufrimiento
que venía arrastrando desde hacía días, el guarda consultó primero con una enfermera que no
quiso saber nada del paciente porque no tenía cita. Ante la insistencia del pobre hombre
consultó directamente con un médico que decidió atenderle más que nada por la curiosidad
que le suponía la afección que le había explicado el guarda.
Nada más entrar en el despacho del médico éste le hizo al paciente leerse una declaración
jurada en un dispositivo táctil en la que se reflejaba que se hacía completamente responsable y
eximía al centro de salud de lo que le sucediera en la consulta y durante todo el tratamiento
prescrito por el profesional ya que había acudido a la clínica sin la cita previa concertada por los
nanoides, y esto suponía que no disponían de los datos biométricos correspondientes que ellos
transmitían al concertarlas. El hombre levantó la vista con cara de pavor cuando terminó de
leer e interrogó con la mirada al médico. Este le extendió el lápiz óptico y le dijo que antes de
comenzar tenía que firmar la exención de responsabilidades al centro médico.
El paciente, acuciado por el sufrimiento que soportaba, y casi con lágrimas en los ojos por la
impotencia que notaba, cogió el lápiz y con mano temblorosa, casi convulsa, firmó el
documento. Una vez hecho lo soltó y devolvió a la mesa con cara de susto, pero aliviado a la
vez porque por fin iban a poner fin a su sufrimiento.
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El médico entonces comenzó con un interrogatorio rutinario acerca de sus síntomas y del
tiempo que hacía que los sufría, así como de sus hábitos de vida, las comidas, el descanso
nocturno, etc. Después de estas preguntas y de una somera exploración ocular del paciente, el
médico determinó que los picores que sufría se debían a una reacción alérgica generalizada a
los productos fitosanitarios por exposición continuada de los mismos, y de los cuales el
paciente era representante y vendía por todo el país, llevando muestras a los clientes que lo
solicitaban.
Le recetó unas pastillas y le explicó que no le podía dar la baja laboral por una semana para
que se alejase de los químicos que le producían la reacción ya que no tenía cita previa, y ese
tipo de solicitud sólo se podía tramitar por medio de los nanoides.
El hombre, se quedó estupefacto ante las conclusiones del sanitario, cogió tímidamente su
receta y se fue de allí con la sensación de que aquél no había sido un buen diagnóstico.
Estuvo tomándose la medicación durante cuatro o cinco días y los síntomas de picazón
fueron desapareciendo poco a poco, con lo que no comentó nada en el trabajo al respecto, en
parte porque no podía tramitar la baja temporal aunque quisiera, y en parte porque le daba
vergüenza el fracaso de sus nanoides. Había llegado a considerarlos como parte constituyente
de su ser y este fallo en la detección de su dolencia por parte de ellos se le representaba como
si fuese él mismo el que tuviese una tara.
Cuando terminó la caja de pastillas a los siete días los picores desaparecieron por completo,
pero al poco tiempo volvieron de nuevo, ésta vez con más fuerza. Le picaban sobre todo los
brazos y las manos y se rascaba con saña hasta provocarse heridas. Cuando esto ocurría el picor
se le calmaba y aunque éstas le dolían no sentía picazón. Prefería el dolor al picor incontrolado.
Uno de los días que se estaba despellejando vivo al rascarse el antebrazo creyó divisar un hilillo
azul debajo de la zona que le picaba. Lo veía allí, retorcido bajo la piel, como si de un parásito
asqueroso se tratase. Cogió una lupa que le regaló su padre cuando era niño y se examinó el
brazo con más detenimiento. No era sólo que tuviera una especie de hilo bajo la piel, era que
tenía otros más tenues y menos evidentes a primera vista de colores amarillo y rojo.
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Se asustó mucho y se fue corriendo al mismo centro médico donde había estado hacía unos
días con la caja de pastillas ya vacía y la receta que le habían extendido allí porque estaba
convencido de que aquello era un efecto secundario de la medicación que se había tomado.
Estaba tan aterrado cuando llegó que el vigilante de seguridad estuvo en un tris de reducirle
y tirarle al suelo para esposarle. El hombre no era capaz de articular palabra y sólo le mostraba
los hilillos del antebrazo mientras unos lagrimones tremendos le corrían por las mejillas y
babeaba y moqueaba, incapaz de contener su desesperación.
El vigilante al ver aquello le condujo inmediatamente a una sala apartada y completamente
blanca en la que sólo había unas sillas por toda decoración. Ni siquiera ventanas, sólo unos
respiraderos que proporcionaban ventilación.
No pasaron ni diez segundos cuando se presentaron dos médicos para examinarle. El
hombre les tendió la caja de pastillas vacía y, compungido aún por el susto, les explicó como
pudo su situación. Eran evidentes hasta para él las miradas cómplices que se dedicaban los
médicos a medida que les contaba los detalles de su historia. Aunque intentaban poner cara de
póquer se podía advertir su evidente preocupación.
Cuando terminaron de examinarle detenidamente el brazo, le dijeron que se esperase allí
unos minutos, que vendría un celador para trasladarle a otra planta ya que tenían que hacerle
más pruebas. El hombre asintió y se quedó más tranquilo, sentándose a esperar al lado de la
puerta.
Los médicos no la habían cerrado bien y a través de un mínimo espacio que quedó abierto
podía escuchar con claridad su conversación que parecía más bien una discusión acalorada. El
más joven le decía al mayor que era uno de esos pacientes incompatibles y que se debía
mandar al nivel tres, para descartarlo, y el otro, muy ofendido le contestaba casi gritándole que
era recuperable y que le mandarían al nivel uno. La discusión cada vez subía más de tono
porque cada cual se había enrocado en su posición, hasta que el mayor terminó cediendo y le
dijo al otro: “Es bajo tu responsabilidad, que quede claro. La eliminación del paciente es bajo tu
responsabilidad. Yo no quiero saber nada de este asunto.” Y se fue de allí altivamente.
El hombre se quedó de piedra al oír la palabra “eliminación” relacionada con él y le entró un
pánico mezclado con estupefacción tal que no sabía cómo debía actuar. Se asomó con cautela
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por la puerta y vio el pasillo desierto, hecho que aprovechó para escabullirse hasta la salida y
después conseguir franquear la puerta al camuflarse entre un grupo de pacientes que salían en
aquel instante. El guardia de seguridad estaba charlando con la recepcionista y no les prestó
atención.
Despavorido corrió a refugiarse en su casa para pensar qué iba a hacer. Al llegar, vio a dos
policías en la puerta del edificio y le metió en la cafetería de enfrente para esquivarlos.
El cerebro le bullía, como una olla de agua hirviendo, emitiendo ideas sin cesar, posibles
salidas a su encerrona, la mayoría descabelladas, como las huídas aparatosas de las películas de
acción a las que era aficionado. Hasta había pensado en entregarse mansamente alegando la
perturbación transitoria de sus facultades mentales al creer que le iban a matar debido al fallo
de sus nanoides. ¿Y si era así? ¿Y si realmente estaba paranoico y había entendido mal las
intenciones de los médicos? Aquel hombre se hacía estas preguntas y valoraba mentalmente
una y otra vez las palabras que había escuchado a los sanitarios, poniéndolas del derecho y del
revés para ver si venía a su cerebro una nueva luz con la que salir de su situación. Los policías
de su edificio, recibían mientras tanto instrucciones y comenzaban a mirar alrededor, hacia
todos los locales y demás portales de su calle.
Las gotas de sudor corrían por su frente al tiempo que movía la cucharilla histéricamente
dentro de la taza de café que había pedido y que estaba ya medio desparramado en el plato
por el brío de los movimientos.
Era una situación angustiosa y no sabía cómo reaccionar. No sabía si salir y entregarse, no
sabía si salir y escabullirse disimuladamente, no sabía si salir y echar a correr, no sabía si
quedarse sentado hasta que los policías le encontrasen… ¡No sabía nada de nada! Su cerebro
estaba bloqueado por el terror que le suponía el sentirse como un delincuente sin haber
cometido en realidad ningún delito. Y sin embargo, allí estaba, huyendo como un fugitivo
peligroso.
Se bebió lo que quedaba de café mecánicamente. No tenía que pagar porque los nanoides lo
habían hecho por él al realizar el pedido. ¿O no era así? ¿Y si ya no funcionaban bien o medio
bien? Al fin y al cabo no le habían concertado cita con el médico cuando comenzó el picor… ¿Y
si tampoco podían ya ni hacer esa sencilla gestión? Entonces se irían acumulando en su
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expediente más y más delitos, sin haber él querido hacerlos. ¡Y no tenía ni siquiera dinero para
pagar en ese momento! Ya casi no había dinero por las calles y dudaba si la joven camarera
tuviese dinero en efectivo en la caja.
Consideró si no estaría ya paranoico. ¿Quién le decía a él que aquellos policías estaban
esperándole? ¿Cómo se le había llegado a ocurrir una idea tan estúpida? Ahora dudaba
seriamente si aquella conversación que había oído a los médicos no la había sacado de
contexto y la había interpretado mal debido al sufrimiento que padecía por aquellos terribles
picores. En ese mismo instante, mientras aquellas ideas bullían en su cabeza a la velocidad del
rayo, se rascaba inmisericordemente un brazo que dejaba traslucir aquellos hilillos…
Le picaba tanto que ya no le importaba hacerse heridas y sangrar por ellas a la vez que se
ponía en carne viva la zona. Así por lo menos desaparecía el picor.
La camarera jovencita ya estaba empezando a mirar con un poco de aprehensión a aquel
señor tan raro al que le corrían chorretones de sangre brazo abajo. Pero él no se daba cuenta,
estaba absorto en su disquisición mental, hipnotizado con la figura de los agentes que
empezaban a caminar entonces hacia la cafetería tras haber recibido órdenes a través de sus
transcomunicadores.
El sudor le caía ahora copiosamente de su frente y se rascaba sin pensarlo más y más el
brazo, convertido éste ya en una alegoría a una película de cine gore.
Cuando los policías estaban en mitad de la calle, entró un hombre de unos treinta años en el
local, se acercó con paso presuroso hasta él y le dijo: “Si quiere vivir, si quiere que no le
eliminen, venga conmigo.” El hombre miró con ojos de incomprensión a aquella cara que
reflejaba una seguridad inquebrantable, hizo un mohín de duda y entreabrió los labios pero no
dijo nada. El hombre más joven le apremió de nuevo, agarrándole por el brazo e intentando
impulsarle para que se pusiese en pie a la vez que le repetía: “Si quiere vivir, venga conmigo.
¡Pero rápido, no hay tiempo!”
Aquella orden tuvo el efecto deseado y el afectado se levantó de repente sin pensárselo
más. Aquel hombre le transmitía tranquilidad y había decidido dejarse llevar. Estaba cansado de
discutir hipótesis en su cerebro sin llegar a ningún puerto.
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Sin dar lugar a reaccionar a la joven camarera que se quedó paralizada con los ojos como
platos, ambos atravesaron la cafetería y se colaron por la puerta que había detrás de la barra,
justo en el momento en que los dos policías traspasaban el umbral de la puerta principal.
Allí había un cuartucho que hacía las veces de almacén y vestidor para los empleados y que
tenía una puerta que comunicaba con el portal del edificio trasero, con lo que desembocaron
directamente en la calle de atrás.
Un coche estaba esperando mal aparcado en la acera. El joven abrió rápidamente la puerta
trasera y de un empujón introdujo al hombre en el habitáculo, gritándole al conductor que
arrancase al tiempo que él se sentaba al lado precipitadamente. Con el estrés de la huída el
hombre no había reparado en el detalle de que aquel coche no es que fuese viejo, es que era
viejísimo, por lo menos tenía cincuenta años, y estaba medio destartalado, pero el motor
sonaba muy bien y le pareció rápido como un fórmula uno. Tampoco se dio cuenta de que la
matrícula del morro no coincidía con la trasera y de que todo el interior, exceptuando los
asientos, estaba recubierto con una especie de enrejillado de cobre.
Una vez se hubieron alejado unas calles de allí y el ambiente se hubo relajado algo, el joven
se quitó la gorra que llevaba calada desde un principio y le tendió la mano amablemente
mientras se presentaba.
-Hola Heimdal, me llamo Stein, y él es Eric. –Dijo señalando al conductor.
-¿Nos conocemos? –El hombre aún fatigado por lo imprevisto de su situación le miraba con
ojos alarmados, rebuscando en su memoria una cara como aquélla.
-Aún no personalmente, pero hace una semana que su expediente me ha llegado. Estaba
esperando este momento desde entonces para entrar en contacto. He de decir que nos ha
facilitado enormemente las cosas al salir por su propio pie del centro de salud, ya nos veíamos
asaltándolo, ¿verdad, Eric?
Los dos jóvenes sonreían ante la gracia. Después de la fugaz presentación el joven le pidió
que se tranquilizase, que ellos sólo querían ayudarle con su problema. Eran una asociación
clandestina de afectados por los daños colaterales que provocaba la nanotecnología.
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-Tiene gracia el asunto, ¡daños colaterales! Ya no somos ni personas, ¿verdad, Eric? –Le
gustaba por lo visto aquella muletilla. –Ya sólo somos daños colaterales. Vamos, totalmente
prescindibles para ellos.
El hombre seguía mirándole con expresión atónita, totalmente perdido, sin comprender
nada de nada. El joven le siguió explicando que había muchos más casos de personas como él a
los que los nanos habían provocado una reacción adversa irreparable, y la única manera que
tenían de silenciar este tipo de casos era por medio de la eliminación de los sujetos ya que,
hasta la fecha, no habían sabido reparar estos fallos.
Al oír la palabra “eliminación” de labios de aquel joven el hombre dio un bote en el asiento.
-¿Eliminación?... Eso fue lo que yo oí a los médicos hablar sobre mí… ¿Entonces no me he
vuelto loco? –Arqueó las cejas al decir esto.
-¡Pues claro que no, hombre! Qué vas a estar loco. Esa fue la palabra mágica que escuchaste
a aquellos sujetos. Mira, como queda aún media hora de camino te voy a explicar tu caso.
El joven le explicó durante el trayecto que a los pocos meses de la implantación de los
nanoides éstos habían empezado a dar problemas en algunos de los sujetos que formaban
parte de un pequeño porcentaje de la población. Los fallos eran diversos, dependiendo de la
persona, pero el que le había ocurrido a él era el más generalizado, salvo por la manifestación
de sus síntomas externos, que en su caso eran excepcionales. El organismo en estos sujetos
resistentes a los nanos no veía con buenos ojos aquel intrusismo a pesar de los sistemas anti-
rechazo que llevaban los nanos incorporados. Entonces intentaba atacarlos envolviéndolos en
una capa de tejido, que en la mayoría de los casos era grasa y que los reunía a muchos de ellos
en una especie de pelotita adiposa, parecida a las del colesterol, que recorrían el torrente
sanguíneo.
Los nanoides, claro está, intentaban defenderse como podían, y fabricaban una serie de
tubitos con las fibras corporales con los que intentaban atravesar las membranas que les
aprisionaban y salir a través de ellos, creando al mismo tiempo un sistema vascular alternativo
por el que poderse mover.
Esta reacción era un ciclo sinfín, y una lucha constante entre el organismo y ellos. En la
mayoría de los casos, si este proceso se alargaba mucho en el tiempo, el humano era el que
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terminaba perdiendo la batalla, generalmente por algún tipo de fallo circulatorio tipo infarto,
embolia o ictus. Los médicos habían detectado ya este problema hacía tiempo y recetaban a los
pacientes el mismo tipo de medicación que a los enfermos del corazón, pero esto sólo
funcionaba durante un corto período de tiempo porque en el organismo se producía el efecto
rebote y empezaba a fabricar pelotitas de nanoides con más rapidez, para intentar deshacerse
de ellos.
En la mayoría de los afectados todo este proceso comenzaba con una serie de dolores
musculares y sensación de pesadez en las extremidades, así como sufrir cosquilleos en las
mismas por riego insuficiente. Los nanos, al estar encapsulados, no pueden realizar su trabajo
con eficacia y muchas veces eran incapaces de detectar e informar acerca de este problema,
por lo que cuando este tipo de casos llegaba a los centros de salud ya solía ser demasiado tarde
porque los nanoides estaban seriamente dañados al haber impedido estas cápsulas tan
sabiamente fabricadas por el organismo que se autorreparasen.
Al principio, cuando detectaron este problema, el tratamiento utilizado era hacerle al
paciente una especie de diálisis experimental que separaba los grumitos de grasa del resto de la
sangre. Entonces le recetaban al afectado un fuerte cóctel de medicamentos para mejorar el
sistema circulatorio e intentar impedir que se formasen estos depósitos de tejido y le volvían a
introducir en sangre otra carga de nanos más numerosa que la que llevaba en un principio, pero
esto era peor.
Rápidamente descubrieron que los pacientes que habían mostrado esta patología la volvían
a desarrollar una y mil veces. El conocía el caso de una mujer que finalmente, después de ocho
diálisis experimentales y reintroducción de nanoides terminó falleciendo de una embolia que
pasó inadvertida para los trastos, inoperativos como estaban en las cápsulas.
Su caso era algo distinto ya que los síntomas que padecía eran tremendos picores. Por eso
en un principio los médicos no habían estado muy atinados con el tratamiento, hecho éste que
le había favorecido.
La única solución que de momento habían encontrado al fallo que los técnicos se veían
incapaces de arreglar hasta la fecha, era la de matar a los pacientes, lisa y llanamente. Era
preferible realizar la ejecución en un centro hospitalario en el que tenían todo el proceso
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controlado y engañar a los familiares explicándoles que el afectado tenía un fallo genético en
una de las válvulas del corazón y que había fallecido durante la operación, o alguna otra excusa
de este tipo, que fuese difícilmente comprobable por los que sobrevivían al pobre fallecido. Era
mucho mejor esta solución provisional hasta que supiesen reparar estos fallos que el que miles
de personas se te mueran en mitad de la calle de repente, por un ataque al corazón o un ictus.
Desde que se habían implantado los nanos eran condenadamente efectivos en su labor de la
detección prematura de cualquier anomalía en el organismo, y ya resultaban muy raros los
casos en los que una persona se ponía enferma grave fuera de un centro sanitario porque la
detección precoz de las mismas les obligaba a ingresar como pacientes en los hospitales.
El hombre, alarmado ante tanta información tan dura de asimilar, estaba casi en estado de
shock y no le cabía en la cabeza cómo era posible que el gobierno noruego permitiese esta
atrocidad, este genocidio de sus compatriotas. ¡Eran muchas personas a las que asesinaban!
Los que se deshacían con esta facilidad de habitantes cuyo único crimen era estar enfermos le
resultaba de una macabra malignidad que no entendía.
Después de aquella explicación somera de las ejecuciones que llevaba a cabo
encubiertamente el Estado, el hombre empezó a sentirse realmente mal. Se le había puesto
mal cuerpo ante tanta atrocidad de la que antes no tenía noticia alguna, y ni tan siquiera una
sospecha lejana. Si alguien le hubiese llegado a insinuar hacía unos días que aquello era real se
habría reído de semejante ocurrencia, preguntando a su interlocutor si se creía que estaba
viviendo en una novela policíaca o algo así. Al cabo de casi una hora de viaje a toda velocidad
en aquel extraño coche llegaron a un caserón de dos plantas de las afueras de la ciudad, que
estaba algo aislado del resto de viviendas que salpicaban el paisaje, esparcidas por aquella
zona.
El coche entró en el garaje de la misma y el conductor, guiñándole el ojo al joven le informó
de que no les había seguido nadie.
Se bajaron los tres y entraron en la casa por una puerta que comunicaba con un pasillo que
desembocaba a su vez en un salón muy amplio en el que había dos mujeres, una muy joven, de
unos dieciséis años y la otra más mayor, de unos cincuenta.
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Ambas se abalanzaron hacia ellos aspaventando y sonriendo sin cesar, al tiempo que
gritaban: “Lo habéis conseguido, habéis vuelto”.
Se abrazaron todos por turnos y se hicieron las presentaciones. Rápidamente tocaron un
interruptor que estaba disimulado en la pared y se abrió una puerta muy bien escamoteada al
lado del aparador que estaba repleto de libros. Asomó entonces cautelosamente la cabeza una
tercera mujer que les miró sorprendida alegrándose al saber que ya estaban allí y les conminó a
pasar rápidamente.
Se adentraron en un pasadizo estrecho y mal iluminado que se terminó en una sala inmensa
y muy bien iluminada, casi le parecía una especie de quirófano gigante, con muchos equipos
que le parecían quirúrgicos. Allí en medio había un hombre de pie, vestido con bata blanca y
trasteando con unos bisturís y pinzas como las que él había visto por la tele que se usaban en
las operaciones.
El sujeto de la bata blanca se volvió hacia él y sin más preámbulos le dijo: “Bienvenido.
Empezaremos enseguida, cuanto más tiempo pase más riesgos corremos todos. Los emisores
de posición no se anulan del todo a pesar de las cápsulas lipídicas. Dagna, prepara al paciente”.
En ese instante el corazón del mismo le saltó dentro de la caja torácica y empezó a acelerar
el ritmo peligrosamente: “¿Prepararme para qué?” Acertó a preguntar balbuceando. El médico
le respondió sin mirarle mientras seguía prestando atención a su instrumental que iban a
anularse esos malditos trastos.
-Peso… ¿Eso se puede hacer?
-Claro que se puede hacer, pero es peligroso, no se lo voy a negar. –Esta vez le miró
fijamente a los ojos. –Existe un alto riesgo de fallecimiento.
-¿Riesgo de fallecimiento? Pero, pero…
Esta vez fue el afable Stein quien le echó un capote y dándole unas palmaditas en el hombro
que intentaban aportarle algo de tranquilidad.
-¡No te preocupes, hombre! Casi la mitad de los pacientes sobreviven. Mírame a mí,
perfectamente sano después de mi intervención. –Le miró a los ojos, esta vez con gesto serio,
dejando apoyada la mano en su hombro. –Heimdal, o te arriesgas a la anulación con un 50% de
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probabilidades de morir, o te vuelves a la ciudad y morirás con toda seguridad. Eso es un 100%
de probabilidad, sin margen de error. Créeme, no te dejarán vivir, ya lo he visto otras veces.
Mis propios padres murieron así. –Esos oscuros ojos que transmitían tanta seguridad se
empañaron momentáneamente por las lágrimas.
Aquel había sido un día de locos, primero sufriendo con aquellos picores que aún le
atormentaban de manera inexpresable y que le roían la resistencia física, luego en el centro
médico escuchando de labios de los sanitarios que pretendían ejecutarle y su huída posterior
de manos de una asociación ilegal que le explicó con crudeza su situación, y ahora esto, ¡una
intervención para anularle los nanoides! Estaba rendido, estaba exhausto por tanta tensión,
aquello le sobrepasaba, él no era James Bond, ni falta que le hacía. A esas alturas del día ya no
podía pensar, ya no razonaba con claridad y su única ambición era que alguien le proporcionase
una solución. Tenía la necesidad de abandonarse al destino y ya no tenía fuerzas para luchar
más contra las circunstancias, así que cedió. Desaparecieron toda la desconfianza y se entregó
relajadamente ya a aquellas personas que parecían ser los únicos que le querían ayudar cuando
realmente lo estaba necesitando.
Dio su aprobación con un asentimiento de la cabeza y le inyectaron un tranquilizante al
tiempo que le tumbaban en una mesa de operaciones y le volvían a inyectar otra sustancia. Ya
no recordaba más.
Se despertó al día siguiente con un tremendo dolor de cabeza y una sensación de náuseas y
vértigo que le obligó a recostarse de nuevo en la cama después de haber intentado
incorporarse.
-¡Hola! Buenas tardes, Heimdal. Has dormido mucho. ¿Qué tal estás? Toma, bébete esto.
Era una de las mujeres la que se dirigía a él tendiéndole un vaso que contenía un líquido
amarillento, se lo tragó sin rechistar porque tenía sed, a pesar de las náuseas. Aquella pócima
tenía un ligero sabor ácido, como el limón.
-No nos ha dado tiempo ni a presentarnos, me llamo Unn. –Sonrió la mujer de nuevo. –Me
alegro mucho de que haya sobrevivido, nos tenía muy preocupados, créame.
-Pues no sé qué decirle, tengo el cuerpo que no me lo reconozco… -Él también sonrió.
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La mujer lanzó una sonora carcajada y le dijo que era buena señal que estuviese de buen
humor. Le explicó que el doctor le había inyectado seis compuestos distintos en fases
independientes de una hora de duración aproximadamente cada una. Era un tratamiento
experimental que había sido desarrollado por los mismos ingenieros y bioquímicos que habían
inventado los nanoides para poder usarlo en caso de que los mismos produjesen algún tipo de
reacción adversa grave durante el proceso de prueba en el que inyectaban los nanos
secretamente a voluntarios, hacía ya unos cuatro años de esto. La patente de aquel anulador de
los trastos se había olvidado y abandonado por los plutócratas al comprobar que casi la
totalidad de los voluntarios respondían de manera satisfactoria a la inoculación de los nanos. Y
de los restantes… De esos nunca más se supo. Suponemos que les inyectarían el anulador aun
sabiendo que la probabilidad de fallecimiento era alta, así que aquella asociación daba por
hecho que la mitad estarían muertos. El hombre le preguntó el porqué no habían seguido
investigando aquel anulador para las personas como él a los que aquella tecnología le
provocaba una reacción tan mala. La mujer le hizo un gesto de incredulidad al tiempo que le
contestaba:
-¿En serio crees que los plutócratas van a gastar dinero y recursos para salvar a esa
minúscula cantidad de la población? ¡Somos chusma para ellos! Somos una masa de cucarachas
que mantenemos el sistema para que ellos lo disfruten y se beneficien de nuestro sudor. Es así
de claro. No tienen intención de ayudar a esos miles de personas condenadas. Son totalmente
prescindibles para ellos. Es cuestión de economía, de números, y las cuentas no les salen. No
quieren perder tiempo en esa gente, se apañan ya de sobra con el resto que es totalmente
operativo. Pero claro, no te vayas a creer que hacen público nada de esto los muy comadrejas,
se les echaría entonces la gente encima. Es secreto y bien secreto, y así seguirá por los siglos de
los siglos porque para el común de los mortales, para los que no quedan aún dos dedos de
frente, eso es una aberración para un ser humano. ¿No crees?
Aturdido aún por su reciente vuelta a la consciencia y raro como encontraba ahora a su
propio cuerpo, asintió en parte por agradar a la mujer y en parte porque estaba
completamente de acuerdo.
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La mujer le sonrió de nuevo y le dijo que si tenía hambre le traería algo, a lo que él se negó
con vehemencia por las náuseas que sentía. Le recomendó que se durmiese de nuevo para
recuperarse por completo.
Así fue, cuando se volvió a despertar al cabo de unas horas de sueño reparador se
encontraba muy bien, le habían desaparecido las náuseas y el mareo, pero seguía sintiéndose
raro. Era una sensación imprecisa, como de que le faltaba algo.
Se levantó y salió de la habitación, caminando con paso algo vacilante. Oyó a varias personas
hablando en el salón y se dirigió hacia allí. Al entrar todos le vitorearon y Stein le levantó para
darle un gran abrazo y unas palmaditas en la espalda, como le gustaba hacer.
Se sintió algo cohibido ante tal efusión de cariño al que un hombre solitario como él no
estaba acostumbrado. Sonrió tímidamente y se sentó con ellos. Le trajeron algo de comida y
bebida, y mientras lo devoraba con ganas le iban explicando su situación. Fue el médico quien
lo hizo.
Le dijo que ahora, quisiera o no, había pasado a formar parte de la clandestinidad.
Oficialmente, de cara al público los poderes se inventarían una historia acerca de su
desaparición, tal como que había fallecido, y si les convenía, le pasarían a la nómina de los tan
temidos nanoterroristas. Oficialmente ellos sabían que sus nanoides habían sido anulados ya
que durante el proceso emiten a la central una serie de códigos de desactivación que tenían
que ir verificando desde allí para dar la confirmación de la misma. El grupo tenía sistemas de
hackeo muy buenos que obligaban a la central a aprobar todo el proceso. Aún así, ellos siempre
terminaban sabiendo que los nanos habían sido anulados, por lo que a los ciudadanos que
pasaban a este estado les incluían en unas listas especiales que usaban a su conveniencia.
Le dieron a elegir sin ningún tipo de coacción. Podría seguir con su vida en la clandestinidad
por su cuenta, teniendo muy presentes las limitaciones a las que estaría sometido, la
inoperatividad de sus nanoides le complicaría algo la existencia y tendría que huir
constantemente. O podría unirse al grupo para ayudar a otros en la misma situación que había
estado él aunque también así tendría que huir.
Les dijo que tenía que meditarlo seriamente y que les daría una respuesta al siguiente día.
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Se pasó las siguientes horas dándole vueltas a la cabeza. Estaba profundamente agradecido
a aquellas personas que se habían jugado la vida por él, pero su carácter independiente no era
muy compatible con aquel grupo tan afable que parecía una familia muy bien avenida. El allí
estorbaría. Además no tenía el suficiente valor como para ayudarles con eficacia. Le daba terror
el tener que tomar decisiones que comprometiesen la vida de otras personas. El sabía que
llegado el momento crítico de máxima presión se quedaría paralizado sin saber qué hacer, tal y
como le había pasado al enfrentarse al dilema de los dos policías que vigilaban su casa.
Su casa… Ya no podría volver más por ella. Allí se habían quedado sus cosas, su vida. Todo lo
que había atesorado a lo largo de tantos años de trabajo había desaparecido como por arte de
magia. Ya no podía nunca volver allí, ni por soñación.
Cuando le comentaron que debería pasar a formar parte de la oscura clandestinidad, pasó
por su mente como una ráfaga el recuerdo de su primo Olav. Hacía unos diez años que se había
ido a vivir al extranjero tras jubilarse. “A disfrutar de la vida con mi mujer en Mallorca”, le decía.
Él había estado allí una semana de vacaciones en los meses posteriores al cambio de residencia
de su primo. Seguía manteniendo buenas relaciones, se hablaban de vez en cuando por
videoconferencia, en las fiestas principalmente, para felicitarle las pascuas o en su cumpleaños,
pero lo cierto era que no le había vuelto a ver, y además, no podía avisarle por anticipado, ya
no se fiaba de nadie. Sabía por él que en España no habían implantado aún los nanoides y eso le
daba la confianza de poder vivir allí con libertad, sin tener que preocuparse por huir más.
Al día siguiente les comentó la idea a sus nuevos compañeros, les agradeció
encarecidamente su inestimable ayuda y les confesó abiertamente su pavor ante la perspectiva
de jugar con la vida de otras personas, él era consciente de que no sería capaz de asumir
aquella responsabilidad y comprendía que la labor del grupo era demasiado importante como
para que un pringado como él entorpeciese sus rescates. Estaba seguro de que aún con toda su
buena intención, terminaría metiendo la pata de un modo u otro al intentar ayudarles. También
les explicó la idea que había tenido acerca de irse a vivir con su primo Olav. A ellos les parecía
bien, aunque estaban completamente convencidos de que este sistema terminaría
imponiéndose en toda Europa. Ellos sólo habían servido de avanzadilla para el resto. Le dijeron
que le ayudarían a cruzar la frontera noruega y que le proporcionarían medios para que
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pudiese servirse de dinero ficticio, sin necesidad de nanos. Le conseguirían un billete de bus
hasta Alemania y desde allí tendría que apañárselas él sólo para llegar a Mallorca.
No le pareció tan difícil en aquel momento llegar desde Alemania a Mallorca. Tampoco
estaba tan lejos.
A la mañana siguiente le prepararon una mochila enorme de excursionista con ropa, calzado,
galletas y otros aperitivos con larga fecha de caducidad y agua, un pequeño neceser, un
botiquín de primeros auxilios que a él le pareció algo exagerado tener que incluirlo en el
equipaje, un mapa gigante de papel de toda Europa bastante general y que le sorprendió
porque creía que ya se habían extinguido hacía un par de años. También le incluyeron dos
tarjetas de prepago. Aquellos antiguos monederos electrónicos que venían cargados con una
cantidad de dinero que se iba agotando a medida que se compraba. En Noruega ya estaban
completamente obsoletas, pero en algunos países aún eran operativas, aunque ya también se
habían quedado bastante anticuadas debido a la proliferación del dinero telemático, como por
aquel entonces se le llamaba. Le advirtieron de que aquellas tarjetas contenían euros y de que
no le servirían de nada en países que no usasen esa moneda de manera oficial. Por último le
proporcionaron su pasaporte con una identidad falsa de Finlandia, país que aún estaba en
trámites para implantar los nanos, por lo que no resultaría sospechoso que no los llevase.
Le dieron también algunas someras instrucciones acerca de su salud. Los nanos seguían
habitando su cuerpo en forma de capsulitas algunos y otros sueltos por el torrente sanguíneo,
aunque todos ellos completamente inoperativos.
En principio eran inocuos para su salud. Le recomendaron beber cada día dos litros de agua y
hacer algo de deporte para activar la circulación sanguínea y ayudar así a su organismo a
deshacerse de estos trastos. Aún no había pasado mucho tiempo desde la implantación de los
nanoides, pero basándose en su propia experiencia y los análisis de sangre que se hacían ellos
mismos para controlar su cantidad en el torrente sanguíneo, habían llegado a la conclusión de
que tardaban unos cinco meses en desaparecer por completo. Debido a que no podían
replicarse ni producir las hormonas antirrechazo, el cuerpo humano los consideraba como a
toxinas y se iba deshaciendo de ellos en la medida que iba pudiendo. Si el paciente le ayudaba,
pues mucho mejor.
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Después de las consabidas despedidas y de unas falsas promesas de un reencuentro futuro
que nunca se llevaría a cabo, se subió al mismo coche que le había traído junto con Stein, que
le haría las veces de chófer.
Consiguieron salir del país sin mayores problemas, utilizando carreteras secundarias. Una vez
en Flensburg compraron un billete de autobús para Munich, desde allí le debería resultar fácil
atravesar Suiza y Francia, y llegar a España.
Se despidió del afable joven con bastante tristeza y con un sentimiento de culpabilidad por
no haberse quedado en su país a luchar por su causa. Una vez más se disculpó con él por esto,
aunque durante el trayecto lo había hecho ya cinco o seis veces, porque se iba con un cargo de
conciencia terrible. El joven le quitó importancia al asunto y le deseó mucha suerte. Cuando ya
se volvía hacia el coche para regresar se acercó de nuevo al hombre y le explicó que si las cosas
le iban mal siempre podía reclamar de nuevo su ayuda. Sólo tendría que acercarse al pueblo
finlandés de Vesilahti y preguntar en el bar de la plaza del mercado por Erno, y regresar allí al
cabo de una semana, entonces alguien del grupo estaría allí.
Le agradeció la información y sin mirar atrás se subió al bus.
Recorrió el trayecto sin contratiempo. Desde Munich fue cogiendo sucesivos autobuses
hasta llegar a la costa francesa, a Marsella y desde allí a Mallorca.
El viaje duró cuatro días en los que tuvo que contratar una habitación de hotel para pasar la
noche, por lo que llegó sin dinero alguno a la casa de su primo. Cuando llamó al timbre le abrió
su hija mayor, que en un principio no le reconoció porque tenía un aspecto demacrado y algo
bohemio con el pelo y la ropa desastrados y la barba crecida de diez días ya que no se había
afeitado desde la mañana en que se presentó en el hospital.
Cuando por fin apareció su primo no pudo evitar echarse en sus brazos llorando como un
niño, descargando por fin toda la tensión acumulada al sentirse seguro por primera vez en
mucho tiempo.
Le relató a la familia todas las penalidades por las que había pasado, incluyendo la ayuda que
le había prestado desinteresadamente aquella organización. Su primo, su mujer y sus dos hijas
se escandalizaron enormemente de que en su país se estuviese asesinando a inocentes con esta
impunidad encubierta. Desde aquel remanso de paz que era el pueblecito de Valldemossa ellos
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creían que todo lo relacionado con los nanoides era bueno, y por la publicidad dada a los
mismos y las noticias que llegaban de los amigos y familiares con los que hablaban
periódicamente en Noruega, estaban orgullosos de que su país hubiese sido el primero en
poner aquel sistema tan útil. Ni por soñación habrían jamás imaginado que la bonanza tan
pregonada tenía en realidad un trasfondo tan oscuro.
Ellos estaban deseando que los nanoides se extendieran por toda Europa, por todo el
mundo para que la gente se pudiese aprovechar de sus beneficios, pero ahora ya había
desaparecido este deseo de un plumazo, y empezaban a coger miedo a esta tecnología
engañosa que les habían vendido como el mayor hito en la historia de la humanidad.
Él consiguió olvidarse algo de su mala suerte al pasar unos meses con esta familia, relajado y
pensando mucho en su porvenir. Decidió después de mucho meditar y hablarlo con su primo
regresar a Finlandia y contactar de nuevo con el grupo, pero decidió hacerlo solo ya que su
familia tenía miedo de que les obligasen a implantarse los nanos por el mero hecho de cruzar la
frontera finesa, aunque no fuese su país natal.
Cuando consiguió reunirse con un integrante del grupo quedó de acuerdo con él en que su
primo y la familia ofrecían amablemente su casa para que sirviese de refugio temporal a todos
aquellos exiliados que estuviesen en la necesitad de huir de allí.
Desde entonces y hasta la implantación del SIB español estuvieron ayudando a compatriotas
que huían horrorizados de su propio país, y después desaparecieron.
Según Ramón y Félix nunca más se supo de ellos, suponen que se mudaron a otro país en el
que no estuviesen vigentes los nanoides, aunque visto el panorama como no se hubiesen
mudado a la luna no le veo una posibilidad factible al hecho de quedarse en la tierra y no verte
obligado a formar parte de uno de los dos bandos: Los legales, con sus flamantes trastos
microscópicos recorriendo todo su cuerpo, o los ilegales nanoterroristas o parias, siempre
luchando contra este pretendido avance activa o pasivamente.
Otros muchos casos como éste llegaban a oídos de Félix y Ramón, cada vez más alarmados
por el cariz que tomaba el asunto y cada vez más derrotistas con respecto al futuro que le
esperaba a nuestro país. Se lamentaban constantemente de que el común de la población no
advirtiese el gran peligro que suponían estos engendros y que se dejasen convencer tan
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fácilmente por la propaganda estatal, y renegaban a diario del género humano y de su
gregarismo genético, que doblegaba las voluntades de los sujetos fácilmente si era utilizado con
habilidad por los plutócratas y demás mandamases con una ambición inconmensurable: “Yo
hago esto porque quiero y porque puedo. Punto”. Esa parece ser su máxima.
Yo temía de verdad que el momento de la obligación encubierta de los nanos llegase aquí.
Muchas veces me preguntaba qué había hecho yo si estuviese en el pellejo de aquellos fugitivos
de los que tenía noticias por medio de mis dos amigos, y tomaba buena nota de lo que ellos
habían hecho por aquello de que si las barbas del vecino ves cortar pon las tuyas a remojar.
Tenía la impresión de que llegado el momento me iba a tocar estar al margen de la ley, no ya
porque me fallasen los nanoides e intentasen liquidarme para que así el Estado pudiese
eliminar la publicidad negativa que estos “contratiempos” darían a la nueva tecnología, si no
porque directamente yo no iba a permitir de ninguna manera que me los pusieran. Iba a
intentar no meterlos en mi cuerpo hasta que me fuese posible, unos meses o unos años, lo que
las leyes marcasen, y después, Dios diría. Ya me plantearía entonces ese problema de acuerdo a
como se desarrollasen los acontecimientos.
Se me erizaban todos los pelos del cuerpo sólo con imaginarme que esos bichos correrían
libremente por todo mi cuerpo. Para mí eran un virus, eran una infección asquerosa e
intolerable. Creo que no necesitaría comprobar que aquello me provocaría una reacción
adversa, es que sólo con pensarlo ya la tenía.
Nos habíamos enterado también de extranjis que existía un porcentaje de la población
desde que los nanoides estaban funcionando al que le ocurría lo que a mí: Sentían una aversión
intolerable a que les inoculasen aquello en el cuerpo, y desarrollaban un síndrome de rechazo
psicológico que les hacía padecer el doble ya que su imaginación les atormentaba
constantemente acerca de lo que estarían haciendo aquellos “seres” en su interior, y sentían un
verdadero asco y un pavor incontrolable, hasta tal punto era así que algunos de los afectados
terminaban por suicidarse al no poder asimilar aquella convivencia obligada.
Ramón y Félix eran de mi misma opinión. Ellos se iban a negar por todos los medios a su
alcance a inocularse aquello. Incluso, uno de los grupos a los que pertenecían, estaba
estudiando el plantear acciones legales contra el Estado en caso de que el sistema fuese
obligatorio, aunque ya se habían preocupado en pregonar que de ningún modo sería así. De
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todas formas, en caso de obligación seguro que tendrían ya ellos estudiado el sacarse de la
chistera una ley ad hoc, para curarse en salud, y no permitir que se les pueda meter mano por
ningún lado.
Yo les preguntaba en los meses previos al SIB qué iban a hacer ellos y me contestaban que
dejarían pasar el tiempo sin más, a ver cómo acontecían los hechos, esto les daría tiempo a
observar y pensar en alguna solución ya que no era ipso facto la implantación total de los nanos
en un país, y más aquí, en el que la burocracia suele ser lenta. Se oía que iban incluso a crear un
ministerio específico para este asunto. Mis amigos estaban seguros de que era para tener a la
población bien controladita. Yo estaba seguro de que ellos ya tenían un plan de contingencia
trazado, aunque no me lo hubiesen expuesto, quizás por desconfianza.
En mi trabajo había opiniones para todos los gustos, aunque ninguna tan radicalmente
opuesta como la mía. Los compañeros más mayores eran un poco reticentes a que les pusiesen
algo en el cuerpo y los más jóvenes estaban completamente a favor, deseosos y anhelantes de
que llegase el día, sobretodo el ex-aprendiz, que cada día me expresaba su fastidio por la
tardanza en poner los nanos en España. Había días que me resultaba cansino total de tanto
repetir. Aunque la mayoría de ellos eran totalmente indiferentes al respecto: “¿Que me dicen
que la tecnología ha evolucionado y ahora me tengo que poner esos chismes? Pues bueno, me
los pongo y ya está. Sus razones tendrán los gobernantes para recomendarlos. No me van a
poner algo que sea nocivo para mí, es de lógica.” Esos eran los argumentos que me daban
cuando yo me posicionaba en contra del tema. Esa apatía de la gente me quemaba los nervios,
y cuando finalmente no podía por menos que recriminarles preguntándoles que si también se
tirarían a un pozo si el Estado se lo pedía, ellos se encogían de hombros y me expresaban su
impotencia diciéndome: “¿Y qué quieres que haga yo, eh, ir en contra de las leyes?” Era
entonces cuando sus ojos evidenciaban su completa desorientación. Estaban perdidos al
respecto, sin haberse formado una opinión coherente acerca del asunto y esperaban confusos a
que Papá Estado les indicase paternalista el camino a seguir. No tenían ganas de pensar, no
tenían ganas de ponerse a contracorriente y contravenir las leyes que se creasen para proteger
los nanos. ¿Es que nadie se daba cuenta de la gravedad del SIB? ¡Las leyes serían creadas para
proteger a los nanoides y no a los humanos! ¿No le resultaba ya esto sospechoso a la gente? A
mí me resultaba alarmante y exasperante no poder hacer nada.
pág. 54
3.
Finalmente, después de mucho pregonar y alardear del SIB, llegó su implantación. Hicieron
pública la fecha de su salida al mercado, en marzo del 2022, y entonces se desató la locura, el
furor por los nanos. En los propios centros médicos habían meditado y estudiado un orden de
atención a los ciudadanos para controlar su implantación ordenada. Habían sorteado una letra
al azar del abecedario en cada uno de ellos y comenzaron por ella. Por supuesto no valió de
nada que las autoridades repitiesen una y otra vez hasta la saciedad que el orden era
estrictamente alfabético y que no iban a saltárselo de ninguna manera. En el caso de que
hubiesen varios sujetos con el mismo nombre y apellidos entraría en juego el número del DNI,
de menor a mayor. DNI que sería instantáneamente incorporado a los nanoides junto con toda
tu ficha personal y desaparecería como tarjeta física.
Aquello fue un caos. Recuerdo las colas enormes que se formaban a las puertas de los
centros donde los ponían y a la gente discutiendo por su puesto en ellas, a pesar de que sólo
podían ocupar un lugar determinado preestablecido ya por los sorteos. La gente hacía filas
kilométricas al azar iguales a las de las concentraciones “pop” que se formaban cuando salía al
mercado un nuevo cachivache tecnológico de última generación. Cuando yo era pequeño la
gente en aquella época se ponía a guardar la fila días antes de que el artilugio saliese a la venta,
soportando las incomodidades de estar tirado en la calle y las inclemencias del tiempo con una
enorme sonrisa de satisfacción pintada en el rostro, como si en vez de comprar el artículo se lo
fuesen a regalar por el mero hecho de sufrir por su espera. Llegué incluso a escuchar de boca
de algún profesor del colegio que aquello no era ni medio normal y que según su opinión esa
gente eran actores contratados para dar publicidad a la marca actuando de aquella forma
excéntrica. Yo ahora he llegado a la conclusión de que la gente es muy manipulable y gregaria y
no necesita ni siquiera que les paguen cuando una buena campaña de marketing está por
medio.
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Por suerte para mí la letra sorteada en el centro médico que me correspondía estaba
bastante alejada de la mía lo que me dio una tranquilidad pasajera, ya que el día anterior al
sorteo estaba tan nervioso que me subía por las paredes. En cambio a uno de mis compañeros
de piso le había tocado al segundo día del sorteo y yo, por mera curiosidad, fui a acompañarle
la tarde que tuvo que inocularse los nanos. Por el camino le iba comiendo la moral, diciéndole
que se esperase un poco más, que aún no había obligación para ponérselos, y él me contestaba
muy ufano que para qué esperar si tarde o temprano lo tendría que hacer, pues mejor antes
que después y así no estaría con esa angustia de la espera.
-Pero, ¿y si algo sale mal, Marcelo? –Le preguntaba yo con cara de preocupación. –¿Y si
cuando te los pongan te da una reacción alérgica o algo parecido o son defectuosos o qué sé
yo? –Me acordaba en esos momentos de los casos de rechazo noruegos de los que tenía
noticias por medio de mis amigos del bar y que me habían puesto el alma en vilo al saber de la
solución aplicada en ese país.
-¡Qué cosas se te ocurren, Pablo! –Me contestaba con cara de sorpresa ante mi desazón. -
¿Defectuosos? ¿Cómo iban a permitir que los nanoides que les ponen a la gente dentro del
cuerpo estén defectuosos? Eso tendrá unos controles de calidad muy estrictos, hombre.
Además se han cansado de repetir una y otra vez que por ahora los nanoides no interactúan
con el organismo, sólo viajan por él para controlar tu salud y para facilitarte la vida, eliminando
por fin todos los soportes físicos que te ves obligado a usar en tu día a día y que te la hacen más
complicada. –Esta era la consigna que repitieron machaconamente desde que habían
anunciado la implantación oficial del SIB, y que por lo que podía comprobar había calado tan
hondo que se lo sabía de memoria y me lo recitaba como un papagayo mecánico. -¡Mira, mira
esto! –Se había sacado su cartera y una vez abierta y con todas las tarjetas de crédito, sanitaria,
de transporte público, el pasaporte, el carné de conducir y un largo etcétera de plásticos con
chip que se usaban a diario, me la balanceaba agarrada con dos dedos delante de mi cara,
moviéndola de un lado a otro casi histéricamente. -¿Ves toda esta documentación? ¿La ves?
Pues toda esta porquería inservible la voy a tirar a la basura esta misma tarde. Ya no necesitaré
estar pendiente de si llevo o no encima las tarjetas cuando voy a sacar dinero o a consultar el
saldo o la del transporte cuando me subo al bus ¡Vamos, hombre! Esto es un chollo, un
adelanto tremendo, esto es una liberación. ¿Tú sabes la seguridad que tendré al saber que los
nanoides me diagnosticarán y pedirán cita al médico en cuanto me detecten algún fallo
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orgánico o una enfermedad por leve que sea? Son microscópicos y lo podrán ver todo,
trabajarán 24 horas al día los 365 días al año en mi beneficio, son incansables y eficientes. No
necesitarán baterías porque usan mi calor corporal constante y además se pueden
autorreparar, con lo que no me tendré que preocupar jamás por su mantenimiento. –Esa era
otra de las consignas lanzadas por el Estado. -¿Te imaginas qué comodidad el ir a una entrevista
de trabajo y que los nanos se conecten directamente con el servidor de la empresa para
transmitir los datos, o poder gestionar todo en mi propia red sin tener que usar claves ni
números secretos? Los nanoides son imposibles de hackear, nos darán una seguridad que no
habremos conocido hasta ahora. Ya no tendré que memorizar absurdas combinaciones de
letras, números y signos para acceder a las redes sociales, al banco o para comprar cualquier
cosa. Iré a las tiendas o a los restaurantes, a las gasolineras y no tendré que hacer nada. ¡No
tendré que hacer nada! ¿Pero tú sabes qué avance será eso de que con tu sola presencia las
cosas se hagan solas, se paguen solas, se tramiten solas? ¡Es mágico! Eso nos quitará un
montón de quebraderos de cabeza, menos preocupaciones para la vida, menos estrés. Además
si alguna vez tengo que hacer alguna gestión y se me ha olvidado o consideran que alguna
enfermedad me acecha o me falta algo por comprar, ¡no tengo que hacer nada! Ellos me
avisarán por medio del intercomunicador o los táctiles de cualquier parte y con dar el OK para
las gestiones ¡listo! –Por aquellos días los móviles dejaron de llamarse móviles y pasaron a
denominarse “intercomunicadores”, o sea, que comunicaban a los nanos con los humanos. –Es
que de verdad, Pablito, no entiendo cómo puedes ser tan reticente con este asunto. ¡Si es una
maravilla! Yo creo que lo que te pasa es que te da miedo la inyección que te ponen con los
componentes autorreparadores… Eso es lo que te pasa, tienes pánico a las inyecciones, ¿no?
-Pues mira, no te lo voy a negar, me dan terror. –No quise entonces argumentar mi postura
en contra de esta tecnología con la verdad y preferí escudarme en una fobia imaginaria. –Ahí
me has pillado. Se me ponen los pelos como escarpias sólo con imaginármelo…
Pero en realidad, yo sabía cuál era la razón de fondo, la verdadera para que mi compañero
de piso acudiese tan raudo a la llamada del Estado. Quería conseguir la nacionalidad española
rápidamente. Marcelo era argentino y llevaba en España viviendo desde hacía siete años, y a
pesar de haberlo intentado muchas veces aún no se la habían dado. El inyectarse los nanos
suponía la nacionalización segura.
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Al desarrollar este sistema los gobernantes se habían tenido que enfrentar al dilema del
sistema operativo de los trastos, y habían llegado al acuerdo a nivel internacional de que cada
país usaría un sistema operativo ligeramente distinto, de acuerdo con sus necesidades
nacionales, y ciertas claves del mismo serían iguales para todo el mundo. Y a partir de aquí se
plantearon el problema de la inmigración y de los nacionales que viajaban fuera del país y
regresaban intermitentemente o vivían largas temporadas en el extranjero.
Una forma sencilla de solucionar una parte del problema y asegurarse así a una clientela
incondicional de los nanoides era el nacionalizar a todo aquel extranjero que residiese en
España desde hacía más de tres años en el momento de inocularle los bichitos. Y al que no
quería hacerlo, directamente lo extraditaban a su país de origen y si no se sabía o no quería
decir de dónde era, lo recluían en un centro de internamiento de extranjeros, hasta encontrar
una solución mejor, con lo que la avalancha de nacionalizaciones fue aplastante y de repente
España pasó a tener millares más de españoles.
Con la gente que estaba trabajando o desplazada por cualquier motivo en el extranjero
recurrieron a la misma estrategia que tuvieron los pioneros países nórdicos: esperar a que
volviesen. Era entonces cuando les “sugerían” que se pusiesen los trastos por su seguridad y
comodidad. Si el sujeto se negaba le hacían la vida imposible con todo tipo de interminables
trámites burocráticos para impedirle salir, y si aún así el sujeto era lo suficientemente
constante, paciente y cabezota como para satisfacerlos todos… bueno, en ese caso esperarían.
Sabían que finalmente la tecnología sería implantada a nivel mundial, sólo era cuestión de
tiempo que en el país al que el fulano viajaba pusiese también los nanoides y entonces sería
obligado a pasar por el aro con dos únicas opciones: obligación de inocularse los nanos o
expatriación a su país de origen.
¿Y qué ocurría con los nacionales como yo, que en un principio nos negamos a toda costa a
ponernos los nanos?.. Pues nada. Nos dejaron hacer tranquilamente. Diez días antes de que te
tocase el turno en tu centro de salud se ponían en contacto contigo para preguntarte si querías
implantarte el SIB y darte cita en caso afirmativo. Pero había un porcentaje pequeño de la
población que dijo que no, por muchas razones: Por desconfianza, por convicciones, como
venganza espontánea por tener que cambiar de sistema después de haber invertido tanto
dinero en las pulseras o porque creían que sería una moda pasajera, como la de los tatuajes en
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los años pasados y que después de puestos sufría tanto la gente cuando los quería eliminar. Lo
mismo con los nanos, una vez puestos a ver quién te los quitaba luego de encima.
Cuando rechazabas ponerte los nanos no tenía consecuencias negativas para ti, eso es lo
que te decía la amable señorita que se ponía en contacto contigo cuando te tocaba el turno. Te
informaba de que en tu caso la pulsera seguiría funcionando con toda normalidad así como
todos los “soportes físicos” que venía usando hasta el momento. Así comenzaron a llamar a
toda la panoplia de distintas tarjetas que se empleaban en el día a día.
Pero la realidad devino en algo muy diferente a lo que el Estado pregonaba. Los que
decidimos no ponernos el SIB pasamos a formar parte de los discriminados de la sociedad, los
parias a los que nadie quería tocar, con los que nadie se quería relacionar. La gente comenzó a
juzgarnos como a delincuentes y pensaban que el que no se inoculaba los nanos era porque
tenía algo malvado y perverso que ocultar, o porque quería delinquir en un futuro libremente.
Aquella tarde que acompañé a Marcelo a su cita con el futuro, como él la denominaba, pude
comprobar de primera mano el “trato especial” que se les dispensaba a los favorables al SIB. A
las puertas del centro había un gran cúmulo de gente ociosa o desesperada porque le pusiesen
la nueva tecnología que pululaba de aquí para allá, como lobos encerrados en una jaula que
pugnaban por salir, solo que ellos lo que querían era entrar a toda costa. Para esta operación
especial habían contratado a ingentes cantidades de guardas de seguridad para hacerse con las
hordas de ciudadanos que incesantemente iban y venían al centro de salud en peregrinación
sinfín. Visto desde fuera, en la calle, resultaba algo caótica la situación, pero una vez que se
traspasaban las puertas aquello era otro universo. Sólo podían entrar los citados y un
acompañante en caso de que lo desearan. Ése era yo. Para validar mi entrada al centro tuvieron
que “raptarme” la casi totalidad de mi documentación: DNI, tarjeta sanitaria e incluso el carné
de conducir, así como conectar telemáticamente mi pulsera con su sistema informático para
que quedase bien clarito quién era yo y lo que hacía allí ese día, ya que no era uno de los
citados. Sufrí con paciencia aquel cacheo identificativo y después de unos minutos en la entrada
donde se gestionaba la documentación pudimos pasar.
Un amable enfermero nos condujo hasta una sala de espera de la que yo ni tenía noción de
su existencia, claro que había tenido que ir muy pocas veces al médico gracias a mi buena salud.
Al cabo de esperar allí con otras siete u ocho personas que se rebullían inquietas en sus
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asientos, salió una doctora ataviada con bata blanca y una mascarilla colocada debajo de la
barbilla para poder hablar bien y fue nombrando uno por uno a los citados y a sus
acompañantes en el caso de que los tuviesen.
Cuando nos tocó el turno estaba yo más nervioso que Marcelo, parecía yo el citado en vez de
él y por un instante me arrepentí de haberle acompañado porque todo aquello me daba el mal
presentimiento de que era una emboscada para implantarme el SIB a mí también
aprovechando que estaba allí. Al traspasar la puerta me sudaban las manos y la respiración se
me aceleró levemente, como en los segundos previos a que la aguja por la que te extraen la
sangre cuando te hacen análisis penetra impunemente en tu piel para extraer el preciado fluido
vital. Se me encogió el estómago y entré rezagado y con desconfianza, mirando a todos lados
para hacerme con la situación, como un loco que se ve encerrado en el manicomio de repente.
Esa cara debía tener yo aquella tarde.
En la sala había una persona, la misma que había leído los nombres hacía unos minutos.
Adosada a ella había otra con la puerta entreabierta y con dos sujetos en ella con mascarillas y
guantes de gomextata, un nuevo material inventado a base de patatas que era antialérgico y
elástico, esperando al lado de la camilla. En aquel ambiente vibraba un olor a desinfectante
fuerte que me puso más nervioso si cabía. Después de realizar las comprobaciones pertinentes
y reclamarle toda la documentación que llevaba encima, la revisó concienzudamente y le
presentó un documento que tenía que firmar, aceptando la inyección de nanoides que le iban a
inocular con todas sus consecuencias. Marcelo leyó rápidamente el documento repleto de jerga
jurídica ininteligible para un profano, y firmó acto seguido con pulso firme en la pantalla, sin
dudarlo un segundo. Le indicaron entonces que pasase a la otra sala y cuando se levantó me
lanzó una mirada arqueando sus cejas a la vez que creí entrever un ligero suspiro no sé si de
alivio o de conformismo con su suerte se escapaba de su boca.
La operación fue rápida, casi fulminante. En un abrir y cerrar de ojos volvió a salir. Tenía un
esparadrapo con una gasa en el lugar en que le había inyectado la infame carga. Me miró
sonriente, apretándose con la otra mano en el apósito según le habían indicado los médicos.
Antes de abandonar la estancia le advirtieron de que durante los primeros días podría sentirse
mareado en alguna ocasión pero que no se preocupase porque eso sería debido al período de
aclimatación de su cuerpo a los nanoides. Al organismo le costaría dos o tres días asimilar a sus
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nuevos inquilinos y en ocasiones bajaba la tensión arterial, pero mientras no perdiese el
conocimiento por completo o se le nublase la visión, no debía preocuparse. Ante la presencia
de cualquiera de esos dos últimos síntomas debería ir al centro con urgencia en cuanto se
produjesen.
Yo ya me imaginaba que esos eran los síntomas más habituales y no quise ni imaginarme
qué hacían con esos sujetos. Me horrorizaba que en todos los países se pudiesen estar
utilizando los mismos métodos de los que yo tenía constancia en los casos fallidos.
Cuando salimos del centro vi a Marcelo más relajado y mucho menos hablador que en el
viaje de ida, como asimilando lo que acababa de hacer. Antes de cruzar el último arco de
seguridad que daba a la salida le informaron de que sus nanoides ya estaban completamente
operativos y se podía deshacer en cuanto quisiera de los soportes físicos que “ya no servían
para nada”, literalmente fue lo que dijeron.
Cuando llegamos al piso relató brevemente su experiencia al resto de los allí congregados
que le prestaron mucha atención ya que en los siguientes días les tocaría el turno al resto.
Relató la facilidad de la implantación, la inyección mínima que se asemejaba a las vacunas que
le pusieron cuando era pequeño y que después le habían extraído una pequeña gota de sangre
que metieron en un aparato para sacar su ADN, además de, posteriormente, darle las
recomendaciones pertinentes de malestares o mareos que podría sufrir. De momento se
encontraba de maravilla y no sentía ningún cambio en el cuerpo, ni a mejor ni a peor. De
repente se acordó de que sus nanos ya eran operativos y nos dijo a todos:
-¿Veis, veis esto? –Era su cartera repleta de cosas que se había sacado del bolsillo. –Pues
prestad atención y veréis qué hago con ella. –Entonces la lanzó a la papelera encestándola a la
primera. Acto seguido se escuchó una carcajada general de los espectadores. –Vámonos todos
al bar ahora mismo, ¡a celebrarlo y a estrenar los trastos estos!
Y dicho y hecho. Con gran algarabía de la que me contagié estúpidamente nos bajamos al
bar más cercano y pedimos una ronda. Estuvimos allí un buen rato, departiendo acerca de esta
nueva tecnología y yo, por supuesto, era el único que se atrevía a decir opiniones en contra,
tales como que aún estaba poco probado este sistema como para implementarlo en el cuerpo
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humano. Todos se ponían en contra mía y argumentaban el buenismo del Estado para con sus
ciudadanos y el avance que esto supondría para todos.
Llegó entonces el momento de pagar. Marcelo atrajo la atención del camarero para que se
acercara y le pidió la cuenta. El chico sacó su dispositivo táctil, trasteó unos segundos con él y le
enseñó la cuenta pedida. Le indicamos que ya tenía el SIB activado y el camarero sonrió y dijo:
“Ah, entonces perfecto”. Pulsó algo en la pantalla y sonriendo le dijo: “Ponga aquí el dedo, por
favor”. Marcelo le preguntó cuál.
-Cualquiera sirve. –Contestó. –Solamente tiene que hacer contacto con piel.
Marcelo obedeció y entonces el chico nos dio las gracias por haber ido al local y nos deseó
una buena tarde.
Todos nos quedamos algo estupefactos. Marcelo reía con risa histérica cuando salimos del
bar, diciendo sin parar: “¿Veis? ¿Veis qué fácil ha sido? Pues así con todo.
Yo, para chincharle, le replicaba que aquello no estaba muy evolucionado y que si fuese
realmente una tecnología tan avanzada no habría necesitado siquiera el contacto de su dedo y
habría gestionado el pago sin realmente tener que hacer nada. Yo le decía:
-¿Ves? ¿Ves como realmente siempre hay que hacer alguna gestión por mínima que sea,
Marcelo?
Ellos se reían y me contestaban que con el tiempo todo se andaría y que aún la
nanotecnología estaba en los albores de su evolución. Era así realmente, y me daba miedo sólo
con oírlo y pensar en lo que podría devenir aquello.
En los siguientes días a su inyección, mi compañero de piso no acusó ningún síntoma
negativo, igual que los otros a los que también pusieron el SIB.
A medida que las letras del abecedario avanzaban inexorables yo estaba cada vez más
incómodo y malhumorado. Consultaba constantemente con Ramón y Félix y les pedía su
opinión. Ramón por su parte se había saltado su turno. Simplemente dijo que no quería
ponerse los nanos cuando le llamaron. Como su vida no estaba muy tecnificada y no tenía que
trabajar, esta decisión no le afectó casi nada en su cotidianidad. Le resultaba más difícil
gestionar las compras con las tarjetas y a veces, más de lo que sería lo normal, le fallaban o
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hacían cosas raras, como cobrarle cantidades que no eran las correctas, aunque curiosamente
siempre una cantidad mayor, nunca menos. Aparte de esos pequeños contratiempos que en
realidad le distraían y alegraban su rutinaria vida, nada más le había ocurrido.
Félix decidió que tampoco se los pondría y siguió el mismo protocolo que su amigo, aunque
milagrosamente para él no tuvo aquella decisión ninguna consecuencia negativa. Todo le
funcionaba a la perfección, sin errores, y más de un día le tenía que pagar el café a Ramón. Los
dos nos reíamos entonces de él y nos burlábamos preguntándole si no había estropeado sus
tarjetas a propósito para que le tuviésemos que invitar.
En mi trabajo más de la mitad de los compañeros ya les había llegado el turno y todos ellos
se lo habían puesto. No notaron ningún cambio a peor y la verdad es que todos estaban
bastante satisfechos por la comodidad que les suponía el nuevo sistema. Quedábamos aún
siete u ocho a los que no nos había llegado aún el turno, entre ellos al ex-aprendiz. Estaba tan
impaciente que se subía por las paredes y yo creo que hasta dejó de comer por los nervios y
adelgazó porque en los días previos a su turno le vi más consumido y demacrado. Era un sinvivir
estar junto a él en el taller porque comprobaba cada media hora la lista de espera por si alguien
había renunciado al SIB y él avanzaba un puesto más en el escalafón.
Cuando por fin llegó el día tan esperado le habían citado a las diez de la mañana, por lo que
se fue a su centro de salud pronto y después vino al taller una vez acabada la operación. Llegó a
media mañana, muy contento. Nunca le había visto así. Estaba tan ufano y tan exultante que
parecía que le hubiese tocado una herencia millonaria o el gordo de la lotería. Le pregunté qué
tal se encontraba en cuanto le vi y que si había notado algún cambio y me dijo que se
encontraba mejor que nunca y que el único cambio que había notado era el de la ausencia del
peso de su cartera en el bolsillo, ya que la había tirado a la basura en cuanto le activaron el SIB.
Además lo había probado de camino al trabajo al repostar de gasolina el coche. Me relató la
experiencia de cabo a rabo con pelos y señales y hasta el más mínimo detalle. A pesar de su
alegría noté algo raro en él, tenía la cara distinta, con un rictus extraño al sonreír y un brillo
acuoso en los ojos, o quizás era el color de su piel… No lo pude definir con claridad pero intuí
algo extraño en su aspecto.
Durante la comida repitió una y otra vez el proceso de implantación del SIB, los doctores que
le atendieron, el color de sus ojos y su pelo, los muebles de la estancia, el pinchazo casi
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imperceptible al ponerle los nanos y un largo etcétera de detalles mínimos que a todos nos
eran indiferentes pero que a él parecían importarle mucho, y los recordaba una y otra vez,
dándoles vueltas en la memoria para intentar extraer más.
Después de la comida nos pusimos a trabajar como de costumbre. Yo me fui a mi despacho
con mis planos y los demás se pusieron a trajinar con la madera y las máquinas en el taller.
Estaba inmerso en el diseño de unas sillas que nos había encargado un hotel cuando empecé a
oír mucho jaleo y gritos. Extrañado por lo inusual y alarmado por si fuese algún accidente
laboral en el que algún compañero hubiese sufrido un percance me asomé a la puerta y vi a
todo el mundo muy preocupado formando una piña en mitad del taller y mirando al suelo
todos hacia el mismo punto. Me acerqué corriendo temiéndome lo peor y me encontré al ex-
aprendiz tirado en el suelo, completamente inerte y de un extraño color morado. A mí me
parecía grave, o que estaba muerto o que se estaba muriendo. Todos corríamos alocados de un
lado a otro llamando a urgencias e intentando reanimarle. Unos querían sacarle a la calle para
que le diera el aire y otros opinábamos que era mejor no moverlo por si empeoraba su estado.
En esta discusión estábamos cuando apareció la ambulancia. Habían recibido un aviso de los
propios nanoides del moribundo. Creo que trascurrieron algo menos de cinco minutos desde
que se desmayó hasta que aparecieron. Realmente eran efectivos los condenados bichitos. Los
sanitarios atendieron al chico allí mismo y le practicaron las maniobras de reanimación con las
que pareció volver algo en sí. Mi jefe estaba con ellos en todo momento, con cara de
consternación e informándose de todo lo que los médicos decían. Le subieron entonces
rápidamente a la ambulancia en una camilla y salieron pitando hacia el hospital. Todos nos
quedamos mirando como desaparecía al final de la calle.
Cuando el ruido de la sirena se escuchaba ya muy lejano reaccionamos todos a una y con
gesto abatido y los brazos lánguidos a ambos lados del cuerpo, entramos de nuevo en el taller
sin mediar palabra. Estábamos algo asustados y abatidos por lo ocurrido y mi jefe decidió
darnos el resto de la tarde libre para que nos recuperásemos del shock. Le pregunté si sabía a
qué hospital le habían llevado porque quería acercarme a verle.
Los de la ambulancia le dijeron que le llevarían al hospital del centro, pero que según viesen
allí su estado, le ingresarían o le trasladarían a otro.
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Yo también me fui volando hacia la dirección que me había proporcionado para llegar lo más
rápido posible. Durante el trayecto iba dándole vueltas a la cabeza a lo sucedido y me venía a la
memoria una y otra vez aquella impresión de cambio en el aspecto del chaval que me había
dado nada más llegar de implantarse el SIB. Aquel extraño color de piel, aquella sobreexcitación
incontrolada y aquel inusual brillo en sus ojos. En aquel preciso instante creí que era debido a la
alegría que el chico tenía por haberse puesto por fin los nanos, pero ahora creo que él es uno
de los fallidos y aquellos eran los pródromos de su caso. Tampoco podía quitarme de la cabeza
la imagen de su cuerpo laxo, tirado en el suelo y como si le hubiesen teñido la piel en un baño
de añil oscuro. No sabía si durante esos minutos que estuvo desmayado había estado sufriendo
y deseaba con todas mis fuerzas que los sanitarios le hubiesen aplicado algún remedio para
paliarlo si es que padecía algún dolor. ¡Pobre chico! Si había alguna persona sobre la faz de la
tierra que deseara con vehemencia implantarse los nanoides ése era él.
Llegué al hospital indicado bastante alterado por la posible suerte del chico ya que me temía
lo peor. Me fui corriendo a la entrada de urgencias y descubrí en un lateral de la misma a la
ambulancia que le había recogido aparcada junto con otras y al conductor al lado fumándose
tranquilamente un cigarro mientras consultaba algo en su táctil. Me fui como un loco hacia él y
le pregunté por la suerte de mi infortunado amigo. Se puso muy serio y me dijo que él no era
sanitario y no sabía mucho de medicina, pero después de varios años como conductor de
ambulancia sabía que aquél era uno de los casos graves. Yo me eché las manos a la cabeza y no
pude por menos que exclamar: “¡Eso le pasa por empeñarse en meterse en el cuerpo los trastos
esos! Se lo dije que no lo hiciera, que eso no podía ser bueno, se lo dije…”
Cuando dije aquella frase el hombre se puso más serio aún, tiró el pitillo al suelo, lo pisó con
parsimonia y se acercó algo más a mí, para seguir hablando en un tono mucho más bajito que
antes, casi inaudible.
-Pues mire usted, yo no digo nada, pero desde hace mes y medio que han empezado con la
mierda esa ya son tres casos los que hemos atendido con los mismos síntomas: el ahogo, la piel
amoratada, la pérdida de consciencia… ¿Y que tienen todos en común? Pues que se habían
metido los bichos esos en sangre unas horas antes… -El hombre torcía el gesto asqueado. –A mí
no hay quien me quite de la cabeza que a esa gente por lo que sea no le sientan muy bien los
nanoides, que son incompatibles, vamos. Eso creo yo. Porque si no, dígame usted por qué sólo
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se me presentan esos casos después de que los pobres desgraciados se hayan tragado el cuento
ese de que los trastos son inocuos para el organismo. ¡Y una leche, inocuos! Nada más hay que
ver a esos inocentes amoratados que terminan en la morgue. –A mí sólo me daba tiempo a
asentir ante aquella verborrea imparable. –Ayer, sin ir más lejos, estuve hablando con otro
compañero y me contó de otro caso que él había tenido igual, ¡y era un niño, por Dios! En qué
cabeza cabe a esos padres meterles a sus hijos esa mierda por las venas, hombre, en qué
cabeza cabe… -El tono de indignación del sujeto iba creciendo exponencialmente mientras yo
asentía vehementemente, contento por haber encontrado al fin a alguien de mi misma opinión.
–Claro, como les engañan diciéndoles que es lo mismo que las vacunas pero mejor y que no va
interactuar para nada con los tejidos orgánicos. ¡Ja! Me río yo. ¡Que se lo digan a ese pobre
niño que se murió el otro día en la ambulancia del compañero! ¿Y sabe usted qué es lo que les
dicen a las familias los muy sinvergüenzas, sabe lo que les dicen? Pues los muy cabronazos,
porque es que no se les puede llamar de otra manera, los muy cabronazos les dicen a las
pobres familias que le han detectado una cardiopatía genética en el corazón, que lo tiene mal
formado de nacimiento y que si les hubiesen puesto antes los nanoides se hubiese salvado al
detectarlo a tiempo y haberle podido operar. ¡Pero serán hijos de su podrida madre! ¡Serán
hipócritas!
-¿Eso les dicen? –Me atreví a preguntar yo al tiempo que me acordaba de los escandalosos
casos nórdicos.
-¡Cómo lo oye! Eso les dicen. Y las pobres familias se quedan tan contentas, ¡claro! Ellos qué
se van a sospechar nada… ¿Y sabe usted qué es lo peor de todo?
Negué con la cabeza.
-Pues que el otro día indignado ya con tanto engaño y tantos tapujos me encaré con el
médico de planta, con el que se lleva los cuerpos abajo, y le dije que eran unos hipócritas y que
yo me sospechaba que lo que les explicaban a los familiares eran unas mentiras como castillos y
que como llevase a otro en la ambulancia así se lo pensaba decir a su familia. ¿Y sabe usted lo
que me dijo el muy cabrón? –Negué de nuevo. –Me dijo que la conducción de una ambulancia
era muy peligrosa, pero que no me preocupase porque si alguna vez sufría un accidente en este
hospital me cuidarían muy bien… ¿Se lo puede usted creer? –Ahora aspaventaba con los brazos,
indignado. –Me amenazó el muy gilipollas, ¡me amenazó a mí! Ahora, que a ese se la tengo yo
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jurada. Porque el otro día me pilló desprevenido y no supe reaccionar, pero como me le vuelva
a cruzar por los pasillos le ahogo hasta que sea a él el que se le ponga morada la cara. ¿Y sabe
qué pasa? Pues que aquí me tienen manía porque a mí no me ha dado la gana de meterme esa
porquería en mi cuerpo. Tuve la suerte de que me llamaron al segundo día de empezar y se lo
dije bien clarito a la sujeta que me llamó: “A mí no me toca ni mi madre…”, así se lo dije, tal cual
suena. Yo no me meto guarradas enfermizas en mi cuerpo. –Decía esto mientras daba unas
grandes caladas a otro cigarrillo que acababa de encender. –Y claro, me han cogido ojeriza y no
me soportan. Me quieren echar como sea y no les voy a dar pie para eso. No les daré ese
gustazo, no señor. –Entonces se quedó pensativo un segundo, me miró y apoyó su brazo en mi
hombro. –Chico, los siento por tu amigo, pero no creo que haya sobrevivido, de verdad que no
lo creo…
Yo le miré con cara de estupefacción e incomprensión, en aquellos momentos no me podía
creer que todo aquello que me habían contado Ramón y Félix se estuviese transformando en
una dolorosa realidad ante mis ojos, una realidad que yo contemplaba impotente y abatido, sin
saber cómo reaccionar ante ella. Bajé los ojos al suelo, incapaz de contener un par de
lagrimones que rodaron por mis mejillas hasta estrellarse con el asfalto.
-Lo siento de verdad, chico, lo siento. No he visto el cuerpo y no te lo puedo confirmar al cien
por cien, pero no tiene pérdida. Casi seguro que ha fallecido. Te acompaño en el sentimiento, si
mis sospechas se confirman.
Me sequé la cara con las manos y esbocé una triste sonrisa de agradecimiento por su
pésame. Posó entonces con fuerza sus dos manos en mis hombros y me miró fijamente a los
ojos mientras me preguntaba:
-¿Tú no te los habrás puesto, no?
De repente me tuteaba, como para dirigirse de forma más cercana a mí. Negué
rápidamente, como si la pregunta fuese una saeta envenenada.
-Aún no me ha tocado el turno.
-¡Pues ni se te ocurra decir que sí cuando te llamen! ¡Ni se te ocurra! No sea que te veas
como tu amigo por una tontería de moda pasajera… Te lo digo de corazón, eres un chico joven
y no merece la pena que te juegues la vida por una chorrada así.
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-Ya, yo ya tenía mis dudas al respecto con el tema…
-Pues que no te quepa ya ninguna. Esos bichos no traen nada bueno, pero nada bueno, te lo
digo yo. Esta gente –decía mientras señalaba al hospital, -son unos mentirosos que ocultan
algo. Estoy segurísimo. Este secretismo con los casos de gente a la que los trastos no les van
bien no es normal. Porque digo yo que si es verdad que eso ocurre y hay personas que son
incompatibles por lo que sea con eso deberían hacerlo público, ¿no te parece? Debería como
mínimo salir el ministro de sanidad y dar la cara y explicar lo que pasa a toda la población. Y
deberían también tomarse las cosas con más calma y hacer a la gente algún tipo de prueba
antes de meterles alegremente cosas en el cuerpo, ¿no crees?
-Sí, van demasiado rápido. Yo tampoco me fío.
-¡Eso digo yo! Que no me fío, que no me fío de todo esto, hombre.
Entornaba los ojos al dar caladas nerviosas al cigarrillo cuando el humo subía en lentas
volutas hacia ellos.
-Me gustaría ver a mi amigo, despedirme de él si pudiese. Se lo han llevado tan rápido del
taller y nos hemos quedado tan perplejos porque no nos esperábamos nada de esto…
Me debió ver cara de pena porque tiró el cigarro, lo pisó y se acercó aún más a mí. Me
señaló una de las puertas laterales que estaba discretamente apartada de las dos principales y
me dijo muy bajo:
-¿Ves esa puerta? Esa puerta lleva al sótano, a la morgue. Por allí es por donde se los llevan a
todos. Hace unos días me dijo un compañero que tuvo que bajar allí que es muy grande y hay
muchos pasillos y salas, que aquello es un laberinto y que huele muy raro, como a alcohol o
alcanfor, no me supo decir. A él no le dejaron pasar mucho hacia dentro, pero me dijo que
aquello le puso los pelos de punta. No sé, quizás sea aprehensión de saber que estaba en el
sótano con los muertos…
-¿Por allí los meten? –Le pregunté para corroborar la información al tiempo que me hacía a
la idea de la estupidez que estaba a punto de cometer.
-Sí, sí, es por ahí, estoy segurísimo. No te diré yo que bajes allí, chico, porque aquello debe
ser macabro con ganas, pero si te has quedado con la pena de decirle el último adiós a tu
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amigo… No sé, tú verás. Desde luego si te pillan te metes en un lío porque hay un montón de
carteles prohibiendo la entrada al personal no autorizado. Ni siquiera yo puedo entrar a no ser
que me lo pida algún médico para ayudarle en algo.
El hombre parecía sopesar las posibilidades que tenía de que aquello saliera bien en caso de
jugármela para entrar. Miraba al suelo y a la puerta alternativamente, dándole vueltas a la
cabeza al plan más factible.
-Tú quieres entrar, ¿no?
-Sí, sí, claro que quiero entrar. Aunque me pesquen.
-Bueno, pues te voy a echar una mano en lo que pueda, que te veo que eres un chico cabal.
Se metió de un brinco en la ambulancia y salió con una bata blanca de médico y una plaquita
identificativa de un tal Pedro Sánchez, que debía ser uno de los sanitarios del grupo que iba con
él y un dispositivo táctil de tamaño grande.
-Toma, ponte esto.
Me tendió la bata y al tiempo que me la ponía me fue explicando el plan de actuación.
-Tú lo que tienes que hacer es cruzar la puerta con aire despistado y tranquilamente, como
el que no quiere la cosa, como si fueses un residente de aquí y lo hubieses hecho ya un millón
de veces. Para disimular puedes hacer como que lees algo aquí. –Me tendió entonces el táctil. -
¡O mejor aún! Puedes hacer como que vas muy atareado escribiendo un informe a la vez que
andas, como si tuvieses mucha prisa y no te diese tiempo a sentarte a escribirlo
tranquilamente… -Miró a la puerta un segundo y siguió con la explicación. –Verás, yo nunca he
bajado, pero mi colega me dijo que al suyo lo metieron por la tercera puerta a la derecha. Eso sí
que le dio tiempo a verlo, así que yo creo que lo mejor es que intentes colarte por ahí, y
después... Después ya te apañarás para encontrar a tu amigo. Se ve que eres un chico listo y
apañado, estoy seguro de que lo conseguirás.
Me dijo esto último mientras me daba pequeños golpecitos en el hombro y me miraba de
arriba a abajo.
-Hala, pues ya está todo, ya puedes ir cuando quieras.
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Miré la puerta y emití un ruidoso suspiro a la vez que agarraba con más fuerza el táctil.
-¿Sabes lo que voy a hacer? Te voy a echar una mano si me es posible. Me voy a quedar aquí
vigilando y si viene algún colega con otro morado para meterlo ahí les voy a intentar retener
todo lo que pueda con alguna excusa para que no entren, ¿te parece bien?
-Sí, toda la ayuda que pueda tener será poca… -Sonreí tímidamente. Cuando iba a
emprender la marcha se me ocurrió la idea de pedirle su contacto al conductor porque me
parecía que su desconfianza con todo el tema del SIB era muy sana. Le tendí entonces la mano
y me presenté formalmente.
-No nos hemos presentado aún. Soy Pablo.
-Hola Pablo, encantado. Yo soy Carlos.
-Me gustaría seguir en contacto contigo por si me veo en la tesitura de que me ingresen aquí
de color morado… por lo menos me gustaría que mi familia supiese la verdad. –Mentí
descaradamente porque no tenía familia a la que informar si se diese el caso.
-Claro, claro. Espera. –Se escabulló otra vez dentro del vehículo y salió muy ufano con una
cajita. Era un tarjetero repleto de tarjetas de cartón. Hacía años que no veía ninguna de esas.
Sacó una y me la tendió. –Toma, es mi tarjeta. Me las hice hace años y aunque ya no se estilan a
mí me gusta llevarlas siempre encima. ¡Nunca se sabe! Mira si no ahora. –Me dedicó una
enorme sonrisa y me dio un apretón de manos muy fuerte que me dejó la mano derecha
dolorida.
Le di las gracias y sin más me encaminé hacia la puerta, siguiendo lo mejor que podía los
consejos que me había dado aquel hombre.
Crucé hacia el interior del edificio con aire despistado, clavando la mirada en mi táctil, como
el que no quiere la cosa. Caminaba con paso resuelto, lanzando cortas miradas al frente para no
tropezar con nada. En el interior había dos guardias de seguridad enfrascados en una discusión
acerca de una falta en el partido de futbol del día anterior. Levantaron la cabeza al verme
aparecer y yo me quedé en suspenso, mirándoles como un tonto. A mí no me gusta el futbol,
pero un compañero de trabajo es más que forofo y aquella misma mañana me había explicado
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esa misma jugada y lo que él pensaba de aquello, así que me tiré al charco e intervine antes de
darles tiempo a abrir la boca:
-No fue falta. El delantero estaba dentro del área pequeña y no hubo contacto físico. El
árbitro se lo inventó todo o tuvo visiones, una de dos.
Solté toda la frase de carrerilla, sin respirar, tal cual se la había oído a mi compañero, sin
entender ni papa y me quedé allí plantado, mirando alternativamente a los dos guardias,
esperando su reacción, que mucho me temía no iba a ser nada amistosa. Suponía que al ser
aquella un área restringida sólo para forenses y demás personal especializado, como mínimo
me echarían a patadas de allí al comprobar que era un intruso, o me arrestarían o algo peor… El
silencio se hizo tan incómodo que me costaba casi respirar de lo asustado que estaba. No
dejaba de repetirme a mí mismo que a lo hecho, pecho.
-¡Lo ves! –Uno de los dos guardias le dio un manotazo al otro en el hombro que casi lo
desequilibra. –Lo ves, si todo el mundo se ha dado cuenta de que ese árbitro está más ciego
que un topo, hombre. No tiene ni idea de nada. Tendría que haber elegido otro oficio.
El guardia agredido torcía el gesto con cara de muy ofendido, como si hubiesen insultado
gravemente a su propio padre, y miraba hacia unos táctiles que tenían en la mesa.
-Sí, eso mismo creo yo, ese árbitro es un inútil.
Dije eso por decir algo, para hacerme un aliado inconscientemente. De pronto sonó uno de
sus intercomunicadores pidiéndoles que acudiesen a otra planta. Aproveché aquel momento
para intentar escabullirme y les di la espalda, con la intención de adentrarme en el edificio. Solo
había dado dos pasos cuando uno de ellos me llamó la atención:
-¡¡Doctor!!
Yo creo que se me heló hasta la última gota de sangre en las venas. Me detuve en seco, con
la cabeza un poco hundida entre los hombros, como el que espera a que le suelten una
merecida colleja, y me giré despacio, poniendo toda la cara de inocencia que en aquel
momento pude componer. El guardia cogió un táctil y se acercó a mí en dos zancadas.
-Doctor, espere un segundo, tiene que firmar el registro.
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Me tendió el táctil que me quedé mirando con cara de angustia ya que yo no tenía los nanos
y no podría identificarme en la pantalla. Rápidamente me inventé una historia como mejor
supe y se la espeté con la mayor naturalidad del mundo:
-Uuuuyyy… Pues no me voy a poder registrar así, me vas a tener que dar un lápiz para que
firme, aún no tengo los nanoides.
-¿Que aún no?..
-Como lo oye. –Le interrumpí sin dejarle respirar. –Cuando los pusieron en el hospital estaba
de congreso en Alemania y acabo de volver, hasta pasado mañana no tengo la cita para la
inoculación… Uuufff. –Bufé fuertemente y puse los ojos en blanco, reflejando mi supuesto
hastío. –La verdad es que es una castaña. Le dije al jefe de planta que me dejara en casa hasta
que me los pusieran pero no ha querido, hay mucho trabajo acumulado.
El otro guardia se estaba poniendo nervioso porque tenían prisa por acudir a la llamada.
Rebuscó en un cajón y sacó uno de los antiguos lápices ópticos, tendiéndomelo a la vez que me
ordenaba perentoriamente:
-¡Firme aquí!
Obedecí raudo y le devolví el táctil al primer guardia.
-Gracias. Ya sabe, es que si no se ponen muy pesados cuando la gente entra y sale y no se
registran.
-Claro, claro, es lógico.
Le llamó la atención apremiándole el otro guardia que ya estaba en el ascensor para que se
reuniese con él y se fueron juntos.
Aceleré el paso y me detuve en la tercera puerta, la que me había indicado Carlos. Con los
nervios de la accidentada excursión no había reparado al entrar en el fuerte olor presente por
todos lados, como a formol mezclado con un potente desinfectante o algo similar. Tampoco me
había parado a meditar mucho la decisión que había tomado de entrar allí. Simplemente se me
presentó una oportunidad factible y la aproveché sin más. Quería saber si de verdad mi
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compañero había muerto y cuál era la causa, aunque mucho me temía que los nanoides tenían
algo que ver, o más bien todo que ver.
Me quedé allí plantado, en medio del pasillo, con el picaporte de la puerta agarrado
firmemente pero sin abrirla y con el corazón tan acelerado que creía que lo iba a echar por la
boca. De repente oí que se abría una puerta cercana y me metí en la estancia de un brinco.
Cerré la puerta a mis espaldas para no llamar la atención.
Lo primero que noté fue el frío que hacía allí, como si toda la sala fuese un congelador
gigante. Había muchas neveras al fondo, empotradas en la pared, como las de las películas, y
dos mesas de autopsia.
Me puse inmediatamente nervioso por no saber qué hacer. Excepto aquello no había más
allí. No sé qué me había imaginado que ocurriría al embarcarme en aquella excursión, ¿que
estaría allí el cuerpo de mi amigo con un informe al lado dedicado a mí? Giré sobre mí mismo
dos o tres veces para ponerme en situación y despejar la cabeza.
Me acerqué cautelosamente a las neveras y con la mano temblando de manera
incontrolable abrí una al azar. Allí aparecieron dos pies de mujer. No puede evitar una arcada.
Yo nunca había visto a un muerto y con solo ver un par de pies con la uñas pintadas de rojo y la
silueta de su cuerpo en penumbra destacándose dentro del cubículo me provocó una reacción
de malestar y mareo. A pesar del frío gélido que hacía allí comencé a sudar por todos los poros
de mi piel y a intentar retener dentro del estómago lo que había comido.
Cerré la puerta, inspiré hondo y abrí otra más sin resultado positivo. Abrí unas cuantas
puertas más aleatoriamente pero no encontré nada. Una vez descubierta la pegatina
identificativa ya no miraba nada más, sólo el nombre del pobre desgraciado que estaba
helándose allí. Los cadáveres parecían estar ordenados según fechas.
Empezaba a ponerme más y más nervioso a medida que pasaban los minutos y no
encontraba nada. Decidí no perder más tiempo allí y volver sobre mis pasos. Quizás la
información que le habían dado al conductor de la ambulancia no era correcta. Asomé la
cabeza por el hueco de la puerta para cerciorarme de que no había nadie y salí cautelosamente.
Seguí avanzando en dirección contraria a la del puesto de los guardias que aún no habían
regresado y me adentré por los pasillos, leyendo los letreritos de las puertas con la esperanza
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de dar con una pista. Yo sabía que no iban a poner en ninguno de ellos la palabra “morados”,
pero ya que me había metido en aquel lío no me iba a rendir con tanta facilidad, estaba
dispuesto a arriesgar aunque me pescasen.
Había recorrido ya todo el pasillo principal y parte de otro secundario cuando oí voces que
se acercaban a mí. Me metí en la primera puerta que encontré abierta y me quedé escuchando
para asegurarme de que las voces pasaban de largo.
Aquello era el despacho de algún médico con varios ordenadores uno de los cuales estaba
encendido. Por curiosidad eché un vistazo mientras hacía tiempo. En la pantalla aparecía un
informe forense de la muerte de un sujeto cuya jerga no supe descifrar. Intenté abrir más
archivos y busqué el nombre de mi amigo, pero allí no apareció nada. Aquel médico debía ser
de la vieja escuela porque tenía por encima de la mesa varios papeles y bolis, así como unos
cuantos post-it con recordatorios pegados en la pantalla del ordenador. Uno de ellos me llamó
la atención: “Llamar a Pepe a las 7 para autopsia SIB nº4 en sala 2”.
Creí recordar haber visto antes aquella sala 2 y estaba seguro de que mi compañero estaba
allí. Eran las 4:30 de la tarde y me imaginaba que aún no habría nadie, hasta las 7 tenía tiempo.
Salí de nuevo y todo estaba tranquilo. Volví hacia atrás en mi recorrido y rápidamente revisé
todos los letreros hasta que di con la sala indicada.
Aquella era otra sala de autopsia exactamente igual a la primera en la que había estado pero
de tamaño más reducido. Me fui como loco hacia las neveras y empecé a abrirlas
metódicamente. Estaban todas vacías excepto la de en medio. Al abrirla retrocedí un par de
pasos, espantado. Allí había dos pies completamente morados. Me temblaban las manos y las
piernas y una nueva arcada casi me obliga a vaciar el estómago. Conteniendo la respiración
inconscientemente me acerqué despacio y leí la pegatina identificativa. Era él.
Se me cayó el alma a los pies. Allí estaba yo, frente al cadáver de mi compañero, tan
vivaracho apenas unas horas antes y ahora muerto, o más bien asesinado impunemente por la
incompetencia o perversidad de unos gobernantes que habían dado luz verde a un proyecto
que aún no estaba bien desarrollado y que le costaba la vida a un porcentaje de la población,
que por pequeño que fuese y aunque a ellos les pareciese asumible por la exigua cantidad que
representaba, eran vidas humanas. Eran hombres, mujeres y niños los que morían, personas
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que tenían sus vidas y que eran inocentes. Ellos colaboraron de buena fe con el Estado y a
cambio ¿qué recibían?.. la muerte. Ese era el pago por su colaboración. “Bajas asumibles” supe
unos meses después que les llamaban…
Me armé de valor y agarré el extremo de la bandeja para extraerla y poder ver su cara con
claridad y entonces volví de nuevo a oír voces que se acercaban y se paraban al otro lado de la
puerta. Oí que alguien maniobraba con el picaporte para entrar y sólo me dio tiempo a cerrar
abruptamente la nevera y esconderme dentro del primer sitio que se me ocurrió. Este era un
armarito con uniformes de médicos y enfermeros y algunos zuecos blancos. Era bastante bajito
y me tuve que encajar a presión como pude, sujetando la portezuela por dentro para que no se
abriese.
Al otro lado podía oír la voz de un hombre canturreando mientras movía cosas metálicas de
un lado a otro. Supuse que eran los materiales necesarios para las autopsias ya que, a pesar de
la pequeña rejilla de ventilación que tenía el armarito en la parte superior, mi ángulo de visión
era bastante malo, sólo abarcaba la puerta de entrada y poco más. Estando allí atrapado en una
postura imposible se me pasó por la cabeza que quizás me tuviese que tirar en esa pose mucho
tiempo.
El hombre que estaba dentro dejó de mover cosas y se encaminó hacia la puerta para salir.
Justo antes de eso le sonó el teléfono y descolgó con el picaporte ya en la mano.
-¿Sí?... Ah, vale, es ahora… Que se ha adelantado porque el turno está completo… Ya, ya, me
lo imaginaba… Vale, a mí me parece bien, pero ahora mismo no puedo, ¿te viene bien en media
hora? Tengo que subir a la primera planta para hablar con Rosa… Ya, eso es… Vale, vale,
entonces te veo aquí en media hora. Hasta luego.
Salió acto seguido pero con tanta prisa que se dejó su táctil en la mesa de al lado. Salí yo
también de mi escondrijo, medio entumecido a pesar el poco tiempo que había estado y no
pude evitar echar un vistazo al táctil antes de salir. Me entretuve unos segundos husmeando
hasta que encontré un archivo del SIB. Era un informe de una autopsia de un niño,
probablemente al que se refirió Carlos. Cuando lo descubrí quise enviarlo a la nube para
recuperarlo después, pero aquello era fácil de rastrear y si se daban cuenta tendría problemas.
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Opté por otra solución más sencilla. Cual espía cutre saqué mi intercomunicador y me
dispuse a echar fotos de todas las páginas. Aunque la cámara que tenía no era nada del otro
mundo, para esa labor me sobraba. Terminé la tarea en poco tiempo y antes de salir no pude
por menos que mirar hacia la nevera en la que estaba mi amigo y despedirme de él, deseándole
que allí donde estuviese ahora fuese mejor que lo que había conocido aquí.
Salí entonces huyendo a toda prisa y rezando para no cruzarme con nadie en el camino
porque ya se me había acabado la inventiva y no sería capaz de encontrar una excusa para la
incursión.
Llegué sin contratiempos al pasillo principal y antes de atravesarlo me paré unos segundos
para calmarme e intentar aparentar toda la normalidad posible. Enfilé entonces el recorrido
con los ojos clavados en el táctil y llegué a la entrada. Los guardias estaban allí de nuevo pero
ambos miraban fijamente a una de las pantallas y comentaban algo por lo bajini, soltando
alguna que otra risita. Entretenidos como estaban aproveché para atravesar la puerta y salir.
Cuando respiré el aire templado de la calle tuve una sensación de libertad que nunca había
sentido. Todo me parecía que era más hermoso y con colores más ricos. Cerca de allí estaba la
ambulancia de Carlos con él al lado fumando de nuevo, solo que sin aquella flema de hacía
media hora, quizás por los remordimientos de haberme incitado a entrar y ver que aún no salía.
Cuando me vio se le iluminó la cara. Tiró el cigarro al suelo y lo pisó con un gesto característico
mientras sonreía.
No había avanzado ni tres metros cuando uno de los guardias de seguridad salió corriendo
detrás de mí y gritando:
-¡Doctor, doctor, espere! Tiene que firmarme la salida y decirme el hospital de su residencia
que en esta base de datos no me aparece, hay un error…
Me paré en seco con cara de pavor al tiempo que el guardia me alcanzaba con el táctil en la
mano. Lo cogí parsimoniosamente, firmé la salida y se lo devolví, pero el hombre siguió con su
retahíla:
-El hospital de residencia, tiene que ponerme su hospital que si no luego me dan la lata.
-¡Ah!, sí.
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Cogí de nuevo el táctil y disimuladamente eché una mirada de auxilio al conductor de la
ambulancia, quien la captó enseguida. De repente, cuando estaba a punto de poner el nombre
el hospital más grande que conocía, por si sonaba la flauta, lo que sonó fue la estridente sirena
de la ambulancia que nos sobresaltó a todos. Acto seguido salió de ella Carlos y se acercó
corriendo a nosotros con cara de urgencia. Se dirigió a mí haciendo caso omiso del guardia y me
dijo:
-Doctor Sánchez, rápido, hay una urgencia grave en la calle Desamparo.
-Pues vámonos entonces.
Le devolví el táctil al guardia de seguridad que me seguía pidiendo el nombre del hospital.
Justo antes de subirme a la ambulancia le grité el nombre del primero que se me vino a la
cabeza y salimos pitando de allí. Nunca podré agradecerle lo suficiente a ese hombre la ayuda
que me prestó entonces. Ese día me di cuenta de que sigue habiendo gente buena que te
presta su ayuda desinteresadamente.
Una vez que nos hubimos alejado algo me relajé en el asiento y ambos nos echamos a reír
como dos tontos. Le relaté brevemente mi peripecia y que había encontrado el cuerpo de mi
amigo en una nevera de un extraño color morado, pero obvié el tema de las fotos que hice al
informe forense, eso me lo reservaba para Ramón y Félix, en los que confiaba plenamente.
Me preguntó dónde quería que me acercase ya que habíamos abandonado el hospital y le di
la dirección del bar donde sabía que a aquella hora estarían mis dos amigos.
Cuando entramos me lanzaron ambos una mirada de sorpresa al verme acompañado por un
hombre desconocido y vestido con uniforme sanitario.
Les presenté a Carlos y les invité a una ronda, para relatarles mientras la tomábamos toda mi
peripecia de aquella tarde y el triste fallecimiento de mi compañero. El conductor, al verse
rodeado de otras personas que pensaban lo mismo que él acerca del SIB, comenzó a
reportarnos casos de afectados de los que él sabía por sus compañeros de trabajo. Los había de
todo tipo, desde picores y rojeces en la piel con extraños hilillos de colores en las zonas
afectadas, hasta insuficiencias cardíacas y respiratorias, e incluso los casos más graves que eran
de fallecimientos por los nanoides. Los casos leves conseguían solucionarlos los médicos
reinyectando una nueva partida de nanos, según le había contado una amiga enfermera. Y
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aunque nosotros sabíamos el desenlace fatal de esos casos a pesar de la reimplantación de los
nanoides, no le dijimos nada para no alarmarle y porque noté que la desconfianza natural de
Ramón y Félix afloraba con cada palabra que pronunciaba, midiendo exactamente lo que
decían en aquella conversación, aunque yo sabía que ambos tomaban buena nota de los datos
de primera mano que nos proporcionaba confiado el conductor.
Cuando se fue les conté a mis amigos lo de las fotos de aquel informe que me dio tiempo a
hacer y abrieron los ojos como platos al verlo, porque era el primero del que tenían una prueba
real y no un comentario de alguien que lo había visto o leído. Con manos ávidas me arrancaron
el intercomunicador de las mías y juntaron sus cabezas para ver al unísono las fotos para
intentar leer su contenido. Como la pantalla era reducida y la calidad de las mismas no muy
buenas, se podía hacer a duras penas y había trozos que no se entendían en absoluto, así que
les prometí que al día siguiente bajaría con ellas grabadas en una memoria externa para que
pudiesen analizarlas tranquilamente en el ordenador de sus casas.
Ramón tenía uno que había comprado por lo menos hacía 16 años y que nunca había
conectado a la red y al que él denominaba: “mi dinosaurio”.
Era tan paranoico en esos temas que cuando lo adquirió, inutilizó el wifi y el bluetooth, y
jamás lo conectó a ninguna red. Había hecho que le instalasen el software necesario en la
tienda antes de llevárselo a casa y ya no lo había vuelto a actualizar jamás. Si necesitaba algún
programa nuevo intentaba agenciárselo en soporte físico, y como ya había muchos que solo se
podían conseguir por la red, pues lo dejaba pasar y se apañaba con otra cosa cualquiera antes
que una conexión inalámbrica o física mancillase su ordenador, por eso me pidió que le hiciese
el favor de intentar sacárselos en papel. Revolví cielo y tierra y finalmente encontré a un amigo
de un amigo que aún conservaba una de las antiguas impresoras.
Tal como prometí le di los documentos a la siguiente tarde y los estuvo analizando en su
casa durante unos días, a ver si podía sacar alguna conclusión.
En el trabajo el ambiente estaba enrarecido. Los compañeros que ya se habían implantado el
SIB estaban con la mosca detrás de la oreja, aunque el jefe nos explicó el día que fuimos al
entierro que había muerto por una malformación de nacimiento que tenía en el corazón, y que
si el SIB hubiese estado activo unos meses antes se lo habrían detectado a tiempo. Tanto en el
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velatorio como en el entierro la madre y la hermana mayor lloraban desconsoladamente sin
parar y se quejaban amargamente de la mala suerte que habían tenido por no haber puesto en
nuestro país el SIB antes. A mí se me iban unas y me venían otras de decirles la verdad, pero no
me atreví. Me iban a tratar de loco y además no tenía pruebas reales, solo sospechas y
conjeturas.
Cuando fuimos al tanatorio a dar el pésame a la familia algunos compañeros y yo, me quedé
atónito al comprobar el fino trabajo de maquillaje que habían hecho con el cadáver. El sudario
tapaba la casi totalidad de la silueta excepto la cabeza, cuya faz aparecía ante mis ojos con un
saludable color rosado que yo creo que no le vi lucir ni siquiera en vida. Durante aquel par de
horas que estuvimos acompañando a la familia me quedaba a veces durante varios minutos
contemplando su relajado rostro que me parecía el de una persona que por fin había
encontrado la paz, y no podía dejar de preguntarme a la vez si debajo de aquel impoluto
sudario blanco el resto del cuerpo seguía estando de ese extraño color morado que yo había
visto con mis propios ojos.
Aquel día, cuando introdujeron el féretro en el nicho acompañado por los llantos
desconsolados de su familia de fondo y un silencio sepulcral por parte del resto de asistentes,
me juré a mí mismo que jamás me pondría los nanoides, aunque tuviese que pasar el resto de
mis días pidiendo la voluntad como un mendigo en las calles por no poder trabajar.
pág. 79
4.
Con el tiempo todo volvió a la normalidad rutinaria y una muerte no es una excepción. Las
primeras semanas en el trabajo comentábamos a veces la mala suerte que había tenido el ex-
aprendiz y la pena que suponía que hubiese fallecido tan joven, pero pasaron algunos meses y
ya nadie parecía recordar al malhadado chaval que había desaparecido. La rutina es capaz de
encenderte el piloto automático y descartar todo aquello que no entra dentro de su ámbito.
A las dos semanas de haber enterrado a mi compañero me llamaron a casa para
comunicarme de que me había llegado el turno de inocularme el SIB. Me negué a ello
cortésmente, estaba convencido de no ponérmelo a no ser que me obligasen con violencia
como mínimo. En casa no dije nada a las dos parejas que compartían piso conmigo, ya que
todos ellos lo tenían ya puesto y de momento no llamábamos la atención los que no lo
teníamos.
Yo seguía usando mi cartera con toda mi parafernalia de tarjetas indentificativas, del banco y
demás, y la pulsera que tantos sudores me costó conseguir, aunque ya no la llevaba en la
muñeca, sino en los bolsillos del pantalón, para no llamar la atención sobre ella, y únicamente
la colocaba en su lugar cuando tenía que hacer algún trámite en el que me era imprescindible.
En el trabajo tampoco comenté nada porque, sorprendentemente para mí, todos sin
excepción se habían implantado el SIB, incluido mi jefe al que sí se lo tuve que decir, ya que al
no tenerlo le complicaba sobremanera todo el papeleo referente a mi persona. No me puso
cara de buenos amigos el día que se lo dije, y me tuve que inventar una excusa pasable para
que comprendiera mi postura. Esta fue que desde que falleció el chico el mismo día que se
había puesto los nanoides les había cogido tal aversión que me daba pánico el ponérmelos
porque me parecía que me iba a morir yo también.
Mi jefe me dijo que todo aquello era una sarta de ñoñerías y que todo el mundo en el taller
los llevaban puestos, incluido él mismo, y a nadie le había pasado absolutamente nada, es más,
pág. 80
todos estaban muy contentos de haberlo hecho ya que era un avance logístico tremendo y te
ayudaba mucho en el día a día. Me recordó también que el chaval había muerto a causa de una
malformación cardíaca y que no tenía nada que ver con el SIB.
Aquello me calentó un poco la lengua y le comenté que tenía un conocido sanitario, sin
especificar más, que me había dicho que no era el primer caso del que tenía noticia de un
fallecimiento relacionado con los nanoides. Mi jefe no daba su brazo a torcer, defensor
acérrimo como era del SIB al igual que todos los empresarios del país a los que reducían
bastante la cantidad de impuestos a pagar al Estado por cada empleado con el SIB puesto, y me
llamó paranoico y miedica.
Para aplacar los ánimos e impedir que la discusión subiese de tono y llegase a despedirme
incluso, le prometí que en cuanto se me pasase el susto de la muerte de mi amigo me lo
pondría, que me dejase unos meses para olvidarme un poco de aquel trauma. Así lo definí. Es
cierto que había sido un golpe para mí ver morir a un compañero tan joven, aunque aquello no
me había traumatizado en absoluto pero me tuve que poner dramático para convencer a mi
jefe aunque fuera someramente.
Ya habían pasado ocho meses desde aquella conversación y mi jefe no me volvió a comentar
nada, pero la espada de Damocles del despido pendía constantemente sobre mi cabeza, lo
sabía por la cara de desprecio con la que me miraba al cruzarse conmigo y por las broncas
constantes que me caían sin venir a cuento. Tanta era la inquina que me estaba tomando y tan
injustas sus regañinas que hasta los compañeros de trabajo se dieron cuenta y me terminaron
preguntando la causa. A esas alturas del cuento ya me daba igual que la gente supiera si tenía o
no tenía el SIB en vena, porque mi vida ordinaria a medida que pasaba el tiempo se me
complicaba sobremanera y yo mismo estaba cabreado conmigo por aquella cabezonería de no
ponerme los nanos, así que les expliqué mi situación de los últimos meses para que
entendiesen la razón del enfado de mi jefe, y que se despejase cualquier duda acerca de mi
profesionalidad.
Cuando supieron esto pusieron todos cara de estupefacción y alguno que otro me dijo que
aquella cabezonería mía eran ganas de buscarse problemas innecesarios y de complicarse la
vida tontamente. Yo no tenía una excusa convincente del porqué no me había puesto los nanos,
salvo la paranoia conspirativa que me pegaron Ramón y Félix acerca del futuro de la
pág. 81
nanotecnología, así que les tuve que decir algunas verdades a medias y unas cuantas excusas
que hasta a mí me parecieron flojas, aunque por lo menos mis explicaciones me sirvieron para
limpiar mi honor laboral ya que todos empezaban a creer que últimamente metía la pata en los
diseños, y nada más lejos de la realidad.
Solamente uno de mis compañeros me apoyó sinceramente, era el primer oficial que había
tenido al mando al ex-aprendiz y al que le había dolido más su muerte por haber forjado una
relación más estrecha con él. Cuando la reunión improvisada para explicarles todo a mis
compañeros se disolvió sólo se quedó él y me dijo que entendía mi reticencia a ponerme los
nanoides y que si pudiera dar marcha atrás después de lo que le pasó al chico, él tampoco se los
pondría porque no le cuadraba mucho la historia de la malformación cardíaca, más bien creía
que en su muerte había tenido algo que ver el SIB.
Desde que le di las copias del informe forense a mis amigos hacía ya 8 meses aún no me
habían comentado nada y cada vez que sacaba el tema me decían que lo estaban estudiando
aún, que era muy complicado y que se lo habían pasado a expertos del grupo para que lo
investigasen detenidamente. Yo sospechaba que tanto detenimiento no era bueno para nadie y
que había algo que no marchaba del todo bien. Me estaban ocultando alguna cosa. También yo
había intentado descifrar aquel galimatías sin suerte alguna. La jerga médica era
incomprensible para mí y solo podía hacerme una idea general de la conclusión que indicaban
en aquel informe: Que los nanos habían tenido la culpa de la muerte de aquel sujeto, había
sufrido una especie de reacción alérgica de su organismo que se había atacado a sí mismo en un
intento vano de deshacerse de los intrusos y éstos a su vez se habían defendido. El cuerpo
humano como campo de batalla. Consecuencia: la muerte por fallo multiorgánico, en especial
de los pulmones, de allí el color morado de la víctima. Eso era lo que yo entendía grosso modo.
El forense que firmaba este caso y que se veía que debía ser un tipo legal, aconsejaba en el
mismo que antes de seguir con la implantación del SIB se hiciese una prueba con un cultivo de
células de cada sujeto y algunos nanos, para asegurarse de que no habría problemas una vez
inoculados en el susodicho. Y concluía que en los casos extremos de incompatibilidad total se
siguiese con el método de las pulseras, descartándose por completo los nanoides en estos
casos. Este informe era de la segunda semana del comienzo del SIB, habían pasado ya unos diez
meses y, que yo tuviese noticia, ni se habían parado las inoculaciones ni se había permitido
pág. 82
que a los voluntarios que querían ponérselo se les hiciese un estudio de compatibilidad inicial.
Las recomendaciones de este profesional había caído en saco roto, pero yo internamente
agradecía que no todos los implicados en este sistema fuesen unos depravados a los que les
resultaba indiferente el prójimo o unos pasotas acomodaticios a los que sólo les importaba
cobrar a fin de mes. Aquello me consolaba algo.
Por esa época ya habían concluido la implantación masiva de los nanoides, que en España
había supuesto un éxito por la gran acogida que había tenido entre el público. Solo un pequeño
porcentaje de la población había declinado el ponérselos y a medida que transcurrían los meses
y a los parias del SIB se nos hacía más y más complicada la vida y cada pequeño detalle se
transformaba en una dificultad, muchos de los que en un primer momento se negaron,
acabaron pasando por el aro al resultarles muy pesado luchar contra el sistema. Solo unos
cuantos cabezotas resistíamos los envites del mismo y luchábamos a diario contra viento y
marea.
Este porcentaje de datos nos los había proporcionado uno de los grupos de Ramón y Félix y
eran bastante estimativos ya que el Estado jamás había hecho público nada de esto. En el resto
del planeta los porcentajes de los países que habían acogido esta tecnología eran más o menos
los mismos, exceptuando en los que su inoculación era obligatoria como en China, países estos
en los que los parias desaparecían discretamente del escenario para no dejar rastro.
A los que no quisimos ponernos el SIB nos empezaron a denominar “discapacitados
nanotecnológicos”. Ese era el palabro oficial que se había inventado el Estado para agruparnos
bajo un denominador común que sonara rimbombante y algo peyorativo, pero a pie de calle
nos llamaban los parias. A mí no me importaba en absoluto cómo me llamase el Estado o mis
compatriotas, yo lo que quería era que no me obligaran a ponerme los trastos.
Las cosas empezaron a ponerse realmente más complicadas para mí después de que pasó un
año y medio del SIB. Poco a poco el sistema y todas sus rutinas se fueron ajustando a esta
nueva tecnología y los ciudadanos ya la habían asimilado por completo al cabo de ese tiempo.
Además se hicieron varias actualizaciones que tuvieron mucha fama entre la población, sobre
todo las referentes a la salud, las finanzas y las laborales.
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Los nanoides habían llegado a tal extremo de precisión que el cien por cien de las
enfermedades o patologías que sufrían sus inquilinos eran detectados y diagnosticados sin
error en las primeras 24 horas de su aparición, con lo que los afectados iban al médico y éste ya
tenía un diagnóstico acertado sin haber movido un dedo, y además los bichos le sugerían
también el tratamiento a poner, con lo que los facultativos de la medicina ya no se quebraban
mucho la cabeza en el desarrollo de su profesión y respetaban tanto el fondo como la forma
que la nanotecnología les iba marcando. Además los pocos que no veían con buenos ojos las
nuevas directrices del Ministerio de Sanidad o eran destinados al último rincón de la geografía
española o simplemente dimitían, ya que la sanidad privada, cada vez más poderosa y
omnipotente, era totalmente favorable a la nueva tecnología porque le suponía unas ganancias
incalculables al año. Y esto era por una sencilla razón: todo el costo del desarrollo, la
adquisición y la implantación de los nanoides, al menos en Europa, había sido asumido en su
totalidad con dinero público. Eran las arcas de los Estados las que habían hecho frente a
semejante dispendio del que se beneficiaban en especial las empresas de sanidad privada que
no habían puesto sobre la mesa ni un euro previo, pero que recogían alegremente la cosecha
que otros habían, habíamos financiado.
Además del ahorro que les suponía el aprovecharse de estos recursos sin dar nada a cambio,
comenzaron a reducir drásticamente sus plantillas de personal médico. ¿Para qué necesitaban
de facultativos si los nanoides se encargaban de la diagnosis y de buscar su tratamiento? Los
médicos pasaron a denominarse “aplicadores de tratamientos”, y ya casi cualquier inútil de tres
al cuarto podía desempeñar esta labor. Para este nuevo nicho laboral ya no se necesitaba sufrir
interminables años de carrera universitaria y posteriores exámenes para conseguir la residencia
y más sufrimientos estudiando las especializaciones. Ahora se enseñaba en una especie de
estudios técnicos que duraban tres años el software nanotecnológico, o sea, cómo interpretar y
comprender a los nanoides para aplicar con efectividad los tratamientos que prescribían y saber
contrastar someramente los mismos con unos vademecums que se compilaron
informáticamente para tal efecto.
Solamente en las dolencias graves los médicos seguían aplicando sus conocimientos y
sabiduría al servicio del ser humano, y curando a los pacientes, a veces por medio de
improvisadas diagnosis de enfermedades difíciles de definir. Gracias a Dios la nanotecnología
aún no había conseguido superar al ingenio humano ya que sólo eran, al fin y al cabo, una base
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de datos aplicada a las enfermedades, y los hombres éramos sus creadores con todas nuestras
virtudes y todos nuestros defectos.
El problema añadido que tuvimos los parias en los casos sanitarios fue que los médicos, los
verdaderos profesionales de toda la vida, fueron desapareciendo, diluyéndose en un entorno
que no los necesitaba, con lo que a los que no teníamos los bichos en nuestro cuerpo nos
resultaba más difícil encontrar profesionales que supiesen diagnosticar y tratar una
enfermedad a medida que transcurría el tiempo desde la implantación del SIB. Y a los que
quedaban y que aún eran amantes de su profesión médica y querían desarrollarla, les ponían
todas las barreras posibles para que no les fuese posible, ya que en caso de diagnóstico
contrario al SIB, prevalecía para la sanidad el de los nanoides, con lo que a los médicos se les
empezó a dar completamente de lado. Se convirtieron en simples expendedores de recetas
médicas que firmaban porque el Estado aún no se había atrevido a automatizar completamente
el proceso. Y era aún mucho peor porque cuando por fin conseguías cita con algún facultativo
después de haber tenido que ir en persona al centro médico porque ya no funcionaban
correctamente la mayoría de las veces las pulseras para este tipo de trámites, una vez que te
reconocía y te prescribía un tratamiento, tardaban del orden de quince a veinte días en
proporcionártelo en las farmacias. Por supuesto todas las personas con problemas de salud que
aún no tenían los nanos, se habían pasado inmediatamente al otro bando al experimentar en
propia carne el sadismo del sistema.
En el ámbito económico las cosas no estaban mucho mejor para los parias. Todo aquel que
tenía los bichos en el cuerpo había conseguido una mejora en su economía personal
incrementando su saldo bancario en un 9%. Los nanoides gestionaban sus cuentas bancarias
como el mejor inversor que se pudiese contratar y controlaban sus ganancias y sus gastos al
céntimo, informándoles de las mejores opciones de inversión de los mercados. Como debido al
auge financiero que sufrió la economía a nivel mundial la gente disponía de más dinero que en
años anteriores, había disponibilidad del mismo para invertirlo en las sugerencias de los nanos
y ganar más dinero así.
Igual que en el caso de la salud, los nanoides en las finanzas eran muy eficientes. Cuando les
recomendaban invertir o comprar o vender algo, era mejor hacerlo porque si se les pasaba la
oportunidad con toda seguridad que se perdía un dinero extra. Al principio hubo a algunas
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personas de carácter más derrochador a las que les costó aclimatarse a esta nueva situación, y
llegaron incluso en algunos medios de comunicación a tachar de “agarrados” a los nanos
porque, según les indicaba sus software, no te resultaba nada fácil gastar ni un euro más de tu
presupuesto aunque a ti se te antojase lo contrario.
Se quejó bastante gente por esta causa al Ministerio Nanotecnológico y finalmente cedieron
y tuvieron que modificar el software con dos versiones: una para los ahorrativos y otra para los
gastadores, pudiendo activar una u otra según la conveniencia del sujeto y durante el tiempo
deseado. Para los dos tipos de personas supuso un avance porque los nanos se encargaban de
muchas gestiones de las que tú ya no te tenías que ocupar y que tenían perfectamente
controlados.
A la par que otros aspectos relacionados con el SIB iban evolucionando, así lo hacía también
en el ámbito laboral. En mi caso fue de mal en peor. En un principio pude convencer a mi jefe
de que tenía aversión a ponerme los nanoides por la repentina muerte del joven compañero,
pero cuando se cumplieron dos años de la puesta en marcha del sistema y yo seguía en mis
trece, las relaciones con él se empezaron a deteriorar más rápidamente de lo que me habría
imaginado porque para él yo le suponía una pérdida de recursos, de tiempo y de dinero por los
numerosos trámites que tenía que gestionar continuamente relacionados con mi persona. Con
los otros empleados no tenía problema alguno, simplemente iban a diario a trabajar y una vez
al mes se pasaban por el despacho de administración para que sus nanos se comunicasen con
los receptores que gestionaban la información y actualizasen sus datos. Esos receptores los
tenían ya en todas las empresas desde el principio del cambio. No tenían que hacer nada más .
Todo se renovaba o actualizaba automáticamente y aquello de las gestorías que realizaban el
papeleo relacionado con los empleados pasó a la historia.
Al mes siguiente del segundo aniversario del SIB mi jefe me llamó muy serio a su despacho y
me dijo que la empresa ya no iba a emplear más recursos innecesarios en mí. Que estaban muy
contentos con mi trabajo y el rendimiento que tenía pero que no les compensaba, máxime
cuando aquel mes habían tenido que contratar un seguro de accidentes especial para mí
porque las aseguradoras ya no querían cubrir a la gente que no tenía los nanoides. Que sólo le
quedaban dos opciones, o despedirme o reducirme el sueldo a la mitad para poder costear con
el resto del mismo los gastos extras que yo ocasionaba al taller.
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Durante los meses anteriores yo ya había comentado mis dificultades laborales con Ramón y
Félix en varias ocasiones y cómo a medida que pasaban los meses mi situación se iba
degradando, con lo que me temía que o pasaba por el aro finalmente o me despedían. Ellos me
habían aconsejado que me pusiese en tratamiento psicológico por aversión extrema a la
inoculación de los nanoides en el organismo, que era lo que la gente en mi situación estaba
empezando a hacer a causa de las presiones laborales y como única alternativa. Los
tratamientos psicológicos eran largos, de varios meses, y el Estado se hacía cargo de todos los
gastos sanitarios así como de la mayor parte de las cotizaciones que el empresario tenía que
hacer habitualmente por el trabajador en toda la duración del mismo.
Me daba un poco de reparo tener que acudir a esta solución porque yo no tenía ningún
problema psiquiátrico salvo mi empecinamiento, y porque además el tratamiento debía ser
muy efectivo porque del orden de la mitad de los pacientes terminaban convencidos de que su
oposición al SIB era inútil y exagerada, y que era una tontería perderse sus virtudes por una
manía tonta ya que, al fin y al cabo, era como cuando te ponían una vacuna, con los virus
desactivados moviéndose libremente por el torrente sanguíneo para ayudar a su organismo a
luchar contra las infecciones. Y terminaban poniéndoselos finalmente.
Así que no me quedó otra opción que rogarle a mi jefe que no me despidiese y tuve que
hacer un poco de teatro para convencerle de que me permitiese acogerme al programa de
ayuda para las personas como yo, con pánico extremo a la nanotecnología. Se dejó convencer
rápidamente porque aquello no le suponía ni un céntimo, yo seguiría trabajando como siempre
y él pagaría sólo un cuarto de los impuestos que cotizaba por mí durante el tiempo que durase
el tratamiento, además de poder asegurarme como al resto de los empleados.
Como no sabía qué debía hacer para que la terapia se prolongase lo más posible, les pedí
consejo a mis amigos, quienes me dieron unas pautas de comportamiento con respecto al
psicólogo que me trataba. Así lo hice y me abandoné en manos del terapeuta que durante
nueve meses intentó convencerme de la inocuidad de los nanoides. Yo no daba mi brazo a
torcer con el asunto pero tampoco quería verme internado en un psiquiátrico o medicado tan
fuertemente como para no poder ni pensar con claridad. Me recetó durante ese tiempo una
serie de ansiolíticos y relajantes suaves para que pudiese hacer frente al estrés que me suponía
mi situación y que yo, por supuesto, nunca me tomé.
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Pero después de tantos meses ya no sabía cómo llevar la situación porque no podía ser tan
intransigente con mi postura, así que tuve que hacer ver al psicólogo que la terapia iba
funcionando y que me estaba haciendo a la idea de ponerme el SIB, ya que sólo estaba
dispuesto a darme el alta después de que lo hubiese hecho.
Sin saber cómo me vi en el brete de tener que elegir entre el manicomio, el SIB o el paro. Ya
estaba sumamente agobiado con esta cuestión cuando algo insospechado me pasó.
Ya estaba dándole vueltas y más vueltas a las opciones que me quedaban, a cada cual peor,
cuando un día al salir del taller para dirigirme al psicólogo después del trabajo, me encontré
con Ramón medio oculto en la puerta de la fábrica de jabones que estaba enfrente de
nosotros.
Le eché una mirada y no le reconocí a la primera por estar la visión de mi amigo totalmente
fuera de contexto allí. Cuando reparé en quién era me paré en seco en mitad de la calle sin
dejar de mirarle a la vez que mi cerebro trabajaba para intentar dilucidar la causa de tan
inesperada visita, que me pareció algo urgente y alarmante. Abrí los labios para llamarle pero
con la mano me hizo un gesto para que me callase, poniéndose el dedo índice en los suyos.
Bajé entonces la cabeza y seguí andando en la dirección habitual de siempre, pero más lento
que de costumbre, para dar tiempo a que la calle se despejase.
Cuando esto ocurrió, Ramón se puso a andar a mi altura y sin decir palabra y nos fuimos
lentamente hacia las afueras del polígono industrial donde trabajaba. Una vez allí nos
acomodamos como pudimos detrás de la última nave, en un lugar no muy visible ya que había
unos grandes árboles muy cerca. Y me explicó la razón de aquella visita.
-Hola Pablo, que no te he dejado ni hablar, perdona. Dame tu pulsera y tu intercomunicador
por favor.
Abrí los ojos como platos y mansamente me desprendí de estos dos objetos y los deposité
en las palmas de sus manos que había extendido hacia mí. Con movimientos rápidos desmontó
ambos, les sacó las baterías y otro par de componentes más que yo no sabía ni que existían, y
lo guardó todo dentro de una extraña bolsita con aspecto metálico que se había sacado del
bolsillo interno de la chaqueta. Me sonrió entonces y yo me quedé atónito, aunque al final
pude acertar a decir:
-Ho-hola Ramón.
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Me llegué a alarmar por su extraño comportamiento y por un microsegundo se me pasó por
la cabeza la idea de que ya se había vuelto loco del todo.
-No he querido que nos viéramos en el bar porque lo que voy a decirle es sólo una sospecha,
pero quiero que estés al corriente. Eres el único en quien confío ahora mismo.
-Ah, vale.
Mi voz sonaba débil, con el timbre de la expectación vibrando en el fondo.
-Te lo diré sin rodeos, creo que Félix es de los otros…
Sus ojos se clavaron en los míos con expresión de desconsuelo y enfado a un mismo tiempo.
-¿De los otros?
-Sí, tal como lo has oído, no es de los nuestros, no es un paria. Creo que es un topo que nos
han metido en los grupos desde hace años, desde que programaron lo de la nanotecnología
como el futuro de la humanidad, y además, también creo que está plagado de nanoides, pero
de los otros distintos a los de la gente normal, de los superiores.
-¿Qué… pero qué me dices, Ramón? Es que no entiendo nada de nada, de verdad.
-Espera, espera, no me interrumpas que tenemos que ser breves. Déjame que te explique
todo y cuando termine me preguntas lo que quieras.
-Bueno, vale.
-Todo esto que te cuento ahora lo vengo sospechando desde hace bastante tiempo, más de
un año, casi te podría decir que desde que pusieron aquí el SIB. Al principio, cuando nos
llamaron a todos para la implantación nos negamos a ello. En nuestros grupos, con todos los
que formamos parte de ellos ocurrió lo mismo. Son activistas convencidos de las libertades
humanas y no han querido pasar por el aro. De momento todos nos hemos ido apañando. Al
principio, con el caos del nuevo método de control y la situación miscelánea de los que lo
tenían y los que no y los que luego se lo fueron poniendo, no se notaba mucho la diferencia de
unos con otros porque sabes que ambos métodos se podían usar, como también sabes que a
medida que han pasado los meses la vida se nos ha complicado a los que estamos limpios. Pero
aún así, tuve mi primera sospecha a los dos meses del SIB, en medio de todo el maremágnum
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de las implantaciones masivas, y fue de la manera más tonta. Aunque no te lo puedas creer, y a
pesar de la amistad que nos une, o unía, y de la colaboración en los grupos, por seguridad
ninguno sabe nada o casi nada de las vidas privadas de los otros, ni siquiera dónde viven o
trabajan. Félix y yo no somos una excepción y a pesar de que nuestra amistad era mayor que
con otros miembros y habíamos congeniado muy bien, ninguno de los dos sabe dónde vive el
otro, y tampoco estamos seguros de que los datos personales de cada uno no sean una
tapadera. A estas alturas ya no sé ni siquiera si Félix es su verdadero nombre… La sospecha de
la que te hablo me surgió un día en que yo iba a salir de casa camino a una reunión urgente que
había convocado uno de los grupos. Salí para la misma con tiempo suficiente, y ya estaba casi a
la mitad del trayecto cuando me di cuenta de que había olvidado en casa parte de la
documentación, con lo que volví a toda prisa para rescatarla. Al entrar no noté nada inusual en
casa, salvo un olor distinto al que me era habitual, pero con las prisas no le di mayor
importancia. Cogí lo que necesitaba y me dispuse a salir de nuevo cuando en el rellano de mi
piso me encontré con la vecina de enfrente que es una señora muy anciana y que reclamó mi
ayuda para alcanzarle un tarro de mermelada que su hija le había colocado muy arriba en el
mueble de la cocina, y como era cosa de poco pasé a su casa como tantas otras veces en que
había reclamado mi ayuda. Su cocina da a otra calle distinta a la de mi piso y justo al lado hay
una gasolinera. Como me tuve que subir a una silla para alcanzar el bote, tenía desde allí una
perspectiva amplia de la misma y al mirar mecánicamente hacia ella, sin ninguna intención en
especial, le vi allí, al lado de un coche que estaba llenando de combustible. Yo ni siquiera sabía
que tenía coche ni carné de conducir, pero estoy seguro de que era él. Cuando terminó de
llenar pasó dentro a pagar, y cuál no sería aún mayor mi sorpresa cuando vi que tocaba con un
dedo en el táctil que le tendió el dependiente. Después se subió al coche y desapareció. Todo
ocurrió en unos segundos. Yo le di el bote a mi vecina y salí corriendo a la reunión,
convenciéndome a mí mismo de que le había confundido con otra persona ya que él no tenía
los nanoides y era imposible que hubiese pagado de esa forma. Además cuando llegué a la
reunión él ya estaba allí, vestido con otra ropa y según me dijeron los compañeros ya llevaba un
buen rato, con lo cual di por hecho que me había confundido realmente.
Paró entonces el relato, dejó de mirar al suelo como había estado haciendo hasta entonces y
me miró a los ojos que yo tenía abiertos de par en par porque no salía de mi asombro.
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-Pero la semana pasada salí completamente de dudas. Habíamos tenido dos reuniones con
los grupos y él se había ido corriendo en cuanto acabaron, sin querer quedarse a tomar algo ni
charlar, lo que me parecía raro. Así que pregunté por allí a otros compañeros si habían notado
algo raro en su comportamiento y uno de ellos con el que Félix no se lleva muy bien me dijo
que hacía un mes le había visto rondando cerca de su barrio, y que desde entonces tomaba
precauciones a la hora de volver a casa. Esto me dio qué pensar y decidí yo también hacer mi
trabajo y llamé a mi ex mujer.
Ahora ya mi cara era de tal estupefacción que si me hubiesen dicho que la tierra no gira
alrededor del sol no hubiese sido mayor.
-Sí, no pongas esa cara. Cuando era muy jovencito, con veinte años, estuve estudiando y
trabajando en Francia una temporada. Allí la conocí en la universidad, nos enamoramos
locamente y como dos críos que éramos y sin pensar las cosas nos casamos enseguida. Aquello
por supuesto no funcionó y antes del año nos dimos cuenta de la estupidez cometida y nos
divorciamos. Como el matrimonio duró tan poco y todos los trámites se realizaron allí, yo nunca
tuve que hacer aquí ningún papel al respecto, por lo que no consta que estuve casado. Pero
aunque nos divorciamos nos hicimos muy buenos amigos, y a pesar de que no tenía contacto
con ella desde hacía más de treinta años, decidí pedirle ayuda. Ella sabe perfectamente que yo
formo parte de varios grupos porque precisamente fue su padre el que me introdujo en el
mundillo, así que en cuanto le di la consigna de reconocimiento aceptó ayudarme enseguida.
Para que fuese más difícil rastrear mi pista, por medio de una sociedad empresarial que tiene
su cuñado en Bruselas me alquiló un piso justo enfrente de mi edificio, desde el que podía ver
perfectamente las ventanas del mío, con lo que llevo allí vigilando ya unos quince días.
Yo no salía de mi asombro, ya sabía que Ramón era un poco especial, pero es que lo que me
contaba parecía una vieja historia de los espías de los años 70.
-Como no he querido llamar la atención, he estado vigilando discretamente mi piso desde
allí, atrincherado tan solo con unos prismáticos y una cámara de video de las antiguas,
analógica, que aún conservo. Y por fin obtuve mi premio hace cinco días, cuando le vi entrar en
el edificio a eso de las 12 de la noche. Aunque subió con un mono y una gorra de una empresa
de paquetería, le vi la cara perfectamente una vez que entró en mi casa. Yo ya me había
ocupado de hacer correr la voz de que estaría fuera de la ciudad unos días, y como suponía que
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tenía mi casa vigilada, era cuestión de tiempo que entrasen en ella al comprobar que realmente
no estaba allí. Estuvo dentro durante unos diez minutos, trasteando con mucho cuidado por
doquier y mirando todo exhaustivamente, además de coger algunos documentos de mi caja de
seguridad principal y que no sé cómo demonios pudo abrir porque cambio la clave a diario.
Después de aquello he seguido vigilando aunque ya no ha habido más movimiento por allí.
Supongo que se llevó lo que quería y me imagino además qué es, unos dementes que
custodiaba yo para el grupo.
-¿Y para qué te robó esos documentos? O mejor, ¿para quién?
-No lo sé, si te digo la verdad, y tampoco me quiero enterar porque si es para uno de los
grandes, si está más arriba del Estado o de las empresas de nanotecnología, contra eso sí que
no puedo luchar…
Noté su abatimiento por el tono de su voz y el decaimiento general de su actitud. Estaba
también nervioso, así que le pregunté qué podía yo hacer por él.
-Es muy fácil. Quiero que te acerques al bar esta misma tarde para ver si está por allí. Si a eso
de las 9 no ha aparecido, entonces me dejas un mensaje.
-¿Qué mensaje? ¿Cómo te lo dejo?
-Es sencillo. Compras el periódico en el quiosco que está más cerca del bar, no tiene pérdida
porque ya sólo publican ése en papel. Si no ha aparecido a la hora que te he dicho, le ahuecas
al periódico las grapas centrales, le desgrapas la página central entera y vuelves a apretar las
grapas. Te guardas la página en un bolsillo y luego lo tiras en tu casa, no se te ocurra dejar
pistas en la calle. El periódico lo doblas a la mitad y le tiras en la papelera que está al lado de la
panadería de tu casa. Yo me pasaré por allí esta noche y lo recojo. Si le ves esta tarde, entonces
dejas el periódico entero y lo tiras en la misma papelera. Con eso me vale.
-¿Y ya está? ¿Sólo eso tengo que hacer?
-Sí. Quiero comprobar su tapadera y así me ayudas.
-¿Y qué hago si aparece?
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-Pues nada en especial. Hablas con él de lo de siempre y si acaso le preguntas
distraídamente por mí, y le dices que estás algo preocupado porque hace varios días que no me
ves y crees que pueda estar enfermo o algo así, que si él sabe lo que me ha pasado. A ver qué te
dice… Me gustará saberlo.
-Vale, está tirado.
Con esas indicaciones nos despedimos y cada uno tiró por su lado. Llamé al terapeuta para
advertirle que aquella tarde no podría ir porque me había surgido un asunto y me dirigí
tranquilamente al bar. En el quiosco que me pillaba de camino compré el periódico y, una vez
allí, me senté pacientemente a esperar, acompañado de un solitario café. El chico me preguntó
si no vendrían mis amigos a hacerme compañía y me salí por la tangente explicando que aquella
tarde estaban liados y no sabía si vendrían.
Me tiré allí cuatro horas leyendo hasta la última letra del periódico, viendo la tele y
charlando con el camarero por puro aburrimiento. Cuando llegó la hora indicada me despedí de
él y me fui a casa, siguiendo las indicaciones que me había dado Ramón.
A la mañana siguiente me fui al trabajo como siempre. Al pasar por la papelera eché un
disimulado vistazo y creí ver que el periódico aún estaba allí, pero seguí andando para no llamar
la atención sobre él.
Aquel día no supe más de mi amigo, ni en los dos siguientes. Supuse que estaba muy
atareado descubriendo la tapadera de Félix y que si me necesitaba se pondría en contacto
conmigo de la misma forma que hacía unos días, con lo que no le di más vueltas al asunto ya
que yo tenía mis propios problemas que resolver.
El psicólogo me había comunicado que en la próxima semana se terminaba la terapia y que
debía decidir si me pondría el SIB o no, en cuyo caso me despedirían del trabajo casi con toda
seguridad. Él me dijo que ya me veía preparado para el cambio, pero yo estaba más que seguro
de que no iba a cambiar de idea. Mi jefe había estado haciendo durante el último mes unas
cuantas entrevistas de trabajo a algunos candidatos para sustituirme, y mucho me maliciaba
que la razón era que el terapeuta, aunque a mí me decía que ya estaba listo, a mi jefe le habría
informado de la realidad, de mis nulos progresos.
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Ya tenía casi plena seguridad de que me vería en la calle al no querer ponerme el SIB, y entre
bromas y no bromas le había dicho al dueño del bar que iba a tener que volver a contratarme
de camarero. Él ya estaba algo mayor y tenía pensamientos de jubilarse si encontraba a alguien
adecuado a quien traspasarle el negocio. Yo rezaba para que eso no ocurriese en un futuro
cercano ya que casi ninguna persona me contrataría sin los nanoides, y a él le daba
exactamente igual que los tuviese o no, aunque él, al ser autónomo y tener el negocio del bar
en propiedad, no le quedó otra opción que ponérselos. Si esto llegaba a ocurrir no es que me
viera en la calle en un sentido metafórico, es que me veía de verdad durmiendo bajo un puente
y mendigando comida para poder subsistir.
Durante los años que trabajé conseguí ahorrar un dinerillo. Pero echando cálculos aquello
no me duraría más de un año, o un año y medio a lo sumo estirando mucho el chicle.
Habían pasado ya cinco días desde que le hice el favor a Ramón y no había vuelto a tener
noticias de él y, extrañamente, tampoco de Félix. Hasta al dueño del bar y al chico que tenía
contratado les extrañaba la situación y cada día que me daba una vuelta por allí a comprobar si
iba alguno comentaban lo raro del caso, porque eran clientes muy habituales, fieles a su cita
diaria.
Al sexto día supe la razón de aquella ausencia.
Iba a salir de casa para acudir al que sería casi con toda seguridad uno de mis últimos días en
el taller ya que aquella tarde me daba el alta el terapeuta, cuando se presentó la policía en casa
preguntando por mí. Me pillaron con la tostada en la boca, dando el último bocado y cogiendo
a la vez mi mochila para irme corriendo al trabajo. Marcelo, que les abrió la puerta, se quedó
estupefacto, y yo mucho más cuando vino a buscarme a la cocina y dijo que preguntaban por
mí. Lo primero que pensé es que iban a arrestarme y a arrastrarme hasta mi centro médico
correspondiente para implantarme el SIB sin darme opciones.
Cuando acudí a la puerta y me presenté ante ellos mi terror fue en aumento al descubrir que
iban vestidos de paisano, con lo que pensé que así no llamarían la atención cuando me llevaran
por la fuerza a mi cita con los nanoides.
Pero nada de eso ocurrió.
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Me saludaron amablemente pero con cara seria y me preguntaron si podíamos hablar en un
lugar más privado mientras las cabezas de mis compañeros de piso asomaban por el pasillo
para intentar cotillear. Les conduje a mi habitación y cogí una silla del comedor porque yo sólo
tenía una allí. Ambos se acomodaron y yo me senté en la cama.
Con cara de circunspección me preguntaron mi nombre completo y me pidieron el DNI ya
que los táctiles que llevaban eran inútiles conmigo. Después de comprobar mi identificación me
preguntaron si conocía a Ramón de la Fuente Sanz y yo me quedé en suspenso sin saber qué
decir, porque realmente sólo conocía a un Ramón, pero ni de lejos sabía cómo se apellidaba.
Uno de los agentes me enseñó una foto y no me quedó más remedio que asentir, maldiciendo
interiormente por si le estaba causando algún contratiempo sin pretenderlo. Pero no se trataba
de eso.
Me comunicaron que Ramón había fallecido hacía dos días, ahorcándose en el comedor de
su casa. Y aunque todo apuntaba a un caso de suicidio ya que encontraron una nota manuscrita
explicando su desesperación y su convicción de abandonar esta vida, estaban investigando el
caso. Entre los numerosos documentos que habían encontrado estaba el testamento en el que,
al no tener familia directa, me hacía a mí heredero universal de todos sus bienes. No pude por
menos que dejar escapar un exabrupto fruto de mi sorpresa:
-¡No jodas! ¿Que Ramón está muerto y yo soy su heredero?
Los policías me confirmaron de nuevo la versión y me pidieron que les acompañase a la
comisaría a hacer una declaración acerca de mi relación con Ramón. En esos momentos estaba
tan conmocionado por la noticia de su fallecimiento y sorprendido por el desarrollo de los
acontecimientos que todo me parecía un sueño, me parecía una realidad que no estaba
viviendo yo de verdad. Les pedí a los inspectores que me diesen cinco minutos para llamar a mi
jefe y explicarle que llegaría tarde ese día y también a mis compañeros de piso, a los que
presentía en ese instante con las orejas pegadas al otro lado de la puerta.
Una vez concluidos estos trámites les seguí dócilmente hasta una comisaría del centro que ni
siquiera parecía tal, ya que el cartel que la anunciaba en el edificio era tan pequeño que me
costó un rato dar con él.
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Una vez dentro, me inscribieron en el registro de la entrada y me llevaron por unos cuantos
pasillos hasta un despacho muy amplio, con dos mesas y sus correspondientes equipos
informáticos sobre ellas. En las paredes no había nada salvo una gran pantalla que debía servir
para visualizar en ella lo que antaño se hacía por medio del papel.
Me hicieron sentarme en una de las sillas y uno de los inspectores comenzó a redactar la
declaración mientras el otro me preguntaba si quería un café, y ante mi asentimiento salía del
despacho en busca de él.
Íbamos aún por la introducción de la redacción del mismo, habiendo primero identificado mi
persona y la de Ramón y explicado el vínculo que me unía a él cuando irrumpió como un
huracán un hombre de mediana edad, muy voluminoso y vestido con un traje de chaqueta,
abrazando entre sus rechonchos brazos tres carteras repletas de papeles y un enorme táctil que
pugnaban por escapar de sus manos. A pesar de su imponente tamaño saludó con una voz
dulce y casi melódica:
-Buenos días, Jorge. –Le dijo al policía, y acto seguido se dirigió a mí. –Hola Sr. López, soy
Matías Balsa, abogado del desgraciadamente fallecido Sr. De la Fuente y ahora el suyo.
Me extendió amablemente la mano para estrechar la mía, pasando todos los bultos al brazo
que le quedaba libre con un experto movimiento que denotaba la experiencia que había
adquirido a lo largo de su carrera al portar aquellos a todas horas. Solo pude preguntar con un
hilillo de voz, abrumado por tantos nuevos acontecimientos que me bombardeaban aquel día:
-¿Mi abogado?
-Sí, señor, su abogado. Usted no se preocupe que el Sr. De la Fuente ya me dejó las
indicaciones pertinentes si un caso luctuoso como el que nos ocupa se llegase a producir. Pero
primero vamos con lo importante. Y se dirigió de nuevo al inspector, dejándome con la boca
abierta:
-Jorge, te dije ayer cuando me llamaste por teléfono que no te iba a permitir interrogar a mi
representado si no era con mi presencia, ¿y ahora le obligas a hacer una declaración jurada?
Hombre, Jorge, por Dios, esto son malas artes.
-No le estoy obligando a nada, ha venido de manera completamente voluntaria.
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-Sí, claro, qué cosas tienes Jorgito, le sorprendes a primera hora en su domicilio, le sueltas la
bomba y luego, después de haberle noqueado, te le traes aquí y, casualmente le quieres hacer
partícipe de una declaración… Vamos, una monjita de la caridad, lo mismo eres.
-¡Anda ya, Matías! No seas teatrero que no estamos en el tribunal.
Yo asistía atónito al desarrollo de la batalla dialéctica y estaba medio hipnotizado por los
elegantes movimientos del abogado, quien había soltado sus trastos sobre una de las mesas y
se movía con la armonía de una bailarina por el lugar, coordinando con una perfección
altamente ensayada la oscilación de todos los miembros de su cuerpo.
En mitad de este ballet se presentó el otro inspector, con las dos manos ocupadas por dos
vasos de café que humeaban y unos sobrecitos de azúcar y cucharillas de plástico asomándole
por el bolsillo de su camisa, y se quedó parado en la puerta, sorprendido por la nueva presencia
y con cara de pocos amigos. Tardó un par de segundos en reaccionar, soltó los vasos sobre la
mesa y saludó de mala gana al abogado quien había interrumpido su réplica al verle.
-Hola, Matías, ¿cómo te va?
-¿Que cómo me va? ¿Que cómo me va, Javier?.. Ayer quedamos en que yo informaría
primero a mi cliente de la situación y después, y sólo después de eso, veríamos si hacía o no la
declaración, y os habéis acercado a su domicilio sin informarme, como dos comadrejas a
sonsacarle información. ¿Cómo crees que estoy, aparte de sumamente molesto, por no decir
algo más feo, eh?
El policía increpado bajó los ojos y se concentró en dar vueltas parsimoniosamente a uno de
los cafés, dejando que fuese su compañero el que lidiase con aquel morlaco.
-Bueno, bueno, tampoco es para tanto, no dramatices que terminarás asustando al chaval.
El chaval era yo porque los tres fijaron de repente su mirada en mi cara que debía ser
verdaderamente de sorpresa.
-Además, aún no ha firmado nada, ni siquiera hemos terminado de redactar la declaración,
así que no te quejes tanto.
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-Por esta vez os pasaré por alto la pifia y lo consideraré como un malentendido, en vez de
como un acto de mala fe, que es lo que realmente es.
Se volvió entonces hacia mí y me comunicó que nos íbamos de allí, y que le acompañase a su
despacho. Me levanté obediente y ambos salimos después de habernos despedido. En el
aparcamiento del edificio había un flamante coche de alta gama esperándonos. El abogado me
dijo que subiera después de haber depositado todos los bultos que llevaba en los asientos
traseros.
Salimos pitando de allí y estuvimos callejeando una media hora hasta llegar a uno de los
barrios más adinerados. Las casas desfilaban ante nuestros ojos elegantes, con jardines bien
cuidados y con fachadas imponentes. Al llegar a un edificio que destacaba del resto por su
sencilla presentación, nos adentramos en los aparcamientos subterráneos y allí dejamos el
coche, subiendo ambos en el ascensor hasta la planta séptima, que parecía pertenecer toda a
un bufete de abogados. Me pareció enorme y muy bulliciosa, con un montón de gente
moviéndose por todos lados con carpetas repletas de documentos y dispositivos táctiles en las
manos. Allí el único que llevaba las manos libres era yo, ya que me había colgado la mochila a la
espalda para sentirme más cómodo. En aquel ambiente destacaba como lo hace la oveja negra
del rebaño, además todos vestían con elegantes trajes de oficinistas y las mujeres llevaban
todas unos cuidados peinados.
Me sentí tan cohibido y fuera de lugar que metí mis manos vacías en los bolsillos del
pantalón y bajé la mirada hacia el suelo, siguiendo obedientemente al abogado por el interior
de aquel edificio.
Llegamos hasta un amplio despacho que lucía una decoración demasiado clásica y con un
punto de rancia, con dos enormes ventanales que dejaban ver el cuidado barrio que
acabábamos de recorrer. El abogado me ofreció un sillón en el que acomodarme y me preguntó
si quería algo de beber, pero viendo el resultado que me había dado en la comisaría rechacé su
ofrecimiento. Durante los primeros cinco minutos estuvo trasteando con un montón de papeles
que tenía encima del escritorio y consultando de vez en cuando datos en su táctil que me dio la
impresión de ser bastante anticuado, casi a juego con la decoración del lugar.
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Después cogió unos papeles de los cajones de su escritorio, que estaban guardados bajo
llave, y se levantó a cerrar la puerta. Se sentó de nuevo en su sillón y comenzó a explicarme la
situación:
-A ver, Pablo… ¿te puedo tutear? –Asentí con la cabeza. –Bien, mejor, tú también a mí, por
favor. Como ya te han explicado los inspectores, Ramón, de quien tengo que decirte que
además de su abogado y albacea testamentario era su amigo, falleció en extrañas
circunstancias hace dos días. Fui yo mismo el que tuve la desgracia de encontrar su cadáver
colgando de aquella maldita soga, con la cara morada y los ojos y la lengua extrañamente
hinchados y desencajados de sus cuencas naturales… -Diminutas gotitas de sudor comenzaron a
perlar su frente que se limpió con un inmaculado pañuelo blanco al tiempo que seguía con el
relato, como hablando para sí mismo. –Nunca podré olvidar aquella terrible imagen de mi
cerebro, fue horroroso.
-Sí, me supongo.
-Como te digo, tuve la desgracia de encontrarle porque hacía unos días que no sabía nada en
absoluto de él, no contestaba a mis mensajes ni se ponía en contacto conmigo, y como empecé
a preocuparme en serio por el oscuro asunto en el que estaba metido, me acerqué a su casa a
ver qué le pasaba. Hace años que me dio un juego de llaves de su piso, porque como ya te he
dicho éramos muy amigos, pero nunca las había usado hasta el otro día. Llamé varias veces al
timbre y nadie me contestó, con lo que usé las llaves, y allí estaba, colgando en medio del
comedor… Ay, perdona…
Se le quebró la voz al excusarse y bebió un trago de agua que se había servido en un vaso al
empezar el relato. Se le veía visiblemente afectado y parecía que la imagen de su amigo muerto
le estaba atormentando una y otra vez.
-Perdona, es que cuando me acuerdo no puedo casi ni hablar. –Carraspeó un par de veces y
continuó. –Llamé inmediatamente a la policía y esperé a que llegaran sin tocar absolutamente
nada, incluida la nota de suicidio que estaba encima de la mesa del comedor, redactada con
letra imprecisa y mal hecha, algo impropio de él y fíjate lo que te digo, incluso si fuese de
verdad una nota de suicidio él no la habría escrito tan chapuceramente… Te confieso que yo no
me creo que se haya suicidado.
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-A mí también me ha sorprendido mucho.
Se quedó mirando a la pared de enfrente con los ojos ausentes, recordando seguramente
aquella terrible imagen. Parpadeó a los pocos segundos y se concentró en mí de nuevo,
abriendo después una carpetilla con documentos que me extendió para que la leyese.
-Mira, éste es su testamento. Te deja todas sus propiedades con el usufructo incluido. –
Alargué la mano y eché un vistazo. –No sé si te incomoda que tenga los documentos en papel,
si prefieres los podemos visualizar en el táctil.
-No, no, está bien así.
-Es que no sé por qué, como no me imprima los documentos en papel para echarles el
último vistazo, no me apaño. Tengo que poder toquetearlos y pasar las hojas. Será la
costumbre de tantos años, digo yo.
Repasé rápidamente todas las hojas y aquello parecía un maremágnum de propiedades y
sociedades y rentas de las que no me enteraba en absoluto por estar redactadas en la jerga
jurídica. El abogado al verme leyendo tan concentrado y sin que comentara nada vino en mi
ayuda.
-Te lo explicaré resumido. Su hacienda asciende a tres millones de euros en fondos,
inversiones y propiedades varias, en concreto 16 inmuebles, tres de ellos aquí y el resto
repartidos por toda España. Voy a prepararte un dosier completo en los próximos días porque
con toda la tramitación de la documentación para el funeral y la investigación policial no he
tenido tiempo de nada. De momento te voy a hacer entrega de las llaves del piso donde residía
habitualmente para que tomes posesión de él cuando quieras, y después iremos hablando del
resto de propiedades y de la preparación de toda la documentación para poner todo a tu
nombre poco a poco. Tengo que reunirme también con su gestor para que me haga un informe
actualizado a día de hoy con toda la parte financiera.
Yo hacía ya un rato que había dejado de escucharle y releía una y otra vez en el testamento
que me había entregado mi nombre y el de Ramón. Le interrumpí abruptamente para
preguntarle:
-¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?
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Mis ojos debían relejar una ansiedad y desamparo enormes porque Matías dejó de remover
papeles sobre la mesa, se quedó mirándome muy serio y me dijo:
-Vámonos a desayunar, anda, que aún no me he metido nada en el estómago esta mañana y
me muero de hambre.
Accedí gustoso ya que necesitaba despejarme de todo aquel barullo que me había caído del
cielo. Cogí la mochila y me dispuse a salir con él, pero antes de llegar a la puerta me dijo:
-No, no, deja allí la mochila. –Y me señaló una mesita baja rodeada de unos cuantos sillones
muy cómodos que estaban junto a los ventanales del despacho.
-Y eso también.
Había señalado la pulsera. Recordé que la última vez que había visto a Ramón me había
pedido que se la entregase junto con mi intercomunicador, y después de desmontarles algunos
componentes los había introducido en una bolsita de aspecto metálico que yo nunca había
visto. Me quité la pulsera y la dejé sobre la mochila.
-¿Llevas algo más encima? ¿Tu intercomunicador?
-No llevo encima ni calderilla en los bolsillos. –Comenté mientras metía las manos en ellos y
sacaba el forro de los mismos hacia fuera.
-¡Anda! Que de tiempo hacía que no escuchaba esa palabra, como desde que pusieron el SIB
casi no circula dinero…. No te preocupes por eso, que te invito yo, hombre, ¡faltaría más!
Bajamos de nuevo a la calle, charlando de cosas cotidianas, él de su trabajo y su familia y yo
de los problemas que tenía en el mío por haberme negado a ponerme los nanoides. Caminamos
una media hora por las calles tranquilamente hasta llegar a una cafetería con aspecto
descuidado a la que entramos. Me sorprendió que pasásemos allí dada la contraposición del
aspecto atildado del abogado con el cochambroso del local, no me habría esperado que fuese
allí donde entraríamos.
Debía ser cliente habitual porque los dos camareros que estaban atendiendo a otros clientes
le saludaron nada más verle, tuteándole además. El local disponía de dos plantas, y después de
encargarle al camarero un desayuno para él y un café para mí, que era lo único que me
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apetecía en aquel momento, subimos al piso superior y nos acomodamos en un rincón
apartado.
La decoración de ese nivel era más cuidada que la del inferior, con un elegante estilo
imitando al artdecó que me sorprendió y por el que deduje que allí no podía subir cualquier
cliente. Era una estancia muy espaciosa y luminosa, decorada en tonos ocre y verde oliva que
resultaban relajantes. Además no había nadie en aquel instante y mucho me temía que
tampoco lo iba a haber porque cuando el camarero apareció con la consumición, Matías le dijo
bajito que queríamos estar tranquilos media hora.
-Aquí podemos hablar más tranquilamente, estoy casi seguro de que nadie nos espiará,
aunque seguridad total no tengo en ninguna parte.
Arqueé las cejas en señal de sorpresa por su comentario y continuó con la explicación:
-Sí, Pablo. Aunque te sorprendas tengo conocimiento de que en mi casa y en mi despacho
me están espiando, incluso debemos tener un topo en nuestro grupo, por eso Ramón
últimamente no se fiaba de nadie. No te puedes ni imaginar lo que consiguen hoy en día con la
tecnología. No te vayas a creer que tengo micrófonos o cámaras instalados por las paredes y los
muebles de mi oficina, qué va… Ya no necesitan instalarte nada, tienen a los nanoides para eso.
En mi bufete sólo somos unos cinco los que no los llevamos, y solamente porque somos socios
mayoritarios y nos hemos podido permitir ese lujo. Al resto de la plantilla con las condiciones
laborales actuales no les ha quedado otra que ponérselos, aunque en honor a la verdad tengo
que decir que el órgano directivo nunca ha obligado a ello. Suerte que tú también te has
negado. Ya me relató Ramón lo mal que lo estabas pasando en tu trabajo a causa de ello y tu
convencimiento personal e inalterable acerca del abuso que supone el SIB por parte de las…
llamémosles “autoridades”, por decir algo.
-Entonces, ¿realmente es cierto que usan los nanoides para acceder y usar la información
que les conviene cuando y como les conviene?
-Tal y como lo has dicho, yo no lo habría definido mejor. Por eso nos hemos venido hoy aquí.
Es una cafetería que el grupo ha preparado desde hace varios años, unos siete, en cuanto nos
enteramos de la que se nos venía encima. Tenemos varios puntos seguros en la ciudad, aunque
nunca se sabe… Por eso yo llevo siempre esto encima.
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Sacó una especie de bolígrafo profusamente decorado con unas bellas filigranas doradas.
-¿Un boli?
-¡Qué va a ser un boli, hombre! Es un distorsionador de señales. Distorsiona casi
completamente las emisiones de los nanoides en tiempo real. Aunque lo que no puede hacer
es impedir que tomen datos y los almacenen en su memoria.
-¿Tienen memoria?
-¡Oh, sí, claro que la tienen! Generalmente están constantemente transmitiendo datos a
todos los receptores de los que está plagada la ciudad y las “autoridades”, supuestamente sólo
los utilizan en los casos necesarios para realizar los trámites burocráticos o para llevar el control
médico del sujeto. Esa es la teoría, claro… ¿Te acuerdas lo que eran las famosas antenas de
señales de los móviles? –Asentí, aunque ya casi habían desaparecido del paisaje. –Pues simple y
llanamente estaban ensayando con ellas. Han estado durante muchos años usando las
tecnologías de los más diversos campos, estudiándolas minuciosamente para poder aplicarlas a
la nanotecnología una vez llegado el momento oportuno. ¿Acaso crees que han montado toda
la infraestructura para este chiringuito de un día para otro? ¡Llevan años instalándola y
probándola! A ti te decían que aquello era una antena para los móviles, ¡y tú te quedabas tan
ancho! ¿Cómo te ibas a imaginar que hace quince años estaban ya ensayando con esta
tecnología puntera?
-¿Tanto hace?
-Eso que sepamos nosotros, pero puede que más. Mira, yo creo que desde que el hombre es
hombre el dominio de unos sobre otros es una realidad, sólo que en la actualidad se puede
hacer a gran escala, a escala mundial, y el grupo que maneja la información, aunque es ínfimo
con relación a los manejados, es el que tiene el poder, y el que con el tiempo tendrá el control
total. La diferencia para llegar a conseguir esto en la actualidad y a nivel internacional es la
tecnología, que les proporciona acceso al control del planeta entero más rápidamente de lo
que nos suponíamos.
-¿Tan grave es?
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-Quizás yo sea un poco derrotista y vea todas las cosas muy negras, pero a mí me parece que
la humanidad tal y como la conocíamos ya ha cambiado definitivamente. Esto ya no tiene
vuelta atrás.
Nos quedamos ambos callados, meditando acerca de la negrura de nuestro futuro y del de
nuestros congéneres humanos mientras removíamos cada uno su respectivo café. Al cabo de
unos segundos de silencio volvió a retomar la conversación Matías.
-He dedicado muchas horas de los últimos años a pensar sobre este asunto para intentar
entenderlo en toda su magnitud y también para intentar encontrarle una solución buena para
todos. Pero, ¿sabes qué? No he conseguido ni lo uno ni lo otro. Me resulta tan difícil desde mi
modesta posición el encontrar las respuestas… No sé lo que te contaría Ramón de los grupos a
los que pertenecemos, pero en realidad no valen de mucho. Somos una panda de filósofos de
pacotilla sacándole punta a todo lo que consideramos contrario a la libertad humana, pero ni
concluimos nunca nada útil ni mucho menos somos capaces de llevar nada a la práctica, porque
nuestras conclusiones son tan teóricas que tienen difícil aplicación… Por no decir que ninguna.
–Se quedó mirando su café que ya estaba vacío por un instante y después clavó sus
apesadumbrados ojos en los míos, dejando entrever en su mirada un fulgor de esperanza.-
Contigo es distinto… Yo creo que tú eres la solución a este problema, por lo menos el inicio de
la solución final.
Mi cara se contrajo en un rictus de incredulidad:
-¿¡Quién, yo!?
-Sí, sí, ya sé que te sonará raro y descabellado totalmente. Pero lo he estado pensando estos
últimos días, desde que Ramón me insinuó sus sospechas de que era espiado. Tú no perteneces
a ningún grupo, no estás aún en la nómina de ninguno de ellos. Y eso es muy favorable porque
ya no nos valen de nada, los supongo a todos minados por los topos. Él me convenció de que
personas como tú son las que pueden seguir adelante con esta defensa de la libertad
individual… Ya sé que es muy difícil, casi imposible, pero por algo se empieza. Solamente
necesitas encontrar a más personas como tú y conseguir de algún modo que se vinculen
contigo para comenzar a revertir este proceso atroz.
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-Pero Matías, si yo sólo soy un pobre desgraciado que lucha para sobrevivir en este planeta
de locos…
-Eso era antes Pablo, no lo olvides, eso era antes. Ahora las cosas han cambiado totalmente
y ahora tienes suficiente dinero en tu poder como para continuar con la labor del malogrado
Ramón. Él confiaba en ti y por eso te ha dejado toda su fortuna, él sabía que tú estarías
dispuesto a continuar con su investigación y con su lucha silenciosa, y a intentar abrirle los ojos
al género humano que los tiene totalmente cerrados al grave problema que se nos ha venido
encima y que todos han aceptado y acogido en sus vidas tan alegremente, sin pensar en las
consecuencias de sus actos, sin imaginarse que los que están detrás de todo este tinglado no
son unas hermanitas de la caridad que están pensando en el beneficio común… ¡Ja! nada más
lejos de la realidad, piensan en su propio beneficio y nada más, como ha sido siempre y como
siempre será. El egoísmo humano no tiene remedio, lo llevamos inscrito en los genes y son muy
pocos los que logran superarlo. Ramón me dijo que tú eras un hombre muy maduro y despierto
para tu edad porque te ha tenido que espabilar tú solo en la vida, y además me dijo que eras
muy inteligente y que en tus razonamientos imperaba casi siempre el sentido común.
No pude evitar ante tan inesperados cumplidos que una ola de caluroso rubor incontrolable
se apoderase ferozmente de mi cara. Bajé los ojos a la mesa y balbuceé como un niño
vergonzoso:
-Bueno, me parece que Ramón exageraba mucho, tenía demasiado buen concepto de mí. Yo
soy normal, como todo el mundo.
En ese instante el abogado apoyó su mano en mi hombro y dijo:
-No te equivoques, Pablo, te estás infravalorando mucho. La mayoría de las personas tienen
unos compromisos sociales y familiares que tú no tienes. Ellos han sido influidos más
directamente que tú por su familia, y siguen estando vinculados a ésta durante toda su vida, así
como a la que después crean por sí mismos. Pero tu caso es como el de Ramón, aún mejor
porque tu influencia familiar fue menos al haber estado muchos años viviendo en centros de
acogida.
-Vaya, no sabía que el ser huérfano fuese una ventaja…
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-No te digo eso, no malinterpretes mis palabras. Todo tiene su lado bueno y su lado malo. Y
llegados a la edad que tú tienes ahora mismo y viendo que te has sabido defender muy bien en
la vida, hay que ver el lado positivo del asunto. No merece la pena gastar energías en mirar al
pasado y quejarse por algo que no estaba en tu mano cambiar. Uno sólo debe lamentarse de
los errores de sus propios actos y decisiones, de nada más. Y en tu caso el ser o no ser huérfano
estaba completamente fuera del ámbito de tu influencia, por eso tienes que quedarte con lo
bueno, con la fuerza y la vitalidad con que esta circunstancia, en principio desfavorable, te ha
llevado a desenvolverte en la vida. Estoy completamente convencido de que harás grandes
cosas.
-¿Yo? ¿Qué cosas?.. No tengo ni idea de nada del tema de los nanoides, excepto el repelús,
podría decirse que instintivo, que tengo a ponérmelos… Pero si te digo la verdad, tampoco sé
bien por qué. Si tuviese tan claros los conceptos como los tenéis vosotros no habría accedido ni
siquiera a ponerme la pulsera, pero me vi obligado a hacerlo. ¿Quién me asegura que en un
futuro no me vea obligado de igual forma a ponerme los nanos? Las cosas cada vez se nos
ponen más difíciles y, en realidad, no sabemos qué nos depara el mañana. Quizás se convierta
el sistema pseudo-democrático que tenemos ahora en una dictadura que nos obligue a pasar
por el aro, o incluso el mismo sistema actual podría obligarnos a hacerlo engañándonos y
presionando con mil ardides, tal y como lo ha hecho hasta ahora… Estoy convencido de que la
mayoría de las personas que se han implantado el SIB se han visto impelidos, empujados a ello
por las normativas que el Estado nos ha impuesto. ¿Es voluntario el SIB? ¡Claro que es
voluntario! Es lo mismo que si me dicen que tener suministro de electricidad en tu vivienda es
voluntario. Por supuesto que lo es, pero ¿quién es capaz hoy en día de vivir como en el siglo
XIX? Nadie salvo algún ermitaño. Al vivir en sociedad y tener que interactuar con ella y en ella
implica acatar unas normas de convivencia que vienen prescritas por los de arriba además de
por las costumbres adquiridas de la propia evolución social durante siglos de existencia. Eso es
lo que pasará con los nanoides. De momento a la gente les parece un avance porque se lo han
vendido como tal, como un avance inofensivo para la humanidad, como un logro del ser
humano que le va a permitir subir al siguiente nivel evolutivo. El común de los mortales confía
en sus gobernantes, no se para a sopesar si realmente las decisiones que toman por nosotros
no están carentes de cierto nivel de malignidad, y aunque quisieran hacerlo, tampoco lo
podrían conseguir tan fácilmente porque tienen muy bien montado el chiringuito… Lo he
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estado pensando, he estado meditando acerca de la razón que les lleva a decidir e imponer lo
que es y no es bueno para la población y creo que el poder les emborracha y les inflama.
Simplemente toman decisiones porque pueden hacerlo, y cuando no pueden hacerlo
directamente nos intentan influenciar para que nosotros tomemos las decisiones por ellos de
manera voluntaria, y sin sospechar las consecuencias. Nos lanzamos a la red como los pececillos
despistados que no logran ver la gran dimensión de la misma y caen en ella sin darse cuenta.
Pues exactamente eso es lo que nos ocurre al grueso de la población, la red es de tal
envergadura que hasta que no te has topado con ella de bruces no te das cuenta de que te han
pescado, y eso cuando logras verla. Si tu posición está entre el tumulto de los peces que están
en el centro, ni la ves, ni la presientes siquiera, sólo te dedicas a nadar en círculo como los
demás, sin darte cuenta de que aunque quisieras no podrías nadar más lejos.
El abogado se quedó entonces mirándome sin decir nada durante unos interminables
segundos en los que mi cerebro repasaba sin querer retazos de mi propio soliloquio, como ecos
perdidos del discurso que acababa de marcarme. Cuando por fin habló solamente me dijo muy
serio:
-Ya veo que Ramón acertó en su valoración completamente… -Se levantó entonces de su
silla. –Anda, vámonos ya que se va a notar mucho si no nuestra ausencia de la oficina.
Me incorporé a mi vez y ambos volvimos sobre nuestros pasos, cabizbajos y sin cruzar
palabra hasta el bufete. Justo antes de entrar me dijo:
-Vamos a hacer una cosa. Ahora te vas a trabajar como si nada y le cuentas a tu jefe lo que
te apetezca de este asunto, aunque yo te aconsejo que no seas demasiado explícito con los
detalles, y cuando salgas por la tarde me paso a recogerte y te acerco hasta la casa de Ramón,
tu nueva casa, para que le eches un vistazo y te familiarices con ella, y te quedas ya con las
llaves. Luego tranquilamente decides si te cambias a vivir allí o qué haces. ¿Te parece?
Asentí de inmediato, aunque estaba algo aturdido ante la avalancha de acontecimientos
inesperados de esa mañana. Una vez que hubimos recogido mis cosas del despacho de Matías,
se ofreció a acercarme al taller, cosa que agradecí porque estaba bastante aturullado. Al llegar
nos despedimos hasta la tarde.
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Una vez allí me metí directamente en el despacho del jefe para explicarle que un amigo mío
había fallecido y que yo había tenido que acercarme a la comisaría a prestar declaración porque
las circunstancias de la muerte no estaban muy claras. A mis compañeros les dije lo mismo y me
puse a trabajar, aunque bien es cierto que en aquel día que cambió para siempre mi vida no me
dio mucho de sí la inventiva. La jornada laboral se me hizo eterna porque era incapaz de
concentrarme en nada y estaba nervioso por lo que me esperaba por la tarde. Cuando llegó
ésta salí del taller y estaba esperando Matías en su flamante coche, por lo que mis compañeros
se quedaron mirándome atónitos cuando me despedí de ellos y me introduje en el vehículo.
Nos saludamos y puso en marcha el motor, dirección a la ciudad. Durante el trayecto estuvimos
charlando un poco acerca de mi futuro, y me dejó muy claro que la decisión de vivir o no en
aquella casa era mía, que si no me gustaba o no me encontraba a gusto por el luctuoso suceso
que había tenido lugar allí que el inmueble se podía poner en venta y se vendería rápido, sin
ninguna dificultad dadas la características del mismo. En poco más de media hora ya estábamos
allí.
El edificio estaba en pleno casco histórico y pertenecía a una urbanización privada con sus
propias áreas comunes de esparcimiento y parques donde vi a varias personas paseando
tranquilamente al sol. Desde luego la zona era la más cara de la ciudad y me quedé estupefacto
al entrar en el propio edificio, donde nos recibió un amable conserje vestido con un uniforme
rimbombante que me hizo sonreír y quien me saludó muy cortésmente dándome la bienvenida
al lugar.
Matías no pudo evitar que se le escapase un suspiro al acceder al interior de la vivienda. De
repente desapareció toda la jovialidad que había mostrado hasta el momento y se tornó serio y
taciturno, limitándose a mostrarme el piso a la vez que me indicaba en voz alta el nombre de
cada estancia: El comedor, la cocina, el salón, los dormitorios, los baños y así hasta concluir
unos impresionantes 150m2. Al terminar el recorrido yo mismo estaba aturdido por tanto
espacio libre, acostumbrado hasta el momento a convivir con cuatro personas más en 70m2.
Me imaginé que en aquella casa se podía acomodar perfectamente hasta a diez personas.
Al terminar el recorrido Matías puso en mis manos un enorme juego de llaves y me explicó
que de tantas cerraduras sólo estaba al corriente de las llaves que pertenecían a la entrada al
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portal y a la propia casa. El resto no sabía dónde encajaban y me encomendó que investigase
yo mismo al respecto. Después se encaminó a la puerta y antes de despedirse me dijo:
-Te daré un consejo, bueno no, dos. Tómate con calma el acomodarte aquí, hazlo poco a
poco si en un principio no te encuentras a gusto y comprueba despacio y con conocimiento a
dónde pertenece cada llave. Ramón tenía muchas cosas interesantes.
Al decir esto último arqueó una ceja, como queriendo ponerle énfasis a la frase. Nos
estrechamos las manos y me comunicó que se pondría en contacto conmigo para seguir con
todo el papeleo legal de mi hacienda a estrenar. Salió por la puerta y antes de desaparecer en
el ascensor me volvió a decir:
-¡Ah! Y ten cuidado con las orejas… Ya sabes lo que pasa con ellas en todas partes.
Y me guiñó esta vez un ojo a la vez que sonreía con aire de complicidad.
Cuando se cerraron las puertas del ascensor me introduje de nuevo y me quedé mirando las
paredes del enorme distribuidor, pensando si realmente podían estar espiando aquella casa.
Como no sabía qué hacer me fui directo al salón y me asomé al balcón, dedicándome a
contemplar a la gente y los coches que iban por la calle, como pequeñitos insectos atareados.
pág. 109
5.
Me resultó más duro de lo que yo me imaginaba estar en aquel piso la primera hora. No
quería dejar de mirar por la ventana porque cuando lo hacía y me enfrentaba a la visión de
aquella estancia no podía dejar de preguntarme dónde se había producido el luctuoso
incidente, y repasaba con la vista las posibles ubicaciones con el estómago encogido y con un
hondo pesar dentro de mí porque intuía, o más bien tenía la certeza interna de que Ramón no
se había quitado la vida. Estaba convencido de que le habían asesinado. Y lo que más me dolía
era pensar que hubiese podido hacerlo el propio Félix. ¿Cómo puede alguien tener las pocas
entrañas de ser tan falso y retorcido como para fingir una amistad así? Suponía que era porque
ese tipo de gente mezquina se mete a trabajar en organizaciones en las que saben que tienen
carta blanca para hacer el mal, al que ya tienen instalado en su ser antes de unirse a esos
grupos.
No me atreví durante todo ese tiempo ni siquiera a moverme de donde estaba. Miraba hacia
la calle y contemplaba tranquilo cómo se desarrollaba la rutina de la ciudad, pero cuando me
cansaba de hacerlo y paseaba con la vista por la estancia posando brevemente mis ojos en
todos y cada uno de los objetos que reposaban mudos ante mí, no podía dejar de tener la
sensación de que tenía que hacer algo. Me incomodaba el sentir que tenía pendiente una labor
y no saber cuál era. En lo más hondo de mi ser sabía que Ramón había previsto las cosas de
aquella manera porque quería algo de mí, ¿pero qué?
Por la conversación mantenida con Matías aquella misma mañana intuía que las metas que
mi amigo había confiado en que consiguiese eran demasiado altas, inalcanzables para mi pobre
persona. ¿Cómo era posible que Ramón hubiese visto en mí a una especie de mesías salvador
de la raza humana? Eso fue lo que el abogado dejó traslucir de sus palabras, pero yo me sentía
tan pequeño ante las circunstancias como una hormiga ante una montaña: No veía la cumbre.
¿Cómo iba a poder abarcar tan inmensa tarea si no podía siquiera hacerme con una perspectiva
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clara de la totalidad del problema? ¿Cómo emprender una tarea titánica sin el convencimiento
de poder llevarla a cabo y jugando en el bando de los perdedores en origen?
Me bullía el cerebro como el agua encerrada en una olla exprés, y los pensamientos iban y
venían en alocadas carreras sin un hilo conductor, exasperándome el desconcierto de los
mismos.
La noche comenzó a caer y mi nerviosismo a aumentar a medida que la oscuridad se
apoderaba del lugar, con lo que decidí irme a mi piso compartido a dormir y regresar allí a la
tarde siguiente que era viernes, con la intención de quedarme todo el fin de semana.
Cuando llegué a casa abatido por la idea de la pérdida de Ramón y del cambio de vida que se
me venía encima como consecuencia inevitable de ello, se abalanzaron todos sobre mí como
hienas hambrientas de información que me avasallaron inmisericordemente con un sinfín de
preguntas que no me daban tiempo a contestar por la rápida sucesión de éstas.
Cuando pude poner por fin un poco de orden les expliqué que mi querido amigo del bar
había muerto en extrañas circunstancias y aunque la policía no descartaba el suicidio como una
de las posibilidades, me habían ido a buscar aquella mañana para que prestase declaración
acerca de lo que recordaba de las últimas semanas. Intencionadamente no les dije ni una
palabra acerca de la herencia, aunque no estaba muy seguro de que nos hubiesen estado
escuchando a los policías y a mí en mi habitación. Todos me dieron su más sentido pésame y
me ofrecieron su ayuda para lo que me fuera necesario y como ninguno hizo referencia al otro
asunto yo me di por satisfecho y me fui a dormir.
A la mañana siguiente le dije a Marcelo durante el desayuno que pasaría el finde fuera y salí
hacia el trabajo. Una vez allí me pasé el día esquivando a mi jefe y hasta a mis propios
compañeros para evitar conversaciones inapropiadas. Mi jefe me echaba unas miradas de
devorador de hombres, con los ojos incendiados por la rabia ya que no me acerqué a hablar en
ningún momento con él acerca de la inoculación del SIB, y sin duda alguna ya habría recibido el
informe del psicólogo acerca de mi caso. Pero ya me daba todo igual porque antes de comenzar
la jornada laboral había hablado por intercomunicador con Matías y me dijo que el lunes
tendría todos los documentos listos para legalizar la herencia y que a partir de ese día ya podría
disponer con libertad de todo, incluido el dinero de los bancos, que según me adelantó de lo
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hablado con el gestor era un pellizco considerable. Le comenté en esa conversación mi
intención de quedarme en el piso todo el fin de semana y me dijo que quizás se pasase el
domingo a visitarme.
Nada más terminar mi jornada laboral salí casi huyendo del taller y me fui a mi nuevo piso.
El día anterior, al entrar en el edificio con Matías, iba como en una nube y no me percaté de
casi nada de lo que a mi alrededor ocurría. Aquella tarde decidí abrir bien los ojos para asimilar
cuanto antes mi nueva situación.
Al cruzar por la entrada del edificio el portero me saludó muy cortésmente, llamándome por
mi apellido. Según esperaba en el ascensor a que llegara mi planta no podía evitar pensar en la
trágica muerte de mi amigo y de que quien quiera que fuese el que lo había vigilado y
asesinado, esa misma persona probablemente estaría aún vigilando la vivienda y lo más
inquietante: vigilándome también a mí. Durante los segundos que duró mi trayecto ascendente
decidí internamente comportarme de la manera más anodina posible durante todo el fin de
semana, hasta decidir qué hacer. De todos modos no tenía ni idea de qué planes tenía Ramón
previstos para mí, con lo que tampoco tendría mucho de lo que ocuparme aquellos días.
Antes de girar las llaves en la cerradura inspiré profundamente y por primera vez fui
realmente consciente de que mi vida había llegado al punto de inflexión en el que todo
cambiaría para bien o para mal. Mi situación ya no tenía vuelta de hoja y tendría que apechugar
con lo que viniera y tirar para adelante. En ese instante decidí cuál sería mi ocupación: Meditar
seriamente sobre mi futuro e intentar decidir si me importaba que las consecuencias de mis
futuras acciones me afectasen directa y negativamente, incluso hasta llegar al punto de
sacrificar lo único valioso que tenía y que era mi propia vida.
Esa era la decisión crucial. Comprometerme con mis acciones hasta sus últimas
consecuencias o dejar pasar el tren y convertirme en un anónimo más, quien para sobrevivir y
convivir con el resto de sus congéneres tiene que inocularse el SIB. No me quise agobiar nada
más llegar al piso ya que no era una decisión banal acerca de cualquier cosa cotidiana, en
aquellas próximas horas iba a decidir mi futuro, y tendría que meditarlo seriamente porque
fuese cual fuese el veredicto ya no habría marcha atrás. Tanto si elegía proseguir siendo paria
para siempre como si elegía rendirme a los nanoides tendría que ser muy consciente de lo que
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hacía y acatar los pros y los contras sin tener que echarme a la cara en un futuro la
equivocación de mi elección.
Me tomé aquella tarde libre para emprender por la mañana tan ardua tarea y me entretuve
en cotillear someramente por la casa. Tenía la sensación de estar de prestado allí y me
encontraba completamente fuera de lugar, no pudiendo evitar la culpabilidad al husmear en la
vida privada de mi amigo fallecido. Abrí con pudor todos los armarios y cajones de las
habitaciones para sólo comprobar que era ropa lo que cobijaban. No quería tampoco ponerme
a revolver todo como un desesperado porque intuía que la vigilancia a la que había sido
sometido Ramón aún se cernía sobre aquel lugar y por ende sobre mi persona, así que después
de una hora de entretenerme echando un vistazo a todo por encima me senté sin más en el
salón, mirando la pared que tenía enfrente y que, en lugar de una televisión como era lo
habitual entre la población, tenía una biblioteca repleta de libros hasta reventar.
Me levanté atraído por tal cantidad de papel impreso que no había vuelto a ver desde hacía
años en la biblioteca del instituto. Ni siquiera ya en las propias bibliotecas públicas tenías libre
acceso a textos impresos a partir de la aprobación de la ley de digitalización masiva que
terminó prácticamente con este tipo de formato para reconvertir al lenguaje binario cualquier
texto. Los libros eran ya un objeto en desuso desde hacía años y con la aprobación de aquella
ley que invirtió mucho dinero y recursos en “modernizar” al país terminaron por verse como
vestigios obsoletos de una cultura anterior a la era digital.
Por supuesto había muchos coleccionistas y amantes de los textos impresos ya que
aumentaron su valor económico en el mismo instante en que los condenaron a la desaparición.
Como en tantas otras normativas que provienen de los gobernantes hubo gente que se echó
las manos a la cabeza e intentó plantar batalla. Lo recuerdo bien porque estando estudiando la
carrera algunos profesores promovieron actos de protestas contra esta medida que tuvieron
escasa repercusión entre los estudiantes, quienes ya estábamos completamente inmersos en la
era digital y aquellas personas nos parecían dinosaurios analógicos que sólo protestaban
porque no tenían intención de adaptarse a las nuevas tecnologías.
Pero ahora ya no estoy tan seguro de que el motivo de su fallida lucha fuese su inadaptación
a los nuevos métodos. Yo creo más bien que tenían miedo a que la visión del futuro que tenía
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George Orwell en “1984” se estuviese haciendo realidad ya que estaban seguros de que con los
formatos digitales era imposible controlar la información y la veracidad de las ediciones y
publicaciones, no ya por el hecho de que lo publicado fuese cierto o no, si no por la capacidad
de cambio rápido que el sistema tenía y que un usuario sería incapaz de detectar.
En el formato físico tenías una edición escrita de un libro que había resultado laborioso y
costoso publicar y las letras se presentaban inmutables unas tras otras ante tus ojos, página
tras página y, leyeses las veces que leyeses ese texto, con seguridad nada habría cambiado en
él.
¿Quién podría asegurar lo mismo en la era digital y con el nuevo concepto acuñado hacía
unos años de “la nube” en el que la gente guarda quién sabe dónde su información? ¿Quién se
iba a acordar de lo que exactamente estaba escrito el día anterior o la semana anterior?
Personas sin escrúpulos podrían manipular sutilmente las palabras de una edición a otra, de un
día para otro. Ramón estaba completamente seguro de ello y su convicción ante esta
posibilidad sembró la duda en mis ideas al respecto.
Quizá con la edad yo también me estaba empezando a convertir en un dinosaurio y
necesitaba que las palabras fuesen a mi cerebro a través del ritual táctil de pasar una hoja tras
otra de un libro. Hacía muchos años que no tenía aquella sensación y de repente la añoré tanto
que cogí uno de ellos al azar, para reencontrarla. Y ese mismo azar había querido que aquel
primer libro que cogía de la estantería fuera uno de los grandes clásicos de la literatura
española: Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós.
Decidí sentarme de nuevo y dejarme transportar al Madrid costumbrista del siglo XIX que
tan bien construía en sus relatos este maestro de la narración.
Me arrellané en una butaquita que estaba muy cercana al ventanal del salón en el que había
permanecido anclado la tarde anterior y me dispuse a disfrutar sin ninguna prisa de aquella
agradable lectura. Al cabo de un buen rato ya había avanzado bastante en la novela y empezó a
darme hambre. No tenía intención alguna en comer lo que Ramón había dejado en la nevera así
que bajé a la tienda de alimentación más cercana que me indicó el conserje y compré
suministros para unos días.
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Acostumbrado a la sencillez como estaba, me hice un bocadillo de embutido y junto con un
vaso de refresco me dispuse a seguir con la tarea. Debo confesar que como no soy muy
refinado en mis modales llené todo el libro de migas de pan y de algunas manchitas de grasa
del embutido, producidas éstas al pasar las hojas con los dedos no demasiado limpios.
Cuando ya se fue la luz del sol y las tinieblas inundaron el salón, mis ojos estaban tan
cansados de la continua lectura por el poco hábito que con los libros tenía, que no tuve más
opción que la de tenderme en una de las camas del piso y cerrarlos para que descansasen. Me
debí quedar dormido rápidamente aunque con un sueño intranquilo en el que el fantasma de
Ramón me daba la bienvenida a su casa y después me recriminaba el haber manchado todo el
salón de migas y después se ponía a recogerlas con una actividad febril. Me enseñaba además
las manchas de grasa del libro y de la mesita donde había apoyado el bocadillo y me decía:
“¿Ves? ¿Lo ves cómo no puedo dejar nada a tu cuidado? Con la grasa lo estropearás todo y
luego no podrás leer lo que te escribí”. En ese momento me enseñaba el libro y sus letras
impresas se transformaban en otras manuscritas con huecos en los párrafos producidos por las
manchas. En ese instante y con cara de enfado me lanzó la novela a la cara, con lo que me
desperté sobresaltado y con el corazón a todo galope.
Ya había amanecido, así que me levanté medio atontado y dándole vueltas al extraño sueño
mientras me duchaba. No me cuadraba aquello de que primero me diese la bienvenida a su
casa y después me echase una bronca tremenda por manchar el salón con algunas migas, pero
Ramón nunca se había enfadado conmigo en vida, era un hombre muy tranquilo y
comprensivo. El sueño debía ser producto de la aprehensión que me producía el habitar bajo el
mismo techo en el que había muerto él.
Cuando me vestí y entré en el salón me fui directo a comprobar el estropicio liado y salvo un
plato y un vaso vacíos y cuatro o cinco migas salpicadas por la mesita no había mucho más de lo
que lamentarse. Mientras lo limpiaba no pude por menos que exclamar en voz alta:
-Hombre, Ramón, tampoco es para tanto… Cómo te has puesto por cuatro migas… Pero no
te preocupes, a partir de ahora seré más pulcro en tu casa, ¿te parece?
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Como es lógico sólo la reverberación de mi propia voz fue la que me contestó, pero por si las
moscas y bajo la sospecha de que el espíritu de Ramón se fuese a enfadar otra vez conmigo,
desayuné en la cocina.
Me preparé un café instantáneo y tostadas. Descubrí una pequeña radio en la encimera y
me puse a escucharla en la misma emisora en que estaba mientras comía.
Cuando terminé me la llevé conmigo al salón y me puse de nuevo a mirar por la ventana. No
me apetecía en absoluto revolver todas las cosas de Ramón y como sabía que la vigilancia aún
se mantenía no quería hacer nada que llamase la atención sobre mi persona.
Cogí de nuevo el libro de la noche anterior y, con el suave ambiente musical que me
proporcionaba la radio de fondo, me dispuse de nuevo a leer un rato. Hojeé por encima y algo
preocupado las páginas del libro para comprobar si lo había manchado mucho y, muy a mi
pesar, había varias manchas grasientas que ya no se podrían quitar. Recordé que había leído en
cierta revista algún truco acerca de este tipo de manchas y los polvos de talco, pero Ramón no
tenía en los baños nada parecido. Estuve intentando entonces absorber el exceso de grasa con
papel de cocina.
Para ello separaba una de las páginas manchadas y le ponía un trozo de éste por encima y
otro por debajo y volvía a cerrar el libro, presionando las tapas con todas mis fuerzas. Después
lo retiraba y con tristeza comprobaba que el método no resultaba muy efectivo. Probé con dos
o tres hojas y al mirar al trasluz para sopesar el avance de mi trabajo me di cuenta de que en
una de ellas se apreciaba una especie de línea dentro de la mancha.
Me quedé soberanamente sorprendido ya que el trazo se asemejaba a la letra “a”
manuscrita seguida de parte de una “m”. Y de repente se hizo la luz en mi cerebro y comprendí
qué había querido decirme Ramón en el sueño. ¿Era posible que me hubiese dejado algún
mensaje escrito en el libro? Atónito como me hallaba ante el descubrimiento levanté la vista
hacia la pared de enfrente y, con la boca abierta ante la idea que acababa de tener, miré
hipnotizado los cientos de libros que se apilaban unos contra otros en una pugna por el espacio
que resultaba feroz por la cantidad de ellos que coexistían en tan reducido lugar. ¿Cuántos
libros podía haber allí, unos setecientos? ¿Y en todo el resto de la casa?
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La tarde anterior, en mi somero escrutinio de los muchos muebles y armarios que estaban
en la casa había descubierto multitud de libros dentro de ellos. No podía precisar qué cantidad
comprendía el total de ellos, pero estaba casi seguro que alrededor de los mil en total.
Me levanté de golpe entusiasmado, como impulsado por el resorte de la intriga que me
provocaba el corroborar si mi hipótesis era cierta o se trataba tan solo de las divagaciones de
un hombre aburrido, pero en el mismo instante que hice eso me quedé clavado en el sitio como
si una vocecilla interna me hubiese dicho: “¡Cuidado, no te muevas! No muestres tus
intenciones que te están observando…”
¿Qué hacer entonces? Mi ilusión se vino abajo tan rápidamente como había subido y para no
levantar sospechas me encaminé al baño como para dar a entender que la urgencia de mi
movimiento era provocada por un irresistible deseo de sentarme en la taza. Y eso hice. Estuve
allí un tiempo prudencial y después regresé a mi puesto como si nada.
Pero ya no podía leer. Era incapaz de concentrarme en la lectura y las letras se sucedían ante
mis pupilas sin que mi cerebro les prestase la menor atención, mientras que intentaba
elucubrar alguna solución factible a mi problema.
Como lo único que podía hacer era prestarle atención al texto que tenía entre manos resolví
concentrarme en encontrar algo disimuladamente al trasluz de las hojas, y como allí dentro no
había aún mucha claridad cogí el libro y mi mochila y me fui a dar un paseo por el jardín que
rodeaba al finca y en el que paseaban tranquilamente algunos vecinos con sus perros mientras
otros charlaban, despreocupados de lo que les rodeaba, sentados en los bancos.
Les imité en eso y me senté en uno de los que estaba vacío. Saqué el libro de la mochila
parsimoniosamente y, como el que no quiere la cosa, me puse a leer. Consideré que tendría
que hacerlo durante un tiempo suficientemente prolongado como para no levantar sospechas,
lo cual hice durante media hora. Al cabo de ésta volví hacia atrás en la lectura hacia una de las
hojas manchadas y, como si estuviese repasando algo que ya me había leído, puse la hoja en
una posición que me permitiese vislumbrar a través de su trama la claridad del sol que se
despegaba ya del horizonte.
Y allí apareció claramente una palabra: “recuerdo”, seguida de una letra “e”. No pude
contener la emoción del descubrimiento, cerré el libro y me levanté, dirigiéndome de nuevo al
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piso. Tenía toda la mañana por delante aún y decidí hacer un experimento. Cogí un vaso de
agua y me dispuse a leer nuevamente. Bebí del mismo y con disimulo mojé un dedo en él y
probé a humedecer la hoja que estaba manchada de grasa en otro de sus esquinas pero no
apareció nada.
Mi desilusión fue total. ¿Acaso el texto manuscrito sólo aparecía si manchaba los libros con
grasa?
Me estuve devanando los sesos un rato allí sentado, mirando con insistencia la pared repleta
de libros e intentando descubrir cuál era la pieza maestra del rompecabezas, porqué Ramón me
había dejado un mensaje en un libro, cuál era el método más lógico para revelarlo y si, del
mismo modo que había hecho con el libro que me estaba leyendo, otros muchos tenían algún
mensaje aguardando a descubrir. Y aún más, ¿cómo colocar el mensaje? ¿Cuál era el orden que
debía seguir?
Me imaginé a Ramón escribiendo en esos libros cada día durante meses o quizás años, hasta
completar su legado. ¿Por qué era yo el destinatario de su legado y cómo se le había ocurrido
semejante idea?
La mayoría de la gente hacía años que despreciaba los libros en formato clásico y cuando se
hizo el cambio definitivo del papel al sistema digital ya carecían casi de valor para la mayoría de
la gente, y los vendían a precio de saldo en las tiendas de segunda mano, por lo que a Ramón
no le hubiese resultado costoso adquirir tamaña cantidad. Aunque bien pensado me pareció
que el dinero no era un problema para él, pero estaba segurísimo de que lo que sí
representaría un problema sería el de mancillar el libro y escribir algo en él con un método en
el que habría que estropear el libro para poder revelarlo. Eso sí que le debió herir en su
pundonor de coleccionista y sólo por aquella razón debió adquirir libros de baja calidad.
Estuve examinando un largo rato que libro que tenía entre manos y confirmé el mal estado
en el que estaba, con la tapa trasera desaparecida junto con algunas páginas y las hojas muy
amarillentas, con algunas esquinas rotas. Ramón nunca hubiese adquirido un libro en
semejante estado a no ser que se tratase de una primera edición o con alguna peculiaridad que
le confiriese algo de valor.
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Me levanté entonces y me puse a investigar la librería. Justo al lado del hueco que había
dejado al coger la novela había otra exactamente igual pero con un aspecto impecable y
compañera de ésa había otra en peor estado, pero al abrir la tapa descubrí que se trataba de
una impresión del siglo pasado, con lo que deduje que tendría bastante valor.
Eché un vistazo somero a las estanterías y me cercioré de que ocurría lo mismo con otros
muchos ejemplares. Estaban repetidos dos y tres veces.
Me separé de la biblioteca unos pasos y la contemplé con una perspectiva más amplia,
encontrando en ese preciso instante una solución a mi problema para no levantar sospechas,
así que comencé de inmediato a ponerla en práctica. En el lateral derecho de la pared había
una escalera adosada a la misma por medio de dos carriles, uno superior y otro inferior, para el
deslizamiento por un sistema de ruedas.
Empecé por la parte más elevada y, metódicamente, fui entresacando de los volúmenes que
estaban repetidos el que me parecía de menos categoría. No me resultó muy difícil la labor
porque Ramón, gracias a Dios, se había preocupado en adquirir libros de muy mala calidad,
muchos de ellos bastante deteriorados.
Mientras realizaba la tarea trataba de refunfuñar con naturalidad acerca de la cantidad de
“basura” que había acumulado mi amigo y le dirigía en voz alta frases tales como: “Vaya una
cantidad de basura que has acumulado aquí, Ramón. Estos libros no valen ni el papel en el que
están impresos, sólo valen para acumular polvo… -y entresacaba alguno y lo lanzaba al montón
que ya tenía en el suelo sin miramientos, prosiguiendo con la retahíla. –Una cosa es que fueras
coleccionista de libros y otra es el síndrome éste de Diógenes que tenías, hombre…”
Canturreaba a ratos las canciones que emitían en la radio y otras proseguía lentamente con mi
labor de escrutinio.
Aquel sábado lo pasé de aquella manera, seleccionando los libros que me interesaban.
Cuando llegó la noche había concluido con mi labor en la librería y en el suelo yacían
amontonados alrededor de unos doscientos volúmenes. Cansado ya de tanto papel impreso y
con un hambre feroz, me senté en el salón y me dispuse a cenar mientras discurría la manera
de llevar a cabo mi plan. Ya me había hecho una somera idea de los pasos a seguir, pero me
quedaban aún algunos detalles que pulir. Me acosté rendido y me quedé dormido al instante.
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Por la mañana me desperté lleno de agujetas en los brazos y en los hombros y, esta vez, sin
haber tenido ningún sueño relacionado con Ramón.
Me duché en un suspiro y me preparé el desayuno, que devoré con fruición. Los libros que
había puesto en el suelo el día anterior me parecieron aquella mañana mucho más numerosos
que en mi primera apreciación nocturna y no pude evitar soltar un resoplido ante la perspectiva
de la ardua tarea que se me venía encima. La biblioteca se erguía triste ante mis ojos, con los
volúmenes que aún contenía vencidos hacia los lados por los huecos que había dejado de
manera caótica al retirar los seleccionados.
Cuando me harté de contemplar mi obra, me dirigí a una de las habitaciones y proseguí con
mi labor. Para mi sorpresa, los volúmenes que encontré en casi todas ellas eran de muy poco
valor y en algunas ocasiones me encontré con el problema de tener que elegir de entre los
cinco o seis libros repetidos el de menos valor. Tentado estaba en esos momentos de coger
varios, pero fiel a mi hipótesis me conformaba con el que comprendía que era el patito feo del
grupo.
Enfrascado como estaba en la labor sólo me paré para comer una media hora y seguí con el
quehacer. Así me pilló Matías cuando a eso de las cinco de la tarde llamó al timbre para cumplir
con la visita prometida. Al entrar en la casa se echó las manos a la cabeza y me dijo con mirada
apenada:
-Madre mía… Sí que te estás dando prisa en desmantelar la casa…
Yo le sonreí y, quitándole hierro al asunto, le contesté:
-No te preocupes, sólo estoy separando los libros que no tienen valor, los más viejos. Ramón
era un coleccionista compulsivo y hay muchos repetidos pero que no valen para nada. He
pensado en donarlos a una ONG que conozco que manda estos libros a algunas bibliotecas para
que los niños de hoy en día sepan lo que son. ¿No te parece una buena idea?
El pobre abogado tragó saliva y dirigiendo sus ojos a los montones esparcidos por todo el
suelo se encogió de hombros y susurró:
-No sé… tú verás… Ahora es todo tuyo…
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Aquella misma tarde, mientras me ocupaba en la labor de descartar libros había tomado dos
importantes decisiones acerca de mi futuro: La primera era no contarle a nadie la verdad de mis
intenciones, por muy amigo que fuese, con respecto a la biblioteca, y la segunda era la de dejar
de trabajar para dedicarme por completo a la misión que me había encomendado Ramón y que
aún me quedaba por descubrir.
Invité a Matías a café y mientras nos lo tomábamos le hice partícipe de mi segunda decisión,
sin darle ningún indicio de mi descubrimiento:
-Ya he pensado qué quiero hacer con mi vida. De momento, lo primero que haré será
despedirme del trabajo porque mañana o pasado será el último día de plazo que tengo para el
SIB, ya lo sabes, –Matías asentía con gesto preocupado – y como no quiero ponérmelo de
ninguna de las maneras porque le tengo un asco que no te puedes ni imaginar, -ésta era una de
las razones por las que no quería ponerme los nanos, aunque no la principal –pues me
despediré del taller y me mudaré mañana mismo aquí definitivamente. Después voy a cogerme
un año sabático gracias a mi querido Ramón en el que me voy a dedicar a pensar en mi futuro
muy seriamente. ¿Qué te parece mi idea?
El abogado me miró preocupado y se tocó una oreja, no sé muy bien si para recordarme que
nos escuchaban y me contestó:
-Muy bien, me parece una idea acertada. Así te podrás hacer cargo tranquilamente de todos
los asuntos que Ramón dejó sin resolver. Además, mañana mismo le entierran, ya he
solucionado todo.
En ese instante fui yo el que puso gesto preocupado y apenado y con un hilillo de voz le dije:
-Ahh… No lo sabía, gracias por avisarme… Si te parece vamos a quedar para mañana. ¿A qué
hora es el sepelio?
-A las doce, en la Capilla de los Desamparados.
-Vale. Entonces lo que haré será pasarme por el taller para hablar con mi jefe y después me
dirijo directamente allí, aunque antes, si me da tiempo, quiero pasarme por la ONG que te he
dicho para que vengan a por los libros viejos e ir organizando un poco la casa. ¿Quedamos así
entonces? ¿Nos vemos mañana directamente en la capilla?
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-Sí, claro, quedamos así. –Se levantó entonces para irse. –Yo ya me tengo que ir. Mañana si
tienes algún problema con tu jefe le dices que me llame, o que ya le llamaré yo.
-No te preocupes. Ahora soy un problema burocrático para él, está deseando deshacerse de
mí.
Y efectivamente así fue. En cuanto le propuse a la mañana siguiente que me despidiese lo
aceptó sin pestañear. Yo sabía que ya había encontrado un sustituto para mí, por lo que mi baja
de la empresa no le supondría problema alguno. Firmé el finiquito y me despedí de todos mis
compañeros que me miraron apesadumbrados, con cara de incomprensión por el paso absurdo
ante sus ojos que había dado. Por supuesto no les conté la verdad de la situación, que en
realidad no tendría problemas económicos gracias a la herencia. Les dije que mi antiguo jefe me
había vuelto a coger de camarero y que no me exigía el SIB. Solamente el oficial al que se le
murió el aprendiz y que seguía traumatizado por el caso me dijo cuando nos quedamos solos:
“Has hecho bien. Aguanta cuanto puedas y no te metas esa mierda en el cuerpo. Yo cada día
me arrepiento más.”
Salí muy pronto de allí y antes de asistir al sepelio me acerqué por casa, ya que en la ONG de
la que había hablado a Matías era voluntario Juan, un compañero de piso, y en realidad no era
sólo de libros, aceptaba cualquier tipo de objeto en buen uso que repartía posteriormente
entre la gente pobre que lo necesitaba.
Como no estaba en el piso me fui directamente a la tienda de muebles donde trabajaba y le
dije que un amigo quería donar a la ONG unos muebles en buen estado y unas cajas de libros.
El se mostró encantado y quedamos en que aquella misma tarde se pasaría por casa una
furgoneta a recogerlos.
Una vez acordado el asunto me dirigí hacia la capilla. Al llegar me encontré en la puerta con
Matías que me esperaba con un sobre repleto de dinero y con una tarjeta de crédito. Yo nunca
en toda mi vida había visto tantos billetes juntos y casi que me espanté al contemplarlos
porque me parecía que el abogado había atracado una sucursal bancaria o cometido algún
delito para suministrármelos. Al ver mi cara de susto Matías soltó una carcajada muy sonora
que se me clavó en el ego y me avergonzó.
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-No te preocupes, todo esto es legalmente tuyo, no te asustes. –Y me tendió el sobre que
cogí con algo de reparo aún. –Me he permitido la libertad de sacarte algo de efectivo de una de
las cuentas de Ramón y de hacerte una tarjeta única para todas ellas.
Yo, en mi supina ignorancia, le pregunté:
-¿Es que tiene todo el dinero en el mismo banco?
-No, qué va. Cuando tienes una cantidad respetable de dinero los bancos llegan a un acuerdo
entre ellos y te dan una sola tarjeta para facilitarte la vida, aunque ya son escasas por el tema
del SIB. Dentro del sobre va una lista con el número de todas las cuentas bancarias y las
sucursales a las que pertenecen. Tendremos que quedar en esta semana para que me firmes en
todas ellas y pasar a ser tú el único titular.
-Ah, ya…
Como no sabía muy bien qué hacer y tenía aún el sobre en la mano, fue Matías el que me dio
indicaciones.
-Guárdalo en la mochila y vamos a entrar, que ya han traído el ataúd. ¿Te ves con fuerzas
para asistir?
-Sí, sí, claro, es lo menos que puedo hacer por Ramón. Le debo mi futuro.
Entramos a la capilla y allí estaba el féretro en un atrio y con la tapa cerrada. Era una caja de
madera sencilla sin ornamento alguno, exceptuando las miles de flores naturales de color rojo
que había por doquier y que impregnaban el ambiente de un empalagoso olor. Nos sentamos
en el primer banco y Matías me explicó muy bajito que por expreso deseo del fallecido el ataúd
estaba cerrado, y que era él el que se había tomado la libertad de organizar la ceremonia y
encargar las flores.
El sepelio fue muy corto y sobrio. Los asistentes en la capilla se podían contar con los dedos
de las manos, no sobrepasaban los diez.
Cuando terminó la ceremonia fuimos al cementerio y le enterramos en una tumba en el
suelo, con una lápida lisa en la que sólo se indicaba el nombre y los apellidos así como las
fechas de nacimiento y defunción. Contaba con 62 años cuando pasó a mejor vida.
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Una vez terminado completamente el funeral, Matías me invitó a comer, junto con otras dos
personas: el administrador de fincas y la inversora de Ramón. Antes de abandonar el
cementerio me presentó también a un matrimonio humilde, con aspecto algo pueblerino que
resultaron ser los guardeses que cuidaban la finca que mi amigo tenía en la sierra, me
expresaron su vivo deseo de que me fuera allí una temporada a descansar y a guardar el luto y
me prometieron que me tratarían muy bien. Me cayeron realmente simpáticos.
La comida me pareció una reunión de negocios de altos vuelos. En los postres ya estaba tan
mareado con la ingente cantidad de datos fiscales y legales que se me empezaba a atragantar la
comida. A todo decía que sí, lo mismo que podría haber dicho que no, y confiaba ciegamente
en que, si metía la pata, Matías me haría caer en el error. Una vez terminado el evento
informativo se despidieron el administrador y la inversora y me quedé a solas con el abogado
que me espetó con total claridad:
-No te has enterado de nada… ¡A que no!
-Pero de nada en absoluto.
Ambos reímos con ganas y me confesó que a Ramón le ocurría igual y que confiaba
plenamente en aquellas dos personas y en él mismo. Yo le dije que puesto que mi amigo era
tan inteligente, seguiría sus mismos pasos. Nos despedimos y yo me fui a casa porque la hora
de la recogida de las cajas de libros estaba cerca.
Había acordado con Juan que me traería su furgoneta grande y varias cajas para llenarlas, así
como mantas para proteger los muebles que se llevase. Fue muy puntual y se trajo consigo a un
chaval para ayudar. Estuvimos un par de horas metiendo los libros en las cajas y seleccionando
cuatro o cinco muebles para que se llevase, además de un televisor añejo que estaba
abandonado en un rincón. Le di también toda la ropa de Ramón y me encomendé a Dios para
que no hubiese nada significativo en todo aquello que se llevó ya que el repaso que le había
dado no fue muy exhaustivo. Yo sabía dónde irían a dejar todo el material: en un almacén a las
afueras de la ciudad. Antes de que se fueran le propuse discretamente al chaval si al día
siguiente estaría dispuesto a hacerme un porte muy bien remunerado. El chico aceptó
encantado y quedamos en que él llevaría una furgoneta alquilada a la puerta del almacén a las
ocho de la mañana. Le pedí discreción con respecto a Juan, ya que no quería que se enfadase
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por no haberle ofrecido el porte a él. El chaval me prometió silencio total y quedamos así para
el día siguiente. Le di dinero para que alquilara la furgoneta a su nombre y me despedí de ellos
cuando se fueron.
Fue entonces cuando empecé a llevar a cabo mi plan que terminé de fraguar en el funeral.
Me informé acerca de los transportes que llegaban hasta la finca que cuidaban los guardeses
que me presentaron aquella mañana y acto seguido les llamé para anunciarles que al mediodía
siguiente estaría allí, pero que el autobús en el que iría me dejaba a unos siete kilómetros de la
finca. El guardés se ofreció encantado a ir a recogerme a la hora indicada.
Después dejé que la tarde transcurriera tranquilamente mientras revolvía por aquí y por allá
entre las cosas de Ramón a ver si encontraba algo que me resultase útil. Encontré un diario
bastante anodino que comprendía un periodo de tiempo de dos años de hacía más o menos
diez años. Le eché un vistazo y vi algunas palabras que estaban escritas con símbolos extraños,
con lo que me lo quedé porque me picó la curiosidad. Encontré también varias plumas y
bolígrafos así como varios cuadernos nuevos que me pareció interesante quedarme ya que
estaba convencido de que a partir de aquel día mi contacto con el mundo debería evitar en lo
posible lo digital.
Después de coger esas cosillas que me llamaron la atención me fui hasta mi piso a coger
ropa y mi neceser y les anuncié que me iba de vacaciones durante unos quince días y que allí
donde me alojaría no había cobertura, así que no se preocupasen si no podían contactar
conmigo, que ya les llamaría yo. A nadie le extrañó que me fuese ya que hacía un par de años
que trabajaba sin parar, y no había disfrutado de vacaciones al preferir que me las pagasen. Me
despedí de todos muy alegre y volví al piso de Ramón. Cuando llegué ya era de noche, así que
cené y me acosté pronto.
A las ocho de la mañana llegó el chaval con la furgoneta y las llaves del almacén. Yo estaba
allí aguardando desde media hora antes, ya que el nerviosismo me había hecho levantar a la
hora del gallo. Le dije que quería comprar las cajas de libros que se habían llevado la tarde
anterior, por lo que el chico se sorprendió. Le expliqué que me lo había estado pensando toda
la noche y que, como mi amigo había querido donarlas a la ONG me parecía justo que yo
pagase por ellos, ya que quería adquirirlos para comenzar mi propia colección. Él me observaba
extrañado mientras le daba mis argumentos, pero cuando le puse un buen fajo de billetes en la
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mano para la compra se le iluminaron los ojos, y mucho más cuando le di otro por su trabajo de
porte de aquel día y le anuncié que le daría la misma cantidad cuando llegase al lugar de
destino con la carga. Le apunté la dirección en un papel y quedamos allí para las doce.
Me fui a la estación de autobuses y compré mi billete. Había decidido hacer el viajo por
separado, por si estaban vigilando las cosas de Ramón, aunque quizás también lo hacían
conmigo. El viaje fue muy tranquilo y las vistas eran las propias para solazarse en el verde
profundo que dominaba por doquier. Dormité un par de veces y cuando llegué al pueblo en el
que me esperaba el guardés eran las doce. Además estaba allí mismo aparcada la furgoneta y el
chico esperándome dentro. No vi nada sospechoso ni ningún otro vehículo aparte del que había
traído el guardés. Saludé a éste y le dije que me había traído unas pocas cosas de la cuidad,
abriendo la furgoneta y mostrando las cajas de su interior, y que quería llevarlas a la finca. El
guardés, que se llamaba Antonio, miró su coche con cara desconsolada y me dijo:
-¿No cree usted que es un poco pequeño para tanto trasto?
Lo cierto era que se trataba de un coche minúsculo sin maletero casi. Cuando advirtió mi
cara de contrariedad él mismo me dio la solución.
-No se preocupe, le voy a decir a Celedonio que nos guarde las cajas y luego llamaré a Julio,
que tiene una camioneta muy maja, para que nos acerque las cosas en cuanto pueda, ¿le
parece?
-Me parece muy bien. Perfecto. Entonces déjame que descarguemos las cosas y pago a este
chico para que se vaya. Y por favor, Antonio, tutéame, que no soy tan mayor…
-Como quiera Don Pablo, como quiera. Le tutearé si eso le gusta más.
Antonio le pidió a Celedonio, que era el dueño del bar del pueblo, que nos guardase las cajas
en el trastero que le había las veces de almacén y éste accedió encantado. Descargamos todo y
pagué al chico, recordándole que tuviese discreción y que si Juan le preguntaba por los libros le
dijese que se los habían comprado esa misma mañana sin decirle quién. Y después de terminar
con todos los trámites me subí al minicoche con el guardés y partimos hacia la finca.
Durante el trayecto que duró unos diez minutos le iba preguntando acerca de lo que veía
alrededor y él me iba contestando muy animadamente a todos mis requerimientos.
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Al llegar a la casa que era de una sencillez chocante nos estaba esperando su mujer,
Inmaculada, o Inma, como pidió que la llamase. Ella también me llamaba de usted, y a pesar de
que en varias ocasiones les pedí a ambos que me tuteasen creo que no lo hacían porque ya
tenían adquirido este tratamiento por la costumbre de muchos años.
Se les veía visiblemente contentos de que yo estuviese allí, aunque al terminar la comida
Inma se retiró discretamente a preparar el café y Antonio cambió la faz, transformando su
alegría en pesar y expresándome sin ambages cuál era el motivo de su preocupación.
-Don Pablo, quería tratar con usted de un tema. Mire, nosotros somos guardeses de aquí
desde prácticamente hace treinta años. Yo heredé el oficio de mis padres quienes eran
guardeses a su vez de los padres de Don Ramón, que en paz descanse. Nosotros estamos muy
contentos aquí y, como no tenemos hijos, consideramos éste nuestro hogar. Figúrese si es así
que a pesar de que tenemos una casa en el pueblo casi nunca vamos allí…
Hizo una pausa, dejó de juguetear con la servilleta y me miró con cara de preocupación.
-La semana pasada cuando falleció Don Ramón, nos llamó por teléfono el administrador de
la finca para darnos la triste noticia y para informarnos de que el nuevo propietario, que era el
heredero de Don Ramón, o sea usted, quería que nos pusiésemos los trastos esos
“rarotecnológicos” que te meten en la sangre… Y nosotros, mire usted, nos quedamos
sorprendidos porque el antiguo dueño jamás nos dijo que tuviésemos que hacer tal cosa y, la
verdad, nos da un poco de miedo porque, en el pueblo, la señora Marta se murió nada más
ponérselos y se oyen por ahí habladurías de que fueron los trastos los que la mataron… Mi
mujer y yo hemos estado discutiendo sobre el tema y hemos acordado que si no queda más
remedio nos los pondremos, aunque no nos guste para nada la idea. ¡Todo sea por quedarnos
en la finca!
Mi sorpresa iba en aumento con cada palabra que salía por su boca y cuando terminó de
hablar tenía la mía abierta de par en par, incrédulo ante lo que estaba oyendo.
-¿Me dices que te llamó el administrador para indicarte que teníais que entrar en el SIB?
-Así es, eso mismo. Nos llamó hace un par de días.
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-¿Y que os dijo que era yo el que quería que os pusieseis el SIB? –Las notas cada vez más
agudas de mis preguntas denotaban que el nivel de mi enfado iba subiendo con cada una de
ellas.
-Tal y como lo dice. Eso fue lo que me dijo por teléfono… En el entierro no le quisimos decir
nada porque no era el lugar ni el momento adecuado por estar honrando la memoria del
difunto Don Ramón. Teníamos pensado llamarle para explicarle nuestra situación, pero ya que
ha venido usted aquí, he aprovechado para decírselo.
-Antonio, te voy a dar una noticia, o mejor, os voy a dar una noticia. –El énfasis del plural era
claro ya que Inmaculada estaba en la puerta del salón atendiendo a nuestra conversación con la
bandeja del café en la mano. Le hice una seña para que pasara y continué. –Bajo ningún
concepto, y repito, bajo ningún concepto quiero que os inoculéis los nanoides. Estoy
totalmente en contra de ellos. –Las facciones de Antonio se distendieron con relajado ademán
y una tenue sonrisa afloró a sus curtidos labios. –Es más, yo tampoco tengo puesto el SIB y
lucharé contra él todo lo que pueda. Me niego categóricamente a ponérmelo o a que mis
empleados se lo pongan. Es una decisión completamente libre y personal de cada uno en la que
yo no pienso influir de ninguna manera. Así que ya lo sabéis, -recalqué mirando
alternativamente a ambos,- el SIB es completamente voluntario, no necesitáis ponéroslo si no
lo queréis.
-Muchas gracias Don Pablo, ya nos quedamos más tranquilos.
En un tono mucho más relajado tomamos el café con unas deliciosas pastas que la propia
Inmaculada había preparado y al terminar me preguntó el guardés si quería descansar o si me
apetecía dar una vuelta por la finca para enseñármela.
Como no estaba en absoluto cansado le pedí que me enseñase el terreno. Inma se disculpó
alegando que tenía que recoger la cocina y yo me fui con Antonio en su minicoche.
La extensión de la finca no era muy amplia, por lo que tardamos alrededor de una hora en
visitar todo con calma, aunque a mí me parecía aquello como las propiedades de los millonarios
que veía en la tele cuando era pequeño. Casi la totalidad era terreno cultivado de trigo y
cebada según me indicó el guardés. Él mismo mandaba a moler en un molino de un pueblo
cercano la producción anual y allí consumían su propia harina. Lo mismo hacían con los
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productos de la huerta y las frutas, ya que había una zona en que los árboles frutales
abundaban.
Vimos una estructura que hacía varios años hacía las veces de vaquería, pero que ya estaba
abandonada y sólo servía para almacenar trastos viejos, y pegando a ella otra estructura más
pequeña en la que había cuatro cochinos negros que nos saludaron gruñendo ruidosamente
para demandar comida. Me explico que tenían aquellos animales por expreso deseo de Ramón,
aunque cuando llegaba la época de la matanza se veían obligados a llevarlos al matadero,
porque así lo obligaban las leyes, para sacrificarlos y realizar un posterior examen a la carne
para saber si era apta para el consumo humano. Una vez les devolvían los cerdos ellos mismos
junto con algunos jornaleros del pueblo preparaban sus propios embutidos y salazones para
consumir a lo largo del año.
Yo estaba entusiasmado con toda la fauna y flora de la finca, las gallinas, los pavos, los
cerdos, incluso me dijo que ellos mismos compraban la leche de las cabras de un cabrero que
vivía en la sierra para hacer sus propios quesos. Me explicó también que Don Ramón era tan
generoso que permitía que todo aquello que no se fuese a consumir debido la gran cantidad de
existencias que se acumularían, se repartiesen entre la gente más necesitada del pueblo y los
alrededores.
Curiosamente yo mismo asistí a uno de estos actos de caridad desusada por aquella época
con uno de los vecinos.
Al regresar de nuestro recorrido llegamos de nuevo a la casa y en la entrada estaba
Inmaculada hablando con un hombre muy mayor. El anciano se llamaba Eugenio y me
explicaron que debía tener unos ochenta años. A pesar de su avanzada edad se conservaba en
un excelente estado de salud y había recorrido los seis kilómetros que separaban la finca del
pueblo a pie, solamente ayudado por su paciencia y una garrota. Semejante paseo le había
costado alrededor de una hora y lo había hecho con la intención de pedir unas cuantas patatas
ya que, como no tenía casi ni un diente ni muela, éste era casi el único producto que, una vez
bien cocido, se podía permitir comer. Después me enteré que Eugenio había sido marino
mercante toda su vida y a base de juergas y mujeres había dilapidado los pocos dineros que
ganaba como marinero a la par que la poca herencia que le habían dejado sus padres,
quedándole sólo para su subsistencia, por su mala cabeza, una casita que era donde nació y una
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mísera pensión que no le alcanzaba ni para comer. Y ahí era donde la caridad de que se hacía
gala la finca se ponía en marcha.
Al verle hablando con su mujer, el guardés visiblemente enfadado, le echó una bronca de
campeonato recriminándole al anciano el haber venido andando y no haber llamado por
teléfono desde el bar de Celedonio para que le acercase él mismo lo que necesitaba.
El viejo reía de buena gana con sus encías desdentadas al aire y nos decía dejando escapar
las eses entre las oquedades de sus encías que le venía bien pasear para mantenerse en forma
porque nunca se sabía cuándo tendría que verse uno en el caso de atender a una mujer
cumplidamente, y volvía a reír una vez concluida la frase.
Antonio, con media sonrisa en los labios por las ocurrencias del marino, pasó a la casa y le
preparó una caja con patatas, verduras, frutas, una gran hogaza de pan y un bizcocho hecho por
Inmaculada, además de unos cuantos paquetes de tabaco que para el anciano eran casi más
necesarios que la comida. Una vez preparados los suministros se subieron en el cochecito y,
antes de partir hacia el pueblo, me dijo el guardés que iba a enterarse donde Celedonio a ver si
había hablado ya con Julio para que trajese las cajas.
Yo, con permiso de Inmaculada, me lie a deambular por la casona, revolviendo todos los
armarios y muebles a mi alcance para ver si allí también había libros, exceptuando los de la
propia cocina a la que no pude ni entrar porque la guardesa me amenazó riéndose con una
sartén en alto, advirtiéndome de que como le revolviese todos los cacharros que tenía
perfectamente colocados en los muebles me la estamparía en toda la frente.
Yo reí ante la ocurrencia de la mujer y me fui de allí, no sin la ligera impresión de que en
aquella amenaza existía un poso de realidad ya que la cocina estaba impoluta, lo mismo que el
resto de la casa, pero aquella estancia mucho más ya que relucía como los chorros del oro.
Al anochecer regresó Antonio y me comunicó la buena nueva de que a la mañana siguiente
llegarían las cajas. Me alegré porque en aquella finca, acostumbrado como estaba de siempre a
la vida en la ciudad, me comenzaba a aburrir de no hacer nada. Cenamos y me acosté, con la
ilusión de comenzar con la tarea al despertar.
Efectivamente tal y como le prometió Julio, la camioneta con las cajas se presentó en la casa
cuando estábamos desayunando. En realidad desayunábamos sólo Inma y yo, ya que Antonio
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había hecho lo propio antes de amanecer para irse a atender a los animales. Cuando su mujer
me explicó esto al poner el café, me percaté de que un trabajo así representaba una ocupación
las veinticuatro horas del día y todos los días del año.
Descargamos las cajas entre el conductor de la camioneta y yo y las pusimos todas en una
habitación contigua a la mía que estaba casi vacía. No me pareció bien que el hombre se fuese
con las manos vacías después de haberme hecho el favor de traerme los bultos y le di una
propina que insistió tercamente en rechazar porque decía que prefería harina ya que se les
había terminado. Yo le expliqué que lo de la harina era tema aparte y conseguí que aceptase la
pecunia. El mismo cargó un saco desde el edificio que hacía las veces de almacén, regresó a la
casa, le pidió a Inma “la lista” y ésta le dio un cuaderno con tapas duras en el que apuntó algo.
Cuando se fue le pedí a la guardesa que me explicase qué era aquello y me aclaró que desde
hacía muchísimos años, ya en vida de los padres de Ramón, se habían comenzado a regalar los
excedentes a los que lo solicitaban pero algunos, aprovechándose de la buena voluntad de los
dueños, habían empezado a comerciar con ellos. Desde que se descubrió esto, hacía más o
menos sesenta años, se venía haciendo un registro de lo que se llevaba cada vecino, la cantidad
y la fecha en que lo hacían para evitar en lo posible estos abusos.
Los propios vecinos del pueblo se habían convencido de que este maná del cielo era digno
de ser respetado a la par que agradecido por medio de un aprovechamiento razonable, por lo
que ellos mismos tomaron conciencia y estrecharon el cerco a los abusadores, delatándolos
públicamente en un pleno del Ayuntamiento y comprometiéndose entre todos a ser coherentes
con los productos gratuitos que los dueños regalaban. Desde entonces no había vuelto a haber
ningún problema al respecto.
Inmaculada se quejó suavemente y me dijo que hacía años, desde que las vacas se habían
quitado y sólo se habían quedado ellos para atender toda la finca, los donativos eran más
escasos porque se producía poco. Me explicó que Don Ramón estaba muy ocupado en la
ciudad con “sus cosas” para prestar atención a esos detalles, y todo se había ido deteriorando
poco a poco. Me confesó que a ella le daba miedo pasar su vejez fuera de la finca ya que
mucho se temía que por mi juventud no me interesasen demasiado aquellas propiedades.
Le quité como pude esa preocupación de la cabeza aunque no soné entonces muy
convincente ya que ni yo mismo sabía qué iba a hacer con mi vida. De momento, y eso era lo
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único que tenía claro, quería encontrar a toda costa el mensaje secreto que supuestamente me
había dejado Ramón oculto en los libros, y al mirar las cajas rezaba para que no se me hubiese
quedado en la ciudad ninguno que me fuese imprescindible para el caso porque lo cierto era
que estaba tan a gusto allí a pesar del poco tiempo que había transcurrido que me daba una
pereza tremenda el regresar a mi hábitat habitual.
Le pedí a la guardesa un litro de aceite y una brocha de pintar o algo similar y me miró con
tal cara de desconcierto que tuve que salirme por la tangente y decirle que lo necesitaba
porque en las cajas me había traído algunos productos y unos cuantos libros que eran de
Ramón, y que mi intención era restaurarlos. Extrañada aún por mi petición me proporcionó lo
que le había pedido y yo mismo me serví de un paquete de rollos de papel de cocina y me
encerré en la habitación que me hacía las veces de almacén, muy ufano, a comenzar con mi
labor detectivesca.
Los primeros días no avancé casi nada. Me tiraba las horas muertas untando de aceite los
libros, absorbiendo el exceso con el papel de cocina y poniendo al trasluz de la ventana las
hojas, para ir trascribiendo poco a poco en un cuaderno las frases, palabras y símbolos que se
iban revelando. El proceso era muy lento y tedioso, pero con la práctica lo fui sofisticando y me
preparé un escritorio con dos sillas, un cristal de ventana inservible del almacén y un flexo en el
suelo, con lo que podía trabajar más cómodamente en mi labor, sin tener que estar atendiendo
al grado de luminosidad del astro rey que atravesaba por la ventana.
Estuve allí recluido, casi como un espartano, unos dos meses, llevando a cabo con paciencia
mi propósito. Sólo salía de la estancia para las comidas y para darme un paseo por la finca
cuando quería estirar las piernas. Cuando hacía esto me iba en busca de Antonio quien,
indefectiblemente, estaba siempre trabajando en algo, ya fuese atendiendo los animales, o a
los huertos, o arreglando algo que estuviese estropeado o deteriorado. Uno de esos días,
cuando más liado estaba arreglando una puerta del almacén que estaba desencajada, le oí jurar
en arameo porque, aunque estuvimos los dos forcejeando un buen rato para encajarla en su
lugar, nada pudimos hacer a pesar de nuestro empeño, y entonces me di cuenta de que a aquel
hombre le hacía falta urgentemente un ayudante fornido y trabajador, y ése, muy a mi pesar,
no era yo porque, aunque trabajador, de fornido no tenía mucho ya que la ciudad y el trabajo
de oficina me habían anquilosado sin yo percatarme de ello.
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Le expresé al guardés mi intención de contratar a una persona para que le ayudase en la fina
durante la semana y a otra para que viniese a atender a los animales y lo necesario de los
huertos los fines de semana, para que Inmaculada y él los tuviesen libres para hacer lo que
quisieran.
Le pedí que se encargase él de buscar aquellas dos personas a pesar de que protestó
ofendido, defendiendo su capacidad para desarrollar él solo todo el trabajo como siempre
había hecho, cosa que yo nunca puse en duda, pero aquello ya me parecía que rozaba la
esclavitud. Le pedí también que, puesto que él conocía a la gente del pueblo, me buscase un
coche todoterreno en buen uso para comprarlo, ya que quería tener uno propio para poder
moverme con libertad. Aceptó mis propuestas refunfuñando y al día siguiente ya estaba allí
trabajando otro hombre, que se llamaba Jesús, y que le quitó algo de la carga de trabajo que
soportaba.
El administrador de la finca intentó ponerme pegas a la hora de contratar a las dos personas
que el guardés había elegido ya que ninguna de ellas tenía el SIB, no sabía yo si por casualidad o
porque Antonio lo había querido así. Me encendió el tono de condescendencia que usó al
pronunciar la palabra “parias” a la hora de referirse a ellos y argumentó la cantidad de
dificultades y trabas burocráticas que tendríamos a la hora de contratarles legalmente ya que
había vuelto a cambiar las leyes para endurecer las condiciones laborales de “este tipo de
personas”. Aquella frase y el modo en que la pronunció me hizo estallar y le terminé gritando
que se buscase la vida, que ése era su trabajo y para eso se le pagaba tan bien. Acto seguido
llamé a Matías, enfurecido como estaba, y él, con su don de gentes, me tranquilizó y me dijo
que no me preocupase que él se ocuparía de todo. Le envié los datos de los dos hombres
telemáticamente y el abogado solucionó todo felizmente.
Antonio, al principio reticente con su ayudante, finalmente hizo muy buenas migas con él y,
poco a poco consiguieron abarcar mucho más de lo que en un principio se podría esperar. El
primer fin de semana que vino el otro jornalero, que se llamaba Juan y era simpático hasta lo
indecible, se tiró los dos días persiguiéndole de acá para allá y quitándole de las manos las
herramientas de trabajo y haciendo él todas las cosas para que el otro aprendiese. El hombre le
observaba divertido porque él ya sabía hacer todo aquello al haber trabajado precisamente en
su juventud como jornalero allí mismo, pero a Antonio le daba lo mismo y no se fiaba de su
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buen hacer, con lo que el acoso iba en aumento, tanto que Juan le terminó por preguntar cuál
era el motivo de su contratación si no le dejaba hacer nada. Al segundo fin de semana el
guardés paseaba por la casa y sus alrededores como león enjaulado, con las manos a la espalda
y la cabeza gacha, como si estuviese discurriendo una estratagema muy complicada.
Casi tuve también que obligar a Inmaculada a descansar los domingos de sus quehaceres
domésticos y le indiqué claramente que yo me apañaba con cualquier sobra de la semana o con
un bocadillo, por lo que el sábado se sometió a un maratón de cocina y terminó preparando
comida para un regimiento.
Con el tiempo la situación se fue normalizando y conseguí incluso, al cabo de un mes de
insistir, que se fueran un fin de semana de viaje, a disfrutar y conocer mundo.
Inmaculada, muy contenta, lo organizó todo y el día de la partida Antonio, nervioso como
nunca, revisó el equipaje de la parte trasera del minicoche como unas veinticinco veces antes
de partir. Era una novedad tremenda para ellos el poder salir de la finca sin la presión de tener
que regresar al día siguiente para atender todo y, aunque se iban solamente a un bonito pueblo
que distaba unos doscientos kilómetros, el guardés me suplicó que le llamase ante cualquier
imprevisto, por pequeño que fuese. Así se lo prometí bajo juramento y finalmente los vi
alejarse en el horizonte en su pequeño cochecito.
Como yo ya tenía el todoterreno que me había encontrado Antonio, un poco destartalado y
antiguo pero que funcionaba bien, iba y venía al pueblo cuando quería para comprar allí lo que
necesitaba, con lo que su partida no me preocupaba lo más mínimo.
El domingo, antes de la hora de comer, ya se habían presentado de vuelta, Inmaculada con
una cara de cansancio que jamás le había visto y Antonio con un nivel de enfado muy superior a
sus habituales refunfuños. Yo, ingenuo de mí, les pregunté sonriente por su viaje. El guardés se
puso de nuevo a gruñir por lo bajo mientras descargaba el equipaje y su mujer puso los ojos en
blanco y me contestó con tono contrariado:
-Mejor no lo quiera saber… -A pesar de los cuatro meses que ya llevaba allí, aún no había
conseguido que me tuteasen.
-¿Qué quieres decir? ¿Qué os ha pasado?
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-¡Ja! Mejor, qué no nos ha pasado… -Era el guardés quien metía baza mientras llevaba las
maletas dentro.
-¿Tan mal os ha ido? ¿Es que no os ha gustado el sitio aquél?
-No, eso no. El sitio era precioso. Parece mentira que tan cerca de aquí haya un lugar con
tanto monumento antiguo. Y el hotel estaba muy bien, aunque… ¡Uy! Menos mal que usted,
que entiende de ordenadores, lo había pagado ya que si no… -Inmaculada sacudía su mano
derecha de arriba abajo, expresando el lío en el que se habrían metido de no haber sido así. Su
lenguaje en lo referente a los sistemas telemáticos se había quedado algo anticuado ya que,
prácticamente, no existían los ordenadores por aquel entonces al haberse convertido cualquier
dispositivo que antaño se destinaba a un uso compartimentado de la información en un
ordenador de los de antes. Ahora se denominaban táctiles o intercomunicadores, hacía ya un
par de años que los teclados habían desaparecido del mercado y yo personalmente, y
exceptuando el viejo que había visto en casa de Ramón con su CPU y pantalla independiente,
hacía siglos que no había visto uno de aquéllos, quizás desde los primeros años de universidad.
Por eso cuando la mujer pronunció la palabra “ordenador” me hizo sonreír. Les dije que
pasasen dentro y que me contasen todo mientras comíamos, que aún tenía muchas sobras de
las que había preparado Inma antes de irse.
A la media hora me estaban relatando su accidentado viaje. Al llegar al hotel les habían
pedido identificarse en un táctil y, como ellos no tenían el SIB, les costó más de tres cuartos de
hora que lo lograsen hacer por los medios anteriores a los nanoides, completamente ya en
desuso. Cuando consiguieron demostrar quiénes eran se dispusieron a arreglarse un poco y
salir por ahí a dar una vuelta y cenar. Tuvieron el mismo problema y no les aceptaban la tarjeta
de crédito en ningún establecimiento, por lo que sacaron una cantidad respetable en efectivo
en un cajero cochambroso que encontraron perdido en una callejuela del extrarradio, pero aun
así les costó encontrar un sitio decente donde cenar. Desanimados, se acostaron y a la mañana
siguiente más animados por el radiante sol que iluminaba todo, desayunaron en el mismo hotel
y salieron a ver los monumentos que les recomendaron en la recepción.
Comenzaron por la catedral que les habían dicho que tenía unas vidrieras espectaculares.
Ingenuos se pusieron a la cola como la demás gente, pero después de media hora de tediosa
espera, lo que para los otros era un simple trámite de identificación de su SIB en el dispositivo
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correspondiente, para ellos se convirtió en un calvario el poder identificarse y pagar. Los
vendedores que tramitaban las entradas miraban con estupor los DNI que ambos habían
entregado y los billetes para pagar su ticket, y les daban vueltas y los miraban por delante y por
detrás sin saber muy bien cómo usarlos. Finalmente tuvieron que llamar a otra compañera más
veterana y ésta, sonriendo ante la pareja no pudo dejar escapar una gracia al enterarse del
contratiempo:
-¡Anda! Pero si es un DNI… Hacía por lo menos dos años que no veía uno de estos… -y la
mujer, algo robusta ya por la edad y con unas rosadas mejillas que indicaban una buena
alimentación, daba vueltas al objeto como mirándolo con veneración, mientras hablaba. –El
mío se lo quedaron al ponerme los nanos… -Se quedó pensando y levantó la mirada hacia
Antonio que comenzaba a terminársele la paciencia. –Entonces… ¿ustedes no tienen puestos
aún los nanos? ¿Es que no los necesitan?
-¡Y para que voy yo a necesitar esa mierda!
El guardés terminó estallando según me contaron con esta frase lapidaria que no dejaba
lugar a dudas acerca de su enfado.
Ante el nerviosismo de la pareja que observaba cómo la tente pasaba alegremente por los
torniquetes simplemente con tocar en una pantallita, decidieron rebuscar en el despacho del
director a ver si quedaba algún paquete de las entradas de papel que se usaban aún durante los
años anteriores a la implantación del SIB. Felizmente lograron encontrar un taco ya ajado por el
ostracismo del olvido y les aconsejaron que abonasen la entrada conjunta a los cinco edificios
más importantes de la localidad si no querían tener el mismo problema en los otros. Así lo
hicieron y, con mucha ceremonia, la vendedora veterana les estampó un sello con el logotipo
del monumento que quedó descolorido ya que la tinta estaba seca desde hacía tiempo. Les
explicó que a la entrada en los otros monumentos deberían hacer lo mismo, que era como se
hacía antes, y que si tenían algún “contratiempo” se pusiesen en contacto con ella, que se
llamaba Lourdes.
Así consiguieron el sábado visitar los cinco monumentos imprescindibles del lugar con la
misma rutina iniciática: En cada uno de ellos volaban las miradas de desconcierto y sorpresa
entre los empleados encargados de las entradas y las dificultades para encontrar un sello que
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estampar, tanto fue así que en el último edificio el propio empleado que estaba encargado de
tal menester les tuvo que firmar la entrada de su propio puño y letra para poder validarla
porque ya no había ni sello.
Descansaron un rato en el hotel por la tarde después de haber comido a medio día en un
tugurio en que aceptaron efectivo y, ya de noche, decidieron salir a cenar y a ver alguna obra
de teatro o zarzuela, o algún espectáculo que se representase, aunque con el miedo en el
cuerpo ya que mucho se temían que les iba a pasar lo mismo que por la mañana.
Efectivamente así fue. Tuvieron que cenar en un bar de mala muerte, todo cochambroso,
con un camarero cuya higiene dejaba mucho que desear y que les aceptó el dinero mientras se
quejaba porque, a pesar de que tanto él como toda su familia se habían puesto el SIB, no tenía
el suficiente dinero para implementar en su local el sistema de lectura del mismo y el Estado no
quería darle ninguna ayuda. Entre plato y plato les contaba parte de su historia, lamentando su
desgraciada suerte y expresando su deseo de regresar lo antes posible a su país, ya que en su
pueblo podría poner un bar con un lector de nanoides por poco dinero.
Al matrimonio les pareció por el aspecto y cierto deje extraño al hablar que el sujeto era de
algún país norteafricano y al preguntárselo les confirmó que era marroquí. Por pura curiosidad
trabaron conversación con él a los postres y le preguntaron cómo estaba de desarrollado el
tema de la nanotecnología en su país y, muy orgulloso, contestó que ya casi todo el mundo los
tenía operativos, sobre todo en las ciudades, porque el Estado los había puesto gratuitamente
durante los dos primeros años, y al que no quiso hacerlo le habían dado una compensación
económica para que lo hiciese, de este modo los indecisos terminaron por convencerse. En
cuanto a los sistemas telemáticos para la utilización de los nanoides…. Bueno, aquello era otra
historia. Sólo en las grandes ciudades se habían puesto, en los pueblos y aldeas del país los tales
brillaban por su ausencia y, aunque casi todos tenían los naoides ya en el organismo, no
necesitaban usarlos porque reinaba una especie de sistema mixto en el que aún se trabajaba a
la antigua. Por eso él quería regresar a Marruecos con su mujer y sus tres hijos, porque allí
había más libertad en cuanto al modo de uso de la nanotecnología, y les confirmó que partirían
en cuanto tuviesen el dinero ahorrado.
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Le preguntó entonces el matrimonio si al tener el SIB español no le iba a representar un
problema a la hora de regresar y el hombre les explicó que ya se había informado en la
embajada y eran totalmente compatibles. Fue la única vez que le vieron sonreír.
Después de pagar se dirigieron a la zona del centro donde por la mañana habían visto varios
teatros. Antonio iba más relajado después de haber llenado el estómago e Inmaculada
contemplaba extasiada el bonito alumbrado nocturno con que las elegantes farolas
decimonónicas decoraban las calles. Al llegar a un teatro en que les gustó la función que
representaban se dispusieron a sacar las entradas. Inmaculada advirtió a su marido que le
dejase hablar a ella esta vez.
Les tocó rápido su turno en las taquillas ya que la gente accedía al interior por medio de
unos torniquetes en los que apoyaban su mano. Les atendió una señorita muy joven que
apenas tendría los dieciocho años cumplidos. Con una sonrisa encantadora, un peinado a la
moda y un maquillaje muy discreto que resaltaba la belleza de sus ojos, les preguntó cuántas
entradas querían y en qué zona del teatro. Inmaculada, cogiendo aire antes de hablar, como
intentando animarse a sí misma, le explicó a la chica que no tenían “aún” puesto el SIB ya que
acababan de regresar del extranjero aquella misma mañana. La empleada pestañeó dos o tres
veces, intentando digerir la información que le acababan de dar y tratando mentalmente de
trazar alguna posible solución. Pero al cabo de cuatro segundos de perplejidad absoluta sólo se
le ocurrió preguntar:
-¿Qué no tiene el SIB…? ¿…y entonces?
Inmaculada le presentó sus documentos de identidad y la chica, con los ojos orlados de
pestañas ahumadas y muy abiertos, leía y releía aquellas tarjetas que ella casi nunca había
usado y de las que recordaba haberlas visto usar a sus mayores algunas veces. Pero ella no
sabía cómo usarlas ahora. La chica no sabía realmente cómo tramitar las entradas “a la
antigua”, ya que hacía más de un año que habían eliminado por completo aquellos sistemas
mixtos y habían implantado una tecnología compatible exclusivamente con los nanoides, y
además ella nunca lo había hecho de otra forma. Decidió en un último intento por complacer a
aquellos inusuales clientes contactar con su supervisor para que le diese instrucciones al
respecto, pero éste no le dio ninguna solución ya que la realidad era que si no se tenía el SIB no
se podía acceder a las instalaciones, por mucho que quisiesen. Cuando su supervisor le soltó la
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sentencia a través de su interlocutor de: “no les puedes vender las entradas”, a la chica se le
abrieron aún más los ojos ante la perspectiva de tener que negar la venta de unas entradas por
un problema técnico. Pero ella nada podía hacer, con lo que, apesadumbrada por tener que
defraudar a aquellos clientes, se lo comunicó:
-Siento mucho tener que informarles de que mi supervisor me ha confirmado lo que me
temía; nos es imposible emitir las entradas sin el SIB.
Y allí fue cuando se armó la de Troya. Inmaculada se ponía aún colorada de la vergüenza
cuando lo relataba y Antonio, rememoraba el enfado monumental que se había pillado porque
se sintió discriminado de una manera que jamás él había vivido. Se sintió como un inválido en
silla de ruedas que quiere subirse a la acera y por un simple bordillo que a todo el mundo le
parece lo habitual y al que nadie presta atención por ser la normalidad del día a día, a él le
supone una barrera impuesta y de la que los demás se lavan la manos porque ellos pueden
perfectamente franquearla. Al final todo se resumía en un “búscate la vida que yo ya tengo
solucionado lo mío”.
Cuando Antonio se puso a gritarle como un poseso a la vendedora, ésta se asustó tanto que
terminó llamando a la policía, los que se presentaron de inmediato y se los llevaron a comisaría
por alteración del orden público. Allí les pusieron a los dos una denuncia por este motivo y el
guardés, con el sabor amargo de la derrota en la boca al verse enfrentado a los molinos de
viento, ya sólo pensaba en regresar a su sencilla vida en la finca, con sus ocupaciones diarias en
las que no necesitaba para nada la tecnología de bichitos microscópicos que todo el mundo
parecía ya tener puesta.
Después del fracaso que el viaje había supuesto, decidieron regresar el domingo después de
desayunar sin demora.
Inmaculada se extrañaba ante el hecho, que habían tenido oportunidad de constatar ambos,
de la rápida evolución del SIB y de la aceptación masiva de la nanotecnología por parte de
todos. Ya con el café en la mesa y después de haberse relajado bajo el influjo de la seguridad
del hogar, volvía Antonio una y otra vez a relatarnos su pintoresca declaración en la comisaría y
la enorme paciencia que tuvo el policía que le asignaron, quien comprendía perfectamente la
situación de la pareja ya que él mismo, por todos los medios de que dispuso a su alcance,
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intentó escaquearse del SIB, aunque, debido a su trabajo, aquellos profesionales fueron los
primeros a los que les inocularon los nanoides.
Inmaculada me contó que en el pueblo ocurrió algo anormal en los inicios del SIB que hizo
que la gente recelase de él. Por un error administrativo la inoculación de los aproximadamente
novecientos habitantes que vivían allí se retrasó más de seis meses con respecto a la media
nacional por lo que, cuando ya en todos los pueblos de la comarca lo habían implantado allí aún
no. En un pleno extraordinario que se celebró en el Ayuntamiento se decidió ponerse en
contacto con las autoridades pertinentes para quejarse por el ostracismo al que había sido
abandonados, pero antes de que la tal propuesta se llegase siquiera a redactar ocurrió algo que
les hizo replantearse el asunto. Justo el fin de semana siguiente al pleno eran las fiestas
patronales del pueblo y muchos familiares de la gente que residía habitualmente allí venían a
pasar las fiestas. El pueblo casi duplicaba su población durante esos días y el bullicio reinaba por
doquier.
La señora Verónica que a la sazón era una viuda ya mayor y vecina del pueblo desde
siempre, acogió en su casa a sus dos hijas que vinieron acompañadas de sus dos maridos y de
tres hijos, dos niñas de once y catorce años de una de ellas y un chico de unos veinte de la
mayor. Al matrimonio que tenía las dos niñas le habían puesto el SIB hacía mes y medio y al
otro aproximadamente cinco meses.
Las niñas llegaron ya a la casa de la abuela muy cansadas del viaje y con vómitos que en un
principio achacaron al mareo del coche, pero a la mañana siguiente las dos niñas tenían un
aspecto demacrado, con las mejillas y los ojos hundidos y unas ojeras que no presagiaban nada
bueno. Además la mayor se quejó a su madre de unos picores tremendos en los brazos, como si
algo le hubiese producido alergia, y hasta se llegó a hacer heridas en ellos de tanto rascarse. La
niña pequeña no quiso ni levantarse de la cama, pero como ninguna de las dos tenía fiebre
decidieron esperar un poco más. A media mañana de repente a la niña mayor le salieron una
especie de venitas como hilos de color azul y amarillo bajo la piel de las muñecas y comenzó a
tener fiebre muy alta.
Toda la familia se asustó mucho por estos síntomas que no se correspondían con nada que
ellos conociesen y se las llevaron volando al médico. Al llegar al ambulatorio la niña se
desmayó, quedándose inconsciente y adquiriendo poco a poco un extraño color violáceo por
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toda su piel a pesar de que respiraba con normalidad. Los médicos intentaron que volviera en sí
con todos los medios a su alcance pero ocurrió todo lo contrario. La niña falleció
repentinamente y a pesar de las sucesivas reanimaciones que la practicaron nada se pudo
hacer por su vida. No pudo la familia asimilar la terrible pérdida de su hija, cuando la niña
pequeña comenzó a desarrollar los mismos síntomas que su hermana, pero con mucha más
virulencia. De camino al hospital, ya en la ambulancia, tuvo una serie de convulsiones y
comenzó a dejar de respirar y a sufrir un fallo multiorgánico. Los médicos intentaron de todas
las maneras posibles reanimarla, pero ya ingresó cadáver en el hospital y allí, a pesar de
intentarlo de nuevo no lograron regresarla a la vida.
Tanto el médico del ambulatorio como los sanitarios estaban estupefactos por estas dos
muertes repentinas e inexplicables. La madre, ahogada en un tremendo dolor que le
desgarraba las entrañas ni siquiera escuchó el dictamen de la comisión médica que les explicó
que ambas niñas había sufrido una reacción alérgica severa a un compuesto químico presente
en unas pulseras que habían adquirido en un mercadillo de camino al pueblo y que ambas
llevaban puestas cuando fallecieron.
Al padre y demás familiares aquello les pareció incomprensible y, cuando ya de noche
salieron del hospital hacia su casa ya que las niñas estaban en la sala de autopsias aún, una de
los sanitarios del ambulatorio que se había acercado para interesarse por el caso, habló con la
abuela de las niñas a la que conocía desde hacía años y le preguntó si todos los miembros de su
familia tenían puestos los nanoides. Ante la afirmación de la mujer la sanitario se echó las
manos a la cabeza y, con lágrimas en los ojos, le explicó a la apesadumbrada abuela quien no
paraba de llorar desconsoladamente que ella conocía dos casos de personas que había fallecido
con los mismos síntomas después de haberse puesto el SIB. Las autoridades médicas habían
desmentido en ambos casos que hubiese sido por un rechazo a los nanoides, pero ella estaba
convencida de que no. A pesar de ser sólo una enfermera y no haber estudiado la carrera de
medicina, estaba estudiando muy a fondo el tema de los nanoides como podía por su cuenta, y
la convicción de que a un porcentaje ínfimo de la población la nanotecnología le producía una
reacción de rechazo irreversible y con la muerte como finalización del proceso era completa.
La abuela no entendía nada de lo que la mujer le decía, sólo sentía unas tremendas oleadas
de dolor y angustia que abrumaban sus sentidos y no le permitían pensar tan siquiera.
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A la siguiente tarde y ya con la plena confirmación por parte de la comisión médica después
de haber realizado sendas autopsias de que era el agente químico hallado en las pulseras,
pulseras de las que nunca más se supo, el causante de los fallecimientos, enterraron a las dos
niñas en el pueblo. El Ayuntamiento cedió a la familia dos bonitas tumbas en el suelo para que
pudiesen llevar a cabo allí el sepelio. Acudieron cientos de personas de los alrededores y
venidas de fuera que conocían a las familias. El entierro fue terrible, un espectáculo dantesco
de llantos, amargura y desmayos por parte de la madre y la abuela.
Después de aquel trágico suceso el padre terminó dándose a la bebida y actualmente se
había convertido en un borracho solitario que mendigaba para poder beber y la madre… La
madre se había suicidado al mes del entierro, incapaz de convivir con el dolor. Su hermana
había emigrado junto con su familia a Suramérica, como huyendo de la nube negra que se
cernía sobre la familia, y a la abuela, a la señora Verónica se la encontraron muerta en su casa
tres meses después de los hechos, decían que muerta por la pena.
El matrimonio de guardeses me explicó que desde aquel terrible día en que las dos niñas
murieron empezaron por el pueblo a correr el habladurías acerca de que las tales muertes
habían sido producidas por los nanoides y, como consecuencia del miedo generalizado y el
rechazo de los vecinos, el Ayuntamiento, ante la presión de los habitantes del pueblo decidió
no reclamar el SIB, con lo que todos se quedaron sumidos en una especie de limbo
nanotecnológico del que nadie se quejaba y del que aún no habían salido.
Ningún vecino había intentado siquiera ponerse el SIB y ninguno estaba dispuesto a hacerlo
voluntariamente. De ahí el disgusto tremendo de los guardeses cuando el administrador de la
finca les dijo que tendrían que ponérselo.
A mí todo aquello me recordó de inmediato a los primeros casos noruegos de rechazos de
los que tuve noticia por mediación de mi apreciado Ramón y al triste fallecimiento de mi joven
compañero de trabajo.
pág. 142
6.
Los meses pasaron vertiginosos sin apenas darme cuenta y para cuando quise acordar ya
había pasado un año desde que estaba en la finca.
Durante ese lapso no había avanzado demasiado en mi proyecto de desvelar el mensaje
oculto en los libros que heredé de Ramón. Metódicamente, cada mañana, me ponía con mi
labor durante dos o tres horas. Al final tuve que confesarle a Inmaculada para qué era el aceite
porque de vez en cuando le desaparecía de la alacena un litro que echaba en falta en seguida
porque tenía la habilidad de gestionar los stocks de la finca como si fuese una experta en
logística.
El día que le hice la confesión simplemente arqueó las cejas y me dijo que le daban igual los
jaleos que tenía montados con los libros, pero que cuando le cogiese aceite se lo dijera porque
si no le desbarataba todo el acopio de comida que tenía almacenado. A partir de entonces le
comunicaba solamente cuando necesitaba el consabido oro verde y le sustraía una botella.
En cuanto a la finca todo iba viento en popa. Hacía un par de meses que había decidido
volver a poner vacas para tener suministro de leche y de carne, con lo que, con el consenso y la
orientación de los guardeses que ya tenían larga experiencia en el tema, se arregló la nave que
estaba destinada a la estabulación nocturna de los animales y a su ordeño. Debido a esta
novedad tuvimos que contratar a dos personas más. Eran un matrimonio del pueblo que tenían
tres hijos y mucha experiencia con las vacas y la factura de quesos y derivados de la leche. Ellos
se encargaban de las vacas que en total eran quince, incluyendo a un toro semental que me
empeñé en comprar para no tener que depender de la inseminación artificial. Todo el asunto
de la raza de los animales y su adquisición lo abandoné al criterio del matrimonio, tal y como
me aconsejó Antonio, quien los conocía bien y confiaba plenamente en su buen hacer. Lo cierto
es que fue una decisión muy acertada porque al poco tiempo estábamos en plena producción
quesera.
pág. 143
Con el matrimonio de vaqueros, José y Carmen, sólo tuvimos un problema: los malditos
nanoides. El administrador puso el grito en el cielo cuando se enteró de que quería contratar a
dos personas que no tenían el SIB, por lo que tuve que volver a reclamar de nuevo la ayuda de
Matías que se encargó del caso.
Cumplido el año de mi residencia en la finca, Matías me comunicó que tendría que
acercarme a la ciudad para que hiciese una revisión general de las rentas de todas las
propiedades. ¡Qué pereza tan grande me dio el tener que volver a la ciudad! Me encontraba a
mis anchas en la vida campestre y me había adaptado a la perfección a sus rutinas y al trato con
la gente del lugar que eran muy accesibles. Los lugareños me habían cogido mucha estima por
el simple hecho de haber mantenido abierta y acrecentado la producción de la granja, aparte
por supuesto de la contratación de las cuatro personas a las que un trabajo estable y muy cerca
de sus domicilios les había dado una seguridad en la vida con la que poder atender a sus
necesidades. Los sueldos los acordaba el propio Antonio ya que yo no estaba muy al tanto de
los honorarios del sector agrícola y ganadero, y aunque me parecía que eran bastante justos, la
gente venía contenta al trabajo y rendía bien, y no hay mejor indicador que ése. Los
trabajadores de la finca estaban surtidos de todo lo que allí se producía, de la misma forma que
cualquier vecino que viniese a solicitarlo.
Cuando me tuve que desplazar a la ciudad para la reunión del año le avisé a Matías de que
condensase los asuntos en un par de días a lo sumo que era el máximo que pretendía
quedarme allí, y que me alojaría en el piso de Ramón. Le encargué que contratase a alguien
para hacer la limpieza general del mismo y que estuviese todo listo para mi llegada.
Me daba algo de repelús volver a aquel lugar porque nunca había dejado de percibir la tenue
presencia del fallecido en la casa. Los días que estuve allí, sentía constantemente como si
alguien estuviese observando todos y cada uno de mis movimientos y eso me ponía algo
nervioso, aunque para exorcizar mis miedos hablaba en voz alta con mi querido valedor Ramón,
como si de algún modo aún estuviese vivo. Aquello me consolaba.
La ciudad parecía la misma de siempre: gris y bulliciosa. Por entonces yo ya me había
acostumbrado al compás del campo y me daba la impresión de que todo transcurría demasiado
rápido allí, con un ritmo trepidante. Me llevé mi coche para hacer el viaje más tranquilamente,
cargado hasta los topes de productos de la finca para darle a Matías. Durante el trayecto fui
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madurando una idea que me sugirió Antonio y que me pareció bastante ambiciosa, aunque
factible.
Llegué a la casa de Ramón ya anochecido. Todo estaba reluciente y ordenado y la casa no
olía a viejo ni a cerrado. Me senté un rato en el comedor y mantuve una de mis charlas con
Ramón, poniéndole al tanto de los avances en la finca y pidiéndole que me hiciese alguna señal
en cuanto al rumbo que debían tomar mis actos, porque a esas alturas de la película estaba
igual de perdido que cuando recibí la herencia.
A la mañana siguiente mantuvimos la reunión en el despacho de Matías. Le vi mucho más
avejentado que la última vez y me pregunté si no estaría enfermo, aunque me pareció una
descortesía indicarle lo desmejorado que le encontraba. Se rio de buena gana, a mandíbula
batiente, cuando abrí el maletero del coche y apareció todo un muestrario de productos
hortofrutícolas, cárnicos y lácteos. Me llamó exagerado, me preguntó sin dejar de reír si quería
alimentar a un batallón con todo aquello y me dijo, mofándose incrédulo, que me había
convertido en todo un campesino, indicación ésta que yo me tomé como un halago.
Durante toda la mañana me estuvieron exponiendo los gastos y las ganancias del dinero
invertido así como el estado de todas las propiedades. Todo iba deprisa y viento en popa, y yo
asistía ausente a los cánticos de sirena que me parecían todos aquellos datos. Era como si
asistiese a una ópera en alemán. Los asistentes hablaban y hablaban de dinero y de inversiones
y yo, como no entendía ni papa, no me quedaba otra que escuchar pacientemente lo que
soltaban por su boca y encomendarme al cielo para que aquella gente no me estuviese
estafando demasiado.
Cuando terminó la exposición de los hechos y me preguntaron si deseaba cambiar algún tipo
de inversión o vender o comprar alguna propiedad, allí fue cuando pude meter baza. Me tiré al
charco e hice caso de la propuesta que me había hecho el guardés.
Les pedí que hablaran con el propietario de unos terrenos de labor que colindaban con la
finca al sur y que la duplicaban en tamaño. Todos me observaron sorprendidos ante la
propuesta porque consideraban a aquella propiedad como la menos valiosa de todas las que
había heredado y no querían invertir allí ni un duro, a pesar de que les expliqué que me
interesaba especialmente porque discurría un riachuelo por aquellas tierras. Escuché todos los
pág. 145
argumentos en contra de la compra pero no me dejé convencer porque tenía las ideas claras:
quería aumentar la producción de trigo y plantar algún que otro cereal como la cebada para dar
de comer a los animales o algún tipo de forraje. Aún no estaba decidido. Le pedí a Matías
personalmente que se preocupase de negociar un buen precio ya que no quería comprarlo por
uno abusivo, y le informé del dinero máximo que deberíamos pagar por aquella propiedad,
según los cálculos de Antonio, que sabía muy bien de esas cosas.
Con el resto de propiedades y dinero no pensaba hacer nada, que siguiese todo como hasta
el momento.
Casi al despedir la reunión le advertí al administrador que tenía pensado contratar a más
gente, con o sin el SIB, y que si no iba a ser capaz de solucionar todas las gestiones pertinentes
fuese pensando en dejar el puesto vacante para un sustituto más colaborador. Fue la única vez
que mi ceño se frunció y mis facciones se tensaron, porque estaba empezando a coger manía a
aquel hombre.
Me fui a comer con el abogado y me advirtió que fuese un poco más indulgente con el
administrador, ya que las cosas se habían complicado algo más con todo lo relacionado al SIB.
Le dejé claro que iba a seguir contratando a quien me pareciese conveniente,
independientemente de los nanoides y él me contestó con un rictus de compasión en su rostro:
-Ya lo sé, Pablo, ya lo sé… Tú y yo somos parias convencidos y debemos preocuparnos por los
demás que también lo son… Además, ya sé cuál es la especial situación de aquel pueblo. –
Entonces sonrió y me guiñó un ojo. –Luego nos vamos a dar una vuelta y tomamos un café, ¿te
parece?
Comprendí que en aquel restaurante de alto postín no se podía hablar con libertad y que
quería ir a alguno de los locales que tenía su grupo controlados.
Asentí sonriente y desvié la conversación hacia las bonanzas del campo. Le expliqué con
detalle todos los avances que había hecho en la finca, lo buenos profesionales que eran los
guardeses y demás personal contratado, y la buena producción que teníamos. Cuando se
interesó por lo que hacíamos con tal cantidad de productos, esquivé a propósito la pregunta,
contestando con evasivas porque, instintivamente y sin saber por qué, no quería hablarle del
sistema de donaciones en aquel lugar. Al contarle las anécdotas acerca de mis lances con las
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vacas y los cerdos y de mi absoluta torpeza en cuanto a todo lo que de destreza agrícola se
tratara, Matías reía y reía hasta el punto de que le dolía la barriga y las lágrimas se le saltaban
de los ojos de imaginarme en tales trances, habiendo sido como era yo un urbanita criado a las
ubres de la ciudad.
Al terminar nos fuimos paseando tranquilamente hasta uno de los locales que aún estaban
limpios de espionaje y allí nos explayamos más en los detalles mientras disfrutábamos de un
excelente café.
Le expliqué entonces el sistema de donaciones que se había instaurado en la finca desde
tiempos de los padres de Ramón y el abogado asentía y sonreía sin comentar nada. Cuando por
fin terminó mi exposición me dijo:
-Claro, claro… Ahora entiendo muchas cosas. Es que esto que tú me explicas nunca me lo
había dicho Ramón… Ahora es cuando entiendo con claridad el porqué de su empeño en salvar
al pueblo…
-¿En salvar al pueblo? ¿De qué salvó al pueblo?
-Mira, esto es un secreto del grupo al que pertenecía Ramón y yo mismo aún sigo
perteneciendo. Y aunque no te voy a dar detalles del cómo se hizo porque no me puedo
exceder en la información, voy a quebrantar la omertá que nos obliga y te voy a poner al tanto
de algo que tú no sabes, pero con una condición que tienes que cumplir estrictamente.
-Cuál es la condición.
-No rebelarle a nadie lo que te voy a decir, bajo ningún concepto.
-Por eso no temas. Nadie me iba a creer. Me estoy transformando en un paranoico anti-SIB,
y exceptuando a los proscritos como yo, a nadie le interesa enterarse de verdades difíciles. Con
que no te preocupes, soy una tumba.
-Bien. Tú sabes que la finca, en la que ahora estás la compraron los abuelos de Ramón, y él
se crio allí en su niñez.
-Sí, eso me ha dicho la gente del pueblo.
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-Ramón le tenía un especial apego a esa propiedad por haber pasado allí muy buena
infancia, y nunca la quiso vender, a pesar de que es una de las más costosas de mantener ya
que no comercia con nada de lo que produce.
-Sí, me lo había imaginado.
-Cuando el administrador le planteaba la posibilidad de cubrir algunos de los costos del
mantenimiento de la misma con los productos que obtenían, él se ponía como un lebrel y le
mandaba a paseo, porque quería seguir manteniendo el statu quo de la finca, y ahora entiendo
cuál era su razón. Lo hacía por mantener la tradición familiar de regalar los excedentes de la
producción que no se consumían. A primera vista puede parecer un capricho de Ramón, pero lo
cierto es que me alegro de que tú sigas con esa labor. Es bonito.
-A mí también me lo parece.
-Como te decía, Ramón tenía en mucho aprecio la finca y cuando se hizo patente que el
tema de los nanoides era una realidad, comenzó a moverse. Decidió tocar los resortes
necesarios y sobornar a las personas que accedieron para impedir que el SIB llegase a la
comarca. Tanto no consiguió, pero sí logró que los habitantes del pueblo se librasen de él. Creó
una especie de limbo administrativo en el que se saltaron el turno de los censados allí cuando
les tocó, y consiguió que, una vez finalizado el proceso de implantación del SIB en España, se
mantuviesen discretamente en el olvido. Yo le recriminé en un principio tal actuación porque el
modus operandi de la misma era exactamente igual al que había trazado el Estado: la
imposición, que era justamente contra lo que siempre habíamos luchado. Pero Ramón tenía las
ideas muy claras acerca del desarrollo de la nanotecnología y estaba convencido de que la única
forma de proteger aquella zona era jugando a la contra, impidiéndoles el suministro de los
nanoides, y me dijo que si realmente los deseaban ellos mismos los reclamarían, cosa que como
sabes no ha llegado a ocurrir.
Yo me callé el porqué de este rechazo por parte de los vecinos acerca del SIB.
-Yo creo que es debido a que es un pueblo con una gran cantidad de personas mayores,
acostumbrados a la vida rural y a los que no les gustan los cambios drásticos. Aman la vida
sencilla y no quieren complicaciones.
-Eso es seguro. La tranquilidad que se respira allí no la he vivido yo en ningún otro sitio.
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-No sé cuánto tiempo les durará esta situación. Supongo que al cabo de unos cuantos años
cuando revisen los protocolos de implantación más seriamente los terminarán descubriendo y
les meterán el SIB por los ojos hasta que logren que acepten el cambio.
Yo me sonreía por la ocurrencia de Ramón, y no pude por menos que alabar el buen tino del
difunto.
-Este Ramón… Qué cosas tenía. No sé cómo se le ocurrió la idea y mucho menos cómo la
llevó a cabo.
-Pues yo tampoco puedo aclararte mucho porque fue un tema que gestionó él
personalmente. Lo que sí puedo asegurarte es que se gastó una ingente cantidad de dinero en
ello. Tuvo que vender el pazo de Galicia para poder reunir un montante serio con el que poder
pagar.
-Vaya, vaya… al fin y al cabo sí que era un verdadero altruista, ¿no?
-Sí, demasiado diría yo. Cuando se le metía la caridad en la cabeza le aparecía un agujero en
la mano por el que se le escapaban los caudales… En eso no tenía parangón. Ya le podías
intentar abrir los ojos que él hacía oídos sordos a las advertencias.
-Ahora es cuando me doy cuenta de que además de tener fuertes convicciones personales
tenía también un gran corazón.
Nos despedimos al cabo de un rato, con la memoria de Ramón candente en nuestros
cerebros. Yo lamenté en aquellos momentos que debería haberme preocupado más en vida por
entablar una relación más estrecha con él, en vez de ocuparme tanto en las fruslerías diarias, ya
que lo verdaderamente importante son las personas.
Quedé de acuerdo con Matías en que me avisaría en cuanto estuviesen listos los papeles de
la compra del ansiado terreno y así fue. Al cabo de dos meses había conseguido cerrar un
precio justo con el propietario y me volví a desplazar a la ciudad para firmar el papeleo.
Logré convencer a Antonio para que se viniese conmigo al acto. Confiaba plenamente en su
criterio y le respetaba profundamente, aparte de por su edad, tenía unos veinte años más que
yo, por el buen criterio para todo y su gran sentido común que aplicaba con sencillez a todas las
parcelas de la vida obteniendo inmejorables resultados. En un principio se negó a
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acompañarme, azorado y avergonzado por ser un hombre de campo sin muchos estudios en
medio de una reunión que él se suponía de altos vuelos, pero cuando le expliqué la realidad de
las tales reuniones y que yo me dejaba llevar por no entender de economía, doblegué su
voluntad y accedió a acompañarme.
Me divertí de lo lindo con él ya que hacía muchísimos años que no había estado en la ciudad,
lo menos treinta, y todo le sorprendía y le maravillaba. Lo primero que notó fue que le costaba
más respirar debido a la contaminación. A pesar de que hacía dos años que los coches que se
vendían eran obligatoriamente eléctricos, aún quedaba toda una flota de coches antiguos que
usaban petróleo. Yo también lo notaba al entrar en la urbe, pero al poco me olvidaba de ello,
acostumbrado como estaba durante toda mi vida a convivir con la polución. Lo segundo que
notó fue el ruido. Se le hacía insoportable tanto bullicio, tanta gente corriendo de acá para allá
y tantos vehículos moviéndose en un circuito sinfín. No entendía la necesidad de que todo
tuviese que acontecer con tanta celeridad y yo intentaba hacerle ver que aun estando todo a la
mano en la ciudad, en realidad las distancias eran grandes y la gente muy numerosa, con lo que
unos terminaban entorpeciendo a los otros sin querer. Lo tercero que le llamó la atención fue
que nadie miraba a nadie ni se saludaban. Él había vivido toda la vida en el pueblo y allí como
mínimo te paras a saludar, en cambio, en la ciudad, la gente caminaba abstraída en su mundo y
no prestaban atención al resto.
Le dio un poco de reparo alojarse en el piso de Ramón, sabiendo como sabía el drama
acontecido allí. Yo le expliqué cuál era mi método para librarme de aquel repelús y aquello no
hizo sino empeorar la situación porque cada dos por tres Antonio creía ver el fantasma de
Ramón en cada esquina.
Durante la reunión nos explicaron las condiciones de compra y nos presentaron a la
propietaria del terreno, que era la hija de un matrimonio del pueblo ya fallecido, y a la que el
guardés ya conocía por haberse criado allí. La mujer estaba encantada con la venta porque para
ella esos eran unos terrenos baldíos que no usaba para nada ya que nunca iba por el pueblo
desde que fallecieron sus padres. Nos ofreció también la casa paterna por un módico precio,
oferta que acepté de inmediato sin saber muy bien el porqué. Antonio, con muy buen criterio,
me advirtió sin ambages que aquella casa era muy vieja y que necesitaba una reforma para
ponerla al día, con lo que consiguió que la propietaria rebajara bastante el precio de venta.
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Firmé en aquel momento la compra de los terrenos y quedamos allí mismo para firmar la
compra de la casa en tres días.
Cuando la mujer se fue, le dimos al administrador los datos de otras tres personas que
queríamos contratar, dos hombres para las tierras de labor que acabábamos de adquirir y una
mujer para ayudar en la vaquería, todos ellos limpios de nanoides. No es que yo buscase
específicamente contratar a gente que no disponía del SIB, simplemente las circunstancias eran
propicias para ello ya que a la especial situación del pueblo con respecto a la nanotecnología se
unía el que Antonio elegía siempre a gente del lugar para contratar ya que conocía de sobra las
necesidades que se pasaban allí por la falta de empleo. Por eso los vecinos a los que
contratábamos estaban agradecidos de poder trabajar con un buen salario y no tenerse que
marchar del pueblo a buscar mejor fortuna. Y yo también estaba muy contento de poder
hacerlo.
El administrador volvió con su retahíla de quejas y lamentos en cuanto a la dificultad de la
contratación y Antonio nos miraba alternativamente a mí y a él en un intento por absorber la
mayor información posible. Las quejas se cortaron en seco cuando le lancé una mirada
fulgurante al administrador advirtiéndole:
-Ya le advertí la última vez que nos vimos. -Le trataba de usted no por respeto hacia su
persona, sino por lo mal que me caía. –No voy a tolerar semejantes lloriqueos por tener que
hacer su trabajo. No quiero escuchar ni una queja más. Búsquese usted las artimañas para
realizar las contrataciones que para eso le pago.
Acto seguido me levanté y zanjé la reunión, despidiéndome de todos.
Regresamos aquella misma tarde a la finca y a la semana volví yo sólo para la firma de la
casa. Lo primero que hice cuando estuve de nuevo en el pueblo fue visitarla para ver cómo
estaba. Antonio tenía razón, necesitaba algunas mejoras con urgencia. Así que se me ocurrió
algo.
Hacía algunos años había estado muy de moda el turismo rural. La gente estresada de la
ciudad o simplemente amante de la vida apacible en la naturaleza se iba a casas de campo o de
pueblos pequeños a pasar sus vacaciones. Yo nunca había entendido la motivación para irse a
descansar a un lugar alejado por el mero hecho de que fuese tranquilo, a mí nunca me había
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importado el bullicio. Ahora comprendía perfectamente la razón. A alguien de carácter
tranquilo que por diversas circunstancias tiene que residir en la urbe le agrada el desconectar
de la mole de hormigón y asfalto y conectar por algún tiempo con la naturaleza.
Esa era mi intención. Arreglaría la casa para transformarla en un alojamiento rústico con el
plus de poder pasar algunos ratos en la finca, conociendo la realidad de la vida en el campo. No
sabía si aquello tenía aceptación o no, pero lo iba a intentar. Así el administrador no gruñiría
tanto porque la finca no tenía ingresos con los que hacer frente a tanto gasto. Además iba a ir
más allá. En la casa sólo se comería de lo que producía la finca, exceptuando los productos que
no tuviéramos y que habría que adquirir. Y por supuesto pondría en la web de la casa rural
claramente que podría alojarse cualquier persona, independientemente del SIB.
Salí muy contento de la casa, con una idea muy clara de lo que quería conseguir. Les
comuniqué mi idea con euforia a los guardeses a la hora de la comida, a la que se unían a diario
el resto de empleados y todos me miraron escépticos y acogieron la idea con gran frialdad
porque no entendían que alguien en su sano juicio quisiese venir a pasar las horas muertas a un
pueblo perdido en el mapa, habiendo tantas cosas bonitas por ver por ahí. Yo les intenté hacer
comprender que en la ciudad impera la ley del estrés y que llega un momento en la vida en que
mucha gente se cansa realmente de él, y cuando quieres huir en especial de eso sólo quieres
lanzarte a los brazos de la tranquilidad, por lo que cuanto más apartado estuviese el pueblo de
la vida moderna mucho mejor.
Yo veía claramente en mi cabeza el negocio y tenía fe en que pudiese funcionar. Les
pregunté si sabían de alguien que fuese capaz de realizar una buena reforma y me
recomendaron a un familiar del vaquero, que era albañil y tenía una empresa de reformas.
Al día siguiente vino a ver la casa y le expliqué lo que tenía en mente. Quería una reforma
que respetase el estilo antiguo de la casa, que le diese un aire rústico. Acordamos el precio y
hablé con Matías para explicarle todo el asunto y con el administrador para que se ocupase del
pago de las facturas. Al abogado no le pareció mal la idea, pero al administrador le pareció
estupendo que la finca intentase recuperar parte del dinero que se gastaba en su sólo
funcionamiento.
pág. 152
En el bar, le comuniqué a Celedonio el proyecto que había puesto en marcha y le pedí que
hiciese público que necesitaba muebles rústicos del pueblo, a poder ser antiguos para decorar
la casa. No me importaba el estado porque restauraría los que estuviesen mal.
Antonio se encargó de buscar a tres personas que llevasen el alojamiento, un chico que se
encargaría de a parte administrativa y dos mujeres, una para la cocina y otra para la limpieza de
toda la casa.
Las obras duraron aproximadamente cinco meses, durante los cuales habíamos ya puesto en
marcha la producción de las nuevas tierras adquiridas. Antonio, de acuerdo con el agricultor
contratado, quien conocía muy bien la zona y los cultivos que prosperarían allí mejor, decidió
plantar una parte de cereales, otra de forraje y una tercera la dejarían en barbecho para hacer
las rotaciones correspondientes. Había decidido de acuerdo con el resto del personal en dejar
una vía para que los animales tuviesen acceso al riachuelo y a la zona en barbecho, para que
pastasen allí todas las mañanas.
Yo estaba encantado con la labor que estaba desempeñando Antonio que más que un
guardés se había transformado en un auténtico capataz, dirigiendo las labores y el personal de
la finca con un tino increíble.
Me reuní durante esos días con el chaval que llevaría la parte administrativa del negocio. Era
hijo de la tendera del pueblo y tenía recién estrenada la carrera de informático. Aunque no
tenía experiencia laboral, estaba llevando muy bien las tareas de logística del alojamiento,
aconsejado por su madre que tenía años de práctica en llevar un negocio. También estaba
haciendo la web correspondiente para la casa rural y la nanoweb para los que tenía el SIB. El
chico se había especializado en programación nanotecnológica, que era un ámbito
completamente nuevo en el sector universitario. Se llamaba Julio y era muy alegre y sonriente.
Jamás he visto a otra persona que estuviese siempre de tan buen humor como él.
Debido a sus estudios especializados se había implementado el SIB, y estaba completamente
convencidísimo de sus bonanzas y virtudes, y no le cabía en la cabeza la dejadez que mostraba
la gente del pueblo en cuanto al tema. Por supuesto negaba taxativamente que la muerte de
aquellas niñas hubiese tenido algo que ver con los nanoides y defendía como un lobo la postura
oficial de los fallecimientos. El proselitismo que empleaba conmigo por supuesto cayó siempre
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en saco roto, y el chico se desesperaba sobremanera por tener que luchar contra aspas de
molino.
Muy a su pesar tuvo que crear los dos sistemas de pago para la casa rural, uno para
nanoportantes y otro para parias.
Una vez terminada la reforma, la casa quedó muy bien, perfecta para el estilo rural que yo
quería. La decoración fue también impecable. En cuanto Celedonio corrió la voz de que
compraba muebles y útiles antiguos de cualquier tipo el garaje que tenía destinado a trastero al
lado del bar se llenó hasta los topes. Mandé a restaurar lo que me era más útil, todo tipo de
armarios, muebles de cajones, camas, baúles, sillas, sofás y butacas. Decoré absolutamente
todo el alojamiento con muebles reutilizados y destiné una parte de la estancia que hacía las
veces de salón-comedor a un pequeño museo con todos los utensilios antiguos tales como
enseres de cocina, de labranza, útiles para hacer quesos o embutidos, tejer y un sinfín más de
cosas típicas del lugar.
Cuando todo estuvo listo y con la licencia otorgada el chico puso en marcha la web con las
reservas online. La casa no era muy grande, sólo contaba con cuatro habitaciones y con baño.
En total cabían ocho personas como máximo. Yo estaba expectante por ver cómo resultaba
aquello, cuál era la acogida que le daba la gente, aunque tampoco me hacía ilusiones vanas ya
que no era un necio y comprendía perfectamente que éste no era un negocio con el que
hacerme millonario.
Pero para mi gran sorpresa y para la de todos los vecinos del pueblo y los trabajadores y
residentes de la finca, a los tres días de haber salido a la luz la web ya estaba todo reservado. Y
para mayor sorpresa aún, se trataba de dos matrimonios con dos niños cada uno de ellos, de
los que ninguno tenía puestos los nanoides.
Me presenté a ellos en cuanto llegaron a la casa rural para darles la bienvenida una vez
alojados, me dieron la enhorabuena por la casa y por la idea de haber puesto en la web un
apartado para los parias, y me explicaron las enormes dificultades que encontraban para salir
de vacaciones a algún hotel ya que en la casi totalidad de ellos habían implementado la
nanotecnología como método logístico y administrativo. Me dijeron también que los dos
primeros años habían ido tirando yéndose a algún camping o a zonas poco pobladas, pero que
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hacía año y medio que aquello también les resultaba imposible, tanto era así que se habían
planteado la posibilidad de comprarse una casa en algún pueblecito.
Rápidamente entablamos una somera amistad y pasaron gran parte del día siguiente en la
finca, haciendo yo mismo las veces de guía turístico, enseñándoles los detalles del
funcionamiento de todo, atendiendo a sus preguntas como podía y tomando nota de sus
proposiciones de mejoras que se les ocurrían, que también hubo alguna bastante interesante.
Aquel día Inmaculada preparó con ayuda de la cocinera de la casa rural un enorme banquete
para los clientes y los trabajadores y pasamos una agradable tarde comentando anécdotas
acerca del SIB.
Nos confirmaron que eran totalmente contrarios a la nanotecnología porque pertenecían a
una “Iglesia”, así la denominaron ellos, llamada de la “Última Puerta del Cielo” y que no querían
inocularse el SIB ya que según sus guías espirituales aquello les cerraría el flujo de energía vital
y les impediría evolucionar al cuerpo luminoso. Estuvieron bastante rato haciendo proselitismo
de sus creencias que nos sorprendieron a todos ya que nunca habíamos tenido noticias de
aquella secta, cuya doctrina se conformaba a manera de una especie de sincretismo entre
prácticas hindúes, la filosofía taoísta y alguna reminiscencia del cristianismo en su vertiente
urantiana. Eso fue lo que a primera vista a mí me preció juzgando simplemente bajo el prisma
de lo que explicaron y mi corto alcance en lo relativo a las religiones, que nunca fue mucho
porque no he pertenecido a ninguna ni me han interesado lo más mínimo.
Nos explicaron que el gurú supremo de su iglesia era Cándido Alemán, al que el Ser Supremo
le había proporcionado la revelación divina acerca de qué hacer y cómo guiar a los humanos
hacia la Última Puerta del Cielo cuando aparecieron los nanoides. También nos confirmaron
muy orgullosos que sus creencias habían arraigado ya con fuerza en toda Europa y América, así
como en algunas partes de África. En Asia, sobre todo en China y los países de mayoría
musulmana, estaba totalmente prohibida su iglesia, pero había prosélitos que practicaban el
culto a escondidas.
Les preguntamos acerca de las prácticas del citado culto y entonces el que tuve una
revelación fui yo, ya que las tales eran muy fáciles de seguir con una única premisa básica: no
inocularse los nanoides bajo ningún concepto. Por ello supe de cierto que aquella religión
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nueva se convertiría en el futuro de cualquier paria a poco que se organizasen, ya que el resto
de las religiones mayoritarias hacía ya tiempo que habían aceptado y hasta acogido con los
brazos abiertos la nanotecnología. Aparte de esta premisa básica y del racimo de creencias
específicas acerca del cuerpo, del alma y de sus evoluciones, no tenían otra cosa que cumplir
que la de creer y asistir a las reuniones mensuales que cada grupo tenía y en las que se
dedicaban a rezar, meditar y exponer sus dificultades y dudas acerca de la dureza de
sobrellevar el día a día sin los nanoides y a las que el gurú de cada templo daba una explicación
y un camino a seguir para solucionar sus problemas que se les iban planteando.
Nos dijeron también que nuestra finca resultaba como un Edén terrenal para ellos y que si
nos interesaba le pedirían a su gurú que nos visitase para explicarnos más certeramente sus
creencias y prácticas ya que ellos solamente nos las habían expuesto someramente. Antonio en
aquel momento torció el gesto y dijo:
-Nosotros somos Católicos Apostólicos Romanos, creemos en Dios, en Jesús y en la Santa
Madre Iglesia.
A lo que la mujer que nos había ofrecido la ayuda de su guía espiritual solo acertó a
contestar, enfrentándose al fruncido ceño del guardés:
-Nosotros también creemos en Jesús…
Y bajó la mirada algo compungida, como niño que ha roto el tarro de las galletas al intentar
coger una a escondidas.
Decidí entonces levantar la sobremesa ya que no era cuestión de enojar a los primeros
clientes que teníamos, siendo que ellos no nos habían faltado para nada el respeto sino todo lo
contrario, nos habían contestado muy cortésmente a todas nuestras preguntas.
Regresaron por la tarde al alojamiento y les indiqué que podían pasarse por la finca en
cualquier momento que les apeteciese de los días que iban a estar alojados en la casa, con lo
que los niños se pusieron muy contentos ya que se habían pasado todo el día jugando con los
perros y atormentando al gato de la casa con sus arrumacos, tanto que se había subido al
tejado para no volver a bajar hasta que los vio marchar.
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Durante los siguientes días vinieron a visitarnos un par de veces más. No pude entonces
dejar de preguntarles acerca de las comidas ya que me chocaba que una de las familias fuese
vegetariana y la otra no, a lo que me contestaron que tenían completa libertad en cuanto a la
alimentación. Otro punto más a favor de su éxito futuro, pensé en aquel momento.
Estuvieron en la casa cinco días y se fueron encantados con la experiencia, asegurándonos
que tendríamos mucho éxito y que se preocuparían por hacer correr la voz de la excelente
atención que les habíamos dado.
Aquello no me llegó a entusiasmar ya que me aterrorizaba la idea de atraer en masa hasta el
pueblo a alguna clase de sectario intransigente.
pág. 157
7.
He de confesar que los integrantes de la Iglesia de la Última Puerta del Cielo eran totalmente
inofensivos.
Durante prácticamente el siguiente año a la inauguración de la casa rural ésta estuvo
ocupada constantemente con visitas de integrantes de la secta o simplemente de parias que
querían disfrutar de su tiempo libre sin preocupaciones. También vino gente nanoportante,
aunque fueron los menos, y quienes, por supuesto, no entendían la razón de la existencia de un
lugar limpio de nanoides, y nos miraban con desconfianza, de la misma manera que yo miraba
al principio a los creyentes de la Iglesia de la Última Puerta hasta que me convencí de su
inocuidad.
Conocimos a gente de toda España y de algunos países europeos, sobre todo los nórdicos,
por lo que finalmente tuvimos que buscar a un guía que supiese varios idiomas. Ésta fue la hija
de uno de los labriegos que había estudiado filología y que dominaba a la perfección el inglés,
francés y ruso, aparte del español. Y además chapurreaba algunas palabras de mandarín, ya
que estuvo viviendo en la parte más oriental de Rusia, en la zona fronteriza con China durante
tres años, trabajando de guía turístico. Al poco de implantar el SIB en España regresó a su
pueblo natal con la intención de ponérselo para volverse de nuevo a su trabajo al mismo lugar,
pero nunca llegó a inocularse los nanos ya que al poco de estar en casa de los padres acaeció el
luctuoso suceso de las niñas, cundiendo el pánico entre la población y llevándoles a
permanecer en la situación de limbo nanotecnológico en que estaban. Desde entonces había
trabajado en una pequeña empresa que exportaba vino, hasta que la contratamos para atender
a los clientes extranjeros.
Laura era su nombre y su habilidad para relacionarse con todo tipo de personas era
admirable. Conectaba ipso facto con cualquiera de su alrededor, aunque lo acabase de conocer.
Era afable de una manera cercana y la desconfianza previa que genera el desconocimiento de
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alguien era rápidamente vencida y superada con facilidad por este desenvolvimiento nato que
tenía para relacionarse.
Fue ésta la razón de mi repentino enamoramiento. En cuanto la conocí me deslumbró su
amabilidad y cercanía, y no podía pensar en otra cosa que en su permanente compañía, en oír
su voz y su risa y en sentir cerca la tibieza de su cuerpo. Tan enamorado estaba de ella y tal cara
de arrobo ponía cuando la veía que Inmaculada se burlaba de mí y me insistía en que le dijese
algo, pero yo, a pesar de mi edad, era harto pacato en estos temas y me abrumaba su
desenvolvimiento y seguridad en sí misma, acobardándome como a un niño. Esta misma
firmeza de carácter me obstruía la razón y hasta me entorpecía el físico, convirtiéndome en un
torpe desatinado en cuanto su presencia estaba cercana a mi persona, transformándome en un
sujeto alelado a la par que patoso, con lo que al cabo de unos meses rehuía su compañía
porque entendía que la imagen que daba sólo conseguía menoscabar mi verdadero yo, que se
escondía en lo más recóndito de mi ser, asustado por tanta perfección como veía en ella.
Pero mi plan magistral no surtió efecto porque entonces era Laura la que me buscaba a mí
inconscientemente ya que, según me confesó más tarde, se estaba enamorando también sin
haberse percatado de ello.
En estos dulces previos estuvimos casi medio año, hasta que por fin me decidí a declararme
porque ya no soportaba más la presión. Prefería el rechazo a esta insufrible duda por saber si
sería aceptado.
Mi declaración fue sencilla y hasta algo simple, nada alambicada. Una de las veces que
estábamos a solas tratando de uno de los grupos que venía del extranjero se lo solté sin más,
así de repente porque llevábamos ya media hora reunidos tratando de los clientes y yo no
estaba escuchando en absoluto nada de lo que ella me decía, bulléndome el cerebro con la idea
de mi declaración y acelerándoseme el corazón por la encrucijada en que me encontraba.
Laura no reaccionó al principio, dijo dos o tres titubeantes palabras más acerca del grupo
que vendría en dos días y después se quedó callada, mirándome inexpresiva durante unos
segundos que se me hicieron horas tortuosas, al cabo de los cuales me preguntó:
-¿En serio te has enamorado de mí?
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-Hasta la última célula de mi organismo lo está. Quiero salir contigo y quiero casarme y tener
hijos porque estoy seguro al cien por cien de que estamos hechos el uno para el otro. Lo siento
cuando estoy contigo y cuando tú no estás. Debemos estar juntos.
-¿Debemos estar juntos, así, sin más?
-Sí, y me gustaría casarme, pero eso lo dejo en tus manos.
-¡Ah! ¿Es que ya das por hecho que voy a salir contigo?
Y soltó una carcajada encantadora, mostrándome todos sus dientecitos blancos y bien
alineados. Después me contestó:
-Déjame que me lo piense… Es seria la proposición que me has hecho y eso requiere una
reflexión igualmente seria.
-De acuerdo… Uf, ¡por lo menos no me has dicho que no!
Ella volvió a reír y me soltó un “quién sabe…” que yo traduje enseguida por una aceptación
de mi proposición.
Pasó una semana en la que cada vez que nos veíamos tonteábamos como colegiales en
plena efervescencia de su amor juvenil y durante aquellos románticos días Laura se comportaba
conmigo de manera tímida y apocada, como jamás yo la había visto tratarme, lo que me hacía
sentir que nuestra relación iba bien encaminada.
Mi premonición fue certera por completo y cuando el grupo de extranjeros abandonó la
casa rural, Laura accedió a salir conmigo, dejando abiertas todas las posibilidades futuras y
acordando que iríamos progresando en la relación poco a poco y sin presiones ni prisas.
Para mi sorpresa, esa Laura dicharachera, directa y desinhibida se transformaba en una
tímida muchacha cuando nos encontrábamos a solas y me costó bastantes semanas conseguir
esa complicidad imperceptible que tienen las parejas que realmente se compenetran, que no
necesariamente tienen que ser las que están enamoradas. La compenetración a la que me
refiero proviene del respeto y la aceptación de uno mismo y del otro tal como es, sin esperar
nada a cambio y sin tener que fingir o ceder en nada cuando estás junto a la persona adecuada.
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Estuvimos alrededor de diez meses conociéndonos, tiempo durante el cual me propuso unas
ideas muy originales para aumentar la producción de la finca. También me aconsejó y me
animó a comprar más terrenos para abastecer la creciente demanda de productos de la gente
de la comarca, que se acercaban en verdaderas manadas a comprarlos porque habían adquirido
fama en toda la región por su buena calidad y sus bajos precios. El informático que se ocupaba
de la casa rural tuvo que implementar en ella una ampliación para poder vender los productos
ya que todos los parias los demandaban sin parar.
Durante ese tiempo también compramos otra casa en el pueblo, ésta mucho más grande
que la primera y con espacio para quince personas. Tuvimos también que reformarla
enteramente con el mismo estilo que la primera, y en cuanto abrió se llenó por completo,
teniendo el mismo éxito que tuvo la primera. Muy a pesar del administrador tuvimos que
contratar a más personal para la casa y para los nuevos terrenos que dedicamos al cultivo del
cereal y las zonas más cercanas al río las reservamos para las hortalizas y los frutales.
Yo ya me parecía a un hombre de negocios, de reunión en reunión con el personal de la
finca, con los transportistas de los pedidos de los productos que servíamos, con los encargados
de las dos casas rurales… No tenía tiempo de nada, y el poco libre que me quedaba lo pasaba
junto a Laura, que era lo que más me apetecía siempre.
Con tanto trabajo y detalles que resolver diariamente, y a pesar de que Antonio me ayudaba
mucho, abandoné casi por completo mi estudio de los libros de Ramón porque el tiempo no me
daba más de sí y las conclusiones que extraía eran desalentadoras, no me llevaban a ningún
sitio. Solamente tenía cientos de palabras apuntadas en un cuaderno sin orden ni concierto y
sin un hilo conductor por el que guiarme. Era un caos en el que no conseguía dar con el
principio para poder llegar al fin.
Durante todo ese tiempo seguimos conociendo a mucha gente de toda España y Europa que
venían a nuestra finca a descansar en uno de los escasos reductos que sobrevivía aún en el
primer mundo libre de nanotecnología.
Para entretener a los visitantes organizábamos talleres de los más diversos temas, todos
ellos prácticos, sobre cómo elaborar productos artesanos de cualquier tipo, tanto comestibles
como objetos de uso cotidiano y algunos más teóricos acerca de la observación de la
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naturaleza. No sé si fuimos conscientes durante aquel periodo pero nos estábamos sumiendo
en una brecha nanotecnológica y digital de la que no queríamos salir. Estábamos en el cielo
viviendo tranquilamente sin los nanoides, aunque yo siempre tenía el resquemor de que
aquello no duraría eternamente.
Los cursos de utilidades, como les bautizamos, tuvieron tanto éxito que mucha de la gente
que venía a visitarnos lo hacía únicamente porque podían aprender a hacer cosas con sus
propias manos y nosotros les abastecíamos de los productos necesarios para ello.
Tanta llegó a ser la demanda que se nos ocurrió la idea de crear un centro oficial de
enseñanza de saberes tradicionales un día en que Inmaculada dijo que aquello parecía un
colegio con tanto niño aprendiendo a hacer cestos de mimbre. Laura y yo nos miramos en el
acto y Antonio echó a su mujer una mirada fulgurante, de manera que si los ojos fuesen fuego
ella habría quedado calcinada al instante. Nos propusimos el crear una academia para que
todos esos oficios y saberes antiguos y tradicionales no se perdiesen, y para recuperar y aplicar
aquellos que nos fuesen de utilidad porque ya sospechábamos que aquel edén se nos vendría
abajo en cualquier momento y cuanto más aprendiésemos a autoabastecernos y cuanto más
enseñásemos a la gente a hacerlo menos poder tendría el Estado sobre nosotros.
Aquel era un proyecto de envergadura. No era lo mismo que criar vacas, cultivar campos o
llevar las casas rurales. El proyecto de crear una escuela de oficios tradicionales para enseñar
era mucho más complejo.
Durante todo un año estuvimos buscando concienzudamente a gente que se prestara a dar
clases sobre sus conocimientos artesanales. Antes de abrir las puertas del centro quisimos
tener todo bien organizado para la enseñanza. Conseguimos hacernos con tres profesores que
tenían experiencia docente en los centros oficiales y otros cinco que enseñaban diferentes
oficios y conocimientos tradicionales y útiles. Sobre todo lo que buscábamos con aquella idea
era enseñar actividades prácticas que se pudiesen aplicar a la vida diaria.
Redactamos varios manuales con los contenidos de las disciplinas que íbamos a impartir y
que ningún otro centro de estudios cubría. Como la finca y las casas rurales daban suficientes
beneficios para mantener todo y pagar los sueldos de los trabajadores y adquirir todo aquello
que no producíamos nosotros, decidimos abaratar al máximo el dinero que los alumnos
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tendrían que pagar por asistir a las clases, y los manuales de enseñanza se colgaron
gratuitamente en la página del centro en cuanto tuvimos los permisos pertinentes para poder
abrir las puertas. Como no se trataba de ningún tipo de conocimientos oficiales no nos fue
difícil conseguirlos porque era una academia marginal de unos cuantos parias inadaptados que
luchaban contra la corriente del cambio y del bienestar nanotecnológico.
A pesar de todos los años transcurridos desde la aplicación del SIB, los pronanotecnológicos
no comprendían que lo que nos movía a los parias era la lucha por la libertad de elegir, y que no
estábamos en contra de ningún avance de la ciencia. Lo que buscábamos era poder tener la
libertad de elegir si usarlo o no. Pero no una libertad acartonada y teórica, inaplicable en la
práctica. Queríamos una libertad real que poder aplicar a nuestras vidas. Buscábamos ese
derecho de elección practicable, y no una elección virtual que llevada al día a día era inútil
porque no se podía usar, dadas las trabas burocráticas y de todo tipo que te ponía el Estado
para que pasases por el aro. La tan elogiada voluntariedad del SIB no era tal, solamente era
teoría.
Con todo el jaleo por el trabajo extra que tuvimos con la puesta en marcha de la escuela de
oficios nos pilló completamente por sorpresa el embarazo de Laura. ¡Pero qué sorpresa más
deliciosa!
Aún no puedo expresar las sensaciones que me invadieron cuando me comunicó la buena
nueva y mucho menos cuando pude sostener entre mis manos aquel pedacito de vida
palpitante que luchaba enérgicamente por hacerse un hueco entre las nuestras. No podía parar
de sonreír una y otra vez por el feliz acontecimiento después de nueve meses de espera.
Nos planteamos qué hacer con el bebé, ya que ella no tenía el SIB y yo no quería perjudicar
al niño. Fue una decisión largamente meditada. Hicimos interminables listas de pros y contras
que terminábamos por desechar, comenzándolas de nuevo. Aún creo que nuestra decisión de
no ponerle al bebé el SIB fue una decisión intuitiva, que nos salió de las entrañas a pesar de
tanta meditación y de que conocíamos perfectamente los riesgos que entrañaba, tanto de salud
para madre y niño como de exclusión de la sociedad nanotecnológica que ya funcionaba al cien
por cien y del que el nuevo miembro de nuestra familia no formaría parte. Aunque aquél era el
menor de nuestros males ya que nuestro hijo podría ponerse siempre que quisiese los
nanoides.
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En el pueblo ya habían acontecido cinco casos de nacimientos sin el SIB, todos ellos con un
feliz desenlace. Esos niños habían sido asistidos en el día del alumbramiento por una partera
que estaba ya jubilada. A los tres primeros que nacieron en los dos años siguientes a la
imposición de los nanoides no tuvieron ningún problema en el registro civil, pero con los dos
últimos tuvieron trabas burocráticas e impedimentos de todo tipo, incluidas amenazas para
reconocerlos como españoles limpios de nanos.
Lo que más nos preocupó durante todo el embarazo fue la salud tanto de la madre como del
bebé. A pesar de nuestros temores todo marchó divinamente hasta el día del parto. Aquel día
se torcieron todas las cosas que se podían torcer.
Faltaban aún unos quince días para que Laura saliera de cuentas cuando comenzó a tener
dolores a media mañana. Mandé a buscar con urgencia a la comadrona y al médico del pueblo
que ya estaba advertido del nacimiento de nuestro hijo, y aunque era pronanos y él mismo se
había inoculado el SIB, respetaba nuestra posición y siempre atendía a nuestros empleados y
clientes con la misma diligencia que a la gente que tenía los nanoides ya que era un profesional
de toda la vida que conocía a la perfección su profesión. Mandé llamar también a los padres de
Laura que se presentaron de inmediato. Pero los sanitarios no.
Después de llamar y llamar a su intercomunicador a medio día conseguimos dar con el
médico que estaba atendiendo a un paciente en un pueblo cercano. En cuanto terminó se
acercó corriendo ya que la comadrona estaba desaparecida.
A mí me temblaban las piernas al contemplar el sufrimiento de Laura y los gritos que daba
cuando le sobrevenían las contracciones, y me sentía estúpido e inútil porque sólo podía mirar
cómo sufría y acariciarla constantemente, pretendiendo que mis caricias se convirtiesen en un
bálsamo. Pero nada de eso ocurría. El bebé no quería salir de dentro de su madre y ella cada
vez sufría más.
Después de recorrerme el pueblo dos veces de arriba abajo y de preguntar repetidamente a
cada vecino si conocían el paradero de la comadrona, a media tarde conseguí dar con su
localización cuando un primo de la misma regresó de sus labores de labranza del campo y me
dijo dónde estaba. Se había ido a pasar el día a unas termas cercanas que tenían aguas
salutíferas. Llamé enseguida allí y pude hablar con ella, comunicándole la preocupante
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situación y advirtiéndola que en aquel mismo instante estaba conduciendo hacia allí para
recogerla. Cada dos minutos llamaba a la finca para ver las evoluciones de Laura, hasta que su
propia madre me tuvo que decir que no llamase tan a menudo porque les estaba poniendo a
todos más nerviosos.
No sé cuánto tiempo duró el trayecto hasta las termas, media hora aproximadamente, pero
a mí cada minuto que pasaba me arañaba el alma como el afilado escalpelo con el que el
cirujano abre la carne del paciente. Metí en volandas a la comadrona en el coche tan
rápidamente que no le dio tiempo ni a saludarme y regresé corriendo a la finca, anunciándoles
la buena nueva de que llevaba el remedio conmigo.
Durante el trayecto le informé del desarrollo del día. Llegamos casi anochecido y con el
tiempo justo de recoger al niño al nacer ya que el parto era inminente. Yo me paseaba como un
león enjaulado por la habitación hasta que la madre de Laura me obligó a sentarme a su lado
para que me apretase la mano con cada empujón, y ¡vaya si apretaba! Era increíble la fuerza
que fue capaz de desarrollar aquella noche. Me dejó la mano destrozada aunque yo no me di
cuenta hasta el día siguiente cuando la noté resentida.
A la hora de haber llegado nació el bebé. Era una niña, una niña preciosa. Habíamos
discutido durante los nueve meses acerca de los posibles nombres, y finalmente conseguimos
reducirlos a dos: Lucía si era niña y Pedro si era niño. Con lo que a nuestra hija la llamamos
Lucía.
Después de los apuros de aquel día las dos mujeres de mi vida estaban bien. La comadrona
se quedó allí toda la noche hasta que la niña mamó y finalmente ambas se quedaron dormidas
cuando alboreaba.
Estuve durante todo el primer día mirando sin cesar a mi hija, y cogiéndole las manitas
porque no me podía terminar de creer que yo hubiese tenido parte en la creación de algo tan
perfecto y tan hermoso. Laura, aunque cansada, se recuperó bien del trance y Antonio no hacía
nada más que darme palmetazos en la espalda felicitándome.
Gracias a Ramón a mí no me faltaba el dinero, pero habiéndome criado en la cultura de la
escasez y el ahorro, aproveché todo lo que me dieron los vecinos del pueblo, incluso la cuna y el
cochecito de segunda mano y no tuve necesidad de comprar casi nada.
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Al mes del nacimiento nos hizo una visita Matías. Hacía algo más de diez años que no iba a la
finca ya que Ramón no la frecuentó en sus últimos años de vida. Se quedó completamente
atónito al visitarla y comprobar todo lo que habíamos conseguido allí. Teníamos la vaquería con
su quesería, los cerdos para carne y matanza, numerosos pavos y gallinas, todos los cultivos
tanto de cereal como de huerta, además de las casas rurales, el centro de oficios y los sistemas
de envío de productos.
Después de pasar toda la mañana visitando todo, por la tarde, después de comer, tuvimos
una reunión con los capataces de la finca que ahora eran dos: Antonio y Rodrigo, los
encargados de las casas rurales y el labriego que llevaba las siembras.
Nos comentó que la finca estaba empezando a llamar la atención de las autoridades, por el
gran volumen de negocio que teníamos. Era demasiado movimiento de dinero para un pueblo
tan pequeño y, a pesar de que todas las cuentas estaban correctas y pagábamos religiosamente
los impuestos a hacienda, el fisco había empezado a investigar y le habían dado un soplo al
administrador y a él de que iban a auditar la finca al día siguiente, por eso Matías estaba allí.
Yo no estaba preocupado por las cuentas porque todo estaba al día y no teníamos nada que
esconder, pero Matías sí que lo estaba, y mucho. Sabía cuánto habían cambiado las leyes
pronanoides y temía que nos “obligasen” a imponer el SIB allí. Todo esto me lo dijo en privado,
una vez finalizada la reunión.
Al siguiente día en cuanto salió el sol ya nos habíamos levantado y Matías nos volvió a reunir
para darnos algunas indicaciones por si los inspectores nos preguntaban algo. Alrededor de las
diez de la mañana, cuando estábamos en plena actividad se presentó el administrador y
seguidamente dos inspectores de hacienda con uno de trabajo. Ya en la ciudad, la semana
anterior, el administrador les había enseñado la contabilidad de la empresa, pero no se
quedaron conformes y sospecharon que querrían venir a la finca y, la verdad, no entendía el
porqué en un principio, pero después de su visita me quedaron muy claras sus intenciones.
Estuvieron un par de horas merodeando por todos lados y preguntando al azar a algunos
empleados, quienes contestaban como podían según las indicaciones que Matías nos había
dado, y los más intentaban esquivarlos en la medida de lo posible. Después de husmear todo lo
que quisieron se despidieron con una amplia sonrisa y nos comunicaron que seguramente
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tendríamos una sanción porque sobrepasábamos con creces el volumen de negocio y
empleados sin tener el SIB. Yo estaba que trinaba cuando se fueron, y mi mal humor duró toda
la tarde porque no entendía por qué nos sancionaban si todo lo teníamos en regla y éramos
gente honrada que pagaba los impuestos.
Matías intentó tranquilizarme advirtiéndome que aquello se pondría mucho peor en un
futuro no muy lejano porque cada vez se estaban sacando más leyes de la manga para poder
implantar el SIB en el total de la población, sino por la fuerza, sí forzosamente. A mí aquello me
parecía una desfachatez y una cobardía. Si querían poner los naoides a todo el mundo que lo
obligasen como habían hecho muchos países y punto, y que se dejasen de subterfugios.
Durante la semana siguiente esperé con temor la llamada del abogado porque ya me
esperaba cualquier cosa. Efectivamente la tal se produjo a los diez días de la visita y por
supuesto el Estado no había perdido ocasión de penalizar a la gente honrada pero que se
oponía a sus políticas pronanos, como venía siendo habitual en los últimos años. Le pregunté a
Matías si no había forma de eludir la multa y me dijo que lo que él podía hacer era retrasar lo
máximo posible el pago interponiendo quejas y moratorias hasta que no quedase más remedio
que pagar, y me advirtió que había llegado a sus oídos que estaban preparando un proyecto de
ley para impedir en la práctica cualquier tipo de comercio exento del SIB.
Convoqué una reunión con todos los empleados y capataces para explicarles la situación y
comprobar si a alguno se nos ocurría una idea feliz con la que hacer frente a esta nueva ley y
evitar la nanotecnología en la finca, siguiendo al mismo tiempo con nuestros negocios. Fue el
hijo menor del labriego de unos diecinueve años quien nos dio la iluminación, cuando ya se
había formado un barullo tremendo entre los que abogaban por acatar el SIB y los que nos
oponíamos radicalmente a ello.
Solamente necesitó una palabra para acallarnos a todos: Autarquía.
Todos nos callamos de repente, la mitad porque no sabían lo que significaba aquel término y
la otra mitad porque entendíamos que aquello era demasiado idealista para llevarlo a cabo.
Le dimos la palabra al chaval para que expresara su idea y nos dejó a todos atónitos por la
claridad de su visión del futuro a pesar de su juventud.
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-Autarquía pero no en el sentido político de la palabra, sino en el sentido de la
autosuficiencia. Esta tiene que ser nuestra meta. Tenemos que intentar ser autosuficientes en
la medida de nuestras posibilidades e intentar depender lo menos posible del exterior. Está
claro que el Estado quiere forzar la situación para imponer forzosamente la nanotecnología
como premisa para controlarlo todo. –Un murmullo comenzó entonces a recorrer el comedor
de la finca en el que nos apiñábamos como podíamos unas cincuenta personas. –No sé cómo
veis vosotros el problema, pero yo lo veo con claridad y se lo vengo diciendo a mis padres
desde hace ya dos años: Vamos camino del control del individuo. –No pude evitar acordarme
entonces de las ideas conspiranoicas de Ramón. Aquel chico parecía su reencarnación, era
como si un hombre con la experiencia de toda una vida a sus espaldas hablase por su joven
boca. –Eso es lo que están intentando hacer con los nanoides, controlar a la población de una
manera sencilla, y lo peor de todo es que casi la totalidad de las personas han ido de cabeza a la
trampa, se han metido alegremente en el matadero sin sospechar que les iban a decapitar. –El
murmullo crecía más y más. –Ya sé que algunos pensáis que exagero porque el SIB no es tan
malo como aparenta, facilita la vida e incluso te mejora la salud. Pero eso es ahora y es lo que
nos han ofrecido y quieren que creamos para que caigamos todos en la red. Está claro que no
van a mostrar sus verdaderas intenciones a la primera de cambio porque se espantaría todo el
mundo. Tienen que dejar que nos sigamos creyendo libres de amenazas para que no se nos
pase por la cabeza huir o rebelarnos.
El murmullo que en un principio era discreto iba creciendo en intensidad a medida que el
chico exponía su teoría y los concurrentes establecían conversaciones paralelas entre ellos. Por
fin fue el propio Antonio el que preguntó:
-Pero vamos a ver, chico, ¿me estás diciendo que la nanotecnología sólo vale para
controlarnos? ¿Pero para controlarnos, por qué? ¿Nos van a hipnotizar o qué?
-No sé exactamente cómo será el mecanismo, pero da por hecho que anularán tu voluntad
de manera que no sepas ni reconocer que lo han hecho, sin necesidad de métodos arcaicos
como la enseñanza, las religiones, las corrientes políticas o socioculturales o la publicidad en los
que tenían que trabajar para convencerte y hacerte decantar por unos u otros. Ahora no lo
necesitarán, tienen físicamente tu cerebro en sus manos.
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Fue entonces cuando el murmullo se descontroló y todos empezaron a hablar a la vez. Laura
me miraba con ojos de incomprensión y sorpresa y la niña se puso a llorar por el imprevisto
aumento del griterío. Yo intenté calmar los ánimos centrando de nuevo el tema de la reunión.
-A ver… a ver… Un poco de silencio, por favor… -Esperé tres segundos a que la gente me
prestase atención. –Independientemente de la argumentación acerca de la nanotecnología que
ha expuesto Miguel y que aún está por comprobar, me parece que ha dicho algo muy
interesante: la autosuficiencia. Tenemos que ser pragmáticos y tener en cuenta que nuestra
situación, lejos de mejorar, empeorará con el tiempo. Van a acosarnos hasta que doblemos la
cerviz. No me parece tan descabellada la idea de intentar proveernos de todo lo que
necesitemos para vivir y, aunque veo factible que se pueda hacer en parte, me plantea un gran
inconveniente: la energía. Ahora usamos la luz y el petróleo alegremente para todo, pero si nos
dificultan el suministro de energía, no sé cómo vamos a autoabastecernos.
Fue entonces el informático que llevaba la casa rural el que habló:
-Pues tendríamos que regresar a la época preindustrial, y vivir como lo hacían en la Edad
Media o en el Renacimiento, como los amish, vamos.
Todos se echaron al unísono encima de él, llamándole loco y majadero, además de
exagerado. Muchos estaban seguros de que la cosa no iba a llegar a tanto como para sumir a un
porcentaje de la población en una nueva Edad Media, y a otros muchos aquello del
autoabastecimiento les sonaba como el ideal de un dictador egocéntrico que obliga a sus
súbditos a pasar penurias con tal de imponer su particular visión de la soberanía.
En todo el tiempo que llevaba en la finca no me había preocupado mucho por las
evoluciones de la nanotecnología porque a mí no me afectaban, y no estaba al tanto de lo que
ocurría en los lugares en los que el SIB estaba operativo y que eran ya en un alto porcentaje con
respecto al total. Yo calculaba que se trataba de la casi totalidad por lo que los turistas de las
casas rurales y los alumnos de oficios nos contaban.
De entre todo el barullo de comentarios que los asistentes a la reunión hacían al unísono,
hubo una voz que se levantó por encima de las demás. Era el segundo capataz, Rodrigo.
-Pablo, -dijo dirigiéndose a mí lo suficientemente alto como para que la gente le oyese y se
callase –has dicho que tus abogados te han advertido de que van a cambiar las leyes para
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impedirnos comerciar sin el SIB, ¿no? –Asentí con la cabeza vehementemente. –Pues entonces
no sé por qué discutimos de otros temas si nuestro principal problema va a ser el dinero ya
mismo… -Nuevo murmullo de aquiescencia. -¿Cómo vamos a pagar a la gente? ¿Cómo vamos a
comprar algo o a vender? Me parece bien que nos hagamos autosuficientes pero, ¿cómo
conseguiremos lo que no producimos si no podremos disponer de dinero?
La última nota interrogativa se quedó vibrando en el aire como el acorde perdido de una
amenaza que hizo a los presentes enmudecer en el acto. Yo también había pensado en aquello
pero mi mente se hallaba estéril de soluciones. Los problemas se me acumulaban demasiado
deprisa como para darles respuesta y las tareas que llevaba a cabo a diario no me permitían
pararme a meditar hacia dónde me conducía, nos conducía, aquella situación. Era como una
mula con anteojeras que tiraba para delante sin prestar atención a su alrededor. Alguien
contestó por mí de entre la multitud.
-Está claro: el trueque, como en la Edad Media…
Nuevo barullo rumorológico que inundaba la estancia y no nos permitía entendernos unos a
otros. Aquella reunión estaba empezando a escapárseme de las manos porque no
avanzábamos hacia ninguna solución por lo que opté por disolverla con la condición de que
todos pensásemos en una posible salida al problema.
-A ver, a ver… por favor… un poco de silencio, por favor… -Accionaba las manos para que el
murmullo cesase. –Mi intención de hoy era solamente reuniros para explicaros la cuestión,
ahora no pretendo encontrar la solución al tema. Propongo que creemos un grupo que estudie
nuestra situación y cómo podemos afrontar esto. ¿Quién se ofrece voluntario para el grupo? –
En seguida siete personas levantaron la mano, la mayoría de ellos jóvenes, aunque estaban
formados en la universidad varios de ellos, como el encargado de la casa rural. –Vale. Si a todos
os parece bien, estos voluntarios que han formado el grupo tendrán la misión de elaborar un
informe con la ideas que recojan de todos nosotros, y durante la próxima semana os pido
encarecidamente que todos penséis en este asunto y les trasladéis a ellos las ideas que creáis
más convenientes para superar el problema, aunque penséis que son absurdas, por favor,
hacédselas saber.
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La gente estaba en aquel momento más callada de lo normal, con evidentes caras de
preocupación.
-Sólo quiero deciros antes de levantar la sesión que nos ha costado mucho trabajo a todos el
llegar hasta aquí y que yo por mi parte voy a hacer todo lo posible para seguir evolucionando,
no os quepa la menor duda. Una última cuestión: ¿quién será el representante del grupo al que
nos tendremos que dirigir a partir de ahora con nuestras ideas?
Miré alternativamente a los voluntarios y enseguida todos dirigieron su mirada al
informático, hasta que no le quedó otra que asentir y dar su aquiescencia en voz alta:
-Bueno, pues yo mismo.
-Vale, levantamos la reunión por hoy. En una semana nos volveremos a reunir para ver si
hemos llegado a algo.
La gente empezó a marcharse algo cabizbaja y hablando con gesto preocupado entre ellos.
Antes de que saliera, llamé al informático.
-Te agradezco primero que estés tan comprometido con la finca y quiero decirte que todo el
tiempo que dediquéis al estudio serio del tema se os pagará como horas extraordinarias
porque, al fin y al cabo, sois empleados y no tenéis porqué pensar en la continuidad de todo
esto, que es responsabilidad final mía.
-¡Eh, eh… para el carro ahí! De responsabilidad tuya nada… ¿Crees acaso que todos lo que
trabajamos aquí no estamos tan implicados como tú? Nadie quiere el SIB, Pablo, nadie… Yo
creo que tenemos que hacer lo posible por seguir adelante mientras podamos, y cuando no se
pueda de ninguna de las maneras ya veremos qué hacer. Tú nunca has obligado a nadie a
ponerse o dejar de ponerse el SIB. Yo mismo lo llevo desde hace años y aunque ya sabes que
soy defensor acérrimo de la nanotecnología, no la quiero de esta forma… Así no. Mediante
imposiciones y subterfugios, no. Por eso estoy de tu parte y voy a hacer todo lo que esté en mi
mano por buscar soluciones aplicables… -Le sonreí agradecido. -Además, ¿te imaginas a mis
padres teniéndose que poner el SIB? –Puso los ojos en blanco con un gracioso ademán de
contradicción. -¡Uy! Le daría un pasmo a mi madre con lo escrupulosa que es, se moriría si le
metiesen esos bichitos en el cuerpo.
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Los dos nos echamos a reír como válvula de escape que nos permitió relajarnos algo.
-Así que no te preocupes. Le diré lo de las horas extra a los otros, pero no creo que acepten.
Esta es su vida y su empresa, el lugar donde viven y trabajan, no creo que quieran un extra por
pensar en soluciones para que su medio de vida no fracase. Si esto se acaba no sé dónde van a
ir… Yo desde luego no quiero nada, las mías te las ahorras para otra cosa.
-Bueno, vosotros veréis. Si tienes alguna duda o necesitas que hable con los abogados o los
gestores para algo, me lo dices.
-Vale, nos vemos.
Aquella semana pasó volando. Yo también me estuve quebrando la cabeza durante aquellos
días para encontrar alguna salida, y Laura constantemente exponía sus ideas al aire, como si
esperase que éste mismo le devolviese la solución. Ante el miedo que me provocaba la idea de
no poder comerciar sin el SIB, estuve meditando con ella en la posibilidad de vender todas las
propiedades de Ramón para comprar en los alrededores de la finca y el pueblo otras tierras y
edificios, porque prefería tener todas las posesiones útiles cerca de nosotros ya que habíamos
decidido asentarnos allí y teníamos una hija por la que mirar.
A Laura le pareció bien, pero dudábamos si vender absolutamente todo para comprar o
dejar en reserva alguna otra propiedad en algún punto de España alejado de allí, por si acaso.
Ramón había dejado a mi cargo unas cuantas casas repartidas por la geografía española y
algún que otro terreno que en aquellos momentos no estaba muy bien aprovechado y al que no
le prestaba ninguna atención. Ni siquiera me había dignado a visitarlos cuando él murió.
Finalmente decidí vender todo excepto una casa de campo con algo de terreno que estaba
en el norte, por si algo ocurría en la fina. La mayoría de las casas estaban cerradas y vacías,
excepto la que quería quedarme que era atendida por un hombre que se encargaba del
mantenimiento, y otras dos que también estaban fuera de los pueblos a los que pertenecían y
que eran atendidas del mismo modo por otras personas a las que pagaba por su trabajo. Me
daba pena tener que despedirlas, pero les iba a dar la opción de venirse a vivir y trabajar en la
finca si querían, aunque mucho me temía que no iban a cruzar media España y dejar su vida por
conservar el empleo. Pero aun así tenía el deber moral de ofrecérselo.
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Hablé por teléfono varias veces con Matías para comentarle mis intenciones. En un principio
se opuso rotundamente a que me deshiciese sin más de casi todas las propiedades porque
consideraba que uno de los beneficios de éstas era su diversificación. Yo intentaba hacerle ver
que de nada me servía su diversificación si en un futuro no muy lejano no podría servirme de
ellas salvo para vagabundear de una casa a otra, vivir dos meses en cada una y así usarlas todas,
porque una vez que cambiasen las leyes de comercio de nada me iban a servir, salvo por el uso
que pudiese hacer físicamente de ellas.
Finalmente y después de varias largas conversaciones acerca del tema, creo que comprendió
cuál era mi intención, aunque por teléfono no pude ser todo lo explícito que me hubiese
gustado porque ya no me fiaba de ningún artilugio tecnológico.
Le pedí que viniese para estar presente el día que tuviésemos la reunión porque
seguramente surgiría alguna duda legal de la que no tendríamos ni idea, además de que quería
que nos orientase acerca de las ocurrencias que presentaríamos ya que me temía que la gran
mayoría fuesen irrealizables, como finalmente ocurrió.
El día de la reunión nos organizamos mejor que la primera vez y habilitamos el almacén de
los productos que vendíamos que era muy amplio, colocando allí bastantes sillas para todos y
mesas en las que poder desenvolvernos.
Acudió a la misma absolutamente todo el mundo, excepto aquellos que tenían un quehacer
inexcusable, e incluso algunos familiares de la gente que trabajaba allí y que vivían en el pueblo
y a los que no les gustaba nada la idea de que les modificasen su estatus de ausencia de
nanotecnología en el que vivían a las mil maravillas.
Matías apareció un par de horas antes, comentándome jocosamente que al final íbamos a
terminar convirtiéndonos en el bastión anti-SIB del país, gracias a mi testarudez. Reí su
ocurrencia porque no creía que con mi simple empeño fuese capaz de conseguir grandes logros
a nivel nacional, nada más lejos de mi interés y pretensión estaba aquello. Mi única intención
era que nos dejasen vivir honradamente con una mínima libertad básica de elección, y que ya
que el Estado había decidido usar la nanotecnología a escala global en el país, sólo queríamos
que, cuando menos, no nos engañasen con el subterfugio de una voluntariedad inoperable en
la realidad.
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Cuando comenzó la reunión la gente estaba expectante ante la posibilidad de que diésemos
con alguna feliz idea que nos llevase a la solución.
El grupo empezó a exponer ideas para intentar lograr comerciar sin dinero, que en la teoría
resultaban muy convincentes, pero a las que Matías y otros de los presentes iban poniendo
pegas que las convertían en irrealizables. Una tras otra fueron cayendo las propuestas, como
fichas de dominó colocadas en fila que se derrumban imparables al ser impelidas por el impulso
de la ficha precedente.
Llevábamos ya una hora dándole vueltas a dos de las propuestas que nos parecían más
aceptables, pero siempre encontrábamos el problema del autoabastecimiento de la energía. El
combustible para los tractores y demás vehículos lo teníamos medio solucionado porque uno
de los presentes tenía un amigo que era ingeniero y que tenía conocimientos de biodiesel, con
lo que nos planteábamos seriamente la construcción de una pequeña planta para la producción
del trabajo a partir de basura orgánica y excedentes de cereales. Pero la electricidad era otro
cantar. Hablamos de energía solar y eólica, de acumuladores de baterías, y de otras tantas
bastante inalcanzables para nuestro nivel económico. Aquello suponía una inversión monetaria
que estábamos muy lejos de poder conseguir, además de las innumerables trabas burocráticas
a las que nos deberíamos enfrentar.
Seguíamos enfrascados en el debate cuando la mujer que atendía la cocina de una de las
casas rurales preguntó:
-¿Y cómo es posible que los de la Iglesia de la Última Puerta sí que pueden vivir sin SIB y no
les ponen trabas? En el últimos grupo que estuvo hace quince días vino un pastor con el que
estuve charlando y me explicó que él tenía un sueldo proveniente de los donativos de sus fieles
que le permitía vivir holgadamente y dedicarse así a entender a su Iglesia y a los creyentes,
impartiendo catequesis varias veces en semana para enseñar su doctrina. ¿Por qué ellos sí
pueden, porque no son una empresa ni una cooperativa? ¿El Estado no se mete con las Iglesias
y con nosotros sí?
En ese instante Matías se levantó de su silla como si de repente una mano invisible tirase de
su cabeza hacia el techo con tanta energía que me asusté y yo también me levanté al unísono
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con él porque creí que le pasaba algo. Ante la expectación de la sala que nos miraba con ojos
sorprendidos, el abogado chilló eufórico:
-¡Eso es, señora Sofía, eso es! ¡Una Iglesia es la solución!
De la sorpresa pasamos a la estupefacción y nos quedamos todos mirándole mientras seguía
en pie con la expresión perdida, aislado de la realidad que le rodeaba. Como los segundos
silenciosos se me hacían insufribles no pude por menos que preguntar:
-¿Una Iglesia? ¿Qué quieres decir con una Iglesia, nos tenemos que volver religiosos de
repente?
En ese momento se puso a pasear inquieto con cortitos recorridos de una parte a otra de la
estancia y cuchicheando bajito, como hablando para sí mismo:
-Eso es… Una Iglesia… Una Iglesia o incluso una Fundación. Aún no tienen las leyes
comerciales aplicadas a la nanotecnología. Ellos pueden seguir negociando y comerciando sin el
SIB porque sus estatutos se lo permiten… -Se detuvo de repente en mitad del almacén y,
levantando la voz para que todos le oyesen y mirando directamente a la concurrencia, por fin
dio una explicación. –Señores, la única solución viable a día de hoy es crear una Fundación o a
una Iglesia. Estas dos instituciones están reglamentadas actualmente por otra legislación
distinta a la de las empresas. Es la única solución viable de momento.
Alguien del fondo se levantó y preguntó en alto con voz angustiada:
-Pero, ¿de verdad que tenemos que ir a la Iglesia? Es que yo, aunque bautizada, nunca voy y
no quiero tener que ir a misa los domingos y confesarme con un cura y…
La gente estalló en carcajadas al unísono, consolando a la pobre mujer que consternada por
el hecho de creer que tendría que comulgar y confesarse, no había sabido ver entre líneas en la
argumentación del abogado, quien explicó de nuevo todo de manera más extensa, no sin antes
darle al informático su dispositivo de anulación de emisiones de nanotecnología, diciéndole al
oído que lo sostuviera entre sus manos hasta nueva orden, mandato que yo refrendé al asentir
con la cabeza cuando él me miró dubitativo ya que sabía que era el único de la sala portador de
nanoides.
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-Miren señores, me voy a explicar de nuevo. Ustedes tendrán que crear una nueva
Fundación o Iglesia o secta, como quieran llamarlo, y donar todas sus propiedades y haberes a
ésta. Entonces y sólo entonces cerrarán la empresa y actuarán por medio de la Iglesia o
Fundación, ya que este tipo de instituciones aún no está regido por el mismo tipo de leyes que
las empresas y tienen más libertad de actuación que éstas porque sus “negocios”, por decirlo
de alguna forma, se fundamentan en la premisa de los donativos y de una labor social que
dichas entidades prestan desinteresadamente a la sociedad.
Toda la gente empezó a murmurar, comentando entre ellos la situación hasta que la misma
mujer que había preguntado anteriormente lo volvió a hacer con un semblante bastante
desconsolado:
-¿Nos está diciendo que después de todo lo que hemos trabajado para levantar esto ahora
se lo tenemos que donar a la Iglesia? ¿Por qué tenemos que regalarles todo?
-No, no… No me ha entendido bien, no me he sabido explicar. No lo tienen que donar todo a
cualquier Iglesia, tienen que autodonarse, si se me permite el término, a “su” propia Iglesia, a la
que ustedes deberán crear. Las Iglesias y Fundaciones no tienen la misma fiscalidad que las
empresas, se rigen por otras normas, y ustedes pueden y deben aprovecharse de esta
peculiaridad… Miren, les hablaré con total claridad. La normativa para los parias es cada vez
más estricta porque el Estado pretende anularlos por completo. Ya no quiere que nadie viva sin
el SIB dentro de sus fronteras, pero lo quiere hacer de manera subrepticia para que el paria
vaya al redil voluntariamente aunque, al fin y al cabo, obligado por las circunstancias que el
propio Estado impone y que en el caso de ustedes se traducen en la imposibilidad de comerciar
o trabajar, ya sea por cuenta ajena o propia, sin el SIB. De este modo consiguen que los propios
parias, cansados ya de nadar contracorriente y luchar contra el sistema desde hace tanto
tiempo, decidan implantarse el SIB y vivir más cómodamente, integrados en el sistema social
que el Estado ha diseñado para sus ciudadanos.
Alguien más preguntó:
-A ver, a ver si me he enterado. Nos está intentando decir que si nos “transformamos” en
una secta de nueva creación podremos seguir trabajando y cobrando un sueldo y además
podremos seguir comprando y vendiendo cosas como hasta ahora. ¿Es eso?
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-Exactamente eso. Tienen la suerte de que hasta la fecha los legisladores aún no se han
atrevido a meter mano en estas entidades ya que bastantes de ellas tienen un trasfondo turbio
del que se aprovechan muchas personas.
-Oiga, que yo no quiero tener que hacer nada turbio, yo sólo quiero trabajar y ganarme el
pan honradamente. –En este caso fue el agricultor encargado de la labranza el que se había
quejado, contrariado por aquella fea palabra.
-Verán ustedes. –Matías ya se había sentado y se repantingó en el asiento, acomodándose
mejor para explicar de manera clara uno de los puntos más comprometedores de esta solución.
–Les voy a hablar en plata, para que todos me entiendan. No sé si alguno de ustedes lo sabe ya
o ha oído algo al respecto. Las entidades de las que hablamos tienen una fiscalidad tan especial
que un gran porcentaje de las mismas, por no decir que la gran mayoría, son creadas y
utilizadas para blanquear dinero y además no pagar al Estado los impuestos que las empresas sí
tienen que pagar, además de crear puestos de trabajo muy bien pagados en el caso de los
directivos que se consiguen por medio de amiguismos y gracias a la buena voluntad de las
personas que donan su dinero o bienes a ellas creyendo que la labor social que realizan es
real… Y no seré yo quien les diga que no lo es. En parte sí que es real porque no pueden
defraudar abiertamente, sobre todo cuando se trata de una institución de gran envergadura.
Bien, pues dicho esto, ustedes van a verse obligados a crear algo de esto pero no para
defraudar, claro está, si no para aprovecharse de la fiscalidad especial que tienen y poder así
comerciar valiéndose del sistema de donativos. Los empleados que hoy en día trabajan en la
finca serían pasados a la nueva institución y la compra-venta se haría con el fin benéfico de
“ayudar” a las personas que quieran comprar productos artesanos, ya sean alimenticios o de
otro tipo, a un precio “justo”, como el término que se ha puesto tan de moda desde hace años
de “comercio justo”, ¿les suena?
La gente asintió al unísono porque habían entendido a la perfección aquello que el abogado
había explicado con tanta claridad y lo relacionaron de inmediato con las famosas entidades a
que se refería. A mí me sobresaltó una duda que le trasladé:
-Matías, bajo tu punto de vista, ¿qué es más efectivo que creemos para nosotros, una
Fundación o una Iglesia? ¿Qué será más duradero en el tiempo y nos dará menos problemas?
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-Así de pronto creo que inventarse una nueva creencia religiosa. Cuando digo religiosa, me
refiero a que tendréis que inventaros una especie de pseudoreligión con una serie de cultos y
creencias y conseguir que el Estado os reconozca como tal. Aunque creo que eso no será
problema porque en este bendito país cualquier burro puede dar de alta una nueva concepción
religiosa, por pintoresca que sea… -Murmullos y risas interrumpieron la exposición del abogado
quien también rio, relajado después de la primera tensa hora por haber dado con una salida
que parecía tener coherencia. Continuó cuando el alboroto cedió un poco. –De todos modos en
cuanto regrese a mi despacho me estudiaré el asunto seriamente para ver cuál sería la solución
más viable y duradera. ¿Alguna pregunta más? –Nadie dijo nada y Matías dio por terminada la
reunión porque tenía prisa por abordar el asunto cuanto antes. –Bien, entonces vayan
pensando en qué nombre le van a poner a la nueva Iglesia…
La gente rio de nuevo y luego, espontáneamente, estalló en aplausos porque reconocieron
que aquel hombre realmente nos tenía en alta estima y quería ayudarnos. Matías enrojeció
cuando la gente le estrechó las manos y le halagó con cumplidos al ir saliendo del almacén,
agradecida por su entusiasmo y determinación para prestarnos su colaboración.
Cuando se fue todo el mundo nos quedamos a solas con él Antonio, Rodrigo, Inma, Laura y
yo, que volvimos a hablar del asunto más detenidamente durante la comida.
Nos explicó someramente los detalles del funcionamiento del nuevo sistema. Decidimos por
fin denominarle secta, a pesar del fuerte carácter peyorativo de la palabra, ya que el resto nos
parecían términos demasiado ampulosos. Nos dijo que sería conveniente que les pidiésemos
los estatutos fundacionales a la Iglesia de la Última Puerta del Cielo para tomarlos como base y
añadir o suprimir aquello que nos beneficiase.
No nos fue muy complicado ese punto porque la cocinera que había formulado la pregunta
clave que inspiró la solución al abogado en la reunión, había hecho muy buenas migas con el
Pastor al que se refirió y con su familia, por lo que en menos de una semana nos remitieron sus
Estatutos, algo sorprendidos por la creación de otro nuevo culto derivado del suyo, no sin antes
hacer proselitismo con nosotros para que nos uniésemos a ellos en vez de derivar una nueva
Iglesia de la suya. Les argumentamos que no estábamos de acuerdo en alguno de los puntos
“teológicos” que habían desarrollado pero que esta escisión no sería impedimentos para
mantenernos hermanados, como así fue.
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8.
Nos costó casi un año de duro trabajo y de sufrir multas y penalizaciones por parte del
Estado por seguir comerciando sin el SIB hasta que logramos fundar nuestra particular Iglesia
que se llamó “Los Laborantes de Dios”. Ésta fue la denominación elegida después de muchas
votaciones e incontables proposiciones al respecto porque nos pareció que expresaba la
reconversión de empresa a creencia pseudoreligiosa que nos permitiría subsistir.
Al principio todo fueron cambios y novedades. Tuvimos que reformar una parte del almacén
para reconvertirlo en lugar de culto, con un altarcito central en el que poníamos una cesta de
mimbre en la que siempre había trigo, un cerdo y una vaca de cerámica pequeñitos y frutas y
verduras secas, que según nuestras inventadas creencias representaban el fruto de nuestro
trabajo que era ofrecido a Dios y nos recordaban el porqué de nuestra existencia que no era
otro que servirle. Alrededor de él había muchas sillas para orar y otras mesas para hacerle más
ofrendas.
Lo que más me sorprendió es que algunos de los trabajadores iban allí a orar realmente
porque, según me confesaron ellos mismos, consideraban ya aquel lugar como el sitio idóneo
para “hablar” directamente con Dios… A mí no me parecía demasiado propicio para ello ya que
el almacén soportaba un enorme trasiego a diario de mercancías entrantes y salientes, pero
aun así la gente se pasaba por allí de vez en cuando para relajarse y meditar un rato. A esta
reacción de los trabajadores de la finca que me pilló completamente por sorpresa se unió el
estupor que me causó el que los creyentes de la Iglesia de la Última Puerta del Cielo que eran
nuestros mejores clientes, nos pidiesen permiso para celebrar allí a diario su propio culto ya
que suponían que la zona ya había sido consagrada a Dios y al considerarnos como una especie
de sucursal de su propia Iglesia, estaban encantados en poder usar el almacén para sus cultos.
No tuvimos problemas en cuanto al SIB ya que uno de los puntos fuertes de nuestro credo
era el de ser “limpios de sangre” tal y como Dios nos creó por mediación de la Madre
Naturaleza, a la que habíamos designado como una especie de subalterna que nos permitía
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intermediar entre Él y nosotros y nos cuidaba propiciando buenas cosechas y salud y
productividad para nuestros animales y nosotros mismos.
Cuando todo el nuevo proyecto estuvo en marcha y la empresa había desaparecido como
tal, medité seriamente con Laura la idea de deshacerme del resto de propiedades y comprar
más terreno y casas para los laborantes, ya que era así como comenzamos a autodenominarnos
entonces.
Después de meditarlo largamente vendimos todo, incluido el piso de Ramón que mandé
vaciar de todo su contenido y lo trasladé a la finca como recuerdo antes de venderlo. La única
excepción fue una de las propiedades que tenía en el norte, en Asturias, que decidí conservar
por si acaso. Hablé personalmente con los trabajadores de las propiedades que iba a vender
para avisarles del trámite y para ofrecerles mantener el contrato de trabajo si se venían a vivir a
la finca, además de un año de alojamiento gratuito en una de las casas del pueblo, para que
tuviesen tiempo de adaptarse a la nueva vida. Sólo uno de los empleados aceptó el trato.
Era un hombre entrado en años, pero que resultó ser de valor importante en la finca ya que
era un manitas. Sabía de algo de todos los oficios de mantenimiento de un edificio, aunque él
era de profesión albañil, además de poseer una habilidad innata para arreglar todo tipo de
aparatos o cachivaches, ya fueran electrónicos o mecánicos, que se hubiesen estropeado. Se
llamaba Manuel y se adaptó perfectamente a la vida en la finca, además de hacer muy buenas
migas con Antonio.
Todo el dinero recibido de las propiedades vendidas lo invertí en comprar más tierras y casas
en el pueblo, así como un gran rebaño de ovejas y cabras, además de personal para atender
todo ello. Contratamos también a dos profesores más para la escuela de oficios que había
adquirido con el paso del tiempo cierto prestigio y venían ya estudiantes a nivel nacional para
hacer cursillos de quince días en los que se enseñaban los saberes tradicionales. También
teníamos cursos más extensos de varios meses, aunque en estos casos los alumnos solían ser
de los alrededores.
Desde que me fui a vivir a la finca habían pasado ya seis años y, a decir verdad, yo no
prestaba mucha atención al mundo nanotecnológico. Era tan feliz en aquella burbuja que
habíamos creado al sortear con relativa eficiencia los problemas derivados del SIB, que no me
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preocupaba en absoluto de él ya que había decidido aprovechar al máximo las vacas gordas que
me habían tocado, que de las flacas ya había tenido suficiente en mi niñez y juventud. Es cierto
que durante ese tiempo siempre me acompañaba inconscientemente el resquemor de que
aquel paraíso se desmoronaría tarde o temprano, pero en cuando esos temores me asaltaban
me deshacía de ellos con tal urgencia que me daba la impresión de no haberlos tenido nunca.
Para mi absoluto pasmo, gente anónima de todas partes empezó a hacer donativos a la
Iglesia a través de la página de internet, que habíamos tenido que reconvertir al
transformarnos, además de demandarnos productos artesanos masivamente. Parecía como si
con el avance tecnológico la gente tuviese añoranza de lo tradicional y sintiese la necesidad de
compensar el avance científico insertado en su propio organismo con algo que no fuese
procesado de manera industrial o técnica. En rigor a la demanda excesiva a la que casi no
dábamos abasto los clientes me parecían ahítos de modernidad, sospecha que me quedó
suficientemente comprobada ya que se desató un furor por lo antiguo que derivó en una moda
pasajera de unos dos años. Todos querían comer, vestir o poseer algún tipo de objeto funcional
y artesano, aunque la mayoría de la gente, excepto los libres del SIB, sólo los adquirían como un
antojo al que no daban uso.
Se vendían como churros las cerámicas y los pequeños objetos hechos a mano tales como
cubiertos de madera o hermosas telas producidas por las tejedoras en los telares, además de
haber tenido que plantar a lo largo de la ribera del río más arbustos de donde extraíamos el
mimbre porque los artesanos no daban abasto con la materia prima de que disponían,
produciendo sin cesar hermosos y útiles objetos que nos quitaban de las manos.
Durante aquellos dos años desde la creación de la Iglesia hasta que se pasó algo el furor
artesano habíamos incrementado notablemente el volumen de negocio y gran parte de lo
ganado lo empleábamos en los sueldos y materiales que no producíamos nosotros, utilizando el
sobrante en remodelar todas las edificaciones de nuestra propiedad para dotarlas de
autosuficiencia energética por medio de energía solar o eólica, además de hacerlas más
eficientes con materiales de construcción adecuados para este fin.
Fue la época más feliz de mi vida, con Laura y Lucía a mi lado. Verla crecer y desarrollar sus
capacidades intelectuales y motoras me seguía pareciendo un tremendo milagro, a pesar de
que ya había cumplido los tres años y no dejaba de recordarme a mí mismo lo feliz que era con
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ellas y con la labor desarrollada por todos nosotros. En lo más profundo de mi ser daba gracias
a Dios por haberme dado el valor y la tranquilidad económica suficientes para rechazar el SIB y
no doblegarme ante las presiones impuestas por la sociedad, que en realidad era dirigida por el
Estado.
A veces reflexionaba acerca de nuestra situación y de la del pueblo y me preguntaba si no
seríamos un grupo de control y experimentación estatal de un tamaño reducido para investigar
cómo se comportaba una determinada cantidad de parias en un entorno completamente
rodeado por la nanotecnología, y cómo se organizaban contra esto. Me daba la impresión de
que éramos una especie de raras avis estudiadas en un laboratorio perfectamente controlado.
¿Por qué si no nos resultaba tan relativamente fácil no llevar el SIB cuando en todo el país y en
casi todo el extranjero ya era obligado el uso de los nanoides? Incluso los habitantes del pueblo
seguían perdidos en aquel limbo nanotecnológico que creó Ramón para ellos antes de fallecer,
sin ser molestados por nadie. Simplemente habían firmado un manifiesto como creyentes de
nuestra Iglesia, aunque no tenían relación alguna con nosotros y yo personalmente, sólo
conocía a algunos de ellos de vista de saludarlos por el pueblo.
También me levantaba sospechas el que nos dejasen trasegar con el gran volumen de ventas
que teníamos en la finca de toda clase de productos sin poner el menor impedimento desde
que fundamos la Iglesia.
Alguna vez que otra le comenté a Matías estos temores pero él se limitaba a encogerse de
hombros sin saber la razón de ello y a pedirme encarecidamente que me aprovechase al
máximo de la situación por si el futuro deparaba algo peor. Durante ese tiempo de explosión de
la demanda artesanal me di cuenta de otra cosa: ya no venía a visitarnos ni un solo extranjero, y
en cuanto a los nacionales que portaban el SIB, su número se redujo bastante, pasando del
tercio aproximado del total de visitas de antaño a apenas una décima parte. Yo le daba vueltas
al asunto y le preguntaba a Laura la razón de este cambio, no sabiendo ella tampoco qué
argumentar.
En cambio los creyentes de la Iglesia de la Última Puerta se habían hermanado mucho más
con nosotros y cada vez eran más asiduos y adquirían más productos. Parecía casi que la
alimentación de sus adeptos se basaba en su mayor parte en lo que producíamos nosotros en la
finca. Como prácticamente eran nuestros ojos y oídos en el exterior de nuestra burbuja, se
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habían convertido en nuestros informadores de los avances fuera de ella, ya que la peculiaridad
de su Iglesia era que cada creyente vivía en la sociedad nanotecnológica y luchaba día a día
contra corriente de ella. A mí a veces me parecía que tenían algo de mártires ya que por
aquellos días era muy complicada la convivencia en aquellas condiciones y suponía toda una
hazaña cotidiana.
Ellos fueron los que nos advirtieron con meses de antelación de que les estaban empezando
a fallar los dispositivos de intercomunicación porque habían ya sacado al mercado unos nuevos
“contactores” -así los bautizaron- que sólo establecían comunicación entre los portadores de
nanoides y que eran muchísimo más eficientes que los trasnochados métodos de
comunicaciones anteriores vía satélite. Ahora eran los propios nanoides los que se organizaban
en una especie de red global, constituyendo cada uno de ellos un miniemisor-receptor que
conseguía mejorar la rapidez y efectividad de las mismas a unas cotas insospechadas hasta el
momento.
Los portadores del SIB ya no necesitaban de aparatos físicos de intercomunicación como los
añejos móviles y ordenadores ya que por medio de la programación de sus contactores, que
según me explicaron eran una especie de esferas de unos veinte milímetros de diámetro y diez
gramos de peso, podían oír cualquier sonido directamente dentro de sus oídos y ver cualquier
imagen proyectada directamente en sus retinas. Yo intentaba que me explicara este punto tan
sorprendente el informático, que había adquirido el contactor en cuanto salió y era la única
fuente de datos directa que teníamos, y quien se mostró tan entusiasmado con este novedoso
avance que decidió irse a trabajar a la ciudad e integrarse completamente en la sociedad
nanotecnológica después de probar el revolucionario avance por un par de meses, a pesar de
que le expresamos vehementemente, sobre todo sus padres, nuestro hondo pesar por su
abandono ya que desempeñaba una labor esencial con la página y dirigiendo una de las casas.
Él no veía nada de esto y estaba obsesionado con la integración completa y física del ser
humano y los nanoides, tanto fue así que últimamente me parecía que se encontraba bajo los
efectos de una droga cuando hablaba con él y no prestaba el más mínimo interés por mí porque
la comunicación con nosotros que carecíamos del SIB le resultaba muy pesada, ya que todos los
datos que su cerebro registraba y quería comunicar tenían que ser adquiridos como durante
milenios de evolución ha hecho el ser humano, por los sentidos a través de estímulos externos.
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Llegó a resultarle tan abrumador este trabajo, que en la última semana de estancia en la finca
no hablaba con nadie de nosotros y se pasaba el día “intercomunicándose” con gente que eran
portadores de nanoides y que estaban en cualquier parte del mundo. Solamente pude
conseguir que me explicase que le resultaba muy tedioso tener que traducir sus estímulos
externos en pensamientos y que con la intercomunicación entre nanoportantes esta tarea se
había transformado en algo automático que los nanoides ayudaban a su cerebro a realizar. Lo
que más le gustaba era que, si el nanoportante con quien comunicaba se lo permitía, podía ver
a través de sus ojos y oír a través de sus oídos, sentir lo que tocaba y la temperatura que le
rodeaba. Aquella experiencia le tenía entusiasmado y aún estaba adaptándose a ella cuando
nos dejó.
Según me explicaron los adeptos de la Iglesia de la Última Puerta, existían una especie de
canales de comunicación que muchos sujetos tenían restringidos a su círculo más cercano de
familiares, amigos o conocidos de ámbito laboral, y otros que los tenían completamente
abiertos para que cualquier persona nanoportadora pudiese establecer comunicación con ellos.
Era tal la avalancha de información a la que el ser humano tenía acceso simultáneo que en las
grandes urbes se habían creado unos espacios habilitados para que la gente entrase y estuviese
relajada, tumbados o sentados en cabinas especiales que facilitaban la concentración para que
se comunicasen sin estresarse demasiado y le fuese más fácil procesar la información a la que
accedían. Se llamaban las “aislabinas”, una corrupción del lenguaje al fusionar dos palabras:
aislación y cabina, y causaron furor los dos primeros años hasta que la gente se acostumbró al
proceso ya que constituían un espacio perfecto en el que desconectar de los estímulos externos
para concentrarse en los internos, aunque estos ya no tuviesen nada que ver con la naturaleza
humana, ni con la meditación o la exploración de tus propios pensamientos.
Por entonces aquellos estímulos habían sido soterrados para dejar paso a la injerencia
interna de estímulos ajenos codificados y traducidos por los nanoides. Los adeptos de la Iglesia
me habían dicho que aunque algunos portadores del SIB no soportaban tal estrés comunicativo
y habían intentado anular su conector reprogramándolo para que no recibiese información
alguna, nunca pudieron revertir del todo el proceso iniciado, soportando constantemente una
especie de “ruido de fondo” permanente dentro de su cerebro que tenían que compatibilizar
con la recepción de los estímulos exteriores a los que el ser humano seguía irrevocablemente
unido.
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Con el tiempo también llegué a saber que había personas que habían conseguido que su
cerebro obviase ese ruido a fuerza de acostumbrarle a él, de la misma manera que es capaz de
hacerlo con un sonido monótono que le llega por los canales auditivos habituales.
Los que no éramos nanoportantes no entendíamos del todo estos nuevos mecanismos de
interacción entre los que sí lo eran, aunque lo que percibimos claramente fue que cuando
tratábamos simplemente de hablar con alguno de ellos, la comunicación era extenuante para
nosotros porque resultaba sumamente inconexa e incoherente al estar constantemente
interrumpida por la recepción de comunicaciones internas y que nosotros no podíamos
percibir. Tanto era así que nos daba la impresión a veces de que estábamos hablando con una
especie distinta a la humana.
Tal y como pronosticaron los sectarios hermanados con nuestra Iglesia las páginas de
internet en las que tanto esfuerzo habíamos invertido comenzaron a fallar de manera
continuada, y con la huida del informático se nos vino abajo todo el sistema. Contratamos a
otro para que arreglase el desastre pero fue incapaz de corregirlo del todo porque aquello
resultaba ya muy obsoleto para los propios programadores informáticos, que ahora se
llamaban a sí mismos nanomáticos, y no lo podían actualizar de ninguna de las maneras ya que
tanto empresas como estamentos públicos y las personas privadamente se habían cambiado
masivamente al sistema nanocomunicador, que les resultaba mucho más útil por aquellos
tiempos ya que también disponían de dispositivos de memoria que habían implementado en la
nueva generación de nanoides.
Cuando la página ya fallaba descontroladamente decidimos convocar una reunión urgente
con nuestros hermanados antes de que desapareciese del todo y el mal fuese irreversible.
Se presentaron a la reunión varios representantes españoles así como otros extranjeros de
Europa y Asia principalmente, junto con todo aquel voluntario de la Iglesia que había querido
asistir, lo que nos conmocionó a todos ya que nosotros nos agarrábamos a ellos como a un
clavo ardiendo y ellos acudían a nosotros en un último intento desesperado por no integrarse
en el SIB. Se nos presentó una avalancha de trescientas personas de repente, sin haberlo
previsto ni mucho menos. Tuvimos la suerte de que era pleno verano y empezamos a recopilar
colchonetas y a utilizar los almacenes como dormitorios improvisados, incluso el que usábamos
como oratorio.
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Le pedí a Matías que acudiera también para ayudarnos por si surgía alguna duda legal y
accedió encantado. Desde nuestra reconversión en la Iglesia de los Laborantes de Dios no le
habíamos vuelto a ver y me quedé consternado cuando lo hice. Su estado de salud se había
deteriorado mucho. Tan evidente era que nos confirmó que tenía cáncer de páncreas y que
estaba en pleno tratamiento farmacológico, aunque era evidente que no le resultaba muy
efectivo.
Nos explicó que se lo habían detectado hacía unos cinco meses y que ya se había extendido a
otros órganos porque el tipo que le carcomía era muy agresivo. También nos contó sumamente
abatido que su propio médico, totalmente contrario al SIB como él, le había pedido
encarecidamente que se inoculase los nanoides ya que la medicina convencional nada podía
hacer para luchar contra aquel ataque de la naturaleza y la nueva generación de nanoides ya
podía interactuar con los tejidos biológicos para modificarlos o deshacerse de ellos. Aquel
nuevo avance sanitario había sido un éxito mundial por la amplia gama de beneficios que traía
consigo. Él se opuso tajantemente a ello. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y se
estrellaban contra el suelo como enormes gotas salobres que reflejaban su dolorosa situación.
Laura también lloraba con él y le besaba y abrazaba, impotente ante tan cruel confesión, y Lucía
nos miraba alternativamente a cada uno, con carita asustada y sin entender la razón de nuestra
tristeza ya que la vida para ella constituía aún una fiesta de juegos y alegrías sinfín, moteada
por pequeños contratiempos fácilmente franqueados con nuestra ayuda.
Después de aquella amarga noticia fui consciente de todo lo que habíamos dejado por el
camino solamente por nuestra oposición completa a la nanotecnología. Ante situaciones tan
duras como éstas me preguntaba si nuestra obcecación sólo constituía una forma de
masoquismo y miedo encubiertos por el ideal de la libertad de elección. La realidad era que a la
mayoría de nosotros nos seguía provocando una aversión inefable el que nuestro organismo
fuese invadido por millones de minúsculos robots. A mí seguía sin convencerme la explicación
de que eran como virus, porque a los virus los había creado la madre naturaleza en su inmensa
sabiduría de millones de años de evolución y a los nanoides los había creado la mano engreída
del ser humano inmerso en su propio proceso de deificación particular.
Con aquella tristeza incrustada en el alma dimos comienzo a la reunión que se inauguró con
un ambiente general de abatimiento y cansancio por tener que superar tantas trabas como nos
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ponía la vida desde hacía unos años. Dominaba una atonía general en la que sólo se escuchaba
el sonido de mi voz que se disolvía en la explanada en la que nos reunimos ya que no teníamos
capacidad para hacerlo dentro de ningún edificio, atestados como estaban de colchonetas por
doquier.
Nuevamente me vi en el brete de explicarles a todos nuestra agónica situación que creíamos
tener controlada desde la creación del nuevo culto, pero que sólo había resultado ser un
espejismo en mitad del desierto. Todos sabían ya la razón de la reunión porque a todos nos
venían fallando todos los dispositivos informáticos y de tecnología ya anticuada que nos
empeñábamos en seguir usando.
Cuando terminé la exposición del problema, que era bien sencillo: la incapacidad de
comunicación para proseguir con nuestra labor en la finca y poder vender nuestros productos
para mantenernos y dar servicio a nuestros clientes, los asistentes comenzaron a lanzar ideas, a
cual más pintoresca.
Quedamos en claro que la comunicación tendría que ser física ya que no nos permitían
hacerlo de otro modo. Varias delegaciones españolas nos preguntaron si podían venirse a vivir
al pueblo ya que habían perdido sus trabajos por no tener acceso a los comunicadores que
todos usaban. Aquella petición me dejó meridianamente claro que ya no íbamos a trabajar para
vender productos y llevar una vida digna; si muchos de nuestros clientes se venían a vivir a la
finca y pretendían trabajar en ella, ya no tendríamos a quien vender los productos y nuestro
trabajo productivo que habíamos llevado hasta la fecha se transformaría en un trabajo de
subsistencia, ya que no tendríamos nadie a quien vender. Además tampoco tendríamos cómo
cobrar dinero por lo producido porque la mayoría de bancos se habían negado ya a trabajar con
nosotros por no usar la nanotecnología.
Aquello era una debacle. La hecatombe final. O nos poníamos el SIB o nos aislábamos
realmente del resto de los humanos, nos enrocábamos en nuestra posición y nos dedicábamos
a cultivar y producir objetos que solo nosotros consumiríamos. Sería un autoabastecimiento de
subsistencia.
Muchos trabajadores de la finca se opusieron a trabajar sin un sueldo y Matías les expuso
claramente que no existía otra opción ya que el dinero había desaparecido completamente
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para nosotros. Alguien habló de usar oro como moneda de cambio pero el problema que
teníamos era que en la vida cotidiana se usa el dinero y aunque acumulásemos grandes
cantidades del preciado metal nunca podríamos cambiarlas por dinero, con lo que nos daba
igual almacenar oro que granito.
Fue un extranjero, concretamente croata, quien nos propuso otra opción y nos alumbró con
un pequeño candil hacia una posible salida. Por supuesto tuvo que ser traducido por otra
persona ya que ninguno de los presentes conocíamos su idioma ni él el nuestro.
-Mi tío es fabricante de joyas. Utiliza grandes cantidades de oro y piedras preciosas y su
empresa funciona con nanotecnología. Aunque hoy no ha podido venir, me ha permitido que os
diga que se ofrece para lo que sea necesario, en este caso como cambista de oro si fuese
necesario.
-¿Y de qué nos sirve eso? Aunque él nos cambie el oro por dinero seguimos en las mismas,
no podremos usar el dinero individualmente ni como Iglesia de Laborantes. –Fue uno de los
nuestros el que habló, siendo contestado por otro rápidamente.
-¿Y si usamos el oro como moneda? Podemos comprar y vender con él en vez de con dinero,
cambiar el sistema de valores monetarios para nuestras comunidades, como con los antiguos
bitcoins, ¿os acordáis?
La gente hablaba debatiendo las propuestas e interrumpiéndose los unos a los otros en un
mar de ideas.
-Sí, ya, bitcoins… ¿Y qué pasaba con ellos? Pues que estaba muy bien para la vida virtual,
pero cuando uno quería comprarse un kilo de tomates en la vida real los bitcoins tenían que
transformarse en dinero.
-De eso nada, si la frutería era virtual los podías comprar con bitcoins y te los traían a casa,
que mi hermano era usuario y lo hacía a menudo.
-Vale, vale, muy bien, pero tenía un medio telemático para realizar la transacción, estaba
permitido y regulado por ley, aunque los primeros años fuesen algo caóticos enseguida
metieron mano para que la gente dejase de especular con ellos. Nuestro problema es que si
usamos el oro nunca podremos transformarlo en dinero y entonces, ¿qué hago si me quiero
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comprar una casa, por ejemplo? ¿Le pago al vendedor en oro y que él se apañe? Nadie va a
querer negociar con los parias y se aprovecharán de nuestra debilidad para poner los precios
por las nubes.
Fue Matías entonces el que tomó la palabra.
-A mí lo único que me ocurre es que os inventéis una microeconomía.
-Ya estamos inventando… -Antonio me miró con preocupación en busca de apoyo pero le
pedí silencio para que el abogado se explicase.
-Me refiero a que lo más lógico sería crear un nuevo sistema de valores comerciales basado
en el trueque o el oro. Eso sí, estaríais en todo momento fuera de la legalidad y no se podrían
formalizar documentos de compra-venta al no usar los canales habituales. Tendríais que confiar
los unos en los otros y si alguien se compra una casa firmaríais un acuerdo entre comprador y
vendedor con el precio y el pago estipulados pero nunca podréis elevarlo a documento público
ya que sería una transacción entre privados sin validez para la ley. –Se quedó callado un
momento antes de proseguir. –Seamos francos. La fractura entre los nanoportantes y nosotros
ha llegado a tal punto que el abismo que nos separa nos resulta ya insalvable. Estamos
abocados a aislarnos de la sociedad nanotecnológica y vivir por nuestra cuenta mientras nos lo
permitan. Pero no os equivoquéis, será muy complicado porque todo tendrá que empezar de
cero. Y cuando digo todo es la completa totalidad.
Los murmullos comenzaron a extenderse y los ánimos a exacerbarse porque la gente se
malhumoraba ante tanta avalancha de información negativa.
-Os pondré un ejemplo concreto para que nos entendamos. Pablo, sin ir más lejos. –Se giró
entonces a mirarme y yo abrí los ojos de par en par al sorprenderme por haber sido elegido
como el centro de atención. –Él tiene una hija con Laura pero ambos no están casados, aunque
sí que pudieron reconocer legalmente a Lucía después de muchos trámites y algún que otro
pago extra... Pues bien, ahora Pablo tiene sólo en propiedad la casa y la finca ya que, como
sabéis, el resto pasó a manos de la Iglesia de los Laborantes. Él puede hacer un testamento
privado para legarle la casa a su hija en caso de fallecimiento. Supongamos por un momento, y
Dios no permita que ocurra, que el luctuoso hecho se produce… ¿Quién asegura a la hija de
Pablo que esa casa se la quedará ella si a ese testamento no le respalda ninguna ley? –Se
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levantó una nueva ola de murmullos entre los asistentes. –Ahora cojo yo, por ejemplo, y digo:
Anda, mira qué casa más bonita, me voy a vivir a ella, y sin más me meto a vivir allí. ¿Quién me
lo iba a impedir?
-Pues yo mismo que te daría un estacazo en la cabeza. –Fue Antonio el que contestó
rápidamente seguido de una explosión de risas de todo el personal, aunque yo estaba seguro
de que lo decía de corazón.
-Vale, muy bien. Me das un estacazo. Y ahora cojo yo y te doy otro. Y coge tu mujer y se
mete también en la pelea… Y muere uno de nosotros por la violencia de la misma y entonces,
¿qué? ¿Qué haríais al respecto?
El murmullo se paró en seco y la gente se quedó expectante, mirando todos con tal
intensidad a Matías que parecían querer devorarlo.
-¿Entendéis ahora a lo que me refiero con fuera de la ley y del sistema estatal?.. Además de
este problema se os plantearía también el de la constante duda de si el propio Estado os dejaría
ad infinitum subsistir con vuestras propias normas dentro de sus fronteras. Al final terminarían
actuando contra vosotros.
-No lo creo. –Fue uno de los seguidores de la otra Iglesia el que levantó la voz y que
posteriormente me enteré de que era un expolicía. –No creo que nuestro pequeño grupo
constituya ninguna amenaza para el Estado. ¿Cuántos seremos en total, unas treinta mil
personas en España y más o menos la misma cantidad en el extranjero? Hace años, cuando
empezó el SIB sí que constituíamos un porcentaje elevado de la población por el que
preocuparse, pero a día de hoy yo creo que estamos por debajo del 1% porque la gente,
vencida por las presiones estatales durante tanto tiempo se ha ido pasando poco a poco a la
nanotecnología. El Estado no va a gastar ni tiempo ni dinero en cuatro parias locos mientras
seamos discretos y no le demos problemas.
Me vinieron a la memoria mis sospechas de que realmente constituíamos una cobaya de
estudio para el Estado, pero no dije nada al respecto para no caldear más el ambiente. Uno de
los laborantes pidió la palabra para hablar:
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-Entonces, vamos a resumir. Si queremos seguir sin el SIB y trabajando honradamente
tendremos que quedarnos fuera de las leyes españolas y además de esto tendremos que hacer
nuestras propias leyes, si nos dejan, claro. ¿Lo he entendido bien?
-Y no sólo las leyes. –Fue Matías quien esbozó el plan general. –Tendréis que crear vuestro
propio sistema de compra-venta, policía, jurisprudencia… y todos los demás servicios que se os
ocurran y que dejaréis de recibir del Estado.
-Ufff… ¡eso es muy difícil! –Otro de los presentes enfatizó lo que todos estábamos pensando
y nadie se atrevía a decir en voz alta.
Decidimos dejar en aquel punto la reunión para que los asistentes estudiasen y hablasen
entre ellos de nuestra situación y se fuesen formando una opinión al respecto acerca de las
actuaciones que podríamos llevar a cabo en un futuro. Yo también me senté con Laura a
hablarlo seriamente porque aquello sí que parecía el fin de los parias. La aventura nos había
durado once años, desde que se impuso el SIB en España.
Recordamos con amargura y alegría todos los problemas y rabietas que habíamos pasado y
todos los beneficios que nos había proporcionado al mismo tiempo que las contrariedades
sufridas, tales como el habernos enamorado y el haber tenido a Lucía.
Mientras repasábamos nuestras respectivas vivencias ella correteaba a nuestro alrededor,
despreocupada de lo que la rodeaba y sumida en sus juegos con su muñeca preferida, que le
habían hecho de trapo en la escuela de oficios.
La escuela era una de las cosas que más me preocupaba ya que realmente tenía pérdidas y
ningún beneficio económico. Pero a mí me parecía que tenía un valor inestimable por la
sabiduría práctica que atesoraba. En mi fuero interno era consciente de que, a pesar de su gran
utilidad, sería la primera en desaparecer por su elevado costo de manutención, a no ser que los
profesores quisiesen trabajar sólo a cambio de comida y alojamiento que mientras las fuerzas
nos alcanzasen no íbamos a negar a nadie.
Durante el resto del día la gente estuvo comentando nuestro problema en pequeños grupos
que intentaban encontrar una salida del barranco en el que habíamos caído.
pág. 191
Laura y yo decidimos seguir adelante sin el SIB de cualquiera de las maneras. Ya habíamos
llegado muy lejos como para echarlo todo a perder y, aunque temíamos por el futuro de
nuestra hija, también éramos conscientes de que en cualquier momento que ella desease
podría inocularse los nanoides, pero por el camino le inculcaríamos la virtud de pararse a
pensar las decisiones que tomase en la vida y a ser consecuente con ellas cuando creyese de
corazón que eran lo suficientemente buenas como para luchar por su causa.
Pasadas unas horas proseguimos con la reunión.
Yo les expliqué a todos abiertamente la postura de Laura y mía, ya que habíamos decidido
trabajar en un sistema de autosuficiencia con muchas carencias, mucho trabajo y pocas
necesidades. No pretendíamos que todos lo hiciesen, ni mucho menos, porque aquello requería
mucho sacrificio al tratarse básicamente de trabajar para comer, sin otra recompensa a cambio.
Le pregunté a Matías si al paralizar las actividades económicas y seguir obviando la
implantación del SIB, el Estado podría atacarnos quitándonos las propiedades de la finca por
algún modelo de confiscación de bienes o similar.
Me aseguró que de momento no podían ya que lo único que habían cambiado de raíz eran
todos los medios de comunicarse para aislar un poco más a los parias y forzarles a entrar en el
redil.
Aquello me tranquilizó un poco más y ya me veía subsistiendo como en la época de los
antiguos imperios, dos mil años atrás, vestido con una túnica y unas sandalias. Aquella imagen
me hizo sonreír y proporcionarme la suficiente convicción para proseguir con mi loco empeño
de tirar hacia adelante, ya que si los antiguos pudieron yo también podría. Lo único que
realmente iba a echar en falta era la inestimable medicina convencional, a la que tendríamos
que renunciar sin lugar a dudas a no ser que algún médico accediese a atendernos a cambio de
viandas y nos adquiriese él mismo los medicamentos, cosa harto difícil.
Entre los asistentes había varios médicos, pero en el futuro los que más nos ayudarían
aparte de ellos serían los sanadores no convencionales ya que debido a nuestro aislamiento
forzado, no tendríamos acceso a las medicinas modernas y habríamos de conformarnos con la
denostada medicina alternativa. Aquello era lo que más temía porque vería sufrir a los míos en
pág. 192
alguna ocasión, pasando yo también por agonías que serían fácilmente tratables por los
médicos pronanoides.
Mientras los demás expresaban su opinión acerca de las medidas a tomar yo no dejaba de
darle vueltas a una pregunta en mi cabeza: ¿Qué ganaría si me pusiese el SIB? Indudablemente
tranquilidad y ventajas sanitarias ya que en ese ámbito la nanotecnología había avanzado hasta
cotas impensables para el ser humano. Los nanoides ya habían conseguido aniquilar los
cánceres, que parecían controlar con gran efectividad, además de todo tipo de enfermedades
infecciosas o adquiridas por el ser humano moderno tales como la diabetes y el colesterol.
Durante los últimos meses los seguidores de la Iglesia de la Última Puerta nos contaban que
seguían produciéndose muertes súbitas entre los nanoportantes que aparentemente estaban
sanos. Nos habían explicado que corría por ahí una teoría conspirativa que indicaba que estas
muertes no eran aleatorias si no que estaban dirigidas y provocadas por una mano oculta que
tenía unos planes de los que nadie podía inferir su finalidad ya que, a ojos de los profanos, los
fallecidos no parecían estar unidos por ningún vínculo lógico excepto la nanotecnología. Nos
decían que eran personas que en uno u otro momento habían pedido la eliminación de los
nanoides de su organismo o habían expresado abiertamente sus dudas acerca de la intención
final de su masiva implantación.
Nos llegaron en los últimos meses tantas habladurías acerca de los nanoportantes que
querían ser parias para librarse y que habían muerto en el intento que no sabíamos qué opinión
formarnos al respecto. Lógicamente nuestro cerebro se componía argumentos alternativos que
no tuviesen como causa la propia malignidad de los dirigentes y nadie quería siquiera
plantearse el que aquellos luctuosos hechos estuviesen programados con un fin.
La reunión llegó a su fin con el anochecer pero no obtuvimos una solución plausible porque
realmente no la había. Sólo nos quedaba nuestro trabajo y afianzarnos con el tiempo en un
sistema de trueques para conseguir lo que no producíamos.
Se decidió finalmente pagar el último sueldo a todos los trabajadores y las deudas a los
proveedores que estuviesen pendientes de pago y cancelar todos los contratos y suministros
futuros. Se dio completa libertad a todos los empleados para que actuasen según su conciencia.
pág. 193
Si se quedaban a trabajar por alojamiento y comida serían bienvenidos y si querían continuar
con sus vidas por otros derroteros se les ayudaría en lo que se pudiera.
Laura y yo decidimos comprar cosas que consideramos útiles y duraderas con el dinero que
teníamos, aunque tengo que admitir que de todo lo adquirido a la carrera hubo varias cosas
que no las usamos para nada, pero las prisas por deshacernos del peculio antes de que nos
resultase inútil nos impidió poder meditar lo que estábamos haciendo.
Quedamos en un acuerdo con todos los asistentes para realizar un sistema de intercambios y
trueques que se llevaría a cabo los domingos en la finca. Nosotros expondríamos los productos
y los visitantes traerían objetos o alimentos para cambiar. Suponíamos que sería difícil
adaptarnos a este gran cambio, pero una vez que establecimos los precios de las cosas bajo la
medida del sentido común y la práctica, me pareció increíble el que no se nos hubiese ocurrido
antes aquello porque el trueque sí que consistía realmente en un libre comercio.
Los primeros mercadillos fueron un fracaso. Nadie estábamos acostumbrados al trueque y
no sabíamos negociar. Yo jamás en mis años de vida había regateado porque siempre me había
parecido que constituía una bajeza ya que daba por hecho que el vendedor se dirigía a mí con
un precio justo ya fijado. Además de que siempre te quedaba la libertad de rechazar el
producto si no se estaba de acuerdo con el precio.
Aquel primer mes venían seguidores de la Iglesia de la Última Puerta de la comarca y
provincias cercanas, pero al segundo mes consiguieron organizarse mejor y comenzaron a venir
de todo el territorio nacional ya que se turnaban para no tener que viajar siempre los mismos.
Como nosotros habíamos constituido una pequeña planta de biocarburantes con todos los
desechos de la finca, llenábamos como incentivo los depósitos de los vehículos que se
acercaban hasta allí a intercambiar productos gratuitamente.
En la finca se quedaron aproximadamente un 80% de los trabajadores que habíamos tenido
en plantilla y a pesar de que nos tocaba trabajar mucho más, en los primeros cuatro meses no
nos dio tiempo a pararnos a pensar en si aquello estaba funcionando realmente porque
solucionábamos los problemas según se nos iban presentando, con lo que teníamos una vida
frenética.
pág. 194
A veces se acercaban al mercadillo curiosos nanoportantes que venían a pasar el día y casi
nunca podían adquirir nada ya que sólo disponían de dinero, aunque alguno de ellos
encontraron en nosotros un método provechoso para deshacerse de todas cosas inútiles que
atesoraban en sus casas y que nos cambiaban por alimentos o artesanía cuando a las dos partes
implicadas en el trueque les convenía el trato.
Era curioso ver cómo las partes negociaban hasta llegar a un acuerdo, a veces hasta con
gritos cuando el humor se tornaba alterado. Tanto fue así que tuvimos que instituir la figura del
moderador, que no era nada más que uno de nosotros que deambulaba por el mercadillo
apaciguando los ánimos y ayudando en las negociaciones, disolviendo el intento de acuerdo
cuando los humos se subían por las nubes y las partes se enrocaban en sus posiciones sin
avanzar. Con el tiempo los clientes se convirtieron en bastante asiduos y nosotros aprendimos a
intercambiar para sacar provecho a nuestro trabajo.
A los seis meses de haber implantado este sistema teníamos bastantes carencias a pesar de
trabajar mucho, pero nos manteníamos a flote y aquello constituía para mí un gran orgullo
porque fue entonces cuando me convencí de que los que permanecíamos en la finca realmente
estábamos convencidos de la aversión y el peligro que constituía el SIB para nosotros y que
nadie más parecía considerar así.
pág. 195
9.
En medio de toda esta vorágine de trabajar sin parar e intercambiar el fruto de nuestros
desvelos nos llegó la fatídica noticia de que Matías había fallecido. Desde la última reunión
hacía ocho meses no le habíamos vuelto a ver aunque mantenía permanente contacto con él y
sabía del empeoramiento de su estado de salud por su propia boca y del posterior
agravamiento en el último mes en que le tuvieron que ingresar en un hospital especial para
parias por su mujer, que nos mantenía informados de la evolución de la enfermedad. A pesar
de que yo sabía que aquel empeoramiento sólo desembocaría en la muerte, me sorprendí
cuando ella nos llamó desconsolada para darnos la mala noticia e informarnos acerca del lugar
y el horario en que se le iba a dar sepultura.
Desde que se había implantado la nanotecnología era obligatorio que los nanoportantes se
incinerasen en crematorios especiales que alcanzaban unas temperaturas capaces de destruir a
los nanoides, pero como Matías era un paria podía aún enterrarse como habitualmente se
había hecho siempre.
Al día siguiente partimos hacia la ciudad Laura, Antonio, Inma y yo en el viejo coche que
había adquirido hacía unos años cuando me instalé en la finca y que un mecánico había
adaptado para que pudiese usar nuestro biodiesel. Me dio muy buenos resultados y a pesar de
que no le cuidaba mucho.
Durante el trayecto íbamos algo preocupados por si nos paraba la Policía o Guardia Civil ya
que no tenía pasada la ITV al vehículo después de haber hecho la modificación, pero se nos
pasó el miedo al hacer honor a la memoria del abogado recordando cosas sobre él. Yo les
expliqué lo mucho que me ayudó cuando falleció Ramón y todas las cosas que me explicó
acerca del SIB y de las sospechas que tenía su grupo de que la nanotecnología constituía un hito
más en el camino del control de la humanidad por parte de una élite que se creía con derecho a
mangonear las vidas ajenas.
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Reímos contando las anécdotas de los inicios de nuestra aventura y nos apenamos porque
Matías no podría ver ya el desenlace de la misma. Antonio dijo entonces una frase lapidaria que
tuve muy presente a partir de aquel día:
-Pues total, para lo que hay que ver, mejor que haya fallecido. Sólo nos esperan tiempos de
sufrimientos para los cabezotas como nosotros.
Después de aquella sentencia todos realizamos el resto del viaje en silencio, reflexionando
acerca de si era realmente cabezonería lo que nos había arrastrado hasta aquel particular
calvario.
Hacía más de un año que no me desplazaba a la ciudad y el tráfico me resultó mucho más
caótico de lo que de lo que lo recordaba. Antes de salir de la finca habíamos conseguido reunir
casi milagrosamente algo de dinero en billetes por si nos era necesario pagar algo, aunque muy
bien sabíamos que los billetes y monedas ya casi habían desaparecido de la circulación. El
primer problema lo tuvimos en el peaje de acceso a la urbe.
Todos los vehículos cruzaban por él despreocupadamente porque los nanoides se
encargaban de realizar la transacción oportuna de pago y emitían una señal a las barreras para
que se abriesen cuando ésta se había realizado, durando toda la operación apenas dos
segundos. Los conductores no eran conscientes siquiera de ella, imbuidos en sus propios
pensamientos o conversaciones con el copiloto mientras la operación se llevaba a cabo. Tuve
que reconocer que aquello era muy ágil y cómodo.
Cuando nos tocó el turno nos quedamos atrancados en la barrera. El ordenador encargado
de la operación no detectaba el SIB y para él era como si allí no hubiese nadie parado.
Todos los ocupantes del coche nos mirábamos azorados sin saber qué hacer porque por más que
inspeccionábamos el aparato en busca de una ranura por la que introducir el dinero del peaje no
encontrábamos nada parecido. Los otros vehículos se impacientaron y empezaron a pitar al tiempo
que se formaba una cola considerable en nuestro carril. Finalmente el conductor de atrás, harto de
tanto esperar se bajó de su coche y preguntó qué ocurría. Yo iba a decir que no encontrábamos la
ranura para el dinero pero Antonio estuvo más avispado que yo:
-Pues no sabemos, la verdad, nunca nos había pasado… Yo creo que se ha roto. No nos
detecta.
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-Jo, ¿otra vez se ha estropeado?.. –La cara de contrariedad del hombre era un poema,
poniendo los ojos en blanco y bufando a la vez que manoteaba al aire para liberar algo de su
frustración. –Esto siempre está igual, siempre se rompe… ¡Y con la prisa que tengo hoy!
Nosotros no nos habíamos bajado del coche y observábamos sorprendidos la evolución del
hombre que cada vez estaba más enfadado. En una de sus idas y venidas se acercó lo suficiente
a la barrera como para que sus nanoides la activasen y se abrió. Ni corto ni perezoso aceleré el
coche para cruzar diciéndole por la ventanilla:
-¡Anda, que bien, ya se ha arreglado!
Mientras nos alejábamos le vimos subirse a su vehículo y quedarse atrapado tras la barrera,
esperando su turno.
Fue Laura la que rompió a reír después del susto y no podía parar de hacerlo, hablando
como podía entre carcajada y carcajada:
-Vaya una espantada que hemos dado… como delincuentes… igualito… igualito… parece que
hemos robado algo… Y Antonio, vaya una salida que has tenido… ¡Pobre hombre, qué cabreo!...
¿Y si ahora no puede pasar? ¿Os imagináis?
Todos nos reímos por la situación y al mismo tiempo nos preocupamos por lo que estaba por
venir, ya que suponíamos que no tendríamos tanta suerte la próxima vez.
Una vez dentro de la ciudad conseguimos llegar al pequeño cementerio que se encontraba
en un elitista barrio de la ciudad y al que conseguimos llegar gracias a un plano de papel que yo
conservaba desde hacía años.
Nos resultó muy curioso observar a los nanoportantes con su ajetreada vida urbana, yendo y
viniendo, enfrascados en sus asuntos y atendiendo a intercomunicaciones mientras lo hacían.
Lo que antes significaba ver a las personas andando por la calle a la vez que hablaban por los ya
desaparecidos móviles, ahora se había transformado en las mismas personas pero que
hablaban solas por la calle. Si esto mismo lo hubiese visto yo cuando era niño sin dudarlo habría
pensado que se trataba de locos. Pero ahora a nadie parecía llamarles la atención y todos
hablaban sin parar, como cotorras atareadas al mismo tiempo que hacían otras cosas. Fue
Inmaculada la que se dio cuenta de que muy pocos establecían conversaciones entre ellos
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aunque fuesen juntos, y si lo hacían eran fragmentadas por las intercomunicaciones que los
nanoides les presentaban constantemente y a las que nadie parecía querer renunciar. Nos daba
la impresión de que ellos tenían prioridad o algún tipo de poder de convicción sobre la voluntad
humana de los nanoportantes.
Vimos también a muchas personas manipular sus esferas que llevaban colgadas al cuello a
modo de adornado colgante del que pendía un decorado soporte en el que la introducían.
Parecía ser aquél un accesorio muy a la moda y todos los adolescentes y los niños los llevaban
sin excepción. La única discordancia que notamos fue que cuanto más avanzada era la edad de
los ciudadanos menos llevaban la dichosa esfera y se comportaban como se ha hecho toda la
vida, hablando directamente a la cara.
Posteriormente nos explicó la mujer de Matías que habían logrado hacer otro tipo de
nanoides de nueva generación mucho más completos e invasores para tu cerebro que llevaban
implementado desde hacía tres años, además de haber actualizado el software de toda aquella
persona que lo solicitó. Lógicamente las personas mayores no quisieron meterse en tanto
berenjenal porque en su casi totalidad se habían puesto el SIB para optar a una mejor salud y
calidad de vida y no les interesaban en absoluto las otras novedades tecnológicas que podían
ofrecerles. Por eso la ecuación era inversamente proporcional: A mayor edad del sujeto, menos
interés por los nanoides y menor grado de adaptación a ellos. Convivían con la nanotecnología
porque no les quedaba otra.
Cuando llegamos al cementerio nos estaba esperando uno de los hijos de Matías, al que
notamos muy consternado pero de una manera completamente distante que nos chocó. Habló
con el hombre que se ocupaba de la entrada de vehículos y le indicó que se trataba de los
parias que iban a asistir al funeral. Nunca ha podido borrarse de mi memoria el gesto de asco
supremo que aquel empleado hizo al enterarse súbitamente de que estaba ante cuatro
personas que no tenían el SIB. Me parecía increíble lo que había cambiado la gente en tan
pocos años y lo realmente efectiva que había sido la publicidad negativa que el Estado se había
encargado de difundir en contra nuestra. Estábamos absolutamente excluidos de la sociedad.
Aparcamos el coche donde nos indicaron y seguimos al hijo después de haberle dado todos
el pésame.
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Aquél era un cementerio muy bonito, pequeño y muy bien conservado, con tumbas y
panteones de muy buena calidad con figuras de ángeles y crucifijos que llamaban a la
meditación sobre la muerte.
Cuando llegamos a la Iglesia me llamó la atención la poca gente que estábamos allí, apenas
unas treinta personas. Los familiares de Matías estaban en primera fila y nosotros nos
sentamos discretamente en los últimos bancos. No pudimos verle por última vez porque el
ataúd estaba cerrado debido a que la enfermedad le había desmejorado tanto que se había
quedado consumido y prefirieron que la gente no se quedase con aquella última mala imagen
suya, según nos explicó un hermano del finado.
Al terminar la ceremonia le dimos el pésame a su mujer que lloraba abrazada a su hija, quien
también me pareció algo distante. En aquel momento lo achaqué al tremendo dolor que debían
estar soportando por tan grave pérdida.
De camino a la tumba seguimos a la escasa comitiva para dar a Matías el descanso eterno.
Durante el corto trayecto pudimos apreciar que bastantes de los asistentes no estaban
concentrados en el sepelio y cuchicheaban por lo bajo. La situación era algo dantesca ya que
parecía un funeral en el que la mayoría de los asistentes eran personas con poca educación o
locos que parloteaban al aire hablando consigo mismos. Pudimos constatar también que los
más mayores en edad del grupo realmente sí estaban plenamente concentrados en aquel
entierro y no se apreciaba aquella extraña desconexión de la vida real que se podía constatar
en los otros.
Mientras duró la bajada del féretro y la colocación de la lápida con los datos del abogado, la
gente no dejó de cuchichear consigo misma, y los que no lo hacían miraban al infinito con las
pupilas dilatadas mirando algo que no estaba allí porque en realidad el cerebro estaba ocupado
en suministrarles imágenes de otros lugares distantes.
Por supuesto aquellos idos eran los nanoporantes. Después del funeral la mujer de Matías
nos explicó que desde la última actualización en que instalaron los contactores La gente estaba
distante y no atendía a la realidad como antaño porque los nanoides bombardeaban su cerebro
constantemente con imágenes, y sonidos y sensaciones de intercomunicaciones lejanas,
dispersando su atención entre la realidad física que el sujeto estaba viviendo y la realidad
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creada por ellos desde otros lugares distantes. También nos dijo que sus dos hijos se habían
puesto voluntariamente el SIB a pesar de la total oposición de sus padres y que cada día que
pasaba el distanciamiento era mayor porque la gente que no lo tenía no entendía el modo de
trabajar de los cerebros nanoportantes con aquella concentración tan dispersa.
Algunos psicólogos y neurólogos argumentaban que aquello era mucho mejor para
aumentar las capacidades cerebrales y los menos publicaban tímidamente que era todo lo
contrario y que la evolución cerebral no había preparado a este órgano para aquel estrés
cognitivo.
Nos sentimos profundamente apenados por aquella amable mujer que, a pesar de tener dos
hijos, se encontraba totalmente sola después del fallecimiento de su marido. Cuando nos
despedimos de los hijos y en última instancia de ella, nos dijo mirándoles con los ojos arrobados
por el amor de madre y a la vez entristecidos al hablar de ellos mientras ambos tenían su
mirada estática en un punto indefinido y soltaban monosílabos al aire entrecortadamente como
si contestasen a alguien:
-Yo creo que esto ha sido lo que ha matado a mi Matías de pena tan rápidamente… El ver a
sus hijos así.
A la madre se le caían las lágrimas por el sufrimiento ante tan gran pérdida y por el negro
futuro que se le cernía con sus dos vástagos con los que no podía comunicarse porque no
entendía ni sabía cómo hacerlo.
-Esto es como una enfermedad… Supongo que con el tiempo me acostumbraré a tratar con
ellos así… -Hipaba de vez en cuando por el sofoco que le producía el pensar en enfrentarse a
ello. –Pero es que miradlos… -Los cinco les observábamos y ellos ni se enteraban, o si lo hacían
no daban muestras de prestarnos la más mínima atención. –Fijaos en ellos… Están perdidos,
son incapaces de conectar con la realidad. Se han creado un mundo duplicado en el que no son
capaces de atender ni a uno ni a otro.
-¿Y no pueden anular esa función de los nanoides cuando no la necesitan? –Fue Laura la que
preguntó.
-¡Qué va! Intentaron hacerlo después de tres meses de sufrimiento porque no conseguían
adaptarse. Su padre también intentó ayudarles por medio de sus amigos, pero nada,
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¡imposible! Así que lo único que ha pasado es que al final han terminado acostumbrándose,
como todo el mundo, y ya no quieren ni oír hablar de dar marcha atrás a “este avance”, como
ellos dicen.
Cuando le oí mentar a los “amigos” de Matías me acordé del grupo y arriesgándome a
cometer una indiscreción la aparté disimuladamente de sus hijos, llevándomela del brazo con la
excusa de un paseo para animarla algo hasta que consideré que nos habíamos alejado a una
distancia prudencial de los nanoides. Entonces le pregunté directamente:
-¿Qué sabes de los amigos del grupo de Matías? ¿Siguen en activo luchando contra esta
plaga?
-¿El grupo? –Parpadeó un par de veces sorprendida antes de continuar. -¿Tú sabes del
grupo?
-Nunca he tenido contacto con ellos, pero tengo referencias de su existencia y sus trabajos
por medio de Ramón y Matías, que en paz descansen.
-¡Ah! Sí es verdad… Ramón. Pobrecito, qué mala forma de morir… Pues yo no tengo mucho
contacto con ellos, sólo conozco a uno del que Matías era realmente amigo íntimo y tenía plena
confianza en él. –Se giró sobre sus talones buscando a los asistentes que aún merodeaban
cerca. –Mira, ¿ves aquel grupo de cuatro hombres más o menos de mi edad? –Asentí. –Pues el
que lleva la corbata verde se llama Lope, y de los otros tres, uno es el hermano de Matías y los
otros dos mis hermanos, pero sólo Lope es del grupo. ¿Para qué quieres contactar con ellos?
-Te seré franco, Marta. –Era así como se llamaba la mujer. –Lo estamos pasando muy mal en
la finca, no sé si Matías te comentó algo al respecto.
-Sí, sí, me tenía al día de vuestros avances y sé que cada vez es peor para todos nosotros…
-Bueno, ¡qué te voy a contar a ti que ya no sepas! Pues lo cierto es que no me había vuelto a
acordar de ellos hasta que los has mencionado, y se me ha ocurrido que quizás puedan
echarnos una mano de algún modo.
-Pues no sé, Pablo… Si te digo la verdad son gente rara… Mi propio marido tenía
últimamente muchas dudas sobre ellos porque desde que pasó lo de Ramón sabía que seguían
teniendo un topo dentro y ya no se fiaba de nadie.
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-¿Y de Lope? –Pregunté dirigiendo mi mirada a él mientras observaba sus reposados
ademanes.
-Sí, de él sí. Era amigo íntimo igual que Ramón. Estaban juntos en esto desde que eran unos
chavales, recién salidos de la universidad.
-¿Tú crees que yo también puedo confiar en él?.. –Bajé la vista y le dije en tono lastimero. –
Es que nuestra situación es ya crítica, nos hemos quedado completamente solos y ahora que
Matías ha fallecido, además de perder a uno de mis más queridos amigos he perdido a un
eficiente consejero. ¡Siempre tenía una solución para nosotros! –Aquella última aseveración la
dije mirándola a la cara y con los ojos brillantes por las lágrimas que pugnaban por salir y a las
que yo intentaba controlar con desesperación.
-¡Pobrecitos!.. –Marta me acarició en la mejilla con un gesto tan maternal de conmiseración
y protección que finalmente no pude evitar que las lágrimas cayeran en desbandada por mi
rostro. –No te preocupes, hijo. Yo te voy a presentar a Lope y le voy a pedir personalmente que
cuide de ti… -Entonces miró a Laura y los otros que nos esperaban junto con sus hijos
intentando mantener una conversación con ellos. –Que cuide de vosotros. Y de nosotros
también.
Me cogió del brazo y se encaminó paseando hasta el grupo de hombres que suspendió su
conversación cuando llegamos. Uno de sus hermanos la abrazó tiernamente y le dio un beso en
la frente.
-Vengo a presentaros a Pablo. Es el propietario de la finca a la que Matías llevaba los
papeles. –Me los fue presentando uno a uno hasta que llegamos a Lope que lo dejó para el
último. –Pablo, éste es Lope, un gran amigo de mi marido.
Nos estrechamos las manos en señal de aceptación mutua, y él dijo:
-¡Ah, Pablo! Vaya, por fin te conozco. Ramón no dejaba de hablar de ti y últimamente
Matías también. Eres la resistencia personalizada.
-Pues no tenía ni idea de que sabías de mí…
-Sí, sí, yo y más gente… -Pronunció la última palabra en un tono sospechosamente
intrigante. Marta le interrumpió.
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-De eso quería yo hablarte, Lope. Por eso mismo que hay más gente interesada en él, –y le
guiñó un ojo - ¿me harías el favor de ocuparte de él ahora que Matías ya no está? El pobrecito
lo está pasando un poco mal. Él y su gente.
En aquel instante Lope se quedó mirándome tan fijamente y se hizo un silencio tan intenso
que creí que se había paralizado el tiempo en aquel preciso momento. Yo le mantuve la mirada,
a la expectativa de su contestación porque su rostro no dejaba traslucir ni una sola emoción
que me diera algún indicio de lo que pasaba por su cabeza. Después de unos eternos segundos
parpadeó, sonrió y miró de nuevo a Marta diciéndole muy jovialmente:
-Pues claro que sí, guapa, por ti y por Matías sabes que haría lo que fuera.
Le di las gracias y le pregunté cuándo podríamos hablar con más calma. Él me apuntó sin
decir absolutamente nada en un papel con un ornamentado boli, que me reconcordó al que
llevaba siempre encima Matías para distorsionar las señales de los nanoides, el nombre de un
restaurante con su dirección y una hora para comer allí aquel mismo día, y me guiñó un ojo al
dármelo, sonriendo también levemente al hacerlo.
-Es un sitio muy turístico, os gustará mucho. Tienen unos platos de cocina tradicional
española exquisitos.
-Gracias por el consejo, no dejaremos de pasarnos por allí otra vez que vengamos a la
ciudad. –Yo también sonreí, cómplice.
Salimos del cementerio y les comenté a mis acompañantes la novedad, pero no les expliqué
nada del grupo porque Antonio e Inmaculada no estaban al día de las curiosas asociaciones de
los dos fallecidos por lo que solamente les indiqué que era un amigo del abogado sin el SIB el
que iba a ayudarnos.
Como sólo faltaban un par de horas para la cita y no sabíamos muy bien movernos por la
ciudad con coche ya que yo toda mi vida lo había hecho subterráneamente, en el metro,
decidimos irnos directamente hacia el restaurante y esperar por los alrededores. Llegamos con
bastante tiempo de antelación y conseguimos aparcar el coche rápidamente por lo que
decidimos darnos un paseo para comprobar cómo se desenvolvían los nanoportantes.
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Aparte de la sensación de su ausencia del mundo real que nos producían cuando
andábamos a su lado, nos llamó también la atención la fluidez con la que la gente entraba y
salía de los sitios ya que se habían terminado los antiguos trámites de pagar cuando consumías
algo o de validar el ticket cuando cogías algún transporte público, por ejemplo.
Entramos por curiosidad a una gran tienda de ropa y al hacerlo un detector que estaba en la
entrada pitó cuando traspasábamos las puertas. En seguida se acercó un guarda de seguridad y
nos miró extrañado, observando con detenimiento el suelo a nuestro alrededor al tiempo que
nos preguntaba:
-¿Les acompaña a ustedes algún animal de compañía ahora mismo?
Y no dejaba de rebuscar con la mirada entre nuestros pies, sin hacer el más mínimo caso a
nuestras caras de estupefacción suprema.
-¿Algún animal? –Preguntó Inmaculada sin entender aún la pregunta que nos había hecho.
-Sí, claro. Ha saltado la alarma de mascotas.
-No, no llevamos ningún animal. ¿Por qué ha saltado entonces la alarma?
-No sé… Quizás ha fallado. Salgan y vuelvan a entrar.
Los cuatro salimos obedientes y volvimos a cruzar las puertas con idéntico resultado. En ese
instante se acercó hasta nosotros una dependienta del establecimiento y le preguntó al guarda:
-¿Qué pasa, Víctor?
-Pues no sé, este cacharro no deja de pitar cuando pasan, y no llevan mascotas con ellos. –
Probó entonces con la dependienta. –Anda, sal y entra tú.
Así lo hizo la chica y el aparato permaneció inmutable, sin emitir el más mínimo atisbo de
sonido alguno.
-Pues no lo entiendo… -La chica sonreía sin cesar y nos miraba a todos, intentando
amablemente colaborar en la solución del problema. –Estos trastos a veces se rompen. –Decía
con su espléndida sonrisa enmarcada en su rostro.
De nuevo nos hicieron salir y entrar con el bramido del detector como resultado.
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-A no ser que… -Fue entonces cuando al guarda se le iluminó el cerebro. –ustedes… ustedes
sean unos…
-Parias. –Fue Laura la que ayudó a terminar la frase al guarda ya que sabíamos todos que
aquella palabra se había convertido en un insulto bastante peyorativo.
-Sí… eso…
En aquel instante se cristalizó la espléndida sonrisa en el rostro de la chica y se transformó
en un rictus de asco que no pudo evitar, retrocediendo dos pasos al tiempo que tocaba su
esfera para intercomunicarse con sus superiores y dar parte de la incidencia. Pero la actitud de
su compañero fue más resolutiva y nos echó un cable.
-No se preocupen, no pasa nada. Miren, voy a hacerles unos pases para ustedes, por si
tienen problemas en otros departamentos de la tienda. ¿Tienen algún documento
acreditativo?
Todos llevábamos siempre nuestro obsoleto DNI que, aunque caducado hacía años por la
imposibilidad de renovarlo, nos era de ayuda en estas situaciones porque seguíamos
apareciendo en las antiguas bases de datos como ciudadanos españoles. Se los dimos y los
pasó por una máquina que le devolvió una especie de las antiguas tarjetas de crédito pero sin
ningún distintivo, salvo el logotipo de la marca de la tienda. Mientras hacía la operación nos
comentó:
-Usamos esta impresora de pases cuando se nos estropea el detector. –Nos devolvió a cada
uno nuestro DNI junto con la tarjeta correspondiente. Entonces le dije:
-Sentimos haberle causado molestias. –Y miré a la chica que seguía hablándole al aire,
completamente pálida. Me pareció que le dábamos miedo. –Parece que su compañera se ha
asustado algo.
-¿Quién, Marina? ¡Bah! Ni caso. Ella no tiene ningún familiar limpio y es muy joven, casi no
se acuerda de cuando no existía la nanotecnología. Pero yo sí, perfectamente. Y además mi
abuelo nunca ha querido ponérselo y sé por eso las dificultades que ustedes, los limpios, tienen
por ello. A mí no me gusta usar la otra palabra… Me parece fea.
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-Pues le agradecemos mucho su ayuda. Hacía mucho tiempo que no veníamos a la ciudad, y
las cosas han cambiado muchísimo. Estamos completamente sorprendidos ante tantas
novedades.
-Ya me imagino. Ustedes no se preocupen que con esos pases pueden recorrer
tranquilamente la tienda. Y si tienen algún problema, pregunten por mí. –Dijo esto último
mientras se señalaba una pequeña plaquita de identificación con su nombre impreso en ella
que llevaba en la solapa de la chaqueta.
-Así lo haremos, muchas gracias.
Nos despedimos cordialmente de aquel amable hombre y paseamos despreocupados por la
tienda, mirando distraídamente la ropa para hacer tiempo hasta la hora de la comida.
Las chicas apreciaron al instante el desfase de nuestras prendas de vestir con la moda que
se exhibía allí. En comparación nuestras ropas eran completamente anacrónicas, como de una
era ya pasada y añeja. Además, al ser la mayoría de ellas hechas a mano o de hacía muchos
años, desgastadas y recompuestas, tenían un aire retrógrado que no nos ayudaba mucho en
aquellas circunstancias y en lo que yo no había reparado en absoluto y Antonio tampoco.
Había un apartado muy curioso de ropa tecnológica que estaba muy de actualidad por lo
que veíamos en la gente y que se había diseñado para ser completamente funcional a los
nanoides. Se trataba de estampados que las personas programaban con sus esferas y los
nanoides extrapolaban al tejido. Era ciertamente asombroso y en aquel rincón de la tienda nos
parecía encontrarnos inmersos en el futuro, como catapultados a otra era.
No volvimos a tener ningún problema durante nuestro paseo por el local y, por supuesto,
no se nos ocurrió ni tan siquiera intentar comprar nada, después del jaleo que habíamos
montado en la entrada.
Cuando llegó la hora de la comida nos dirigimos directamente al restaurante y esperamos
en la entrada la llegada de Lope. Hizo gala de una puntualidad británica y apareció con un
semblante serio y con el mismo traje que había llevado en el funeral. Antes de entrar hice las
pertinentes presentaciones y franqueamos la puerta del local.
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Era obvio que Lope era un habitual allí porque iba saludando a diestro y siniestro según
avanzábamos. Nos llevaron a una estancia que permanecía apartada y solitaria en el fondo y
sólo comunicada con el resto por una cancela que me recordó a la teoría de la jaula
electromagnética que me explicó Matías hacía años, el día que me comunicaron la muerte de
Ramón.
Nos dieron mesa y nos acomodamos tranquilamente. Lo primero que hizo Lope fue sacar su
bolígrafo de la chaqueta y colocarlo encima de la mesa, diciendo:
-Perdonad que tome precauciones, nunca se sabe.
Inmaculada le miró con cara de no entender nada y después de investigar el menú y pedir
los platos, prosiguió con su explicación:
-Bueno, aquí podemos hablar con libertad. Decidme en qué puedo ayudaros. Marta me ha
puesto al día acerca de la situación en la que os encontráis y he seguido vuestras evoluciones
por lo que Matías me iba contando.
-Lo cierto es que no sé ni por dónde empezar. Todos callaban y nos observaban con
asombro mientras hablábamos. –Parece que vamos tirando con el mercadillo, pero la verdad es
que cada vez vivimos más precariamente porque sin posibilidad de usar el dinero no podemos
negociar, y nuestros mayores clientes que son los creyentes de la Iglesia de la Última Puerta del
Cielo, cada vez tienen más dificultades para llegar hasta nosotros, y además ya no tienen con
qué negociar porque han ido intercambiando todo lo que había en sus casas hasta dejarlas con
lo imprescindible. Y nosotros mismos no podemos adquirir productos manufacturados que nos
son necesarios. Nos estamos retrotrayendo a la Edad Media… -Las chicas y Antonio asentían a
todo lo que decía y Lope me escuchaba atentamente. –Yo puedo soportarlo porque me crié
espartadamente, en la ausencia de todo aquello que al resto les parecían imprescindibles. Sé
sobrevivir con poca cosa, pero mis compañeros no están acostumbrados a esta escasez y
algunos no tienen tanto espíritu de sacrificio ya que se han criado en la sociedad del
consumismo loco, y aunque en estos años no nos ha quedado otra que moderarlo por nuestra
condición de parias, lo cierto es que aunque me empeñe en dármelas de anacoreta, no puedo
vivir como tal en la sociedad actual. Y aunque pudiera, ¿cuánto tiempo consideras que el
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Estado va a obviarnos? ¿De qué nos servirá tanto sacrificio si al final vamos a ser las víctimas en
una caza de brujas?
Lope se quedó callado, mirándome intensamente. Parecía dar vueltas a su cabeza,
barajando las distintas opciones. Después de unos pocos segundos parpadeó un par de veces y
me contestó muy serio.
-Es complicada la situación, no te voy a mentir, Pablo. No os voy a mentir. –Recalcó al
tiempo que nos miraba uno por uno a todos los comensales. –Es complicada. Sin duda puedo
ayudaros en el mismo aspecto que os ayudó Ramón, a que el Estado siga considerándoos como
una excepción a la que estudiar.
-¿Cómo que estudiar?.. ¿Es que nos están estudiando? –La cuchara de Antonio se quedó a
medio camino entre su boca y el plato por la sorpresa.
-¿No lo sabíais? –Me miró de nuevo.
-Yo me lo sospechaba. Me parecía a veces que debíamos ser como una especie de conejillo
de indias.
-Más o menos… Hace años, cuando nos enteramos de que la nanotecnología iba a asaltar
nuestras vidas y de lo que iba a suponer esto, comenzamos a trazar estrategias para luchar
contra ello. Muchas de ellas han fallado estrepitosamente porque el enemigo es poderoso,
pero precisamente la estrategia puesta en marcha por Ramón fue una de las mejores y la que
más está perdurando. Él conocía a ciertas personas sobre las que tenía algo de influencia
además de un par de infiltrados durmientes que había por aquella época en los más altos
órganos estatales. Ramón, tras varias reuniones y mucho trabajo preparando el modo de
acción, llegó a convencer a las personas adecuadas de que deberían permitir que un sector de
la población se quedase libre de nanoides, primero por si algo salía mal con ellos, y segundo
para hacer un estudio sociológico de su involución y tomar datos de sus razones para oponerse
a la nanotecnología y cómo sobrevivirían sin ella, teniendo en cuenta que ya habían acordado
implantarla a nivel mundial.
-Pero, ¿quiénes? –Laura había interrumpido a Lope porque su sorpresa e indignación iban
en aumento según éste nos explicaba el porqué de nuestro peculiar olvido nanotecnológico.
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Lope sonrió mediante una mueca amarga y dijo con cierto deje irónico:
-¿Quiénes?.. Ni idea. Ellos están tan por encima de nosotros como mi pie lo está por encima
de una cucaracha a la que puedo pisar impunemente. Así es como nos consideran, como a
cucarachas. Sería muy largo de explicar aquí y ahora, pero os bastará con saber que el poder
que gobierna el mundo está por encima de las multinacionales, las religiones y por supuesto los
Estados.
A Inmaculada se le escapó una mueca de incredulidad antes sus palabras, por lo que él
continuó ahondando algo más.
-Ya sé que es más cómodo no pensar en ello, obviarlo y seguir con nuestras miserables
vidas de cucarachas anónimas. Yo también estuve tentado de joven a hacer lo mismo, aunque
por mi madre, quien ya pertenecía al grupo, sabía de estas cosas, las consideraba tan
superiores a nuestras pobres individualidades que no quise entrar en ese combate y decidí
abandonarme a una vida fácil. Pero cuando mi madre falleció siendo yo todavía joven me
convencí de que era necesario hacerlo, en parte por honrar y seguir con su legado y memoria y
en parte porque anhelaba tener algo de capacidad de control y decisión sobre mi vida. Me
gustaría pensar que algo he conseguido después de tantos años de trabajo.
-Bueno, nosotros mal que bien seguimos aquí, nadando contracorriente. Desde luego el
grupo ha conseguido ganar algunas batallas, eso está claro.
-Me alegra que pienses así. De todas formas, vamos a dejar de andarnos por las ramas y
profundicemos en vuestro problema. Como os decía, Ramón consiguió crear aquel limbo en el
que ahora vivís, pero era consciente de que por su edad, no iba a poder hacer frente a la lucha
como ésta se merecía. Estuvimos buscando entre la gente del propio grupo a alguien joven que
fuese un candidato óptimo para el puesto. Cuando nuestras sospechas acerca de un topo se
convirtieron en certezas, detuvimos la búsqueda dentro. Cinco amigos decidimos seguir por
nuestra cuenta para aprovechar el gran avance que Ramón había conseguido en el pueblo
donde tenéis la finca y, a espaldas del grupo, continuamos buscando al candidato idóneo. Cada
uno buscamos y propusimos a una persona, deliberando después acerca de ellos hasta que los
cinco, por unanimidad, te elegimos a ti.
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Entonces me miró. Mi cara debió representar perfectamente mi completa estupefacción
porque ni por el más lejano asomo me podía imaginar que buena parte de mi vida hubiese
estado preparada y guiada por un grupo de hombres de los que sólo conocía a uno de ellos y
fugazmente. En aquel instante y con aquel descubrimiento recién hecho no supe si lo lógico era
enfadarme por semejante intromisión en mi vida o ignorarlo porque no me lo esperaba en
absoluto, por lo que opté por no mostrar ningún enfado ya que no me serviría de nada a esas
alturas de la película. Como me quedé mudo ante tamaña sorpresa fue Laura la que habló por
mí.
-¿A él? ¿Por qué a él?
En aquel instante todos me miraban atentamente, como si yo fuese algo así como la mujer
barbuda de un circo que asombra a pequeños y mayores.
-Si te digo la verdad, Laura, fue casi por casualidad. Ramón ya le había conocido en el bar
donde trabajaba de camarero y que el grupo usaba como pulsímetro social. Aquél en concreto
estaba asignado a Ramón y a… -Una mueca de asco interrumpió su frase en seco. Fui yo quien
la terminó.
-A la traidora y cobarde comadreja, Félix.
-Sí, a ese sujeto. Ellos iban a diario si les era posible y observaban las reacciones de la gente
a pie de calle. Cuando empezaste a trabajar allí y te conocieron, te estuvieron probando
durante un tiempo, dándote pequeñas perlas de información y algunos datos que
manejábamos para ver cuál era tu reacción, con la intención final de incorporarte a nuestro
grupo si te consideraban apto por tu inteligencia, tu carácter, tu espiritualidad, capacidad de
trabajo y un largo etcétera que tenemos en cuenta a la hora de elegir a alguien.
-¿En serio que me estuvisteis estudiando? ¿Y qué tenía yo de peculiar que no tuviese otro?
-Fácil. Ante todo y teniendo en cuenta la que se nos avecinaba con los nanoides, eras, y
eres, cabezota, tenaz, resistente, trabajador, espartano y además tienes don de gentes. Se te
da bien manejar a las masas y convencerlas con argumentos lógicos y viables de que hagan lo
que tú les indicas. Cuando te propones un objetivo lo alcanzas siempre finalmente y con un
empeño que he visto en pocas personas y lo mejor, lo consigues siempre de buenas maneras,
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con probidad. Nunca hemos tenido noticia de que hayas conseguido lo que te propusiste con
malas artes. Eres ante todo una persona recta y justa.
Enarqué las cejas, y no pudiendo contener mi nuevo asombro, pregunté:
-¿Ése soy yo?
Laura se sonreía y me observaba con ojos llenos de orgullo, brillantes por lágrimas de
emoción retenidas a duras penas y asentía con vehemencia, completamente de acuerdo con la
descripción que Lope había hecho de mí. Yo no estaba tan de acuerdo, exceptuando la parte de
la cabezonería que consideraba totalmente acertada. Pero lo cierto es que nosotros mismos
jamás tenemos el mismo concepto que los demás tienen acerca nuestro. Todos rieron cuando
hice la pregunta y Antonio, que se había sentado a mi lado, me dio un par de recias palmadas
en la espalda, muy en su estilo, a la vez que contestaba riendo:
-¡Pues claro que sí, hombre! Pero lo que no ha dicho Don Lope por delicadeza contigo, digo
yo, es que no eres cabezota, eres totalmente un cabezón.
Todos reímos su apunte y yo con más ganas que nadie porque él me lo decía muy a
menudo: “Mira que eres cabezón, Pablo.” Entonces Lope siguió con su explicación:
-Ya ves. Te tenemos calado… -Nuevas risas de todos estallaron en la estancia de la que
éramos los únicos ocupantes, a petición del propio Lope. –Dejemos aparte las bromas. Sigo
contando la historia. Todo se precipitó con la sospecha del topo, tal y como te he dicho.
Cuando los cinco deliberamos acerca de ti, decidimos elegirte como cabeza de la lucha más
dura que estaba por llegar. Ramón lo arregló todo para que fueses su heredero ya que él no
tenía familia alguna y quería dotarte de recursos para que no partieses de cero. Pero con su
repentino y aciago asesinato, no pudo explicarte nada, aunque me dijo que había estado
recopilando en casa el plan de acción que debías seguir. –Me acordé entonces de los libros de
su piso pero no comenté nada por precaución, y esperaba que los otros respetasen mi silencio
ya que sabían que algo tramaba con ellos y, aunque abandonados desde hacía unos años, no
me los había quitado de la mente. Era mi asignatura pendiente ya que seguía confiando
plenamente en que Ramón me quiso decir algo importante a través de ellos.
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Como en realidad no conocía a aquel hombre y yo había solicitado su ayuda a la
desesperada, no quise ser descortés con él, pero tampoco le quise contar toda la verdad, por lo
que le contesté con cautela:
-Ufff… Pues mal apañados vamos si el plan de nuestra solución estaba en su casa porque ya
vendí todas las cosas del piso, piso incluido, y el resto de propiedades, excepto la finca. Me he
quedado sólo con un par de recuerdos suyos. –Laura me miraba con una nota interrogante
pintada en sus ojos que pude advertir perfectamente pero no dijo una sola palabra al respecto
para desmentirme. –Ya sabes que tuvimos el problema de las ventas en la finca y nos
reconvertimos a credo religioso por indicación de Matías, para que el Estado tuviese menos
probabilidades de meternos mano. Fue entonces cuando vendí todo y lo invertí en la finca y en
el pueblo. Bueno, todo no, también me quedé con una casa en el norte, por no jugármela a una
sola carta.
Yo ya sabía que él dispondría de aquella información, pero era lo único que podía decir al
respecto hasta conocerle más y poder confiar en él.
-Sí, de eso ya me habló Matías. Lo que no sabía era el desenlace después de que
definitivamente prohibiesen mediante ley toda transacción económica sin el SIB. Ese sí ha sido
un buen golpe de efecto. Contra eso es muy difícil luchar…
Apoyó su barbilla en la palma de la mano mientras pensaba en silencio con gesto de
abatimiento.
-Es por eso que le pedí a Marta que nos presentase, para ver si podías echarnos una mano.
Con el mercadillo no nos va mal del todo, lo tenemos ya bastante controlado, pero me
preocupan los parias que viven dispersos por toda la geografía española y que ya no tienen
forma de subsistir porque no pueden conseguir dinero ya que no les dan trabajo. Viven
prácticamente de donativos y de las ayudas de sus familiares y me han empezado a suplicar
que les permita venirse a vivir a la finca porque por lo menos allí pueden trabajar a cambio de
alojamiento y comida. ¡A esto hemos llegado, Lope, a trabajar para subsistir!
Mis compañeros asentían tristes a todas mis palabras y por fin Antonio estalló indignado.
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-¡Es que esto que nos pasa es increíble! ¿Quién me iba a decir a mí que me iba a ver
trabajando como un negro para comer y poco más? Hemos regresado a la época de mis
bisabuelos.
Yo sabía que Antonio decía aquellas palabras doblemente dolido. Por una parte por la
presión estatal y mismo trato que a los delincuentes de que éramos víctimas por insistir en
nuestra libre oposición al SIB, y por otra porque yo era consciente de que a él le traía sin
cuidado el tenerlo o no tenerlo. Era Inmaculada la que defendía una oposición férrea ante los
nanoides y no admitía ponérselos de ninguna de las maneras y él, por el profundo respeto y
amor que le profesaba, apoyaba plenamente su lucha convirtiéndola también en la suya.
Muchas veces, cuando estábamos ya hartos de bregar con las labores que realizábamos cada
día, nos sentábamos a descansar unos minutos en cualquier rincón y siempre terminábamos
hablando de la injusticia a la que éramos sometidos por no acatar el SIB. Y siempre me
confesaba que a él, con la mano en el corazón, le daba igual tener que no tener los nanoides en
su cuerpo, pero que no pensaba abandonar a su mujer en este empeño porque entendía muy
bien la razón del mismo. Él, al principio, estaba igual de convencido que ella, pero con el paso
de los años y la acumulación de sufrimientos, habían conseguido doblegar su voluntad y ahora
era Inmaculada la que se encargaba de tirar del carro. Él sólo se limitaba a seguirla.
Lope nos observaba callado mientras le explicábamos las labores cotidianas de la finca y la
miseria que obteníamos con ellas para repartir entre tanta gente, a pesar de nuestro tesón y
laboriosidad. Finalmente, cuando comprendí que no servía de nada quejarse, le pregunté qué
era lo que podía hacer exactamente por nosotros, a lo que me contestó con una sinceridad casi
cruel.
-Bien poco, Pablo, bien poco… -Yo me quedé con la boca abierta porque no sabía muy bien
qué entendía él por poco, ya que seguramente para nosotros sería mucho al habernos
despojado de casi todos lo elemental. –Lo único que por el momento sí puedo garantizaros es
que el Estado no meterá mano en muestra impunidad nanotecnológica. Ese olvido en el que os
movéis lo puedo seguir manteniendo porque una de las personas que lo controla me debe
muchos favores.
Me quedé unos segundos meditando sus palabras porque había caído en algo de lo que
nunca me había dado cuenta y le pregunté acerca de ello.
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-Dime algo, Lope… ¿Cómo es posible que el Gobierno nos esté estudiando si ninguno de
nosotros tiene el SIB y no podemos hacer literalmente nada de lo que ellos pueden controlar
con “sus” nanoides? ¿Cómo es que nos pueden oír, ver, investigar si no hay nanotecnología a
nuestro alrededor en kilómetros?
Hice hincapié en el “sus” con todo el desdén que mi voz me permitió. Él me miró muy serio,
parpadeó un par de veces y luego, desvió sus ojos hasta dar con la mirada en su café que se
entretuvo en remover unos segundos antes de contestar:
-Eres muy perspicaz, Pablo. No se te escapa una… ¿Recuerdas cuál era el mayor miedo que
tenían Ramón, Matías y yo mismo en el grupo? –Abrí los ojos como platos porque me temía su
respuesta. –Eso mismo que estás pensando… Desde hace un año aproximadamente, cuando la
nanotecnología ya está en todas partes y se ha convertido en indispensable, os colocaron un
par de topos que son nanoportantes de generación especial.
Todos gritamos al unísono:
-¿De qué?
-De generación especial… Eso quiere decir que los nanoides que portan no son como los de
los demás personas. Son los mismos que llevan altos cargos estatales, los espías o los oficiales
militares. Además, claro está, de ciertos miembros de las cúpulas de algunos de los grupos que
dirigen el mundo.
-Ya salieron a relucir esos marimandones de las narices…
Fue Antonio quien no pudo evitar el exabrupto y pronunció aquellas palabras que nos
transmitió con todo el rencor de que fue capaz. Lope sonrió y continuó:
-Es una buena manera de definirlos… Estos nanoides que llevan determinadas personas no
realizan las mismas funciones que los del común de los mortales. Estos no alteran los
pensamientos del individuo ni interfieren en el funcionamiento de su cerebro y en la
percepción de los estímulos externos como hacen los normales. Los de generación especial
simplemente son una herramienta de trabajo con la que ellos pueden acceder y manipular los
nanoides de los demás, por supuesto sin permiso del portador. Podríamos definirlos como los
perfectos espías, manipuladores del comportamiento ajeno.
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-¿De verdad nos estás diciendo que pueden manipular los pensamientos de los
nanoportantes? –Fue Laura la que preguntó con la máxima preocupación, pensando sin lugar a
dudas en el futuro de nuestra hija. Lope hizo una mueca de disgusto, como si le molestase
aquella pregunta.
-En realidad, tengo que ser franco. De esto último sólo tenemos sospechas, indicios por la
influencia que conocidos nuestros que son portadores de los normales y situados en altos
cargos estatales han detectado cuando están junto a determinadas personas. Según sus propias
experiencias cuando están con algunos sujetos con mucho poder económico de las altas esferas
sienten como si su voluntad desapareciese, como si les invadiese una atonía general y se
dejasen hacer complacidos. Son colaboradores voluntarios de nuestro grupo, aunque sin
vinculación directa con él. Generalmente se trata de familiares o amigos que saben de nuestra
existencia y se prestan a colaborar con nosotros. No os podéis imaginar la cantidad de gente
que se ha visto obligada a inocularse el SIB. En un principio todos resistimos muy estoicamente,
pero con el paso de los años y los certeros cambios legislativos, económicos y tecnológicos que
han ido introduciendo en la sociedad, todos han ido cayendo como piezas de dominó que
empujan a la siguiente antes de caer ellas mismas por haber sido empujadas por la precedente.
Y una vez que empiezan a caer son imposibles de detener.
Todos asentíamos muy serios a sus explicaciones ya que nosotros mismos habíamos sufrido
en propias carnes el inexorable avance de la nanotecnología, salvaguardado por todos los
estamentos oficiales.
-Yo mismo he visto caer a mi alrededor a todos mis amigos y a mi propia familia… ¿Y sabéis
lo que es peor de todo?.. El aislamiento. Te encuentras de repente desarraigado en tu propio
entorno, en tu propia ciudad. Sin saber cómo eres despreciado por los tuyos que siempre que
tienen contacto contigo se dirigen a ti con una conmiseración y condescendencias insufribles,
por lo que optas por aislarte tú aún más y de manera voluntaria, terminando por constituir un
gueto con los de tus mismas características para no sentirte desplazado de tu propia existencia.
Y peor aún que todo esto es el estar cocinando a fuego lento durante años en tu cerebro una
sospecha que resulta casi certeza con respecto a la verdadera intención de la imposición de la
nanotecnología globalmente: El control del individuo y por extensión de las masas. ¿Y sabéis lo
que la gente portante te dice cuando tratas de hacerles entender la gravedad de la situación?
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–Sonrió amargamente con una mueca de payaso terrorífico pintada en la cara. –Pues te dicen:
“No, hombre, cómo el Estado va a meternos en el cuerpo algo maligno. ¡Entonces nos mataría
a todos y no les serviríamos de nada si nos morimos!..” Me hacen gracia… ¡Bendita inocencia!
Los poderes superiores están para sacar provecho de nosotros y punto, como si de vacas
lecheras nos tratásemos. Les conviene que seas productivo pero sin darles coces porque si lo
haces se deshacen de ti y optan por la vaca lechera de al lado que también es productiva pero
no da coces como tú. Pero la gente se vuelve ciega y sorda cuando tratas de hacerles entender
que somos sólo vacas lecheras. Se indignan con tus argumentos y lo que no entienden es que
hace mucho tiempo que la dignidad se perdió desde el instante en que la gente vendió su
libertad y privacidad para adquirir comodidad, y así somos manipulados para encauzar nuestras
voluntades hacia donde marcan sus intereses. Antes de la nanotecnología teníamos más
posibilidades de abrirles los ojos a la gente porque los métodos de manipulación que usaban
eran más arcaicos y había posibilidades de hacer comprender a personas más inquietas la
realidad que se esconde detrás de la estupenda fachada que nos venden. Pero ahora con los
nanoides… Ahora tienes que luchar con sus propios medios tecnológicos o estás perdido
porque el cerebro de los portantes está completamente condicionado por ellos. La población
ha tenido fe en el Estado y se ha creído al pie de la letra que el SIB es un beneficio individual y
colectivo inestimable y sin pararse a pensar en nada más se han tirado de cabeza al charco,
creyendo que era un océano, como inocentes palomas. Y a los cabezotas que hemos resistido
ya se han encargado de irnos avasallando, como bien sabéis.
Todos seguíamos su monólogo en silencio porque él tenía información más real y fidedigna
que la que nosotros jamás podríamos aspirar a entrever a través de los comentarios y
sensaciones de la gente foránea de la finca y aunque todos sospechábamos que los nanoides
encerraban una peligrosa posibilidad de manipulación mental para digitar al individuo a su
conveniencia, con sus palabras adquiríamos la penosa confirmación de que era una realidad.
-Pero el verdadero temor que tengo, que tenemos, y que están ocultando muy, muy bien
para que nadie pueda intuir algo al respecto es que en unos años comenzarán con el
exterminio.
-Con el exterminio de quién, ¿¡De nosotros, de los parias?!
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Inmaculada había dejado caer por la sorpresa su cucharilla en la taza de café que salpicó el
plato y el mantel al recibir el impacto, y había abierto los ojos mucho como si intentase
comprender mejor lo que Lope quería decir con aquella funesta palabra.
-¿A los parias?.. –Volvió a mostrarnos aquella sonrisa siniestra que nos heló el corazón. -¡A
todos! ¡A toda la humanidad! Hemos conseguido estudios que han encargado ellos en los que
se advierte muy seriamente de los riesgos que conlleva para el planeta una peligrosa
superpoblación provocada por la nanotecnología. Como en estos años se han conseguido
erradicar la mayoría de las enfermedades que diezmaban a la humanidad desde el inicio de los
tiempos, el número de habitantes ha crecido tan exponencialmente que ni los más exagerados
estadistas habían previsto en sus más alarmistas cálculos semejante cifra. Y debido a ello, por lo
que hemos podido descubrir, se están planteando exterminar a la mitad de la población porque
ahora con los nanoides y la mejora exponencial en la salud, las pirámides se han vuelto locas y
no saben cómo manejar la situación porque ha habido un incremento tan enorme de
nacimiento de niños y un descenso tan acusado de la tasa de mortalidad. Dentro de unos años
tendremos que vivir como piojos en costura.
-¿Y por qué en vez de exterminarnos no se plantean otro tipo de soluciones como conseguir
cosechas más productivas para todos? Está claro que la tecnología la tienen y la pueden aplicar.
A la vista está…
-Sí, sí que la tienen. Y claro que la pueden aplicar. Pero la aplican sólo para sus intereses, no
para los nuestros. Han decidido que el planeta tiene recursos limitados para soportar la
superpoblación que se nos avecina y la solución pasa por el exterminio. Pero claro, el
exterminio de nosotros, no de ellos… Siguen creyendo en un mundo fantástico e idealizado en
el que todo marcha según sus designios y, claro está, ellos deben conducirnos porque si no,
¿quién iba a encaminar a la humanidad en su alocada carrera? Ellos han asumido desde hace
siglos que somos incapaces, tontos en una palabra, para dirigir nuestras propias vidas. Y como
si de impedidos se tratase, lideran nuestro porvenir según sus conveniencias. ¡Je! ¿Acaso creéis
que el exterminio será aleatorio? No, nada de eso…
-¡Dios mío! Se me ponen los pelos de punta cada vez que te oigo decir esa palabra… -Era
Laura la que hablaba mientras apretaba mi brazo para combatir de algún modo su frustración.
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-Sí, ya lo entiendo. Cuando supimos del caso, yo también estuve sumido en un estado de
enfado y abatimiento completos. Es difícil asimilarlo.
-Pero, ¿por qué han esperado a llegar a esto para meterle mano a la población? Además, la
gente se rebelará, cuando vea que les asesinan habrá revueltas y levantamientos contra el
poder.
-Vamos por partes, que esto no es tan fácil como parece y yo tampoco dispongo de toda la
información ni soy ningún oráculo. Según nuestras averiguaciones el control del número de
habitantes siempre ha sido el sueño dorado de los poderes en la sombra, que han venido
acariciando y deseando con mayor anhelo a medida que la población iba prosperando. Ellos
necesitan un equilibrio específico entre cantidad de individuos y productividad. No pueden
exterminar de repente a todo el mundo porque en tal caso, si se quedan sin vacas lecheras, se
quedarán sin leche y sin queso. Llevan estudiando el tema muchos decenios, sobre todo desde
la industrialización de la humanidad y la evolución de la medicina e higiene entre la gente. En
un principio decidieron probar a que el número de habitantes se autorregularse ya que, según
sus teorías, con la incorporación de las mujeres a la vida laboral y la progresiva mejora del
estado de bienestar, además de muchos otros factores como por ejemplo la educación desde
niños en el egoísmo y el desprecio por los vínculos familiares que en general han tratado de
implantar masivamente, creían que el individuo reaccionaría y dejaría de procrear en exceso.
Pero no ha sido así. El planeta es muy grande, inabarcable hasta para ellos, y las
individualidades y culturas son muy diversas a pesar de sus frustrados intentos de
homogenización. El hombre ha sido creado para sobrevivirse a sí mismo, como todo ser vivo, y
esa genética no la pueden cambiar. Durante el último siglo han conseguido que en el primer
mundo acatásemos sus doctrinas sin rechistar, es más, convencidos plenamente de las
bonanzas que constituyen o, arrollados por la enorme corriente que nuestro entorno social
arrastra consigo, nos hemos dejado llevar por sus instrucciones. Pero necesitaban aún canteras
de numerosa población donde probar experimentos y como reserva hasta dar con el plan
maestro. De ahí que hayan mantenido a la gran cantidad de personas en los países
subdesarrollados según sus cánones, a los que no han permitido prosperar como les
correspondía. Durante los últimos decenios han estado probando con distintos tipos de
epidemias que diezmasen naturalmente a la población pero, ¡ja!, les ha salido el tiro por la
culata porque los humanos somos como las ratas, no hay manera de deshacerse de ellas. No se
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han atrevido nunca a lanzar un virus demasiado mortífero de manera aleatoria porque no
conciben que no puedan controlar su avance y desarrollo, además de que podrían matar a un
número demasiado elevado como para que ellos puedan seguir manteniendo sus cómodas
vidas. Han hecho catas de infección con virus potentes en lugares bastante controlados, como
la que liaron con el ébola hace unos años en África o el revuelo que montaron con la gripe
aviar. En la mayoría de los casos en los que han propagado una enfermedad, por los datos que
tenemos, ha sido más la publicidad y el alboroto creado en torno suyo que el número de bajas
efectivo que han provocado. Por lo general cuando han hecho esto ha sido más bien para
aprovecharse del clima social creado ad hoc por el caso y cambiar legislaciones y normativas
alegremente, aprovechando el buen caldo de cultivo del momento. No dan puntada sin hilo,
eso es claro.
-Jo, realmente siento como si mi vida no valiese para nada… -No pude evitar expresar en
alta voz mi angustia del momento.
-Nada, no. ¡Menos que nada! A ellos no les importa si vives o mueres, si te enfermas o estás
sano, si sufres o eres feliz. Todo eso les trae sin cuidado. Las personas no pertenecemos a su
selecto grupo, la casi totalidad de los mortales es como si no perteneciésemos a su misma
especie, somos considerados como meros medios para conseguir sus fines. Por supuesto sin
importarles en absoluto lo que ocurra a esos medios en el proceso. Tienen puestas sus miras en
el fin, y es lo único que les mueve y les interesa. Así de claras son las cosas.
-¿Y cómo podrán exterminar a la mitad de la población sin que haya graves revueltas y
perturbaciones de todo tipo? ¡Cambiará el mundo radicalmente! –Le preguntó Antonio ya
curioso por saber el desenlace.
-Eso es lo que quieren, cambiar todo radicalmente. Y ahora, con la nanotecnología,
finalmente pueden hacerlo. Los nanoides de nueva generación son ya capaces de manipular el
cerebro hasta cierto punto, no para hacerte pensar de una forma y otra, si no para obligarte a
“sentir” de una manera u otra. Pueden crear diferentes estados de ansiedad, miedo,
tranquilidad, complacencia, atonía y así hasta los que os podáis imaginar. Una vez que han
llegado a dominar perfectamente el estado de ánimo de un ser humano, la cosa es fácil.
Inducirán en la población la creencia de que el planeta está en peligro, y por extensión la
humanidad y después procederán a la masacre. Estas mismas estrategias de
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acondicionamiento de la opinión pública las vienen manejando desde hace siglos, y han
adquirido un grado de maestría sublime en cambiar a su antojo el modo de pensar de la gente.
Pero hasta la era de la nanotecnología no podían ir más allá porque el libre albedrío del ser
humano aún existía y finalmente era el individuo el que decidía. Hemos sabido que ya habían
probado con ciertas técnicas de acondicionamiento cerebral mediante ondas aplicadas de
manera externa en el organismo en las décadas pasadas. Esto mismo, combinado ahora con
una potente base química y hormonal en el cerebro, ha conseguido que dominen tu estado de
ánimo al detalle. Así que cuando decidan exterminar a la población inducirán en ellos unos
sentimientos de atonía total, o de miedo o de todo a la vez… y la gente se dejará hacer porque
ya no es libre. ¡Estamos perdidos!
Había apoyado ambos codos en la mesa y se había agarrado la cabeza con las manos
crispadas por la desesperación. Sin duda él sabía muchas cosas que nosotros ignorábamos y
eso le provocaba una ansiedad y desesperación inconmensurables porque se veía incapaz de
enfrentar un problema tan grande.
Nosotros estábamos también frustrados por la situación ya que durante estos últimos años
nos habían llegado habladurías acerca de las atrocidades que eran capaces de perpetrar con los
nanoides, pero Lope nos estaba confirmando que las habladurías que considerábamos sólo
sospechas se habían transformado en la realidad de un plumazo. Sintiendo mucho ahondar
más en la herida, no me quedó más remedio que preguntar:
-¿Sabéis cómo lo van a hacer? ¿Cómo van a elegir a la gente a la que matar?.. Y además,
¿por qué no vuelven a la población estéril por medio del SIB? Si pueden matarlos seguro que
también podrán hacer eso, ¿no?
-Claro que pueden, no te quepa duda.
-¿Y por qué no lo han hecho ya, por qué han esperado tanto?
-Han esperado tanto porque necesitaban estudiar la situación y probar la nanotecnología.
Al principio cuando infiltraron los nanoides en el cuerpo de la gente no estaban seguros al cien
por cien de lo que ocurriría. Ya sabéis que mucha gente tuvo una reacción orgánica de rechazo
generalizado al SIB y como consecuencia de ello murieron repentinamente. –Me acordé en
aquel instante del compañero del taller que murió nada más inocularse los nanoides, volvió a
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mi memoria aquel extraño color morado de su piel y el informe forense que conseguí de la
morgue. –Pero no os engañéis. Aquellos casos constituyeron solamente una ínfima porción del
total de los nanoportantes, con lo que la realidad del SIB es que ha sido un éxito total y
absoluto. Nos han dejado un período de aclimatación para comprobar los efectos de los
nanoides en el ser humano, y al final hemos aprobado con buena nota.
-¿Y si les hubiese salido mal? ¿Y si toda la gente que se inocularon los nanoides hubiesen
fallecido?
-Ya tenían preparado muchos años antes de desarrollar la nanotecnología un plan de
contingencia para los casos de fallecimientos masivos de la población debido a alguna
pandemia. En caso de que no hubiesen podido hacerse con ellos, pondrían en marcha este tipo
de plan y listo. Ellos sabían de antemano que, como mucho, sería la mitad de la población la
que desaparecería y, finalmente, conseguirían llegar al mismo fin pero por un medio más
drástico. Tenéis que entender que prefieren no tener que afrontar conflictos innecesarios, pero
que si por algún motivo explotan, saben muy bien cómo manejarlos porque tienen estudiadas
todas las opciones. Llevan siglos haciéndolo.
-Vamos, que les da exactamente igual lo que nos pase. –Antonio hablaba con el ceño
fruncido y los brazos cruzados, en señal de despecho.
-Sí, esa es la conclusión final.
-¿Y por qué la gente les sigue, por qué les hacen, les hacemos caso?
-Para empezar porque la gente no sabe de ellos con certeza. Ya se han encargado de
desprestigiar cualquier tipo de información relacionada con sus actividades tildándolas de
teorías conspirativas. A ojos de la población en general todo esto que estamos hablando se
reduce a conspiraciones imaginarias. Seamos francos, ¡la gente es muy ingenua! Ya tienen
suficientes problemas en su día a día como para preocuparse de entelequias imaginarias que
no saben a ciencia cierta si son verdad y tampoco tienen manera de investigarlo. ¿Para qué van
a malgastar su corta y sufrida vida en gastar sus energías y luchar contra un fantasma? Somos
pocos los que lo hacemos e incluso a mí mismo me entran las dudas acerca de si lo que
perseguimos no será realmente un fantasma porque no sabemos nada con seguridad de los
que mueven el cotarro. Tenemos noticias de ellos por la información que nos llega desde sus
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lacayos y de manera muy controlada. Trabajamos con informaciones indirectas. Pero como
decía un amigo mío: “Si aquí hay uno, allí otro y otro, al final terminas haciendo una suma del
todo.” Muchos indicios que apuntan hacia una misma dirección terminan adquiriendo la
categoría de realidad al combinarlos todos.
-Yo no sé cómo puedes vivir con esto en el cuerpo, Lope. Si yo supiese tantas cosas terribles
y estuviese atada de pies y manos para actuar me volvería loca. Desde luego a veces es mejor
ser ignorante, sobre todo cuando no puedes hacer nada para cambiar la situación. –Era
Inmaculada la que hablaba, compungida por tan agobiantes informes.
-Algo siempre se puede hacer, aunque sea poco y creas que no vale para nada, al final
siempre sirve. Vosotros sois la prueba de ello. Nadie mejor que vosotros sabe lo que es luchar
contra una imposición intransigente y lo duro que es enfrentarse a ellos. En estos momentos es
sobre vosotros y sobre otros grupos iguales sobre los que recae el peso de la conservación de la
especie humana original, limpia de nanoides. Ellos han querido convertir a los humanos en dos
castas totalmente diferenciadas: los nanoportantes y los limpios. De momento no han metido
mano a la genética, pero estoy completamente convencido de que terminarán haciéndolo para
que sus vacas lecheras sean mucho más productivas y mucho más mansas. Ya se encargarán
ellos de pastorearlas a su conveniencia, como pastores infalibles que se consideran. Yo creo
que de momento lo mejor es pasar desapercibidos e intentar manejaros de la manera más
discreta posible para que nadie fije su atención en vosotros. Eso de momento os lo puedo
garantizar. El vacío nanotecnológico en que vivís lo puedo seguir manteniendo.
-Bueno… Pues algo es algo, ¿no? –Miré con cara de desencanto a mis compañeros. Me
esperaba más de aquella reunión precipitada.
-Ya sé que te parece poco, Pablo, pero no creas que es así. Nos cuesta bastante trabajo
mantener eso porque constituís un grupo bastante numeroso concentrado en un mismo lugar.
Los parias en las ciudades son menos del 0,2% del total de los habitantes y se defienden a duras
penas pasando todo lo desapercibidos que pueden, apoyados siempre por familiares y amigos.
Pero esta situación no creo que dure mucho por las tremendas dificultades que la
supervivencia en las urbes conlleva. Al final nos veremos obligados a mendigar o a huir,
dispersándonos por donde nos sea posible. En la finca tenéis con qué alimentaros, aunque cada
vez os acose más la temida decadencia a la que os encamináis. Nuestro grupo está diseñando
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un extenso plan de supervivencia en caso de que nos veamos obligados a dispersarnos por la
geografía española en grupos pequeños para actuar con discreción y pasar inadvertidos.
-¿Tan negro es el futuro que sólo nos quedará la huida como método de salvación? –Laura
preguntó con semblante preocupado porque en nuestras manos recaía la responsabilidad de la
vida de nuestra hija, no sólo la de las propias.
Lope meditó por unos segundos su respuesta.
-No os quepa duda de que trabajamos en varios frentes a la vez para entender por
completo cómo funcionan los nanoides y para deshacernos de ellos aunque se hayan ya
convertido en invasores del organismo. Pero hasta la fecha tenemos un porcentaje bastante
alto de fracasos, y lo peor de ellos es que cuestan vidas humanas. Hemos desarrollado una
técnica en conjunto con otros grupos europeos que nos permite librarnos de los nanoides en
sujetos portadores, pero la mitad terminan falleciendo a las pocas horas del comienzo del
proceso. Aunque todas las personas que se someten a la intervención saben del altísimo
porcentaje de riesgo que supone, se ofrecen voluntarios porque prefieren arriesgarse y morir
que continuar conviviendo en un mundo nanotecnológico. A pesar de ello nuestras
investigaciones son muy lentas porque las nuevas generaciones ya están completamente
acostumbradas a esta tecnología y no conciben la vida de otra forma. Ni siquiera pueden
llegarse a imaginar que haya otro modo de vivir. Por esta razón y hasta que nuestros científicos
den con una solución más efectiva, nuestra única opción por el momento es la de crear planes
de evacuación y ocultación de los parias, y nuestro grupo será uno de los que constituya la
punta de lanza de la supervivencia de los limpios.
-¿Y qué les diremos a los demás? ¿Cómo se lo vamos a explicar? La gente no cree en la
maldad de los gobernantes. Simplemente no soportan la idea de los nanoides en su cuerpo o
no quieren cambiar de estilo de vida, pero ni por soñación se suponen que todo esto
constituye el plan maestro para el dominio final del ser humano a escala global… ¿Con qué
argumentos les vamos a convencer para que vivan constantemente bajo la espada de
Damocles de la huida y la persecución?
-No podéis argumentar nada más que la verdad porque debéis prepararos cuanto antes
para la que se os avecina. Los que os crean y quieran seguiros saldrán ganando y los que no…
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Los que no quieran seguir con vosotros se verán abocados a la inoculación de los nanoides,
seguramente de manera obligatoria, sino algo peor. No es necesario que les contéis ninguna
historia sobre un futuro catastrófico. Con que les digáis que os habéis enterado en la ciudad de
que las cosas están muy mal y que tenéis los días contados como parias, con eso bastará. Les
daréis dos soluciones: Si se quedan en la finca será para hacer los preparativos y tenerlos listos
para la huida cuando esta se produzca, y los que no acepten, que se arriesguen a ir por libre.
Aún no tenemos noticias ciertas acerca del momento de la misma, pero no creo que sea a más
tardar en un año.
-¿Y dónde iremos?
-¿Y cómo lo haremos?
Las dos mujeres se pusieron en guardia e intentaban por puro pragmatismo conseguir toda
la información acerca de tan aciago acontecimiento.
-De momento deberéis hacer acopio de comida que tenga larga fecha de consumo, como
las salazones y las conservas, y de materiales útiles para una vida nómada. Tendréis que
empezar a aprender a valeros con pocos recursos para poder trasladaros de un lugar a otro con
rapidez y que esta movilidad os permita sobrevivir.
-Vamos, que nos retrotraemos a la época prehistórica con taparrabos, cuatro lanzas mal
hechas y una esperanza de vida corta…
-Más o menos. Tendréis que aprender también a usar las plantas medicinales, como se
hacía antes de la era de la medicina actual. No os lo negaré, será muy duro, pero constituís uno
de los pocos grupos que salvará a la especie humana, y tenéis que hacérselo entender a la
gente que os siga.
-No me gusta nada esta labor mesiánica… Yo no pretendo que me siga nadie, yo sólo quiero
vivir tranquilamente con mi familia sin meterme en ningún lío. ¿Cómo hemos llegado a esto,
por Dios? –Mi voz sonó desesperada.
-Precisamente por vuestra entereza y determinación seguís siendo consecuentes con la
decisión que tomasteis hace años de rechazar la nanotecnología. Siempre os queda el consuelo
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de que sois libres de inocularos los nanoides siempre que queráis. Ya sabéis que Papá Estado
no va a negaros la oportunidad de subiros a su tren.
-¡Antes muerta! ¿Qué vida sería esa en la que unos bichos parásitos van a terminar
decidiendo por mí en todos los ámbitos?
Los ojos de Inmaculada ardían en viva llama prendida por la indignación. Era una mujer
rebelde.
-Venga, vamos a dejarnos de lloriquear y vamos a coger al toro por los cuernos. Trazamos
un plan de acción básico de supervivencia y nos mantenemos en contacto contigo para que nos
informes de lo que vayáis sabiendo.
Me dirigí a Lope en tono expeditivo para concretar unas pautas de actuación ya que, por lo
menos yo, no tenía muchas habilidades de supervivencia en la naturaleza.
-¿Ves? A eso se referían Matías y Ramón cuando me hablaban de ti. Cuando se te presenta
un problema no te hundes en la autocompasión. Lo digieres y luego intentas solucionarlo sea
como sea, con bríos. Ésa es una gran baza para vuestro futuro.
Todos nos callamos por unos segundos, sorprendidos por sus palabras. Algo avergonzado
por las mismas me vi obligado a desviar la atención de mí para centrar el problema.
-Sí… bueno… ¿Pero cómo lo hacemos?
Todos soltaron una carcajada por mi empecinamiento en ser tan práctico que vino a
corroborar el argumento de Lope. Yo también me reí porque lo había hecho de manera
inconsciente.
-Mi grupo tiene trazado un plan de supervivencia básica con instrucciones claras de lo que
se debe y no se debe hacer en este caso. Os lo haré llegar discretamente. Por vuestra parte,
deberíais desde ya mismo empezar a hacer todo tipo de conservas y salazones para acopiar
comida.
-¡Pero si ya las hacemos!.. Encurtidos, conservas saladas, mermeladas, embutidos, quesos,
verduras secas… -Inmaculada fue la que le aclaró ese punto.
-Entonces tendréis que hacer más cantidad y aprender a hacer más variedades.
pág. 226
Estuvimos charlando aún un rato más, esta vez de cosas banales, anécdotas y chascarrillos
de la finca, para dejar descansar al cerebro de tanta preocupación.
Al despedirnos fuera ya del local para emprender el camino de regreso a casa, Lope nos
prometió enviarnos los documentos en cuanto le fuese posible, y nos alejamos en dirección al
lugar donde habíamos dejado el coche. Él se quedó allí, mirando cómo nos alejábamos, erguido
en mitad de la acera y con una elegancia sobria de ésas que son innatas. En aquel momento no
sabíamos que era la última vez que le veríamos.
pág. 227
10.
Lope cumplió lo prometido y en cinco días nos llegaron unos manuales que nos trajo un
chaval en mano, que era familiar suyo. Él fue quien nos comunicó que Lope había desaparecido
el día anterior sin dejar rastro y que aunque le había dado los manuales hacía dos días, no había
podido acercarse antes por haberse pasado muchas horas buscándole por todos los lugares que
solía frecuentar.
Le pedimos que nos mantuviese informados por si había alguna noticia acerca de él. Una vez
más nos habíamos quedado solos en nuestro particular empeño de vivir sin el SIB.
Tuvimos una reunión con el personal de la finca y con la poca gente del pueblo que aún se
mantenía limpia, que en su mayoría eran personas de edad ya avanzada. Les explicamos
someramente lo que Lope nos había contado hacía unos días, sin obviar absolutamente nada,
incluso la razón del olvido nanotecnológico en que nos encontrábamos.
Aquello fue un bombazo. El almacén donde estábamos reunidos se convirtió de repente en
un combate de púgiles que usaban la palabra en vez de los guantes para atacarse. En seguida se
formaron dos bandos, los que nos creyeron y los que se mofaban de nosotros porque no
admitían de ninguna de las maneras que Papá Estado fuese capaz de tamaña atrocidad: “¿Segar
vidas impunemente? ¡Ni por soñación! Si hasta a los presos condenados por asesinato se les
mantenía con vida en España, ¿cómo iban de repente a ponerse a matar a la gente porque se
cernía sobre la humanidad el supuesto peligro de la superpoblación? ¡Aquello era absurdo!..”
Estos y otros muchos fueron los argumentos que exhibieron en el combate, que después de
dos horas de contraposición de los mismos no nos habían llevado a puerto alguno. Seguíamos
siendo dos bandos: Los creyentes en la conspiración del exterminio y los confiados en la
probidad de los que gobernaban nuestras vidas.
Para mi sorpresa el bando de los creyentes era más numeroso que el de los opositores.
Quizás porque la gente ya estaba muy quemada de tanto pisoteo y admitían como cierta la
posibilidad de que el gobierno, o quien quisiera que fuese que estuviese por encima de él, diese
un paso más en su conquista para la manipulación y control humano.
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Curiosamente, en cuanto al tema de la supervivencia para conseguir la autosuficiencia, las
personas más mayores del pueblo fueron las que más nos enseñaron. En los manuales que nos
había enviado Lope existían muchas técnicas, sobre todo artesanales, que los ancianos nos
simplificaron hasta cotas insospechadas. En todo lo relacionado con la conservación y
manufactura de los alimentos eran expertos, aunque tuvieron que echar mano de su ajada
memoria para traer a la actualidad los recuerdos de su niñez y juventud.
También fue muy útil el aprendizaje para hacer todo tipo de cuerdas y artículos de madera y
cerámica, así como la factura de telas con diversos tipos de hilos, de los que nos mostraron las
técnicas básicas para conseguirlos desde la materia prima. Muchas de esas habilidades ya las
habíamos adquirido y perfeccionado en los cursos de oficios.
Teníamos entre los profesores de nuestra escuela, que por supuesto ya no funcionaba, a una
mujer que había decidido llegar con nosotros hasta el final y que era una estudiosa de las
técnicas antiguas de manufactura de objetos cotidianos que se usaban en las casas, y también
de las herramientas que se utilizaban en los diversos oficios. Aunque muchos de sus
conocimientos eran sólo teóricos, durante los dos siguientes meses nos aplicamos con ahínco
en ponerlos a prueba para perfeccionar los que nos interesaban y desechar los que no nos
convenían o no fuimos capaces de reproducir, bien porque la teoría era incorrecta o estaba
incompleta o porque nosotros éramos inútiles a la hora de aplicarla. Yo personalmente por
aquellos días de preparativos a la carrera estaba más bien convencido de que la segunda opción
era la más acertada.
Tuvimos que desechar también por completo todo lo relacionada con la manufactura de los
metales. Fuimos incapaces de reproducir ni un sólo proceso de fundición básico, exceptuando
el refundido de los metales que ya teníamos, pero nosotros lo que pretendíamos era poder
coger cuatro rocas del suelo y echarlas al horno para que, por ejemplo, nos las devolviera
hechas hierro. Al final del día en el que nos tocaba experimentar con la siderurgia,
terminábamos desmoralizados por completo, sintiéndonos ineptos totales y asombrándonos
de la sabiduría de los artesanos antiguos que tenían el conocimiento para llevar a cabo tales
procesos que nosotros considerábamos ya como arcanos.
En aquellos días comprendí la razón por la que en la antigüedad se constituyeron las castas
de artesanos que atesoraban celosamente los conocimientos de sus oficios y controlaban
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severamente a quién enseñaban sus técnicas, ya que esta sabiduría les confería un poder con el
que comerciar.
Durante aquellos dos meses experimentales nos reuníamos una vez por semana para
exponer los avances y los fracasos a los que nos abocaba la falta de experiencia en algunos
campos. En una de las primeras reuniones lo que decidimos fue que cada individuo rotaría
periódicamente para aprender lo básico de cada oficio o enseñanza y, aunque tuviésemos
varios maestros artesanos de cada especialidad, todos estábamos obligados a diversificar
nuestro aprendizaje. Obviamente en las tareas que se nos daban mejor aprendíamos más
rápidamente, pero en otras apenas avanzábamos, dependiendo esto de las características
personales de cada uno.
Uno de los días que estábamos revisando el listado de cosas que creíamos por aquel
entonces imprescindibles para poder vivir bajo el sino de la huida nómada, Laura cogió un libro
de cocina que estaba en el almacén y me dijo muy bajito, con cara de pena:
-¡Qué lástima! Tendremos que abandonar los libros… Vamos a perder nuestra cultura en
este empeño.
Y tenía razón. Desde que comenzaron a fallarnos todos los dispositivos que nos comunicaban
con el mundo exterior, tales como ordenadores e inercomunicadores, todos habíamos vuelto la
mirada hacia los libros como recurso de información y de ocio.
Hacía ya más de un año que recopilamos todos los libros de la escuela de oficios y los que
había por la finca y habíamos abierto una pequeña biblioteca en el edificio central a la que todo
el mundo tenía libre acceso. Nos habíamos dado cuenta de su utilidad ante la imposibilidad de
usar otros medios más cómodos, pero en realidad el volver a tener un libro entre nuestras
manos y pasar sus hojas mientras se elevaba de ellas el leve aroma de papel mezclado con tinta
nos había devuelto algo del romanticismo mitificado que conlleva la lectura de un libro.
En aquellos días mucha gente devoraba uno tras otro en sus ratos libres, aunque también
había mucha otra a los que les repelía el mero hecho de verlos. Este tipo de personas, cuando
veía un libro, sufría la curiosa reacción de entrarle repentinamente unas ganas tremendas de
hacer cualquier otra cosa que no tuviese nada que ver con la lectura. También existían los que
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simplemente se apoderaba de ellos una atonía general con la sola contemplación de los
mismos.
Yo personalmente había retomado el gusto por la lectura en los pocos ratos libres de que
disponía y se me caía la baba cuando mi hija me imitaba, sentándose en mi regazo con un libro
infantil, muy sobado ya por el uso, con el que jugaba a pasar las páginas y en el que yo mismo le
enseñé a leer, aprovechando su insaciable curiosidad.
Al observarla ya tan crecida, con seis años, no podía dejar de preguntarme si lo que
estábamos haciendo era lo correcto tanto para ella como para nosotros. Si nuestras obsesiones
por disfrutar de una libertad personal que muchas veces intuía como impostada no nos estaría
cegando la razón y obligándonos a sufrir en un futuro unas penalidades tan grandes que nos
hacían replantearnos a diario nuestra situación. Cuando estas dudas me asaltaban, o era la
misma Laura la que me las transmitía, me acogía a la fácil solución de la idea de una posible
inoculación voluntaria de los nanoides, igual que un náufrago se agarraría con todas sus fuerzas
a una solitaria tabla que encontrase en medio del océano. Con esta “solución final”, como yo
solía denominarla, se me calmaba en parte la intranquilidad que arrastraba a diario y que
aumentaba en la misma proporción que mi estrés por finalizar cuanto antes los preparativos
para la hipotética marcha.
Estuvimos siempre pendientes de alguna buena nueva con respecto a Lope, pero ni una sola
palabra supimos acerca de él por lo que, ante la total incomunicación con el mundo
nanotecnológico, habíamos decidido seguir adelante con los preparativos de la hecatombe para
que si finalmente advenía ésta no nos pillase desprevenidos totalmente.
Los mercadillos de compraventa que organizábamos llevaban suspendidos el mismo tiempo
que lo que duraron las tareas de acopio, porque ahora nos resultaba mucho más importante
conservar nuestros productos que intercambiarlos. Por esa misma razón fueron casi tres meses
durante los que no habíamos vuelto a tener contactos con la Iglesia hermanada a la nuestra.
Yo seguía conservando aún los libros que había apartado de la biblioteca de Ramón. Como
estábamos en aquel momento más concienciados con el valor de sus enseñanzas, decidí llevar a
la biblioteca los que aún se podían usar, ya que con el método del aceite había estropeado
muchos de ellos irremediablemente.
pág. 231
En la pequeña habitación donde yo pasé los primeros días de mi estancia en la finca, fecha
de la que me parecía que ya habían pasado milenios, dejé olvidados los aceitosos libros con
pesar por no haber podido desentrañar el mensaje que yo suponía que mi mentor quería
transmitirme a través de ellos. Muchas palabras habían surgido misteriosamente manuscritas
en los márgenes de las páginas de algunos de ellos, pero la organización de las mismas me
sobrepasó de tal forma que había abandonado el empeño, aunque tuve la precaución de
apuntar en un cuaderno las mismas y el libro al que pertenecían, así como el número de la
página en la que la alquimia del aceite había hecho su milagro, con la esperanza de descubrir
algún día su verdadero significado.
Laura me había regañado en incontables ocasiones desde que descubrió mi secreta labor por
haber estropeado impunemente tantos libros, a los que ella adoraba en general sin importarle
su contenido o estado ya que era una lectora insaciable. Y cada vez que pasaba cerca del
cuartito y veía su contenido refunfuñaba por lo bajito, lamentándose de mi inconsciencia
pasada. Yo le había explicado muchas veces el motivo de mi labor, y aunque ella misma había
contemplado con sus propios ojos el proceso y cómo aparecía de la nada la caligrafía de Ramón
en algún margen de las hojas o se revelaba un subrayado del texto impreso que antes no estaba
allí, jamás me perdonó aquel estropicio que consideraba inútil. Yo le intentaba explicar que
aquellas palabras eran un mensaje destinado a la lucha contra los nanoides, pero ella me
consideraba lo suficientemente inteligente como para luchar contra ellos por mis propios
medios y sin necesidad de mensaje, tal y como efectivamente venía haciendo desde hacía años.
Aun así, mi cuaderno de anotaciones fue una de las cosas que me propuse llevar conmigo en el
momento de partir.
Al cabo de cinco meses de concienzudos preparativos en los que todos colaboramos como
atareadas hormigas que se anticipan a la llegada del invierno, teníamos bastante seguridad en
todo lo aprendido y estábamos listos para partir.
Nos extrañaba sumamente que durante el último mes no habíamos tenido nadie en
absoluto, ni siquiera de los adeptos de la Iglesia de la Última Puerta del Cielo, pero como no
teníamos forma de comunicarnos con ellos como no fuese en persona, habíamos dejado pasar
los días con la esperanza de que alguno de ellos se acercase hasta la finca, algo que no ocurrió.
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Como contacto teníamos la dirección de varias personas repartidas por toda la geografía
nacional, así que cuando toda la preparación para la marcha estaba ya concluida, decidí
acercarme junto con Antonio a visitar al contacto que consideramos más accesible.
El más cercano estaba en la ciudad que nos quedaba más próxima, pero después de la
experiencia del entierro de Matías, nadie quería volver a una gran urbe, por lo que nos
quedamos con la segunda opción que era la de la familia que vivía en un pueblo medianito que
nos quedaba a unos cien kilómetros de distancia. Teníamos como contacto a una mujer que se
llamaba Andrea. El matrimonio tenía tres hijos y ninguno de la unidad familiar tenía puesto el
SIB debido al prematuro fallecimiento de la madre del marido cuando le llegó el turno de
inocularse los nanoides. Se trataba de una familia muy recatada y poco comunicativa, bastante
encerrados en su círculo más próximo y con pocas ganas de relacionarse con todo aquello que
se encontraba fuera de él, suponía yo que por desconfianza. Aun teniendo en cuenta que no
eran las personas más amigables del mundo, decidimos acercarnos a verles.
Mientras cargábamos uno de los coches que aún tenía gasolina de comestibles y otros
enseres que consideramos que podían estar necesitando, el hijo de uno de los agricultores se
lamentó por el desperdicio de combustible que íbamos a hacer en una visita que seguramente
sería infructuosa porque nadie nos aseguraba que siguiesen viviendo en la misma casa, y nos
decía que al final tendríamos que movernos en burro.
En aquel instante se me encendió una luz en el cerebro y antes de partir llamé al carpintero
que teníamos y a su ayudante más adelantado y le hice el encargo urgente de fabricar una
carreta para que fuese tirada por un caballo o por una de las mulas que teníamos. El hombre
me miró perplejo cuando le propuse aquello pero aceptó de buen grado porque le gustaban los
retos y nunca había hecho nada parecido. Les expliqué a las pocas personas que estábamos en
aquel momento allí que el combustible de los automóviles no sería eterno, máxime cuando
tendríamos que abandonar la finca y con ella la pequeña planta de biodiesel con la que nos
íbamos apañando hasta entonces. Si aquel invento funcionaba tenía pensado construir tantos
carros como animales de tiro tuviésemos menos uno, para que se pudiesen turnar en tan
penosa labor, y que según mis cálculos eran seis.
Con aquellas últimas disposiciones nos pusimos en marcha el capataz y yo, no sin antes
haber recibido muchos arrumacos y recomendaciones de prudencia por parte de nuestras
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respectivas mujeres y unas lágrimas de Lucía por miedo a la separación, que siempre brotaban
cuando su madre o yo mismo nos teníamos que separar temporalmente a causa de algún
desplazamiento fuera de la finca. En tales ocasiones, o bien su madre o bien yo, le dejábamos
en depósito algo de lo que llevábamos puesto, que solía ser una de las pulseras de cuero que
nos había hecho los marroquineros ya que hacía mucho tiempo que habíamos vendido todo el
oro de que disponíamos para poder sobrevivir.
Partimos finalmente con un poso de amargura por la despedida y algo de nerviosismo
porque la incertidumbre de la visita nos atenazaba el corazón.
Después de una hora y media de trayecto durante la que respetamos escrupulosamente las
señales de tráfico para no dar pie a algún tipo de sanción, llegamos al pueblo y nos dirigimos al
centro. En la plaza del mismo había un par de bares con algunos parroquianos desayunando
algo. Nos metimos en uno de ellos para preguntar por la calle que teníamos como destino y al
hacerlo, el camarero y los tres clientes que estaban apostados en aquel momento en la barra
nos miraron con los ojos perdidos y el gesto contraído, como si estuviésemos hablando en
suajili y ellos hiciesen un esfuerzo sobrehumano por entendernos.
Al cabo de dos o tres minutos completamente surrealistas en los que Antonio y yo hicimos
distintas tentativas, turnándonos para repetir la misma absurda pregunta del tipo: “¿Nos
podrían indicar dónde queda la calle Fontanica?”, adornada con otras explicaciones justificando
nuestro desconocimiento, tales como que éramos foráneos, y que a nuestro parecer no hacían
más que empeorar la situación. Nos daba la impresión de estar hablando con otra especie
humana distinta de la nuestra, que quiere entendernos pero no puede. Como cuando los
humanos intentan comunicarse con algún primate al que adivinan en los ojos un atisbo de
entendimiento pero con el que realmente no se sabe si lo que su cerebro procesa es lo que el
humano ha querido transmitir.
Aquellos cuatro hombres nos observaban en silencio absoluto, concentrados mientras
repetíamos la pregunta mirándoles a los ojos, a pesar de darnos la sensación de que sus pupilas
no nos enfocaban a nosotros. La dirección de su mirada era inconcreta y no podría decir a
ciencia cierta si estaban viéndonos o si los nanoides les enviaban imágenes de otros lugares e
incluso de otros momentos, mezcladas con la realidad. Suponíamos que aquellas personas eran
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del tipo de gente que se había adaptado rápidamente a la intercomunicación entre
nanoportantes y a estas alturas ya les costaba entenderse por los medios habituales.
Después de un minuto interminable en que nos sentíamos observados como animales del
zoo sin que fuésemos capaces de llevar a cabo una comunicación efectiva exceptuando, si por
comunicación se entiende, la repetición de la palabra Fontanica por parte del camarero que
había entrado en un bucle interminable en el que parecía encontrarse muy cómodo, decidimos
excusarnos como pudimos y recular hasta la calle acuciados por una extraña sensación de
desconfianza.
Una vez fuera nos miramos sin cruzar palabra y nos asomamos a la puerta del otro bar en el
que sólo había dos personas, una camarera y un cliente tomando café. Saludamos al entrar, tal
y como habíamos hecho en el otro. Nos recibieron con la misma gélida acogida y se repitió
prácticamente la misma escena con la excepción de que la camarera nos preguntaba si
queríamos tomar algo y toqueteaba incesantemente su intercomunicador, apuntándonos muy
concentrada con él cada vez que lo hacía. Antonio no pudo más con la situación y estalló en
carcajadas pudiendo balbucir apenas una frase.
-Mira, Pablo, nos está cambiando de canal… ¡Aquí somos como la tele!
La que por cierto estaba apagada. Antonio se doblaba sobre sí mismo muerto de la risa que
me llegó a contagiar, y salimos nuevamente de otro local con nuestro fracaso que nos precedía.
En el momento que se nos pasó algo el hilarante ataque, comentamos la situación para ver qué
hacíamos y fue cuando nos dimos cuenta de que en ambos bares reinaba un silencio sepulcral,
aunque la gente que estaba en ellos parecía muy tranquila y concentrada en lo suyo, como si
estuviesen completamente solos a pesar de estar rodeados de otras personas. En aquel
momento creíamos que era casualidad, que se trataba de un pueblo en el que sus habitantes
eran taciturnos, pero después nos dimos cuenta de que no era así.
Seguimos vagabundeando por las calles con la esperanza de que la casualidad nos condujese
hasta nuestro destino y la suerte no nos abandonó del todo.
En una callejuela muy estrechita de aspecto destartalado debido a una tienda que supusimos
de antigüedades y que usaba las aceras como improvisado escaparate de su abultada
exposición, había sentado a la puerta un hombrecillo muy mayor, con unas enormes gafas
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redondas, que para nuestra completa sorpresa estaba leyendo un libro muy
concentradamente. Al ver los cachivaches en la calle nos paramos en seco y nos acercamos
hasta él, con una tímida esperanza de poder entablar conversación.
Al pararnos frente a él, nuestra sombra se proyectó a sus pies e invadió la página que estaba
leyendo, lo que provocó que levantase la vista con los ojos entornados, no sabíamos si porque
le deslumbraba el sol a nuestra espalda o porque estaba intentando enfocar nuestras caras. Al
ver que nos prestaba atención y que sus pupilas sí que se centraban en nosotros, respiramos
aliviados y le saludamos afablemente con un cantarín “buenos días” que nos salió como
exhalación del alma.
El hombrecito sonrió de oreja a oreja y nos preguntó:
-¿Son ustedes acaso parias?
Aliviados por poder al fin encontrar a un humano con el que comunicarnos respondimos
enseguida afirmativamente. En ese momento y sin dejar de sonreír, cerró pausadamente su
libro que me pareció que estaba escrito en latín, se incorporó y nos dijo que se llamaba
Alfonso, estrechándonos la mano con vehemencia desusada ya por aquellos días al tiempo que
nos presentábamos a nuestra vez.
Aquel instante fue un festival de profusa verborrea. Algo angustiados como estábamos por
no haber podido entablar una sencilla conversación con persona alguna, las palabras fluían
libres desde nuestros labios en una hermosa procesión oral.
Después de expresar en reiteradas ocasiones nuestra sorpresa y alegría por el encuentro
fortuito de otro paria, el hombre nos invitó a pasar a la trastienda que hacía las veces de hogar,
para invitarnos a tomar algo.
Aquella tiendecita era un espectáculo. En cuanto pasamos afloraron a mi mente las
abigarradas exposiciones de las tiendas de muebles de segunda mano del mercadillo a las que
había tenido que recurrir en varias ocasiones por falta de dinero, con aquel exceso casi barroco
que las caracterizaba. Había muebles y objetos viejos por doquier. Era un mezcla ecléctica de
enseres envejecidos pero a los que aún se les podía dar buen uso porque no estaban obsoletos.
Un letrero, en el que con unas bellas letras artdecó anunciaban el nombre de la misma,
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franqueaba la entrada: El trapero. Alfonso, que así se llamaba el hombrecito, al notar que yo
observaba detenidamente el letrero antes de pasar me dijo:
-Ese soy yo, el trapero. Heredé el oficio de mis padres y ellos a la vez de los suyos, así hasta
cuatro generaciones se remonta éste. Hay gente que nos llama anticuarios, pero a mí no me
gusta ese nombre. Mis bisabuelos comenzaron como traperos. Iban por las ciudades
comprando a precio muy barato, e incluso recogiendo de la basura o intercambiando por otras
cosas, ropas de las que la gente se deshacía y después las revendían por los pueblos más
pequeños, apartados e inaccesibles en los que siempre había carencia de suministros. Con el
tiempo se terminaron transformando en buhoneros que llevaban de todo en sus carromatos y
posteriormente en sus furgonetas. Finalmente mis abuelos tuvieron que adquirir un local como
almacén y tienda a un mismo tiempo porque el acopio de enseres que a la gente les parecían
inútiles era muy grande y no daban abasto a transportar tanta cosa. Con los años y la llegada de
la tecnología al común de los mortales la gente dejó de apreciar en general los objetos sencillos
y sólo se interesaban por los tecnológicos y electrónicos, con lo que todo el material que tengo
en la tienda pasó de ser atractivo para clientes que lo usaban cotidianamente aunque fuese de
segunda mano, a convertirse de la noche a la mañana en una antigüedad porque no operaba
con electricidad. Y en los últimos años con la nueva historia nanotecnológica…
Antonio y yo asentimos al unísono, sabedores del sufrimiento que constituía para los parias
el avance imparable de los nanoides.
Una vez llegados al fondo de la casa, nos acomodó en una pequeña salita muy bonita, de
estilo oriental, iguales a las que yo había visto en mis libros universitarios de la historia del
mueble, sobre todo del siglo XIX y que por aquella época se llamaban filipinas. Nos preguntó si
queríamos café o té a lo que optamos sin dudar por lo primero.
No recuerdo cuánto tiempo estuvimos conversando con aquel amable hombre pero a mí me
pareció un suspiro, aunque nos diéramos finalmente cuenta de que se nos había echado
encima la hora de la comida. Durante todo este tiempo nos estuvo contando su historia y la de
su propia familia, y nosotros a su vez le explicamos los avatares que pasábamos en la finca en
nuestra determinación a no doblegarnos de ninguna manera a los mandatos gubernamentales
y nos preguntó en reiteradas ocasiones la razón de esta lucha sin cuartel y su finalidad.
Intentando explicarle la razón de nuestra total oposición a la nanotecnología nos dimos cuenta
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de que, en realidad, ésta tenía mucho de instintiva y poco de razonada. Conseguimos explicarle
nuestra aversión a la introducción de esos invasores en el organismo, razonamiento que
entendía perfectamente, pero lo que fuimos incapaces de explicarle fue la causa de la rebeldía.
Yo, personalmente, argumenté como pude cuál era la mía, y aún a día de hoy tampoco estoy
muy convencido de ella. Le dije que había conocido a dos sujetos cuando acababa de terminar
la carrera y trabajaba día y noche en un bar para ganar todo el dinero que me fuese posible y
comprarme así la dichosa pulsera identificativa que te obligaban a llevar para poder
incorporarte legalmente a la vida laboral. Aquellas dos personas fueron las que me
introdujeron, inadvertidamente para mí, en el mundo conspiranóico del que yo no tenía
conciencia hasta que les conocí.
Alfonso me preguntó por qué me creí lo que aquellos hombres me decían, a lo que yo
tampoco supe darle explicación. Supongo que me fie de mi instinto, como hago para todo en la
vida, y que confié en su honradez tal y como me ocurre cuando conozco a alguien, y hasta que
no me demuestran su maldad los encasillo en el apartado de la probidad.
Él me dijo que esa actitud la suelen mostrar las personas que son buenas por naturaleza y
creen que todos son como ellos, y me advirtió seriamente de que el trasfondo humano es
malvado casi siempre porque el espíritu del hombre está indefectiblemente unido a la materia,
lo que le corrompe. En aquel momento creí sinceramente que estaba exagerando y que su
visión negativa de la vida se la había formado con el paso de los años a través de los
sufrimientos que aquélla suele tener a bien regalarnos, pero después he podido comprobar que
tenía razón en todo lo que nos dijo.
Cuando le conté la historia de Ramón y Félix se quedó callado y muy pensativo, mirándome
tan fijamente a los ojos que Antonio me confesó después que creía que me estaba
hipnotizando o embrujando, y me juraba y perjuraba que aquellos ojos algo empañados ya por
la edad y escondidos tras aquellas lentes anacrónicas, me estaban absorbiendo el alma a través
de sus pupilas. Yo me reí de buena gana cuando me hizo aquella apreciación, pero lo que no me
atreví a confesarle era que cuando miraba a aquel hombre directamente a los ojos sentía un
malestar y un leve mareo difícil de explicar. Estuvo meditando la contestación mucho tiempo
antes de hablar:
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-Y dime una cosa. Aquel hombre que te dejó su fortuna, Ramón, ¿no te introdujo en el grupo
ni te dio más explicaciones acerca de cómo proseguir en este duro camino que emprendiste?
Yo dudé si contestarle la verdad, el supuesto mensaje que sus libros ocultaban, pero el
dichoso instinto me hizo mentir como un bellaco.
-No, nada más sus propiedades y su dinero.
El hombrecillo sonrió levemente cuando hablé, como si supiese de antemano que yo le iba a
mentir.
La conversación prosiguió entonces por otros derroteros, los que él mismo iba marcando,
pero en general tratábamos acerca de los nanoides. Él estaba completamente convencido de
que esta tecnología había sido implantada para cercenar maliciosamente la comunicación
espiritual que el hombre puede entablar con Dios, si se lo propone seriamente y si Éste lo
permite.
Le preguntamos cómo era posible establecer dicha comunicación y nos contó unas
vaguedades acerca de la probidad, la paciencia y el duro trabajo, y sobre todo que a través de
estos dos últimos era como te elevabas hacia Dios. Le pregunté cómo sabía él eso, si lo había
comprobado en su persona y nos contestó que él no tenía aún ese premio entre sus manos,
pero que seguía estudiando y trabajando duro para conseguirlo. Como las dudas me abrasaban
el cerebro yo no paraba de preguntarle el cómo y el porqué, a lo que él, muy pacientemente
terminó explicando:
-He estudiado durante muchos años en diferentes tipos de libros cómo llegar hasta Dios. He
leído filosofía, teología y exégesis de diversas religiones, ciencias de la naturaleza, matemáticas,
etología y sociología y un sinfín más de materias, con el fin de intentar entender al hombre, lo
que le separa de Dios, por qué, y cómo intentar acercarme a Él. Desde muy joven me propuse
esta meta. Nadie en mi familia me ha ayudado en esta ardua labor que he venido desarrollando
metódicamente y pacientemente durante toda mi vida… -Detuvo sus palabras por unos
segundos mientras miraba distraídamente por encima de mi hombro hacia la tienda. –Y ahora
que ésta ya llega a su fin es cuando más empeño y trabajo estoy poniendo en ello. Es por eso
mismo que no puedo explicaros cómo llegar hasta Él. Cada uno tiene su método, y a mí todos
me parecen válidos si con ello consigues acercarte aunque sea un poquito a lo Divino. Doy por
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hecho que la maldad no tiene cabida en esta búsqueda, aunque es tan amplio e interpretable
este concepto que no sabría deciros si tengo razón en esto. –Entonces soltó una gran y sonora
carcajada que iluminó por un instante sus pupilas, ya opacadas por la edad, a la vez que
impulsaba su cuerpo contra el respaldo de la silla tan bruscamente que creí que iba a dar con él
en el suelo. -¡Y qué sabré yo de nada! Vaya un petulante que estoy hecho… No tengáis en
cuenta nada de lo que acabo de decir y contadme en qué puedo ayudaros, tengo la tienda a
vuestra entera disposición. ¡Hoy liquidación total!
Se levantó de un brinco, como si de un chaval se tratase, y se introdujo en la tienda,
indicándonos que le siguiésemos. Al hacerlo me percaté de una pequeña habitación que tenía
entreabierta la puerta en la mitad del pasillo que comunicaba su casa con la tienda y en la que
antes no había reparado. Estaba apenas iluminada por la llama de un mechero de laboratorio
sobre el que se calentaba algún tipo de sustancia oscura en una especie de matraz de cristal
tapado. Pude advertir también que había más material que parecía de laboratorio, pero todo
muy viejo y estropeado. Me pareció que aquellos enseres los había ido consiguiendo con el
paso de los años gracias a su oficio. La verdad es que nunca llegué a saber lo que pintaba un
laboratorio en una tienda de antigüedades.
Cuando llegamos a ésta abrió los brazos y giró en torno suyo a modo de veleta humana y nos
instó a que cogiésemos todo lo que necesitásemos, sin tener que darle nada a cambio.
A mí se me iban los ojos detrás de todos los aparatos mecánicos que no necesitaban
electricidad para su funcionamiento. Y aunque había muchos de los que no sabía su uso, me
parecía que en un futuro no muy lejano nos serían de gran ayuda.
En un principio nos negamos a coger objeto alguno sin darle nada, pero insistió
vehementemente argumentando que él no tenía hijos ni familia a quien dejarle el negocio y
que ya le quedaba poco que vivir, además de que el asunto de la nanotecnología había relegado
su oficio al olvido, teniendo por únicos clientes a los parias que cada vez eran más escasos y en
especial a la familia que vivía en el pueblo perteneciente a la Iglesia de la Última Puerta del
Cielo, quienes hacía tiempo que ya ni se pasaban por allí.
Rápidamente le preguntamos por ellos ya que eran la finalidad de nuestro precipitado viaje,
cosa que le explicamos al trapero, quien nos hizo un sencillo plano del pueblo para poder llegar
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hasta su casa, advirtiéndonos que quizás se habrían mudado porque hacía dos o tres meses que
no sabía nada de ellos.
Merodeamos por la tienda un buen rato, eligiendo objetos que nos parecieron útiles y
pidiéndole consejo a Alfonso que nos ayudó extraordinariamente, demostrándonos que
conocía su oficio a la perfección. Tenía una memoria prodigiosa y fue capaz de decirnos dónde y
cómo había adquirido los objetos que elegimos uno por uno.
Cuando terminamos la elección y cargamos todo en la furgoneta, le miré a los ojos con
seriedad para hacerle una proposición:
-Alfonso, ¿no querrías venirte con nosotros? Si es cierto que ya no tienes familia y estás sólo,
no me parece lógico que te quedes aquí. Nos han informado hace unos meses de que el asunto
nanotecnológico irá a peor irremediablemente, y no sabemos muy bien lo que el futuro nos
depara a los parias, pero seguro que nada bueno. Estamos excluidos definitivamente de
cualquier rol social, y me temo que nuestra oposición contumaz sólo puede desembocar en la
obligación de inocularnos los nanoides o en la muerte…
Antonio me miró sorprendido con los ojos muy abiertos, dejando abandonado sobre un
viejo aparador el mechero con el que estaba jugueteando muy entretenido. Era la primera vez
que confesaba abiertamente este luctuoso, aunque no por ello menos probable, final de
nuestra carrera. Alfonso, sonrió, apoyó sus manos en mis hombros con dificultad, ya que era
muy bajito, y me dijo con un timbre de voz tan reconfortante que su vibración me transformó
interiormente desde aquel día, confiriéndome un valor que arrastraba a duras penas desde el
momento que decidí no ponerme el SIB, pero que se escondía detrás de mi laboriosidad
desorbitada:
-Querido Pablo, y Antonio. –Le miró entonces a él también. –Hoy ha sido un feliz día para mí.
Me habéis devuelto una confianza en la raza humana que hacía muchos años que había
perdido. Hoy, gracias a vosotros, me he reconciliado con el hombre y me habéis demostrado
que la lucha por un noble ideal sigue siendo posible a pesar de los aciagos días que corren y de
la peligrosidad que ello conlleva, pero no puedo irme con vosotros. Durante muchos años me
he enfrascado en el estudio de mis libros para ser algo más sabio y transformar mi alma con la
esperanza de acercarme un poco al Rostro Divino. Ahora no puedo abandonar mi labor, la
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paciente y trabajosa labor de toda una vida, pase lo que pase, del mismo modo que vosotros no
debéis dejaros caer en las manos de las personas que quieren alienar el alma del hombre para
imperdirle su acceso a Dios. No me importa lo que me ocurra; aunque me tope con la muerte
en un futuro próximo, bienvenida sea ésta si me encuentra en el desarrollo de mi labor.
No pude evitar que me invadiese una tristeza extrañamente tierna al oírle hablar de ese
modo ya que tenía la vana esperanza de que accediese a acompañarnos. Aquel hombre me
resultaba tan cercano como lo hubiese podido ser un padre y sentía que nuestras almas
estaban unidas por un vínculo especial que era incapaz de describir. Cuando aquella tristeza
transformó mi rostro, dejándose traslucir a través de mis ojos, el apacible hombrecillo me dio
unas palmaditas suaves en el hombro e intentó animarme como pudo, aunque el desamparo
que estaba sintiendo en aquel instante era difícil de calmar.
-Vamos, muchacho, no te entristezcas que yo me las sé apañar muy bien y, aunque te
engañe mi aspecto frágil, soy un luchador nato. Además, estoy a punto de llegar al final de mi
obra, lo presiento. Vengo presintiéndolo desde hace meses. En cualquier momento ocurrirá y
entonces no necesitaré ya de las banalidades de la vida humana porque Dios me habrá dado la
mano para ascender algo más hasta Él.
Su sonrisa de satisfacción y confianza era indescriptible, así como la quietud de sus
facciones. Podría decirse que era un hombre que disfrutaba de una percepción de la realidad
distinta a la de cualquiera de los mortales y que aquello le confería una seguridad que yo jamás
había visto en nadie. Era como si tuviese acceso a una verdad superior desconocida para el
resto por contar con una percepción menos desarrolla.
Entristecido aún por su decisión que no llegué a comprender del todo, aunque algo
tranquilizado por su aparente calma de espíritu, partimos Antonio y yo en busca de la familia de
contacto con el mal presagio augurado por Alfonso grabado en la mente.
Gracias al plano que nos hizo no tardamos nada en encontrar la casa. Llamamos al timbre,
una vez frente a la puerta, y esperamos. Transcurrieron unos segundos y volvimos a repetir la
operación por si no habían oído la primera llamada. Esta vez fue el marido el que nos abrió la
puerta. Antonio y yo le saludamos afablemente, contentos de haber encontrado por fin alguien
con quien contactar para explicarle nuestros planes y hacer correr la voz.
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Nos quedamos de piedra cuando el hombre contestó a nuestro saludo de una manera que
nos hacía sospechar lo peor. Se me heló la sangre en las venas al observar la mirada perdida en
sus ojos, sin contacto ya con nuestra realidad. Estaba ausente, allí plantado frente a nosotros,
mirando a algún punto indefinido del espacio que se abría a nuestras espaldas y sin decir
absolutamente nada. Antonio me miró de soslayo, queriendo confirmar conmigo al hacerlo que
yo también había deducido lo mismo: Aquel hombre se había inoculado el SIB.
Ante la imposibilidad de comunicación con él, preguntamos por su mujer. Entonces el
hombre, sin dejar de mirar por encima de nuestros hombros al infinito que los nanoides le
indicaban por alguna razón que desconocíamos, pronunció algunos monosílabos incongruentes
y asintió como si estuviese hablando con alguien, aunque estaba claro que con nosotros no era.
Después de unos segundos de indescifrable conversación y sin dejar de mirar al vacío, sin
centrar ni una sola vez sus pupilas en algo concreto, lanzó un “No” al aire que nos dejó
desconcertados porque no sabíamos si ese no era para nosotros o para otro.
Le preguntamos de nuevo por su mujer y volvió a repetir el “No” sin mirarnos en ninguna
ocasión. En ese momento aparecieron por detrás de él sus dos hijos, de unos cuatro y diez
años. El mayor, con la mirada perdida también, le dio al padre un aparatito parecido a los
transcomunicadores con el que nos apuntó de inmediato pulsando en repetidas ocasiones en la
pantalla, lo que provocó un estallido de cólera de Antonio que ya no pudo contenerse más:
-¡Ya estamos! Cambiándonos de canal…
Y siguió refunfuñando por lo bajo, diciendo que aquello era una pérdida de tiempo y que a él
le encantaba el canal que tenía ya sintonizado de toda la vida, decorando toda esta perorata
con algunos improperios que no sabía a ciencia cierta si eran apreciados en su justa medida por
nuestro interlocutor como lo que eran: insultos.
Decidí no rendirme a la primera de cambio y probé con el niño pequeño quien sí parecía
prestarnos atención y seguir las evoluciones del alocado paseo de cortas idas y venidas que
había emprendido Antonio a la vez que seguía relatando entre dientes, y con el que nos
demostraba su monumental enfado. Me puse de cuclillas en la calle para estar a la altura del
niño y poder mirarle a los ojos. Le sonreí y le saludé por su nombre, ya que los conocíamos
hacía tiempo por haber venido varias veces a la finca con sus padres. Para mi sorpresa el niño
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se sonrió y me devolvió el saludo, agarrándose con más fuerza a la pierna de su padre como
precaución instintiva. Le conté que Lucía me preguntaba por él y porqué ya no iban nunca a
jugar con ella, cosa que era cierta, y el niño volvió a sonreír, asegurándome que él también
quería ir a jugar con ella, pero que sus padres ya no le dejaban.
Hice un nuevo intento y le pregunté por su madre. Me dijo que había ido a la tienda a
comprar con su abuela y justo cuando terminó de explicármelo aparecieron ambas por el final
de la calle, cargando unas cuantas bolsas cada una.
La madre parecía ausente, como si la vida no fuese con ella y todo lo que le rodeaba le
resultase indiferente. En cambio, la abuela, en cuanto se percató de que hablábamos con sus
nietos, se arrancó en una carrera, lo más rápida que sus cansadas piernas dieron de sí, y llegó a
nuestra altura en seguida.
Jadeante aún por el esfuerzo realizado y con las bolsas pendientes de sus manos, nos saludó
entrecortadamente y sonrió al reconocernos, ya que había ido a la finca alguna que otra vez.
Nos invitó a pasar a la casa para hablar tranquilamente mientras preparaba la comida, ya
que se acercaba la hora de la misma, y nos pidió que nos quedásemos a comer, con una voz
que me resultó casi suplicante.
Los dos niños la seguían a todas partes y el mayor la ayudaba a colocar todo lo que traían en
las bolsas. En cuanto franqueamos la puerta desaparecieron los padres como por arte de magia.
La abuela nos hablaba de temas banales mientras preparaba, con la maestría que la experiencia
de toda una vida le había dado, la comida. Nosotros seguíamos la conversación un poco
perdidos por la situación, y algo estresados por la premura que nos acuciaba para volver cuanto
antes.
Al cabo de tres cuartos de hora nos sentamos todos a la mesa. Aquella escena la tengo
grabada en mi mente por el dolor que me produjo ver a una familia dividida por los nanoides.
La abuela y los nietos departían alegremente con nosotros de juegos principalmente. Sus
nietos hacía ya un par de años que no iban al colegio por no tener el SIB y, aunque sus padres
les llevaban a una escuela improvisada para los hijos de los creyentes de su Iglesia a unos
cincuenta kilómetros de distancia, hacía ya casi tres meses que no recibían ningún tipo de
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educación desde que sus padres se opusieron a ello radicalmente al ponerse los nanoides y
pretender que sus hijos también lo hiciesen.
Posteriormente la abuela nos explicó con lágrimas en los ojos que había conseguido detener
temporalmente la implantación del SIB a sus nietos ya que, en cuanto observó los terribles
estragos que habían causado en su hija y su yerno, incomprensibles e inadmisibles para ella,
había interpuesto una denuncia en el juzgado por malos tratos de los padres hacia sus hijos,
con todo el dolor de su corazón. Como la justicia en este país era lo único heredado del estatus
anterior que, a pesar de la nanotecnología, seguía de momento operando con casi la misma
lentitud, había conseguido paralizar lo que consideraba ya inevitable puesto que la tutoría legal
de los niños correspondía a los padres.
Pude observar de primera mano la completa apatía y ausencia de los nanoportantes que
miraban al vacío mientras comían, desconectados por completo de nuestra realidad, sin
prestarnos la más mínima atención, sin hablar tampoco con nosotros ni entre ellos, aunque de
vez en cuando pronunciaban algunas palabras al aire, por lo que supuse que se comunicaban
con alguien de manera que no comprendíamos.
Yo no dejaba de observarlos, lo mismo que Antonio, de manera casi obsesiva, ya que nos
chocaba enormemente su actitud, aunque el resto de la familia no les hacía mucho caso,
acostumbrados como estaban ya a este comportamiento. La abuela, una vez llegados los
postres y habiendo notado nuestro pertinaz estado de observación, nos dijo con una amarga
sonrisa que nos paralizó el alma:
-Sí, yo también les miraba absorta los primeros días… y los niños. –Dijo esto mientras le
pasaba la mano por la cabeza al más pequeño, intentando domar algunos rebeldes mechones
de pelo que luchaban por mantenerse enhiestos a pesar de sus esfuerzos. Su rostro dejaba
traslucir un dolor intenso que debía sobrellevar gracias a los dos niños. Luchaba por ellos. –
Después de un mes ya no le resulta a uno tan chocante… ¿Se quedarán ustedes a tomar café?
Ellos tienen que salir ahora a unas clases de adaptación, y además no les gusta el café.
Dijo esto señalando con la barbilla a los padres. Por supuesto, aceptamos en seguida.
Ayudamos en la tarea de recoger la mesa y poner los cafés. Cuando los dos padres salieron
por la puerta, la abuela no pudo más y se desplomó pesadamente sobre una de las sillas y
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comenzó a llorar mansamente, como si estuviese muy acostumbrada ya a las lágrimas que
brotaban con profusión de sus ojos. Nos sentamos a su lado mientras el niño mayor la besaba
en las mejillas diciéndole:
-No llores, abuelita, que papá y mamá se van a poner buenos. Ya verás como en las clases les
enseñan a hablar y a reír, ya verás como sí… Igual que antes.
-Claro que sí, hijo, claro que sí… -La abuela se recompuso como pudo y besó en la frente al
niño, agradeciéndole así las carantoñas recibidas.
Nos explicó que hacía unos tres meses que su hija y su yerno se habían visto obligados a
ponerse el SIB. Resistieron cuanto pudieron pero finalmente, y debido a una denuncia
interpuesta por el jefe de la empresa de su yerno, llegó un día a la casa la policía y se llevaron a
la fuerza a los cabeza de familia. Los niños se salvaron de milagro porque no estaban en casa
aquel día ya que habían salido con la Iglesia a una convivencia, aunque los agentes no
parecieron muy preocupados por este asunto ya que sabían que por ley, tarde o temprano, se
verían obligados a ponerse los nanoides al ser sus padres los tutores legales.
Nos contó con consternación que se resistieron cuanto pudieron pero la policía les amenazó
con las armas y no les quedó más remedio que irse con ellos. Regresaron a los dos días,
completamente transformados ya. La abuela, mirándonos con los ojos abatidos, subrayados por
unas ojeras profundamente marcadas por la pena que atenazaba su corazón, nos confesó que
le daban asco aquellas dos personas, y nos juraba y perjuraba que aquellos nos eran su hija ni
su yerno, que se los habían cambiado por unos impostores. Al sacar a relucir esta comparación
era odio lo que emanaba de sus ojos que vibraban alternativamente entre la tristeza y la ira
cuando nos relataba la transformación de los padres.
Nos explicó también que, al haberse puesto los nanoides tan recientemente, los dos estaban
obligados a ir a unas clases de adaptación nanotecnológica, ya que, como hacía varios años que
la mayoría de la gente eran portadores y se manejaban a la perfección con ellos, el salto
tecnológico que sufrían los recién implantados era abismal, y necesitaban por algún tiempo de
unas tutorías donde aprendían a sacar todo el provecho al SIB.
Ella había notado cambios en estos tres meses de adaptación. Al principio veía a su hija y
yerno algo confusos y perdidos, aunque todavía se comunicaban con ellos, les miraban a los
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ojos, hablaban y reían, aunque también tenían varias horas al día de parón. De repente se
sumían como en una especie de éxtasis existencial, muy quietos y con una respiración
acompasada y tranquila; tanto era así que ella creía que dormían despiertos. Cuando entraban
en esta especie de trance no los podían sacar de él de ninguna de las maneras. Durante uno de
ellos, el niño mayor, preocupado ya por la larga duración del mismo, había probado incluso a
clavarles una aguja en uno de los dedos de la mano, ocurrencia ésta que había visto de
pequeño en una película en las antiguas televisiones. Al no obtener el resultado deseado y
comprobar que a su madre le brotaba una gotita de sangre por el minúsculo orificio provocado
al pincharla, el niño se había asustado mucho y había estado llorando todo el día, presa del
remordimiento de su acto y del miedo provocado por la creencia de que sus padres se habían
sumido para siempre en un estado catatónico irreversible.
La abuela se reía de esta anécdota a la par que el niño se ponía colorado como la grana por
la vergüenza del recuerdo de su actuación, propiciada por su mente infantil. Nos dijo que, para
calmar el azoramiento del nieto, había cogido del botiquín alcohol, algodón y una tirita para
ponérsela a su hija en el dedo, aunque de sobra sabía ella que aquel minúsculo agujerito no
representaba ningún peligro. Cuando fue a curárselo junto con él, ambos pudieron apreciar
perfectamente al limpiar la sangre, que la pequeñísima incisión se cerraba sola ante sus propios
ojos, y desaparecía como por arte de magia sin dejar rastro. Aquella milagrosa curación les
demostró el poder de los nanoides, pero también le provocó una terrible impresión de
intranquilidad en el alma que no podía explicar. Le dio un miedo tremendo, como si su hija
estuviese atentando contra el mismo Dios al que adoraba hasta hacía poco. La abuela tenía la
extraña impresión de que con aquellos nanoides estaban insultando gravemente a Dios y
cerrándose además la Puerta del Cielo que los conduciría hasta Él después de resucitar.
Inconscientemente ella sabía que los padres de los niños estaban avocados, sin ellos
habérselo propuesto ni querido, a morar eternamente en el Infierno desde el aciago día en que
les obligaron a inocularse el SIB. El Demonio había ganado la batalla. Pero ella era fuerte y muy
creyente en el poder de Dios, e iba a plantarle cara en lo que respectaba a ella y a sus nietos.
Le explicamos entonces el porqué de nuestra visita y las últimas informaciones que nos
habían llegado de la ciudad. La abuela también se había percatado del hermetismo informativo
de las últimas semanas, en que el ambiente se mostraba perezoso, raramente paralizado, como
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si estuviésemos en una etapa de espera. Una de aquellas tensas esperas que son preludio de
una catástrofe.
En un principio ella pareció muy entusiasmada con la idea, pero cuando más alegre estaba
de haber encontrado una salida, y poder unirse a personas iguales a ellos aunque fuese en la
huida, el niño más pequeño preguntó:
-¿Y papá y mamá, también pueden venir…?
El ceño de la abuela se frunció en el acto y su alegría se transformó en remordimientos por
verse en la obligación de abandonar a los padres de los niños. Se le planteaba la difícil decisión
de elegir lo mejor para sus nietos, según sus convicciones, e intentar explicarles los
razonamientos de su elección a unas mentes infantiles que nunca llegarían a comprender aquel
abandono prematuro de sus padres sin haber mediado a sus ojos ninguna catástrofe que les
avocase a ello. Para los niños sus padres se iban a curar gracias a las clases a las que iban y los
nanoides iban a dejar de ser malos.
Las dudas asaltaron a la abuela ante tan difícil elección. Ella sabía que, a pesar del SIB, su hija
y su yerno seguían queriendo infinitamente a sus hijos, aunque no fuesen capaces de
demostrarlo por los medios habituales, como antaño hacían a todas horas. Ella sabía que aun
mostrándose tan fríos, distantes e impenetrables, el amor hacia su familia no había
desaparecido, por eso mismo si se llevaba a sus nietos y emprendía la huida se separarían para
siempre y el dolor que todos sufrían sería insoportable. Pero, ¿acaso no estaban ya
abismalmente separados por los nanoides?
Vimos a la abuela debatirse en la duda, como si luchase en medio de una tormenta marina,
contra olas violentas que trataban de llevarla al fondo.
Nosotros allí ya no podíamos hacer más. Le aconsejamos que, si decidía partir, se llevase
consigo todo lo que creyese oportuno para la vida errante y que hiciese correr la voz
urgentemente entre todos los fieles para que se uniesen a nosotros los que quisieran, ya que
teníamos pensado partir en un mes a lo más tardar.
Lo que hizo la abuela después nos dejó tan estupefactos que nos quedamos mudos por la
sorpresa y por la simpleza que habían dado a la solución de la comunicación entre ellos. Se fue
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a la cocina, abrió un cajón y sacó de él una pequeña tira de papel y un boli de punta muy fina, y
me pidió que escribiese en él lo más claro y conciso posible la información acerca de la partida.
Como pude apretujé las letras y escribí lo más pequeño y junto que fui capaz mi mensaje de
advertencia y acogida en la finca al que quisiese iniciar con nosotros el viaje. La abuela recogió
el papel una vez escrito y nos pidió que la acompañásemos hasta el patio.
En la esquina más alejada de la casa había un pequeño palomar de donde sacó a una paloma
mensajera, la mejor según ella, le acopló el papelito a una de sus patas y, antes de lanzarla al
aire con todas sus fuerzas, le dio un suave beso en la cabeza y pidió a Dios que guiase a aquella
ave hasta su destino.
Todos nos quedamos absortos viendo cómo la paloma subía muy alto y daba un par de
vueltas para orientarse, dirigiéndose después hacia el sur. El niño pequeño aplaudía encantado
con la liberación del ave y quería que soltásemos a todas en aquel mismo instante. Ante
nuestra cara de completa sorpresa, ella nos dijo:
-Así es como llevamos comunicándonos desde hace unos meses. Un criador de palomas nos
proporcionó unas cuantas de la mejor raza para este cometido y nos enseñó cómo
amaestrarlas para que cumpliesen su función. –Y sonrió complacida.
Yo, aún perplejo por el impacto de la sencilla solución a tan gran problema y enfadado
conmigo mismo por no habérsenos ocurrido aquello a nosotros, le aconsejé:
-Creo que si decide finalmente venirse con nosotros esto es lo que debería traerse. –Y señalé
al palomar con una amplia sonrisa, provocando con aquella frase una sincera carcajada por
parte de los allí presentes.
Después nos despedimos de ella y de los niños, asegurándole a la confundida mujer que,
decidiese lo que decidiese, sería lo correcto.
Nos alejamos de la casa con el coche cargado hasta los topes con todo lo que habíamos
recogido en la tienda del trapero y con la satisfacción de haber cumplido finalmente con
nuestra misión.
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11.
Habían pasado ya dos semanas desde nuestro aviso dado a los fieles de la Iglesia de la Última
Puerta del Cielo y a los pocos habitantes del pueblo que aún se mantenían limpios del SIB.
Ya estábamos listos para partir, nos habíamos preparado para la marcha lo mejor que
pudimos, a pesar de nuestra inexperiencia en estos lances. La mayoría huíamos por convicción
propia, ya que preferíamos pasar cualquier tipo de penuria antes que doblegarnos ante la
imposición de la nanotecnología. Había otros que venían arrastrados por la inercia del
movimiento que habíamos impulsado o porque sus familias venían y no querían quedarse solos.
Hacía ya cuatro meses que toda la gente que no estuvo de acuerdo con la huída o no creía en lo
que el futuro nos deparaba, se habían ido de la finca a probar suerte por su cuenta, e incluso
algunos de ellos, rendidos ya de tanto luchar contra corriente, habían accedido a inocularse el
SIB de manera voluntaria.
Aunque todo estaba ya listo para empezar con la peregrinación en la que habían de
convertirse nuestras vidas en adelante, decidimos esperar otra semana más por si alguien se
presentaba, ya que ni una sola persona se había presentado hasta el momento.
En ello estábamos cuando de repente aparecieron despavoridos todos los habitantes del
pueblo, personas mayores principalmente, que aún no tenían los nanoides, unos veinte en
total. Habían llegado hasta allí por sus propios medios y con lo puesto, huyendo desesperados
del terrible panorama que acontecía allí. Algunos llegaron a pie, jadeantes por el esfuerzo, y
otros pocos en sus propios vehículos que iban y venían al pueblo en un intento desesperado
por salvar a todos lo que pudiesen, ya que había comenzado la caza de los parias.
Horrorizados aún por el trauma, nos habían contado que eran sus propios familiares, amigos
y vecinos los que, sumidos en una especie de trance fratricida, habían empezado sin más a
asesinar a los limpios.
De repente y sin mediar palabra ni explicación alguna, habían cogido lo que más a mano
tenían para tan macabro propósito, e incluso con sus propias manos, y habían empezado a
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asesinar a sus propios familiares que convivían con ellos, y en los casos en que el paria viviese
solo, había sido asaltado en su propia casa por varios nanoportantes para quitarle la vida.
Aquello era muchísimo peor que lo que Lope nos había descrito de la obligatoriedad de
poner el SIB a los paria, por la fuerza si era necesario. Aquello era un exterminio, el terror
convertido en realidad.
Comenzamos rápidamente con los preparativos para la marcha definitiva y salir de
inmediato. Tuvimos una rápida reunión informativa con toda la gente que estábamos allí y que
alcanzábamos las setenta y dos almas, niños incluidos, y nos dispusimos a partir.
Fue entonces cuando les vimos. El cielo se me juntó con la tierra y las piernas me temblaron
al divisar a un grupo de unas cien personas a pie, caminando rápidamente hacia nuestro
encuentro. Eran los fieles de la Iglesia hermanada que huían desesperados por la misma razón
que los vecinos del pueblo, pero estos sí habían tenido tiempo de coger lo más imprescindible
para el viaje.
Llegaron exhaustos, muchos de ellos con los pies ensangrentados por la larga caminata, ya
que habían estado caminando durante veinte horas sin parar casi a descansar.
No nos dio tiempo a nada. Consternados por el lamentable estado que muchos traían, les
dimos agua y comida y les colocamos como pudimos, acomodando a los que peor estado físico
traían en los carros y bestias que nos iban a acompañar en la marcha. Cogimos también todos
los vehículos que pudimos y todo el combustible que nos quedaba, aún a sabiendas de que
tarde o temprano tendríamos que abadonarlos.
Ente el tumulto de gente que se congregó allí divisé a la abuela con el nieto mayor. Estaba
completamente demacrada y ausente de tal manera que creí que los nanoides estaban en su
cuerpo, aunque yo sabía que no era así. En cuando pude me acerqué al niño y le pregunté por
su otro hermano. Entonces se echó a llorar y me dijo entre hipidos que había muerto hacía un
día. Su madre, sin previo aviso, había cogido un martillo de la caja de herramientas y le había
dado con él en la cabeza, estallándosela sin piedad como si estuviese machacando una sandía
madura. Le abracé y le consolé como pude porque comenzaba a temblar y encomendé
especialmente el cuidado de ambos a Inmaculada, ya que la abuela había sido el artífice de la
congregación de tanta gente.
pág. 251
Cada familia tenía un dolor que soportar y una atrocidad que contar, y todos nos
ayudábamos según nuestras posibilidades para marchar cuanto antes. Pregunté a muchos de
los fieles si iban a venir más, pero nadie sabía nada. Las palomas mensajeras se enviaron hacía
dos semanas y muchos de ellos habían confirmado su intención de reunirse en la finca. Con
todos lo que respondieron a la llamada se contabilizaron unas doscientas diez personas.
Faltaban entonces más de la mitad. Quisimos suponer que era debido a la inmediatez de la
marcha, obligados por las circunstancias como nos vimos.
Les dejamos una nota en la pata de una paloma que se quedó encerrada en el palomar, con
comida y agua suficientes para una larga temporada, con un versículo de la Biblia del que se
podía inferir la dirección a la que nos dirigíamos, con la esperanza de que los fieles que faltaban
fuesen capaces de descifrarlo. Los que estaban allí me aseguraron que, si lo leían, sabrían
perfectamente cómo alcanzarnos.
Después de unas horas de preparativos intensivos y de descanso para los recién llegados,
todo estaba listo para marchar. Antonio echo una última ojeada a todo por si nos dejábamos
algo y organizó a la gente en cuatro grupos independientes con unas claras instrucciones del
camino que íbamos a emprender y las etapas de que constaba el mismo, así como los caminos
rurales que seguiríamos y lo que hacer en caso de que nos persiguiesen.
Durante los meses preparatorios habíamos escrito un protocolo de actuación del que sólo
teníamos tres copias. Les dimos dos de ellas a dos de los grupos y nosotros nos quedamos con
la tercera copia, comprometiéndonos a hacer otra más manuscrita, por supuesto, en el lapso
más breve de tiempo que nos fuese posible.
Y partimos.
Todos los grupos se pusieron en marcha hacia las montañas del norte donde teníamos
pensado cobijarnos durante el verano, hasta comprobar si realmente seríamos perseguidos o
no. La incertidumbre que nos minaba la moral y los luctuosos acontecimientos de los
asesinatos imprevistos por todos nosotros, nos sumió en un estado generalizado de pesimismo
y poca confianza en nuestra propia supervivencia.
Mientras los grupos emprendían la marcha lentamente, como si fuésemos directamente al
cadalso del olvido y la huida, como consternados refugiados que tienen que abandonar sus
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casas cuando son machacados por una guerra con la que nada tienen que ver, me quedé
parado a las afueras de la finca, contemplando con tristeza todo su esplendor.
Me dolía profundamente tener que abandonar aquello por lo que tanto había luchado y me
había sacrificado. Era un dolor sordo y continuo aunque soportable porque sabía que no existía
otro remedio. Si lo hubiese habido ya lo habría puesto en marcha. Pero no era así. Finalmente
tenía que abandonar aquello que Ramón puso en mis manos antes de morir, con la ciega
esperanza de que liderase un movimiento anti-SIB.
Me marchaba con la convicción de haber hecho todo lo que estaba en mi mano para
conseguir mantenernos limpios de nanoides, aunque se cernía sobre mí la sombra del fracaso
porque los acontecimientos habían devenido en aquellas terribles muertes que nos afectaban
directamente, y mi cerebro no dejaba de darle vueltas a la idea de si lo que estaba haciendo
junto con todas las personas que había arrastrado tras de mí estaba bien o mal.
Y hasta la fecha aún no lo he averiguado.
Getafe, 4/6/2015
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