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Capítulo extraído del libro Psicología de los personajes bíblicos Nicodemo y La mujer samaritana
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Extraído del libro de Mario Pereyra, Psicología de los personajes bíblicos
(Publicaciones de la Universidad de Montemorelos, 2004)
3. LA UNIDAD DE LOS OPUESTOS: NICODEMO Y LA MUJER SAMARITANA
"Busca a tu complementario,
que marcha siempre contigo,
y suele ser tu contrario".
Antonio Machado
El Evangelio de Juan presenta dos relatos sucesivos que tienen como protagonistas sendos
personajes, que aparecen dialogando con Jesús. En esos encuentros afloran sus respectivas
historias, aunque contrapuestas parecen unidas por esa calidad de opuestos. Nada hace pensar
que el autor haya tenido la intención de compararlos, pero la descripción que se hace de ellos
resulta tan llamativamente diferente, que forzosamente tendemos a relacionarlos. Quizás intentan
exhibirse como polos opuestos entre los cuales se abre un abanico tan amplio de posibilidades
que podría incluir toda la especie humana, trasmitiendo el mensaje de que si el Maestro platicó y
dio soluciones a ellos, también puede hacerlo con cada uno de nosotros, ya que de alguna manera
todos estamos allí representados.
¿Quiénes fueron esas personas? ¿Cuáles son los contrastes? ¿Qué enseñanzas subyacen en
la experiencia que vivieron en aquellos memorables encuentros con Jesús? El primero es un
hombre (cap.3:1-21); el segundo, una mujer (4:1-30). El hombre es un noble, de gran prestigio y
muy reconocido, de la clase alta, que ejercía un cargo elevado en la dirección del gobierno de la
capital judía; la mujer, por el contrario, fue una desconocida pueblerina de Samaria, marginada y
de mala fama, una paria de la sociedad. El hombre es identificado con su nombre propio:
Nicodemo; la mujer, queda perdida en el anonimato, siendo identificada simplemente por su
lugar de origen como “la samaritana”. También son contrapuestas las circunstancias y la
geografía en que ambos personajes aparecen en escena. La entrevista con Nicodemo ocurrió
entre las sombras de la noche, bajo las luces de las estrellas, cuando el viento susurraba entre los
árboles del Monte de las Olivas, en las afueras de Jerusalén. En cambio, el encuentro con la
mujer samaritana aconteció bajo los rayos calcinantes y resplandecientes del sol del mediodía,
junto al pozo de Jacob, en la ladera silenciosa del monte Ebal, cerca de la ciudad de Sicar, en
Samaria, al norte de Israel. Las diferencias son más contundentes cuando se consideran las
condiciones y trayectorias de sus respectivas vidas, la educación recibida por cada uno de ellos, y
especialmente las características de la personalidad de ambos. Es un choque de culturas,
sociedad, formación y estilos de vida.
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Desde la perspectiva humana, estos personajes se ubican en su etapa adulta, cuando
aparentemente ya han alcanzado su nivel de máximo desarrollo. Sin embargo, las inquietudes
que manifiestan y aquellas otras que Jesús pone en evidencia, revelan que ambos necesitaban
crecer, especialmente en espiritualidad. Por lo tanto, se trata de historias que encierran el
mensaje de que el desenvolvimiento de la vida humana no concluye nunca y que el cultivo de los
valores espirituales es una necesidad de todo hombre y mujer, descubriendo en ellos sus
máximas posibilidades de realización. De hecho, las entrevistas en cuestión se convierten en
modelos de respuestas al llamado de Jesús, que constituyen caminos que se abren al crecimiento
y la realización de sí mismos.
LA LUZ QUE RESPLANDECIÓ EN LA NOCHE
“Y la noche era la matriz de ese saber,
el lugar, el tiempo en el que se abren los ojos y se puede,
finalmente, ver de qué lado está la apariencia y de qué lado la verdad”.
Anónimo
Después que el sol se hundió en el ocaso y las sombras cubrieron la noche con su manto
aterciopelado, sumiendo en el sueño a la ciudad de Jerusalén, Nicodemo salió en busca de Jesús.
Para conocer su personalidad tenemos que penetrar en las sombras de aquella entrevista
memorable (véase Juan 3:1-21), captando sus vislumbres e iluminándola con las inferencias y
suposiciones que podamos extraer.
En contraste con la mujer que aparecerá posteriormente, Nicodemo era un hombre culto,
reflexivo e investigador, una persona muy educada, aunque excesivamente convencional, con
actitudes estudiadas y un lenguaje rebuscado, sugestivo y no carente de ironía (vers. 4). Era
moderado, cauto, formal, respetuoso, calculador y firmemente conservador en sus firmes y
rigurosas creencias religiosas. “Era un fariseo estricto, y se enorgullecía de sus buenas obras”,
comenta Elena de White (1975, 142). “Era muy estimado por su benevolencia y generosidad en
sostener el culto del templo, y se sentía seguro del favor de Dios”.
Sus primeras palabras de saludo y presentación son muy expresivas: “Rabí, sabemos que has
venido de Dios como maestro, porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está
Dios con él” (vers.2). Sus palabras introductorias revelan una actitud serena y digna, sobria y
segura, quizá un tanto solemne y apergaminada, supeditando todo sentimiento a los imperativos
de la razón. Aparenta ser perfeccionista, escrupuloso, preocupado por los detalles y las normas.
Parece más bien introvertido, reticente, un tanto frío, poco expresivo, escuchando con interés e
inteligencia el discurso de Jesús, que luego de algunas preguntas iniciales no se atrevió a
interrumpir. La conversación fue profunda, conceptual, transitando por temas teológicos,
descubriendo verdades trascendentes y esclareciendo dudas. Nicodemo escuchó en silencio,
conservando su postura inmutable.
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¿Cuál era la preocupación principal de este hombre, el problema central y decisivo de su
vida? ¿Qué lo condujo a Jesús? Aquí también nos cubren las sombras de la noche. A diferencia
de los extrovertidos que son expresivos y exhibicionistas, que nada ocultan, como es el caso de
la mujer samaritana, personalidades como la de Nicodemo son opacas, nada dejan entrever,
construyen muros para encerrar su intimidad; todo queda detrás de esa fachada de orden,
educación y refinamiento. ¿Cómo saber qué problemas aquejan a estas personas? Recordemos
que Nicodemo fue a hablar con Jesús en la noche, para ocultarse de los demás y, quizá, de sí
mismo. La Psicología enseña que esas tendencias reservadas y retraídas, como las conductas de
orden y perfeccionismo, por lo general, constituyen mecanismos de defensa, una suerte de
encubrimiento de los problemas de conciencia o sentimientos de culpa que puedan albergar en su
interior. ¿Será que Nicodemo, detrás de esa apariencia honorable, ocultaba pecados
inconfesados? Si es así, esa actitud no pasaría desapercibida para el Maestro, pudiendo
encontrarse en las palabras de Jesucristo la clave del develamiento de su alma como la solución
de sus conflictos personales. La búsqueda de la sustancia divina convierte el universo personal
en un espacio de revelaciones.
Llama la atención que Jesús, desde el principio, un tanto
abruptamente le habla del nuevo nacimiento (vers.3-8), de su
necesidad de comenzar una vida nueva. Le hace entender, que su
encumbrada situación, tanto intelectual, social, política (era un
teólogo y miembro del Sanedrín, órgano principal legislativo y
judicial), como económica, de nada servía si no experimentaba un
cambio de vida; la única forma de “ver” como de “entrar en el reino
de Dios” (vers.3,5) es nacer otra vez. Le propuso que aprendiera a confiar en Dios, que fuera
auténtico, que abandonara la postura de los “maestro de Israel”, la hipocresía, para creer de
verdad en el Hijo del Hombre y en su Padre Celestial. Le dio una señal de su divinidad basada en
un episodio del AT que lo convirtió en profecía: “como Moisés levantó la serpiente en el desierto
(símbolo de la salvación de las mordeduras de las serpientes; ver Núm.21:6-9)”. Le explicó en
forma magistral y sintética el plan de la salvación: creer verdaderamente en el amor de Dios
manifestado en la entrega de “su Hijo unigénito” (vers.15,16).
Pero, evidentemente, las últimas palabras fueron las más significativas e impactantes para
Nicodemo (vers.17-21), donde recibe mensajes en clave, en su mismo estilo o igual “frecuencia
de onda” con la cual operaba, donde el divino maestro, penetra en las sombras que velaban su
interioridad para iluminarlo con las luces de un nuevo amanecer. Le dice: “No envió Dios a su
Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (17). En otros
términos: “No te sientas culpable ni sigas defendiéndote, no estoy aquí para condenarte sino para
salvarte”. La insistencia en el tema de la condenación hace pensar que el motivo que impulsó a
Nicodemo a encontrarse con Cristo fueron sus sentimientos de culpa o la sensación interior de
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perdición. Por eso Jesús le reitera, la salvación es posible para quien cree en el Hijo. “El que en
él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado” (18). Entonces, con una
cortesía inusual descubre el meollo del problema: “Y esta es la condenación: que la luz vino al
mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (19).
Estas palabras, dichas en forma impersonal y un tanto elípticamente, ¡que portentosa es la
delicadeza divina!, aclara que los sentimientos de culpa que lo torturaban no provenían de la luz
(símbolo de Cristo) sino de las “malas obras” que estaba practicando. Todavía refuerza el
conflicto básico, introduciendo una apelación personal a salir de las sombras: “Porque todo aquel
que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas.
Más el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en
Dios” (20,21). Nicodemo estaba acudiendo a Cristo entre las sombras, siendo renuente a
mostrarse a la luz. Jesús percibe que su conducta esquiva no era para no dañar su reputación
social, sino por estar “haciendo lo malo”. Su invitación a ser transparente, y adoptar la verdadera
creencia que libera la conciencia de culpa, consistía en aborrecer esas “malas obras” y practicar
la verdad.
¿Cuáles eran esas prácticas pecaminosas que torturaban su conciencia y lo hacían sentirse
perdido? Jesús no lo denuncia en forma explícita, pero a semejanza de la mujer samaritana (ver
Juan 4:18) le hace entender que conocía su problema. Cuando Jesucristo le dice: “Pues todo el
que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras” (20),
estaba citando un texto del Antiguo Testamento, el libro de Job, capítulo 24, los versos del 13 al
17. Era muy común entre los conocedores de la Biblia, hacer alusiones breves o parciales a
párrafos bíblicos, sin necesidad de repetir textualmente toda la referencia, ya que ese
conocimiento previo les hacía entender el resto del pasaje. Así que, cuando Jesús citó algunos
fragmentos de Job 24:13-17, seguramente Nicodemo recordó la totalidad de los versículos:
“Ellos son los que, rebeldes a la luz, nunca conocieron sus caminos, ni estuvieron en sus
veredas. A la luz se levanta el matador; mata al pobre y al necesitado. Y de noche es como
ladrón. El ojo del adúltero está aguardando la noche, diciendo: No me verá nadie. Y
esconde su rostro. En las tinieblas minan las casas que de día para sí señalaron. No
conocen la luz. Porque la mañana es para todos ellos como sombra de muerte. Si son
conocidos, terrores de sombra de muerte los toman”.
Las palabras de Job aluden a dos tipos de personas que se esconden en las sombras y, por
lo tanto, evitan la luz, si bien sufren los terrores de su conciencia culpable: los ladrones y los
adúlteros. ¿Cuál de ellos se aplicaría al interlocutor de Jesús? ¿Acaso se trataría de ambos
problemas? ¿Cómo se sintió el fariseo ante esta revelación? Probablemente el impacto de esa
declaración lo dejó estupefacto y paralizado por algunos momentos. La narración no registra
ninguna respuesta, dando la impresión que allí finalizó la entrevista. Quizás con el rostro tenso y
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desencajado, no pudiendo soportar más, Nicodemo se paró súbitamente, retirándose sin
despedirse, confundido y aturdido por la confidencia.
Durante tres años más estuvo Nicodemo actuando entre las tinieblas, aunque gradualmente
fue abandonando su vida sombría. En una ocasión, cuando el Sanedrín debatía las medidas para
contrarrestar la popularidad de Jesucristo, Nicodemo, con su estilo indirecto, defendió a Jesús,
diciendo: “¿Juzga acaso nuestra ley a un hombre si primero no le oye, y sabe lo que ha hecho?”
(Juan 7:51). Sus colegas inmediatamente notaron su adhesión al cristianismo (probablemente no
era la primera vez que mostraba sus simpatías por Jesús), cuestionándole con hostilidad: “¿Eres
tú también galileo?” (v.52). Allí volvió a callar, pero finalmente, cuando vio a Cristo suspendido
entre el cielo y la tierra, en la cruz del Calvario, recordó la señal que le anunciara aquella noche,
y entonces salió definitivamente a la luz. Se hizo cargo del cuerpo del crucificado, rindiéndole su
homenaje póstumo (cap.19:39-42). Fue, entonces, cuando aceptó la “doctrina de la salvación por
la fe”, creyendo verdaderamente en el Hijo y uniéndose a la iglesia apostólica naciente, para
practicar la verdad y vivir en la luz. Fue un cristiano fiel hasta el final, constituyéndose en un
pilar “firme como una roca” de la nueva comunidad, según declara Elena de White (1975, 148).
ENTRE LAS LUCES Y LAS SOMBRAS DEL MEDIODÍA
“La interlocutora de Jesús tembló.
Una mano misteriosa estaba hojeando las páginas de la historia de su vida,
sacando a luz lo que ella había esperado mantener para siempre oculto...
En su luz, su conciencia despertó”.
Elena de White (1975, 159)
¿Cuáles fueron las características distintivas de la personalidad de la mujer de Sicar, de la
cual nos habla el texto de San Juan 4:4-42? A diferencia del capítulo anterior, donde el personaje
y el mensaje aparecen entre sombras, aquí todo ocurre a plena luz, en “la hora sexta” (vers.6), es
decir, al mediodía. En aquel diáfano y resplandeciente mediodía oriental aconteció el
extraordinario encuentro. La narración, en forma clara y sencilla, registra que Jesús y sus
discípulos debían pasar por Samaria, y acercarse a la ciudad de Sicar de esa región, el Maestro
cansado de tanto caminar, se quedó en las afueras, junto al “pozo de Jacob”, mientras sus
acompañantes ascendían a la ciudad para conseguir comestibles. En esas circunstancias, llega
una mujer a recoger agua y se produce el célebre diálogo.
Fue evidente que se trató de un encuentro indeseado y embarazoso. La mujer realizaba en
esa hora inapropiada la dura rutina cotidiana de llevar el vital elemento a la casa, porque buscaba
eludir a la gente. Era, pues, una marginada social. Pero ahora encuentra a un hombre solo y, para
colmo, “judío”. Cargaba pesados caudales de prejuicios sociales y raciales. Entonces la mujer
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intentó eludir el trato, realizando su tarea rápidamente para huir del lugar y volver a la
tranquilidad de su hogar. Entonces Jesús le dijo: “Dame de beber” (vers.7). Ese era un pedido
imposible de rehusar según las costumbres orientales. Pero, inmediatamente emergieron el
recelo y los escrúpulos: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer
samaritana?” (v.9). El hielo del silenció instantáneamente se derritió. Jesús le respondió: “Si
conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: „Dame de beber‟, tú le pedirías, y él te daría
agua viva” (v.10). Entonces el diálogo se hace fluido como el agua y comienza a deslizarse con
facilidad entre las palabras que circulan a torrentes. La mujer experimenta un cambio
sorprendente. El “judío” despreciable de su primera reacción, se convierte en un respetuoso
“Señor” (v.11), para luego reconocerlo como “profeta” (v.19) y, finalmente, descubrir que era
“el Mesías, el llamado Cristo” (v.25). El gesto de repulsión que exhibió al principio ante el
extranjero que tuvo el atrevimiento de hablarle, derivó en curiosidad, luego en interés y, por
último, en ansia insaciable de conocer. Tan absorta y fascinada quedó con las palabras de Jesús
que, al final, olvidó el cántaro y la razón que la condujo al pozo, para correr a la ciudad a
comunicarle a la gente el hallazgo portentoso que había realizado (v.29).
¿Cómo podríamos describir el perfil de esta mujer?
Es todo lo contrario a Nicodemo, clara y transparente. Se
trata de una mujer expresiva y emotiva, un tanto
prejuiciosa, pero impresionable, curiosa y simpática.
Manifiesta sensibilidad hacia los temas espirituales,
inquietudes por conocer y sinceridad en sus sentimientos.
Es franca, muy activa, de respuestas rápidas y prácticas.
A pesar de ser una marginada social, es comunicativa,
accesible y muy sociable. Sus reacciones son rápidas y cambiantes, pasando de la curiosidad, a
la sorpresa, planteando dudas e insatisfacciones, como vergüenza, temor, esperanza, alegría,
hasta llegar a la euforia. Es evidente que despliega un carácter variable, como el agua que adopta
la forma del cubo que lo contiene. No es difícil imaginarla en sus múltiples gestos faciales,
alejándose con desconfianza al principio, luego dilatándose los ojos de sorpresa, frunciendo el
ceño con dudas, mirando embelesada al descubrir su historia, para después experimentar un
arrebato incontenible, moviendo sus brazos y manos, para salir corriendo con locuacidad
torrencial y desaforada. Así son las personalidades demostrativas, extrovertidas, abiertas,
francas, espontáneas y reactivas.
¿Cuál es el sentido profundo de su alma, la clave que explica su existir? En ese mundo de
cielo límpido y traslúcido, nada queda oculto, aun las cosas íntimas salen a la luz. La imagen de
la mujer acudiendo al pozo en la hora ardiente del mediodía, buscando ansiosamente saciar su
sed con el agua fresca y cristalina de las profundidades, más que un cuadro dibujado por tantos
artistas cristianos parece un símbolo de su vida, un retrato de insatisfacciones y frustraciones. El
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momento clave de la entrevista fue cuando Jesús le dijo: “Ve, llama a tu marido, y ven acá”
(vers.16). La mujer quedó paralizada por el pedido y apenas si pudo balbucear, en forma
dubitativa: “No tengo marido” (17). Entonces fue sorprendida por una confidencia inesperada:
“Bien has dicho: No tengo marido. Porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es
tu marido” (17,18). Un escalofrío le recorrió el cuerpo y en ese estado de conmoción interior, su
mente se iluminó con la convicción, que estaba ante un ser excepcional, si se quiere, divino.
“Señor, me parece que tú eres profeta” (19). Fue lo único que se le ocurrió decir, con el deseo
irresistible de esquivar ese tema tan penoso. Así que, rápidamente, pregunta: “Nuestros padres
adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (20).
Jesús responde su inquietud espiritual sin evitar su problemática personal: “Dios es Espíritu, y
los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que le adoren” (23). Fue como decirle: “Es
necesario que enfrentes tu realidad espiritual con la verdad, no sigas huyendo en busca del monte
sagrado, tu problema es interior, allí es donde debes encontrar a Dios y adorarlo con sinceridad
para experimentar la plena satisfacción de tu vida”.
Durante cinco veces había corrido tras la quimera de la felicidad para descubrir, el mismo
número de veces, que todo era una cruel pesadilla. Sin embargo, no había claudicado, persistía
en una sexta relación de pareja ilegítima. Una historia de pasiones y decepciones. Todavía seguía
esperando al “príncipe encantado”, que la varita mágica del Hada la alcanzara con el toque de la
felicidad, el golpe de suerte proveniente del cielo, sin darse cuenta que la solución no estaba en
la ilusión sino en una nueva visión. Se sentía víctima inocente de su propia soledad e
insatisfacción, equivocando el camino de la búsqueda y sufriendo sus consecuencias.
¿Cuál fue el mensaje de Jesucristo para aquella mujer y para todas las mujeres y hombres
defraudados? Es la palabra de la fe en Dios, en hacer brotar la fuente interior del alma para que
el “agua viva” sacie toda necesidad en forma definitiva. Si se produce el milagro de la fe ya no
habrá más soledad y desengaños, porque siempre estará la Presencia de Dios consolando y
enseñando el camino correcto de la vida. Bien lo expresó San Agustín, cuando confesó:
“Nuestros corazones están inquietos hasta que descansan en ti, oh Dios” (1941). Aquel mediodía
en tierra de Samaria el Hijo de Dios descubrió a aquella mujer defraudada y ansiosa, y le hizo
entender que la plenitud interior se alcanza cuando abandonamos las fantasías ilusorias y se
confía de corazón en Dios en “espíritu y verdad”.